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Anhelos Secretos - Barbara Cartland
Anhelos Secretos - Barbara Cartland
el padre de las tres jóvenes murió, dejó muy poco dinero. Así que las
encantadoras hermanas abandonaron su hogar en Cornwall para ir a Londres
a buscar trabajo.
Anhelos secretos
Pyramid - 62
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jala 21.05.16
Título original: The dream within
—¡Sally tiene razón! ¡Siempre la tiene! Tenemos que trabajar, aunque sólo
Dios sabe en qué.
—He estado pensando en eso desde hace algún tiempo —dijo—, y creo que lo
mejor que podemos hacer es irnos de aquí. De cualquier modo, en cuanto sea
nombrado el nuevo vicario vendrá a vivir a esta casa. Y si vamos a
marcharnos, será mejor que nos dirijamos a una ciudad donde podamos
conseguir trabajo.
Sally suspiró. Sabía, aun antes de hacer la sugerencia, que les fascinaría la
idea de ir a la capital, pero ella, por su parte, no deseaba marcharse de su
pueblo.
Detestaba tenerse que ir, pero sabía que era inevitable. Lo había intuido
durante años. Y ahora que su padre había muerto, había llegado el momento
de marcharse.
Algunas veces sus hijas le gastaban bromas y le decían que no sólo los
pescadores y la gente de la aldea eran feligreses, sino también toda la fauna
del lugar.
Anne fue la primera en nacer. Llegó al mundo tres años después de que
Arthur Granville se estableciera en St. Chytas. Era una niña rubia con ojos
azules. Su belleza había aumentado con los años y su padre se preguntaba
con frecuencia cómo era posible que él hubiera tenido una hija tan guapa.
Pero Anne pronto tuvo una rival, su hermana Marigold.
Las tres chicas eran diferentes, Anne tenía belleza, Marigold encanto
personal y Sally sabiduría. Era Sally a quien toda la familia consultaba cuando
había que tomar una decisión y era de quien todos dependían.
Era costumbre entre las hermanas que fuera Sally la que decidiera el futuro
de todas y las otras aceptaban sus decisiones sin discusión.
—Es una pena que ella haya muerto —comentó Marigold—. Ella nos hubiera
ayudado a encontrar un lugar donde vivir.
—Yo también he pensado eso —convino Sally—. Disponemos de muy poco
dinero. Tendremos que buscar un lugar muy barato; pero, suceda lo que
suceda, estaremos juntas.
Durante unos minutos discutieron en qué podía trabajar cada una de ellas.
Las perspectivas no eran muy prometedoras y tuvieron que reconocer que lo
mejor sería encontrar un hombre que les propusiera matrimonio.
—Sally, ¡qué callada te has quedado! No nos has dicho con qué tipo de
hombre te gustaría casarte.
Sally sonrió.
—¡Debe ser David! Dijo que tal vez vendría a tomar el té con nosotras. ¡Qué
fastidio! Yo pensaba hacer una lista de las cosas que llevaré a Londres.
Sally, que había ido a abrir la puerta, condujo al joven a la habitación. Era un
hombre joven y muy atractivo.
—Hola, Anne —dijo y después miró a Marigold casi con aire de disculpa—.
Hola, Marigold.
—Hola.
—Sí —dijo Sally—. Tenemos que ganarnos la vida, y aquí no hay oportunidad
de trabajo para nosotras.
David Carey era el hijo de un médico de St. Ives, la población más cercana a
St. Chytas. Las tres muchachas le conocían de toda la vida y él había sido
para ellas como el hermano mayor que nunca tuvieron.
—Sabes que no será así —protestó David—. Pero ¿qué vais a hacer? ¿En
dónde vais a vivir?
—No lo sabemos todavía —dijo Marigold—. ¡No seas tan preguntón, David!
Estamos empezando a hacer planes. Cuando los hayamos terminado, te lo
contaremos todo.
«Si David se fijara en otra mujer», pensó Sally, «Marigold se interesaría más
en él».
David era inteligente y Sally pensaba que llegaría muy lejos. Pero era hijo
único y no tenía mucha experiencia con las mujeres.
—¿Esperaba, acaso, que me pusiera a llorar por eso? —preguntó Marigold con
crueldad.
—He venido, en realidad, a preguntarte algo. Pensé que había una sola cosa
que deseaba hacer antes de irme… ¡casarme contigo! ¿Quieres ser mi esposa,
Marigold?
—Nadie puede hacer que otra persona le ame. Las cosas no suceden así. Creo
que te enamoras o no de la otra persona y, con toda franqueza, David, no
estoy enamorada de nadie, ni nunca lo he estado.
—¿Qué?
—Sí cuando estés en Londres tienes algún problema, de cualquier tipo, quiero
que me prometas que recurrirás a mí para solucionarlo.
Le oprimió las manos con fuerza y la soltó, en el momento en que Anne y Sally
entraban con el té. Tomaron el té y cuando terminaron David se puso de pie.
Sally la miró.
Iba a dejarse caer en la silla más cercana, pero la detuvo en el acto un grito
de Sally.
—¡Caramba! Debías poner letreros, o algo, que indique lo que está todavía
fresco.
—Si estáis hablando de ropa —dijo una voz desde la puerta—, tengo que
hablaros del tema.
—Creo que Marigold tiene razón —observó Anne—. Hoy he ido a cuatro
agencias y todo lo que he logrado ha sido que me ofrecieran un puesto de
ayudante de cocina.
—¡No, claro que no! —protestó Marigold—. Sabes bien que fui yo quien lo
sugirió. La decisión no fue solo tuya, sino de las tres, ¿verdad, Anne?
Ella, a través de uno de sus amigos, había conseguido un lugar donde vivir.
El viejo Fred, un remero de St. Chytas que conocía a las muchachas desde
que eran pequeñas por haber sido muy buen amigo de Arthur Granville, había
sugerido que fueran a ver al hermanos de su esposa cuando llegaran a
Londres.
El hombre las había recibido con los brazos abiertos. Tenía una taberna en
Chelsea, y se sintió un poco desilusionado cuando ella no aceptó la copa que
le ofreció.
Cuando Sally le explicó que ella y sus hermanas estaban buscando un lugar
barato donde vivir, él se rascó la cabeza, diciendo que le estaba planteando
un problema difícil de resolver y decidió llamar a su esposa.
—Así es, Bill, pero se nos tiene que ocurrir algo. ¿Qué me dices de la señora
Jenkins, que vive en la esquina?
—Sí, ella acepta huéspedes, pero no creo que sea un lugar adecuado para
señoritas.
—Tienes razón, Bill —de pronto la señora Jarvis se puso en jarras—. Bill…
¿qué me dices del desván? Nunca te has decidido a arreglarlo como dijiste
que lo harías.
—¿Por qué no? Es amplio, seco, pero bien ventilado. Y las señoritas podrían
arreglarlo muy bien. Y, por lo menos, esta casa es respetable, y lo será
mientras yo viva en ella.
Habían llevado a Sally a ver el desván, y ella decidió en el acto que el lugar
serviría muy bien a sus propósitos. Era una habitación grande con un techo
bajo, levemente inclinado. Tenía tres pequeñas ventanas, desde las cuales se
veían los tejados de las casas contiguas. Desde una de ellas podía verse el río
y fue este destello, tal vez, lo que la hizo decidirse al instante.
—Y ahora, señor Jarvis, dígame cuánto nos va a cobrar —había insistido Sally
con respecto al desván.
Hubo una leve discusión sobre eso. El señor Jarvis pensaba que debía dejarles
usar gratis el desván, pero Sally se opuso.
Por último, el señor Jarvis propuso una cantidad de tres libras a la semana y
Sally aceptó de buen grado.
Tuvieron que esperar una semana a que llegaran sus muebles y durante ese
tiempo las muchachas trabajaron de la mañana a la noche limpiando el
desván.
Sally había mandado a una amiga del pueblo una lista de las cosas que debía
enviarle de St. Chytas: dos sillones, una mesa, varias estanterías, camas y
otros muebles de dormitorio.
En el centro del desván habían puesto una cortina que dividiría el lugar en
dos habitaciones: un cuarto de estar y un dormitorio para las tres.
—Tendremos que recibirlos por turnos —contestó Sally riéndose—. Cada una
podremos hacerlo dos días a la semana y rifaremos el domingo.
Miró a Anne y a Marigold, sintió miedo. Sus hermanas eran muy atractivas,
pero no estaban preparadas para luchar en aquella gran ciudad. Sin embargo,
debía haber algo que las tres pudieran hacer.
Sally sonrió.
—Tengo una idea, pero no quiero deciros nada. Por cierto, Anne, ¿has traído
el periódico?
Sally bajó a toda prisa la escalera, con la tetera en una mano y el té en la otra.
La señora Jarvis no estaba en la cocina y ella llenó la tetera de agua y la puso
a hervir.
—¡Eso sería perfecto para ti! —exclamó Marigold—. Trabajando con una dama
noble podrías conocer al duque con el sueñas.
—Joven y educada… ¿tú crees que yo soy una chica educada? —preguntó
Anne.
—Usted debe ser una de las señoritas Granville, ¿no es así? Jarvis habló de
ustedes la otra noche. Me gustaría saber si puedo pedirle algo.
—Estoy dispuesto a pagar por sus servicios. Ella es la modelo perfecta que
estaba buscando para unas ilustraciones que debo hacer para una revista.
—Eso exigiría una celebración —dijo Peter Aird—. ¿Qué le parece si llevo unas
fresas?
—Sería mejor que las pusiera en la mesa y que todos las comiéramos —dijo
Sally con firmeza.
Los artistas eran todos pobres, y aunque él había ofrecido pagarle a Marigold.
Sally estaba segura de que sería una suma insignificante. Mientras abría la
puerta, le oyó decir con humildad.
—Le suplico que espere un momento abajo. Debo advertir a mis hermanas de
que tenemos visita. Le llamaré cuando estemos listas. Hay que subir cuatro
pisos.
Sally subió los escalones de dos en dos y, casi sin aliento, abrió la puerta del
desván.
De pronto, Sally sintió una inmensa tristeza. Anne era muy guapa también, tal
vez más que su hermana pequeña y, sin embargo, Peter, como David, se había
sentido atraído por Marigold.
Capítulo 2
Marigold fue brusca con Peter Aird cuando le conoció. Le dijo que no estaba
interesada en posar para sus ilustraciones, ni para artistas.
Dos noches más tarde, sin embargo, las cosas cambiaron. Peter las fue a ver y
las llevó otra cesta de fresas.
Marigold y Anne habían pasado dos días buscando en vano empleo, de modo
que no tuvieron reparo en recibir de buen grado una cara amiga, aunque
fuera la de un artista sin dinero. Marigold les habló de los lugares en donde
había estado ese día buscando trabajo, y añadió:
—Es increíble lo poco preparadas que estamos para ganarnos la vida. Cuando
yo tenga hijas, las educaré para que sepan hacer algo específico.
—Si quieres ser modelo —dijo Peter—, creo que yo podría ayudarte.
—Porque estabas tan ansiosa de decirme que no querías posar para mí, que
no hablaste de lo que querías hacer.
—No puedo prometerte nada, pero una amiga mía trabaja con Michael
Sorrell. ¿Has oído hablar de él?
—Sí.
—¡Por supuesto!
—¡Es maravilloso! Siento haberme portado tan mal contigo cuando me
pediste que posara para tus ilustraciones. Si me das esa carta, posaré para ti,
sin cobrarte nada.
—No te hagas demasiadas ilusiones —suplicó Peter—. Tal vez no resulte nada
de esto. Es posible que no tengan ningún puesto libre o que no seas la
persona que buscan. No me gustaría que sufrieras una desilusión.
—A mí tampoco.
—Creo que tienes mucha suerte —comentó Anne con seriedad—. ¡Como
quisiera que alguien me ofreciera a mí un empleo!
—Nada. El viejo Bill piensa que no hay nadie en el mundo como su mujercita,
y creo que tiene razón.
—¡Oh, criatura, qué susto me has dado! Me había quedado dormida. No, no
ha llegado, pero no tardará. Estaba descansando unos momentos, porque he
trabajado mucho hoy.
—Sé el tipo de casita que a usted le gustaría —dijo Sally—. Una amiga mía
tiene una así en el pueblo. A menudo pienso que a mí también me gustaría
pasar el final de mi vida en un lugar como ése. Una casita propia con vistas al
mar…
Se quedó pensativa.
—No me explico cómo hay gente que quiere vivir en Londres —dijo
suspirando.
—Ojalá tenga razón, señora Jarvis —dijo Sally con una sonrisa triste—. Y no
debía quejarme, pues usted y el señor Jarvis son muy buenos con nosotras.
—¡El cartero!
Sally salió corriendo de la cocina y encontró tres cartas. Dos de ellas estaban
dirigidas al señor Jarvis y la tercera era para Anne.
Sally volvió a toda prisa a la cocina, y le entregó a la señora Jarvis sus cartas.
—¿Estás seguro?
—Estoy segura de que deben ser muy ricos, si viven en la Plaza Berkeley —
observó Marigold—. No pidas un salario muy bajo.
—Le agradezco mucho que haya venido a verme, señorita Granville —dijo—.
Tenga la bondad de sentarse, porque voy a explicarle qué es lo que necesito.
—¡Eso es espléndido! Desde luego, debo añadir que tendrá también que
escribir las cartas de mi madre. Ella insiste en que toda su correspondencia
sea escrita a mano, considera de mala educación mandar cartas escritas a
máquina.
Anne se sintió aliviada. Ella sabía escribir a máquina, pero no tenía mucha
práctica.
—Es muy difícil explicarle todo lo que mi madre esperará de usted —continuó
diciendo lady Catherine—. Recibe bastantes visitas y sin duda le pedirá que
sirva el té y cosas parecidas. Sus habitaciones están en el primer piso, y allí
recibe a sus visitas.
—¡Magnífico! Vayamos entonces a verla. ¡Oh, hay otra cosa! ¿Qué sueldo
querría cobrar?
Después de entrar por una puerta situada en el primer piso, Anne se encontró
en la habitación más extraordinaria que había visto en su vida. Había muchos
objetos de arte.
También había varias fotografías sobre un mantón de seda bordado con flores
multicolores. Las paredes estaban completamente cubiertas con fotografías,
retratos en óleo, acuarelas y grabados.
Las sillas y los sofás, todos de estilo antiguo, estaban tapizados con una tela
de flores.
Anne miraba todo asombrada y, al llegar a otra puerta lady Catherine se
volvió sonriendo hacia ella.
Lady Catherine avanzó y Anne vio una enorme cama con dosel; en el centro
de la cual, sentada entre numerosas almohadas, se encontraba la duquesa de
Cheyn.
La cama estaba cubierta con una colcha de raso de color violeta oscuro. La
duquesa tenía puesto un camisón de terciopelo del mismo color.
—Te dejo con la señorita Granville para que hables con ella —intervino lady
Catherine—. Puedes tocar el timbre cuando me necesites.
—Estaré pendiente del timbre esta vez, mamá —insistió lady Catherine.
—Siéntese, señorita Granville —dijo la duquesa, indicando una silla que había
junto a la cama y Anne obedeció—. Así que usted quiere ser mi dama de
compañía. ¿Por qué?
—Me temo que no estoy preparada para desempeñar otro tipo de trabajo.
—¿Por qué no? ¿No fue bien educada? ¿En dónde estudió?
—En casa. Tuvimos primero una institutriz y después fue mi padre quien se
encargó de nuestra educación. Pero creo que ésta no fue muy práctica.
