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EUTANASIA Y DIGNIDAD

Perspectivas jurídica, filosófica, sociológica e histórica de un debate

Diego Velasco Suárez1

RESUMEN: Partiendo del análisis del proyecto de ley de eutanasia y suicidio médicamente
asistido presentado en Uruguay, se comienza delimitando conceptualmente qué es y qué no es
la eutanasia, clarificando algunos prejuicios, que se dan no sólo en Uruguay y que empañan el
debate. En el segundo capítulo, se detiene en determinar si es jurídicamente admisible el
cambio normativo propuesto, tomando como criterio el carácter vinculante de los derechos
humanos y del concepto de dignidad inherente, según su recepción en la Declaración
Universal de los Derechos Humanos y en las constituciones nacionales posteriores. En el
capítulo tercero, se contrastan estos fundamentos con las razones que se alegan para
considerar la eutanasia como derecho, siguiendo el análisis crítico de la sentencia de la Corte
Superior de Justicia de Lima en el caso Ana Estrada de febrero de 2021. En un cuarto
capítulo, se estudian las consecuencias que tendría el cambio del concepto de dignidad que
subyace a la legalización de la eutanasia, desde una perspectiva social y ética, particularmente
en el ámbito de la medicina y de los cuidados paliativos, que se presentan como la respuesta a
las situaciones planteadas, debida ética, social y jurídicamente. En el quinto capítulo, se
analizan las consecuencias de las leyes de eutanasia y/o suicidio asistido en Holanda, Bélgica,
Canadá y el Estado de Oregón, destacando algunos ejemplos que manifiestan la conexión
entre los presupuestos teóricos de la dignidad inherente y las consecuencias prácticas de su
abandono. Y en un último capítulo se indaga, desde una perspectiva histórica, el vínculo
objetivo entre la primera formulación del movimiento pro eutanasia en los proyectos de ley de
Alemania de 1933 y 1940, los programas «T4»y «14f13», los juicios de Nuremberg y la
Declaración Universal de los Derechos Humanos y el concepto de dignidad inherente que
fundamenta el actual ordenamiento jurídico de los derechos humanos.
PALABRAS CLAVE: eutanasia, derecho a la vida, persona, dignidad, derechos humanos,
irrenunciabilidad, libertad, suicidio asistido.

1
Abogado. Profesor de Introducción al Derecho y Derecho Natural en la Facultad de Derecho
de la Universidad de Montevideo. ORCID ID: https://orcid.org/0000-0002-5042-3752. Email:
diegovelascosuarez@gmail.com
1
ÍNDICE SUMARIO:

Presentación ................................................................................................................... 11

Capítulo I Qué es y qué no es la eutanasia Análisis del proyecto de ley y la


normativa vigente en Uruguay, prejuicios y aclaraciones
conceptuales ................................................................................................ 16

Introducción .................................................................................................................. 16

Las normas penales modificadas ................................................................................. 17

Clarificaciones que se desprenden del análisis de las normas penales. Análisis


de otras normas legales no modificadas: leyes 18.335, 18.473 y 19.286 ................... 19

La negativa a tratamientos fútiles no es eutanasia (futilidad u obstinación


terapéutica y ley de voluntad anticipada) ...................................................................... 19

La sedación paliativa, incluso si tuviera un doble efecto, no es eutanasia:


es parte de los cuidados paliativos ................................................................................. 21

La «muerte digna» no es eutanasia: la excluye, y exige los cuidados paliativos ........ 23

La eutanasia y el suicidio asistido no son una cuestión individual sino social:


con su legalización, se modificaría un bien jurídico fundamental tutelado por
los delitos de homicidio y ayuda al suicidio .................................................................. 26

La eutanasia, en este proyecto, no crea un «derecho a morir», sino un


«derecho a matar» .......................................................................................................... 30

El proyecto «se limita» a modificar la ley penal: no crea derechos


para el paciente .................................................................................................... 30

La prohibición de la eutanasia por la Ley N.º 19.286 (Código de


Ética del Colegio Médico) subsiste ..................................................................... 33

Tampoco se modifican los derechos de los pacientes: siguen teniendo


«derecho a una muerte digna», natural ............................................................. 35

Concluyendo: ¿qué es y qué no es la eutanasia, según el proyecto?


¿Cuáles serían los cambios respecto al régimen vigente? ......................................... 37
2
Concluyendo: aclarando prejuicios y términos ......................................................... 39

Capítulo II ¿El Parlamento tiene potestad jurídica para hacer este cambio? ........ 44

Resumen introductorio ................................................................................................ 44

Dignidad y derechos inherentes .................................................................................. 45

Libertad y dignidad, orden público e irrenunciabilidad de los


derechos humanos ........................................................................................................ 48

El derecho a la vida ...................................................................................................... 57

El derecho a la vida es inherente .................................................................................. 58

El derecho a la vida es igual para todos los seres humanos ........................................ 58

El derecho a la vida es absoluto .................................................................................... 59

El derecho a la vida es irrenunciable ........................................................................... 61

¿Es admisible otra concepción de la dignidad y del derecho a la vida? .................. 62

Sólo la concepción de la dignidad inherente puede justificar un límite a


la arbitrariedad .............................................................................................................. 63

Las razones de texto ....................................................................................................... 64

La historia de la Declaración Universal de los Derechos Humanos ........................... 67

Conclusión ..................................................................................................................... 73

Capítulo III Los fundamentos jurídicos a favor de la eutanasia


Comentario a sentencia peruana, del caso Ana Estrada .......................... 75

Resumen introductorio ................................................................................................ 75

La sentencia ................................................................................................................... 76

Construye un derecho para inaplicar un derecho fundamental y


una prohibición penal................................................................................................... 77

3
Pretende derivar el derecho a la eutanasia de la dignidad inherente
de todo ser humano, y concluye negando esa dignidad ............................................. 78

¿Qué es el derecho a la dignidad? ................................................................................. 79

Lo que dice la sentencia....................................................................................... 79

El concepto de dignidad inherente presente en la Constitución y en los


instrumentos internacionales de Derechos Humanos....................................... 80

¿Cómo se deriva el «derecho a la eutanasia» a partir de la «dignidad»?


(Análisis crítico) ............................................................................................................. 82

Primer paso: la discapacidad, la enfermedad y el sufrimiento


pueden condicionar y hasta determinar fácticamente la
percepción de la propia dignidad ....................................................................... 82

Segundo paso: se afirma que la dignidad debe ser percibida


por la propia persona para que realmente exista ............................................. 83

¿Sería entonces una dignidad inherente al ser humano?................................... 83

¿Sería «dignidad» = valor absoluto, intrínseco? ................................................. 83

Dignidad, libertad y deber .................................................................................... 84

Distintos sentidos y ámbitos de la dignidad, la libertad y el deber ...................... 84

Tercer paso: salto del plano fáctico perceptivo al plano preceptivo -


normativo, de la «faz interna» a la «faz externa» de la dignidad ................... 89

Salto del plano fáctico al normativo .................................................................... 89

Salto de la faz interna (autopercepción) a la externa (plano jurídico)............... 90

Se considera digno tratarse como cosa indigna .................................................. 91

Crítica: el derecho a una muerte digna es el mismo derecho a la vida ........... 92

Conclusión: de la dignidad, se derivaría el «derecho a ser indigno» .............. 96

Termina «fundando» el derecho a la eutanasia en una libertad


que no tendría el deber de respetar la dignidad y los derechos
humanos irrenunciables ............................................................................................... 98

4
El nuevo derecho a la eutanasia no sería un derecho fundamental,
sino una libertad limitable ......................................................................................... 102

La modificación del derecho a la vida ...................................................................... 103

La ponderación entre el derecho a la vida y el derecho a la eutanasia:


su naturaleza ............................................................................................................... 107

Conclusión ................................................................................................................... 111

Capítulo IV Implicancias éticas y sociales ................................................................ 112

Presentación ................................................................................................................ 112

Análisis de los valores de una y otra opción ............................................................. 116

Resumen introductorio ................................................................................................ 116

El fundamento del régimen vigente: la dignidad inherente ...................................... 119

El concepto de dignidad: valor absoluto e inherente vs. valor relativo ....... 119

Consecuencias de la dignidad........................................................................... 122

Consecuencias del carácter inherente de esa dignidad .................................. 123

El cambio que propone la eutanasia: la «dignidad» relativa y variable ................... 124

¿Dignidad relativa? ........................................................................................... 125

Dignidad como dominio y disponibilidad absoluta sobre la propia vida ..... 127

¿Hay un «derecho al suicidio» en nuestro ordenamiento jurídico? ............. 130

