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Cuando

el padre de las tres jóvenes murió, dejó muy poco dinero. Así que las
encantadoras hermanas abandonaron su hogar en Cornwall para ir a Londres
a buscar trabajo.

Anne, la atractiva rubia, soñaba casarse con un duque distinguido. Marigold,


la pelirroja, anhelaba una vida de riqueza y elegancia. En cambio, la
bondadosa Sally, la más soñadora de todas, deseaba casarse con el hombre al
que ella amara.

¿Se convertirían en realidad los sueños de las tres hermosas hermanas?


Barbara Cartland

Anhelos secretos

Pyramid - 62

ePub r1.0

jala 21.05.16
Título original: The dream within

Barbara Cartland, 1947

Traducción: Paloma Amor

Editor digital: jala

ePub modelo LDS, basado en ePub base r1.2


Capítulo 1

-¿Qué vamos a hacer?

La pregunta era un grito de desesperación y fue Sally quien respondió. Se


volvió desde el asiento que había bajo la ventana, desde donde había estado
contemplando el mar.

—Tenemos que encontrar trabajo.

Lo dijo con tranquilidad, mientras sus dos hermanas la miraban.

—Pero ¿qué clase de trabajo podemos hacer? —preguntó Marigold.

Hubo un momento de silencio y Anne añadió con su dulce voz:

—¡Sally tiene razón! ¡Siempre la tiene! Tenemos que trabajar, aunque sólo
Dios sabe en qué.

Sally se puso de pie y cruzó la habitación, para detenerse frente a la


chimenea.

—He estado pensando en eso desde hace algún tiempo —dijo—, y creo que lo
mejor que podemos hacer es irnos de aquí. De cualquier modo, en cuanto sea
nombrado el nuevo vicario vendrá a vivir a esta casa. Y si vamos a
marcharnos, será mejor que nos dirijamos a una ciudad donde podamos
conseguir trabajo.

—¿Estás pensando que nos vayamos de St. Chytas? —preguntó Anne.

Sally asintió con la cabeza.

—Pero ¿adónde iríamos? —insistió Marigold.

Anne y Marigold dejaron de mirar a su hermana pequeña, para mirarse la una


a la otra.

—Ya lo ha dicho Sally —contestó Anne—: a una ciudad donde podamos


conseguir trabajo.

—¡Entonces, será mejor que vayamos a Londres! —exclamó Marigold—.


¡Londres! ¿Cómo no lo hemos pensado antes? ¡Por supuesto, ésa es la
solución!

Sally suspiró. Sabía, aun antes de hacer la sugerencia, que les fascinaría la
idea de ir a la capital, pero ella, por su parte, no deseaba marcharse de su
pueblo.
Detestaba tenerse que ir, pero sabía que era inevitable. Lo había intuido
durante años. Y ahora que su padre había muerto, había llegado el momento
de marcharse.

Arthur Granville fue el vicario de St. Chytas durante veinticinco años. No


tenía ambiciones, no deseaba vivir con más comodidades, ni ansiaba tener
más fieles de los que podía atender.

Había nacido y crecido en Cornwall, a veinticinco kilómetros del lugar donde


se había establecido definitivamente.

Algunas veces sus hijas le gastaban bromas y le decían que no sólo los
pescadores y la gente de la aldea eran feligreses, sino también toda la fauna
del lugar.

Arthur Granville conocía y amaba la naturaleza y era Sally, su hija más


pequeña, quien compartía su amor a la naturaleza y su pasión por la historia y
las leyendas de los antepasados.

Anne fue la primera en nacer. Llegó al mundo tres años después de que
Arthur Granville se estableciera en St. Chytas. Era una niña rubia con ojos
azules. Su belleza había aumentado con los años y su padre se preguntaba
con frecuencia cómo era posible que él hubiera tenido una hija tan guapa.
Pero Anne pronto tuvo una rival, su hermana Marigold.

Marigold eran tan hermosa como ella, pelirroja y muy temperamental.

Si Arthur Granville se sintió desilusionado cuando nació una tercera niña en


lugar del varón que esperaba, no lo dijo, pero tal vez su predilección por Sally
nació del hecho de que no deseaba que la niña se sintiera rechazada. Sally,
además, se parecía a él, tanto físicamente como en el carácter.

No poseía, desde luego, la belleza de sus hermanas. Era pequeña, de rostro


alargado y pálido. Su cabello no era rubio como el de Anne, ni pelirrojo como
el de Marigold, sino un tono castaño.

Las tres chicas eran diferentes, Anne tenía belleza, Marigold encanto
personal y Sally sabiduría. Era Sally a quien toda la familia consultaba cuando
había que tomar una decisión y era de quien todos dependían.

Sally aún no había cumplido dieciocho años, Anne veintidós y Marigold


veintiuno.

Era costumbre entre las hermanas que fuera Sally la que decidiera el futuro
de todas y las otras aceptaban sus decisiones sin discusión.

—¡Siempre he deseado vivir en Londres! —exclamó Anne—. Hace cuatro años


que no voy allí. Y cuando lo hice, fue solo de paso para ir a ver a tía Mary.

—Es una pena que ella haya muerto —comentó Marigold—. Ella nos hubiera
ayudado a encontrar un lugar donde vivir.
—Yo también he pensado eso —convino Sally—. Disponemos de muy poco
dinero. Tendremos que buscar un lugar muy barato; pero, suceda lo que
suceda, estaremos juntas.

Durante unos minutos discutieron en qué podía trabajar cada una de ellas.
Las perspectivas no eran muy prometedoras y tuvieron que reconocer que lo
mejor sería encontrar un hombre que les propusiera matrimonio.

—Vamos a pensar en qué tipo de hombre nos gustaría encontrar para


casarnos con él —sugirió Marigold.

—A mí me gustaría casarme con un duque —declaró Anne.

—¡Un duque! —exclamó Marigold—. ¿Para qué?

—Porque él tendría todas las cosas que a mí me gustaría poseer —contestó


Anne—: casas grandes, muebles costosos, cuadros y objetos de plata. Y me
encantaría que tuviera una gran finca.

—Que probablemente sería carísima de mantener y que carecería de buenos


servicios sanitarios —dijo Marigold en broma—. No, eso no es para mí,
gracias. Los duques ya no están de moda, Anne. Yo quiero casarme con un
millonario. Quiero ir a la Riviera y a Palm Beach, tener joyas y mucha ropa.

Las dos se echaron a reír y se volvieron hacia Sally.

—Sally, ¡qué callada te has quedado! No nos has dicho con qué tipo de
hombre te gustaría casarte.

Sally sonrió.

—Quiero casarme con un hombre al que yo ame.

—Pero… nosotras también queremos eso —exclamaron sus hermanas al


mismo tiempo.

—Vosotras no lo habéis dicho.

En ese momento llamaron a la puerta y Marigold hizo un gesto de desagrado.

—¡Debe ser David! Dijo que tal vez vendría a tomar el té con nosotras. ¡Qué
fastidio! Yo pensaba hacer una lista de las cosas que llevaré a Londres.

—Podemos hacer eso de cualquier modo —replicó Anne.

Sally, que había ido a abrir la puerta, condujo al joven a la habitación. Era un
hombre joven y muy atractivo.

—Hola, Anne —dijo y después miró a Marigold casi con aire de disculpa—.
Hola, Marigold.
—Hola.

—He venido a ver si querías ir a dar una vuelta conmigo en mi coche.

—No puedo —contestó Marigold—. Estoy muy ocupada. Estamos haciendo


planes para irnos a vivir a Londres.

David Carey se quedó parado mirando a Marigold. Luego se volvió hacia


Sally, como pidiéndole una explicación.

—Sí —dijo Sally—. Tenemos que ganarnos la vida, y aquí no hay oportunidad
de trabajo para nosotras.

—¡Esto es demasiado maravilloso para ser cierto! —exclamó David.

Las tres hermanas le miraron sorprendidas.

—Me han ofrecido un puesto de cirujano en uno de los grandes hospitales de


Londres. Es una oportunidad espléndida, desde luego, pero no me gustaba la
idea de irme de aquí y… alejarme de vosotras.

Miró a Marigold al decir eso y resultó evidente que se refería a ella.

David Carey era el hijo de un médico de St. Ives, la población más cercana a
St. Chytas. Las tres muchachas le conocían de toda la vida y él había sido
para ellas como el hermano mayor que nunca tuvieron.

Estaba enamorado de Marigold, pero Marigold le quería como a un hermano.

Sally expresó su alegría al oír la noticia.

—¡Oh, David, eso es maravilloso! ¡Vas a estar en Londres! ¡Y nosotras


también! Tendremos al menos, a alguien que mire por nosotras.

—David estará demasiado ocupado y no podrá preocuparse por nosotras —


dijo Marigold.

—Sabes que no será así —protestó David—. Pero ¿qué vais a hacer? ¿En
dónde vais a vivir?

Avanzó y se sentó en un sillón.

—No lo sabemos todavía —dijo Marigold—. ¡No seas tan preguntón, David!
Estamos empezando a hacer planes. Cuando los hayamos terminado, te lo
contaremos todo.

—Sólo quería ver si podía ayudaros en algo.

A Marigold, David le parecía muy agradable. En ocasiones se había portado


muy bien con ella, pero no le amaba.
Sally hubiera querido que David fuera más autoritario y dominante, pues
sabía que Marigold no soportaba a la gente débil y sumisa.

«Si David se fijara en otra mujer», pensó Sally, «Marigold se interesaría más
en él».

David era inteligente y Sally pensaba que llegaría muy lejos. Pero era hijo
único y no tenía mucha experiencia con las mujeres.

—Me alegra mucho tu nombramiento, David —dijo Anne—. Tu padre estará


emocionado, ¿no?

—¡Oh, sí, él está encantado con la idea!

—Nosotras también nos alegramos mucho —contestó Sally.

—Gracias, Sally. Quería darle la noticia a Marigold si aceptaba salir a pasear


conmigo.

—¿Esperaba, acaso, que me pusiera a llorar por eso? —preguntó Marigold con
crueldad.

—Bueno, pensé que sentirías perderme…

Como Sally comprendió que Marigold iba a continuar hiriendo a David,


intervino a toda prisa.

—Ya no hay motivo de preocupación. Te vas a Londres, David, pero te llevas


contigo a tres jóvenes doncellas de Cornwall.

—Y no sabéis lo contento que estoy por ello —respondió David.

Sally miró el reloj.

—Es hora del té. Iré a prepararlo.

—Yo te ayudaré —dijo Anne, y salió con ella de la habitación.

Marigold y David se quedaron solos. Él se levantó del sillón y se acercó a ella.

—¡Marigold! —murmuró—. ¿Sabes por qué he venido hoy?

—Ya lo has dicho.

—He venido, en realidad, a preguntarte algo. Pensé que había una sola cosa
que deseaba hacer antes de irme… ¡casarme contigo! ¿Quieres ser mi esposa,
Marigold?

—¡Por supuesto que no!


—¿Por qué? ¿Por qué, Marigold? Tengo dinero que me dejó mi abuela, y ahora
tendré un buen sueldo en el hospital. Puedo mantener a mi esposa, y,
Marigold… ¡te quiero tanto!

—¡Pobre David! ¡Lo siento! —exclamó Marigold—. Pero no me gustaría ser la


esposa de un médico y no te amo.

—Yo podría enseñarte a amarme —dijo David.

—Nadie puede hacer que otra persona le ame. Las cosas no suceden así. Creo
que te enamoras o no de la otra persona y, con toda franqueza, David, no
estoy enamorada de nadie, ni nunca lo he estado.

—Muchos hombres se enamorarán de ti cuando llegues a Londres —repitió


David con amargura—. Y entonces ya no tendré ninguna oportunidad.

—¡Pobre David! —repitió Marigold.

David la miró y ella le miró con compasión.

—Quiero que me prometas una cosa, Marigold.

—¿Qué?

—Sí cuando estés en Londres tienes algún problema, de cualquier tipo, quiero
que me prometas que recurrirás a mí para solucionarlo.

Marigold se echó a reír, un poco turbada por la seriedad de él.

—Espero no tener problemas nunca, David.

—Pero si llegara a suceder…

—Entonces, desde luego, te pediré ayuda. Pero, te lo advierto, todo lo que


podrá suceder será que me encuentre sin dinero…

—Yo te ayudaré —prometió David.

Le oprimió las manos con fuerza y la soltó, en el momento en que Anne y Sally
entraban con el té. Tomaron el té y cuando terminaron David se puso de pie.

—Debo irme —dijo—. Tengo que ir a buscar a mi padre.

Se dirigió lentamente hacia la puerta y Sally comprendió que estaba


esperando que Marigold le acompañara, pero ella no hizo el menor intento de
moverme.

Sally le acompañó a la puerta y después al coche. Soplaba un aire fresco y


Sally miró al mar y suspiró.
—Vamos a echar esto de menos, David.

—Por supuesto —reconoció él y añadió—: supongo que tienes razón, Sally. Es


mejor que vayáis a Londres. Aunque casi no puedo imaginaros allí. Parecéis
pertenecer a este lugar.

—¿Qué otra cosa podemos hacer?

—Sí, lo entiendo. Pero, Sally, cuidaos mucho.

—Lo haremos —prometió ella.

David subió a su coche y se despidió de ella agitando la mano. Sally miró el


coche hasta que desapareció; pero, en lugar de volver a la casa, cerró la
puerta y caminó por el descuidado jardín de la vicaría, hacia el acantilado. El
mar estaba más tranquilo, pero las olas seguían chocando contra las piedras
de la orilla. Se quedó oyendo el rumor del oleaje y de pronto sus ojos se
llenaron de lágrimas.

—¡Oh, papá, papá! —murmuró con un gesto de profundo desaliento—. ¿Cómo


podré marcharme de aquí?

—¡Dios mío, qué cansada estoy!

Anne puso la bolsa de la compra en la mesa y se quitó el sombrero.

Sally la miró.

—¿Has tenido suerte?

—No, y he andado tanto, que me duelen mucho los pies.

Iba a dejarse caer en la silla más cercana, pero la detuvo en el acto un grito
de Sally.

—¡No te sientes ahí, está recién pintada!

—¡Caramba! Debías poner letreros, o algo, que indique lo que está todavía
fresco.

Anne se volvió para mirar la parte posterior de su vestido.

—No me he manchado, ¿verdad? Éste es el único vestido decente que tengo.

—Si estáis hablando de ropa —dijo una voz desde la puerta—, tengo que
hablaros del tema.

—¡Hola, Marigold! —exclamó Sally—. He estado trabajando todo el día sin


parar; tengo tanto calor que creo que voy a darme un baño.
—¿Qué? ¿Vas a bajar los tres pisos? —preguntó Anne—. ¡Yo no tendría fuerzas
suficientes para hacerlo!

Marigold cruzó la habitación y se quitó el sombrero y lo miró con desagrado.

—¿Sabéis lo que es esto? —preguntó y sus hermanas se volvieron para


mirarla—. ¡Es una pieza de museo! Me siento antediluviana andando con este
sombrero por Londres. ¿No os habéis fijado en lo que usan las demás
mujeres?

—No tenemos tiempo de fijarnos en la ropa —contestó Anne—. Primero


debemos conseguir empleo y después pensaremos en gastar dinero. Mientras
tanto…

—Mientras tanto… —La interrumpió Marigold—, jamás conseguiremos nada


vestidas así. He estado mirando escaparates y me he fijado cómo visten las
otras mujeres. Y por fin me he dado cuenta de lo que nos pasa a nosotras tres.
Parecemos lo que somos, provincianas, procedentes de una vicaría de pueblo.

—Yo no veo nada de malo en ello —exclamó Sally.

—¡No seas ridícula! —exclamó Marigold—. Si queremos conseguir empleo en


Londres, debemos vestir con elegancia. Tenemos que cambiar nuestra imagen
—anunció en tono dramático—. Sally, ¿cuánto dinero tenemos?

—Ni un penique para ropa —contestó Sally.

—Creo que Marigold tiene razón —observó Anne—. Hoy he ido a cuatro
agencias y todo lo que he logrado ha sido que me ofrecieran un puesto de
ayudante de cocina.

—¿De veras? —exclamó Sally, sentándose en el suelo—. ¡Oh, Dios mío! Es mi


culpa por haber dicho que viniéramos a Londres.

—¡No, claro que no! —protestó Marigold—. Sabes bien que fui yo quien lo
sugirió. La decisión no fue solo tuya, sino de las tres, ¿verdad, Anne?

—Por supuesto —contestó Anne—. Y no debemos deprimirnos. Después de


todo, sólo llevamos tres días buscando trabajo.

—Y lo hemos hecho de forma errónea —añadió Marigold—. Estoy segura de


eso. Voy a subir el dobladillo de mi falda por lo menos diez o quince
centímetros. Después, me compraré una rosa y unos metros de cinta, para
hacerme yo misma un sombrero más moderno. Podemos comprar eso,
¿verdad, Sally?

—Tendremos que hacerlo —asintió Sally y se echó a reír.

Pero al momento se quedó pensativa y seria.

Ella, a través de uno de sus amigos, había conseguido un lugar donde vivir.
El viejo Fred, un remero de St. Chytas que conocía a las muchachas desde
que eran pequeñas por haber sido muy buen amigo de Arthur Granville, había
sugerido que fueran a ver al hermanos de su esposa cuando llegaran a
Londres.

El hombre las había recibido con los brazos abiertos. Tenía una taberna en
Chelsea, y se sintió un poco desilusionado cuando ella no aceptó la copa que
le ofreció.

Cuando Sally le explicó que ella y sus hermanas estaban buscando un lugar
barato donde vivir, él se rascó la cabeza, diciendo que le estaba planteando
un problema difícil de resolver y decidió llamar a su esposa.

Sally le contó a ella de nuevo la historia de la muerte de su padre y le habló


de la necesidad que tenían, ella y sus hermanas, de ganarse la vida y de
encontrar un lugar barato y decente donde vivir.

—Le he dicho que ése es un gran problema —comentó el señor Jarvis a su


esposa.

—Así es, Bill, pero se nos tiene que ocurrir algo. ¿Qué me dices de la señora
Jenkins, que vive en la esquina?

—Sí, ella acepta huéspedes, pero no creo que sea un lugar adecuado para
señoritas.

—Tienes razón, Bill —de pronto la señora Jarvis se puso en jarras—. Bill…
¿qué me dices del desván? Nunca te has decidido a arreglarlo como dijiste
que lo harías.

—¿El desván? Me parece que no les gustaría…

—¿Por qué no? Es amplio, seco, pero bien ventilado. Y las señoritas podrían
arreglarlo muy bien. Y, por lo menos, esta casa es respetable, y lo será
mientras yo viva en ella.

Habían llevado a Sally a ver el desván, y ella decidió en el acto que el lugar
serviría muy bien a sus propósitos. Era una habitación grande con un techo
bajo, levemente inclinado. Tenía tres pequeñas ventanas, desde las cuales se
veían los tejados de las casas contiguas. Desde una de ellas podía verse el río
y fue este destello, tal vez, lo que la hizo decidirse al instante.

—Es perfecto, señor Jarvis —dijo con entusiasmado, apartándose de la


ventana con los ojos brillantes—. Podemos ser muy felices aquí y es
maravilloso pensar que usted será nuestro casero.

—Empezaré a limpiarlo mañana mismo —respondió la señora Jarvis, jadeante


por el esfuerzo de subir la escalera.

—No se moleste —protestó Sally—. Nosotros mismas lo limpiaremos. Y hoy


mismo mandaré un telegrama para que nos envíen los muebles que dejamos
guardados en el establo de la vicaría.

—Y ahora, señor Jarvis, dígame cuánto nos va a cobrar —había insistido Sally
con respecto al desván.

Hubo una leve discusión sobre eso. El señor Jarvis pensaba que debía dejarles
usar gratis el desván, pero Sally se opuso.

Por último, el señor Jarvis propuso una cantidad de tres libras a la semana y
Sally aceptó de buen grado.

Tuvieron que esperar una semana a que llegaran sus muebles y durante ese
tiempo las muchachas trabajaron de la mañana a la noche limpiando el
desván.

Estaban hospedadas en una casa de huéspedes respetable, en Bloomsbury,


que les había sido recomendada por el padre de David. Era un lugar muy
modesto e incómodo. Su única ventaja era su bajo precio. Como contraste, el
desván tenía inmensas posibilidades debido a su amplitud, y las muchachas
querían hacerlo tan acogedor como fuera posible.

Sally había mandado a una amiga del pueblo una lista de las cosas que debía
enviarle de St. Chytas: dos sillones, una mesa, varias estanterías, camas y
otros muebles de dormitorio.

En el centro del desván habían puesto una cortina que dividiría el lugar en
dos habitaciones: un cuarto de estar y un dormitorio para las tres.

—Es posible que vengan a visitarnos algunos amigos —dijo Sally—, y es


desagradable recibirlos donde hay camas a la vista.

El cuarto de estar resultó un lugar acogedor, aunque muy pequeño y, como


dijo Anne, no podrían recibir a muchos amigos al mismo tiempo.

—Tendremos que recibirlos por turnos —contestó Sally riéndose—. Cada una
podremos hacerlo dos días a la semana y rifaremos el domingo.

Tan pronto como se instalaron en su nuevo hogar, Sally mandó a Anne y a


Marigold a buscar trabajo, mientras ella ponía los toques finales al desván.

—Sólo me falta pintar una mesa y dos sillas, y habremos terminado.

Habían fregado el suelo de madera hasta dejarlo limpio y después lo


barnizaron. Pintaron las paredes de color beige y todos los muebles.

Pusieron un espejo de marco dorado sobre la chimenea y colgaron un cuadro


que había estado siempre en el despacho de su padre.

Sally se sentía pequeña e insignificante al andar por las calles de Londres,


algunas veces deseaba volver al pueblo, vivir de nuevo entre la gente que
conocía, y que estaba siempre dispuesta a ayudar a la hija de Arthur
Granville. En Londres nadie sabía quién era, ni le interesaba lo que pudiera
sucederles ni a ella ni a sus hermanas.

Miró a Anne y a Marigold, sintió miedo. Sus hermanas eran muy atractivas,
pero no estaban preparadas para luchar en aquella gran ciudad. Sin embargo,
debía haber algo que las tres pudieran hacer.

—La habitación ya está terminada —dijo—. Mañana veré qué podemos


encontrar. No debemos preocuparnos. Todavía no llevamos ni siquiera dos
semanas en Londres.

—¿Qué vas a tratar de hacer? —preguntó Anne.

Sally sonrió.

—Tengo una idea, pero no quiero deciros nada. Por cierto, Anne, ¿has traído
el periódico?

Anne se dirigió hacia la mesa donde había dejado la bolsa de la compra.

—Sí, también el pan y un pepino. ¿Crees que ha sido un despilfarro?

—No, me parece muy bien —dijo Sally—. Tomaremos emparedados de pepino


con el té. ¿A quién le toca el turno de bajar a hacer el té? Lo haré yo. Vosotras
estáis muy cansadas.

La señora Jarvis les permitía hacer el té en su cocina a la hora del desayuno y


las del té, comían y cenaban en algún restaurante de los alrededores.

Sally bajó a toda prisa la escalera, con la tetera en una mano y el té en la otra.
La señora Jarvis no estaba en la cocina y ella llenó la tetera de agua y la puso
a hervir.

Sobre la mesa había un periódico y mientras esperaba que el agua hirviera,


miró las ofertas de empleo. Un anuncio llamó su atención. Lo leyó dos o tres
veces antes de hacer el té. Cuando se hizo el té, subió por la escalera con el
periódico bajo el brazo.

Llegó jadeante al desván, no sólo por el esfuerzo de subir, sino por la


excitación que sentía.

—Anne, he encontrado algo en este periódico que creo que te interesará.

—¿Qué es? —preguntó Anne, que estaba sentada en un sillón.

—Un anuncio que hay aquí, en el Dayly Telegraph —contestó Sally.

—¿El Dayly Telegraph? —exclamó Anne—. Yo he comprado el Daily Sketch.

—Este periódico no es nuestro, sino del señor Jarvis.


—Dama noble requiere dama de compañía. Debe ser joven y educada. Enviar
solicitudes al apartado número…

—¡Eso sería perfecto para ti! —exclamó Marigold—. Trabajando con una dama
noble podrías conocer al duque con el sueñas.

—Joven y educada… ¿tú crees que yo soy una chica educada? —preguntó
Anne.

—¡Claro que sí! —exclamó Sally—. Escribe ahora mismo.

—¿Cómo debo empezar? —preguntó Anne.

Estuvieron discutiendo la forma de contestar el anuncio. Veinte minutos


después, Sally recordó que le señor Jarvis podía necesitar su periódico.

—Date prisa y escribe la dirección en el sobre —dijo—. Yo tengo sellos. Bajaré


ahora mismo a echarla y devolveré el periódico al mismo tiempo.

—Ya está —exclamó Anne—. ¡Oh, deseadme suerte, por favor!

—Tengo el presentimiento de que algo bueno va a salir de esto —observó


Sally. Cogió la carta y el periódico y se volvió a bajar.

No había nadie en la cocina. Ella puso el periódico donde lo encontró y salió a


la calle. Echó a andar y, al volverse, tropezó con un hombre.

—¡Perdón! —exclamó Sally.

—No se preocupe —dijo— la culpa ha sido mía. Me puse demasiado cerca de


usted… —Sally sonrió y se dispuso a seguir su camino, pero él la detuvo—.
Disculpe, pero ¿no se hospedaba usted antes en una casa de huéspedes que
hay cerca de aquí?

—Sí —contestó ella.

—Usted debe ser una de las señoritas Granville, ¿no es así? Jarvis habló de
ustedes la otra noche. Me gustaría saber si puedo pedirle algo.

—¿Qué es? —preguntó Sally.

—Soy pintor —explicó él—. Me gustaría saber si su hermana, la del cabello


pelirrojo, le gustaría posar para mí.

—Tendría que preguntárselo, pero estamos muy ocupadas por el momento


buscando trabajo.

—Estoy dispuesto a pagar por sus servicios. Ella es la modelo perfecta que
estaba buscando para unas ilustraciones que debo hacer para una revista.

—¡Oh, pensé que deseaba hacer un retrato de ella!


—¡Claro que me encantaría hacerlo! Pero los retratos sólo tienen valor
comercial como encargos. Y todavía no conozco a hombres dispuestos a
pagarme mil libras porque yo haga un retrato de su esposa.

Sally se echó a reír. Titubeó sólo un momento antes de sugerir:

—¿Quiere venir conmigo para que le presente a Marigold?

—Me encantaría —contestó él—. Por cierto, no me he presentado. Soy Peter


Aird.

—Usted será la primera persona que venga a vernos.

—Eso exigiría una celebración —dijo Peter Aird—. ¿Qué le parece si llevo unas
fresas?

Al lado de ellos había un vendedor ambulante y, sin esperar la respuesta de


Sally, se acercó a él y un momento después volvió al lado de ella con una
cesta en la mano.

—He elegido la que me ha parecido mejor. ¡Puedo ponerlas a los pies de


Marigold, como tributo a su belleza!

—Sería mejor que las pusiera en la mesa y que todos las comiéramos —dijo
Sally con firmeza.

Estaba empezando a arrepentirse de haberle invitado a subir.

Los artistas eran todos pobres, y aunque él había ofrecido pagarle a Marigold.
Sally estaba segura de que sería una suma insignificante. Mientras abría la
puerta, le oyó decir con humildad.

—Es muy amable de su parte invitarme a entrar, señorita Granville.

—Le suplico que espere un momento abajo. Debo advertir a mis hermanas de
que tenemos visita. Le llamaré cuando estemos listas. Hay que subir cuatro
pisos.

—Esperaré todo el tiempo necesario. Subiré cuando usted me avise.

Sally subió los escalones de dos en dos y, casi sin aliento, abrió la puerta del
desván.

—¡Pronto! —exclamó—. Recoged todas las cosas y poneos guapas. Tenemos


visita.

—¡Qué fastidio! —murmuró Marigold—. ¿No ves que estoy ocupada?

Anne se volvió ansiosa hacia Sally.


—¿Quién es? —preguntó.

De pronto, Sally sintió una inmensa tristeza. Anne era muy guapa también, tal
vez más que su hermana pequeña y, sin embargo, Peter, como David, se había
sentido atraído por Marigold.
Capítulo 2

Marigold fue brusca con Peter Aird cuando le conoció. Le dijo que no estaba
interesada en posar para sus ilustraciones, ni para artistas.

Según comentó a sus hermanas cuando se quedaron solas, no había ningún


futuro en eso, porque todos los artistas vivían siempre en la pobreza.

Dos noches más tarde, sin embargo, las cosas cambiaron. Peter las fue a ver y
las llevó otra cesta de fresas.

Marigold y Anne habían pasado dos días buscando en vano empleo, de modo
que no tuvieron reparo en recibir de buen grado una cara amiga, aunque
fuera la de un artista sin dinero. Marigold les habló de los lugares en donde
había estado ese día buscando trabajo, y añadió:

—Es increíble lo poco preparadas que estamos para ganarnos la vida. Cuando
yo tenga hijas, las educaré para que sepan hacer algo específico.

—¿Qué te gustaría hacer? —preguntó Peter.

—Por el momento aceptaría cualquier empleo por el que me pagaran seis o


siete libras a la semana. Creo que me gustaría ser modelo de una casa de
modas.

—Si quieres ser modelo —dijo Peter—, creo que yo podría ayudarte.

Marigold frunció el ceño y le miró asombrada.

—¿Por qué no me lo habías dicho?

—Porque estabas tan ansiosa de decirme que no querías posar para mí, que
no hablaste de lo que querías hacer.

—Muy bien, te pido que me disculpes. Ahora, sé bueno y ayúdame.

—No puedo prometerte nada, pero una amiga mía trabaja con Michael
Sorrell. ¿Has oído hablar de él?

—¿Qué? ¿Te refieres al famoso diseñador?

—Sí.

—¿Me vas a dar una carta de presentación para ella?

—¡Por supuesto!
—¡Es maravilloso! Siento haberme portado tan mal contigo cuando me
pediste que posara para tus ilustraciones. Si me das esa carta, posaré para ti,
sin cobrarte nada.

—Gracias, pero no quiero que me pagues de ningún modo el favor.

—¿Quién es la chica que trabaja con Michael Sorrell? ¿Es tu novia?

—No. Nadine Sloe es sólo una vieja amiga mía.

—¿Me escribirás la carta de presentación ahora mismo? —preguntó Marigold


—. ¿Crees que podría ir mañana a verla?

—No te hagas demasiadas ilusiones —suplicó Peter—. Tal vez no resulte nada
de esto. Es posible que no tengan ningún puesto libre o que no seas la
persona que buscan. No me gustaría que sufrieras una desilusión.

—A mí tampoco.

—Creo que tienes mucha suerte —comentó Anne con seriedad—. ¡Como
quisiera que alguien me ofreciera a mí un empleo!

—¿No has recibido respuesta a tu carta?

Anne negó con la cabeza.

—¡Oh, ya verás cómo te surgirá algo! —exclamó Peter—. Yo me he sentido


algunas veces así, y entonces sucede lo inesperado. Hubo días en que abrí el
buzón cada cinco minutos, para ver si había llegado el correo.

—Hablando de eso —exclamó Sally—, ésta es la hora en que suele llegar el


cartero. ¿Quieres que vaya a ver si ha llegado algo, Anne?

—Sí, por favor —contestó ella—. Yo bajaría, pero me temo que, si no ha


llegado nada, me echaré a llorar en los brazos del señor Jarvis.

—A él no le disgustaría la idea —dijo Sally, poniéndose de pie.

—Sí, pero ¿qué diría la señora Jarvis?

—Nada. El viejo Bill piensa que no hay nadie en el mundo como su mujercita,
y creo que tiene razón.

Bajó corriendo por la escalera y entró en la cocina.

La señora Jarvis estaba sentada en un sillón.

—¿Ha llegado ya el correo, señora Jarvis? —preguntó Sally.

—¡Oh, criatura, qué susto me has dado! Me había quedado dormida. No, no
ha llegado, pero no tardará. Estaba descansando unos momentos, porque he
trabajado mucho hoy.

—Trabaja usted demasiado, señora Jarvis.

—Los dos trabajamos demasiado —suspiró la señora Jarvis—. Creo que ya va


siendo hora de que nos jubilemos. Con frecuencia pienso que me gustaría
tener una casita en el campo, no costaría mucho, y tenemos algún dinero
ahorrado.

—Sé el tipo de casita que a usted le gustaría —dijo Sally—. Una amiga mía
tiene una así en el pueblo. A menudo pienso que a mí también me gustaría
pasar el final de mi vida en un lugar como ése. Una casita propia con vistas al
mar…

Se quedó pensativa.

—No me explico cómo hay gente que quiere vivir en Londres —dijo
suspirando.

—Te estás poniendo nostálgica, querida —contestó la señora Jarvis—. Pero, no


te preocupes muy pronto te adaptarás a la ciudad. Londres es muy agradable
para la gente joven. Apostaría media corona a que vosotras tres lo estaréis
pasando de maravilla dentro de un mes o dos.

—Ojalá tenga razón, señora Jarvis —dijo Sally con una sonrisa triste—. Y no
debía quejarme, pues usted y el señor Jarvis son muy buenos con nosotras.

—Vamos, no digas tonterías —protestó la señora Jarvis—. No nos causáis la


menor molestia y habéis hecho de ese desván un lugar muy acogedor.

En ese momento se oyó el silbato del cartero.

—¡El cartero!

Sally salió corriendo de la cocina y encontró tres cartas. Dos de ellas estaban
dirigidas al señor Jarvis y la tercera era para Anne.

Sally volvió a toda prisa a la cocina, y le entregó a la señora Jarvis sus cartas.

Subió corriendo la escalera, y al llegar al desván exclamó:

—¡Anne, mira lo que traigo aquí!

Anne se puso de pie de un salto, cogió la carta y se quedó mirándola.

—¿Sabéis? —dijo después de un momento—. Es ridículo, pero no me atrevo a


abrirla.

—Yo lo haré por ti —se ofreció Marigold—: Estimada señorita Granville. Me


interesó mucho su carta y le agradecería que me viniera a ver mañana,
jueves, a las 10:30. Atentamente, Catherine Barfield.

—¡Oh, es maravilloso! ¿Qué me pondré para ir? ¿Qué dirección es?

—Casa Halstead, en la Plaza Berkekey —contestó Sally, que había estado


mirando por encima del hombro de Marigold.

—¿Cómo decía que se llama esa persona? —preguntó Peter.

—Parece Barfield o Burfield —dijo Marigold examinando la firma de nuevo.

—Es Burfield —indicó Peter—. Se trata de lady Catherine Burfield. Se casó


con un oficial granadero.

—¿Estás seguro?

—Sí, muy seguro.

—¿Es buena? —preguntó Anne.

—No sé qué es ser «buena» para ti —repuso Peter de forma evasiva.

Parecía ansioso de cambiar de tema, pero sólo Sally lo notó.

—Estoy segura de que deben ser muy ricos, si viven en la Plaza Berkeley —
observó Marigold—. No pidas un salario muy bajo.

—¿Y cuánto voy a pedir? —preguntó Anne.

—Yo esperaría a ver qué te ofrecen —opinó Sally.

Anne recordó ese consejo al día siguiente, mientras esperaba nerviosa en la


gran biblioteca de la Casa Halstead.

El imponente mayordomo que abrió la puerta y la suntuosidad de la biblioteca


aumentaron su nerviosismo.

Cuando lady Catherine entró en la habitación se sintió más calmada y menos


temerosa.

—Le agradezco mucho que haya venido a verme, señorita Granville —dijo—.
Tenga la bondad de sentarse, porque voy a explicarle qué es lo que necesito.

—Sí, muchas gracias —contestó Anne, y se sentó.

—En el anuncio —empezó a decir lady Catherine— solicité a una dama de


compañía para mi madre, la duquesa de Cheyn. Voy a ser muy franca con
usted, señorita Granville. Mi madre tiene casi ochenta años y un carácter muy
difícil, pero insiste en que le consigamos una dama de compañía joven.
Queremos a alguien que converse con ella, que le lea. Tiene una enfermera,
desde luego, y por eso preferimos a una persona que no resida en la casa.
—Yo prefiero eso también —contestó Anne.

—¡Eso es espléndido! Desde luego, debo añadir que tendrá también que
escribir las cartas de mi madre. Ella insiste en que toda su correspondencia
sea escrita a mano, considera de mala educación mandar cartas escritas a
máquina.

Anne se sintió aliviada. Ella sabía escribir a máquina, pero no tenía mucha
práctica.

—Es muy difícil explicarle todo lo que mi madre esperará de usted —continuó
diciendo lady Catherine—. Recibe bastantes visitas y sin duda le pedirá que
sirva el té y cosas parecidas. Sus habitaciones están en el primer piso, y allí
recibe a sus visitas.

Lady Catherine se detuvo un momento.

—Si le interesa el puesto, debemos subir a ver a mi madre. La decisión final


está en sus manos. Nada de lo que sus hijos pensemos influye en sus
decisiones. ¿Le gustaría entrevistarse con ella?

—Sí, me gustaría mucho que la duquesa me aceptara —asintió Anne.

—¡Magnífico! Vayamos entonces a verla. ¡Oh, hay otra cosa! ¿Qué sueldo
querría cobrar?

Anne recordó el consejo de Sally.

—No sé lo que ustedes estarían dispuestos a ofrecerme.

—Seis libras a la semana —dijo lady Catherine un tanto titubeante—. Hemos


tenido muchos gastos últimamente y me temo que no podemos pagar más.
Desde luego, usted comería y tomaría el té aquí.