—A mí me parece mucho más sensato de la que se imagina. ¿Quién era su
padre y dónde vivía usted?
—¿Quiénes vinieron?
—No. Hemos venido a buscar trabajo —la corrigió Anne con dignidad.
—Es usted muy bonita, niña. Se casará muy pronto. ¿Está enamorada?
—Pero lo estará. No me diga que los hombres no corren detrás de usted con
esa preciosa cara que tiene. ¿Cómo son sus hermanas?
—Sally tiene alguna idea sobre lo que desea hacer, pero no nos quiere decir
de qué se trata —contestó Anne—. Tendrá éxito porque ella siempre consigue
lo que quiere.
—No creo que le guste el trabajo y le resultará difícil llevarse bien conmigo.
Detesto a la gente servil y lisonjera, pero creo que usted no es así.
—Si quiere trabajar aquí, será mejor que empecemos enseguida, antes de que
se case.
—No existe la menor posibilidad de eso en mucho tiempo —contestó Anne con
una sonrisa.
—A las nueve y media. Y no llegue tarde. Quiero dictarle algunas cartas antes
de que lleguen los médicos. Y una nunca sabe a qué hora vendrán.
—No debía darme las gracias. Las jóvenes modernas esperan que yo les dé las
gracias a ellas. Es usted anticuada, querida mía. Ya cambiará si se queda en
Londres algún tiempo. Buenos días.
Marigold entregó la carta de Peter a una joven con aire de superioridad, que
vestía un elegante traje de color gris claro, y esperó en el vestíbulo de la
tienda de Michael Sorrell, mientras aquélla llevaba la carta a la señorita Sloe.
La amplia escalinata estaba cubierta con una alfombra gris, por la que subían
y bajaban atractivas jóvenes vestidas también de color gris claro.
Pasaron diez minutos antes de que la muchacha a la que había dado la nota
bajara corriendo por la escalera.
—La señorita Sloe desea recibirla —le dijo—. Venga por aquí, por favor.
Hubo una pausa, hasta que la mujer sentada ante el escritorio levantó la vista.
Marigold advirtió que era muy atractiva.
—En ella me dice que desea usted ser modelo. ¿Tiene experiencia?
—¡Qué pena! —exclamó—. Sin embargo, creo que tiene las medidas
adecuadas. ¿Quiere levantarse, por favor?
—No puedo garantizarle que se vaya a quedar con nosotros por tiempo
indefinido —continuó diciendo Nadine—. Aquí esperamos de nuestras
modelos un algo nivel de eficacia. Le pagaremos siete libras y diez chelines a
la semana, para empezar. Su horario será de nueve de la mañana a seis de la
tarde.
—El próximo lunes. Será mejor que esté aquí un poco antes de las nueve.
Pregunte por Madame Marie. Ella está a cargo de las modelos.
—Espero que le guste trabajar con nosotros —dijo con cortesía, pero con
frialdad—. Supongo que verá a Peter, ¿no? Dígale que siempre haré todo lo
posible por complacer a un viejo amigo.
David pareció muy satisfecho; se disculpó por no haberlas ido a ver antes.
—Bueno, David, nos veremos esta noche —dijo Marigold con cierta
brusquedad—. Hasta luego.
Estaba de muy buen humor esa noche cuando David fue a verla. Peter
también había llegado para conocer el resultado de su carta.
Marigold y Anne deseaban hablar sobre sus nuevos empleos; Marigold fue la
que empezó. Describió con exageración su entrevista con Nadine, para
hacerla parecer emocionante.
—Estoy segura de que nadie puede ser malo con Marigold —intervino Sally y
David le sonrió.
—Sí, eso es lo que queremos oír —exclamó Marigold—. Sally ha estado fuera
todo el día, así que no hemos podido preguntarle nada. ¡Vamos, Sally, dinos
qué ha pasado! ¡No más secretos!
—¿Por qué no nos lo dijiste? ¿De qué se trata? ¡Anda, Sally, háblanos de ello!
—A mí siempre me han gustado los niños —empezó a decir Sally—, así que
decidí buscar un trabajo relacionado con ellos, pero no fue tan fácil como yo
pensaba.
Les contó que había ido a varias guarderías, pero en ninguna de ellas
necesitaban empleadas. Entonces fue a una agencia especializada en
proporcionar niñeras e institutrices.
—Le agradecería mucho, señora Bellows —dijo—, que en una semana o dos
me consiguiera otro empleo. No puedo permitirme el lujo de dejar de trabajar.
—Gracias.
—Parece que se trata de una niña difícil. Tal vez una persona joven podría
entenderse mejor con ella —insistió Sally.
—El señor Dunstan volverá de París este fin de semana. Mientras tanto… —Se
detuvo—. No creo que esto funcione, señorita Granville. ¿Sabe usted? Éste es
uno de los puestos más difíciles que tenemos.
—No, nunca he oído hablar de él. Me imagino que es un hombre muy rico.
La niñera tenía mucho que decir y pasaron algunos minutos antes de que la
señora Bellows pudiera hablar.
—Sí, ahora mismo… sí, lo siento mucho. Desde luego… llamaré al señor
Dunstan tan pronto como regrese.
—La niñera está muy alterada porque la señorita Harris se marchó de este
modo. ¿Puede ir ahora mismo?
—Sí —había respondido Sally—, pero hay una cosa que debía haber explicado
antes. No me puedo quedar allí por las noches.
Sally entró en una amplia habitación muy bien iluminada, decorada como
cuarto de niños. Había grandes ventanales que daban al parque y muchos
juguetes.
Una mujer de cabello gris, la niñera sin duda alguna, estaba sentada en un
sillón junto a la chimenea. Una niña estaba de rodillas en una silla mirando
por la ventana.
Elaine no se movió.
Elaine no se movió.
—Vamos, Elaine, tú sabes que es la hora de dar clase. Sé una niña buena con
la señorita Granville. Acaba de llegar.
—No se preocupe, Nanny —dijo con calma Sally a la niñera—. Supongo que
Elaine, en estos momentos, no está de buen humor.
—Señorita Granville, espero que usted sepa cómo tratarla —dijo—. Las voy a
dejar solas, para que se hagan amigas. Si me necesita, sólo tiene que tocar el
timbre.
—No —respondió Sally—. Por eso mis hermanas y yo tuvimos que venir a
Londres, a buscar trabajo para ganar dinero.
—No —replicó Sally—. Me gustaría cuidar niños en una guardería. Pero como
no he conseguido ese tipo de empleo, decidí aceptar éste, para ver si me
gustaba.
—Acabo de verla. Es una mujer pobre y vieja, y creo que está enferma. A mí
me gustaría tener mucho dinero para darle bien de comer y comprarle ropa
bonita. Sería entonces una persona muy deferente. El ser pobre hace miedosa
a la gente. Temen quedarse sin hogar y sin comida; temen que la gente rica
les trate mal.
—No. Pero yo soy joven y me puedo ganar la vida de muchas formas. Además,
hace poco que soy pobre. Mi padre me daba antes todo lo que yo necesitaba.
Sólo cuando murió, empezamos a carecer de dinero.
—¿Sabes? —dijo Sally—. Entiendo muy bien por qué no quieres dar clase. Una
vez yo tuve también una institutriz. Iba a la casa a enseñarnos a mis dos
hermanas y a mí. Era muy vieja y muy irritable. Un día mi hermana Marigold
dijo que ella ya no quería estudiar con la institutriz, así que mi padre la
despidió y decidió darnos clases él mismo. Pero primero hizo que las
deseáramos.
—Al principio no hizo nada, pero después empezó a hablarnos sobre la India y
nosotras nos echamos a reír porque no había sido una clase como las que nos
daba la institutriz. Al otro día teníamos que salir de compras. Papá nos hizo
pasar buena parte de la mañana calculando cuánto dinero íbamos a gastar.
Sumamos, restamos y multiplicamos y nos dijo que aquélla era nuestra
primera clase de aritmética.
—No. En lo único que mi padre era muy exigente era en nuestra forma de
escribir y en la ortografía. Cuando escribíamos, insistía en que lo hiciéramos
con letra bonita y sin ninguna falta.
—Te diré lo que vamos a hacer —había respondido Sally—. Todas las
mañanas, antes de que yo llegue, mirarás los periódicos y harás una lista de
las cosas, los lugares o acontecimientos que despierten tu curiosidad y de los
que quieras aprender algo. Si no encuentras los libros necesarios para
resolver tus dudas en la biblioteca de tu padre, iremos a la biblioteca más
cercana. ¿Te parece bien?
—Sí, pero en ese caso, tal vez yo ya no quiera venir. No me gusta la gente que
grita.
—Está bien, lo intentaremos. Aquí tienes el periódico. Mira a ver si hay algo
que te interese y trataremos de averiguar todo lo posible sobre el asunto.
Recuerda, sin embargo, que si no puedo enseñarte me tendré que ir. Lo
entiendes, ¿verdad?
Aun después de esta conquista inicial, las cosas no habían sido fáciles. Elaine
era grosera con los criados, discutía con su vieja niñera y, en muchos
sentidos, era una niña muy desagradable.
Sally había contado a los demás lo ocurrido. Ellos se rieron, pero David la
miró con admiración, ya que comprendía, más profundamente que los otros,
lo que había logrado.
—Mi padre me la enseñó, desde luego. Decía que todo el mundo tiene alguna
debilidad y que la mejor forma de llevarse bien con todos es conocerla.
—Sí —contestó Peter—. Quieres sacar a la vida lo más posible, sea bueno o
no. Ésa es la diferencia entre Sally y tú.
Miró a David, como si esperara que él saliera en su defensa, pero esta vez le
falló. Estaba muy serio, pensando en lo que Sally había contado.
Capítulo 3
—¡Papá está aquí! —gritó emocionada—. Volvió anoche de París. Está furioso
con la señorita Harris pero le dije que la prefiero a usted como institutriz.
Papá quiere hablar con usted ahora por la mañana.
La niñera de Elaine era muy anciana; de hecho, le había confesado a Sally que
tenía más de sesenta años.
Quería a Elaine como había querido a su madre, de quien también había sido
niñera, pero era ya vieja para trabajar, y estaba demasiado cansada para
exigir a los criados que atendieran bien a la niña.
El señor Dunstan tenía también una doncella, una criatura joven y frívola que
se pasaba buena parte del tiempo riendo y coqueteando con Thomas, el
lacayo. La cocinera era una mujer caprichosa, que nunca consideraba que la
puntualidad o la limpieza fueran elementos importantes del servicio
doméstico.
—La cocinera dice que Nellie es una muchacha ligera de cascos —dijo Elaine
a Sally una mañana—. ¿Qué quiere decir eso?
Sally estaba de acuerdo con la cocinera, pero consideraba que no debía hacer
ese tipo de comentarios a Elaine.
Después de llevar unos cuantos días en la casa, tenía ya una larga lista de
cosas que deseaba discutir con el señor Dunstan a fin de mejorar la clase de
vida que llevaba Elaine. Sin embargo, sabía que no debía abrumarle con todos
los problemas domésticos que necesitaba resolverse en la primera entrevista
que tuviera con él.
Todos decían que tenía un gran cariño a su hija, sin embargo, le parecía
inadecuado dejarla a merced de los criados. Interrogándola investigó sobre
otros familiares de la niña.
—¿Y tu mamá? —preguntó Sally con gentileza—. ¿No tenía ella hermanos o
hermanas?
—La quiero mucho, señorita Granville. Nunca había dejado que ninguna
institutriz me besara. Pero a usted la quiero mucho.
Desde aquel día, Elaine besaba a Sally cuando llegaba y cuando se marchaba.
Sin embargo, esa mañana estaba tan excitada con la noticia de la llegada de
su padre que olvidó hacerlo.
—¡Oh, qué tonta he sido! —exclamó Elaine—. Debí haber hecho una lista
sobre sus nombres, más tarde le preguntaré a papá.
Sally miró a Elaine y comprendió. La niña tenía ya diez años, era demasiado
mayor para jugar con muñecas. Ésa era otra cosa que el señor Dunstan no
parecía comprender. Sally miró a su alrededor, observando los magníficos y
caros juguetes que allí había.
—¡Oh, señorita Granville, qué gran idea! Se lo voy a decir a papá. ¡Lo haré
hoy mismo!
—No, no tan pronto. Sería muy cruel, cuando acaba de traerte esa preciosa
muñeca de París. Sin embargo, poco a poco, le iremos metiendo en la cabeza
que te estás haciendo mayor y que ya no necesitas juguetes.
—Está bien —aceptó Elaine de mala gana—. Pero ¿cuánto tiempo tengo que
esperar? ¿Hasta mañana?
—No, Elaine. Será mejor que esperes aquí hasta que vuelva. Busca en el
periódico lo que vamos a investigar mañana. A menos que puedas recordar
los nombres de las personas que venían con tu padre.
—No tardaré —prometió Sally con una sonrisa y siguió a Thomas hacia el
despacho del señor Dunstan.
Era un hombre alto, fuerte y mucho más joven de lo que Sally había
imaginado.
—Buenos días, señorita Granville —dijo Robert Dunstan—. Siéntese, por favor.
—Tengo entendido —empezó Robert Dunstan—, que fue usted muy bondadosa
al acudir aquí en el acto a ocupar el puesto de la señorita Harris, quien actuó
de forma indebida al marcharse como lo hizo.
—No esperará que me sienta complacido de que se haya ido dejando sola a mi
hija —protestó Robert Dunstan.
—No se quedó sola. Nanny cuida bien de la niña, y me temo que tuvo la culpa
de que señorita Harris se fuera.
—Sí. Elaine fue muy grosera con ella. La mujer no estaba bien de salud, y
tengo entendido que discutieron muchas veces.
—No le pedí que viniera aquí, señorita Granville, para hablar de la señorita
Harris, sino de Elaine. Tengo entendido que se entiende usted muy bien con
ella. Mi hija habla con gran entusiasmo de usted.
—Me alegra oír eso. Pero ¿se da cuenta de que la niña está muy mal educada?
Sally no había pensado hablar con tanta sinceridad, pero la arrogancia del
señor Dunstan la molestaba.
—Y está suponiendo, según presumo, que la mayoría de las mujeres que han
ocupado su puesto no me lo han dicho.
—Nunca había sido institutriz, pero he tenido cierta experiencia con los niños
y con personas de muchas edades —contestó Sally, ruborizándose.
—¿Debo entender que, mientras tanto, desea usted que siga enseñando a
Elaine como le he estado haciendo? —observó Sally.
—¿Cómo le fue con papá? Tardó muchísimo. ¿De qué hablaron? Mis otras
institutrices se limitaban a decir «sí» a todo. Yo escuchaba detrás de la puerta
y ellas no decían jamás otra cosa.
—No debes escuchar nunca detrás de las puertas, Elaine —protestó Sally.
Había quedado con Marigold en la parada del autobús. Tuvo que esperar un
cuarto de hora.
Estaba muy guapa con un vestido nuevo. Era un modelo de Michael Sorrell,
que había podido adquirir a bajo precio porque tenía un pequeño fallo.
—¡Hoy ha sido un día muy emocionante para mí! Michael Sorrell entró
cuando estaba pasando uno de sus vestidos de noche y se mostró muy
complacido conmigo y me preguntó mi nombre. Cuando Nadine le dijo que
estaba a prueba, él contestó que me quedaría fija, porque diseñaría vestidos
que combinaran con mi cabello. Si las miradas mataran, la que me dirigió
Nadine en ese momento me hubiera dejado muerta.