Se argumenta que, como el suicidio no es delito, hay derecho al suicidio. ..... 131
1ª crítica: no todo lo que no es delito está permitido. 131
2ª crítica: no todo lo permitido es un derecho. 132
3ª crítica: el suicidio no está tipificado porque sería
contraproducente 133
4ª crítica: está tipificada la «determinación o ayuda al suicidio»
de otro (art. 315 C.P.) precisamente porque no hay
derecho al suicidio 134

5
5ª crítica: si el argumento fuera válido, debería estar
permitida la ayuda al suicidio, en cualquier caso. 134

Circunstancias en las que habría derecho al suicidio: consecuencias


en el valor vida y en el derecho a la vida. .......................................................... 134
Crítica a la 1ª condición: la vida dejaría de ser un valor absoluto,
con igual dignidad para toda persona. 135
Crítica a la 2ª condición: la vida dejaría de ser un derecho
humano fundamental, absoluto e indisponible. 136
Crítica a la 3ª condición: habría un juez con poder de
decidir sobre la vida. 138

Consecuencias de este concepto de dignidad ................................................... 139

La diferente valoración de la vida humana ................................................................ 143

Un cambio en la forma de entender la libertad .......................................................... 144

Diferentes sentidos de libertad ......................................................................... 144

La libertad que invoca la legalización de la eutanasia ................................... 152

1ª crítica: la libertad tiene como objeto la propia dignidad


(actuar en pos del bien supremo que es la propia persona).
Los cuidados paliativos posibles son exigidos por esa dignidad. 159
2ª crítica: confundir libertad y dignidad con ausencia de
dependencia lleva a negar la dignidad de todo ser humano,
especialmente, de los más vulnerables 161
3ª crítica: la persona es indisponible, por lo tanto, la vida es
indisponible: no hay libertad de disponer de la propia vida.
Éste es el fundamento de otros derechos indisponibles 163
4ª crítica: los derechos más fundamentales son
«derechos-deberes» 163
5ª crítica: quien pide morir ¿es realmente libre?;
¿no está sumamente condicionado? 164

No existe ninguna norma (salvo las leyes de eutanasia, donde las hay)
que reconozca un supuesto «derecho a disponer de la propia vida» ............ 165

Resumen conclusivo........................................................................................... 166

6
El valor de la solidaridad (sociabilidad o carácter relacional) .................................. 167

Los deberes que surgen de la dignidad ..................................................................... 170

Dignidad y fundamento de la ética ............................................................................. 171

Dignidad y fundamento de la sociedad ....................................................................... 176

Dignidad y fundamento del derecho ........................................................................... 178

El deber de reconocer esa dignidad ............................................................................ 181

Dignidad y deber de respetar la vida - derecho a la vida ........................................... 181

La vida, como deber y derecho ........................................................................ 182

Dignidad indisponible, derecho a la vida indisponible


(de orden público) ............................................................................................. 185

Derecho a ser protegido en el goce de la vida ................................................. 189

La igualdad del derecho a la vida .................................................................... 192

El carácter absoluto del derecho a la vida ...................................................... 193

La medida del derecho a la vida: la muerte natural ...................................... 193

Dignidad y deber de ayudar al más necesitado .......................................................... 195

Dignidad y fundamento de las relaciones familiares ............................................... 196

Dignidad y fundamento de las profesiones sanitarias ............................................. 199

Los cuidados paliativos: la respuesta exigida por la dignidad ............................... 212

Resumen analítico de los valores en juego ............................................................... 222

Las finalidades (argumentos) que se invocan .......................................................... 223

El alivio del sufrimiento, la empatía y humanidad .................................................... 224

¿Sólo situaciones excepcionalísimas? ........................................................................ 229

Que, al menos, no se penalice al médico que quiera aceptar el pedido


de eutanasia o asistencia al suicidio, en una situación extrema ............................... 232

El respeto a la libertad (al supuesto derecho de determinar el fin de su vida) ......... 233

7
La «agenda de derechos» ............................................................................................. 234

El objetivo fomento del suicidio................................................................................... 235

Capítulo V Consecuencias previsibles: la experiencia de otros países


Holanda, Bélgica, Canadá y «la pendiente resbaladiza» ........................ 238

Algunos casos paradigmáticos ................................................................................... 246

El Tribunal Supremo Holandés y la señora con Alzhéimer «eutanasiada»


a pesar de su negativa .................................................................................................. 246

Randy Stroup (Oregón) ................................................................................................ 251

Roger Foley (Canadá) .................................................................................................. 252

El caso Foley y su análisis en el Parlamento canadiense: dignidad y


autonomía y discriminación de la incapacidad y la vejez ........................................ 255

El testimonio de Foley.................................................................................................. 256

El testimonio de los expertos y de las organizaciones sociales


de personas con discapacidades................................................................................... 259

El principio de autonomía o libertad ........................................................................... 265

El principio de dignidad inherente y los derechos humanos...................................... 270

Una pendiente resbaladiza: los ejemplos de Holanda, Bélgica y Canadá .............. 270

Una pendiente normativa ............................................................................................. 274

Holanda............................................................................................................... 276

Bélgica ................................................................................................................. 277

Canadá ................................................................................................................ 279

Holanda: modificaciones normativas............................................................... 279

Bélgica: modificaciones normativas ................................................................. 280

Canadá: modificaciones normativas ................................................................ 281

Incremento en el número de eutanasias ..................................................................... 281

8
Datos globales .................................................................................................... 281

Holanda .............................................................................................................. 283

Bélgica ................................................................................................................ 284

Canadá ............................................................................................................... 284

Flexibilización de las causales en la práctica............................................................. 285

Holanda .............................................................................................................. 285

Bélgica 286

Flexibilización en cuanto al consentimiento .............................................................. 288

¿Hay consentimiento libre cuando se pide la muerte? .................................. 288

Eutanasias no consentidas ................................................................................ 289

Holanda ....................................................................................................... 289

Bélgica ....................................................................................................... 291

¿Consentimiento libre en eutanasia de menores? .......................................... 292

¿Consentimiento libre en casos de demencia y enfermedades mentales? .... 293

Holanda ....................................................................................................... 293

Bélgica ....................................................................................................... 295

Sufrimiento «insoportable» y consentimiento «libre» ................................... 295

La ausencia de control ................................................................................................ 296

Holanda .............................................................................................................. 296

Bélgica ................................................................................................................ 297

Disminución de los cuidados paliativos ...................................................................... 299

El aspecto económico .................................................................................................. 300

Capítulo VI Una lección de la historia


Eutanasia en la Alemania nazi y Declaración
Universal de los Derechos Humanos ...................................................... 308

9
La justificación teórica de la eutanasia ..................................................................... 309

La puesta en práctica: el programa de eutanasia .................................................... 313

Primera etapa (1930 – 1939)........................................................................................ 314

Segunda etapa: Aktion T4 (mayo de 1939 a agosto de 1941) ..................................... 316

Tercera etapa: «14f13»(1942 – 1943).......................................................................... 323

Algunas consideraciones comunes a las dos primeras etapas ................................... 325

Los «valores» que «justificaron» este programa ...................................................... 326

Testimonios de los juicios de Nuremberg ................................................................. 335

La lección de los juicios de Nuremberg y su consagración en la


Declaración Universal de los Derechos Humano ..................................................... 338

Resumen conclusivo .................................................................................................... 343

Referencias bibliográficas .......................................................................................... 346

10
Presentación

En los últimos años, se han promovido, en muchos países, acciones judiciales y proyectos de
ley para legitimar la eutanasia y el suicidio médico asistido.
Ya a principios del siglo XX, en Alemania, había surgido un movimiento pro eutanasia, que
planteaba un cambio en el ámbito filosófico, cultural, de la medicina y del derecho. Se
concretó en dos proyectos de ley y, finalmente, en la implementación de un programa que no
se limitó a la eutanasia a pedido expreso del paciente, sino que se extendió a su empleo con
fines eugenésicos y, luego, de exterminio racista.
Con los juicios de Nuremberg, la comunidad internacional (y la comunidad médica en
particular) condenó la eutanasia como crimen de lesa humanidad; y con la Declaración
Universal de Derechos Humanos de las Naciones Unidas, la dignidad inherente de toda
persona humana y sus consiguientes derechos inalienables e irrenunciables se erigieron como
un muro de contención que puso un límite a aquel movimiento filosófico – cultural con su
incipiente intento de cristalización jurídica.
La segunda mitad del siglo XX estuvo signada por aquella piedra fundamental de los derechos
humanos. Estos fueron reconocidos por la comunidad internacional y por las nuevas
Constituciones, como límite y justificación de la autoridad de los Estados: un límite al poder
del gobernante, que no puede ampararse en el hecho de que represente la voluntad de una
mayoría por haber sido elegido por el pueblo, ni en el cumplimiento de las formalidades
previstas para sancionar las leyes, sino que está obligada por esos derechos inherentes a toda
persona humana. La autoridad, aunque represente al pueblo, no es la creadora absoluta y
arbitraria del Derecho: debe respetar la dignidad de cada persona, lo que le corresponde a
cada uno en función de esa dignidad: sus derechos humanos. La autoridad del Estado, también
en su poder de legislar, está sometida al Derecho: es un Estado de Derecho. El respeto de esos
derechos humanos pasó a ser, entonces, el criterio fundamental para juzgar esos actos
legislativos. No toda ley que provenga de una autoridad legítima en su origen es jurídica,
acorde a derecho, sino sólo aquella que respete aquellos derechos que tienen todos y cada uno
de los seres humanos no por gracia del legislador, sino por su condición de ser humano.
A pesar de este reconocimiento y triunfo de los derechos humanos, de la igual dignidad de
toda persona, las raíces de aquella concepción filosófica que estuvo en el origen del
movimiento pro eutanasia pervivieron. Y, a medida que el horror del régimen nazi se fue
alejando en el tiempo, reaparecieron sus brotes.