—El sueldo me parece bien —dijo Anne—, si ustedes me aceptan.

—Todo depende de mi madre —sonrió lady Catherine.

Subieron por una escalera.

Después de entrar por una puerta situada en el primer piso, Anne se encontró
en la habitación más extraordinaria que había visto en su vida. Había muchos
objetos de arte.

También había varias fotografías sobre un mantón de seda bordado con flores
multicolores. Las paredes estaban completamente cubiertas con fotografías,
retratos en óleo, acuarelas y grabados.

Las sillas y los sofás, todos de estilo antiguo, estaban tapizados con una tela
de flores.
Anne miraba todo asombrada y, al llegar a otra puerta lady Catherine se
volvió sonriendo hacia ella.

—Éstos son los tesoros de mi madre —dijo—. Los ha coleccionado en casi un


siglo de vida. Me temo que descubrirá que una de sus principales ocupaciones
es encontrar algún pequeño objeto que alguna de las doncellas ha colocado
mal. Mi madre sabe de memoria todo lo que tiene y el lugar exacto en que
debe estar cada cosa.

Llamó a la puerta y entró.

—¿Eres tú, Catherine? ¿Qué quieres?

—He traído a la señorita Granville a verte, mamá. ¿Recuerdas? Le pedí que


viniera esta mañana.

Lady Catherine avanzó y Anne vio una enorme cama con dosel; en el centro
de la cual, sentada entre numerosas almohadas, se encontraba la duquesa de
Cheyn.

La cama estaba cubierta con una colcha de raso de color violeta oscuro. La
duquesa tenía puesto un camisón de terciopelo del mismo color.

Había libros, revistas, papeles y un montón de cartas sobre la cama. Anne


comprendió que aquélla no era una anciana que se pasara el día apoyada en
los almohadones, sin hacer nada.

—¿Cómo está usted, señorita Granville? —dijo la duquesa, extendiendo su


delgada mano, cuyos dedos estaban llenos de anillos de diamantes.

—Te dejo con la señorita Granville para que hables con ella —intervino lady
Catherine—. Puedes tocar el timbre cuando me necesites.

—Siempre toco y nunca me hacen caso.

—Estaré pendiente del timbre esta vez, mamá —insistió lady Catherine.

—Siéntese, señorita Granville —dijo la duquesa, indicando una silla que había
junto a la cama y Anne obedeció—. Así que usted quiere ser mi dama de
compañía. ¿Por qué?

—Necesito trabajar —contestó Anne, sorprendida por la pregunta.

—¿Y esto es lo mejor que puede hacer?

—Me temo que no estoy preparada para desempeñar otro tipo de trabajo.

—¿Por qué no? ¿No fue bien educada? ¿En dónde estudió?

—En casa. Tuvimos primero una institutriz y después fue mi padre quien se
encargó de nuestra educación. Pero creo que ésta no fue muy práctica.
—A mí me parece mucho más sensato de la que se imagina. ¿Quién era su
padre y dónde vivía usted?

—Mi padre era el vicario de St. Chytas.

—¿Su padre ha muerto?

—Sí. Por eso tuvimos que venir a Londres.

—¿Quiénes vinieron?

—Mis hermanas, Marigold, Sally y yo. Yo soy la mayor.

—Así que han llegado aquí a buscar fortuna, ¿no?

—No. Hemos venido a buscar trabajo —la corrigió Anne con dignidad.

—Y todas esperan casarse —dijo la duquesa, echándose a reír y añadió antes


de que Anne pudiera decir nada—: no las culpo; el matrimonio sigue siendo la
mejor carrera que puede seguir una mujer. Busque un hombre lo bastante
tonto como para casarse con usted y la mantendrá el resto de su vida. Es
mejor que buscar trabajo como mecanógrafa o que le salgan varices de tanto
estar de pie tras un mostrador.

Anne no supo qué decir y la anciana la miró sonriendo.

—Es usted muy bonita, niña. Se casará muy pronto. ¿Está enamorada?

—No, nunca he estado enamorada —contestó Anne ruborizándose.

—Pero lo estará. No me diga que los hombres no corren detrás de usted con
esa preciosa cara que tiene. ¿Cómo son sus hermanas?

—Marigold es muy guapa —contestó Anne—. Al menos, a nosotras nos lo


parece. Sally, la más joven, es la más sensata de la familia. Es la que nos
dirige.

—Y ellas, ¿qué van a hacer?

—Marigold está tratando de conseguir trabajo como modelo. Esta mañana ha


ido a ver si tenía suerte. Un amigo le dio una carta de presentación para
Michael Sorrell.

—¿Michael Sorrell? —repitió la duquesa—. Conozco bien su ropa. Tiene unos


precios desorbitados. ¿Y qué me dice de su hermana menor?

—Sally tiene alguna idea sobre lo que desea hacer, pero no nos quiere decir
de qué se trata —contestó Anne—. Tendrá éxito porque ella siempre consigue
lo que quiere.

La duquesa no hizo ningún comentario. Se quedó callada y después miró a


Anne con aire reflexivo antes de decir:

—¿Quiere ser mi dama de compañía, o ha cambiado de opinión?

—Me sentiría muy agradecida si decide ponerme a prueba.

—No creo que le guste el trabajo y le resultará difícil llevarse bien conmigo.
Detesto a la gente servil y lisonjera, pero creo que usted no es así.

—Espero no serlo —respondió Anne con seriedad.

—Si quiere trabajar aquí, será mejor que empecemos enseguida, antes de que
se case.

—No existe la menor posibilidad de eso en mucho tiempo —contestó Anne con
una sonrisa.

—Yo no estaría tan segura. De cualquier manera, vamos a probarla.

La duquesa tocó el timbre y un momento después se abrió la puerta y


apareció lady Catherine.

—Bien, todo está arreglado, Catherine —anunció la duquesa—. La señorita


Granville tratará de soportarme, así que dejaré de molestarte durante algunos
meses para que te ocupes más de tu marido.

—¿Cuándo quieres que empiece la señorita Granville? —preguntó lady


Catherine.

—Mañana —contestó la duquesa—. No tiene objeto esperar.

—¿A qué hora desea que esté aquí? —preguntó Anne.

—A las nueve y media. Y no llegue tarde. Quiero dictarle algunas cartas antes
de que lleguen los médicos. Y una nunca sabe a qué hora vendrán.

—Seré puntual —dijo Anne y añadió—: muchas gracias por aceptarme.

—No debía darme las gracias. Las jóvenes modernas esperan que yo les dé las
gracias a ellas. Es usted anticuada, querida mía. Ya cambiará si se queda en
Londres algún tiempo. Buenos días.

Anne se despidió de lady Catherine. Se sentía extrañamente feliz con su


nuevo empleo.

«La duquesa no me inspira temor», pensó. «Creo que me gustará mucho


trabajar para ella. ¡Voy a ser dama de compañía de la duquesa de Cheyn!». Y
después añadió para sí: «¿Habrá un duque?».

Marigold entregó la carta de Peter a una joven con aire de superioridad, que
vestía un elegante traje de color gris claro, y esperó en el vestíbulo de la
tienda de Michael Sorrell, mientras aquélla llevaba la carta a la señorita Sloe.

La amplia escalinata estaba cubierta con una alfombra gris, por la que subían
y bajaban atractivas jóvenes vestidas también de color gris claro.

Marigold deseó ser una de ellas. Se imaginó a sí misma llevando un idéntico


vestido gris.

El teléfono sonaba constantemente.

Pasaron diez minutos antes de que la muchacha a la que había dado la nota
bajara corriendo por la escalera.

—La señorita Sloe desea recibirla —le dijo—. Venga por aquí, por favor.

Marigold la siguió por un pasillo, al fondo del cual había un ascensor.


Subieron en silencio.

Al salir del ascensor, la joven la condujo a una oficina pequeña, pero


amueblada con buen gusto, donde una mujer estaba sentada ante un
escritorio, de espaldas a la ventana. Estaba escribiendo en aquel momento, y
Marigold oyó cómo se cerraba la puerta.

Hubo una pausa, hasta que la mujer sentada ante el escritorio levantó la vista.
Marigold advirtió que era muy atractiva.

Se levantó y extendió la mano.

—¿Cómo está usted, señorita Granville? ¿Quiere sentarse?

Indicó una silla al otro lado del escritorio y se sentó de nuevo.

—Así que es usted amiga de Peter Aird… —dijo Nadine Sloe.

—Sí. Él me hizo el favor de darme una carta de presentación.

—En ella me dice que desea usted ser modelo. ¿Tiene experiencia?

—Me temo que no.

—¡Qué pena! —exclamó—. Sin embargo, creo que tiene las medidas
adecuadas. ¿Quiere levantarse, por favor?

Marigold hizo lo que le pedía.

—Ahora, camine por la habitación —dijo Nadine y esperó en silencio, mientras


Marigold hacía lo que le pedía—. Ahora, vuelva aquí. Gracias.

Se apoyó en el respaldo de su sillón, y Marigold tuvo la impresión de que a


Nadine le desagradaba tanto la entrevista como a ella misma.
—El señor Aird ha sido muy amable al darme esa carta para usted y le estoy
muy agradecida por ello —dijo.

—Me lo imagino. Peter no es un hombre generoso —murmuró Nadine con


cierto sarcasmo—. Bien, con respecto a su deseo de trabajar aquí, tenemos
una plaza libre. Si acepta trabajar a prueba durante un mes, veríamos lo que
se puede hacer.

—¡Gracias! ¡Muchísimas gracias!

—No puedo garantizarle que se vaya a quedar con nosotros por tiempo
indefinido —continuó diciendo Nadine—. Aquí esperamos de nuestras
modelos un algo nivel de eficacia. Le pagaremos siete libras y diez chelines a
la semana, para empezar. Su horario será de nueve de la mañana a seis de la
tarde.

—¿Cuándo le gustaría que empezara? —preguntó Marigold.

—El próximo lunes. Será mejor que esté aquí un poco antes de las nueve.
Pregunte por Madame Marie. Ella está a cargo de las modelos.

—Gracias, se lo agradezco muchísimo.

Nadine se puso de pie.

—Espero que le guste trabajar con nosotros —dijo con cortesía, pero con
frialdad—. Supongo que verá a Peter, ¿no? Dígale que siempre haré todo lo
posible por complacer a un viejo amigo.

—Se lo diré con mucho gusto —contestó Marigold.

Marigold salió de la oficina. Desde la cabina telefónica más cercana llamó a


Peter, pero él no contestó. Después, siguiendo un impulso repentino, ansiosa
tal vez de compartir con alguien la noticia, llamó a David al hospital y le contó
lo sucedido.

David pareció muy satisfecho; se disculpó por no haberlas ido a ver antes.

—He tenido mucho trabajo y no he podido disponer de un solo momento para


mí. Sin embargo, creo que estaré libre esta noche.

—Bueno, David, nos veremos esta noche —dijo Marigold con cierta
brusquedad—. Hasta luego.

No esperó la respuesta de él y colgó. Paseó hasta llegar al río. Apoyó los


brazos en la barandilla y se quedó mirando las barcas y las pequeñas lanchas.

«¡Esto es Londres!», pensó. «Empiezo ya a orientarme en la gran ciudad. Pero


quiero tantas cosas… ¡Quiero ser rica… tener éxito… ser alguien!».

Estaba de muy buen humor esa noche cuando David fue a verla. Peter
también había llegado para conocer el resultado de su carta.

—Contadme todo lo que ha sucedido —dijo David.

Le habían presentado a Peter, pero le miraba con desconfianza, como si le


molestara que un extraño tuviera amistad con sus tres amigas.

Marigold y Anne deseaban hablar sobre sus nuevos empleos; Marigold fue la
que empezó. Describió con exageración su entrevista con Nadine, para
hacerla parecer emocionante.

—¿Por qué no me dijiste que estaba enamorada de ti, Peter?

—¡Porque no lo está! —protestó él.

—¡Tonterías! —le contradijo Marigold—. No se hubiera portado conmigo como


lo hizo si no estuviera loca por ti. Supongo que hará todo lo posible por hacer
que me despidan, para poder decirte lo terrible que soy.

—Hace años que conozco a Nadine —dijo—. Si se porta mal contigo, me va a


oír, y ya lo verás.

—Estoy segura de que nadie puede ser malo con Marigold —intervino Sally y
David le sonrió.

—Ahora, quiero hablaros de mi empleo —empezó a decir Anne.

Todos la escucharon con atención. Rieron con sus descripciones, bromearon


sobre sus nuevas e importantes relaciones y luego David se volvió hacia Sally.

—¿Y qué no dices de ti, Sally? —le preguntó.

—Sí, eso es lo que queremos oír —exclamó Marigold—. Sally ha estado fuera
todo el día, así que no hemos podido preguntarle nada. ¡Vamos, Sally, dinos
qué ha pasado! ¡No más secretos!

—¡No es ningún secreto, yo también he conseguido empleo! —exclamó.

—¿Por qué no nos lo dijiste? ¿De qué se trata? ¡Anda, Sally, háblanos de ello!

—A mí siempre me han gustado los niños —empezó a decir Sally—, así que
decidí buscar un trabajo relacionado con ellos, pero no fue tan fácil como yo
pensaba.

Les contó que había ido a varias guarderías, pero en ninguna de ellas
necesitaban empleadas. Entonces fue a una agencia especializada en
proporcionar niñeras e institutrices.

La señora Bellows, encargada de la agencia, la entrevistado.

—Me hizo todo tipo de preguntas, sobre mi familia, mi casa, mi educación. De


pronto se abrió la puerta, casi con violencia.

Sally confesó que ya se sentía deprimida, convencida de que jamás


conseguiría trabajo allí, cuando entró en la habitación una mujer alta que
parecía muy agitada.

—¡No soporto más, señora Bellows!

—¡Oh, es usted, señorita Harris! —exclamó—. ¿Y qué sucede ahora?

—¡Le digo que no aguanto ni un minuto más! —había respondido la señorita


Harris, golpeando el escritorio con el puño—. Quería avisar que me iba desde
la semana pasada, pero usted no me dejó, porque el padre de la niña estaba
en París. A mí me da igual. ¡Me marcho de allí ahora mismo! Esa casa es
imposible. La niñera mima a la niña y después soy yo la que tiene que tratar
con ella. No puedo seguir así… mis nervios se están afectando seriamente.
Nunca he estado en un lugar tan desordenado como ése. ¡Y me marcho hoy
mismo!

La señora Bellows suspiró.

—Muy bien, señorita Harris, no puedo obligarla a seguir. Pero, como


comprenderá, al marcharse sin previo aviso, perderá una semana de sueldo.

—¡Sacrificaría un año de sueldo por no volver allí!

—No sé si el señor Dunstan querrá darle referencias. Si lo hace le enviaré por


correo la carta.

—Gracias, señora Bellows.

La voz de la señorita Harris había bajado de tono.

—Le agradecería mucho, señora Bellows —dijo—, que en una semana o dos
me consiguiera otro empleo. No puedo permitirme el lujo de dejar de trabajar.

—Veré qué puedo hacer —contestó la señora Bellows.

—Gracias.

La señorita Harris se volvió y se dirigió hacia la puerta. Sally sintió una


profunda pena por ella.

Hubiera querido decirle unas palabras de aliento y de consuelo, pero las


circunstancias no eran oportunas y tuvo que quedarse callada.

La señora Bellows tocó un timbre que había junto a su escritorio y apareció


una mujer.

—Tráigame el expediente del señor Dunstan, por favor, señorita Lane.


La señorita Lane llevó una carpeta y la señora Bellows empezó a revisarla.

—La señorita Harris ha dejado el puesto —informó a su empleada.

—¿Tan pronto? ¡Es la sexta en tres meses!

—Sí, lo sé —dijo la señorita Bellows enfadada.

Durante varios minutos, ella y su secretaria discutieron acerca de a quién


podían enviar, pero estuvieron de acuerdo en que no había nadie disponible.

—¿No podría yo ocupar el lugar de la señorita Harris? —preguntó Sally.

La señora Bellows la miró sorprendida.

—¡Oh, me temo que es usted demasiado joven!

—Parece que se trata de una niña difícil. Tal vez una persona joven podría
entenderse mejor con ella —insistió Sally.

—Bueno, no sé… —La señora Bellows miró a la señorita Lane.

—Es una idea —convino la señorita Lane.

La señora Bellows volvió a mirar el expediente.

—El señor Dunstan volverá de París este fin de semana. Mientras tanto… —Se
detuvo—. No creo que esto funcione, señorita Granville. ¿Sabe usted? Éste es
uno de los puestos más difíciles que tenemos.

—¿Qué edad tiene la niña? —preguntó Sally.

—Casi diez años, según creo —contestó la señora Bellows.

—¡Y es un verdadero terror! —añadió la señorita Lane.

—Es un poco difícil, diría yo —corrigió—. Al menos, eso piensan sus


institutrices. Pero es la única hija del señor Dunstan. Él la adora y es muy
importante tener contento.

—¿Quién es él? —preguntó Sally con curiosidad.

—¿Nunca ha oído hablar de Robert Dunstan, el gran financiero?

—No, nunca he oído hablar de él. Me imagino que es un hombre muy rico.

La señora Bellows suspiró.

—Pero ni siquiera el dinero puede comprar a la institutriz adecuada para


Elaine.
—Déjeme tratar de educarla —insistió ella—. Si fracaso, volveré aquí a pedirle
que me disculpe y a buscar otro trabajo más fácil.

El teléfono sonó en esos momentos y la señorita Lane lo cogió.

—Es la vieja niñera —informó—. Está furiosa.

—Yo la atenderé —dijo la señora Bellows.

La niñera tenía mucho que decir y pasaron algunos minutos antes de que la
señora Bellows pudiera hablar.

—Sí… sí… comprendo y voy a mandar a alguien ahora mismo. Puedo


asegurarle que será una persona adecuada… siento mucho lo de la señorita
Harris, pero ella no está muy bien de salud… Sí, es la señorita Granville… irá
ahora mismo hacia allá.

Miró a Sally y ella asintió con la cabeza.

—Sí, ahora mismo… sí, lo siento mucho. Desde luego… llamaré al señor
Dunstan tan pronto como regrese.

La señora Bellows colgó.

—La niñera está muy alterada porque la señorita Harris se marchó de este
modo. ¿Puede ir ahora mismo?

—Sí —había respondido Sally—, pero hay una cosa que debía haber explicado
antes. No me puedo quedar allí por las noches.

—Eso no importa. No es necesario.

—Muy bien —dijo Sally—, ¿y cuál es la dirección?

La señora Bellows se la dio y se despidió diciendo:

—Espero que logre educar a Elaine, señorita Granville.

Sally llegó a la dirección que le había dado la señora Bellows. Un portero la


condujo al ascensor y la subió al último piso del edificio.

Un mayordomo abrió la puerta del apartamento y Sally explicó quién era. El


hombre la miró, un poco asombrado, pero abrió una puerta y anunció:

—¡La señorita Granville!

Sally entró en una amplia habitación muy bien iluminada, decorada como
cuarto de niños. Había grandes ventanales que daban al parque y muchos
juguetes.

Una mujer de cabello gris, la niñera sin duda alguna, estaba sentada en un
sillón junto a la chimenea. Una niña estaba de rodillas en una silla mirando
por la ventana.

La niñera se había levantado de la silla.

—¿Cómo está? ¿Es usted la señorita Granville?

—Sí —contestó Sally—. La señora Bellows me pidió que viniera.

La niñera expresó su alegría al ver a Sally y se quejó amarga y


prolongadamente del comportamiento de la señorita Harris.

Después miró a la niña, que no se había movido de la ventana.

—Elaine, ven a saludar a la señorita Granville. Ven, cariño.

Elaine no se movió.

—Vamos, Elaine, no seas grosera, ven a saludar. Tiene buenos modales


cuando quiere —dijo a Sally.

Elaine no se movió.

—Vamos, Elaine, tú sabes que es la hora de dar clase. Sé una niña buena con
la señorita Granville. Acaba de llegar.

—No quiero dar clase —había respondido Elaine.

—No se preocupe, Nanny —dijo con calma Sally a la niñera—. Supongo que
Elaine, en estos momentos, no está de buen humor.

—Señorita Granville, espero que usted sepa cómo tratarla —dijo—. Las voy a
dejar solas, para que se hagan amigas. Si me necesita, sólo tiene que tocar el
timbre.

—Muchas gracias —respondió Sally.

La niñera salió. Sally se sentó junto a la chimenea. Había un periódico en el


suelo. Lo cogió y se puso a leerlo.

Después de algunos minutos, la pequeña se volvió con curiosidad y cuando vio


que Sally estaba todavía allí desvió la mirada.

Se había producido un prolongado silencio. La niña volvió de nuevo la cabeza.


Sally continuaba leyendo el periódico.

—No quiero dar clase hoy —declaró Elaine de pronto.

—Perdón, no te he oído. ¿Qué has dicho?

—Que no quiero dar clase.


—Yo tampoco tengo deseos de dártela.

—¿No quiere darme clase? Entonces, ¿por qué ha venido?

—Porque necesito un empleo y me pagan por estar aquí.

—¿No tiene dinero? —preguntó.

—No —respondió Sally—. Por eso mis hermanas y yo tuvimos que venir a
Londres, a buscar trabajo para ganar dinero.

—¿Y usted quiere ser institutriz? —había preguntado Elaine.

—No —replicó Sally—. Me gustaría cuidar niños en una guardería. Pero como
no he conseguido ese tipo de empleo, decidí aceptar éste, para ver si me
gustaba.

—¿De veras? —preguntó Elaine asombrada—. Las institutrices casi siempre se


van porque a mí no me gustan. No podía soportar a la señorita Harris. Me
tenía miedo a mí y a todos, hasta a Nanny y a Bates.

—¿Quién es Bates? —preguntó Sally.

—Nuestro mayordomo, un viejo horrible que se bebe los licores de papá


cuando él no está.

Sally no comentó nada al respecto y se limitó a contestar:

—La señorita Harris me da mucha pena.

—¡A mí no! —exclamó Elaine con menosprecio.

—Acabo de verla. Es una mujer pobre y vieja, y creo que está enferma. A mí
me gustaría tener mucho dinero para darle bien de comer y comprarle ropa
bonita. Sería entonces una persona muy deferente. El ser pobre hace miedosa
a la gente. Temen quedarse sin hogar y sin comida; temen que la gente rica
les trate mal.

—Pero usted no parece tener miedo —comentó al fin.

—No. Pero yo soy joven y me puedo ganar la vida de muchas formas. Además,
hace poco que soy pobre. Mi padre me daba antes todo lo que yo necesitaba.
Sólo cuando murió, empezamos a carecer de dinero.

—¿Le quería mucho? —preguntó Elaine.

—Mucho —repuso Sally.

Elaine se había quedado callada un instante y después habló en voz baja.


—Yo quería a mi madre y ella murió… hace casi tres años. Nadie habla de ella
nunca aquí, ni siquiera papá.

De pronto Sally comprendió que ése era el motivo de la mala conducta de la


niña: angustia reprimida, soledad y nostalgia por su madre.

Antes de que pudiera decir nada, la expresión de ternura había desaparecido


del rostro de Elaine y fue sustituida por un gesto malhumorado que parecía
habitual en ella.

—¿Sabes? —dijo Sally—. Entiendo muy bien por qué no quieres dar clase. Una
vez yo tuve también una institutriz. Iba a la casa a enseñarnos a mis dos
hermanas y a mí. Era muy vieja y muy irritable. Un día mi hermana Marigold
dijo que ella ya no quería estudiar con la institutriz, así que mi padre la
despidió y decidió darnos clases él mismo. Pero primero hizo que las
deseáramos.

—¿Cómo hizo eso? —había preguntado Elaine con cierta duda.

—Al principio no hizo nada, pero después empezó a hablarnos sobre la India y
nosotras nos echamos a reír porque no había sido una clase como las que nos
daba la institutriz. Al otro día teníamos que salir de compras. Papá nos hizo
pasar buena parte de la mañana calculando cuánto dinero íbamos a gastar.
Sumamos, restamos y multiplicamos y nos dijo que aquélla era nuestra
primera clase de aritmética.

—¿Y nunca le dio clases normales? —preguntó Elaine.

—No. En lo único que mi padre era muy exigente era en nuestra forma de
escribir y en la ortografía. Cuando escribíamos, insistía en que lo hiciéramos
con letra bonita y sin ninguna falta.

—Pues a mí me parece una forma divertida de aprender.

—¿Lo crees? Me alegra mucho de que te parezca así. Porque es la única


forma que yo sé de enseñarte.

Elaine la miró incrédula y después empezó a aplaudir.

—¡Oh, esto sí es diferente! ¿Cuándo empezamos?

—Te diré lo que vamos a hacer —había respondido Sally—. Todas las
mañanas, antes de que yo llegue, mirarás los periódicos y harás una lista de
las cosas, los lugares o acontecimientos que despierten tu curiosidad y de los
que quieras aprender algo. Si no encuentras los libros necesarios para
resolver tus dudas en la biblioteca de tu padre, iremos a la biblioteca más
cercana. ¿Te parece bien?

—Esto va a ser divertido —comentó Elaine y añadió titubeando—. Creo que no


debíamos decírselo a nadie, ¿no crees? Estoy segura de que dirán que eso no
es correcto y que usted no es una institutriz adecuada.
—Sí, tienes mucha razón —convino Sally con la mayor seriedad—. Pero debes
aprender muchas cosas con este método. Si no tendrás que volver a las clases
normales.

—Eso no sucederá. Usted me agrada, y si tratan de quitármela, gritaré hasta


cansarlos.

—Sí, pero en ese caso, tal vez yo ya no quiera venir. No me gusta la gente que
grita.

Elaine la había mirado con repentino temor.

—¿Quiere decir que tal vez no desea quedarse conmigo?

—No lo he decidido todavía. Debes darme tiempo. Eres la primera persona a


la que voy a enseñar y debo estar segura de que puedo hacerlo.

—¡Claro que puede hacerlo! ¡Yo aprenderé, se lo prometo!

—Está bien, lo intentaremos. Aquí tienes el periódico. Mira a ver si hay algo
que te interese y trataremos de averiguar todo lo posible sobre el asunto.
Recuerda, sin embargo, que si no puedo enseñarte me tendré que ir. Lo
entiendes, ¿verdad?

—Podrá enseñarme —aseguró Elaine.

—Entonces todo va a salir bien, estoy segura —dijo Sally.

Aun después de esta conquista inicial, las cosas no habían sido fáciles. Elaine
era grosera con los criados, discutía con su vieja niñera y, en muchos
sentidos, era una niña muy desagradable.

Cuando llegó el momento de que Sally se fuera a su casa, Elaine había


murmurado:

—Me promete que vendrá mañana, ¿verdad?

—Sí, lo prometo —dijo Sally.

—Y vendrá todos los días siguientes, ¿no es cierto?

—Eso ya lo veremos. El tiempo lo dirá.

Sally había contado a los demás lo ocurrido. Ellos se rieron, pero David la
miró con admiración, ya que comprendía, más profundamente que los otros,
lo que había logrado.

—¿En dónde aprendiste psicología, Sally? —preguntó.

—Mi padre me la enseñó, desde luego. Decía que todo el mundo tiene alguna
debilidad y que la mejor forma de llevarse bien con todos es conocerla.

Los otros se echaron a reír.

—A mí me gustaría saber cuál es la mía —dijo Marigold.

Fue Peter, de manera sorprendente, quien le contestó:

—¡Eres codiciosa! —exclamó.

—¡Codiciosa! —preguntó Marigold indignada.

—Sí —contestó Peter—. Quieres sacar a la vida lo más posible, sea bueno o
no. Ésa es la diferencia entre Sally y tú.

—Creo que eres muy poco bondadoso conmigo —replicó Marigold.

Miró a David, como si esperara que él saliera en su defensa, pero esta vez le
falló. Estaba muy serio, pensando en lo que Sally había contado.
Capítulo 3

Elaine estaba esperando en el vestíbulo cuando Sally salió del ascensor el


lunes por la mañana.

—¡Papá está aquí! —gritó emocionada—. Volvió anoche de París. Está furioso
con la señorita Harris pero le dije que la prefiero a usted como institutriz.
Papá quiere hablar con usted ahora por la mañana.

A Sally no le entusiasmaba la idea de conocer al señor Robert Dunstan.

En apariencia, era el financiero más poderoso de Londres. La información que


Peter y David le habían dado confirmaba la opinión de Sally de que era un
hombre que sabía mucho sobre dinero y nada sobre niños.

Cuanto más se daba cuenta de la vida que Elaine llevaba en el lujoso


apartamento, más horrorizada se sentía de la inadecuada educación que la
niña estaba recibiendo.

Los criados eran descuidados y perezosos cuando el señor Dunstan se


ausentaba. Elaine desayunaba a horas muy diferentes, a capricho de la
cocinera, y la comida estaba con frecuencia mal elegida y peor preparada.

La niñera de Elaine era muy anciana; de hecho, le había confesado a Sally que
tenía más de sesenta años.

Quería a Elaine como había querido a su madre, de quien también había sido
niñera, pero era ya vieja para trabajar, y estaba demasiado cansada para
exigir a los criados que atendieran bien a la niña.

Bates tampoco estaba a la altura de la posición que ocupaba. Bebía


demasiado y Sally le encontró en repetidas ocasiones sin chaqueta y sin
afeitar. Menospreciaba a la niña y no podía imaginar que constituyera peligro
alguno para él.

El señor Dunstan tenía también una doncella, una criatura joven y frívola que
se pasaba buena parte del tiempo riendo y coqueteando con Thomas, el
lacayo. La cocinera era una mujer caprichosa, que nunca consideraba que la
puntualidad o la limpieza fueran elementos importantes del servicio
doméstico.

Elaine pasaba mucho tiempo en la cocina, escuchando los chismes que la


cocinera le contaba sobre los demás criados.

—La cocinera dice que Nellie es una muchacha ligera de cascos —dijo Elaine
a Sally una mañana—. ¿Qué quiere decir eso?
Sally estaba de acuerdo con la cocinera, pero consideraba que no debía hacer
ese tipo de comentarios a Elaine.

Después de llevar unos cuantos días en la casa, tenía ya una larga lista de
cosas que deseaba discutir con el señor Dunstan a fin de mejorar la clase de
vida que llevaba Elaine. Sin embargo, sabía que no debía abrumarle con todos
los problemas domésticos que necesitaba resolverse en la primera entrevista
que tuviera con él.

Todos decían que tenía un gran cariño a su hija, sin embargo, le parecía
inadecuado dejarla a merced de los criados. Interrogándola investigó sobre
otros familiares de la niña.

—¿No tienes tías o tíos? —había preguntado.

—Papá fue el hijo único —respondió Elaine.

—¿Y tu mamá? —preguntó Sally con gentileza—. ¿No tenía ella hermanos o
hermanas?

Elaine la miró sorprendida, como sucedía siempre que mencionaban a su


madre. Por un momento no contestó y luego dijo:

—Nunca le he preguntado a papá. Me gustaría saberlo, pero él nunca habla


de ella.

«¡Pobre niña!», había pensado Sally.

De manera impulsiva, por primera vez, abrazó a Elaine y la besó en la cara.

—La quiero mucho, señorita Granville. Nunca había dejado que ninguna
institutriz me besara. Pero a usted la quiero mucho.

Desde aquel día, Elaine besaba a Sally cuando llegaba y cuando se marchaba.
Sin embargo, esa mañana estaba tan excitada con la noticia de la llegada de
su padre que olvidó hacerlo.

—¡Papá ha llegado en avión! —exclamó—. Venían muchas personas


importantes con él. Me dijo quiénes eran, pero he olvidado sus nombres.

—Trata de recordar —sugirió Sally—. Es posible que no interese hacer


investigación sobre ellas.

—¡Oh, qué tonta he sido! —exclamó Elaine—. Debí haber hecho una lista
sobre sus nombres, más tarde le preguntaré a papá.

Sobre la mesa de la habitación de Elaine había una gran muñeca.

—¡Qué muñeca tan bonita! —exclamó Sally.

—¿Le gusta? —preguntó Elaine—. Papá me la ha traído de París, pero las


muñecas ya no me gustan. Me aburren.

Sally miró a Elaine y comprendió. La niña tenía ya diez años, era demasiado
mayor para jugar con muñecas. Ésa era otra cosa que el señor Dunstan no
parecía comprender. Sally miró a su alrededor, observando los magníficos y
caros juguetes que allí había.

—¿Sabes, Elaine? —comentó después de un momento—. Creo que eres ya


demasiado mayor para tener muñecas y juguetes. ¿No te parecería buena
idea llevar todos estos juguetes a un hospital infantil? Convertiríamos esta
habitación en un lugar apropiado para dar clase y pondríamos aquí una
pequeña biblioteca.

—¡Oh, señorita Granville, qué gran idea! Se lo voy a decir a papá. ¡Lo haré
hoy mismo!

—No, no tan pronto. Sería muy cruel, cuando acaba de traerte esa preciosa
muñeca de París. Sin embargo, poco a poco, le iremos metiendo en la cabeza
que te estás haciendo mayor y que ya no necesitas juguetes.

—¡Pero quiero decírselo ahora, hoy mismo!

—¿Y vas a herir sus sentimientos?

—Está bien —aceptó Elaine de mala gana—. Pero ¿cuánto tiempo tengo que
esperar? ¿Hasta mañana?

—¿Qué te parece pasado mañana? —sugirió Sally.

—Se lo diré el miércoles, ¿no? Muy bien.

En ese momento se abrió la puerta y apareció Thomas.

—El señor Dunstan desea verla, señorita.

—¿Puedo ir yo también? —preguntó Elaine.

—No, Elaine. Será mejor que esperes aquí hasta que vuelva. Busca en el
periódico lo que vamos a investigar mañana. A menos que puedas recordar
los nombres de las personas que venían con tu padre.

—Trataré de recordar los nombres que me dijo —decidió Elaine—. Pensaré


mucho, pero no tarde demasiado.

—No tardaré —prometió Sally con una sonrisa y siguió a Thomas hacia el
despacho del señor Dunstan.

Era una habitación grande, austera y oscura, rodeada de estanterías con


libros. Elaine se la había enseñado a Sally, y ésta se había preguntado si
reflejaba la personalidad de su dueño.
Robert Dunstan cruzó la habitación para darle la mano.

Era un hombre alto, fuerte y mucho más joven de lo que Sally había
imaginado.

Algunas personas le habrían considerado apuesto, pero, para Sally, resultaba


un hombre temible.

—Buenos días, señorita Granville —dijo Robert Dunstan—. Siéntese, por favor.

Señaló una silla que había junto a la chimenea y ella le obedeció.

—Tengo entendido —empezó Robert Dunstan—, que fue usted muy bondadosa
al acudir aquí en el acto a ocupar el puesto de la señorita Harris, quien actuó
de forma indebida al marcharse como lo hizo.

—Me inspiró mucha pena la señorita Harris, señor Dunstan. La vi en la


agencia de la señora Bellows. Estaba enferma y muy nerviosa. Espero que su
intempestiva partida no le impulse a negarle la carta de recomendación que
ella necesita para seguir trabajando.

—No esperará que me sienta complacido de que se haya ido dejando sola a mi
hija —protestó Robert Dunstan.

—No se quedó sola. Nanny cuida bien de la niña, y me temo que tuvo la culpa
de que señorita Harris se fuera.

—¿Cómo que Elaine tuvo la culpa? —preguntó el señor Dunstan.

—Sí. Elaine fue muy grosera con ella. La mujer no estaba bien de salud, y
tengo entendido que discutieron muchas veces.

Robert Dunstan frunció el ceño y Sally se arrepintió de haber iniciado aquella


discusión. La irritaba, sin embargo, que aquella situación. Recordaba a la
pobre señorita Harris y pensó que no era justo que no pudiera ya ganarse la
vida porque no había podido educar a una niña difícil como Elaine.

Hubo un prolongado silencio. Por fin, el señor Dunstan miró a Sally y


comentó:

—No le pedí que viniera aquí, señorita Granville, para hablar de la señorita
Harris, sino de Elaine. Tengo entendido que se entiende usted muy bien con
ella. Mi hija habla con gran entusiasmo de usted.

—Me alegra oír eso. Pero ¿se da cuenta de que la niña está muy mal educada?

Sally no había pensado hablar con tanta sinceridad, pero la arrogancia del
señor Dunstan la molestaba.

—Es usted muy franca, señorita Granville —dijo el señor Dunstan.


—Por desgracia, estoy diciendo la verdad —contestó ella.

—Y está suponiendo, según presumo, que la mayoría de las mujeres que han
ocupado su puesto no me lo han dicho.

—Eso sólo usted puede saberlo, señor Dunstan.

—Bien, señorita Granville, creo que debemos discutir la situación. Usted ha


aceptado el puesto de institutriz de mi hija y después de unos cuantos días,
me informa de que está mal educada. ¿Debo suponer que recomienda que se
trate a Elaine con mano dura?

—No, lo que ella necesita es que la traten con más sensatez.

—¿Qué experiencia tiene usted, señorita Granville?

—Nunca había sido institutriz, pero he tenido cierta experiencia con los niños
y con personas de muchas edades —contestó Sally, ruborizándose.

—Es usted muy joven.

—Las institutrices viejas que ha contratado usted no parecen haber podido


educar a Elaine.

Robert Dunstan se puso de pie y se dirigió hacia la ventana.

«No le agrado. Si pudiera echarme ahora mismo a la calle lo haría sin el


menor miramiento, pero no se atreve a hacerlo por Elaine», pensó Sally.