—¡Oh, Marigold, ten cuidado! ¿No crees que esa mujer podría hacerte daño?
—exclamó Sally preocupada.
—¡Oh, no es para tanto! Pero me odia. Debe estar muy enamorada de Peter…
me gustaría que él me hablara de ella. Aunque el propio Peter es todo un
misterio, ¿no te parece? Y Nadine es tan misteriosa como él. Ni siquiera las
modelos que llevan varios años trabajando allí saben algo acerca de ella. No
tiene más de treinta años y, sin embargo, ocupa un puesto de mucha
responsabilidad. Michael Sorrell se limita a diseñar. Es Nadine la que se
ocupa de las cuestiones económicas.
—¿No será sólo tu imaginación la que te hace pensar que la señorita Sloe te
detesta?
—Esta noche —contestó Marigold—. Le había prometido cenar con él, pero
Peter me invitó a visitar un nuevo restaurante que ha descubierto. Anne y tú
podéis cenar con él.
—Lo hice esta mañana —contestó Sally y le contó todo sobre su entrevista.
—¿Cómo lo sabes? Todos los hombres son iguales en lo que a las mujeres se
refiere. Sólo deseo la oportunidad de conocer a los ricos. Sé buena conmigo,
Sally.
—Te vas a llevar una desilusión —le advirtió Sally, pero Marigold no la hizo
caso.
El autobús estaba lleno de gente y hacía calor. En las calles todos andaban
deprisa de un lado a otro, con gesto malhumorado. Sally sentía que aquel
ambiente la ahogaba.
—Los amigos de la duquesa son demasiado viejos para Anne —contestó Sally.
Tenía más cultura e inteligencia que sus dos hermanas, sin embargo, no
poseía la personalidad de Marigold, no la espontánea cordialidad de Sally,
que la hacía conquistar amigos en todas partes.
Anne era tranquila, dulce y soñadora. Hacía mucho tiempo que había
planeado la clase de vida que deseaba, y su deseo de casarse con un duque
reflejaba su anhelo de vivir en el mundo romántico de sus sueños.
Las muchachas podían coger los libros que quisieran y Anne se había
deleitado con los libros de historia.
Fue una gran desilusión para ella, por lo tanto, descubrir que los personajes
de la nobleza ya no podían mantener espléndidas fincas.
—¡Mire los sueldos que pagamos! —exclamó—. Cuando me casé, las doncellas
se sentían felices de ganar ocho libras al año y podíamos elegir a las mejores
chicas del condado. ¡Ocho libras al año! Ahora, una chiquilla de catorce años
que acaba de salir de la escuela, desea por lo menos cinco libras a la semana.
¡No sé adónde vamos a llegar!
Al principio, Anne pensó que la duquesa era muy tacaña al prestar tan
cuidadosa atención a las cuentas, pero pronto se enteró de que los impuestos
estaban acabando, lenta e inexorablemente, con la fortuna de esas familias, la
cual, en el curso del tiempo, desaparecería.
Desolada, se enteró de que Cheyn Hall, la casa señorial que había pertenecido
a los duques de Cheyn durante cinco siglos, estaba cerrada.
—No podemos permitirnos el lujo de vivir allí —dijo la duquesa con amargura
y añadió—: No podemos permitirnos el lujo de vivir. Debíamos vender esta
casa, y mis hijos lo harán en cuanto yo muera. Lo cierto es que vivimos aquí
gracias a que mi yerno paga los impuestos. Afortunadamente, una de mis
hijas tuvo sentido común y se casó con un hombre de negocios, un fabricante
de cerveza.
—Sí, son los únicos que me quedan vivos —contestó la duquesa—. Adrian y su
esposa se mataron en un accidente automovilístico hace diez años, y John, el
más pequeño, se mató al caerse de un pony, cuando todavía era un niño. ¡Dios
mío, como pasa el tiempo! Si John hubiera vivido, tendría cuarenta años.
Él había llegado por la tarde, cuando ella fue a la biblioteca a cambiar los
libros de la duquesa. Cuando volvió oyó voces en la salita y supuso que él
debía haber llegado ya a la casa.
—¡Ah, por fin ha llegado usted, señorita Granville! —exclamó la duquesa con
voz aguda—. Hemos estado esperándola, para que sirva el té.
Al acercarse a la duquesa vio que alguien más estaba sentado cerca de ella,
en una silla de respaldo alto.
Aunque se preguntó por qué no se levantaba; pero luego comprendió. Vio las
muletas y la expresión de amargura de su rostro.
—¿No puede hacerse nada por él? —preguntó a la duquesa con voz
apasionada.
—Hemos hecho todo lo humanamente posible —contestó la duquesa y añadió
—: algunas veces, cuando veo a Stebby sufrir tanto, pienso que tal vez habría
sido mejor que hubiera muerto.
—¡Esos días nunca llegaron! Ahora no hay nada que heredar, o muy poco.
Hubo que vender la mitad de la finca para pagar impuestos y derechos
testamentarios. Cuando Stebby muera, Henry sólo heredará la casa.
Era evidente que la duquesa no quería hablar más de su familia, era un poco
extraño, porque cuando se ponía a hablar de sus hijos, de sus amigos o de
tiempos pasados, no parecía cansarse nunca.
—Estás muy seria hoy —comentó Sally cuando Anne llevaba ya casi un cuarto
de hora en la casa y se había sentado a escuchar la animada conversación de
Sally y de Marigold, sin participar en ella.
Anne no dijo nada hasta que Marigold bajó a buscar algo y entonces contó
brevemente a Sally todo lo referente al duque.
—¡Pobre hombre! —exclamó Sally—. ¡Es terrible para él, pero deber serlo
también para su madre! Quizá tú podrías ayudarle.
—¿Cómo? —preguntó Anne—. Además, para ser sincera, debo confesarte que
no lo quiero hacer. Es terrible de mi parte, Sally, pero no soy como tú. No me
gusta la gente que está enferma. Pero ésa es la verdad. Quiero un mundo
donde todos estén sanos y felices.
—Era diferente para papá —observó Anne con impaciencia—. Él no era como
nosotras… a él todo le parecía maravilloso. Encontraba bondad y belleza en
todas partes.
Sally no dijo nada, pero abrazó con cariño a Anne. Acababan de separarse
cuando se abrió la puerta. Era Marigold. Llevaba una jarra de leche en la
mano y Peter la seguía de cerca.
Sally se volvió para saludar a Peter y le miró asombrada. Parecía una persona
diferente con aquel elegante traje de color gris.
Sally pensó que la ropa informal que Peter usaba siempre no iba con su estilo.
Peter era alto y de anchos hombros, y vestido con traje tenía un aspecto muy
distinguido.
—Lo bastante rico como para invitarte a una buena cena —contestó él.
—¡Maravilloso!
—¿Cómo no habías traído esto antes? ¡Y pensar que hemos tenido que ir en
autobús! ¿Por qué lo guardas como un secreto?
—Por razones muy personales —contestó Peter.
Pasaron unos minutos más antes de que él parara en lo alto de una colina, en
un mirador que dominaba el valle.
Ninguno de los dos habló durante un rato, hasta que al fin Marigold rompió el
silencio.
—¿De qué?
—De nosotros.
Peter deslizó un brazo sobre el respaldo del asiento, detrás de los hombros de
Marigold.
—Mírame, Marigold.
Ella hizo un ligero gesto, como si fuera a obedecerle, pero volvió la cabeza
hacia otro lado.
—¡Tienes miedo!
Ella se echó a reír con evidente nerviosismo.
—Volvamos ya. He disfrutado mucho del paseo, pero tengo que levantarme
mañana muy temprano y debo acostarme pronto. Regresemos, Peter.
Él se opuso.
—Puedo adivinarlo.
—¡No te voy a soltar! —dijo él—. No dejaré que te vayas. Voy a casarme
contigo, Marigold.
—¡Estás loco!
Peter contestó:
—Muy bien. Voy a soltarte, con una condición: quiero que me mires a los ojos
y me digas que no me quieres. Haz eso y te llevaré en este mismo momento a
casa y no te molestaré más.
—Suéltame primero.
Volvió la cabeza, le miró a los ojos, pero no pudo decir nada. Por un momento
ambos se miraron, conscientes de la mutua atracción que existía entre ellos.
—¡Oh, Peter!
—¡No me hagas amarte! ¿No te das cuenta de que eso sería imposible? ¡No
puedo casarme contigo! ¡No puedo casarme con alguien que sea pobre!
Necesito tener dinero. Si me haces amarte ahora, te odiaré más tarde por
ello. ¡Suéltame, Peter, déjame que me vaya, por favor!
—¡Claro que es importante! ¿No entiendes, Peter? ¿No te das cuenta de que
si me caso contigo siempre lamentaré que no puedas darme las cosas que
tanto deseo? Con el tiempo te odiaría. ¿Para qué hacer que la vida sea
desagradable? —contestó Marigold con voz quejumbrosa.
—¡Nenita tonta! —dijo con suavidad—. ¿Crees que el dinero puede comprarte
esto…?
Le puso la mano bajo la barbilla y volvió a besarla; esta vez con brusquedad.
Sin decir una palabra más, puso en marcha el coche y llevó a Marigold a su
casa.
Marigold bajó a toda prisa del coche, como si quisiera escapar del hechizo
que él ejercía sobre ella. Cerró con brusquedad la puerta del coche, sacó su
llavero y metió la llave en la cerradura de la puerta.
Sally descubrió que Elaine iba mostrándose menos reservada con respecto a
su madre.
Sin duda, ella tenía un extraño complejo. Se negaba a oír hablar de madres o
de niños y eso la había alejado de los pocos amigos de su propia edad con
quienes podía jugar.
Sally se propuso derribar la barrera que impedía a Elaine ser una niña
normal. Fue difícil lograrlo, porque Robert Dunstan no era un padre normal.
Elaine tenía una gran inteligencia y sabía adoptar una actitud de crítica
respecto a la gente que la rodeaba.
Poco a poco Sally se dio cuenta de que Elaine repetía comentarios que se
suponía que había hecho Robert Dunstan, pero que resultaban demasiado
exagerados para ser verdaderos.
—Un hombre vino anoche a ver a mi papá —anunció Elaine cierta mañana—, y
le preguntó si tenía joyas. «Ésa es mi joya», contestó papá, señalándome a mí.
Sally comprendió que la niña tenía que inventar esas cosas para probarse a sí
misma que su padre la quería.
Decidió tener una entrevista con Robert Dunstan, pero durante más de una
semana él evitó su presencia, hasta que una mañana volvió temprano a casa y
se encontraron en el vestíbulo cuando él salía del ascensor. A Robert Dunstan
le costó trabajo reconocerla, y cuando Sally le pidió que hablaran para
concretar los asuntos que habían dejado pendientes, él se disculpó aduciendo
que tenía demasiado trabajo ese día.
Sally pasó el día tratando de conseguir que las clases de Elaine fueran
originales e interesantes. Aún quedaba una tarea por realizar, y aunque ya
estaba cansada, decidió, después de tomar el té, preparar los juguetes que
pensaban mandar a un hospital infantil. Como había perdido las esperanzas
de poder discutir el asunto con el señor Dunstan, confió en la palabra de
Elaine, quien le aseguró que su padre no se opondría a la idea.
Elaine y ella se dedicaron a preparar las cosas. A las cinco en punto llegó la
furgoneta del hospital y se llevó todo. Elaine lanzó una exclamación al ver que
el salón había quedado casi vacío.
—Tenemos más espacio para movernos —contestó Sally—. ¿Dijo tu padre que
podíamos comprar el escritorio que necesitas?
—Le dije algo sobre eso —contestó Elaine y añadió después con franqueza—:
pero no creo que se haya enterado.
—Hola, papá —exclamó Elaine—. ¡Qué bien que has venido a verme!
—¿Es verdad que has regalado tus juguetes? Bates me ha dicho que vino una
furgoneta de un hospital infantil a recogerlos.
—Así es —contestó Elaine—. Soy demasiado mayor ya para jugar. Quiero que
me regales un escritorio, papá. Esta habitación no será el cuarto de los niños,
sino el salón de clases.
—¡Vaya! —Robert Dunstan parecía más serio que nunca—. ¿Y de quién es esa
idea?
—Pensé que Elaine ya le había pedido autorización para regalar sus juguetes.
De cualquier modo, ya es demasiado mayor para ellos.
—Siéntese, señorita Granville. Creo que lleva usted ya tres semanas siendo la
institutriz de Elaine —dijo el señor Dunstan—. Lamento mucho que mis
negocios me hayan impedido discutir varios aspectos de la educación de mi
hija. Ahora puedo prestar atención a la educación de la niña.
—No creo que Elaine se porte como una niña mayor —protestó Sally—. En
realidad, pienso que es demasiado infantil para su edad.
—¡No estoy de acuerdo con usted, señorita Granville! Elaine es una niña y se
le debe permitir disfrutar como tal. Y se sentirá muy feliz, como lo ha sido
siempre, entre todos los juguetes que les gustan a los niños.
—A los niños pequeños sí —observó Sally—, pero no a los niños de la edad de
Elaine. Sabe mucho menos que los chicos de su edad, pero aprende todo con
rapidez. Creo que se le debe dar la oportunidad de desarrollar su inteligencia
como es debido.
—No estoy de acuerdo en modo alguno con usted, señorita Granville. Y, como
Elaine es mi hija, mis ideas deben predominar sobre las suyas.
—No exactamente, señorita Granville. Quiero que Elaine sea educada como
cualquier otra niña, que esté interesada en las cosas propias de su edad.
Quiero que sea una niña normal. ¿Está eso claro?
—Ésa es la única cosa que nunca ha tenido oportunidad de ser —replicó Sally
con decisión—. ¿Tiene idea de cómo es la vida de Elaine? ¿Sabe cómo se le
trata cuando no está usted aquí? Creo que Elaine es la niña más solitaria, el
caso más patético de una criatura desatendida que he encontrado en mi vida.
—Quería hablar con usted, señor Dunstan, porque creo que una cosa
realmente buena para Elaine sería que fuera a la escuela. Debe tener la
compañía de niños de su propia edad. Ha estado tan desatendida, que, para
lograr un poco de seguridad y confianza da salida a todas sus emociones. Me
da mucha pena Elaine.
—Señorita Granville, ha sido usted muy franca —dijo con sequedad, volviendo
hacia su escritorio—. Ha expuesto muy bien su punto de vista, pero no me ha
convencido.
—Se niega a ir a casa de otros niños, o a que ellos vengan aquí, porque los
demás tienen madre y ella no.
—Entiendo muy bien, señor Dunstan —repuso con voz tranquila—. Lo siento
por Elaine. Quiero mucho a la niña y creo que ella a mí.
Extendió la mano, pero Sally no se la dio. Se sentía tan furiosa que cuando se
disponía a retirarse, se dio cuenta de que estaba temblando.
Sally la abrazó.
—Déjame ver al dibujo que has hecho —dijo, tratando de hablar con
naturalidad.
—¡Aquí está! —exclamó Elaine con orgullo.
Sally nunca había pensado que media hora pudiera durar tanto. Cuando por
fin llegó la hora de irse, abrazó a Elaine.
—Has sido muy buena hoy —dijo—. Trata de recordar todas las cosas que te
he dicho… sé buena con la gente… nunca seas grosera.