11
Ya a fines del siglo XX, en Europa, comenzó a aceptarse judicialmente la eutanasia en
Holanda; y, a comienzos de este siglo, en el año 2002, se sancionó una ley que legitimó la
eutanasia y el suicidio asistido. Unos meses más tarde, en Bélgica. En el 2009, se legalizó en
Luxemburgo. En marzo de 2021, España se convirtió en el cuarto país de Europa en legalizar
la eutanasia.
En Asia, Japón legalizó la eutanasia en el año 2005.
En América, Canadá aprobó una ley de eutanasia en el año 2016.
También se extendió, en Australia, a los Estados de Victoria y Australia Occidental en 2019,
y a Nueva Zelanda en 20202 3 4 5.
Algunos países tienen prohibida la eutanasia, pero está legalizado el suicidio médicamente
asistido: Suiza y algunos Estados de Estados Unidos.
En otros Estados, aunque la ley prohíba la eutanasia y el suicidio asistido, se han dictado
sentencias del Tribunal Constitucional (Colombia -año 2014- y Alemania -febrero de 2020-) o
de otros tribunales (Perú, Corte Superior de Justicia de Lima -11er juzgado Constitucional,
febrero de 2021-) que consideran inconstitucional la prohibición penal del suicidio asistido
(Alemania) o de la misma eutanasia (Colombia y Perú). En el caso de Colombia, se ha
exhortado al Poder Legislativo a sancionar una ley que regule el «derecho fundamental a
morir dignamente», derogando la prohibición de la ley penal6.
Además, son muchos los países, como Uruguay, en los que actualmente se discuten proyectos
de ley sobre eutanasia y suicidio asistido.
Corresponde, entonces, preguntarnos: ¿por qué se está traspasando lo que fue considerado
como un límite infranqueable que garantizaría que no volverían a producirse las atrocidades
que motivaron la Declaración Universal de los Derechos Humanos? ¿Pueden sancionarse
leyes que desconozcan el carácter inviolable e irrenunciable del derecho humano más

2
En Australia, se requiere un previo permiso de administración por un médico cuando «la
persona está físicamente incapacitada para la auto - administración o digestión de la sustancia para la
muerte voluntaria asistida» (Ley N.° 61, 2017, artículo 48).
3
En Australia Occidental, la Ley es la «Voluntary Assisted Dying Act 2019» (Australia
Occidental, 2019), y el artículo correspondiente a eutanasia, con una disposición similar a la de
Victoria, es el 56 (2).
4
El 15 de septiembre de 2021, con la aprobación de una ley de eutanasia por el Parlamento de
Queensland, pasaron a ser cinco los Estados australianos con eutanasia legalizada (Institut Européen
de Bioéthique, 2021, septiembre 23).
5
A fines del 2020, en Nueva Zelanda se aprobó un refererendo sobre un proyecto de ley de
eutanasia que entrará en vigencia en noviembre de este año (Institut Européen de Bioéthique, 2021,
septiembre 23).
6
Sentencia T-970/14 (2014, diciembre 15).
12
fundamental, el derecho a la vida? ¿Respeta los derechos humanos una ley que establezca que
es lícito (hay derecho a) matar a algunas personas sí y a otras no? ¿No se estarían
estableciendo distintas categorías de personas y vidas humanas, unas con más valor (a las que
está prohibido matar, aunque ellas lo soliciten) y otras sin valor (a las que se las puede
desechar, matar, si ellas lo piden)? ¿Tiene potestad el legislador para modificar un derecho
humano fundamental, como lo es el derecho a la vida, determinando que, para algunos, pase a
ser un derecho renunciable y no inherente a la condición de ser humano?
Este planteamiento puede parecer exagerado. Se dirá que el reconocimiento del «derecho a la
eutanasia» es un «nuevo derecho» e, incluso, que es un derecho humano, derivado de la
dignidad de la persona humana, de su derecho a dirigir libremente su propio proyecto de vida,
que tiene derecho a la vida pero que no tiene el deber de vivir, y que no se le puede imponer
como una obligación el seguir viviendo cuando él considera que su vida no es digna. Se dirá
que la eutanasia de la Alemania nazi fue distinta, que se aplicó sin el consentimiento de los
«eutanasiados»7 y con motivos eugenésicos. Que, en cambio, lo que se pretende con estos
proyectos de ley es defender la autonomía de la persona, con todas las garantías legales, como
se ha hecho en los países avanzados que han legalizado la eutanasia en el siglo XXI. Además,
se alegará que los motivos por los que se legaliza la eutanasia son profundamente humanistas,
de empatía y solidaridad con quien padece una enfermedad terminal con sufrimientos
insoportables, a quien la sociedad no puede condenar a seguir sufriendo, que eso sería tratarla
sin respetar su condición humana, su libertad, imponerle deberes que provienen de una
concepción religiosa de la vida como algo sagrado e inviolable que sólo pertenece a Dios, y
que si alguien quiere aceptar el sufrimiento por motivos religiosos, no debe imponer a otros
esas creencias.
En las siguientes líneas, nos proponemos abordar estos cuestionamientos, intentando aportar
luz sobre una temática que está impregnada de fuertes connotaciones emotivas, de
experiencias vividas por el lector, de concepciones filosóficas y jurídicas muchas veces no
explicitadas en una formulación clara, de prejuicios y preconceptos.
El camino que seguiremos, luego de muchas reflexiones e intercambios de opiniones en el
marco del debate generado por el proyecto de ley presentado en Uruguay en el año 2020, será
el siguiente:

7
Emplearemos esta expresión para referirnos a aquellas personas a quienes, por cumplir
determinadas condiciones (según los diferentes proyectos o leyes de eutanasia y suicidio médicamente
asistido), tales leyes autorizan que se les dé muerte o que se los ayude a darse muerte.
13
1°) Partiremos del análisis del proyecto de ley uruguayo, para ver qué es y qué no es
la eutanasia, clarificando algunos prejuicios y conceptos. Si bien el análisis se centrará en el
derecho positivo uruguayo, es aplicable a otros ordenamientos jurídicos, «mutatis mutandis»,
pues las cuestiones técnico jurídicas planteadas son similares (delito de homicidio y de ayuda
al suicidio, el móvil de piedad y las súplicas de la víctima y su incidencia en esos delitos y en
su penalización, bien jurídico tutelado, causas de impunidad y de justificación, etc.), y los
argumentos y prejuicios manejados para legalizar la eutanasia u oponerse a ello son también
semejantes. [Un paréntesis: el proyecto que analizaremos es el presentado por Ope Pasquet y
otros en marzo de 2020, que aborda la cuestión sólo desde una perspectiva penal; pero
también haremos referencia a otros proyectos y leyes que regulan la eutanasia y el suicidio
médicamente asistido como un «derecho» del «eutanasiable» a exigir una acción de otros de
«darle muerte» o de «ayudarlo a darse muerte»; de hecho, en Uruguay, antes de que se
imprimiera este libro, trascendió que hay legisladores que están preparando un proyecto en
este sentido].
2°) Con la clarificación precedente, estaremos en condiciones de analizar en qué
consiste el cambio propuesto por los proyectos de ley de eutanasia: qué derechos y deberes se
modificarían. Y, a la vez, veremos si es admisible ese cambio, teniendo como criterio el
carácter vinculante de los derechos humanos y del concepto de dignidad inherente. Este
análisis, si bien contendrá algunas referencias a normas constitucionales uruguayas, es
aplicable a todos los regímenes jurídicos, pues todos refieren a personas humanas y, además,
en su gran mayoría, han reconocido la Declaración Universal de Derechos Humanos en la que
se reconocen y consagran la igual dignidad inherente de todo ser humano y sus derechos
humanos inalienables, entre ellos, el principalísimo derecho a la vida.
3°) Las conclusiones del capítulo precedente serán contrastadas con las razones que se
alegan para considerar a la eutanasia como un derecho. Para ello, seguiremos la reciente
sentencia peruana de la Corte Superior de Justicia de Lima, 11er juzgado Constitucional, de
febrero del año 2021.
4°) Dejando el ámbito estrictamente jurídico, señalaremos algunas consecuencias que
tendría el cambio social y ético implicado en el abandono del concepto de dignidad inherente,
particularmente, en el ámbito de las profesiones médicas, y muy especialmente en el de la
medicina paliativa, que es la respuesta debida ética, social y jurídicamente ante las situaciones
planteadas que pretenden resolverse con la eutanasia.
5°) Para concluir la respuesta a los interrogantes planteados, señalaremos brevemente,
desde una perspectiva histórica, cuáles han sido las consecuencias de las leyes de eutanasia

