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GIANFRANCO RAVASI

Piedras de tropiezo
en los Evangelios
Las palabras escandalosas de Jesús

2
SAL TERRAE
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Título original:
Le pietre d’inciampo del Vangelo.
Le parole scandalose di Gesù

© Mondadori Libri S.p.a.


I edizione settembre 2015
Milano
www.librimondadori.it

Traducción:
José Pérez Escobar

© Editorial Sal Terrae, 2016


Grupo de Comunicación Loyola
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Imprimatur:
† Manuel Sánchez Monge
Obispo de Santander
30-06-2016

Diseño de cubierta:
Vicente Aznar
3 Mengual, SJ
Edición Digital
ISBN: 978-84-293-2609-3
Índice

Portada
Créditos
Abreviaturas de los libros bíblicos
Introducción
Primera parte: EVANGELIO DE MATEO
1. Catorce generaciones
2. Palabras bíblicas e historia de Jesús
3. No la conoció
4. El nazareno
5. La paloma en el cielo
6. La primera tentación de Jesús
7. Pobres en espíritu
8. Raká y môré
9. ¡No desearás!
10. No nos hagas caer en la tentación
11. Perros y cerdos
12. ¿Centurión romano o funcionario herodiano?
13. El funeral del padre
14. El paralítico, el perdón, los hombres
15. ¿Mateo o Leví?
16. La casa de Israel
17. Cristo y la espada
18. El Reino y la violencia
19. Un comilón y un borracho
20. Belcebú
21. Contradicciones evangélicas
22. Blasfemia contra el Espíritu
23. El espíritu impuro
24. «¿Quiénes son mis hermanos?»
25. Mirar y no ver
26. «¡Es un fantasma!»
27. Los perritos
28. El signo de Jonás

4
29. La levadura
30. «Vade retro!»
31. ¿Elías reencarnado?
32. ¿Pagaba Jesús los impuestos?
33. Una piedra de molino
34. El caso de «pornéia»
35. Eunucos por el Reino
36. El camello y el ojo
37. ¿Una injusticia social de Jesús?
38. Una piedra desechada
39. El traje de boda
40. Los siete maridos
41. ¿De quién es hijo el Mesías?
42. ¡Serpientes, raza de víboras!
43. El día y la hora
44. A quien tiene se la dará
45. El beso de Judas
46. «¡Caiga su sangre sobre nosotros!»
47. Se oscureció
48. Se postraron y dudaron
Segunda parte: EVANGELIO DE MARCOS
1. Un endemoniado en la sinagoga
2. ¿Un error del evangelista?
3. Un Jesús secreto
4. «Para que no se conviertan»
5. ¿Endemoniado o loco?
6. ¿Un duplicado evangélico?
7. Cinco mil hombres
8. «¡Es korbán!»
9. Los árboles que caminan
10. «¿Quién decís que soy yo?
11. Presentes cuando llegue el Reino
12. ¿Endemoniado o epiléptico?
13. El gusano que no muere
14. La copa y el bautismo
15. No era tiempo de higos
16. La abominación de la devastación
17. El joven de la sábana
18. ¿Dios o Elías?
19. Estaban atemorizadas...
Tercera parte: EVANGELIO DE LUCAS
1. Ave, María

5
2. «No conozco varón»
3. Una intricada cuestión cronológica
4. Alojamiento de Belén
5. Gloria in excelsis
6. Signo de contradicción
7. María y José no comprenden
8. Jesús, hijo de Adán
9. Del aplauso al ataque
10. El vino añejo
11. ¿Misericordiosos o perfectos?
12. Una santa «calumniada»
13. Dar y tener
14. Una cruz cada día
15. La «cara dura» de Jesús
16. Lo único necesario
17. El «Padrenuestro» de Lucas
18. ¿Un huevo o un escorpión?
19. El signo de Jonás
20. El fuego de Jesús
21. Herodes, el zorro
22. ¿Odiar al padre y a la madre?
23. El administrador inmoral y astuto
24. La riqueza inmoral
25. La mostaza y la morera
26. El Reino de Dios está en medio de vosotros
27. ¿Dios es un juez injusto?
28. Bajo de estatura
29. Los tiempos de los paganos
30. Comprar una espada
31. El leño verde y el leño seco
32. El paraíso
33. Partir el pan
34. «¡Un fantasma no tiene carne...!»
35. Ascensión al cielo
Cuarta parte: EVANGELIO DE LUCAS
1. En el principio, el «Logos»
2. La derrota de las tinieblas
3. Los hijos generados por Dios
4. La tienda del Verbo
5. Gracia sobre gracia
6. ¡Mirad al Cordero de Dios!
7. Bajo la higuera

6
8. «¿Qué quieres de mí?»
9. El templo de su cuerpo
10. Recordar
11. La serpiente levantada
12. El amigo del esposo
13. La salvación viene de los judíos
14. Espíritu y verdad
15. El testigo
16. Soy yo, ¡no tengáis miedo!
17. Carne para comer
18. El origen del Mesías
19. Ríos de agua viva
20. ¿Sabía escribir Jesús?
21. Jesús escupe
22. Dar y retomar la vida
23.Vosotros sois dioses
24. ¡Que muera un hombre solo!
25. «Sálvame de esta hora»
26. El Hijo del hombre
27. Lavatorio de los pies
28. El discípulo amado
29. Un amor desmesurado
30. El Paráclito
31. La vida eterna es conocer
32. «No oro por el mundo»
33. Consagrar en la verdad
34. El poder de lo alto
35. Telas y sudario
36. Ciento cincuenta y tres peces
37. El martirio de Pedro
38. La muerte del discípulo amado
Bibliografía

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Abreviaturas de los libros bíblicos

Antiguo Testamento
Gn = Génesis
Ex = Éxodo
Lv = Levítico
Nm = Números
Dt = Deuteronomio
Jos = Josué
Jue = Jueces
Rut = Rut
1 Sm = 1 Samuel
2 Sm = 2 Samuel
1 Re = 1 Reyes
2 Re = 2 Reyes
1 Cr = 1 Crónicas
2 Cr = 2 Crónicas
Esd = Esdras
Neh = Nehemías
Tob = Tobías
Jdt = Judit
Est = Ester
1 Mac = 1 Macabeos
2 Mac = 2 Macabeos

8
Job = Job
Sal = Salmos
Prov = Proverbios
Ecl = Eclesiastés (Qohelet)
Cant = Cantar de los Cantares
Sab = Sabiduría
Eclo = Eclesiástico (Sirácida)
Is = Isaías
Jr = Jeremías
Lam = Lamentaciones
CJr = Carta de Jeremías
Bar = Baruc
Ez = Ezequiel
Dn = Daniel
Os = Oseas
Jl = Joel
Ab = dAbdías
Jon = Jonás
Miq = Miqueas
Nah = Nahún
Hab = Habacuc
Sof = Sofonías
Ag = Ageo
Zac = Zacarías
Mal = Malaquías

Nuevo Testamento
Mt = Mateo

9
Mc = Marcos
Lc = Lucas
Jn = Juan
Hch = Hechos de los Apóstoles
Rom = Romanos
1 Cor = 1 Corintios
2 Cor = 2 Corintios
Gal = Gálatas
Ef = Efesios
Flp = Filipenses
Col = Colosenses
1 Tes = 1 Tesalonicenses
2 Tes = 2 Tesalonicenses
1 Tim = 1 Timoteo
2 Tim = 2 Timoteo
Tit = Tito
Flm = Filemón
Heb = Hebreos
Sant = Santiago
1 Pe = 1 Pedro
2 Pe = 2 Pedro
1 Jn = 1 Juan
2 Jn = 2 Juan
3 Jn = 3 Juan
Jds = Judas
Ap = Apocalipsis

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Introducción

La escena tiene de fondo la costa septentrional del lago de Tiberíades. En ella se


levantaba un centro importante, Cafarnaún, que en hebreo significa «pueblo de la
consolación» o «pueblo de Nahún», un nombre homólogo al de un profeta bíblico. Por
allí pasaba una vía que llevaba hasta Siria, una arteria comercial fronteriza. Por esta
razón Cafarnaún contaba con una aduana de la que estaba encargado el funcionario
Mateo Leví, el futuro apóstol. Sobre las modestas casas del barrio de pescadores –donde
estaba situada también la residencia de otro discípulo de Cristo, Simón Pedro,
descubierta el siglo pasado por la arqueología– se erguía una sinagoga construida con la
contribución de un oficial romano filojudío (Lc 7,4-5).
Jesús, que hacía poco que se había dado a conocer públicamente en Galilea, la
región septentrional de Tierra Santa, con su predicación impresionante y sus acciones
sorprendentes, entra en la sinagoga y comienza a hablar. Su discurso es tan
desconcertante que genera una reacción hostil no solo de la gente que le escuchaba, sino
también de sus primeros discípulos. Intentemos también nosotros acercarnos a alguna
frase y captar su eco: «Si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre,
no tendréis vida en vosotros... porque mi carne es verdadera comida y mi sangre
verdadera bebida».
Es el evangelista Juan quien registra ese discurso en el capítulo 6 de su escrito y es
también quien expresa la sensación de asco y repugnancia del auditorio ante una
propuesta que parecía rayar en el canibalismo, aunque fuera sagrado. Sobre todo, la
gente: «Los judíos se pusieron duramente a discutir entre ellos: “¿Cómo puede darnos
este su carne para comer?”» (Jn 6,52). Después, es el turno de los discípulos: «¡Esta
palabra es dura! ¿Quién puede escucharla?» (Jn 6,60). En el original griego se usa el
adjetivo sklērós: «esclerótico», no solo duro, sino también incomprensible, recalcitrante
para toda inteligencia normal.

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Aquellos hombres, que le habían seguido con entusiasmo, le dan ahora la espalda a
Jesús, saliendo de la sinagoga a la placeta frontal. Una vez más, Juan nos representa el
desarrollo de la escena: «Desde aquel momento muchos de sus discípulos se echaron
atrás y ya no andaban con él» (6,66). Retomaban, por tanto, los caminos de sus pueblos
donde tal vez les esperaban las barcas que antes habían abandonado llenos de
entusiasmo, o bien regresaban a aquellos campos áridos que habían cultivado con gran
esfuerzo. Jesús mismo había encontrado con un verbo la definición más adecuada para
expresar su estado interior: «¿Os escandaliza esto?» (Jn 6,61).
El verbo español copia el griego del Evangelio, skandalízō, que se refiere
literalmente a la piedra de tropiezo que hace tropezar o caer a una persona que camina
por una senda accidentada o por un sendero de montaña. Este verbo resuena 29 veces en
los Evangelios (15 veces se encuentra el sustantivo skándalon) y está
predominantemente vinculado a la experiencia de fe: renegar de ella, rechazarla, entrar
en crisis o ponerle a los demás la zancadilla para que caigan de la fe en la incredulidad.
El término, en nuestra acepción más común (sobre todo en el adjetivo «escandaloso»),
ha adquirido una connotación sexual, evocando la obscenidad, la indecencia y la
grosería.
En el vocabulario neotestamentario esta palabra conserva ciertamente el elemento
de incomodidad y turbación, connota indignación y repulsión, pero se orienta casi
siempre al desconcierto en clave religiosa. Como escribirá san Pablo, Cristo crucificado
es un escándalo para los judíos (1 Cor 1,23), es –como solemos decir nosotros– «la
piedra de escándalo» que hace perder confianza y adhesión, introduciendo una especia
de repulsión e incluso de espanto. Y, efectivamente, las palabras de Cristo sobre su carne
como comida y su sangre como bebida habían suscitado no solo turbación y
desconcierto, sino también un verdadero horror en el auditorio destinatario de aquel
discurso en la sinagoga de Cafarnaún.
En efecto, como sabemos, la sangre en la Biblia es signo de la vida misma, y no es
lícito ni siquiera tocar un cuerpo herido y ensangrentado, porque produciría
contaminación e impureza incapacitando para realizar todo acto de culto. ¿Cómo no
acordarse en la parábola del buen samaritano del comportamiento del sacerdote y del
levita que se pasan «al otro lado» del camino donde yacía aquel desafortunado
ensangrentado y medio muerto (Lc 10,31-32)? En la alianza primordial entre Dios y la

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humanidad, que tiene de mediador a Noé, tras el juicio del diluvio, leemos este precepto
divino: «de la sangre vuestra, es decir, de vuestra vida, yo pediré cuentas; pediré cuentas
a todo ser vivo y pediré cuentas de la vida del hombre al hombre, a cada uno de su
hermano» (Gn 9,5).
Ante las palabras de Jesús, sobre comer su carne y beber su sangre, sentiríamos el
horror vinculado a la antropofagia, uno de los tabúes dominantes en casi todas las
culturas. Evidentemente, el sentido dado por Jesús a sus palabras era muy diferente, el
que nosotros interpretamos actualmente a la luz de la eucaristía: el pan y el vino son
signos de una «comunión» de vida con el cuerpo y la sangre, es decir, con la persona de
Cristo, y, por consiguiente, con la divinidad, en una intimidad plena que engendra la
«vida eterna», la vida divina, como repite el mismo Cristo en ese discurso.
Pero ¿por qué hemos reconstruido esta escena con la reacción alterada de los
discípulos? Es un episodio que habitualmente es evocado aún hoy por los peregrinos: se
detienen en la zona arqueológica de Cafarnaún, donde surgía la antigua sinagoga,
sustituida posteriormente por otra más imponente del siglo IV y cuyos restos son
visibles. En ella leen precisamente el capítulo 6 del Evangelio de Juan. Hemos vuelto a
proponer aquel suceso porque en las páginas que siguen queremos invitar a un viaje
particular por los cuatro Evangelios para buscar las palabras-escándalo, aquellas que
hacen tropezar al lector, incluso al que es sólidamente cristiano. Son, precisamente, las
palabras «duras» y difíciles, que exigen una interpretación especial. No temamos
afrontar este itinerario un tanto arduo y árido, recordando una frase significativa del
historiador inglés, que vivió entre los siglos XVII y XVIII, Thomas Fuller, recogida en
su sobra Gnomología: «Todo es difícil antes de ser sencillo».
Los 140 pasajes evangélicos que presentaremos tienen una diversa gradación de
dificultad. Algunos son claramente hard, como se definen en inglés, y crean, sin duda,
un choque: «Si alguien viene a mí y no odia a su padre, su madre... e incluso la propia
vida, no puede ser mi discípulo» (Lc 14,26). O bien: «El que mira a una mujer para
desearla ya ha cometido adulterio en su corazón» (Mt 5,28). O el siguiente: «No creáis
que he venido a traer paz a la tierra; he venido a traer no paz ¡sino espada!» (Mt 10,34).
Finalmente, entre tantos otros ejemplos posibles, veamos un diálogo inquietante entre un
potencial discípulo y Jesús: «“Señor, permíteme antes ir a enterrar a mi padre”.
“Sígueme, y deja que los muertos entierren a sus muertos”» (Mt 8,21-22).

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Otras veces, en cambio, nos parece estar en presencia de palabras contradictorias.
Así, por poner un ejemplo, en el Evangelio de Mateo dice Jesús: «Quien no está
conmigo está contra mí» (Mt 12,30). Pero en Marcos le escuchamos decir: «Quien no
está contra nosotros está a favor nuestro» (9,40). Además, ¿cómo es posible que unos
textos fundamentales como el de las bienaventuranzas o la misma oración específica del
cristiano, el Padrenuestro, tengan redacciones tan diferentes en Mateo y en Lucas?
El poeta Virgilio, en su tercera Bucólica, ponía en labios de uno de sus personajes,
Dametas, esta advertencia dirigida a quien recogía flores o fresas en los prados: Latet
anguis in herba, «en la hierba está oculta una serpiente», una frase que se hizo
proverbial hasta el punto de ser recogida por Dante: «Oculta como en la hierba [está] la
serpiente» (Infierno VII,84). Pues bien, también en la superficie verde y fascinante de los
Evangelios se ocultan peligrosos enredos históricos, teológicos y éticos.
Así pues, siempre a título de ejemplo sobre los datos históricos, cuando leemos que
Jesús nació durante «el primer censo hecho cuando Quirino era gobernador de Siria» (Lc
2,2), este hecho no está totalmente claro. Es más, como verán los lectores, la dificultad
histórica parece irresoluble, y algo semejante ocurre con las dos genealogías de Jesús: la
de Mateo (1,1-17) y la de Lucas (3,23-38) solo comparten tres nombres. Una serpiente
teológica parece ser –y citamos al azar– una frase como esta: «Todo pecado o blasfemia
será perdonada a los hombres, pero la blasfemia contra el Espíritu Santo no se
perdonará» (Mt 12,31). ¿A qué se debe esta condena sin remisión?
Hablábamos también de tropiezos éticos. ¿Por qué el Mesías «pacífico» de Nazaret
afirma que «el Reino de los cielos sufre violencia y los violentos se apoderan de él» (Mt
11,12)? ¿Y qué significa la impresionante exhortación dirigida contra quien «escandaliza
a uno solo de estos pequeños que creen en mí» diciendo que se le atará «al cuello una
piedra de molino y se le arrojará a lo profundo del mar» (Mt 18,6)? En 19,9, Mateo
parece recoger una frase de Cristo que introduce al menos una posibilidad de divorcio en
el caso de una pornéia que no se especifica.
Por consiguiente, no solo el Antiguo Testamento contiene páginas difíciles y
«escandalosas». También las luminosas páginas de los Evangelios tienen líneas que
parecen casi una trampa para el lector crítico, pero también para quien se adhiere con el
corazón y la mente al mensaje de Cristo. Es muy probable que otros pasajes, con
respecto a los presentes en esta selección, generen preguntas o desconcierto en el lector.

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No pocos de los versículos que hemos propuesto no se consideran difíciles a primera
vista, y, sin embargo –como se verá–, ocultan en sí de forma alusiva problemas de
interpretación. En efecto, porque si es verdad –como decía la tradición judía– que cada
palabra de la Torá bíblica tiene setenta rostros, entonces es necesario, en la interpretación
auténtica de las Escrituras, «ir más allá del versículo», según la sugerencia del filósofo
francés Emmanuel Lévinas (1905-1995), evitando todo fundamentalismo literalista.
Porque –y era otro filósofo quien lo decía, el alemán Martin Heidegger (1889-
1976)–auslegen ist das ungesagte sagen, «interpretar es decir lo no dicho», que está
encerrado en un texto y que es invisible cuando se echa sobre él solamente una primera
mirada superficial.
Para concluir, quisiéramos retornar a la escena descrita al comienzo. Como se ha
visto, ante las palabras «duras» de Jesús, el pequeño grupo de sus discípulos se dispersa
al final. No pocos, «escandalizados», regresan a su vida cotidiana, refugiándose en la
normalidad de sus modestas experiencias personales. Pero no para todos es este el puerto
de destino de aquella jornada ciertamente difícil, incluso para Jesús, que ya entonces
intuye incluso la presencia de un traidor entre los que le rodean. Es de nuevo el
evangelista Juan quien conserva el recuerdo de un breve diálogo que sella la oscuridad
de aquellas horas introduciendo un claro de luz. «Dijo Jesús a los doce: “¿También
queréis iros vosotros?”. Le respondió Simón Pedro: “Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes
palabras de vida eterna y nosotros hemos creído y sabemos que tú eres el Santo de
Dios”» (Jn 6,67-69).

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Primera parte:
EVANGELIO DE MATEO

El Evangelio de Mateo ha sido, sin duda, el más popular, el más leído y comentado en
la historia del cristianismo, y, si bien actualmente se considera el de Marcos
cronológicamente el primero, la obra de Mateo sigue gozando de una gran importancia
en la Iglesia, que la propone a menudo en la liturgia y en la catequesis. Originalmente,
los Evangelios aparecieron sin la referencia a su autor (ningún nombre era digno de estar
al lado del nombre del único protagonista, Jesucristo). Sin embargo, como en el caso de
los otros evangelistas, muy pronto se atribuyó el nombre del apóstol Mateo (o Leví, que
quizá era otro nombre del mismo personaje) a este Evangelio que es más bien extenso,
formado por 18.728 palabras en el texto griego.
Con Marcos y Lucas ha sido considerado uno de los «Evangelios sinópticos», un
término con el que se quiere sugerir –mediante una «mirada de conjunto» («sinopsis», en
griego)– una serie de paralelos y convergencias presentes en los tres textos que tienen su
origen en unas fuentes comunes. No obstante, cada evangelista usa otras fuentes propias,
adopta su perspectiva, sigue su proyecto, elabora su retrato de la figura de Cristo y
responde a las exigencias de la comunidad a la que dirige su relato. En el caso de Mateo
se piensa en unos destinatarios de origen judío convertidos al cristianismo y vinculados
aún con sus raíces, aunque a menudo en tensión con sus ámbitos de procedencia.
De este modo, comprendemos la abundancia de citas, alusiones y referencias que
encontramos en él al Antiguo Testamento. En esta perspectiva puede interpretarse el
relieve dado a los primeros cinco libros bíblicos –conocidos como Pentateuco o Torá–,
que constituyen la Ley sagrada por excelencia. Las enseñanzas de Jesús se recogen en
cinco grandes discursos. El primero tiene lugar en un monte –y por eso es llamado
«discurso de la montaña» (caps. 5–7)– y puede interpretarse con referencia al Sinaí:

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Cristo no ha venido a abolir la ley de Moisés, sino a realizarla en plenitud. El Reino de
Dios es el tema central de la predicación y de la acción de Jesús.
En el segundo discurso, llamado «misionero» (cap. 10), se anuncia, se acoge y se
rechaza el Reino. En el tercero, el discurso en parábolas (cap. 13), se describe el Reino
en su crecimiento lento pero imparable en la historia. En el cuarto discurso (cap. 18) la
Iglesia –un tema apreciado por Mateo– se convierte en el signo del Reino durante el
camino de la historia, mientras se espera que llegue a su plenitud en la salvación final
(quinto discurso, «escatológico», caps. 24–25). Un grandioso resumen de la historia de
Cristo, de la Iglesia y del Reino de Dios: este es sustancialmente el tema de la obra
mateana.

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1. Catorce generaciones
«Todas las generaciones desde Abrahán hasta David son catorce;
desde David hasta la deportación a Babilonia catorce;
desde la deportación a Babilonia hasta Cristo catorce».
– Mateo 1,17

Sabemos que al abrir la primera página del Evangelio de Mateo nos encontramos con un
árido elenco de nombres. Se trata de una genealogía, un género muy apreciado por los
antiguos habitantes del Próximo Oriente. Ellos, en efecto, en esa cadena de nombres –
con frecuencia ficticios o incorrectos– intuían la historia y la grandeza de sus orígenes.
El problema para los lectores modernos, habituados al rigor documental e
historiográfico, se manifiesta también en el caso de la genealogía de Jesús. Los motivos
de esta dificultad son dos. El primero se encuentra precisamente en el sello que Mateo
aplica a su lista, marcando el número «catorce» como señal numérica constante. De tener
que reconstruir rigurosamente la secuencia de la historia bíblica de Israel, nos daríamos
cuenta de que este número es inadmisible.
Es más, si la confrontamos con la análoga genealogía de Jesús redactada por Lucas
(3,23-38), nos quedaríamos aún más sorprendidos, porque es radicalmente diferente, no
solo por los nombres mencionados, sino también por su misma estructura. En efecto, en
lugar de ser descendente, es ascendente (desde Jesús se remonta hasta los orígenes de la
humanidad); tiene su origen no en Abrahán, sino en Adán, y comparte con la de Mateo
solo tres nombres, Abrahán, David y José. Esta dificultad puede resolverse teniendo en
cuenta el valor simbólico, antes que histórico, de las genealogías antiguas. Mateo quiere
demostrar el vínculo íntimo de Jesús con el pueblo judío y su mesianismo. Por eso
recurre al linaje dinástico davídico más que a la descendencia natural, quizá privilegiada
por Lucas, que une, en cambio, a Cristo con la humanidad entera, representada
precisamente por Adán.
Impulsado por esta exigencia, que es más de índole teológica que historiográfica,
Mateo ordena la secuencia genealógica en una triada marcada por el septenario, que,
como sabemos, es uno de los números privilegiados en la Biblia para indicar plenitud y
perfección. Nos encontramos, así, con el dominio de la fórmula 7 +7, que exalta el hilo
generacional anudándose en torno a la figura gloriosa de David. Es más, gracias al valor

18
místico de los números bíblicos y judíos y al valor numérico asignado a las letras del
alfabeto, según la técnica de la «gematría» (quizá del término griego grammateia, «juego
con las letras» del alfabeto), el número 14 podría referirse también a la suma de los
números vinculados con el nombre David, es decir, de las tres consonantes hebreas d-w-
d, que tienen el valor numérico de 4 + 6 + 4 = 14.
Pero más allá de otras semejantes especulaciones, se mantiene el significado
fundamental de Mateo: la historia de la salvación tiene una perfección profunda que se
expresa mediante la armonía numérica septenaria y que crea un arco de continuidad entre
David y Jesús, a quien puede atribuirse el título mesiánico de «Hijo de David», que
resuena ocho veces en este evangelio. Pero aquí surge la segunda dificultad. La lista
genealógica está regida por el verbo «engendró», que une los varios eslabones, pero,
sorprendentemente, falta en el eslabón fundamental, el último, relativo a Jesús. En
efecto, no leemos: «José engendró a Jesús», como en los demás casos, sino «Jacob
engendró a José, el esposo de María, de la que nació Jesús, llamado Cristo» (Mt 1,16).
Así pues, ¿cómo puede ser Jesús descendiente davídico si el legítimo miembro del
linaje de David, José, no lo engendra? La respuesta se encuentra a continuación (Mt
1,18-25), cuando el ángel se dirige al futuro esposo de María invitándole a asumir la
función de padre legal, aunque no natural, del hijo que su prometida lleva en su seno.
Ahora bien, en la legislación antigua la paternidad legal (por adopción o por otro
procedimiento) podía legítimamente conferir los derechos hereditarios. José,
descendiente de David, según la convicción de su genealogía tribal, hace así a Jesús
«Hijo de David» en sentido auténtico, introduciéndole en el teatro de la historia bajo la
égida mesiánica.

19
2. Palabras bíblicas e historia de Jesús
«Mira, la virgen concebirá
y dará a luz a un hijo:
se le dará el nombre de Emmanuel».
– Mateo 1,23

El Evangelio de la infancia de Jesús según Mateo está totalmente incrustado de citas


bíblicas que marcan e interpretan los varios acontecimientos de Cristo recién nacido. Se
aplican dos claves de lectura de un análogo fenómeno teológico-literario, que, por lo
demás, es bastante constante en todo el escrito de este evangelista.
Por un lado, hay quien considera los 48 versículos que componen el relato como
una secuencia de recuerdos familiares de origen histórico, iluminados, enriquecidos y
profundizados en su íntimo significado mesiánico mediante la referencia a las Escrituras
hebreas. En la práctica, estaríamos en presencia de una obra de relectura retrospectiva e
interdependiente: las antiguas palabras bíblicas son clarificadas por los sucesos que
ahora se cumplen en Jesús de Nazaret, y lo que ahora se narra se descifra plenamente a la
luz de esas palabras. Este es el enfoque tradicional, diversamente perfeccionado por los
exegetas y adoptado también por Benedicto XVI en su obra La infancia de Jesús (2012).
Por otro lado, en cambio, encontramos una interpretación que remite a un género
literario típico de la tradición judía, a saber, el midrás («investigación»). El núcleo
germinal del relato sería una cita bíblica que desemboca después en una verdadera trama
con diversos datos, eventos y contextos narrativos que ilustran el valor profundo y
múltiple de esa cita. En nuestro caso, las frases veterotestamentarias se adaptarían a la
figura de Jesús y a algún exiguo fragmento histórico, haciéndolas florecer en parábolas a
partir del contenido primario de índole teológica. Sería, en última instancia, recurriendo
también aquí al uso judío, una hagadá, es decir, un «relato» temático de matriz bíblica
acrecentada con una aplicación narrativa libre y más amplia a la persona de Cristo en su
presentación histórica.
Probablemente, las dos tesis pueden ofrecer una contribución para recordar al lector
dos datos. Por una parte, existe un indispensable núcleo histórico, resultado de los
recuerdos de los clanes familiares de los padres de Jesús, y, por otra, la cualidad histórica
de estos dos capítulos mateanos es muy diversa del resto del Evangelio, precisamente

20
por el predomino de citas bíblicas con su función rigurosamente teológica y catequética.
Así pues, la historia y la teología se han fusionado en estos relatos en diversas
proporciones.
Digamos de paso que Mateo cita Isaías 7,14 según la antigua versión griega de la
Biblia hebrea, conocida como los Setenta (LXX), como lo hará en el resto de su
Evangelio: en ella encontramos «virgen» (parthénos) en lugar de «doncella» (‘almah),
que es el término presente en el original hebreo. Lógicamente, esta elección de la
traducción permitía a los cristianos confirmar la tesis teológica del nacimiento virginal
de Jesús de María como fruto de gracia y don divino, y no como resultado exclusivo de
los mecanismos genéticos humanos.

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3. No la conoció
«José no conoció a María
hasta que ella dio a luz a un hijo y lo llamó Jesús».
– Mateo 1,25

Hemos querido traducir literalmente este versículo de Mateo, introduciendo solamente la


especificación de los nombres de los protagonistas, es decir, la pareja formada por José y
María de Nazaret. No cabe duda de que esta versión suscitará alguna reacción, sobre
todo en el lector católico. Procedamos por orden. Ante todo, debemos precisar el
significado del verbo «conocer» que adoptamos aquí en su sentido hebreo, aunque aquí
se usa, obviamente, el verbo griego ginóskō. En la cultura clásica, el término indicaba el
conocimiento intelectual, racional y espiritual. Muy diferente es el concepto bíblico del
verbo «conocer», yada‘ en hebreo.
Este presupone una realidad mucho más compleja y variada, que implica,
ciertamente, la mente, pero también la voluntad, la pasión, el sentimiento e incluso la
acción. También la psicología moderna prefiere esta visión más completa del
conocimiento humano que involucra varios aspectos: el intelectivo, el volitivo, el
afectivo y el efectivo. En esta perspectiva, el verbo se había convertido en un eufemismo
para designar el acto del amor, porque se suponía que este debía implicar la totalidad del
ser, del actuar y del pensar de una persona (algo que lamentablemente no sucede en
nuestros días, caracterizados por el mero «consumo» del acto sexual).
Resuelto el primer obstáculo, nos topamos con otro más relevante. La frase griega
expresa la idea de la castidad de los dos esposos «hasta que» María dio a luz a un hijo.
Ahora bien, cuando en español decimos que algo no sucede «hasta» un cierto tiempo, se
supone que, habitualmente, acontecerá después. En este sentido, José, entonces, no tuvo
relaciones conyugales con María hasta el nacimiento de Jesús, pero podría haberlas
tenido posteriormente. Se pondría así en cuestión uno de los elementos tradicionales de
la mariología, a saber, la virginidad perpetua de la Madre de Cristo, profesada
reiteradamente en los textos litúrgicos y dogmáticos, haciendo literalmente reales a «los
hermanos y hermanas de Jesús» (un tema sobre el que volveremos en seguida).

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La frase en cuestión, en realidad, no tiene el sentido de inmediatez que podría
aparecer en nuestra lengua. En efecto, en griego y en las lenguas semíticas, con esa
formulación se quiere poner el acento en lo que acontece hasta el término de ese «hasta
que...»: José no tuvo relaciones con María, y sin embargo nació Jesús. El texto no se
interesa por lo que sucedió después. Por consiguiente, de por sí no se pondría en cuestión
el tema teológico de la virginidad permanente de María, un tema que, por lo demás,
suscitó un debate acalorado en los primeros siglos cristianos, como está atestiguado, por
ejemplo, en algunos escritos muy polémicos de san Jerónimo (siglos IV-V).
Clarificado lo anterior, podemos comprender la legitimidad de la traducción que del
versículo mateano ofrece la Biblia de la Conferencia Episcopal Italiana (CEI), usada
oficialmente en la liturgia: «José... tomó consigo a su esposa: sin que él la conociera,
ella dio a luz a un hijo y lo llamó Jesús». La traducción es correcta y puntual, según el
sentido del texto original. No puede alegarse como objeción otro versículo de Lucas:
«dio a luz a su hijo primogénito» (2,7). La calificación «primogénito» tiene un sentido
estrictamente jurídico, porque expresa la dignidad y los derechos del neonato. Sabemos
por la Biblia la gran relevancia que tenía esta prerrogativa: recordemos la terrible lucha
entre Esaú y Jacob precisamente con respecto al derecho de primogenitura, como leemos
en el Génesis (25,19-34 y 27). Es curioso notar que un texto arameo de finales del siglo I
recuerda a una madre (también llamada María) que murió «al dar a luz a su hijo
primogénito».

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4. El nazareno
«Fue a vivir a una ciudad llamada Nazaret,
para que se cumpliera lo dicho por los profetas:
“Se llamará nazareno”».
– Mateo 2,23

A quien no está muy familiarizado con los textos bíblicos, este versículo no le crea
ninguna dificultad. El nombre nazareno ha llegado a ser tan popular que es acogido sin
duda alguna como la denominación topográfica de Jesús, que había vivido un largo
tiempo precisamente en Nazaret. Sin embargo, la conexión –al menos como nos la
presenta Mateo– no es tan clara. Ante todo, señalemos que en el original encontramos
nazoraios, «nazoreo», que no es propiamente «nazareno», nazarenos en griego, usado
por Marcos y Lucas y más conocido. En realidad, las dos formas podrían remitir al
adjetivo arameo nazraya, que designaba a un habitante de Nazrat, es decir, Nazaret.
Pero el verdadero nudo enredado se encuentra en la premisa mateana: «para que se
cumpliera lo dicho por los profetas». Se trata de una fórmula muy apreciada por el
evangelista, que la usa diez veces para vincular la figura de Jesús al Antiguo Testamento,
de modo que tenga una continuidad en la historia de la salvación, que desemboca en la
«plenitud» de Cristo: el verbo griego, de hecho, es plēróō, que traducimos por «cumplir»
y designa por sí mismo un «llegar a plenitud». Además, las citas explícitas del Antiguo
Testamento que Mateo relaciona con la persona, las acciones o las palabras de Jesús,
son, al menos, 63, poniendo de relieve así la unión entre Cristo y las Escrituras hebreas.
Ahora bien, veamos el problema que escapa a quien está poco familiarizado con la
Biblia: ¿dónde se menciona Nazaret en el Antiguo Testamento? La respuesta es
totalmente negativa. Así pues, Mateo comete un error o bien recurre a un engaño
apologético para dar a la figura de Jesús otra corroboración de la dignidad mesiánica. En
realidad, existe una explicación, aun cuando, como veremos, se deshilacha en varias
ramificaciones difíciles de seleccionar. En efecto, está bien documentada la praxis judía
mediante la que se establecían conexiones con los textos sagrados a menudo de forma
libre y creativa, sobre todo mediante la asonancia. Mateo, que está muy al corriente del
uso didáctico de los escribas judíos de su tiempo, ha recurrido, probablemente, a este

24
procedimiento para exaltar la figura de Jesús en una dimensión que tenía históricamente
cierta relevancia, pero que carecía de puente alguno con los textos proféticos.
¿Cuál podría ser, pues, la alusión bíblica evocada mediante términos con sonido
afín a la palabra «Nazaret», que permitieron a Mateo trazar precisamente ese puente
simbólico con el Antiguo Testamento? Sobre este tema se ramifican las respuestas de los
especialistas. Hay quien piensa en una asonancia con la palabra nazîr, de donde procede
nuestro «nazireo»: la persona «consagrada» a Dios que se comprometía a cumplir
algunos votos descritos en Números 6, como la abstinencia de bebidas alcohólicas y no
cortarse el pelo de la cabeza. En esta categoría coloca la Biblia a personajes como el juez
Sansón (Jue 13,5.7), el profeta Samuel (1 Sm 1,11) y el mismo Juan el Bautista (Lc
1,15). Cristo es el «consagrado» por excelencia, aquel que cumple en plenitud la
voluntad del Padre, y Mateo siente el eco de esta consagración en el nombre Nazaret.
Otros especialistas remiten, en cambio, a nezer, el «germen» que –según el profeta
Isaías (11,1)– brotará del tronco árido de dinastía davídica: este símbolo llegará a ser
finalmente no solo el emblema, sino casi el nombre simbólico del Mesías, al que el
Señor, en el libro del profeta Zacarías, llama «mi siervo Germen» (3,8; 6,12).
Finalmente, hay otros que perciben en ese nazoreo/nazareno el verbo nazar,
«conservar», que dio origen al término «resto» (nazûr), con el que Isaías definía a la
comunidad restringida de los verdaderos fieles que se mantenían con fidelidad también
en el tiempo de la prueba y de los que Cristo sería el estandarte. Así pues, son múltiples
las explicaciones de la asonancia bíblica que Mateo descubre y afirma en el nombre
«Nazaret», desconocido para las Escrituras veterotestamentarias.

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5. La paloma en el cielo
«Y se abrieron para él los cielos
y él vio al Espíritu de Dios
descender como una paloma
y posarse sobre él».
– Mateo 3,16

El marco histórico de este versículo es el acontecimiento que se está realizando en una


ribera del Jordán (quizá la oriental, según la opinión de varios estudiosos basada en las
excavaciones arqueológicas de los últimos decenios): Jesús es bautizado por Juan. El
hecho es ciertamente histórico, porque los primeros cristianos no se habrían «inventado»
nunca un episodio en el que Cristo aparece «inferior» al Bautista, y que, además, lo sitúa
en el acto de recibir un bautismo realizado para «confesar los pecados» (Mt 3,6). Dentro
de este acontecimiento histórico está incrustada, no obstante, una experiencia que Mateo
describe como personal, como vivida solamente por Jesús.
De hecho, es «para él» para quien se abren los cielos y es solamente suya la visión
del Espíritu de Dios bajo el símbolo de la paloma, un signo diversamente interpretado,
también porque parece ser emblemático de Israel (Sal 68,14; 74,19; Os 7,11). En este
caso, el Espíritu divino representaría la nueva comunidad fiel que se congrega en torno
al Mesías. A esta experiencia íntima de Jesús se asocia una epifanía divina abierta a
todos. Es la voz que desde el cielo proclama: «Este es mi Hijo, el amado: en él he puesto
mi complacencia» (3,17).
La frase merece una atención particular porque asigna el significado último al
evento del bautismo de Jesús que acaba de recibir de Juan. Los exegetas hablan de una
«visión interpretativa» para definir el sentido de cuanto hemos descrito. El acto ritual de
purificación, que el Bautista administraba a los judíos que acudían a él, se transforma así
en una especie de investidura mesiánica solemne de Jesús ante todo Israel.
Pero la relectura evangélica de esta frase «celestial» va más allá y, a la luz de la
gloria pascual, diseña un mesianismo más elevado de naturaleza trascendente. Como
sabemos, en efecto, la figura del Mesías esperado por el judaísmo tenía connotaciones
creaturales, para no perjudicar el riguroso monoteísmo bíblico. En esta línea también, el
misterioso Hijo del hombre de Daniel (7,13-14), dotado de un poder supremo por Dios,

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se abandonaba al limbo de un mesianismo no aplicable a nadie, de tal modo que la
apropiación por parte de Jesús (seguido por la Iglesia primitiva) de un título tan
«excesivo» constituirá una especie de provocación en el contexto religioso de la época.
En cambio, se hace explícitamente ahora la definición evangélica de Cristo: en el marco
de esta visión trascendente es presentando como el Hijo predilecto y único de Dios.

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6. La primera tentación de Jesús
«Jesús fue llevado al desierto por el Espíritu
para ser tentado por el diablo».
– Mateo 4,1

La última tentación de Cristo es el título de una novela que el escritor griego Nikos
Kazantzakis publicó en 1952 y que llegó a ser famosa por la adaptación libre y
provocativa que realizó el cineasta Martin Scorsese en 1988. En realidad, los Evangelios
sinópticos no narran la última, sino la primera y verdadera tentación de Cristo al
comienzo de su misión pública: Marcos (1,12-13) se limita solo a las cuatro frases
esenciales, mientras que Mateo (4,1-11) y Lucas (4,1-13) «escenifican» el evento en un
tríptico de cuadros que tienen de fondo el desierto, el punto más alto del Templo de
Jerusalén y un monte muy elevado. Lo que crea problemas al lector es precisamente el
acontecimiento en sí mismo, con esta extraña especie de traslado «aéreo» donde vemos a
Jesús a merced de Satanás.
No cabe duda de que la tentación fuera una experiencia histórica real contada por
Cristo mismo, porque difícilmente la comunidad cristiana de los orígenes se habría
inventado un episodio en el que aparecía su Señor a merced del diablo que le provocaba.
Probablemente, Jesús mismo contó esta experiencia traumática evocando quizá tres
lugares diferentes en los que la sintió. En ella la tentación se configuraba como la
propuesta de tomar vías alternativas para su misión mesiánica con respecto a las que le
había asignado el Padre: el camino de un mesianismo puramente social (los panes) o
taumatúrgico (el milagro de caer desde el pináculo del Templo y resultar ileso) o político
(los reinos de la tierra).
Es evidente que la narración suscita sorpresa, porque Satanás parece ejercer un
cierto poder sobre Jesús, pero este elemento llega a sorprender menos si se reconduce la
tentación a su significado primario. Es como una puesta en acción de la libertad humana,
de su capacidad de decisión, de elección y de voluntad. Se corrobora así con fuerza que
la humanidad de Jesús no es una vaga semejanza con nosotros, sino que es una realidad
auténtica, y, por consiguiente, debe asumir el riesgo de la libertad, que es específico de
la criatura humana. Como Adán está bajo el árbol del conocimiento del bien y del mal,

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es decir, bajo el árbol de la elección moral libre, sometido al estímulo tentador de la
serpiente diabólica, así también Jesús, hombre verdadero, está ante una opción libre que
concierne a su misión.
Pero él, a diferencia de Adán, apoyándose en la palabra de Dios –que cita en sus
respuestas al demonio en una especie de debate teológico (también el diablo recurre a los
textos bíblicos)– elige adherirse al proyecto divino de manera total, rechazando las
alternativas satánicas. De tal modo, emerge la figura no solo del hombre-Adán nuevo y
perfecto, sino también la del nuevo Israel que, a diferencia del pueblo hebreo en el
desierto, no cae en la red diabólica de la tentación y se convierte, así, en un ejemplo para
nosotros, hombres y mujeres, a menudo implicados y abatidos por las pruebas morales.
La persona de Cristo, en efecto, se levanta al final como aquel que ha resistido al
demonio con vigor y serenidad, permaneciendo fiel a la voluntad del Padre celestial: «Y
unos ángeles se acercaron y lo servían» (Mt 4,11).

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7. Pobres en espíritu
«Bienaventurados los pobres en espíritu
porque de ellos es el Reino de los cielos».
– Mt 5,3

Una pregunta preliminar espontánea: ¿por qué situar entre las palabras «difíciles» de los
Evangelios esta frase que es una de las más célebres del cristianismo? ¿Acaso no
pertenece a aquellas bienaventuranzas que son la joya literaria y espiritual colocada al
inicio del discurso de la montaña, definido por algunos como la carta magna de la fe
cristiana? ¿No es el tema de la pobreza todo un emblema de la vida y del testimonio en
hechos y palabras de Cristo y de sus seguidores, aunque a menudo el cristianismo se ha
demostrado al respecto poco fiel como advertía en sus Laudi Jacopone da Todi
(«povertate poco amata, pochi t’hanno desponsata»)? En realidad, hay algunos
problemas literarios, históricos y teológicos que se cruzan en torno a las
bienaventuranzas y que exigen una serie de explicaciones.
En primer lugar, encontramos el hecho de su ubicación en un contexto topográfico
diferente. Mateo escribe: «Viendo a la muchedumbre, Jesús subió al monte... y se puso a
hablar» (5,1-2). Lucas: «bajó con ellos y se detuvo en una llanura... y, levantando los
ojos hacia sus discípulos, decía...» (6,17.20). La solución de la diferencia es sencilla:
Lucas evoca el contexto histórico real en el que tuvo lugar aquel discurso, una llanura de
Galilea. Mateo, en cambio, recoge en su discurso otras intervenciones pronunciadas por
Cristo en lugares diversos, introduce un marco simbólico, el del monte, aludiendo así al
Sinaí y a Moisés. De hecho, en el discurso se hablará del nexo íntimo entre la Ley
antigua y el anuncio de Jesús.
También es relevante la diferencia entre las dos redacciones de las
bienaventuranzas. En Mateo (5,3-12) son nueve (la última es una ampliación de la
octava, tal vez un comentario), mientras que en Lucas (6,20-23) son solo cuatro, a las
que, no obstante, se añaden otras cuatro «maldiciones» («¡Ay de...!») paralelas y
antitéticas. Este dato, frecuente también en otras comparaciones entre los textos
evangélicos, demuestra que sus autores, manteniendo el dato sólido, se comportan no
como historiadores en sentido estricto, creando manuales fríos o actas documentales,

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sino, más bien, como «evangelistas», cuya fidelidad es viva y dúctil, y se abre a las
exigencias de las comunidades a las que deben transmitirse de modo concreto y
encarnado las palabras y los recuerdos de Cristo.
Llegamos, así, a la primera bienaventuranza, la dedicada a la pobreza. Lucas la
presenta de manera directa y profética: «¡Bienaventurados vosotros, pobres!», reflejando
los destinatarios de su Evangelio, que pasaban por dificultades sociales y económicas.
Así había actuado también el Jesús histórico, interpelando a la muchedumbre de los
pobres con el «vosotros» y con la promesa esencial de la felicidad del Reino reservada a
ellos por Dios. Mateo adopta, en cambio, un lenguaje más sapiencial en tercera persona:
«Bienaventurados los pobres...», entre otras razones porque el Jesús retratado por él es el
nuevo Moisés que habla dirigiéndose también a los siglos futuros. Además, aporta una
especificación: «Bienaventurados los pobres en espíritu».
Esta adición ha sido a menudo objeto de malentendidos, porque, leída en una
perspectiva occidental, parecería referirse solamente a una separación espiritual de las
riquezas y de las comodidades y a no a un comportamiento real de donación a los demás
y de sobriedad. En realidad, la puntualización «en espíritu» perfecciona la exaltación de
la pobreza común en Mateo y Lucas. La fórmula, que es conocida también en los
documentos judíos descubiertos en Qumrán, junto al mar Muerto, significa no una
elección abstracta e ideal, sino radical, que parte precisamente del «espíritu» parar
convertirse en norma de la actitud concreta.
Nos hallamos propiamente en la atmósfera de las bienaventuranzas, que no
imponen un código de leyes o de reglas, sino una opción total, fundamental y absoluta
por los valores evangélicos.

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8. Raká y môré
«Quien dice al hermano: “Raká!”
deberá someterse al Sanedrín.
Quien le dice: “Môré”».
será destinado al fuego de la gehena.
– Mateo 5,22

Nos encontramos ante una frase muy fuerte, insertada en aquel texto fundamental de la
predicación de Jesús que es el discurso de la montaña. Como sabemos, este último es en
realidad una colección de diversas intervenciones que Cristo pronunció en ámbitos y
tiempos diferentes, y que el evangelista ha colocado en el marco de un «monte» que
evoca el Sinaí, creando así un paralelismo positivo entre Moisés y Cristo mismo, el
Mosissimus Moses, como lo definía Lutero, es decir, el guía supremo, el Moisés elevado
a la enésima potencia. Jesús, de hecho, no había «venido a abolir la Ley y los Profetas,
sino a llevarlos a la plenitud» de su mensaje (Mt 5,17).
El lector se halla ante dos cuestiones. En primer lugar, incidimos en aquellas
palabras que hemos dejado intencionadamente en su original. La primera es la
transcripción griega de la palabra aramea raqa’, que denota «estúpido», «cabeza de
chorlito», «cabeza hueca», con un aspecto de agresividad ofensiva al igual que nuestros
términos «cretino» o «imbécil». El segundo, en cambio, es un vocablo griego que
significa «insensato», «tonto de remate», en última instancia, «loco». Sin embargo, en el
paralelo hebreo subyacente tenía una connotación más grave: con ese término se
caracterizaba la impiedad religiosa, la apostasía idolátrica, y por esta razón algunas
versiones lo traducen por «renegado».
Estamos, por consiguiente, ante ataques verbales terribles que proceden del terreno
del odio y del desprecio. Pero precisamente aquí surge la segunda cuestión que
mencionaba anteriormente. ¿Es adecuada una condena tan grave y hasta absoluta por
este acto, hasta el punto de denunciarlo al tribunal supremo judío del Sanedrín de
Jerusalén? ¿O, peor, la entrega al «fuego de la gehena», famosa imagen bíblica para
designar la condena al infierno, con la total eliminación de la comunión con Dios? La
respuesta se encuentra en toda la atmósfera y en el mismo hilo conductor que rige el
discurso de la montaña.

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Jesús recurre a menudo a la paradoja y a la radicalidad porque su propuesta no es
una mera y simple regla moral, formada por numerosos preceptos y artículos de diversa
gravedad, como sucedía en el judaísmo, que había hecho un listado de 613
mandamientos a partir de la Torá, es decir, de la Ley bíblica presente en los primeros
cinco libros de la Sagrada Escritura. Cristo, en cambio, quiere impulsar a su discípulo a
una actitud total y absoluta de fidelidad que nace del corazón y del amor, y no de una
secuencia de actos religiosos, que, una vez cumplidos, cierran el capítulo del
compromiso de fe. Es algo así como acontece en el amor materno o paterno, que no se
reduce a algunas horas o a ciertos actos del día, sino que abarca la totalidad del tiempo y
de la existencia.
En esta perspectiva, el cristiano debe dedicarse a combatir toda ofensa o culpa
cometida contra el prójimo, apuntando a la perfección; no debe evitar solamente los
pecados graves como el homicidio o la violencia física. En cierto modo es lo que emerge
al leer las seis «antítesis» que están tejidas en el discurso de la montaña (Mt 5,21-48) y
que comienzan precisamente con la que hemos citado. Esta suena exactamente así:
«Habéis oído que se dijo a los antiguos: “No matarás; quien mate será sometido al
juicio”. Pero yo os digo: “Quien se irrita con el propio hermano será sometido al
juicio...”», y aquí sigue nuestro versículo (Mt 5,21-22).

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9. ¡No desearás!
«Yo os digo:
quien mira a una mujer para desearla,
ya ha cometido adulterio con ella
en su corazón».
– Mateo 5,28

A menudo se ha ironizado sobre esta frase del discurso de la montaña, mostrando su


exceso. Por otra parte, ¿no es cierto,acaso, que «el deseo es la liana de la existencia»,
como dice un texto sagrado budista, el Dhammapada? Damos dos respuestas a este
interrogante y a los corolarios sarcásticos relacionados. Comenzamos dirigiendo nuestra
atención sobre el verbo «desear», epithyméō en griego. Este remite al sustrato hebreo del
mandamiento noveno y décimo, que dice así: «No desearás la casa de tu prójimo. No
desearás la mujer de tu prójimo» (Ex 20,17; en el decálogo paralelo de Dt 5,21 se
anticipa la mujer con respecto a la casa). En ellos se usa el verbo hebreo hamad, que
tenía un significado particular, reafirmado por el término usado en el Evangelio de
Mateo.
Este término no se refería a la simple emoción instantánea y espontánea ante una
persona o una realidad atractiva, sino a una decisión profunda de la voluntad que
planifica un verdadero proyecto para conquistar el objeto del deseo, incluso mediante
una estrategia o una tensión psicológica íntima o una constante concupiscencia.
Pensemos en el célebre relato del capítulo 13 del libro de Daniel, donde aquellos dos
ancianos intentan seducir a Susana con una pasión frenética e insensata, sin conseguirlo
al final. Pues bien, Jesús advierte que puede cometerse adulterio sin llegar, tal vez por
motivos extrínsecos, a consumarlo realmente, sino solamente realizándolo con el
corazón, con la elección interior, con una programación coherente y consciente de la
traición.
En este punto presentemos la segunda observación de índole más general, que nos
remite al contexto que ya hemos comentado en el análisis anterior de otro versículo
mateano del discurso de la montaña –el insulto agresivo al hermano (5,22)–. En la
arquitectura del discurso nos encontramos con aquellas «seis antítesis» (5,21-48), tal
como han sido denominadas. A primera vista, Jesús parece oponerse a seis preceptos de

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la Ley bíblica con sus propios mandamientos, de estilo antitético. En realidad, como ya
comentaba un especialista, David Daube, en The New Testament and Rabbinic Judaism
(1956 [El Nuevo Testamento y el judaísmo rabínico]), «la relación entre las dos partes
del esquema (“Habéis oído... pero yo os digo...”) no es de simple contraste. El segundo
elemento de la antítesis revela el sentido contenido en el primero, en lugar de
suprimirlo».
Por tanto, Jesús asume el antiguo mandamiento bíblico, rechaza su interpretación
reduccionista y literalista, que era propia de una cierta tendencia de su tiempo (y, en
cierto modo, constante a lo largo de los siglos), y muestra su verdadero sentido, la fuerza
subyacente, siempre que se entendiera en su significado profundo, más allá de la letra.
También en nuestro caso del «deseo» se intuye esta lógica radical, que tiende a exaltar la
verdad genuina y la autenticidad del matrimonio: «Habéis oído que se dijo: “No
cometerás adulterio”. Pero yo os digo: “Quien mira a una mujer para desearla...”» (5,27-
28). Cristo propone una espiritualidad matrimonial y una moral sexual de plenitud, que
él ve inscrita ya en el sexto mandamiento, «no cometerás adulterio» (Ex 20,14), cuyo
sentido trasciende el mero precepto contra la traición, que obviamente es condenada.

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10. No nos hagas caer en la tentación
«No nos hagas caer en la tentación,
mas líbranos del mal».
– Mateo 6,13

Cuando en la liturgia eucarística recitamos la oración del Padrenuestro la concluimos


con la frase citada que sabemos de memoria [en castellano decimos «no nos dejes caer
en la tentación», pero en italiano se dice «non indurci in tentazione», o sea, «no nos
induzcas», o «no nos hagas caer en la tentación»]. En cambio, si leemos la nueva
versión oficial de la Biblia de la CEI, encontramos esta traducción diferente: «no nos
abandones [abbandonarci] en la tentación», una frase que es ciertamente menos dura
que la anterior, aunque esta sea más común. De hecho, la primera versión calca
sustancialmente el texto griego original, que literalmente dice: «no nos hagas entrar, no
nos lleves a la tentación». La frase, en el arameo original usado por Jesús, suponía quizá
un sentido solamente «permisivo»: «no nos dejes entrar en la tentación», y, así,
tendríamos prácticamente la nueva versión «no nos abandones», que sería por tanto
semánticamente legítima.
Sin embargo, quisiéramos tratar de justificar también la versión tradicional, tan
punzante porque parece que sea Dios quien nos «induce» a la tentación. Ante todo,
hagamos una distinción. Por una parte, hallamos la «tentación-prueba», experimentada
por Abrahán, por Israel en el desierto, por Job, que es comprensible como educación en
la fidelidad, en el amor puro, en la fe auténtica. Pero, por otra, nos encontramos con la
«tentación-seducción» que incita a la rebelión del hombre contra Dios y su ley, que es
provocada por Satanás o el mundo pecador, una tentación a la que ceden, por ejemplo,
Eva y Adán. Sin embargo, a veces aparece sorprendentemente en la Biblia que Dios
mismo es el sujeto de esta «tentación-seducción».
Por poner un ejemplo, en el Segundo libro de Samuel un acto de soberbia del rey
David es atribuido a la iniciativa divina: «Dios incitó a David a hacer el mal mediante el
censo de Israel» (24,1). En cambio, en el posterior y paralelo Primer libro de las
Crónicas aparece una frase más lógica: «Satanás incitó a David a hacer un censo de
Israel» (21,1). ¿Cómo puede explicarse esta «inducción» de Dios al mal que flota

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también en la frase citada del Padrenuestro? La respuesta debe buscarse en la mentalidad
semítica antigua, que, para evitar introducir un dualismo, es decir, la existencia de dos
dioses, uno bueno y el otro satánico, trata de situar todo el horizonte del bien y del mal
bajo el control del único Dios.
En el libro de Isaías, el Señor no duda en decir: «Soy yo quien formo la luz y creo
las tinieblas, hago el bien y provoco el mal: ¡yo, el Señor, realizo esto!» (45,7). En
realidad, la Biblia misma nos enseña que la elección a favor del mal debe atribuirse a la
libertad humana, estimulada por el tentador diabólico. Pero para salvar la primacía
absoluta de Dios se usan estas y otras expresiones, que a nuestros oídos resultan
problemáticas, y que no contradicen la otra doctrina sobre la responsabilidad humana,
bien expresada por el sabio bíblico conocido como el Sirácida: «Desde el principio, Dios
creó al hombre, y lo dejó a merced de su propia voluntad. Si tú quieres, puedes observar
los mandamientos; la fidelidad de tu buena voluntad... ante los hombres están la vida y la
muerte, a cada uno se le dará lo que le agrade» (Eclo 15,14-15.17).
Al orar al Padre diciendo «no nos hagas caer en la tentación» se reconoce, en última
instancia, su señorío supremo sobre el bien y sobre el mal, pero se le pide también que
no permita que entremos en el círculo atrayente del pecado, que no nos abandone a las
redes de la «tentación-seducción», que «nos libere del mal», como explica después la
invocación posterior. Ciertamente, en esta petición del Padrenuestro están implicados
temas esenciales, como la libertad y la gracia, la fidelidad y el pecado, el bien y el mal.

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11. Perros y cerdos
«No deis las cosas santas a los perros
y no echéis vuestras perlas
a los cerdos».
– Mateo 7,6

Este dicho, más bien desabrido, de Jesús prosigue in crescendo: «no sea que las pisoteen
[las cosas santas y las perlas] y después se revuelvan para destrozaros». Es posible que
Cristo adopte y adapte un proverbio popular que tiene como base temática la «pureza»
ritual. Como se sabe, la legislación bíblica comprendía una serie de normas destinadas a
proteger la zona sagrada, las personas y las realidades litúrgicas, y también el
comportamiento dietético de los fieles. Léanse, por ejemplo, los pasajes legales presentes
en los capítulos 11–16 del libro del Levítico.
En las palabras de Jesús aparecen también dos animales tradicionalmente
«impuros», el perro y el cerdo. Es más, el término «perro» se había convertido en la
metáfora con la que se tachaba a los sacerdotes de los cultos cananeos de la fertilidad,
«prostitutos sagrados» porque tenían relación sexual con los fieles para transmitirles la
fecundidad del dios Baal. Además, la locución «cosas santas» (en griego se encuentra
simplemente el término hágion, es decir, «lo santo/ sagrado», en neutro) podría referirse
a la carne de las víctimas inmoladas en el Templo y que se destinaban, además de a los
sacerdotes, también en parte a los fieles en el denominado «sacrificio de comunión» (Lv
7,14-15).
En este momento podemos descifrar el significado simbólico entendido por Jesús.
En primer lugar, debemos decir que a él no le preocupa tanto la observancia de alguna de
las normas de «pureza» ritual; es más, a menudo se le acusa de no atenerse a ellas, una
actitud considerada escandalosa. Pensemos en el descanso sabático que él viola con las
curaciones milagrosas o cuando se pone a la mesa sin realizar el rito de purificarse las
manos y la vajilla, o come con personas de dudosa reputación y de mala compañía.
¿Cuál es, entonces, el mensaje que quiere comunicar con esta frase más bien dura y
aparentemente contraria a su comportamiento? Jesús afirma que la doctrina santa y
valiosa del Evangelio puede caer en manos de personas que abusan de ella, la deforman
y la tiran. Pero ¿quiénes son esas personas? A primera vista, puede pensarse en los

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escribas y fariseos hipócritas y en todos los que se oponen al mensaje del Reino de Dios,
de quienes es inútil esperar que comprendan valores tan elevados y profundos.
Reconocido este aspecto polémico que se aplica perfectamente a la firmeza con la que
Cristo reacciona contra sus adversarios en las controversias, no hay que olvidar, sin
embargo, otro perfil para nosotros un tanto desconcertante.
No se debe olvidar nunca que el centro del cristianismo es la encarnación, es decir,
el vínculo íntimo que en Jesús el Padre divino tiene con la realidad histórica y con la
humanidad. Sabemos que el judaísmo cultural y religioso, al que Cristo pertenecía
humanamente, consideraba impuros como los perros a los goyîm, a los pueblos paganos.
Jesús responde en primer lugar a la mujer siro-fenicia que le pide la curación de su hija
con una frase paralela a la comentada por nosotros: «No está bien tomar el pan de los
hijos y echárselo a los perritos» (Mt 15,26). En ambos pasajes podría, por tanto,
reflejarse la primera fase histórica de la misión de Jesús y de sus discípulos destinada
solamente a Israel: «No vayáis entre paganos ni entréis en las ciudades de los
samaritanos; dirigíos más bien a las ovejas perdidas de la casa de Israel» (Mt 10,5-6).