—Soy tan buena, que merezco un premio —repuso Elaine riendo. Cogió a
Sally del brazo y la acompañó hasta el ascensor—. Como papá ha llegado
temprano, tal vez tenga tiempo de hablar conmigo esta noche.
Sally salió corriendo del lujoso edificio donde había encontrado y perdido su
primer empleo y volvió a casa. La señora Jarvis se dirigió a ella cuando abrió
la puerta.
—Hola, Sally.
—Supongo que puede hacer lo que quiera con su propia hija. Pero… yo había
logrado que mejorara mucho.
—Es una pena que así haya sido. Éramos más felices de niños.
El tono de su voz era tan poco agradable que Sally la miró sorprendida.
—¡Pobre Anne! —exclamó Sally—. Parece que ha sido un día malo para todos.
—¿He oído bien? —preguntó—. ¡Qué fastidio! Iba a preguntarte si podía dejar
de pagar mi parte de la renta en las próximas tres semanas. Necesito
comprarme un vestido de noche.
—Me han invitado a una fiesta que ofrece Ben Barlow el próximo viernes.
Sally no dijo nada. Esa mañana había visto a Marigold enfadada, pero ahora
se daba cuenta de que era algo más que un enfado.
Eran las siete y media y Marigold aceptó salir a cenar con David. No parecía
muy entusiasmada con la idea, pero David, en cambio, estaba muy contento.
—He ganado una apuesta —dijo—. No ha sido una fortuna, pero me permite
invitarte a un lugar elegante. ¿Qué te parece el Berkeley Grill?
—Llévame a cualquier lugar, menos allí —replicó Marigold.
—He estado pensando —dijo Anne—, que los Jarvis podrían dejarnos instalar
una cocina eléctrica en ese pequeño cuartito que hay en lo alto de la escalera.
Si pudiéramos cocinar allí, no tendríamos que salir todas las noches.
—Tú siempre estás pensando en todo —comentó Anne sonriendo—. Creo que
ya es hora de que te ayudemos un poco, Sally.
—¡Es una espléndida idea! —repitió Sally con entusiasmo—. Hablaré con la
señora Jarvis por la mañana. Ahora vamos a cenar.
—¿Puedes imaginar cómo será esta noche en St. Chytas? —preguntó Sally—.
¿No lo echas de menos, Anne?
—Estoy segura de que no pasará mucho tiempo sin que encuentre algo —
asintió Sally, con más confianza de la que en realidad sentía.
Cuando volvieron a casa oyeron voces y risas al pasar frente al bar de los
Jarvis.
Estaban casi en la puerta cuando Sally vio una pequeña figura que esperaba
fuera. La miró fijamente y lanzó una exclamación.
Sally vio que tenía los ojos hinchados y enrojecidos de tanto llorar.
Por fin Elaine se tranquilizó un poco. Sally se sentó en un sillón, con Elaine en
brazos, mientras Anne le preparaba un zumo de naranja.
Elaine obedeció.
—La quiero mucho, señorita Granville —dijo—. La quiero más que a nadie en
el mundo.
—Tuve que hacerlo —contestó Elaine—. Cuando usted se fue, entré a ver a
papá. Parecía enfadado y hablé con él. Quería ponerle de buen humor, pero
después de unos segundos me dijo: «Elaine, espero que no te importe mucho,
pero he decidido que sería mejor que la señorita Granville no siguiera
viniendo». Yo le miré y, al preguntarle el motivo, me contestó: «Eres
demasiado pequeña para comprender. Pero buscaré alguien que venga a
enseñarte, una persona agradable y sensata que te gustará mucho». Le
contesté enseguida que yo no quería a nadie más que a la señorita Granville.
«Lo siento, Elaine», repuso él enfadado, «pero la señorita Granville no seguirá
viniendo. La he despedido ya». Cuando dijo eso, creí volverme loca.
Elaine se tapó el rostro con las manos y continuó diciendo en voz baja:
—Grité y grité. Empecé a tirar cosas. Le dije a papá que le odiaba… que a la
única persona en el mundo a quien quería era a usted.
—Sabía que usted se enfadaría conmigo por eso, pero no pude evitarlo. Mi
padre se puso furioso y tocó el timbre para que Nanny fuera a buscarme y me
metiera en la cama. Yo seguía llorando y tenía la voz ronca de tanto gritar.
Nanny se puso a llorar también y no dejaba de decir: «¡Mi pobre niña sin
madre!», una y otra vez, hasta que le dije que se callara que no quería una
madre, que la quería a usted.
Sally sonrió.
—Estás muy cansada —dijo con dulzura—. No hablaremos de esto ahora. Nos
quedaremos durante un rato y pensaremos en otras cosas.
—Elaine, no debes decir esas cosas —protestó Sally—. Por favor, no pensemos
por ahora en lo que vamos a hacer. Debes estar muy cansada. Te voy a
acostar en mi cama.
—Me gusta su cama, señorita Granville —dijo Elaine—. Pero ¿en dónde va a
dormir usted?
—Sólo estoy corriendo las cortinas, Elaine. No me iré. Sabes que no faltaría a
mi promesa.
Elaine pareció tranquilizarse y por fin se quedó dormida. Pero Sally y Anne
sólo se atrevieron a hablar cuando estuvieron seguras de que la niña dormía.
—¡Bien merecido lo tendría él! ¡Pobre criatura, no sabes qué pena me da!
—A mí también —contestó Sally—, pero creo que hay algo detrás de todo. El
señor Dunstan no está actuando de una forma razonable.
—No sería capaz de hacer una cosa como ésa, ¿o lo crees así?
—La verdad. Que Elaine llegó andando hasta aquí, que venía en un estado de
verdadera histeria y que se sentía muy desdichada. Dile que la he acostado y
que creo que lo mejor sería dejar todo para mañana.
—Está bien —asintió Anne—, pero espero que en tu próximo empleo, Sally,
trates con gente más o menos normal.
—El teléfono estaba ocupado —explicó—. Cuando hablé con el señor Dunstan
me dijo que había llamado a la policía y a no sé cuántas personas más. Lo
terrible del caso es que él no tenía tu dirección y a esta hora no podía
localizar a la señora Bellows.
—Bueno, le dije quién era yo, y que Elaine estaba a salvo. Parecía haber
estado preocupado por la niña.
—Le dije que Elaine estaba con nosotras y que era mejor que dejara todo para
mañana. Pero insistió en que quería verte ahora mismo. Así que darle la
dirección y viene hacia aquí.
—En ese caso, no hay nada que hacer —suspiró Sally—. Gracias por haber
hecho todo eso.
—No tienes que darme las gracias. Pero siento lo que está sucediendo. Es
bastante desagradable. ¿Quieres que me vaya a la calle mientras habláis?
—Será mejor que no sea grosero, o soy capaz de pegarle con algo.
—¿No crees que sería buena idea —sugirió Anne—, que yo bajara a esperarle?
Si llama, los Jarvis tal vez salgan a abrir. Y les parecerá extraño que
recibamos a un caballero a estas horas de la noche.
—Me quedaré detrás de la puerta —dijo Anne—. Y cuando oiga que se detiene
su coche, abriré y le traeré aquí. Me llevaré mi abrigo, porque ya hace frío.
Cogió el abrigo, se lo puso y al pasar junto a Sally le dio un beso en la mejilla.
—Me sentiría más satisfecha si lograra salirme con la mía, en lo que a Elaine
respecta —respondió Sally sonriendo.
—Entonces, trata de que así sea —aconsejó Anne—. Casi nunca fallas cuando
deseas algo.
Anne salió y Sally se quedó sola, esperando. Tuvo que esperar bastante
tiempo hasta que el señor Dunstan llegó.
Él entró en la habitación.
Como estaba muy nerviosa, Sally comenzó a hablar sin esperar siquiera a que
el señor Dunstan la saludara.
—Tendrá que hablar en voz baja, señor Dunstan, porque Elaine está
durmiendo al otro lado de estas cortinas —le miró y dijo—. ¿Quiere verla?
Robert Dunstan la miró por un instante, pero después sus ojos volvieron hacia
Sally.
—Sí —contestó Sally—. Estaba muy cansada, porque vino andando. Cuando
trató de decirme lo que había sucedido, se puso histérica. Pensé que lo mejor
sería que durmiera.
Sally pensó que parecía más humano. Su expresión no era tan dura como la
habitual. Parecía triste.
—Siento mucho todo esto, señor Dunstan. Me temo que usted pensará que es
por mi culpa.
—No sabía que una niña tan pequeña pudiera armar tanto jaleo —miró a Sally
un momento y luego sonrió—. Tengo muchas cosas que aprender de ustedes
dos, señorita Granville. ¿Cree que podrá perdonarme?
—¿Está seguro de que quiere que me quede? Yo sólo puedo enseñar a Elaine
a mi manera.
—Me basta con eso —contestó Robert Dunstan— un día trataré de explicarle,
si es posible, las razones de la actitud que adopté en el pasado… pero que no
adoptaré a partir de ahora.
Ella comprendió que el señor Dunstan tendría mucho que explicar. Él se puso
de pie.
—Creo que debo volver a casa. Tal vez será mejor que usted le diga a Elaine,
antes de que yo la vea mañana, que todo será como ella quiere.
—Yo no lo diría de ese modo —contestó Sally—. Le diré que si se porta muy
bien y se arrepiente de su conducta de hoy, podría quedarme un poco más de
tiempo con ella.
Robert Dunstan frunció el ceño.
—No quiero hablar ahora del asunto, pero creo que Elaine debe ir a la
escuela.
—Ya hablaremos de eso, señorita Granville —él miró hacia las cortinas—.
Perdóneme por mencionarlo, pero creo que Elaine me dijo, en cierta ocasión,
que usted vivía con dos hermanas. En ese caso, ¿no se quedará una de
ustedes sin cama esta noche?
—No hay ningún problema, señor Dunstan —dijo Anne—. Tenemos sacos de
dormir.
—¿Está segura?
Le dio la mano y salió a la calle. Ella vio que el chófer de Robert Dunstan le
esperaba junto al coche, y se disponía a abrir la puerta cuando él se volvió de
pronto.
Pensó que Rober Dunstan iba a decir algo más, pero él cruzó la acera y entró
en el coche. Sally cerró la puerta y subió corriendo por la escalera.
—Sí, tienes razón. Ahora me doy cuenta de ello. Mientras te fuiste a llamar
por teléfono, comprendí que había hecho que se enfadara porque me puse a la
defensiva desde el primer momento. De todos modos, debes reconocer que es
un hombre bastante raro.
—Sí —convino Anne—. Pero también muy distinguido y además muy apuesto.
No le imaginaba así.
—¡Qué mala suerte! Tengo tantas ganas de conocerle. Hubiera sido una
buena oportunidad de hacerlo —contestó Marigold y se estiró—. ¡Qué cansada
estoy!
—¡Oh, Marigold! ¡No me digas que has regañado con David! ¿Por qué?
—Los médicos no trabajan por dinero —repuso Sally—. Trabajan porque les
gusta aliviar el sufrimiento humano y ayudar a otros.
—Eso trató de explicarme David, pero no lo hizo de forma tan elocuente como
tú. ¡Qué tontos son los hombres! —exclamó Marigold con amargura.
Por un momento pensó que se trataba de Elaine, pero era Marigold, que
estaba llorando.
Capítulo 5
—La señora duquesa está muy bien para su edad —comentó Anne—, ¿por qué
está preocupado por ella?
—Era heredera de una gran fortuna. Mi padre, cuando se casó con ella tenía
todos sus bienes hipotecados, pero el suyo no fue un matrimonio de
conveniencia, ya que se amaron profundamente hasta el día en que él murió.
Mi madre había pagado todas las hipotecas, pero, como la mayor parte del
dinero de ella estaba en fideicomiso, no pudo tocar el capital, y la tierra tuvo
que venderse para pagar los impuestos que causó el testamento. A la muerte
de mi madre, lo que queda de su fortuna será dividida entre sus hijos; el que
tenga el título obtendrá la mayor parte.
—Por desgracia yo no tengo hijos. Considero muy justo que el hijo de Adrian
reciba su parte del dinero, porque él, algún día, cuando mi hermano Henry y
yo muramos, heredará el título. Mi madre, sin embargo, está decidida a
desheredar a Montague, a menos que se produzca una reconciliación entre
ellos… —El duque se detuvo—. Y yo quisiera que usted nos ayudara, señorita
Granville.
—Lo haré con mucho gusto —contestó Anne—. Pero ya sabe lo difícil que es la
señora duquesa.
—¡Claro que lo sé! —suspiró el duque—. Sin embargo, está muy encariñada
con usted. Cuando le hable de los viejos tiempos, como suele hacerlo, hágala
recordar cómo quería a Adrian. Tal vez eso ayudaría algo.
—Haré todo lo que pueda —prometió Anne—. Pero si hablo demasiado, tal vez
no sirva de nada. La duquesa suele llevarle a uno la contraria.
—¡Qué bien la conoce! Se nota que es usted una persona muy inteligente,
señorita Granville —exclamó el duque.
—No se lo diga —le advirtió el duque—. Ella sólo respeta aquello que no está
segura de poseer.
El duque la siguió con una mirada que expresaba su admiración, hasta que
desapareció de su vista.
—Lo siento mucho —dijo Anne—. Tuve que salir a hacer la compra y me
entretuvieron mucho en la tienda.
—¡Es ridículo! —Gruñó la duquesa—. ¿Por qué come tan poco? Ustedes, las
muchachas modernas, creen que es atractivo tener una figura como un poste,
pero estoy segura de que a los hombres no les gusta eso. Cuando yo era
joven, las mujeres tenían figuras femeninas, con curvas por todas partes. ¡Por
eso nos casábamos con más facilidad! Y puedo decirle una cosa; tener un
marido y un hogar es mucho más cómodo a la larga que tener una carrera.
—Estoy segura de ello —contestó Anne, que había oído esa frase muchas
veces antes—, pero hasta que no se conoce al hombre adecuado, hay que
trabajar.
—No.
—Sí. Quiere mucho a la niña. Además, el señor Dunstan fue muy sincero al
pedir que le disculpara.
—No tenía más remedio que hacerlo. Los hombres nunca han sabido tratar a
los niños.
—Puede hacerlo de forma indirecta. Yo, por ejemplo, le diría a la vieja niñera:
«¿La señora Dunstan no le llamaba Stella Blake de soltera? Creo que oí hablar
de ella el otro día». Entonces la vieja niñera contestará: «¡Oh, no! ¡Se llamaba
Alice Jones!». Eso no es hablar con los criados, hija mía, pero así puede
conseguirse la información que uno desea.
—Sí, me temo que sí —confesó Marigold—. Tuve un día horrible. Nadine Sloe
sigue haciéndome la vida imposible.
—Si lo está, puede quedarse con él —replicó Marigold con voz aguda.
—Por cierto, ¿qué le ha sucedido a Peter? Hace varios días que no viene por
aquí.
—Así es. No se lo digas a Sally, pero tuve que empeñar mi reloj pulsera.
—Sí, lo sé, pero ¿crees que un vestido así vale quince libras?
—No sigas gastando tanto —suplicó Anne—. Yo voy a tener que comprarme
zapatos y camisones este mes. Y ya me he gastado hoy la mitad de mi sueldo
en una blusa.
—Las hijas de la duquesa son mujeres muy elegantes y se visten con sencillez
—protestó Anne.