14
y/o suicidio asistido en los países como Holanda, Bélgica, Canadá, Suiza y el Estado de
Oregón (U.S.A.). Ello constituye una prueba experimental de los efectos sociales que tiene el
resquebrajamiento de esa piedra fundamental de nuestra civilización que es la igual dignidad
inherente de todo ser humano.
6°) Finalmente, también en el plano histórico, estudiaremos cuál fue el vínculo real
entre la primera formulación del movimiento pro eutanasia en cuanto a su fundamentación
teórica y comunicacional, los proyectos de ley de Alemania de 1933 y 1940, la inmunidad
concedida por orden del canciller en septiembre de 1939, la implementación de los programas
de eutanasia T4 y 14f13, los juicios de Nuremberg y la Declaración Universal de los Derechos
Humanos y su concepto de igual dignidad inherente y consiguientes derechos humanos de
todo ser humano.

15
Capítulo I
Qué es y qué no es la eutanasia
Análisis del proyecto de ley y la normativa vigente en Uruguay, prejuicios y aclaraciones
conceptuales

Introducción

En los dos primeros capítulos, abordaremos el tema de la eutanasia y del suicidio


médicamente asistido desde una perspectiva jurídica. Sin ser la única, es la que consideramos
más decisiva, por dos razones.
Primero, porque lo que está en discusión (en Uruguay y varios países más) es la aprobación de
un proyecto de ley que modificaría el régimen jurídico vigente. Entonces, corresponde
determinar en qué consiste la modificación propuesta: cómo están reguladas actualmente las
acciones que el proyecto de ley define como eutanasia y como suicidio médicamente asistido,
y cómo quedarían reguladas si éste se aprobase. El mismo análisis podría hacerse también en
aquellos otros países en los que ya tienen leyes de eutanasia o suicidio asistido.
El estudio crítico de una ley exige comparar dos formas diferentes de regular la vida social. El
abordaje será jurídico, si tiene en cuenta otras normas jurídicas, de orden superior, que deben
respetarse; será político, si entran en consideración diferentes soluciones, todas aceptables
desde el punto de vista jurídico. Como en este caso hay normas de orden superior en juego
(derechos humanos, reconocidos en la Constitución y en los instrumentos internacionales de
Derechos Humanos), que deben ser respetadas por el legislador, el primer filtro que debe
pasar el estudio de estas pretendidas normas es si se respetan o no tales derechos
fundamentales. Como se verá en el siguiente capítulo, la legalización de la eutanasia y del
suicidio asistido no supera este primer examen, por lo que debe ser desechada8.
La perspectiva social y ética que se abordará en el cuarto capítulo, así como la perspectiva
histórica de los últimos dos capítulos son útiles para comprender en mayor profundidad la
importancia de los principios jurídicos fundamentales que analizaremos en estos dos
primeros).

8
En rigor, los dos primeros capítulos ya constituyen una condición suficiente para rechazar la
legalización de la eutanasia y del suicidio médicamente asistido. El tercer capítulo es, no obstante, útil
para refutar la pretendida fundamentación en otros derechos.
16
En segundo lugar, es conveniente comenzar el estudio de la eutanasia analizando la
perspectiva jurídica porque la ley (particularmente si se trata de la ley penal, como sucede en
este caso) necesariamente debe precisar los conceptos jurídicos: las categorías dentro de las
cuales encuadran los hechos (en este caso, actos humanos), para luego aplicarles las
consecuencias jurídicas correspondientes. Esta determinación clara de qué es eutanasia y qué
es suicidio médicamente asistido será de gran utilidad para unificar el sentido de las palabras,
condición básica para entablar un diálogo fructífero. Esta claridad es especialmente necesaria
en un debate como el que se genera con estos temas, por afectar a valores, emociones,
vivencias y convicciones muy profundamente arraigados, que empañan el discurso racional
con diversos prejuicios, preconceptos, vaguedades y ambigüedades de un lenguaje que se
emplea muchas veces para posicionarse en el debate más que para expresar la realidad
significada.
En este capítulo nos centraremos en el proyecto de ley de eutanasia y suicidio médicamente
asistido, presentado por el Diputado Ope Pasquet en la Cámara de Diputados de la República
Oriental del Uruguay el 11 de marzo del año 2020. Veremos que, a diferencia de lo que
sucede con otras leyes, sólo propone un cambio en la ley penal9. Pero la práctica de la
eutanasia y del suicidio asistido supone violar otras normas legales, que analizaremos en este
capítulo. También esa práctica y esa modificación de la ley penal violan otras constitucionales
y de derechos humanos, que determinan que el legislador no tiene potestad para hacer este
cambio legislativo y para facilitar esa práctica. Pero este punto lo dejaremos para el siguiente
capítulo.

Las normas penales modificadas

Actualmente, el Código Penal uruguayo prohíbe y penaliza el homicidio de todo ser humano
por parte de cualquier persona, como así también la ayuda al suicidio.

Artículo 310 (Homicidio). El que, con intención de matar, diere muerte a alguna persona,
será castigado con dos a doce años de penitenciaría.

9
Así, por ejemplo, la ley española consagra un derecho a una prestación determinada por la que
se causa la muerte o se ayuda al peticionante a darse muerte; y lo mismo sucede, como veremos, en la
sentencia peruana del caso de Ana Estrada.
17
Artículo 315 (Determinación o ayuda al suicidio). El que determinare a otro al suicidio o
le ayudare a cometerlo, si ocurriere la muerte, será castigado con seis meses de prisión a
seis años de penitenciaría (…). (Ley Nº 9.155, 1933, diciembre 4)

Pero prevé una situación en la que, aunque la acción es un homicidio, y está prohibida y es
delito, el juez puede no aplicar ninguna pena: cuando el homicida tiene antecedentes
honorables y actúa por un móvil de piedad ante «súplicas reiteradas de la víctima».

Artículo 37 (Del homicidio piadoso). Los Jueces tiene la facultad de exonerar de castigo
al sujeto de antecedentes honorables, autor de un homicidio, efectuado por móviles de
piedad, mediante súplicas reiteradas de la víctima. (Ley 9.155: Código Penal — Uruguay,
1933, diciembre 4)

El proyecto de ley propone:

Artículo 1º.- Está exento de responsabilidad el médico que, actuando de conformidad con
las disposiciones de la presente ley y a solicitud expresa de una persona mayor de edad,
psíquicamente apta, enferma de una patología terminal, irreversible e incurable o afligida
por sufrimientos insoportables, le da muerte o la ayuda a darse muerte. (Pasquet et al.,
2020, marzo)

Es decir: propone que las mismas acciones (dar muerte o ayudar a darse muerte) dejen de
estar prohibidas, no sean delito y, por tanto, no corresponda aplicar ninguna pena, cuando:
• las realice un médico (sin importar sus antecedentes ni el motivo por el que las hace)
• y la víctima sea una «persona mayor de edad, psíquicamente apta»,
o que está en alguna de estas dos situaciones: «enferma de una patología
terminal, irreversible e incurable», «o afligida por sufrimientos
insoportables»10,
o siempre que le haya hecho al médico una «solicitud expresa»,
• y en la medida en que se cumplan determinadas formalidades: tres entrevistas con el
médico y testigos (a 15 y 3 días de distancia, en la que el médico se cerciore de que la
voluntad es «libre, seria y firme» y le informe sobre «tratamientos terapéuticos o

10
Como ya señalamos, para abreviar, a quienes cumplan el requisito legal de ser una persona
mayor, psíquicamente apta, y una de estas dos condiciones (enfermedad terminal, irreversible e
incurable, o sufrimiento insoportable), los denominaremos «eutanasiables».
18
paliativos disponibles»), constancia escrita y firmada por el paciente o a su ruego, o
registro audiovisual, una segunda opinión de otro médico, y comunicación, posterior
al fallecimiento, a una Comisión de Bioética del Ministerio de Salud Pública.
Es decir: lo que, hasta ahora, en Uruguay, es delito siempre, pasará a ser una conducta lícita,
permitida (sólo respecto a estos sujetos activos -médicos- y pasivos), considerándose que esa
situación (que ambos sujetos hagan un acuerdo para realizar esa acción, a solicitud de la
víctima) es una «causa de justificación». El médico tendrá un permiso legal (general), para
dar muerte o ayudar a darse muerte, a algunas personas. No estará obligado, sino que tendrá
la libertad de hacerlo; y, si lo hace, estará exento de responsabilidad: no podrá considerarse
que habría violado algún derecho, por el que debería ser condenado, penado o
responsabilizado.