Robert Dunstan se apartó de la ventana, consultó su reloj y dijo:

—Sus opiniones me interesan, señorita Granville, pero tengo una reunión


importante de negocios. Me gustaría discutir este asunto más ampliamente
con usted, pero por el momento es imposible.

—¿Debo entender que, mientras tanto, desea usted que siga enseñando a
Elaine como le he estado haciendo? —observó Sally.

—Por supuesto. Y ahora, si me disculpa…

Robert Dunstan se marchó. Sally se alegró de que le entrevista hubiera


terminado.

«¡Qué hombre tan extraño!», pensó.

Volvió a las habitaciones de Elaine. La niña la estaba esperando, muy


excitada.

—Ya he recordado un nombre —exclamó—. Uno de ellos era el rey de Arabia.


Al menos, creo que eso fue lo que papá dijo.
—¡Magnífico! —sonrió Sally—. Será emocionante leer acerca de una persona
tan importante.

—¿Cómo le fue con papá? Tardó muchísimo. ¿De qué hablaron? Mis otras
institutrices se limitaban a decir «sí» a todo. Yo escuchaba detrás de la puerta
y ellas no decían jamás otra cosa.

—No debes escuchar nunca detrás de las puertas, Elaine —protestó Sally.

—Hoy no lo he hecho, porque sabía que a usted no le gustaría. Espero que


haya dicho a papá que estoy mejorando. Estoy haciendo las cosas mejor,
¿verdad?

—Sí… un poco —reconoció Sally.

Robert Dunstan no había vuelto al apartamento cuando ella se marchó, a las


seis de la tarde.

Había quedado con Marigold en la parada del autobús. Tuvo que esperar un
cuarto de hora.

—Perdona que te haya hecho esperar —exclamó Marigold.

Estaba muy guapa con un vestido nuevo. Era un modelo de Michael Sorrell,
que había podido adquirir a bajo precio porque tenía un pequeño fallo.

Marigold cogió a Sally del brazo y empezó a hablar con rapidez.

—¡Hoy ha sido un día muy emocionante para mí! Michael Sorrell entró
cuando estaba pasando uno de sus vestidos de noche y se mostró muy
complacido conmigo y me preguntó mi nombre. Cuando Nadine le dijo que
estaba a prueba, él contestó que me quedaría fija, porque diseñaría vestidos
que combinaran con mi cabello. Si las miradas mataran, la que me dirigió
Nadine en ese momento me hubiera dejado muerta.

—¡Oh, Marigold, ten cuidado! ¿No crees que esa mujer podría hacerte daño?
—exclamó Sally preocupada.

—¡Oh, no es para tanto! Pero me odia. Debe estar muy enamorada de Peter…
me gustaría que él me hablara de ella. Aunque el propio Peter es todo un
misterio, ¿no te parece? Y Nadine es tan misteriosa como él. Ni siquiera las
modelos que llevan varios años trabajando allí saben algo acerca de ella. No
tiene más de treinta años y, sin embargo, ocupa un puesto de mucha
responsabilidad. Michael Sorrell se limita a diseñar. Es Nadine la que se
ocupa de las cuestiones económicas.

—¿No será sólo tu imaginación la que te hace pensar que la señorita Sloe te
detesta?

—No. Pero ya no me importa. Ahora tengo como aliado al propio señor


Sorrell.
Sally estaba preocupada por el odio de Nadine Sloe hacia Marigold. Para
tranquilizarse, decidió cambiar de tema.

—¿Cuándo dijo David que vendría a vernos de nuevo?

—Esta noche —contestó Marigold—. Le había prometido cenar con él, pero
Peter me invitó a visitar un nuevo restaurante que ha descubierto. Anne y tú
podéis cenar con él.

—Eso no va a gustarle, Marigold.

—David es muy aburrido. No he venido a Londres para salir con un chico de


mi pueblo. Quiero conocer gente elegante, rica e importante.

—La gente es igual en todos los niveles sociales, Marigold.

—¿Cómo lo sabes, si tú no conoces a nadie importante? —Marigold se detuvo


de pronto—. Por cierto, ¿ya has conocido al gran señor Dunstan?

—Lo hice esta mañana —contestó Sally y le contó todo sobre su entrevista.

—A mí me parece un hombre maravilloso —contestó Marigold con entusiasmo


—. ¡Oh, Sally! ¿Puedo ir un día al apartamento, cuando esté él? Podrías
presentármelo. Tal vez se enamoraría de mí a primera vista.

—El señor Dunstan no se enamoraría de ti —dijo Sally—. A él sólo le interesan


las finanzas. Si fueras una mina de oro, o una emisión de bonos del estado, tal
vez le interesaras.

—¿Cómo lo sabes? Todos los hombres son iguales en lo que a las mujeres se
refiere. Sólo deseo la oportunidad de conocer a los ricos. Sé buena conmigo,
Sally.

—No digas tonterías. Yo le acabo de conocer esta mañana y nuestras


relaciones no son cordiales.

—Le conoceré un día de éstos —insistió Marigold.

—Te vas a llevar una desilusión —le advirtió Sally, pero Marigold no la hizo
caso.

Su hermana empezó a hablar de las cosas que podría comprar si se casara


con un hombre rico. Sally no contestó. Estaba pensando que, si ella tuviera
dinero, lo único que pediría sería volver a Cornwall.

El autobús estaba lleno de gente y hacía calor. En las calles todos andaban
deprisa de un lado a otro, con gesto malhumorado. Sally sentía que aquel
ambiente la ahogaba.

De pronto recordó cuando subía con su padre a los acantilados para


contemplar el mar. En aquellos momentos eran felices y tenían lo que
deseaban.

Marigold seguía hablando.

—Quisiera que hubieras visto el vestido de novia —dijo—. Es precioso, Sally.


Ojalá pudiera ponérmelo, pero Madame Marie teme a Nadine.

El autobús se detuvo en la parada donde ellas se bajaban. Salieron y


empezaron a andar por una calle tranquila.

—Me pregunto si Anne habrá llegado ya —dijo Sally.

—Ella tiene suerte —contestó Marigold—. En la casa de la duquesa tendrá


oportunidad de conocer a gente muy importante.

—Los amigos de la duquesa son demasiado viejos para Anne —contestó Sally.

—Una nunca sabe.

Había una expresión de envidia en el rostro de Marigold que asustó a Sally.

—Marigold —dijo con voz intensa—, no te alejes de nosotras. No desees


demasiadas cosas, ni quieras conocer a demasiada gente.

—Vamos, Sally, ¿por qué dices eso? —preguntó Marigold sorprendida.

—Algunas veces me da la impresión de que quieres adelantarte, y dejarnos


atrás.

Anne conoció al duque de Cheyn y recibió una gran desilusión. En el fondo de


su corazón era una romántica incurable, más callada que sus hermanas y muy
reservada respecto a sus más íntimos pensamientos.

Tenía más cultura e inteligencia que sus dos hermanas, sin embargo, no
poseía la personalidad de Marigold, no la espontánea cordialidad de Sally,
que la hacía conquistar amigos en todas partes.

Anne era tranquila, dulce y soñadora. Hacía mucho tiempo que había
planeado la clase de vida que deseaba, y su deseo de casarse con un duque
reflejaba su anhelo de vivir en el mundo romántico de sus sueños.

Arthur Granville había dedicado la mayor parte de su vida a conocer la


historia, las leyendas y las costumbres de Cornwall, como éstas se
relacionaban con la historia de muchos otros países, su biblioteca era muy
extensa.

Las muchachas podían coger los libros que quisieran y Anne se había
deleitado con los libros de historia.

En su imaginación, era la dueña de una espléndida mansión. Allí, la amaría un


hombre al que ella podría honrar y respetar.
No era raro, por lo tanto, que Anne pensara que su trabajo como dama de
compañía de una duquesa le brindaría la oportunidad de conocer a un hombre
que le proporcionara lo que ella estaba buscando.

Fue una gran desilusión para ella, por lo tanto, descubrir que los personajes
de la nobleza ya no podían mantener espléndidas fincas.

Se enteró por medio de la duquesa. A la semana de estar a su servicio, le


llevaron a la señora las cuentas de gastos de la casa.

La duquesa, cuyos dedos amarillentos resplandecían con los diamantes que


lucía, estaba sentada en la cama y al verlas, exclamó:

—¡Es una vergüenza! ¡Una verdadera vergüenza!

—¿Qué sucede? —preguntó Anne.

—¡Estas cuentas! —contestó la duquesa—. ¡Mire lo que se ha gastado este


mes!

Anne se mostró interesada.

—¡Mire los sueldos que pagamos! —exclamó—. Cuando me casé, las doncellas
se sentían felices de ganar ocho libras al año y podíamos elegir a las mejores
chicas del condado. ¡Ocho libras al año! Ahora, una chiquilla de catorce años
que acaba de salir de la escuela, desea por lo menos cinco libras a la semana.
¡No sé adónde vamos a llegar!

Al principio, Anne pensó que la duquesa era muy tacaña al prestar tan
cuidadosa atención a las cuentas, pero pronto se enteró de que los impuestos
estaban acabando, lenta e inexorablemente, con la fortuna de esas familias, la
cual, en el curso del tiempo, desaparecería.

Desolada, se enteró de que Cheyn Hall, la casa señorial que había pertenecido
a los duques de Cheyn durante cinco siglos, estaba cerrada.

—No podemos permitirnos el lujo de vivir allí —dijo la duquesa con amargura
y añadió—: No podemos permitirnos el lujo de vivir. Debíamos vender esta
casa, y mis hijos lo harán en cuanto yo muera. Lo cierto es que vivimos aquí
gracias a que mi yerno paga los impuestos. Afortunadamente, una de mis
hijas tuvo sentido común y se casó con un hombre de negocios, un fabricante
de cerveza.

—¿Y el duque… dónde vive? —se aventuró a preguntar Anne.

Había oído a la duquesa hablar de su hijo mayor, pero todavía no le conocía.

—¡Oh, Stebby! Tiene un apartamento en Westminster… pequeño, incómodo y


desagradable, pero él lo considera adecuado a sus necesidades. Por cierto,
vendrá mañana a tomar el té conmigo.
Anne se sintió muy emocionada.

—Creo que el duque es el único de sus hijos a quien no conozco —dijo—.


Conozco a lady Elizabeth, a lady Catherine y a lord Henry. No hay más,
¿verdad?

—Sí, son los únicos que me quedan vivos —contestó la duquesa—. Adrian y su
esposa se mataron en un accidente automovilístico hace diez años, y John, el
más pequeño, se mató al caerse de un pony, cuando todavía era un niño. ¡Dios
mío, como pasa el tiempo! Si John hubiera vivido, tendría cuarenta años.

—¿Y qué edad tiene el duque? —preguntó Anne.

—Cuarenta y nueve —contestó la duquesa—. Se lo recuerdo cada vez que le


veo, pero a él no le importa.

La duquesa suspiró, y aunque Anne hubiera querido hacer más preguntas,


comprendió que sería una impertinencia. Tuvo que contener su impaciencia
hasta el día siguiente y entonces, cuando vio al duque, lo comprendió todo.

Él había llegado por la tarde, cuando ella fue a la biblioteca a cambiar los
libros de la duquesa. Cuando volvió oyó voces en la salita y supuso que él
debía haber llegado ya a la casa.

Anne entró sonriendo en la habitación.

—¡Ah, por fin ha llegado usted, señorita Granville! —exclamó la duquesa con
voz aguda—. Hemos estado esperándola, para que sirva el té.

—Siento mucho haberme retrasado —se disculpó Anne.

Al acercarse a la duquesa vio que alguien más estaba sentado cerca de ella,
en una silla de respaldo alto.

—Stebby, tengo el gusto de presentarte a la señorita Granville —dijo la


duquesa—. Ha estado soportándome durante las tres últimas semanas.
Señorita Granville… él es mi hijo.

Aunque se preguntó por qué no se levantaba; pero luego comprendió. Vio las
muletas y la expresión de amargura de su rostro.

Cuando el duque se marchó, Anne se enteró de que había contraído parálisis


infantil en las trincheras, en 1918.

Había quedado inválido. Podía ir de un lado a otro en muletas, en silla de


ruedas o ayudado por enfermeros, pero su vida como hombre quedó
arruinada para siempre.

—¿No puede hacerse nada por él? —preguntó a la duquesa con voz
apasionada.
—Hemos hecho todo lo humanamente posible —contestó la duquesa y añadió
—: algunas veces, cuando veo a Stebby sufrir tanto, pienso que tal vez habría
sido mejor que hubiera muerto.

Anne se sintió emocionada.

—Era un niño tan guapo —continuó la duquesa—. Mi esposo y yo deseábamos


que fuera niño. Todavía recuerdo el día de su nacimiento. Hicimos una gran
fiesta, hubo fuegos artificiales. Todos comentaron que él heredaría la finca y
después sería de sus hijos.

La duquesa suspiró y continuó diciendo:

—¡Esos días nunca llegaron! Ahora no hay nada que heredar, o muy poco.
Hubo que vender la mitad de la finca para pagar impuestos y derechos
testamentarios. Cuando Stebby muera, Henry sólo heredará la casa.

—¿Tiene lord Henry hijos varones? —preguntó Anne.

—¡Tiene seis hijas! —contestó la duquesa y añadió con brusquedad—:


enséñeme los libros que me ha traído, señorita Granville. Espero que haya
encontrado algo que me guste.

Era evidente que la duquesa no quería hablar más de su familia, era un poco
extraño, porque cuando se ponía a hablar de sus hijos, de sus amigos o de
tiempos pasados, no parecía cansarse nunca.

Anne no dejó de pensar en el duque durante el resto de la tarde, y siguió


haciéndolo mientras caminaba de regreso a su casa.

—Estás muy seria hoy —comentó Sally cuando Anne llevaba ya casi un cuarto
de hora en la casa y se había sentado a escuchar la animada conversación de
Sally y de Marigold, sin participar en ella.

Anne no dijo nada hasta que Marigold bajó a buscar algo y entonces contó
brevemente a Sally todo lo referente al duque.

—¡Pobre hombre! —exclamó Sally—. ¡Es terrible para él, pero deber serlo
también para su madre! Quizá tú podrías ayudarle.

—¿Cómo? —preguntó Anne—. Además, para ser sincera, debo confesarte que
no lo quiero hacer. Es terrible de mi parte, Sally, pero no soy como tú. No me
gusta la gente que está enferma. Pero ésa es la verdad. Quiero un mundo
donde todos estén sanos y felices.

—Eso no sería un mundo… sería el paraíso. Y como no existe, debemos sacar


el mejor partido posible a lo que tenemos. ¿Recuerdas lo que solía decir
papá?: «Vosotras nunca seréis perfectas, pero podéis tratar de serlo».

—Era diferente para papá —observó Anne con impaciencia—. Él no era como
nosotras… a él todo le parecía maravilloso. Encontraba bondad y belleza en
todas partes.

—Sí, lo sé —suspiró Sally—. Quisiera que fuéramos como él.

—Tú lo eres —contestó Anne y se volvió para besar a Sally en la mejilla—. No


te preocupes por mí. Nunca conseguiré lo que deseo, pero puedo seguir
aferrándome a mis esperanzas.

Sally no dijo nada, pero abrazó con cariño a Anne. Acababan de separarse
cuando se abrió la puerta. Era Marigold. Llevaba una jarra de leche en la
mano y Peter la seguía de cerca.

—Mirad a quién me he encontrado —dijo con alegría—. Y me ha invitado a


cenar. He aceptado porque estoy harta de las comidas de los restaurantes a
los que nosotras vamos. Espera, voy a coger mi sombrero.

Sally se volvió para saludar a Peter y le miró asombrada. Parecía una persona
diferente con aquel elegante traje de color gris.

—¡Qué elegante estás! —exclamó, y Peter sonrió—. Me gusta verte vestido


así. Estás muy atractivo.

—Tus palabras compensan hasta la incomodidad de llevar corbata —dijo Peter


riendo.

Sally pensó que la ropa informal que Peter usaba siempre no iba con su estilo.

Peter era alto y de anchos hombros, y vestido con traje tenía un aspecto muy
distinguido.

Marigold salió del dormitorio, con un pequeño sombrero de margaritas


puesto.

—Vamos, Peter —dijo—. Llévame a algún lugar emocionante. ¿Eres rico?

—Lo bastante rico como para invitarte a una buena cena —contestó él.

—¡Maravilloso!

Se despidieron de Sally y de Anne, bajaron la escalera y salieron a la calle.

—He traído coche —dijo Peter.

—¡Coche! No sabía que tuvieras.

—Lo tenía guardado.

Era un coche deportivo, y Marigold lo contempló con admiración.

—¿Cómo no habías traído esto antes? ¡Y pensar que hemos tenido que ir en
autobús! ¿Por qué lo guardas como un secreto?
—Por razones muy personales —contestó Peter.

—¡Oh, bueno! Si quieres ser misterioso, allá tú… ¿Adónde vamos?

—Al Berkeley Grill.

Los ojos de Marigold se agrandaron de asombro, pero no dijo nada.

La cena fue magnífica y Peter se esforzó por mostrarse ingenioso y divertido.


Marigold lo pasó muy bien. Le agradó el ambiente del restaurante y el saber
que ella y su acompañante iban bien vestidos.

Cuando salieron a la calle ya estaba oscureciendo. Subieron al coche y, sin


decir palabra, Peter se dirigió a una de las carreteras que llevaban a las
afueras de la ciudad.

—¿Adónde vamos? —preguntó Marigold.

—A un lugar tranquilo —contestó Peter—. Quiero hablar contigo.

Pasaron unos minutos más antes de que él parara en lo alto de una colina, en
un mirador que dominaba el valle.

Ninguno de los dos habló durante un rato, hasta que al fin Marigold rompió el
silencio.

—¿Por qué me has traído aquí?

—Para hablar contigo.

—¿De qué?

—De nosotros.

Marigold se quitó el sombrero.

—¿Qué objeto tiene? —preguntó.

Peter deslizó un brazo sobre el respaldo del asiento, detrás de los hombros de
Marigold.

—Mírame, Marigold.

Ella hizo un ligero gesto, como si fuera a obedecerle, pero volvió la cabeza
hacia otro lado.

—¡No Peter! ¡No!

—¡Tienes miedo!
Ella se echó a reír con evidente nerviosismo.

—Volvamos ya. He disfrutado mucho del paseo, pero tengo que levantarme
mañana muy temprano y debo acostarme pronto. Regresemos, Peter.

Él se opuso.

—No, hasta que hayas escuchado lo que voy a decirte.

Marigold sintió pánico.

—¡No, Peter, no lo digas! ¡No quiero oírlo!

—¿Así que sabes lo que te voy a decir?

—Puedo adivinarlo.

Él cogió las manos de Marigold.

—Escucha, Marigold: te quiero… te quiero con todo mi corazón, con toda mi


alma, y creo que tú también me quieres.

—¡No es verdad! ¡Suéltame, Peter!

—¡No te voy a soltar! —dijo él—. No dejaré que te vayas. Voy a casarme
contigo, Marigold.

—¡Estás loco!

—No estoy loco y lo sabes. Te quiero y estoy seguro de que tú me quieres


también.

—¡No… no es verdad! —gritó Marigold.

Peter contestó:

—Muy bien. Voy a soltarte, con una condición: quiero que me mires a los ojos
y me digas que no me quieres. Haz eso y te llevaré en este mismo momento a
casa y no te molestaré más.

—Suéltame primero.

Él le dejó libres las manos.

—¡Me has hecho daño! —se quejó ella.

—Marigold, haz lo que te he pedido.

Peter se había inclinado hacia ella y Marigold se daba cuenta de su cercanía y


de la tensión que le dominaba.
—Muy bien… ya que insistes.

Volvió la cabeza, le miró a los ojos, pero no pudo decir nada. Por un momento
ambos se miraron, conscientes de la mutua atracción que existía entre ellos.

—¡Oh, Peter!

Los labios de él se posaron sobre los suyos. Sus brazos la rodearon,


posesivamente. Y ella se rindió entregándole el alma a Peter en aquel beso.
Pero un instante después le apartó con violencia.

—¡No, Peter, no!

—¡Me quieres! —exclamó él.

—¡No es verdad! ¡Ya te he dicho que no es cierto!

Peter se echó a reír.

—Mi amor, no sabes mentir.

Marigold pareció desmoronarse.

—¡No me hagas amarte! ¿No te das cuenta de que eso sería imposible? ¡No
puedo casarme contigo! ¡No puedo casarme con alguien que sea pobre!
Necesito tener dinero. Si me haces amarte ahora, te odiaré más tarde por
ello. ¡Suéltame, Peter, déjame que me vaya, por favor!

—Muy bien, entonces, dejaré que te vayas —repuso él.

Marigold se estremeció y se llevó las manos a la cara.

—¡Oh! ¿Por qué me has besado?

—Te he besado porque tú querías que te besara, porque me quieres, aunque


trates de negarlo. Yo te quise desde el momento mismo en que te vi y
comprendí, algún tiempo después, que tú también me querías.

—Pero es imposible, Peter. No puedo amarte.

—¿Por qué no?

—Ya sabes las razones.

—¿Tanto deseas el dinero?

Marigold asintió con la cabeza.

—Tú no sabes lo que es ser pobre. Yo lo he detestado toda mi vida. He


detestado la ropa que he tenido que ponerme, las comidas que he tenido que
comer. Me sentía como un pájaro enjaulado. Por eso ansío conocer a alguien
con dinero, que sea capaz de darme las cosas que siempre he deseado.

—¿Y no crees que el amor es importante?

—¡Claro que es importante! ¿No entiendes, Peter? ¿No te das cuenta de que
si me caso contigo siempre lamentaré que no puedas darme las cosas que
tanto deseo? Con el tiempo te odiaría. ¿Para qué hacer que la vida sea
desagradable? —contestó Marigold con voz quejumbrosa.

—¡Nenita tonta! —dijo con suavidad—. ¿Crees que el dinero puede comprarte
esto…?

Le puso la mano bajo la barbilla y volvió a besarla; esta vez con brusquedad.

Por un momento se resistió, pero luego respondió también.

Entonces Peter la soltó repentinamente.

—Ésa es mi respuesta, Marigold —dijo.

Sin decir una palabra más, puso en marcha el coche y llevó a Marigold a su
casa.

—Buenas noches, Marigold.

A ella le pareció que había un tono burlón en la voz de Peter. Cogió su


sombrero y su bolso y le miró.

—Buenas noches, Peter —y en un tono extraño le preguntó—: ¿Qué vas a


hacer?

—Casarme contigo. ¿No te lo he dicho ya?

Marigold bajó a toda prisa del coche, como si quisiera escapar del hechizo
que él ejercía sobre ella. Cerró con brusquedad la puerta del coche, sacó su
llavero y metió la llave en la cerradura de la puerta.

Se volvió de pronto y, sin poder contenerse, le desafió.

—¡Tendrás que esperar mucho tiempo! —exclamó y abrió la puerta.

Al cruzar el umbral oyó la respuesta de Peter:

—No, tú serás la que tendrá que esperar.

Marigold cerró la puerta y oyó cómo se alejaba el coche.


Capítulo 4

Sally descubrió que Elaine iba mostrándose menos reservada con respecto a
su madre.

Sin duda, ella tenía un extraño complejo. Se negaba a oír hablar de madres o
de niños y eso la había alejado de los pocos amigos de su propia edad con
quienes podía jugar.

Al principio a Sally le resultó difícil comprender esta actitud, pero poco a


poco, se dio cuenta de que Elaine ansiaba ser como los otros niños y tener
una madre que la acariciara y la mimara.

Sally se propuso derribar la barrera que impedía a Elaine ser una niña
normal. Fue difícil lograrlo, porque Robert Dunstan no era un padre normal.

No había vuelto a hablar con él después de su entrevista inicial. Ya se había


marchado cuando ella llegaba al apartamento por las mañanas y cuando ella
se retiraba él no había llegado aún. Vio que su nombre aparecía con
frecuencia en las páginas de economía de los periódicos y dedujo que estaba
ocupado en alguna importante operación, y por eso sin duda no tenía tiempo
para dedicarlo a su hija.

A menudo se preguntaba si Elaine sentiría cariño por su padre, ya que le veía


tan poco; sin embargo, Robert Dunstan era lo único estable para ella, se
aferraba a una imagen idealizada de él, tratando de protegerse a sí misma.

Elaine tenía una gran inteligencia y sabía adoptar una actitud de crítica
respecto a la gente que la rodeaba.

Comprendía que su niñera se había vuelto vieja e incompetente y que los


criados hacían por ella lo menos posible. Pero para su padre sólo tenía
alabanzas y sentía por él, al menos en apariencia, un gran amor.

Poco a poco Sally se dio cuenta de que Elaine repetía comentarios que se
suponía que había hecho Robert Dunstan, pero que resultaban demasiado
exagerados para ser verdaderos.

—Un hombre vino anoche a ver a mi papá —anunció Elaine cierta mañana—, y
le preguntó si tenía joyas. «Ésa es mi joya», contestó papá, señalándome a mí.

Sally comprendió que la niña tenía que inventar esas cosas para probarse a sí
misma que su padre la quería.

Decidió tener una entrevista con Robert Dunstan, pero durante más de una
semana él evitó su presencia, hasta que una mañana volvió temprano a casa y
se encontraron en el vestíbulo cuando él salía del ascensor. A Robert Dunstan
le costó trabajo reconocerla, y cuando Sally le pidió que hablaran para
concretar los asuntos que habían dejado pendientes, él se disculpó aduciendo
que tenía demasiado trabajo ese día.

Sally pasó el día tratando de conseguir que las clases de Elaine fueran
originales e interesantes. Aún quedaba una tarea por realizar, y aunque ya
estaba cansada, decidió, después de tomar el té, preparar los juguetes que
pensaban mandar a un hospital infantil. Como había perdido las esperanzas
de poder discutir el asunto con el señor Dunstan, confió en la palabra de
Elaine, quien le aseguró que su padre no se opondría a la idea.

Elaine y ella se dedicaron a preparar las cosas. A las cinco en punto llegó la
furgoneta del hospital y se llevó todo. Elaine lanzó una exclamación al ver que
el salón había quedado casi vacío.

—Hasta parece más grande, ¿verdad, señorita Granville?

—Tenemos más espacio para movernos —contestó Sally—. ¿Dijo tu padre que
podíamos comprar el escritorio que necesitas?

—No se lo he preguntado todavía.

Sally miró sorprendida a Elaine.

—Pero ¿le dijiste que ibas a regalar tus juguetes?

—Le dije algo sobre eso —contestó Elaine y añadió después con franqueza—:
pero no creo que se haya enterado.

—¡Oh, Elaine! —exclamó Sally. Miró a su alrededor y se preguntó si no se


habría excedido en sus deberes al haber regalado tantas cosas.

—No se preocupe, señorita Granville —dijo Elaine—. A papá no le importará


esto. A él no le importa lo que yo haga, mientras no le moleste.

—No debes decir esas cosas —replicó Sally automáticamente.

—Pero es la verdad —insistió Elaine—, y usted me ha dicho que siempre debo


decir la verdad.

En ese momento se abrió la puerta y entró Robert Dunstan.

—Hola, papá —exclamó Elaine—. ¡Qué bien que has venido a verme!

Corrió hacia él y Robert Dustan la besó.

—¿Es verdad que has regalado tus juguetes? Bates me ha dicho que vino una
furgoneta de un hospital infantil a recogerlos.

—Así es —contestó Elaine—. Soy demasiado mayor ya para jugar. Quiero que
me regales un escritorio, papá. Esta habitación no será el cuarto de los niños,
sino el salón de clases.

—¡Vaya! —Robert Dunstan parecía más serio que nunca—. ¿Y de quién es esa
idea?

Hubo un breve silencio que interrumpió Sally al decir:

—Pensé que Elaine ya le había pedido autorización para regalar sus juguetes.
De cualquier modo, ya es demasiado mayor para ellos.

—Creo que ha llegado el momento de que usted y yo hablemos, señorita


Granville. ¿Tiene la bondad de venir a mi despacho?

Se dirigió al pasillo y Sally se volvió hacia Elaine.

—Empieza a hacer ese dibujo que me prometiste —dijo—. Espero no tardar


demasiado.

—No se deje asustar por él —dijo en voz baja.

Siguió al señor Dunstan al despacho. Él, sentado ya en su escritorio, le indicó


una silla a Sally.

—Siéntese, señorita Granville. Creo que lleva usted ya tres semanas siendo la
institutriz de Elaine —dijo el señor Dunstan—. Lamento mucho que mis
negocios me hayan impedido discutir varios aspectos de la educación de mi
hija. Ahora puedo prestar atención a la educación de la niña.

Robert Dunstan cogió un lápiz y anotó algo en una libreta.

—Cuando contraté a la señorita Harris, le expliqué con claridad cómo quería


que educara a mi hija. Supongo que ella no le trasmitió esa información. Le
estoy muy agradecido, señorita Granville, por haberse hecho cargo de Elaine
de una manera tan repentina y sin ninguna orientación por mi parte. Por eso
no estoy de acuerdo con algunas de las cosas que usted ha hecho. Ante todo,
Elaine es todavía una niña. No se le debe alentar a que se crea mayor.

—No creo que Elaine se porte como una niña mayor —protestó Sally—. En
realidad, pienso que es demasiado infantil para su edad.

—Mucho mejor. Y no veo razón para cambiar eso.

—¡Vamos, señor Dunstan! Elaine es demasiado mayor para jugar con


muñecas. Ya sé que usted le trajo una muñeca muy bonita de París. Pero
¿cree que juega con ella? Elaine tienen casi once años… quiere cosas más
importantes que muñecas.

—¡No estoy de acuerdo con usted, señorita Granville! Elaine es una niña y se
le debe permitir disfrutar como tal. Y se sentirá muy feliz, como lo ha sido
siempre, entre todos los juguetes que les gustan a los niños.
—A los niños pequeños sí —observó Sally—, pero no a los niños de la edad de
Elaine. Sabe mucho menos que los chicos de su edad, pero aprende todo con
rapidez. Creo que se le debe dar la oportunidad de desarrollar su inteligencia
como es debido.

Robert Dunstan hizo un gesto de impaciencia.

—No estoy de acuerdo en modo alguno con usted, señorita Granville. Y, como
Elaine es mi hija, mis ideas deben predominar sobre las suyas.

—Señor Dunstan, no lo entiendo. ¿Está sugiriendo que debo retrasar


deliberadamente el desarrollo de Elaine?

—No exactamente, señorita Granville. Quiero que Elaine sea educada como
cualquier otra niña, que esté interesada en las cosas propias de su edad.
Quiero que sea una niña normal. ¿Está eso claro?

—Ésa es la única cosa que nunca ha tenido oportunidad de ser —replicó Sally
con decisión—. ¿Tiene idea de cómo es la vida de Elaine? ¿Sabe cómo se le
trata cuando no está usted aquí? Creo que Elaine es la niña más solitaria, el
caso más patético de una criatura desatendida que he encontrado en mi vida.

—¿Desatendida? —preguntó Robert Dunstan.

—Sí, descuidada. Su niñera quiere mucho a Elaine, pero es demasiado vieja.


Los criados son perezosos y no son supervisados por nadie. Además,
¿considera la compañía de los criados adecuada para una criatura de diez
años? Elaine no tiene amigos, nada para ocupar su mente o hacerla feliz. Le
quiere mucho a usted; pero ¿con qué frecuencia le ve? —Se detuvo un
momento antes de añadir—: Echa de mucho de menos a su madre.

Robert Dunstan se puso de pie con brusquedad y se dirigió hacia la ventana.


Sally se quedó callada por un momento y luego, como él no contestó continuó
diciendo:

—Quería hablar con usted, señor Dunstan, porque creo que una cosa
realmente buena para Elaine sería que fuera a la escuela. Debe tener la
compañía de niños de su propia edad. Ha estado tan desatendida, que, para
lograr un poco de seguridad y confianza da salida a todas sus emociones. Me
da mucha pena Elaine.

Después de un momento, Robert Dunstan se apartó de la ventana.

—Señorita Granville, ha sido usted muy franca —dijo con sequedad, volviendo
hacia su escritorio—. Ha expuesto muy bien su punto de vista, pero no me ha
convencido.

—Creo que usted se convencerá a sí mismo si tuviera tiempo de estar con


Elaine.

Robert Dunstan se quedó pensativo. De pronto preguntó:


—¿Qué ha querido decir con eso de que Elaine echaba de menos a su madre?

—Se niega a ir a casa de otros niños, o a que ellos vengan aquí, porque los
demás tienen madre y ella no.

Hubo un prolongado silencio antes de que Robert Dunstan dijera:

—No tenía idea de que Elaine recordara a su madre.

—¡Claro que la recuerda! La madre tiene una enorme importancia en la vida


de una criatura.

—Algunas madres, tal vez… —contestó Robert Dunstan y mirando a Sally,


añadió—: he tomado una decisión, señorita Granville, que tal vez le parezca
muy drástica, pero estoy convencido de que es la correcta. Me temo que es
usted demasiado joven para enseñar a Elaine. Antes de que usted llegara, ella
parecía una niña muy satisfecha. Ahora ya no es la misma. Sin embargo, tal
vez el daño no sea irreparable. Por lo tanto, le agradeceré que dé por
terminado hoy su trabajo aquí. Le pagaré, desde luego, un mes de sueldo.

Sally le miró fijamente, demasiado sorprendida para decir nada. Haciendo un


esfuerzo, se puso de pie.

—Entiendo muy bien, señor Dunstan —repuso con voz tranquila—. Lo siento
por Elaine. Quiero mucho a la niña y creo que ella a mí.

—Le aseguro que no necesita preocuparse por Elaine —observó Robert


Dunstan con dignidad—. Adiós, señorita Granville.

Extendió la mano, pero Sally no se la dio. Se sentía tan furiosa que cuando se
disponía a retirarse, se dio cuenta de que estaba temblando.

—Confío en su buen juicio, señorita Granville, para no alterar a Elaine con


esto.

—Dejaré en sus manos la tarea de darle la noticia —contestó Sally—. Cuando


me vaya, dentro de media hora, le ocultaré que no voy a volver mañana.

—Gracias, señorita Granville.

Sally abrió la puerta y trató de controlarse antes de reunirse con Elaine,


quien se puso de pie de un salto al verla entrar.

—¡Ah, por fin ha vuelto! ¡Cuánto ha tardado!

Sally la abrazó.

—Déjame ver al dibujo que has hecho —dijo, tratando de hablar con
naturalidad.
—¡Aquí está! —exclamó Elaine con orgullo.

Sally nunca había pensado que media hora pudiera durar tanto. Cuando por
fin llegó la hora de irse, abrazó a Elaine.

—Has sido muy buena hoy —dijo—. Trata de recordar todas las cosas que te
he dicho… sé buena con la gente… nunca seas grosera.

—¡Claro que lo seré! Pero no olvide que me prometió llevarme a la Torre de


Londres.

—Sí, lo prometí —repitió Sally. Al levantarse de su silla, se puso el sombrero y


los guantes—. Sé una niña buena.

—Soy tan buena, que merezco un premio —repuso Elaine riendo. Cogió a
Sally del brazo y la acompañó hasta el ascensor—. Como papá ha llegado
temprano, tal vez tenga tiempo de hablar conmigo esta noche.

—Sí, ve a charlar con él —sugirió Sally.

—Hasta mañana, señorita Granville —dijo Elaine, antes de que el portero


cerrara las puertas del ascensor.

Sally salió corriendo del lujoso edificio donde había encontrado y perdido su
primer empleo y volvió a casa. La señora Jarvis se dirigió a ella cuando abrió
la puerta.

—Hay un caballero esperándola, querida. Es un amigo, el doctor.

—¡Oh, es David! —exclamó Sally—. Gracias, señora Jarvis.

Subió corriendo la escalera y encontró a David sentado en el sillón con la


cabeza hacia atrás y los ojos cerrados. Se despertó cuando ella abrió la
puerta.

—Hola, Sally.

—Siento mucho haberte despertado.

—Me he quedado dormido. Estuve de guardia anoche.

—Me alegra mucho verte —dijo Sally.

—¿No ha llegado Marigold? —preguntó.

—No —contestó David moviendo la cabeza—. Le llamé por teléfono a la hora


de comer y dijo que llegaría tarde. Parecía enfadada, así que he venido a ver
si quería salir a cenar conmigo.

—¡Espero que no haya sucedido nada! —exclamó Sally.


—Sobre ti recaen los problemas de toda la familia, ¿verdad, Sally? —observó
David sonriendo.

—Tengo demasiados problemas propios por el momento. David, me han


despedido.

Sally le contó lo que había sucedido.

—¡A ese hombre debían meterle en un manicomio! —exclamó David—. ¡No


tiene derecho a portarse de ese modo!

—Supongo que puede hacer lo que quiera con su propia hija. Pero… yo había
logrado que mejorara mucho.

—Me lo imagino. —David extendió la mano y dio varias palmadas


consoladoras en la de Sally—. No me gusta verte preocupada, Sally. Siempre
pienso en ti como en la niña, a quien Anne y Marigold reñían porque no podía
hacer todavía lo que hacían ellas.

—Pero he crecido, David —dijo Sally con tristeza.

—Es una pena que así haya sido. Éramos más felices de niños.

—¡Mucho más felices!

—En aquel entonces no te preocupabas por el futuro.

—No, porque mi padre cuidaba de nosotras.

—Y ahora tenéis que defenderos solas. Y tú eres la que te preocupas por


todos. ¡Cómo quisiera poder ayudar en algo!