—¡Ésa no es la gente elegante ahora, Anne! Las mujeres que compran los
vestidos de Michael Sorrell ya no pertenecen a la nobleza. Son actrices,
esposas de financieros. No tienen títulos, pero sí mucho dinero. Las personas
como tu duquesa ya no cuentan. La madre de Ben Barlow, por ejemplo, era
camarera en un bar y estaba todavía sirviendo bebidas a su marido no hubiera
inventado una bujía que revolucionó la industria automotriz. Por lo que el
joven Ben es uno de los hombres más elegantes y ricos de Londres.
Si Sally hubiera estado allí, se habría preocupado por ella. Había una falsa
alegría en Marigold, como si se estuviera obligando a mostrarse divertida, a
pesar de que se sentía deprimida.
—Ha cambiado mucho desde que llegó a Londres. Al principio pensé que era
la emoción de encontrarse en un ambiente diferente. Pero no es feliz y eso me
preocupa. ¡Marigold no es feliz!
—Sí, lo sé. —David apretó las manos con fuerza—. ¡Disfruta con las
diversiones que yo no puedo darle! Algunas veces pienso que debía dejar mi
profesión y dedicarme a los negocios, para hacer dinero. Creo que no soy tan
tonto para no poder hacerlo.
—¿No crees, David, que eso podría ser bueno para ti? Marigold está pasando
una etapa difícil. Creo que está un poco… —Se detuvo, porque no supo cómo
seguir.
—Algo así, pero no lo tomes como una cosa personal. Es algo pasajero.
—Algunas veces te veo como si tuvieras otra vez cinco años y arrancaras la
bandera de mi castillo de arena, para arrojarla al mar por el simple placer de
molestarme. Y otras veces creo que eres mayor y que no puedo pasar sin tus
consejos.
—¿No crees que eso sería un poco egoísta? —dijo Sally—. Los seres humanos
nunca apreciamos lo que conseguimos con facilidad.
—Mi padre decía que nunca podríamos ayudar realmente a las personas que
amamos, a menos que pudiéramos verlas de un modo imparcial, sin permitir
que nuestros sentimientos interfirieran con sus problemas.
—No sé, pero mi madre le hizo esperar cinco años antes de casarse con él.
—Sí, cinco años. Tal vez Marigold sea como mi madre. Creo que ella también
quería divertirse y casarse con alguien rico e importante.
—Sally, me has devuelto la esperanza. Ahora, después de lo que me has dicho,
voy a trabajar como un esclavo. Y tal vez no necesite esperar cinco años.
Marigold estaba dando los últimos toques a su peinado, cuando Ben Barlow
llegó en su lujoso Mercedes Benz.
El señor Jarvis gritó desde abajo que ya la estaban esperando y ella bajó
corriendo, preguntándose qué pensaría Ben al ver el vestíbulo de aquella
casa.
Pero no pensaba invitarle a subir, pues quería evitar que conociera a Anne y a
Sally. En el fondo, Marigold se sentía avergonzada de Ben.
Tenía muy mala reputación y a pesar de que Marigold le había defendido ante
sus hermanas, no se hubiera atrevido a presentárselo a su padre.
—¡Hola, nena, estás preciosa! —exclamó Ben cuando ella llegó al vestíbulo.
Los hombres eran corredores, agentes de bolsa, celebridades del mundo del
deporte y la multitud de vividores que suelen rodear a los hombres ricos.
Todas, aunque vestían con elegancia, eran poco refinadas, a pesar de las
joyas que llevaban. Marigold se dio cuenta de que la miraban con desagrado
cuando Ben se la presentó.
Ella no se daba cuenta de que su aspecto era muy diferente del de las demás
mujeres.
Marigold percibió la hostilidad que eso produjo entre las demás mujeres. Ben
sentó a su izquierda a una rubia muy llamativa.
—Será mejor que nos presentemos solos —sugirió él—. Soy Toby Dawson.
Antes de que ella tuviera oportunidad de preguntarle qué había oído decir,
Ben reclamó su atención.
—¡Qué amable! —dijo por fin, sin revelar la indecisión que la invadía—.
Muchísimas gracias, pero ya tengo uno así… —Se volvió a Laura—. ¿No le
gustaría a usted?
Por un momento Marigold pensó que Ben se iba a poner furioso; en cambio,
echó la cabeza atrás y empezó a reírse.
—¡Eres muy decidida! —le dijo a Marigold—. Supongo que piensas que me
has puesto en mi lugar, ¿no es cierto? Muy bien… ya veremos cuánto tiempo
me quedo ahí.
—¿Es rico? —preguntó Marigold—. Pensé que en estos tiempos, con los
fuertes impuestos, ya nadie tenía demasiado dinero.
—No sé, creo que he cometido un error. Tal vez no debí haber invitado a
Laura aquí esta noche.
—Nunca he sabido disculparme, pero siento mucho lo del lápiz de labios. Fue
muy propio de ella arrebatártelo en cuanto se lo ofreciste.
—Te voy a decir una cosa —continuó Ben—. Vamos a disfrutar de esta noche
con toda esta gente; pero otro día cenaremos solos, de modo que podamos
hablar. Tengo muchas cosas que decirte.
—¿Sobre qué?
—¿No debíamos volver con los demás? —sugirió Marigold, temerosa del curso
que había tomado la conversación.
—En un momento nos reuniremos con ellos. He visto que estabas charlando
con Toby. ¡Es un gran tipo! Todos los demás no son gente para ti, ahora me
doy cuenta de ello. Fui un tonto al invitarlos.
—Ya tendremos una noche para nosotros solos —añadió sonriendo. Cogió del
brazo a Marigold y la llevó hacia la mesa.
Las horas siguientes fueron para ella una pesadilla. Al salir del restaurante el
grupo se dirigió a varios centros nocturnos y todos terminaron en el
apartamento de Ben.
Éste era como Marigold lo imaginó; un sitio muy lujoso, con muebles
modernos, accesorios cromados y multitud de espejos.
Miró el reloj que había sobre la chimenea y, horrorizada, vio que eran más de
las tres de la mañana. Toby Dawson se había ido a su casa poco después de la
cena y los demás habían formado parejas y estaban sentados en sofás y en
sillones.
Ben se había apartado de los demás para servir bebidas y Marigold aprovechó
ese momento para acercarse a él.
—¿Te has divertido? —preguntó, pero antes de que ella pudiera decir algo,
añadió—: ¡No, por supuesto que no! Cuando pueda voy a hacer una fiesta
para ti, con el tipo de gente que te gustaría conocer.
—Quiero ser bueno contigo, Marigold —él se volvió para mirarla—. Eres
increíblemente bonita.
Él corrió tras ella, pero cuando la alcanzó ya Marigold había metido la llave
en la cerradura.
—Marigold, no te vayas. ¡Tengo que hablar contigo! ¡No puedes dejarme así!
—¡Claro que puedo! —contestó Marigold y así lo hizo. Entró en la casa y cerró
la puerta con firmeza.
Anne estaba en Piccadilly y vio pasar otro autobús completamente lleno, que
tampoco paró.
Ella y sus hermanas guardaban un dinero en el banco, pero Sally les había
hecho prometer que no dispondrían de él y que tratarían de vivir con lo que
ganaban.
Las dos chicas habían aceptado la decisión de Sally, aunque Anna sabía muy
bien que la advertencia se dirigía sobre todo a Marigold, a quien le gustaba
despilfarrar el dinero y aunque ya ganaba más que sus hermanas, su sueldo
nunca llegaba al final de la semana y tenía que pedirles prestado hasta para
el autobús.
Marigold, desde luego, casi nunca comía con ellas. Salía todas la noches, pero
ni los paseos ni las diversiones parecían dejarla satisfecha. Era difícil
entender qué le sucedía desde hacía tres semanas.
Sólo de vez en cuando sucedían cosas extrañas, como lo ocurrido esa mañana,
y eran siempre sucesos que la deprimían, porque contribuían a destruir sus
viejos sueños sobre la aristocracia inglesa.
Esa mañana el duque había ido a visitar a su madre. Hablaron durante casi
dos horas. Después la duquesa llamó a Anne para que le fuera a pedir a
Dalton, el mayordomo, las joyas que él guardaba en la caja fuerte.
—Supongo que esto significa que debe venderse algo más —gruñó Dalton con
la familiaridad de un viejo y privilegiado servidor de la familia—. Primero fue
toda la plata. Después los cuadros… ¡y ahora las joyas! Pronto no quedará
nada para la próxima generación. Los viejos tiempos se han ido para siempre,
señorita.
—Es inútil cerrar los ojos a la realidad, señorita. ¡Nunca volverá la elegancia
de la vieja Inglaterra! Me hubiera gustado que hubiera visto las fiestas que se
daban en Cheyn cuando yo era joven. Y también aquí. Pero ahora… en fin,
aquí está lo que quiere la señora duquesa, señorita. No la hagamos esperar
más.
«Nací demasiado tarde», se había dicho Anne con tristeza. «Ése es el mundo
que me hubiera gustado conocer».
—Bueno, él conoce bien las cosas —observó la anciana—. ¡Oh, sí, éstas son las
esmeraldas!
La duquesa manejaba cada pieza como si cada una contuviera una historia y
un recuerdo sentimental. Era indiscutible que tenía un gran aprecio por sus
joyas.
Después de abrir todos los estuches, la duquesa se había vuelto hacia su hijo
para decir:
La duquesa la miró.
—Todo tendrá que ser vendido, tarde o temprano. Y es mejor vender las joyas
que las tierras.
—No —dijo con toda claridad—, nadie va a necesitarlas hasta que el hijo de
Adrian herede el título.
Hubo un momento de silencio. La duquesa apretó los labios y cerró con fuerza
el estuche que tenía en las manos.
—¡Venderemos las esmeraldas! —exclamó—. Con el dinero que den por ellas
podremos pagar todos los impuestos de este año y hacer esas reparaciones de
la casa que se necesitan —se volvió hacia Anne—. Lleve lo demás a Dalton,
para que lo guarde.
Mientras bajaba con las joyas, Anne pensó que el duque había mencionado a
su sobrino con toda intención y se preguntó cómo sería Montague.
Cuando volvió a subir el duque se había marchado ya, pero vio, junto a la
duquesa, el estuche que contenía el juego de esmeraldas y diamantes, y se
aventuró a preguntar si podía verlo de nuevo.
—¡Ahora mírese!
Era el tipo de mujer que podía lucir esa clase de suntuosas joyas. Por un
momento se quedó mirando su propia imagen en el espejo y luego se volvió
para dirigirse a la duquesa.
—¡Oh, cómo quisiera que no tuviera que hacerlo! —exclamó Anne—. ¡Si yo
tuviera el dinero, se lo daría para que conservara sus joyas!
—Creo que sería capaz de hacerlo, niña. Pero ya no hay lugar para
sentimentalismos en este mundo. Ande, dese prisa y traiga los periódicos. No
podemos desperdiciar toda la tarde hablando del pasado.
Cuando abrió la puerta y vio cómo estaba lloviendo, se sintió más triste y
desilusionada todavía.
Seguía lloviendo cuando bajó del autobús y corrió hacia la casa. Abrió la
puerta, y estaba cerrando su paraguas cuando oyó la voz de Marigold desde
lo alto de la escalera.
Mientras regresaba, Anne pensó sin resentimiento que Marigold casi nunca
se acordaba de cooperar en las obligaciones domésticas. Alguien tenía
siempre que salir corriendo en el último momento a traer la leche y el pan, y a
veces, como ya habían cerrado, debían pedir prestado a la señora Jarvis lo
que necesitaban.
«Marigold sale con frecuencia», pensó Anne, «será mejor que me haga cargo
definitivamente de sus compras».
—Había. Creo que me tomé las últimas la semana pasada, porque tenía
jaqueca. Mira en el cajón.
—¡Anne, estás empapada! —Cogió los zapatos que Anne había dejado en el
suelo y que estaban escurriendo agua—. Estos zapatos son tuyos, ¿no? ¡Debes
estar calada hasta los huesos! ¿Por qué no te das un baño caliente?
—No hay agua caliente —contestó Anne con sencillez. Se acercó a Anne y le
puso una mano en la mejilla y después en la frente.
—Tienes fiebre.
—Será mejor que te metas en la cama. Te traeré una bolsa de agua caliente.
Déjame quitarte esta ropa, para ponerla a secar.
Cogió el pan y los demás comestibles que había sobre la mesa y los llevó al
cuartito cercano que les servía de cocina. Cuando volvió quiso decir algo a
Anne, pero advirtió que tenía los ojos cerrados.
«Si puede dormir», pensó para sí, «eso le sentará muy bien».
—¿Qué te pasa?
—¡Desde luego!
Recibía más invitaciones de las que podía aceptar. Se había convertido en una
persona muy solicitada en el extraño mundo en que se movía.
Esa mañana Ben la había llamado por teléfono a la tienda, para recordarle
que le había prometido que cenarían juntos.
Marigold nunca tomaba en serio los cumplidos de Ben. Pero esta vez tuvo la
impresión de que hablaba en serio y se preguntó de pronto si Ben se estaría
encariñando con ella.
—Sí. No viene con frecuencia a Londres, pero está aquí unos días, así que
vamos a cenar con ella esta noche. ¿Te molesta la idea?
Marigold pensó que por fin, iba a conocer a la señora Barlow, y comprendió
que ello tal vez la ayudaría a entender mejor a Ben.
El automóvil se había detenido delante de una casa con jardín. Ben subió los
escalones que conducían a la puerta principal y tocó el timbre.
Ben condujo a Marigold por un pasillo hacia una habitación acogedora y bien
amueblada, con grandes ventanales que daban a un jardín.
Pero tenía ante sus ojos a una anciana muy pequeña y delgada de cabello
blanco, y de rostro arrugado por los años.
—¡Hola, mamá!
—Eso me ha dicho Ben. ¿Ese vestido que lleva puesto es de los que usted
pasa? Me parece muy bonito.
Marigold miró el vestido de noche que llevaba puesto.
—¡Dios mío! ¿Cuándo vas a sentar cabeza? —La anciana había mirado a Ben
con expresión de dureza un momento, pero después se echó a reír—. Bueno,
la verdad es que haces bien en divertirte.
La cena no fue fuerte, consistió en pollo, ensalada y queso que ella misma
había hecho.
—A Ben le han gustado los quesos que yo hago —le explicó a Marigold.
—Me alegro mucho de que te guste, hijo. Debías ir a pasar una semana
conmigo a la granja, para que yo pueda darte bien de comer. Cada vez que te
veo estás más delgado.
—Si dejo que me hagas engordar, mamá —contestó Ben riendo—, tendré que
mandar arreglar toda mi ropa, y eso me saldría muy caro.
—No creo que sepa siquiera qué es un becerro —dijo Ben en broma.
Eran ya las dos de la mañana cuando logró convencerle para que la llevara a
casa.
Le sorprendió oír voces. Abrió la puerta. Las luces estaban encendidas y vio a
David.
—Anne está enferma —dijo en voz baja—. Le he pedido a David que viniera
porque estoy muy preocupada.
—Espero que sólo sea una leva pleuresía —contestó David—. Pero vendré
mañana de nuevo. Trate de dormir un poco, Sally.
Puso las manos en los hombros de Sally y la miró con dulzura. Luego, se
volvió hacia Marigold.
—¿Te has divertido? —le preguntó. Su voz y su mirada eran tan duras que
Marigold sintió como si la hubiera abofeteado.
—¡Oh, sí, desde luego! ¿Vas a descubrir algo que cure todos los males?
Los ojos de ambos se encontraron, pero Marigold desvió la mirada hacia otro
lado.