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12. ¿Centurión romano o funcionario herodiano?
«Le salió al encuentro un centurión
que le suplicaba diciendo:
«Señor, mi siervo está en cama,
paralizado y sufre terriblemente».
– Mt 8,5-6

A primera vista se trata de uno de los numerosos milagros narrados en los Evangelios.
Nosotros lo integramos entre los varios pasajes problemáticos por una razón de índole
más general, diríamos metodológica. No nos detenemos, por tanto, en el centro temático
del relato que Jesús mismo expresa con admiración y asombro: «En verdad os digo: en
Israel no he encontrado a nadie con una fe tan grande» (8,10). El centurión, en efecto,
confía en que una sola palabra de Cristo, pronunciada a distancia, bastaría para la
curación de su siervo. La fe es la condición exigida para el milagro, que, de lo contrario,
sería un acto taumatúrgico mágico.
Nosotros, en cambio, fijamos nuestra atención en los relatos paralelos de este
suceso. Leamos, por consiguiente, el capítulo 7 del Evangelio de Lucas: en el episodio,
que contiene sustancialmente lo dicho por Mateo, encontramos una noticia ulterior que
cambia la trama. En efecto, el centurión se sirve de la mediación de algunos notables
judíos locales para que intercedan ante Jesús: «Él merece que le concedas lo que te pide,
porque ama a nuestro pueblo y ha sido él quien nos ha construido la sinagoga de
Cafarnaún» (vv. 4-5).
Cristo acepta la petición y se pone en camino con ellos, pero el centurión envía a
algunos amigos para detenerlo y evitarle así tener que entrar en una residencia pagana, y,
por tanto, impura.
Jesús admira la confianza basada solamente en la palabra salvadora, como sucede
también en Mateo. En este punto nos trasladamos al cuarto Evangelio (Jn 4,46-53).
Encontramos aquí un paralelo que, no obstante, es muy diferente. Ante todo, Jesús
no está en Cafarnaún, sino en Caná de Galilea. El personaje que le interpela no es un
centurión, sino un funcionario real, probablemente del tetrarca Herodes Antipas, que
reside en Cafarnaún; el enfermo es su hijo, no un siervo; Jesús reacciona con
brusquedad: «Si no veis signos y prodigios, no creéis» (4,48). Aquel burócrata, sin

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embargo, se siente satisfecho con la promesa salvífica que Cristo le ofrece al final, y, de
este modo, se convierte –para el evangelista Juan– en el tercer actor de un tríptico de la
fe, abierto con Nicodemo (cap. 3), el judío que busca, y seguido por la «hereje»
samaritana que cree en Jesús Mesías porque «me ha dicho todo lo que he hecho» (4,39).
El funcionario (quizá pagano) es el emblema de la fe pura, basada solamente en la
palabra de Cristo.
Tiremos de los hilos de esta comparación. Para algunos exegetas se trata de dos
episodios diferentes, uno con un centurión romano como protagonista y el otro con un
funcionario herodiano. Pero los puntos de contacto relevantes hacen pensar a otros
especialistas que el hecho histórico es el mismo.
No obstante, en este punto salta la objeción sobre las notables variantes que existen
entre los relatos. Ahora bien, como sucede con muchos otros textos, logramos
comprender cuál es el género literario de los Evangelios: no son rigurosos manuales
historiográficos, sino memorias históricas de Jesús y sobre él, procedentes de diversas
fuentes o tradiciones orales. Estas memorias, sin embargo, tienen frecuentemente
contornos fluidos y se reelaboran a la luz de la fe pascual en Cristo, dando origen así a
aquel género literario único, denominado precisamente «Evangelio», «buena noticia», en
el que historia y fe se entrecruzan indisolublemente.

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13. El funeral del padre
«Señor, permíteme antes
ir a enterrar a mi padre».
«Sígueme, y deja que los muertos
entierren a sus muertos».
– Mateo 8,21-22

Resulta brutal esta respuesta que Jesús dirige un futuro discípulo. Orígenes, escritor
cristiano del siglo III, no dudaba en definir como «acto inhumano» esta propuesta, por lo
que trataba de atenuarla añadiendo: «ya se encargarán otros de enterrar el cuerpo
muerto». En realidad, tenemos que dejar intacta esta frase paradójica, conscientes de que
a Jesús le gusta frecuentemente recurrir a la radicalidad para proponer su mensaje y a la
totalidad de la elección sin compromisos que debe realizar su seguidor.
Es obvio que Cristo no quiere anular el cuarto mandamiento, referido a la honra
debida a los padres, que en el judaísmo incluía también las honras fúnebres. Es más, al
contrario de cuanto propone Jesús, se estaba dispensado de las prácticas religiosas
rituales oficiales para dedicarse complemente a la sepultura del ser querido. El dicho de
Cristo quiere, en cambio, exaltar con fuerza y con una agudeza provocadora la
absolutidad, la plenitud, la drástica claridad de la elección por el Reino de Dios.
Precisamente con anterioridad había declarado: «Las zorras tienen sus madrigueras
y los pájaros del cielo sus nidos, pero el Hijo del hombre no tiene dónde reclinar la
cabeza» (Mt 8,20). Inmediatamente después, según un pasaje paralelo de Lucas, a un
discípulo que le pide al menos tener algo de tiempo para despedirse de su familia le dice:
«Ninguno que echa mano al arado y mira para atrás es idóneo para el Reino de Dios»
(Lc 9,62). Jesús se refiere implícitamente en esta frase a la vocación del profeta Eliseo,
llamado por Elías mientras estaba arando y a quien se le permitió despedirse con una
comida del padre, de la madre y del clan (1 Re 19,19-21). La lección es clara: existen
bienes tan altos que exigen renuncias radicales.
Habituados como estamos a las componendas, a los acuerdos rebajados, tanto en la
vida social como en las elecciones morales, las palabras de Jesús caen como una espada
que corta las fáciles coartadas, las cautelas interesadas, las artimañas políticas. Hay una
elección existencial primaria con respecto a las atenciones a las realidades muertas, aun

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cuando sean respetables; hay valores por los que deben sacrificarse también ciertos
afectos y conveniencias. Significativa, en este sentido, es una frase que san Pablo dirige
a los amados cristianos de Filipos: «Olvidando lo que queda atrás y orientado hacia lo
que está delante, corro hacia la meta, al premio que Dios nos llama a recibir allí en
Cristo Jesús» (Flp 3,13-14).
Por consiguiente, no se trata de una renuncia masoquista, sino de una elección
positiva por una meta que debe alcanzarse, a la que se consagra todo el propio esfuerzo.
Por esta razón, Lucas completa la frase de Jesús en el pasaje paralelo con una
matización: «Deja que los muertos entierren a sus muertos; tú, en cambio, ve y anuncia
el Reino de Dios» (9,60). Concluimos con una observación final: es evidente que Cristo
juega en su frase también con el doble significado de «muertos». Existen, ciertamente,
muertos físicamente, los difuntos, pero también existe una muerte espiritual, aquella de
quienes, inmersos en las cosas, se preocupan solo de realidades materiales, de cadáveres:
«Es necesario preocuparse de no estar muertos, en lugar de preocuparse de enterrar a los
muertos», comenta al respecto Alberto Mello.

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14. El paralítico, el perdón, los hombres
«Ante lo visto, la muchedumbre fue presa del temor,
dio gloria a Dios que había dado un poder tal a los hombres».
– Mateo 9,8

No hemos podido citar toda la perícopa mateana (9,1-8), que evocamos ahora
brevemente de forma sintética. Se trata de un episodio que es retomado también por los
otros Evangelios sinópticos (Mc 2,1-12 y Lc 5,17-26), con sus variantes propias. Jesús
tiene ante sí a un paralítico, y, en lugar de curarlo, le dice: «¡Ánimo, hijo, tus pecados te
son perdonados!». Esta frase desencadena la reacción desconcertada de los doctores de la
ley: «¡Este es un blasfemo!», porque solo Dios puede conceder la remisión de las culpas.
Cristo reacciona confirmando su frase, arrogándose, por consiguiente, un privilegio
divino, y la sella con el acto de la curación.
La respuesta de Jesús a la crítica de los escribas se articula a lo largo de dos
direcciones, la de la salvación y la de la salud: «¿Qué es más fácil? ¿Decir “se te
perdonan los pecados”, o “levántate y camina”? Pues para que sepáis que el Hijo del
hombre tiene el poder en la tierra de perdonar los pecados: levántate–dijo al paralítico–,
toma tu camilla y vete a casa» (Mt 9,5-6). En esta declaración hay dos elementos que
abordar. Por un lado, la concepción bíblica tradicional (pero no exclusiva: piénsese en
las objeciones de Job y del mismo Jesús en otras ocasiones) para la que el pecado y la
enfermedad tienen un nexo de causalidad. Se trata de la denominada «teoría de la
retribución», sintetizable en el binomio «delito y castigo».
Por otro lado, Jesús hace un razonamiento a fortiori: perdonar las culpas de la
conciencia es mucho más arduo que curar los cuerpos, aun cuando sea aparentemente
fácil decir que se perdona. Por eso sanará aquel cuerpo enfermo, un acto más difícil en
apariencia, para desvelar el don más profundo y exteriormente más sencillo, el perdón
del pecado. Nos encontramos ante el comportamiento constante de Cristo, que tiende a
fundir alma y cuerpo, también en consonancia con la visión bíblica de la persona. Pero
justo en este instante nos hallamos ante el versículo final citado, que resulta
problemático e inesperado.

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En efecto, cabe esperarse que la muchedumbre aclame a Dios por el poder dado al
Hijo del hombre, es decir, a Jesucristo, que se atribuye este título mesiánico en los
Evangelios. En cambio, nos encontramos con la sorprendente atribución del «poder» de
perdonar los pecados y de sanar como algo «dado a los hombres». La explicación debe
buscarse en la relectura que realiza Mateo del episodio, ampliando la mirada a la
experiencia vivida en la Iglesia. Sabemos, en efecto, que este evangelista reserva una
atención particular al tema eclesial. Pues bien, los apóstoles, y, por tanto, los ministros
de la comunidad cristiana, han recibido el «poder» de perdonar los pecados de Jesús
mismo. Por esta razón se habla de «hombres» en el sentido más amplio.
Este encargo está atestiguado en los Evangelios al menos en dos casos explícitos. El
primero se encuentra en el mismo Evangelio de Mateo, en el cuarto de los cinco
discursos de Jesús que jalonan su escrito, un discurso denominado habitualmente
«eclesial» o «comunitario»: «Todo cuanto atéis en la tierra quedará atado en el cielo, y
todo lo que desatéis en la tierra será desatado en el cielo» (18,18). La otra ocasión está
ambientada en el cenáculo, la tarde misma del día de Pascua, cuando el Resucitado
confía el mismo encargo a los apóstoles: «A quiénes les perdonéis los pecados les serán
perdonados, a quienes no se los perdonéis no les serán perdonados» (Jn 20,23).

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15. ¿Mateo o Leví?
«Jesús vio a un hombre, llamado Mateo,
sentado en el banco de los impuestos,
y le dijo: “¡Sígueme!”.
Él se levantó y le siguió».
– Mateo 9,9

En la quinta capilla a la izquierda de la iglesia romana de San Luigi dei Francesi se


encuentran tres cuadros que Caravaggio dedicó entre 1599 y 1602 al apóstol y
evangelista Mateo. Uno de ellos tiene en el centro la escena de su vocación: un Cristo
iluminado por la luz que entra por una ventana hasta sus hombros pone de relieve el
índice –referencia al índice del Creador que despierta a la vida a Adán en el célebre
fresco de Miguel Ángel en la capilla Sixtina– con el que apunta a un asombrado y
desconcertado Mateo sentado en el banco de la aduana de Cafarnaún.
El instante que cambió radicalmente su vida es contado por el evangelista en el
versículo citado. La sorpresa se encuentra en el hecho de que en los paralelos de Marcos
(2,14) y de Lucas (5,27-28) el protagonista se llama Leví (y Marcos añade también el
patronímico «hijo de Alfeo»). ¿Cómo explicar esta variante importante, teniendo en
cuenta que en las listas de los doce solo aparece en Mateo (Mt 10,3; Mc 3,18; Lc 6,15)?
Una respuesta probable es conjeturar que tenía dos nombres, Leví, como la
homónima tribu sacerdotal hebrea, y Mateo, que en arameo significa «don del Señor».
Otro caso análogo es el de José Bernabé, una figura relevante en los Hechos de los
Apóstoles (4,36). Es más, el historiador Flavio Josefo nos dice que el sumo sacerdote
que presidió el juicio del Sanedrín contra Jesús se llamaba José Caifás. La variante, por
consiguiente, atestiguaría la diversidad de las fuentes que están en la base de los
Evangelios, un fenómeno que ya hemos tenido ocasión de señalar. Las fuentes habrían
registrado de modo independiente uno de los nombres del apóstol.
Pero, llegados a este punto, quisiéramos afrontar otro enigma. Mateo era un
«publicano», es decir, un recaudador del dinero «público», de los impuestos que eran
destinados al Imperio romano; era un telónēs, del griego télos, «impuesto», detestado por
los judíos como colaboracionista. Por eso, inmediatamente después, los fariseos acusan a
Jesús de esa elección y sobre todo del hecho de que hubiera aceptado comer con él (Mt

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9,10-13). Sin embargo, de modo sorprendente, emerge indirectamente en el texto global
del Evangelio atribuido a él un perfil diferente de Mateo.
Mateo, en efecto, manifiesta un extraordinario conocimiento de las Escrituras.
Como hemos tenido ya ocasión de señalar, en sus páginas encontramos al menos 63 citas
bíblicas y un número relevante de alusiones y referencias que evocan la legislación judía
y la cultura rabínica. Por eso se ha pensado que en el origen del Evangelio estaría otro
personaje, en contra de una tradición que ya en el siglo II le atribuía la paternidad
mateana (se debate en torno a una matriz aramea original, pero las pruebas no son
convincentes).
Sin embargo, esta distinción no parece necesaria, porque puede decirse que la
misma función de cobrador de impuestos suponía un nivel de cultura cualificado, que,
lógicamente, se basaba en una formación típicamente judía. Podríamos afirmar, con
ciertas licencias, que Mateo Leví poseía una especie de «licenciatura» como «escriba»,
que le había permitido ser primero publicano de César y después apóstol y evangelista de
Cristo.

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16. La casa de Israel
«Jesús ordenó a los doce:
“No vayáis entre los paganos
y no entréis en las ciudades de los samaritanos,
Dirigíos a las ovejas perdidas de la casa de Israel”».
–Mateo 10,5-6

Una orden paradójica esta que Cristo, en el segundo de los discursos que configuran el
Evangelio de Mateo (discurso denominado «misionero»), da a los doce durante su
primera misión; paradójica porque está en contradicción con el encargo final del mismo
texto evangélico, cuando el Resucitado les exhortará diciendo: «Id y haced discípulos a
todos los pueblos» (Mt 28,19). Paradójica también porque el apóstol Pablo romperá sin
dudarlo el círculo cerrado de la «casa de Israel» –expresión bíblica para referirse al
pueblo judío– y se dirigirá a los paganos repitiendo que en Cristo «no hay distinción
entre judío y griego, pues él es el Señor de todos» (Rom 10,12), «en él judío y griego...
bárbaro o escita son uno en Cristo Jesús» (véase Gal 3,28 y Col 3,11).
Y, sin embargo, esta restricción se la aplica Jesús incluso a sí mismo: «No he sido
enviado sino a las ovejas perdidas de la casa de Israel» (Mt 15,24). A la mujer
samaritana, junto al pozo de Jacob, le dice que «la salvación viene de los judíos» (Jn
4,22). También san Pablo sabía que «Cristo se ha convertido en servidor de los
circuncisos para mostrar la fidelidad de Dios al cumplir las promesas de los padres»
(Rom 15,8). Esta matización paulina es relevante para resolver a paradoja presente en los
textos que circunscriben la misión de Jesús y de los doce a Israel.
En el fondo, efectivamente, se encuentra una categoría fundamental en la historia de
la salvación, a saber, la «elección». Para entrar en diálogo con la humanidad Dios elige
un pueblo como su embajador; debe, por consiguiente, conferirle una investidura oficial,
que precisamente es la elección. Esta pasa inicialmente a través de la promesa hecha a
los patriarcas, partiendo de Abrahán; avanza después con Moisés y el evento del éxodo y
del Sinaí: «Vosotros seréis para mí un reino de sacerdotes y una nación santa» (Ex 19,6).
Finalmente, serán David y su descendencia quienes llevarán hacia el futuro mesiánico la
historia salvífica. En suma: «Al Señor, tu Dios, pertenecen los cielos, los cielos de los
cielos, la tierra y cuanto contiene. Pero el Señor prefirió a tus padres, los amó, y, después

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de ellos, eligió entre todos los pueblos de la tierra a su descendencia, es decir, a
vosotros» (Dt 10,14-15).
Ahora bien, la elección no es un privilegio o un cargo honorífico o la corroboración
de una superioridad étnica o socio-cultural (sabemos el peligro que contiene la categoría
«pueblos elegidos»), y por eso mismo Moisés declara: «El Señor se ha vinculado a
vosotros y os ha elegido, no porque seáis más numerosos que todos los demás pueblos –
de hecho, sois el más pequeño de todos los pueblos–, sino porque el Señor os ama» (Dt
7,7-8). Por consiguiente, la elección es un acto de amor, es gracia y es una misión. Israel
debe ser un pueblo que anuncie a Dios y su voluntad de salvación a los pueblos de la
tierra, un sacerdote entre las tribus del mundo, así como lo era el sacerdote entre las
tribus (es el «reino de sacerdotes» que hemos mencionado más arriba).
En esta perspectiva, Cristo está anclado en la elección de Israel, y su misión parte
precisamente de este pueblo, que es también el suyo, para ampliar después el horizonte a
todas las naciones de la tierra. El Antiguo Testamento ya se había situado en esta
trayectoria de apertura –que es la de la historia de la salvación– con varios textos de
carácter universalista (léanse, por ejemplo, los libros de Jonás y de Rut, Is 2,1-5; 19,24-
25 y 56,6-7; Sof 3,9-10; etc.). Posteriormente, se insertará la Iglesia, a partir de los
mismos apóstoles, con su misión universal que tiene en Pablo un estandarte simbólico.

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17. Cristo y la espada
«No creáis que he venido a traer paz a la tierra:
he venido a traer no paz, ¡sino espada!»
– Mateo 10,34

Con una frase de esta índole, ¿cómo define san Pablo a Cristo como «nuestra paz, aquel
que de dos ha hecho uno solo, abatiendo el muro de la separación que los dividía» (Ef
2,14)? Inmediatamente después de esas palabras, Jesús continuaba con la misma dureza
afirmando «haber venido a separar al hombre de su padre y a la hija de su madre y a la
nuera de su suegra» (Mt 10,35). Pero ¿no es el mismo Jesús que dirá sin dudar al
discípulo que estaba dispuesto a atravesar con una espada a un siervo del sumo sacerdote
en el Getsemaní: «Mete la espada en la vaina, porque todos los que toman la espada, a
espada perecerán» (Mt 26,51-52)?
Por eso, es evidente que la declaración colocada dentro del denominado «discurso
misionero», el segundo de los cinco grandes discursos incrustados en el Evangelio de
Mateo, debe interpretarse en clave metafórica y no literal. Esta última declaración,
además, estaría en clara contraposición con el mensaje constante de Cristo, que
exhortaba a su discípulo incluso a poner la otra mejilla a quien le abofeteaba (Mt 5,39).
En la misma línea habrá que interpretar el episodio narrado por Lucas durante la última
cena, cuando, sorprendentemente, Jesús invita a sus discípulos a vender el manto para
comprar una espada. Lo que quería con ello era ponerles en tensión: el imperio de las
tinieblas estaba a punto de celebrar su triunfo, no se podía permanecer inertes, era
necesario empezar una lucha contra el mal.
Que el malentendido estuviera, sin embargo, al acecho apareció ya aquella misma
tarde. Inmediatamente, se adelantaron unos discípulos y le dijeron: «Señor, ¡he aquí dos
espadas!». De hecho, como corrobora el historiador judío filorromano Flavio Josefo,
contemporáneo de san Pablo, estaba permitido llevar armas para la defensa personal en
algunos territorios de Palestina y en Jerusalén, incluso en sábado y con ocasión de la
fiesta de la Pascua, debido a la muchedumbre que se agolpaba en la ciudad (véase
Antigüedades judías XIV,4,2; XVIII,9,2). Jesús, sin embargo, ante aquella respuesta
había reaccionado con un amargo y desconsolado: «¡Basta!» (Lc 22,35-38).

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¿Cuál es, pues, el verdadero significado de la evocación de la espada en labios de
Cristo? La respuesta es sencilla: la elección por el Evangelio cuesta mucho compromiso
en la vida. La definición que el anciano Simeón, acogiendo entre sus brazos a Jesús
recién nacido, le había asignado era iluminadora: «Él será un signo de contradicción»
(Lc 2,34). Su presencia en el mundo no será neutra ni común, su palabra será como «una
espada de doble filo que penetra hasta el punto de división del alma y del espíritu» (Heb
4,12), del encuentro con él no se podrá salir indemnes, su propuesta moral será muy
exigente y socavará muchos intereses privados.
Son numerosos los pasajes evangélicos que confirman el sentido metafórico, pero
no por eso inofensivo, que subyace en la imagen de la espada que usa aquí Jesús.
Además, resulta sugerente la representación de Cristo que hace el Apocalipsis en la
apertura del libro. En ella leemos que «de su boca salía una espada afilada de doble filo»
(1,16), realización del dicho isaiano según el cual «el aliento de los labios [del rey
mesías] matará al impío» (11,4), eliminando el mal. Y por eso en la armadura simbólica
del cristiano descrita por Pablo en la Carta a los Efesios (6,11-17) aparece también «la
espada del Espíritu, que es la palabra de Dios» (6,17).

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18. El Reino y la violencia
«El Reino de los cielos sufre violencia
y los violentos se apoderan de él».
– Mateo 11,12

Henos aquí con una frase evangélica que puede compararse a un caleidoscopio, pues en
cuanto se mueve cambia su configuración. El verbo griego central, biázetai, que
pertenece a la voz media, según la clasificación gramatical, admite un sentido pasivo y
un sentido reflexivo-activo. Comenzamos con este último, que sugeriría la traducción:
«El Reino de los cielos se abre camino con violencia». El significado se explicaría
teniendo en cuenta otra frase de Jesús que ya hemos comentado: «No creáis que he
venido a traer paz a la tierra; he venido a traer no paz, ¡sino espada!» (Mt 10,34).
Se trataría, por consiguiente, del compromiso serio, severo, exigente que implica la
fidelidad al Evangelio, y la violencia tendría, como en el caso de la espada, un
significado simbólico. El cristiano debe iniciar una lucha contra el mal, desafiándolo
abiertamente, oponiéndose a él y sufriendo también su violencia agresiva, erigiendo así
el Reino de Dios sobre sus ruinas.
Algunos exegetas, no obstante, piensan que –aplicando también este mismo sentido
reflexivo-activo– la frase puede comprenderse como polémica contra quienes que se
engañan pensando que se abre el camino al Reino de Dios mediante el recurso a la
violencia. En tiempos de Jesús era esta la elección realizada por los denominados
zelotas, los revolucionarios antirromanos, que mezclaban ideales políticos y religiosos,
y, por consiguiente, no dudaban en empuñar la sica, es decir, un puñal corto, para atacar
por sorpresa, mediante emboscadas, a los soldados romanos, de dónde procede el
apelativo de sicarios que se habían ganado. Cristo evocaría y condenaría implícitamente
esta opción violenta.
Pasemos, en cambio, al sentido «pasivo», que hemos adoptado en nuestra
traducción. También en este caso son posibles dos interpretaciones divergentes. La
primera, positiva, es la que a veces se define como «santa violencia» y es practicada por
quienes son «violentos» consigo mismos: de hecho, inician una dura batalla ascética
contra los propios vicios y contra las seducciones del mal, y, así, «se apoderan» del

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Reino de Dios. Es, prácticamente, la lógica que Jesús había esbozado en el discurso de la
montaña mediante la imagen «de la puerta estrecha y del camino angosto que conduce a
la vida y que pocos consiguen encontrar» (Mt 7,13-14). La elección del Evangelio no es
fácil, exige valentía y compromiso, es como conquistar una ciudadela mediante un
asedio paciente y resistente.
Pero también es posible una lectura negativa. El Reino de los cielos sufre ataques
constantes de las potencias demoniacas y de sus seguidores, que son los perversos, los
injustos y los malvados. Se contraponen, así, casi dos imperios, el del mal y el del
mundo pecador, y el del bien y el de la comunidad de los creyentes en Cristo, que
constituyen con él el Reino de Dios. Los violetos malvados intentan apoderarse de este
reino eliminándolo de la historia: el presente griego harpázousin, «se apoderan de él», en
esta interpretación tendría el sentido de «de conato de» («intentan apoderarse»), porque
en realidad no se logrará nunca doblegarlo. Decía, de hecho, Jesús: «Si el mundo os
odia, sabed que antes que a vosotros me ha odiado a mí... tened valentía: ¡yo he vencido
al mundo!» (Jn 15,18; 16,33).
Podemos considerar este texto, con la multiplicidad de las hipótesis que hemos
señalado y que conservan, todas, su validez, un modelo para una consideración de
naturaleza general aplicable a algunos pasajes ya examinados y a otros que analizaremos
posteriormente.
Las palabras de Cristo, que están dotadas de una gran agudeza y transparencia,
ponen de relieve a veces un arcoíris de significados que se entrelazan en el texto. A
menudo se trata de alternativas aparentes, que pueden recomponerse en una secuencia
variada de temas; otras veces, en cambio, se trata de nuestra incapacidad para descifrar el
sentido dominante; en algunos casos, también, la complejidad que nos impide encontrar
una solución unívoca se debe al itinerario mismo del texto, desde su nacimiento de la
predicación oral de Jesús hasta la redacción de los Evangelios.

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19. Un comilón y un borracho
«Mirad un comilón y un borracho,
amigo de publicanos y pecadores».
– Mateo 11,19

Es Jesús mismo quien alude al retrato denigratorio que circula sobre él: el original griego
presenta la expresión phágos kaì oinopótēs, alguien que come con glotonería y un
bebedor acérrimo, además de tener como compañeros de juerga a personajes de mala
fama. Este perfil se pone en contraposición con el ascético del Bautista, que ayunaba y
era abstemio por elección (Lc 1,15). El hecho es que, no obstante las diferencias,
ninguno es seguido por la muchedumbre con respecto al mensaje que proponen, uno de
salvación y el otro de juicio.
En efecto, en las líneas precedentes, Jesús parece inspirarse en un grupo de niños
que, en una plaza del pueblo, no se ponen de acuerdo sobre el tipo de juego. Algunos
quieren imitar una fiesta de bodas, pero han tenido una respuesta negativa de los otros:
«Os hemos tocado la flauta y no habéis bailado». Y los otros, que querían imitar un
funeral, replican: «Y nosotros hemos cantado una lamentación y no os habéis golpeado
el pecho» (Mt 11,17). Los que escuchan a Jesús son, prácticamente, como niños
aguafiestas y obstinados, que, enfurruñados, rechazan todas las propuestas para usar su
tiempo libre.
Pero aquí no se trata de un juego, sino de una elección de vida: el Bautista había
predicado la penitencia, Jesús la adhesión al Reino de Dios en la libertad festiva del
amor. El resultado, sin embargo, es el mismo, es decir, el rechazo despreciativo e incluso
agresivo y sarcástico. A continuación, Cristo concluye con una frase más bien
enigmática: «Pero la sabiduría ha sido reconocida justa por las obras realizadas por ella».
Hay quien considera estas palabras la cita de un proverbio que, prácticamente, recalcaría
la advertencia realizada en el discurso de la montaña: «Por sus frutos los conoceréis»
(Mt 7,20). La falsa o la verdadera sabiduría se manifiesta por sus resultados, es decir, por
las obras que proceden de ella.
Sin embargo, el significado parece diferente, entre otras razones porque Lucas, en el
pasaje paralelo, presenta esta otra redacción de la frase: «Pero la Sabiduría ha sido

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reconocida justa por todos sus hijos» (7,35). Se trata explícitamente de la Sabiduría
divina, que es reconocida por los fieles (los «hijos») en su verdad. Algo parecido afirma
también el Jesús mateano: las obras que el Bautista y sobre todo Jesús realizan dan
testimonio de que ellos proceden de la Sabiduría de Dios, y que, con sus palabras y
acciones, proponen y llevan a cabo el proyecto del Reino de Dios.
Esto puede verificarse en particular en aquellas «obras» que Cristo realiza, es decir,
en sus milagros. Los milagros son el signo de la verdad de su revelación del misterio
sabio de Dios, una verdad y una salvación que se realizan a pesar de la ironía y la mala
voluntad de la humanidad a quien se le presentan estas obras.

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20. Belcebú
«Los fariseos dijeron:
“Este expulsa los demonios por medio de Belcebú,
el príncipe de los demonios”».
– Mateo 12,24

El nombre exótico «Belcebú» ha entrado en el lenguaje común para señalar algo hórrido,
que atemoriza a los niños. Su origen es más bien remoto. Debemos, en efecto,
remontarnos a los cananeos, la población autóctona de la tierra de Israel, entre quienes
este nombre significaba literalmente «Baal el príncipe». Baal, que significa «Señor», era
el nombre de la divinidad de la fecundidad y de la vida. Este dios era el príncipe del
panteón cananeo y se representaba con el símbolo del toro, signo de fertilidad
(recordemos la tentación de Israel en el desierto: representar a Dios con la imagen de un
becerro-toro de oro). Estamos, por consiguiente, en presencia del ídolo por excelencia.
Posteriormente, justo por su capacidad de tentar al pueblo hebreo con la apostasía,
fue considerado «el príncipe o el jefe de los demonios», como se intuye en esta
acusación que los fariseos hacen contra Jesús. Debemos también indicar que en el
Antiguo Testamento encontramos la forma «Beelzebub» (2 Re 1,2-3), que es una
deformación despectiva con el significado literal de «Señor de las moscas», un título que
le fue dado a una famosa novela publicada en 1954 por el escritor británico William
Golding (en inglés, Lord of the Flies). Pero regresemos al texto y contexto de Mateo
(12,22-29).
Jesús es acusado de estar confabulado con Satanás porque consigue controlar a los
demonios con sus exorcismos. Su réplica es sencilla y se desarrolla en dos direcciones.
Por un lado, hace notar lo absurdo que es pensar en un Satanás que se lesiona a sí
mismo, dispuesto a combatirse contra sí mismo. Sería semejante a un reino o a una
ciudad o a una familia que se desgarran a sí mismas y están condenadas a la ruina. Por
otra parte, Jesús observa que también entre los fariseos había algunos –sus «hijos», como
él los llama, que en el lenguaje de entonces significaba «adeptos, discípulos»– que
realizaban exorcismos. «Si yo expulso los demonios en nombre de Belcebú, ¿vuestros
hijos por medio de quién los expulsan?» (Mt 12,27). ¿También ellos están sometidos a
Belcebú?

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Concluye su argumentación indicado el verdadero principio de su obra de
liberación del mal diabólico: «Si yo expulso los demonios por medio del Espíritu de
Dios, entonces es que ha llegado a vosotros el Reino de Dios» (Mt 12,28). Es la fuerza
divina la que actúa en Cristo para vencer a Satanás, inaugurando así el plan de salvación
del Padre celestial. Debemos añadir a esta escena un apéndice que aparece en el
denominado «discurso misionero» de Jesús. En él afirma: «Un discípulo no es mayor
que su maestro, ni un siervo es mayor que su señor; es suficiente para el discípulo llegar
a ser como su maestro y al siervo como su Señor. Si han llamado Belcebú al dueño de la
casa, ¡cuánto más a los miembros de su familia!» (Mt 10,24-25).
A la luz de la primera escena descrita, resulta fácil su explicación. En efecto, los
discípulos también habían recibido este encargo de su Señor: «Curad a los enfermos,
resucitad a los muertos, limpiad a los leprosos, expulsad demonios» (Mt 10,8).
Pues bien, así como ha sido tratado su maestro y Señor, también ellos serán
acusados, quizá con mayor vehemencia, de estar al servicio de Satanás-Belcebú, pero
también la suya es una misión sostenida por el Espíritu divino liberador para la extensión
del Reino de Dios.

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21. Contradicciones evangélicas
«Quien no está conmigo, está contra mí».
– Mateo 12,30

«Quien no está en contra de nosotros, está a favor nuestro».


– Marcos 9,40

Hemos emparejado dos frases de Jesús aparentemente contradictorias. Por un lado,


encontramos la frase recogida por Mateo y repetida también por Lucas (11,23), que
parece presentar a un Jesús integrista, y, por extensión, a una Iglesia celosa de la
exclusividad de poseer la verdad y la salvación (el famoso dicho extra ecclesiam nulla
salus, «fuera de la Iglesia no hay salvación»). Por otro lado, Marcos representaría, más
bien, a un Jesús más «ecuménico», abierto a las semillas de verdad que están esparcidas
por la humanidad entera. En realidad, la antítesis se resuelve si se tiene en cuenta el
contexto diferente en el que Jesús pronuncia estas frases.
Partimos del evento que origina la expresión de Jesús en Mateo y Lucas. Como
hemos ilustrado en el análisis precedente del pasaje mateano (12,22-29), estamos ante un
debate con los fariseos sobre el tema de la lucha contra Satanás. Es obvio en que en esta
batalla no pueden concederse atenuantes o acuerdos: el mal debe vernos dispuestos a
batirnos en duelo y quien no está de parte del bien debe considerarse un adversario.
Quien no está con Cristo en esta lucha está en contra de él.
Diferente es el caso que enmarca la otra frase de Jesús recogida por Marcos. El
apóstol Juan comenta a Jesús la existencia de un exorcista ajeno a la comunidad cristiana
que actúa en contra del mal satánico en el nombre de Cristo, sin pertenecer al círculo de
los discípulos. Juan lo había abordado, y, con una típica actitud de autodefensa
caracterizada por un tanto de cerrazón y de celos de cuño integrista, le había amenazado:
«Nosotros se lo hemos prohibido porque no era de los nuestros» (Mc 9,38).
Entonces, Jesús reacciona con una declaración de gran apertura con respecto al bien
dondequiera que este se manifieste: «Quien no está contra nosotros, está a favor
nuestro». Es curioso notar que esta frase refleja un proverbio entonces muy extendido:
era usado también en el mundo romano, como atestigua Cicerón en su arenga Pro
Ligario (n. 33). Se resuelve, así, la aparente contradicción entre los dos dichos, que, en

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realidad, contienen su verdad cada uno. No debe, por consiguiente, olvidarse un
principio general que ya hemos señalado y que repetiremos a menudo: las palabras de
Cristo han sido conservadas por los evangelistas no de un modo literal y mecánico, sino
como mensajes vivos que se encarnan en las varias situaciones vividas por las
comunidades cristianas. No debemos, por tanto, sorprendernos por variantes que
impiden emparejar perfectamente ciertas redacciones de la misma frase. Diferente,
lógicamente, es nuestro caso. En este, de hecho, nos encontramos con situaciones muy
diversas que merecían juicios necesariamente antitéticos por parte de Jesús.

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22. Blasfemia contra el Espíritu
«Todo pecado o blasfemia
será perdonada a los hombres,
pero la blasfemia contra el Espíritu
no será perdonada».
– Mateo 12,31

Esta frase de Jesús, ya de por sí sorprendente, se hace casi desconcertante en su


continuación: «A quien hable contra el Hijo del hombre le será perdonado; pero a quien
hable contra el Espíritu Santo, no le será perdonado, ni en este mundo ni en el futuro»
(Mt 12,32). Para resolver la perplejidad de estas declaraciones partamos sobre todo de la
realidad de la «blasfemia», que, en el lenguaje bíblico, tiene una acepción diferente a la
que es común entre nosotros. El famoso mandamiento «No nombrarás el nombre de Dios
en vano», ciertamente, puede aplicarse de forma indirecta a la blasfemia como
imprecación insultante contra la divinidad, pero su sentido inicial se encuentra en otra
dirección, marcada por la expresión «en vano».
El término remite en hebreo a la «vanidad» del ídolo; por consiguiente, lo que está
en juego es la degeneración de la religión y la usurpación por parte del hombre de la
facultad de decidir a su gusto cuál es el Dios verdadero, modelándolo a su favor, y
apropiándose, así, de una típica cualidad divina. Por eso la «blasfemia contra el Espíritu»
es un pecado superior a una simple palabrota o insulto contra la divinidad. Se trata de un
ataque radical y consciente a la realidad íntima y profunda de Dios representada por su
Espíritu. No es un pecado de debilidad, como el de la adultera, que puede arrepentirse y
es perdonada por Cristo (Jn 8,1-11). Es un desafío consciente lanzado contra Dios.
En esta perspectiva es en la que debemos interpretar la aplicación posterior. Por un
lado, se afirma la posibilidad de la remisión del pecado que constituye la negación del
Hijo del hombre. La justificación se encuentra en el hecho de que su dignidad está, por
así decirlo, velada por su apariencia humana, lo que puede generar incertidumbres,
sospecha o reacción negativa. Recordemos, por ejemplo, la réplica de Natanael al
apóstol Felipe que le invita a conocer a Jesús de Nazaret: «¿Puede salir algo bueno de
Nazaret?» (Jn 1,46).

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Por otro lado, en cambio, encontramos la actitud sobre todo de los escribas y de los
fariseos, que ven los hechos gloriosos de Cristo, sus milagros, las liberaciones del mal
demoniaco, pero cierran conscientemente los ojos de la mente y del corazón, porque el
reconocimiento de esta «diversidad» de Jesús eliminaría su sistema de poder y sus
elaboraciones teológicas. Por tanto, niegan la evidencia de las obras que el Espíritu de
Dios manifiesta en Cristo: la «blasfemia contra el espíritu» es, entonces, el rechazo
consciente de la palabra y de la obra de Jesús, aun sabiendo que es verdadera y santa, por
propio interés «blasfemo».
Bajo esta luz es comprensible la conclusión lógica: a estos no es posible
concederles el perdón «ni en este mundo ni en el futuro», porque falta el presupuesto
fundamental del arrepentimiento y de la confesión de la culpa. Se sitúan fuera del
horizonte de la salvación por propia elección. El comentario ideal a esta declaración de
Jesús se encuentra en estas palabras de aquella grandiosa homilía que es la Carta a los
Hebreos: «Que si, después de recibir el conocimiento de la verdad, pecamos
deliberadamente, ya no queda otro sacrificio por el pecado, sino la espera angustiosa de
un juicio y el fuego voraz que consumirá a los rebeldes» (Heb 10,26-27).

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23. El espíritu impuro
«Cuando el espíritu impuro sale del hombre,
vaga por lugares desiertos
buscando tranquilidad, pero no la encuentra.
Entonces dice: «Regresaré a mi casa,
de donde salí»».
– Mateo 12,43-44

Con estas palabras, Jesús parece «escenificar» una historia diabólica, introduciendo
elementos de sabor mítico. Ante todo, precisemos inmediatamente quién es el
protagonista, denominado «espíritu impuro» (o «inmundo»). La locución aparece
frecuentemente en los Evangelios (por ejemplo, 11 veces en Marcos) y es el equivalente
del «demonio». En el fondo se encuentra el concepto bíblico ritual de la «pureza», que
concernía al Templo y a la vida religiosa: cuanto se les oponía era considerado
«impuro», es decir, profano, sustraído al horizonte divino, y, por consiguiente, en cierto
modo hostil a Dios. La cumbre suprema de esta «impureza» es obviamente Satanás.
Ahora bien, el «espíritu impuro», en el relato de Jesús, es representado mientras es
expulsado de una «casa», es decir, del corazón de una persona que se ha deshecho de él
mediante la conversión. Después, lo vemos vagar en el desierto. Este aspecto nos resulta
sorprendente, porque tiene el sabor de lo fantástico y de lo mítico. En realidad, existe
una explicación vinculada a la cultura de la antigüedad bíblica. El desierto es,
prácticamente, un mar de arena, y, como el mar es el símbolo de la nada, del caos, de
igual modo las áreas desérticas representan la ausencia de vida, de la existencia, de la
fecundidad. Surge así la idea de que están pobladas de demonios.
Cuando en Israel se celebraba el gran rito de la expiación comunitaria en la
solemnidad del Kippur, el chivo sobre el que recaían los pecados del pueblo, y que era
llamado «de Azazel», nombre de un demonio de la antigua tradición popular cananea y
hebrea, era llevado hasta el desierto. Allí portaba las culpas de Israel para que se
extinguieran (léase al respecto el complejo ritual del Kippur en Levítico 16).
Además, en la Biblia se evocan a veces los se‛irîm, que significa «chivos», pero que
en realidad se trata de «sátiros», seres misteriosos o genios zoomorfos que se reunían y
vagaban por los desiertos o por las ciudades destruidas. El profeta Isaías, cuando maldice

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a Babilonia, la ciudad de la opresión, anuncia que será reducida a un campo de ruinas en
el que «se establecerán los animales salvajes, los búhos llenarán los palacios, morarán
allí avestruces y danzarán sátiros allí» (Is 13,21).
La misma escena es repetida por el profeta para el tradicional enemigo de Israel,
Edom, en cuyas ciudades devastadas «los sátiros se llamarán entre sí; allí se posará
también Lilit» (Is 34,11), un demonio mitológico femenino, que gozará de cierta
popularidad en el folclore y en las tradiciones judías posteriores. No debemos
asombrarnos de que la Biblia, palabra encarnada de Dios, es decir, vinculada a una
cultura y a circunstancias históricas y sociales antiguas, asuma también elementos
míticos.
Estos sirven para dar vivacidad al mensaje que se quiere comunicar sobre el
misterio del mal y de Satanás, cuya obra consiste precisamente en estimular la libertad
humana inclinándola contra Dios, el bien, la justicia y la verdad. Entendemos ahora que
su sede sea el desierto, símbolo del caos, de la muerte y del mal, como también el deseo
del demonio de volver a entrar en la casa del corazón y de la conciencia de las personas,
donde poder ejercer su influencia nefasta.

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24. «¿Quiénes son mis hermanos?»
«“Mira, tu madre y tus hermanos
están fuera y quieren hablar contigo”.
“¿Quién es mi madre y quiénes son mis hermanos?”»
– Mateo 12,47-48

Desde antiguo se debate en torno a la cuestión sobre los «hermanos y hermanas» de


Jesús. En el Evangelio de Mateo se lee esta pregunta irónica de los habitantes de
Nazaret: «¿No es este el hijo del carpintero? ¿Su madre no se llama María? ¿Y sus
hermanos no son Santiago, José, Simón y Judas? ¿Y sus hermanas no están entre
nosotros?» (13,55-56). Tenemos, por consiguiente, también los datos personales de
algunos de ellos, y una fuente externa, como las Antigüedades judías del historiador
judío contemporáneo Flavio Josefo, menciona a Santiago, «hermano de Jesús, llamado el
Cristo» (XX,9,200). Dejamos de lado las cuestiones estrictamente teológicas sobre la
virginidad de María.
Nos atenemos solamente a la dimensión histórica del problema. El vocablo griego
usado por los evangelistas es adelphós, que, de por sí, significa el «hermano de sangre»,
aun cuando después será aplicado por el cristianismo primitivo a todos los creyentes en
Cristo, en consonancia con las mismas palabras de Jesús presentes en nuestro pasaje:
«Todo el que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos, es para mí hermano,
hermana y madre» (Mt 15,20). Sin embargo, es necesario remontarnos al mundo
semítico y al fondo lingüístico y social que subyace en los Evangelios, en particular en el
de Mateo. En arameo, como también en hebreo, existe un término (’aha’/’ah) que
designa tanto al hermano, como al primo, al sobrino y al aliado. En esta perspectiva se
comprende por qué llamó «hermano» Abrahán a su sobrino Lot (Gn 13,8), como hace
también Labán en el caso de su sobrino Jacob (Gn 29,15).
En el contexto socio-cultural judío de Jesús, el término «hermano» no tiene, por
consiguiente, un sentido unívoco como en griego, que posee un vocablo propio para
referirse al «primo» (anepsiós). El Protoevangelio de Santiago (siglo II), un antiguo
apócrifo, concibe a estos «hermanos» como «hermanastros», porque en este escrito, en el
momento del matrimonio con María, José confiesa: «Tengo hijos y soy anciano» (9,2).
No obstante, existe otra consideración más significativa y fundamentada. La expresión

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«hermanos del Señor» en el Nuevo Testamento (Hch 1,14; 1 Cor 9,5) designa en
realidad a un grupo específico, al de los judeo-cristianos vinculados al clan parental,
originario de Nazaret, de Jesús. Estos constituyeron una especie de comunidad
independiente que estaba dotada de tal autoridad como para imponer como primer
«obispo» de Jerusalén precisamente al «hermano de Jesús», a Santiago, mencionado
también por el historiador Flavio Josefo.
Ahora bien, en nuestro pasaje mateano, Cristo parece reducir sus privilegios, al
situarlos en el ámbito más general, menos «carnal» y más espiritual, de la fidelidad a la
voluntad del Señor. Por otra parte, nunca son llamados, como en el caso de Jesús, «hijos
de María». En esta perspectiva, la expresión «hermanos y hermanas» no remitiría a una
clasificación «genealógica», sino que designaría a un grupo de la Iglesia de los orígenes
que se aprovecharía de su vínculo parental de clan con Jesús de Nazaret, como a menudo
sucedía (y sucede) en el Próximo Oriente (aunque no solo aquí). Su relevancia emergerá
indirectamente en la controversia con san Pablo con respecto al denominado «judeo-
cristianismo», que quería imponer a los paganos convertidos un paso previo por el
judaísmo, incluida la circuncisión, antes de hacerse cristianos.

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25. Mirar y no ver
«Mirando, no ven;
oyendo, no escuchan y no comprenden».
– Mateo 13,13

Esta frase, aparentemente enigmática, es precedida por una curiosa premisa: «Por eso a
ellos les hablo en parábolas». Se trata, por consiguiente, de la explicación que da Jesús a
la pregunta que le hacen los discípulos sobre por qué habla en parábolas en su
predicación. En la práctica, Cristo justifica el recurso al lenguaje simbólico por la
torpeza espiritual de su auditorio, incapaz de comprender en plenitud y de manera directa
la verdad profunda del mensaje que presenta.
El método parabólico de Cristo, según una costumbre apreciada por los evangelistas
y en particular por Mateo, es posteriormente avalado mediante una cita procedente del
relato bíblico de la vocación de Isaías, que confirma, precisamente, este enfoque. El
profeta, en efecto, presenta este oráculo divino: «Oiréis, sí, pero no comprenderéis;
mirareis, sí, pero no veréis. Porque el corazón de este pueblo se ha insensibilizado, se
han hecho duros de oído y han cerrado los ojos, para que no vean con los ojos, no
escuchen con los oídos y no comprendan con el corazón, y no se conviertan y yo los
cure» (Mt 13,14-15; cf. Is 6,9-10).
El endurecimiento del corazón, la miopía del espíritu, la sordera de la mente del
pueblo, impulsan, por consiguiente, a Jesús a usar un anuncio de su verdad mediante el
velo de los símbolos. La causa de este modelo de predicación es, por tanto, la pobreza
espiritual de los que escuchan y su superficialidad. A los discípulos, en cambio, «se les
ha concedido conocer los misterios del Reino de los cielos» (13,11). De hecho, estamos
en presencia de una forma de justificación de la catequesis posterior de la primitiva
comunidad que usaba un lenguaje menos narrativo y más directamente teológico.
En esta perspectiva, la parábola era considerada como un instrumento de
comunicación destinado a los alejados, mientras que dentro de la Iglesia se optaba por el
discurso sistemático. Así, Juan, en la última cena, pone en labios del grupo restringido de
los discípulos esta frase significativa: «Ahora sí que hablas claramente y no haces ya uso
de las semejanzas» (16,29). Cuando expliquemos los pasajes más arduos del Evangelio

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de Marcos, notaremos que el texto isaiano, recién comentado, se hace aún más duro y
punzante, al vincularse a la dureza voluntaria y culpable del corazón de la
muchedumbre.
Un comentario aparte. Al final del discurso en parábolas de Jesús, recopilado en el
capítulo 13, Mateo traza quizá su autorretrato, algo así como sucede en ciertos cuadros
en los que el pintor se representa en segundo plano. Hemos tenido ya ocasión de ilustrar
el perfil de «escriba» además del de «publicano» del evangelista. Esta especie de
fisonomía personal podría identificarse también en la conclusión del mencionado
discurso de Jesús: «Todo escriba, que se ha hecho discípulo del Reino de los Cielos, se
parece a un padre de familia que saca de su tesoro cosas nuevas y cosas antiguas» (Mt
13,52), es decir, el mensaje nuevo de Cristo conectado con el Antiguo Testamento.

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26. «¡Es un fantasma!»
«Ya muy entrada la noche Jesús se acercó a ellos
caminando sobre el mar...
los discípulos, temblando, gritaron:
“¡Es un fantasma!”».
– Mateo 14,25-26

La célebre escena de Jesús caminando sobre las aguas agitadas del lago de Tiberíades
(«mar», según el lenguaje bíblico) crea una cierta perplejidad en el lector moderno,
también en el creyente. Sabemos, efectivamente, que Cristo evita intencionadamente los
prodigios taumatúrgicos, rehúye de los espectáculos mágicos, teme que le confundan con
una «estrella» de los acontecimientos milagrosos, hasta el punto de que a menudo realiza
las curaciones aparte de la muchedumbre, imponiendo el silencio a los beneficiados. Así
pues, ¿cómo explicar entonces este acto tan extraordinario, que además no solo es
recogido por Marcos (6,45-52), la fuente primaria de Mateo, sino también por el más
tardío Evangelio de Juan (6,16-21)?
La escena se desarrolla –si nos atenemos al griego original del Evangelio– «en la
cuarta vigilia» de la noche, es decir, en la última de las cuatro fases en las que entonces
se dividía, entre las tres y las seis de la mañana. Nos hallamos todavía, por tanto, en
presencia de la tiniebla, que es un símbolo negativo en la Biblia. Análogo es también el
significado del «mar», que, como sabemos, encarna en la Sagrada Escritura el caos, la
nada, el mal, hasta el punto de que cuando el Juan del Apocalipsis se asome a la nueva
creación descubrirá que «el mar no existía ya» (Ap 21,1). Similarmente, el viento
tempestuoso es emblema de terror y de destrucción. Toda la escena está, por
consiguiente, marcada por la negatividad.
Jesús se levanta solemnemente sobre este horizonte, que está en las antípodas de la
tierra, de la luz, de la tranquilidad, casi como el creador en los inicios mismos del acto
creador descrito por el Génesis. De ahí que realice para los discípulos una especie de
acción simbólica semejante a la que los profetas –sobre todo Jeremías y Ezequiel–
manifestaban a sus destinatarios, acompañándolas con una explicación religiosa. Es fácil
el malentendido de quien interpreta la escena como un acontecimiento mágico o

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preternatural. Esto es precisamente lo que les pasa a los discípulos aterrorizados que
gritan: «¡Es un fantasma!».
Por eso, inmediatamente después, Jesús elimina su sensación mediante dos frases
iluminadoras que descifran el acto en su significado teológico y no mágico o
espectacular. La primera debe descubrirse en el original y no en la traducción «¡Ánimo,
soy yo, no tengáis miedo!» (Mt 14,27). En realidad, en griego, el texto dice: egō eimi,
«¡yo soy». Ahora bien, esta es la traducción griega del nombre que Dios revela a Moisés
en el Sinaí: «Yo soy aquel que soy» (Ex 3,14), un nombre abreviado ya en aquella
ocasión en «yo soy». La expresión, diversamente interpretada, nos recuerda, en todo
caso, que Dios es una persona («yo») que existe y actúa (verbo «ser»).
Pues bien, en ese momento Cristo revela a los discípulos, con este acto excepcional,
su realidad íntima, oculta por el velo de su humanidad. Es en cierto modo lo que
sucederá en el monte de la transfiguración, donde se presenta mediante una teofanía, es
decir, mediante una señal reveladora de su divinidad de Señor del cosmos y de la
historia. La otra frase explicativa es la dirigida finalmente a Pedro: «Hombre de poca fe,
¿por qué has dudado?» (Mt 14,31). Para entender lo acontecido con el hecho de caminar
sobre las aguas –como también los mismos milagros– es necesario un medio de
conocimiento ulterior con respecto al de los sentidos y al de la pura y simple razón, a
saber, la vía de la fe y de la adhesión al misterio divino.

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27. Los perritos
«¡No está bien
tomar el pan de los hijos y echárselo a los perritos!»
– Mateo 15,26

Una escena más bien inesperada, esta que describen solamente Mateo (15,21-28) y
Marcos (7,24-30), pues presenta a un Jesús muy duro, rozando la insensibilidad, hasta el
punto que los mismos discípulos deben intervenir, al menos para calmar a la mujer que
los sigue llevando consigo su drama. Cristo se encuentra en el territorio fronterizo con el
Líbano actual y una cananea autóctona (o siro-fenicia) se aferra a él, por su fama de
sanador, implorando que intervenga a favor de su hija enferma.
Al principio Jesús la ignora simplemente («no le dirigió ni siquiera una palabra»). A
la intercesión de los discípulos que se quieren liberar de esta presencia importuna,
reacciona con un gélido «no»: «No he sido enviado sino a las ovejas perdidas de la casa
de Israel», corroborando la primacía del horizonte judío en su misión, en sintonía con la
elección de Israel. Pero su frialdad, aunque motivada, no desanima a la mujer que le
grita: «Señor, ¡ayúdame!». Y en este punto nuestro desconcierto llega al colmo, al oír
cómo Jesús le replica de modo durísimo con aquella frase que probablemente era un
proverbio casi «racista»: ¡a los perros no se les da el pan destinado a los seres humanos!
Es verdad que en la frase se adopta el diminutivo más atenuado, kynária, «perritos»,
pero es evidente el calificativo despectivo de «perros» reservado a los infieles, es decir, a
los paganos, debido a su impureza religiosa y ritual, representada típicamente mediante
estos animales que ya en el Antiguo Testamento, como hemos recordado, era usado para
referirse ofensivamente («perros») a los prostitutos sagrados, presentes en los cultos
idolátricos. Pero cuando el corazón de una madre sufre por su criatura, no conoce
ofensas o límites, y su respuesta es humilde y valiente al mismo tiempo: «Pero los
perritos comen las migajas que caen de la mesa de sus dueños».
En este momento, Jesús, por así decirlo, es transformado por el ejemplo de la mujer
extranjera; podríamos casi decir que recibe de ella una lección de fe que él hace explícita
antes de concederle el don tan anhelado: «Mujer, ¡qué grande es tu fe!». La confesión y
la alabanza dirigidas a esta madre pagana abren las fronteras de la salvación a quienes no

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forman parte del pueblo judío. El único requisito determinante no es ya la etnia o la
cultura, sino la fe, como había ocurrido también en el caso del centurión romano que
imploró a Jesús que curara a un siervo suyo: «En verdad os digo que en Israel no he
encontrado a nadie con una fe tan grande» (Mt 8,10).
Lógicamente, este comportamiento de Jesús, por un lado, marca su humanidad real
unida a una mentalidad, a un lenguaje, a una sensibilidad, a una pertenencia. Por otro, sin
embargo, debe interpretarse en la trayectoria de la historia de la salvación, cuyo punto de
partida es Israel. Dios entra en diálogo con la humanidad a través de un pueblo al que
entrega su mensaje y el encargo de ser testigo de su salvación en el mundo. Se trata del
tema de la elección, de la promesa, de la alianza, que el mismo san Pablo, apóstol de los
paganos, reconoce y exalta (Rom 9–11), criticando, con los profetas, la reducción judía
de esta misión como privilegio o como motivo de orgullo nacionalista.
En esta perspectiva, nuestro pasaje debe interpretarse retomando un texto que ya
hemos comentado, a saber, cuando Jesús dijo a los doce inicialmente que «no fueran
entre paganos... sino que se dirigieran, más bien, a las ovejas perdidas de la casa de
Israel» (Mt 10,5-6), pero al final les exhorta a «hacer discípulos a todos los pueblos» (Mt
28,19).

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28. El signo de Jonás
«¡Una generación malvada y adúltera quiere un signo!
No se le dará ningún signo, sino el de Jonás».
– Mateo 16,4

Es la segunda vez, en el Evangelio de Mateo, que Jesús recurre a este profeta extraño
cuya aventura se nos narra en delicioso opúsculo dedicado a él, análogo a una parábola
ejemplar. En esa obra el protagonista, Jonás, «paloma» en hebreo, se revela como un
buitre, es decir, como el representante de un judaísmo integrista que no admite
posibilidad alguna de salvación para los demás pueblos. Y, sin embargo, es enviado por
Dios a predicar la conversión precisamente a la tradicional enemiga de Israel, Nínive, la
capital de los asirios. El relato, veteado de ironía, está lleno de cambios y tiene una
concentración dramática en la mezquina caída del profeta en las fauces de un enorme
cetáceo.
Precisamente de esta escena, que llegó ser célebre en el arte cristiano y quizá
retomada también en el Pinocho de Collodi, Jesús había sacado un símbolo
autobiográfico, la «señal de Jonás», que se había explicado en un pasaje del anterior
capítulo 12 de Mateo del siguiente modo: «Como Jonás permaneció tres días y tres
noches en el vientre del pez, así el Hijo del hombre permanecerá tres días y tres noches
en el corazón de la tierra» (12,40). La «señal», por consiguiente, no procede del
repertorio de los milagros que, no obstante, realiza Cristo, como se esperarían las
muchedumbres, sino de la Biblia.
Tras el velo del símbolo, Jesús alude al desenlace final de su existencia terrenal, que
incluirá una caída en el seno oscuro de la muerte, pero, después –como le sucedió a
Jonás, que fue «vomitado» por el enorme pez sobre la playa– se abrirá para Cristo la luz
de la Pascua y del triunfo sobre la muerte. La indicación «tres días y tres noches» es más
simbólica que cronológica: se trata, en efecto, de una fórmula estereotipada que se usa en
el libro de Jonás (2,1) para referirse a la permanencia del profeta en el vientre del pez, y
que denota un lapso de tiempo determinado y condensado.
Esa fórmula llegará a ser común para indicar la resurrección de Jesús acontecida «al
tercer día» (1 Cor 15,4), un modo más o menos cronológico para definir el intervalo

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entre la muerte y la resurrección, aun cuando es cierto que, en el uso semítico, las
porciones limitadas de un día son computadas como una unidad. Jesús concluye
explícitamente aplicándose la «señal de Jonás» a sí mismo: «En el día del juicio, los
ninivitas se levantarán contra esta generación y la condenarán, porque ellos se
convirtieron con la predicación de Jonás, y hay aquí uno mayor que Jonás» (Mt 12,41).
Con amargo asombro, en efecto, el profeta había presenciado la conversión de los
ninivitas, «grandes y pequeños» (cf. Jon 3,5-10; 4,1-11), conmovidos por su palabra.
Jesús argumenta a fortiori: si un pueblo pagano y cruel se arrepintió escuchando la voz
de un predicador reacio y poco convencido, ¿por qué la generación presente, formada
por judíos, herederos de la elección divina, no se convierte al escuchar una voz tan alta
como la voz mesiánica de Cristo?

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29. La levadura
«Prestad atención:
¡Absteneos de la levadura de los fariseos y de los saduceos!»
– Mateo 16,6

Jesús está en la barca en el lago de Tiberíades con sus discípulos, y estos caen en la
cuenta de no tener pan a bordo. Cristo resuelve su preocupación recordando las dos
previas multiplicaciones de panes (Mt 16,5-12), pero traslada el discurso de la dimensión
material a la más espiritual recurriendo al símbolo de la levadura. La frase es polémica
con respecto a dos grupos religiosos y políticos tradicionales del judaísmo. Por un lado,
los «fariseos», «los separados» en arameo o quizá «los separadores», es decir, aquellos
que sabían distinguir los preceptos de la Ley bíblica según su mayor o menor
importancia. Encarnaban una ideología abierta, espiritual y «laica». Los Evangelios los
critican por la hipocresía y la incoherencia de sus actitudes, no por los contenidos de su
doctrina, que estaba bastante cerca de algunas enseñanzas de Jesús.
Por otro lado, encontramos a los saduceos, un grupo sacerdotal aristocrático y
conservador, cuyo nombre derivaba de Sadoc, el sumo sacerdote en tiempos de David (1
Re 1,26), o bien del hebreo saddiqîm, «justos». Para denunciar la corrupción de los dos
movimientos, Jesús recurre a un símbolo que no es del todo comprensible en nuestra
cultura. Este producto contiene, en efecto, dos características antitéticas. La primera, el
valor positivo de la levadura que hace crecer la masa y la transforma en pan crujiente. En
esta línea, Jesús aplica el símbolo al Reino de Dios, «semejante a la levadura que una
mujer tomó y mezcló en tres medidas de harina [sáton en griego indica una medida
equivalente a la se’ah hebrea, es decir, a unos 12,3 litros] hasta que fermentó toda» (Mt
13,33).
Sin embargo, predomina más la acepción negativa, porque la levadura, al hacer
fermentar la masa, provoca también su corrupción. Por esta razón, era obligatorio en
Pascua usar pan «ázimo», un término de origen griego que significa «no fermentado»
(mazzôt en hebreo). El origen se remonta al uso de los nómadas, que hacían el pan sobre
lastras de piedra calentadas. De hecho, la fiesta judía de la Pascua tenía una ascendencia
pastoril-nómada. Pero el aspecto práctico se había transformado en un elemento ritual:

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en el seder pascual judío, es decir, en el orden de los ritos de la cena, se incluye también
la búsqueda y la eliminación de todo fragmento de pan fermentado presente en la casa,
para que no contaminara la pureza incorruptible del pan ázimo. La liturgia eucarística ha
asumido también esta práctica usando el pan ázimo.
Resulta fácil comprender ahora el significado de las palabras de Jesús: la enseñanza
y el comportamiento de los fariseos y de los saduceos son principio de perversión para la
comunidad que le sigue, y los discípulos deben tener sumo cuidado para evitar
contaminarse con ella. Sin recurrir a metáforas, Jesús ya había advertido: «¡Dejadlos!
Son ciegos y guías de ciegos. Y cuando un ciego guía a otro ciego, los dos caerán en un
hoyo» (Mt 15,14). San Pablo, evocando la celebración pascual, explicitará el simbolismo
en su aspecto moral y existencial: «¿No sabéis que un poco de levadura hace fermentar
toda la masa? Eliminad la levadura vieja para ser masa nueva, pues sois ázimos. En
efecto, Cristo, nuestra pascua, ha sido inmolado. Celebremos, pues, la fiesta, no con la
levadura vieja, ni con levadura de malicia y perversión, sino con ázimos de sinceridad y
verdad» (1 Cor 5,6-8).

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30. «Vade retro!»
«Jesús, volviéndose, dijo a Pedro:
“¡Ve detrás de mí, Satanás!
Eres un escándalo para mí...”»
– Mateo 16,23

Podrá sorprender esta versión de la célebre advertencia que Jesús dirige a Pedro, después
de haberle otorgado la primacía entre los apóstoles mediante los símbolos de la piedra,
de las llaves y del poder de «atar y desatar» (Mt 16,13-20). Estamos, de hecho,
habituados a la versión más fuerte: «¡Aléjate de mí, Satanás!». El apóstol había
reaccionado de manera vehemente cuando Jesús indicó el destino que le esperaba en
Jerusalén, el abismo de dolor y de muerte de la pasión: «Señor, ¡eso no te ocurrirá
nunca!». Y Cristo había rechazado claramente esta afirmación.
Por eso, sería más lógico pensar en una especie de rechazo de Pedro, que –después
de su «confesión» de «Cristo como Hijo del Dios vivo», mereciéndole una
bienaventuranza por parte de Jesús– sería «desaprobado» por su Señor y definido como
un «escándalo». Esta palabra griega se refiere a la piedra que hace tropezar, y, por tanto,
no ya la piedra de fundación de la Iglesia, como había anunciado previamente Jesús. A
este resultado más duro conduciría también la frase posterior: «No piensas como Dios
sino como los hombres», por no mencionar también el brutal nombre usado por Jesús,
«Satanás», término de origen hebreo que significa «adversario, acusador», y que hace
que Pedro no sea ya el apóstol delegado para representar a Cristo en la historia, sino casi
su antagonista.
¿Cómo se explica, entonces, esta traducción más edulcorada que se encuentra
también en la actual traducción oficial italiana católica de la Biblia? En realidad, es fiel
al original griego hýpage opísō mou, literalmente «sígueme detrás de mí».
Prácticamente, equivale al tradicional Vade retro latino, que es correcto, pero que
nosotros, en general, hemos entendido como un rechazo que sustituye a la elección de
Pedro. ¿Cuál es, en cambio, el verdadero significado de la advertencia de Cristo? La
respuesta es sencilla y se precisa por la frase posterior de Jesús: «Si alguno quiere venir
detrás de mí [opísō mou eltheîn], que se niegue a sí mismo, tome su cruz y me siga» (Mt
16,24).