—¡Claro que ayudas, David! Es maravilloso tenerte aquí.

Sally hablaba con sinceridad y David sonrió.

La puerta se abrió y entró Marigold.

—¡Qué cansada estoy! —exclamó—. ¡Cómo me gustaría que tuviéramos


ascensor aquí! Hola, David, ¿qué quieres?

El tono de su voz era tan poco agradable que Sally la miró sorprendida.

—¿Estás todavía enfadada? —preguntó David.

—Sí, mucho —contestó Marigold con brusquedad—. Y me enfadaré todavía


más si empiezas a hacer preguntas tontas.

Se dirigió a su dormitorio y en ese momento volvió a abrirse la puerta y entró


Anne.
—Hola, querida —dijo dirigiéndose a Sally y, volviéndose a David, añadió—:
hola, ¿cómo está el hospital?

—¡Lleno a reventar! —contestó David.

—Hay demasiada gente enferma en el mundo —comentó Anne, dejándose


caer en un sillón—. ¡Los autobuses venían hasta arriba! Y tuve un día
tremendo, la duquesa estaba de mal humor.

—¡Pobre Anne! —exclamó Sally—. Parece que ha sido un día malo para todos.

—Sally ha perdido su empleo —explicó David.

—¡Oh, Sally! ¿Qué sucedió? —preguntó Anne.

—Te lo contaré más tarde.

Marigold se asomó de pronto entre las cortinas.

—¿He oído bien? —preguntó—. ¡Qué fastidio! Iba a preguntarte si podía dejar
de pagar mi parte de la renta en las próximas tres semanas. Necesito
comprarme un vestido de noche.

—No hay problema, querida, puedes hacerlo —contestó Sally—. El señor


Dunstan me va a pagar un mes de sueldo y voy a aceptarlo. Si yo tuviera
dignidad, no aceptaría su dinero, pero tu vestido de noche es más importante.

—Me han invitado a una fiesta que ofrece Ben Barlow el próximo viernes.

—¿El piloto de carreras? —preguntó David.

—Sí —asintió Marigold.

—Los periódicos hablan mucho de él —comentó Anne—. ¿No regaló un collar


de perlas a una corista y después le pidió que lo devolviera?

—Sí —repuso Marigold con dulzura—. Es un hombre muy rico y voy a ir a su


fiesta.

Sally no dijo nada. Esa mañana había visto a Marigold enfadada, pero ahora
se daba cuenta de que era algo más que un enfado.

La observó cuando hablaba con los otros y la notó nerviosa.

Eran las siete y media y Marigold aceptó salir a cenar con David. No parecía
muy entusiasmada con la idea, pero David, en cambio, estaba muy contento.

—He ganado una apuesta —dijo—. No ha sido una fortuna, pero me permite
invitarte a un lugar elegante. ¿Qué te parece el Berkeley Grill?
—Llévame a cualquier lugar, menos allí —replicó Marigold.

Cuando su hermana y David se marcharon, Sally se sentó en el sillón y miró a


Anne.

—Creo que será mejor que salgamos a cenar.

—He estado pensando —dijo Anne—, que los Jarvis podrían dejarnos instalar
una cocina eléctrica en ese pequeño cuartito que hay en lo alto de la escalera.
Si pudiéramos cocinar allí, no tendríamos que salir todas las noches.

—¡Anne, qué magnífica idea! Cómo no se me habrá ocurrido.

—Tú siempre estás pensando en todo —comentó Anne sonriendo—. Creo que
ya es hora de que te ayudemos un poco, Sally.

—¡Es una espléndida idea! —repitió Sally con entusiasmo—. Hablaré con la
señora Jarvis por la mañana. Ahora vamos a cenar.

Salieron a la calle. Era una noche cálida, y no hacía viento.

—¿Puedes imaginar cómo será esta noche en St. Chytas? —preguntó Sally—.
¿No lo echas de menos, Anne?

—Algunas veces. Aunque me gusta mucho Londres. ¿A ti no?

—No —contestó Sally—. Londres no me gusta.

—No te preocupes por lo de tu trabajo. Le pediré a la duquesa que nos ayude


a buscarte un puesto adecuado; ella conoce a mucha gente.

—Estoy segura de que no pasará mucho tiempo sin que encuentre algo —
asintió Sally, con más confianza de la que en realidad sentía.

Cuando volvieron a casa oyeron voces y risas al pasar frente al bar de los
Jarvis.

Estaban casi en la puerta cuando Sally vio una pequeña figura que esperaba
fuera. La miró fijamente y lanzó una exclamación.

—¡Elaine! ¿Qué haces aquí?

La niña se volvió hacia ella y gritó de alegría.

—¡Oh, señorita Granville, llamé a la puerta muchas veces y nadie contestó!


¡Comprendí que usted había salido!

Sally vio que tenía los ojos hinchados y enrojecidos de tanto llorar.

Llevó a Elaine arriba, y cuando llegaron a la salita del desván, la abrazó y le


dijo:

—¡Tranquilízate, no llores! Todo se va a arreglar, no llores más.

Por fin Elaine se tranquilizó un poco. Sally se sentó en un sillón, con Elaine en
brazos, mientras Anne le preparaba un zumo de naranja.

—Bebe esto —le dijo Sally a Elaine.

Le desabrochó el abrigo y se quedó sorprendida al ver que Elaine iba en


camisón.

—Papá me mandó a la cama —explicó Elaine y empezó a llorar de nuevo.

—No llores más, corazón —suplicó Sally—. Tómate el zumo de naranja, y


cuando te sientas más tranquila, podrás explicarme lo que pasó.

Elaine obedeció.

—La quiero mucho, señorita Granville —dijo—. La quiero más que a nadie en
el mundo.

—Me alegro —respondió—, pero no debías haber venido sola aquí.

—Tuve que hacerlo —contestó Elaine—. Cuando usted se fue, entré a ver a
papá. Parecía enfadado y hablé con él. Quería ponerle de buen humor, pero
después de unos segundos me dijo: «Elaine, espero que no te importe mucho,
pero he decidido que sería mejor que la señorita Granville no siguiera
viniendo». Yo le miré y, al preguntarle el motivo, me contestó: «Eres
demasiado pequeña para comprender. Pero buscaré alguien que venga a
enseñarte, una persona agradable y sensata que te gustará mucho». Le
contesté enseguida que yo no quería a nadie más que a la señorita Granville.
«Lo siento, Elaine», repuso él enfadado, «pero la señorita Granville no seguirá
viniendo. La he despedido ya». Cuando dijo eso, creí volverme loca.

Elaine se tapó el rostro con las manos y continuó diciendo en voz baja:

—Grité y grité. Empecé a tirar cosas. Le dije a papá que le odiaba… que a la
única persona en el mundo a quien quería era a usted.

—¡Oh, Elaine! —exclamó Sally en tono de reproche.

—Sabía que usted se enfadaría conmigo por eso, pero no pude evitarlo. Mi
padre se puso furioso y tocó el timbre para que Nanny fuera a buscarme y me
metiera en la cama. Yo seguía llorando y tenía la voz ronca de tanto gritar.
Nanny se puso a llorar también y no dejaba de decir: «¡Mi pobre niña sin
madre!», una y otra vez, hasta que le dije que se callara que no quería una
madre, que la quería a usted.

—¿Qué sucedió entonces? —preguntó Sally con suavidad.


—Nanny me llevó algo de cenar y después me dejó sola. Cuando se fue me
levanté de la cama, me puse los calcetines, los zapatos y el abrigo, y salí por
la escalera de atrás. Corrí lo más rápido que pude hasta la parada del
autobús. Pero cuando llegué allí recordé que no llevaba dinero, así que vine
andando. Tuve que preguntar a mucha gente, pero todos fueron muy buenos y
me dijeron cómo llegar. Voy a quedarme con usted. ¡No volveré con papá!

Sally sonrió.

—Eso es imposible, y tú lo sabes.

—¡No, no lo sé, no quiero volver! —exclamó Elaine—. ¡No me haga volver…


prométamelo! ¡Odio a mi padre, odio el apartamento! ¡Quiero vivir aquí, con
usted! No causaré ninguna molestia, se lo prometo. Por favor, señorita
Granville, déjeme quedarme aquí.

Elaine empezó a ponerse histérica y Sally, comprendiendo que la niña tenía


miedo, la abrazó con fuerza para consolarla.

—Estás muy cansada —dijo con dulzura—. No hablaremos de esto ahora. Nos
quedaremos durante un rato y pensaremos en otras cosas.

—Usted no me llevará a casa de regreso, ¿verdad? —suplicó Elaine—.


Prométamelo. Si trata usted de hacerlo, ¡me mataré!

—Elaine, no debes decir esas cosas —protestó Sally—. Por favor, no pensemos
por ahora en lo que vamos a hacer. Debes estar muy cansada. Te voy a
acostar en mi cama.

—Pero no me dejará… ¿no irá a buscar a mi padre?

—No, no te dejaré —le aseguró Sally—. Te lo prometo.

Anne, obedeciendo a la petición de Sally, bajó a por una bolsa de agua


caliente.

Sally le quitó a Elaine el abrigo y los zapatos. Le cepilló el pelo y la ayudó a


meterse en la cama.

—Trata de dormir —sugirió—. Te sentirás mucho mejor por la mañana.

—Me gusta su cama, señorita Granville —dijo Elaine—. Pero ¿en dónde va a
dormir usted?

—Ya me las arreglaré —contestó Sally—, no te preocupes.

Anne volvió con la bolsa de agua caliente.

—Mira lo que mi hermana te ha traído —observó—. ¿No te gustaría dormir


con la bolsa junto a ti?
—Me parece muy bien —asintió Elaine y levantando la vista hacia Anne
comentó—: Su hermana es muy bonita, ¿verdad?

—Sí —respondió—. ¡Y es muy buena, además!

—No puede ser tan buena como usted —contestó Elaine.

Sally la arropó y corrió las cortinas.

—¡No me deje, no se vaya! —protestó Elaine—. Usted me prometió…

—Sólo estoy corriendo las cortinas, Elaine. No me iré. Sabes que no faltaría a
mi promesa.

Elaine pareció tranquilizarse y por fin se quedó dormida. Pero Sally y Anne
sólo se atrevieron a hablar cuando estuvieron seguras de que la niña dormía.

—¿Qué vas a hacer ahora? —preguntó Anne en voz baja.

—Tengo que avisar al señor Dunstan —contestó Sally—. Si descubren que la


niña ha desaparecido, se preocupará mucho.

—¡Bien merecido lo tendría él! ¡Pobre criatura, no sabes qué pena me da!

—A mí también —contestó Sally—, pero creo que hay algo detrás de todo. El
señor Dunstan no está actuando de una forma razonable.

—A mí me parece un hombre horrible.

—Debe saber que Elaine está a salvo.

—¿Y si viene corriendo, a exigirte que le entregues a su hija?

—No sería capaz de hacer una cosa como ésa, ¿o lo crees así?

—Tú lo conoces mejor que yo —contestó Anne—. De cualquier modo, no


parece ser muy sensato en lo que a su hija se refiere.

—Pero debemos hacer lo que es correcto, Anne, sé buena conmigo; llámale


desde una cabina, por favor. Debo cumplir la promesa que hice a Elaine de no
dejarla.

—¿Y qué puedo decirle yo?

—La verdad. Que Elaine llegó andando hasta aquí, que venía en un estado de
verdadera histeria y que se sentía muy desdichada. Dile que la he acostado y
que creo que lo mejor sería dejar todo para mañana.

—Se lo diré —prometió Anne—. ¿Y si no está… qué hago?


—Pide hablar con la niñera y dile lo que pasó y que sería mejor que el señor
Dunstan no viniera por aquí esta noche.

—Está bien —asintió Anne—, pero espero que en tu próximo empleo, Sally,
trates con gente más o menos normal.

Anne se marchó y Sally se quedó pensando en lo ocurrido. Al cabo de un buen


rato regresó Anne.

—El teléfono estaba ocupado —explicó—. Cuando hablé con el señor Dunstan
me dijo que había llamado a la policía y a no sé cuántas personas más. Lo
terrible del caso es que él no tenía tu dirección y a esta hora no podía
localizar a la señora Bellows.

—Nunca le di mi dirección. Elaine la sabía, porque quería mandar a Marigold


una tarjeta el día de su cumpleaños y yo se la escribí.

—Bueno, le dije quién era yo, y que Elaine estaba a salvo. Parecía haber
estado preocupado por la niña.

—Me lo imagino. ¿Qué sucedió después?

—Le dije que Elaine estaba con nosotras y que era mejor que dejara todo para
mañana. Pero insistió en que quería verte ahora mismo. Así que darle la
dirección y viene hacia aquí.

—En ese caso, no hay nada que hacer —suspiró Sally—. Gracias por haber
hecho todo eso.

—No tienes que darme las gracias. Pero siento lo que está sucediendo. Es
bastante desagradable. ¿Quieres que me vaya a la calle mientras habláis?

—¡Oh, no! —protestó Sally—. Quédate conmigo. Me da miedo quedarme a


solas con él. Estoy segura de que piensa que todo esto es culpa mía.

—Será mejor que no sea grosero, o soy capaz de pegarle con algo.

Sally se rió. Era imposible imaginarse a la dulce y tranquila Anne pegando a


alguien.

Se levantó y empezó a recoger la habitación.

—¿No crees que sería buena idea —sugirió Anne—, que yo bajara a esperarle?
Si llama, los Jarvis tal vez salgan a abrir. Y les parecerá extraño que
recibamos a un caballero a estas horas de la noche.

—Sí, tienes razón. No me gustaría escandalizar a los señores Jarvis.

—Me quedaré detrás de la puerta —dijo Anne—. Y cuando oiga que se detiene
su coche, abriré y le traeré aquí. Me llevaré mi abrigo, porque ya hace frío.
Cogió el abrigo, se lo puso y al pasar junto a Sally le dio un beso en la mejilla.

—¡Alégrate! Sospecho que vas a salirte con la tuya, pero, si no lo lograras,


hay millones de niños en el mundo de quienes puedes ocuparte.

—Me sentiría más satisfecha si lograra salirme con la mía, en lo que a Elaine
respecta —respondió Sally sonriendo.

—Entonces, trata de que así sea —aconsejó Anne—. Casi nunca fallas cuando
deseas algo.

Anne salió y Sally se quedó sola, esperando. Tuvo que esperar bastante
tiempo hasta que el señor Dunstan llegó.

—Aquí está el señor Dunstan, Sally.

Él entró en la habitación.

Como estaba muy nerviosa, Sally comenzó a hablar sin esperar siquiera a que
el señor Dunstan la saludara.

—Tendrá que hablar en voz baja, señor Dunstan, porque Elaine está
durmiendo al otro lado de estas cortinas —le miró y dijo—. ¿Quiere verla?

Descorrió una de las cortinas y la luz iluminó el rostro de Elaine.

Por un momento él no se movió. Luego, se volvió hacia Sally.

—Gracias, señorita Granville.

Avanzó hacia el centro de la salita y Sally volvió a correr las cortinas.

—¿Desea sentarse? —preguntó indicando un sillón. Ella se sentó en el otro,


mientras Anne permanecía de pie apoyada en la ventana.

Robert Dunstan la miró por un instante, pero después sus ojos volvieron hacia
Sally.

—Su hermana tuvo la bondad de llamarme por teléfono, señorita Granville.


Tengo entendido que usted encontró a Elaine alrededor de las nueve.

—Sí —contestó Sally—. Estaba muy cansada, porque vino andando. Cuando
trató de decirme lo que había sucedido, se puso histérica. Pensé que lo mejor
sería que durmiera.

—Gracias —respondió él.

Sally pensó que parecía más humano. Su expresión no era tan dura como la
habitual. Parecía triste.
—Siento mucho todo esto, señor Dunstan. Me temo que usted pensará que es
por mi culpa.

—Elaine la quiere mucho —comentó Robert Dunstan.

—Sí, lo sé —contestó Sally—. Yo no hice nada especial para que me quisiera,


señor Dunstan. Sucedió porque es una niña que se siente muy sola.

Se quedaron en silencio por un momento y entonces el señor Dunstan dijo:

—Actué de forma impulsiva esta tarde, señorita Granville. Al pensar en la


realización de mis planes olvidé los sentimientos de Elaine.

—¡Pobre Elaine! —exclamó Sally.

—¿De verdad la compadece usted?

—No lo digo por molestarle, señor Dunstan. Me temo que ya he dicho


demasiadas cosas sobre Elaine, durante las pocas veces que nos hemos visto,
para que usted no sepa lo que pienso sobre ella. Es una niña adorable, que
desea amar a la gente, como una criatura normal.

—Eso he aprendido de Elaine esta noche —declaró Robert Dunstan.

—Elaine me confesó que se portó inadecuadamente —respondió Sally.

—No sabía que una niña tan pequeña pudiera armar tanto jaleo —miró a Sally
un momento y luego sonrió—. Tengo muchas cosas que aprender de ustedes
dos, señorita Granville. ¿Cree que podrá perdonarme?

—¿Perdonar, por qué señor Dunstan?

—Por intentar prescindir de sus servicios. ¡Continúe siendo la institutriz de mi


hija, por favor!

—¿Está seguro de que quiere que me quede? Yo sólo puedo enseñar a Elaine
a mi manera.

—Me basta con eso —contestó Robert Dunstan— un día trataré de explicarle,
si es posible, las razones de la actitud que adopté en el pasado… pero que no
adoptaré a partir de ahora.

Ella comprendió que el señor Dunstan tendría mucho que explicar. Él se puso
de pie.

—Creo que debo volver a casa. Tal vez será mejor que usted le diga a Elaine,
antes de que yo la vea mañana, que todo será como ella quiere.

—Yo no lo diría de ese modo —contestó Sally—. Le diré que si se porta muy
bien y se arrepiente de su conducta de hoy, podría quedarme un poco más de
tiempo con ella.
Robert Dunstan frunció el ceño.

—¿Está poniendo un límite de tiempo?

—No quiero hablar ahora del asunto, pero creo que Elaine debe ir a la
escuela.

—Ya hablaremos de eso, señorita Granville —él miró hacia las cortinas—.
Perdóneme por mencionarlo, pero creo que Elaine me dijo, en cierta ocasión,
que usted vivía con dos hermanas. En ese caso, ¿no se quedará una de
ustedes sin cama esta noche?

—Por favor, no se preocupe. Nos las arreglaremos de algún modo.

—Permítame despertar a Elaine y llevármela a casa. Puedo explicarle que


usted irá por la mañana.

—¡No, por favor! —suplicó Sally.

—No hay ningún problema, señor Dunstan —dijo Anne—. Tenemos sacos de
dormir.

—¿Está segura?

—Sí —contestó Anne.

—Entonces sólo puedo darle las gracias una vez más.

Robert Dunstan le dio la mano a Anne, mientras Sally se dirigía hacia la


puerta.

Bajó antes que él por la oscura y angosta escalera, y cuando llegaron al


vestíbulo encendió la luz y abrió la puerta.

—Buenas noches, señorita Granville. Le estoy más agradecido de lo que


podría expresar con palabras —dijo él.

Le dio la mano y salió a la calle. Ella vio que el chófer de Robert Dunstan le
esperaba junto al coche, y se disponía a abrir la puerta cuando él se volvió de
pronto.

—Su hermana es una muchacha muy guapa —observó.

—Sí, ¿verdad? —comentó Sally sonriendo.

Pensó que Rober Dunstan iba a decir algo más, pero él cruzó la acera y entró
en el coche. Sally cerró la puerta y subió corriendo por la escalera.

—¿Qué te pareció? —preguntó a Anne cuando llegó al desván.


—Es mucho más agradable de lo que me imaginaba —contestó Anne.

—Sí, tienes razón. Ahora me doy cuenta de ello. Mientras te fuiste a llamar
por teléfono, comprendí que había hecho que se enfadara porque me puse a la
defensiva desde el primer momento. De todos modos, debes reconocer que es
un hombre bastante raro.

—Sí —convino Anne—. Pero también muy distinguido y además muy apuesto.
No le imaginaba así.

—Él piensa que tú eres muy guapa. Me lo dijo antes de irse.

Anne no hizo ningún comentario. En ese momento se abrió la puerta y entró


Marigold.

—¡No hagas ruido! —dijo Sally—. Tenemos un huésped.

Al ver que Marigold se había quedado muy sorprendida, le explicó


brevemente lo que había sucedido.

—¿Robert Dunstan estuvo aquí? —exclamó Marigold.

—Sí —contestó Sally—. Se acaba de ir.

—¡Qué mala suerte! Tengo tantas ganas de conocerle. Hubiera sido una
buena oportunidad de hacerlo —contestó Marigold y se estiró—. ¡Qué cansada
estoy!

—¿No lo has pasado bien?

—¡Claro que no!

—¡Oh, Marigold! ¡No me digas que has regañado con David! ¿Por qué?

—Lo de siempre… si el dinero es importante o no. ¡Y pensar que pasé la


velada discutiendo con él, cuando podía haber estado aquí y conocido a
Robert Dunstan!

—Pobre David —dijo Sally preocupada—. ¿Fuiste grosera con él?

—Eso espero. Me aburre terriblemente. ¡Es tan apasionado con su profesión,


y tan tonto! Tiene que ser muy tonto para trabajar como él lo hace por un
sueldo tan miserable como el que gana.

—Los médicos no trabajan por dinero —repuso Sally—. Trabajan porque les
gusta aliviar el sufrimiento humano y ayudar a otros.

—Eso trató de explicarme David, pero no lo hizo de forma tan elocuente como
tú. ¡Qué tontos son los hombres! —exclamó Marigold con amargura.

—Marigold, ¿qué te sucede? —preguntó Sally.


—¡Nada! —contestó Marigold con brusquedad—. ¡Y, por lo que más quieras,
déjame en paz!

Entró con tanta prisa en el dormitorio que Anne y Sally se miraron


desconcertadas, pero no dijeron nada.

Sally se acostó en un saco de dormir y estaba quedándose dormida cuando


oyó un leve ruido.

Por un momento pensó que se trataba de Elaine, pero era Marigold, que
estaba llorando.
Capítulo 5

-El señor duque la está esperando en la biblioteca, señorita —dijo Dalton, el


mayordomo.

Anne le miró sorprendida.

—¿El señor duque? No sabía que estaba en Londres.

—Llegó anoche, señorita y dice que quiere hablar con usted.

Anne dejó la bolsa de la compra junto a la chimenea y se dirigió hacia la


biblioteca.

El duque estaba sentado junto a la chimenea y levantó la vista al oírla entrar.

—Buenas tardes, señorita Granville, Hace un día espléndido, ¿verdad?

—¡Sí, precioso! —contestó Anne.

—¿Tiene la bondad de sentarse? Quería hablar con usted, señorita Granville.


Es acerca de mi madre, por supuesto. Estoy un poco preocupado por ella.

—¿Preocupado por ella? —repitió Anne.

—A usted le puede parecer ridículo —repuso el duque—, pero deseo que mi


madre disfrute de una vejez tranquila.

—La señora duquesa está muy bien para su edad —comentó Anne—, ¿por qué
está preocupado por ella?

—Voy a hablar con usted confidencialmente, pues estoy seguro de su


discreción. ¿Ha hablado mi madre con usted alguna vez de su segundo hijo,
Adrian?

—Sí, por supuesto. Se mató en un accidente automovilístico, ¿no?

El duque asintió con la cabeza.

—Siempre le gustó mucho la velocidad. Una noche, cuando regresaba de una


fiesta se estrelló contra un camión. Ni su esposa ni él recobraron nunca el
conocimiento.

El duque suspiró y se quedó pensativo.

—Ambos murieron sin saber lo que había sucedido —continuó el duque


después de un momento—. Dejaron un hijo y es de él, de Montague, de quien
quiero hablarle, señorita Granville. Mi madre se sintió muy desdichada
cuando Adrian murió. Le quería más que a ninguno de nosotros, quizá porque
fue un niño muy delicado de salud. Las madres quieren más a sus hijos cuya
salud es quebradiza, así que soy yo ahora quien disfruta de ese privilegio.

Sonrió al referirse a sí mismo. Anne se dio cuenta de que no tenía ningún


complejo.

—Pero… —continuó diciendo—, mi madre quería demostrar su amor por


Adrian de una forma práctica, dirigiendo la vida de su hijo. Interfirió en sus
planes y trató de imponerle sus deseos. Montague desafió a su abuela,
diciéndole que quería dirigir su propia vida. Mi madre se puso furiosa y
empeoró las cosas informándole que le desheredaba desde ese momento.
Todo el dinero de nuestra familia le pertenece a ella.

El duque, al darse cuenta de que había captado la atención de Anne, continuó


diciendo:

—Era heredera de una gran fortuna. Mi padre, cuando se casó con ella tenía
todos sus bienes hipotecados, pero el suyo no fue un matrimonio de
conveniencia, ya que se amaron profundamente hasta el día en que él murió.
Mi madre había pagado todas las hipotecas, pero, como la mayor parte del
dinero de ella estaba en fideicomiso, no pudo tocar el capital, y la tierra tuvo
que venderse para pagar los impuestos que causó el testamento. A la muerte
de mi madre, lo que queda de su fortuna será dividida entre sus hijos; el que
tenga el título obtendrá la mayor parte.

—Y ése es usted —comentó Anne.

—Por desgracia yo no tengo hijos. Considero muy justo que el hijo de Adrian
reciba su parte del dinero, porque él, algún día, cuando mi hermano Henry y
yo muramos, heredará el título. Mi madre, sin embargo, está decidida a
desheredar a Montague, a menos que se produzca una reconciliación entre
ellos… —El duque se detuvo—. Y yo quisiera que usted nos ayudara, señorita
Granville.

—Lo haré con mucho gusto —contestó Anne—. Pero ya sabe lo difícil que es la
señora duquesa.

—¡Claro que lo sé! —suspiró el duque—. Sin embargo, está muy encariñada
con usted. Cuando le hable de los viejos tiempos, como suele hacerlo, hágala
recordar cómo quería a Adrian. Tal vez eso ayudaría algo.

—¿No podría su nieto pedirle perdón? —sugirió ella.

—Ojalá lo hiciera, pero es un joven muy testarudo. Ella le amenazó y él no


quiere saber más de la familia. Ésa es la situación.

—Es verdaderamente triste.

—Sí que lo es —reconoció el duque—, sobre todo, porque mi madre adoraba a


Adrian y también quería mucho a su esposa.

—Haré todo lo que pueda —prometió Anne—. Pero si hablo demasiado, tal vez
no sirva de nada. La duquesa suele llevarle a uno la contraria.

—¡Qué bien la conoce! Se nota que es usted una persona muy inteligente,
señorita Granville —exclamó el duque.

—Quisiera serlo, pues me encanta trabajar aquí y le agradezco mucho a la


señora duquesa que me diera esta oportunidad.

—No se lo diga —le advirtió el duque—. Ella sólo respeta aquello que no está
segura de poseer.

Anne sonrió y se puso de pie.

—Haré todo lo que pueda —repitió.

—Gracias, señorita Granville.

El duque la siguió con una mirada que expresaba su admiración, hasta que
desapareció de su vista.

Anne encontró a la duquesa de muy mal humor.

—Llega tarde, señorita Granville. ¡Son las dos y veinte!

—Lo siento mucho —dijo Anne—. Tuve que salir a hacer la compra y me
entretuvieron mucho en la tienda.

—¿Ha comido? —preguntó la duquesa.

—Sí, gracias, he tomado un sándwich y una taza de café.

—¡Es ridículo! —Gruñó la duquesa—. ¿Por qué come tan poco? Ustedes, las
muchachas modernas, creen que es atractivo tener una figura como un poste,
pero estoy segura de que a los hombres no les gusta eso. Cuando yo era
joven, las mujeres tenían figuras femeninas, con curvas por todas partes. ¡Por
eso nos casábamos con más facilidad! Y puedo decirle una cosa; tener un
marido y un hogar es mucho más cómodo a la larga que tener una carrera.

—Estoy segura de ello —contestó Anne, que había oído esa frase muchas
veces antes—, pero hasta que no se conoce al hombre adecuado, hay que
trabajar.

—Permítame decirle una cosa. Es mejor haberse casado y haber sido


desdichada, que no haberse casado nunca.

—Pero usted se casó con el hombre adecuado y fue muy feliz.

—¿Quién le ha dicho eso?


—Uno de sus hijos. Quizá no haya sido verdad, pero ellos piensan que usted y
su esposo fueron muy felices.

—¡Claro que es verdad! —exclamó la duquesa—. Mi esposo era el hombre más


maravilloso del mundo.

—Yo estoy esperando a alguien como él —sonrió Anne.

—Entonces se quedará esperando —replicó la duquesa, pero su tono era muy


suave—. Pero no cabe duda de que es muy bonita. Me gustaría verla casada
con un hombre decente. ¿Conoce a algún hombre?

—No.

Para entretener a la duquesa, le contó lo sucedido la noche anterior y la


anciana escuchó fascinada la historia de Elaine.

—¿Así que Sally ha vuelto a su trabajo? —preguntó cuando Anne terminó su


relato.

—Sí. Quiere mucho a la niña. Además, el señor Dunstan fue muy sincero al
pedir que le disculpara.

—No tenía más remedio que hacerlo. Los hombres nunca han sabido tratar a
los niños.

—Quisiera saber cómo era la esposa del señor Dunstan.

La duquesa frunció el ceño.

—Recuerdo haber leído la noticia de su matrimonio. Fue una boda muy


suntuosa y los periódicos publicaron, con la impertinencia de siempre, todo lo
que él tenía y lo que ganaba. Aunque no recuerdo quién era ella. Dígale a su
hermana que averigüe cómo se llamaba la esposa de Robert Dunstan.

—Eso no será fácil —dijo Anne—. No puede preguntárselo al señor Dunstan,


ni tampoco sería correcto que se lo preguntara a los criados.

—Puede hacerlo de forma indirecta. Yo, por ejemplo, le diría a la vieja niñera:
«¿La señora Dunstan no le llamaba Stella Blake de soltera? Creo que oí hablar
de ella el otro día». Entonces la vieja niñera contestará: «¡Oh, no! ¡Se llamaba
Alice Jones!». Eso no es hablar con los criados, hija mía, pero así puede
conseguirse la información que uno desea.

Anne se echó a reír.

—¡Oh, señora duquesa, es usted muy divertida! Pienso que siempre ha


obtenido en la vida todo lo que desea.

—Sí, casi todo —contestó la duquesa—. ¿Sabe? Me gustaría mucho conocer a


Sally y a Elaine. ¿Por qué no le dice a su hermana que vengan a visitarme una
tarde?

—¿De veras? ¡Oh, a Sally le encantará conocerla!

—Entonces, dígale que venga el día que quiera.

Anne volvió a la casa dispuesta a invitar a Sally a visitar a la duquesa, pero se


enteró de que su hermana había llegado y había vuelto a salir.

—¿Adónde ha ido? —le preguntó a Marigold.

—No tengo la menor idea —contestó Marigold—. Se cambió de vestido, se


empolvó la nariz y se fue antes de que pudiera preguntarle nada.

—Estabas muy ocupada hablando de ti misma, supongo —dijo Anne


sonriendo.

—Sí, me temo que sí —confesó Marigold—. Tuve un día horrible. Nadine Sloe
sigue haciéndome la vida imposible.

—¿Y no te molesta trabajar con alguien que te detesta?

—¡A mí no me afecta de ningún modo!

—¿Crees que está enamorada de Peter?

—Si lo está, puede quedarse con él —replicó Marigold con voz aguda.

—Por cierto, ¿qué le ha sucedido a Peter? Hace varios días que no viene por
aquí.

—Pues no lo sé, ni me interesa. Y, por favor, deja de hacerme preguntas


tontas en este momento. Tengo que vestirme. Vendrá un coche de Ben Barlow
a recogerme a las siete y media.

—¡Oh! ¿Esta noche es la fiesta? —preguntó Anne.

Marigold asintió con la cabeza.

—¿Te gusta mi vestido?

Lo sacó del armario y lo extendió sobre la cama.

—¡Es precioso! —dijo—. ¡Debe costar una fortuna!

—Así es. No se lo digas a Sally, pero tuve que empeñar mi reloj pulsera.

—Pero si ella te dio quince libras.

—Sí, lo sé, pero ¿crees que un vestido así vale quince libras?
—No sigas gastando tanto —suplicó Anne—. Yo voy a tener que comprarme
zapatos y camisones este mes. Y ya me he gastado hoy la mitad de mi sueldo
en una blusa.

Enseñó a Marigold la blusa que se había comprado y su hermana la miró con


menosprecio, alegando que era demasiado sencilla.

—Las hijas de la duquesa son mujeres muy elegantes y se visten con sencillez
—protestó Anne.

—¡Ésa no es la gente elegante ahora, Anne! Las mujeres que compran los
vestidos de Michael Sorrell ya no pertenecen a la nobleza. Son actrices,
esposas de financieros. No tienen títulos, pero sí mucho dinero. Las personas
como tu duquesa ya no cuentan. La madre de Ben Barlow, por ejemplo, era
camarera en un bar y estaba todavía sirviendo bebidas a su marido no hubiera
inventado una bujía que revolucionó la industria automotriz. Por lo que el
joven Ben es uno de los hombres más elegantes y ricos de Londres.

—A mí no me gusta ese tipo de elegancia —confesó Anne.

—A mí me encanta —contestó Marigold.

Estaba realmente bella cuando terminó de arreglarse.

Si Sally hubiera estado allí, se habría preocupado por ella. Había una falsa
alegría en Marigold, como si se estuviera obligando a mostrarse divertida, a
pesar de que se sentía deprimida.

Pero Sally estaba en un pequeño restaurante, hablando con David.

—Estoy preocupado, Sally —dijo David—. ¿Qué le sucede a Marigold?

—No lo sé —confesó Sally con sinceridad.

—Ha cambiado mucho desde que llegó a Londres. Al principio pensé que era
la emoción de encontrarse en un ambiente diferente. Pero no es feliz y eso me
preocupa. ¡Marigold no es feliz!

—¿No crees que estás exagerando un poco? —preguntó—. Marigold parece


estar pasándolo muy bien. Se divierte mucho.

—Sí, lo sé. —David apretó las manos con fuerza—. ¡Disfruta con las
diversiones que yo no puedo darle! Algunas veces pienso que debía dejar mi
profesión y dedicarme a los negocios, para hacer dinero. Creo que no soy tan
tonto para no poder hacerlo.

—¡Eres muy inteligente, David! —contestó Sally—. Todos lo sabemos. Pero


¿crees que saldría bien? No serías feliz, y si no lo eres no podrías hacer feliz a
Marigold.

—Tengo la oportunidad, Sally, de trabajar en tareas de investigación con sir


Hubert Haydn. ¿Has oído hablar de él?

—Por supuesto que sí. Tú y tu padre habláis mucho de él.

—Me ha pedido que vaya a trabajar con él a su laboratorio. Ése es un gran


logro, Sally. Al mismo tiempo, eso me tendrá esclavizado por algún tiempo. Y
significa que no podré ver mucho a Marigold.

—¿No crees, David, que eso podría ser bueno para ti? Marigold está pasando
una etapa difícil. Creo que está un poco… —Se detuvo, porque no supo cómo
seguir.

—… aburrida de los viejos tiempos —terminó David por ella.

—Algo así, pero no lo tomes como una cosa personal. Es algo pasajero.

—Sally, no sé por qué te preocupas tanto por nosotros.

—Tal vez porque os quiero demasiado —dijo Sally.

—Algunas veces te veo como si tuvieras otra vez cinco años y arrancaras la
bandera de mi castillo de arena, para arrojarla al mar por el simple placer de
molestarme. Y otras veces creo que eres mayor y que no puedo pasar sin tus
consejos.

—Mi consejo ahora —dijo Sally—, es que te vayas a trabajar al laboratorio de


sir Hubert y hagas allí una labor maravillosa. Todos nos sentiremos muy
orgullosos de ti, David, incluyendo a tu padre.

—¡Mi querido padre! Le rompería el corazón. Ha soñado con que yo fuera


médico, desde que yo era pequeño. Pero ¡oh, Sally! ¡Si pudiera dar a Marigold
todas las cosas que ella quiere!

—¿No crees que eso sería un poco egoísta? —dijo Sally—. Los seres humanos
nunca apreciamos lo que conseguimos con facilidad.

—Tal vez tengas razón —asintió David.

—Mi padre decía que nunca podríamos ayudar realmente a las personas que
amamos, a menos que pudiéramos verlas de un modo imparcial, sin permitir
que nuestros sentimientos interfirieran con sus problemas.

—Tu padre es un hombre maravilloso —contestó David—, pero él no se


enamoró de alguien como Marigold.

—No sé, pero mi madre le hizo esperar cinco años antes de casarse con él.

—¿Cinco años? ¿De veras?

—Sí, cinco años. Tal vez Marigold sea como mi madre. Creo que ella también
quería divertirse y casarse con alguien rico e importante.
—Sally, me has devuelto la esperanza. Ahora, después de lo que me has dicho,
voy a trabajar como un esclavo. Y tal vez no necesite esperar cinco años.

—Espero que no, David —contestó Sally.

Sally tuvo el presentimiento de que David nunca se casaría con su hermana,


pero no se atrevió a decirlo.

Marigold estaba dando los últimos toques a su peinado, cuando Ben Barlow
llegó en su lujoso Mercedes Benz.

El señor Jarvis gritó desde abajo que ya la estaban esperando y ella bajó
corriendo, preguntándose qué pensaría Ben al ver el vestíbulo de aquella
casa.

