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El comerciante de palabras

En el siglo XIX, en los estados balcánicos, de fronteras cambiantes, había un hombre que iba de ciudad
en ciudad y de pueblo en pueblo. Era un comerciante de palabras. Recogía palabras durante sus viajes
y se las ofrecía a los que las necesitaban.
A las gentes de las montañas les enseñaba "marea" y "ola"(...) A quienes se mantenían alejados de la
civilización mecánica, les llevaba las palabras "automóvil", "avión", o "submarino". En los países tórridos,
hablaba de "nieve" y de "glaciares".
Si este hombre llegó a ser casi célebre en su vida, al menos entre los amantes del vocabulario y del
lenguaje, es porque ponía en su trabajo una pasión rara. Y así, a las denominaciones añadía, por
iniciativa propia, palabras que se aplicaban a las emociones, a los sentimientos, a los recovecos del
pensamiento, a los estados del espíritu sutiles y peculiares. Sus palabras procedían de todos los países
de la Tierra, de tal forma que los pueblos que se nutrían de sus aportaciones se expresaban, a veces,
en una lengua que brillaba como un mosaico universal.
Cuando llegaba a un lugar, en parajes donde pocos viajeros de la época se aventuraban, acudían a
verlo a la caída de la noche algunos vecinos que se dirigían a él casi como a un confesor. Le contaban
todo tipo de cosas con detalle, tratando de describir el sentimiento que experimentaban y para el que
no encontraban la palabra en su lengua. El comerciante de palabras escuchaba con atención, formulaba
a veces algunas preguntas breves y les proponía una o dos palabras. En ocasiones pedía un tiempo
prolongado para reflexionar, a veces toda la noche, y consultaba sus anotaciones en los numerosos
cuadernos que llenaban su carreta.
Detrás de sus esfuerzos cotidianos se desarrollaba una teoría grave y secreta, según la cual todos los
pueblos de la Tierra piensan y sienten de la misma manera, pero la ausencia de palabras de unos u
otros puede impedir que tal o cual sentimiento aparezca. De ese modo, nos creemos desprovistos de
lo que no podemos nombrar.
El comerciante saboreaba la belleza de las palabras (...) porque conocía su precio y su valor. Le
gustaban las palabras más que las frases, las palabras solas, aisladas, ricas sólo por su propia fuerza.
Consideraba que la disposición de las frases, siempre artificial y a menudo arbitraria, privaba a las
palabras de su belleza salvaje, individual, y las ahogaba en el embrollo de la sintaxis. Una palabra, una
sola, le bastaba para poner el mundo en marcha, para desentrañar un nuevo secreto, para añadirle un
nuevo resplandor.
Hacia comienzos de los años setenta, poco a poco, percibió una disminución de la curiosidad de los
pueblos que visitaba, como si tuvieran menos necesidad de palabras o, al menos, de palabras nuevas,
de palabras llegadas de otros lugares. Al principio creyó que aquél desinterés sería pasajero. Se
engañaba.
Percibía que la atmósfera del mundo se modificaba peligrosamente, y no le quedó más remedio que
empezar a rendirse ante la decepcionante evidencia: desaparecían las palabras todos los días y para
siempre, tragadas por el abismo oscuro del olvido, que constituye el infierno del lenguaje y al que nuestra
pereza le abre las puertas de par en par. Sí, cada vez había menos palabras en el mundo. (...) Los oídos
humanos se cerraban a las palabras de los otros.
Al acercarse el final del siglo XX, el vendedor de palabras comprendió que la situación estaba
irreversiblemente perdida y que lo que había constituido el eje y el alma de su vida iba a desaparecer.
Por inverosímil que pudiera parecer, la humanidad se contentaba con un vocabulario empobrecido y
mediocre. La maldición de Babel se cumplía, pero al revés.
¿Cuáles serían las consecuencias en la inteligencia? ¿Y en la belleza? ¿Y en las relaciones entre los
individuos o entre los pueblos?

Aquella situación le recordaba al árbol de frondosa copa que poco a poco iba perdiendo las hojas y las
ramas para convertirse en un tronco seco. A veces, se atrevía a imaginar un universo en el que, noche
tras noche, por ausencia de mirada, se borraran las estrellas.
El comerciante de palabras, con más de ochenta años al comenzar el año 2000, iba de casa en casa,
despacio, tendiendo la mano. Ya no tenía nada que ofrecer como mercancía a quienes, por lo demás,
nada le pedían. Al final, sólo sabía decir "please".
Murió solo, en alguna parte del camino de montaña entre Macedonia y Bulgaria. Nadie sabe cuál fue su
última palabra.
Anónimo
Preguntas literales
1. ¿En qué siglo ocurren los hechos narrados en el cuento?
2. ¿Qué vendía el comerciante?
3. ¿Dónde y cómo murió el protagonista del cuento?

Preguntas inferenciales
1. ¿Por qué crees que las palabras que le vendía a cada grupo eran diferentes?
“A las gentes de las montañas les enseñaba “marea” y “ola”(...) A quienes se mantenían
alejados de la civilización mecánica, les llevaba las palabras “automóvil”, “avión”, o
“submarino”. En los países tórridos, hablaba de “nieve” y de “glaciares”

2. ¿A qué crees que se debió que en los años setenta, el comerciante percibió una disminución en
el interés de las personas por aprender nuevas palabras?
3. ¿Cuál crees que sería el impacto en la inteligencia, la belleza y las relaciones si las palabras
desaparecieran?
Preguntas críticas
1. Al comerciante le gustaban más las palabras que las frases. ¿Y a ti? ¿Po qué?
2. Estás de acuerdo con que la humanidad se ha conformado con un vocabulario empobrecido y
mediocre.
3. ¿Estás de acuerdo con que lo ocurrido en Babel fue una maldición?
4. ¿Qué opinas del cuento?

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