Clarificaciones que se desprenden del análisis de las normas penales. Análisis de otras
normas legales no modificadas: leyes 18.335, 18.473 y 19.286

La comparación realizada entre los dos regímenes penales (el actual y el propuesto) deja al
descubierto algunos equívocos que se producen respecto a la eutanasia y que empañan el
debate. Los analizaremos en los siguiente apartados, en los que también iremos considerando
otras normas legales vigentes que no son modificadas por el proyecto de ley y que serían
violadas por la práctica de la eutanasia y del suicidio asistido que este proyecto pretende
facilitar.

La negativa a tratamientos fútiles no es eutanasia (futilidad u obstinación terapéutica y ley


de voluntad anticipada)

Como la eutanasia es la acción de dar muerte y la asistencia al suicidio es ayudar a darse


muerte, quedan nítidamente distinguidos estos actos de otros que están plenamente
justificados por el derecho y la ética médica. En primer lugar, la negativa a la obstinación o
futilidad terapéutica por parte del paciente, y la adecuación del esfuerzo terapéutico por parte
del médico.
Desde la perspectiva del médico, el Código de Ética del Colegio Médico del Uruguay
(sancionado por Ley 19.286) diferencia claramente una y otra acción: en el artículo 46,
prohíbe la eutanasia [«La eutanasia activa entendida como la acción u omisión que acelera o
causa la muerte de un paciente, es contraria a la ética de la profesión» (Ley Nº 19.286, 2014,
19
septiembre 25, art. 46, énfasis añadido)], y en el 48 prohíbe también la obstinación
terapéutica [«(…) En etapas terminales de la enfermedad no es ético que el médico indique
procedimientos diagnósticos o terapéuticos que sean innecesarios y eventualmente
perjudiciales para su calidad de vida» (Ley Nº 19.286, 2014, septiembre 25, Art. 48, fine,
énfasis añadido)]. El médico no debe ni «dar muerte» al paciente, ni pretender alargarle la
vida mediante tratamientos innecesarios (pues no es posible curarlo) y eventualmente
perjudiciales para el bienestar del paciente. Por el contrario, debe aliviarlo y acompañarlo: en
esto consisten los cuidados paliativos, como veremos en el siguiente apartado.
Como contracara, ante el deber del médico, está el derecho del paciente. En la ley de los
derechos del paciente (Ley 18.335), se señala también que éste tiene el derecho a «morir con
dignidad», y aclara que ello significa: muerte «natural», que excluye toda acción libre
destinada a dar muerte (homicidio o suicidio). Expresamente define y prohíbe la eutanasia,
como contraria al derecho a una muerte digna. Y también define y prohíbe la futilidad
terapéutica, que es el otro extremo: postergar la muerte por una prolongación artificial de la
vida, cuando no hay razonables expectativas de mejoría.
Respecto a la futilidad terapéutica, la Ley 18.473 establece un medio de protección para el
paciente: el «derecho de expresar anticipadamente su voluntad en el sentido de oponerse a la
futura aplicación de tratamientos y procedimientos médicos que prolonguen su vida en
detrimento de la calidad de la misma, si se encontrare enferma de una patología terminal,
incurable e irreversible» (Ley Nº 18.473, 2009, abril 3, art. 1, énfasis añadido).
El paciente que pide que no le apliquen un determinado tratamiento no está solicitando un
acto con el que se le dé muerte; y el médico que no realiza o suspende un tratamiento cuando
éste es fútil, no está realizando un acto de dar muerte. Es una omisión, no una acción. Y la
omisión sólo puede considerarse causante del efecto cuando existe el deber de hacer la acción
contraria. Así, el artículo 3 del Código Penal establece:

(Relación de causalidad). Nadie puede ser castigado por un hecho previsto por la ley
como delito, si el daño o el peligro del cual depende la existencia del delito, no resulta ser
la consecuencia de su acción o de su omisión. No impedir un resultado que se tiene la
obligación de evitar, equivale a producirlo». (Ley 9.155, 1933, diciembre 4, énfasis
añadido)

El médico, en estas situaciones de enfermedades terminales, incurables e irreversibles, está


obligado a otorgar los cuidados ordinarios (alimentación, hidratación), en la medida en que
20
sean necesarios, objetivamente, para el paciente, pero no está obligado a los tratamientos
extraordinarios si el paciente no los quiere; y, aun sin su expresa voluntad, en estas
situaciones, tiene el deber de no realizar tratamientos o procedimientos que prolonguen su
vida sin mejorar el bienestar del enfermo.
Es importante esta aclaración, pues muchos piensan que la suspensión o no aplicación de
estos tratamientos fútiles es eutanasia, cuando es lo indicado por la ética médica y el derecho.

La sedación paliativa, incluso si tuviera un doble efecto, no es eutanasia: es parte de los


cuidados paliativos

En segundo lugar, otra aclaración que deriva del concepto de eutanasia y de suicidio
médicamente asistido que contiene el proyecto de ley es su neta distinción con la sedación
paliativa e, incluso, con aquellos tratamientos paliativos que pudieran tener, como doble
efecto, un acortamiento de la vida del paciente.
La sedación paliativa es uno de los tratamientos que ofrecen los cuidados paliativos cuando
hay síntomas refractarios: situaciones de sufrimiento que no se puede hacer tolerable con otras
medidas. Entonces, se disminuye el estado de conciencia del paciente (respetando su
voluntad), para que no sufra. Es claro que ello no causa la muerte. Sedar no es «dar muerte».
Lo que suele suceder es que la sedación se hace cuando la persona está por entrar en agonía;
pero es la enfermedad la que provoca la muerte, no la sustancia que le disminuyó su estado de
conciencia. Por lo que no puede considerarse que la administración de esa sustancia haya sido
una acción de darle muerte. En cambio, sí lo es la administración de una sustancia letal en la
eutanasia: en ésta, como aclara el proyecto de ley, la acción del médico es dar muerte; por la
sustancia que se administra y/o por la dosis que se emplea, es una acción adecuada
objetivamente para lograr ese efecto y, subjetivamente, se hace con esa finalidad: «con la
intención de dar muerte» (como se señala en el delito de homicidio)11.
E incluso si la acción de aplicar determinados calmantes o sedantes tuviera un doble efecto:
disminuir el dolor y, eventualmente, acortar la vida, tampoco sería una acto de dar muerte,
con intención de matar (como es exigido por el homicidio y la eutanasia, que es, como vimos,
una forma de homicidio). Si la intención es aliviar, y se hace un acto que es un medio

11
En la citada ley australiana del Estado de Victoria (supra nota al pie N.º 2, p. 14), no se repara
en eufemismos: se habla de «el veneno o sustancia controlada o droga propuesta con el propósito de
causar la muerte» (art. 48).
21
adecuado y proporcionado para ello, aunque tuviera el segundo efecto de coadyuvar a la
muerte, no sería eutanasia12.
Para que no lo sea, el efecto bueno (el alivio) tiene que ser anterior al malo (la muerte), y este
último debe intentar evitarse en la medida posible, y debe existir una causa proporcionada (un
sufrimiento grave). Ello es así desde el punto de vista de la ética médica y también lo es desde
el derecho penal.
De todas formas, cabe aclarar que, según el actual avance de los cuidados paliativos, esta
última situación es casi inexistente: se pueden administrar drogas para calmar y sedar de
modo tal que se evite que éstas provoquen el eventual efecto malo. En efecto: «Nuevos
estudios muestran que la dosificación adecuada de analgésicos y sedantes no acorta
significativamente la vida, pues al mismo tiempo se reduce la reacción de estrés corporal
causado por el dolor y la asfixia» (Spaemann et al., 2019, posición 555)13. En este sentido, la
Dra. Gabriela Píriz fue muy clara en el «Taller de Periodistas — Hablemos de Cuidados
Paliativos», del 28 de julio de 2020. Explicó que hay una idea errónea generalizada de que la
sedación paliativa es eutanasia, y también, que hay muchos mitos sobre la morfina.
Concretamente, dijo que se hace mucho daño cuando se afirma (como se hizo recientemente
en un programa de TV, por alguien a quien le dieron trato de médico) que si a un paciente le
daban tres ampollas de morfina lo mataban. Incluso, descartó que pueda darse ese segundo
efecto de la muerte, que quede justificado éticamente por el principio del doble efecto.