Pero no pensaba invitarle a subir, pues quería evitar que conociera a Anne y a
Sally. En el fondo, Marigold se sentía avergonzada de Ben.

Tenía muy mala reputación y a pesar de que Marigold le había defendido ante
sus hermanas, no se hubiera atrevido a presentárselo a su padre.

—¡Hola, nena, estás preciosa! —exclamó Ben cuando ella llegó al vestíbulo.

—Gracias, Ben. Mi vestido es nuevo y espero que la fiesta justifique lo que me


gasté en él.

—Claro que sí. ¡Vamos a divertirnos esta noche!

Él la ayudó a subir al automóvil y se alejaron a toda velocidad.

—¿Quiénes asistirán a tu fiesta esta noche? —preguntó Marigold.

—Sólo mis mejores amigos —contestó Ben.

Marigold, conociendo ya lo que significaban aquellas frases, no se sorprendió


al encontrar, cuando llegaron al restaurante, que había una mesa preparada
para treinta personas y que se esperaba a muchas más.

Varios invitados estaban esperando a Ben en el bar.

Marigold contempló al grupo.

Los hombres eran corredores, agentes de bolsa, celebridades del mundo del
deporte y la multitud de vividores que suelen rodear a los hombres ricos.

Las mujeres eran diferentes. Marigold había ido ya a varias reuniones


organizadas por Ben y seguía pensando que su gusto en cuanto a mujeres era
detestable, como lo demostraban las invitadas de esa noche.

Todas, aunque vestían con elegancia, eran poco refinadas, a pesar de las
joyas que llevaban. Marigold se dio cuenta de que la miraban con desagrado
cuando Ben se la presentó.

Tomaron varios cócteles antes de sentarse a la mesa. Marigold sólo aceptó


uno.

Los ojos de los comensales estaban puestos en el ruidoso grupo y Marigold se


sintió avergonzada de pertenecer a él, a pesar de que nadie allí la conocía.

Ella no se daba cuenta de que su aspecto era muy diferente del de las demás
mujeres.

—Ven a sentarte a mi derecha, Marigold —ordenó Ben.

Marigold percibió la hostilidad que eso produjo entre las demás mujeres. Ben
sentó a su izquierda a una rubia muy llamativa.

—Creo que ya conoces a Laura, Marigold —dijo Ben.

La rubia inclinó brevemente la cabeza. Se acercó a Ben y murmuró algo a su


oído que, Marigold estaba segura, debía ser muy personal.

Marigold se volvió hacia la persona que tenía a su derecha y descubrió que


era un hombre maduro que había visto antes en el bar. Él le sonrió.

—Será mejor que nos presentemos solos —sugirió él—. Soy Toby Dawson.

—Y yo soy Marigold Granville.

—He oído hablar de usted.

Antes de que ella tuviera oportunidad de preguntarle qué había oído decir,
Ben reclamó su atención.

—Te he comprado un regalo, Marigold. Tuve suerte en las carreras y pensé


que como eres mi invitada más importante esta noche, debíamos celebrarlo.

Le dio un pequeño paquete a Marigold, y ella lo cogió sintiéndose turbada. Se


daba perfecta cuenta de que Laura la estaba mirando con furia.

Lo abrió, vio una barra de labios de brillantes. Habría podido rechazarlo


aduciendo que era un regalo demasiado caro para ser aceptado por ella; pero
si eran brillantes de imitación, haría el ridículo devolviéndolo.

—¡Qué amable! —dijo por fin, sin revelar la indecisión que la invadía—.
Muchísimas gracias, pero ya tengo uno así… —Se volvió a Laura—. ¿No le
gustaría a usted?

La chica se quedó estupefacta.

—Muy bien. Dámelo, si no lo quieres tú —dijo Laura.


Al decir eso cogió la barra de labios y la guardó en su bolso. Después miró a
Ben con una desagradable expresión de triunfo.

Por un momento Marigold pensó que Ben se iba a poner furioso; en cambio,
echó la cabeza atrás y empezó a reírse.

—¡Eres muy decidida! —le dijo a Marigold—. Supongo que piensas que me
has puesto en mi lugar, ¿no es cierto? Muy bien… ya veremos cuánto tiempo
me quedo ahí.

—Cuéntame qué ha sucedido hoy en las carreras —sugirió Marigold,


considerando que aquél no era un tema peligroso.

Ben pasaba mucho tiempo en el hipódromo. Además de ser un famoso piloto


de carreras, tenía caballos. Sin titubear se puso a hablar con tanto
entusiasmo acerca de aquel tema con Marigold, que casi ya habían terminado
de cenar cuando Laura logró atraer su atención.

«Debía estar divirtiéndome mucho», pensó Marigold, pero comprendió que no


era así.

De pronto se sintió avergonzada de haber gastado una suma tan elevada en


aquel vestido; Anne y Sally tendrían que prescindir de cosas necesarias.

La voz de Toby Dawson la apartó de sus pensamientos.

—¿Conoces bien a Ben? —le preguntó.

—Lo conozco muy poco —confesó ella.

—Será un buen muchacho cuando supere esta etapa de frivolidad. A pesar de


todo es rico.

—¿Es rico? —preguntó Marigold—. Pensé que en estos tiempos, con los
fuertes impuestos, ya nadie tenía demasiado dinero.

—Los impuestos no quitan el sueño a Ben —contestó Toby Dawson—. Tiene


una suerte increíble y siempre gana en sus inversiones. Lo sé porque soy su
agente de bolsa. Además, el viejo Barlow coleccionó muchos tesoros antes de
morir: cuadros, porcelanas, libros, muebles y Ben está cosechando los
beneficios. Cada vez que desea dar una fiesta como ésta, sólo tiene que
vender un cuadro o un mueble de los que su padre le dejó.

«Nunca debí haber venido», se dijo.

Hubiera querido volver corriendo a casa y reunirse con sus hermanas.

En ese momento, Ben la invitó a bailar. Ella se levantó maquinalmente y le


siguió a la pista de baile.

Bailaron en silencio durante unos minutos y, de pronto, Ben habló:


—No estás enfadada conmigo, ¿verdad?

—Claro que no —contestó Marigold—. ¿Por qué iba a estarlo?

—No sé, creo que he cometido un error. Tal vez no debí haber invitado a
Laura aquí esta noche.

—¿Por qué no?

—Nunca he sabido disculparme, pero siento mucho lo del lápiz de labios. Fue
muy propio de ella arrebatártelo en cuanto se lo ofreciste.

Marigold empezó a comprender que Laura significaba algo especial en la vida


de Ben.

—Te voy a decir una cosa —continuó Ben—. Vamos a disfrutar de esta noche
con toda esta gente; pero otro día cenaremos solos, de modo que podamos
hablar. Tengo muchas cosas que decirte.

—¿Sobre qué?

—Sobre mí mismo, por supuesto. Eres muy guapa.

—Lo son todas tus amigas.

—Pero tú tienes algo diferente… no sé qué es.

—¿No debíamos volver con los demás? —sugirió Marigold, temerosa del curso
que había tomado la conversación.

—En un momento nos reuniremos con ellos. He visto que estabas charlando
con Toby. ¡Es un gran tipo! Todos los demás no son gente para ti, ahora me
doy cuenta de ello. Fui un tonto al invitarlos.

Por un momento Ben pareció desconcertado.

—Ya tendremos una noche para nosotros solos —añadió sonriendo. Cogió del
brazo a Marigold y la llevó hacia la mesa.

Las horas siguientes fueron para ella una pesadilla. Al salir del restaurante el
grupo se dirigió a varios centros nocturnos y todos terminaron en el
apartamento de Ben.

Éste era como Marigold lo imaginó; un sitio muy lujoso, con muebles
modernos, accesorios cromados y multitud de espejos.

Miró el reloj que había sobre la chimenea y, horrorizada, vio que eran más de
las tres de la mañana. Toby Dawson se había ido a su casa poco después de la
cena y los demás habían formado parejas y estaban sentados en sofás y en
sillones.
Ben se había apartado de los demás para servir bebidas y Marigold aprovechó
ese momento para acercarse a él.

—Ben, quiero irme a casa —le dijo.

—¡Oh, no, no puedes irte todavía! —replicó él riéndose.

—Estoy cansada, Ben. Y tengo que trabajar mañana.

—¡No quiero que te vayas! —exclamó Ben en actitud desafiante.

Se oyeron gritos y risas. Un hombre y una muchacha estaban forcejeando y


era evidente que ambos habían bebido demasiado. Cuando la mujer se puso
de pie volcó una mesa. Ben los observó y después miró a Marigold.

—Tal vez tengas razón —asintió en voz baja—. Te llevaré a tu casa.

—¡Oh, no quiero que te molestes! —protestó Marigold. Él la dio su abrigo y la


ayudó a ponérselo, después fueron al ascensor—. Por favor, Ben tienes que
atender a tus invitados.

—Ellos se atenderán solos —contestó él—. Yo te recogí y voy a llevarte a casa.


Eso es lo correcto.

Subieron al coche y Ben lo puso en marcha.

—¿Te has divertido? —preguntó, pero antes de que ella pudiera decir algo,
añadió—: ¡No, por supuesto que no! Cuando pueda voy a hacer una fiesta
para ti, con el tipo de gente que te gustaría conocer.

—¿Cómo sabes qué tipo de gente me gusta? —protestó Marigold.

—No lo sé —contestó Ben—. Pero me agradaría gustarte a ti.

—Me gustas, Ben. Eres muy bueno.

Llegaron a casa de Marigold y Ben detuvo el coche.

—Quiero ser bueno contigo, Marigold —él se volvió para mirarla—. Eres
increíblemente bonita.

—Gracias, Ben. Ahora, será mejor que me vaya.

—No te vayas todavía —suplicó Ben, poniendo su mano en la de ella—. Quiero


que hablemos. Hay muchas cosas que tenemos que decirnos. Eres diferente a
todas las mujeres que he conocido hasta ahora.

—Algún día hablaremos —respondió Marigold—, pero no esta noche.

—¿Por qué no esta noche? —suplicó Ben.


—Lo siento, Ben.

—¡Sé buena conmigo, Marigold! ¡Me fascinas!

Los labios de él rozaron los de ella pero Marigold se separó.

—¡No, Ben, no!

Abrió la puerta y salió a la calle.

Él corrió tras ella, pero cuando la alcanzó ya Marigold había metido la llave
en la cerradura.

—Buenas noches, Ben y gracias.

—Marigold, no te vayas. ¡Tengo que hablar contigo! ¡No puedes dejarme así!

—¡Claro que puedo! —contestó Marigold y así lo hizo. Entró en la casa y cerró
la puerta con firmeza.

Llegó a lo algo de la escalera y se quedó varios minutos inmóvil, hasta que


oyó que el coche se alejaba. Sonrió al recordar la expresión de asombro de
Ben Barlow. No cabía duda de que él no estaba acostumbrado a que le
trataran así.

Sally y Anne estaban durmiendo y, para no despertarlas, Marigold no


encendió la luz.

«¿Qué me sucede?», se preguntó de pronto. «¿Qué es lo que quiero? ¿Por qué


me siento tan insatisfecha?».

Levantó la cabeza en un gesto desafiante, porque la verdad la hacía sentirse


muy desdichada. Miró por la ventana.

«Es como si deseara la luna», se dijo, y empezó a llorar.


Capítulo 6

Anne estaba en Piccadilly y vio pasar otro autobús completamente lleno, que
tampoco paró.

Llovía mucho y su paraguas era inadecuado para resistir un aguacero como


aquél. Tenía, además, empapados los pies porque no había tenido dinero para
arreglar sus zapatos.

Ella y sus hermanas guardaban un dinero en el banco, pero Sally les había
hecho prometer que no dispondrían de él y que tratarían de vivir con lo que
ganaban.

Las dos chicas habían aceptado la decisión de Sally, aunque Anna sabía muy
bien que la advertencia se dirigía sobre todo a Marigold, a quien le gustaba
despilfarrar el dinero y aunque ya ganaba más que sus hermanas, su sueldo
nunca llegaba al final de la semana y tenía que pedirles prestado hasta para
el autobús.

Marigold, desde luego, casi nunca comía con ellas. Salía todas la noches, pero
ni los paseos ni las diversiones parecían dejarla satisfecha. Era difícil
entender qué le sucedía desde hacía tres semanas.

Con frecuencia sus hermanas se preguntaban qué le sucedía a Marigold, pero


no tenían respuesta a esa pregunta.

Después de las primeras semanas de atender a la duquesa, la emoción de los


primeros momentos se había transformado en monotonía. Aquella casa era
tan sombría y decrépita como su dueña: nunca sucedía nada.

Sólo de vez en cuando sucedían cosas extrañas, como lo ocurrido esa mañana,
y eran siempre sucesos que la deprimían, porque contribuían a destruir sus
viejos sueños sobre la aristocracia inglesa.

Esa mañana el duque había ido a visitar a su madre. Hablaron durante casi
dos horas. Después la duquesa llamó a Anne para que le fuera a pedir a
Dalton, el mayordomo, las joyas que él guardaba en la caja fuerte.

—Supongo que esto significa que debe venderse algo más —gruñó Dalton con
la familiaridad de un viejo y privilegiado servidor de la familia—. Primero fue
toda la plata. Después los cuadros… ¡y ahora las joyas! Pronto no quedará
nada para la próxima generación. Los viejos tiempos se han ido para siempre,
señorita.

—¡Oh, espero que no sea así! —había exclamado Anne impulsivamente.

—Es inútil cerrar los ojos a la realidad, señorita. ¡Nunca volverá la elegancia
de la vieja Inglaterra! Me hubiera gustado que hubiera visto las fiestas que se
daban en Cheyn cuando yo era joven. Y también aquí. Pero ahora… en fin,
aquí está lo que quiere la señora duquesa, señorita. No la hagamos esperar
más.

Dio a Anne varios estuches de piel y se alejó murmurando acerca de la


perdida elegancia de la vieja Inglaterra.

«Nací demasiado tarde», se había dicho Anne con tristeza. «Ése es el mundo
que me hubiera gustado conocer».

Cuando regresó al dormitorio de la duquesa, ésta le preguntó:

—¿Me ha traído todo?

—Todo lo que Dalton me dio —contestó Anne.

—Bueno, él conoce bien las cosas —observó la anciana—. ¡Oh, sí, éstas son las
esmeraldas!

Abrió un estuche y Anne se quedó asombrada al ver las esplendorosas joyas


que contenía. Había una diadema, un collar, brazaletes, anillos y pendientes
de esmeraldas y diamantes.

La duquesa manejaba cada pieza como si cada una contuviera una historia y
un recuerdo sentimental. Era indiscutible que tenía un gran aprecio por sus
joyas.

Después de abrir todos los estuches, la duquesa se había vuelto hacia su hijo
para decir:

—Sí, me temo que las esmeraldas tendrán que ser sacrificadas.

—¡Oh, no me diga que va a venderlas! —exclamó Anne—. ¡No puede vender


algo tan hermoso!

La duquesa la miró.

—Todo tendrá que ser vendido, tarde o temprano. Y es mejor vender las joyas
que las tierras.

—Pero, es que… son tan bonitas… —protestó Anne—. Son como…

Hubiera querido decir que aquellas joyas eran parte de la historia de la


familia y uno de los últimos eslabones de unión con la tradición y la
aristocracia.

Había sido el duque quien le contestó a Anne.

—Sé lo que la señorita Granville quiere decir —exclamó—. A mí tampoco me


gusta nada la idea de que sean vendidas. Siempre recordaré, mamá, cuando
te pusiste estas esmeraldas para asistir a un gran baile en el Palacio de
Buckingham. Estabas guapísima. Llevabas un vestido plateado, y las
esmeraldas. Me parece estarte viendo.

—Recuerdo bien el vestido —exclamó la duquesa—. Y sé a qué baile te


refieres. Esos días se han ido ya, Stebby —dijo suspirando—. Tú no tienes
esposa que pueda ponerse las esmeraldas y la esposa de Henry estaría
ridícula con ellas.

Después de una breve pausa la duquesa había añadido:

—Y ninguna de las hijas de Henry tiene derecho a usarlas, tampoco.

El duque miró a su madre fijamente.

—No —dijo con toda claridad—, nadie va a necesitarlas hasta que el hijo de
Adrian herede el título.

Hubo un momento de silencio. La duquesa apretó los labios y cerró con fuerza
el estuche que tenía en las manos.

—¡Venderemos las esmeraldas! —exclamó—. Con el dinero que den por ellas
podremos pagar todos los impuestos de este año y hacer esas reparaciones de
la casa que se necesitan —se volvió hacia Anne—. Lleve lo demás a Dalton,
para que lo guarde.

Mientras bajaba con las joyas, Anne pensó que el duque había mencionado a
su sobrino con toda intención y se preguntó cómo sería Montague.

«Sería interesante conocerle», pensó.

Cuando volvió a subir el duque se había marchado ya, pero vio, junto a la
duquesa, el estuche que contenía el juego de esmeraldas y diamantes, y se
aventuró a preguntar si podía verlo de nuevo.

—¡Por supuesto, querida! —había respondido la anciana.

Anne abrió el estuche y se quedó contemplando las resplandecientes joyas.

—Póngase la diadema. Me gustaría verla con ella.

—¡Oh! ¿Me lo permite? —preguntó Anne casi sin aliento.

Cogió la diadema y se la puso.

—¿Así está bien? —preguntó.

La duquesa la miró y Anne se ruborizó.

—Póngase los pendientes.


Anne hizo lo que le pedía la duquesa.

—¡Ahora mírese!

Anne se miró en el espejo. Las joyas destacaban notablemente su belleza.

Era el tipo de mujer que podía lucir esa clase de suntuosas joyas. Por un
momento se quedó mirando su propia imagen en el espejo y luego se volvió
para dirigirse a la duquesa.

—Son preciosas —dijo.

—Esperemos que se pueda obtener un buen precio por ellas —contestó la


duquesa con voz aguda—. Guárdelas de nuevo, por favor.

Anne obedeció y, cuando cada cosa estuvo en su lugar, la duquesa cerró el


estuche.

—Éste es el fin de un capítulo de mi vida. Cuando ellas se vayan de aquí, yo


debería irme con ellas.

—No diga eso —había suplicado Anne.

—Es verdad —insistió la duquesa—. Mi esposo las hizo montar especialmente


para mí cuando nos casamos. Las piedras han pasado de generación en
generación durante cuatro siglos. Mi esposo las usó para mandarme hacer
este juego. Fue su regalo de bodas.

La duquesa empezó a hablar en voz baja. Le contó a Anne cómo había


conocido a su esposo. Y cómo había nacido entre los dos un profundo amor, al
margen de las conveniencias que sus respectivas familias veían en la unión.

Al finalizar, se quedó en silencio un buen rato y Anne no se atrevió a hablar ni


a moverse.

—¿Comprende lo que significa para mí vender su regalo de bodas? —preguntó


por fin la duquesa.

—¡Oh, cómo quisiera que no tuviera que hacerlo! —exclamó Anne—. ¡Si yo
tuviera el dinero, se lo daría para que conservara sus joyas!

Habló con tanta emoción que la duquesa la miró sorprendida.

—Creo que sería capaz de hacerlo, niña. Pero ya no hay lugar para
sentimentalismos en este mundo. Ande, dese prisa y traiga los periódicos. No
podemos desperdiciar toda la tarde hablando del pasado.

Anne había comprendido que la duquesa lamentaba el haber compartido con


ella momentos tan íntimos de su vida. Como si la hubiera alterado aquella
evocación dolorosa del pasado, se mostró quisquillosa y caprichosa durante el
resto de la tarde. Tuvo a Anne muy ocupada y ella se había alegrado de que
llegara el momento de marcharse.

Cuando abrió la puerta y vio cómo estaba lloviendo, se sintió más triste y
desilusionada todavía.

Pasaron algunos minutos desde que el autobús lleno de pasajeros se alejó,


hasta que llegó el siguiente.

«Qué cansada estoy», pensó Anne.

Anne se quedó cerca de la puerta de salida del autobús.

Seguía lloviendo cuando bajó del autobús y corrió hacia la casa. Abrió la
puerta, y estaba cerrando su paraguas cuando oyó la voz de Marigold desde
lo alto de la escalera.

—¿Eres tú, Anne?

—Sí, acabo de llegar.

—¡Oh, Anne, ve a traer la leche! Sally me rogó que no se me olvidara, pero,


por supuesto, eso fue lo que sucedió. Voy a salir esta noche y no hay una gota
de leche aquí.

—Está bien, iré —dijo.

Estaba lloviendo más fuerte que nunca. Afortunadamente la lechería no


estaba lejos. Anne compró un litro de leche y también pan por si Marigold
también lo había olvidado.

Mientras regresaba, Anne pensó sin resentimiento que Marigold casi nunca
se acordaba de cooperar en las obligaciones domésticas. Alguien tenía
siempre que salir corriendo en el último momento a traer la leche y el pan, y a
veces, como ya habían cerrado, debían pedir prestado a la señora Jarvis lo
que necesitaban.

«Marigold sale con frecuencia», pensó Anne, «será mejor que me haga cargo
definitivamente de sus compras».

Cuando llegó a la casa Marigold estaba a medio vestir.

—¿Has traído la leche? —preguntó—. Gracias. Siento haberlo olvidado.

—No hay problema —contestó Anne.

Se sintió de pronto tan profundamente cansada que casi no podía hablar.


Estaba temblando y sentía que las mejillas le ardían. Puso la leche y el pan
sobre la mesa.

—¿Crees que podré darme un baño? —preguntó—. ¡Vengo empapada!


Marigold la miró con aire culpable.

—Acabo de bañarme y el agua está fría. Lo siento. Ojalá hubiera sabido…

—No importa —contestó Anne—. Me quitaré la ropa mojada.

—¿Por qué no calientas un poco de agua y metes los pies en ella?

—Sí, creo que podría hacer eso.

Con lentitud, empezó a quitarse la ropa mojada. Se sentía muy cansada.

Temía haberse resfriado.

—¿Hay aspirinas? —preguntó.

Marigold, que se estaba peinando, se volvió hacia ella.

—Había. Creo que me tomé las últimas la semana pasada, porque tenía
jaqueca. Mira en el cajón.

Anne se dirigió al tocador y abrió el cajón, no había ninguna.

—¿Por qué no dijiste que se habían terminado? —preguntó.

—No pensé en ello. ¿Te duele la cabeza?

—No, creo que me he resfriado.

—¡Pobrecilla! Pero no te acerques a mí, no me lo vayas a contagiar.

—Tal vez es sólo cosa de mi imaginación —contestó Anne.

Se sentó en la cama, pensando que no tenía fuerzas para quitarse la ropa


mojada y, en ese momento, entró Sally en la habitación.

—¿Pensabais que me había perdido? —preguntó—. Llego tarde, ¿verdad? El


señor Dunstan insistió en traerme en coche, porque estaba lloviendo. ¡Qué
amable!, ¿verdad? He tardado porque el chófer tuvo que entregar una carta
en la Cámara de los Comunes. Al menos no me he mojado.

Miró a Anne y se sobresaltó.

—¡Anne, estás empapada! —Cogió los zapatos que Anne había dejado en el
suelo y que estaban escurriendo agua—. Estos zapatos son tuyos, ¿no? ¡Debes
estar calada hasta los huesos! ¿Por qué no te das un baño caliente?

—No hay agua caliente —contestó Anne con sencillez. Se acercó a Anne y le
puso una mano en la mejilla y después en la frente.
—Tienes fiebre.

—Creo que me he resfriado.

—Será mejor que te metas en la cama. Te traeré una bolsa de agua caliente.
Déjame quitarte esta ropa, para ponerla a secar.

Anne dejó que Sally la desnudara y le pusiera el camisón. Se metió en la


cama, tiritando.

—Ahora mismo te traigo la bolsa de agua caliente.

Cuando Sally salió de la habitación, Marigold se acercó a Anne.

—Siento que estés enferma, Anne. No debí haberte mandado a comprar la


leche. No se lo digas a Anne. Se enfadará conmigo.

—Claro que no. Estoy bien, sólo un poco cansada.

Sally volvió con la bolsa de agua caliente. Un momento después se oyó el


timbre de la puerta y Marigold salió corriendo.

—¿Quién vendría a buscarla? —preguntó Sally—. ¿Te lo ha dicho?

Anne negó con la cabeza.

—Supongo que es el señor Barlow —añadió Sally—. Marigold ya no nos


cuenta nada de lo que va a hacer.

Cogió el pan y los demás comestibles que había sobre la mesa y los llevó al
cuartito cercano que les servía de cocina. Cuando volvió quiso decir algo a
Anne, pero advirtió que tenía los ojos cerrados.

«Si puede dormir», pensó para sí, «eso le sentará muy bien».

Recogió la habitación, pues Marigold había dejado todo desordenado. Se


disponía a dirigirse a la salita cuando Anne abrió los ojos.

—Sally, me encuentro muy mal.

—¿Qué te pasa?

—Siento como si no pudiera respirar. ¿Quieres darme otra almohada?

—¡Desde luego!

Sally cogió una almohada de su cama y, mientras la ponía bajo la cabeza de


Anne, se preguntó qué harían si su hermana empeoraba.

Marigold subió fatigada por la larga y angosta escalera, sintiéndose más


cansada moralmente que físicamente. La velada había sido inquietante. Había
salido a cenar con Ben porque él la había invitado y porque en esos días
aceptaba todas las invitaciones, a fin de no tener tiempo para pensar.

Recibía más invitaciones de las que podía aceptar. Se había convertido en una
persona muy solicitada en el extraño mundo en que se movía.

Esa mañana Ben la había llamado por teléfono a la tienda, para recordarle
que le había prometido que cenarían juntos.

—¿Cómo debo vestirme? —le había preguntado ella.

—Como tú quieras. Estarás preciosa con cualquier cosa que te pongas.

Marigold nunca tomaba en serio los cumplidos de Ben. Pero esta vez tuvo la
impresión de que hablaba en serio y se preguntó de pronto si Ben se estaría
encariñando con ella.

«¡Eso sí que sería divertido!», se dijo Marigold cuando colgó el teléfono y


volvió al salón de las modelos.

Pocas personas conocían esta faceta de su compleja personalidad. Ante el


resto del mundo le gustaba presentarse como un hombre cuya única
preocupación era divertirse.

Ben fue a buscar a Marigold esa noche, como de costumbre, en su amplio y


moderno automóvil, se dirigieron hacia un barrio residencial de Londres
conocido como el Bosque de San Juan.

—¿A dónde vamos? —había preguntado Marigold con curiosidad.

—A cenar con mi madre —contestó Ben—. Quiero que la conozcas.

—¿Con tu madre? —preguntó Marigold asombrada.

—Sí. No viene con frecuencia a Londres, pero está aquí unos días, así que
vamos a cenar con ella esta noche. ¿Te molesta la idea?

—¡Claro que no! Me encantará conocerla —contestó Marigold.

Sentía una profunda curiosidad. Había oído a muchas personas referirse al


hecho de que la madre de Ben había sido camarera en un bar.

Marigold pensó que por fin, iba a conocer a la señora Barlow, y comprendió
que ello tal vez la ayudaría a entender mejor a Ben.

El automóvil se había detenido delante de una casa con jardín. Ben subió los
escalones que conducían a la puerta principal y tocó el timbre.

Abrió la puerta una doncella de edad avanzada.


—Buenas noches, Ellen —dijo Ben.

—Buenas noches, Ben.

—¿Está abajo mi madre?

—Sí, señor. Le está esperando en la sala.

—¡Muy bien! Vamos, Marigold.

Ben condujo a Marigold por un pasillo hacia una habitación acogedora y bien
amueblada, con grandes ventanales que daban a un jardín.

Había unos cómodos sillones y una chimenea. Su atención se concentró en el


acto en la diminuta anciana, cuya figura se hundía en uno de los sillones.

Marigold se sintió muy sorprendida. Esperaba encontrar a una mujer alta y


robusta, de cabello teñido… una mujer de más edad que Laura y las otras
mujeres que siempre rodeaban a Ben.

Pero tenía ante sus ojos a una anciana muy pequeña y delgada de cabello
blanco, y de rostro arrugado por los años.

—¡Hola, mamá!

—¡Ah, ya has llegado, hijo!

La anciana levantó la vista del libro que estaba leyendo y sonrió.

Ben se inclinó para besarla, después se volvió hacia Marigold.

—Ella es Marigold, mamá, la muchacha de quien te he hablado.

—¿Cómo está usted, querida?

La señora Barlow le dio la mano.

—¿Tiene la bondad de sentarse? —le señaló una silla—. Me alegro mucho de


conocerla.

—Es muy amable al recibirme en su casa —había dicho Marigold.

—Mi Ben habla mucho de usted —respondió la anciana—. Me contó lo bonita


que era y que usted y sus hermanas habían llegado a la ciudad para ganarse
la vida. ¿Le gusta Londres?

—Mucho. Y he tenido la buena suerte de encontrar trabajo.

—Eso me ha dicho Ben. ¿Ese vestido que lleva puesto es de los que usted
pasa? Me parece muy bonito.
Marigold miró el vestido de noche que llevaba puesto.

—Sí —contestó—, las modelos tenemos la oportunidad de comprar algunos


vestidos a buen precio. Es una gran ayuda.

—Así lo creo —asintió la señora Barlow—. Me causa asombro que a las


muchachas de hoy en día les llegue el dinero para vestirse, con los precios tan
elevados que cobran ahora por todo —se volvió entonces a su hijo—. ¿Qué has
hecho hoy, hijo? Espero que no hayas estado tirando el dinero en esos
horribles caballos.

—Sí, mamá. Estuve en las carreras, si a eso te refieres.

—¡Dios mío! ¿Cuándo vas a sentar cabeza? —La anciana había mirado a Ben
con expresión de dureza un momento, pero después se echó a reír—. Bueno,
la verdad es que haces bien en divertirte.

Se volvió hacia Marigold y añadió:

—Deseo que mi hijo de divierta. Su padre trabajó mucho y yo también hasta


que tuvimos dinero. Y cuando por fin lo tuvimos, éramos demasiado viejos
para disfrutar de él. Sólo cuando uno es joven desea muchas cosas, ¿no es
cierto?

—Sí, claro que lo es —contestó Marigold.

La señora Barlow le agradaba mucho. Era una mujer natural y sencilla.

La cena no fue fuerte, consistió en pollo, ensalada y queso que ella misma
había hecho.

—A Ben le han gustado los quesos que yo hago —le explicó a Marigold.

—Éste está riquísimo —exclamó Ben.

—Me alegro mucho de que te guste, hijo. Debías ir a pasar una semana
conmigo a la granja, para que yo pueda darte bien de comer. Cada vez que te
veo estás más delgado.

—Si dejo que me hagas engordar, mamá —contestó Ben riendo—, tendré que
mandar arreglar toda mi ropa, y eso me saldría muy caro.

—A Ben le gusta mucho Londres —comentó la señora Barlow a Marigold—.


Pero yo prefiero la pequeña granja que tengo en el campo. Soy muy feliz allí.
Mis vacas están muy bien ahora. La semana pasada me dieron dos nuevos
becerros. Aunque supongo que estas cosas no deben interesarle.

—No creo que sepa siquiera qué es un becerro —dijo Ben en broma.

—¡Claro que lo sé! —protestó Marigold—. Cuando éramos pequeñas, teníamos


dos vacas. Mi madre era muy exigente respecto a la leche que tomábamos.
—Si usted tuvo vacas —repuso la señora Barlow complacida—, estará de
acuerdo conmigo en que es fácil encariñarse con ellas. Con frecuencia le digo
a Ben que mis vacas son mis mejores amigas. Estoy segura de que entienden
por lo menos la mitad de lo que les digo.

Ben había sonreído a su madre.

—Espero que te escuchen y hagan exactamente lo que les dices, para


compensar un poco mis desobediencias.

Cuando salieron de la casa de la señora Barlow, Ben insistió en que fueran a


bailar al Ciro’s. Allí se encontraron con un grupo de amigos, con los que se
habían divertido como de costumbre.

Marigold pensaba en lo diferente que era Ben en la casa de su madre. No


sabía cuál de los dos era el verdadero Ben.

Eran ya las dos de la mañana cuando logró convencerle para que la llevara a
casa.

«Estoy muy cansada», pensó mientras subía la escalera de su casa.

Le sorprendió oír voces. Abrió la puerta. Las luces estaban encendidas y vio a
David.

—Hola, David, ¿qué haces aquí? —preguntó.

Sally salió del dormitorio en ese momento.

—Anne está enferma —dijo en voz baja—. Le he pedido a David que viniera
porque estoy muy preocupada.

—¿Enferma? —preguntó Marigold—. ¿Qué le pasa?

—Espero que sólo sea una leva pleuresía —contestó David—. Pero vendré
mañana de nuevo. Trate de dormir un poco, Sally.

Puso las manos en los hombros de Sally y la miró con dulzura. Luego, se
volvió hacia Marigold.

—¿Te has divertido? —le preguntó. Su voz y su mirada eran tan duras que
Marigold sintió como si la hubiera abofeteado.

—Sí, gracias —contestó y añadió en tono defensivo—. Cuando me fui, no sabía


que Anne estaba enferma.

—No, claro que no lo sabías —señaló Sally con rapidez.

David se acercó a la mesa y empezó a guardar algunas cosas en su maletín de


cuero. Marigold se quedó mirándole un momento antes de quitarse el abrigo y
dejarlo en una silla.
—No has venido a vernos últimamente, David.

—¡He estado muy ocupado! —contestó él.

—¿Has tenido muchos enfermos?

—No, estoy trabajando con sir Hubert en su laboratorio. ¿No te lo ha dicho


Sally?

—¡Oh, sí, desde luego! ¿Vas a descubrir algo que cure todos los males?

—No para todos, desafortunadamente.

David cerró su maletín con brusquedad y se volvió hacia Sally.

—Has entendido lo que hay que hacer, ¿verdad, Sally?

—Sí, David y muchísimas gracias por venir.

—¡Olvídalo! Buenas noches, Sally. Buenas noches, Marigold… aunque ya no


queda mucha noche.

—Buenas noches, David —contestó Marigold—. Es divertido verte tan


«profesional».

—¡Me alegra mucho divertirte!

Los ojos de ambos se encontraron, pero Marigold desvió la mirada hacia otro
lado.

—No bajes, por favor —dijo David a Sally—. Buenas noches.

Cuando se marchó, Sally cerró la puerta y volvió a la habitación. Marigold la


miró, angustiada.

—Sally, dime la verdad, ¿está Anne muy enferma?

—Me preocupó mucho esta noche —contestó Sally—. Respiraba de una forma
muy extraña. Por eso le pedí a David que viniera.

—Sally, tengo que confesarte algo —dijo—. Creo que esto es culpa mía. Olvidé
la leche y le pedí que fuera a buscarla. Anne se volvió a mojar. Nunca pensé…
fue horrible y egoísta de mi parte.

Sally extendió los brazos hacia ella.

—¡Oh, Marigold, no te preocupes! Sin duda ya se había mojado. Debió haber


mandado arreglar sus zapatos hace varios días.

—Si se pone más enferma, nunca me lo perdonaré.


—Rezaremos para que se ponga bien muy pronto.

Sally se llevó a Marigold a un rincón y dijo en voz baja, para que Anne no
pudiera oírla.

—David dice que es posible que también tenga apendicitis. Le dolía el vientre,
ahora se le ha calmado ya. No queremos decirle nada todavía, pero mañana él
la examinará con más cuidado.

—¡Oh, Sally! He sido muy mala con vosotras dos últimamente. No ha sido mi
intención. Sally, sois todo lo que tengo, pero me siento tan desdichada.

—Lo sé.

—Lo siento, lo siento muchísimo —murmuró Marigold.

—No te preocupes.

Marigold no dijo más y Sally no la obligó a confiarle lo que le sucedía.

Marigold se quedó pensativa. Pensó en Ben, en su madre, en el Ciro’s y en las


canciones que había bailado.

Después vio el rostro de David, escuchó de nuevo su reproche y recordó la


expresión de sus ojos, no había en ellos la menor admiración.

«¡Eso no importa!», se dijo, pero no era verdad.

En el fondo le importaba mucho, tanto como sus hermanas. Ellos eran su


mundo y no Ben y sus amigos.
Capítulo 7

David confirmó sus sospechas a la mañana siguiente, cuando llegó con el


doctor Drayson.

Éste llevó a Sally al descansillo de la escalera, donde podían hablar sin ser
oídos.

—Quiero que su hermana sea trasladada al hospital ahora mismo —dijo—: no


se asuste. No está grave, pero quiero tenerla en observación. Hay que hacerle
radiografías y necesita la atención de profesionales.

—¿Está mal, doctor? —preguntó Sally.

—Voy a ser sincero con usted —contestó el doctor Frederik Drayson—. Me


preocupa uno de sus pulmones. Tal vez sólo se deba a la fiebre que ahora
padece, pero quiero que le hagan radiografías y un análisis. Además, tiene
inflamado el apéndice, y habrá que operarla.

—¡Dios mío! Resulta difícil creerlo. Anne ha tenido muy buena salud, no
recuerdo haberla visto enferma nunca.

—Su hermana me parece una muchacha sensata y soportará lo que le espera


con buen humor y valentía. No se preocupe —le dijo—. Cuidaremos bien de su
hermana. Ustedes tres tienen un gran apoyo en David. Ahora, tengo que irme.
Dígale a él que le veré alrededor de las dos de la tarde. Pero enviaré una
ambulancia a buscar a su hermana dentro de una hora.