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Pedro tiene que abandonar, por consiguiente, su concepción ilusoria de un
mesianismo formado solo de gloria y de éxito, y ponerse humildemente detrás de su
Señor, subiendo el camino pendiente y lleno de pruebas del Gólgota. Este es el
verdadero discipulado; lo contrario sería convertirse en un «adversario» satánico de
Cristo. El camino de la cruz comienza, por eso, ya en aquel momento, y Pedro es
invitado a ser el seguidor de su maestro «caminando detrás de él», dispuesto también a
«perder la propia vida por causa mía», como dirá de nuevo Jesús, para «encontrarla» así
de otro modo más elevado e intenso.
Esta exhortación ya había sido anticipada por Cristo en el «discurso misionero»
dirigido a sus discípulos con anterioridad: «Quien no tome su cruz y no me siga, no es
digno de mí» (Mt 10,38). Y Pedro dará testimonio de haber aprendido la lección de la
cruz, cuando se encamine al martirio, que, según la tradición, ocurrió por crucifixión.
Algunos piensan que en la frase que el Resucitado le dirige junto al lago de Tiberíades,
después de haberle renovado la misión de «apacentar las ovejas» del rebaño de Cristo,
hay una alusión a este destino del discipulado y de la misma vida de Pedro: «Cuando
seas anciano extenderás tus manos...», casi en la forma de una persona crucificada; y el
evangelista Juan comenta: «Dijo esto para indicar con qué muerte habría glorificado a
Dios» (Jn 21,18-19).

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31. ¿Elías reencarnado?
«Elías tiene que venir a restaurarlo todo.
Pero os aseguro que Elías ya vino
y no lo reconocieron».
– Mateo 17,11-12

Esta frase de Jesús es una respuesta a una pregunta de Pedro, Santiago y Juan, mientras
bajan del monte de la transfiguración: «¿Por qué dicen los escribas que primero tiene que
venir Elías?». Para explicar el enigma de aquel «primero» y de este retorno del profeta
Elías al mundo, debemos remontarnos a la fuente que había generado esta creencia
sostenida por los escribas judíos de aquel tiempo. Esta creencia aparece en una frase del
profeta Malaquías en la que Dios declara: «Yo enviaré al profeta Elías antes de que
llegue el día grande y terrible del Señor» (3,23). A su vez, esta evidente base bíblica de
la afirmación de los escribas tiene su origen en el relato del final de Elías, que asciende
al cielo para entrar en una plena comunión con Dios (2 Re 2,1-13).
Había surgido, así, la convicción de que el profeta, viviente para siempre junto a
Dios después de su ascensión al cielo, retornaría para anunciar al mundo la venida del
Mesías y el juicio final. No faltará en la tradición posterior judía, cristiana y musulmana
–de cuño, no obstante, esotérico e incluso heterodoxo–, quien afirmará su reencarnación,
una doctrina realmente ajena a la antropología bíblica, que, en cambio, proclama la
resurrección de los muertos. La tesis del retorno de Elías, intensamente sostenida por
ciertos textos apócrifos judíos, como el libro de Henoc, ha dejado sus huellas en el ritual
judío de la circuncisión, durante el cual se deja sin ocupar la denominada «silla de Elías»
con la esperanza de que se haga presente en medio de la familia que celebra la fiesta.
En la cena pascual se tiene presente la «copa de Elías», colmada, esperando que
venga a comunicar la llegada del Mesías a través de la puerta de la casa dejada
entornada. Se creía también, a nivel popular, que Elías venía constantemente a la tierra,
sin ser reconocido, para ayudar a los pobres, los enfermos y los moribundos. De este
modo se explica el hecho de que cuando Jesús está en la cruz y exclama el inicio del
Salmo 22 en arameo, Eli, Eli, lema sabachtani («Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has
abandonado?»), la muchedumbre presente confundiera aquel Eli, Eli, como una
invocación dirigida al profeta protector de los moribundos: «Algunos de los presentes

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decían: “¡Está llamando a Elías!” ... Otros decían: “¡Veamos si viene Elías a salvarlo!”»
(Mt 27,47.49).
Con estos presupuestos es fácil comprender la respuesta de Jesús a sus apóstoles:
«Elías ya vino y no lo reconocieron; es más, lo trataron como quisieron». Cristo se
proclama, por consiguiente, como Mesías y declara que su Elías anunciador fue Juan
Bautista. Pero la gente no lo reconoció como precursor del Mesías Jesús y lo condenó al
martirio. El evangelista Mateo explicita esta interpretación añadiendo al final: «Los
discípulos comprendieron entonces que hablaba de Juan Bautista» (17,13). Ya en otra
ocasión, después de haber elogiado al Bautista, Jesús había confirmado esta
identificación simbólica: «Si queréis aceptarlo, él es aquel Elías que tiene que venir» (Mt
11,14).

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32. ¿Pagaba Jesús los impuestos?
«Los reyes de la tierra
¿de quién cobran los impuestos y los tributos?
¿de sus hijos o de los extraños?»
– Mateo 17,25

La evasión fiscal es una enfermedad social y es un pecado moral. Hay que decirlo con
claridad sin tantas coartadas o justificaciones vinculadas a la corrupción política o a la
costosa inercia burocrática (que son también enfermedades sociales y culpas morales).
Jesús en este campo es ejemplar, y no solo porque no duda en elegir a un recaudador de
impuestos como apóstol, es decir, a Mateo Leví, o porque se deje invitar a casa de
«publicanos», es decir, de funcionarios de los impuestos «públicos», como Zaqueo, sino
también porque nos recuerda en una especie de tuit (en el texto griego son 44 caracteres,
54 con los espacios) un principio capital: «Dad al César lo que es del César y a Dios lo
que es de Dios» (Mt 22,21).
Pero aún hay más. En un episodio narrado solamente por Mateo se describe a Cristo
pagando un impuesto. Se trata del tributo judío anual destinado al Templo y al
sostenimiento del «clero» judío: el impuesto –según el evangelista– ascendía a una
«didracma» ática de plata. En el relato de Mateo se registra, sin embargo, un diálogo con
Pedro que parecería introducir cierta reserva por parte de Jesús, semejante a primera
vista al recurso a una exención, análoga a la presentada por algunas instituciones
religiosas.
En efecto, él evoca la praxis –consolidada sobre todo por los romanos– de imponer
un fuerte impuesto a los pueblos sometidos para eximir así a los propios súbditos. Cristo
menciona, por consiguiente, esta praxis usando el término «hijo» para referirse a los
súbditos. Lo hace intencionadamente para afirmar su cualidad de Hijo de Dios,
reivindicando así, en el caso de este tributo específicamente religioso, su derecho a la
exención: «los hijos», sostiene, «están libres» de este pago. Sin embargo,
inmediatamente después, para no favorecer coartadas o escandalizar, concluye
dirigiéndose a Pedro y dándole esta orden: «Pero, para evitar escandalizarles, ve al mar,
echa el anzuelo y toma el primer pez que lo pique, ábrele la boca y encontrarás una
moneda de plata. Tómala y entrégasela a ellos por ti y por mí» (Mt 17,27).

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Efectivamente, sucedía, y sucede, que algunos peces se tragan objetos dispersos en
el agua. Es más, el pez llamado «de San Pedro», un crómido del lago de Tiberíades, tiene
una bolsa branquial en la que conserva piedrecitas y objetos pequeños como las
monedas, para después cuidar también a sus alevines. Pero más allá de este elemento un
tanto pintoresco, se mantiene el testimonio de fidelidad fiscal por parte de Jesús. Una
fidelidad que san Pablo exigirá con rigor a los cristianos con respecto al fisco imperial
romano en un párrafo de fuerte carga civil, ética e incluso teológica, que se encuentra en
su carta a los Romanos (13,1-7).

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33. Una piedra de molino
«Pero a quien escandalice a uno de estos pequeños
que creen en mí,
más le valdría que le colgasen al cuello
una piedra de molino
y lo arrojaran al fondo del mar».
– Mateo 18,6

A menudo se adopta esta frase para condenar a los pederastas e incluso para justificar la
pena de muerte. ¿Cómo puede el «manso» Jesús que enseña el perdón, aun condenando
la culpa, llegar a este extremo de crueldad? Para interpretar correctamente el texto
debemos proceder por pasos. Ante todo,
nos centramos en el sujeto implicado en el «escándalo», un término que, como
sabemos, indica literalmente hacer «tropezar» a uno y hacerle caer por tierra, símbolo
también de la tentación perversa. En el original griego no se habla de «niños» (paidía),
sino de «pequeños» (mikroí), una categoría no de edad sino existencial; de hecho,
inmediatamente se especifica con la frase «que creen en mí».
Sin dejar de condenar la infamia de la pederastia, la cuestión tratada aquí por Jesús
es diferente: los que ocupan el escenario son aquellos que son débiles en la fe,
«pequeños» en el creer, que deben aún crecer y que pueden ser fácilmente
escandalizados por nuestro mal ejemplo de «maduros» y «adultos» en la fe. También san
Pablo advierte a los cristianos de Roma que sepan «acoger a quien entre vosotros es
débil en la fe, sin discutir sus dudas» (14,1). Cristo, por tanto, condena con dureza a
quien pone conscientemente en crisis al hermano «pequeño» en la fe.
Y lo hace recurriendo a un símbolo de juicio severísimo, el denominado
katapontismós practicado por los romanos, a saber, la ejecución de los culpables por
ahogamiento, atestiguada por los historiadores Suetonio y Flavio Josefo. Ahora bien,
para entender bien el sentido general de este pasaje vehemente es necesario recordar que
el lenguaje semítico, usado también por Jesús, prefiere usar las exageraciones, sobre
todo en el caso de las maldiciones, es decir, de las invocaciones del juicio divino con
respecto a las culpas graves. Por consiguiente, aquel Jesús que ha enseñado precisamente

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el amor y el perdón, no puede sugerir de verdad esa macabra forma de ejecución o el
suicidio del pecador.
No obstante, no se abstiene de denunciar el mal y recurre a una imagen terrible,
destinada a hacer comprender la gravedad de la culpa de quien escandaliza al hermano
de fe frágil. Es un modo simbólico y vigoroso, típico del lenguaje oriental con tintes
fuertes, para recordar el severo juicio divino con relación a ese pecado. La imagen de
colgar al cuello la pesada piedra de molino, con un agujero para contener el palo que el
asno habría hecho rodar, se convierte en una señal de la condena severa que aguarda al
que escandaliza, señal que podríamos usar para otros juicios sobre culpas graves,
teniendo siempre en cuenta las premisas interpretativas hechas anteriormente. Como
escribe un comentarista de los Evangelios, Simon Légasse, «la terrible suerte del
ahogado con la piedra al cuello es ínfima en comparación con lo que le espera en el
juicio último de Dios a aquel que ha provocado el escándalo».

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34. El caso de «pornéia»
«Yo os digo:
quien repudia a su mujer, salvo en caso de pornéia,
y se casa con otra, comete adulterio».
– Mateo 19,9

Henos aquí ante un pasaje que ha suscitado una avalancha de interpretaciones y


comentarios, y que ha provocado divergencias incluso en el seno de las mismas iglesias
cristianas. Establezcamos inmediatamente dos premisas. La primera es extrínseca. El
texto aparece también en una de las «seis antítesis» que Mateo sitúa en el discurso de la
montaña. En ellas no se ejemplifica tanto la superación cuanto la plenitud que Cristo
quiere hacer emerger del mandamiento bíblico. Sobre el repudio matrimonial, citando el
versículo del Deuteronomio (24,1) sobre el divorcio, decía: «Se dijo: “Quien repudie a
su mujer, le dé el acta de repudio”. Pero yo os digo: quien repudia a su mujer –excepto
en caso de pornéia– la expone al adulterio, y quien se casa con una repudiada, comete
adulterio» (Mt 5,32).
La segunda premisa concierne al contexto de nuestro pasaje (Mt 19,1-9). En este,
Jesús, provocado por sus interlocutores que le querían poner en contradicción con la
norma sobre la legalidad del divorcio «por cualquier falta», como se afirmaba en el
Deuteronomio, recurre al Génesis que declara que el hombre y la mujer están destinados
a ser «una sola carne» (2,24). Este es el proyecto divino sobre la pareja al que Cristo se
adhiere, por lo que «el hombre no debe separar lo que Dios ha unido» (Mt 19,6). La ley
del Deuteronomio es, por consiguiente, una excepción concedida «por la dureza de
vuestro corazón» (Mt 19,8). Jesús, por consiguiente, propone en su visión del
matrimonio el modelo de la indisolubilidad.
Pero ¿cómo se explica entonces el apunte –que hemos dejado con el término griego
pornéia– que presenta una excepción? Es probable que se trate de un elemento
redaccional introducido por Mateo para justificar una praxis en vigor en la comunidad
judeo-cristiana de los orígenes. Sería, por consiguiente, una especie de norma eclesial
local con la que se respondería a la pregunta rabínica sobre la interpretación de la
cláusula del Deuteronomio relativa al caso del divorcio «por cualquier falta». En el
judaísmo se confrontaban dos escuelas teológicas, una más «liberal», que optaba por

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admitir una amplia gama de casos de divorcio (rabí Hillel), y otra más restrictiva
orientada a admitir solamente el adulterio como justificación del divorcio.
¿Cuál sería, entonces, la excepción reconocida por la iglesia judeo-cristiana y
expresada con el vocablo griego pornéia? No puede ser, como se traducía en el pasado,
el «concubinato», pues este no es un matrimonio en sentido auténtico, ni la genérica
«fornicación», es decir, el adulterio, porque en este caso se habría usado el término
propio moichéia. Entre otros aspectos, es interesante notar que algunos autores de los
primeros tiempos del cristianismo –como el del Pastor de Hermas (IV,1,4-8) y Clemente
de Alejandría (Stromata 2,23) – declaran que el marido que deja a la esposa adúltera no
puede volver a casarse porque aún se mantiene el vínculo matrimonial anterior.
En el judaísmo de la época existía un término, zenût, equivalente quizá a la pornéia
mateana («prostitución»), que indicaba técnicamente las uniones ilegítimas como entre
un hombre y su madrastra o entre consanguíneos, condenadas ya por el Levítico (18,8;
20,11) y por el mismo san Pablo (1 Cor 5,1), pero válidas civilmente en el mundo
grecorromano. En la práctica, aun cuando no se usara entonces esta figura jurídica, se
trataría de una declaración de nulidad del matrimonio contraído, una línea seguida por la
Iglesia católica en los casos de nulidad del vínculo matrimonial precedente. Sabemos, sin
embargo, que las iglesias ortodoxas y protestantes han interpretado la excepción de la
pornéia como adulterio, y, por eso, han admitido el divorcio, aunque solo limitándolo a
este caso. En realidad, la visión de Cristo sobre el matrimonio era clara y radical, en el
espíritu de una consciente, plena e indisoluble donación recíproca, que incluía la
misericordia con respecto al pecador (véase el episodio de la adúltera en Juan 8,1-11).

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35. Eunucos por el Reino
«Hay eunucos que han nacido así del seno materno,
otros han sido hechos así por los hombres,
y otros que se han hecho así
por el Reino de los cielos».
– Mateo 19,12

El lenguaje es fuerte y la frase es quizá la respuesta a una acusación o un insulto hecho


por los adversarios contra Jesús, que no estaba casado, y contra los discípulos, que le
seguían sin tener con ellos a las mujeres: «¡Sois todos unos eunucos!». Cristo replica
usando sin problema aquel vocablo insultante, confirmando así que no estaba casado,
demostrando su libertad con respecto a la tradición judía que imponía el matrimonio a
los maestros de la Ley, pero recordando también que su virginidad no era una situación
meramente fisiológica o personal ni tampoco ascética, sino una elección de dedicación
absoluta al Reino de Dios y a su misión dirigida al prójimo sufriente.
La triple distinción que él presenta ilustra esta concepción del celibato o de la
virginidad cristiana.
Se parte de los impotentes sexuales por causa de disfunciones genéticas y se pasa
por la evocación de los «castrados», que, en el antiguo Próximo Oriente, eran toda una
categoría de funcionarios (al final, sin embargo, se mantendrá solamente como un título
para designar tales funciones, como en el caso del eunuco de la reina etíope Candaces,
según Hechos 8,26-40).
Finalmente, se llega a la elección personal y libre de la abstinencia, que no es
simplemente abstenerse de tener relaciones sexuales o del matrimonio, sino que es una
opción positiva por un compromiso ideal religioso y caritativo.
Se trata de aquella virginidad que san Pablo exaltará en el capítulo 7 de la Primera
carta a los Corintios (vv. 23-25), presentándola como señal de una donación total e
interior por causa del Reino de Dios. También en el Apocalipsis se lee lo siguiente:
«Estos son los que no se han contaminado con mujeres: en efecto, son vírgenes» (14,4),
quizá aludiendo a la virgen esposa del Cordero que es la Iglesia. Es evidente que no se
propone una autocastración, como ocurrirá en algunos casos en la antigüedad cristiana
por la interpretación «literalista» de este pasaje. La concepción de fondo en la brutalidad

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del término «eunuco» es, en cambio, positiva y se refiere a la consagración total del ser y
del amor a un ideal y a una misión.
La elección aconsejada por Jesús no significa, sin embargo, un desprecio por el
matrimonio, que es valorado muy positivamente precisamente en la misma página
mateana, en cuyo marco se inserta este dicho de Cristo. Es más, se realza el perfil del
estado matrimonial, y el apóstol Pablo lo definirá como un «carisma», es decir, un don
divino ofrecido a algunos (1 Cor 7,7). También en la comunidad de los apóstoles había
hombres casados, como Pedro, de cuya suegra hablan los Evangelios (Mt 8,14-15).
La disciplina del celibato sacerdotal hará su entrada oficial en el siglo IV, con los
concilios locales de Elvira (306) y de Roma (386), sobre todo partiendo de la elección de
Cristo. No obstante, durante siglos seguirá subsistiendo la praxis del sacerdocio de
casados, como actualmente es atestiguado por las iglesias orientales ortodoxas y
católicas (con la excepción, sin embargo, del episcopado).
Según el Concilio Vaticano II, el nexo entre sacerdocio y celibato posee «una
relación de íntima conveniencia» (Presbyterorum ordinis, n. 16), siguiendo una larga
tradición de enseñanzas eclesiales y espirituales. Esta relación –aunque teológicamente
no es esencial para el sacerdocio– es significativa y fecunda, siendo ilustrada en 1967
por la carta apostólica Sacerdotalis coelibatus de Pablo VI y corroborada por muchos
otros textos de Juan Pablo II y de Benedicto XVI.

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36. El camello y el ojo
«Es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja
que un rico entre en el Reino de Dios».
– Mateo 19,24

El dicho de Jesús, estrictamente hablando, no resulta extraño ni difícil de interpretar a


quien conoce el lenguaje del Próximo Oriente antiguo, que prefiere la paradoja, los
colores intensos y las tonalidades fuertes. Solo la sensibilidad occidental ha intentado
mitigar la frase según una lógica más «normal». Así, hay quien ha querido relacionar el
griego kámêlon, «camello», a un kámilon (ê e i tenían en el pasado y aún tienen
actualmente en griego moderno el mismo sonido –i– al pronunciarlo), que era, en
cambio, una especie de lazo o nudo marinero, haciéndose así menos excesiva y más
coherente la imagen. Hay quien ha recurrido, ingeniosamente, a una indocumentada y,
por consiguiente, hipotética puerta de Jerusalén denominada «ojo de la aguja» por su
índole pequeña y estrecha, en la línea de la «puerta estrecha» –evidentemente
metafórica– evocada por Jesús en el discurso de la montaña (Mt 7,13).
En realidad, debe dejarse la comparación con toda su fuerza paradójica: la riqueza
es un obstáculo insuperable para entrar en el Reino de Dios, que está destinado a los
«pobres en espíritu», y –como hemos expuesto en nuestro análisis pertinente (Mt 5,3)–
estos no son pobres porque están genéricamente distanciados «espiritualmente» de sus
bienes, sino porque son radical y totalmente libres de la idolatría de las cosas y de su
posesión. Que este sentido fuerte sea el pretendido por Jesús emerge claramente de la
reacción posterior de los discípulos que se sienten desconcertados (exeplēssonton
sphódra, en griego, es decir: «se sintieron enormemente pasmados, consternados»). Y
Cristo lo confirma declarando que la salvación del rico es esencialmente posible solo
mediante un milagro: «Esto es imposible para los hombres, pero para Dios todo es
posible» (Mt 19,26).
El hecho de que el significado de la imagen sea el contraste extremo entre el ojo
microscópico de la aguja y el mastodóntico camello es confirmado por otros dos
paralelos externos. El primero se encuentra en el mismo Evangelio de Mateo, en la
vehemente secuencia de los siete «¡Ayes!» que Jesús lanza contra los escribas y los

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fariseos. En ellos leemos: «Guías ciegos que filtráis el mosquito y os tragáis el camello»
(Mt 23,24). Es evidente el nexo implícito entre este animal poderoso y los pequeños
agujeros del colador.
La segunda confirmación procede de un texto rabínico posterior a Jesús, en el que
se describe lo imposible y absurdo que resulta hacer pasar también un elefante por el ojo
de una aguja. Cristo revela, así, no solo la firme condena de la riqueza egoísta que
impide su seguimiento, como había sucedido en el caso del joven rico en cuyo contexto
es situado nuestro dicho (Mt 19,16-22), sino que muestra también su adherencia al
lenguaje colorido de la cultura en la que se había encarnado.
Como apéndice, recordemos que el camello –gamal en hebreo, término que también
se aplica al dromedario, que solo tiene una joroba– es mencionado en la Biblia ya desde
los tiempos patriarcales (por ejemplo, Gn 24,10-67 y 31,17.34). Curiosamente notamos
que, siglos después, según un registro en el libro de Esdras (2,66-67), los judíos
repatriados del exilio a Babilonia tenían una dotación de 435 camellos, muchos más que
los 245 mulos, pero, obviamente menos que los simples asnos, que eran 6.720, y los 736
caballos. En el Nuevo Testamento, Juan el Bautista vestía una túnica elaborada con pelos
de camello (Mt 3,4), mientras que en la tradición popular beduina la orina de camella se
considera como cosmético femenino, una especie de «agua de colonia».

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37. ¿Una injusticia social de Jesús?
«Estos últimos han trabajado solo una hora,
y sin embargo los has tratado como a nosotros,
que hemos soportado el peso de la jornada y el calor».
– Mateo 20,12

La parábola evoca, como sucede a menudo con la predicación de Jesús, la concreción de


una situación social amargamente constante en la historia de la humanidad. La palabra
de Cristo no es etérea ni aérea, sino que está sólidamente plantada en el terreno de las
vicisitudes humanas. Ante nosotros se despliega ahora el tema del paro y de la
precariedad. Como sabemos, en la plaza del mercado, la principal de la ciudad, se
encontraban los jornaleros, esperando que un terrateniente o un mediador (la vil práctica
de la «explotación de mano de obra barata» de nuestros tiempos es su continuación) les
contratara para la jornada.
Conocemos el desarrollo de la parábola, narrada solo por Mateo (20,1-16) y
marcada por la subdivisión de la jornada según el «reloj» de entonces. Comienza con el
alba, que es la última parte de la noche y la primera del día, se avanza con la «hora
tercia», es decir, las nueve, se pasa a la «sexta» (mediodía) y a la «nona» (las tres), y se
llega a la «undécima hora», prácticamente las cinco de la tarde, a los umbrales del
anochecer y de la noche. La retribución convenida es un denario de plata, la unidad
monetaria romana, que representaba el salario diario y el gasto medio de una jornada. El
denarius tenía la imagen del emperador, lo que explica la escena del tributo debido al
César narrada por los Evangelios (Mt 22,19).
Hablando estrictamente, aquel propietario que pacta un denario con todos como
paga, reservándolo también para quien ha trabajado una sola hora por la tarde, actúa, por
un lado, correctamente, de acuerdo con el contrato «separado» estipulado con cada uno,
pero, por otro lado, no es ciertamente un modelo de justicia para las relaciones laborales.
¿Cuál es, entonces, el sentido de la parábola, dado que su mensaje no puede referirse a la
injusticia social? La lección es de índole religiosa y existencial. El propietario de la viña
deja el puesto a Dios, que no perjudica de por sí a la justicia (el contrato era justo), pero
en sus relaciones con la humanidad introduce la superioridad del amor, cuya generosidad
excede la rígida norma de lo debido.

90
La humanidad está, de hecho, formada por personas con diferentes cualidades y
dones: hay quien tiene cinco talentos y quien solo tiene un talento, por usar otra imagen
monetaria de otra conocida parábola de Jesús. Está la persona sencilla que tiene pocas
capacidades, y quien, sin embargo, sobresale por sus dotes extraordinarias; quien es
enfermizo y frágil, y quien es un roble de salud y de fuerza; quien tiene una modesta
capacidad intelectual y quien es un genio; quien es débil y está destinado a caer en
errores y pecados, y quien es justo, capaz de resistir con firmeza las tentaciones; quien
pertenece a una nación desarrollada y privilegiada (Jesús podía pensar en los judíos, «los
primeros») y quien ha nacido en una zona deprimida y en un pueblo pobre y con escasas
posibilidades culturales y sociales (quizá los paganos, los «últimos»).
Lo importante, dice Jesús, es entrar en el campo de la vida con pleno compromiso
personal, a cualquier hora en la que acontezca la llamada. Dios, en su recompensa final,
no adopta el rígido criterio económico que se fundamenta en los resultados, sino que
elige la vía del amor, que premia también a quien avanza llevando entre las manos un
fruto pequeño de su trabajo modesto pero real, como sucede en la parábola a los
trabajadores de última hora. La verdadera imparcialidad es la del amor, que pone al
mismo nivel a quien ha recibido mucho y a quien ha recibido poco de la vida, pero se ha
dedicado auténticamente a su vocación, aunque sea sencilla.

91
38. Una piedra desechada
«A vosotros se os quitará el Reino de Dios
y se dará a un pueblo que produzca sus frutos».
– Mateo 21,43

A las espaldas de esta frase amenazante de Jesús hay una parábola dramática
acompañada de una cita bíblica, más bien brusca, que después comentará Cristo de una
forma brutal. Partamos, por consiguiente, de la parábola que los exegetas califican como
alegoría. Con este término se indica un relato ejemplar cuyos varios elementos tienen
significados metafóricos propios. Lo explicamos enseguida, invitando a controlar
nuestras identificaciones de estos significados con el texto de la parábola comúnmente
llamada «de los viñadores homicidas» (Mt 21,33-41).
El propietario de la viña es Dios; la viña –según la simbología bíblica– es Israel, el
pueblo elegido por Dios (léase, por ejemplo, Is 5,1-7); los siervos del propietario que, en
varias ocasiones, son enviados a recoger el fruto de la cosecha son los profetas; el hijo,
que, al final, recibe aquel encargo es el mismo Jesús; su asesinato se comete fuera de la
viña, justo como la ejecución de Jesús en el Gólgota, que estaba fuera de las murallas de
la ciudad santa. Llegados a este punto, se impone una pregunta: en esta identificación
metafórica ¿quiénes son los viñadores homicidas y quiénes son los otros campesinos a
los que dará posteriormente el propietario la gestión de la viña?
La respuesta se encuentra en la frase que hemos citado, donde se declara
explícitamente la expiración del arrendamiento para un sujeto designado con el
pronombre «vosotros». Por consiguiente, no son todos los judíos en general, sino
aquellos que rechazarán y condenarán a muerte a Jesús. Los nuevos arrendatarios son, en
cambio, los creyentes en Cristo, judíos y paganos, prácticamente la comunidad cristiana
a la que se dirigen los evangelistas. Así pues, no es legítima ninguna interpretación
generalizada de corte antisemita.
El «pueblo que produce frutos» es la nueva generación de los fieles al Señor y a su
alianza, mientras que sobre los rebeldes que eliminarán al Hijo de Dios se cierne un
destino expresado simbólicamente con el recurso a la cita del Salmo 118,22-23 y por el
comentario al respecto. Positivamente, el salmo afirma la edificación de una nueva

92
comunidad que tiene como perno y fundamento a Cristo: «La piedra que desecharon los
constructores» (aquí aparece sintéticamente el significado negativo de la parábola) «se
ha convertido en piedra angular; esto ha sido hecho por el Señor y es un milagro
patente» (Mt 21,42).
La aplicación de la imagen de la piedra a Jesús rechazado y, sin embargo,
triunfante, es, en cambio, muy severa y terrible: «El que tropiece con esa piedra se hará
trizas; al que le caiga encima lo aplastará» (Mt 21,44). Un horizonte final, por
consiguiente, al mismo tiempo luminoso de salvación y tenebroso de juicio.

93
39. El traje de boda
«Amigo, ¿cómo has entrado aquí sin el traje de boda?...
¡Atadle de manos y pies y echadlo a las tinieblas!»
– Mateo 22,12-13

Las diversas parábolas de Jesús se inspiran siempre en la vida social de un pueblo. En el


caso del banquete nupcial regio (Mt 22,1-14) se hace referencia a un evento, que,
también en nuestros días, estimula el interés de la comunicación y la curiosidad de la
gente. Jesús, elaborando un acontecimiento semejante, lo colorea con alusiones
alegóricas moduladas también sobre la tradición bíblica: el rey evoca a Dios, mientras su
hijo se transfigura en el Mesías y el banquete nupcial se transforma en la gran
celebración de la festiva era mesiánica (léase Is 25,6-10); en los siervos enviados a
llamar a los invitados se reconocen los profetas y los apóstoles; los primeros invitados
que se comportan de modo tan altanero e incluso agresivo encarnan al Israel pecador y a
los judíos que rechazan a Cristo; los llamados recogidos por las calles remiten a los
paganos contentos de ser admitidos en aquel banquete privilegiado, mientras que la
ciudad de los rebeldes entregada a las llamas es la anticipación de la destrucción de
Jerusalén el 70 d.C.
No obstante, se mantiene otra escena más bien desconcertante, presentada solo por
Mateo. Algunos especialistas piensan que tal vez se trata de otra parábola «pegada» a la
del banquete nupcial, que también conoce Lucas (14,16-24). La perspectiva parece
diferente y más universal: estamos ante el juicio final en el que se consumará una clara
división, semejante a la del grano y la cizaña de otra parábola mateana (13,24-30). De
esta segunda parte del relato hemos sacado el elemento central más bien desconcertante,
que tiene por protagonista a un hombre sin traje de ceremonia.
La perplejidad que sentimos es espontánea: una condena tan dura ¿se justifica por
una simple falta de etiqueta? Evidentemente que no. Necesitamos remontarnos al
simbolismo, difundido en todas las culturas, del traje o el vestido. Este no solo tiene
funciones concretas según el clima o la decencia pública, sino que revela también un
aspecto emblemático, estético y social (pensemos en la importancia excesiva de la moda
en nuestros días). Es más, el traje de ceremonia es a menudo indicio de una dignidad

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civil o religiosa, como las vestiduras sacerdotales, la corona y el cetro real, la banda del
alcalde, etc. De hecho, hablamos de «investidura» cuando nos referimos al acceso a un
cargo público.
Así pues, resulta claro que la ausencia de traje nupcial en el protagonista de este
segundo relato es un indicio mucho más grave que una simple carencia de educación. Es
la privación de aquellas obras y cualidades morales que pueden dar acceso al Reino de
Dios y a su banquete. No es suficiente la vocación a una tarea («los llamados»), sino que
también es necesario realizarla con fidelidad y compromiso para llegar a ser así
«elegidos», es decir, admitidos en la fiesta final. Fe y obras de justicia deben unirse en la
existencia, porque «no quien dice: “¡Señor, Señor!” entrará en el Reino de los cielos,
sino aquel que hace la voluntad del Padre que está en los cielos» (Mt 7,21). De lo
contrario, se es arrojado a las tinieblas de la condena infernal, lejos del banquete del
Reino de Dios. En ellas habrá «llanto y rechinar de dientes» una imagen, la última, no
solamente de frío, como aparece en el mundo clásico y como deja suponer la oscuridad
con la ausencia del sol, sino también de terror y de desesperación.

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40. Los siete maridos
«Cuando acontezca la resurrección,
¿de cuál de los siete será esposa aquella mujer?
De hecho, todos se han casado con ella».
– Mateo 22,28

Si buscamos en un diccionario bíblico la palabra «levirato» (del latín levir, «cuñado») se


encuentra más o menos una definición de este tipo: «praxis jurídica de la antigüedad
judía y de otros pueblos, según la cual, si un hombre casado moría sin hijos el hermano
más joven debía casarse con la viuda para asegurarle la descendencia al difunto: el
nombre de este y su herencia serían asignados al primogénito de esta nueva unión». En
el Antiguo Testamento hay tres textos que presentan esta institución. Los dos primeros
conciernen al primogénito del patriarca Judá llamado Er, muerto precozmente (Gn 38,6-
11), y a Boaz, que tomó por mujer a Rut, esposa del difunto Majlón, pues era su único
pariente (Rut 4,3).
De estos textos emerge la idea de que el cuñado (o bien el pariente cercano, en caso
de que no hubiera cuñados) tenía que casarse con la viuda de su hermano, para
asegurarle así un heredero. El tercer texto, en cambio, es estrictamente jurídico y ofrece
una articulación más compleja de la obligación con una serie de especificaciones,
limitaciones y excepciones, que no es necesario que comentemos en este lugar (Dt 25,5-
10). Nuestra tarea consiste, en efecto, en explicar el caso extremo aducido por los
saduceos, un movimiento conservador del judaísmo de tiempos de Cristo, y propuesto a
Jesús para ponerlo en una situación embarazosa. Presentan una cadena de leviratos con
respecto a una sola mujer: siete hermanos se casan sucesivamente con ella y el último
muere antes de haber asegurado una descendencia a la viuda, y, por consiguiente, a su
primer hermano fallecido.
El objetivo de esta paradoja ficticia es obligar a Jesús a ponerse de su parte en
contra de los fariseos –el otro movimiento judío adversario– negando la resurrección que
los últimos sostenían como artículo de fe. En efecto, socarronamente, le preguntan
finalmente: «Cuando resuciten, ¿de cuál de los siete será esposa la mujer?». Cristo, en su
respuesta, no cae en la trampa, y replica levantando el vuelo: «Cuando resuciten, no se
casarán los hombres y las mujeres, sino que serán en el cielo como ángeles de Dios» (Mt

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22,30). Niega, así, una interpretación «materialista» de la resurrección. Y añade una
justificación teológica ulterior citando el pasaje del encuentro de Moisés con el Señor en
el episodio de la zarza ardiente en el Sinaí: «Yo soy el Dios de Abrahán, el Dios de
Isaac, el Dios de Jacob. No es un Dios de muertos, sino de vivos» (Mt 22,32; cf. Ex
3,6).
Dios no se vincula con cadáveres, sino con seres vivos, a quienes les abre un
horizonte de vida tras la muerte con categorías diferentes a las meramente «carnales»,
fundamentadas en nuestra historia sobre coordenadas espacio-temporales. Se trata de un
nuevo orden de relaciones, de una nueva creación, de un horizonte en el que se
transfiguran los vínculos familiares y sociales. Estas palabras de Jesús conquistaron al
gran filósofo y científico creyente que fue Blaise Pascal. Desde 1654 hasta su muerte
(1662) llevó siempre consigo una nota, cosida en el forro del traje, titulada «Fuego», y
descubierta por un sirviente al morir el pensador.
El texto de la nota modelado sobre las palabras de Jesús y comentadas libremente
por Pascal es el siguiente: «Dios de Abrahán, Dios de Isaac, Dios de Jacob, no de los
filósofos y de los eruditos. Certeza, certeza. Sentimiento. Alegría. Paz. Dios de
Jesucristo. Dios mío y Dios vuestro. Tu Dios será mi Dios. Olvido del mundo y de todo
salvo de Dios. Él solo se encuentra por las vías indicadas por el Evangelio».

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41. ¿De quién es hijo el Mesías?
«Jesús les preguntó a los fariseos:
“¿Qué pensáis del Cristo?
¿De quién es hijo?”.
Le respondieron: “De David”».
– Mateo 22,41-42

Esta vez no son sus adversarios quienes pinchan a Jesús, como sucede reiteradamente en
el capítulo 22 de Mateo, una página llena de «controversias», de polémicas con los
fariseos y los saduceos. Ahora es él mismo quien provoca a los fariseos reunidos en
asamblea, dirigiéndoles la pregunta que hemos citado, aparentemente banal. En efecto,
¿no sabían todos los lectores de la Biblia que el Mesías descendería del linaje de David?
Recordemos que la palabra «Cristo» es la traducción griega del término hebreo «Mesías»
(Mašiah), que significa «consagrado», y que «hijo» es usado a menudo en sentido lato
para referirse a un descendiente. ¿Dónde está, entonces, la dificultad?
Debe buscarse en la continuación de la discusión. Jesús, en efecto, pone sobre la
mesa del debate un célebre salmo mesiánico, el 110, considerado obra de David por el
título: De David. Salmo. El himno, compuesto por el famoso soberano, considerado por
la tradición como el antepasado del Mesías, «inspirado por el Espíritu» (Mt 22,43),
comienza con un oráculo divino que se introduce así: «Dijo el Señor [Yhwh Dios] a mi
Señor [el rey mesías]». El oráculo sigue con estas palabras: «Siéntate a mi derecha, hasta
que ponga a tus enemigos bajo tus pies». David, por consiguiente, llama al Mesías «mi
Señor». La objeción de Cristo resulta fácil: «Si lo llama “Señor”, ¿cómo puede ser su
hijo?» (Mt 22,44-45). Si el Mesías-Cristo es «hijo de David», ¿cómo puede David
considerarlo su «Señor», y, por consiguiente, superior a él?
Los fariseos se encuentran trabados en una disputa de corte rabínico, un género en
el que destacaban. Jesús los enreda en la misma red que ellos, más de una vez, habían
tendido contra él con sus preguntas. En este momento esperaríamos ver cómo Jesús –
representado aquí como un rabí judío– consigue resolver la contradicción entre un
Mesías que al mismo tiempo es hijo y Señor de David, según el análisis apenas hecho
del Salmo 110. La conclusión de Mateo nos deja en la incertidumbre: «Ninguno pudo
responderle, y, desde aquel día, ninguno se atrevió a preguntarle más» (22,46). Marcos,

98
que ambienta esta escena en el área del Templo de Jerusalén, sin introducir a los fariseos
como interlocutores, concluye simplemente diciendo: «La numerosa muchedumbre le
escuchaba con gusto» (12,37).
La respuesta a aquella aparente contradicción es obviamente posible solo desde una
perspectiva cristiana. Para el judaísmo, en efecto, el Mesías es criatura humana y como
tal no podrá catalogarse como «Señor». En el cristianismo, el Cristo tiene ciertamente
una dimensión histórica real, y, por consiguiente, está anclado en su humanidad a una
descendencia, la davídica, atestiguada por la genealogía que el mismo Mateo sitúa en el
comienzo de su Evangelio: «Genealogía de Jesucristo, hijo de David, hijo de Abrahán»
(1,1). Por consiguiente, él es realmente «hijo [descendiente] de David», vinculado al
linaje de la promesa mesiánica (2 Sm 7,16; Sal 89,4-5.36-38). Pero al mismo tiempo es
Hijo de Dios, y, bajo esta luz, es «Señor» de David. El misterio central del cristianismo,
la encarnación, resuelve, por tanto, también el enigma del Salmo 110, planteado a los
fariseos por Jesús.

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42. ¡Serpientes, raza de víboras!
«¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas!...
Serpientes, raza de víboras, ¿cómo escaparéis
a la condena de la gehena?»
– Mateo 23,13.33

Ouai en griego, hoi en hebreo, vae en latín, woe en inglés, wehe/weh en alemán, guai en
italiano, ay en español: es análoga en muchas lenguas –aunque diferentes en sus génesis–
la advertencia amenazante caracterizada por una sonoridad casi onomatopéyica.
Impresiona ver aflorar en los labios de Jesús una secuencia de tales maldiciones con
invectivas incluso pintorescas, semejantes a las lanzadas por los profetas contra la
corrupción y las injusticias de su tiempo (léase, por ejemplo, Is 5,8-24). En el capítulo 23
de Mateo estos «ayes» se configuran en un septenario dirigido contra «escribas y
fariseos hipócritas».
El hilo conductor de estas imprecaciones es precisamente la hipocresía, el blanco
frecuente de las flechas de Jesús. Él es generoso, misericordioso y paciente con todo tipo
de pecadores. Lo que no tolera es usar la religión para beneficio propio, cubrirse con
prácticas exteriores para ocultar vicios privados, la ostentación ritual que tapa un engaño
con respecto al prójimo, la falsa justicia que es legalismo opresivo. La imagen más
fulminante es la del sepulcro adornado y pintado que guarda en su interior «huesos de
muertos y podredumbre» (Mt 23,27-28).
El «tropiezo» que estas palabras de Cristo pueden crear se encuentra en su
vehemencia, que recalca la voz del Bautista: «Serpientes, raza de víboras» (véase Mt
3,7). Pero ¿no había invitado Jesús a amar al enemigo? ¿No se había definido «manso y
humilde de corazón»? ¿No había exhortado a su discípulo a poner la otra mejilla?
Ciertamente, aquí estamos ante un pecador que niega serlo, es más, que está dispuesto a
justificarse hasta erguirse como modelo de virtud, sin dejarse arañar mínimamente por la
autocrítica y mucho menos por el deseo de conversión.
No obstante, se mantiene el «escándalo» del tono violento, aun reconociendo el
énfasis típico del estilo semítico, así como impresiona la reacción de Jesús que «no
soporta» casi intolerablemente un pecado de esta índole: «¡Vosotros colmáis la medida
de vuestros padres!», exclama al final, tras haber acusado a los escribas y los fariseos de

100
ser cómplices del asesinato de los profetas (Mt 23,29-32). Ahora bien, la dimensión ética
de esta actitud de Cristo debe encontrarse en una distinción necesaria, aquella que existe
entre la ira y la indignación.
La ira, la cólera, la rabia furiosa, constituyen uno de los siete pecados capitales,
denominado precisamente «ira», un vicio peligroso y deletéreo que desemboca en la
agresión al otro y en el odio. La indignación, en cambio, es la oposición apasionada
contra la injusticia, el mal, la hipocresía, y es una virtud. La meta que Jesús quiere
alcanzar es inducir a la náusea y al rechazo de la degeneración de la religión, y, en
consecuencia, a la exaltación de una fe auténtica, libre, activa.

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43. El día y la hora
«En cuanto a aquel día y aquella hora nadie lo sabe,
ni los ángeles del cielo, ni el Hijo, sino solo el Padre».
– Mateo 24,36

Partimos de una pregunta que los discípulos hacen a Jesús. Él, parado ante el
monumental Templo de Jerusalén, construido por Herodes, había anunciado su
destrucción. Los discípulos, entonces, le habían preguntado: «Dinos cuándo sucederán
estas cosas y cuál será la señal de tu venida y del fin del mundo» (Mt 24,3). Es evidente
que en su pregunta entrelazan diversos acontecimientos: la destrucción del Templo por
parte de los romanos en el 70, la nueva venida de Cristo, juez de la historia, y el fin del
mundo. Se concentran aquí algunos interrogantes que atormentaron a la Iglesia primitiva
y que se reflejan en varios pasajes del Nuevo Testamento (léanse, por ejemplo, las cartas
de Pablo a los Tesalonicenses o el libro del Apocalipsis, o el final del capítulo 3 de la
Segunda Carta de Pedro).
Estas preguntas son usadas por Mateo como marco del denominado «discurso
escatológico», la quinta y última intervención extensa de Jesús, presente en los capítulos
24–25. El término «escatológico» es de origen griego y remite a las «realidades
últimas», es decir, al final de la historia, pero también al final de toda existencia. Pero no
se trata de una disolución en la nada, sino de una redención, de una salvación, de una
nueva creación («cielo nuevo y tierra nueva», Ap 21,1), que incluye el juicio divino
sobre el bien y el mal (léase Mateo 25,31-46, un pasaje memorable en el que Cristo
aparece como protagonista de este acto último de la historia humana).
El discurso escatológico de Cristo no quiere describir los fenómenos físicos o los
acontecimientos últimos que marcarán el fin del mundo, aunque en apariencia las
imágenes usadas parecen inclinare en esta línea. En realidad, se trata de símbolos
procedentes de una literatura popular en el judaísmo de aquellos siglos, presente también
en la Biblia con el libro de Daniel, denominada «apocalíptica». Un término, este, de
origen griego, que significa «revelación» (pensemos en el Apocalipsis de Juan) y cuya
meta es la apertura simbólica del telón sobre el destino último de cuanto es y existe.
Precisamente porque se asoma a algo desconocido y tenebroso, esta literatura prefiere

102
usar señales, visiones y escenas que llevan impresas sensaciones de terror o de
incompresibilidad.

Cristo recurre a este procedimiento no para desarrollar visiones sobre aquel evento
último, sino para crear tensión y compromiso con respecto al Reino de Dios, ya
inaugurado con su venida, pero destinado a alcanzar una meta de plenitud futura, como
había sugerido en la parábola del grano de mostaza que crece hasta convertirse en un
árbol (Mt 13,31-32). En esta perspectiva se comprende la frase sorprendente que hemos
entresacado del discurso. A Jesús le interesa poco hacer presagios sobre el fin del mundo
o sobre los acontecimientos históricos previos a este evento último: están ciertamente
insertos en el plan salvífico divino.
En cambio, en su existencia histórica y humana se interesa solamente por lo que
concierne a su misión, a saber, instaurar las bases del Reino de Dios, un proyecto de
salvación, de liberación, de amor, que florecerá plenamente en aquella eternidad,
destinada a ser incluida en «aquel día y en aquella hora» del fin que el Padre celestial ha
establecido en su plan general de creación y de redención. En esta frase de Jesús
resplandece, por consiguiente, su humanidad real y no ficticia. La divinidad, en la que
participa como Hijo de Dios, se revelará, en cambio, en su resurrección y en su retorno
al Padre.

103
44. A quien tiene se la dará
«A quien tiene se le dará y se le dará en abundancia.
Pero a quien no tiene se le quitará también lo que tiene».
– Mateo 25,29

Es la segunda vez que Jesús pronuncia una frase semejante que resulta aparentemente
desconcertante: parecería casi justificar la acumulación capitalista que a menudo se hace
con aquel poco que es de muchas personas para enriquecer a un pequeño número de
privilegiados con una abundancia escandalosa. También la parábola que precede a esta
declaración parece ir en esta dirección. En efecto, en la escena encontramos algunos
administradores que poseen grandes cantidades de riqueza, confiadas a ellos para su
gestión: cinco o dos talentos, una cifra imponente vinculada a una cantidad de oro (el
talento oscilaba entre los 35 y los 26 kilos según la época).
Estos llegan a duplicar los bienes monetarios asignados. Pero hay otro
administrador que solo ha recibido un talento, y, al final, al no haber logrado duplicarlo
con inversiones, es privado también de esta cantidad. Es más, es asignada a aquel que
tenía ya diez talentos. Como habitualmente ocurre en las parábolas, Jesús recurre a una
imagen de la vida social para deducir un mensaje simbólico de índole religiosa o moral.
Para comprender esta transición, que amortigua el aspecto de provocación generado por
la primera impresión suscitada por las palabras de Cristo, es útil una sencilla explicación
léxica.
En nuestro lenguaje, precisamente apoyándose en la parábola de Jesús, el «talento»
se ha convertido en una metáfora de índole ética y espiritual: son los dones de
inteligencia, las capacidades de acción, la sensibilidad humana y los carismas personales.
El compromiso del discípulo –afirma Jesús– consiste en hacer prosperar esta dotación
espiritual para que crezca al servicio de la humanidad, y, por tanto, del Reino de Dios.
Quien, en cambio, no hace nada, guardando estos «talentos» para sí mismo, al final se
encuentra privado de lo que piensa ilusamente que posee.
De hecho, a diferencia de los bienes materiales, que pueden ser encerrados en un
cofre o en una caja fuerte, las dotes espirituales son realidades vivas que deben crecer
como semillas para dar fruto. Se comprende, entonces, la frase de Cristo: quien tiene

104
algunos «talentos» vitales interiores y los emplea con pasión, al final tendrá una
auténtica riqueza. Quien, en cambio, se deja llevar por la idea de estar dotado de un
«talento» y resulta ser un perezoso descomprometido, al final verá cómo «se le quita
también lo que tiene».
Decíamos que es la segunda vez que Mateo refiere esta frase. La primera se
encuentra en el discurso en parábolas (13,12), y en ella es clara la referencia al
«conocimiento de los misterios del Reino de los Cielos». Quien tiene una mente y un
corazón abiertos a la comprensión y a la adhesión a la verdad de Cristo, recibirá una
capacidad de conocimiento mucho mayor. Pero quien cierra su espíritu a este
conocimiento, hecho de inteligencia, de amor y de fe, perderá también lo que cree
poseer.
Según algunos exegetas, Jesús alude quizá también a otro aspecto. A quien tiene el
alma abierta y sensible a la posesión de la antigua alianza le llegará también la plenitud
de la nueva alianza ofrecida por Cristo. A las almas cerradas y perezosas se les quitará
también la primera alianza, es decir, a aquellos judíos que se manifiestan autosuficientes
e inertes ante el mensaje del Evangelio.

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45. El beso de Judas
«Judas se acercó a Jesús y le dijo:
“¡Salve, rabí!”. Y le dio un beso.
Jesús le dijo:
“Amigo, ¡para esto estás aquí!”».
– Mateo 26,49-50

En aquella noche oscura, en el huerto de los Olivos, llamado en arameo Getsemaní


(«prensa para las aceitunas»), se adelanta Judas, el discípulo con el sobrenombre de
«Iscariote», quizá «natural de Kariot», un pueblo meridional de Tierra Santa, o bien –
según las varias hipótesis interpretativas propuestas por los especialistas– una
deformación del término latino sicarius, con el que los romanos catalogaban a los
rebeldes contra su poder, o también ’ish-karya’, «hombre de la falsedad», quizá un
sobrenombre negativo asignado posteriormente. El célebre gesto del beso que da se ha
convertido en un emblema de la traición, y Jesús, según el Evangelio de Lucas,
reacciona con tristeza: «Judas, ¿con un beso traicionas al Hijo del hombre?» (22,48).
Mateo, en cambio, registra solo una reacción seca por parte de Cristo. En griego se
dice solamente: eph’ hò párei, que significa: «¡para esto estás aquí!», es decir, «haz lo
que has decidido hacer». Pero esta frase, semejante a una exhalación, es introducida por
un amargo hetaîre, «amigo». El evangelista, sin embargo, referirá un resultado
inesperado de ese gesto, a las pocas horas de este escueto diálogo entre el ex discípulo y
su maestro: Judas, en efecto, una vez que devuelve el precio de la traición, devorado por
el remordimiento, se ahorcará (Mt 27,5).
Quizá había experimentado una decepción interior con respecto al sueño de llegar a
ser el seguidor del Mesías político, liberador del poder opresivo del Imperio, y por eso
había cometido la traición, encontrándose finalmente, sin embargo, interiormente
conmocionado. Nosotros, ahora, nos hacemos una pregunta que refleja una dificultad de
tipo teológico. Si la traición estaba inscrita en el plan de Dios que implicaba la muerte
salvífica del Hijo, ¿qué responsabilidad podía recaer en quien tenía que llevarla a cabo?
¿No es tal vez cierto que Jesús había declarado que «ninguno [de los discípulos] se
perdería excepto el hijo de la perdición, para que se cumpliera la Escritura» (Jn 17,12)?

106
La cuestión es delicada. Por un lado, nos encontramos con la libertad eficaz de Dios
que actúa en la historia y en el mundo; por el otro, se encuentra la libertad de la persona
humana, de Judas en este caso. Esta segunda libertad había sido interferida en Judas por
Satanás, como había confirmado el mismo Jesús: «¿No os he elegido yo a vosotros, los
doce? Sin embargo, uno de vosotros es un diablo», leemos en el Evangelio de Juan
(6,70), y el mismo evangelista comenta que, al acabar la última cena con Jesús en el
cenáculo, «Satanás entró en Judas... el diablo ya le había puesto en el corazón el
propósito de traicionarlo» (Jn 13,27.2). Y añadirá que la razón de la traición era la
codicia por el dinero (Jn 12,4-6). La voluntad de Judas, por tanto, se había ejercido
libremente, cediendo a la tentación diabólica.
¿Cómo, en cambio, se manifiesta la libertad de Dios, que se expresa en la frase
«para que se cumpliera la Escritura», usada por Jesús para situar la traición en otro plan
superior? Esta fórmula quiere simplemente indicar que también la libertad humana, con
sus locuras e ignominias, puede insertarse en un plan divino superior. Judas opta
consciente y responsablemente por la traición adhiriéndose a Satanás, y Dios inserta esta
acción humana infame en su proyecto libre y eficaz de redención. Dios no es, por
consiguiente, pillado desprevenido por la elección del traidor; él la respeta y no la
impide, pero la reconduce al plan salvífico que se realizará precisamente con la muerte
de Cristo.

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46. «¡Caiga su sangre sobre nosotros!»
«Todo el pueblo exclamó:
“¡Que su sangre caiga sobre nosotros
y sobre nuestros hijos!”»
– Mateo 27,25

Una vasta bibliografía ha surgido en torno al doble juicio de Jesús, el celebrado ante el
tribunal supremo judío, el Sanedrín, y el posterior ante la sede imperial del gobernador
romano Poncio Pilato. Los Evangelios, en la redacción de aquellos eventos, reflejan
también el contexto histórico en el que vivía entonces la comunidad cristiana, con
evidentes tensiones con respecto al judaísmo del que procedía. Este aspecto específico es
perceptible en la redacción mateana de aquellos hechos: tiende a subrayar las
responsabilidades del Sanedrín y atenúa aquellas –decisivas para la sentencia final– del
procurador romano.
En este sentido, son significativos dos elementos evocados solo por este
evangelista: la intervención de la mujer de Pilato, «turbada en sueños a causa del hombre
justo» Jesús (Mt 27,19), y el lavatorio de manos, gesto en realidad bíblico, marcado por
una declaración de procurador: «Yo no soy responsable de esta sangre» (Mt 27,24). Se
explica, así, el acento trasladado al Sanedrín y al pueblo judío, como aparece en la frase
vehemente que hemos puesto bajo nuestra atención. Es evidente que, con ella, Mateo,
cuyo Evangelio estaba destinado a cristianos de origen judío, quiere ya subrayar
fuertemente la separación de la sinagoga y mostrar la apertura de la Iglesia hacia el
mundo pagano.
Por otra parte, sabemos que los Evangelios no son documentos historiográficos en
sentido estricto; aun fundamentándose en acontecimientos testimoniales y recuerdos
históricos, ofrecen una múltiple relectura teológica de la figura, de las vicisitudes y de
las palabras de Jesús de Nazaret. De hecho, son cuatro, y tienen en su origen autores y
situaciones diferentes. Desde el punto de vista historiográfico, resulta difícil ser drásticos
con respecto a las responsabilidades de la condena a muerte de Jesús. Ciertamente, la
pena de muerte fue impuesta solo por quien tenía el poder jurídico de emitir la sentencia,
es decir, el tribunal romano.

108
Pero no podemos ignorar que el Sanedrín había declarado culpable a Jesús no solo
por motivos religiosos (la blasfemia), sino también políticos (la rebelión contra el César),
para eliminar una figura problemática para la clase dirigente religiosa y política judía de
entonces. Se explica así la frase de la muchedumbre evocada por Mateo, según una
expresión bíblica tradicional para condenar un delito o una persona peligrosa, asumiendo
su responsabilidad (véase 2 Sm 1,16 y 3,29). Sin embargo, esto no puede en absoluto
autorizar –como lamentablemente ha ocurrido con el antisemitismo de matriz cristiana–
el uso de la frase mateana para sostener la absurda acusación de «deicidio» contra el
pueblo judío (y tampoco contra los romanos).
El Concilio Vaticano II fue claro y explícito cuando afirmó: «Aunque las
autoridades de los judíos con sus seguidores reclamaron la muerte de Cristo, sin
embargo, lo que en su Pasión se hizo, no puede ser imputado ni indistintamente a todos
los judíos que entonces vivían, ni a los judíos de hoy» (Nostra aetate, n. 4).
A esto se añade además el vínculo radical del cristianismo con Israel, afirmado por
el mismo Pablo en las apasionadas páginas de los capítulos 9-11 de la Carta a los
Romanos, o por la sugerente frase del Jesús joánico: «La salvación viene de los judíos»
(4,22).

109
47. Se oscureció
«A partir de la hora sexta se oscureció toda la tierra,
hasta la hora nona».
– Mateo 27,45

Mateo evoca toda una coreografía de sucesos espectaculares en torno a la muerte de


Jesús. Su finalidad es presentar el acontecimiento final de Cristo en su significado
profundo, «teofánico», es decir, revelador de la acción divina de salvación, punto de
llegada de una historia de anuncios ya ofrecidos por el Antiguo Testamento. El
evangelista reúne una serie de imágenes bíblicas para ilustrar el sentido auténtico y
profundo de la muerte de Cristo, que se produjo en aquella tarde primaveral del año 30.
Las señales introducidas por Mateo son tres.
La primera la comparte también con Marcos y Lucas: la rasgadura del «velo del
Templo», es decir, de aquella cortina de púrpura, escarlata y lino, que ocultaba el Santo
de los Santos, la sede del arca de la alianza y de la presencia de Dios en medio de su
pueblo. Es fácil intuir su significado: Dios ya no es misterioso e invisible, sino que es
visible en aquel hombre crucificado, hasta el punto de que el centurión y su escolta
exclaman: «¡Verdaderamente, este era Hijo de Dios!» (Mt 27,54).
La segunda señal «teofánica» es clásica en la Biblia, el terremoto acompañado por
un eclipse solar, un evento que en este caso no es documentable ni histórica ni
astronómicamente, pero cuyo sentido simbólico es evidente, porque, como sucede en el
Sinaí, «truenos, rayos, nube oscura» y «el monte que tiembla mucho» (Ex 19,16.18),
forman parte de la escenografía de la entrada de Dios en el horizonte de la historia
humana. De este modo, se quiere subrayar la trascendencia y la fuerza divina. El profeta
Amós, para describir «el día del Señor», es decir, su juicio sobre la historia humana, usa
una imagen afín: «En aquel día –oráculo del Señor Dios– haré ponerse el sol a la hora
tercia [mediodía] y oscureceré la tierra en pleno día» (Am 8,9).
Finalmente, la tercera señal, la más importante para explicar el significado último
de la muerte de Jesús: «los sepulcros se abrieron y muchos cuerpos de santos muertos
resucitaron. Y, saliendo de los sepulcros, después de su resurrección, entraron en la
ciudad santa y se aparecieron a muchos» (Mt 27,52-53). Es significativa la expresión

110
«después de su [de Jesús] resurrección»: la muerte y la resurrección de Cristo marcan el
inicio del triunfo sobre la muerte para la humanidad entera. Los miembros del pueblo de
Dios («los santos muertos») se unen a la victoria de Jesús sobre la muerte: sus tumbas se
abren, los cuerpos resucitados entran en la «ciudad santa», es decir, en la Jerusalén
nueva y perfecta, mientras que su «aparición» atestigua la realidad de la victoriosa
resurrección de Cristo que ha precedido a la de ellos.
En conclusión, la narración mateana de la muerte de Jesús no debe leerse como
crónica, sino en su densidad religiosa. Ciertamente, el evangelista ofrece muchos datos
históricos y espaciales sobre aquella muerte, pero quiere que sus lectores entiendan el
significado profundo, la unicidad absoluta, la dimensión teológica. Y lo hace recurriendo
a aquellas señales bíblicas del velo, de la tiniebla, de los sepulcros abiertos y de los
justos resucitados. Aquella muerte, en efecto, no es solo un evento histórico, sino que es
la entrada de la divinidad en la caducidad de la existencia humana para transformarla y
llevarla al abrazo con Dios y el Eterno.

111
48. Se postraron y dudaron
«Cuando vieron a Jesús, se postraron.
Pero ellos dudaron».
– Mateo 28,17

«Postrarse y dudar» es un binomio antitético, a primera vista, una especie de oxímoron,


aplicado a los Once apóstoles implicados en una cristofanía pascual, es decir, en una
solemne aparición de Cristo resucitado en un monte de Galilea apreciado por el Jesús
histórico y ya señalado por él. ¿Cómo se puede, de hecho, adorar –acto típico de la fe en
Dios– y al mismo tiempo dudar, vocablo de la incredulidad? Para obtener una
explicación satisfactoria, sin recurrir a atenuaciones (se cuenta también con la traducción
más bien forzada y menos autorizada por la gramática griega: «se postraron, ellos que
habían dudado»), es necesario reconsiderar brevemente la naturaleza de la experiencia
pascual.
Estamos, en efecto, ante un evento que tiene contornos verificables históricamente:
la tumba vacía, los lienzos abandonados, el testimonio de las mujeres (este último es un
dato real sin la menor duda, porque nunca se habría «inventado» un testimonio
femenino, inválido jurídicamente para el Próximo Oriente antiguo). Pero el núcleo
íntimo y profundo del evento trasciende la historia y resulta difícil formularlo, razón por
la que el Nuevo Testamento recurre a varias expresiones léxicas y descriptivas:
«resucitar-despertarse», «exaltar-levantarse», «glorificación», «vida eterna».
Bajo esta perspectiva se comprende que no es suficiente, aunque sea necesaria, la
mera verificación experimental y racional. Paradójico es al respecto el caso de María
Magdalena, que confunde a Cristo resucitado con el guardián del jardín funerario donde
había sido depositado el cadáver de Jesús. Solo lo reconoce cuando es llamada por su
nombre, en una especie de nueva vocación, que enciende en la Magdalena los ojos del
alma (Jn 20,11-18). Por consiguiente, el episodio de la muerte de Cristo se explica
plenamente con la experiencia de fe, como también su desarrollo pascual.
Intuimos, así, que el encuentro de los Once con el Resucitado –a quien habían
conocido bien durante su existencia terrenal– sea acompañado con la duda. La fe no
excluye la oscuridad, el esfuerzo de la búsqueda, la incertidumbre, la vacilación. Por eso,

112
ellos se postran ante el maestro, pero su fe conserva aún la duda. Será justo Cristo mismo
quien la quitará con las palabras solemnes que les dirigirá y con la misión a la que los
destinará. A sus ojos, entonces, se aparece en su nuevo estatus de Pantokrator, es decir,
de Señor omnipotente de la Iglesia, de la humanidad, del tiempo y del espacio: «Se me
ha dado todo poder en el cielo y en la tierra. Id, pues, y haced discípulos a todos los
pueblos...» (Mt 28,18-19).
Solo después de esta revelación del Resucitado podremos transformar el extraño
binomio inicial en un normal «se postraron y creyeron». Algo así como les había pasado
a los discípulos de Emaús, cuyos «ojos eran incapaces de reconocer» a Jesús que
caminaba con ellos; pero, cuando parte el pan en casa, «sus ojos se abrieron y lo
reconocieron» (Lc 24,16.31).