La morfina cuando se da a la dosis adecuada no produce nada más que alivio del dolor.
No produce sedación; no se usa para sedar. No provoca depresión respiratoria. No
significa que estamos al final de la vida. (…) Es un analgésico potente, para dolores
intensos, y que se usa también para la disnea, que es la falta de aire, refractaria -que es
cuando ya no responde al tratamiento porque hay destrucción del parénquima pulmonar.
Mejora la sensación de falta de aire. (…) [Y aclara:]…ni siquiera la morfina es el
fármaco más potente para poder calmar el dolor de los pacientes: [son más potentes] la
metadona y el fentanilo (…). La sedación, cuando se hace, no se hace con morfina. Se

12
El Dr. Oscar Cluzet, en las jornadas organizadas por FEMI el 25 de julio de 2020, afirmó, en
este sentido: «cuando la intención sea paliar y no provocar la muerte, debiera admitirse la posibilidad
de ocurrencia del fallecimiento del paciente, aceptando plenamente la validez ética del principio del
doble efecto» (Cluzet, 2020, julio 25).
13
En nota al pie se señala la fuente: cf. Gian Domenico borasio, Selbst bestimmt sterben. Was es
bedeutet. Was uns darán hindert. Wie wir erreichen kônnen (Múnich: C.H. Beck, 2014): 54 y ss.; Cap.
4.
22
seda con un fármaco sedante, que lo que hace es disminuir la conciencia de la persona.
(Píriz, 2020, julio 28)

De todas formas, si se diera esa la situación antes descripta, con todos los requisitos
necesarios para la licitud de la acción con doble efecto, no implicaría que se esté matando,
sino aliviando, lo cual es lícito y hasta exigible.
En definitiva: aliviar y matar son dos acciones muy diferentes: objetivamente (en cuanto al
tipo de acción, dosis, etc.) y subjetivamente (cuál es el efecto bueno que directamente se
pretende lograr -aliviar- y cuál es el efecto malo que se trata de evitar -la muerte-). El efecto
malo no puede ser, cronológicamente, el primero, y el efecto bueno no puede ser
consecuencia de la producción de aquél. Es más, en este caso, es imposible que se logre el
efecto bueno como consecuencia del malo, salvo que se deforme mucho el sentido del
lenguaje y de la realidad: no alivio a alguien cuando lo mato, porque esa persona no sigue
viviendo aliviada (condición necesaria para estar aliviado es estar vivo).
El paciente, al estar sedado, puede que luche menos por mantenerse vivo, pero es la
enfermedad la que produce la muerte, no la acción de sedar.
También esta aclaración es muy importante, porque en el imaginario público suele
equipararse eutanasia y sedación. «Sacar de ambiente» al paciente no es «darle muerte» (no es
eutanasia), sino sedarlo. Si se hace con mucha antelación a su muerte natural, ésta demorará
mucho; si se hace cuando ya está entrando en agonía, demorará poco tiempo. Pero el médico
no controla ni sabe a ciencia cierta cuándo se producirá el desenlace.

La «muerte digna» no es eutanasia: la excluye, y exige los cuidados paliativos

Como vimos, en Uruguay, la Ley 18.335 (derechos de los pacientes), en su artículo 17,
establece:

Todo paciente tiene derecho a un trato respetuoso y digno. Este derecho incluye, entre
otros a: (…)
D) Morir con dignidad, entendiendo dentro de este concepto el derecho a morir en forma
natural, en paz, sin dolor, evitando en todos los casos anticipar la muerte por cualquier
medio utilizado con ese fin (eutanasia) o prolongar artificialmente la vida del paciente
cuando no existan razonables expectativas de mejoría (futilidad terapéutica), con

23
excepción de lo dispuesto en la Ley N.° 14.005, de 17 de agosto de 1971, y sus
modificativas». (Ley Nº 18.335, 2008, agosto 26, énfasis añadido)

La persona es digna por su misma condición humana: por lo tanto, siempre es digna. Ello
significa que es lo más valioso y que, por serlo, debe ser valorada. Las acciones humanas
libres deben respetar esa dignidad y, en este sentido, se las denomina acciones «dignas».
El acto de dar muerte supone no valorar la vida de ese ser; y la vida es su mismo ser, su
existencia. «Dar muerte» a una persona es no valorar a esa persona, no querer que sea, que
exista. Y es, por eso, el acto más radicalmente contrario a su dignidad.
Una muerte digna es aquella que está rodeada de acciones dignas: de actos libres que
respeten la dignidad de la persona. Muerte digna es aquella en la que, hasta el final de la vida,
se valora a esa persona y, por eso, en primer lugar, no se la mata. En consecuencia, la primer
condición para que una muerte sea digna es que sea “natural», no producida por un acto
humano.
Frente a este derecho, los demás tienen un deber de no hacer, una prohibición: no matar. Tal
prohibición es un deber absoluto: porque siempre es posible no hacer un acto libre. En este
caso, es claro que «el derecho a morir en forma natural» implica el derecho a que se evite «en
todos los casos» (la expresión legal manifiesta el carácter absoluto de la prohibición)
«anticipar la muerte por cualquier medio utilizado con ese fin (eutanasia)».
Así, no se puede confundir «muerte digna» con «eutanasia», pues precisamente aquella exige
que no sea producida por eutanasia.
En segundo lugar, como ya dijimos, no es acorde con la naturaleza del ser humano (con su
condición humana) prolongar artificialmente la vida, cuando no hay razonable esperanza de
curación y ello perjudica el bienestar del paciente. Porque, por la condición humana, la vida
es naturalmente limitada en su duración.
En tercer lugar, la dignidad de la persona exige que los demás la valoren también con
acciones positivas: que hagan lo posible para que sea todo lo que puede ser (viva en la mayor
plenitud humana posible): esté en paz y sin dolor, valorada, acompañada por sus seres
queridos, brindándole toda la ayuda que requiera, también espiritual, respetando sus
convicciones. Así lo aclara, desde la perspectiva de los deberes del médico, el artículo 48 del
Código de Ética Médica:

En enfermos terminales, es obligación del médico continuar con la asistencia del


paciente con la misma responsabilidad y dedicación, siendo el objetivo de su acción

24
médica, aliviar el sufrimiento físico y moral del paciente, ayudándolo a morir dignamente
acorde con sus propios valores. (Énfasis añadido). (Ley N.º 19.286, 2014, septiembre 25)

Los cuidados paliativos son la forma concreta de garantizar este derecho a una muerte digna:
a morir rodeado por acciones (de la familia, de los equipos de salud y de la sociedad) que
respeten la dignidad de persona del paciente; y a morir con la garantía (los especialistas en
cuidados paliativos, por su formación específica y su vocación profesional, son la garantía
personalizada) de que no se hará ninguna acción que tenga como finalidad causarle la muerte,
ni, tampoco, tratamientos fútiles que no tengan en cuenta el bienestar del paciente, que se
respetará su condición de persona -inteligente y libre-, por lo que se le informará
adecuadamente y se le pedirá su consentimiento, y no se hará nada contrario a sus
convicciones (lo que no significa que se haga todo lo que él quiera, porque, si según el arte
médico, lo que solicita lo perjudicará, la misma vocación médica será la garantía de no
maleficencia, conjugada con ese respeto al paciente, a su inteligencia y libertad, propias de
una medicina centrada en la persona). A través de los equipos de cuidados paliativos,
entonces, la sociedad puede garantizar una «muerte digna»: rodeada de las omisiones y
acciones que exigen la dignidad de la persona. Omisiones que siempre son posibles, aunque,
en el caso de los tratamientos fútiles, requiere un juicio prudencial —según el arte médica y
los medios disponibles— sobre la conveniencia o futilidad del acto, por parte del paciente,
eventualmente, su familia, y del médico que tiene la formación específica y la prudencia
propia de su profesión. Acciones positivas que siempre requerirán ese juicio prudencial, en el
caso concreto, según las posibilidades técnicas, el arte médico y la situación particular del
paciente y su familia: cuidado, acompañamiento, alivio, ayuda en todas las dimensiones,
respetando las convicciones personales.
Este análisis descarta la supuesta compatibilidad entre cuidados paliativos y eutanasia que
defienden los promotores de la legalización de esta última: son incompatibles pues son
opuestos desde el punto de vista de lo que exige y lo que prohíbe la dignidad humana, el
derecho y la ética médica.

