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Filosofía existencial
La filosofía existencial es, entre todas las direcciones filosóficas de la actualidad, la que
se manifiesta en forma más llamativa. No se puede decir que sea la más productiva, pero
sí ciertamente aquella de la que más se habla. Sus palabras, gestos y ademanes se han
impuesto tan universalmente como en su época el vitalismo. Sin embargo, resulta difícil
determinar objetivamente, fuera del nombre, lo que tienen en común los numerosos
filósofos existencialistas. En todo esto hay algo que quizá se puede barruntar más bien
que expresar en conceptos: la renuncia a la antigua metafísica de las esencias, de carácter
objetivo o subjetivo, y la búsqueda de algo absolutamente nuevo, que en cierto modo flota
en el aire y todo el mundo siente, lo cual explica la gran resonancia que haya hoy día este
pensar, principalmente en Alemania y en Francia, incluso entre personas que, a pesar de
todo su entusiasmo, no alcanzan a explicar tales doctrinas y acaso ni siquiera
comprenderlas.
a) Filosofía existencial alemana
Lo que primero se notó en el existencialismo alemán fue la expresión de un determinado
estado de ánimo. Se hablaba de ansiedad, preocupación, tragedia, fracaso, desesperación,
nihilismo. Sólo esto se había entendido de la filosofía existencial.
Sin embargo, el existencialismo alemán no pretendía ser antropología, ética, ni crítica de
la cultura, sino filosofía del ser, más aún, filosofía primera. Jaspers lo asegura
explícitamente: «Lo que Hegel llevó a cabo en su lógica metafísica como doctrina de las
categorías fue […] el cumplimiento de una tarea afín a la actual». Y Heidegger enlaza
con Husserl en el punto en que éste, al modo de la deducción trascendental de Kant y del
idealismo alemán, trata de sentar las bases de una filosofía primera totalmente pura. No
obstante la divisa de «¡Vuelta a las cosas mismas!», no son precisamente las cosas las que
hoy día llevan adelante el pensar filosófico, sino que todavía se siguen haciendo nudos en
el tapiz cuya urdimbre y trama habían fijado Kant y el idealismo. Sólo hay algún cambio
en el material y en el colorido, pero lo nuevo que aguardan los no iniciados no lo es tanto
como ellos esperan y creen. Los dos exponentes de la filosofía existencial alemana son
Jaspers y Heidegger.
A diferencia de Heidegger, lo que interesa a Karl Jaspers (1883) es realmente la
existencia. Para Jaspers «existencia» significa una sintonía de vida y espíritu. Quien sólo
considere la vida como existencia sin razón y sólo cuente con el sentimiento, la vivencia,
la impulsividad sin problemas, el instinto y el capricho, como hacen muchos
nietzscheanos, incurre en la violencia ciega. Quien, por el contrario, sólo dé beligerancia
al espíritu, como razón sin existencia, a la manera de muchos hegelianos, va a parar en lo
intelectualmente universal, esquemático, impersonal, a-histórico, cosa que había dado ya
armas a Kierkegaard contra Hegel. Hacen falta las dos cosas. Razón y existencia son los
dos grandes polos de la vida. Si se pierde el uno, se pierde el otro. «La existencia sólo se
esclarece con la razón, la razón sólo tiene contenido con la existencia». El
«esclarecimiento de la existencia», segundo concepto central de Jaspers, no puede por
tanto significar mero saber o un quehacer meramente intelectual. Esto equivaldría a recaer
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nada, y vuelve a ser nada en cuanto se ha alcanzado— se puede explicar el ser. Ser es por
tanto temporalidad, estar incardinado en la nada —Hegel había dicho: ser es apariencia,
devenir, nada— y no es «existencia», como en los filósofos existenciales —reunión de
vida y espíritu—, sino «ex-sistencia», es decir, no permanecer en sí, sino «estar fuera»
para acabar en la nada. En función de este ser se comprende también al hombre.