113
Segunda parte:
EVANGELIO DE MARCOS

Aunque envuelto por la aureola de Pedro, el Evangelio de Marcos –considerado por los
especialistas como el primero de los cuatro desde el punto de vista cronológico– no gozó
durante siglos de gran popularidad, puesto que fue superado con creces por el de Mateo,
del que se creía que era una especie de resumen. Solo en una época más reciente ha sido
objeto este escrito de un gran interés, porque fue considerado como la expresión
significativa de la primera predicación de la Iglesia, dirigida a cristianos de origen
pagano (muchos han pensado en los habitantes de Roma, pero no hay elementos
decisivos para afirmarlo).
La pregunta a la que el evangelista quiere responder no es solo «¿Quién es Jesús?»,
sino también «¿Por qué quiso ser un Mesías oculto?». En efecto, en repetidas ocasiones,
encontramos una penumbra en el retrato que Marcos hace de Jesús: ante los demonios
que lo reconocen como Hijo de Dios, ante los beneficiarios de los milagros que lo
querrían aclamar Mesías y Salvador, Jesús contrapone lo que ha sido definido «el secreto
mesiánico». En realidad, solo quiere revelar progresivamente el misterio de su persona y
en particular el camino de la cruz como el que conduce a la revelación plena. En la cruz,
efectivamente, es donde Jesús debe ser reconocido como Mesías y Salvador.
Podríamos, por eso, leer especialmente este Evangelio como un itinerario que
comprende varias etapas, en las que se mezcla oscuridad y luz, distribuidas en dos
grandes momentos. El primero se encuentra en los capítulos 1–8, y tiene su cima en la
escena de Cesarea de Filipo, donde Pedro reconoce a Jesús como «Cristo», palabra
griega que traduce le hebrea «Mesías» (Mc 8,27-29). De esta cima debe procederse hacia
otra más alta que se encuentra en el segundo movimiento del Evangelio, desde el
capítulo 8 hasta el final, donde se nos descubre el verdadero secreto de Jesús de Nazaret.

114
Mediante un «camino» evocado a menudo (8,27; 9,33-34; 10,17.32.46.52), a través
de los tres anuncios que hace Jesús sobre su destino de muerte y de gloria (8,31; 9,31;
10,32-34), y con el seguimiento de los pasos de Cristo (8,34; 10,21.28.32.52), llegamos a
la colina de la crucifixión y es allí, con las palabras del centurión romano, donde se
revela el misterio último de Jesús: aquel hombre muerto en cruz es el Hijo de Dios
(15,39). La resurrección es el sello divino que presenta a la Iglesia y al mundo a Jesús de
Nazaret en su identidad de Señor y Salvador. El Evangelio de Marcos, el más breve de
los cuatro (11.229 palabras griegas), es, por consiguiente, una obra original, escrita con
estilo escueto y destinada al anuncio de «Jesucristo, Hijo de Dios» (1,1).

115
1. Un endemoniado en la sinagoga
«Había en la sinagoga un hombre
poseído por un espíritu impuro.
Comenzó a gritar: “¿Qué quieres de nosotros, Jesús Nazareno?...
Yo sé quién eres: ¡El Santo de Dios!”»
– Marcos 1,23-24

Nos hallamos en la denominada «jornada de Cafarnaún»: en el curso de un día y en el


espacio de esta ciudad, que se asoma al lago de Tiberíades, Jesús realiza una serie de
milagros (Mc 1,21-39). Uno de estos se desarrolla en la sinagoga local (aquella que Juan
usó de fondo para el célebre discurso de Jesús sobre el «pan de vida»): de repente, una
persona se levanta en la asamblea, mientras Jesús está enseñando con gran autoridad, y
se le enfrenta interpelándole con gran vehemencia (Mc 1,21-26). ¿Quién se apodera de
este hombre aparentemente normal, haciendo de él un adversario de Cristo?
En él actúa una inesperada presencia específica, suscitada por la presencia paralela
de Jesús. Es una presencia vital y personal que habla con Cristo, reconociéndolo
paradójicamente como «Santo de Dios», revelándose, por consiguiente, como una figura
dotada de cualidades trascendentes. Por eso podemos decir que asistimos a una epifanía
de Satanás, que sabe que su adversario es Dios mismo, presente y activo en Jesucristo.
No podemos reducir el evento a una curación de una enfermedad grave, como la
demencia (Mc 5,1-20) o la epilepsia (Mc 9,14-29), casos que enseguida abordaremos y
que los evangelistas presentan como posesiones diabólicas.
Sabemos, en efecto, que en el Próximo Oriente antiguo se tendía a poner bajo el
estandarte de lo demoniaco todo lo negativo de la historia: las enfermedades físicas, las
perturbaciones psíquicas, las influencias sociales nefastas, el pecado personal, el mal en
general. Aquí, en cambio, nos encontramos con una presencia personal específica; se
produce el encuentro con un ser misterioso que se levanta contra Cristo declarándose
adversario suyo; Cristo entabla un duelo con él que se resuelve con un mandato eficaz y
salvador: «¡Sal de este hombre!». Y, al final, el alarido que se oye representa el grito de
derrota de Satanás. La salvación no procede de fórmulas o gestos esotéricos, de filtros o
pociones mágicas, sino solamente de una orden autoritativa y eficaz de Cristo.

116
En el centro de este relato no se encuentra, por consiguiente, el «espíritu impuro»,
el diablo, sino Cristo liberador del mal. El cristianismo rechaza toda forma de dualismo
que vea como árbitros de la historia y de la existencia dos divinidades antitéticas: el
demonio no es el principio del mal que combate el principio del bien. Satanás (el
«adversario» en hebreo) es inferior a Dios y por él es controlado y dominado. Por
consiguiente, aun cuando su presencia no debe gozar de tanta importancia, el diablo («el
que divide», en griego) es un ser personal que actúa con fuerza. Ciertamente, el uso del
término «persona» es un tanto impropio en su caso, porque se trata de un concepto
positivo, usado también para referirse a Dios (por ejemplo, las tres «personas» de la
Trinidad).
Satanás es, en cambio, la antítesis de Dios, en el que el ser persona es plenitud
absoluta; es la antítesis también del hombre, cuya persona debería ser signo de
intimidad, de donación, de amor. El escritor francés agnóstico André Gide, aludiendo a
la definición de Dios presente en el libro del Éxodo (3,14; «Yo soy aquel que soy»),
escribía: «Si el diablo pudiera, diría: “Yo soy el que no soy”». Y, curiosamente, concluía
el mismo autor diciendo: «No creo en el diablo; pero esto es precisamente lo que el
diablo espera: que no se crea en él». Giovanni Papini recogerá este pensamiento cuando
decía que «la última astucia del diablo fue propagar la noticia de su muerte».

117
2. ¿Un error del evangelista?
«Bajo el sumo sacerdote Abiatar,
David entró en la casa de Dios
y comió los panes de la ofrenda,
lícitos como comida solo a los sacerdotes».
– Marcos 2,26

En este pasaje de su Evangelio sorprendemos a Marcos en un error bíblico: esta es la


clara impresión que tiene un atento conocedor de las Sagradas Escrituras. El evangelista
está narrando un episodio con connotaciones polémicas, conocido también por Mateo
(12,1-8) y Lucas (6,1-5), que, sin embargo, evitan el error al no entrar en detalles. Jesús
es criticado porque sus discípulos violan el descanso sabático: estos, en efecto, recogen
espigas mientras atraviesan un campo, realizando un acto ilícito en día de sábado, según
las minuciosas prescripciones de la legislación judía.
Jesús los defiende recurriendo a la Biblia y a un suceso que tiene como protagonista
a un David guerrillero, que se esconde con sus compañeros, perseguido por el ejército
del rey Saúl (1 Sm 21,2-7). Llega al santuario de Nob, un suburbio de la actual Jerusalén,
que entonces era un pueblo situado en el lado oriental del monte Scopus. Si atendemos al
relato bíblico, el sacerdote que acoge a David y sus amigos y les concede comer los
panes sagrados, reservados solamente para los sacerdotes, derogando así una norma
sagrada, es Ajimélec, sucesor de Elí, el sacerdote que estuvo en el origen de la vocación
del profeta Samuel.
El episodio es perfectamente idóneo para demostrar que, ante una necesidad real y
grave como el hambre, es lícito crear una excepción y superar una prescripción legal.
Evidente se trata de un error de Marcos, que, en cambio, pone en escena a Abiatar (o
Ebiatar). Este, en realidad, era el hijo de Ajimélec, un personaje más famoso que el
padre, porque, cuando David llega al poder, lo agregará a su consejo de ministros, en
representación de la clase sacerdotal conjuntamente con Sadoc (2 Sm 20,25). Para
complicar las cosas encontramos otro pasaje bíblico (2 Sm 8,17) en el que se afirma que
también el padre de Ajimélec se llamaba Ebiatar (o Abiatar). Sin embargo, podría ocurrir
que este pasaje se confundiera, manteniendo a Abiatar como padre en lugar de como hijo
de Ajimélec.

118
Se podría preguntar ¿pero todo esto a quién le interesa, salvo a los especialistas? En
realidad, también es un medio para mostrar la calidad última de los Evangelios y de toda
la Biblia. Su material histórico es indiscutiblemente valioso para todo análisis
historiográfico. Pero la finalidad por la que uno se refiere a ella y la analiza es diversa:
en los datos históricos se busca discernir el sentido trascendente, es decir, identificar la
acción de Dios en la trama a menudo compleja y atormentada de las vicisitudes
humanas. Se comprenden, por tanto, las simplificaciones e incluso los errores o las libres
reconstrucciones de los autores sagrados, que tienen como programa propio describir la
historia de la salvación y no una historia fenoménica.
Para terminar, no debe olvidarse que los evangelistas recogen a menudo tradiciones
orales previas de diversa calidad, y, por consiguiente, pueden manifestar diferencias
entre sí, como en nuestro caso y en tantos otros que hemos tenido ocasión de señalar y
que presentaremos posteriormente. Se muestra, así, cómo los Evangelios son semejantes
a un río con múltiples afluentes, cuya agua, no obstante, es sustancialmente límpida, aun
arrastrando consigo las señales de la historia y, por consiguiente, de la encarnación.

119
3. Un Jesús secreto
«Los espíritus impuros... gritaban: “¡Tú eres el Hijo de Dios!”
Pero él les imponía severamente que no revelaran su identidad».
– Marcos 3,11-12

Hemos elegido uno de entre los numerosos pasajes del Evangelio de Marcos en los que
Jesús, sorprendentemente, exige el silencio después de haber curado a un enfermo o a
una persona atormentada por una posesión diabólica (1,44; 5,43; 7,36; 8,26), o bien les
exige este mismo secreto a los «espíritus impuros», es decir, en el lenguaje de Marcos, a
los demonios (1,25.34; 3,12), e incluso a los apóstoles (8,30; 9,9). ¿Por qué esta
oposición a difundir la buena nueva de la salvación ofrecida a tantas personas sufrientes?
Digamos entre paréntesis, como ya hemos tenido ocasión de comentar, que en la
cultura de la época algunos síndromes eran catalogados bajo la categoría de posesión
demoniaca, mientras que en realidad eran simples enfermedades. Esta idea surgía
también del hecho de que, en la concepción antigua, vinculada a la doctrina de la
retribución, se consideraba que a todo pecado le correspondía un castigo, y, por tanto,
una enfermedad (pensemos sobre todo en la lepra) era interpretada como la consecuencia
de una culpa grave y de la presencia de Satanás, y, precisamente por eso, era castigada
con el sufrimiento físico.
Pero retornemos a la pregunta de partida: ¿por qué toda esa reticencia de Cristo a
señalar el bien? ¿No es quizá verdad que nos lamentamos porque en nuestros días las
buenas acciones no son noticia en los medios de comunicación? La respuesta está
implícita en la fórmula que los especialistas han adoptado hace tiempo para definir esta
reserva del Jesús marcano: «el secreto mesiánico». Todo gira en torno al adjetivo
«mesiánico». En efecto, en aquel período histórico predominaba una concepción
nacionalista, política y hasta militar del Mesías: él sería el liberador de Israel del poder
romano, manifestándose con hechos extraordinarios, sensacionales y «promotores» de la
causa judía.
Jesús se opone a esta visión, que contaminaría el sentido profundo de sus obras y de
su mensaje. Con su capacidad para atraer a las muchedumbres, de ofrecerles su salud y
esperanza, era fácil que se consumara un equívoco. De salvador se habría transformado

120
en un político con éxito. De hecho, después de la multiplicación de los panes, la
muchedumbre lo aclama y él, «sabiendo que venían para hacerle rey, se retiró al monte,
totalmente solo» (Jn 6,15). Una actitud completamente diferente tendrá con quienes
vivían fuera de Israel, como en el caso del «endemoniado» geraseno extranjero al que
dirá: «Ve a tu casa, con los tuyos, y anúnciales lo que te ha hecho el Señor» (Mc 5,19).
Una última observación. Algunos exegetas han sostenido que –debido a la ausencia
(o casi) del dato de la discreción o reserva en Mateo y Lucas– la consigna del «secreto
mesiánico» es una tesis introducida por Marcos en su escrito. En realidad, justo por
cuanto está documentado sobre la efervescencia mesiánica de entonces, mencionada por
nosotros anteriormente, y sobre los pertinentes equívocos nacionalistas, nos
encontramos, en cambio, casi ciertamente, ante una actitud auténtica del Jesús histórico.

121
4. «Para que no se conviertan»
«Para quienes están fuera
todo acontece en parábolas
para que miren, sí, pero no vean,
escuchen, sí, pero no comprendan».
– Marcos 4,11-12

«... para que no se conviertan y sean perdonados!»: concluye con esta oscura cláusula la
frase que Jesús pronuncia en el Evangelio de Marcos con respecto a la función de las
parábolas que está contando. Paradójica es precisamente esta definición de la finalidad
de las parábolas, expresada con «para que», que indica justamente una meta que
alcanzar. ¿Ha elegido Jesús el uso del lenguaje parabólico, que es también su modo de
enseñar más común, para ofuscar la mente y el corazón de su auditorio e impedirle la
conversión («de modo que no se conviertan») y el correspondiente perdón de los
pecados («y sean perdonados»)? La frase, en verdad, se basa en una cita libre del profeta
Isaías, que, en el día de su vocación, había recibido esta advertencia: «Embota el corazón
de ese pueblo, endurece su oído, ciega sus ojos: que sus ojos no vean, que sus oídos no
oigan, que su corazón no entienda, que no se convierta y sane» (Is 6,10).
Debemos partir de esta cita para comprender las duras palabras de Cristo que
parecerían contradecir la finalidad salvífica de su predicación. Es claro el contenido de la
llamada dirigida a Isaías: él se encontrará con el rechazo de los israelitas, un fenómeno
bien conocido por los profetas. Pues bien, esos imperativos son en realidad equivalentes
a indicativos: se adopta esta forma para mostrar cuál será el resultado de la predicación
profética, que Dios no quiere, pero que ya percibe y está inserta en su plan de salvación.
Este proyecto salvífico, sin embargo, seguirá igual y se realizará juzgando el pecado y el
endurecimiento del corazón, y salvando a quien se convierta y haga el bien.
El imperativo no es, por consiguiente, una invitación a actuar en esa línea negativa,
sino un modo de representar de forma eficaz que ni siquiera el mal escapa al plan divino,
que no existe una divinidad negativa que se opone al único Señor, como enseñaba el
dualismo religioso (dios del bien contra el dios del mal), que la libertad humana, con sus
elecciones perversas, no es desconocida por el Creador y no frustra su voluntad de
salvación. En el mismo libro de Isaías se llega al punto de poner también el mal bajo el

122
mandato divino: «Soy yo quien formo la luz y creo las tinieblas, hago el bien y provoco
el mal» (Is 45,7). Con esta frase tan terrible se quiere solamente recordar que nada
escapa a la omnipotencia del Señor; también el mal y el pecado pueden ser encajados en
su gran plan sobre el ser y el existir.
Jesús cita, por tanto, esta importante tesis formulada en el escrito isaiano, y la
«finalidad» («para que...») es de tipo escriturístico, es decir, equivale a la expresión
tradicional «para que se cumpla la Escritura que dice...»). El evangelista comparte con
Jesús (que remite a Isaías) el contenido: las parábolas, que deberían ser un ejemplo
luminoso de revelación, devienen un elemento de obstinación contra Cristo. Ahora bien,
esto no debe impresionar, porque Dios –que sabe también sacar un bien del mal– seguirá
llevando a cabo el establecimiento de su reino. Hemos tenido ya la ocasión de ver cómo
Mateo relee esta frase de Isaías y de Jesús sustituyendo la frase final («para que...») por
una causal más inmediata y clara («porque...»). El mensaje en parábolas de Jesús no es
acogido «porque el corazón de este pueblo se ha hecho insensible, se han hecho duros de
oídos, han cerrado los ojos...» (Mt 13,15).

123
5. ¿Endemoniado o loco?
«Moraba entre las tumbas
y nadie conseguía atarlo,
ni con cadenas...
rompía las cadenas y reventaba los grillos
y nadie lograba dominarlo».
– Marcos 5,3-4

Nos hallamos –según el relato de Marcos (5,1-20)– en la costa oriental del lago de
Tiberíades «en la región de los gerasenos» (Mateo –8,28-34– habla, en cambio, de
Gadara, al sudeste del mismo lago). Estamos en la Decápolis, el área con predominio
pagano, y, por consiguiente, «impura». Y vemos cómo emerge esta figura terrible, una
especia de monstruo que vive en una necrópolis, entre los muertos, o en los montes
desérticos de los altos del Golán. Aparece, así, otro signo de «impureza» y negatividad,
la muerte y el desierto. Cuando Jesús interpela al «espíritu impuro» que se apodera de
este hombre, este responde: «Me llamo Legión», otro elemento negativo, porque remite
a la opresión romana y a su ejército. Pero aquí no acaba todo. Cuando Jesús decide
liberar a este hombre de los «espíritus impuros», estos piden y consiguen entrar en una
piara de cerdos, típicos animales «impuros» para la tradición judía. En ese instante, toda
la piara «se precipita por el barranco hasta el mar, ahogándose en él uno tras otros». El
mar (en este caso el lago: el lenguaje bíblico denomina con un solo término las grandes
extensiones de agua) es el símbolo del caos y del mal. La secuencia negativa que dirige
el hilo del relato es, por consiguiente, impresionante: Decápolis, paganos, sepulcros,
montes desérticos, espíritus inmundos/impuros, Legión, cerdos y mar.
Parece que estamos en presencia de una especie de compendio del mal del mundo,
de lo demoniaco que envenena la historia, pero también de la idolatría, porque Isaías
describe a los idólatras así: «habitan en los sepulcros, pasan la noche en antros, comen
carne de cerdo y alimentos impuros... queman incienso sobre los montes y sobre las
colinas insultan al Señor» (Is 65,4.7). ¿Qué significado cabe atribuir a esta narración,
tanto en su realidad histórica como en su sentido ejemplar? Ante todo, el retrato,
ofrecido por el evangelista, de aquel desdichado lo describe como un loco furioso: no se
le puede atar porque reacciona brutalmente, se autolesiona pegándose con piedras, grita

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de un modo incomprensible día y noche. Una vez sanado por Jesús es, en cambio,
presentado «sentado, vestido y sano de mente» (Mc 5,15).
Hasta aquí por cuanto concierne al evento histórico, es decir, la curación de un
enfermo mental, al igual que Jesús sanará a un joven epiléptico, al bajar del monte de la
transfiguración (Mc 9,14-29). Pero ¿cuál es el valor ulterior que el evangelista atribuye a
este hecho? La respuesta debe tener en cuenta todos los elementos negativos que hemos
señalado anteriormente y la antigua convicción de Israel, según la cual los síndromes
más graves presuponían una culpa personal o una posesión demoniaca. El episodio se
convierte, entonces, en una narración ejemplar que celebra la victoria de Cristo sobre el
mal en todas sus formas: él es, en efecto, reconocido como «Hijo del Dios Altísimo»
(Mc 5,7), el que triunfa sobre las fuerzas oscuras, físicas o morales, que atormentan la
historia humana.

125
6. ¿Un duplicado evangélico?
«Y recogieron las sobras,
doce canastos llenos de pan
y cuanto quedaba de los peces».
– Marcos 6,43

Bien es verdad que, para muchos hombres y mujeres de nuestro tiempo, el milagro tout
court es piedra de tropiezo en la lectura de los Evangelios. Escribía provocadoramente el
teólogo de origen belga Louis Évely: «Nuestros antepasados creían a causa de los
milagros; nosotros, en cambio, creemos a pesar de ellos». No queremos afrontar ahora
un tema que exigiría un larga y compleja argumentación a nivel histórico, científico y
teológico. Nos contentaremos por abordar una cuestión menor vinculada, no obstante, a
un evento prodigioso realizado por Jesús, a saber, la multiplicación de los panes.
Puede resultarle problemático a un lector algo crítico el hecho de que, en el
Evangelio de Marcos, después del relato de este milagro (6,34-44), se avance un par de
capítulos para encontrarse inmediatamente después con una nueva narración de
multiplicación de panes que parece un duplicado de la primera (8,1-10). Efectivamente,
es posible que en la Sagrada Escritura se dupliquen episodios o simplemente se unan
redacciones diversas del mismo suceso: el caso más evidente lo encontramos al
comienzo de la misma Biblia, donde se presentan dos textos diferentes, aunque
paralelos, de la creación, el primero en el capítulo 1 (que es el más reciente
cronológicamente) y el segundo en los capítulos 2–3.
En nuestro ejemplo, sin embargo, los dos relatos revelan coordenadas y elementos
que podrían justificar la presencia de dos hechos distintos. Después de todo, Jesús
realizó, por ejemplo, múltiples curaciones de ciegos o de paralíticos y leprosos. La razón
principal que se decanta por el duplicado del evento es que la segunda multiplicación, a
diferencia de la primera, que tiene por destinataria a una muchedumbre de judíos, se
realiza a favor de personas paganas, en un ambiente bastante diferente.
Nos encontramos, efectivamente, «en pleno territorio de la Decápolis» (Mc 7,31),
una región –como indica el topónimo– formada por diez centros helenísticos al noreste
del Jordán. Es más, esta es la etapa de una gira misionera de Jesús fuera de las fronteras
de Israel hasta llegar a Sidón, en el Líbano actual, un itinerario que termina en la

126
desconocida Dalmanuta (Mc 8,10). Es curioso notar que, en su viaje por Fenicia, Jesús
había reaccionado bruscamente ante una mujer de aquel territorio, que le pedía curar a su
hija, con las siguientes palabras: «No está bien echar el pan de los hijos a los perritos»,
una corrosiva metáfora judía para referirse a los paganos. Pero la mujer había replicado:
«También los perritos comen las migajas de los hijos» (Mt 7,27-28).
Así pues, ahora se cumpliría precisamente esta expectativa, pero no con migajas,
sino con la admisión plena a la mesa también de los paganos. Es probable también que,
según el estilo bíblico con su preferencia por los símbolos, los siete panes y los siente
canastos recogidos (en la primera multiplicación eran, en cambio, cinco panes y doce
canastos, como las tribus de Israel y los apóstoles) remitan a las «siete naciones de la
tierra de Canaán» (Hch 13,19), es decir, a los autóctonos paganos de Tierra Santa, o bien
a los siete diáconos helenísticos dedicados al servicio de las viudas cristianas de lengua
griega (Hch 6,1-6). En conclusión, los dos relatos de la multiplicación de los panes no
son un duplicado redaccional, sino un doble evento destinado a un público diferente.

127
7. Cinco mil hombres
«Todos comieron y se saciaron ...
Los que habían comido los panes eran cinco mil hombres».
– Marcos 6,44

Esta vez afrontamos una cuestión que podrá parecer secundaria. Nos interesamos por los
números con respecto a los que el mundo semítico (pero no solo) no se relaciona con
criterios solo cuantitativos, como sucede ahora entre nosotros, sino sobre todo con
criterios cualitativos. Incluso quien no está muy familiarizado con la Biblia sabe que
números como 3 o 7 y 12 o 40 tienen a menudo un sentido simbólico y son signos de
plenitud o perfección. En este sentido resulta emblemático el Apocalipsis: entre
cardinales, ordinales y fraccionales, nos ofrece 283 cifras. Y toda la gente recuerda y cita
el pasaje en el que se afirma que «el número de la bestia es 666» (13,18), que es múltiplo
del 6 y suma de sus múltiplos (600 + 60 + 6): equivale al 7 «decapitado» (-1) o al 12
«reducido a la mitad». Digamos también que, según la antigua ciencia de la «gematría»,
para la que las letras del alfabeto tienen un valor numérico, ese 666 puede ser la
transcripción «cifrada» del nombre «Nerón César» en hebreo, NRWN QSR: N 50 + R
200 + W 6 + N 50 + Q 100 + S 60 + R 200 = 666.
Pero atengámonos ahora al ejemplo propuesto con la indicación de los beneficiarios
de la primera multiplicación de los panes según Marcos: 5.000 hombres; en el pasaje
paralelo Mateo añade: «sin contar las mujeres y los niños» (14,21). En la segunda
multiplicación Marcos reduce el público a 4.000 hombres (8,9), un dato confirmado
también por Mateo (15,38), siempre con la especificación relativa a mujeres y niños, que
en el Próximo Oriente antiguo no eran un sujeto jurídico en sentido estricto, y, por
consiguiente, no entraban en el cómputo. Cierta perplejidad espontánea surge sobre este
gran gentío, teniendo en cuenta que Galilea era una región limitada y Jesús se detenía a
hablar en pequeñas ensenadas del lago de Tiberíades o en llanuras muy angostas con
grupos locales bastante reducidos. Además, el evangelista habla de una subdivisión «en
grupos de 100 y 50» personas (Mc 6,40).
Efectivamente, hay que percatarse de que el número 1000 era a menudo adoptado
para designar simplemente una gran cantidad difícil de contar, o bien adquiría el valor

128
simbólico de la inmensidad e incluso de la infinitud: Dios, por ejemplo, perdona y ama
por «mil generaciones» (Ex 34,7). Se trataría, entonces, solamente de la indicación de 4
o 5 grupos de personas. Además, resulta curioso notar que el número 1000 se dice en
hebreo ’elef, un término que también significa «buey», que podría ser la unidad de
medida de comida para un grupo de tipo clan o familiar extendido, como lo era entonces
la familia patriarcal.
Ciertamente, en algunos casos encontramos números reales o al menos vinculados a
datos documentados, como sucede en los censos de Israel en el desierto que abren el
libro de los Números (caps. 1–4): estos, en realidad, reflejan cifras del período en el que
pueblo hebreo se encontraba ya en la tierra prometida, con probables retoques
simbólicos, sobre todo cuando se habla de los «millares de Israel» (Nm 1,16; 10,4; Jos
22,14.21.30), una designación reservada para los diversos clanes. Reales son en buena
parte los datos numéricos incluidos en Esdras 2 (retomados en Nehemías 7,6-72) con
respecto a los repatriados desde Babilonia. No obstante, es indiscutible que la
transmisión misma de semejantes datos, en los varios códigos bíblicos, llegados a
nosotros, ha experimentado a menudo variaciones e incertidumbres.
En todo caso, queda clara la prioridad simbólica de algunas cifras: por ejemplo, el
caso ya comentado –en el relato de la multiplicación de los panes– de los canastos
recogidos, 12 en el primer caso, como los doce apóstoles o las tribus judías, y 7 en el
segundo, como las naciones de la tierra de Canaán (Hch 13,19) o los siete «diáconos» de
la solidaridad jerosolimitana (Hch 6,1-6). Además, la saciedad y la abundancia son
típicas del banquete mesiánico.

129
8. «¡Es korbán!»
«Si uno declara al padre o a la madre:
“¡Es korbán!”, es decir, ofrenda a Dios,
no les permitís hacer ya nada por el padre o la madre».
– Marcos 7,11-12

Esta frase enigmática está inserta dentro de una polémica que Jesús mantiene con
algunos fariseos y escribas que llegan a Galilea desde Jerusalén para verificar y censurar
la enseñanza y el comportamiento del rabí de Nazaret. Las críticas no faltan: por
ejemplo, los discípulos de Jesús no observan las normas de pureza ritual sancionada por
la tradición judía. Cristo reacciona acusando de hipocresía a sus críticos mediante un
caso concreto, a saber, el del korbán, término arameo que remite a la «ofrenda» sagrada
destinada al Templo por un fiel.
El procedimiento era sencillo: cuando un judío declaraba formalmente que una
suma de dinero u otro bien era korbán, es decir, consagrado para el Templo, esa cantidad
o esa realidad no estaba ya disponible para otras finalidades, según cuanto afirmaba una
prescripción de la tradición judía presente en la Misná. La Misná era una colección de
normas e indicaciones que regulaban la praxis de los fieles judíos, primero transmitidas
oralmente y posteriormente codificadas en un texto por rabí Jehuda ha-Nasîque organizó
en los siglos II-III d.C. el material en 6 «órdenes» (seder) y 63 tratados.
Jesús presenta una escandalosa aplicación de esta norma específica. Si un judío
quiere sustraerse a la obligación de mantener a sus padres ancianos, puede decidir asumir
un cierta suma o un bien valioso y declararlo korbán para el Templo, de modo que no
podría disponer de ellos para sus padres y estaría libre de la obligación filial.
Obviamente, el compromiso al que se sustraía era mayor, por lo que obtenía un
beneficio. Es más, con frecuencia este voto era solo formal, y, por tanto, ficticio, y no
implicaba una donación real, sino que era solamente un medio extrínseco para evadir la
obligación moral.
Los maestros, escribas y doctores de la Ley, eran conscientes de la inmoralidad de
este comportamiento, pero consideraban válida la praxis. Jesús, en cambio, denuncia su
perversión religiosa y ética. De hecho, recurre al núcleo de la Biblia, rasgando el velo
hipócrita de la casuística, y proclama la primacía del mandamiento del decálogo:

130
«Honrarás a tu padre y a tu madre» (Ex 20,12), y este «honrar» implicaba un
compromiso activo de respeto, de cuidado y de apoyo de la vida familiar (léase sobre el
tema el intenso párrafo de Eclo 3,1-16).
La conclusión que Cristo aporta a su polémica es de índole general y revela una
actitud fundamental de la verdadera religiosidad: «De este modo, anuláis la palabra de
Dios con la tradición que habéis transmitido vosotros» (Mc 7,13). A la palabra divina se
le impone una norma humana, un mandamiento moral se sustituye por un precepto legal,
y en la transparencia de la espiritualidad bíblica se introduce la mezquindad del interés
privado, aunque justificado con autorizaciones oficiales. Retorna también en este evento
de la vida de Jesús la inspiración de la fe profética, que impedía al legalismo y al
ritualismo asfixiar el alma profunda de la religión bíblica. La interioridad de la
conciencia y el compromiso de justicia y caridad deben tener siempre la primacía sobre
los reglamentos y sobre los códigos sagrados y sociales.

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9. Los árboles que caminan
«Él, levantando los ojos, decía:
“Veo a la gente, porque veo como unos árboles que caminan”».
– Marcos 8,24

Ambientado en Betsaida («casa de los pescadores», en hebreo), la patria chica de los


apóstoles Pedro, Andrés y Felipe, un pueblo situado junto al lago de Tiberíades, este
milagro más bien sorprendente sitúa en la escena a un Jesús que no logra curar a un
ciego sino mediante dos intervenciones sucesivas. Solo Marcos nos narra este episodio,
de carácter histórico y simbólico al mismo tiempo. Histórico, porque nunca se habría
inventado un acto milagroso que muestra a un Jesús incapaz de curar inmediatamente,
sino que se ve obligado a repetir la acción sobre el enfermo. Simbólico, por la tipología
del paciente y el contexto que asigna al evento un probable significado ulterior.
Comenzamos con la experiencia concreta. Según la convicción tradicional que
atribuía a la saliva un poder terapéutico, Jesús aplica la suya a los ojos de un ciego, como
hará en Jerusalén en un caso congénito análogo (Jn 9,6). Impone después las manos
sobre el enfermo y espera el resultado, que, sin embargo, es más bien imprevisto: el
ciego comienza a ver, pero confiesa que percibe las figuras humanas de manera confusa,
como si fueran árboles en movimiento. Entonces, Cristo repite la imposición de manos
«y él vio claramente, se curó y desde lejos veía todo con nitidez» (Mc 8,25). Sigue la
advertencia, frecuente en el Evangelio de Marcos, de que no haga publicidad alguna de
lo acontecido: «Ni siquiera entres en el pueblo», le exige Jesús al hombre que ha
recuperado la vista (Mc 8,26).
Expresión de la humanidad de Cristo, que se vincula a las tradiciones sanadoras
populares y que revela incluso una dificultad operativa, este relato está cubierto, no
obstante, por un velo simbólico sugerente. Ante todo, por el síndrome en cuestión, la
ceguera. Ciertamente, el fenómeno era en sí físico, derivado también de infecciones
oculares purulentas provocadas o agravadas por la fuerza del sol, por la suciedad y por el
polvo levantado por el viento. Esto explica la multiplicidad de las curaciones evangélicas
de ciegos (Mt 9,27-31; 20,29-34; Mc 10,46-52; Lc 18,35-43; Jn 9,1-7).

132
Pero es fácil intuir que, al ser la luz un símbolo de Dios (1 Jn 1,5) y de Cristo (Jn
8,12), la liberación de la ceguera adquiere un sentido más profundo, mesiánico; de
hecho, el mismo Jesús, en su discurso programático en la sinagoga de Nazaret, no duda
en atribuirse el pasaje isaiano según el cual su misión incluía también devolver «la vista
a los ciegos» (Lc 4,18), un compromiso que corroborará como propio y específico a los
discípulos del Bautista que se presentan para interrogarle como Mesías (Mt 11,5).
El episodio del ciego de Betsaida –por el contexto en el que se encuentra,
inmediatamente después de la confesión de Pedro, que proclama a Jesús como el Cristo,
pero que registra también las incertidumbres de la muchedumbre que lo confunde con el
Bautista o Elías o con un profeta vuelto a la vida– podrían también incluir una alusión a
la dificultad del «ver» de la fe. Esta puede pasar por una fase preparatoria, la que intuye
que Jesús es un profeta que regresa a Israel. Pero al final llega a la luz plena, como
ocurre a Pedro, que, según Marcos (8,29), ve en él «al Cristo», es decir, al Mesías, y,
según Mateo (16,16), aún más todavía: «el Cristo, el Hijo del Dios vivo».

133
10. «¿Quién decís que soy yo?
«Jesús les preguntaba:
“Pero vosotros, ¿quién decís que soy yo?”.
Pedro le respondió: “Tú eres el Cristo”».
– Marcos 8,29

En alemán, que en otro tiempo era una lengua privilegiada por los exegetas bíblicos, es
habitual hablar de una Redaktionsgeschichte de los Evangelios, es decir, de su «historia
de la redacción». Dicho de otro modo, los evangelistas son verdaderos autores, con su
enfoque y elaboración de los datos de Jesús y sobre Jesús que ellos recibieron de la
tradición precedente. No son, por consiguiente, meros compiladores, sino «redactores»
que estructuran su Evangelio, realizan selecciones, introducen retoques y ofrecen
interpretaciones personales o vinculadas a la comunidad destinataria.
Si tenemos en cuenta esta premisa, no debe ya sorprendernos el hecho de que la
respuesta de san Pedro a la pregunta fundamental de Jesús se presente de forma
notablemente diversa en los tres evangelistas. Marcos es el más esencial y escueto: «Tú
eres el Cristo», es decir, el Mesías. Lucas añade un elemento más: «El Cristo de Dios»
(Lc 9,20). Mateo, en cambio, presenta ya una especie de breve credo cristiano: «Tú eres
el Cristo, el Hijo del Dios vivo» (Mt 16,16). Es obvio que esta última es la definición
eclesial más completa.
¿Por qué Marcos es tan reticente? No olvidemos, en efecto, que el título «Mesías»
(palabra hebrea que significa «el ungido, el consagrado», traducida en griego por
«Cristo») connotaba cierta ambigüedad. En efecto, el mesianismo judío, como ya hemos
tenido ocasión de comentar, era de naturaleza político-nacional y concernía a un
descendiente davídico, idealizado pero humano, no ciertamente el «Hijo del Dios vivo»,
como afirmarán los cristianos. Por eso la respuesta de Pedro, aunque tiene su valor, es
limitada con referencia a Jesús. El límite, además, se verá inmediatamente después en su
clara reacción de rechazo ante el anuncio de la pasión y muerte del maestro: «Pedro se lo
llevó aparte y se puso a increparlo» (Mc 8,32).
Pues bien, esta limitación presente en la respuesta de Pedro forma parte también del
proyecto general de Marcos que quiere revelar progresivamente el misterio de Jesús.
Hasta ese momento había sido presentado solamente como un personaje humano

134
extraordinario por sus obras y palabras. Únicamente los demonios conocían la identidad
profunda de Hijo de Dios (Mc 1,24; 5,7). A mitad de su trayecto terrenal, Pedro presenta
un nuevo perfil, verdadero pero incompleto: Jesús es el Mesías. Solo al final de aquel
viaje, cuando esté en la cruz, un pagano, el centurión romano, proclamará la plena
confesión de la fe cristiana: «¡Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios!» (Mc
15,39).
Nos hallamos, por consiguiente, en presencia de un plan general trazado por Marcos
para que se siga progresivamente a la persona de Jesús, desde la penumbra hasta la luz
plena, desde las epifanías secretas en las primeras iluminaciones, hasta la plenitud
pascual. Mateo, que adopta otro enfoque, desde el principio esboza el rostro glorioso de
Cristo, «Hijo del Dios vivo». Intuimos así cómo estas variaciones semejantes son
expresión de la cualidad propia de los Evangelios, que no son informes o manuales
históricos, sino relatos de acontecimientos reales interpretados y coordinados en un
plano narrativo-teológico redaccional específico de cada evangelista.

135
11. Presentes cuando llegue el Reino
«En verdad os digo:
Hay algunos, aquí presentes,
que no morirán antes de haber visto
llegar el Reino de Dios con poder».
– Marcos 9,1

Es esta una frase a primera vista desconcertante, por la referencia a la generación


contemporánea de Jesús que presenciaría o la llegada del Reino de Dios (así en el pasaje
aquí citado de Marcos y en Lucas 9,27) o del «Hijo del hombre que viene en su Reino»,
según la variante de Mateo (16,28). Sin perjuicio del hecho de que los evangelistas
retoman a menudo las palabras de Jesucristo encarnándolas en el contexto eclesial en el
que están inmersos, surge espontáneamente una pregunta: ¿qué esperaban ver aquellos
primeros cristianos durante su vida terrenal?
Las respuestas de los exegetas son diversas. Jesús alude a la posterior epifanía
gloriosa de su transfiguración o a su resurrección, o bien a la destrucción de Jerusalén en
el 70, todos signos explícitos y «visibles» de la venida del Reino de Dios en la historia.
En realidad, el centro de la cuestión está en ese «Reino de Dios», uno de los temas
fundamentales de la predicación de Jesús, tomado por él del Antiguo Testamento y
desarrollado de modo original. Se trata de una metáfora para describir el proyecto
trascendente y eterno de Dios para la historia humana. Cristo afirma que ha venido a
revelarlo y a realizarlo.
Ahora bien, puesto que este Reino es una realidad eterna, querida por Dios para
transformar el ser, es en sí «puntual», es ya «ahora» y siempre; sin embargo, se establece
visiblemente en la historia, que está hecha de un desarrollo, de un «antes» y de un
«después», y, por consiguiente, tendrá diversas fases de realización. La acción de Cristo
hace presente el Reino de Dios ya desde ahora: «Si yo expulso los demonios por la
fuerza del Espíritu de Dios, es que ya está entre vosotros en Reino de Dios» (Mt 12,28);
«el Reino de Dios no viene de forma que atraiga la atención y nadie puede decir: “¡Está
aquí o allá!”, porque el Reino de Dios está en medio de vosotros» (Lc 17,21).
Sin embargo, el Reino de los cielos es una realidad que deberá inervar el futuro, y,
por consiguiente, aún hay que esperarlo. Así pues, la frase citada por Jesús invita a

136
reconocer la presencia del Reino en la persona y en la obra de Cristo: la salvación que él
realiza con sus curaciones y sus exorcismos muestra que el proyecto salvífico está ya en
acción y amplía sus confines quitándole espacio al mal. Los contemporáneos son
invitados a descubrir su presencia viva y eficaz precisamente en la figura de Jesús.
No obstante, no cabe imaginarse que Jesús piense en una especie de inminente fin
del mundo y en su venida última y definitiva ya dentro de su generación, después de su
muerte y su resurrección. Son, en efecto, varias sus afirmaciones –sobre todo en el
denominado «discurso escatológico» (Mt 24–25; Mc 13; Lc 21)– en las que el presente
se entrelaza con el futuro de la plenitud, que aún no se ha cumplido en la secuencia
temporal a la que todos pertenecemos, aunque sean épocas diferentes.
En síntesis, el Reino de Dios, al ser eterno, abarca y supera el tiempo, y, por
consiguiente, se revela en acción de forma fuerte con Cristo, su obra, su palabra y su
pascua durante aquella generación, pero también en las sucesivas. No obstante, este se
proyecta al futuro hasta la «plenitud de los tiempos», cuando el Reino haya alcanzado su
realización perfecta y conclusiva.

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12. ¿Endemoniado o epiléptico?
«Mi hijo tiene un espíritu mudo:
Lo agarra, lo echa por tierra
y él echa espumarajos, rechina los dientes
y se queda rígido».
– Marcos 9,18

Estamos al pie del monte de la transfiguración. Jesús acaba de revelar a tres apóstoles,
Pedro, Santiago y Juan, el misterio de su persona de Hijo de Dios oculto bajo el ropaje
de su humanidad. En la llanura de abajo se encuentra con un caso que es calificado como
posesión diabólica, según la concepción común de entonces (pero no solo de entonces)
que interpreta un estado patológico psico-físico remitiéndolo a una causa demoníaca (Mc
9,14.29). Lo mismo había pasado también en el caso, ya comentado, del enfermo mental
«endemoniado» de Gerasa (Mc 5,1-20).
Que se trata, en cambio, de un caso de epilepsia se ve claro por la misma
descripción hecha por el padre de este joven y que nosotros hemos resaltado en la cita
del pasaje del evangelista Marcos. Además, llevado ante Jesús, el joven es presa de las
«convulsiones, cae por tierra y se retuerce echando espumarajos» (Mc 9,20), y el padre
recuerda que «desde la infancia» le pasaba eso, hasta el punto de «arrojarse también al
fuego y al agua», con actitud autolesiva (Mc 9,21-22). Estamos en presencia de la típica
sintomatología de la epilepsia, atribuida a un «espíritu mudo» demoníaco, según la
cultura de la época.
En realidad, Jesús se había encontrado ante lo satánico en sentido estricto, como
hemos visto en el análisis anterior de un texto marcano (1,21-26), en la sinagoga de
Cafarnaún. Otras veces, en cambio, tiene ante sí simplemente el límite del hombre, el
mal físico y psíquico. Se trata de nuestra imperfección y condición creatural que nos
hacen sufrir; es nuestra finitud humana que implica caducidad, dolor y muerte. Esta
dimensión negativa en la mentalidad antigua siempre se atribuía a un pecado del sujeto o
a una intervención demoníaca.
La figura de Cristo, que se yergue liberadora ante las posesiones diabólicas,
entablando una lucha contra el «espíritu impuro» que devasta a la criatura, empujándola
al mal, también se levanta contra el mal físico y psíquico, horizonte en el que Dios

138
parece ausente, pero donde en verdad puede revelar su presencia que es somática y
espiritual al mismo tiempo. Es interesante notar los verbos usados al final del relato: «El
joven quedó como muerto, tanto que muchos decían: “¡Está muerto [apéthanen]!”. Pero
Jesús lo tomó de la mano, lo despertó [égeiren] y lo puso de pie [anéstē]» (Mc 9,26-27).
Pues bien, estos son los tres verbos usados en el Nuevo Testamento para definir la
muerte y la resurrección de Cristo, fuente de toda liberación de la muerte y del mal. La
salvación que él ofrece es, por consiguiente, plena: llega a nuestra condición creatural
frágil, pero también al pecado y a las seducciones que Satanás y el mal ejercen sobre
nuestra libertad haciendo que se incline hacia el mal. Ciertamente, tenemos que evitar,
por un lado, los excesos de «satanismo», que hacen de él casi el centro de la fe cristiana,
que, en cambio, está ocupado por Dios y por Cristo. Debemos cortar la morbosidad
«satánica» en el ámbito mágico, reconociendo la primacía de Dios y confiando muchos
casos también a otras disciplinas dedicadas a la curación, como la medicina y la
psicología. Pero, por otro lado, no debemos olvidar la advertencia de san Pedro:
«Vuestro enemigo, el diablo, semejante a un león rugiente, da vueltas buscando a alguien
para devorarlo; ¡resistidle firmes en la fe!» (1 Pe 5,8-9).

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13. El gusano que no muere
«Ser arrojados a la gehena,
donde el gusano no muere
y el fuego no se extingue.
Cada uno será salado con fuego».
– Marcos 9,47-49

Esta frase de Jesús es, para el lector moderno, densamente oscura; trataremos de
clarificarla analizando cada uno de sus elementos. Partamos del más fácil, la gehena.
Cristo denuncia el pecado del escándalo que hace tropezar a «estos pequeños que creen
en mí» (Mc 9,42), es decir, a quien es débil en la fe o puede fácilmente ser presa de una
crisis al respecto. Pues bien, el que escandaliza corre el riesgo de ser arrojado a la
gehena, que se había convertido popularmente en un sinónimo del infierno. Pero ¿qué
era antes de llegar a ser un símbolo del castigo de los malvados? Era un valle cuyo
nombre topográfico completo en hebreo es Ghe’-ben-Hinnon, el «valle de hijo de
Hinnon», deformado en el griego Gheenna, de donde deriva nuestro término gehena.
Ahora bien, ¿cómo había conseguido esa lamentable fama? Según cuanto dicen
algunos textos bíblicos, el valle se había transformado en el basurero de Jerusalén, dado
que se extendía en la periferia al oeste y sur de la ciudad antigua. En él se quemaba la
basura y también se realizaban los viles ritos como los sacrificios de niños, que eran
quemados como ofrenda en honor del dios fenicio Moloc, sacrificios prohibidos por la
Ley bíblica (Lv 18,21), y sin embargo practicados también por dos reyes de Judá, Ajaz y
Manasés (Jr 7,31-33; 19,1-5; 2 Re 23,10; cf. 2 Re 16,3; 21,6). Era fácil, por consiguiente,
considerar impuro aquel lugar (material y religiosamente) como la sede de la condena de
los impíos, el infierno de llamas inextinguibles.
Se explica, así, el fuego evocado en la continuidad de la frase mediante una cita del
profeta Isaías, que en el último versículo de su libro (66,24) describe el juicio divino
sobre «quienes se han rebelado contra mí: su gusano no morirá y su fuego no se
apagará». Si la imagen ígnea es clara por el vínculo con la gehena, ¿qué significa
entonces el «gusano»? Se refiere a aquellas larvas que se desarrollan en los alimentos o
en los vegetales, pero también en los cuerpos enfermos provocando infecciones, como
confiesa Job: «Me cubren la carne gusanos y costras» (7,5). O bien como le sucedió al

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rey Herodes Agripa, perseguidor de los primeros cristianos, que, al igual que su abuelo
Herodes el Grande, murió «devorado por gusanos» (Hch 12,23).
Así pues, el símbolo es evidente: el castigo del malvado es incesante, análogo a un
fuego inextinguible y a un gusano que no deja de atacar la carne.
Finalmente, encontramos la sal, también unida al fuego. De por sí, este elemento,
típico de la cocina, tiene dos aspectos. Es señal de solidaridad, quizá también por su
función concreta de dar sabor a los alimentos («Vosotros sois la sal de la tierra», dirá
Jesús en Mateo 5,13) y vigor al cuerpo (el recién nacido era frotado con sal, según
Ezequiel 16,4). Además, en la Biblia se habla de «una alianza de sal, perenne, ante el
Señor» (Nm 18,19). El instrumento económico para sobrevivir se denomina en nuestro
idioma «salario», y el libro de Esdras define a los funcionarios persas como «aquellos
que comen la sal del palacio» (4,14).
No obstante, poseía otro aspecto, en este caso negativo. Al contar el final de
Sodoma y Gomorra bajo una lluvia de sal, azufre y fuego (Gn 19,24), se representaba el
juicio divino como una especie de crisol en el que se castigaban atrozmente a los
pecadores salándolos y quemándolos. La sal, que conserva los alimentos, representaría
simbólicamente el aspecto permanente de aquel castigo.
Algún códice que nos ha transmitido los Evangelios y la Vulgata, es decir, la
versión latina de la Biblia realizada por san Jerónimo, aplicó, en cambio, la imagen a las
pruebas de los justos, transformando la frase con la adición, que remite al rito de salar las
víctimas sacrificiales (Lv 2,13), siguiente: «Cada uno será salado con el fuego y cada
víctima será salada con sal».

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14. La copa y el bautismo
«¿Podéis beber la copa que yo bebo,
o ser bautizados en el bautismo
en el que soy bautizado?»
– Marcos 10,38

Juan y Santiago están aún envueltos en el humo de las ilusiones políticas que habían
acompañado la entrada en escena de Jesús, aclamado como Mesías: no consiguen, en
efecto, concebir el Reino de Dios sino en categorías de poder. En este sentido, realizan la
petición anticipada de dos puestos de prestigio en el organigrama futuro: uno a la
derecha de Jesús y el otro a su izquierda en aquel ideal consejo de ministros del Reino de
los cielos. La réplica de Cristo es dura: «No sabéis lo que pedís». E, inmediatamente
después, mediante dos imágenes, muestra lo diferente que es la lógica del proyecto que
está realizando, pulverizando así toda concepción mesiánica nacionalista.
Para ser admitidos en el reino que Jesús está instaurando hay ante todo que beber
una «copa». De por sí, la imagen es ambivalente en la Biblia y en el judaísmo. Por una
parte, está la copa de la alegría, la copa de la consolación ofrecida a las personas que
están de duelo tras los funerales; la copa de la hospitalidad (Sal 23,5) o aquella del rito
pascual. Por otra parte, sin embargo, encontramos la copa de la ira de Dios, expresión de
una prueba violenta, del sufrimiento y del juicio sobre el mal: «En la mano del Señor hay
una copa rebosante de vino drogado. Lo vierte: hasta las heces lo beberán todos los
impíos de la tierra» (Sal 75,9).
En su pasión y muerte, asumiendo el pecado de la humanidad, Cristo beberá esta
copa terrible, y sentirá repugnancia, hasta el punto de implorar a Dios diciendo:
«“Abba”, Padre, todo te es posible, ¡aparta de mí esta copa!» (Mc 14,36). Pero al final
no dudará en la elección. A Pedro, que intenta impedir su arresto en el Getsemaní con la
espada, le dirá: «¿Acaso no debo beber la copa que me ha dado el Padre?» (Jn 18,11).
Por consiguiente, este es el camino, en nada triunfal, que conduce a la gloria, y aquella
copa será presentada también a los discípulos que quieran seguirlo por el camino de la
cruz.
La otra imagen es la del «bautismo», que es asumida por Jesús en su significado
etimológico original: el término deriva del verbo griego báptō o baptízein, «hundir,

142
sumergir». Estamos, por consiguiente, en presencia de una inmersión no tanto en el agua
regeneradora y vital del bautismo cristiano, cuanto más bien en las olas tumultuosas y
tenebrosas de un abismo de sufrimientos, del mar tempestuoso de las pruebas. Se retorna
así al símbolo de la copa, a la que son llamados también los seguidores de Cristo, si
quieren ser admitidos en la gloria del Reino de Dios.
Llegados a este punto, Jesús, reunidos también los otros diez discípulos, les imparte
una lección sobre la verdadera «carrera» cristiana (Mc 10,41-45). Está modelada
paradójicamente sobre el ejemplo del «siervo», que «ha venido no para ser servido, sino
para servir y dar su vida», y se sintetiza en este «código» ideal muy diferente del que se
asignan los políticos y los poderosos de la tierra: «Quien quiera llegar a ser grande entre
vosotros, será vuestro servidor, y quien quiera ser el primero entre vosotros, será esclavo
de todos».

143
15. No era tiempo de higos
«Vio una higuera llena de hojas,
se acercó para ver si encontraba algo ...
No era tiempo de higos.
Dijo: “¡Que nadie coma nunca más de tus frutos!”».
– Marcos 11,13-14

Hemos llegado ya a las últimas etapas de la vida de Jesús. Está en Jerusalén, donde ha
sido recibido triunfalmente como un Rey-Mesías. Poco tiempo después, en cambio, se
vería aplastado por el odio, los juicios, las traiciones y la muerte. Al día siguiente de la
entrada triunfal encontramos un episodio sorprendente que el evangelista Marcos divide
en dos actos, mientras que Mateo (21,18-22) lo presenta como un solo acto. Nosotros
hemos evocado ahora el primer momento bastante desconcertante.
En efecto, Jesús parece contradecirse. Siempre ha prestado atención a la naturaleza,
a sus ritmos, a su belleza; ha hecho de ella el objeto de parábolas o de aplicaciones
espirituales (piénsese, por ejemplo, en los lirios del campo o en los pájaros del cielo, o
en las semillas y los árboles). Ahora, en cambio, parece ceder a un capricho: quiere los
frutos de una higuera cuando aún no era su tiempo, y, precisamente porque no los
encuentra, la fulmina. Es lo que se verifica en el segundo acto, cuando los discípulos,
que habían oído la maldición de Jesús, «al pasar la mañana siguiente vieron la higuera
secada hasta la raíz» (Mc 11,20).
¿Tal vez se ha infiltrado también en los Evangelios canónicos alguna nota de la
magia o de la leyenda que acompaña al Jesús joven en los Evangelios apócrifos, que a
veces lo presentan matando animales o compañeros de juego para después hacerlos
revivir? El contexto fuertemente religioso que nos ofrece Marcos excluye esta
interpretación; de hecho, inmediatamente después, Jesús lleva a cabo la enérgica acción
de la expulsión de los mercaderes del Templo, condenando una religiosidad solo
superficial, llena de hojas y carente de frutos. Por eso, el gesto con la higuera es
semejante a las denominadas parábolas en acción o acciones simbólicas de los profetas
(destacando en este aspecto Ezequiel).
Desde el punto de vista histórico concreto puede conjeturarse también un evento en
dos etapas: el primer día Jesús, con los discípulos, se detiene ante una higuera lozana

144
pero carente de frutos, debido a la época; al día siguiente, al pasar ante ella, descubren
que está totalmente seca por una causa no precisada. La lección es evidente y de corte
espiritual. Jesús la explicita relacionándola con la fe verdadera, cuya fuerza es
invencible: «¡Tened fe en Dios! En verdad os digo: si uno dijera a este monte “elévate y
arrójate en el mar”, sin dudar en su corazón, sino creyendo que cuanto dice sucede,
¡sucederá!» (Mc 11,22-23). La higuera vigorosa y secada después es, por consiguiente,
el símbolo de un mensaje espiritual.

145
16. La abominación de la devastación
«Cuando veáis la abominación de la devastación
presente allí donde no es lícito –quien lea, comprenda...»
– Marcos 13,14

Invitamos a nuestro lector a hojear el Evangelio de Marcos y leer el párrafo formado por
los versículos 14-37 del capítulo 13. Es un pasaje incandescente, lleno de imágenes
incluso extravagantes, presentes también en otros pasajes evangélicos de Mateo y Lucas.
Huida a los montes, abandonos de casas y de cosas para arreglar en el desierto, mujeres
embarazadas o amamantado aterrorizadas, falsas alarmas, figuras extrañas, predicadores
y magos mentirosos, cataclismos cósmicos con oscurecimiento del sol y de la luna, y
constelaciones desquiciadas: no es difícil clasificar esta secuencia trágica bajo el adjetivo
«apocalíptico».
En efecto, se trata de un género literario, entonces popular, que había tenido su
origen en algunas páginas del profeta Ezequiel y sobre todo de Daniel, y que había
generado varios escritos apócrifos denominados precisamente «apocalípticos», como se
llamará al último libro de la Biblia.
Este arsenal simbólico reflejaba una concepción negativa de la historia humana,
destinada a ser desintegrada por Dios en una especie de des-creación, porque se había
revelado dominada por el Maligno, que había plantado en ella su estandarte sanguinario
e impuesto su reino.
Es evidente que estas señales dramáticas no deben tomarse al pie de la letra: solo
quieren pintar de un modo fuerte e incisivo el juicio divino en un mundo corrupto y
perverso. Jesús asume esta simbología, pero la usa no para describir el fin de la historia,
sino, más bien, para sacudir a un pueblo frío e indiferente, e impulsarlo a acoger su
presencia, su mensaje y el Reino de Dios que está inaugurando. Después, declarará que
todos «verán al Hijo del hombre venir sobre las nubes con gran fuerza y gloria. Él
mandará a los ángeles y reunirá a sus elegidos desde los cuatro vientos, desde la
extremidad de la tierra hasta la extremidad del cielo» (Mc 13,26-27).
Se entrelazan, así, las dos venidas de Cristo, en el tiempo presente y al final de los
tiempos, revelando de tal modo la continuidad de la historia de la salvación, no su

146
cesura, como enseñaba la apocalíptica tradicional propensa a proponer una conflagración
del mundo presente para sustituirlo con una nueva creación alternativa. Ahora bien, entre
las señales simbólicas evocadas por Jesús se encuentra «la abominación de la
devastación (o de la desolación») ubicada «allí donde no es lícito», es decir, en el
espacio sagrado del Templo. Se trata de una cita procedente del libro bíblico de Daniel
(11,31 y 12,11).
En ese texto, con una análoga terminología de desaprobación anti-idolátrica, se
hacía referencia a un hecho histórico, a saber, la profanación del Templo de Sión por el
rey sirio Antíoco IV Epífanes, que en el 167 a.C. había entronizado en el altar de los
holocaustos la estatua de Zeus Olímpico, profanando así la zona sagrada. Jesús asume
este símbolo, entre tantos otros de la apocalíptica, para describir la reacción furibunda
del mal a la entrada de Cristo en la historia o bien el acto último de rebelión satánica al
final de los tiempos. Marcos podría ver en la cita de Daniel hecha por Cristo también una
anticipación de la profanación del Templo de Jerusalén llevada a cabo los romanos el 70
d.C. Sin embargo, esta tesis se opondría a la convicción de muchos exegetas para
quienes el escrito marcano es previo a ese acontecimiento.

147
17. El joven de la sábana
«Seguía a Jesús un joven
que tenía encima solo una sábana.
Lo apresaron, pero él dejó caer la sábana y huyó».
– Marcos 14,51-52

Es la noche del arresto de Jesús. Judas se ha presentado en el huerto de Getsemaní, entre


los olivos, acompañado por «una muchedumbre con espadas y palos». El ambiente se
tensa: tras el beso de la traición y el corte de la oreja realizado por «uno de los presentes
a un siervo del sumo sacerdote», Jesús es arrestado y apenas tiene el tiempo para hacer
una declaración amarga: «Como si fuera un ladrón habéis venido a prenderme con
espadas y palos...», a la que añade una nota teológica que es también una señal de
aceptación: «¡Que se cumplan, pues, las Escrituras!». Al final, los discípulos huyen
cobardemente.
Un joven que, quizá por el calor o por mera y simple comodidad, se encuentra en
aquel campo vestido con un lienzo, se ve envuelto en el tumulto de aquel arresto que
quizá había seguido solo por curiosidad. Intentan detenerlo para averiguar quién era,
pero logra deshacerse del paño que le envolvía y alejarse. Desde siempre se ha
preguntado por qué en una escena tan dramática quiso introducir Marcos un elemento
tan marginal e incluso extravagante. La respuesta común es sencilla: se trataría de una
pincelada autobiográfica, semejante a lo que ocurría en el pasado cuando a los pintores
de una escena evangélica les gustaba representarse a sí mismos en el fondo o entre la
gente.
Así pues, el protagonista del episodio sería el joven evangelista Marcos, que habría
asistido al arresto de Jesús. No obstante, muchos han llamado la atención sobre el
término con el que se define el lienzo vestido por el joven, y que nosotros hemos dejado
como en el original griego sindón, «sábana» [el título de este capítulo en italiano es «Il
ragazzo della sindone»]. Sabemos que también el cuerpo desnudo de Cristo bajado de la
cruz había sido envuelto en una «sábana». «José de Arimatea, compró una sábana, hizo
bajar a Jesús de la cruz, lo envolvió con la sábana y lo colocó en una tumba excavada en
la roca» (Mc 15,46). Sabemos también que Cristo saldrá de esta sábana, abandonándola
en la tumba, según al menos el testimonio de Juan, que, sin embargo, no usa el término

148
«sábana», sino el más genérico de «telas» depuestas allí en el sepulcro con el sudario que
había cubierto el rostro de Cristo muerto (Jn 20,5-7).
Numerosos especialistas están convencidos de que esta pequeña escena, aun siendo
real, adquirió un significado simbólico precisamente mediante la evocación de la
«sábana», transformándose en una especie de compendio codificado y anticipado de la
resurrección. Cristo, en efecto, dejó en la tierra la señal de su muerte, el lienzo funerario,
para recordarnos que aquel final fue real y no ficticio, verificación de su humanidad
auténtica. Pero el hecho de que sea ya solamente un paño vacío, hace de la sábana un
símbolo viviente de la resurrección, y, por consiguiente, de la gloria y de la divinidad de
Cristo, Hijo de Dios.