25
La eutanasia y el suicidio asistido no son una cuestión individual sino social: con su
legalización, se modificaría un bien jurídico fundamental tutelado por los delitos de
homicidio y ayuda al suicidio

Otro equívoco que enturbia el debate sobre la eutanasia es enfocarlo como si fuera una
cuestión individual, en la que sólo está en juego la moral de un individuo, y en la que la
sociedad no tendría por qué imponer determinadas valoraciones éticas.
El hecho de que se esté modificando una ley penal ya pone de manifiesto que estamos en el
ámbito de lo que corresponde a la sociedad.
No se trata de una cuestión individual, de una acción que no afecta más que al propio sujeto
que la realiza, sino de una persona que mata -o ayuda a matarse- a otra, y del conjunto de la
sociedad que pasaría a considerar que tal acción está permitida.
En efecto: toda ley penal está vinculada con una cuestión social, no individual: cómo afectan
al conjunto de la sociedad determinadas acciones que, por ello, se considera que agravian a un
bien social: el bien jurídicamente tutelado con ese delito.
Pero, además, la cuestión planteada no refiere tampoco a una acción que realiza un individuo
sobre sí mismo, como sería el caso del suicidio. El proyecto de ley propuesto en Uruguay no
está cambiando el delito de suicidio, o intento de suicidio, pues éste no está previsto en el
derecho penal vigente14. Lo que está en juego es la acción de un tercero (el médico) que da
muerte a otro o lo ayuda a suicidarse.
La modificación que introduciría, en Uruguay, el proyecto de ley al régimen penal actual
consiste en establecer un régimen legal especial o de excepción para dos tipos de delitos,
cuando los cometan los médicos (privilegio) respecto a personas con enfermedades terminales
o sufrimientos insoportables: el delito de homicidio y el de asistencia al suicidio.
Tal excepción no se establece mediante una modificación de la descripción de la acción que
es considerada delito (no se cambia lo que se denomina “el tipo»del delito): no es una
destipificación. Tampoco se hace mediante la exención de pena, por determinadas
circunstancias especiales que pudieran hacer que, aunque la acción del médico siga siendo
considerada prohibida, delito, no se le aplique una pena: no es una despenalización de la
eutanasia o del suicidio asistido. En realidad, tal despenalización ya está contemplada, no sólo
para el médico, en la previsión del artículo 37 del Código Penal: el homicidio piadoso.

14
Ello no implica que, en el derecho uruguayo, haya un «derecho al suicidio», en el sentido de
que se tenga el derecho-libertad de suicidarse, conforme se explicará luego (capítulo IV: ¿Hay un
«derecho al suicidio» en nuestro ordenamiento jurídico?, p. 129 y ss.).
26
Lo que establece el proyecto de ley (y así lo explica en la exposición de motivos) es una
causa de justificación, que elimina la antijuridicidad de la conducta. Si no se la considera
anti – jurídica, es porque no se la considera contraria a un derecho o, lo que es lo mismo, que
no es violatoria de un deber. ¿Qué derecho y qué deber? El derecho de la sociedad de que se
respeten los bienes jurídicos que se tutelan con los delitos; el deber de todos de respetar esos
bienes jurídicos de la sociedad.
Concretamente, en este caso, se considera que el médico tendría una causa de justificación
porque no violaría el deber que actualmente tiene, ante la sociedad, de respetar los bienes
jurídicos que son derecho de la sociedad, aquellos que ella considera más importantes y que,
por eso, los protege mediante la ley penal: el derecho a la vida, que tiene el mismo valor
(dignidad), por el solo hecho de ser humana, y que, por ello, genera el deber de no matarla. Y
si el médico no tiene un deber respecto a ese derecho de la sociedad de que nadie dé muerte a
nadie ni ayude a nadie a darse muerte, es porque la sociedad, con esta nueva ley penal, estaría
modificando los bienes jurídicos que tutelaba con esos delitos.
Lo que este proyecto de ley modificaría es, entonces, el bien jurídico tutelado por los delitos
de homicidio y de determinación o ayuda al suicidio.
Es una cuestión netamente social, no individual.
Lo que se discute es si, para la sociedad en su conjunto, la vida humana es un bien jurídico a
tutelar mediante la ley penal, de un modo igual para todo ser humano (independientemente de
su grado de autonomía, de salud, o de sufrimiento), y de un modo absoluto (es decir, sin que
dependa de ninguna voluntad, tampoco la de la propia víctima). Éste es el bien jurídico
tutelado actualmente: la vida humana como derecho inherente a la condición humana, la
dignidad inherente de esa vida y, por tanto, el igual derecho a la vida y a su protección legal
para todo ser humano, y el carácter absoluto e irrenunciable de ese derecho.
En el derecho penal vigente es claro el carácter indisponible, irrenunciable del bien jurídico
vida. En este sentido, Miguel Langon Cuñarro, al analizar el delito previsto en el artículo 315
del Código Penal (determinación o ayuda al suicidio), afirma: «es una de las normas del
Código que expresa muy claramente la idea de que algunos bienes jurídicos “personales», no
son sin embargo disponibles» (Langon, 2018, 821, énfasis añadido).
El proyecto de ley modificaría ese bien jurídico tutelado: la vida y su carácter digno no sería
un derecho inherente a la condición humana, sino que dependería de la condición de salud o

27
sufrimiento, de que sea o no sea un ser humano «eutanasiable»15; pues si lo es, su derecho a la
vida será renunciable, no será considerado un bien jurídico tutelable por la ley penal como
bien social, con un valor objetivo, inherente.
Una aclaración: esta expresión «eutanasiable» nos pertenece. Con ella nos referiremos,
brevitatis causa, a las personas que se encuentran en la situación en la que, según esta
sentencia (que es la misma que suele ser considerada por las leyes o proyectos de leyes de
eutanasia y o suicidio médicamente asistido), sería lícito darles muerte o ayudarlas a darse
muerte sin que ello se considere delito de homicidio o de asistencia al suicidio. Son personas
con enfermedades gravemente incapacitantes o irreversibles; en general, se consideran dentro
de estas a las enfermedades terminales (aunque no está claro el límite de la «terminalidad»; y
también se incluyen el sufrimiento o dolor físico o moral, de carácter grave o insoportable. En
algunos casos, como en la sentencia que ha sentado el precedente de la eutanasia en
Colombia, se exigen conjuntamente ambos requisitos: enfermedad terminal y sufrimiento
insoportable; en otros, como en el caso del proyecto de ley de Uruguay, se puede dar uno u
otro requisito. En algunos países se exige como condición para ser «eutanasiable» el ser
mayor de edad; en otros países, se ha incluido a los menores, con o sin autorización de los
padres, según la edad que tengan. Y, en Holanda, hay un proyecto de ley para incluir como
«eutanasiable» a los mayores de determinada edad, con sólo la alegación de estar cansados de
vivir.
Continuando con el análisis de la propuesta de legalización de la eutanasia en Uruguay,
podemos concluir que no se pretende sólo contemplar situaciones particulares excepcionales,
y no penalizar al médico que actúa por compasión, ante súplicas reiteradas de la víctima,
manteniendo la prohibición y el carácter delictivo de la acción de dar muerte a cualquier
persona y, con ello, conservando el bien jurídico tutelado. Como vimos, eso ya está previsto
en la ley vigente, en el artículo 37 del Código Penal. Lo que se busca con este proyecto es
cambiar ese bien jurídico: que la sociedad diga que, en cualquier caso (y no sólo en un caso
excepcional, examinado por el juez teniendo en cuenta sus particularidades), si alguien cae
dentro del grupo de los «eutanasiables», no tendrá dignidad ni derecho a la vida inherentes a
su condición humana, por lo cual podrá renunciar a ellas y establecer el derecho del médico
a matarla. No será relevante el motivo por el que actúe el médico, ni sus antecedentes: sólo
importará que respete la libertad del paciente.