Mientras Sartre dice que nos hallamos hoy en una situación en que sólo existe el hombre
—en lo cual trata de referirse a Heidegger—, Heidegger le sale al paso diciendo que no
se trata de eso, sino que nos hallamos en una situación en que por principio existe
precisamente el ser. Por eso, dice, el hombre no es el ser, ya sea mediante la conciencia,
el espíritu o el yo, sino que es únicamente guardián y pastor del ser, y esto mediante su
palabra y su pensar. En esto se recoge el ser, iluminándose y descubriéndose. Así surge
la verdad. La verdad no es ya la aserción que coincide con el ente, sino el ser mismo que
se aclara. En esto consiste al mismo tiempo la libertad. Es un dejar suceder del descubrirse
y recogerse del ser. De aquí la pregunta: ¿Es libre el hombre o el ser? ¿Es la persona
todavía persona una vez que es puro estar fuera, ex-sistentia, y no subsistencia? Heidegger
quiere poner una barrera a la subjetivización, que con no poca frecuencia se ha creído ser
el mundo. Pero acaso se haya pasado de la raya. La persona humana no puede estar
completamente vacía.
Sobre todo, sería interesante saber qué es a la postre ese ser tan traído y llevado, de cuya
gracia y favor todo vive, del que nos olvidamos perdiéndonos en los entes —este olvido
del ser de que habla Heidegger—. Éste, que en un principio se dirigió al ser partiendo del
tiempo, intentó también un «retorno» del ser a la temporalidad y a la historia, tratando de
comprender el ser como la historicidad de la historia, el ser del devenir, el ser en la nada.
Pero no lo logró ni podría lograrlo Heidegger se ha preocupado mucho de lo que el ser
sea, pero no lo ha pensado, ni lo puede pensar, habiéndose alejado tanto del mundo de los
entes, que ya no es fundamento, sino la pura y vacua nada. Así es como los teólogos
aniquilan a Dios cuando, en un empeño desmesurado de glorificarlo, lo reducen al
«totalmente otro». Y así también viene a parar en nihilismo la filosofía de Nietzsche
porque no sólo está más allá del bien y del mal, sino sencillamente más allá de todo. Y
así también —nada hay nuevo bajo el sol de los filósofos— en la presocrática los «físicos»
se convirtieron en «afísicos», como dice Aristóteles, por haber borrado de su ser lo
múltiple.
Existencialismo francés
El existencialismo francés es más interesante como fenómeno literario que como
manifestación filosófica. En él se pueden señalar dos direcciones, la atea, cuyo principal
representante es Sartre, y la católica, cuyo exponente es G. Marcel.
Jean-Paul Sartre (1905), de suyo bohemio y escritor, quiso seguir la corriente de
Heidegger, picó acá y allá con buen instinto lo que pensó que tendría más salida y logró
efectivamente el prestigio que anhelaba, incluso como filósofo, aunque había pasado por
alto lo esencial y no tardó en ser repudiado por Heidegger. Lo que todavía le faltaba fue
a buscarlo a la Ilustración, haciendo con todo ello un negocio espléndido.
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También Sartre está contra la antigua metafísica de las esencias. Las esencias, en cuanto
el hombre las refiere a sí mismo, significan una estandardización insatisfactoria. Mediante
determinados esquemas, sólo sabe producir cosas. Al hombre, en cambio, no le precede
ningún esquema, ninguna esencia como meta de su vida, como deber o como valor.
Lo primero en su existencia, después de él mismo, se crea su propia esencia; el hombre,
en efecto, debe ser libre. Pero Sartre toma esta libertad en forma tan absoluta, que el
hombre en cuanto tal no tiene nada que le esté prefijado y conforme a lo cual deba regirse,
ni verdades, ni valores, ni mundo, ni Dios. Rodeado por la nada, se halla el hombre
totalmente solo y abandonado, y su libertad no es ya para él un regalo, sino su perdición.
Sartre habla, no obstante, de humanismo precisamente porque para él no existe ya sino el
hombre, pero en realidad se trata de ese nihilismo que es capaz de negarlo todo, pero no
de construir nada.
Para Gabriel Marcel (1877) vuelve a ocupar el primer plano la metafísica. Pero sabe por
Kierkegaard, del que todos los filósofos existenciales, quién más quién menos, han
tomado algo en préstamo, que en los conceptos de nuestro encuentro con el ser nos
hallamos implicados nosotros mismos, que por tanto nuestra propia existencia condiciona
de antemano toda nuestra acción. De ahí surge la problemática existencial.