149
18. ¿Dios o Elías?
«Jesús gritó fuertemente: “Elōi, Elōi, lema sabachthani”...
Algunos de los presentes decían: “Mirad, ¡llama a Elías!”»
– Marcos 15,34-35

Sorprende un tanto esta confusión que se genera en los espectadores durante aquel
momento trágico de la vida terrena de Jesús. Está en lo alto, en la colina llamada
Gólgota, «calavera» en arameo, que en latín se denominará «calvario»; están llegando
los últimos instantes de su existencia en medio de nosotros. Ha experimentado la oscura
gama del sufrimiento: del miedo a la muerte («“¡Abba!” ¡Padre! Todo te es posible.
¡Aleja de mí esta copa!», Mc 14,36), al abandono y a la traición de sus amigos, bajo el
peso de la soledad; de las torturas de los militares romanos a la burla y al obsceno gusto
por lo macabro, propio de la muchedumbre que asiste a las ejecuciones.
Ahora está a punto Jesús de hundirse en dos abismos extremos, el silencio de Dios,
que no responde a sus invocaciones, y la muerte, un final terrible según Marcos:
«Lanzando un fuerte grito, expiró» (15,37). Las últimas palabras que pronuncia son un
grito angustiado que el evangelista nos transmite en la lengua popular de entonces, el
arameo. Como sabemos, se trata del comienzo de la versión del Salmo hebreo 22: «Elōi,
Elōi, lema sabachthani», traducido inmediatamente después en griego: «Dios mío, Dios
mío, ¿por qué me has abandonado?».
Hacemos una breve observación filológica. La invocación Elōi no es aramea, como
sí lo es, en cambio, el resto de la cita, porque debería ser entonces ’Elahî. Quizá Marcos
se ha dejado llevar en su transcripción por la influencia del hebreo ’Elohîm, «Dios». Pero
en este punto introducimos nuestra pregunta: ¿cómo pudieron los presentes confundir
aquellas palabras gritadas por Jesús como si fueran una imploración dirigida a Elías?
Este obstáculo puede tener su explicación, es más, puede parecer la huella de un
recuerdo histórico de aquellos momentos convulsos.
En efecto, el profeta Elías, además de ser considerado el precursor redivivo del
Mesías (Mt 17,10-13), según la tradición judía, como hemos comentado ya, era también
venerado como el protector de los agonizantes y de las personas en peligro de muerte.
Los presentes, al oír aquel grito desgarrador de Jesús, en la confusión de aquellos

150
momentos, pudieron efectivamente confundir la primera palabra (Elōì o ’Elahî, o, en
hebreo, ’Elî) con una invocación del nombre del profeta en los labios de Jesús
moribundo. Bien es verdad que este equívoco, como, con mayor razón, el versículo del
salmo, revelan la profunda y auténtica «encarnación» de Jesús, verdadero hermano
nuestro también en la tragedia de la ausencia de Dios, mudo ante la voz del sufriente.
Sin embargo, no puede clasificarse este grito como una señal de desesperación y
casi de incredulidad, porque –según el uso judío– citar el comienzo de un texto sagrado
implica asumir su totalidad. Y, curiosamente, el Salmo 22 comienza con una
lamentación angustiada, semejante a un De profundis, pero termina con un himno de
acción de gracias, de gloria y de alabanza al Señor rey, una especie de Magnificat o Te
Deum. Por consiguiente, no se rompe en el corazón de Jesús moribundo el hilo extremo
de la confianza. Este será explicitado por Lucas, que, en cambio, recoge esta invocación
extrema de Cristo, también procedente de los salmos, con las palabras: «Padre, en tus
manos entrego mi espíritu» (Lc 23,46; cf. Sal 31,6).

151
19. Estaban atemorizadas...
«Las mujeres huyeron del sepulcro,
llenas de temor y de estupor.
Y no dijeron nada a nadie,
porque estaban atemorizadas...»
– Marcos 16,8

Hemos puesto intencionadamente los puntos suspensivos al final de nuestra cita, porque
en este caso queremos afrontar no tanto un pasaje difícil del Evangelio de Marcos, sino,
más bien, un vacío. Todos los especialistas, sobre fundamentos bien justificados, que
nosotros solo evocaremos, sostienen, en efecto, que el escrito marcano termina aquí. Sin
embargo, si los lectores miran su Biblia, encontrarán que el relato continúa aún del
versículo 9 hasta el 20 con una síntesis de las apariciones de Cristo resucitado. Pues
bien, este final –que, no obstante, forma parte de las Escrituras inspiradas y es
reconocido en el canon de la Iglesia– es realmente una adición redaccional más tardía,
como se intuye al tener en cuenta dos factores.
El primero es el estilo de este pasaje final, profundamente diferente de la índole
escueta y vivaz de la redacción marcana: se tiene la impresión de estar ante un resumen
de las apariciones-encuentros del Resucitado, un dato que el evangelista no había quizá
colocado al final de su relato. La segunda razón se encuentra en la verificación de los
códices más antiguos e importantes que nos han transmitido el texto de los Evangelios.
Pues bien, en estos manuscritos falta el final actual, atestiguándose así que entonces no
era considerado original. Otros códices antiguos de los Evangelios ofrecen conclusiones
diferentes (en particular una más breve con respecto a la indicada anteriormente) y
también los Padres de la Iglesia tienen al respecto no pocas dudas y oscilaciones.
Aunque algún exegeta piensa que este corte es intencionado, casi para dejar espacio
a una conclusión por parte del lector, parece más que evidente que el Evangelio de
Marcos no podía terminar con el v. 8, mencionado más arriba. Sin embargo,
desconocemos la causa por la que un posible final del evangelista se sustituyó por el
sumario actual de los vv. 9-20, ni sabemos cuándo se produjo, aunque debemos
reconocer que ya en el siglo II algunos autores cristianos, como Taciano y san Ireneo,
atestiguan que lo conocían, y muchos códices posteriores lo recogieron, seguidos

152
también por las traducciones antiguas. Por eso se encuentra también en nuestras Biblias
y la Iglesia ha puesto sobre él el sello de la canonicidad, y, por tanto, de la inspiración
divina, aunque el texto no es fruto de la obra de Marcos.
De hecho, sabemos que muchos libros bíblicos –aun siendo atribuidos a un solo
autor– revelan en su interior la intervención de diversas manos de autores diferentes. El
caso más conocido es el de Isaías, en cuya obra encontramos, además de la voz propia
del célebre profeta del siglo VIII, la presencia de otras voces distribuidas en los siglos
posteriores: las principales han sido llamadas por los exegetas el «Deuteroisaías» (caps.
40–55) y el «Tritoisaías» (caps. 56–66), mientras que también otras partes del libro
deben remitirse a estos mismos autores o a otras manos no identificables. También en el
Evangelio de Juan, cuya formación fue muy compleja, se notan dos finales sucesivos y
diferentes en 20,30-31 y 21,24-25, testimonio de redacciones diversas del texto joánico.
El concepto de «inspiración» divina no es, de hecho, rígido, como si tratara de un
dictado dirigido por Dios a un autor, sino que es una presencia muy amplia del Espíritu
divino que atraviesa no solo a los guías, profetas, sabios, apóstoles, sino también a
autores que recogieron su mensaje (como el caso de Marcos, que probablemente está
vinculado a Pedro y un tanto a Pablo, como también Lucas, discípulo de Pablo) y a
varios redactores. El sello que la Iglesia, iluminada por el Espíritu, impone al texto final
de la Biblia, permite al fiel coordinar esta multiplicidad en la unidad de aliento de la
Palabra de Dios.

153
Tercera parte:
EVANGELIO DE LUCAS

Es el Evangelio más largo (19.404 palabras) y es también el que está redactado en un


lenguaje griego más perfecto: la tradición ha reconocido a Lucas como su autor, el
«querido médico», como lo llama Pablo en la Carta a los Colosenses (4,14). Lucas había
concebido una obra doble, el Evangelio y los Hechos de los Apóstoles, según un
proyecto unitario, dedicado a un personaje relevante, Teófilo, que, sin embargo,
desconocemos. La figura de Jesús que emerge de este Evangelio es muy original. Lucas,
en efecto, afirma haber realizado indagaciones personales y muy rigurosas para conocer
la realidad de las obras y de las palabras de Jesús de Nazaret, descubriendo así aspectos
inéditos (1,1-4).
El relato, después de la narración de la infancia de Jesús (caps. 1–2) y el primer
anuncio del Reino de Dios, que Jesús inaugura en la sinagoga de su pueblo, Nazaret
(4,16-30) y difunde en la región septentrional de Galilea (4,14–9,50), tiene su desarrollo
específico en una larga marcha de Cristo hacia Jerusalén, una marcha marcada por Lucas
con parábolas, dichos, hechos de Jesús, a menudo originales, no presentes en los otros
Evangelios (caps. 9,51–19,28). Pensemos en las célebres parábolas del buen samaritano,
del hijo pródigo (o, mejor, del padre que se alegra por el hijo recuperado), del rico
hedonista y del pobre Lázaro, del fariseo y del publicano, o en el episodio de la
conversión de Zaqueo, o en la particular versión que Lucas ofrece del Padrenuestro.
Los últimos capítulos (19,29–24,53) están dedicados a la pasión, muerte y
resurrección de Cristo, y también aquí el evangelista revela aspectos nuevos de aquellos
eventos fundamentales: pensemos en el malhechor arrepentido, crucificado con Jesús, en
las palabras finales de abandono confiado al Padre que Jesús pronuncia en la cruz, en la
magnífica escena de los discípulos de Emaús, en la ascensión de Cristo a la gloria
celestial. Cristo es visto por Lucas como el centro de la historia de la salvación. Su paso

154
por la humanidad se realiza entre los últimos, los pobres y los excluidos. Ha sido el
anunciador de la misericordia divina por excelencia, como había declarado en su
discurso programático en Nazaret (4,16-21), como repite durante su ministerio público
mediante numerosas parábolas y como atestigua en la muerte cuando perdona a quienes
lo crucifican.
Lucas da una relevancia particular a algunos temas, haciendo de su escrito una obra
catequética llena de vida y concreción, sobre todo para los cristianos procedentes del
mundo pagano: se insiste en la oración que Jesús dirige constantemente al Padre; se
denuncia con firmeza la riqueza que entorpece la conciencia; se exalta el
desprendimiento generoso y la pobreza, y, finalmente, nos encontramos con una
atmósfera de alegría que brota de la salvación ofrecida por Cristo.

155
1. Ave, María
«Dijo el ángel:
“Alégrate, llena de gracia:
el Señor está contigo”».
– Lucas 1,28

En cuanto escuchamos estas líneas de Lucas, se agolpan en la mente la enorme cantidad


de imágenes que el arte cristiano ha desplegado en paredes, lienzos, cuadros y piedras, a
lo largo de los siglos, para representar la anunciación del ángel a María, mientras que en
nuestros oídos parece resonar uno de los tantos Ave Maria que la música ha tejido de
armonías. Sin embargo, puede asombrar que la primera frase angélica no contenga en la
versión propuesta ese «ave» o al menos aquel «[Dios] te salve» tradicional al que
estamos habituados desde siempre, sobre todo mediante la oración del rosario.
De por sí, el griego original, chaîre, podría admitir tal traducción; pero el
evangelista, como una marca de agua, quiere hacer aflorar el eco de otra voz, la de los
profetas y de su invitación a la alegría mesiánica dirigida a la «hija de Sión», es decir, a
Jerusalén personificada, y, por tanto, a todo el pueblo de la alianza. Así, por ejemplo,
canta el profeta Sofonías: «Alégrate, hija de Sión, el rey de Israel, el Señor, está en
medio de ti...» (3,14). En el seno de la hija de Sión, sede del Templo y de la casa de
David, Dios entra en diálogo con su pueblo. En el seno de María, la nueva hija de Sión,
el Señor se hace presente de manera perfecta y plena en su Hijo.
En esta perspectiva se explica también el apelativo sucesivo, que, en griego,
contiene el mismo verbo del «alégrate», chaîrein. De hecho, se encuentra el participio
perfecto pasivo kecharitōménē, cuyo sujeto implícito es Dios. El significado propio
sería, por eso, «tú que has sido llena de la gracia» divina. María es la sede de la efusión
suprema de la gracia (cháris) del Señor, porque en ella está presente Dios mismo en el
Hijo que concibe y engendra. San Bernardo, en un texto famoso, impulsará
retóricamente a María a aceptar esta «gracia»: «El ángel espera tu respuesta, ¡María!
Estamos esperando también nosotros, oh Señora, este don tuyo que es don de Dios. En
tus manos está el precio de nuestro rescate...».
La primacía es, por consiguiente, divina; María –como escribirá san Ambrosio– no
es el Dios del Templo, sino el Templo de Dios. En ella brillan en plenitud la gracia

156
divina, la voluntad salvífica del Señor, su amor redentor. María es la nueva arca de la
alianza, envuelta en la nube, señal del misterio de Dios (Ex 40,35): «El Espíritu Santo
descenderá sobre ti y la fuerza del Altísimo te cubrirá con su sombra», le dice el ángel
Gabriel (Lc 1,35). En ella se tiene, por consiguiente, la presencia definitiva de Dios en la
historia humana. El relato de la anunciación es genuinamente teológico y cristológico.

Una nota final. La tradicional oración mariana del Ave María tiene, en todo caso, su raíz
propia en el texto lucano y posee su primer testimonio simbólico en la misma gruta de
Nazaret, llamada de la «anunciación», sede de un culto judeo-cristiano desde los
primeros siglos. Sobre una de las paredes se ha descubierto un grafito con esta
invocación en griego chaîre María, que significa precisamente «Alégrate,
María»,transformándose después en el Ave Maria [Dios te salve, María]latino del
rosario, la oración difundida desde el medievo y aún viva en nuestros días como la
oración mariana más popular.

157
2. «No conozco varón»
«María dijo al ángel:
“¿Cómo sucederá eso
puesto que no conozco varón?”»
– Lucas 1,34

El relato lucano de la anunciación a María presenta desde siempre un obstáculo en esta


respuesta que la «virgen, prometida con un hombre de la casa de David llamado José»
(Lc 1,27), dirige al ángel que le confía el encargo de engendrar al «Hijo del Altísimo»
(Lc 1,32). Sabemos que el verbo «conocer» puede aludir también al acto sexual en el
lenguaje bíblico. La réplica de María es fácilmente comprensible en el sentido más
inmediato. La mujer ha realizado hasta entonces el primer acto del complejo ritual
matrimonial judío, el del desposorio, que no presupone aún la convivencia.
Por tanto, la reacción de María es bastante lógica: al no «conocer» aún a su futuro
esposo (en sentido pleno), dado su estatus de «desposada», no podrá ahora concebir y
después engendrar. El ángel le responde especificando la modalidad del acontecimiento:
«El Espíritu Santo descenderá sobre ti y la fuerza del Altísimo te cubrirá con su sombra.
Por eso, aquel que nacerá será santo y llamado Hijo de Dios» (Lc 1,35). La procreación
de María prescinde del vínculo nupcial con José; de hecho, el relato paralelo de Mateo
(1,18), que ya hemos analizado, la presenta ya embarazada «antes de que vivieran
juntos». En este episodio también habrá un ángel que puntualizará la misma idea: «El
niño que es engendrado en ti procede del Espíritu Santo» (Mt 1,20).
Si tales son los datos evangélicos, ¿por qué se ha polemizado tanto en el pasado
sobre estas palabras de María? La preocupación era exaltar a la Virgen de tal modo que
ni se le pasara por la mente la posibilidad de un pensamiento o de un acto que no
estuviera en coherencia con su virginidad. Así, algunos Padres de la iglesia, como
Gregorio de Nisa, Ambrosio y Agustín, atribuyeron al presente «no conozco» un
significado de futuro: «no conoceré varón», no tengo la intención –ni en el matrimonio
con José– de tener relaciones sexuales, emitiendo así un voto de castidad perpetua.
Obviamente, en la narración lucana no hay huella de nada de eso.
Ahora bien, esto no significa que la virginidad de la madre de Cristo no ocupe el
centro del texto evangélico. El proyecto divino, revelado mediante el mensajero

158
angélico, excluye explícitamente que Jesús naciera de semen humano: Dios actúa en
María mediante su Espíritu haciéndola fecunda y dejándola encinta ya en aquel momento
epifánico. En esta perspectiva es bien diversa la situación de las dos mujeres
protagonistas del Evangelio de la infancia de Jesús según Lucas: Isabel es estéril,
implora tener un hijo y Dios se lo concede mediante el marido, Zacarías, y nace, así,
Juan; María es virgen y el hijo que tendrá es don divino en sentido absoluto, sin
mediación directa humana (José realizará solo la función extrínseca de padre legal).
El exegeta Raymond Edward Brown escribe al respecto: «En la anunciación del
nacimiento del Bautista nos encontramos ante un ardiente deseo de los padres que
sienten mucho la falta de un hijo. María, en cambio, es virgen, no ha vivido todavía con
el marido, no tiene esta humana y ardiente expectativa. Para ella se trata de una sorpresa.
No vemos aquí nada relacionado con la súplica por parte del hombre y con el
cumplimiento generoso por parte de Dios. Aquí nos encontramos ante la iniciativa de
Dios que sobrepasa cualquier cosa soñada por un hombre o por una mujer».

159
3. Una intricada cuestión cronológica
«Un decreto de César Augusto
ordenó que se hiciera el censo
de toda la tierra.
Este primer censo se hizo
cuando Quirino era gobernador de Siria.»
– Lucas 2,1-2

Se han escrito volúmenes enteros sobre este pasaje más parecido a un peñasco histórico
que a una piedra de tropiezo en el análisis crítico de los Evangelios. Nosotros nos
contentaremos solo con un breve comentario sintético. El único censo documentado de
Quirino (del que también habla el historiador del siglo I Flavio Josefo) se realizó en el 6-
7 d.C., cuando Jesús tendría unos doce años, si es verdad –como nos cuenta Mateo– que
nació bajo el reinado de Herodes el Grande, que murió en el 4 a.C. Como se sabe, el
cálculo del año del nacimiento de Cristo fue fijado de forma aproximada y errónea por el
monje escita Dionisio el Exiguo en el año 753 de la fundación de Roma.
¿Se confundió también Lucas con la datación de ese hecho? ¿O quiso imprimir al
nacimiento de Jesús un alcance universal situándolo en el contexto de un «censo de toda
la tierra» sin tener en cuenta la corrección histórica? Aquel censo del 6-7 d.C. tuvo
efectivamente un gran relieve en el área siro-palestinense, porque hizo del país una
provincia dependiente de Roma en sentido estricto. En varias ocasiones, además, hemos
notado que los evangelistas, aun narrando sucesos históricos, no se orientan por
rigurosas preocupaciones historiográficas.
Por consiguiente, podría concluirse, con un importante comentarista de Lucas,
Heinz Schürmann, que la conexión artificiosa errónea con el censo de Quirino pondría
para el evangelista, «el nacimiento de Jesús en relación con todo el imperio. En él se
cumple no solo la expectativa de los judíos, sino de toda la tierra. Se abre un horizonte
vasto como el mundo: se afirma la importancia universal del nacimiento de Jesús». Sin
embargo, no deja de sorprender que sea precisamente Lucas, el que más presta atención
al dato histórico en su Evangelio, quien sufra este equívoco.
Quizá una solución ulterior podría buscarse en la aposición con la que Lucas da una
precisión al censo: «este primer censo». Quirino, que entonces estaba en Siria como

160
regente de la legación romana (el legado Sancio Saturnino estaba librando una dura
guerra con los armenios), podría haber ordenado un censo administrativo en Palestina,
realizado según el método tribal y no residencial, un método más aceptable para los
judíos. Estaríamos en el año 7-6 a.C., correspondiente al nacimiento de Jesús. Cuando
llegó a ser legado romano de pleno derecho, Quirino ordenó un segundo censo de índole
más general y más sistemático, concretamente el del 6-7 d.C. Una y otra interpretación
del dato ofrecido por Lucas se revela posible, pero las dos dejan un halo de
incertidumbre cronológica sobre aquel evento que cambió la historia de la humanidad.

161
4. Alojamiento de Belén
«Dio a luz a su hijo primogénito,
lo envolvió en pañales
y lo puso en un pesebre,
porque no había lugar para ellos en el alojamiento».
– Lucas 2,7

La gruta, el buey y el asno, medianoche...: ¡ay, si en nuestro belén faltaran estos


elementos, que encierran en sí toda la atmósfera de la navidad y las emociones
bellísimas de una infancia quizá perdida...! Pero si recorremos las líneas del relato
evangélico de Lucas, nada se dice de todo esto que surgió libremente como una flor de la
tradición sobre un texto que es, en cambio, mucho más sobrio. Comentemos, pues,
algunos datos de la narración lucana.
El primero concierne a la sorprendente frase «hijo primogénito», que haría pensar
en otros hijos posteriores de María. Ya hemos tenido la ocasión de puntualizar que se
trata de una nota jurídica en la que se exalta la primogenitura, elemento capital en la
estructura familiar judía y en el eje hereditario. Es paradójico, pero –como hemos
comentado al respecto de un pasaje de Mateo (1,25)– en el mundo semítico puede
hablarse de una madre que muere de parto «dando a luz a su hijo primogénito».
La segunda nota nos lleva a la conjeturada gruta del nacimiento de Jesús. Sin
embargo, en el texto griego lucano se habla de un «alojamiento» (katályma), no de una
«fonda o posada» (pandochéion, en griego, como en la parábola del buen samaritano: Lc
10,34). Así pues, nos encontramos en una casa donde probablemente residían los
parientes de José, una casa ya ocupada en su habitación principal («alojamiento»). No
obstante, existía otro espacio posterior donde se metía a los animales en las noches frías;
a veces estaba excavado en la roca, pero no necesariamente, ni era imposible que en él
durmieran también personas. Esto explicaría, entonces, la presencia de aquel «pesebre»
(phátnē) en el que fue colocado el recién nacido Jesús.
Nos hallamos, por consiguiente, en un contexto familiar, común entre la gente de
condiciones modestas, sobre todo en un pueblo agrícola-ganadero como era el Belén de
entonces, cuya pomposidad de «ciudad de David», como la denomina Lucas (2,4), había
sido suplantada desde siempre por la de Jerusalén, a poca distancia. Sugerente, en

162
cambio, es el gesto apuntado por Lucas: María «envolvió en pañales» con premura
materna a su hijo. En el relato paralelo del nacimiento de Juan el Bautista se dice
simplemente que «Isabel dio a luz un hijo» en su casa, rodeada de la alegría de los
parientes (Lc 1,57-58).
Finalmente, ¿de dónde proceden el buey y el asno? Es probable, ciertamente, la
presencia de algún animal doméstico en aquel lugar de la casa, como hemos indicado
anteriormente. Pero la tradición ha introducido quizá este particular leyendo
alegóricamente, es decir, con una aplicación libre, un pasaje de Isaías en el que el Señor
se lamenta del embotamiento de su pueblo con esta expresiva comparación: «el buey
conoce a su propietario y el asno el pesebre de su dueño, pero Israel no conoce, mi
pueblo no comprende» (Is 1,3).

163
5. Gloria in excelsis
«Gloria a Dios
en lo más alto de los cielos
y en la tierra paz
a los hombres que él ama.»
– Lucas 2,14

Cuántas veces quien es practicante ha cantado en la misa el Gloria in excelsis, y en la


memoria de todos está incrustada indeleblemente su continuación que resalta la pax en la
tierra destinada a los hominibus bonae voluntatis. Esta última expresión es tan común
que prácticamente se ha convertido en un estereotipo para definir a los justos,
precisamente a los «hombres de buena voluntad». Puede, por consiguiente, sorprender
que la traducción del Evangelio de Lucas que se lee actualmente en la liturgia contenga,
a diferencia de la versión latina, la fórmula «paz a los hombres que él [Dios] ama», en la
que es evidente que la voluntad es la divina, no la humana.
Este himno, entonado por los ángeles en la noche natalicia, dirigido a los pastores
que, «pernoctando al raso velaban toda la noche por turnos su rebaño» (Lc 2,28), quiere,
en efecto, exaltar la gloria de Dios, es decir, su presencia eficaz que es trascendente («en
los cielos») pero también operativa en la historia mediante el don de la paz ofrecido a la
humanidad. Pues bien, en el original griego se habla sencillamente de los «hombres de la
eudokía». Este término se usa para designar el proyecto salvífico de Dios, por
consiguiente, su benevolencia, su amor. De forma didáctica podríamos parafrasearlo así:
«paz a los hombres que son objeto de la buena voluntad de Dios». Además, también en
los célebres manuscritos judíos de Qumrán, junto al mar Muerto, nos encontramos con
una fórmula hebrea análoga que exalta la «buena voluntad» de Dios de la que son
destinatarios los hombres.
Es interesante notar que, en el umbral de la pasión de Cristo, durante su entrada
triunfal en Jerusalén, la muchedumbre de sus discípulos cantará: «Paz en el cielo y gloria
en lo más alto de los cielos» (Lc 19,38). Comentaba el exegeta norteamericano Raymond
Edward Brown: «Es un toque lleno de encanto que la multitud de la milicia celestial
proclame la paz en la tierra, mientras que la multitud de los discípulos proclama la paz
en el cielo: los dos pasajes podrían llegar a ser casi un cántico responsorial». El himno

164
natalicio y el himno pascual se entrelazan en el tema de la paz, el šalom mesiánico,
celebrado ya en el Antiguo Testamento.
La paz bíblica, como bien sabemos, no es solo ausencia de guerra y de odio, sino
también plenitud de vida, de amor, de alegría. El mesías es por excelencia el «príncipe
de la paz» (Is 9,5). A los cristianos de Éfeso les recuerda Pablo que «Cristo es nuestra
paz», porque, al derrumbar el muro que separaba en el Templo de Jerusalén el «patio de
los israelitas» del «patio de los gentiles», es decir, de los paganos, ha hecho en sí mismo,
de dos pueblos, un solo hombre nuevo, creando entre ellos la paz (léase Ef 2,14-15). Y
es significativo que sean los pastores los primeros destinatarios de esta «anunciación»
natalicia, unos personajes que un tratado del Talmud, la gran colección de las tradiciones
y de las normas judías, consideraba impuros debido a su convivencia con los animales y
deshonestos por la violación de los límites territoriales durante sus migraciones y sus
paradas, y, por consiguiente, no aptos para ser jueces y testigos en los juicios (Sanhedrin
25b). Se prefiguraba ya el dicho de Jesús con respecto a los últimos destinados a ser los
primeros.

165
6. Signo de contradicción
«Él está aquí para la caída y la resurrección
de muchos en Israel,
y como signo de contradicción,
y también a ti una espada te traspasará el alma».
– Lucas 2,34-35

Quienes acogen a la modesta familia de Nazaret en el Templo de Jerusalén no son los


sacerdotes de alto rango, sino dos fieles ancianos, Simeón y Ana. El primero, «hombre
justo y piadoso que esperaba la consolación de Israel», es decir, al Mesías (Lc 2,25),
inspirado por el Espíritu Santo, proclama un oráculo de cuño profético que tiene como
destinatarios al recién nacido Jesús, que sostiene entre sus brazos, y a su madre María.
Como a menudo sucedía con los antiguos profetas de Israel, el tono es fuerte y el
contenido duro.
Para Jesús, Simeón usa, en el texto griego del Evangelio de Lucas, la definición
sēmeîon antilegómenon, «signo de contradicción». En torno a este niño ya se condensa
su futuro: ante él se confrontarán salvación y juicio, fe e incredulidad, «los pensamientos
de muchos corazones se pondrán al descubierto» (2,35). Un día, Jesús, ya adulto, diría:
«¿Pensáis que he venido a traer paz a la tierra? No, os digo, ¡sino división!» (Lc 12,51).
No se puede ser neutrales o indiferentes ante Cristo: es una piedra que puede convertirse
en la piedra angular de un edificio, pero que también puede ser piedra de tropiezo en la
que uno puede destrozarse (Lc 20,17-18).
Pero Simeón se dirige también de un modo inesperado a la madre de Jesús, con un
anuncio igualmente sombrío. En un cuadro de un maestro renano del siglo XIV,
conservado en Aquisgrán, una espada desciende de la cruz de Cristo y traspasa el
corazón de María. El símbolo de la espada, señal del juicio divino, era evocado por el
profeta Ezequiel (14,17), y, como comenta la Biblia de Jerusalén, María, «verdadera hija
de Sión, llevará en su vida el doloroso destino de su pueblo; con su hijo estará en el
centro de esta contradicción, en la que los corazones tendrán que manifestarse a favor o
en contra de Jesús». María está en el corazón de la batalla a favor o contra Cristo.
Este oráculo tendrá otras interpretaciones menos serias, como la de Orígenes, que
pensaba en la duda como espina clavada en la fe pura de María ante el aparente fracaso

166
del Hijo. Algunos, en la antigüedad, llegaban hasta el punto de imaginarse su muerte
violenta mediante el martirio. El hecho es que, a partir del siglo XIII, el corazón de
María aparece, en las representaciones, traspasado por una espada o por cinco, tantas
cuantas eran las llagas de Cristo crucificado. Al final, las espadas llegaron a ser siete,
dado el significado simbólico de plenitud vinculado por la Biblia a este número, pero
también según un antiguo listado devocional de los dolores marianos: la profecía de
Simeón, la huida a Egipto, la búsqueda de Jesús en el Templo entre los doctores de la
ley, el vía crucis, la crucifixión, el descendimiento de la cruz y la sepultura.
Amadeo de Lausana, monje cisterciense y obispo, que murió en 1159, afirmaba en
su Homilía V que «el martirio del corazón supera los tormentos de la carne. Es la corona
de este martirio del corazón la que conquistó la Virgen gloriosa, cuando, manteniéndose
abrazada a la cruz venerable de la pasión del Señor y Salvador nuestro, bebió el cáliz y
se embriagó de esta pasión, derramó el torrente del dolor y experimentó un sufrimiento
tal que nadie ha conocido nada igual».

167
7. María y José no comprenden
«Ellos no comprendieron
lo que les había dicho».
– Lucas 2,50

Cualquiera puede ser tentado a considerarla la travesura de un joven. En realidad, la


acción cometida por Jesús adolescente con sus padres, en la narración lucana, no tiene
nada de travesura juvenil. A los doce años (hoy a los trece) se celebra, en efecto, en el
judaísmo la ceremonia del bar-mitzvah, literalmente «el hijo del precepto», es decir, la
entrada oficial del hijo en la mayoría de edad religiosa; de hecho, es la primera vez que
puede leer la Torá, a saber, los primeros cinco libros de la Biblia, en un acto sinagogal
público.
Es más, el evangelista representa a Jesús «en el Templo, sentado en medio de los
maestros, mientras los escuchaba y les preguntaba», asombrándoles «por su inteligencia
y sus respuestas» (Lc 2,46-47). A María y José, que, como buenos padres, lo interpelan
con un tono de reprimenda («Hijo, ¿por qué nos has hecho esto? Mira que tu padre y yo
te buscábamos angustiados»), les responde con una frase a primera vista enigmática:
«¿No sabíais que debo ocuparme de las cosas de mi Padre?». La frase griega puede
también traducirse así: «¿No sabíais que debo estar en la casa de mi Padre?».
El lector de los Evangelios que ya conoce el misterio divino que se oculta en este
joven, ya mayor de edad, logra comprender esta referencia a otro Padre muy diferente de
aquel José que está allí, silencioso junto a su esposa María. Se trata del Padre celestial a
quien evocará otras veces ya de adulto (léanse, por ejemplo, Lucas 10,22; 22,29; Juan
20,17). Pero en aquel momento de desconcierto, ante una respuesta tan clara y sin
apelación, María y el padre legal de Jesús se sienten perdidos.
Y el evangelista Lucas registra su incomprensión con un verbo griego, syn-íemi,
que literalmente significa «unir»; se trata de poner conjuntamente cosas paradójicas o
diferentes para intentar explicarlas dándoles un sentido, por tanto, «comprenderlas». No
es mero azar que se repita dos veces que María «guardaba estas cosas en su corazón...
meditándolas [literalmente «poniéndolas juntas»]» (véase Lc 2,19 y 2,51), para descubrir
así el sentido profundo; lo que ahora, en el Templo de Jerusalén, no consigue hacer.

168
Hemos querido describir esta «incomprensión» de María y José también para
confortar a quienes se encuentran con frases evangélicas extrañas o bien oscuras e
incluso «piedras de tropiezo», es decir, que crean «escándalo» (como sabemos, este es el
significado del término de origen griego). También María y su esposo, casi ciertamente,
en la continuación de la vida del Hijo se encontrarán con episodios, palabras y
momentos oscuros vividos por él, arduos de entender en su sentido profundo.

169
8. Jesús, hijo de Adán
«Jesús tenía unos treinta años y era hijo,
como se pensaba, de José, hijo de Elí.».
– Lucas 3,23

Jesús está a punto de entrar en la escena pública. Tiene unos treinta años, reside en
Nazaret y es considerado hijo de José: precisamente de la expresión «como se pensaba»
surge la definición de «padre putativo» atribuida al esposo de María con respecto al hijo
legalmente asumido por él. Justo al inicio de la predicación de Cristo el evangelista
Lucas decide trazar su árbol genealógico, como había hecho Mateo (1,1-17) al
comienzo, pero de la vida física del niño. Como habíamos anticipado, considerando la
lista paralela de Mateo, las diferencias entre las dos genealogías son tantas que suscitan
más de una perplejidad.
Una perplejidad que en cierto modo desaparece al tener en cuenta el sentido más
simbólico-espiritual que histórico-documental de este género literario. En efecto, a través
de los eslabones genealógicos (77 en este caso) no se quiere tanto trazar con rigor
científico la secuencia de los ascendientes, cuanto el vínculo que el eslabón final tiene
con figuras de una historia más amplia y con personajes o acontecimientos
emblemáticos. Por eso Mateo, adoptando una genealogía «descendiente», parte de
Abrahán como raíz de la figura de Jesús judío según la carne. Lucas, en cambio, que
escribe a cristianos predominantemente paganos, elige la vía «ascendente» y hace
remontar a Jesús hasta Adán, abarcando así su fraternidad con la humanidad entera.
En síntesis, podríamos decir que las genealogías evangélicas de Cristo tienen el
objetivo de exaltar la encarnación del Hijo de Dios, bien en la historia humana (Adán) o
en la mesiánica de la salvación (Abrahán y David). Se traza, por tanto, una identidad más
religiosa que histórica, aun cuando, obviamente, se asumen para la construcción de la
serie genealógica varias figuras reales que han marcado la aventura del pueblo en el que
se inserta Cristo. Las dos versiones genealógicas de Mateo y Lucas no exigen de por sí
un análisis historiográfico, salvo en la investigación crítica, porque su meta no es ofrecer
el carné de identidad civil del personaje central, sino su carné de identidad teológico.

170
Jesús es al mismo tiempo «hijo de Adán e Hijo de Dios», como expresan los
últimos eslabones del ascenso a través de los siglos realizado por Lucas (3,38). La
relevancia de Cristo, por consiguiente, no está destinada solo al pueblo judío, sino que se
extiende universalmente también en la historia humana, más allá del itinerario dentro del
tiempo de un pueblo concreto, es decir, de Israel.
Un dato curioso se encuentra en el abuelo «oficial» de Jesús. En efecto, si leemos la
secuencia mateana encontramos el nombre de un tal Jacob («Jacob engendró a José, el
esposo de María); Lucas, en cambio, nos presenta un Elí, no mejor conocido («José, hijo
de Elí»). El bisabuelo, sin embargo, es común en ambas genealogías, aunque con una
leve variante del nombre: Matán en Mateo (1,15) y Matat en Lucas (3,24). Diversidad y
coincidencia que confirman la fluidez histórica de este y de otros árboles genealógicos
que encontramos en la Biblia.

171
9. Del aplauso al ataque
«Todos estaban maravillados
de las palabras de gracia que salían de sus labios...
Todos se llenaron de indignación.
Se levantaron y lo echaron fuera...»
– Lucas 4,22.28-29

En la modesta sinagoga de su pueblo, Nazaret, Jesús hace un discurso que para Lucas
resulta programático. Partiendo de una cita del profeta Isaías, Cristo se presenta como
consagrado por el Espíritu divino para llevar a cabo la misión de «evangelizar a los
pobres, anunciar a los prisioneros la liberación, el don de la vista a los ciegos, liberar a
los oprimidos e inaugurar el año de gracia del Señor» (Lc 4,18-19; Is 61,1-2). Es curioso
notar que la cita isaiana está truncada, porque se excluye la dura frase posterior:
«inaugurar un día de venganza para nuestro Dios».
Jesús ha venido para anunciar la «buena noticia» («evangelizar», en griego). Es
lógico el aplauso que estalla en el auditorio, que, no obstante, se asombra por la posterior
afirmación de aquel para ellos sigue siendo solo «el hijo de José»: «Hoy se cumple
plenamente la Escritura que habéis escuchado» (Lc 4,21). Sorprende el hecho de que
Jesús prosiga su predicación y que asistamos a un extraño cambio de humor de la
muchedumbre, que del aplauso pasa al ataque, hasta el punto de empujar al orador
arrastrándole hasta una sima que se abría en las cercanías del pueblo con la intención de
arrojarlo a ella.
Muchos especialistas piensan que Lucas fusionó dos episodios distintos. Un primer
pasaje narraba la visita a la sinagoga de Nazaret con el éxito de Cristo, a comienzos de
su ministerio. Un segundo texto, en cambio, contaba la incomprensión y el rechazo
posteriores, después de que la predicación de Jesús se hubiera extendido por toda la
región generando reacciones fuertemente hostiles, como encontramos en numerosas
páginas evangélicas. Sin embargo, este cambio de humor tan inesperado podría
justificarse también manteniendo unido el episodio y el texto lucano.
En efecto, Jesús continúa su discurso, y, como podrá leerse en el pasaje completo
de Lucas (4,23-27), amplía el horizonte de su misión, evocando los precedentes de los
profetas Elías y Eliseo que salvaron también a algunos paganos. Por eso él se presenta no

172
solo como Mesías para Israel (y esto suscita ya cierta problemática, si es verdad que
Jesús cita el proverbio irónico «médico, ¡cúrate a ti mismo!»), sino también como
salvador más allá de sus fronteras, superando el estrecho perímetro de su pueblo y de su
patria.
En todo caso, tanto en una como en la otra interpretación, es verdad lo que dice la
Biblia de Jerusalén en su comentario: «De este texto complejo, Lucas ha sabido extraer
una página admirable, que ha conservado al comienzo del ministerio como una escena
inaugural, y donde esboza, en un esquema simbólico, la misión de gracia de Jesús y el
rechazo de su pueblo».

173
10. El vino añejo
«Nadie que bebe el vino añejo
desea el nuevo, porque dice:
“¡El añejo es el bueno!”»
– Lucas 5,39

Si la viña es símbolo de Israel (véase, por ejemplo, Isaías 5,1-7 o el Salmo 80), el vino es
para la Biblia un signo ambivalente. Es ante todo una expresión de fiesta y de alegría,
porque «alegra el corazón del hombre» (Sal 104,15). La era mesiánica es pintada con
imágenes «enológicas»: «Llegarán días en los que de los montes destilará vino nuevo y
rezumará por las colinas» (Am 9,14); «Preparará el Señor de los ejércitos un banquete de
vinos excelentes, de manjares suculentos, de vinos exquisitos» (Is 25,6).
A partir de Noé, el vino es en la Biblia una realidad capaz de generar alegría, amor,
amistad, fiesta. Pero no carece de riesgos y el mismo Noé lo confirma con su borrachera
vulgar y humillante (Gn 9,20-21). Nosotros abordaremos solamente dos pasajes muy
elocuentes de la literatura sapiencial. El primero es del Sirácida, sabio judío del siglo II
a.C.: «No te hagas el valiente con el vino, que a muchos ha tumbado el alcohol... ¿A
quién da vida el vino? Al que lo bebe con moderación. ¿Qué vida es esa cuando falta el
vino, que fue creado desde el principio para alegrar? Alegría, gozo y euforia es el vino
bebido a su tiempo y con moderación; dolor de cabeza, tartamudez, afrenta es el vino
bebido con pasión e irritación.
Mucho licor enreda al necio: lo deja sin fuerzas y lleno de heridas» (Eclo 31,25-30).
El otro pasaje debe leerse íntegro en el libro de los Proverbios (23,29-35) por su
extraordinaria expresividad y eficacia. Nosotros citamos solo algunos versículos: «No
mires al vino cuando rojea y lanza destellos en la copa; se desliza suavemente, al final
muerde como culebra y pica como víbora. Tus ojos verán maravillas, tu mente imaginará
absurdos; estarás como quien yace en alta mar o yace en la punta de un mástil...» Nos
detenemos aquí, pero no sin haber observado que a Jesús le gustaba el vino, hasta el
punto de merecerse, como ya hemos visto, el epíteto «borracho» (oinopótēs, en griego)
por parte de sus detractores (Mt 11,19).

174
Él, sin embargo, irá más allá al asignar a esta realidad un valor inédito cuando, en la
última cena, lo asuma como señal de su sangre. Pero ¿qué significa la frase evangélica
que hemos propuesto anteriormente? Sigue a una reflexión de Jesús sobre el vino nuevo
que debe conservarse en odres nuevos, porque los viejos se romperían (Lc 5,37-38).
Alude a su mensaje tan nuevo que quiebra los viejos esquemas de la tradición judía. En
esta línea debe interpretarse el pasaje citado, que, así, resulta menos extraño y remite a
algo más que a una cuestión gastronómica, por lo demás un tanto «heterodoxa».
Jesús ha venido entre la gente ofreciendo un vino nuevo que resulta desagradable a
quienes tienen el paladar habituado al vino añejo de la Ley y de aquellas normas del
judaísmo tradicional que la interpretan. Ellos, en efecto, rechazan el sabor que tiene el
vino innovador del mensaje de Cristo y repiten: «El vino añejo, ¡este sí es agradable!».
Se refleja en esta frase del Jesús de Lucas también la convicción personal del
evangelista, discípulo de san Pablo, y, como él, testigo del rechazo que muchos estratos
del judaísmo habían manifestado contra el «vino nuevo» del mensaje cristiano.

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11. ¿Misericordiosos o perfectos?
«Sed misericordiosos,
como es misericordioso vuestro Padre».
– Lucas 6,36

Muchos se preguntarán: ¿qué dificultad puede haber en una frase tan bella, clara e
incisiva como esta, que, especialmente, se armoniza perfectamente con el mensaje y con
el comportamiento constante de Jesús? Además, es coherente con la línea ética
dominante del Evangelio de Lucas, que, como sabemos, Dante definió en su obra
Monarchia como el scribamansuetudinis Christi. En realidad, se trata de una cuestión de
corte crítico que puede tener también redundancias teológicas. De hecho, si
confrontamos este pasaje con el paralelo de Mateo, nos encontramos con una sorpresa.
En ese Evangelio la redacción de la frase es, en cambio, esta: «Sed perfectos como es
perfecto vuestro Padre celestial» (5,48).
Además, el contexto es más bien homogéneo entre los dos evangelistas, porque
también en Mateo encontramos un discurso de Jesús con numerosos contenidos afines.
Y, sin embargo, justo esta aparente semejanza revela una avalancha de diferencias que
hemos ya evocado parcialmente cuando hemos comentado las bienaventuranzas del
discurso de la montaña presente en el Evangelio de Mateo con respecto a la perícopa
paralela de Lucas.
De hecho, en lugar de una montaña el discurso de Jesús es ambientado por Lucas en
una «llanura» (6,17); las bienaventuranzas lucanas son cuatro con respecto a las nueve
de Mateo; son más directas («Bienaventurados, vosotros, los pobres...») y se asocian a
cuatro maldiciones antitéticas («¡Ay de vosotros, oh ricos...!»); adquieren un colorido
más social (se omite, por ejemplo, la especificación «en espíritu» con relación a los
«pobres» de la primera bienaventuranza mateana); el discurso que las contiene es mucho
más breve y conserva solo pasajes dedicados al tema de la misericordia. Si Mateo traza
un programa global para el discípulo, Lucas describe el vuelco de las situaciones
instaurado por Cristo.
Un iceberg de preguntas que podemos resumir un tanto brutalmente así: ¿qué dijo
realmente el Jesús histórico? O bien, ¿cuál de los dos evangelistas está más cerca del

176
original? Obviamente, no podemos presentar aquí la compleja investigación realizada
por los exegetas con respecto a esta doble redacción de un mensaje que, no obstante,
revela una base común. No contentaremos con corroborar un principio que es
constantemente confirmado en los Evangelios y que ya hemos presentados más veces.
La fidelidad de los evangelistas es genuina, pero no es material ni literal con
respecto a los dichos y los hechos de Jesús ni con relación a las tradiciones y recuerdos
usados por ellos en la elaboración de los textos evangélicos. Se trata, en efecto, de una
fidelidad móvil y dúctil, adaptada a los contextos a los que se dirige cada Evangelio,
interpretada a la luz de la fe e iluminada por la experiencia pascual. El género literario de
los «Evangelios» es singular precisamente por este amasijo entre historia y fe. En este
punto, centramos brevemente la atención sobre la frase en cuestión.
Según los especialistas, la más cercana a la declaración original de Cristo es la
redacción de Lucas, que presenta un dicho (lógion, en griego) apreciado y temáticamente
constante en la predicación de Jesús, a saber, la misericordia. Mateo, en cambio, adaptó
la frase a su redacción general del discurso de la montaña, que recoge y unifica diversas
intervenciones de Jesús. El evangelista quiere resaltar sobre todo la radicalidad, la
totalidad y la índole absoluta de la elección que Cristo exige a su discípulo, precisamente
la de ser «perfectos» como lo es Dios, en un dinamismo continuo e «in-finito» de la vida
espiritual.

177
12. Una santa «calumniada»
«Estaban con Jesús los doce y algunas mujeres...
María, llamada Magdalena, de la que
habían salido siete demonios».
– Lucas 8,1-2

La historia del arte ha querido bordar muy libremente imágenes eróticas en torno a la
figura de María oriunda del pueblo de Magdala (junto al lago de Tiberíades). En efecto,
la ha retratado a menudo semivestida o desnuda, cubierta solo con largos y suaves
cabellos, incluso cuando la representaba como penitente, como vemos en el lienzo de
Tiziano en Palazzo Pitti o en las varias «Magdalenas» de Guido Reni, retomadas en
réplicas o copias. Pero esta mujer –que seguirá a Cristo hasta el pie de la cruz y que lo
encontrará en la mañana de Pascua en el cementerio de Jerusalén donde había sido
sepultado (Jn 20,11-18)– ¿era realmente una prostituta convertida?
Si nos atenemos al texto de Lucas que hemos citado, encontramos solo esta
anotación: de ella Jesús había hecho «salir siete demonios». Más o menos algo parecido
se dice de las otras figuras femeninas que constituyen, con los doce, el séquito de Cristo:
«Algunas mujeres que habían sido curadas de espíritus malo y de enfermedades». Ahora
bien, sabemos que frecuentemente en la Biblia no se distingue claramente entre
enfermedad y posesión diabólica. Por ejemplo, como ya hemos visto, el joven que cura
Jesús al pie del monte de la transfiguración revela claramente los síntomas de la
epilepsia, pero los evangelistas hablan de un «demonio» o de un «espíritu impuro» (Mt
17,14-21; Mc 9,14-29; Lc 9,37-43).
El nexo entre pecado y enfermedad, que aflora a menudo en el Antiguo Testamento,
favorecía esta confusión, pero a nosotros no nos permite identificar a un enfermo con un
endemoniado. Ahora bien, en el caso de la Magdalena, Lucas habla de su liberación de
nada menos que de siete demonios. Se puede, por eso, conjeturar una forma grave de
posesión diabólica o más simplemente –por la razón antes aducida– de una enfermedad
grave y particular (el siete es un número simbólico que indica plenitud) de la que Jesús la
habría liberado.
Llegados a este punto, es legítimo preguntarse: ¿por qué se ha pensado que este
estado de mal estaba vinculado a la prostitución? La respuesta será un tanto sorprendente

178
para muchos, porque se relaciona no tanto con el texto citado, cuanto con su contexto.
En el capítulo anterior, totalmente independiente, se narra, en efecto, el episodio que se
desarrolla en la casa un jefe de los fariseos llamado Simón, que había invitado a Jesús
(Lc 7,36-50).
En él aparece efectivamente en la escena «una pecadora de aquella ciudad», que
manifiesta, sin embargo, un espíritu de arrepentimiento y de humanidad superior al de
los biempensantes que están en la mesa con Simón.
A partir de esta simple proximidad narrativa extrínseca se aplicó la etiqueta de
prostituta a María de Magdala, identificada sin fundamento alguno con aquella
«pecadora». Al final, se trata de una calumnia que, en todo caso, nunca pasó por la
mente de Jesús. Él, de hecho, quiso que le siguiera, hasta la cima suprema de su vida
terrenal y su entrada en la gloria pascual.

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13. Dar y tener
«A quien tiene, se la dará;
pero a quien no tiene se le quitará también lo que cree tener».
– Lucas 8,18

¿Cede Jesús con esta declaración a la lógica de la acumulación propia del capitalismo
salvaje? La frase es bastante extraña en labios de aquel que siempre ha exaltado la
separación de las riquezas, que ha estado en compañía constante de quien era indigente,
que no poseía ni siquiera una piedra como cabezal. Sin embargo, los Evangelios repiten
hasta cinco veces esta frase, aun cuando lo hagan con variaciones. Nosotros hemos
elegido las palabras recogidas por Lucas después de la parábola del sembrador (e igual
hacen también Marcos y Mateo). Una declaración análoga se pone como sello de la
parábola de los talentos (Mt 25,14-30) o de las minas, que eran monedas de oro (Lc
19,12-27): «A quien tiene, se le dará y en abundancia; pero a quien no tiene, se le quitará
también lo que tiene» (Mt 25,29).
Ciertamente, la experiencia básica de la que parte Jesús es probablemente de tipo
económico, pero la transfigura en un símbolo adaptándola a una lección de corte moral.
Lo vemos claramente en la parábola de los talentos: quien tenía diez y los había
explotado bien recibe también el único talento del administrador inerte e inepto. Dicho
de otro modo, no basta recibir los dones divinos, guardarlos y gozarlos; es necesario
responder con el compromiso personal, transformándolos y poniéndolos por obra. Gracia
divina y libertad humana deben estar en sinergia.
Significativa es la precisión de Lucas: la persona indiferente y perezosa pierde
«también lo que cree tener». El don divino no es una piedra preciosa para guardarla en
un cofre, sino que es una realidad viva, una cualidad personal. Si se deja parada y
estática, lentamente se desvanece, se disuelve y solo queda el vacío en el alma.
Interesante es también el vínculo con la parábola del sembrador y con la enseñanza de
Jesús en general, un vínculo subrayado por los tres evangelistas sinópticos que insertan
el dicho de Cristo justo en el discurso en parábolas.
Lucas, de hecho, precede la frase citada con esta exhortación: «Prestad atención al
modo en el que escucháis». Quien tiene un corazón, una mente y un oído abierto y con

180
gran disponibilidad a la comprensión y a la acogida de la palabra de Dios, recibirá un
don grandioso. Su existencia será plena, mientras que quien tiene un corazón tacaño y
mezquino se convertirá en una persona más miserable y vacía, perdiendo también la
ilusoria posesión que tiene dentro de sí, estéril como una gélida joya. Un corazón rico de
sensibilidad, de voluntad, de amor, de adhesión, se amplía en un extraordinario
florecimiento y abundancia; un corazón encerrado en sí mismo se empobrece cada vez
más, se debilita y lentamente deja de latir.

181
14. Una cruz cada día
«Quien quiera venir detrás de mí,
niéguese a sí mismo,
tome su cruz cada día y sígame».
– Lucas 9,23

También en este caso, como en otros ya estudiados, algún lector se preguntará: ¿dónde
está la dificultad en una frase que hemos escuchado tantas veces en las predicaciones sin
suscitarnos problema alguno, entre otras razones porque no son pocas las cruces que
tenemos que llevar cada día? Hemos querido proponer este lógion –como lo denominan
los especialistas–, es decir, este «dicho» lapidario de Jesús, para mostrar realmente lo
minuciosa que debe ser nuestra lectura de los textos bíblicos, para no perder la riqueza
de sus iridiscencias temáticas y de sus matices. Partamos primeramente de la frase
pronunciada por Cristo.
La expresión «venir detrás de mí» (opísō mou érchesthai, en griego) designa el
seguimiento del discípulo que debe tener como emblema de imitación a su maestro y
Señor, avanzado en la vida sobre su mismo sendero. Este itinerario comprende dos
decisiones. La primera es «negarse a uno mismo», es decir, abandonar el egoísmo y el
interés personal. Es lo que no hará en aquella noche dramática san Pedro, que, en lugar
de «negarse a sí mismo», «niega» a su Señor (Mt 26,69-75; Lc 22,54-62).
La segunda elección es ponerse en camino sobre la ardua subida del calvario,
dispuesto a ser coherente hasta el final, sacrificando todo, incluso la misma vida. Mateo
presenta, de hecho, este dicho de Jesús así: «Si alguno quiere venir detrás de mí,
niéguese a sí mismo, tome su cruz y me siga» (16,24). Como es evidente, se evoca la
crucifixión; dicho de otro modo, el evangelista, que escribe a los fieles de una
comunidad cristiana criticada y perseguida, hace aparecer ante sus ojos también el riesgo
del martirio, una elección extrema que debe hacerse siguiendo a su Señor.
El contexto en el que Lucas se mueve es diferente: los cristianos son pobres y pasan
por graves dificultades en la existencia diaria. De ahí la variación que introduce para
aplicar la frase de Jesús a la experiencia que están viviendo sus lectores: el discípulo
«tome su cruz cada día y me siga». Este «cada día» es significativo porque evoca el
compromiso que debe asumirse en las vicisitudes diarias. La «cruz» se convierte en el

182
símbolo de todas las pruebas, los esfuerzos, los sacrificios, los sufrimientos que oprimen
la vida y que el cristiano acoge con fidelidad y constancia como señal de su adhesión-
seguimiento de Jesús.
Es una especie de ley evangélica importante; de hecho, más adelante Cristo la
corrobora: «Aquel que no lleva su cruz y no viene detrás de mí, no puede ser discípulo
mío» (Lc 14,27). Y no se dice que sea menos comprometido llevar la propia cruz cada
día que el acto extremo del martirio. En cierto modo, es lo que decía Pirandello en su
drama El placer de la honestidad (1917): «Es mucho más fácil ser un héroe que un
hombre de bien. Héroe se puede ser una vez; hombre de bien se debe ser siempre».

183
15. La «cara dura» de Jesús
«Mientras se cumplían los días
en los que sería elevado a lo alto,
él endureció su rostro
encaminándose hacia Jerusalén».
– Lucas 9,51

Frase tortuosa y oscura, esta de Lucas, que nosotros hemos dejado parcialmente en el
tenor griego original. Recordemos, ante todo, que aquí –de acuerdo con la estructura del
tercer Evangelio– comienza la larga marcha que conducirá a Jesús a la ciudad de su
destino terreno final y que ocupará casi diez capítulos del relato lucano (de 9,51 a 19,28).
Un viaje, ciertamente, geográfico-espacial, pero también, y sobre todo, simbólico-
espiritual. El evangelista define desde el principio la meta y la expresa con una sola
palabra griega, análēmpsis, que hemos traducido de modo explicativo por «ser elevado a
lo alto».
La antigua versión latina, la Vulgata de san Jerónimo, contenía simple y
literalmente dies assumptionis, es decir, «los días de la asunción/ascensión» del
Resucitado, un acontecimiento que Lucas describe al final de su Evangelio (24,50-53) y
al comienzo de su segunda obra, los Hechos de los Apóstoles (1,1-11). Efectivamente, la
ascensión al cielo es un modo de representar la gloria de la resurrección; la humanidad
de Cristo ha tenido su revelación suprema en la muerte y la sepultura; su divinidad se
muestra nuevamente en su esplendor con la «asunción» al cielo, que es el signo de la
infinitud y la eternidad de Dios.
El evangelista Juan, sin embargo, ve esta epifanía divina del Hijo mientras está en
la cruz: «Cuando sea levantado de la tierra, atraeré a todos a mí» (Jn 12,32; léanse
también estos otros pasajes joánicos: 3,14-15 y 8,28). Por eso podemos decir que la meta
última del itinerario de Jesús en Jerusalén es el calvario, es decir, la muerte y la
resurrección, y el monte de los Olivos o de la ascensión. Para llegar a este punto final
decisivo, en el que se revelarán en plenitud la humanidad de Cristo y su divinidad, es
necesaria una elección intensa y radical de Jesús.
Esta es formulada en el griego original de Lucas con una expresión curiosa: Jesús
«endureció su rostro», o, si queremos usar otra expresión cercana a nuestro lenguaje,

184
«plantar cara a». La locución, que es algo semejante a la nuestra cuando hablamos de
una «decisión férrea», refleja en realidad el vocabulario profético, en particular el de
Ezequiel, que, en varias ocasiones, usa la imagen «fijar la cara hacia Jerusalén» (Ez
21,7), mientras el Señor le dice: «Mira, te doy una cara endurecida como su cara [de la
casa de Israel]» (Ez 3,8).
Estamos, por consiguiente, ante un punto de inflexión en la vida de Cristo: él,
partiendo de la profecía que es casi la lámpara que ilumina su misión, se dispone a
realizar la voluntad del Padre con una elección determinada y consciente. No es víctima
resignada de eventos exteriores que lo superan y lo condicionan. Jesús sabe que, dentro
de los juegos de poder que forman la historia, se devana un proyecto superior del que él
es protagonista. Y Jerusalén es la ciudad del «cumplimiento» de este plan de muerte y de
vida, de sufrimiento y de gloria, de mal y de redención, que él acoge y lleva a cabo con
determinación y firmeza.

185
16. Lo único necesario
«Marta, Marta, te afanas y te agitas por muchas cosas...
María ha elegido la mejor parte».
– Lucas 10,41-42

Jesús es acogido cordialmente en la casa de una familia amiga. Es una escena de


serenidad y de paz que varios pintores han querido recrear en sus lienzos, desde
Tintoretto en 1576 (Alte Pinakothek de Múnich), pasando por Velázquez en 1618
(National Gallery de Londres) y Vermeer en torno a 1655 (Scottish National Gallery de
Edimburgo), hasta Overbeck en 1815 (Nationalgalerie, Berlín). Solo el evangelista
Lucas (10,38-42) nos narra este episodio que presenta a dos mujeres, Marta y María,
mientras que Juan introducirá otra escena paralela pero diferente, en la que aparecen las
dos mujeres con la misma actitud, que describiremos más abajo (12,1-11). En la
narración joánica, sin embargo, no solo se indica la localidad, Betania, un suburbio de
Jerusalén, sino que también se hace emerger la figura del hermano, Lázaro, que había
sido destinatario de una intervención extraordinaria de Cristo: como sabemos, le había
devuelto la vida (Jn 11,1-45).
Pero regresemos al episodio descrito por Lucas. Sabemos lo que sucede entre
aquellas paredes: Marta actúa de dueña de casa (no se menciona a Lázaro), y se implica
inmediatamente en los cálidos ritos de la hospitalidad, una realidad muy sentida y vivida
en Oriente. La hermana María, en cambio, se entretiene escuchando al invitado. Las
palabras que Jesús reserva a Marta, molesta por la falta de colaboración de la hermana,
dan a la escena un valor simbólico, interpretado por la tradición como la representación
de dos modelos de vida, la activa y comprometida en el ámbito social, y la contemplativa
y mística. La primera habría sido devaluada por la respuesta de Jesús a favor de la
segunda.
Incluso el poeta francés Paul Claudel, en su drama L’Échange(1894 [El
intercambio]), dará el nombre de Marta a la protagonista humilde y laboriosa haciéndola
el emblema de la entrega a la familia, a la existencia cotidiana, a los compromisos
concretos. En realidad, las cosas no son lo que parecen cuando profundizamos en el texto
evangélico, partiendo de las palabras de Cristo que suenan así: «Marta, Marta, tú te

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afanas y te agitas por muchas cosas, pero de una sola cosa hay necesidad [otros códices
antiguos presentan en cambio este texto: «pero hay necesidad de poco, es más, de una
sola cosa]. María ha elegido la parte mejor, que no le será quitada».
Pues bien, en el relato de Lucas se dice que Marta «estaba toda entregada», casi
«distraída» debido al servicio al que se había dedicado totalmente. He aquí la clave para
comprender la puntualización de Jesús. Marta se ha dejado absorber completamente por
las cosas exteriores. María, en cambio, encarna el modelo del discípulo, que, en
cualquier contexto, está a la escucha de la palabra divina y mantiene siempre el timón
dirigido hacia «la parte mejor» y fundamental. Dicho en términos generales. El trabajo
en sí no aleja de Dios y del espíritu (Jesús con toda su predicación, curaciones,
encuentros y escuchas, ¿no era quizá también un «activo»?), sino la alienación en la
acción, en ser capturados totalmente por las cosas, sin ninguna actitud interior, implícita
o explícita, dirigida hacia Dios, una especie de canal íntimo abierto hacia él.