—Gracias, doctor —respondió Sally.

Subió corriendo por la escalera y dio a David el recado de su jefe,


absteniéndose de repetir delante de Anne todo lo que había dicho el doctor
Drayson.

—Yo debo irme también —dijo David—. Tengo que pasar consulta a las doce
—se volvió hacia Anne—. Adiós, Anne. Procura estar tranquila. Te pondrás
bien enseguida.

—Gracias, David —contestó Anne con voz débil, tratando de sonreír.

Sally bajó con David y le explicó todo lo que éste había dicho. Le preguntó si
creía necesario hospitalizar a Anne.

—El doctor Drayson no lo habría decidido si no fuera indispensable. Estamos


necesitados de camas y nos sobran pacientes. Debo volver ahora. Y debes
confiar en que haré todo lo que pueda por Anne, Sally, sabes muy bien lo
mucho que os quiero.
—Lo sé —asintió Sally, con los ojos llenos de lágrimas—. Cuida mucho a Anne.
Tú sabes, también, lo importante que ella es para mí.

David se marchó y Sally volvió al lado de Anne.

—El doctor Drayson dice que no hay nada de qué preocuparse —le dijo—,
pero quiere que te llevemos al hospital donde trabaja David, para que puedan
atenderte debidamente y hacerte unas radiografías.

—¿Ir al hospital? —preguntó Anne con evidente preocupación—. ¡Prefiero


quedarme aquí!

—Sí, lo sé, y nosotras también preferiríamos tenerte a nuestro lado, pero el


doctor Drayson y David insisten en que es necesario.

—¡Oh, bueno! —suspiró Anne—. Supongo que estaré allí solo uno o dos días.

Sally se alegró de que Anne no protestara más. Le metió en una maleta varios
camisones.

La ambulancia llegó antes de que Sally estuviera lista. Mientras los


empleados subían a Anne a la camilla, Sally se puso su sombrero y su abrigo.

Marigold se había ido a trabajar, pues Sally insistió en que no tenía objeto
que ambas faltaran al trabajo.

Marigold estaba triste cuando se levantó, ya que se sentía culpable por la


enfermedad de Anne.

Había prometido llamar por teléfono a la duquesa en cuanto llegara a la


tienda, así como al señor Dunstan. Sally hablaría con ambos, en cuanto
supieran el diagnóstico definitivo.

Antes de irse, Marigold se acercó a la cama de Anne y se inclinó para besarla.

—Alíviate pronto, Anne —murmuró—. Me siento muy mal al verte así, creo
que es culpa mía.

—No seas tonta —protestó Anne—. Yo soy la única culpable de haber cogido
este odioso refriado.

Marigold la besó de nuevo, y cuando salió y vio a Sally, calentando un poco de


leche en la cocina nueva, le dijo:

—¡Pobre Anne! ¡Oh, Sally! ¿Por qué soy tan mala?

—¡Claro que no eres mala! —había contestado Sally.

—Sí que lo soy —replicó Marigold—. ¡Soy egoísta, perversa, y me odio a mí


misma!
Bajó corriendo sin esperar respuesta, dejando a Sallt desconcertada.

Ya en la ambulancia Sally tuvo que hacer un esfuerzo para charlar con


tranquilidad con la enfermera durante el recorrido hacia el hospital. La
enfermera habló con gran entusiasmo de David.

—¡Todos queremos mucho al doctor Carey! —dijo—. Hace poco tiempo que
está con nosotros, pero ya es muy popular entre los pacientes y entre las
enfermeras —miró a Sallt con una sonrisa maliciosa—. Es muy apuesto,
¿verdad?

—A nosotras siempre nos lo ha parecido, pero, claro, le conocemos desde


niño.

—¿No es familiar de ustedes?

—¡Oh, no, es sólo un buen amigo!

—Entonces, debo pedir que me disculpen por lo que acabo de decir —exclamó
la enfermera—. Creí que el doctor Carey era su hermano. Debe perdonarme,
señorita Granville, pero él habló de ustedes como si fueran de su familia.

—Así no consideramos, en realidad —sonrió Sally.

Cuando la ambulancia llegó al hospital las recibió la enfermera jefe.

Sally se sintió encantada al ver la forma en que hizo sentir a Anne que todos
estaban ansiosos por cuidar de ella.

Subieron en el ascensor al quinto piso, a una pequeña y acogedora habitación.

—Esta habitación da hacia el sur —dijo la enfermera—, espero que sea de su


agrado.

—Es una habitación muy bonita, gracias —respondió Sally agradecida.

Pronto Anne quedó cómodamente instalada en la cama, y Sally se sentó junto


a ella.

—Si te sientes bien ahora y no me necesitas —sugirió Sally—, voy a salir a


comprarte unas flores y a comer algo. Creo que los médicos vendrán después
del mediodía y quiero estar aquí cuando eso ocurra.

—Volverás, ¿verdad? —preguntó Anne en voz baja.

Sally comprendió que su hermana estaba asustada.

—Claro que volveré —contestó—. Pero, si lo prefieres, me quedaré. Sin


embargo, creo que te sentaría bien dormir un poco.

—Estaré bien, si me prometes que vendrás.


—Sabes que lo haré —respondió Sally.

Por primera vez en su vida iban a estar separadas, aunque comprendió que el
estado de Anne no era peor que la barrera que las había separado de
Marigold durante las últimas semanas.

Pensó en el dolor y la amargura que reflejaba la voz de Marigold y se


preguntó si en ese momento, impulsada por la preocupación que les causaba
la enfermedad de Ane, revelaría, por fin, lo que la atormentaba.

Sally compró unas flores para Anne y después entró en una cafetería, donde
se tomó un sándwich y una taza de café. Enseguida volvió al hospital.

Se dirigió hacia la habitación de Anne, pero una enfermera le salió al paso


para decirle que el doctor Carey quería hablar con ella. La llevó hacia el
mostrador de control y marcó un número de teléfono. Después de saludar a
David, la pasó el teléfono a Sally.

—Hola, David.

—He tomado un sándwich.

—Te iba a pedir que salieras conmigo a comer. Podríamos ir a ese lugar
donde comimos el otro día.

—Pero, David, creo que debo volver al lado de Anne.

—Quiero que la dejes sola. La enfermera le ha dado un somnífero.

—Oh, en ese caso, pero le prometí que volvería pronto.

—Puedes asomarte a verla. Estaré dentro de tres minutos en la entrada


principal. ¡No me hagas esperar!

Sally sonrió.

—Trataré de no llegar tarde.

Fue a la habitación de Anne y abrió la puerta con cuidado. Anne estaba


profundamente dormida.

Sin hacer ruido, Sally cerró la puerta y salió al pasillo.

—Mi hermana está dormida —le dijo—. ¿A qué hora cree que despertará?

—No antes de las tres. No tenga prisa si va a salir, señorita Granville.

Sally fue a reunirse con David.

—¿Estaba dormida? —preguntó él.


—Sí.

—Me lo imaginé. Deja de portarte como gallina clueca y tranquilízate.

—¿Así es como hablas a tus pacientes?

—Sólo a los especiales.

Salieron a la calle. David miró a Sally y dijo:

—Estás agotada.

—Estoy un poco cansada —confesó ella—. Dormí muy poco anoche.

—No podemos permitir que enfermes tú, Sally.

—¡Por supuesto que no enfermaré! Sólo estoy preocupada por Anne.

—Se pondrá bien. No te preocupes.

—No te muestres tan autoritario conmigo.

David la miró y sonrió.

—No sabes el esfuerzo que tengo que hacer para recordar que eres ya mayor
y que no te puedo dar una buena azotaina.

—¡No te atreverías a hacerlo! Aunque supongo que se te estará subiendo un


poco a la cabeza el hecho de que la mitad de las enfermeras del hospital estén
enamoradas de ti.

Sally advirtió que el rostro de David cambiaba de color.

—Las enfermeras hablan demasiado… y dicen muchas tonterías.

—Creo que es la verdad —dijo Sally riendo—. ¡Y pareces terriblemente


culpable en este momento!

—No sabes cómo son las enfermeras —replicó David—. Algunas son
verdaderos ángeles, pero otras son terribles. No piensan más que en
chismorrear sobre los médicos. Y, desde luego, no tienen mucho en qué
pensar.

—Así que piensan en ti —dijo Sally en broma.

—Si sigues diciendo cosas como ésas, voy a ordenar que te prohíban la
entrada al hospital.

—Necesitarías una división acorazada para mantenerme alejada de Anne.


Cuando llegaron al pequeño restaurante, David, sin hacer caso de las
protestas de Sally, pidió buena comida para ella.

Charlaron y David le habló a Sally acerca del trabajo que estaba realizando
con sir Hubert.

—Él quería que renunciara a mi trabajo en el hospital, pero Drayson no


aceptó eso. Le dijeron a sir Hubert que no podían prescindir de mí. Así que
ahora estoy de servicio todas las mañanas y dos tardes a la semana. El resto
del tiempo, incluyendo buena parte de la noche, trabajo en el laboratorio. Es
algo muy interesante y además, Sally, creo que estamos obteniendo buenos
resultados.

—Cuéntame qué estás haciendo —suplicó David.

David procedió a darle largas y complicadas explicaciones que Sally entendió


poco, pero comprendió, por el entusiasmo de su voz y de su expresión, que
para él eran cosas importantísimas.

Al terminar de comer, Sally se dio cuenta con sorpresa de que había comido
mucho y disfrutado de la comida.

—Debo volver al hospital —dijo David, consultando su reloj—. ¿Te sientes


mejor?

—Mucho mejor. Gracias, David.

Cuando llegaron al hospital, Sally recordó que debía llamar por teléfono a
Elaine para explicarle lo que estaba sucediendo. Se lo explicó a David y le
preguntó si podía hacer la llamada desde el hospital.

—Ven a mi despacho, desde allí puedes llamar.

Llevó a Sally.

El despacho era pequeño, pero muy acogedor. En una de sus paredes había
un cuadro que llamó la atención de Sally, aunque lo había visto muchas veces
antes.

Era una reproducción de las grandes playas de Cornwall, de acantilados y del


mar. Sally se quedó inmóvil.

—¡Cómo me gustaría estar allí! —murmuró en voz muy baja.

—¿Lo echas mucho de menos? —preguntó David, que la había escuchado.

—Muchísimo. ¡Detesto Londres!

—Me lo imagino. Tú siempre perteneciste a ese lugar.

—Creo que si estuviera allí ahora, ¡me arrojaría al mar y no volvería nunca!
—Te sientes perdida fuera de tu ambiente.

—Así es.

—¡Tengo que irme! —dijo David, cuando vio que casi eran las dos.

Se marchó y Sally se sentó. Cogió el teléfono y marcó un número.

—¿Es usted, señorita Granville? Siento muchísimo que su hermana esté


enferma. ¿Es algo grave? —preguntó Robert Dunstan.

Sally explicó lo que habían dicho los médicos.

—¿Así que ella está ahora en el Hospital de San Antonio? ¿En qué habitación
está?

—En la 563, en el quinto piso.

—Me gustaría mandarle unas flores.

—Es muy amable de su parte.

—Lo hago con mucho gusto. ¿Cree usted que podrá venir mañana?

—Creo que sí —contestó Sally—. ¿No le importará si empleo la hora de comer


para venir a ver a Anne?

—Será mejor que vaya a ver a su hermana antes o después de comer. Si no,
no podrá comer.

Sally se quedó muy sorprendida al darse cuenta de la consideración del señor


Dunstan. Al fin pudo responder:

—Gracias, señor, pero estaba pensando en las clases de Elaine.

—No creo que eso vaya a preocupar mucho a Elaine, ni a mí tampoco.

—¡Oh, gracias, señor Dunstan, muchísimas gracias! —exclamó Sally.

Colgó y se quedó de pie un momento, pensando en lo fácil que eran


entenderse ahora con el señor Dunstan. La niña parecía mucho más feliz y
Sally estaba empezando a convencer a su padre de la conveniencia de que
fuera a un internado para niñas.

«Es un hombre extraño», pensó Sally, «pero me agrada».

Pensó en todas las personas que se habían portado bien con ella desde que
llegaron a Londres. Y ahora, en ese doloroso momento, tenía a David a su
lado.
«Tengo mucha suerte», pensó y acarició el desgastado brazo del viejo sillón
de David.

Anne, acostada en la cama, contemplaba las flores que adornaban la pequeña


habitación. Eran tan bonitas que casi no podía creer que se las hubieran
regalado a ella.

Había un enorme florero con claveles, que la duquesa le había mandado de


los jardines de Cheyn, un ramo de gladiolos con la tarjeta de Ben Barlow, un
pequeño ramillete de anémonas que mandó la señora Jarvis y uno de
clavellinas que mandaron los criados de la Plaza Berkeley.

Cerca de ella había dos gardenias que Sally le había comprado.

Marigold le había llevado uvas, que debieron costarle mucho dinero. Pero lo
más sorprendente de todo era la enorme cesta de orquídeas que había
recibido de Elaine y de su padre.

«¡Qué buena es la gente!», pensó. Tanto David como el doctor Drayson


estaban muy satisfechos de su recuperación, pero al fin le habían dicho la
verdad: no podría salir del hospital, porque tenían que operarla de
apendicitis.

—¿Es realmente necesario?

—Me temo que sí —afirmó el doctor Drayson y su sonrisa fue infinitamente


consoladora—. Pero vamos a cuidarla muy bien, ¿verdad, David?

David asintió con la cabeza.

Sin embargo, cuando el doctor Drayson se marchó, ella se volvió hacia David:

—¿No te has puesto a pensar en los gastos, David? No podemos pagar mi


operación.

—Tendréis que hacerlo, Anne. No te preocupes. Sally dice que se las


arreglará para hacerlo.

—Sí, se las arreglará, lo cual significa que ella y Marigold renunciarán a todo
durante muchos meses. No es justo, David.

—Vamos, no será tan caro. He explicado la situación a Drayson y él es un


hombre considerado.

Anne guardó silencio por un momento y luego, preguntó:

—¿Cuánto cuesta esta habitación?

—Ocho guineas a la semana —contestó—. Es una tarifa uniforme para todas


las habitaciones privadas.
—Quiero que me pasen a una habitación que no sea privada.

David se sentó junto a ella y le cogió la mano.

—Escucha, Anne. Comprendo cómo te sientes, pero nos las ingeniaremos de


algún modo. Y me refiero a Sally y a mí. Voy a ayudaros.

—No harás tal cosa —repuso Anne con firmeza—, y quiero que me cambien de
habitación, ahora mismo. Es maravilloso que no ofrezcas tu ayuda, David, y te
lo agradezco muchísimo, pero sé bien lo necesitados de dinero que están tus
padres.

David sonrió con tristeza.

—¡Caray, Anne, sabes tanto de mí como yo mismo!

—Tu padre es un hombre encantador, pero casi todo Cornwall le debe dinero,
que él nunca cobrará —continuó diciendo Anne y David tuvo que asentir con
la cabeza—. Todos estamos en la misma situación, David. Así que no trates de
convencerme. ¡No me importa compartir una habitación con otras mujeres!

—Piensas así porque nunca has estado —protestó David.

—Me gustará estar allí. Y no le digas nada a Sally. Sabes muy bien que ella
insistirá en que me quede aquí.

—No me atrevo a cambiarte de habitación sin avisarle.

—Yo soy la mayor —declaró Anne con inesperada dignidad—. Ya va siendo


hora de que deje de recibir órdenes de Sally.

—No sé qué voy a hacer contigo, Anne, de verdad que no lo sé.

—Haz lo que yo digo, o armaré un escándalo en el hospital.

—Veré a la enfermera jefe —dijo David, derrotado por la firmeza de Anne—.


No creo que haya oportunidad de conseguir una cama en varios días.
¡Estamos llenos hasta reventar!

—Quiero la primera que haya disponible.

—¡Muy bien!

David se quedó mirándola un momento antes de decir:

—Supongo que debe haber otras chicas en el mundo tan maravillosas como
vosotras, pero no creo que vaya a tener la suerte de conocerlas.

—¡No nos adules, David! —sonrió Anne—. Somos personas normales.


—Bendita seas, Anne —dijo David acariciándole la mano—. ¡Eres increíble! —
añadió al marcharse.

A solas, Anne trató de analizar lo que significaría para ella la decisión que
acababa de tomar. Se estremeció al pensar que iba a estar en contacto con
otros enfermos, pero sabía que estaba haciendo lo correcto, dadas las
circunstancias.

En ese momento llamaron a la puerta y entró una enfermera.

—¿Tienes ganas de recibir una visita? —preguntó.

—Por supuesto —contestó Anne—. ¿Quién es?

—Un caballero —anunció la enfermera y salió.

Un momento después la puerta se abrió y Anne se quedó muy sorprendida al


ver entrar a Robert Dunstan.

Antes de que ella pudiera hablar, él había llegado a su lado.

—Pasaba por el hospital, señorita Granville, y decidí venir yo mismo a ver


cómo se encontraba. Elaine pregunta con mucha frecuencia por usted.

—Fue muy amable de su parte, señor Dunstan. ¿Quiere sentarse? Y gracias


por las flores que Elaine y usted me enviaron.

—Me alegro que le hayan gustado.

—Son las primeras orquídeas que recibo en mi vida.

—Me alegro de que hayamos podido ofrecerle algo único —dijo él sonriendo
—, aunque veo que otras personas le han mandado flores también.

—Todos han sido muy amables conmigo. Me siento avergonzada de estar


acostada aquí, mientras los demás trabajan tan duro.

—Su hermana trabaja mucho, es cierto. No sé qué haríamos sin ella —repuso
Robert Dunstan con admiración—. Ella y Elaine se fueron esta tarde a visitar
a la señora duquesa. A «la duquesa de Anne», como la llama Elaine.

—Se va a poner muy contenta de verlas. He estado muy preocupada por ella.
¡Dejé tantas cosas sin terminar!

—Puedo asegurarle, señorita Granville, que todo está siendo bien atendido en
su ausencia.

Trató de pensar en algo que decir que pudiera interesarle, cuando se dio
cuenta de que el señor Dunstan estaba mirando con atención la fotografía de
su padre, que estaba en la mesilla.
—Ese rostro me parece conocido.

—Es mi padre.

—¿No se llamaba A. C. Granville?

—Sí, Arthur Christopher.

—¡Qué coincidencia! Yo le conocí. Pero nunca se me ocurrió relacionar el


apellido de ustedes con el de ese brillante historiador de Cornwall.

—Mi padre publicó varios libros sobre Cornwall. ¿Cómo le conoció?

—Vino a Londres a dar una conferencia. Tuve la suerte de ser invitado a una
cena en su honor y allí le conocí. Un año más tarde, encontré en uno de sus
libros referencias a una obra española que yo tenía interés en leer. Estaba
agotada, así que le escribí preguntándole si tenía un ejemplar y si podía
prestármelo. Escribí a sus editores y ellos enviaron la carta a un lugar
llamado St…

—St. Chytas —completó Anne.

—Sí, tiene razón. Me envió el libro, acompañado de un comentario sobre esa


pieza teatral, que me fue de gran utilidad.

—Creo que recuerdo el libro a que se refiere. ¿No tenía unas graciosas
ilustraciones, hechas por un dibujante español apellidado Pérez?

—Sí, ¡no me diga que lo ha leído!

—No en su versión original, pero mi padre hizo una traducción abreviada.


Creo que tenía la intención de traducirla completa algún día y publicarla.
Como tantas otras cosas, no tuvo tiempo de llevar a cabo ese proyecto.
Recuerdo muy bien el libro y lo mucho que disfruté de la obra.

—¡Esto es extraordinario! —exclamó Robert Dunstan y continuó hablando de


la obra de Arthur Granville, así como de muchos otros libros con los que Anne
estaba familiarizada.

Cuando al fin se puso de pie para despedirse, Anne, sorprendida, advirtió que
había pasado más de media hora con ella.

—No debo cansarla, señorita Granville. Pero ¿podría venir otro día?

—Espero que lo haga —dijo Anne sonriendo, y entonces recordó su decisión, y


su expresión cambió.

—¿Se ha arrepentido de invitarme a venir?

—¡Oh, no, no es eso! Es que no estaré en esta habitación. Es posible que me


cambien de aquí a mañana o pasado.
—Creí que su hermana quería que…

—Acabo de pedir al doctor Carey, quien me tiene a su cargo, que me pase a


una sala general.

—¿Por qué ha hecho eso?

—La razón es muy sencilla. No puedo permitirme el lujo de quedarme aquí.

—¡Eso es absurdo!

—No. Seamos francos y admitamos que los libros de mi padre, a pesar de su


extraordinaria erudición, se vendían muy poco. Los compraban sólo personas
entendidas como usted. Cuando él murió dejó una gran riqueza en cariño y
respeto, pero muy poco dinero.

—En ese caso —empezó a decir Robert Dunstan—, como admirador de su


padre que soy, me gustaría…

—Por favor, señor Dunstan, no lo diga. Lo he comentado porque pensé que tal
vez sería embarazoso para usted irme a ver a una habitación en la que hay
varios enfermos.

—¿No me permitiría…? —empezó a decir él.

—¿Lo cree posible? Me imagino que ya conoce a Sally lo suficiente. Somos


pobres, pero muy orgullosas. Me ha dado mucho gusto hablar con usted. Pero
no me gustaría tener que discutir.

—Y a mí me daría mucho miedo hacerlo.

—Me alegro porque eso me cansaría mucho. —Anne sonrió—. Y ahora, ¿puedo
pedirle un favor?

—Por supuesto.

—Quiero que me prometa que no le dirá nada a Sally de que voy a cambiarme
de habitación —le suplicó—. Se enfadaría conmigo.

—No conozco a nadie como ustedes —exclamó—. ¿Las señoritas Granville


siempre se salen con la suya?

—Casi siempre —contestó Anne sonriendo.

—Cumpliré mi promesa —dijo Robert Dunstan—, y vendré a verla de nuevo si


me lo permite… donde quiera que esté.

Le dio la mano y después, salió de la habitación.

«Es muy agradable», pensó. «Nos equivocamos con respecto a él. ¡Qué
extraño debe ser tener tanto dinero y estar tan solo!» se dijo.
Sally tenía mucha compasión por Elaine, pero Anne se compadecía también
por el padre de la niña.

Por una extraña coincidencia Sally, en ese momento, estaba también


comprendiendo otro tipo de soledad.

La duquesa, sentada en su cama con una estola de armiño sobre los hombros
parecía, según comentó Elaine más tarde, una bruja y se quejaba con
amargura.

—¿Cuánto tiempo va a estar enferma su hermana? Me dejó aquí sin nadie


para cuidarme; sin nadie que haga nada por mí más que los criados.

—Anne está muy preocupada por usted —dijo Sally.

—¡Y con razón! No es justo que la gente joven enferme. Eso deben dejarlo
para los viejos como yo.

—Anne nos pidió que cuidáramos de usted —intervino Elaine. Hasta entonces
había estado mirando a la duquesa, observando cada detalle de su extraño
aspecto.

—Les dijo eso, ¿eh? —exclamó la duquesa con una leve sonrisa—. Bueno, ¿y
qué va usted a hacer, señorita, para cumplir con ese encargo?

—¿Qué le gustaría que hiciera? —preguntó Elaine—. Podría leerle. O tal vez
podría colocarle las flores. Anne solía hacerlo, ¿no?

—Así es —contestó la duquesa—, y ahora es la doncella quien lo hace… con un


gusto horrible por cierto. La verdad es que echo de menos a Anne.

—Nosotras también —comentó Sally con voz muy suave.

—Ustedes son buenas muchachas —observó inesperadamente la duquesa—.


Se quieren mucho y son leales. Su otra hermana vino a verme antes de ayer.

—Marigold —sugirió Sally.

—Sí, eso es… Marigold. Ayer fue a buscarme un libro a la biblioteca a la hora
de comer. Es muy buena y muy guapa.

—Eso pensamos nosotras también.

—Y no son las únicas, supongo. Estoy segura de que debe haber muchos
jóvenes que piensan lo mismo —la duquesa miró a Sally—. Usted no es tan
bonita como las otras, niña.

—No, yo soy el Patito Feo —contestó Sally sonriendo.

—Yo no diría eso. Su hermana dice que usted es la más inteligente de las tres:
así que tal vez, a fin de cuentas, será usted a quien mejor le vaya.

Sally volvió a sonreírle, pero no le convencieron sus palabras.

A pesar de que ella y Elaine insistieron en hacer algo por la duquesa, ésta
sólo quiso que charlaran con ella y que le prometieran volver pronto.

Más tarde, cuando regresaban andando al apartamento, desde la plaza


Berkeley, Elaine hacía alegres comentarios sobre la duquesa.

—Es terriblemente vieja, ¿verdad, señorita Granville? Debe tener los cien
años.

—No lo creo —contestó Sally riendo—. Pocas personas llegan a los cien años.

—¿Le gustaría a usted llegar a esa edad?

—No, me gustaría morir cuando todavía sea útil a los demás, no cuando
represente una molestia y todos tengan que cuidar de mí.

—Creo que a la gente le encantaría cuidar de usted —dijo Elaine—. ¡Yo lo


haría con mucho gusto!

—Gracias, pero no debíamos preocuparnos ahora por eso. Pasarán todavía


bastantes años para que yo llegue a los cien.

Cuando llegaron al apartamento tomaron el té. Casi habían terminado de


tomar el té cuando un lacayo se acercó a decirle a Sally que la llamaban por
teléfono. Ella corrió hacia la salita más pequeña, temiendo que Anne se
hubiera puesto mal.

—Hola —dijo levantando el auricular—. ¡Hola!

—¿Eres tú, Sally? —preguntó una voz masculina.

—Sí, ¿quién habla?

—¿Te has olvidado tan pronto de mí?

—¡Peter! ¡Hace ya tanto tiempo que no sabíamos de ti, que no te he


reconocido!

—¿Puedes hablar?

—Sí, por supuesto. Estoy sola, si a eso te refieres.

—Quiero saber cómo está Marigold.

—Peter, ¿qué sucede? ¿En dónde has estado todo este tiempo? ¿Por qué
desapareciste sin decir nada? Con frecuencia nos hemos preguntado qué
habría sido de ti. Marigold no nos decía nada.
—Ella no sabía nada. Mira, Sally, no quiero que digas nada a Marigold, ni que
sepa que te he llamado por teléfono. ¿Me prometes que no se lo dirás?

—No sé si debo prometerlo. Marigold ha estado muy rara últimamente, Peter.


No sé qué le sucede. Ahora me estoy preguntando si su desdicha no tendrá
que ver contigo.

—¡Espero que sí!

—Peter, ¿puedo ayudar en algo? ¿Me puedes explicar qué sucede?

—No, Sally, todavía no, pero quería saber cómo está ella. Marigold tiene que
madurar, Sally. Quiero que confíes en mí y que me creas cuando te digo que
estoy haciendo las cosas lo mejor posible.

—¿Cómo puedo creerlo, si no sé lo que estás haciendo?

—Mi querida Sally… siempre tan práctica. En fin, si eso te consuela, te diré
que estoy trabajando duro para Marigold.

—En tu pintura, supongo.

—No, eso ya quedó atrás. Estoy trabajando para el futuro… mi futuro y el de


Marigold. Ahora, dime cómo está ella.

—Está bien, aunque creo que no es feliz.

—¡Magnífico! Es la mejor noticia que he recibido en años. Pero, Sally, ¿no hay
nadie más?

Sally no contestó.

—Dímelo —insistió Peter—. Prefiero saber la verdad.

—Es que no lo sé, Peter. Marigold se muestra muy alegre, pero sé que en el
fondo se siente muy desdichada. Es todo lo que puedo decirte.

—Me has dicho lo que quería saber. Que Dios te bendiga, y cuídala mucho por
mí.

—Pero, Peter, ¿desde dónde me estás llamando?

Él no pudo contestarle porque ya había colgado.

Todo era muy misterioso y, sin embargo, ¿cómo no había adivinado antes lo
que sucedía? Cuando Peter desapareció Marigold adoptó una conducta
extraña.

¿Era ésa la explicación de su actitud?


Sally estaba preocupada cuando volvió al lado de Elaine para terminar de
tomar el té.
Capítulo 8

Robert Dunstan, que estaba escribiendo sentado ante su escritorio, levantó la


vista cuando la puerta se abrió.

—¿Está ocupado, señor Dunstan? ¿Puedo hablar con usted un momento? —


preguntó Sally.

—Por supuesto, señorita Granville. Tenga la bondad de pasar y de sentarse —


respondió él, poniéndose de pie.

Las relaciones con su jefe habían mejorado mucho.

—¿Qué sucede? —preguntó Robert Dustan—. ¿Alguna diablura de Elaine?

—No, se porta muy bien y me siento muy orgullosa de ella.

—Y ella debía sentirse orgullosa de usted. Entonces, ¿qué pasa? Si es algo que
yo pueda remediar, cuente con ello.

—Como usted sabe, la operación de Anne fue un éxito. Temíamos que tuviera
un pulmón afectado. Felizmente, todo resultó una falsa alarma, y mi hermana
puede considerarse otra vez una muchacha sana y normal. El único problema
es que el médico insiste en que necesita unas buenas vacaciones a fin de
recuperar las fuerzas. Quiere que se vaya al campo, al menos un mes.

—¿Y a dónde piensa mandarla? —preguntó Robert Dunstan.

—La mandaría a Suiza o al sur de Francia, pero como esos lugares son
inaccesibles para nosotras, la llevaré a casa.

—¿A casa?

—A St. Chytas. Conozco varias casitas en el pueblo donde podría hospedarse.


El único problema es que todavía no está lo bastante bien para quedarse sola.
Y no sé si sería pedirle demasiado, señor Dunstan que me permita ir con ella y
llevarme a Elaine. Es una zona muy bonita. A la niña le encantarán el mar y
las playas.

Hubo una larga pausa antes de que él contestara:

—Supongo que usted no me permitiría mandar a su hermana a Suiza.

—¡Oh! —exclamó Sally sorprendida.

—Podría organizar un viaje para Elaine, y pedir a usted y a su hermana que la


acompañaran. Quizá su hermana aceptaría sin sospechar nada.
Sally sonrió.

—Es usted muy bueno, pero sinceramente, no creo que funcione. A Anne no le
gustaría la idea, ni a mí tampoco. Estaba hablando en broma cuando dije lo de
Suiza y el sur de Francia. Ahora comprendo que pareció que estaba pidiendo
su ayuda.

—No, señorita Granville —repuso Robert Dunstan—. Jamás pensaría tal cosa
de usted.

—Gracias. Y le agradezco también, su bondadosa sugerencia.

—¿Por qué no puede aceptarla? La salud de su hermana está en juego…

—No… no hasta ese punto —interrumpió Sally—. Y no es cuestión de orgullo,


es que no acostumbramos a no hacer ciertas cosas.

—Como aceptar regalos de desconocidos.

—No, no es eso. —Sally frunció el ceño—. Quisiera poder hacerlo.

Se levantó de pronto y paseó de un lado a otro de la habitación como si algo le


preocupara.

—¿Puedo ayudarle, señor Dunstan?

—No sé si debo atreverme a decirle la verdad. Tal vez no le guste.

—Si yo fuera usted correría el riesgo —comentó Sally.

—Muy bien, entonces. Se la diré. Estoy enamorado de Anne.

—¿De Anne? Pero usted no la conoce. La ha visto sólo una vez.

—No, la he visto varias veces. Fui a verla dos veces al hospital cuando estaba
sola en una habitación y otras dos veces cuando la pasaron a la sala principal.

—Ella no me lo dijo.

—¿No? Y a mí tampoco se me ocurrió decírselo.

—¡Pero… Anne! ¡Oh, Dios mío, debo pensar esto con cuidado!

—¿Me ayudará, Sally? —preguntó y ella advirtió, con un estremecimiento, que


por primera vez la había llamado por su nombre de pila.

—No puedo hacer que Anne le quiera —contestó—, si es eso a lo que se


refiere.

—No, pero podría hablarle bien de mí. Podría ayudarme a demostrarle que la
quiero.

—¿La quiere de verdad?

—Con toda mi alma. Me gustaría mucho contarle algunas cosas que tal vez le
ayuden a comprender cómo soy —se había sentado y apoyó los codos sobre el
escritorio—. Sé muy bien que debo parecerle duro, agresivo. Pero tuve que
volverme así, Sally.

Robert Dunstan se dio cuenta de que Sally le estaba prestando atención y se


dispuso a evocar sus más íntimos recuerdos:

—Era un chico que rendía mucho en la escuela y ganaba premios y becas con
facilidad. Pero no servía para ningún juego, porque mi padre nunca me
permitió jugar. Puedo decir con sinceridad que cuando fui al instituto tuve por
primera vez una pelota en mis manos. Por eso no les agradaba a los demás
chicos y, debido a sus burlas y desprecios, me aislé todavía más. Me
concentré en ser el alumno más aplicado de la escuela y, aunque no conseguí
el afecto de mis compañeros, ni el de mis maestros, me decía que me bastaba
con los elogios de mi padre. En la universidad logré hacer los primeros
amigos que tuve en mi vida, pero, al final de primer año, mi padre me envió al
extranjero. Primero fui a trabajar a una oficina de Alemania y después a un
banco de Francia. A los veinticuatro años, me consideraba un hombre con un
gran futuro en el mundo de las finanzas. Volví a Inglaterra para trabajar con
mi padre, y entonces descubrió que él se estaba muriendo. Pero mi padre
continuó trabajando hasta el fin y me mantuvo a su lado para ayudarle.
Cuando murió, me sentí tan abrumado por todo el trabajo que tenía sobre mis
hombros, que no comprendí que por fin era libre y que podía hacer lo que
quisiera. Al mismo tiempo, supongo que era en cierto modo una forma de
escapar, me había casado poco antes de que mi padre muriera.

Robert Dunstan se detuvo un momento. Miró a Sally y después continuó:

—Es difícil para un hombre hablar de su esposa cuando ésta ha muerto —dijo
—. Estoy tratando de ser sincero con usted, Sally. Debo decirle la verdad.
Cometí un terrible error en mi matrimonio. Lo que más deseaba al casarme
era encontrar ternura en una mujer.

Sally le miró comprensiva.

—Mi madre había muerto poco después de mi nacimiento. No recordaba


haber sido amado nunca, ni mucho menos mimado. Me casé porque mi padre,
y muchos de mis amigos, creían que mi esposa era la mujer ideal para mí. Era
hija de un distinguido banquero, y como había crecido en el mundo de las
finanzas lo entendía tan bien como yo. Era muy inteligente y había viajado
mucho. Yo me creí enamorado, y nos casamos. Me di cuenta de que me había
liberado del yugo de mi padre para someterme a otro todavía más agotador.
La ambición de mi esposa era insaciable. Ansiaba dinero y poder como otras
mujeres desean joyas y vestidos. Trabajé, más que nunca, pero no comprendía
qué era lo que iba mal. Y cuando Elaine nació pensé que cambiaría la actitud
de mi esposa. Pero ella se fuso furiosa por no haber tenido un hijo varón.
Decidió que Elaine fuera educada con el mayor rigor. Aun antes de que
empezara a aprender a hablar, contrató una institutriz francesa para que
empezara a aprender su primer idioma extranjero y de nada valieron mis
protestas. Entonces comprendí que me enfrentaba a algo que no podía
controlar.

Robert Dunstan sacó un pañuelo y se secó la frente. Sally comprendió que le


estaba costando un gran esfuerzo contarle todo aquello.

—Continúe —le suplicó en voz baja.

—Cuando uno vuelve la mirada hacia atrás —prosiguió Robert Dunstan—,


resulta difícil saber en qué momentos comprendió la verdad. Mi esposa
hablaba de escuelas, tutores, cursos especiales en el extranjero, internados
en alguna universidad y yo sabía demasiado bien lo que esa educación
intensiva significaría. Recordé todos los años desperdiciados de mi juventud,
y traté de explicarle a mi esposa lo que había sufrido, pero ella se rió de mí y
no me entendió.

Robert Dunstan se puso de pie.

—¿Comprende ahora? —preguntó—. Cuando ella murió, me alegré… porque


pensé que con su muerte, Elaine se salvaba.

Su voz reflejaba un intenso dolor.

—Lo siento mucho —murmuró Sally.

Robert Dunstan permaneció de espaldas, mirando por la ventana. Por fin, se


volvió hacia ella.

—¿Comprende ahora por qué me mostré tan intransigente con respecto a


Elaine? ¿Por qué quería que ella siguiera siendo una niña que jugara con sus
muñecas, que se divirtiera?

—Por supuesto que lo entiendo —afirmó Sally y su voz tembló emocionada—.


Pero ¿no se da usted cuenta? Se olvidó de que ella, más que juguetes,
necesitaba una compañera de juegos. Lo que a usted le ha faltado en la vida
ha sido compañía, alguien con quien compartir las cosas.

—Supongo que es verdad. Tengo miedo, Sally. Soy un fracasado en todo,


excepto en hacer dinero. Y, ¿de qué me sirve? Ni siquiera ustedes me
permiten gastarlo en lo que me gustaría.

Sally levantó la vista para mirarle.

—Todo saldrá bien, ahora que ya comprende qué fue lo que falló antes. Mi
padre siempre decía que la única manera de corregir los errores es echar
todo abajo y volver a construir como es debido.

—¿Quiere decir que debo empezar bien las cosas con Anne?
—Sí, si eso es lo que usted desea.

—¡Oh, sí, claro que sí! Quiero casarme con ella, tener la oportunidad de
empezar de nuevo, de construir mi vida como siempre la he deseado.