En cuanto el yo, enfrentándose con el ser en una verdadera relación de tú y yo, siente
verdaderamente deberes, se cierran las puertas a una existencia sin razón. Pero en cuanto
el ser a su vez se experimenta como un misterio, recibe la existencia un nuevo impulso
en su propia capacidad de ser. A pesar del misterio, la existencia no está absolutamente
exenta de dirección ni es absolutamente libre. No sucede como en Sartre. En Marcel la
antigua metafísica y el sentido moderno de la existencia se limitan y se estimulan
recíprocamente en una verdadera síntesis.
Beauvoir, la filosofía existencialista y el feminismo1
Beauvoir, como filósofa, inicia a mediados del siglo XX y con la rejilla conceptual del
existencialismo, una manera diferente y original de abordar la dilucidación de lo que son
las mujeres, esos seres disimétricos e inferiores al otro componente de los grupos
humanos que son los varones. El segundo sexo constituye un corpus teórico que desmonta
la desigualdad entre mujeres y hombres porque nos demuestra que la desigualdad es algo
construido, una construcción cultural. Y, al mismo tiempo nos proporciona las
herramientas teóricas para reemplazar esa construcción anti-igualitaria e injusta por otra
igualitaria y justa; para terminar con un estado de opresión y reemplazarlo por un estado
de distensión, en el que cada cual, hombres y mujeres convivan fraternal y libremente.
Por eso pienso que El segundo sexo representa, en el ámbito de la emancipación de las
mujeres, lo que El contrato social en el ámbito político. Si Rousseau sentaba las bases de
la democracia moderna, Beauvoir sienta las bases de la democracia total y efectiva. “El
hombre nace libre y por todas partes se encuentra encadenado”, decía Rousseau al
comienzo de El contrato social. Obsérvese que escribe “hombre” y que, como ha
demostrado la crítica feminista(1), no lo usa en el sentido colectivo de ser humano, sino
que piensa sólo en los varones. Y Beauvoir dice: “No se nace mujer ...”, es decir, no se
1
Tomado y adaptado de López, T. (2009). Beauvoir, la filosofía existencialista y el feminismo. UCM,
recuperado de https://revistas.ucm.es/index.php/INFE/article/viewFile/INFE0909110099A/7785
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cuales vosotros, infames hombres, nos habéis oprimido a nosotras, pobres criaturas
femeninas” (3). Las herramientas propias con que cuenta como filósofa son los conceptos
que constituyen su propia hermenéutica existencialista, que no es la de Sartre como creían
los estudiosos y estudiosas de su filosofía hasta entrados los años 90 del pasado siglo.
Filosofía de la vida
A fines del siglo existió, sobre todo en Alemania y en Francia, una dirección de
pensamiento que se extendió mucho más allá de las aulas viniendo a ser cosa de moda: la
filosofía de la vida o vitalismo. Entonces desempeñó el papel que desempeña hoy el
existencialismo. En el detalle pasa por muchas variaciones, pero todas ellas giran en torno
al concepto de vida, toman partido por lo que fluye, lo irrepetible, individual, irracional,
que sólo se capta en la vivencia, y se enfrentan contra lo estático, puramente lógico,
universal y esquemático. Vamos a distinguir el vitalismo francés, el vitalismo como
ciencia del espíritu en Alemania y el vitalismo naturalista.
a) Bergsonismo y blondelismo
Henri Bergson (1859-1941), escritor sobresaliente y premio Nobel, conduce
inmediatamente la nueva tendencia a su punto culminante. Frente a la efervescente y
tempestuosa. La filosofía vital de Nietzsche ofrece Bergson una filosofía de la vida
académica, clara y bien pensada. Su idea directriz es el impulso vital (élan vital). Bergson
se enfrenta así con el mecanicismo, el materialismo y el determinismo. «Ser» en general
no es otra cosa que impulso vital. Es un error no ver en todas las cosas más que lo exterior,
lo extenso, el cuerpo físico-matemático e incluir también al hombre dentro de este
esquema. ¿No existe también un «dentro» que da forma a lo de fuera, algo que dura,
aunque inmerso en el tiempo?