187
17. El «Padrenuestro» de Lucas
«Padre,
santificado sea tu nombre,
venga tu reino...»
– Lucas 11,2

Todos los cristianos conocen de memoria la oración que Jesús enseñó a sus discípulos.
Pero si abren el Evangelio de Lucas, en lugar de dirigirse al Padre celestial con siete
invocaciones, se encuentran solo con cinco y no totalmente coincidentes con las
fórmulas que repiten en sus oraciones o en la liturgia: «Padre, santificado sea tu nombre,
/ venga tu reino, / danos cada día nuestro pan diario, / y perdona nuestros pecados, pues
también nosotros perdonamos a todos nuestros deudores, / y no nos abandones a la
tentación» (Lc 11,2-4).
Pues bien, habitualmente se conoce de memoria la versión más amplia del
evangelista Mateo (6,9-13), que, probablemente, refleja una adaptación al uso que ya se
hacía de la oración de Jesús en la comunidad cristiana de los orígenes y en su liturgia.
Esta variación, que no afecta a la esencia de la oración, es la confirmación de un
elemento fundamental para comprender los Evangelios. Como hemos repetido en varias
ocasiones, ellos, aun refiriéndose a datos históricos, no son manuales historiográficos en
sentido estricto, ni biografías rigurosas, ni mucho menos actas de los hechos o dichos de
Cristo. Los evangelistas asumen los eventos transmitidos por testigos (como sucede para
Marcos y Lucas) o vividos por ellos mismos (como en el caso de Mateo o Juan) y los
ordenan en una trama, refieren las palabras de Jesús adaptándolas a su auditorio,
actualizándolas y encarnándolas en nuevos contextos.
Su fidelidad, por consiguiente, es dúctil y su finalidad última no es tanto la
reconstrucción histórica en sentido académico, sino el anuncio de la historia de la
salvación. Así, Mateo inserta el Padrenuestro en el discurso de la montaña, que recoge
varias intervenciones pronunciadas por Jesús en diversos momentos y desarrolla un
mini-catecismo sobre la oración (léase 6,5-9, que precede al Padrenuestro). Lucas, en
cambio, hace brotar el «Padre» (Lucas solo presenta la invocación escueta Pater, que
parece reflejar el arameo ’abba’, «papá», tan apreciado por Jesús) de una pregunta de
uno de los discípulos, que le pide a Jesús una oración distintiva para su comunidad, así

188
como los discípulos del Bautista u otros grupos religiosos de la época se distinguían
mediante una oración-símbolo, semejante a un estandarte para ser reconocidos.
Como decíamos, las cinco invocaciones de Lucas son quizá la forma original del
Padrenuestro enseñada por Jesús, antes de las adiciones introducidas por el uso
comunitario y recogidas por Mateo. Lucas, no obstante, ha hecho las invocaciones más
comprensibles en su formulación también para sus interlocutores, que eran cristianos no
de origen judío sino pagano. Por eso leemos en lugar de «perdona nuestras deudas»,
como en Mateo, una expresión más clara «perdona nuestros pecados». En la lengua
usada por Jesús, el arameo, los pecados se denominaban precisamente hobáin, «deudas»
nuestras con relación a Dios. La realidad profunda de la oración que Cristo quiso
enseñarnos se mantiene, por consiguiente, intacta, a pesar de la diversidad redaccional de
los dos evangelistas.

189
18. ¿Un huevo o un escorpión?
«¿Qué padre entre vosotros...
si el hijo le pide un huevo
le dará un escorpión?»
– Lucas 11,11-12

La frase completa de Jesús, que abordamos ahora, comienza con una imagen más bien
diáfana para describir el amor del Padre celestial que se preocupa por sus hijos, aunque
no siempre como ellos quisieran debido a sus pensamientos no del todo perfectos.
Encontramos, en efecto, esta expresión: «¿Qué padre entre vosotros, si el hijo le pide un
pez, le dará una serpiente en lugar del pez?». La imagen tiene su sentido: la anguila, por
ejemplo, se asemeja mucho a una culebra, así como muchos peces sutiles y flexibles
evocan la forma y el movimiento de las serpientes. El evangelista Mateo añade otra
imagen, igual de coherente: «¿Quién de vosotros, al hijo que pide pan, le dará una
piedra?» (Mt 7,9). Un guijarro pulido y una hogaza pueden asemejarse.
Pero, ¿qué sentido tiene, en cambio, la comparación que Lucas introduce entre un
huevo blanco y redondeado y un animalillo negruzco como nuestro escorpión? Pues
bien, la respuesta, una vez más, como en otros casos, debe buscarse en el ambiente
natural en el que Jesús vive y habla. De hecho, a él le gusta evocar (y sus parábolas son
un testimonio evidente) peces, ovejas, perritos, pájaros, serpientes, buitres, polillas,
asnos, bueyes, y otros elementos del paisaje en el que trabajan sus destinatarios,
lógicamente sin detenerse en la zoología, sino interesándose también por la botánica
(semillas, cizaña, grano, viñas, higos, mostaza, lirios, robles, cañas, etc.).
Ahora bien, el escorpión (‘akrab, en hebreo, skorpíos, en griego) cuenta en Tierra
Santa y en Siria con una docena de especies diversas de diferentes colores, amarillos,
marrones, negros, rojos, a rayas y sobre todo blancuzcos. Estos últimos, que pueden
llegar a tener incluso 15 cm de largo, cuando se ovillan sobre sí mismos, escondiéndose
en los pedregales del desierto, asumen precisamente la forma de un huevo pequeño y
pueden por eso inducir a engaño, y, por consiguiente, picar con su aguijón venenoso,
que, aunque no es mortal, sí es doloroso y molesto. Vemos así explicada la comparación
de Jesús, que, en consecuencia, pierde su aparente carácter paradójico o incoherente.

190
Quisiéramos añadir ahora la aplicación de la comparación que es
sorprendentemente diversa en Mateo y Lucas. El primer evangelista, en efecto, concluye
más directamente: «Si vosotros, que sois malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos,
cuánto más vuestro Padre que está en los cielos dará cosas buenas a quienes se lo pidan»
(Mt 7,11). Lucas, en cambio, dice: «... cuánto más vuestro Padre del cielo dará el
Espíritu Santo a quienes se lo pidan» (11,13). Una vez más, se demuestra cómo los
evangelistas no son meros transmisores de las palabras de Jesús, sino que tratan de
ahondar y descubrir en ellas el sentido profundo y la aplicación para la vida. En este
sentido, el don del Espíritu Santo, que transforma el ser entero del fiel, ¿no es quizá «lo
bueno» por excelencia?

191
19. El signo de Jonás
«Como Jonás fue un signo para los de Nínive,
así también el Hijo del hombre
lo será para esta generación».
– Lucas 11,30

Todos conocemos la aventura de Jonás, profeta rebelde a la llamada divina, que, en lugar
de ir para Nínive, la detestadaciudad enemiga de los asirios, para anunciar la palabra de
Dios, se embarca para las antípodas, Tarsis, quizá el actual Gibraltar. Famosa, también
por su uso en la historia del arte, ha llegado a ser su dramática experiencia en el vientre
de un cetáceo y la posterior liberación. Evidentemente, estamos en presencia de una
parábola que tiene la finalidad de exaltar la apertura universalista (también los paganos
asirios pueden convertirse) a menudo presente en la predicación profética.
Jesús asume, por consiguiente, el símbolo de Jonás, pero la aplicación de Lucas es
diversa de la que hace Mateo. Comenzamos por esta última, que parece más cercana a
las palabras originales pronunciadas por Jesús. Si leemos el texto mateano, que ya hemos
comentado, encontramos el siguiente pasaje: «Como Jonás permaneció tres días y tres
noches en el vientre del pez, así el Hijo del hombre permanecerá tres días y tres noches
en el corazón de la tierra» (Mt 12,40). Más allá de la fórmula «tres días y tres noches»,
que es asumida solo para resaltar el paralelo con el pasaje del libro de Jonás (2,1), es
evidente la aplicación del «signo de Jonás» a la sepultura y a la resurrección de Cristo.
Lucas, en cambio, compara la predicación de Jesús con la de Jonás a los ninivitas,
que se convirtieron «grandes y pequeños» (Jon 3,5), a diferencia de los contemporáneos
de Cristo, que reaccionaron de forma indiferente o bien hostil: «En el día del juicio, los
habitantes de Nínive se levantarán contra esta generación y la condenarán, porque ellos
se convirtieron por la predicación de Jonás, y aquí hay uno que es mayor que Jonás» (Lc
11,32). También Mateo (12,41) introduce esta segunda aplicación, pero para él la
primera es la «pascual», mencionada anteriormente, con respecto a la «misionera»,
resaltada de forma exclusiva por Lucas.
Una vez más, aparece un fenómeno al que nos hemos referido frecuentemente. Las
palabras de Jesús no fueron guardadas asépticamente por las comunidades cristianas
primitivas, como si fueran piedras preciosas que debían protegerse en un cofre. Se

192
consideraron, en cambio, como semillas que había hacer crecer en los varios terrenos de
la predicación. A Lucas, que escribía a cristianos de origen pagano, le interesaba mostrar
el ejemplo de los ninivitas, paganos como ellos, abiertos a la palabra divina.
Mateo, aunque conoce y presenta esta interpretación de la frase de Jesús, conserva
su base original, cuyo núcleo era el anuncio de la Pascua de Cristo. En este aspecto,
además, se reflejaba la tradición judía, conocida por Jesús, por Mateo y por su público de
lectores de origen judío. Esta tradición, en efecto, no estaba muy abierta al
universalismo, y, al releer a Jonás, no resaltaba tanto la predicación a los paganos (un
tanto indeseable para ellos), cuanto más bien la liberación prodigiosa del riesgo de la
muerte en el vientre del enorme pez. Por esta razón, entre otras, era, por consiguiente,
más fácil aplicar la aventura de Jonás a la resurrección, tanto por Jesús como por los
cristianos.

193
20. El fuego de Jesús
«He venido a arrojar fuego sobre la tierra,
y ¡cuánto desearía que ya hubiera prendido!»
– Lucas 12,49

Juan Bautista había declarado: «Yo os bautizo con agua; pero viene aquel que es más
fuerte que yo, al que no soy digno de desatarle la correa de las sandalias. Él os bautizará
en Espíritu Santo y fuego» (Lc 3,16). Jesús parece recoger este anuncio con la frase que
ahora nos proponemos profundizar, también porque prosigue así: «Tengo un bautismo en
el que seré bautizado, ¡y qué angustia tengo hasta que no se cumpla!» (Lc 12,50). ¿Cuál
es este «fuego» que Cristo quiere propagar por la tierra?
Una primera interpretación debe buscarse en la imagen posterior del bautismo,
anticipada de algún modo también por el Bautista. De por sí el término «bautismo»
deriva de un verbo griego (baptō/baptízein) que literalmente remite a una «inmersión»,
habitualmente en el agua, como se realiza precisamente en el rito bautismal cristiano. No
obstante, puede pensarse en otra «inmersión», como la que experimentará Jesús con su
sepultura en la tierra. Tenemos, así, una referencia a la muerte y resurrección de Cristo:
es similar a una explosión de luz y de fuego que transforma la humanidad, liberándola de
las escorias del mal y purificándola como en un crisol.
Otra interpretación de este dicho de Jesús puede vincularse a las frases ulteriores
que pronuncia, cuando declara que ha «venido no a traer paz a la tierra, sino división»
(Lc 12,51), e, inmediatamente después, describe las tensiones que la adhesión a él creará
en las familias, en las que «se dividirán padre contra hijo e hijo contra padre, madre
contra hija e hija contra madre, suegra contra nuera y nuera contra suegra» (Lc 12,53). El
fuego es, por consiguiente, el de su palabra, semejante a una espada (Mt 10,34) que
desgarra la superficie y produce heridas, descubre los secretos y devasta costumbres
consolidadas. Sería, por consiguiente, una metáfora de la vocación cristiana, que impone
una elección ardiente y radical.
La entrada de Jesús en la historia provoca, por tanto, una subversión radical, porque
él es un «signo de contradicción»,como había anunciado el anciano Simeón cuando lo
acunaba aún recién nacido entre sus brazos (Lc 2,34). Es como si él provocara un

194
incendio que se propaga destruyendo el «leño seco» (Lc 23,31) del pecado, del vicio y
del mal. Pero, para concluir, podríamos añadir una última interpretación que se basa en
la segunda obra de Lucas, los Hechos de los Apóstoles.
En ella, en efecto, se describía Pentecostés con la irrupción del Espíritu Santo, cuya
venida había sido prometida en varias ocasiones por Cristo. Pues bien, el evangelista
perfilaba aquel evento en los siguientes términos: «Aparecieron como lenguas de fuego
que se dividían y se posaron sobre cada uno de ellos [los apóstoles] y todos fueron
colmados de Espíritu Santo» (Hch 2,3-4). El Espíritu Paráclito es, por tanto, semejante a
un fuego, porque arde en los corazones de los discípulos y los hace testigos valientes y
audaces de la fe. Según esta interpretación, este sería el fuego que Cristo propagaría
sobre la tierra.

195
21. Herodes, el zorro
«Id a decir a ese zorro:
“Mira, yo expulso los demonios
y hago curaciones hoy y mañana.
El tercer día se cumplirá mi obra”».
– Lucas 13,32

Palabras más bien crípticas estas que Jesús manda a decir a «aquel zorro». La identidad
de un tal personaje tan duramente catalogado se clarifica anteriormente, cuando,
sorprendentemente, algunos fariseos ponen en guardia a Jesús: «Herodes quiere matarte»
(13,31). Es difícil conjeturar si se trata de una maniobra de los fariseos para alejar a
Cristo de Galilea o bien Herodes había determinado deshacerse de una presencia tan
molesta en su territorio.
Herodes Antipas, acérrimo adversario del Bautista hasta llegar a eliminarlo, era uno
de los hijos de Herodes el Grande: a él –como a sus dos hermanos, Arquelao y Filipo– le
había concedido el emperador romano Augusto la administración desde el 4 a.C. hasta el
39 d.C. de una parte del reino del padre, Galilea y Perea. Tenía el título de «tetrarca»,
literalmente «jefe de una cuarta parte», aun cuando en realidad la partición del reino de
Herodes el Grande se había hecho entre los tres hijos de modo más o menos análogo. El
título, de hecho, era usado en aquel período de forma aproximativa para denominar a los
soberanos de pequeños Estados dependientes de la autoridad suprema romana. Herodes
Antipas es recordado por Lucas a comienzos de la predicación de Juan el Bautista (3,1),
a quien encarceló (Lc 3,19-20). Durante la pasión –por un acto de cortesía institucional–,
el gobernador romano Poncio Pilato le presentará a Jesús a quien quería conocer (y quizá
hacer callar para siempre, como había hecho con el Bautista).
De nuevo es Lucas quien nos narra este episodio durante el juicio romano contra
Jesús (23,6-16). La categoría del personaje aparece también en el mencionado episodio
del Bautista. El precursor de Cristo lo criticaba públicamente por haberse casado con su
cuñada Herodías, mujer del hermano Filipo, después de repudiar a la primera mujer.
Estamos, por consiguiente, ante una figura que, con razón, Jesús define como «zorro»,
quizá con una doble alusión simbólica: por un lado, porque es astuto y peligroso; por

196
otro, porque es perverso e impuro, puesto que el término hebreo «zorro» se refería
también al chacal, animal sumamente detestado porque se alimentaba de cadáveres.
Pero abordemos el mensaje de Jesús destinado a Herodes Antipas. Hace referencia
al tiempo limitado de su misión: «hoy y mañana» designa un arco cronológico breve. A
este deja paso el «tercer día» definitivo, cuando la obra de Cristo será «cumplida», es
decir, no solamente concluida sino llevada a su plenitud. Es evidente que esta frase
aparentemente oscura se revela en la práctica como un anuncio de la pasión, la muerte y
la resurrección de Jesús. Su mensaje prosigue así: «Es necesario que hoy, mañana y
pasado mañana, yo continúe en el camino, porque no es posible que un profeta muera
fuera de Jerusalén» (Lc 13,33).
No olvidemos, en efecto, que este episodio es insertado por Lucas en el marco de la
larga marcha que está llevando Cristo desde Galilea hasta Jerusalén, donde cumplirá su
destino, que no es solo de muerte, sino también de gloria. Implícitamente, las palabras de
Jesús dan a entender que hay un proyecto superior divino («es necesario») que le
concierne y que inútilmente los hombres intentan desviarlo de él: los enemigos no
pueden atentar contra la vida de Cristo hasta que «llegue su hora», como anota otro
evangelista, Juan (7,30; 8,20).

197
22. ¿Odiar al padre y a la madre?
«Si uno viene a mí y no odia a su padre, su madre...
e incluso la propia vida,
no puede ser discípulo mío».
– Lucas 14,26

¿Cómo es posible que aquel Jesús, «manso y humilde de corazón», que invitaba a poner
la otra mejilla, al perdón sin reservas, al amor como ley fundamental y primer
mandamiento, nos exhorte –para ser sus discípulos– a «odiar» padre, madre, mujer,
hijos, hermanos, hermanas, e incluso a nosotros mismos? Resulta significativo que el
evangelista Mateo haya recogido esta frase de Cristo según una modalidad muy
diferente: «Quien ama al padre o la madre más que a mí, no es digno de mí; quien ama al
hijo y a la hija más que a mí, no es digno de mí» (Mt 10,37).
La explicación de esa afirmación tan desconcertante de Jesús debe buscarse en el
trasfondo lingüístico que a veces aflora en el texto griego de los Evangelios. Como
sabemos, más allá de toda hipótesis sobre la obra de Mateo, es indudable que la
redacción de los Evangelios –especialmente el de Lucas, que revela un uso excelente del
griego– se realizó en aquella lengua que entonces dominaba en el Imperio romano, algo
así como sucede en nuestros días con el inglés. Sin embargo, aquellos escritos revelan a
menudo como marca de agua la matriz de la lengua original de sus autores o al menos
reflejan su formación, y, en particular con respecto a las frases de Jesús, el original
arameo con el que se expresaba.
Ahora bien, en hebreo y en arameo se desconoce el comparativo, y se usan solo las
formas absolutas. Así, para decir «amar menos» se adopta el extremo opuesto a «amar»,
es decir, «odiar». El sentido de la frase, tan duro a nuestros oídos, quiere afirmar más
mitigadamente lo que proponen algunas versiones modernas, que traducen nuestro
versículo, siguiendo a Mateo, de este modo: «Si uno viene a mí y no me ama más de lo
que ama a su padre... no puede ser discípulo mío». O bien se podría también traducir: «Si
uno viene a mí y me ama menos de lo que ama su padre... no puede ser discípulo mío».
En esta declaración encontramos un elemento característico de la predicación y de
las elecciones de Jesús: su llamada es una llamada que exige un compromiso fuerte, una
separación de muchas costumbres, una orientación radical hacia él y el Reino de Dios.

198
Para expresar esta exigencia no duda en recurrir a la paradoja: «Quien ama la propia
vida, la pierde y quien odia la propia vida en este mundo, la conservará para la vida
eterna» (Jn 12,25). Y los discípulos aprenderán que a veces esta no es solo una expresión
intensa de estilo oriental, sino que es también una verdad que se realiza con el testimonio
del martirio. En esta misma línea de la paradoja se encontrará, en cambio, aquel otro
episodio del Evangelio de Mateo, que ya hemos comentado (8,21-22), y que es
recordado también por Lucas: «Le dijo Jesús a uno: “¡Sígueme!”. Y este le respondió:
“Señor, permíteme ir antes a enterrar a mi padre”. Jesús le replicó: “Deja que los muertos
entierren a sus muertos; tú, en cambio, ve y anuncia el Reino de Dios”» (Lc 9,59-60).

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23. El administrador inmoral y astuto
«El propietario alabó a aquel administrador inmoral
porque había actuado con astucia».
– Lucas 16,8

Parábola un tanto ardua y desconcertante la que Lucas propone en el capítulo 16 de su


Evangelio. En la escena aparece uno de los numerosos personajes corruptos y astutos
que pueblan también las crónicas de nuestros días. Se trata de un administrador que
había malversado el patrimonio de una finca y que al final es descubierto, corriendo el
riesgo de ser despedido. Ante la pesadilla de perder el estatus social adquirido, recurre a
un mecanismo financiero que lo penaliza temporalmente, pero le permite sanear los
balances y mantener el cargo.
El dispositivo adoptado es un tanto complejo de explicar porque está vinculado a la
economía y a la sociedad de entonces. Los administradores no eran retribuidos
directamente, sino que se quedaban con una parte de las transacciones realizadas. Por
ejemplo, si tenían que vender cincuenta barriles de aceite (18 hectolitros), para
retribuirse registraban incluso el doble (36 hectolitros, producidos por unos 140 olivos);
de ochenta «medidas» de grano facturaban cien (uno 550 quintales procedentes de 42
hectáreas de terreno) para asegurarse así una gran retribución. Pues bien, para poner en
orden las cuentas y evitar la controversia con el dueño insatisfecho de su actividad,
debida al cargo incluso usurero que había impuesto a los clientes, el administrador
retorna a la verdadera cantidad ampliada, y, por consiguiente, firma en los recibos solo
cincuenta barriles y ochenta medidas. Renuncia, pues, a la propia ganancia con tal de
salvar el puesto y no retroceder a ser un mero jornalero, o, peor aún, quedarse sin
trabajo.
Al ver la jugada de su administrador, el dueño se queda admirado de la rapidez con
la que ha saneado la situación. Y es precisamente en este punto donde surge la aplicación
hecha por Jesús. No cabe la menor duda de que aquel administrador es un sinvergüenza
–que no puede ciertamente adoptarse como ejemplo–, pero pone de relieve que, cuando
se está en una situación extrema y grave, hay que aferrarse a la única tabla de salvación,
aunque sea a costa de penalizar nuestros intereses. Y, en esta perspectiva, concluye

200
amargamente Cristo: «Los hijos de este mundo son más sagaces con los suyos que los
hijos de la luz» (Lc 16,8).
Lamentablemente –da a entender Jesús– «los hijos de la luz», es decir, las personas
normales y honestas, son a menudo más lentas o menos audaces para realizar el bien y
sobre todo para aprovechar las ocasiones que Dios les presenta en su camino. En
particular, Cristo piensa en el hecho de que numerosas personas que le escuchan no
entienden la urgencia de una decisión clara y determinante para seguir su palabra.
También la omisión y la inercia son un pecado. Escribía Pier Paolo Pasolini en el poema
A un papa: «¡Cuánto bien podías hacer! Y no lo has hecho: no ha habido un pecador más
grande que tú».

201
24. La riqueza inmoral
«Haceos amigos
con la riqueza inmoral, para que,
cuando llegue a faltar,
ellos os acojan en las moradas eternas».
– Lucas 16,9

Este dicho de Jesús, más bien oscuro e incluso desconcertante a primera vista, está
inserto en una página en la que el evangelista Lucas ha recogido diversas enseñanzas de
Cristo sobre la riqueza. Por ejemplo, encontramos una advertencia severa sobre el dinero
que puede convertirse en un ídolo, exigente como el Dios verdadero: «No podéis servir a
dios y a mamón» (Lc 16,13). El término usado para definir la riqueza es de origen
arameo, la lengua hablada en Tierra Santa en tiempos de Jesús: es curioso notar que la
palabra «mamón» contiene en su interior la misma raíz (’mn, de donde deriva nuestro
amén) del verbo de la fe («tener confianza, creer»).
Se confrontan, así, dos tipos de fe antitéticos, y san Pablo advierte severamente que
«la codicia del dinero es la raíz de todos los males; apresados por este deseo, algunos se
han desviado de la fe y se han procurado muchos tormentos» (1 Tim 6,10). Célebre es
también la máxima paradójica de Cristo, que, en el Evangelio de Mateo, ha sido ya
objeto de nuestro análisis: «Es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja que
un rico entre en el Reino de Dios» (Lc 18,25). Pero abordemos ahora el texto evangélico
propuesto.
Nos encontramos aquí con la «riqueza inmoral»: literalmente en griego leemos «el
mamón de la injusticia». Se trata, por consiguiente, de una riqueza fruto de la
corrupción, de la prevaricación y de operaciones financieras injustas. Pues bien, sugiere
Jesús, usadla para haceros amigos de verdad, es decir, dadla como obras de caridad a los
pobres. Estos, que según la Biblia son los privilegiados y los protegidos por Dios,
cuando muráis, os acogerán en las «tiendas eternas», como se dice en el original, es
decir, os harán entrar en el paraíso entre los justos.
Como es evidente, Cristo indica una vía para «lavar» el denominado dinero
«negro», el camino de la caridad fraterna, de la generosidad con los pobres. En esta
perspectiva, la riqueza puede transformarse de riesgo de perversión y de idolatría en

202
instrumento positivo de salvación. Escuchemos de nuevo a Jesús: «Vended lo que tenéis
y dadlo en limosnas; haceos bolsas que no envejecen, un tesoro seguro en los cielos,
donde el ladrón no llega y donde la polilla no corroe. Porque donde esté vuestro tesoro,
allí estará también vuestro corazón» (Lc 12,33-34).
Pocas líneas después de la frase que estamos analizando, Jesús advierte sobre la
necesidad de la fidelidad tanto en la actividad con las riquezas materiales como con las
espirituales: «Si no habéis sido fieles en la riqueza inmoral [«mamón injusto» de nuevo
en griego], ¿quién os confiará la verdadera? Y si no sois fieles en la riqueza ajena,
¿quién os dará la vuestra?» (Lc 16,11-12). La advertencia introduce, así, dos realidades
distintas, los bienes exteriores, materiales y a menudo inmorales, y los bienes interiores,
espirituales, personales. El estilo de la persona justa es constante en todo el campo de su
actividad, sea civil o religiosa, social o eclesial.

203
25. La mostaza y la morera
«Si tuvierais fe como un grano de mostaza,
podríais decir a esta morera: “¡Arráncate y plántate en el mar!”,
y os obedecería.
– Lucas 17,6

Los apóstoles se acercan a Jesús y le hacen una súplica profundamente espiritual (no
siempre ocurría así): «¡Aumenta en nosotros la fe!». Y Cristo responde con esta frase
provocadora en su índole paradójica. No quiere, ciertamente, proponer un modelo de fe
mágica o vinculada a facultades prodigiosas o a gestos extraordinarios y espectaculares.
Sus mismos milagros eran considerados más bien como «señales» o bien «obras» de una
salvación ofrecida ulteriormente; por eso Jesús procuraba realizarlos a menudo sin
presencia de la muchedumbre y con la imposición del silencio, evitando, por
consiguiente, toda publicidad, como harían, en cambio, los magos.
La frase citada es, realmente, una expresión típica del lenguaje oriental, que prefiere
los colores intensos, los símbolos fuertes, las expresiones radicales, para imprimir mejor
en el auditorio un mensaje o una lección. Es más, el paralelo presente en los otros
evangelistas es aún más exagerado que la formulación lucana. Mateo, por ejemplo,
siguiendo a Marcos (11,23), presenta esta imagen mucho más imponente: «Si tuvierais fe
como un granito de mostaza, diríais a este monte: “¡Trasládate de aquí a allá!”, y se
trasladaría, y nada os será imposible» (Mt 17,20). Esta frase se repite en otro lugar (Mt
21,21).
Lucas, en cambio, opta por una realidad más modesta, el árbol de sykáminos, como
se dice en griego, es decir, la «morera», y es la única vez que aparece esta planta en todo
el Nuevo Testamento. La aplicación es sencilla y adquiere una fuerza ulterior por el
contraste entre el microscópico grano de mostaza –que Jesús ya había usado como
símbolo de la pequeñez, pero también de la potencia interior del Reino de Dios (Mt
13,31-32)– y el árbol frondoso y majestuoso de la morera. La fe tiene en sí una energía
secreta cuya eficacia es tal que hace que el fiel sea capaz de superar también pruebas
aparentemente insuperables. El dicho de Jesús en la redacción lucana es susceptible de
otra interpretación con un matiz diferente que es revelado por algunas traducciones que
lo conciben así: «Con la fe que tenéis, aunque sea pequeña como un grano de mostaza, si

204
dijerais a una morera: “¡Arráncate y plántate en el mar!”, ella os obedecería». Jesús se
referiría a la fe concreta de los apóstoles en aquel momento, una fe, ciertamente, pequeña
y semejante a un granito, pero siempre eficaz por su fuerza interior. El hecho es que –
tanto como referencia a la situación presente de los discípulos o como exhortación
general ideal– la frase es una exaltación de la grandeza y de la fuerza de la fe.

205
26. El Reino de Dios está en medio de vosotros
«Los fariseos le preguntaron:
“¿Cuándo vendrá el Reino de Dios?”.
Jesús les respondió:
“¡El Reino de Dios está en medio de vosotros!”»
– Lucas 17,20-21

Los especialistas han identificado en el Evangelio de Lucas dos pasajes que parecen
asomarse a aquel horizonte extremo que está al final de la historia: es aquella realidad
que técnicamente es designada «escatología», es decir, el «discurso sobre las realidades
últimas», y que se expresa en un lenguaje denominado «apocalíptico», es decir,
«revelador» de algo misterioso. En este sentido, se habla de un «pequeño apocalipsis»
lucano, presente en 17,20-37, y de un «gran apocalipsis» lucano, en 21,5-36. Pues bien,
nosotros proponemos ahora propiamente el inicio del primero, de la «pequeña»
revelación que Jesús hace sobre el «Reino de Dios».
Este símbolo, central en la predicación de Cristo, designa el proyecto que Dios
quiere realizar, con la colaboración libre de la humanidad, en la creación y en la historia.
La plenitud de este plan de salvación se cumplirá al final de la aventura de todo lo
creado, cuando, como se lee en el Apocalipsis, se produzcan «un cielo nuevo y una tierra
nueva, y desaparezcan el cielo y la tierra anteriores» (21,1). Surgirá, entonces, un mundo
de justicia, belleza, amor y verdad, y esta será la «escatología» en sentido estricto.
No obstante, contra la tentación de relegar el Reino de Dios solo a ese final remoto,
Jesús reitera en varias ocasiones que este proyecto divino está ya en acción en la historia
humana actual, aun cuando su actividad esté oculta y se asemeje a un río kárstico que
corre bajo la superficie accidentada de las vicisitudes humanas. En efecto, la respuesta
completa que Jesús da a los fariseos dice así: «El Reino de Dios no viene de modo
aparatoso y nadie dirá: “¡Vedlo aquí o allá!”». No se trata, por consiguiente, de un
«apocalipsis» en el sentido común del término, es decir, de una revelación estrepitosa y
terrorífica, sino de una realidad discreta, es más, pequeña como el grano de mostaza, o
bien como la pizca de levadura mezclada con la harina, o como un tesoro sepultado en la
profundidad del terreno, o una perla confundida entre muchas baratijas (Mt 13,31-33.44-
46).

206
Jesús invita, entonces, a sus interlocutores a no perder el tiempo en pronósticos,
horóscopos o previsiones sobre la llegada final de Reino de Dios, sino a acoger su
presencia actual, todavía modesta pero ya en acción. De ahí que su «predicación» inicial
fuera totalmente clara: «El tiempo se ha cumplido, el Reino de Dios está cerca;
convertíos y creed en el Evangelio» (Mc 1,15). Cristo remacha, en el Evangelio de
Lucas, que «el Reino de Dios está en medio de vosotros», está ya presente ahora, y así
alude también a su obra de anunciador, de testigo y de protagonista en la instauración de
este reino de justicia, amor y verdad.
La expresión griega entòs hymôn, «en medio de vosotros», puede significar también
«dentro de vosotros», es decir, en la interioridad de las personas y en la intimidad de los
corazones. Esta idea, que también tiene su valor, no expresa, sin embargo, directamente
lo que Jesús quiere decir, pues él más bien echa la mirada sobre toda la historia y la
creación, como aparece en el conjunto de su discurso denominado precisamente
«pequeño apocalipsis», la «revelación» sobre el sentido global y profundo de la realidad.

207
27. ¿Dios es un juez injusto?
«Escuchad lo que dice el juez injusto.
¿Y Dios no hará quizá justicia a sus elegidos,
que le gritan día y noche?»
– Lucas 18,6-7

A primera vista resulta más bien duro este acercamiento entre un juez injusto y Dios. La
comparación se establece al final de una parábola que es exclusiva de Lucas y que tiene
por protagonista a un magistrado ineficaz y corrupto. Sobre su mesa se acumulan las
tramitaciones concernientes a los casos de la gente pobre, mientras que él despacha solo
aquellos que le aseguran éxito y beneficios. ¿Cómo puede, entonces, interesarle la
vicisitud de una viuda pobre que se obstina en presentar la denuncia por una injusticia
sufrida?
De hecho, él, carente de escrúpulos morales y totalmente indiferente en materia
religiosa, seguía ignorando a aquella fastidiosa mujer. Ella, sin embargo, no cesaba y le
asediaba sin descanso. Para liberarse de esta molestia, decidió finalmente: «Si bien no
temo a Dios y no me importa nadie, dado que esta viuda me está irritando, le haré
justicia, no sea que al final venga a romperme la cara» (Lc 18,5). Hemos conservado al
final la brutal expresión griega, habitualmente edulcorada con un más atenuado «para no
venga continuamente a importunarme»: en el original griego, de hecho, se encuentra el
verbo «golpear bajo el ojo» (hypōpiázē), un movimiento prohibido en el boxeo.
Surge aquí la aplicación desconcertante que mencionábamos. Jesús está hablando
de la «necesidad de orar siempre, sin cansarse nunca» (Lc 18,1), es decir, de la fidelidad
constante en la oración. Mediante la parábola introduce una comparación a fortiori: si un
juez inicuo cede ante la insistencia y concede un veredicto justo, con mayor razón Dios,
que es, en cambio, un juez solícito y justo, no dejará sin respuesta a sus fieles que le
invocan incesantemente. No obstante, hay una adición significativa: «¿Les hará quizá
esperar mucho?» (Lc 18,7).
En esta adición, que es una especie de objeción, hay un tema implícito que
atormentaba a la comunidad cristiana de los orígenes. Esta se interrogaba sobre una
cuestión que, aunque de forma diversa, oímos repetir a menudo: ¿Cuándo intervendrá
finalmente Dios para juzgar el mal y la injusticia y salvar a los justos humillados?

208
Entonces se enfocaba esta pregunta en relación con la parusía, es decir, con la venida
definitiva de Cristo para sellar la historia humana con su juicio. Ese «esperar mucho»
reflejaba la sospecha de que la espera se prolongaría indefinidamente.
San Pedro, ya en su segunda Carta, tenía presente la duda de muchos cristianos al
respecto y les replicaba así: «El Señor no se retrasa en cumplir su promesa, aun cuando
algunos hablen de lentitud» (2 Pe 3,9). El mismo interrogante es lanzado a Dios por las
víctimas de la historia en el Apocalipsis: «¿Hasta cuándo, oh Soberano, tú, que eres
santo y veraz, no harás justicia y no vengarás nuestra sangre contra los habitantes de la
tierra?» (Ap 6,10). También Lucas responde a esta tensión, tratando de calmarla.
Sugiere, en efecto, que, además de la confianza en la intervención final del Señor –por
otra parte, afirmada también por un sabio bíblico como el Sirácida: «El Señor no
desatiende la súplica del huérfano ni a la viuda cuando se desahoga en su lamentación»
(Eclo 35,17)–, es necesaria la paciencia y la constancia en el largo período de espera, es
decir, a lo largo de la historia.

209
28. Bajo de estatura
«Zaqueo trataba de ver a Jesús,
pero no lo conseguía debido a la muchedumbre,
porque era bajo de estatura».
– Lucas 19,3

La experiencia vivida por Zaqueo, en hebreo Zakkai, es decir, «puro, inocente» –un
nombre un tanto paradójico para un personaje muy criticado como podía ser un jefe de
publicanos (architelónēs) que trabajaba para el Estado extranjero romano y sus príncipes
judíos satélites (los denominados «tetrarcas»)–, es narrada solo por el evangelista Lucas,
que la ambienta en la ciudad de Jericó, el antiquísimo y próspero centro situado en un
oasis del valle del Jordán. Nosotros queremos analizar este episodio por dos razones. La
primera se encuentra en la cita que hemos propuesto y se trata solo de una curiosidad.
Zaqueo sube a un sicomoro, una planta típica del clima subtropical, porque –al ser
bajo de estatura– no lograba ver a Jesús que atravesaba la ciudad rodeado por la
muchedumbre. La curiosidad se refiere a la hipótesis imaginativa (e improbable
atendiendo al texto) de que aquella «pequeñez» fuese precisamente la de la estatura de
Jesús. Esta interpretación extravagante refleja el deseo frustrado de saber algo más,
mediante los Evangelios, sobre la figura concreta de Cristo. En los primeros siglos se
buscó llenar el silencio evangélico recurriendo a libres aplicaciones de imágenes bíblicas
mesiánicas.
Así, se creó un Jesús de rostro poco agraciado para adaptarle aquel pasaje del cuarto
cántico del Siervo sufriente del Señor que dice: «No tiene apariencia ni belleza para
atraer nuestra mirada, ni esplendor que podamos gozar» (Is 53,2). Y Orígenes, en el siglo
III, en línea con nuestra cita lucana, había concluido: «Jesús era bajo, poco agraciado,
semejante a un don nadie».
En las antípodas se coloca, a partir del siglo IV, por influencia también de los
ideales grecorromanos, el perfil de un Cristo atractivo, encarnación de otro pasaje
mesiánico veterotestamentario, el del poema nupcial real del Salmo 45: «Tú eres el más
bello entre los hijos del hombre» (v. 3).

210
El poeta Eugenio Montale, en cambio, releyó la escena un tanto humorista de este
alto funcionario, pero bajo de estatura, que trepa sobre un árbol, como un emblema
amargo de su increencia personal: «Se trata de trepar sobre el sicomoro / para ver al
Señor si es que pasa. / ¡Pobre de mí! Yo no soy un trepador, y tampoco / levantándome
de puntillas, / le vi». Muy diverso, en cambio, fue el resultado de aquella subida para
Zaqueo. Jesús lo ve y se invita a la casa de este personaje más bien inmoral, a pesar de
las críticas de los biempensantes.
En este punto introducimos nuestra segunda nota que concierne a la señal de
conversión de aquel «jefe de publicanos»: «Yo doy la mitad de lo que poseo a los
pobres, y, si he robado a alguien, restituyo cuatro veces más» (Lc 19,8). La ley judía
imponía esta sanción solo por el robo de una gran cantidad (Ex 21,37); en los demás
casos se exigía solamente la restitución íntegra de lo robado «añadiéndole un quinto»
(Lv 5,16; Nm 5,6-7). La ley romana exigía la devolución del cuádruplo solo en caso de
robo manifiesto, es decir, por delito flagrante. Zaqueo, en cambio, atestigua con esta
elección tan radical la transformación total y plena que se había cumplido en él.

211
29. Los tiempos de los paganos
«Jerusalén será pisoteada por los paganos
hasta que los tiempos de los paganos
no se hayan cumplido».
– Lucas 21,24

Hemos tenido ya ocasión de recordar que en el Evangelio de Lucas nos encontramos con
dos pasajes análogos que los exegetas han llamado el «pequeño» y el «gran apocalipsis»
(17,20-37 y 21,5-36). Se trata de una doble mirada dirigida a las «realidades últimas»
(éschaton, en griego) de la historia y del mundo, de donde procede también el término
técnico «escatología» para designar el tema de esos textos. Como ya hemos explicado,
para esbozar este tipo de estuario extremo de las vicisitudes humanas y de las realidades
creadas, ya en el Antiguo Testamento se recurría a un género literario llamando
«apocalíptico», un vocablo de origen griego que designa la «revelación» (apokálypsis)
de un misterio.
Este género abundaba en símbolos más bien fuertes y muy «coloridos», en visiones
y en señales que evidentemente no deben entenderse al pie de la letra –como se hizo en
el pasado y como ocurre a veces también hoy–, es decir, de forma fundamentalista.
También Jesús adopta esas imágenes, que podemos comprobar leyendo todo el pasaje
del «gran apocalipsis» lucano. Posteriormente, los evangelistas, al poner por escrito estas
palabras de Cristo, han hecho vislumbrar también, como en filigrana, un evento
dramático como el de la destrucción de Jerusalén en el 70 d.C. por obra de los romanos.
La frase que hemos seleccionado del discurso «escatológico» habla de una
conmoción que golpea precisamente a Jerusalén, que ve repetirse lo que había sucedido
en el 586 a.C., cuando los ejércitos babilónicos de Nabucodonosor invadieron y
destruyeron el Templo y la ciudad santa. También en el futuro, por consiguiente, afirma
Jesús, Sión será pisoteada, muchos «caerán a filo de espada o serán conducidos
prisioneros a todas las naciones», y esto sucederá durante una fase histórica
simbólicamente denominada «tiempos de los paganos» (kairoì ethnôn, en griego, es
decir, los tiempos propios de las naciones, de los pueblos extranjeros, de las gentes).
Ya en el Antiguo Testamento se hacía a menudo referencia a una extensión
temporal –diversamente computada de modo simbólico como setenta años (Jr 25,11;

212
29,10; Dn 9,1-2), o bien setenta semanas de años (Dn 9,24-27)– durante la cual los
pueblos dominadores habrían castigado a Israel pecador, convirtiéndose así en
instrumento del juicio divino.
Al terminar estos «tiempos de los paganos», semejantes a una especie de crisol
purificador, Israel vería la liberación y la salvación, inaugurando de este modo los
«tiempos últimos», la escatología, la era de la salvación plena.
Benedicto XVI, en su segundo volumen sobre Jesús de Nazaret (Desde la entrada
en Jerusalén hasta la resurrección, 2011), dedica al «tiempo de los paganos» un capítulo
muy interesante. Lo considera como «el tiempo de la Iglesia» que precede al final de la
historia, durante el que debe anunciarse el Evangelio a todos los pueblos. Y concluye:
«La urgencia de la evangelización está motivada... por esta gran concepción de la
historia: para que el mundo logre su meta el Evangelio debe llegar a todos los pueblos».

213
30. Comprar una espada
«Quien no tenga una espada
que venda el manto y compre una».
– Lucas 22,36

Es sorprendente esta frase que Cristo dirige en el cenáculo a los apóstoles. En su forma
completa, evoca un momento del pasado cuando Jesús había enviado a los discípulos a la
misión sin alforja para el camino, ni dinero, ni dos túnicas ni sandalias (Mt 10,9-10). De
hecho, declara: «Ahora, quien tenga una bolsa que la tome y también quien tenga una
alforja, y quien no tenga una espada que venda el manto y compre una». Y los apóstoles,
sin problema alguno, sacan inmediatamente dos espadas que tenían.
Asombra el hecho de que fueran armados. En realidad, el historiador judío Flavio
Josefo, de una época no muy posterior a Jesús, recuerda que era habitual llevar armas
incluso en sábado y en Pascua para la legítima defensa personal, entre otras razones
porque los caminos estaban infectados de bandidos (pensemos en la parábola del buen
samaritano). Igualmente, el Talmud –que recoge las antiguas tradiciones judías– admite
poseer una espada para protegerse en territorios peligrosos, sobre todo fronterizos.
Ahora bien, Jesús habla en sentido metafórico, como había hecho ya en otra ocasión
cuando había declarado: «He venido a traer no paz, sino espada» (Mt 10,34). Con estas
palabras quería afirmar que había llegado ya el tiempo de la lucha contra el poder de las
tinieblas. Se había cumplido ya la división, tajante como el corte de una espada, entre el
bien y el mal, entre Cristo y el pasado, entre el Salvador y Satanás. La espada, por
consiguiente, era un arma espiritual y no militar, más o menos como cuando san Pablo
habla de «la armadura de Dios para que podáis resistir en el día perverso y permanecer
en pie después de haber superado todas las pruebas» (léase Ef 6,13-17).
Ante la tergiversación de sus palabras, Jesús replica con un desconsolado y
resignado «¡Basta!», que no se refiere al número de las espadas, sino a la estrechez de
miras de sus amigos. Según el Evangelio de Lucas, la escena se repetirá en el mismo
Getsemaní en el momento del arresto: «Los discípulos, al ver lo que iba a pasar, dijeron:
“Señor, ¿herimos a espada?”». Y sin esperar la respuesta de Cristo, cortan la oreja a un

214
siervo del sumo sacerdote. Una vez más, Jesús, con tristeza, repite la misma frase:
«¡Dejad! ¡Basta ya!» (Lc 22,49-51).
Se trata de una tergiversación que a menudo ha golpeado el mensaje de Jesús,
entonces y a lo largo de los siglos, y que surge de una interpretación literalista –o
fundamentalista– de sus palabras, entendidas tal como suenan superficialmente, sin el
esfuerzo de comprender su auténtico sentido profundo. Aunque la frase paulina tiene un
alcance más amplio, puede aplicarse a estas degeneraciones en la comprensión del
genuino mensaje cristiano: «La letra mata, el Espíritu, en cambio, da vida» (2 Cor 3,6).

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31. El leño verde y el leño seco
«Si se trata así al leño verde,
¿qué sucederá con el leño seco?»
– Lucas 23,31

Jesús avanza, ya exhausto, a lo largo del camino que le conduce al calvario. Entre la
muchedumbre curiosa, como siempre, por las desventuras ajenas (piénsese en los turistas
del horror, que se apresuran para ver los lugares donde se han consumado delitos o
tragedias), solo el evangelista Lucas señala la presencia de una especie de confraternidad
femenina dedicada a asistir a los condenados a muerte, a los que –según el Talmud
(mencionado anteriormente)– ofrecían bebidas anestésicas.
Jesús les dirige un mensaje duro, en cierto modo amenazante. Usando otras
palabras, les dice: más que compadeceros de mí, deberíais preocuparos por vosotras
mismas y por vuestro pueblo.
De hecho, comienza con esta advertencia: «Hijas de Jerusalén, no lloréis por mí;
¡llorad por vosotras mismas y por vuestros hijos!» (Lc 23,28). E inmediatamente después
intensifica su afirmación con una serie de frases llenas de símbolos y de colores
apocalípticos: «Llegarán días en que se dirá: “¡Dichosas las estériles, las entrañas que no
engendraron y los pechos que no criaron!”» (Lc 23,29). La mirada de Jesús parece
ampliarse hasta la tragedia que golpeará a Jerusalén en el 70, cuando será destruida por
los romanos. En realidad, él se remonta con la memoria a otro evento dramático, el del
586 a.C., cuando fueron los babilonios quienes destruyeron la ciudad santa.
En aquel día –cantaban las Lamentaciones bíblicas– «la lengua del lactante se había
pegado al paladar por la sed; los niños pedían pan y no había quien se lo partiera» (Lam
4,4). Por eso eran afortunadas las estériles, que, al no tener hijos, no veían morir a sus
hijos entre los brazos.

Es lo que Jesús ya había dicho en su discurso «escatológico», es decir, sobre el destino


último de Jerusalén y de la historia humana, un final destinado a ser acompañado por un
tiempo de gran calamidad antes de abrirse a la luz de la redención y de la salvación: «En

216
aquellos días ¡ay de las que estén encintas y de quienes den de pecho! Porque habrá una
gran calamidad en el país y una ira contra este pueblo» (Lc 21,23).
La segunda frase, también sombría, que Jesús dirige a aquellas mujeres es, en
cambio, una cita del profeta Oseas (10,8): «Entonces comenzarán a decir a los montes:
“¡Caed sobre nosotros!”, y a las colinas: “¡Cubridnos!”» (Lc 23,30). Es la exclamación
potente de quien, encontrándose en una desgracia insoportable, implora la muerte
mediante una catástrofe cósmica. Seguimos en la línea de la denominada «apocalíptica»,
que quiere conmocionar a Israel para que tema el juicio final de Dios.
Llegamos, así, a la última declaración de Cristo, que pone en relación el leño verde
y el seco (Lc 23,31). La imagen, diversamente comentada por los especialistas, es, no
obstante, bastante nítida y clara: si ahora se quema el leño verde, es decir, intacto y vivo,
símbolo de Jesús el justo, ¿qué sucederá cuando sean sometidos al juicio los verdaderos
culpables, es decir, el leño seco?
También en el libro del profeta Ezequiel el justo y el pecador se representan con
este mismo doble signo: «Yo prenderé en ti –dice el Señor– un fuego que devorará todo
árbol verde y seco» (Ez 21,3). Por eso Jesús exhorta a considerar la verdadera tragedia
que es la del juicio divino sobre quien ahora le está matando, y, por tanto, la condena de
Dios del mal, de la violencia y de la injusticia (el leño seco, que arde fácilmente).

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32. El paraíso
«“¡Jesús, acuérdate de mí
cuando entres en tu reino!”
“En verdad te digo:
hoy estarás conmigo en el paraíso”».
– Lucas 23,42-43

¿Quién no conoce este diálogo extremo entre Jesús en la cruz y uno de los dos
«malhechores» (y no «ladrones», como se dice habitualmente) crucificados con él? Solo
lo narra el evangelista Lucas, y es probable que fueran dos «revolucionarios» contra el
poder romano que entonces dominaba con sus fuerzas de ocupación el territorio de
Israel. Quizá eran dos «zelotas», así llamados por su celo en la defensa de la libertad
judía, mientras que los romanos, como ya hemos recordado, los tachaban de sicarios, por
el puñal corto, sica en latín, con el que perpetraban los atentados contra las tropas
imperiales.
¿Por qué situamos entre los pasajes difíciles de los Evangelios estas palabras tan
límpidas y dulces, testimonio de un último acto de amor de Cristo? Lo hemos hecho para
hablar de una realidad a la que aspira el creyente como meta última, el paraíso; una
realidad que, sin embargo, para nuestra sorpresa, es muy poco evocada en la Biblia.
Partamos inicialmente del vocablo: es la traducción griega (parádeisos) y después
española («paraíso», exactamente) de un arcaico término iranio que designaba un jardín
cercado (pairideza).
Este vocablo, que en hebreo se convirtió en pardes, indicaba un parque o un jardín
con abundante vegetación; el término se encuentra solo en tres pasajes
veterotestamentarios (Cant 4,13; Ecl 2,5; Neh 2,8). Nótese que no está presente en los
capítulos 2 y 3 del Génesis, donde se describe el «jardín» del Edén (2,8), que nosotros
solemos llamar «paraíso terrenal», pero que en este texto bíblico simplemente se
denomina «jardín».
¿Y en el Nuevo Testamento? También aquí encontramos una sorpresa: el
parádeisos/paraíso aparece solo tres veces, pero ya ha perdido su significado vegetal y se
ha transformado en un símbolo del más allá, de la otra vida, del «Reino de Dios», como
aparece claramente en el primer pasaje donde es introducido, que es el de Lucas. El

218
malhechor implora ser recordado en el «reino» en el que Jesús está a punto de entrar, y
Cristo le responde hablando del «paraíso» donde le acogerá.
El segundo texto debe buscarse en el epistolario paulino, donde el apóstol describe
de forma anónima y un tanto enigmáticamente una experiencia mística personal: «Sé que
un hombre, en Cristo, hace catorce años... fue llevado al paraíso y oyó palabras inefables
que nadie puede lícitamente pronunciar» (2 Cor 12,2.4).
Finalmente, en el Apocalipsis, concretamente en la carta a la iglesia de Éfeso,
Cristo promete a quien es fiel en la prueba de la persecución que le «dará de comer del
árbol de la vida, que está en el paraíso de Dios» (Ap 2,7). Por consiguiente, a pesar su
gran popularidad y la riqueza del colorido y de las imágenes usadas por la tradición, el
paraíso vale más por su contenido que por sus representaciones. La meta final del justo
es, en efecto, la comunión con Dios, el «estar siempre con el Señor», como dice san
Pablo (1 Tes 4,17), en intimidad de vida con él, mientras que el infierno es una lejanía,
una ausencia, una separación de este abrazo vital, que la Biblia representa con diversos
símbolos.

219
33. Partir el pan
«Ellos contaron lo que les había pasado
por el camino y cómo lo habían reconocido
al partir el pan».
– Lucas 24,35

Caravaggio aborda esta escena de forma emocionante dos veces, en lienzos que se
conservan, respectivamente, en la National Gallery de Londres y en la pinacoteca
milanesa de Brera. Se trata de la denominada «Cena de Emaús»narrada por el
evangelista Lucas (24,13-35), que no solo se ha mantenido en la fe de los creyentes, sino
también en el imaginario de todos, especialmente mediante aquella invocación final de
los dos discípulos: «¡Quédate con nosotros porque anochece y el día está ya cayendo!».
Como sabemos, este encuentro de Cristo resucitado con Cleofás (diminutivo de
Cleopatro) y con otro seguidor anónimo de Jesús es «pintado» narrativamente por el
evangelista en dos cuadros consecutivos.
En el primero encontramos el camino de sesenta estadios (unos once kilómetros)
para llegar a Emaús, un pueblo cuya identificación no es segura. Es el momento de la
palabra: reflexiones desconsoladas de los dos, explicaciones intensas y apasionadas del
caminante desconocido. Después viene la segunda escena, que se desarrolla en un
interior, en torno a una mesa, en la que solo basta un gesto para reconocer en aquel
compañero de viaje a Cristo: «Tomó el pan, recitó la bendición, lo partió y se lo dio».
Nuestra pregunta es esta: ¿por qué «partir el pan» hace abrir los ojos a aquellos dos?
La respuesta es de índole teológica y litúrgica. La frase citada evoca, de hecho, los
gestos realizados por Jesús en su última cena, cuando «tomó el pan, dio gracias, lo partió
y se lo dio» (Lc 22,19). Por consiguiente, la eucaristía es el acto en el que se revela
Cristo resucitado a los ojos del creyente. Para poder reconocerlo en su realidad más
íntima no basta la experiencia física de la escucha. Esta es importante, porque –como
confesarán los dos discípulos– hace «arder el corazón en el pecho»; pero se necesita una
vía superior de conocimiento, la de la fe, que permite el encuentro pleno bajo el signo
del pan partido.
Por esta razón la fórmula «partir el pan» (klásis toû ártou) llegará a ser casi un
«tecnicismo» para referirse a la eucaristía. El mismo evangelista Lucas, cuando traza en

220
los Hechos de los Apóstoles las cuatro columnas ideales que rigen la comunidad
cristiana de Jerusalén, no duda en situar en ellas también este rito fundamental de la
Iglesia: «Eran perseverantes en la enseñanza de los apóstoles, en la comunión fraterna,
en la fracción del pan [klásis toû ártou] y en las oraciones» (Hch 2,42). Unas pocas
líneas después (Hch 2,46) se recuerda que esta celebración se realizaba dentro de las
habitaciones donde se reunían los primeros cristianos: «Perseveraban juntos en el
Templo y partían el pan en las casas», en el contexto de un banquete comunitario
(«comían con alegría y sencillez de corazón»).
Este acto vuelve a evocarse en otro pasaje del segundo escrito de Lucas. Por
ejemplo, en Tróade, en presencia de san Pablo y del mismo Lucas, dice el texto: «El
primer día de la semana estábamos reunidos para partir el pan» (Hch 20,7).El mismo
apóstol, al escribir a los fieles de Corinto, había dado normas estrictas para una adecuada
celebración de la cena del Señor en el contexto del banquete comunitario (1 Cor 11,17-
34).

221
34. «¡Un fantasma no tiene carne...!»
«Mirad mis manos y mis pies:
¡Soy yo mismo! Tocadme y mirad:
¡Un fantasma no tiene carne ni huesos!»
– Lucas 24,39

La poca fortuna del término «apariciones», usado para indicar los encuentros de Cristo
resucitado con sus discípulos, se debe a la común acepción moderna que vincula a
menudo esta palabra con la magia o a la parapsicología como también a emociones
personales indefinibles y discutibles. En realidad, el lenguaje neotestamentario recurre al
simple verbo «ver»: Jesús «fue visto» después de su muerte en tres encuentros con
individuos y en cinco con la comunidad de los discípulos. Uno de estos últimos
encuentros, ambientado en Jerusalén, es descrito por Lucas (24,36-49) inmediatamente
después del célebre relato de Emaús, comentado anteriormente. La escena impresiona
por su «carnalidad»: esta contrasta con la repentina epifanía de Cristo («se presentó en
medio de ellos») –que hace que los discípulos lo confundan con un fantasma– y con la
idea de un cuerpo «transfigurado» que nosotros relacionamos con el concepto de
resurrección. Lucas va más lejos, no solo refiriendo la invitación a tocar la carne y los
huesos del Resucitado, como le sucederá al apóstol Tomás en el relato joánico (20,27),
sino evocando también una sorprendente propuesta del mismo Jesús que transmite con
decisión: «“¿Tenéis algo para comer?”. Ellos le ofrecieron un trozo de pescado asado. Lo
tomó y comió delante de ellos» (Lc 24,41-43).
La explicación de este dato un tanto problemático debe buscarse en el particular
estado del Resucitado. Ciertamente, él está en la gloria de la divinidad, y, por tanto, más
allá de la fragilidad carnal y de la mortalidad. Por eso puede aparecer repentinamente,
incluso «con las puertas cerradas», como sucede en el caso mencionado de Tomás (Jn
20,26). Pero precisamente por eso puede ser confundido con un fantasma o incluso –
como le pasará a María Magdalena– con otra persona, el guardia del cementerio (Jn
20,15). Esto ocurre porque es necesario un canal de conocimiento ulterior con respecto
al racional, una «visión» diferente de la ocular física: es el itinerario de conocimiento de
la fe, que permite intuir el rostro de Cristo resucitado.

222
Sin embargo, esto no significa que él sea diferente del Jesús histórico. Por eso se
subraya su corporeidad. Ahora bien, sabemos que para el semita el cuerpo no es solo una
aglomeración biológica y física, sino que es sobre todo el signo de la personalidad, de la
presencia y de la individualidad. El Resucitado es, por consiguiente, la misma persona
que antes, y la experiencia pascual no es una mera sensación subjetiva, sino que es
inducida por una realidad objetiva, exterior, trascendente y sin embargo experimentable.
Es tan real y eficaz que cambia radicalmente la vida de aquellos hombres inseguros,
temerosos y vacilantes, e incluso la existencia de un adversario contumaz como Pablo de
Tarso. Este marcado subrayado de la corporeidad del Resucitado es típico de Lucas y de
Juan, que deben hacer frente al escepticismo del mundo griego con respecto a la
resurrección, el mundo al que pertenecían los destinatarios de sus Evangelios.
Emblemática será al respecto la experiencia del apóstol Pablo en la intervención en el
Areópago de Atenas, donde chocará con una fuerte reacción negativa al anuncio de la
resurrección de Cristo (Hch 17,30-33).

223
35. Ascensión al cielo
«Mientras los bendecía,
se separó de ellos
y era llevado hacia arriba, al cielo».
– Lucas 24,51

En la fantasía de los artistas, pero también de muchos fieles, la escena de la ascensión de


Cristo tiene los contornos que un poeta agnóstico como el francés Apollinaire exponía
así en el poema Zona (1913) imaginándose a Jesús como un aviador moderno (un
«astronauta» diríamos hoy): «los diablos de los abismos levantan la cabeza para mirarlo /
... Los ángeles dan vueltas en torno al encantador Volteador». También en el monte de
los Olivos, en el antiguo templo bizantino y cruzado (ahora musulmán) dedicado a la
ascensión, se muestra una roca sobre la que la tradición popular ve impresas las huellas
de los pies del Resucitado en el impulso de la subida.
En realidad, este evento –que san Lucas sitúa al final de su Evangelio y al comienzo
de su segunda obra, los Hechos de los Apóstoles (1,6-12)– debe comprenderse en su
significado profundo, alejándonos de concepciones demasiado «materialistas» y
«astronáuticas». Sabemos, en efecto, que el área celestial es el signo de lo divino y de lo
trascedente por excelencia con respecto al horizonte en el que están inmersas las
criaturas. No obstante, Dios supera y engloba también el cielo al ser infinito. Ahora bien,
Jesús de Nazaret, con la resurrección, pasa del horizonte espacial e histórico terrenal a la
plenitud de su divinidad, representada simbólicamente por el cielo, con todo su ser,
también corpóreo, que es transfigurado y glorificado.
La «verticalidad» de la ascensión representa, por tanto, el misterio que se ocultaba
en Cristo cuando estaba en la «horizontalidad» de nuestro espacio y de nuestro tiempo.
Se recurre, así, a la descripción bíblica del final de los justos, como el antiguo patriarca
Henoc y el profeta Elías, que fueron arrebatados al cielo (Gn 5,22; 2 Re 2). El
Resucitado retorna a la ciudad celestial de la que había venido, es decir, al misterio de la
divinidad, llevando consigo a la humanidad redimida y arrebatándola a la caducidad del
tiempo y del límite, del mal y del pecado (este es también el sentido de la asunción de
María al cielo). Como decía san Agustín en su sermón sobre la ascensión, «la

224
resurrección del Señor es nuestra esperanza, la ascensión del Señor es nuestra
glorificación».
Es interesante notar que el evangelista Juan representa en varias ocasiones la
crucifixión y la resurrección de Cristo precisamente como un «levantamiento», una
ascensión, una glorificación: «Como Moisés levantó la serpiente en el desierto, así es
necesario que sea levantado el Hijo del hombre... Cuando sea levantado de la tierra,
atraeré a todos a mí» (Jn 3,14; 12,32). Al venir entre nosotros, Jesús llegó a ser
totalmente semejante a nosotros; con la muerte concluye su parábola histórica. Con la
resurrección él es «levantado» de nuestro horizonte, «ascendiendo» a aquel mundo
divino al que pertenece como Hijo de Dios, llevando consigo aquella humanidad que
había asumido al encarnarse, para conducirla así a la gloria.
Un comentario aparte. Bach dedicó a la Himmelfahrt, es decir, a la ascensión de
Cristo, un grandioso oratorio musical estrenado en 1735, que concluye con un bellísimo
coro en el que se entrelaza el dolor de la separación de Cristo con la alegría de su
glorificación.

225
Cuarta parte:
EVANGELIO DE LUCAS

El cuarto Evangelio fue definido, a partir de Clemente de Alejandría (siglos II-III), como
el «Evangelio espiritual», una definición que le ha acompañado a lo largo de los siglos.
Texto de alta calidad teológica, «la flor de los Evangelios», como lo llamaba otro
escritor alejandrino del Egipto del siglo III, Orígenes, este escrito revela inmediatamente
–incluso al lector que se acerca a él por primera vez– al menos dos ediciones. En los
capítulos 20 y 21 encontramos, de hecho, respectivamente, dos conclusiones diversas.
Los especialistas han querido, entonces, verificar dentro del texto las huellas de una
compleja aventura «editorial» que se ha desarrollado en varias etapas y que tuvo como
resultado final el texto actual formado por 15.416 palabras griegas.
La aventura parte en ambiente palestinense de una tradición oral vinculada al
apóstol Juan, en los años sucesivos a la muerte de Cristo y antes del 70, la fecha de la
destrucción de Jerusalén, que se expresa en arameo. A continuación, se hace una primera
edición del Evangelio en griego, destinada a un público nuevo, que podría ser el de la
costa de Asia Menor, con la espléndida Éfeso como su centro principal. A la redacción
de este escrito contribuye un «evangelista» que recoge el mensaje del apóstol y lo adapta
a este nuevo público (piénsese en el admirable himno al Logos, es decir, al Verbo divino
que es Cristo, destinado a ejercer de prólogo de todo el Evangelio).
La obra, que terminaba en el capítulo 20, se desarrollaba en dos grandes
movimientos: el primero (caps. 1–12), a menudo llamado «Libro de los signos», es decir,
de los siete milagros emblemáticos elegidos por el evangelista para ilustrar la figura de
Cristo, revelaba al Hijo de Dios al mundo, generando adhesión y rechazo. El segundo
movimiento textual (caps. 13–20), titulado frecuentemente «Libro de la hora», es decir,
del momento glorioso y supremo de la vida de Cristo ofrecida en la cruz, comprendía la

226
revelación del misterio profundo de Jesús a los discípulos (pensemos en los «discursos
de despedida» de la última cena, como se denominan los capítulos 13–17).
Finalmente, como es atestiguado por el capítulo 21, se procedió a una nueva edición
a finales del siglo I, y, quizá, en un pasaje alusivo (21,22-23), se hacía referencia
también a la muerte del apóstol Juan, mientras que la Iglesia proseguía su camino
mediante la autoridad pastoral confiada a Pedro por el Señor resucitado (21,15-19).
El conjunto del cuarto Evangelio constituye una obra altísima que tiene en su centro
la figura de Cristo, presentado en su humanidad y divinidad con gran originalidad
teológica, también desde el punto de vista lingüístico (su léxico, formado por 1011
términos, es, con frecuencia, teológicamente muy «personal»). Con Cristo debe
confrontarse la humanidad: los personajes joánicos son habitualmente emblemáticos,
encarnando la adhesión o el rechazo, mientras que toda la historia humana se manifiesta
como la sede de un gran juicio que verá a Cristo glorioso y vencedor precisamente en la
aparente derrota de la condena a la crucifixión.