—Me preocupó mucho esta noche —contestó Sally—. Respiraba de una forma
muy extraña. Por eso le pedí a David que viniera.
—Sally, tengo que confesarte algo —dijo—. Creo que esto es culpa mía. Olvidé
la leche y le pedí que fuera a buscarla. Anne se volvió a mojar. Nunca pensé…
fue horrible y egoísta de mi parte.
Sally se llevó a Marigold a un rincón y dijo en voz baja, para que Anne no
pudiera oírla.
—David dice que es posible que también tenga apendicitis. Le dolía el vientre,
ahora se le ha calmado ya. No queremos decirle nada todavía, pero mañana él
la examinará con más cuidado.
—¡Oh, Sally! He sido muy mala con vosotras dos últimamente. No ha sido mi
intención. Sally, sois todo lo que tengo, pero me siento tan desdichada.
—Lo sé.
—No te preocupes.
Éste llevó a Sally al descansillo de la escalera, donde podían hablar sin ser
oídos.
—¡Dios mío! Resulta difícil creerlo. Anne ha tenido muy buena salud, no
recuerdo haberla visto enferma nunca.
—Yo debo irme también —dijo David—. Tengo que pasar consulta a las doce
—se volvió hacia Anne—. Adiós, Anne. Procura estar tranquila. Te pondrás
bien enseguida.
Sally bajó con David y le explicó todo lo que éste había dicho. Le preguntó si
creía necesario hospitalizar a Anne.
—El doctor Drayson dice que no hay nada de qué preocuparse —le dijo—,
pero quiere que te llevemos al hospital donde trabaja David, para que puedan
atenderte debidamente y hacerte unas radiografías.
—¡Oh, bueno! —suspiró Anne—. Supongo que estaré allí solo uno o dos días.
Sally se alegró de que Anne no protestara más. Le metió en una maleta varios
camisones.
Marigold se había ido a trabajar, pues Sally insistió en que no tenía objeto
que ambas faltaran al trabajo.
—Alíviate pronto, Anne —murmuró—. Me siento muy mal al verte así, creo
que es culpa mía.
—No seas tonta —protestó Anne—. Yo soy la única culpable de haber cogido
este odioso refriado.
—¡Todos queremos mucho al doctor Carey! —dijo—. Hace poco tiempo que
está con nosotros, pero ya es muy popular entre los pacientes y entre las
enfermeras —miró a Sallt con una sonrisa maliciosa—. Es muy apuesto,
¿verdad?
—Entonces, debo pedir que me disculpen por lo que acabo de decir —exclamó
la enfermera—. Creí que el doctor Carey era su hermano. Debe perdonarme,
señorita Granville, pero él habló de ustedes como si fueran de su familia.
Sally se sintió encantada al ver la forma en que hizo sentir a Anne que todos
estaban ansiosos por cuidar de ella.
Por primera vez en su vida iban a estar separadas, aunque comprendió que el
estado de Anne no era peor que la barrera que las había separado de
Marigold durante las últimas semanas.
Sally compró unas flores para Anne y después entró en una cafetería, donde
se tomó un sándwich y una taza de café. Enseguida volvió al hospital.
—Hola, David.
—Te iba a pedir que salieras conmigo a comer. Podríamos ir a ese lugar
donde comimos el otro día.
Sally sonrió.
—Mi hermana está dormida —le dijo—. ¿A qué hora cree que despertará?
—Estás agotada.
—No sabes el esfuerzo que tengo que hacer para recordar que eres ya mayor
y que no te puedo dar una buena azotaina.
—No sabes cómo son las enfermeras —replicó David—. Algunas son
verdaderos ángeles, pero otras son terribles. No piensan más que en
chismorrear sobre los médicos. Y, desde luego, no tienen mucho en qué
pensar.
—Si sigues diciendo cosas como ésas, voy a ordenar que te prohíban la
entrada al hospital.
Charlaron y David le habló a Sally acerca del trabajo que estaba realizando
con sir Hubert.
Al terminar de comer, Sally se dio cuenta con sorpresa de que había comido
mucho y disfrutado de la comida.
Cuando llegaron al hospital, Sally recordó que debía llamar por teléfono a
Elaine para explicarle lo que estaba sucediendo. Se lo explicó a David y le
preguntó si podía hacer la llamada desde el hospital.
Llevó a Sally.
El despacho era pequeño, pero muy acogedor. En una de sus paredes había
un cuadro que llamó la atención de Sally, aunque lo había visto muchas veces
antes.
—Creo que si estuviera allí ahora, ¡me arrojaría al mar y no volvería nunca!
—Te sientes perdida fuera de tu ambiente.
—Así es.
—¡Tengo que irme! —dijo David, cuando vio que casi eran las dos.
—¿Así que ella está ahora en el Hospital de San Antonio? ¿En qué habitación
está?
—Lo hago con mucho gusto. ¿Cree usted que podrá venir mañana?
—Será mejor que vaya a ver a su hermana antes o después de comer. Si no,
no podrá comer.
Pensó en todas las personas que se habían portado bien con ella desde que
llegaron a Londres. Y ahora, en ese doloroso momento, tenía a David a su
lado.
«Tengo mucha suerte», pensó y acarició el desgastado brazo del viejo sillón
de David.
Marigold le había llevado uvas, que debieron costarle mucho dinero. Pero lo
más sorprendente de todo era la enorme cesta de orquídeas que había
recibido de Elaine y de su padre.
Sin embargo, cuando el doctor Drayson se marchó, ella se volvió hacia David:
—Sí, se las arreglará, lo cual significa que ella y Marigold renunciarán a todo
durante muchos meses. No es justo, David.
—No harás tal cosa —repuso Anne con firmeza—, y quiero que me cambien de
habitación, ahora mismo. Es maravilloso que no ofrezcas tu ayuda, David, y te
lo agradezco muchísimo, pero sé bien lo necesitados de dinero que están tus
padres.
—Tu padre es un hombre encantador, pero casi todo Cornwall le debe dinero,
que él nunca cobrará —continuó diciendo Anne y David tuvo que asentir con
la cabeza—. Todos estamos en la misma situación, David. Así que no trates de
convencerme. ¡No me importa compartir una habitación con otras mujeres!
—Me gustará estar allí. Y no le digas nada a Sally. Sabes muy bien que ella
insistirá en que me quede aquí.
—¡Muy bien!
—Supongo que debe haber otras chicas en el mundo tan maravillosas como
vosotras, pero no creo que vaya a tener la suerte de conocerlas.
A solas, Anne trató de analizar lo que significaría para ella la decisión que
acababa de tomar. Se estremeció al pensar que iba a estar en contacto con
otros enfermos, pero sabía que estaba haciendo lo correcto, dadas las
circunstancias.
—Me alegro de que hayamos podido ofrecerle algo único —dijo él sonriendo
—, aunque veo que otras personas le han mandado flores también.
—Su hermana trabaja mucho, es cierto. No sé qué haríamos sin ella —repuso
Robert Dunstan con admiración—. Ella y Elaine se fueron esta tarde a visitar
a la señora duquesa. A «la duquesa de Anne», como la llama Elaine.
—Se va a poner muy contenta de verlas. He estado muy preocupada por ella.
¡Dejé tantas cosas sin terminar!
—Puedo asegurarle, señorita Granville, que todo está siendo bien atendido en
su ausencia.
Trató de pensar en algo que decir que pudiera interesarle, cuando se dio
cuenta de que el señor Dunstan estaba mirando con atención la fotografía de
su padre, que estaba en la mesilla.
—Ese rostro me parece conocido.
—Es mi padre.
—Vino a Londres a dar una conferencia. Tuve la suerte de ser invitado a una
cena en su honor y allí le conocí. Un año más tarde, encontré en uno de sus
libros referencias a una obra española que yo tenía interés en leer. Estaba
agotada, así que le escribí preguntándole si tenía un ejemplar y si podía
prestármelo. Escribí a sus editores y ellos enviaron la carta a un lugar
llamado St…
—Creo que recuerdo el libro a que se refiere. ¿No tenía unas graciosas
ilustraciones, hechas por un dibujante español apellidado Pérez?
Cuando al fin se puso de pie para despedirse, Anne, sorprendida, advirtió que
había pasado más de media hora con ella.
—No debo cansarla, señorita Granville. Pero ¿podría venir otro día?
—¡Eso es absurdo!
—Por favor, señor Dunstan, no lo diga. Lo he comentado porque pensé que tal
vez sería embarazoso para usted irme a ver a una habitación en la que hay
varios enfermos.
—Me alegro porque eso me cansaría mucho. —Anne sonrió—. Y ahora, ¿puedo
pedirle un favor?
—Por supuesto.
—Quiero que me prometa que no le dirá nada a Sally de que voy a cambiarme
de habitación —le suplicó—. Se enfadaría conmigo.
«Es muy agradable», pensó. «Nos equivocamos con respecto a él. ¡Qué
extraño debe ser tener tanto dinero y estar tan solo!» se dijo.
Sally tenía mucha compasión por Elaine, pero Anne se compadecía también
por el padre de la niña.
La duquesa, sentada en su cama con una estola de armiño sobre los hombros
parecía, según comentó Elaine más tarde, una bruja y se quejaba con
amargura.
—¡Y con razón! No es justo que la gente joven enferme. Eso deben dejarlo
para los viejos como yo.
—Anne nos pidió que cuidáramos de usted —intervino Elaine. Hasta entonces
había estado mirando a la duquesa, observando cada detalle de su extraño
aspecto.
—Les dijo eso, ¿eh? —exclamó la duquesa con una leve sonrisa—. Bueno, ¿y
qué va usted a hacer, señorita, para cumplir con ese encargo?
—¿Qué le gustaría que hiciera? —preguntó Elaine—. Podría leerle. O tal vez
podría colocarle las flores. Anne solía hacerlo, ¿no?
—Sí, eso es… Marigold. Ayer fue a buscarme un libro a la biblioteca a la hora
de comer. Es muy buena y muy guapa.
—Y no son las únicas, supongo. Estoy segura de que debe haber muchos
jóvenes que piensan lo mismo —la duquesa miró a Sally—. Usted no es tan
bonita como las otras, niña.
—Yo no diría eso. Su hermana dice que usted es la más inteligente de las tres:
así que tal vez, a fin de cuentas, será usted a quien mejor le vaya.
A pesar de que ella y Elaine insistieron en hacer algo por la duquesa, ésta
sólo quiso que charlaran con ella y que le prometieran volver pronto.
—Es terriblemente vieja, ¿verdad, señorita Granville? Debe tener los cien
años.
—No lo creo —contestó Sally riendo—. Pocas personas llegan a los cien años.
—No, me gustaría morir cuando todavía sea útil a los demás, no cuando
represente una molestia y todos tengan que cuidar de mí.
—¿Puedes hablar?
—Peter, ¿qué sucede? ¿En dónde has estado todo este tiempo? ¿Por qué
desapareciste sin decir nada? Con frecuencia nos hemos preguntado qué
habría sido de ti. Marigold no nos decía nada.
—Ella no sabía nada. Mira, Sally, no quiero que digas nada a Marigold, ni que
sepa que te he llamado por teléfono. ¿Me prometes que no se lo dirás?
—No, Sally, todavía no, pero quería saber cómo está ella. Marigold tiene que
madurar, Sally. Quiero que confíes en mí y que me creas cuando te digo que
estoy haciendo las cosas lo mejor posible.
—Mi querida Sally… siempre tan práctica. En fin, si eso te consuela, te diré
que estoy trabajando duro para Marigold.
—¡Magnífico! Es la mejor noticia que he recibido en años. Pero, Sally, ¿no hay
nadie más?
Sally no contestó.
—Es que no lo sé, Peter. Marigold se muestra muy alegre, pero sé que en el
fondo se siente muy desdichada. Es todo lo que puedo decirte.
—Me has dicho lo que quería saber. Que Dios te bendiga, y cuídala mucho por
mí.
Todo era muy misterioso y, sin embargo, ¿cómo no había adivinado antes lo
que sucedía? Cuando Peter desapareció Marigold adoptó una conducta
extraña.
—Y ella debía sentirse orgullosa de usted. Entonces, ¿qué pasa? Si es algo que
yo pueda remediar, cuente con ello.
—Como usted sabe, la operación de Anne fue un éxito. Temíamos que tuviera
un pulmón afectado. Felizmente, todo resultó una falsa alarma, y mi hermana
puede considerarse otra vez una muchacha sana y normal. El único problema
es que el médico insiste en que necesita unas buenas vacaciones a fin de
recuperar las fuerzas. Quiere que se vaya al campo, al menos un mes.
—La mandaría a Suiza o al sur de Francia, pero como esos lugares son
inaccesibles para nosotras, la llevaré a casa.
—¿A casa?
—Es usted muy bueno, pero sinceramente, no creo que funcione. A Anne no le
gustaría la idea, ni a mí tampoco. Estaba hablando en broma cuando dije lo de
Suiza y el sur de Francia. Ahora comprendo que pareció que estaba pidiendo
su ayuda.
—No, señorita Granville —repuso Robert Dunstan—. Jamás pensaría tal cosa
de usted.
—No, la he visto varias veces. Fui a verla dos veces al hospital cuando estaba
sola en una habitación y otras dos veces cuando la pasaron a la sala principal.
—Ella no me lo dijo.
—¡Pero… Anne! ¡Oh, Dios mío, debo pensar esto con cuidado!
—No, pero podría hablarle bien de mí. Podría ayudarme a demostrarle que la
quiero.
—Con toda mi alma. Me gustaría mucho contarle algunas cosas que tal vez le
ayuden a comprender cómo soy —se había sentado y apoyó los codos sobre el
escritorio—. Sé muy bien que debo parecerle duro, agresivo. Pero tuve que
volverme así, Sally.
—Era un chico que rendía mucho en la escuela y ganaba premios y becas con
facilidad. Pero no servía para ningún juego, porque mi padre nunca me
permitió jugar. Puedo decir con sinceridad que cuando fui al instituto tuve por
primera vez una pelota en mis manos. Por eso no les agradaba a los demás
chicos y, debido a sus burlas y desprecios, me aislé todavía más. Me
concentré en ser el alumno más aplicado de la escuela y, aunque no conseguí
el afecto de mis compañeros, ni el de mis maestros, me decía que me bastaba
con los elogios de mi padre. En la universidad logré hacer los primeros
amigos que tuve en mi vida, pero, al final de primer año, mi padre me envió al
extranjero. Primero fui a trabajar a una oficina de Alemania y después a un
banco de Francia. A los veinticuatro años, me consideraba un hombre con un
gran futuro en el mundo de las finanzas. Volví a Inglaterra para trabajar con
mi padre, y entonces descubrió que él se estaba muriendo. Pero mi padre
continuó trabajando hasta el fin y me mantuvo a su lado para ayudarle.
Cuando murió, me sentí tan abrumado por todo el trabajo que tenía sobre mis
hombros, que no comprendí que por fin era libre y que podía hacer lo que
quisiera. Al mismo tiempo, supongo que era en cierto modo una forma de
escapar, me había casado poco antes de que mi padre muriera.
—Es difícil para un hombre hablar de su esposa cuando ésta ha muerto —dijo
—. Estoy tratando de ser sincero con usted, Sally. Debo decirle la verdad.
Cometí un terrible error en mi matrimonio. Lo que más deseaba al casarme
era encontrar ternura en una mujer.
—Todo saldrá bien, ahora que ya comprende qué fue lo que falló antes. Mi
padre siempre decía que la única manera de corregir los errores es echar
todo abajo y volver a construir como es debido.