Algo que tiene su propio tiempo, no ya el tiempo mecánico del reloj, sino ese tiempo
vivido que crece con algo permanente que está formándose a cada instante y absorbe en
sí el flujo del tiempo pero a la vez le sobrevive: eso que Bergson llama la «duración»
(durée). Es típico de todo viviente. Para apreciar debidamente la vida no basta el pensar
científicomatemático. Éste es siempre mecánico, esquemático, analítico. Para la vida
necesitamos la intuición y su mirada dirigida al todo, necesitamos fineza de comprensión
para poder vivir lo interior, único e intransferible, como también necesitamos conocer la
libertad para avanzar más allá de lo mecánico y poder estimar en su debido valor la
espontaneidad. Pero donde hay espontaneidad y libertad, hay también alma y conciencia
de sí. Por eso la vida está por encima de la materia. Desde luego conciencia, memoria,
alma no se dan sin una correspondencia fisiológica, no se dan sin cerebro, pero no son
mera función del cerebro, como repite el materialismo, sino una potencia en sí, tienen su
apoyo en sí y son algo más fuerte que lo material.
Más aún: si ser es vida, y si vida es alma y conciencia, entonces el ser en cuanto tal es
conciencia; no ya esa menguada conciencia que es sólo pensar, sino una conciencia que
es vivencia, impulso, duración, libertad, invención, energía y dinámica creadora. Esto
revela ahora profundidades metafísicas: Nada «es», todo «se hace», viene a ser. Y viene
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como algo formado puede venir a ser fenómeno» y debe, por tanto, ser «más que vida»;
no puede consistir en puro flujo, como muchos han creído.
Pragmatismo
También el pragmatismo quiere mantenerse en el mundo de los fenómenos. Pero no se
contenta con describirlos y examinarlos críticamente conforme a leyes lógicas o
trascendentales, sino que quiere dominarlos y hacerlos manejables al hombre, para que
éste se sienta bien en el mundo y pueda cada vez sentirse mejor. El pragmatismo es, pues,
filosofía práctica. Lo que esto significa lo hemos notado ya a propósito del materialismo
dialéctico. También él quiere ser filosofía práctica, por lo que no es muy grande la
distancia entre las dos escuelas. De todos modos, el pragmatismo respeta la libertad del
individuo, y en ello se distingue esencialmente del materialismo dialéctico.
Propiamente procede el pragmatismo de uno de los promotores del neokantismo, a saber,
Fr. A. Lange. Éste defendía la religión frene al materialismo diciendo que lo que interesa
saber no es qué es verdadero y qué falso, sino sólo qué necesita el hombre, y en esta
necesidad fundaba el valor de la religión como el de los ideales en general. Esto es ya
pragmatismo. Sus principales representantes fueron W. James (1842-1910), F. C. S.
Schiller (1864-1937) y, últimamente, el destacado filósofo y pedagogo americano J.
Dewey (1859-1952). Del primero es este dicho estimulante que ilumina toda la cuestión
con un fulgor de relámpago: Al fin y al cabo, nuestros errores no son cosas tan terribles.
En un mundo en el que, pese a todas nuestras precauciones, no podemos evitarlos, cierta
dosis de despreocupación y ligereza es cosa más sana que una excesiva ansiedad.
En la práctica será a menudo oportuno seguir esta receta. Pero como principio significaría
renunciar a la verdad y regirse por el propio deseo. Mas por encima de todo «yo quisiera»
o «yo necesito» está lo verdadero y recto, y lo que es un deber para el hombre. La verdad
no puede, como pretende el instrumentalismo de Dewey, convertirse en simple
instrumento y símbolo de nuestras exigencias y necesidades. Por encima de toda
oportunidad subjetiva está la verdad objetiva. Sólo dentro de los límites de la verdad y
del derecho se puede buscar el perfeccionamiento de la existencia. El mero desear
proviene sólo de desorden y conduce a él.
REFERENCIAS
(1) Rosa COBO (1995): Fundamentos del patriarcado moderno. Jean Jacques Rousseau,
Madrid, Cátedra.
(2) BEAUVOIR, (1960): 629.
(3) Cartas a Nelson Algren: un amor trasatlántico, carta del 23 de febrero de 1948,
Barcelona, Lumen, 1999
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(4) Simone de Beauvoir: ‘Le Deuxième Sexe’‘. Le livre fondateur du féminisme moderne
en situation (2004), Paris, Honoré Champion, de próxima aparición en castellano.
(5) Simone de Beauvoir, philosophe (2006), Paris, PUF.
(6) Francis JEANSON (1969) : Simone de Beauvoir ou l´entreprise de vivre, Paris, Seuil.