227
1. En el principio, el «Logos»
«En el principio existía el Verbo,
y el Verbo estaba junto a Dios
y el Verbo era Dios».
– Juan 1,1

Célebre pasaje, retomado y comentado por el Fausto de Goethe, este inicio del prólogo
del cuarto Evangelio no presenta dificultades particulares, ni de crítica textual ni de
interpretación. Solo en el pasado se adoptaron algunas interpretaciones de cuño
helenístico, conjeturando, por tanto, un recurso al Lógos de la tradición filosófica griega.
El original, de hecho, suena así: en archē ēn ho Lógos, kaì ho Lógos ēn pròs tòn Theón,
kaì Theós ēn ho Lógos. Realmente, el trasfondo al que recurría Juan era de matriz
bíblica.
La categoría «palabra» era, en efecto, capital en la teología veterotestamentaria,
como pone de manifiesto el hecho de que el evangelista remita al «en el principio», la
fórmula inicial del Génesis: «En el principio [bere’shît] creó Dios el cielo y la tierra»
(1,1). En este pasaje se declara precisamente que la creación acontece mediante un acto
divino que es palabra: «Dijo Dios: “¡Hágase la luz!”. Y se hizo la luz» (Gn 1,3).
Estamos, por consiguiente, ante una matriz genuinamente bíblica, y, como sugiere
Goethe, la «palabra» en el lenguaje bíblico no es solo Wort, una palabra dicha, sino que
es también Kraft, «fuerza» creadora y salvadora, es Sinn, «significado», interpretación
del sentido último de la realidad, y es Tat, «acto» pleno y perfecto.
Se ha intentado, por consiguiente, traducir de otras formas este Lógos-palabra
divina que en el cristianismo es una persona, Cristo. Juan, en efecto, alude bien a la
Sabiduría divina, presentada en varias ocasiones en las Escrituras hebreas, o al diálogo
constante, presente en la Biblia, entre Dios y la humanidad. Así, un exegeta ha intentado
recientemente traducir el concepto con un insostenible e incluso extravagante: «En el
principio existía la Comunicación». La idea es aceptable, pero la formulación es
demasiado ajena al original y a su complejidad, al igual que lo era la aún más lejana
versión de algunos exegetas del pasado: «En el principio existía el Pensamiento».
Para algunos estudiosos del siglo pasado y del siglo XIX, el problema de
interpretación teológica concernía a la tercera frase, que se entendía de forma casi

228
«politeísta»: «y un Dios [o un ser divino] era la Palabra». Este se basaba en el hecho de
que en el original griego Theós, «Dios», aparece sin artículo. Pero se olvidaban al menos
dos elementos. La frase –que no tiene variantes dignas de consideración en los
numerosos códices y en las antiguas versiones de los Evangelios– tiene por sujeto el
Verbo, ho Lógos con el artículo, mientras que «Dios» (Theós) es el predicado, y, por
tanto, carece de artículo y de este modo expresa la naturaleza divina del Verbo. Además,
en el Nuevo Testamento ho Theós con el artículo es llamado solamente el Padre.
En conclusión, tenemos en esta frase una clara definición de la divinidad de Cristo,
por lo demás atestiguada en todo el cuarto Evangelio: «El Verbo era Dios [Theós sin
artículo]», en el sentido pleno del término. Por otra parte, ya en la segunda frase se
precisaba que el Verbo estaba pròs tòn Theón, «junto a Dios» (es decir, junto al Padre,
ho Theós, con el artículo), o bien –según otra versión de la preposición prós– «estaba
dirigido a Dios» Padre. Hemos querido esta vez profundizar filológicamente en el texto
evangélico porque, en su esencia, pero también en su complejidad, es una elevada
exaltación del Verbo encarnado y una referencia indirecta a la Trinidad.

229
2. La derrota de las tinieblas
«La luz resplandece entre las tinieblas,
y las tinieblas no la vencieron».
– Juan 1,5

Entre los famosos manuscritos judíos sacados a la luz en 1947, en Qumrán, sobre la
ribera occidental del mar Muerto, hay uno titulado por los especialistas El Rollo de la
Guerra. En este se describe la batalla final de una guerra de cuarenta días entre los hijos
de la luz y los hijos de las tinieblas, marcada por el triunfo de la luz. Pues bien, en el
célebre himno, que sirve de prólogo al Evangelio de Juan, tenemos algo análogo, y el
versículo que hemos propuesto constituye un claro testimonio. Al menos lo es en la
versión adoptada, que es también la elegida por la última edición de la Biblia de la CEI.
La anterior –que quizá resuena aún en los oídos de nuestros lectores– decía en
cambio así: «La luz resplandece en las tinieblas, pero las tinieblas no la acogieron».
Algunos, habituado al latín, tienen aún en mente la versión de la Vulgata de san
Jerónimo: Lux in tenebris lucet, et tenebrae eam non comprehenderunt, y, en el latín
tardío, aquel comprehenderunt podía también significar «no la comprendieron». Así
pues, ¿cuál será pues la traducción correcta del verbo griego original katélaben?
«Vencer», «acoger», «comprender», no significan lo mismo, y sin embargo son verbos
usados en las versiones oficiales o cualificadas. ¿Cuál es, por tanto, la preferible?
Digamos inmediatamente que el verbo griego presente en el texto original es
ambiguo por su naturaleza, porque puede albergar en sí toda la gama de los significados
indicados, aunque con matices diversos. Partamos de la versión «las tinieblas no la
comprendieron» [a la luz]. De por sí es posible, dado que en el cuarto Evangelio las
tinieblas son sinónimo de «mundo» y en el versículo 10 del himno-prólogo se dice que
«el mundo no reconoció» al Verbo-Luz-Cristo. Pero la formulación resulta un poco
extraña al modo en que Juan desarrolla el tema de la revelación y del juicio realizados
por Cristo con respecto al mundo. De hecho, se supone una oposición, es más, un
choque.
Pasemos, puesta, a la otra traducción: «Las tinieblas no la acogieron». Ciertamente,
si Juan hubiera tenido en mente el arameo, la lengua dominante entonces en Tierra

230
Santa, habría podido proponer un juego de palabras: la’ qableh qablâ, «las tinieblas no la
acogieron». Pero el verbo usado por el evangelista indica, más bien, un rechazo o un
contraste, expresado por la preposición katá; para indicar «acoger» habría sido más
lógico usar el verbo parélaben, como precisamente encontramos en el versículo 11:
«Vino entre los suyos, y los suyos no la acogieron (parélabon)».
Nos queda, por tanto, el tercer significado, aceptado por la versión que hemos
propuesto: «Las tinieblas no la vencieron» (o «derrotaron»). El sentido hostil se adapta
perfectamente al choque que se produce entre la luz y las tinieblas, entre Cristo y el
mundo. Es un desafío cuyo resultado conoce el cristiano. Además, debe notarse que este
sentido aflora también en el único otro pasaje del cuarto Evangelio donde aparece el
mismo verbo griego: «Caminad mientras tenéis la luz, para que las tinieblas no se
apoderen de vosotros (katalábē)» (Jn 12,35). Nuestro versículo proclama, por
consiguiente, la confianza en la victoria final de Cristo sobre las tinieblas, sobre el
mundo y sobre el mal.

231
3. Los hijos generados por Dios
«No por sangre,
ni por el querer de la carne, ni por el querer de hombre,
sino por Dios han sido generados».
– Juan 1,13

El sujeto de esta frase está presente en el versículo precedente del grandioso himno, que
sirve de prólogo al Evangelio de Juan: «Los hijos de Dios, aquellos que creen en su
nombre» (v. 12). Se tendría, por tanto, la proclamación de aquella que san Pablo definirá
como la adopción filial por parte de Dios mediante la fe (Gal 4,4-7; Rom 8,15-17). Es
curioso, en el original griego, el uso del plural «sangres», que refleja una antigua
concepción fisiológica según la cual el embrión era generado por la unión de la sangre
materna y del semen-sangre paterno. La fórmula «querer [o deseo] de hombre» está
también vinculada a la cultura del tiempo, que era de cuño machista; en efecto, el varón
era el agente principal de la generación (por otra parte, recuérdese que el óvulo femenino
fue identificado solo en 1827).
Hechas estas puntualizaciones, es fácil imaginar la pregunta de nuestros lectores:
¿dónde está la dificultad de este versículo? La respuesta es más de índole teológica que
exegética. Casi la totalidad de los antiguos manuscritos griegos que han transmitido el
Nuevo Testamento concuerdan en el verbo en plural: «Por Dios han sido generados
[egennēthēsan]». Se trata, por tanto, de los creyentes en Cristo, el Verbo divino. Sin
embargo, debemos señalar que un solo códice griego, algunos manuscritos de la antigua
versión latina y no pocos Padres de la Iglesia (como Justino, Ireneo, Tertuliano),
proponen un texto con el verbo en singular: «No por sangre, ni por querer de carne, ni
por querer de hombre, sino por Dios ha sido generado [egennēthē]».
Es evidente que en este caso no se trataría de nosotros con nuestra generación
espiritual de hijos de Dios, sino que sería el mismo Cristo, con su origen virginal real,
«no por sangre ni por querer de carne, ni por querer de hombre». Sin embargo, es
igualmente evidente que este verbo en singular podría ser una adaptación posterior del
texto joánico, para proponer de nuevo la declaración contenida en los Evangelios de
Mateo (1,18-25) y de Lucas (1,28-38) con respecto a la generación virginal de Jesús: él

232
no es fruto de los mecanismos biológicos y genéticos humanos, sino un don divino a
través de María.
Añadamos una ulterior nota erudita. Algunos estudiosos piensan que esta lectura en
singular se originó por una polémica contra una hipotética acusación por parte judía
según la cual se afirmaba que los cristianos –sobre la base de un pasaje oscuro del libro
del Génesis (6,1-4)– consideraban a Jesús como un gigante de la antigüedad, concebido
por una mujer y por un «hijo de Dios», es decir, un ángel. Además, en un escrito
apócrifo judío muy popular denominado Libro de Henoc, se retoma precisamente la
arcaica tradición bíblica de los gigantes, considerados fruto de la unión entre mujeres y
ángeles, y se condena. Se confirma, así, la difusión de este dato mitológico que podía
usarse contra la doctrina cristiana de la divinidad de Jesús.

233
4. La tienda del Verbo
«El Verbo se hizo carne
y puso su tienda en medio de nosotros».
– Juan 1,14

Es uno de los versículos más célebres de todos los Evangelios. Está inserto en el
grandioso himno que sirve de prólogo al cuarto Evangelio. Hemos propuesto una versión
que recalca el original griego, mucho más intenso que la pálida traducción habitual: «El
Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros». Precisamente por la densidad y las
referencias presentes en filigrana en la frase joánica, hemos querido situarla en los
pasajes difíciles de los Evangelios. El mensaje es de por sí claro, que es resumido por un
vocablo teológico desconocido en el Nuevo Testamento, «encarnación» (sárkosis, en
griego), usado por primera vez en el siglo II por san Ireneo, Padre de la Iglesia y obispo
de Lyon, en su obra Contra las herejías.
El concepto, no obstante, está ampliamente atestiguado en los escritos
neotestamentarios y tiene su emblema precisamente en este pasaje joánico. Es sugerente
notar que un famoso escritor agnóstico como Jorge Luis Borges, en su antología poética
Elogio de la sombra (1969), tituló un poema simplemente así: Juan 1,14. En él pone en
labios de Cristo mismo, de modo simbólico y rico de imágenes, el misterio cristiano de
la encarnación: «Yo que soy el Es, el Fue y el Será / vuelvo a condescender al lenguaje /
que es tiempo sucesivo y emblema...». Y concluía con la cima del hecho de hacerse
«carne», o sea, historia, tiempo, límite, espacio, muerte, es decir, con la crucifixión: «Fui
amado, comprendido, alabado y pendí de una cruz».
Pues bien, en el original griego joánico se usa específicamente el verbo que expresa
el «llegar a ser/hacerse/devenir» (egéneto), que es señal de cambio y sucesión, de por sí
incompatible con el Verbo, que es eterno porque «está junto a Dios», es más, es el
mismo Dios (1,1), existente ya «en el principio», es decir, antes de todo el ser. Este
«hacerse, devenir» se precisa con la palabra «carne», sárx en griego, que prácticamente
equivale a «ser humano». Se lleva a cabo, así, no una simple cercanía o apariencia, sino
una radical identificación de Dios en nuestra realidad frágil, caduca, mortal. Será este el
«escándalo» del cristianismo, rechazado como locura por el mundo griego, pero también

234
infravalorado y marginado en la misma primera «herejía» cristiana, la denominada
«gnóstica», propensa a exaltar la trascendencia y la espiritualidad del Verbo, negando su
«carnalidad» humana.
La frase griega prosigue después con el verbo eskēnōsen, que significa «puso su
tienda, acampó». Se produce aquí un guiño simbólico y léxico al hebreo bíblico. En el
Antiguo Testamento, en efecto, se hablaba de la «tienda del encuentro» entre Dios e
Israel, que era el santuario portátil del desierto y el templo fijo de Jerusalén. Este
santuario era denominado en hebreo miškan, «casa, residencia, habitación» divina en la
tierra. Pues bien, la raíz de esta palabra es š-k-n, que es la misma que la del vocablo
griego citado eskēnōsen (s-k-n).
No obstante, existe una diferencia radical entre las dos «tiendas-presencias». En
Cristo no se tiene un templo de telas o de piedras, sino de «carne». El cuerpo de Cristo es
el nuevo templo, como dirá el mismo Jesús no muchas líneas después en el cuarto
Evangelio (léase el pasaje sobre la purificación del Templo de los mercaderes en Juan
2,13-22). Pero quizá puede pensarse en una ulterior alusión por parte del evangelista a
partir de misma raíz s-k-n: los judíos reconocían que en el Templo de Sión estaba la
Šekinah, es decir, la «presencia» divina. Vemos así aparecer de nuevo s-k-n que
precisamente aflora –como hemos dicho– también en el eskēnōsen, en el «puso la
tienda», usado por Juan.

235
5. Gracia sobre gracia
«De la plenitud de él
todos nosotros hemos recibido: gracia sobre gracia».
– Juan 1,16

Estamos en las últimas frases de aquella joya literaria y teológica que es el himno al
Verbo, con el que se abre el Evangelio de Juan. Cristo es definido con un término griego
que resuena solo aquí en los escritos joánicos, pero que es también apreciado por san
Pablo: plērōma, «plenitud». En la Carta a los Colosenses (1,19) se afirma que «agradó a
Dios que en él [Cristo] habitara toda la plenitud [plērōma]» de la potencia creadora
divina. En nuestro texto, en cambio, se remite a pocas líneas anteriores, cuando se
declaraba que el Hijo unigénito de Dios está «lleno [plērēs] de gracia y de verdad»
(1,14).
Estas son las dos virtudes típicas del Dios de la alianza, en hebreo ḥesed y ’emet:
«El Señor, Dios misericordioso y compasivo, lento a la ira y rico en gracia [ḥesed] y en
verdad [’emet]», proclama el Señor a Moisés en el Sinaí (Ex 34,6). Se trata,
prácticamente, de una hendíadis, es decir, de una sola realidad expresada con dos
términos, a saber, el amor fiel. En el versículo que estamos analizando se corrobora el
contenido de esta plenitud con uno solo de los dos vocablos, «gracia», cháris en griego,
un concepto que fue desarrollado en profundidad por san Pablo.
Sin embargo, aquí encontramos una fórmula un poco extraña en griego: cháris antì
chárin, con una preposición ambigua, antí, que admite tres interpretaciones. Queremos
presentarlas a nuestros lectores para mostrarles lo denso y complejo que puede ser el
texto sagrado y la gran atención que tenemos que prestar para entender su riqueza y
matices.
La primera interpretación entiende «gracia sobre gracia» como una acumulación de
gracia, una especie de onda inagotable que procede del Verbo de Dios. Es la traducción
que hemos elegido siguiendo la Biblia de la CEI. Se exalta, por consiguiente, la riqueza
incesante del don divino en Cristo.
La segunda interpretación comprende «gracia en lugar de [otra] gracia». Se trata,
por tanto, de una sustitución: a la gracia de la antigua alianza le sucede la de la nueva

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alianza rubricada por el Hijo. De hecho, en el versículo posterior se explica: «Porque la
Ley fue dada por medio de Moisés, la gracia y la verdad vinieron por medio de
Jesucristo» (Jn 1,17). También la Ley era salvífica, hasta el punto de que Jesús afirma
que «la salvación viene de los judíos» (Jn 4,22); pero ahora se posee el régimen de la
gracia en plenitud.
La tercera interpretación lee «gracia por [o según la] gracia», una gracia
correspondiente a la realidad del Verbo, un don que es típico y propio del Hijo unigénito,
una gracia vertida en nosotros, pero que es la misma que el Padre derrama en Cristo con
plenitud absoluta. Como es evidente, las variaciones temáticas revelan aspectos
diferentes de la efusión de la gracia que el Verbo ha venido a traer a la humanidad.

237
6. ¡Mirad al Cordero de Dios!
«¡Mirad al Cordero de Dios,
el que quita el pecado del mundo!»
– Juan 1,29

El lector practicante, que está habituado a oír esta frase cada vez que el sacerdote eleva
la sagrada forma ante los fieles antes de la comunión, se preguntará: ¿por qué situar esta
declaración, pronunciada por el Bautista, entre las palabras difíciles presentes en los
Evangelios? La respuesta se oculta precisamente en la densidad temática que está en el
fondo de una frase aparentemente clara, sencilla y común en la fe y en la liturgia
cristiana. Tratemos, ahora, de hacer pasar ante nosotros los tres elementos que la
constituyen.
En primer lugar, el cordero de Dios. En labios del Bautista quizá hay una referencia
al cordero simbólico apreciado por aquella literatura popular conocida como
«apocalíptica»; se trata, entonces, del cordero manso e indefenso que paradójicamente
somete y derrota a las fieras del mal. También leeremos en el Apocalipsis de Juan, en
efecto, que los seguidores de la Bestia satánica «combatirán contra el cordero [Cristo],
pero el cordero los vencerá, porque es el Señor de señores y el Rey de reyes» (17,14).
El símbolo, no obstante, remite espontáneamente también al cordero pascual: es lo
que el evangelista resaltará cuando recuerde que a Cristo crucificado no le quebraron las
piernas, justo como se hacía con el cordero inmolado en Pascua, que no tenía ningún
hueso quebrado (Jn 19,36). Una tercera alusión, sin embargo, es aún más relevante: al
Siervo sufriente mesiánico, que, según el profeta Isaías, «era como un cordero llevado al
matadero» (53,7).
Por otra parte, es curioso notar que en arameo, la lengua usada por el Bautista,
existe un vocablo talya’, que significa «siervo» y «cordero». Con esta interpretación, que
conecta el cordero con el Siervo del Señor, podemos explicar la segunda locución, aquel
que quita. Del Siervo mesiánico, en efecto, se decía que «se había echado encima
nuestros dolores... llevaba el pecado de muchos» (Is 53,4.12). El verbo hebreo usado,
nasa’, indica tanto «llevar» como «quitar». Los dos significados son prácticamente
homogéneos: el Mesías, Cristo, se echa encima el mal de la humanidad para eliminarlo,

238
lo lleva para quitarlo. Y aquí aflora indirectamente un aspecto ulterior del cordero: es el
sacrificio perfecto y vivo que expía el pecado y reconcilia a la humanidad con Dios.
Se entrelazan, así, los tres perfiles del cordero apocalíptico, pascual y mesiánico,
que hemos descrito. Nos queda aún la última locución: el pecado del mundo. La liturgia
eucarística católica ha introducido el plural «los pecados» borrados por la víctima
sacrificial, por Cristo. Esta relectura tiene ciertamente una referencia neotestamentaria,
porque en la Primera carta de Juan leemos que Cristo «se manifestó para quitar los
pecados» (3,5). El singular, usado por el evangelista en la frase, remite al pecado radical
del mundo, a saber, no creer en el Hijo de Dios. «Si fuerais ciegos», dirá Jesús a los
fariseos después de la curación del ciego de nacimiento, «no tendríais ningún pecado;
pero puesto que decís que veis, vuestro pecado se mantiene» (Jn 9,41). La incredulidad
obstinada es la base de la que se nutre y crece la perversa planta de nuestros múltiples
pecados.

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7. Bajo la higuera
«Natanael le preguntó: “¿Cómo me conoces?”.
Jesús le respondió:
“Antes de que te llamara Felipe,
te vi cuando estabas bajo la higuera”».
– Juan 1,48

No sabemos quién es Natanael, el discípulo llevado hasta Jesús por el futuro apóstol
Felipe. Hay quien lo ha identificado con Simón el cananeo, porque era de Caná (pero en
realidad la denominación «cananeo» significa «ferviente» o «zelota», quien combate por
la liberación de Israel contra la opresión de Roma). Puesto que el nombre «Natanael»
significa «Dios ha dado», hay quien lo que relacionado con el apóstol Mateo, cuyo
nombre quiere decir igualmente «don del Señor» (como también Matías). Más popular
es su identificación con Bartolomé, el apóstol que en las listas de los doce sigue siempre
a Felipe. Un nexo más bien débil, aunque acogido por la misma liturgia que en la fiesta
de san Bartolomé el día 24 de agosto lee este pasaje de la vocación de Natanael, que, sin
embargo, fue quizá solamente un discípulo genérico de Jesús.
Lo que, no obstante, nos sorprende en el relato del cuarto evangelista es su
conversión instantánea de un estado de escepticismo («¿De Nazaret puede salir algo
bueno?») a una adhesión plena («Rabí, tú eres el Hijo de Dios, tú eres el rey de Israel»),
solo porque Jesús adivina el lugar en el que se encontraba antes de que Felipe lo invitara
a seguirle para conocer al maestro de Nazaret. Este, en efecto, lo había alabado como
«un verdadero israelita en el que no hay falsedad» y le había dicho que lo vio bajo una
higuera. Sobre esta modesta anotación, con ecos tan prodigiosos, se ha ejercido la
curiosidad de los estudiosos.
Hay quien ha pensado que Jesús había intuido la verdadera profesión de Natanael, a
saber, que era un rabí o un escriba, porque era frecuente que los maestros judíos de
entonces enseñaran o estudiaran bajo una higuera, considerada un símbolo de la Torá, es
decir, de la Ley divina, aquella Ley que menciona Felipe cuando encuentra a Natanael:
«Hemos encontrado a aquel de quien han escrito Moisés en la Ley y los profetas» (Jn
1,45). Otros consideran que –a partir del simbolismo bíblico del árbol del conocimiento
del bien y del mal– Jesús aludiera a algún pecado cometido por Natanael bajo una

240
higuera (las plantas son también testigos mudos del intento de violación perpetrado
contra Susana, según Daniel 13).
Por este camino las fantasías pueden multiplicarse, yendo más allá de la imagen de
«estar sentado bajo la higuera», que en la Biblia es simplemente un signo de paz
mesiánica y de bienestar. Así pues, ¿cuál es entonces la explicación más normal?
Natanael se sorprende porque descubre que Jesús sabe intuir datos que rebasan la mera
verificabilidad sensorial. Su conocimiento supera la capacidad humana normal, como a
menudo se percibe en el cuarto Evangelio. La admiración de este hombre sencillo es el
testimonio de su claridad espontánea de persona que no es calculadora ni tiene doblez
alguna, una persona dispuesta a unirse a Cristo con integridad y sencillez de corazón. Y
Jesús le propondrá un conocimiento ulterior y una visión más alta: «¿Crees porque te he
dicho que te había visto bajo la higuera? Verás cosas más grandes que estas... Veréis el
cielo abierto y los ángeles de Dios subir y bajar sobre el Hijo del hombre» (Jn 1,50-51).

241
8. «¿Qué quieres de mí?»
«La madre de Jesús le dijo:
“¡No les queda vino!”.
Jesús le respondió:
“Mujer, ¿qué quieres de mí?”»
– Jn 2,3-4

Los peregrinos de Tierra Santa llegan al pueblo de Caná, a seis kilómetros al noreste de
Nazaret, y en la iglesia franciscana leen el pasaje joánico de las «bodas de Caná» (2,1-
12), aun cuando los arqueólogos tienden a considerar que el Caná evangélico debe
identificarse con otro lugar de Galilea. Lo que causa problema al lector es, sin embargo,
aquella frase fría con la que Jesús responde a su madre (mencionada cuatro veces en el
relato con ese título), una frase que en griego suena literalmente así: tí emoì kaì soí,
gýnai, «¿que hay entre yo y tú, oh mujer?».
Para explicarla partamos del final, gýnai, «mujer». El título no es descortés de por
sí, sino que es frecuente al dirigirse a las mujeres, incluso familiares, en el Próximo
Oriente antiguo; de hecho, en la escena de la crucifixión, altamente impregnada de
ternura, Jesús se dirige a María también así: «Mujer [gýnai], ¡ahí tienes a tu hijo!» (Jn
19,26). Abordemos ahora la frase que debe entenderse también teniendo en cuenta los
usos lingüísticos antiguos.
De hecho, la expresión «¿qué hay entre yo y tú?» es conocida ya en el Antiguo
Testamento, donde tiene diversos matices de significado. Puede, ciertamente, indicar una
reacción de enojo a una molestia: «¿por qué me molestas o me haces esto?». Pero puede
también señalar que no se quiere implicar uno en una cuestión, expresando una actitud
de desentendimiento, de distanciamiento de un gesto que no se considera oportuno en
aquella situación. Por eso hay que prestar atención al contexto y al mismo tono con que
se usa la fórmula. Entre paréntesis, además de los varios pasajes del Antiguo
Testamento, la frase aparece también en los evangelios (Mt 8,29; Mc 1,24; 5,7; Lc 4,34;
8,28).
Precisamente Jesús nos indica la verdadera cualidad de esta réplica, cuando añade:
«Aún no ha llegado mi hora». Pues bien, en el Evangelio de Juan la «hora» es el gran
momento de la muerte, resurrección y glorificación de Cristo, causa de salvación para la

242
humanidad. Jesús no se sustrae a la petición de su madre, que, por otra parte, está
sutilmente convencida de ser atendida («¡Haced lo que os diga!»), pero quiere resaltar el
verdadero significado de su intervención. Él se opone a que se reduzca su gesto a un acto
prodigioso, y, por eso, lo relaciona con la categoría de «signo», bajo la que Juan clasifica
los milagros de Jesús, un «signo» que hace volver la mirada al sentido último de la obra
de Cristo (su «hora» final).
Los milagros no son actos espectaculares ni puras y simples respuestas a una
necesidad concreta e inmediata, sino que deben ser para los espectadores un símbolo de
un evento superior y trascendente. En este caso, el banquete y el vino remiten a la era
mesiánica: por eso se trata de un vino «último» y «mejor» con respecto al anterior. Y por
esto el evangelista concluye su relato así: «Este de Caná de Galilea fue el comienzo de
los signos realizados por Jesús; él manifestó su gloria y sus discípulos creyeron en él»
(Jn 2,11).

243
9. El templo de su cuerpo
«“¡Destruid este templo
y en tres días lo haré resurgir!” ...
Él hablaba del templo de su cuerpo».
– Jn 2,19.21

La frase pronunciada por Jesús, después del gesto de cuño profético de los azotes contra
los mercaderes en el Templo, es interpretada inmediatamente por el evangelista mismo
con la referencia simbólica al cuerpo de Cristo. Este significado profundo y alusivo no es
comprendido por los judíos que escuchan a Jesús, criticándole por haberse arrogado una
autoridad que no le competía. Es más, su interpretación es totalmente un malentendido
que a los especialistas les gusta clasificar con la expresión «ironía joánica». Es la
incomprensión que banaliza una afirmación profunda de Cristo.
Este equívoco se repetirá sucesivamente, cuando Nicodemo, al anuncio de Jesús
relativo a un «nuevo nacimiento», reaccione diciendo: «¿Cómo puede nacer un hombre
cuando es viejo? ¿Puede acaso entrar una segunda vez en las entrañas de su madre y
renacer?» (Jn 3,4). O cuando, ante el ofrecimiento de «agua viva» por parte de Jesús, la
samaritana le replica: «Señor, no tienes un cubo y el pozo es profundo. ¿De dónde
sacarás esa agua viva?» (Jn 4,11). Y, en esta misma escena, a los discípulos que le
decían que comiera, Cristo les dirá que tiene otra «comida que vosotros no conocéis», y
ellos, ingenuamente, se preguntarán: «¿Le ha traído quizá alguien comida?» (Jn 4,31-
33).
Podríamos continuar extensamente señalando estas incomprensiones que generan
respuestas hasta divertidas: léanse los pasajes joánicos de 6,34 sobre el «pan vivo» que
quita todo apetito; de 7,34-35 sobre la «partida» de Jesús con su muerte, confundida por
un viaje entre los griegos; de 8,32-33 sobre la libertad interior interpretada como una
acusación de esclavitud por quienes le escuchan; de 11,11-12 sobre el «sueño» de Lázaro
considerado benéfico y no mortal por los discípulos; de 13,9-10 con un Pedro que, en
lugar de una purificación interior, se imagina que tiene que lavarse los pies, las manos y
la cabeza para estar con Jesús, y, así, otros numerosos ejemplos.
Regresemos ahora a nuestro texto, confiado precisamente a la explicación
metafórica del evangelista; el templo es el cuerpo muerto y resucitado de Cristo,

244
reconstruido en tres días, según la simbología de los números (el tres es un número
bíblico que indica plenitud) y de acuerdo con el modo semítico de considerar como una
unidad también las fracciones de una jornada. Lo que sin embargo suscita la curiosidad
es la incomprensión de la gente que escucha a Jesús: «Este templo ha sido construido en
cuarenta y seis años, ¿y tú lo harás resurgir en tres días?» (Jn 2,20).
La frase es interesante desde el punto de vista histórico. La construcción del
Templo de Jerusalén fue iniciada por Herodes en el 20-19 a.C. Después de 46 años nos
encontraríamos en la Pascua del 27-28 d.C. Estaríamos, por consiguiente, ante uno de los
pocos datos cronológicos ofrecidos por los Evangelios, que coincide más o menos con el
indicado por Lucas cuando sitúa la predicación del Bautista «en el año decimoquinto de
Tiberio» (Lc 3,1), el emperador, una fecha que se corresponde precisamente con el año
27-28 d.C.

245
10. Recordar
«Cuando resucitó de entre los muertos,
los discípulos recordaron lo que había dicho,
y creyeron en la Escritura
y en la palabra dicha por Jesús».
– Juan 2,22

Nos hallamos en la escena agitada y violenta de la expulsión de los mercaderes del


Templo. Para comprender este gesto de tipo profético, los discípulos «recordaron» una
frase del Salmo 69,10 que se adapta perfectamente al acto realizado por Jesús: «El celo
por tu casa me devorará» (Jn 2,17). A continuación, Cristo, como hemos tenido ocasión
de demostrar en el análisis del pasaje anterior, afirma que puede destruir y volver a
construir en tres días el Templo de Sión.
Sin embargo, como comenta el evangelista, se trata solo de una afirmación
simbólica: se refería al templo de su cuerpo, que habría sido demolido en la muerte, pero
erigido de nuevo en la resurrección. Pues bien, en este punto Juan añade la frase que
proponemos ahora. Describe cómo consiguieron los discípulos conectar aquellas
palabras de Jesús sobre el Templo con su resurrección, y, por consiguiente, desvelarse a
sí mismos el significado simbólico profundo. Esta compresión plena se expresa de nuevo
a través del verbo «recordar», como en el caso de la cita del Salmo 69,10 mencionado
anteriormente.
El «recuerdo» tiene en la Biblia una carga mucho más fuerte que nuestro simple
recordar un hecho del pasado. Implica hacerlo revivir y comprenderlo en su plenitud; por
eso la celebración de la Pascua es denominada en Israel el «memorial» por excelencia:
Dios entró en el pasado de la historia del pueblo ofreciéndoles el don de la liberación de
la opresión faraónica; esta entrada es un acto divino, y, por eso, es eterno y se ramifica
en el tiempo. Por consiguiente, se representa en el hoy de la celebración pascual, pero se
proyecta también hacia las liberaciones futuras.
En esta perspectiva, llegamos a comprender cómo «recordar» las palabras pasadas
de Jesús, iluminándolas a la luz de su gloria pascual, significa el develamiento de su
sentido más auténtico y profundo. Se genera, así, la fe que hace interpretar aquella
palabra o aquel gesto de Cristo a la luz del plan de salvación de Dios trazado en la

246
Sagrada Escritura. Es más, el mismo Antiguo Testamento llega a mostrar su sentido
profético y mesiánico a través de la iluminación que procede de la resurrección y
glorificación de Cristo.
Este aspecto del «recuerdo» evangélico aparece en el texto joánico como una obra
realizada por el Espíritu Santo que el Resucitado envía a sus discípulos: «El Paráclito, el
Espíritu Santo que el Padre enviará en mi nombre, os enseñará todo y os recordará todo
lo que os he dicho» (Jn 14,26). Los dos verbos «enseñar» y «recordar» se entrelazan y
muestran que el «recuerdo» es en realidad un mensaje que penetra en profundidad en los
corazones de los creyentes, más o menos como le había pasado al Pedro arrepentido que
«había recordado la palabra que el Señor le había dicho» con respecto a su traición (Lc
22,61) y se convirtió.

247
11. La serpiente levantada
«Como Moisés levantó en el desierto la serpiente»,
así es necesario sea levantado el Hijo del hombre».
– Juan 3,14

Había sido uno de los numerosos obstáculos durante la marcha de Israel por el desierto
del Sinaí: las serpientes venenosas que se anidaban entre los pedregales. El relato del
libro de los Números (21,4-9) concluye con el «levantamiento» de una serpiente de
bronce por Moisés, casi como una especie de antídoto y de exvoto: es curioso notar en
que en Timná, en la región minera de Arabia, en el área septentrional del Sinaí, los
arqueólogos han descubierto pequeñas serpientes de cobre, metal que abundaba en la
zona, que probablemente tenían la función de protección mágica contra aquellos reptiles
venenosos que infectaban la estepa.
La narración bíblica subraya que la liberación de la muerte por envenenamiento se
producía solo si se «miraba» a la serpiente levantada, es decir, si se tenía una mirada de
fe en aquel «símbolo de salvación», como lo define el libro de la Sabiduría (16,6), que
explica: «Quien se volvía a mirarlo era salvado no por medio del objeto que veía, sino
por ti, salvador de todos» (Sab 16,7). Jesús, en el diálogo nocturno con Nicodemo,
establece un paralelismo entre aquel signo de salvación y «el Hijo del hombre
levantado», es decir, él mismo crucificado.
Como encontramos en otros pasajes del cuarto Evangelio, este «levantamiento»
sobre la cruz es una especie de glorificación, aquel leño terrible se convierte en un trono
divino, la crucifixión es el principio de la resurrección, fuente de liberación del mal para
la humanidad entera. Jesús mismo, en las puertas de su pasión, dirá: «Cuando sea
levantado de la tierra, atraeré a todos a mí» (Jn 12,32). Existe, por consiguiente, un modo
particular para definir la Pascua de Cristo, que recurre a la imagen de la exaltación, de la
elevación, de la glorificación y de la ascensión.
Ya se encontraba representado en el final del Evangelio de Lucas (24,50-53) y en el
inicio de los Hechos de los Apóstoles (1,9-11), donde precisamente se describe la
ascensión del Resucitado al cielo; había sido explicitado también por san Pablo en el
famoso himno insertado en la Carta a los Filipenses: aquel ser divino que era Cristo se

248
había «vaciado» y «humillado» hasta sufrir la muerte de cruz, pero Dios lo «había
exaltado/levantado... de modo que toda rodilla se incline en los cielos, en la tierra y
debajo de la tierra, y toda lengua proclame: “¡Jesucristo es el Señor!”» (Flp 2,6-11). En
la resurrección-ascensión, Jesús retorna a la gloria de la divinidad, oculta en su
humanidad, «sube» a aquel cielo que es considerado signo de lo eterno y de lo infinito, el
ámbito divino.
La conclusión de la frase joánica que hemos explicado en su significado profundo,
es, por tanto, bastante comprensible. Es casi su corolario: como los israelitas que
contemplaban con fe el signo de la serpiente levantada eran curados, así «el que cree en
él [en el Hijo del hombre levantado] tendrá la vida eterna» (Jn 3,15). Los fieles serán,
por consiguiente, a partir de María, la madre de Jesús, «asuntos» en la gloria de la
comunión con Dios, donde les ha precedido el Hijo de Dios que bajó en la humanidad
para «levantarlos».

249
12. El amigo del esposo
«El esposo es aquel al que pertenece la esposa;
pero el amigo del esposo...
exulta de alegría al oír la voz del esposo».
– Juan 3,29

Este es el último testimonio público de Juan Bautista sobre Jesús. Surge de una crítica
que los discípulos del precursor hacen porque «aquel que estaba contigo [Jesús] en la
otra parte del Jordán y del que diste testimonio, está bautizando y todos acuden a él» (Jn
3,26). Afloran, así, ciertos celos con respecto al éxito de Jesús, y el evangelista Juan
registra, en sus primeros capítulos, esta tensión, que, por otra parte, continuará también
hasta los siglos IV y V, porque algunos seguidores del Bautista le transferirán la cualidad
de Mesías y constituirán una especie de comunidad «bautista» judía.
Por esta razón en el prólogo del cuarto Evangelio, cuando se traza el retrato del
precursor, se afirma: «Vino un hombre enviado por Dios, su nombre era Juan. Vino
como testigo para dar testimonio de la luz, para que todos creyeran por medio de él. No
era él la luz, sino que tenía que dar testimonio de la luz. Llegaba al mundo la luz
verdadera...» (Jn 1,6-9). Frente a la objeción de sus discípulos, el Bautista declara con
claridad sincera: «Vosotros mismos sois testigos de que dije: “Yo no soy el Cristo”», es
decir, el Mesías, «sino que he sido enviado delante de él» (Jn 3,28).
En este punto, Juan recurre a un símbolo que procede de la antigua sociedad hebrea.
En la praxis matrimonial existía una figura jurídica, denominada šošben: era un amigo de
confianza del novio que realizaba todos tratados entre los dos clanes familiares
implicados en las futuras nupcias, estableciendo tanto la celebración como la dote
(mohar) que la novia debía aportar, para llevar todo a buen puerto y hacer válido el acto
final. Se trataba, por consiguiente, de una función delicada que exigía confianza absoluta
y amistad íntima. Es curioso notar que también san Pablo se define así, justo como el
Bautista, cuando dice a los corintios: «Yo os he prometido a un único esposo, para
presentaros a Cristo como una virgen casta» (2 Cor 11,2).
Sabemos, en efecto, que el simbolismo nupcial fue aplicado por los profetas a la
alianza entre el Señor e Israel (un ejemplo válido por todos puede verse en los tres
primeros capítulos de Oseas). Jesús mismo la había asumido para definir su figura

250
(léanse, por ejemplo, las parábolas nupciales de Mateo 22,1-14 y 25,1-13). En esta
imagen que presenta a Cristo como esposo de la Iglesia se inserta la misión del
precursor: él fue el medio para que la comunidad de los cristianos conociera y se uniera
espiritualmente a su Señor. Él fue precisamente «el amigo del esposo», y, por eso, está
feliz del abrazo que ahora se cumple; no siente envidia de este resultado, como, en
cambio, manifiestan sus discípulos, y su frase final es lapidaria y luminosa: «Él [Cristo]
debe crecer y yo menguar» (Jn 3,30).

251
13. La salvación viene de los judíos
«Vosotros adoráis lo que no conocéis,
nosotros adoramos lo que conocemos,
porque la salvación viene de los judíos».
– Juan 4,22

Ante un único pozo que está situado en el valle entre los montes Ebal y Garizín, los dos
montes de Samaría, la región central de Tierra Santa, están sentados un hombre y una
mujer. Él es un transeúnte judío, ella una habitante de un pueblo cercano, Sicar (quizá el
actual Askar o el más célebre Siquén). Hablan entre ellos superando la hostilidad atávica
que existía entre el pueblo judío y la comunidad de los samaritanos, considerada
heterodoxa por Israel, porque estaba vinculada con un culto que tenía como centro no
Jerusalén, sino precisamente uno de aquellos dos montes, el Garizín.
El diálogo adquiere seriedad y aborda temas espirituales. Y aquel hombre llega a
hacer una afirmación dura, en sintonía con su pertenencia al pueblo judío. El contraste es
evidente entre la ignorancia y el conocimiento religioso, y aquel interlocutor proclama a
la mujer la verdad de su fe judía. En este contexto, hace una conclusión categórica: «La
salvación viene de los judíos». Pues bien, nosotros sabemos que quien habla es Jesús,
cuya palabra impresionará a aquella mujer y posteriormente a sus conciudadanos
reunidos por ella.
Cristo, por consiguiente, afirma de forma implícita, pero sin dudar, que el
cristianismo se sitúa en la línea de la tradición judía, que el Antiguo Testamento es el
primer pacto entre Dios y la humanidad del que fluirá la nueva alianza, que la herencia
bíblica es un don divino valioso, que la historia de la salvación tiene su epifanía inicial
en Abrahán y en los patriarcas, prosigue en la liberación del éxodo, se prolonga en los
reyes, los profetas y los sabios de Israel, para llegar a su cumbre en Jesús y en su Iglesia.
También san Pablo corroborará en el corazón de su obra maestra teológica, la Carta
a los Romanos (caps. 9–11), que –a diferencia de cuanto sucede en la naturaleza– el
olivo silvestre, encarnación simbólica de los pueblos paganos, ha sido injertado en el
olivo fructífero verdadero que es Israel, y solo así puede obtener sabia y producir frutos
(Rom 11,16-21). La frase de Jesús, referida por Juan, desmiente así una impresión que su
Evangelio parece dar al lector a primera vista.

252
En efecto, de los 195 pasajes en los que aparece la palabra «judío» en el Nuevo
Testamento, 71 se encuentran en el cuarto Evangelio y la mayoría de las veces con una
connotación negativa. Los «judíos» son, de hecho, los adversarios de Jesús por
excelencia, y su hostilidad desembocará en su muerte. En realidad, según una tendencia
característica de Juan, los personajes son a menudo una especie de tipificación de
actitudes existenciales: los «judíos» son prácticamente semejantes al «mundo» pecador
que rechaza a Cristo y la luz del Evangelio. No se trata, por tanto, de una indicación
étnica, sino de un símbolo general, y justo la frase «la salvación viene de los judíos»
desmiente toda acusación de antisemitismo con respecto al cuarto evangelista.

253
14. Espíritu y verdad
«Dios es espíritu,
y quienes lo adoran
deben adorarlo en espíritu y en verdad».
– Juan 4,24

La escena es la misma del pasaje anteriormente analizado: Jesús y la samaritana están


sentados ante el «pozo de Jacob», un manantial vinculado por alguna tradición local
popular al famoso patriarca bíblico. Cristo acaba de afirmar que, si bien es verdad que la
primacía de la elección corresponde a Israel («la salvación viene de los judíos»), es, sin
embargo, igualmente verdad que está a punto de abrirse una nueva era que rebasará los
límites espaciales y étnicos. Se tendrá entonces un culto que superará los dos montes
sagrados, el de Sión en Jerusalén, para los judíos, y la cumbre del Garizín, para los
samaritanos, que se yergue ante los dos interlocutores.
«Llega la hora, y es esta –afirma Jesús–, en que los verdaderos adoradores adorarán
al Padre en espíritu y en verdad, porque así quiere el Padre que sean quienes lo adoran»
(Jn 4,23). A esta declaración le sigue la frase que ahora consideramos: esta retoma la
fórmula del culto genuino al Dios que es espíritu y no ídolo, una adoración que debe
realizarse «en espíritu y en verdad». En torno a este binomio, que puede ser también una
hendíadis (una sola realidad expresada con dos términos), «espíritu y verdad», se ha
consumado a menudo un equívoco.
La fórmula ha sido adoptada incluso por movimientos no religiosos para exaltar la
exclusiva intimidad de la fe, que no puede ni debe expresarse en actos exteriores. De este
modo, se prohibía la presencia de la religión en el areópago público, relegándola al
místico aislamiento de los templos. O bien se deploraba toda forma de espiritualidad que
implicara ritos, vestiduras, devociones y tradiciones, encerrando la fe en la cámara
secreta del corazón.
En realidad, las dos palabras «espíritu» y «verdad», pnéuma y alētheia en griego,
tienen una acepción particular en el Evangelio de Juan. La «verdad» es, en efecto, un
vocablo usado no en el sentido de la filosofía clásica, donde indicaba el desvelamiento
del ser, de la sustancia de la realidad, sino que es adoptado para designar la revelación
que Cristo ha venido a traer al mundo. El «espíritu», en cambio, es el principio de la vida

254
nueva que el creyente asume en sí, como Jesús le había anunciado ya a Nicodemo: «Si
uno no nace del agua y del espíritu, no puede entrar en el Reino de Dios» (Jn 3,5).
En esta perspectiva, resulta fácil entender el sentido global de la frase de Cristo,
alejada de un espiritualismo etéreo y vago. El verdadero fiel es aquel que recibe el
Espíritu Santo, es decir, el aliento vital de Dios mismo, que lo hace su hijo, como
enseñará san Pablo (léanse Gal 4,6-7 y Rom 8,15-17), y esto se produce en el bautismo y
en los sacramentos cristianos. La «verdad» es la palabra de Dios que Jesús nos revela y
que debe convertirse en la vía de nuestra fe y la lámpara de nuestra caridad. La verdadera
alabanza a Dios surge, por tanto, de la nueva criatura redimida y liberada del mal.

255
15. El testigo
«Si yo diera testimonio de mí mismo,
mi testimonio no sería verdadero.
Hay otro que da testimonio de mí».
– Juan 5,31-32

Esta frase, a primera vista más bien críptica, está inserta en un discurso con tonos
polémicos que Jesús dirige a sus adversarios, denominados genéricamente como
«judíos» por el evangelista Juan. Ellos le habían acusado de haber violado el descanso
sabático al curar a un paralítico en la piscina «de cinco pórticos» llamada Betzata’ (o
Betesda), «casa de la misericordia» (divina) en arameo, o también Probática, «de las
ovejas» en griego, debido a una puerta homónima de acceso al Templo de Sión.
Cristo recurre al lenguaje jurídico bíblico, según el cual, en un juicio es insuficiente
un solo testigo para dictar una sentencia (Dt 19,15). La cuestión aquí, sin embargo, es la
confirmación de las afirmaciones precedentes de Jesús, es decir, su «testimonio» de que
es Hijo de Dios. Cristo declara que esta confirmación procede de «otro», en línea con
cuanto afirmaban también los profetas, que justificaban su palabra y su acción
remitiendo a una misión divina recibida y a las señales que la corroboraban. Así Jesús,
en el «otro» testigo hace intuir al «otro» por excelencia, es decir, a Dios, el Padre, que
ratifica la declaración del Hijo con los «signos», es decir, los milagros, según el lenguaje
del cuarto evangelio.
En la continuación del discurso se adoptarán otros testimonios que se reconducen
indirectamente siempre al Padre, que constituye, en todo caso, el referente fundamental
de la misión del Hijo: «El Padre, que me ha enviado, dio testimonio de mí» (Jn 5,37). A
favor de Cristo, no obstante, se encuentra también el testimonio del Bautista que «dio
testimonio de la verdad... como lámpara que arde y da luz, pero vosotros solo quisisteis
alegraros un momento con su luz» (Jn 5,33.35). Además, también cuentan «las obras que
estoy haciendo: estas dan testimonio de que el Padre me ha enviado» (Jn 5,36). Las
«obras» son, en el léxico joánico, los milagros, denominados también «signos».
Finalmente, están «las Escrituras... que precisamente dan testimonio de mí» (Jn
5,39). Cristo, como Mesías, cumple, en efecto, la expectativa bíblica. En el resto del
cuarto Evangelio se levantarán otros testigos en apoyo de Cristo: el Espíritu Santo, «el

256
Paráclito, el Espíritu de verdad que procede del Padre y que dará testimonio de mí» (Jn
15,26), y los mismos discípulos, a quienes les dirá Jesús: «Dad también vosotros
testimonio, porque estáis conmigo desde el principio» (Jn 15,27). Es más, el mismo
evangelista Juan reconocerá que «su testimonio es verdadero» (Jn 21,24).
Sin embargo, hay una frase que parece contradecir el pasaje propuesto y
examinado. En efecto, cuando los fariseos, en otra ocasión, le objetan diciendo: «Tú das
testimonio de ti mismo, y, por tanto, tu testimonio no es verdadero», Jesús les replica:
«Aun cuando dé testimonio de mí mismo, mi testimonio es verdadero». Pero
inmediatamente después añade que ese testimonio está íntimamente unido con el del
Padre divino: «No estoy solo, sino yo y el Padre que me ha enviado... Soy yo quien doy
testimonio de mí mismo, pero también el Padre, que me ha enviado, da testimonio de
mí» (Jn 8,13-18).

257
16. Soy yo, ¡no tengáis miedo!
«Vieron a Jesús caminando sobre el mar
y tuvieron miedo.
Pero él les dijo:
“Soy yo, ¡no tengáis miedo!”».
– Juan 6,19-20

El problema del lector moderno ante la célebre escena de Jesús caminando sobre las
aguas del lago de Tiberíades, creandodesconcierto en sus discípulos que bregan sobre la
barca sacudida por una tormenta, puede resolverse solo si se asignan su sentido genuino
a los varios elementos de la escena. Los enumeramos. En primer lugar, debe tenerse en
cuenta el lenguaje del cuarto evangelista que gusta del recurso a los «signos», es decir, al
significado profundo de los eventos y de las palabras de Cristo, apuntando, por tanto, a
un mensaje más elevado respecto a la impresión inmediata y superficial.
Jesús no es un mago ni un prestidigitador, y, en este momento, quiere ofrecer una
especie de acción simbólica que no tiene relieve en la concreción material, sino en su
aspecto trascendental. El segundo elemento debe buscarse en el mar y en el viento
tempestuoso: en la cultura del antiguo Israel eran expresiones de la nada, del mal, de la
negatividad. Cristo, entonces, realiza una auténtica epifanía de su realidad más íntima: él
es el Señor que supera el mal de la historia y el límite del ser creado.
A esta manifestación se orienta un tercer dato, que es el recurso implícito a las
Sagradas Escrituras. Por un lado, se alude al paso de Israel por el mar Rojo, y, por otro,
se remite a dos pasajes bíblicos. En el Salmo 77,20 se dice que Dios irrumpe sobre las
olas para salvar a su pueblo: «Sobre el mar tu camino, tus senderos sobre las grandes
aguas, pero tus huellas eran invisibles». El otro texto es más importante. Al declarar
«Soy yo», Jesús evoca la famosa revelación de Dios en el Sinaí a Moisés en la voz que
sale de la zarza ardiente: «Yo soy aquel que soy» (Ex 3,14). Una frase que será
frecuentemente sintetizada en la Biblia con un lapidario «Yo soy».
Es esta una fórmula que aflora varias veces en los labios del Jesús joánico,
marcando de este modo –aun indirectamente– la divinidad de su persona. A veces está
vinculada a un símbolo o a un tema: «Yo soy el pan de la vida... la luz y la vid
verdadera... el buen pastor y la puerta del aprisco... el camino, la verdad, la vida... la

258
resurrección» (Jn 6,35.48.51; 8,12; 15,1.5; 10,7.9.11.14; 14,6; 11,25). Otras veces, como
en nuestro caso, se tiene solo un esencial «Yo soy». Es lo que, por ejemplo, sucede en el
momento del arresto, cuando por tres veces se repite la fórmula «Yo soy» y «en cuanto
dijo: “Yo soy”, [los guardias] retrocedieron y cayeron por tierra» (Jn 18,4-8).
Un cuarto y último elemento conclusivo: la escena quiere exaltar el señorío de
Cristo que entra en acción como Señor del ser y de la nada, a través de una presencia
trascendente que no es meramente material y física, sino misteriosa y epifánica, hasta el
punto de suscitar en los espectadores el «miedo», que es el temor de Dios. Esta presencia
extraordinaria será explicada inmediatamente después por Jesús en el discurso de
Cafarnaún sobre el «pan de vida»: su carne y su sangre son precisamente su persona
presente en los signos eucarísticos.

259
17. Carne para comer
«Los judíos se pusieron a discutir
duramente entre ellos:
“Cómo puede este darnos
su carne para comer?”»
– Juan 6,52

Orígenes, famoso escritor cristiano de Alejandría (Egipto) del siglo III, tuvo que refutar
con dureza al pagano Celso. Este, en efecto, acusaba a los seguidores de Cristo de
canibalismo, partiendo precisamente de una serie de afirmaciones contenidas en el
discurso de Jesús en la sinagoga de Cafarnaún. Veamos un ejemplo: «Si no coméis la
carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tendréis en vosotros la vida... porque
mi carne es verdadera comida y mi sangre verdadera bebida» (Jn 6,53.55). La misma
reacción horrorizada de Celso la habían tenido también los oyentes judíos de Jesús,
como comenta el cuarto evangelista en este pasaje.
Es más, para ellos la repugnancia era aún más fuerte: «Beber la sangre» era para los
israelitas un acto sumamente prohibido, porque la sangre era considerada la sede de la
vida (así se explica el rechazo de los Testigos de Jehová a la transfusión de sangre). Pero
como resulta fácil intuir, Cristo no se refería a un acto de naturaleza fisiológica. De
hecho, la locución «carne y sangre» designa, en el lenguaje bíblico, a la persona en su
realidad histórica. «Comer y beber», además, no constituye solo el hecho fisiológico al
que remiten literalmente. En todas las culturas la comida es símbolo de comunión y de
intimidad.
En esta perspectiva, resulta fácil superar el escándalo de un lenguaje tan realista y
entender su significado profundo, sobre todo porque Jesús adoptará el pan y el vino
como expresiones de su cuerpo y de su sangre. En efecto, en la última cena el pan
eucarístico será transformado por él en la presencia real y eficaz de su cuerpo-carne, al
igual que sucederá con el vino relacionado con su sangre. El comentario de san Pablo es
esclarecedor: «La copa de la bendición que bendecimos ¿no es la comunión con la
sangre de Cristo? El pan que partimos ¿no es la comunión con el cuerpo de Cristo?» (1
Cor 10,16).

260
Por eso, en el discurso de Cafarnaún ya se alude a la cena eucarística, que se
consumará en la última tarde de la vida terrenal de Cristo, y que se repetirá en la historia
«en memoria» de él, cada vez que se celebra la eucaristía. Así pues, «comer y beber su
carne y su sangre» es un acto «espiritual» real, pero no brutalmente material. Cristo
invitaba con estas palabras a entrar en unión plena con su persona mediante la fe y la
comunión eucarística, para obtener así su misma vida divina, y, por tanto, la resurrección
y la eternidad bienaventurada: «Quien come mi carne y bebe mi sangre tiene la vida
eterna y yo le resucitaré en el último día» (Jn 6,54).

261
18. El origen del Mesías
«Sabemos de dónde es este.
En cambio, cuando venga el Cristo
nadie sabrá de dónde es».
– Jn 7,27

Esta frase, a primera vista enigmática, expresa la sospecha de «algunos habitantes de


Jerusalén» con respecto a Jesús. El núcleo de la duda se encuentra en la afirmación
relativa al «Cristo», que, como sabemos, es la versión griega de la palabra hebrea
«Mesías», que significa «consagrado». Pues bien, existían dos opiniones opuestas sobre
su origen. Algunos pensaban que debía nacer en Belén, la patria del rey David. Es lo que
dirán también en Galilea los que rechazan identificar a Jesús de Nazaret con el Mesías
mediante este razonamiento: «¿Acaso viene el Cristo de Galilea? ¿No dice la Escritura
que vendrá del linaje de David y de Belén, el pueblo de David?» (Jn 7,41-42).
Pero había quien sostenía otra tesis: se desconocía el origen del Mesías y
repentinamente se haría presente en Israel. Es interesante notar que el judío Trifón,
dialogando con el teólogo cristiano Justino en el siglo II, afirmaba: «El Mesías, aun
cuando haya nacido y exista efectivamente en alguna parte, es un desconocido». Para
algunos, este origen misterioso era celestial y su revelación se habría producido sin
indicios previos. Algo así se refleja en las palabras del Bautista que presenta a Jesús
como Mesías: «Detrás de mí viene un hombre que está antes de mí, porque existía antes
que yo, y yo no le conocía» (Jn 1,30-31).
Resulta fácil comprender la reacción sospechosa de aquellos jerosolimitanos con
respecto a Jesús, que parece arrogarse ilegítimamente la categoría mesiánica: «Sabemos
de dónde es este». En efecto, lo vinculan a un pueblo tan insignificante que ni siquiera se
menciona una vez en el Antiguo Testamento, Nazaret. Por consiguiente, no se había
difundido la noticia de su nacimiento en Belén, acontecido por una razón extrínseca, a
saber, el censo no residencial sino étnico, que había obligado a la madre encinta a
trasladarse con su esposo –de la etnia belemita y del clan davídico– a Belén, la patria del
rey de David.
Ya hemos tenido ocasión de explicar una extraña declaración del Evangelio de
Mateo. El evangelista había intentado fundamentar en las Escrituras de algún modo

262
(probablemente mediante una alusión no geográfica, sino simbólica) la residencia de
Jesús en Nazaret: «Fue a vivir a una ciudad llamada Nazaret, para que se cumpliera lo
dicho por los profetas: “Se llamará nazareno”» (Mt 2,23). En todo caso, este vínculo con
Nazaret se había convertido en una objeción que sus adversarios hacían a Jesús para
reconocerlo como Cristo, es decir, Mesías.

263
19. Ríos de agua viva
«Si alguno tiene sed, venga a mí,
y beba quien cree en mí.
Como dice la Escritura:
“De su seno brotarán
ríos de agua viva”».
– Juan 7,37-38

¿Por qué razón insertamos entre las palabras difíciles del Evangelio esta intensa
declaración que Jesús hace el último día de los siete dedicados a la fiesta judía otoñal de
las chozas, una fiesta de luz y de agua, memoria de la estancia de Israel en el desierto
sinaítico? El símbolo del «agua viva» ya había sido explicitado por Cristo en el diálogo
son la samaritana: «El que bebe agua tendrá de nuevo sed; pero quien beba el agua que
yo le daré, no tendrá nunca más sed. Es más, el agua que yo le daré se convertirá en él en
una fuente de agua que brotará para la vida eterna» (Jn 4,13-14).
En nuestro texto, el mismo evangelista especifica que Jesús «dijo esto refiriéndose
al Espíritu que recibirían quienes creyeran en él» (Jn 7,39), es decir, aquel Espíritu Santo
que el Resucitado enviaría como don a sus fieles a lo largo de los siglos. Hemos querido
evocar este pasaje por una curiosidad filológica, que, sin embargo, ha generado dos
traducciones e interpretaciones. Mostraremos, así, la relevancia que tiene también el
análisis de las palabras consideradas en sí mismas. Hay que tener presente, en nuestro
caso, que en los manuscritos antiguos era habitual escribir los textos con letras
mayúsculas y sin signos de puntuación.
Si asumimos la versión que hemos propuesto, Cristo se presenta como una fuente
de agua viva en la que bebe el creyente. Para confirmar esta imagen, Jesús remite a una
frase bíblica que cita así: «De su seno brotarán ríos de agua viva». En realidad, no hay
ningún versículo bíblico que se corresponda literalmente con esta cita. Pero, según una
práctica conocida al judaísmo, Jesús procede por alusiones y por ecos de pasajes
escriturísticos afines: «De la roca saldrá agua y el pueblo beberá» (Ex 17,6); «Hizo
brotar arroyos de las rocas y correr el agua a ríos» (Sal 78,16); «En aquel día saldrán
aguas vivas de Jerusalén» (Zac 14,8).

264
No obstante, hay otra lectura del pasaje joánico que propone una puntuación
diversa: «Si alguno tiene sed, venga a mí. Beba quien que cree en mí [para que], como
dice la Escritura: “De su seno brotarán ríos de agua viva”». Como es evidente, aquí no es
Cristo, sino quien cree en él el que se convierte en una fuente de agua viva para los
demás. Después de haber obtenido el agua del Espíritu de Cristo, él la derrama en el
mundo, como había afirmado el mismo Jesús en la frase dirigida a la samaritana («el
agua que yo le daré se convertirá en él en una fuente de agua...»). El contexto y el
comentario ya citado del evangelista nos invitan, sin embargo, a optar por la primera
interpretación: Cristo es la fuente fundamental del agua viva, no tanto el fiel que la saca
de él.