—¿Quiere decir que debo empezar bien las cosas con Anne?
—Sí, si eso es lo que usted desea.
—¡Oh, sí, claro que sí! Quiero casarme con ella, tener la oportunidad de
empezar de nuevo, de construir mi vida como siempre la he deseado.
—Uno solo tiene que verla para comprenderlo —asintió Robert Dunstan—.
Pero, Sally, ella me da miedo… todas ustedes me asustan. Son tan diferentes
a cuantas personas he conocido…
—¿Le ha dicho algo a Anne que le haga pensar que está enamorado de ella? —
preguntó Sally.
—Si quiere tanto a Anne como dice, y quiero creerlo, estoy segura de que ella
aprenderá a quererle, pero no la meta prisa; Anne detesta eso. Creo que lo
mejor sería si usted lo acepta…
—Tiene razón. Muy bien, Sally, vaya a St. Chytas y llévese a Elaine con usted.
Haga todos los arreglos que desee y, por favor, permítame que yo cubra
algunos gastos.
Sólo Sally sabía el esfuerzo que tuvo que realizar Anne para resistir los
primeros días en aquella sala general.
—¿Qué planes?
—¿Tú y yo?
—Tú podrías quedarte en el sofá del salón. Descansarás allí durante el día,
mientras nosotras vamos a la playa. Elaine y yo podemos ocupar el dormitorio
de arriba.
—Ya veo que tienes todo planeado. ¿Y qué dice el señor Dunstan?
—Le alegró que Elaine se fuera con nosotras. Dijo que es posible que vaya
algún día a verla.
—Gracias, cariño —dijo a Elaine—, pero creo que ya tienen suficiente con una
enferma.
—Eso sucede siempre que uno ha estado mucho tiempo en la cama —comentó
la duquesa y se volvió hacia Sally—: ¿cómo está su hermana?
—¿Por qué no? —preguntó la duquesa—. Él debe querer que su hija viaje con
comodidad.
La duquesa miró a Sally y ésta se dio cuenta de que la duquesa suponía que
Robert Dunstan estaba interesado en ella. Hubiera querido revelarle la
verdad, sin embargo, comprendió que no había llegado aún el momento de
decírselo.
Sally estaba muy nerviosa esa tarde, porque Anne le había dicho que tratara
de convencer a la duquesa de que se reconciliara con su nieto Montague.
Sally le había prometido a Anne que haría lo posible por complacerla, pero
ahora que estaba con la duquesa no sabía por dónde empezar.
—Me lo regalaron mis hijos hace muchos años, en una Navidad, cuando eran
niños todavía.
—¿Tiene usted fotos de sus hijos cuando eran pequeños? —preguntó Sally,
pensando que tal vez alguna fotografía le daría el pretexto que necesitaba
para decir a la duquesa lo que deseaba.
—Mientras usted mira las fotos, señorita Granville, ¿puedo ir a ver a Dalton?
—Claro que puedes —asintió la duquesa antes de que Sally pudiera protestar
—. Ya sé que él te da galletas de chocolate. Pero no comas demasiadas, o la
señorita Granville me reprochará que te quitamos el apetito.
—Creo que usted fue muy afortunada al tener una familia tan maravillosa.
¡Mírese aquí, con todos sus hijos! ¡Qué guapa está!
—Recuerdo muy bien el día en que hicieron esta fotografía. Mi esposo llevó al
fotógrafo a Cheyn, pero éste, a pesar de que yo había arreglado lo mejor
posible a los niños, no pudo conseguir que se estuvieran quietos. Hubiera sido
una foto horrible, si Adrian, mi segundo hijo, no nos hubiera hecho reír. El
fotógrafo nos había colocado y estábamos muy serios, cuando mi hijo
exclamó, con una voz exactamente igual a la del vicario: «Oremos». Nos hizo
reír a todos y el fotógrafo pudo hacer la foto. Ése es Adrian —la duquesa
señaló con el dedo a un niño sonriente, que estaba de pie junto a su padre.
—Él dejó un hijo, ¿no? —preguntó Sally y se dio cuenta de que la duquesa se
había puesto nerviosa.
—¡Qué triste debe ser para usted! —exclamó Sally—: a mí siempre me parece
triste que las familias se separen y sus miembros se alejen unos de otros. Mi
padre tenía la idea de que las familias eran incompletas si había
distanciamiento entre sus miembros. Una vez me contó una extraordinaria
experiencia que tuvo lugar en ese sentido. ¿Le gustaría que se la contara?
»Cuando llegó a su casa ya había muerto. En los días siguientes no pudo dejar
de pensar en la señora Mullin. Sin importar lo que estuviera haciendo, le
parecía que ella estaba allí, junto a él. Al principio pensó que era sólo su
imaginación, pero luego se convenció de que era algo más que eso. Le parecía
que la anciana quería decirle algo. Después del entierro, tuvo que informar a
la familia acerca de la fortuna que les estaba esperando. Me contó varias
veces cómo entró en el salón de la casa de la señora Mullin, donde esperaban
sus cuatro hijos con sus respectivas esposas, todos vestidos aún de luto. Mi
padre llevaba consigo la caja que la señora Mullin le había dado. La puso
sobre la mesa y empezó a explicar cuánto dinero contenía. Al hablar de las
instrucciones recibidas para dividirlo entre ellos, se sintió completamente
convencido de que la señora Mullin estaba a su lado y casi le sorprendió que
los demás no la vieran. Por fin, después de referirse a la señora Mullin con
afecto y respeto, dijo que el dinero tenía que ser repartido entre sus cinco
hijos. Pronunció aquellas palabras como si la señora Mullin se las hubiera
dictado y luego la presencia de la muerta pareció disiparse.
—El quinto hijo volvió de la guerra un año más tarde. Había perdido un brazo
y ganado una condecoración. Toda la familia, y el pueblo entero, estaban
orgullosos de él. Poco después se casó con una muchacha del pueblo, y con el
dinero que había heredado de su madre abrió una tienda. Todavía viven en
St. Chytas.
La duquesa no dijo nada, y como Sally se sentía turbada, empezó a pasar con
rapidez las páginas del álbum.
—¿Cree usted que si su padre hubiera llegado a viejo habría sido tan cristiano
como lo fue en su juventud? —le preguntó entonces la duquesa—. Cuando nos
hacemos viejos, nos volvemos intolerantes.
—Usted parece tener una respuesta para todo —dijo—, pero me pregunto si
cuando tenga mi edad le resultará fácil ver a sus nietos alejarse de usted y
saber que la consideran una vieja tonta.
—No creo que nadie piense eso de usted. Más bien creo que le tienen miedo.
Sally se dio cuenta de que había cometido una indiscreción, pero la duquesa,
en lugar de enfadarse, se limitó a preguntarle:
—¿Quién le ha hablado de mi nieto?
—Anne.
—Creo que fue el duque. Me parece que a él y a sus otros hijos les preocupa
mucho ese problema que ha separado a la familia. Ellos también querían a
lord Adrian.
—¿Qué saben ellos de amor? ¡Él no era su hijo! —De pronto su voz cambió—.
Tal vez tenga razón, niña. Creo que todos se querían mucho entre ellos.
—Tal vez no sea una persona que exterioriza sus sentimientos, o tal vez
estaba celoso de usted.
—¿Celoso de mí?
—Sí. Si dos personas quieren mucho a otra, con frecuencia sienten celos. Es
sólo una idea mía, pero pienso que es posible que Montague se haya sentido
celoso del cariño que existía entre su padre y usted.
—¡Vaya, vaya! —exclamó la duquesa—. Usted dice las cosas más asombrosas
del mundo. Y, por supuesto, es muy posible que haya mucho de verdad en lo
que acaba de decir. Adrian me quería muchísimo. Nadie podía negar eso. Con
frecuencia me parecía que su esposa estaba celosa de mí.
—No, dámelas. Deben ser unas fotografías sueltas para las que ya no había
sitio —contestó la duquesa.
—Adiós, señor duquesa. Haremos que Anne se ponga bien, para que vuelva
pronto a su lado —dijo Elaine.
Elaine iba hablando del viaje, pero Sally sólo pensaba en cómo podría ponerse
en contacto con Montague, ahora que su abuela estaba decidida a acogerle de
nuevo.
Capítulo 9
—Me estoy muriendo de hambre —le dijo a la muchacha que estaba sentada
junto a ella en el tocador—. ¡Menos mal que ya es la hora de comer!
—No tenemos mucho tiempo —le advirtió Marigold—. Si llego unos minutos
tarde, Nadine Sloe me hará desollar viva. ¡Cómo me detesta esa mujer!
—Lo entiendo —dijo Ben—. Eres un peligro potencial para cualquier otra
mujer bonita.
—Ya he pedido lo que vamos a comer —le explicó Ben—, porque sabía que
tendrías poco tiempo y es más rápido de esa forma.
—Pues lo has sido ya, creo que no te he dado las gracias por las flores que le
mandaste a Anne. Ella te lo agradece mucho, Ben.
—No necesitas darme las gracias. Era lo menos que podía hacer por una
hermana tuya.
—De cualquier modo, te estamos muy agradecidas las dos. Anne se va
mañana a Cornwall. Sally saldrá esta noche en tren, para esperarla cuando
ella llegue. —Marigold suspiró—. ¡Cómo me gustaría acompañarlas! Necesito
unas vacaciones, estaré muy sola sin ellas.
En ese momento llegó un camarero y les sirvió una copa de champán. Cuando
se quedaron a solas de nuevo exclamó:
—Escucha, Marigold, ¿por qué no dejas ese trabajo? Es una tontería trabajar
si no deseas hacerlo.
—¿Tontería? —replicó Marigold—. ¿Y crees que trabajo por gusto? ¡No soy
rica como tú! Tengo que trabajar para comer.
Ben iba a contestar, pero en ese momento otro camarero les sirvió la comida,
y tanto él como Marigold empezaron a comer.
—Marigold —dijo con voz ronca—, hay algo que quiero preguntarte.
—¿Sí?
—Te llevé por una razón especial —continuó Ben—. Quería que la conocieras
y que ella te conociera a ti.
—Yo también lo quiero —respondió Ben, que de pronto se había puesto muy
serio—. Hace ya tiempo que te admiro, Marigold. Me gustas mucho. Quizá no
soy el tipo de marido que has estado buscando, pero haré todo lo posible por
hacerte feliz.
—No sólo por eso, aunque, desde luego, es importante. Reconozco la verdad.
Mi madre sabe mucho más que yo de estas cosas. Me ha sacado de muchos
problemas, y si ella dice que una mujer me conviene, yo respeto su opinión.
La confianza que tenía en su madre era algo que ella no era capaz de destruir.
Miró hacia otro lado y murmuró:
—Escucha, Ben —dijo con voz suave y tranquila—. Hay cosas que no se
pueden comprar con dinero. El amor y la amistad, por ejemplo, no pueden
comprarse, ni tampoco la felicidad. Creo que tú serías más feliz si dejaras el
tipo de vida que llevas. Está muy bien para una temporada, pero no puede ser
la finalidad de una existencia. Búscate amigos verdaderos, intereses reales.
—Lo siento, Ben, pero tengo que irme. Si pierdo mi trabajo, tendría que
casarme contigo por tu dinero.
—Me gustar mucho, Marigold —dijo—. Eres diferente a las demás mujeres
que he conocido. Eres franca… Por eso te quiero.
A pesar de sus esfuerzos para darse prisa, Marigold llegó tarde. Las otras
modelos estaban ya en el vestidor, esperando a que empezara el pase de ese
día.
—Marigold, la señorita Sloe quiere que salgas otra vez con el vestido de
noche.
Cuando llegó al salón vio a tres mujeres sentadas al fondo y, junto a ella, a
Nadine Sloe, con una larga lista en la mano. Marigold se dio la vuelta con
lentitud y luego se dirigió hacia donde ellas estaban.
—¡Peter!
«Él ha vuelto, ha vuelto después de todas estas semanas, durante las cuales
no he sabido nada de él», pensó Marigold.
—Gracias.
Se cambió y se despidió de sus compañeras sin darse cuenta de lo que estaba
haciendo.
—Hola, Peter —exclamó al llegar a su lado. Eran tantas sus emociones, que no
sabía si se sentía contenta, preocupada, temerosa, o todo a la vez.
—Hola, Marigold.
La voz de Marigold temblaba, pero se sentía tan feliz al verlo de nuevo, que
todos sus temores desaparecieron.
Peter lo puso en marcha sin decir nada y Marigold se volvió para mirarle.
—He vuelto.
—Ya lo veo.
Sus ojos se encontraron con los de él, y no pudo hablar. Se limitó a mirar a
Peter, a aceptar que estaba allí. Nada más importaba.
Fue Peter quien habló primero. Bajó la vista hacia Marigold, que tenía la
cabeza apoyada en su hombro.
—Porque te quería.
Los ojos de ella se llenaron de lágrimas y Peter, con mucha ternura, la besó.
—Es una larga historia, mi amor. Tengo que contártelo todo. Será mejor que
vayamos a tu casa.
Marigold dejó sus cosas sobre una silla, se volvió hacia Peter y le abrazó.
—Así quería que me recibieras. ¿Mi ausencia ha hecho que aumente tu amor
por mí?
—Fui una tonta —comentó Marigold—, pero no sabía que te quería tanto.
—¡Oh, cariño!
Se abrazaron, pero tuvieron que separarse, casi contra su voluntad, en el
momento en que Sally entró en la habitación. Ella vio primero a Marigold y
después advirtió la presencia de Peter.
—Esta tarde.
Sally miró de nuevo a Peter y a Marigold. Su hermana estaba más guapa que
nunca y era evidente su felicidad.
—¡Oh, Sally!
—Así que ahora te has convertido en detective, ¿eh? —dijo Peter con una
sonrisa—. Yo esperaba que Anne me descubriera tarde o temprano. Pero
nunca pensé que lo harías tú.
—Sabes que te quiero —se acercó a ella y la abrazó—. Ahora, Sally, dile lo que
tienes que decirle.
—¡Oh, Peter!, si supieras lo que significa para mí oír a Marigold hablar así.
Me tenía tan preocupada. En cambio ahora ha vuelto a ser feliz. Cuidarás de
ella, ¿verdad?
—¡Claro que sí! —contestó Peter con sencillez—. Ahora, Sally, revélale
nuestro terrible secreto.
—He visto una fotografía tuya hoy —contestó Sally—, en uno de los álbumes
de la duquesa.
—Tal vez tuve algo que ver Peter, quiero que seas bueno con ella.
—No quiero ser bueno con nadie, más que con Marigold. Mi abuela es una
vieja autoritaria. Si todos están dispuestos a obedecerla ciegamente, yo no…
—Me bautizaron como Peterfield, junto con todos los demás nombres ridículos
que me convirtieron en el hazmerreír de la escuela. Aird era el apellido de mi
madre. Así que decidió usarlo cuando regañé con la familia de mi padre.
—No tengo nada que perdonarte, Peter —contestó Sally—, pero sí quisiera
que te reconciliaras con la duquesa.
—No creo que estés hablando de mi abuela. Mi abuela es una mujer muy
testaruda, que no se va a morir nunca.
—Por supuesto que lo quiero —afirmó Marigold—. Además, deseo que sepa
que nos queremos.
—Él se pondrá muy contento —dijo Sally—. Era quién tenía más interés en la
reconciliación.
—Tío Stebby es un buen hombre —comentó Peter—. Nunca olvidaré que fue
conmigo cuando mis padres murieron.