—A ella no le gusta lo que llamamos la civilización moderna, no le agrada la


gente elegante, ni las frivolidades. Anhela una vida tranquila y digna.

—Uno solo tiene que verla para comprenderlo —asintió Robert Dunstan—.
Pero, Sally, ella me da miedo… todas ustedes me asustan. Son tan diferentes
a cuantas personas he conocido…

—¿Le ha dicho algo a Anne que le haga pensar que está enamorado de ella? —
preguntó Sally.

—No me atrevería —confesó Robert Dunstan.

Sally sonrió, con la sonrisa radiante y feliz que la caracterizaba cuando se


sentía confiada y segura.

—Si quiere tanto a Anne como dice, y quiero creerlo, estoy segura de que ella
aprenderá a quererle, pero no la meta prisa; Anne detesta eso. Creo que lo
mejor sería si usted lo acepta…

—Acepto cualquier cosa —la interrumpió Robert Dunstan con rapidez.

—… que usted viniera a St Chytas cuando nosotras estemos allí —continuó


Sally—. Hay muchos hoteles en St. Ives, podría ir en su coche y tendría
oportunidad de estar a solas con Anne, en un ambiente tranquilo, donde no
hay teléfonos para interrumpirlos, ni podrán llamarle para alguna reunión
urgente.

—Tiene razón. Muy bien, Sally, vaya a St. Chytas y llévese a Elaine con usted.
Haga todos los arreglos que desee y, por favor, permítame que yo cubra
algunos gastos.

—Gracias —respondió Sally con sencillez.

—Y gracias a usted por confiar en mí como lo ha hecho. ¿Puedo suponer que


me aprueba como futuro cuñado?

—¡Sí, y me hace muy feliz!

Robert Dunstan le dio la mano a Sally para despedirse.

—Si tengo su amistad —dijo—, creo que he ganado la mitad de la batalla.

—¡Cuente con ella! —contestó Sally.

Cuando terminó de dar la clase a Elaine esa tarde, se dirigió al Hospital de


San Antonio. Al entrar en la sala general encontró a Anne conversando
animadamente con la paciente de la cama de al lado.

Sólo Sally sabía el esfuerzo que tuvo que realizar Anne para resistir los
primeros días en aquella sala general.

Sally, al verla sonreír y hablar con naturalidad con la enferma de la cama


contigua, comprendió que Anne saldría del hospital convertida en una
persona diferente, mucho mejor.

—Hola, Anne —dijo Sally, y después saludó a la mujer de la cama contigua—.


¿Cómo está usted esta noche, señora Hull?

—No me puedo quejar —fue la respuesta.

Sally se sentó junto a Anne.

—¿Qué has estado haciendo? —preguntó Anne—. Parece como si hubiera


sucedido algo emocionante.

—Y ha sucedido —contestó Sally—. He estado haciendo planes y estoy segura


de que te gustarán.

—¿Qué planes?

—Nos vamos a St. Chytas el lunes.

—¿Tú y yo?

—Tú, Elaine y yo. ¿No te importará si nos llevamos a la niña, Anne? No me


gustaría dejarla en Londres.

—¡Claro que no me importa! Es un encanto y creo que se divertirá mucho.

—He mandado un telegrama a la señora Barkus diciendo que vamos.


¿Recuerdas que durante la guerra ella alquilaba el dormitorio de su hijo?
Aunque él ya volvió y vive con ella, me dijo, cuando nos despedimos, que si
algún día queríamos volver a pasar unos días en el pueblo mandaría a su hijo
a la casa de su tía mientras nosotras estuviéramos allí.

—¿Entraremos en una sola habitación?

—Tú podrías quedarte en el sofá del salón. Descansarás allí durante el día,
mientras nosotras vamos a la playa. Elaine y yo podemos ocupar el dormitorio
de arriba.

—Ya veo que tienes todo planeado. ¿Y qué dice el señor Dunstan?

—Le alegró que Elaine se fuera con nosotras. Dijo que es posible que vaya
algún día a verla.

A Sally le pareció que Anne se ruborizaba.


—A Elaine le gustará mucho eso —murmuró Anne, sin mirar a Sally.

Sally titubeó un momento, preguntándose si debía decirle a Anne lo que


sabía. Pero, como temió asustarla, prefirió callarse.

—El señor Dunstan ha sido muy amable —dijo en cambio—, y se ha ofrecido a


ayudarnos en todo lo posible. Creo que tú le agradas mucho.

Esta vez no tuvo la menor duda de que Anne se había ruborizado.

Sally y Elaine fueron a despedirse de la duquesa antes de marcharse a


Cornwall.

La duquesa se encontraba en su salita y se alegró mucho al ver a Sally y a


Elaine.

—Hemos venido a despedirnos —le dijo a la duquesa y añadió—: y sentimos


mucho que usted no pueda venir con nosotras.

La duquesa sonrió ante aquel comentario tan sincero.

—Gracias, cariño —dijo a Elaine—, pero creo que ya tienen suficiente con una
enferma.

—Anne ya no estará enferma por mucho tiempo —protestó Elaine—. La


señorita Granville dice que se pondrá bien muy pronto, gracias al aire del
mar. Ayer se levantó y paseó un poco, pero le temblaban las piernas.

—Eso sucede siempre que uno ha estado mucho tiempo en la cama —comentó
la duquesa y se volvió hacia Sally—: ¿cómo está su hermana?

—Muy bien, considerando las circunstancias —contestó Sally—. Sin embargo,


va a ser trasladada a Cornwall en ambulancia. El médico no quiere que haga
el viaje en tren.

—Me parece muy bien —aprobó la duquesa.

—Nosotras sí vamos en tren —exclamó Elaine—. ¿No es emocionante?

—Muy emocionante —reconoció la duquesa, y después miró a Sally.

—El señor Dunstan se ha encargado de todos los preparativos —explicó Sally


en voz baja.

—¿Por qué no? —preguntó la duquesa—. Él debe querer que su hija viaje con
comodidad.

La duquesa miró a Sally y ésta se dio cuenta de que la duquesa suponía que
Robert Dunstan estaba interesado en ella. Hubiera querido revelarle la
verdad, sin embargo, comprendió que no había llegado aún el momento de
decírselo.
Sally estaba muy nerviosa esa tarde, porque Anne le había dicho que tratara
de convencer a la duquesa de que se reconciliara con su nieto Montague.

Sally le había prometido a Anne que haría lo posible por complacerla, pero
ahora que estaba con la duquesa no sabía por dónde empezar.

Fue Elaine quien le dio la oportunidad cuando alabó el abrecartas de plata, en


forma de espada, que la duquesa tenía junto a ella.

—Me lo regalaron mis hijos hace muchos años, en una Navidad, cuando eran
niños todavía.

—¿Tiene usted fotos de sus hijos cuando eran pequeños? —preguntó Sally,
pensando que tal vez alguna fotografía le daría el pretexto que necesitaba
para decir a la duquesa lo que deseaba.

—¡Tengo montones de ellas! —contestó la duquesa riéndose—. Encontrará los


álbumes en esa estantería, detrás del piano, si quiere ver alguno.

—Me encantaría —contestó Sally.

Se dirigió a la librería y encontró montones de álbumes. Cogió uno. Elaine se


acercó a ella y le dijo:

—Mientras usted mira las fotos, señorita Granville, ¿puedo ir a ver a Dalton?

—Claro que puedes —asintió la duquesa antes de que Sally pudiera protestar
—. Ya sé que él te da galletas de chocolate. Pero no comas demasiadas, o la
señorita Granville me reprochará que te quitamos el apetito.

—No comeré muchas —prometió Elaine y salió corriendo de la habitación.

—Todos los niños son iguales —suspiró la duquesa.

Sally había abierto el álbum y estaba mirando las primeras fotografías.

—Creo que usted fue muy afortunada al tener una familia tan maravillosa.
¡Mírese aquí, con todos sus hijos! ¡Qué guapa está!

—Recuerdo muy bien el día en que hicieron esta fotografía. Mi esposo llevó al
fotógrafo a Cheyn, pero éste, a pesar de que yo había arreglado lo mejor
posible a los niños, no pudo conseguir que se estuvieran quietos. Hubiera sido
una foto horrible, si Adrian, mi segundo hijo, no nos hubiera hecho reír. El
fotógrafo nos había colocado y estábamos muy serios, cuando mi hijo
exclamó, con una voz exactamente igual a la del vicario: «Oremos». Nos hizo
reír a todos y el fotógrafo pudo hacer la foto. Ése es Adrian —la duquesa
señaló con el dedo a un niño sonriente, que estaba de pie junto a su padre.

—¿Fue él quien se mató en un accidente automovilístico?


La duquesa asintió con la cabeza.

—Algunas veces no dejo de preguntarme si no fue mejor así. Estoy segura de


que le hubieran matado durante la guerra, porque se habría lanzado a hacer
las cosas más atrevidas del mundo. Mi querido Adrian… creo que era el que
más se me parecía.

—Él dejó un hijo, ¿no? —preguntó Sally y se dio cuenta de que la duquesa se
había puesto nerviosa.

—Sí —contestó después de una breve pausa.

—¿Es un atrevido como lo era su padre?

—No lo sé —contestó la duquesa—. Nunca le veo.

—¡Qué triste debe ser para usted! —exclamó Sally—: a mí siempre me parece
triste que las familias se separen y sus miembros se alejen unos de otros. Mi
padre tenía la idea de que las familias eran incompletas si había
distanciamiento entre sus miembros. Una vez me contó una extraordinaria
experiencia que tuvo lugar en ese sentido. ¿Le gustaría que se la contara?

—Sí… oigamos su historia —dijo la duquesa después de un momento.

—Sucedió hace mucho tiempo, cuando mi padre acababa de llegar a


St. Chytas. Había allí una mujer, la señora Mullin, que tenía cinco hijos. Un
día mandó llamar a mi padre y le dijo que pronto moriría. Él la creyó, porque
era una mujer muy vieja y hacía ya mucho tiempo que estaba enferma.
Después le comunicó que estaba dispuesta a confiarle sus ahorros, a fin de
que a su muerte, los repartiera entre su familia. Su marido, que era pescador,
había muerto hacía ya varios años y, aunque toda la familia había vivido
siempre con gran sencillez, la mujer había heredado una cantidad de dinero,
pero no se lo comunicó a nadie. Le entregó a mi padre una caja que había
guardado durante muchos años debajo de su cama, la cual tenía casi
ochocientas libras en monedas de oro, plata y cobre. Mi padre le preguntó
cómo quería que se dividiera ese dinero. Ella le hizo saber que en cuatro
partes; ya que tenía cuatro hijos. Mi padre, asombrado, le dijo que tenía cinco
hijos. Ella no podía engañar a mi padre, pues él conocía a la familia desde que
era niño. Sabía muy bien que Albert, el más joven de los cinco hijos había
reñido con su madre y se había ido de casa. Eso había sucedido en el invierno
de mil novecientos catorce y se rumoreaba en el pueblo que Albert se había
enrolado en el ejército. La mujer insistió en que el dinero se dividiera entre
sus cuatro hijos. Casi contra su voluntad, mi padre accedió a hacer lo que ella
quería. Se llevó la caja a su casa y la puso en lugar seguro. Tres meses más
tarde, tuvo el presentimiento a media noche, de que la señora Mullin le
estaba llamando. Decidió dirigirse a su casa y llegó allí en el momento en que
salía uno de sus hijos a buscarle, ya que la señora Mullin estaba agonizando.

»Cuando llegó a su casa ya había muerto. En los días siguientes no pudo dejar
de pensar en la señora Mullin. Sin importar lo que estuviera haciendo, le
parecía que ella estaba allí, junto a él. Al principio pensó que era sólo su
imaginación, pero luego se convenció de que era algo más que eso. Le parecía
que la anciana quería decirle algo. Después del entierro, tuvo que informar a
la familia acerca de la fortuna que les estaba esperando. Me contó varias
veces cómo entró en el salón de la casa de la señora Mullin, donde esperaban
sus cuatro hijos con sus respectivas esposas, todos vestidos aún de luto. Mi
padre llevaba consigo la caja que la señora Mullin le había dado. La puso
sobre la mesa y empezó a explicar cuánto dinero contenía. Al hablar de las
instrucciones recibidas para dividirlo entre ellos, se sintió completamente
convencido de que la señora Mullin estaba a su lado y casi le sorprendió que
los demás no la vieran. Por fin, después de referirse a la señora Mullin con
afecto y respeto, dijo que el dinero tenía que ser repartido entre sus cinco
hijos. Pronunció aquellas palabras como si la señora Mullin se las hubiera
dictado y luego la presencia de la muerta pareció disiparse.

Sally se detuvo un instante, y después añadió:

—El quinto hijo volvió de la guerra un año más tarde. Había perdido un brazo
y ganado una condecoración. Toda la familia, y el pueblo entero, estaban
orgullosos de él. Poco después se casó con una muchacha del pueblo, y con el
dinero que había heredado de su madre abrió una tienda. Todavía viven en
St. Chytas.

La duquesa no dijo nada, y como Sally se sentía turbada, empezó a pasar con
rapidez las páginas del álbum.

—¡Aquí hay una fotografía de sus hijos, ya mayores! —exclamó.

La duquesa siguió en silencio y Sally, al terminar de ver ese álbum, fue a


coger otro.

—¿Cree usted que si su padre hubiera llegado a viejo habría sido tan cristiano
como lo fue en su juventud? —le preguntó entonces la duquesa—. Cuando nos
hacemos viejos, nos volvemos intolerantes.

—Pero cuando se es viejo —contestó Sally con rapidez—, se debe ser


consciente de que se está siendo intolerante… y cambiar de actitud.

La duquesa se echó a reír.

—Usted parece tener una respuesta para todo —dijo—, pero me pregunto si
cuando tenga mi edad le resultará fácil ver a sus nietos alejarse de usted y
saber que la consideran una vieja tonta.

—No creo que nadie piense eso de usted. Más bien creo que le tienen miedo.

—Usted no me tiene miedo —replicó la duquesa.

—Yo no soy su nieta.

Sally se dio cuenta de que había cometido una indiscreción, pero la duquesa,
en lugar de enfadarse, se limitó a preguntarle:
—¿Quién le ha hablado de mi nieto?

—Anne.

—¿Y quién se lo dijo a ella?

—Creo que fue el duque. Me parece que a él y a sus otros hijos les preocupa
mucho ese problema que ha separado a la familia. Ellos también querían a
lord Adrian.

—¿Qué saben ellos de amor? ¡Él no era su hijo! —De pronto su voz cambió—.
Tal vez tenga razón, niña. Creo que todos se querían mucho entre ellos.

—Todos parecen haber querido a lord Adrian. Y si ustedes le echan de menos,


imagínese lo que sentirá su hijo.

—¡Bah! —Gruñó la duquesa—. Montague siempre me dio la impresión de ser


un muchacho insensible.

—Tal vez no sea una persona que exterioriza sus sentimientos, o tal vez
estaba celoso de usted.

—¿Celoso de mí?

—Sí. Si dos personas quieren mucho a otra, con frecuencia sienten celos. Es
sólo una idea mía, pero pienso que es posible que Montague se haya sentido
celoso del cariño que existía entre su padre y usted.

—¡Vaya, vaya! —exclamó la duquesa—. Usted dice las cosas más asombrosas
del mundo. Y, por supuesto, es muy posible que haya mucho de verdad en lo
que acaba de decir. Adrian me quería muchísimo. Nadie podía negar eso. Con
frecuencia me parecía que su esposa estaba celosa de mí.

Sally no dijo nada, porque en ese momento Elaine entró en la habitación, y


miró su reloj.

—Tenemos que volver a casa —dijo—. No hemos acabado de hacer el


equipaje.

Se puso de pie y en ese momento se cayeron del álbum varias fotografías.

—Perdóneme —exclamó Sally y las cogió—. Ha sido un descuido… ¿quiere


que las ponga en su sitio?

—No, dámelas. Deben ser unas fotografías sueltas para las que ya no había
sitio —contestó la duquesa.

Sally obedeció. La anciana las miró y separó una de ellas.

—Éste es Montague, en quien está usted tan interesada —dijo a Sally.


Le enseñó la fotografía de un joven que llevaba puesto el uniforme del cuerpo
de granaderos.

Sally miró la fotografía e impulsivamente estuvo a punto de decir algo, pero


se contuvo y devolvió la foto a la duquesa.

—Gracias por permitirme verle —respondió.

La duquesa puso la fotografía a un lado.

—Adiós, señor duquesa. Haremos que Anne se ponga bien, para que vuelva
pronto a su lado —dijo Elaine.

—Gracias, cariño. Cuídate mucho y cuida a la señorita Granville.

—Así lo haré —prometió Elaine.

—Adiós, señora duquesa —dijo Sally.

Sally y Elaine se dirigieron a la puerta y cuando llegaron a ella la duquesa


habló de nuevo.

—Diga a su hermana —exclamó con claridad—, que su emisario llevó a cabo


con éxito su misión.

Sally se detuvo y se volvió hacia la duquesa.

—¿Quiere decir que le escribirá a su nieto? —preguntó.

—Supongo que sí. Cuando muera, quiero hacerlo tranquila y en paz.

—Me alegro mucho —contestó Sally con suavidad y regresando a donde


estaba la anciana se inclinó y le besó la mano. Después volvió a toda prisa al
lado de Elaine, dándose cuenta de la cariñosa sonrisa de la duquesa.

Sally bajó la escalera con Elaine y salieron juntas a la calle.

Elaine iba hablando del viaje, pero Sally sólo pensaba en cómo podría ponerse
en contacto con Montague, ahora que su abuela estaba decidida a acogerle de
nuevo.
Capítulo 9

Marigold colgó en un armario el traje de sport que había estado pasando y se


puso su vestido azul y blanco.

—Me estoy muriendo de hambre —le dijo a la muchacha que estaba sentada
junto a ella en el tocador—. ¡Menos mal que ya es la hora de comer!

—¿Vas a salir a comer con alguien?

Marigold asintió con la cabeza y cuando terminó de ponerse el sombrero, se


despidió de su compañera y salió corriendo hacia donde Ben la esperaba.

Ben la saludó con los halagos de costumbre y la ayudó a subir al coche.

—¿Dónde vamos a comer? —preguntó ella cuando Ben puso el automóvil en


marcha.

—Reservé una mesa en el Ritz Grill. Es un lugar tranquilo y quiero hablar


contigo.

—No tenemos mucho tiempo —le advirtió Marigold—. Si llego unos minutos
tarde, Nadine Sloe me hará desollar viva. ¡Cómo me detesta esa mujer!

—Lo entiendo —dijo Ben—. Eres un peligro potencial para cualquier otra
mujer bonita.

—¿Dirías que Nadine Sloe es bonita? —preguntó Marigold y añadió con


sinceridad—: Sí, supongo que lo es.

Ben condujo deprisa y unos minutos más tarde llegaron al Ritz.

El maître los condujo a su mesa.

—Ya he pedido lo que vamos a comer —le explicó Ben—, porque sabía que
tendrías poco tiempo y es más rápido de esa forma.

—¡Me parece perfecto! Eres demasiado bueno conmigo, Ben.

—Así quiero ser, Marigold… bueno, muy bueno.

—Pues lo has sido ya, creo que no te he dado las gracias por las flores que le
mandaste a Anne. Ella te lo agradece mucho, Ben.

—No necesitas darme las gracias. Era lo menos que podía hacer por una
hermana tuya.
—De cualquier modo, te estamos muy agradecidas las dos. Anne se va
mañana a Cornwall. Sally saldrá esta noche en tren, para esperarla cuando
ella llegue. —Marigold suspiró—. ¡Cómo me gustaría acompañarlas! Necesito
unas vacaciones, estaré muy sola sin ellas.

—Yo cuidaré de ti.

—Gracias, Ben. Me siento tan cansada.

En ese momento llegó un camarero y les sirvió una copa de champán. Cuando
se quedaron a solas de nuevo exclamó:

—Escucha, Marigold, ¿por qué no dejas ese trabajo? Es una tontería trabajar
si no deseas hacerlo.

—¿Tontería? —replicó Marigold—. ¿Y crees que trabajo por gusto? ¡No soy
rica como tú! Tengo que trabajar para comer.

Ben iba a contestar, pero en ese momento otro camarero les sirvió la comida,
y tanto él como Marigold empezaron a comer.

Después de unos minutos, Marigold se tranquilizó un poco y comprendió que


había sido grosera con Ben. Arrepentida de su brusquedad, puso una mano en
la de él.

—Perdóname por haberme enfadado.

Ben le cogió la mano. Estaban sentados en un rincón del restaurante y las


mesas cercanas estaban vacías.

—Marigold —dijo con voz ronca—, hay algo que quiero preguntarte.

Marigold retiró su mano con suavidad.

—¿Sí?

—¿Recuerdas que te llevé a ver a mi madre?

—Sí, por supuesto —contestó Marigold.

—Te llevé por una razón especial —continuó Ben—. Quería que la conocieras
y que ella te conociera a ti.

—Creo que eso es evidente —repuso Marigold.

—No tanto como tú supones. He llevado a muchas mujeres a conocer a mi


madre en distintas ocasiones y debo confesarte con franqueza, Marigold, que
a mi madre no le gustaron. Tú eres diferente. Le agradaste y piensa que eres
la mujer ideal para mí.

—¿Qué quieres decir con eso?


—Quiero decir que mi madre quiere que me case contigo.

—Ben —exclamó Marigold—, no entiendo. ¿Me estás proponiendo matrimonio


porque tu madre quiere que lo hagas?

—Yo también lo quiero —respondió Ben, que de pronto se había puesto muy
serio—. Hace ya tiempo que te admiro, Marigold. Me gustas mucho. Quizá no
soy el tipo de marido que has estado buscando, pero haré todo lo posible por
hacerte feliz.

—¡Pero, Ben, esto es ridículo! Tú no estás enamorado de mí.

—Lo estoy —contestó Ben—, o, al menos, eso creo. Tú no me has dado la


oportunidad de averiguarlo. Has levantado una barrera entre nosotros. Ni
siquiera me dejas besarte. Y aunque no estemos locamente enamorados uno
del otro, podemos aprender a querernos. De eso estoy seguro.

Marigold se estaba dando cuenta de lo simple que era Ben Barlow. En el


fondo no era más que un niño, y en las cosas fundamentales seguía haciendo
sólo lo que su madre le decía.

—Escúchame, Ben —empezó a decir—, comprendo lo que quieres decirme y te


lo agradezco mucho. Cuando te cases, Ben, debes estar realmente
enamorado. Es esencial para que dos personas puedan vivir juntas toda la
vida. Eso es el amor… el verdadero amor… y no hay forma de sustituirlo.

Marigold habló con pasión y su voz reflejaba una gran emoción.

—¡Pero estoy enamorado de ti! —protestó Ben.

Marigold negó con la cabeza.

—Me enamoraré más si me das la oportunidad —insistió él.

—No se trata de eso, Ben. No puedes decirte a ti mismo: «Debo enamorarme


de esta persona porque es la que me conviene». Cuando amas a alguien, le
amas porque sí, como es, sin que importe nada más.

—Tú eres la persona adecuada para mí y quiero casarme contigo.

—¡Porque tu madre te dijo que debía hacerlo!

—No sólo por eso, aunque, desde luego, es importante. Reconozco la verdad.
Mi madre sabe mucho más que yo de estas cosas. Me ha sacado de muchos
problemas, y si ella dice que una mujer me conviene, yo respeto su opinión.

La confianza que tenía en su madre era algo que ella no era capaz de destruir.
Miró hacia otro lado y murmuró:

—Lo siento, entonces digamos que mi respuesta es que no te quiero.


—Te enseñaré a quererme —dijo Ben con ansiedad—. Podemos pasarlo muy
bien juntos, tú y yo… viajar, comprar una casa en Londres y otra en el campo,
tener caballos, coches, aviones, lo que tú quieras. Quiero darte cosas: ropa,
joyas, pieles, todo lo que una muchacha pueda desear.

En aquel momento Marigold comprendió lo que acababa de hacer. Había


despreciado todo aquello que puede adquirir el dinero, lo que siempre había
deseado.

—Escucha, Ben —dijo con voz suave y tranquila—. Hay cosas que no se
pueden comprar con dinero. El amor y la amistad, por ejemplo, no pueden
comprarse, ni tampoco la felicidad. Creo que tú serías más feliz si dejaras el
tipo de vida que llevas. Está muy bien para una temporada, pero no puede ser
la finalidad de una existencia. Búscate amigos verdaderos, intereses reales.

—Si hago eso, ¿te casarás conmigo?

—No, si no estoy enamorada de ti y, no sé por qué, creo que eso no sucederá.


Pero un día, Ben, te enamorarás de verdad, y entonces serás feliz, realmente
feliz.

—No quiero enamorarme de nadie más que de ti.

Marigold cogió su sombrero y su bolso.

—Lo siento, Ben, pero tengo que irme. Si pierdo mi trabajo, tendría que
casarme contigo por tu dinero.

—¡No me importan las razones, con tal de que te cases conmigo!

—Eso no es verdad —replicó Marigold, levantándose de la mesa—. Tú quieres,


como todos, lo mejor de la vida.

Salieron del restaurante. Regresaron a la tienda de Michael Sorrell y cuando


llegaron ante la puerta del edificio Ben se volvió a mirarla.

—Me gustar mucho, Marigold —dijo—. Eres diferente a las demás mujeres
que he conocido. Eres franca… Por eso te quiero.

—Gracias, Ben. Ése es el cumplido más agradable que me has dicho.

—Piensa bien las cosas, Marigold. No voy a aceptar tu negativa como


respuesta definitiva. Voy a seguir insistiendo, hasta que aceptes casarte
conmigo.

—Pronto te cansarás de insistir —contestó Marigold y salió del coche—. Adiós,


Ben, y gracias.

—Te llamaré por teléfono mañana por la mañana —gritó él.

A pesar de sus esfuerzos para darse prisa, Marigold llegó tarde. Las otras
modelos estaban ya en el vestidor, esperando a que empezara el pase de ese
día.

Marigold ya no tuvo tiempo de pensar en nada, y corrió a ponerse el primer


vestido que debía pasar.

El trabajo de aquella tarde fue abrumador y Marigold ya se había quitado el


último vestido que debía lucir ese día, cuando entró una empleada.

—Marigold, la señorita Sloe quiere que salgas otra vez con el vestido de
noche.

Marigold se levantó de su asiento, irritada. Debía ponerse de nuevo el


complicado traje de noche que Michael Sorrell había diseñado para ella.

Se vistió, se retocó el maquillaje y el peinado y salió.

Cuando llegó al salón vio a tres mujeres sentadas al fondo y, junto a ella, a
Nadine Sloe, con una larga lista en la mano. Marigold se dio la vuelta con
lentitud y luego se dirigió hacia donde ellas estaban.

Mientras caminaba por el centro del salón, advirtió la presencia de un hombre


que la miraba.

Al principio no le prestó atención, pero al volverse hacia él le dio un vuelco el


corazón. Sintió el impulso de gritar, de correr hacia él.

El hombre cruzó la habitación, hacia donde estaba sentada Nadine Sloe.


Marigold oyó que ella exclamaba asombrada:

—¡Peter!

Haciendo un enorme esfuerzo, Marigold terminó de pasar el vestido y


desapareció tras las cortinas de terciopelo gris. Ya en el vestidor, se apoyó en
la pared y se llevó las manos a las mejillas. Estaba temblando.

«Él ha vuelto, ha vuelto después de todas estas semanas, durante las cuales
no he sabido nada de él», pensó Marigold.

Las otras modelos estaban charlando al fondo de la habitación, pero ella no


las escuchaba. Sólo era consciente de los fuertes latidos de su corazón.

Las cortinas se abrieron de pronto y apareció Nadine muy seria.

—El señor Aird quiere verla, Marigold.

—¿Ahora? —preguntó Marigold haciendo un esfuerzo por controlarse.

—No, como ya casi es la hora de cerrar, le he dicho que la espere abajo.

—Gracias.
Se cambió y se despidió de sus compañeras sin darse cuenta de lo que estaba
haciendo.

Peter la esperó en la calle.

—Hola, Peter —exclamó al llegar a su lado. Eran tantas sus emociones, que no
sabía si se sentía contenta, preocupada, temerosa, o todo a la vez.

—Hola, Marigold.

—¿En dónde has estado tanto tiempo?

La voz de Marigold temblaba, pero se sentía tan feliz al verlo de nuevo, que
todos sus temores desaparecieron.

—Eso he venido a decirte —contestó Peter con gravedad.

Él cruzó la calle y abrió la puerta de su coche. Era muy pequeño en


comparación con el enorme Mercedes Benz, pero a Marigold, en ese
momento, le pareció el coche más bonito del mundo.

Peter lo puso en marcha sin decir nada y Marigold se volvió para mirarle.

Llegaron al parque y Peter detuvo el coche en un lugar poco frecuentado,


bajo los árboles. Marigold apretó con fuerza las manos.

Peter se volvió hacia Marigold.

—He vuelto.

—Ya lo veo.

—¿Quieres saber por qué?

—¡Por supuesto! Si no es un secreto.

—No es ningún secreto. ¡He vuelto para casarme contigo!

Marigold no podía creerlo.

Sus ojos se encontraron con los de él, y no pudo hablar. Se limitó a mirar a
Peter, a aceptar que estaba allí. Nada más importaba.

Estaban solos en un mundo en el que no había nadie más y durante un buen


rato se limitaron a mirarse.

Peter se movió y ella se arrojó a sus brazos.

—¡Oh, Peter! ¡Oh, Peter!


Marigold lloraba, pero no se daba cuenta. Sólo sabía que era feliz como nunca
en su vida. La desventura de las últimas semanas había desaparecido al fin y
Peter y ella estaban juntos.

Fue Peter quien habló primero. Bajó la vista hacia Marigold, que tenía la
cabeza apoyada en su hombro.

—Así que me has echado de menos.

—Muchísimo. ¿Por qué te fuiste? —preguntó en un susurro.

—Porque te quería.

—Pensé que te había perdido para siempre.

—¡Eso no sucederá nunca!

—Pero no escribiste, no dijiste dónde estabas.

Los ojos de ella se llenaron de lágrimas y Peter, con mucha ternura, la besó.

—Es una larga historia, mi amor. Tengo que contártelo todo. Será mejor que
vayamos a tu casa.

Se dirigieron a Chelsea. Marigold apoyó la cabeza en el hombro de Peter y se


quedó pensativa.

«¡Nada importa, excepto el hecho de que ha vuelto!». Ahora comprendía lo


intrascendentes y superficiales que habían sido las fiestas y diversiones. Ya
que no habían logrado animarla.

—Hemos llegado muy pronto —dijo Marigold cuando estuvieron frente a su


casa—. Supongo que Sally no estará aún en casa.

Subió corriendo la escalera, seguida de Peter, y descubrió que su suposición


era correcta. No había nadie.

Marigold dejó sus cosas sobre una silla, se volvió hacia Peter y le abrazó.

—Así quería que me recibieras. ¿Mi ausencia ha hecho que aumente tu amor
por mí?

—No te burles de mí, Peter.

—No me estoy burlando, te lo aseguro. No sabes cómo he temido perderte.

—Fui una tonta —comentó Marigold—, pero no sabía que te quería tanto.

—¡Oh, cariño!
Se abrazaron, pero tuvieron que separarse, casi contra su voluntad, en el
momento en que Sally entró en la habitación. Ella vio primero a Marigold y
después advirtió la presencia de Peter.

—¡Peter! ¿Cuándo has vuelto?

—Esta tarde.

Sally miró de nuevo a Peter y a Marigold. Su hermana estaba más guapa que
nunca y era evidente su felicidad.

—¡Oh, Sally!

Impulsivamente, Marigold se acercó a su hermana y la besó.

—¿Esto significa…? —preguntó.

—¡Que Marigold se casará conmigo! —contestó Peter.

—Me alegro muchísimo.

—Estoy muy contenta —murmuró Marigold.

—Y eso es todo lo que importa —contestó Sally—. Y tú, Peter, eres


precisamente la persona a quien yo quería ver en este momento.

—¿Por qué? —preguntó Peter.

—Porque he descubierto quién eres.

—Así que ahora te has convertido en detective, ¿eh? —dijo Peter con una
sonrisa—. Yo esperaba que Anne me descubriera tarde o temprano. Pero
nunca pensé que lo harías tú.

—¿De qué estáis hablando?

—¿Se lo dices tú o se lo digo yo? —preguntó Sally a Peter.

—Esperad un momento —intervino Marigold—. Antes de que me digáis nada,


tengo que deciros. Si Sally ha descubierto algo horrible sobre ti, Peter, no me
importa, por malo que sea. Te quiero. Siempre te he querido, aunque fui lo
bastante tonta para no reconocerlo.

—¿Estás segura de eso? —preguntó Peter, conmovido.

—Absolutamente segura. ¡Oh, mi amor! Aunque el mundo entero estuviera


contra ti, no me importaría.

—¿Aunque yo te hubiera engañado?


—Tampoco me importa. No me importa nada, con tal de que me quieras…
siempre.

Peter extendió las manos hacia ella.

—Sabes que te quiero —se acercó a ella y la abrazó—. Ahora, Sally, dile lo que
tienes que decirle.

Sally se echó a reír.

—¡Oh, Peter!, si supieras lo que significa para mí oír a Marigold hablar así.
Me tenía tan preocupada. En cambio ahora ha vuelto a ser feliz. Cuidarás de
ella, ¿verdad?

—¡Claro que sí! —contestó Peter con sencillez—. Ahora, Sally, revélale
nuestro terrible secreto.

—Mejor díselo tú.

A pesar de la actitud y de la risa de Sally, Marigold estaba preocupada.

—En ese caso lo haré yo —dijo él—. Mi nombre completo es Montague


Peterfield Sebastian Fenwick. Horrible nombre, ¿no te parece?

—¿Fenwick? —repitió Marigold—. Ése es el apellido de los duques de Cheyn.

—Vas por buen camino —observó Peter.

—Pero, Peter… entonces tú eres —continuó diciendo Marigold con expresión


desconcertada—, tú eres…

—El nieto de la vieja duquesa —completó Peter—. Muchas veces me he


preguntado cuándo lo descubriría Anne. ¿Cómo lo descubriste tú, Sally?

—He visto una fotografía tuya hoy —contestó Sally—, en uno de los álbumes
de la duquesa.

—¿La tiene todavía? ¡Pensé que la había quemado!

—Por el contrario, la duquesa te ha perdonado. Por eso deseaba tanto verte.


La duquesa va a escribirte.

—¿A escribirme? —repitió Peter—. ¿Qué he hecho ahora?

—Tú nada. Ella está arrepentida y quiere reconciliarse contigo.

—Sally, ¿esto es obra tuya?

—Tal vez tuve algo que ver Peter, quiero que seas bueno con ella.
—No quiero ser bueno con nadie, más que con Marigold. Mi abuela es una
vieja autoritaria. Si todos están dispuestos a obedecerla ciegamente, yo no…

Marigold le miró desconcertada.

—No entiendo nada, Peter. Entonces, ¿no te llama Peter Aird?

—Me bautizaron como Peterfield, junto con todos los demás nombres ridículos
que me convirtieron en el hazmerreír de la escuela. Aird era el apellido de mi
madre. Así que decidió usarlo cuando regañé con la familia de mi padre.

—Cuéntame qué sucedió —suplicó Marigold.

—Será mejor que os cuente toda la historia, pero dejadme encender un


cigarrillo primero.

Marigold se sentó en un sillón y Sally en otro. Peter encendió un cigarrillo y


empezó a hablar.

—Cuando mis padres se mataron en el accidente, yo acababa de incorporarme


al cuerpo de granaderos. Yo era su único hijo, y podéis imaginar lo que sentí
cuando ellos murieron. Fui a ver a mi abuela y le dije que pensaba dejar el
ejército y dedicarme a la construcción de barcos. Mi abuelo materno, Douglas
Aird, tiene un astillero en Escocia, un próspero negocio familiar, y decidí
trabajar allí, realizar un trabajo duro que mantuviera ocupada mi mente. Pero
mi abuela se puso furiosa, aduciendo que siempre había habido un miembro
de nuestra familia en el cuerpo de granaderos y no cedió ni un ápice, ni yo
tampoco. Reñimos y al final le dije que iba a vivir mi propia vida. Me fui con
mi abuelo materno y le conté lo sucedido. Pensó que me sentaría bien trabajar
y me colocó en un puesto modesto en el astillero, para que aprendiera desde
abajo. Yo estaba tan furioso con mi abuela, que le convencí para que me
dejara cambiar de nombre. Me hice llamar Peter Aird y empecé a trabajar
duro de verdad. Llevaba un año en Escocia, cuando estalló la guerra. Me
llamaron a filas inmediatamente. Luché por Francia, volví sano y salvo de
Dunquerque y me mandaron después al frente de Italia. Pero tuve la mala
suerte e ser herido.

—¿Te hirieron? —preguntó Marigold alarmada—. ¿Por qué no me lo habías


dicho?

—No fue nada grave —contestó Peter—, después de un tratamiento, me


dieron de alta en el hospital, pero de baja en el ejército. Eso me enfureció al
principio, pero como me sentía agotado y quise darme tiempo para pensar las
cosas antes de decidir qué hacer. Mi abuelo necesitaba ayuda en el astillero e
insistió en que me pusiera a trabajar con él, pero yo no accedí.