265
20. ¿Sabía escribir Jesús?
«Jesús se inclinó
y se puso a escribir con el dedo en la tierra...
se inclinó de nuevo y escribía en la tierra».
– Juan 8,6.8

Más que de una dificultad, se trata aquí de una curiosidad evangélica. De hecho, es la
única mención, realmente muy imprecisa, en la que se presenta a Jesús escribiendo,
katagráphein en griego. Lamentablemente, sin embargo, escribe en bajo (katá-) en la
tierra, y, por consiguiente, sus eventuales líneas se perdieron. Podríamos concluir aquí el
tema. Pero el rigor (o quizá la fantasía) de no pocos estudiosos no se ha resignado y ha
intentado mirar tras las espaldas de Jesús conjeturando qué podría estar escribiendo.
Hay quien ha pensado que Cristo escribía alguna frase bíblica adecuada a la escena
en la que se encontraba en aquel momento, en el centro y ante una mujer, sorprendida en
flagrante delito de adulterio. A propósito de este relato habría que comentar algo que
quizá resulte inesperado para muchos lectores de los Evangelios: este pasaje, en efecto,
no aparece en el texto joánico de los manuscritos más importantes, de varias
traducciones antiguas y de no pocos Padres de la Iglesia. Podría, pues, no pertenecer al
original del Evangelio de Juan y ser una inserción posterior. Lo que no significaría que
dejara de ser «canónico» para los cristianos y auténtico desde el punto de vista histórico.
Su impronta, sin embargo, se ajustaría mejor a Lucas, el evangelista de la misericordia
de Cristo con los pecadores.
Es más, se ha observado que el inicio del pasaje («Por la mañana fue de nuevo al
Templo y todo el pueblo se le acercaba», Jn 8,24) parece imitar una conclusión de Lucas
que describe los últimos días de Jesús antes de la pasión: «Todo el pueblo madrugaba
para ir hacia él y escucharle en el Templo» (Lc 21,38). La perícopa de la adúltera
encontraría aquí quizá una excelente ubicación. Pero regresemos al escrito de Cristo en
el polvo de la explanada del Templo de Jerusalén, ante la muchedumbre sádicamente
contenta por el deseado espectáculo de la adúltera y de su posible condena a la
lapidación.
Algunos han imaginado –decíamos– que escribiría una frase bíblica como:
«Cuantos se alejan del Señor serán escritos en el polvo» (Jr 17,13), o bien: «No te

266
confabules con el culpable para ser testigo de una injusticia» (Ex 23,1). Otros, en
cambio, han conjeturado una anticipación de su sentencia posterior: «Quien de vosotros
esté sin pecado, que tire en primer lugar la piedra contra ella». En nuestra opinión, Jesús
en aquel momento traza en la tierra solo líneas o letras al azar, algo así como nos sucede
también a nosotros cuando, al escuchar el discurso de otro con un cierto distanciamiento,
dibujamos en el bloc de notas signos o perfiles o notas diversas y sin un significado
preciso.
Por consiguiente, de esta referencia evangélica no podemos concluir con seguridad
que Jesús supiera escribir. Ciertamente, sabía leer, como cuenta Lucas al describir su
intervención en la sinagoga de Nazaret (4,16-30), donde proclamó el pasaje de Isaías
61,1-2. Pero leer y escribir no eran capacidades necesariamente conectadas en el
Próximo Oriente antiguo, donde predominaba el aprendizaje oral, apoyado por métodos
mnemotécnicos y por el ejercicio de la fecunda capacidad de la memoria semítica. Todo
considerado, no obstante, podemos decir que es probable que Jesús supiera también
escribir.

267
21. Jesús escupe
«Escupió en la tierra,
hizo barro con la saliva
y lo aplicó
a los ojos del ciego».
– Juan 9,6

«Los ciegos han sido siempre numerosos en el Oriente y el puesto que ocupan en el
Nuevo Testamento demuestra muy bien que en Palestina la ceguera era el destino de
muchos infelices que se beneficiaron de la compasión de Jesús. No era solo una
enfermedad senil (como le sucede al patriarca Isaac o al sacerdote Elí), sino que era
también con gran frecuencia el resultado de la oftalmia purulenta provocada o agravada
por el sol, el polvo y la suciedad». Esta anotación, más bien básica, del Dizionario
enciclopedico della Bibbia e del mondo biblico, de Lucas H. Grollenberg, es útil para
toda otra obra sobre la Biblia que dedique entradas a las diversas realidades concretas
que se encuentran en las Sagradas Escrituras.
Nosotros nos interesamos ahora por una ceguera congénita, la que precisamente se
presenta en el célebre relato joánico sobre el ciego de nacimiento. Nuestra atención,
también en este caso, no se dirige, sin embargo, al «tropiezo» que crea en algunos
lectores el milagro en sí considerado, un tema este de difícil y complejo análisis, como
ya hemos tenido ocasión de señalar. Nos centramos en un dato que nos parece
extravagante y, sin embargo, como veremos, histórico: la particular y extraña terapia
adoptada por Jesús con respecto a aquel desdichado, abandonado también por sus padres,
que, durante el interrogatorio de los fariseos, se distancian de él: «Sabemos que este es
nuestro hijo y que nació ciego. Cómo es que ve ahora, no lo sabemos. Preguntádselo a él
que ya tiene edad para hablar por sí mismo» (Jn 9,21).
Examinemos, por tanto, el curioso tratamiento que Cristo le aplica para curarlo, una
terapia paradójica para nosotros. Jesús prepara, en efecto, una masa de polvo de la tierra
con su escupitajo y aplica el barro a los ojos del ciego. Luego lo manda a lavarse a la
piscina de Siloé, y Juan comenta que el nombre de la fuente significa «Enviado» (9,7).
En realidad, el término es una evocación de la «emisión» de agua, porque literalmente
significa «Enviante». Sin embargo, es evidente que, con la interpretación alusiva

268
propuesta por el evangelista, el ciego es curado por el «Enviado» mesiánico por
excelencia, el Cristo, que a menudo es descrito en el cuarto Evangelio como aquel que
ha sido enviado por el Padre (Jn 1,14; 3,17; 4,34; 6,38-39).
Pero regresemos a la técnica médica de Jesús que recurre al uso de su saliva, una
praxis reiterada con un sordomudo: «Le puso los dedos en los oídos y con la saliva le
tocó la lengua, y, mirando después al cielo, emitió un suspiro y le dijo: Effata’, es decir,
“Ábrete”» (Mc 7,33-34; el gesto llegó a ser un rito simbólico en la liturgia bautismal,
también en la actual). Ahora bien, en aquella época –y aún hoy en ciertas culturas– se
pensaba que la saliva tenía una particular eficacia terapéutica. Sobre todo, en el caso de
personas veneradas por su santidad y autoridad.
Tendríamos así, en este acto a primera vista discutible e improbable, un sugerente
testimonio histórico del episodio. No obstante, Juan relee el evento como un «signo» que
revela a Cristo como «luz del mundo» (8,12) y que narra la historia también de una
conversión de aquel que ha sido curado.

269
22. Dar y retomar la vida
«Yo doy mi vida
para retomarla de nuevo...
Tengo el poder de darla
y el poder de retomarla de nuevo».
– Juan 10,17-18

Jesús está haciendo una especie de parábola (en realidad, el evangelista Juan habla de
una paronymía, una «semejanza») que se ha hecho célebre, la del «buen pastor». Es más,
en griego se dice «bello [kalós] pastor», con la convicción de que ética y estética estaban
entrelazadas entre ellas, como también en la lengua hebrea, donde un solo término, tôb,
indicaba «bueno», «bello» e incluso «útil». Ahora, Cristo está terminando el discurso;
poco antes ha dicho: «Yo doy la vida por las ovejas» (Jn 10,15).
Y en ese momento encontramos esta nueva afirmación un tanto oscura sobre la vida
y la muerte, que está totalmente en las manos del Hijo de Dios. De hecho, en el pasaje
citado se añade: «Nadie me la quita: yo la doy por mí mismo». Pues bien, en estas líneas,
que reflejan la fe pascual de la Iglesia de los orígenes, resplandece la solemne y serena
majestad de Cristo y su plena libertad frente a la muerte que ahora se perfila en el
horizonte. En efecto, él es consciente que dentro de poco tendrá que «dar su vida» a sus
verdugos.
Sin embargo, no se trata de una mera coincidencia de hechos, sino que es una
elección consciente realizada por Jesús, como repetirá más adelante, aun con el temblor
que todo ser humano siente ante la muerte: «Ahora mi alma está turbada; ¿qué diré:
“Padre, sálvame de esta hora”? ¡Pero si justo para eso he llegado a esta hora!» (Jn
12,27). Cuando en la tenebrosa noche del Getsemaní sea rodeado por la patrulla que va a
arrestarle, dirá sin vacilación alguna a los guardias: «Os he dicho: “Soy yo”
[literalmente: «Yo soy»]. Si, por consiguiente, me buscáis a mí, dejad que estos [los
discípulos] se vayan» (Jn 18,8).
El mismo evangelista introducirá el relato de la pasión de Cristo con esta frase:
«Jesús, sabiendo que había llegado su hora de pasar de este mundo al Padre...» (Jn 13,1).
Él, por consiguiente, avanza con paso firme hacia su final, entre otras razones porque
mantiene en su alma la seguridad de que, aunque su humanidad caerá en el abismo de la

270
muerte y él se convertirá en un cadáver destinado al sepulcro, su cualidad de Hijo de
Dios se mantendrá siempre, porque está dotada de eternidad y se abrirá a la resurrección.
Se comprende así la otra expresión contenida en la frase que estamos analizando:
«Tengo el poder de retomarla [la vida] de nuevo». La semilla –dirá no mucho después
(Jn 12,24)– muere, pero su fin es un nuevo inicio de fecundidad. La resurrección es vista
habitualmente en el Nuevo Testamento como obra del Padre que «despierta» al Hijo de
la muerte. Sin embargo, es verdad también que –como dice de nuevo Cristo– «Yo y el
Padre somos uno» (Jn 10,30), y, por consiguiente, también el Hijo se «levanta» del seno
de la muerte, «retomándose» la vida eterna que le pertenece.

271
23.Vosotros sois dioses
«¿No está escrito en vuestra Ley:
“Yo he dicho: vosotros sois dioses”?
Si ella ha llamado dioses
a quienes fue dirigida la palabra de Dios,
a quien el Padre ha consagrado y enviado
vosotros le decís: “¡Blasfemas”!»
– Juan 10,34-36

En la escena representada por el cuarto evangelista, la tensión entre Jesús y sus


interlocutores jerosolimitanos es fuerte y asume la tonalidad de una diatriba rabínica,
como sucede más de una vez en la confrontación entre el maestro de Nazaret y los
escribas y los fariseos. Por un lado, se produce una acusación enérgica: «Nosotros no te
lapidamos por una obra buena, sino por una blasfemia, porque tú, que eres hombre, te
haces Dios». Por otro, Jesús replica con el pasaje bíblico oscuro que hemos presentado y
que se vincula precisamente a una disputa exegética.
La referencia alude a un versículo del Salmo 82, una composición breve, pero un
tanto enigmática. En ella Dios interviene acusando a los jueces de dictar sentencias
inicuas, y, sin embargo, –les dice– «vosotros sois dioses, sois todos hijos del Altísimo»
(v. 6). Este extraño apelativo dirigido a los magistrados debe entenderse
metafóricamente: ellos son delegados de Dios mismo, porque –como repite con
frecuencia la Biblia– «el juicio pertenece a Dios» (por ejemplo, Dt 1,17). Así pues, a los
hombres se les atribuye, aunque indirectamente, el título de ’elohîm, «dioses», «seres
divinos».
Jesús, entonces, según un procedimiento rabínico que a nosotros nos parece
semejante a un sofisma, pero que era aceptado como argumento válido en las discusiones
de aquel tiempo, deduce una conclusión a fortiori. Si, en efecto, se aplica a personas
comunes el título «dioses», «seres divinos», sin problema alguno –como en el caso de
los jueces–, ¿por qué se reacciona tan radicalmente contra Cristo, acusándole de
blasfemia a él que trae la palabra de Dios, que, es más, ha sido enviado por Dios mismo
para una misión de anuncio y de conversión?
Los jueces podían ser llamados ’elohîm, «dioses», porque eran el medio usado por
la palabra divina que determinaba lo justo y lo injusto. ¿Por qué –se pregunta Jesús– no

272
puedo ser llamado yo, que traigo la suprema palabra divina, «Hijo de Dios»? Se delinea
aquí la conciencia que tiene Cristo de ser el Santo, el enviado y el Hijo de Dios. En torno
a un título tan alto se desarrollará precisamente en adelante la contraposición
determinante entre Jesús y las autoridades judías. Ante Pilato, en efecto, no tendrán duda
alguna: «Nosotros tenemos una Ley, y según la Ley debe morir, porque se ha hecho Hijo
de Dios» (Jn 19,7).

273
24. ¡Que muera un hombre solo!
«¿No os dais cuenta de que es conveniente para vosotros
que muera un hombre solo por el pueblo
y no se destruya la nación entera?»
– Juan 11,50

Asistimos a una reunión oficiosa del Sanedrín, el máximo órgano institucional del
judaísmo durante la ocupación romana. En el orden del día de esta reunión informal se
encuentra el «caso Jesús», que inquieta a los setenta miembros de aquel consejo, bien
por razones de tipo religioso o, sobre todo, por un aspecto de tipo político. El Sanedrín
era presidido por el sumo sacerdote Caifás (en hebreo Qayyafa), yerno del poderoso
predecesor suyo llamado Anás.
Caifás, por consiguiente, se pone en pie para hablar y con un toque de Realpolitik
conduce la discusión a un desenlace brutal: la elección que debe tomarse es eliminar
físicamente el obstáculo Jesús. Expresa su tesis con una frase a primera vista solo
alusiva, brusca en su tosquedad, pero que adquiere un sentido no pretendido (diríamos,
técnicamente, un significa «metatextual») que el evangelista se preocupa
inmediatamente de explicar.
El sumo sacerdote afirma que lo mejor para el pueblo es la eliminación de la figura
de Jesús, porque –como decían sus colegas en el debate precedente– «si lo dejamos
seguir así, todos creerán en él, vendrán los romanos y destruirán nuestro Templo y
nuestra nación» (Jn 11,48). Así pues, es necesario que «muera un hombre solo por el
pueblo y no se destruya la nación entera». En esta frase tan cínica el evangelista Juan
vislumbra un significado superior decisivo.
En efecto, Cristo morirá ciertamente por el pueblo y su muerte no será la
destrucción sino la liberación de toda la comunidad. Esta especie de anuncio teológico
indirecto sobre el sentido profundo de la muerte de Jesús es casi una «profecía», que, a
pesar de sí mismo y de sus intenciones, Caifás proclama debido a su función de sumo
sacerdote, es decir, de guía espiritual de Israel. Se revela, así, el misterio oculto bajo los
eventos exteriores.

274
Los hombres actúan en la superficie con su libertad y con sus elecciones a menudo
perversas, pero Dios, por debajo, está diseñando otro proyecto paradójicamente
antitético y salvífico. He aquí, precisamente, las palabras de san Juan: «Esto, sin
embargo, Caifás no lo dijo por sí mismo, sino que, al ser sumo sacerdote aquel año,
profetizó que Jesús debía morir por la nación, y no solo por la nación, sino también para
reunir a los hijos de Dios que estaban dispersos» (Jn 11,51-52).

275
25. «Sálvame de esta hora»
«Mi alma está turbada.
¿Qué diré: “Padre, sálvame de esta hora”?
¡Pero precisamente para esto he llegado a esta hora!»
– Juan 12,27

¿Por qué hemos propuesto estas palabras, a primera vista claras, que Jesús pronuncia
ante un grupo de griegos, de extranjeros llegados a Jerusalén para asistir a los ritos judíos
de la fiesta de la Pascua? Recordemos, entre paréntesis, que estos son realmente
extranjeros paganos, porque el evangelista usa el término héllenes para definirlos; no
son, por consiguiente, judíos de la diáspora griega, residentes en el extranjero, que eran
denominados hellenistái. Pero regresemos a la frase autobiográfica de Jesús y a su
sentido más bien evidente.
En estas palabras parece casi perfilarse la escena tenebrosa del Getsemaní, cuando
Cristo, conmocionado por el temor a la muerte, con la piel estriada por un sudor
ensangrentado, implorará al Padre celestial así: «Padre, si quieres, ¡aleja de mí esta
copa!» (Lc 22,42). También ahora su alma está atormentada y en sus labios aflora una
invocación análoga: «Padre, ¡sálvame de esta hora!». Es evidente la angustia que sacude
violentamente las fibras interiores de Jesús.
Aquí se encuentra precisamente el aspecto sorprendente y hasta desconcertante de
este pasaje: el Hijo de Dios, como cualquier hombre que siente cercana la muerte,
implora ser «salvado», pide a Dios que le aleje aquel espectro de pesadilla. También
aquella grandiosa homilía que es la Carta a los Hebreos conserva la memoria de estas
horas: «En los días de su vida terrena, él ofreció oraciones y súplicas, con fuertes gritos y
lágrimas, a Dios, que podía salvarle de la muerte» (5,7). Esta es la señal casi experiencial
de la encarnación, es decir, de Dios hecho hombre.
El Hijo por excelencia baja con su humanidad al túnel tenebroso del miedo, del
sufrimiento, y al extremo del abismo, es decir, a la muerte. Y es justo por eso,
haciéndose hermano verdadero de todos los hombres y las mujeres, por lo que «puede
sentir verdadera compasión por aquellos que están en la ignorancia y en el error, al estar
también él revestido de debilidad», como explicará de nuevo el autor de la Carta a los

276
Hebreos (5,2). Libertad, humanidad, fragilidad, terror, deseo de escapar al dolor y a la
muerte, se condensan en estas pocas palabras tan humanas de Jesús.
Pero al final prevalece la elección divina. Él sabe que el Padre tiene un proyecto
que realizar mediante la muerte del Hijo, acto supremo de solidaridad y cercanía con la
humanidad. Y, así, se llega a la conclusión decisiva: «¡Pero precisamente para esto he
llegado a esta hora!». Y el Padre pone su rúbrica con una voz celestial que es semejante
a un trueno, el símbolo de las revelaciones divinas: «¡Le he glorificado y le glorificaré de
nuevo!» (véase Jn 12,28-29).

277
26. El Hijo del hombre
«Nosotros sabemos por la Ley
que el Cristo permanece para siempre.
¿Cómo puedes decir que el Hijo del hombre
debe ser levantado?
¿Quién es este Hijo del hombre?»
– Juan 12,34

Quien dirige a Jesús esta pregunta un tanto oscura es la muchedumbre que anteriormente
ha escuchado una frase del mismo Cristo que hablaba de su muerte: «Cuando sea
levantado de la tierra, atraeré a todos a mí» (Jn 12,32). Al cuarto evangelista, en efecto,
le gusta describir –como hemos tenido ocasión de explicar anteriormente comentando el
pasaje 3,14– la muerte y la resurrección de Cristo según la imagen del «levantamiento-
exaltación». Por eso la cruz llega a ser casi un trono de gloria, en lugar de emblema
abyecto de la ejecución de un condenado que era realmente.
La pregunta del auditorio es, por consiguiente, esta: si tú te presentas como Mesías
(«Cristo» en griego) y como Hijo del hombre, un título mesiánico glorioso procedente
del libro del profeta Daniel (léase 7,13-14), ¿por qué tienes que ser colgado de una cruz
y terminar tan miserablemente? En la Ley (Torá) –en realidad se entiende toda la Biblia–
«hemos descubierto que el Cristo/Mesías permanece para siempre». Además, Daniel
afirmaba que al Hijo del hombre «le dieron poder, gloria y reino, todos los pueblos,
naciones y lenguas lo servían y su poder es un poder eterno que nunca tendrá fin, y su
reino nunca será destruido» (Dn 7,14). Se trataría, por consiguiente, de una clara
contradicción con el miserable final mediante la crucifixión.
La cuestión de la muchedumbre contiene, a nuestro parecer, un problema exegético
preliminar: ¿dónde se dice en la Escritura que el Mesías «permanece para siempre»? El
hecho de que la dinastía davídica tenga un futuro ilimitado y estable se deja intuir en más
de un pasaje: Isaías, por ejemplo, llama al rey-Mesías «Padre para siempre» y «la paz no
tendrá fin sobre el trono de David y sobre su reino» (Is 9,6). Pero en ningún texto bíblico
se afirma que el Mesías «permanece» para siempre, una fórmula que se aplica, en
cambio, al Señor, a su justicia y a su fidelidad-verdad.

278
La idea de una permanencia eterna del Mesías, al ser el enviado de Dios por
excelencia, aflora realmente en un salmo mesiánico apreciado también por el Nuevo
Testamento, el Salmo 89, en el que el Señor proclama explícitamente que «la
descendencia [de David] durará eternamente, su trono ante mí cuanto el sol, siempre
firme como la luna» (vv. 37-38). La tradición judía veía en estos versículos al
descendiente davídico mesiánico. Además, la convicción de la «permanencia» eterna del
Mesías, como hemos visto, era clara en la figura del Hijo del hombre de Daniel («un
poder eterno que nunca tendrá fin»).
Llegados a este punto, podemos explicar que en la afirmación de Jesús no existe
contradicción con la promesa mesiánica bíblica. Ciertamente, a primera vista él había
alterado esta idea anunciando la muerte por crucifixión del Mesías Hijo del hombre, lo
que nos ayuda a entender la reacción de la muchedumbre. Pero la verdad es que su
muerte será una exaltación-glorificación pascual que confirmará mediante la
resurrección la tradición que sostenía que el Mesías «permanece para siempre».

279
27. Lavatorio de los pies
«Quien se ha bañado
no necesita lavarse
más que los pies y está totalmente puro.
Vosotros estáis puros, pero no todos».
– Juan 13,10

Nos encontramos en la última tarde de la vida terrena de Jesús. En aquella sala de la


planta superior de una casa de Jerusalén, denominada posteriormente «el cenáculo»,
Cristo realiza, para sorpresa de todos, un gesto que estaba prohibido incluso para los
sirvientes judíos con respecto a sus señores, pues era considerado demasiado humillante,
y, por consiguiente, reservado para los esclavos extranjeros. En efecto, Jesús lava los
pies de los discípulos. Se comprende, así, la reacción indignada de Pedro: «¡Nunca me
lavarás los pies!».
Jesús le replica: «Si no te lavo, no tendrás parte conmigo». Entonces el apóstol, con
una reacción impulsiva, como actuaba con frecuencia, declara: «Señor, entonces, no solo
los pies, sino también las manos y la cabeza» (Jn 13,8-9). En este momento, el maestro
añade la frase enigmática que queremos resaltar, distinguiendo un baño total del cuerpo
(loúein, en griego) y un lavatorio parcial de los pies (níptein). Debemos, no obstante,
observar que no pocos textos antiguos que nos han transmitido la Sagrada Escritura
omiten la mención sobre el lavatorio de pies después del baño general.
Pues bien, ¿a qué se refiere Cristo mediante esta distinción, que tiene un evidente
significado simbólico? Muchos Padres de la Iglesia distinguían entre el «baño» del
bautismo y el «lavatorio» de los pecados posteriormente cometidos durante la existencia
cristiana, mediante la penitencia-reconciliación-confesión de las culpas (véase Mt 16,19;
18,18; Jn 20,23). En realidad, es necesario recordar ante todo que Jesús, con el lavatorio
de los pies, quiso representar simbólicamente su donación sacrificial para la redención-
salvación de la humanidad en la humillación de la muerte en cruz.
Por eso dice a Pedro que, en caso de que rechace este don, «no tendrá parte con él»
en el reino futuro. El apóstol, en cambio, se había equivocado al pensar que Jesús quería
introducir un nuevo ritual de purificación. De ahí que Cristo lo remache al proponer de
nuevo el sentido profundo de aquel acto: el baño bautismal completo necesita siempre el

280
acto de donación extrema de Cristo en su muerte redentora, representado precisamente
en el gesto de humillación del lavatorio de pies que está realizando en ese momento.
El discurso, después, se traslada al traidor, que acepta impasible aquel acto y que ya
ha recibido también el baño bautismal. Sin embargo, él no está «puro». Anota, en efecto,
el evangelista Juan al final: «Jesús sabía quién le traicionaba; por eso dijo: “No todos
estáis puros”» (13,11).

281
28. El discípulo amado
«Uno de los discípulos,
aquel a quien Jesús amaba,
se encontraba en la mesa
al lado de Jesús».
– Juan 13,23

Repartidos entre divanes, como es habitual en Oriente, los discípulos participan en la


última cena. Entre ellos se destaca por primera vez la figura enigmática del «discípulo a
quien Jesús amaba». De aquí en adelante es mencionado seis veces (véase también Jn
19,26; 20,2; 21,7.20.24), y, por consiguiente, interviene solo durante la pasión y la
resurrección de Cristo. Célebre es la escena del Gólgota en la que este discípulo está con
María al pie de la cruz (Jn 19,25-27).
En el cenáculo se encuentra «al lado de Jesús»: el texto griego dice «en el seno de
Jesús», por tanto, apretado a él, y el arte, a lo largo de los siglos, lo ha representado así,
en una cercanía tal que le permite –como narra el evangelista Juan– recoger la
sugerencia de Pedro para hacerle revelar al maestro la identidad del traidor. Él, en efecto,
«inclinándose sobre el pecho de Jesús le dijo: “Señor, ¿quién es?”» (Jn 13,25). La
respuesta no se hace esperar y es acompañada por una señal.
Cristo ofrece al traidor el «bocado del invitado». Comenta Raymond Edward
Brown, el famoso especialista norteamericano en el cuarto Evangelio que ya hemos
mencionado, lo siguiente: «Jesús dirige a Judas el especial acto de estima con el que un
anfitrión distingue a un invitado a quien quiere honrar, eligiendo para él una porción
exquisita del plato común. Pero este signo de amor de Jesús, en lugar de convertirle,
impulsa a Judas al juicio». De hecho, «tomado el bocado, salió rápidamente. Era de
noche» (Jn 13,30).
Pero retornemos al misterioso «discípulo al que Jesús amaba», para responder a la
pregunta espontánea sobre su identidad. Algunos han pensado incluso en Lázaro, porque
de este amigo resucitado de la muerte se decía en el Evangelio que era «aquel al que
Jesús amaba... al que quería mucho» (Jn 11,3.5). Otros han recurrido a Juan Marcos, el
discípulo de Pedro y de Pablo, que tenía una casa en Jerusalén (Hch 12,12), y a quien la
tradición identifica con el evangelista Marcos. No obstante, todo esto parece artificioso.

282
Más inmediata sería la referencia al apóstol Juan, hijo de Zebedeo. Sin embargo, según
una característica del cuarto evangelista, la expresión «discípulo a quien Jesús amaba»
adquiere una resonancia ulterior que rebasa la identificación individual. En Juan de
Zebedeo quiere tipificarse el retrato del discípulo ideal, por lo que la expresión asume un
sentido simbólico. Escribía el teólogo Max Thurian: «Él es la personificación del
discípulo perfecto, del verdadero fiel de Cristo, del creyente que ha recibido el Espíritu».

283
29. Un amor desmesurado
«Este es mi mandamiento:
que os améis los unos a los otros
como yo os he amado.
Nadie tiene un amor más grande que este:
dar la vida por los amigos».
– Juan 15,12-13

Proponemos este admirable pasaje joánico, ambientado en el cenáculo y en la última


tarde de la vida terrena de Jesús, no porque sea una «piedra de tropiezo» para el lector
por una posible oscuridad o dureza, sino por su carácter paradójico. Un tanto como
sucede con las bienaventuranzas del discurso de la montaña, se ha intentado relegar esta
afirmación al horizonte de la utopía, de la exaltación espiritual que se estrella con el
realismo de la historia. Hagamos primero una breve reflexión temática.
En el primer versículo nos encontramos tres veces con los vocablos agápē/agapáō,
la terminología típica neotestamentaria del amor cristiano, una terminología
repetidamente reiterada en los discursos que Jesús hace ante sus discípulos después de la
última cena. En todo caso, piénsese que en el Nuevo Testamento el verbo agapáō,
«amar», aparece 143 veces, el sustantivo agápē, «amor», 116 veces, y el adjetivo
agapētós, «amado», 61veces. Estamos, por tanto, en presencia de una especie de
estandarte de la moral evangélica.
No por azar Cristo habla de «mi mandamiento» y en 13,34 de «nuevo
mandamiento». Puede parecer extraño que se imponga el amor, una elección tan
personal y libre; pero es evidente que el amor que Jesús propone a sus discípulos no es
una vaga exhortación al sentimiento, sino que es un compromiso existencial que implica
la voluntad. Y aquí entra en escena la cuestión que queremos afrontar. Cristo va más allá
de un mandamiento veterotestamentario que él mismo había aceptado y corroborado
como el «primero» de toda otra norma ético-religiosa, a saber, «ama a tu prójimo como a
ti mismo» (Lv 19,18; véase Mt 22,34-40).
En este la equivalencia era de 1 a 1: por un lado, el amor espontáneo por la propia
vida y la propia persona, y, por otro, el mismo amor idéntico destinado a la vida y la
persona del prójimo. Ahora la equivalencia se quiebra y llegaría a ser de 1 a 8, a saber, el

284
amor auténtico rompe aquel equilibrio perfecto y llega a lo infinito, lo ilimitado, la
totalidad, hasta «dar la vida» propia por el otro, «como yo os he amado» hasta la
donación suprema de la cruz. Por eso se le define como «mandamiento nuevo», donde el
adjetivo «nuevo» no es cronológico sino cualitativo: expresa, en efecto, en el lenguaje
bíblico, la meta última y perfecta, más o menos como nosotros definimos los
«novísimos», las realidades definitivas de nuestra historia, a saber, aquellas que los
teólogos clasifican como la escatología, la descripción de las realidades últimas.
En conclusión. Estamos en presencia de un enfoque apreciado por Jesús: él no
quiere imponer una serie de normas, un código legislativo en sentido estricto, sino que
apela a una actitud radical y total. La opción que propone al discípulo es «fundamental»,
es decir, capaz de fundamentar y de alimentar todo el ser y el actuar personal. Un tanto
como hace un verdadero padre o madre, que no ama solo durante unas horas o con
algunos actos de su vida, sino que su amor está compaginado con su mismo existir, y,
por eso, no duda en dar la vida por su criatura.

285
30. El Paráclito
«Cuando venga,
el Paráclito demostrará la culpa del mundo
con respecto al pecado,
la justicia y el juicio».
– Juan 16,8

Jesús habla durante largo tiempo a sus discípulos en el cenáculo, mientras que cae el
crepúsculo sobre la ciudad santa, y estos discursos se extienden a lo largo de los
capítulos 13–17 del cuarto Evangelio. Su movimiento ha sido comparado por los
especialistas a las olas de la resaca que regresan a la playa de forma siempre diversa aun
ocupando el mismo espacio. Jesús remacha repetidamente, pero con iridiscencias
diferentes, el tema del amor y por cinco veces promete la venida del Espíritu Santo o
Espíritu de la verdad o Paráclito.
Este último término griego es de matriz jurídica, y, prácticamente, designa al
abogado defensor: por eso el Espíritu enviado por el Padre, además de la tarea de hacer
comprender en plenitud la «verdad», es decir, la revelación traída por Jesús, se erguirá
para defender a la comunidad de los creyentes en el juicio que el mundo realizará contra
ellos. En este acto judicial traza Jesús tres temas de la defensa que el Paráclito hará a
favor de Cristo y de quienes creen en él.
Revelará y acusará de tres culpas al mundo, considerado negativamente como
aquellos que rechazan a Cristo y el bien y se colocan bajo las insignias del «príncipe de
este mundo», Satanás. El primer acto de acusación concierne al «pecado», que Jesús
explica así: «Porque no creen en mí» (Jn 16,9). Por consiguiente, la incredulidad es la
primera gran culpa, como se decía a Nicodemo: «La luz vino al mundo, pero los
hombres amaron más las tinieblas que la luz, porque sus obras eran malvadas» (Jn 3,19).
El segundo acto judicial del Paráclito concierne a la «justicia», y la explicación es
sorprendente (san Agustín la consideraba de muy difícil interpretación): «Porque voy al
Padre y no me veréis más» (Jn 16,10). La «justicia» en cuestión es la divina expresada
en Cristo: él vino a la historia para anunciar la palabra de Dios y el amor, demostrando
así la voluntad de salvación («la justicia», en el lenguaje bíblico) del Padre y
atestiguando ser Hijo. Pero no fue acogido, y, así, ahora –mientras revela su divinidad

286
retornando al Padre– condena el rechazo que el mundo ha realizado contra su
ofrecimiento de salvación.
Finalmente, el Espíritu Santo Paráclito anuncia el «juicio»: de hecho, añade Jesús,
«el príncipe de este mundo está ya condenado» (Jn 16,11). El Cristo crucificado parece
el signo de la derrota y de la sentencia de condenación; en realidad, aquella cruz se
convierte en una derrota del mal y en un triunfo del bien y del amor. Allí arriba, en el
Gólgota, se consuma en una especie de anticipación lo que el Apocalipsis, en el capítulo
20, describirá para el final de la historia: el Mesías es exaltado, Satanás es encadenado y
arrojado al lago de fuego.

287
31. La vida eterna es conocer
«Esta es la vida eterna:
que te conozcan a ti, único Dios verdadero,
y a aquel que has enviado,
Jesucristo».
– Juan 17,3

Incluso quienes no están muy familiarizados con la teología poseen una cierta idea del
adjetivo «gnóstico», como algo herético, esotérico, sofisticado. Efectivamente, el
gnosticismo fue un fenómeno cultural de los primeros tiempos de la Iglesia, que se
desarrolló sobre todo en el cristianismo egipcio, con un alto nivel de elaboración
intelectual, con una vasta y refinada producción literaria y con notables desviaciones
teológicas. Simplificando, podríamos decir que para la «gnosis» (término griego que
significa «conocimiento») la salvación se obtiene ascendiendo de la materialidad molesta
hacia el cielo cristalino de la contemplación, de la purificación mental y espiritual, en un
vuelo que deje en la tierra los despojos de la carnalidad.
Por esta razón Juan abre su Evangelio proclamando, en cambio, que «el Verbo se
hizo carne» (1,14) y reiteradamente dirá que «todo espíritu que reconoce a Jesucristo
venido en la carne es de Dios» (1 Jn 4,2). En este punto surge espontáneamente una
pregunta: ¿cómo, entonces, en la apertura a la solemne oración que Jesús pronuncia al
final de sus discursos en la última cena, leemos la frase aparentemente tan «gnóstica»
que hemos puesto como objetivo de nuestro análisis? ¿La vida eterna, es decir, la
comunión plena y final con Dios, es fruto del «conocimiento» de Dios y de Cristo? ¿Los
privilegiados son entonces los teólogos o quien se dedica a la pura contemplación y
especulación doctrinal?
La respuesta, dado cuanto ha sido dicho anteriormente por Juan, solo puede ser
negativa. Y la justificación se encuentra precisamente en el trasfondo bíblico que el uso
del verbo «conocer» tiene en autores –como los del Nuevo Testamento– dotados de una
matriz hebrea. En esta cultura, en efecto, el conocimiento es una actividad compleja,
simbólica y omnicomprensiva. Presupone una dimensión intelectual y racional como
también un aspecto volitivo e incluso afectivo, y llega al punto de designar una cualidad

288
operativa concreta. En esta perspectiva, bien sabemos que «conocer» llega a ser también
el verbo que la Biblia destina para referirse al acto sexual.
Por eso, conocer es amar: «Quien no ama no ha conocido a Dios» (1 Jn 4,8). Esta
concepción está presente también en san Pablo: «Ahora conozco de modo imperfecto,
pero entonces conoceré perfectamente, como también yo soy conocido» (1 Cor 13,12); y
un poco antes el apóstol había cantado su célebre himno sobre la caridad. La meta final
del cristiano es, por consiguiente, un conocer-amar, como también preanunciaba el libro
de la Sabiduría: «Conocer tu fuerza es raíz de inmortalidad» (Sab 15,3). Sin embargo,
esto no excluye la dimensión intelectual, es decir, el conocimiento de las verdades de fe
a partir de la divinidad de Cristo. «El Anticristo es aquel que niega al Padre y al Hijo...
quien profesa su fe en el Hijo posee también al Padre» (1 Jn 2,22-23).

289
32. «No oro por el mundo»
«Yo no oro por el mundo,
sino por aquellos que me has dado,
porque son tuyos».
– Jn 17,9

Jesús –con esta confesión inserta en la oración final que sella los discursos de la última
cena– ¿nos invita quizá a encerrarnos en el cascarón protegido de los fieles y a maldecir
el mundo, a los no creyentes, a aquellos que pueblan las plazas en la indiferencia y en el
pecado? Una idea imposible porque él vivió siempre en el mundo, en compañía de estas
personas «de fuera», declarando explícitamente que no vino a llamar a los justos, sino a
los pecadores (cf. Mc 2,17).
Una concepción desmentida por el mismo Jesús en el Evangelio de Juan, que, en el
diálogo con Nicodemo, afirmaba: «Dios amó tanto al mundo que le dio a su Hijo
Unigénito, para que todo el que crea en él no se pierda, sino que tenga la vida eterna.
Dios, en efecto, no ha enviado a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el
mundo se salve por él» (Jn 3,16-17).
¿Cómo justificar entonces esta negación tan clara, pronunciada por Cristo en la
última tarde de su vida terrena? ¿Es quizá un desmentido de sus otras palabras, porque
incumbe al resultado demasiado trágico de la muerte por crucifixión? Y, sin embargo,
también allí arriba, en la cruz, seguirá perdonando sin exigir venganza: «Padre,
¡perdónales porque no saben lo que hacen!» (Lc 23,34). La respuesta debe buscarse en la
variedad de significados que tiene el término «mundo» en el cuarto evangelio.
Designa el universo, la naturaleza, la creación, que es obra de Dios por medio del
Verbo («todo se hizo por medio de él y sin él nada se hizo de lo que existe... él estaba en
el mundo y el mundo se hizo por medio de él», Jn 1,3.10). El «mundo» es también la
humanidad entera, es decir, las criaturas humanas que pueblan la tierra (llamada también
«mundo»), y que, como hemos visto (Jn 3,16-17), son amadas por aquel Dios «que
quiere que todos los hombres se salven» (1 Tim 2,4). Hasta aquí el sentido del término es
positivo y no justifica la frase de Jesús. Sin embargo, tiene un tercer significado
radicalmente negativo: el «mundo» es también la «mundanidad», es decir, aquellos que

290
rechazan consciente y sistemáticamente los valores del espíritu, la verdad, el amor, el
bien y la justicia.
No son los simples pecadores que pueden ser tocados en el corazón y convertirse,
sino los soberbios adversarios del bien, los negadores sistemáticos de todo valor, y, por
consiguiente, los enemigos de Cristo, conscientes de su verdad, pero que, por interés
propio o por arrogancia de poder, están dispuestos a rechazarla. Son aquellos que tienen
por guía al «príncipe de este mundo», Satanás (Jn 12,31; 16,11). Jesús, por consiguiente,
no puede orar por ellos, pero sí por la humanidad pobre y frágil. Ludwig Monti, un
especialista, comenta: «Jesús no puede amar la mundanidad: sería una contradicción en
sus términos, una negación de su plan de salvación y de justicia». Por eso exhorta san
Juan en su primera Carta: «No améis el mundo ni lo que es del mundo» (1 Jn 2,15).

291
33. Consagrar en la verdad
«Por ellos me consagro,
para que también ellos
sean consagrados en la verdad».
– Juan 17,19

¿Qué significa la frase «me consagro» que proclama Jesús en la solemne oración que
sella los discursos realizados en el cenáculo la última tarde de su vida terrenal? Ante
todo, debe reconocerse que lo «sagrado» en el lenguaje bíblico (pero no solamente en él)
es todo lo que pertenece a Dios, al misterio, a la trascendencia, y, por consiguiente, al
culto. En la liturgia sacrificial la víctima era «consagrada», es decir, dedicada, reservada
a Dios, para que él perdonara los pecados y entrara en comunión con el fiel.
Pues bien, Jesús se autoconsagra a favor (hyper, en griego) de los discípulos; su
muerte sacrificial es, por tanto, un ofrecimiento como víctima de expiación. Ya lo había
anunciado cuando se presentó como buen pastor: «Yo doy mi vida... Yo la doy por mí
mismo» (Jn 10,17-18). La Carta a los Hebreos ofrece un comentario ideal sobre estas
afirmaciones de Jesús: «Cristo entró una vez para siempre en el santuario, no mediante la
sangre de machos cabríos y novillos, sino con su propia sangre, consiguiendo una
redención eterna» (Heb 9,12). En otro pasaje es el Padre quien consagra como víctima
sacrificial redentora al Hijo y Jesús se autodefine como «aquel que el Padre ha
consagrado y enviado al mundo» (Jn 10,36).
La idea, por tanto, es clara, y ahora es necesario explicar la segunda parte de la frase
que concierne a los discípulos a favor de los que (hyper) Cristo se ha «consagrado» y se
ha dado. También ellos deben ser «consagrados», pero en este caso se añade una
especificación: «en la verdad». Ahora bien, en el cuarto Evangelio la idea de «verdad»
(alētheia) no es la griega de corte metafísico-racional. La «verdad» que Cristo trae al
mundo es la revelación del Padre, es la palabra de Dios. Emerge así un nuevo perfil de la
consagración, el de la acogida del Evangelio y del correspondiente testimonio en el
mundo, que podrá llevar al discípulo también a la consagración ulterior en el martirio,
diverso, ciertamente, del supremo de Cristo, pero dotado también de su valor salvífico,
partícipe de la donación del Hijo.

292
Quizá en esta frase tan esencial se hace también una alusión al Espíritu Santo, que
consagra a los cristianos con su fuerza santificadora. De hecho, en el Evangelio es
llamado «Espíritu de la verdad» (14,17), porque «enseñará y recordará todo lo que yo os
he dicho» (14,26), es decir, revelará en plenitud la palabra de Dios proclamada por
Cristo. En síntesis, Jesús ha sido «consagrado» en su muerte sacrificial y el discípulo es
«consagrado» en la palabra de Dios y en el Espíritu Santo. Escribía san Pablo: «Dios os
ha elegido como primicia para la salvación mediante el Espíritu santificador
[consagrador] y la fe en la verdad» (2 Tes 2,13).

293
34. El poder de lo alto
«Tú no tendrías ningún poder
sobre mí,
si no se te hubiera dado
de lo alto».
– Juan 19,11

Jesús está ante el gobernador romano Poncio Pilato, un modesto y férreo personaje,
duramente criticado por los autores contemporáneos (el filósofo Filón de Alejandría y el
historiador Flavio Josefo), que llegó a ser célebre en la historia solo porque durante su
mandato de diez años en Palestina (del 26 al 36) se produjo el «caso Jesús». Sabemos
cuánto ha estimulado el arte y la literatura el diálogo entre ambos, partiendo de la
reacción escéptica de Pilato: «¿Qué es la verdad?».
Nosotros, en cambio, hemos seleccionado una frase de Jesús que, sobre todo en
siglos pasados, ha recibido una aplicación impropia. Era de hecho usada para sostener la
tesis del origen divino de toda autoridad política, emparejándola con una declaración de
san Pablo en este sentido: «No hay autoridad que no proceda de Dios y las que existen
han sido establecidas por Dios» (Rom 13,1). En realidad, al apóstol le urgía en este
pasaje, que se extendía también abordando el tema de los impuestos, demostrar y
sostener que el cristianismo no era un movimiento revolucionario ni político, sino que
era respetuoso con el poder imperial, a diferencia, por ejemplo, de la crítica contra la
Babilonia romana desarrollada vehementemente en el Apocalipsis.
¿Qué quería decir entonces Jesús sobre un poder «dado de lo alto»? La respuesta es
mucho más pragmática y limitada, y prescinde de la cuestión de las relaciones entre
Iglesia y Estado. Cristo declara, de hecho, a Pilato que el poder que ahora está ejerciendo
sobre él, condenándolo a muerte, no es resultado exclusivo de su autoridad
incuestionable, sino que más bien se sitúa en un plano más elevado y trascendente que ha
sido definido por Dios mismo. El gobernador ha advertido con soberbia a Jesús que tiene
«el poder de dejarlo en libertad y el poder de crucificarlo» (Jn 19,10).
Cristo le replica que en realidad el resultado será uno solo y está ya previsto y
trazado por Dios, que en la muerte del Hijo realiza su proyecto salvífico mucho más
«alto» que la simple condena a muerte en la que piensa el procurador romano. La

294
libertad de Pilato queda intacta: él podría también liberar a Jesús, pero, por razones de
conveniencia política, no lo hará, y, como en el caso de la traición de Judas y la
sentencia del tribunal judío del Sanedrín, esta elección será una vía mediante la que Dios
lleva a cabo su plan de redención. En efecto, la muerte del hijo es signo de cercanía
plena a la realidad humana de la vida y la muerte, pero llega a ser también principio de
transfiguración y liberación de nuestra mortalidad con la posterior resurrección, semilla
de vida eterna sembrada en la caducidad y finitud humana.

295
35. Telas y sudario
«Simón Pedro entró en el sepulcro
y observó las telas puestas allí
y el sudario –que había estado sobre la cabeza [de Cristo]–
no colocado allí con las telas,
sino envuelto en un lugar aparte».
– Juan 20,6-7

«Si Cristo no ha resucitado, vana es nuestra predicación y vana es también nuestra fe».
Las lapidarias palabras de san Pablo (1 Cor 15,14) expresan con toda claridad la
centralidad de la Pascua en la fe cristiana. Él mismo, sin embargo, se dio cuenta del
enorme obstáculo que constituía para muchos en el camino de la conversión al
cristianismo. En Atenas, en efecto, al terminar su discurso en el Areópago, fue objeto de
burla precisamente por este punto: «Cuando oyeron hablar de resurrección de muertos,
algunos se mofaban de él, otros decían: “Sobre esto te oiremos en otra ocasión”» (Hch
17,32).
Lógicamente, no podemos afrontar ahora este tema sistemáticamente, entre otras
razones porque el mismo Nuevo Testamento presenta una compleja elaboración del
evento que tiene elementos históricos verificables, pero cuyo núcleo central es
trascendente, y, por consiguiente, exige un ulterior itinerario diverso de conocimiento.
Precisamente por eso los Evangelios no describen el hecho en sí de la resurrección, que,
sin embargo, aparece en los apócrifos, llegando a representarse en la historia del arte
cristiano, pero solo a partir de los siglos XI y XII.
En los relatos evangélicos los elementos evocados son, de hecho, posteriores al
acontecimiento, y se concretan en tres datos: la piedra sepulcral movida con la tumba
vacía, los lienzos que envolvían el cadáver de Jesús abandonados en ella y el testimonio
de las mujeres. Un dato este último particularmente significativo desde la perspectiva
histórica: nunca, de hecho, se habrían «inventado» como testigos del evento pascual a
personajes «incapaces» jurídicamente de dar testimonio de una realidad de un modo
válido, como eran precisamente las mujeres en el derecho judío. Con respecto al segundo
elemento, el de los lienzos funerarios, es significativa la experiencia vivida por el apóstol
Pedro, según el relato del cuarto Evangelio que hemos citado.

296
En primer lugar, se evocan los othónia, es decir, las telas, los lienzos, prácticamente
la «sábana» nueva y ritualmente pura, de la que hablan Mateo (27,59), Marcos (15,46) y
Lucas (23,53). Se hace mención también de un «sudario», destinado a cubrir el rostro,
mencionado solo por Juan y «envuelto» aparte (el verbo griego usado, entylissein, era en
cambio aplicado en Mateo 27,59 y en Lucas 23,53 a la sábana que «envolvía» el cadáver
de Jesús). Se trata, por tanto, del signo de un abandono por parte de una persona que se
libera de los tejidos que la cubrían y que son abandonados posteriormente.
Ya en el siglo IV un Padre de la Iglesia, Juan Crisóstomo, observaba: «Si alguien
hubiera movido el cuerpo de Jesús, no lo habría desnudado primero, ni se habría tomado
la molestia de quitar y envolver el sudario, dejándolo después en lugar aparte». Pedro,
por consiguiente, percibe dentro del sepulcro una situación más bien extraña, no
reducible a un robo del cadáver. Por esto el evangelista –que, además, introduce también
su testimonio mediante la evocación de la presencia del «discípulo amado»– nos dice al
final que precisamente este otro discípulo «vio y creyó: no habían de hecho comprendido
todavía la Escritura, es decir, que él tenía que resucitar de entre los muertos» (Jn 20,8-9).

297
36. Ciento cincuenta y tres peces
«Simón Pedro subió a la barca

y arrastró a tierra la red


llena de ciento cincuenta y tres peces grandes».
– Juan 21,11

Una cuestión ha surgido desde siempre en la mente de los lectores del Evangelio: ¿por
qué, en aquella pesca milagrosa, donde aparece en acción Simón Pedro y algunos
discípulos a instancias del Resucitado que se presenta en el litoral del lago de Tiberíades,
el evangelista se preocupa de indicar el número exacto de 153 peces? Ya san Jerónimo
intentó una explicación recurriendo a la zoología de entonces, que –en su opinión
(aunque otros autores antiguos presentaban cantidades diferentes)– enumeraba 153
especies de peces diferentes, convertidos en símbolo de toda la humanidad a la que se
habrían tenido que dirigir aquellos «pescadores de hombres» que eran los discípulos de
Cristo (Mt 4,19).
San Agustín, en cambio, recurría de modo más sofisticado a la matemática: 153 es
una cifra triangular cuya base es el 17, es decir, 10 + 7, dos números bíblicos simbólicos
que indican multitud y totalidad: se representaría, así, la plenitud de la Iglesia. A partir
del obispo de Hipona se multiplicaron los cálculos siempre con connotaciones
simbólicas: 100 son los paganos, 50 los judíos y el 3 evoca la Trinidad, para Cirilo de
Alejandría; o bien 153 es la suma de los valores numéricos de las letras hebreas de qhl
h’hbh, es decir, «iglesia del amor», para el exegeta Heinz Kruse; otro especialista, John
A. Emerton, partiendo de un pasaje del profeta Ezequiel (47,10) que describe los
pescadores situados entre Engadí y En-Eglaín en el mar Muerto, descubre que los dos
topónimos suman precisamente 153, según el valor numérico de las letras, típico de
aquella particular ciencia simbólica que ya hemos encontrado, denominada «gematría».
Nos detenemos aquí para no confundir a nuestros lectores llevándoles hacia
horizontes imprecisos, llenos de cifras y de libres ejercicios alegóricos que a veces rayan
la fantasía más desenfrenada, como corría el riesgo de hacer el autor medieval Ruperto

298
de Deutz, que dividía así el 153: 100 representa las mujeres casadas, 50 las viudas y solo
3 el número de las vírgenes. Personalmente compartimos la interpretación de quienes
ven en ese número simplemente el deseo del evangelista por mostrar que su testimonio
es ocular, directo y concreto. Es un rasgo muy particular de la historicidad de los
Evangelios.
Ciertamente, ellos no ignoran que los acontecimientos relativos a Jesús tienen una
dimensión profunda y trascendente que rebasa la realidad inmediata de las cosas. Sin
embargo, están también convencidos que su mensaje nace de una realidad histórica,
verificable y documentable mediante el testimonio directo. Así lo hizo Juan a propósito
de la sangre y del agua que surgieron del costado del Cristo crucificado (19,35) y de los
atuendos funerarios dejados en el sepulcro por el Cristo resucitado (20,7). El número alto
se prestará después a exaltar simbólicamente la abundancia de los frutos de la misión de
los discípulos, «pescadores de hombres».

299
37. El martirio de Pedro
«Cuando seas anciano
extenderás tus manos,
y otro te vestirá
y te llevará a donde tú no quieres».
– Juan 21,18

El cuarto Evangelio concluye con un apéndice en el que aparece Pedro como


protagonista, y en el que es investido de nuevo por el Cristo resucitado con la misión de
apacentar el rebaño de la Iglesia (Jn 21,15-17). En aquel momento solemne, marcado por
una triple profesión de amor pedida al apóstol por el mismo Jesús, se insinúa una
intervención muy alusiva, por no decir enigmática, del maestro. Veámosla en su
integridad: «En verdad, en verdad te digo: cuando eras más joven, te vestías solo e ibas
donde querías. Cuando seas anciano, en cambio, extenderás tus manos y otro te vestirá y
te llevará a donde tú no quieres» (Jn 21,18).
Es evidente la secuencia de los contrastes entre juventud y ancianidad, entre
ponerse solo el cinturón que ceñía la amplia túnica oriental y ser ayudado por otro, entre
caminar libremente y espontáneamente y ser conducido forzosamente, entre una meta
deseada y querida y una dirección impuesta y desconocida. Estamos, por consiguiente,
ante la parábola de la vida de Pedro, que, después de una activa juventud y madurez,
tendrá que partir hacia una meta de sufrimiento e incluso de encarcelamiento, siguiendo
perfectamente los pasos de su Señor («También Cristo padeció por vosotros dejándoos
un ejemplo, para sigáis sus pasos», se lee en 1 Pe 2,21).
Numerosos especialistas piensan que estas líneas quieren evocar precisamente el
martirio de Pedro. Es más, aquel «extender las manos» parecería ser una representación
de la crucifixión a la que, según la tradición, habría sido condenado el apóstol, después
de ser atado y preparado para la ejecución. Ciertamente, para muchos autores cristianos
de los primeros siglos, como Justino, Ireneo, Cipriano y la denominada Carta de
Bernabé, «extender/tender las manos» es una prefiguración de la crucifixión, y
Tertuliano, partiendo de nuestro pasaje, hablará explícitamente de la cruz a la que fue
atado Pedro.

300
Tendríamos, así, en el cuarto Evangelio el testimonio más antiguo del martirio de
san Pedro (la tradición añadirá el detalle de la cruz boca abajo, representada de forma
emocionante por Miguel Ángel en un gran fresco de la capilla Paulina del Vaticano). De
hecho, el mismo evangelista, inmediatamente después de las palabras de Cristo, añade
un comentario significativo: «Esto lo dijo Jesús para indicar con qué muerte glorificaría
a Dios» (Jn 21,19).

301
38. La muerte del discípulo amado
«Si quiero que [el discípulo amado]
permanezca hasta que yo venga,
¿a ti qué te importa?»
– Juan 21,22

En nuestro itinerario a lo largo de las asperezas textuales del cuarto Evangelio –que
ahora llega a su término– hemos encontrado ya la figura del «discípulo al que Jesús
amaba», presente seis veces solo en la parte final del escrito en conexión con la pasión,
muerte y resurrección de Cristo. Identificado por la mayoría de los exegetas con el
apóstol Juan, entra ahora en escena en la redacción final del Evangelio, después del
encuentro del Resucitado con Pedro, en un diálogo entre este y el mismo Jesús lleno de
frases a primera vista más bien extrañas.
Pedro, en efecto, pregunta a Cristo: «Señor, ¿qué será de él?» (Jn 21,21), una
pregunta que en griego se reduce al mínimo, «¿pero... y él?» (hoútos de tí;). Jesús
responde: «Si quiero que permanezca hasta que yo venga, ¿a ti qué te importa?
Preocúpate más bien de seguirme» (Jn 21,22). Todo gira en torno a dos elementos. El
primero es aquel «permanecer», ménein en griego, que puede significar «permanecer con
vida». Es verdad, no obstante, que el verbo en sentido joánico indica «permanecer en
comunión en el amor», y, por consiguiente, su significado sería más simbólico y
espiritual.
Sin embargo, el comentario que añade el evangelista, como veremos, corrobora la
primera interpretación, «permanecer con vida». El segundo dato es aquel «hasta que yo
venga»: la frase remite a la segunda venida de Cristo al final de los tiempos. Tenemos,
así, una información interesante sobre una idea difundida en la comunidad de los
orígenes y que estaba también presente en la iglesia de Tesalónica, como atestiguan las
dos cartas paulinas dirigidas a ella: se pensaba que la segunda venida o parusía de Cristo
para sellar la historia habría tenido lugar en un breve período de tiempo después de la
resurrección.
En esta perspectiva, el comentario del evangelista registra y desmiente una falsa
convicción vinculada a las palabras de Cristo que tenían, en cambio, un corte paradójico
para apartar a Pedro del interés por la suerte del discípulo amado: «Se difundió entre los

302
hermanos el rumor de que aquel discípulo no moriría. Pero Jesús no le había dicho que
no moriría, sino: “Si quiero que permanezca hasta que yo venga, ¿a ti que te importa?”»
(Jn 21,23). No obstante este desmentido puntual, la tradición popular siguió fantaseando:
el discípulo amado de entonces vagaría por el mundo hasta el final de los tiempos, o bien
dormiría en su tumba en Éfeso y ciertos seísmos que se han producido en esa zona serían
el signo de que respira y se mueve.

303
Bibliografía

BARBAGLIO, G., «Le parole violente sulla bocca di Gesù»: Parola, Spirito e Vita 37
(1998), 117-129 (en La Parola si moltiplicava, Dehoniane, Bologna 2008, 207-
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BRUCE, F. F., Hard Sayings of Jesus, InterVarsity Press, Downers Grove 1983.
DARRÉ, J., Paroles choc de Jésus, Salvator, Paris 2011.
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PIETTRE, M., Les paroles «dures» de l’Évangile, Éditions du Chalet, Paris 1989.
ROGUET, A. M., «Les paroles dures» : Fêtes et Saisons 276 (1973).
SEVIN, M., «Les paroles scandaleuses de Jésus»: Fêtes et Saisons 465 (1992), 1-35.

304
Índice
Portada 2
Créditos 3
Índice 4
Abreviaturas de los libros bíblicos 8
Introducción 11
Primera parte: EVANGELIO DE MATEO 16
1. Catorce generaciones 18
2. Palabras bíblicas e historia de Jesús 20
3. No la conoció 22
4. El nazareno 24
5. La paloma en el cielo 26
6. La primera tentación de Jesús 28
7. Pobres en espíritu 30
8. Raká y môré 32
9. ¡No desearás! 34
10. No nos hagas caer en la tentación 36
11. Perros y cerdos 38
12. ¿Centurión romano o funcionario herodiano? 40
13. El funeral del padre 42
14. El paralítico, el perdón, los hombres 44
15. ¿Mateo o Leví? 46
16. La casa de Israel 48
17. Cristo y la espada 50
18. El Reino y la violencia 52
19. Un comilón y un borracho 54
20. Belcebú 56
21. Contradicciones evangélicas 58
22. Blasfemia contra el Espíritu 60
23. El espíritu impuro 62
24. «¿Quiénes son mis hermanos?» 64
25. Mirar y no ver 66
26. «¡Es un fantasma!» 68

305
27. Los perritos 70
28. El signo de Jonás 72
29. La levadura 74
30. «Vade retro!» 76
31. ¿Elías reencarnado? 78
32. ¿Pagaba Jesús los impuestos? 80
33. Una piedra de molino 82
34. El caso de «pornéia» 84
35. Eunucos por el Reino 86
36. El camello y el ojo 88
37. ¿Una injusticia social de Jesús? 90
38. Una piedra desechada 92
39. El traje de boda 94
40. Los siete maridos 96
41. ¿De quién es hijo el Mesías? 98
42. ¡Serpientes, raza de víboras! 100
43. El día y la hora 102
44. A quien tiene se la dará 104
45. El beso de Judas 106
46. «¡Caiga su sangre sobre nosotros!» 108
47. Se oscureció 110
48. Se postraron y dudaron 112
Segunda parte: EVANGELIO DE MARCOS 114
1. Un endemoniado en la sinagoga 116
2. ¿Un error del evangelista? 118
3. Un Jesús secreto 120
4. «Para que no se conviertan» 122
5. ¿Endemoniado o loco? 124
6. ¿Un duplicado evangélico? 126
7. Cinco mil hombres 128
8. «¡Es korbán!» 130
9. Los árboles que caminan 132
10. «¿Quién decís que soy yo? 134
11. Presentes cuando llegue el Reino 136
12. ¿Endemoniado o epiléptico? 138

306
13. El gusano que no muere 140
14. La copa y el bautismo 142
15. No era tiempo de higos 144
16. La abominación de la devastación 146
17. El joven de la sábana 148
18. ¿Dios o Elías? 150
19. Estaban atemorizadas... 152
Tercera parte: EVANGELIO DE LUCAS 154
1. Ave, María 156
2. «No conozco varón» 158
3. Una intricada cuestión cronológica 160
4. Alojamiento de Belén 162
5. Gloria in excelsis 164
6. Signo de contradicción 166
7. María y José no comprenden 168
8. Jesús, hijo de Adán 170
9. Del aplauso al ataque 172
10. El vino añejo 174
11. ¿Misericordiosos o perfectos? 176
12. Una santa «calumniada» 178
13. Dar y tener 180
14. Una cruz cada día 182
15. La «cara dura» de Jesús 184
16. Lo único necesario 186
17. El «Padrenuestro» de Lucas 188
18. ¿Un huevo o un escorpión? 190
19. El signo de Jonás 192
20. El fuego de Jesús 194
21. Herodes, el zorro 196
22. ¿Odiar al padre y a la madre? 198
23. El administrador inmoral y astuto 200
24. La riqueza inmoral 202
25. La mostaza y la morera 204
26. El Reino de Dios está en medio de vosotros 206
27. ¿Dios es un juez injusto? 208

307
28. Bajo de estatura 210
29. Los tiempos de los paganos 212
30. Comprar una espada 214
31. El leño verde y el leño seco 216
32. El paraíso 218
33. Partir el pan 220
34. «¡Un fantasma no tiene carne...!» 222
35. Ascensión al cielo 224
Cuarta parte: EVANGELIO DE LUCAS 226
1. En el principio, el «Logos» 228
2. La derrota de las tinieblas 230
3. Los hijos generados por Dios 232
4. La tienda del Verbo 234
5. Gracia sobre gracia 236
6. ¡Mirad al Cordero de Dios! 238
7. Bajo la higuera 240
8. «¿Qué quieres de mí?» 242
9. El templo de su cuerpo 244
10. Recordar 246
11. La serpiente levantada 248
12. El amigo del esposo 250
13. La salvación viene de los judíos 252
14. Espíritu y verdad 254
15. El testigo 256
16. Soy yo, ¡no tengáis miedo! 258
17. Carne para comer 260
18. El origen del Mesías 262
19. Ríos de agua viva 264
20. ¿Sabía escribir Jesús? 266
21. Jesús escupe 268
22. Dar y retomar la vida 270
23.Vosotros sois dioses 272
24. ¡Que muera un hombre solo! 274
25. «Sálvame de esta hora» 276
26. El Hijo del hombre 278

308
27. Lavatorio de los pies 280
28. El discípulo amado 282
29. Un amor desmesurado 284
30. El Paráclito 286
31. La vida eterna es conocer 288
32. «No oro por el mundo» 290
33. Consagrar en la verdad 292
34. El poder de lo alto 294
35. Telas y sudario 296
36. Ciento cincuenta y tres peces 298
37. El martirio de Pedro 300
38. La muerte del discípulo amado 302
Bibliografía 304

309

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