—Estaba pensando —dijo Sally—, que es gracioso: tú serás duquesa algún día,
pero… era Anne quien quería casarse con un duque.
—No creo que a ti te aterrorice nada —contestó Peter—. Además, vas a ser la
duquesa de Cheyn más guapa y atractiva.
—¡Oh, no, no tan pronto! ¡Necesitamos tiempo! —dijeron las dos chicas a la
vez.
—Todo está arreglado —dijo Sally feliz—. Pero no vayáis mañana. Sería
demasiado pronto. Debo instalar a Anne y encontraros alojamiento. Además,
debes dar a tu familia, Peter, la atención que esperan de ti. Ellos querrán
verte y conocer a Marigold.
—¿Nadine? ¡Bah!, ella me odia. Por cierto, Peter, ¿qué significa ella para ti?
—Supongo que será mejor que te diga la verdad —contestó Peter con una
sonrisa—. Nadine es hija de la mejor amiga de mi madre. Nos veíamos con
frecuencia cuando éramos pequeños y creo que nuestras madres soñaban con
que nos casaríamos algún día. Cuando el padre de Nadine se arruinó, ella
tuvo que trabajar con Michael Sorrell. Seguí viéndola, porque se sentía sola y
desdichada y se encariñó conmigo.
—No creo que llegue a tanto —protestó Peter—. Yo la miro como a una
hermana… nada más. Ella ha hecho lo que le he pedido y por eso no
descubrió mi identidad, ¿no es cierto, Marigold?
Elaine le enseñó una carpeta de cuero de color rosa, con sus iniciales
grabadas en letras de oro.
—Buenas noches, señorita Granville —la saludó—. Aquí tengo ya los billetes, y
yo mismo las llevaré a la estación.
—Pasado mañana va a ser un día un poco agitado —contestó Sally y les habló
del compromiso de Marigold con Peter.
—¿No considera inoportuno que yo, un extraño, vaya a verlas cuando están
teniendo todas esas celebraciones familiares?
—Espero que Anne llegue a quererle y que sea usted parte de la familia —dijo
—, y yo le ayudaré en todo lo posible.
Anne estaba en el jardín, sintiendo que la suave brisa marina acariciaba sus
mejillas.
«Es extraño, cómo han resultado las cosas… siempre sucede lo increíble,
cuando uno menos lo espera», pensó.
La barrera que se había interpuesto entre ella y los demás, y que le impedía
dar y recibir cariño, había desaparecido.
—¿Otro vaso de leche? —protestó Anne—. Voy a engordar mucho si sigo así.
—Estoy ansiosa de ver la cara que pone. Ahora mismo estaba escribiendo una
carta al vicario, diciéndole lo agradecidas que le estamos. Ha sido muy
amable al dejarnos la casa.
—Anoche comprendí que sus muebles son casi tan feos como los nuestros.
—¡Oh, Anne! —protestó Sally—. Siempre pensé que todo lo que teníamos era
perfecto.
—Creo que el vicario y su esposa fueron muy amables —contestó Anne—. ¿Va
a utilizar Marigold su viejo dormitorio?
—Me voy a la cocina —dijo—, porque tengo que terminar de hacer la cena de
esta noche. Elaine me está ayudando y está disfrutando muchísimo. Nunca le
habían dejado hacer nada en la cocina.
—La vas a convertir en una gran cocinera antes de que volvamos a Londres —
dijo Anne sonriendo.
—¿El señor Dunstan? —exclamó Anne asombrada—. ¡Dios mío! ¿Y qué viene a
hacer aquí?
—Va a ser una cena muy concurrida. ¿Me avisarás cuando llegue?
Ella tuvo la oportunidad de mirarle sin que él la observara. Era más joven de
lo que había pensado y más atractivo. De repente él se volvió hacia Anne.
—Lo siento.
—Es un lugar muy agradable, ¿verdad? ¿Le dijo Sally que ésta era nuestra
casa hasta que nos mudamos a Londres?
—Estábamos tan ansiosas de irnos —repuso Anne con su dulce voz—, como
ahora lo estamos de volver.
—¿La ha comprado?
—¿Puedo contarle lo que sucedió?
—Un día iba sólo en mi coche. Me sentía muy desdichado. Llegué a una
carretera local por la que no circulaba ningún otro vehículo. Tomé una
desviación que había a la derecha, de pronto el camino se cortó y llegué a
unas rejas donde un letrero descolorido anunciaba que la casa se vendía.
Estaba muy descuidado, como si nadie se hubiera ocupado de él durante años.
—Ha sido llamada así durante años y presiento que en todo este tiempo ha
sido una casa feliz. Ahora está vacía… esperando.
—Eso es lo que quería decirle. Siempre he sabido que no podía vivir solo allí.
No es una casa para un hombre solo. Es una casa para dos personas que
deseen compartirlo todo, que aspiren a construir, dentro de sus muros, los
cimientos de una vida más plena, más feliz.
—Es triste pensar que esa casa está esperando por usted.
Al decir eso los ojos de Anne se encontraron con los de Robert Dunstan. Por
un momento él guardó silencio y Anne tuvo la sensación de que ella también
estaba esperando que algo transcendental sucediera en su vida, Robert
Dunstan se pudo de pie.
Con mucha lentitud, se inclinó hacia adelante y cogió una de las manos de
Anne.
—Anne —dijo con un tono de voz que logró emocionarla—, tengo miedo.
—Sí. Miedo. He sido tan desgraciado durante toda mi vida, que llegué a creer
que nunca habría nadie para mí más que desdicha. Ahora me pasa como al
hombre que ha estado tanto tiempo en la oscuridad, que teme descubrir, al
abrir los ojos, que la luz del sol es sólo un espejismo creado por su
imaginación.
—Eres tan bonita… que tengo miedo de decir más, por temor a que me digas
que me vaya.
Por fin Anne comprendió lo que significaba, no sólo amar a una persona, sino
ayudarla y consolarla.
Pero, era tímida y no pudo hacer ninguna de esas cosas, se limitó a agarrar
con fuerza su mano.
No la había mirado desde que empezó a hablar de sí mismo. Tenía la vista fija
en la blanca mano de Anne.
Por fin levantó la vista y advirtió que los ojos de Anne estaban llenos de
lágrimas y que sus labios temblaban.
—No me has hecho daño —murmuró—, me has conmovido. Siento tanto lo que
te ha pasado. Quiero hacerte feliz.
Las lágrimas de Anne se deslizaron por sus mejillas y Robert, se las secó con
un pañuelo.
—Esto no es bueno para ti, considerando que has estado enferma —observó él
—, hablaremos de ello más tarde. Es decir, si tú quieres.
—¡Por Sally!
—Gracias, pero no debíais brindar por mí, sobre todo esta noche.
—¡Claro que sí! —exclamó Marigold—. Si no hubiera sido por ti, no habría
conocido a Peter.
—Me vais a hacer llorar —dijo—. Vamos a quitar la mesa y a poner todos los
platos en el fregadero. No es necesario que los freguemos. La señora Barkus
prometió que vendría mañana a recoger la cocina.
—No, lo odio.
—Sé muy bien que te gustaría que yo dijera que por ti no me importa fregar
platos, pero no voy a hacerlo.
—Tal vez al principio podamos permitirnos una doncella, si no cuesta mucho
—concedió Peter.
—Que fregará todos los platos. ¡Oh, bueno, eso es mejor que nada!
Sally sonrió al oír esas bromas. Peter le había dicho a ella que las cosas no
eran tan difíciles como suponía Marigold.
Se sentía muy contenta al ver a sus hermanas, pero estaba preocupada por
David.
—Me siento perezosa esta noche —comentó Sally con una sonrisa—, y no
quiero que se manche el vestido.
—Tienes que tener mucho cuidado con él —dijo Marigold—. Recuerda que es
el que vas a llevar el día de mi boda.
Era un vestido precioso que Marigold se había comprado hacía algún tiempo
en la tienda de Michael Sorrell, cuando las modelos habían podido adquirir a
buen precio los excedentes de la venta de verano.
Marigold había elegido un vestido de fiesta de gasa azul pálido, pero, cuando
llegó a casa, se dio cuenta de que el color no le sentaba bien e hizo que Sally
se lo probara.
Esa noche Sally había sacado el vestido para ver qué complementos
necesitaría el día de la boda.
—Anne debe irse a la cama temprano —había dicho Sally, pero Anne protestó.
Sally tuvo que reconocer que Anne parecía una persona diferente, estaba
mucho mejor.
Había hablado a los hombres de la fiesta, así que Peter compró langosta para
la cena y Robert insistió en llevar champán.
—¡Qué alegres nos hemos vuelto! —había comentado Sally, mientras daba los
últimos toques a la cena.
—Cómo quisiera que papá estuviera aquí para celebrar la boda —suspiró
Marigold—. Pero como eso no puede ser, podemos invitar al viejo vicario de
St. Ives, amigo de papá, para que la celebre él.
—Le llamé por teléfono desde la estación, antes de salir de Londres. Quería
hablarle sobre ti. Pero, antes de que pudiera decir nada, exclamó: «¡Me
alegro de que llames, Sally! Te tengo buenas noticias: Sir Hubert ha sido
invitado por el Instituto Roosevelt a ir a Estados Unidos y me ha pedido que le
acompañe. Quiere que me quede allí, como representante británico, cuando él
regrese, lo cual, desde luego, es una gran oportunidad». Yo le felicité, y él
añadió: «No tan deprisa, no he decidido nada todavía. Quiero hablar con mi
padre acerca de ello, así que he pedido una semana de permiso en el hospital.
Dentro de dos días iré al pueblo», y colgó, sin darme la oportunidad de
hablarle de ti.
—Yo no puedo hacer nada —repuso Marigold—. Sally, ¿le dirás lo de Peter y
yo, verdad? No soporto reproches y recriminaciones.
Subió a dar las buenas noches a Elaine. La niña había subido protestando,
diciendo que no tenía sueño, pero Sally la encontró profundamente dormida.
La arropó con ternura y volvió a bajar.
«¿No te alegras por las chicas, papá?», preguntó y a Sally le pareció que él se
interesaba por ella, por su futuro.
Sally sabía que, tarde o temprano, debía preguntarse eso a sí misma, pero
temía la respuesta.
Era un hombre y pensó que tal vez Peter, o Robert, habían ido a buscarla.
Levantó la mano a modo de saludo y advirtió con asombro que se trataba de
David.
—¡David! —exclamó.
Él se acercó más, hasta que estuvo a su lado. Sally levantó la vista y sonrió. El
rostro de él, a la luz de la luna, tenía una extraña expresión. David se quedó
mirándola y ella pensó que alguien ya le había hablado de la boda de
Marigold.
—Lo sé —contestó él—, pero un amigo mío venía en avión hasta aquí y me
vine con él. Salimos de Londres hace apenas un par de horas. Me ahorré el
largo viaje en tren.
—Sé que te va a doler, David, pero ella le quiere y él a ella. Se van a casar
dentro de unos días.
—Sí, ya sé lo que vas a decir —sonrió David—. Mi atracción por ella terminó
hace mucho tiempo.
—¿Por qué iba a dejar de hacerlo? —replicó Sally—. Sobre todo cuando se
trata de la gente que quiero.
—Escucha, Sally. Creo que debo explicarte las cosas. Desde que éramos
niños, vosotras tres habéis formado parte de mi vida. Luego, cuando
crecimos, me imaginé que estaba enamorado de Marigold, pero ella, al
empezar a descubrir el poder de sus encantos, me consideró un fastidio e hizo
lo posible por menospreciarme. Creo que a mí me atraía y me intrigaba su
indiferencia y pensé que eso era amor.
—Quiero contarte todo esto, Sally, porque necesito que comprendas muchas
otras cosas. Yo todavía seguía pensando que estaba enamorado de Marigold
cuando tú y yo tuvimos esa conversación sobre ella. Fue una época rara para
mí. Mi vida estaba cambiando en todos los sentidos. Estaba muy emocionado
con mi trabajo, y atribuí los extraños sentimientos que me invadían a que
estaba enamorado.
—Parece una excusa decir que yo era demasiado joven para darme cuenta,
pero es la verdad.
Sally dirigió la vista al mar. Él la miró y siguió hablando.
—Te preguntarás por qué no te había dicho esto antes —continuó David—:
pero, no se había presentado la oportunidad de hacerlo. Sabía ya la verdad
antes de que Anne cayera enferma, pero creo que lo comprendí sin lugar a
dudas la tarde en que te dejé de pie en mi despacho del hospital,
contemplando el cuadro de mi padre. Entonces, pensé Sally, de que tú eras mi
vida… hasta el punto de que no puedo concebir la existencia sin ti.
—Cuando por fin comprendí lo que significabas para mí, creo que en ese
momento aumentó mi amor hacia ti, y te quise, Sally, como no he querido a
nadie antes en mi vida.
De nuevo Sally hizo un leve movimiento y sus dedos temblaron entre los de él
y ahora volvió el rostro hacia David.
—Antes de que respondas nada, Sally, hay algo que debo explicarte. Te dije
por teléfono que sir Hubert me pidió que fuera con él a Estados Unidos. He
pensado muy bien las cosas y voy a rechazar su oferta.
—Sí, Sally. ¿Sabes? Creo que al fin sé lo que quiero hacer, ahora y en el
futuro. No deseo la fama, ni me interesan las investigaciones que estaba
realizando con sir Hubert. Quiero, en cambio, dos cosas, practicar mi
profesión donde pueda ayudar a la gente a recuperar la salud y casarme
contigo. Pertenezco a este lugar, Sally. Aquí está la gente que conozco y que
quiero; la gente que en el futuro confiará en mí, como ha confiado siempre en
mi padre. Puedo ayudarle a él, pero ya se está haciendo viejo, e irme
preparando para sustituirle algún día.
—Eso es lo que quiero del futuro. Sally, y sólo puedo conseguirlo si tú estás a
mi lado para guiarme, para ayudarme como lo has hecho siempre. Ahora, todo
depende de ti.
—¡Oh, David!
Él no pudo oír lo que ella dijo y cuando inclinó la cabeza para oírla mejor,
Sally habló con voz firme y valerosa, animada por su profunda fe en sí misma.
—Mi amor, mi dulce amor, ¡qué ciego he estado! Pero te quiero, preciosa mía,
y te haré feliz.
FIN
BARBARA CARTLAND nació el 9 de julio de 1901 en Kings Norton, Lancaster,
Inglaterra y se crió en Edgbaston, Birmingham, como única hija, e hija mayor
de un oficial de la armada británica, el mayor Bertram Cartland y de su
esposa Mary (Polly), Hamilton Scobell. Su familia era de clase media. Su
abuelo, James Cartland, se suicidó.
Fue una de las escritoras anglosajonas con más éxito de novela romántica.
Era toda una celebridad que aparecía con frecuencia en televisión, vestida de
color rosa de la cabeza a los pies y con sombreros de plumas, hablando del
amor, el matrimonio, la política, la religión, la salud y la moda. Criticaba la
infidelidad y el divorcio, e iba en contra del sexo antes del matrimonio.
Barbara Cartland entró en el Libro Guinness de los récords como autora más
vendida del mundo en el año 1983. Sus 723 obras han sido traducidas a más
de 36 idiomas, y según la propia autora, escribía a razón de dos novelas por
mes. En 1991, la reina Isabel II la condecoró como Dame Commander de
Orden del Imperio Británico en honor a los 70 años de contribución literaria,
política y social de la autora.