Peter hizo un gesto de desagrado y después continuó diciendo:

—Su reacción fue parecida a la de mi abuela: amenazó con desheredarme, lo


cual no me preocupó, pues tenía mi pequeña pensión del ejército y un poco de
dinero en el banco. Siempre se me había dado bien dibujar, de modo que
alquilé un estudio en Chelsea y empecé a hacer ilustraciones para todo aquel
que me las solicitaba. Tuve oportunidad de pensar, de reflexionar acerca de
mi vida. Y entonces conocí a Marigold.

Avanzó hacia Marigold y la cogió de la mano.

—Comprendí en aquel momento lo que quería —dijo—, y me di cuenta


también, de lo que había estado esperando todos esos años: alguien por quien
trabajar, alguien para quien forjar un futuro.

—¡Oh, Peter! —exclamó Marigold casi sin aliento—. ¿Te enamoraste de mí a


primera vista?

—Sí. Tú eras todo lo que yo había soñado en una mujer.

Suspiró profundamente y al recordar que Sally estaba allí, continuó su


historia:

—Cuando me marché de aquí, me fui a Escocia y pedí perdón a mi abuelo. No


fue fácil, no obstante, logré convencerle de que no sólo estaba arrepentido de
lo que había hecho en el pasado, sino que tenía grandes ambiciones para el
futuro. Me ha perdonado, sin embargo, no quiero que Marigold una su vida a
la mía creyendo que todo va a ser fácil. Tengo que trabajar mucho, y en los
primeros años quizá apenas tengamos dinero, pero me gusta hacer barcos, y
es un buen negocio.

—Ya no tengo miedo a la pobreza —declaró Marigold con humildad—, si estoy


a tu lado. En el pasado dije muchas tonterías, Peter, pero he recobrado la
cordura y ahora sé que lo único que quiero es a ti. Trabajaré a tu lado. No me
importará nada, mientras estemos juntos.

—Siempre lo estaremos —repuso Peter con gentileza y se volvió hacia Sally—.


Ésa es mi historia. ¿Me perdonas?

—No tengo nada que perdonarte, Peter —contestó Sally—, pero sí quisiera
que te reconciliaras con la duquesa.

—¿Para qué? Podemos pasar sin ella. No la necesitamos.

—Ella te necesita a ti, Peter. Ya es una mujer muy anciana y no moriría


tranquila si no se reconcilia contigo.

—No creo que estés hablando de mi abuela. Mi abuela es una mujer muy
testaruda, que no se va a morir nunca.

—Ha envejecido mucho y su salud es quebradiza. Debes recordar, Peter, que


amó profundamente a tu padre. El amor afecta a las personas de formas muy
diferentes. Tú y Marigold lo habéis descubierto ya y tal vez descubráis otras
cosas sobre el amor, cuando tengáis hijos.

Marigold apretó la mano de Peter.


—Sally tiene razón, Peter. Debes reconciliarte con la duquesa.

—Si tú lo quieres lo haré —contestó Peter.

—Por supuesto que lo quiero —afirmó Marigold—. Además, deseo que sepa
que nos queremos.

—Iremos a verla juntos. Pediré perdón y haré que me acepten de nuevo en el


seno de la familia.

—¡Qué divertido es pensar que voy a formar parte de la familia de la duquesa!


—exclamó Marigold sonriendo—. Todos me agradan mucho, la duquesa más
que ninguno.

—A mí me inspira terror —replicó Peter con una sonrisa maliciosa—. Tendrás


que protegerme de ella.

—¡Cobarde! —dijo Marigold en broma—. El duque es un encanto…

—Él se pondrá muy contento —dijo Sally—. Era quién tenía más interés en la
reconciliación.

—Tío Stebby es un buen hombre —comentó Peter—. Nunca olvidaré que fue
conmigo cuando mis padres murieron.

—Estaba pensando —dijo Sally—, que es gracioso: tú serás duquesa algún día,
pero… era Anne quien quería casarse con un duque.

—¿Qué dices? ¿Yo… duquesa? —exclamó Marigold y miró a Peter con


expresión acusadora—. No me digas que eres el heredero. No soportaría ser
duquesa… me aterroriza pensarlo.

—No creo que a ti te aterrorice nada —contestó Peter—. Además, vas a ser la
duquesa de Cheyn más guapa y atractiva.

Se inclinó y le besó en la frente y ella apoyó la cabeza en su hombro.

—No me importa si soy duquesa o mendiga —murmuró—, si puedo casarme


contigo.

—De eso puedes estar segura. Vas a casarte conmigo, y pronto.

—¿Cuándo? —preguntó Sally.

—Mañana… pasado, a lo sumo —contestó Peter.

—¡Oh, no, no tan pronto! ¡Necesitamos tiempo! —dijeron las dos chicas a la
vez.

—¿Tiempo? ¿Para qué?


—¡Para preparar la boda de Marigold! —contestó Sally.

—¡Tonterías! Marigold tiene toda la ropa que necesita.

—Pero debe ver primero a la familia… —sugirió Sally.

—Eso llevará mucho tiempo —replicó Peter.

—Se me ocurre una idea —exclamó Sally—. Id primero a ver a la duquesa y


también al duque, si está en Londres. Después, podéis ir a Cornwall y casaros
allí.

—Creo que es una idea maravillosa —exclamó Marigold.

—Me parece perfecto —aprobó él.

—Todo está arreglado —dijo Sally feliz—. Pero no vayáis mañana. Sería
demasiado pronto. Debo instalar a Anne y encontraros alojamiento. Además,
debes dar a tu familia, Peter, la atención que esperan de ti. Ellos querrán
verte y conocer a Marigold.

—Llegaremos pasado mañana, entonces —le prometió Peter.

—Ninguno de mis vestidos es propio para una boda —protestó Marigold.

—Nadine te conseguirá uno —le prometió Peter.

—¿Nadine? ¡Bah!, ella me odia. Por cierto, Peter, ¿qué significa ella para ti?

—Supongo que será mejor que te diga la verdad —contestó Peter con una
sonrisa—. Nadine es hija de la mejor amiga de mi madre. Nos veíamos con
frecuencia cuando éramos pequeños y creo que nuestras madres soñaban con
que nos casaríamos algún día. Cuando el padre de Nadine se arruinó, ella
tuvo que trabajar con Michael Sorrell. Seguí viéndola, porque se sentía sola y
desdichada y se encariñó conmigo.

—Esté enamorada de ti —señaló Marigold en tono acusador.

—No creo que llegue a tanto —protestó Peter—. Yo la miro como a una
hermana… nada más. Ella ha hecho lo que le he pedido y por eso no
descubrió mi identidad, ¿no es cierto, Marigold?

—Así es. De cualquier modo, sigo pensando que me odia.

—Eso ya no importa ahora —insistió Peter.

—Supongo que no —contestó Marigold—. Nada importa; sólo nosotros.

—¿Somos muy egoístas, Sally? —preguntó Peter.


—Tenéis derecho a serlo —contestó Sally—. Y ahora, debéis perdonarme, pero
tengo que ir a hacer mi equipaje.

Entró en el dormitorio y empezó a preparar las cosas que necesitaría en


Cornwall.

Oyó a Marigold y a Peter hablar en voz baja y aunque no entendía lo que


decían, sus voces expresaban tanta felicidad que era indudable que estaban
hablando de su amor.

Cuando terminó de hacer el equipaje, Peter y Marigold la llevaron en el coche


al apartamento del señor Dunstan. Sally se despidió de ellos y prometió tener
todo arreglado cuando llegaran, dos días después.

—Cuídala mucho, Peter —advirtió Sally.

Marigold abrazó a Sally y murmuró:

—Soy yo quien va a cuidar de él. ¡Oh, Sally!, soy tan feliz.

Cuando Sally llegó al apartamento, Elaine ya la estaba esperando en el


vestíbulo.

—Señorita Granville, estoy muy emocionada. Y mire, papá me ha regalado una


carpeta.

Elaine le enseñó una carpeta de cuero de color rosa, con sus iniciales
grabadas en letras de oro.

—¡Es preciosa! —exclamó Sally—. ¿Has cenado ya?

—Todavía no. Papá dijo que le avisáramos en cuanto usted llegara.

En ese momento salió Robert Dunstan de su despacho.

—Buenas noches, señorita Granville —la saludó—. Aquí tengo ya los billetes, y
yo mismo las llevaré a la estación.

—Es muy amable de su parte —dijo Sally.

Entraron en el comedor y mientras cenaban, Robert Dunstan preguntó:

—¿Puedo ir a verlas pasado mañana?

—Pasado mañana va a ser un día un poco agitado —contestó Sally y les habló
del compromiso de Marigold con Peter.

—¡Oh! ¿Y van a casarse mientras estamos allí? —exclamó Elaine—. ¡Qué


emocionante! ¿Puedo ser dama de honor? Por favor, señorita Granville,
pregunte a su hermana si puedo serlo.
—No creo que vaya a ser una boda tan elegante como para eso —contestó
Sally, y al ver la desilusión de la niña, dijo—: bueno, les preguntaremos. De
cualquier modo, sube a decirle a Nanny que prepare también tu vestido de
fiesta.

—Se lo diré ahora mismo —asintió Elaine, y salió corriendo.

Sally y Robert Dunstan se quedaron solos.

—¿Cree que tendré alguna posibilidad?

—Quisiera poder decirle que sí —repuso Sally—, pero no lo sé.

—¿No considera inoportuno que yo, un extraño, vaya a verlas cuando están
teniendo todas esas celebraciones familiares?

—¡Claro que no! Deseamos de verdad que usted venga también.

—¿De veras? —preguntó él.

—Espero que Anne llegue a quererle y que sea usted parte de la familia —dijo
—, y yo le ayudaré en todo lo posible.

—Gracias, Sally —contestó—. Es usted una persona maravillosa.


Capítulo 10

Anne estaba en el jardín, sintiendo que la suave brisa marina acariciaba sus
mejillas.

«Es extraño, cómo han resultado las cosas… siempre sucede lo increíble,
cuando uno menos lo espera», pensó.

Casi no podía creer lo ocurrido. Parecía como si no se hubieran ido nunca,


como si su viaje a Londres hubiera sido un sueño. Pero no era un sueño.
Había sido una gran experiencia, y aunque a ella le había desilusionado ver
que la vida de la aristocracia no era como la imaginaba, había recibido
también una importante lección.

Durante toda su vida había huido de la enfermedad, del sufrimiento, de


cualquier inquietud que pudiera alterar sus emociones.

Había querido vivir como en un cuento de hadas alejada de los sentimientos


de los demás seres humanos.

Ahora, por fin, pensaba de manera diferente.

Recordaba cuando la cambiaron de habitación en el hospital. Había tratado


de resistir la tentación de pedirle a David que la llevara de nuevo a una
habitación individual.

Pero gradualmente, empezó a dejar de odiar a la gente que la rodeaba y a


interesarse por ella.

Cuando escuchó las historias de las otras pacientes, en lugar de sentirse


horrorizada, se avergonzó; había empezado a querer a aquellas personas.

La barrera que se había interpuesto entre ella y los demás, y que le impedía
dar y recibir cariño, había desaparecido.

Anne volvió la mirada hacia la vicaría. Le pareció que simbolizaba lo que


había empezado a comprender desde entonces, ya que, aunque era fea y
ruinosa en lo exterior, parecía rebosar amor y simpatía hacia todas las
personas que en ella vivían.

La llegada de Sally interrumpió sus reflexiones.

—Te he traído un vaso de leche —dijo.

—¿Otro vaso de leche? —protestó Anne—. Voy a engordar mucho si sigo así.

—El médico dijo que tendrás que engordar —señaló Sally.


—No tengo ganas de discutir —sonrió Anne—. Estaba pensando en lo feliz que
me siento de estar otra vez en casa.

—Es maravilloso, ¿verdad? Marigold se podrá muy contenta también. Acabo


de recibir un telegrama de Peter. Llegarán a las seis y media
aproximadamente. Vienen en coche.

—¡Cómo se va a sorprender de encontrarnos aquí, en la vicaría!

—Estoy ansiosa de ver la cara que pone. Ahora mismo estaba escribiendo una
carta al vicario, diciéndole lo agradecidas que le estamos. Ha sido muy
amable al dejarnos la casa.

—Anoche comprendí que sus muebles son casi tan feos como los nuestros.

—¡Oh, Anne! —protestó Sally—. Siempre pensé que todo lo que teníamos era
perfecto.

—Sí, no lo dudo. Siempre has sido una sentimental, Sally.

—¿Es un sentimentalismo que yo ame mi hogar? Cuando el nuevo vicario llegó


ayer por la mañana y me preguntó si queríamos quedarnos aquí mientras él y
su esposa se iban de vacaciones, tuve que hacer un esfuerzo para no besarle.

—¡Sally, le hubieras horrorizado!

—No lo creo. Pienso que él comprendió lo que su ofrecimiento significaba


para mí, porque me quedé con la boca abierta y tan impresionada que no
pude hablar.

—Creo que el vicario y su esposa fueron muy amables —contestó Anne—. ¿Va
a utilizar Marigold su viejo dormitorio?

—Por supuesto. Y Peter ocupará el cuarto de huéspedes.

Anne se tomó la leche y Sally cogió el vaso vacío.

—Me voy a la cocina —dijo—, porque tengo que terminar de hacer la cena de
esta noche. Elaine me está ayudando y está disfrutando muchísimo. Nunca le
habían dejado hacer nada en la cocina.

—La vas a convertir en una gran cocinera antes de que volvamos a Londres —
dijo Anne sonriendo.

—Creo que es parte importante de su educación. Por cierto, no sé si te lo he


dicho, el padre de Elaine llega esta tarde.

—¿El señor Dunstan? —exclamó Anne asombrada—. ¡Dios mío! ¿Y qué viene a
hacer aquí?

—A ver a Elaine, supongo. Por favor, sé amable con él y trata de entretenerle


mientras yo termino de hacer la cena.

—Haré lo posible. Él no va a hospedarse aquí, ¿verdad?

—¡Oh, no! Le he reservado una habitación en un hotel de St. Ives. No creo


que vaya a quedarse mucho tiempo, pero cenará esta noche con nosotros.

—Va a ser una cena muy concurrida. ¿Me avisarás cuando llegue?

—Lo haré —prometió Sally y se marchó a toda prisa.

Anne cerró los ojos, al momento se quedó dormida.

De pronto se despertó con la sensación de que alguien estaba cerca y cuando


abrió los ojos vio a Robert Dunstan sentado en el césped. Por un momento
casi no le reconoció, pues su aspecto era muy diferente al de costumbre.

Al principio no comprendió cuál era la diferencia, hasta que recordó que


siempre le había visto elegantemente vestido y ahora vestía con ropa de
sport.

No la estaba mirando cuando ella abrió los ojos.

Ella tuvo la oportunidad de mirarle sin que él la observara. Era más joven de
lo que había pensado y más atractivo. De repente él se volvió hacia Anne.

—No la he despertado, ¿verdad? —preguntó en voz baja.

—¿Cuánto tiempo hace que está aquí?

—Un rato. Su hermana me dijo que le encontraría en el jardín. Estaba


dormida cuando llegué.

—Lo siento.

—¿Por qué? He estado muy bien a su lado, esperando que despertaría.

—Es un lugar muy agradable, ¿verdad? ¿Le dijo Sally que ésta era nuestra
casa hasta que nos mudamos a Londres?

—No sé cómo pudieron abandonarla.

—Estábamos tan ansiosas de irnos —repuso Anne con su dulce voz—, como
ahora lo estamos de volver.

—Lo entiendo —dijo Robert Dunstan—. Yo tengo una casa, también. Me


gustaría que la viera. Nunca ha sido mi hogar, pero un día quiero
establecerme en ella.

—¿La ha comprado?
—¿Puedo contarle lo que sucedió?

—Hágalo por favor.

—Un día iba sólo en mi coche. Me sentía muy desdichado. Llegué a una
carretera local por la que no circulaba ningún otro vehículo. Tomé una
desviación que había a la derecha, de pronto el camino se cortó y llegué a
unas rejas donde un letrero descolorido anunciaba que la casa se vendía.
Estaba muy descuidado, como si nadie se hubiera ocupado de él durante años.

Robert Dunstan suspiró.

—Era una casa vieja —continuó diciendo—, y estaba en muy malas


condiciones, pero comprendí, desde el momento en que la vi que era la casa
que me haría feliz. Entré por una ventana que estaba abierta, la recorrí y me
gustó. Antes de una semana Cuatro Altillos era mía.

—¿Así se llama la casa? —preguntó Anne—. ¡Qué nombre tan bonito!

—Ha sido llamada así durante años y presiento que en todo este tiempo ha
sido una casa feliz. Ahora está vacía… esperando.

—¿Nunca ha vivido allí?

—No ha llegado el momento adecuado de hacerlo.

—¿A qué se refiere?

—Eso es lo que quería decirle. Siempre he sabido que no podía vivir solo allí.
No es una casa para un hombre solo. Es una casa para dos personas que
deseen compartirlo todo, que aspiren a construir, dentro de sus muros, los
cimientos de una vida más plena, más feliz.

—Es triste pensar que esa casa está esperando por usted.

Al decir eso los ojos de Anne se encontraron con los de Robert Dunstan. Por
un momento él guardó silencio y Anne tuvo la sensación de que ella también
estaba esperando que algo transcendental sucediera en su vida, Robert
Dunstan se pudo de pie.

Con mucha lentitud, se inclinó hacia adelante y cogió una de las manos de
Anne.

—Anne —dijo con un tono de voz que logró emocionarla—, tengo miedo.

—¿Miedo? —musitó ella.

—Sí. Miedo. He sido tan desgraciado durante toda mi vida, que llegué a creer
que nunca habría nadie para mí más que desdicha. Ahora me pasa como al
hombre que ha estado tanto tiempo en la oscuridad, que teme descubrir, al
abrir los ojos, que la luz del sol es sólo un espejismo creado por su
imaginación.

Anne se quedó inmóvil.

—Soy una persona muy aburrida, Anne —continuó él después de un momento


—. Me conozco a mí mismo. Lo único que sé es cómo hacer dinero. Pero el
dinero es muy aburrido si uno no tiene con quién compartirlo, no con quién
gastarlo.

Se hizo un prolongado silencio. Anne se dio cuenta de que los dedos de él


acariciaban los suyos y le oyó decir con una voz extrañamente ronca:

—Eres tan bonita… que tengo miedo de decir más, por temor a que me digas
que me vaya.

Por fin Anne comprendió lo que significaba, no sólo amar a una persona, sino
ayudarla y consolarla.

Deseaba abrazar a Robert Dunstan, borrar de sus ojos el dolor de las


experiencias pasadas e infundirle esperanzas para el futuro.

Pero, era tímida y no pudo hacer ninguna de esas cosas, se limitó a agarrar
con fuerza su mano.

Se quedaron en silencio, mientras ella buscaba con desesperación las


palabras que pudieran expresar sus sentimientos. Robert no la estaba
mirando.

No la había mirado desde que empezó a hablar de sí mismo. Tenía la vista fija
en la blanca mano de Anne.

Por fin levantó la vista y advirtió que los ojos de Anne estaban llenos de
lágrimas y que sus labios temblaban.

—¡Dios mío! —exclamó consternado—. ¿Qué he hecho, qué he dicho que te ha


hecho tanto daño?

Anne pudo por fin hablar.

—No me has hecho daño —murmuró—, me has conmovido. Siento tanto lo que
te ha pasado. Quiero hacerte feliz.

Por un momento Robert se quedó mirándola, como si no pudiera creer lo que


había oído. Levantó la mano de ella hacia sus labios.

La besó con suavidad, temeroso de perder el control y de permitir que sus


emociones le dominaran.

Las lágrimas de Anne se deslizaron por sus mejillas y Robert, se las secó con
un pañuelo.
—Esto no es bueno para ti, considerando que has estado enferma —observó él
—, hablaremos de ello más tarde. Es decir, si tú quieres.

Anne le acarició la mano.

—Quiero hacerlo ahora mismo —dijo.

Peter se puso de pie, con una copa de champán en la mano.

—Creo que este momento requiere un brindis —dijo mirando a su alrededor—.


¡Brindo por todos nosotros! Porque encontremos la felicidad y, sobre todo,
brindo por Sally, porque la queremos mucho.

Los demás, que le habían estado mirando, se volvieron hacia Sally y,


levantando sus copas, dijeron:

—¡Por Sally!

Sally se ruborizó y sus ojos se llenaron de lágrimas.

—Gracias, pero no debíais brindar por mí, sobre todo esta noche.

—¡Claro que sí! —exclamó Marigold—. Si no hubiera sido por ti, no habría
conocido a Peter.

—Nosotros podemos decir lo mismo, ¿verdad? —preguntó Robert mirando a


Anne con adoración.

—Así es —contestó Anne—. Todo te lo debemos a ti, Sally. ¡Gracias!

Sally se puso de pie.

—Me vais a hacer llorar —dijo—. Vamos a quitar la mesa y a poner todos los
platos en el fregadero. No es necesario que los freguemos. La señora Barkus
prometió que vendría mañana a recoger la cocina.

—¡Menos mal! —exclamó Marigold.

—¿No te gusta fregar platos? —preguntó Peter asombrado.

—No, lo odio.

—¡Dios mío! —exclamó él en broma—, empiezo a sospechar que he hecho una


mala elección.

Marigold siguió la broma.

—Sé muy bien que te gustaría que yo dijera que por ti no me importa fregar
platos, pero no voy a hacerlo.
—Tal vez al principio podamos permitirnos una doncella, si no cuesta mucho
—concedió Peter.

—Que fregará todos los platos. ¡Oh, bueno, eso es mejor que nada!

Sally sonrió al oír esas bromas. Peter le había dicho a ella que las cosas no
eran tan difíciles como suponía Marigold.

—En realidad —le dijo Peter en tono confidencial—, mi abuelo no ha regalado


una preciosa casa. Está a unos treinta kilómetros de Glasgow, en el campo y
da a los astilleros. Sé que Marigold va a ser muy feliz.

El amor de Marigold y Peter contrastaba con el que existía entre Anne y


Robert, pero Sally, sin embargo, se sentía también muy feliz con respecto a
ellos.

Anne nunca se habría conformado con un hombre normal. Siempre había


querido algo más, algo diferente. Lo había encontrado en Robert Dunstan.

Se sentía muy contenta al ver a sus hermanas, pero estaba preocupada por
David.

Todos le ayudaron a quitar la mesa.

—Me siento perezosa esta noche —comentó Sally con una sonrisa—, y no
quiero que se manche el vestido.

—Tienes que tener mucho cuidado con él —dijo Marigold—. Recuerda que es
el que vas a llevar el día de mi boda.

Era un vestido precioso que Marigold se había comprado hacía algún tiempo
en la tienda de Michael Sorrell, cuando las modelos habían podido adquirir a
buen precio los excedentes de la venta de verano.

Marigold había elegido un vestido de fiesta de gasa azul pálido, pero, cuando
llegó a casa, se dio cuenta de que el color no le sentaba bien e hizo que Sally
se lo probara.

El color era ideal para Sally.

—Estás preciosa, Sally —había exclamado Marigold—. Ni el mismo Michael


Sorrell podía haber diseñado un vestido mejor.

—Pero ¿cuándo voy a usarlo? —suspiró Sally.

—¡Oh, ya habrá alguna ocasión! —había dicho Marigold y Sally lo había


colgado en su armario, pensando que su hermana era demasiado optimista.

Sin embargo, ahora resultaba el vestido perfecto para la boda de Marigold.

Esa noche Sally había sacado el vestido para ver qué complementos
necesitaría el día de la boda.

—Póntelo esta noche —dijo Marigold—. Anne y yo también nos vestiremos de


fiesta. He traído todos mis vestidos, así que puedo prestarle uno a ella.
Después de todo, es nuestra fiesta de compromiso.

—Anne debe irse a la cama temprano —había dicho Sally, pero Anne protestó.

—Me siento ya bien —insistió.

Sally tuvo que reconocer que Anne parecía una persona diferente, estaba
mucho mejor.

Había hablado a los hombres de la fiesta, así que Peter compró langosta para
la cena y Robert insistió en llevar champán.

—¡Qué alegres nos hemos vuelto! —había comentado Sally, mientras daba los
últimos toques a la cena.

—El nuevo vicario se sorprendería si supiera qué excitación reina ahora en su


casa —rió Marigold.

—Creo que se alegraría mucho —comentó Sally—. Es un hombre muy amable.


Ya ves qué amable fue al prestarnos la casa. No dejo de pensar que, en
cualquier momento, vamos a oír la voz de papá que nos llama —añadió con
suavidad—. Y cada vez que paso por la puerta del despacho pienso que se va a
abrir y que él va salir preguntándome en dónde ha puesto sus gafas.

—Cómo quisiera que papá estuviera aquí para celebrar la boda —suspiró
Marigold—. Pero como eso no puede ser, podemos invitar al viejo vicario de
St. Ives, amigo de papá, para que la celebre él.

—Sí asintió Sally. —Todo ha salido muy bien.

Se detuvo un momento y miró hacia la puerta de la cocina. Estaban solas. Los


hombres se encontraban en el comedor, ocupados poniendo la mesa. Nadie
podía oírlas. En voz baja, Sally preguntó:

—Marigold, ¿qué me dices de David? Estoy preocupada por él.

Su hermana se encogió de hombros.

—¡Pobre David! Pero yo nunca le di esperanzas. Él supo desde el principio


que no le quería.

—¿Sabes que llega mañana?

—Sí, y no me gusta la idea. ¿Cómo consiguió el permiso?

—Le llamé por teléfono desde la estación, antes de salir de Londres. Quería
hablarle sobre ti. Pero, antes de que pudiera decir nada, exclamó: «¡Me
alegro de que llames, Sally! Te tengo buenas noticias: Sir Hubert ha sido
invitado por el Instituto Roosevelt a ir a Estados Unidos y me ha pedido que le
acompañe. Quiere que me quede allí, como representante británico, cuando él
regrese, lo cual, desde luego, es una gran oportunidad». Yo le felicité, y él
añadió: «No tan deprisa, no he decidido nada todavía. Quiero hablar con mi
padre acerca de ello, así que he pedido una semana de permiso en el hospital.
Dentro de dos días iré al pueblo», y colgó, sin darme la oportunidad de
hablarle de ti.

Marigold volvió a encogerse de hombros.

—Si David se va a Estados Unidos —dijo—, no tendrá que preocuparse ya por


mí.

—Yo no estaría tan segura de ello.

—Yo no puedo hacer nada —repuso Marigold—. Sally, ¿le dirás lo de Peter y
yo, verdad? No soporto reproches y recriminaciones.

Sally no contestó y Marigold supuso que asentía.

—Gracias —dijo sonriendo y salió de la cocina.

Subió a dar las buenas noches a Elaine. La niña había subido protestando,
diciendo que no tenía sueño, pero Sally la encontró profundamente dormida.
La arropó con ternura y volvió a bajar.

De pronto sintió deseos de pasear y salió al jardín.

Cruzó el jardín y se dirigió hacia la playa. Se sentó en la arena a la luz de la


luna y se quedó pensativa.

Tenía la sensación de que su padre estaba junto a ella. Podía sentir su


presencia.

«¿No te alegras por las chicas, papá?», preguntó y a Sally le pareció que él se
interesaba por ella, por su futuro.

Sally sabía que, tarde o temprano, debía preguntarse eso a sí misma, pero
temía la respuesta.

No quería pensar en la soledad que la esperaba, cuando se enfrentara al


futuro sin la compañía de Anne y Marigold. ¿Qué haría? ¿A dónde iría?

De pronto, tuvo miedo.

«¡Papá, ayúdame!», imploró y en ese momento no se sintió sola. Levantó la


vista y vio que alguien se acercaba a ella.

Era un hombre y pensó que tal vez Peter, o Robert, habían ido a buscarla.
Levantó la mano a modo de saludo y advirtió con asombro que se trataba de
David.

—¡David! —exclamó.

Él se acercó más, hasta que estuvo a su lado. Sally levantó la vista y sonrió. El
rostro de él, a la luz de la luna, tenía una extraña expresión. David se quedó
mirándola y ella pensó que alguien ya le había hablado de la boda de
Marigold.

—Te esperábamos mañana —dijo Sally en voz alta.

—Lo sé —contestó él—, pero un amigo mío venía en avión hasta aquí y me
vine con él. Salimos de Londres hace apenas un par de horas. Me ahorré el
largo viaje en tren.

—¿Cómo sabías que yo estaba aquí?

—Fui a casa de la señora Barkus y ella me dijo que estabais en la vicaría.


Toqué el timbre, pero nadie me abrió, así que entré por el jardín y vi a los
demás por la ventana. Tú no estabas allí y pensé que era aquí dónde te
encontraría.

—¿No hablaste con los demás? —preguntó Sally.

David negó con la cabeza y Sally respiró aliviada.

—Ven y siéntate, David. Quiero hablar contigo.

Por un momento él no se movió.

—Estás diferente, Sally —contestó—. Pensé que no eras real, cuando te fi en


el primer momento. Parecías haber salido de una de las leyendas de hadas
sobre las que escribía tu padre.

—Así me siento esta noche —contestó Sally—. De cualquier modo, tenemos


que hablar, David.

David se sentó frente a ella.

—Tengo algo que decirte —empezó Sally, titubeante—. Es sobre Marigold.

—¿Que se va a casar con Peter Aird? Los vi juntos hace un momento.

—Sé que te va a doler, David, pero ella le quiere y él a ella. Se van a casar
dentro de unos días.

—¡Magnífico! Ésa es una noticia espléndida.

Sally le miró asombrada, advirtiendo la sinceridad de su voz.


—Pero, David… —exclamó.

—Sí, ya sé lo que vas a decir —sonrió David—. Mi atracción por ella terminó
hace mucho tiempo.

—Entonces, ¿no te importa? —exclamó Sally—. ¡Oh, David, cuánto me alegro!


No sabes lo preocupada que estaba por ti.

—¿De veras? ¿Por qué?

—Porque no quería que te sintieras desdichado. Siempre pensé que Marigold


no era la muchacha adecuada para ti, pero tú la querías y, por ti, esperaba
que las cosas hubieran salido bien.

¿Es que nunca dejas de pensar en los demás? —preguntó David.

—¿Por qué iba a dejar de hacerlo? —replicó Sally—. Sobre todo cuando se
trata de la gente que quiero.

De pronto David se inclinó hacia adelante, y cogió la mano de Sally.

—Escucha, Sally. Creo que debo explicarte las cosas. Desde que éramos
niños, vosotras tres habéis formado parte de mi vida. Luego, cuando
crecimos, me imaginé que estaba enamorado de Marigold, pero ella, al
empezar a descubrir el poder de sus encantos, me consideró un fastidio e hizo
lo posible por menospreciarme. Creo que a mí me atraía y me intrigaba su
indiferencia y pensé que eso era amor.

Sally quiso liberarse de la mano de David, pero él no la soltó.

—Quiero contarte todo esto, Sally, porque necesito que comprendas muchas
otras cosas. Yo todavía seguía pensando que estaba enamorado de Marigold
cuando tú y yo tuvimos esa conversación sobre ella. Fue una época rara para
mí. Mi vida estaba cambiando en todos los sentidos. Estaba muy emocionado
con mi trabajo, y atribuí los extraños sentimientos que me invadían a que
estaba enamorado.

—¿Y no estás ahora? —preguntó Sally.

—Pronto empecé a comprender la verdad —repuso David—. Pensaba, no en


Marigold, sino en ti. Cuando tenía casos que me preocupaban, solía
preguntarme: ¿Cómo trataría Sally a esta persona? ¿Cómo salvaría a este
niño, o cómo infundiría a este anciano ganas de vivir? En todas las decisiones
difíciles estabas tú, a mi lado, apoyándome y alentándome. Fue entonces
cuando me di cuenta de que siempre habías estado allí y de que eras, no sólo
parte de mi vida, sino de las cosas fundamentales en las que creo.

Sally le miró sorprendida y él añadió:

—Parece una excusa decir que yo era demasiado joven para darme cuenta,
pero es la verdad.
Sally dirigió la vista al mar. Él la miró y siguió hablando.

—Te preguntarás por qué no te había dicho esto antes —continuó David—:
pero, no se había presentado la oportunidad de hacerlo. Sabía ya la verdad
antes de que Anne cayera enferma, pero creo que lo comprendí sin lugar a
dudas la tarde en que te dejé de pie en mi despacho del hospital,
contemplando el cuadro de mi padre. Entonces, pensé Sally, de que tú eras mi
vida… hasta el punto de que no puedo concebir la existencia sin ti.

David miró a Sally con ansiedad antes de continuar:

—Cuando por fin comprendí lo que significabas para mí, creo que en ese
momento aumentó mi amor hacia ti, y te quise, Sally, como no he querido a
nadie antes en mi vida.

De nuevo Sally hizo un leve movimiento y sus dedos temblaron entre los de él
y ahora volvió el rostro hacia David.

Él no pudo interpretar su mirada. La miró a los ojos y entonces añadió:

—Antes de que respondas nada, Sally, hay algo que debo explicarte. Te dije
por teléfono que sir Hubert me pidió que fuera con él a Estados Unidos. He
pensado muy bien las cosas y voy a rechazar su oferta.

—¿A rechazarla? —preguntó Sally en voz muy baja.

—Sí, Sally. ¿Sabes? Creo que al fin sé lo que quiero hacer, ahora y en el
futuro. No deseo la fama, ni me interesan las investigaciones que estaba
realizando con sir Hubert. Quiero, en cambio, dos cosas, practicar mi
profesión donde pueda ayudar a la gente a recuperar la salud y casarme
contigo. Pertenezco a este lugar, Sally. Aquí está la gente que conozco y que
quiero; la gente que en el futuro confiará en mí, como ha confiado siempre en
mi padre. Puedo ayudarle a él, pero ya se está haciendo viejo, e irme
preparando para sustituirle algún día.

Ella estaba muy conmovida.

—Eso es lo que quiero del futuro. Sally, y sólo puedo conseguirlo si tú estás a
mi lado para guiarme, para ayudarme como lo has hecho siempre. Ahora, todo
depende de ti.

David se calló entonces y los dos se quedaron en silencio.

Estaban solos en un mundo tan maravilloso que sus ojos parecían


deslumbrados ante su belleza.

Con lentitud, David se puso de pie y se acercó a Sally, ayudándola a


levantarse.

La cogió de la barbilla y le levantó la cabeza para mirarla a los ojos, pero no


pudo comprender qué encerraba su mirada.
—Sally —dijo por fin—. ¡Dime algo!

—¡Oh, David!

Él no pudo oír lo que ella dijo y cuando inclinó la cabeza para oírla mejor,
Sally habló con voz firme y valerosa, animada por su profunda fe en sí misma.

—¡Por supuesto que haré lo que tú quieras! Te quiero, David, siempre te he


querido.

Él la miró sin atreverse aún a estrecharla entre sus brazos.

—¿Siempre? —preguntó él con voz temblorosa.

—Siempre —contestó ella—. Desde que era pequeña te he querido. Nadie lo


sabía, excepto mi padre. ¡Cuánto debe alegrarse de que nosotros nos
hayamos encontrado por fin!

David entonces la abrazó con delicadeza.

—Mi amor, mi dulce amor, ¡qué ciego he estado! Pero te quiero, preciosa mía,
y te haré feliz.

La abrazó, la besó apasionadamente una y otra vez.

David levantó la cabeza. Ella estaba en sus brazos, radiante de felicidad. Le


miraba con adoración, deseando sus besos.

—¡Oh, Sally, Sally, Sally! —exclamó David emocionado.

FIN
BARBARA CARTLAND nació el 9 de julio de 1901 en Kings Norton, Lancaster,
Inglaterra y se crió en Edgbaston, Birmingham, como única hija, e hija mayor
de un oficial de la armada británica, el mayor Bertram Cartland y de su
esposa Mary (Polly), Hamilton Scobell. Su familia era de clase media. Su
abuelo, James Cartland, se suicidó.

Su padre murió en una batalla en Flandes, Bélgica, durante la Primera Guerra


Mundial. Su enérgica madre abrió una tienda de ropa para mantener a
Barbara y sus dos hermanos, Anthony y Ronald, ambos muertos en batalla en
1940, durante la Segunda Guerra Mundial.

Barbara fue educada en Malvern Girl’s College y en Abbey House, una


institución educativa de Hampshire. Después fue periodista de sociedad y
escritora de ficción romántica. Cartland admitió que la inspiró mucho Elinor
Glyn, una autora eduardiana, a la que idolatró y llegó a conocer.

Fue una de las escritoras anglosajonas con más éxito de novela romántica.
Era toda una celebridad que aparecía con frecuencia en televisión, vestida de
color rosa de la cabeza a los pies y con sombreros de plumas, hablando del
amor, el matrimonio, la política, la religión, la salud y la moda. Criticaba la
infidelidad y el divorcio, e iba en contra del sexo antes del matrimonio.

Trabajó como columnista para London Daily Express y publicó su primera


novela Jigsaw en 1923, que fue superventas. Comenzó a escribir piezas
picantes, como Blood Money (1926).

Barbara Cartland entró en el Libro Guinness de los récords como autora más
vendida del mundo en el año 1983. Sus 723 obras han sido traducidas a más
de 36 idiomas, y según la propia autora, escribía a razón de dos novelas por
mes. En 1991, la reina Isabel II la condecoró como Dame Commander de
Orden del Imperio Británico en honor a los 70 años de contribución literaria,
política y social de la autora.

Falleció el 21 de mayo de 2000 y fue enterrada en Camfield Place, su mansión


del norte de Londres, vestida con su color favorito, en un féretro de cartón y
al pie de un roble que plantó la reina Isabel I en 1550.

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