15
Así le llamaremos, para abreviar, a la persona a la que se le puede aplicar la eutanasia según
las normas de legalización de la eutanasia, que siempre exigen determinadas condiciones para que sea
admisible la petición de eutanasia.
28
Si se tiene una enfermedad terminal, incurable e irreversible, o si se padece de un sufrimiento
insoportable, esa vida (esa persona) tendrá un valor relativo (dependerá de que el sujeto se
valore; si él no se valora, y tal juicio es confirmado por dos médicos, dejará de ser una vida
que no se debe matar), y será un derecho renunciable (si renuncia a seguir viviendo, perderá el
derecho a vivir, y el médico al que dirigió su solicitud de eutanasia o suicidio asistido perderá
su deber de no matarlo y de no ayudarlo en su suicidio: tendrá el derecho-libertad de darle
muerte o de ayudarlo a darse muerte). En cambio, si una persona es sana y no tiene un
sufrimiento insoportable, tendrá una vida que la ley penal (la sociedad) considerará que tiene
un valor de dignidad: todos deben respetarla, nadie puede matarla, el Estado debe protegerla
mediante la sanción penal, y no depende de la valoración del propio sujeto, ni de su renuncia,
pues será irrenunciable.
De esta forma, a través de la ley penal, la sociedad estará señalando que hay dos grupos de
personas: unos con dignidad absoluta (en el sentido de que no depende de su propia
valoración) e irrenunciable, y otros con un valor relativo (depende de que ellos se valoren a sí
mismos) y un derecho a la vida renunciable: personas a las que se las podrá matar si lo
piden.
Pero todos, sanos y enfermos, dejaremos de tener una dignidad y derechos humanos
inherentes a nuestra condición humana: no tendremos un valor supremo absoluto (dignidad)
por ser humanos, sino por estar sanos y sin dolor: no deberemos ser valorados por ser
humanos, sino por estar sanos y sin dolor; por lo tanto, podremos perder esa dignidad.
En rigor, el grupo de los «eutanasiables» no tendrán «su vida» protegida por la ley penal. Su
vida será considerada sin ningún valor. Pues al homicida no se lo penará por haberle quitado
su vida, sino por no haber respetado «su libertad».
Los más vulnerables, los que más ayuda, alivio, cuidado, acompañamiento y valoración
requieren, no serán valorados, ni ayudados, ni aliviados, ni cuidados por la sociedad, que
dirá que carecen de valor, de dignidad, su vida no vale la pena ser vivida: por eso, deja de
ser un bien jurídico tutelable por la ley penal: la sociedad no se siente obligada a valorar y
proteger esas vidas. Si la ley penal protegiera la vida de los «eutanasiables», si ésta fuera un
bien jurídico para la sociedad, no sería renunciable, pues los bienes jurídicos tutelados son
«de la sociedad»: no son bienes disponibles por el individuo particular, son «de orden
público».
La pregunta que cabe hacerse es: ¿es conveniente este cambio de los bienes jurídicos de
nuestra sociedad? Es más: ¿es jurídicamente admisible tal cambio? La primera cuestión será
abordada desde la perspectiva social y política en el capítulo IV, y desde la experiencia

29
internacional y de la historia, respectivamente, en los capítulos V y VI. La segunda (y, en gran
medida también la primera), en los dos siguientes capítulos II y III.

La eutanasia, en este proyecto, no crea un «derecho a morir», sino un «derecho a matar»

El proyecto «se limita» a modificar la ley penal: no crea derechos para el paciente

Por lo explicado en el apartado precedente, queda al descubierto cuál es el principal problema


que plantea este proyecto. No es algo menor. Es si la sociedad puede cambiar un bien jurídico
tutelado de tal importancia como lo es la igual dignidad inherente de todo ser humano.
Principio que es el fundamento de nuestra sociedad, que determina su justificación, su
finalidad y sus reglas básicas de convivencia; principio que es el fundamento de los derechos
humanos, sin el cual estos dejan de existir; principio del cual deriva la primer regla de
convivencia: la prohibición de matar a quien no atenta contra la vida de nadie.
Por ello, cuando el Diputado Ope Pasquet afirma que este proyecto establece un mínimo, que
se limita a sólo eliminar el carácter delictivo de la acción de «dar muerte» (en la eutanasia) o
de «ayudar a darse muerte» en situaciones especiales…, no es de despreciar el cambio radical
que implicaría la sanción de esta ley. No sólo por sus consecuencias previsibles, sino por lo
que ya significa que la sociedad cambie sus valores fundamentales.
Sin embargo, esta insistencia de Pasquet en el carácter limitado de este proyecto, de que se
circunscribe al aspecto penal, sirve también para concluir con lo que es la pregunta que nos
formulamos en este capítulo: ¿qué es y qué no es la eutanasia y el suicidio asistido en este
proyecto?
Las anteriores clarificaciones refieren a cualquier ley de eutanasia. En cambio, la que ahora
haremos surge de la limitación de este proyecto a sólo el aspecto penal. Como no modifica
otras normas legales (las anteriormente analizadas), tiene un alcance limitado, a diferencia de
otras leyes de eutanasia (como la recientemente aprobada en España). Por eso, estas
consideraciones sólo son aplicables a este proyecto de ley.
La ley proyectada no consagra ningún nuevo derecho para el eutanasiable. No crea un derecho
a la eutanasia o al suicidio médicamente asistido. Sólo establece el derecho (causa de
justificación) del médico a dar muerte o a ayudar a dar muerte, sin que la sociedad pueda
considerar que tal acción es delito. No crea un derecho a morir, sino un derecho a matar.
Las consideraciones que haremos a continuación, en este sentido, no deben hacernos olvidar
que, como ha señalado reiteradamente el Dr. Ope Pasquet (y como indica la experiencia de la

30
pendiente resbaladiza de otros países que han legalizado la eutanasia), este proyecto es sólo
un primer paso. Luego vendrá la consagración de un «derecho» a la eutanasia, que es un
«derecho» a perder el derecho a la vida y, con ello, el «derecho» a perder todos los derechos
humanos.
¿Por qué decimos que el proyecto de ley no establecería un «nuevo derecho» para el paciente?
Como señala la exposición de motivos, el proyecto

… no impone al Estado, ni a los médicos, ni a nadie, el deber de practicar la eutanasia


activa ni el de asistir al suicidio de quien lo solicite, en ninguna circunstancia.
Lo que el proyecto hace es declarar que no comete delito el médico que practica la
eutanasia activa, ni el que ayuda a otro a suicidarse, si cumple con las disposiciones de la
ley. (Pasquet et al., 2020, marzo, p. 4)

Si no hay nadie que tenga un deber ante el supuesto «nuevo derecho», tal derecho no existe: al
menos, no como un «derecho reclamo». Este primer tipo de derecho subjetivo es aquel que
consiste en que «otro sujeto jurídico tiene el deber de realizar una acción en favor del sujeto
titular» (Massini, 2005, pp. 80-81). [Es muy conocida la clasificación de los derechos
subjetivos que realiza Wesley Holfeld: derechos reclamos, derechos libertades, poderes e
inmunidades. Massini, considera que todos pueden incluirse en alguna de las dos primeras
categorías. También incluye en esos dos grupos a las potestades y a los privilegios (Massini,
2005, pp 80-82)]. Este proyecto de ley no establece ningún derecho reclamo para el enfermo
terminal o el que padece sufrimientos insoportables. No tendrá derecho a que un médico le dé
muerte o lo ayude a darse muerte. No podrá exigirlo. Si no encuentra un médico que quiera
hacerlo, no conseguirá su propósito.
¿Hay acaso un nuevo «derecho libertad» del paciente? (Es decir, aquel derecho que se tiene
«cuando otro sujeto no tiene el derecho de impedir la conducta del titular» —Massini, 2005,
p. 81—). Tampoco. Porque lo que regula el proyecto de ley como derecho (causa de
justificación) no es una acción del sujeto titular («el eutanasiable»), sino de un tercero: el
médico.
A quien la ley le otorgaría un nuevo derecho libertad es al médico: la libertad de dar muerte
o ayudar a darse muerte al «eutanasiable» que se lo solicita. Es un tipo particular de derecho
libertad que se denomina «privilegio»: término con el que se «designan el poder o la
posibilidad de realizar ciertas acciones que no están permitidas a la generalidad de los sujetos
jurídicos» (Massini, 2005, 82). Además del privilegio establecido con carácter general en la

31
ley, el médico contaría también con un «permiso»: una «autorización de otro sujeto,
esencialmente revocable, para realizar una cierta conducta» (Id, p. 81). El médico tendría un
privilegio y un permiso para matar.
El único «derecho» que, indirectamente, pasaría a tener el «eutanasiable» en virtud de este
proyecto sería el «poder» de celebrar un acuerdo con un médico que tendría como objeto
renunciar a su derecho a la vida y otorgarle al médico el permiso para «darle muerte» o
«ayudarlo a darse muerte». Como señala Massini (2005, 81), los poderes «suponen la
capacidad de modificar (…) situaciones jurídicas de otro o propias». Tales «situaciones
jurídicas se refieren siempre, aunque sea en última instancia, a conductas…». En este caso, el
«eutanasiable» tendría un poder para otorgar al médico un permiso, consistente en un
derecho-libertad de darle muerte o de ayudarlo a darle muerte sin que tal acción pueda
considerarse delito.
Hasta ahora, ninguna persona tiene tal poder: aunque otorgue ese permiso, no modifica la
situación jurídica suya ni la del médico.
En el régimen actual, todo ser humano es «persona», con dignidad inherente a su condición
humana y, por tanto, su ser personal, su existencia, su vida, es digna, indisponible,
irrenunciable. En cambio, según el proyecto, para la ley penal, el «eutanasiable» pasaría a ser
«cosa»: sin valor inherente; por lo que, si él no valora su ser, su vida, ésta perdería su valor; y
si consigue un médico que esté de acuerdo con él en ese juicio sobre el valor de su vida, ésta
podría ser eliminada por ese médico.
Con el régimen actual, todos tienen, ante la sociedad, ante la ley penal, el deber de no dar
muerte a nadie; deber que sólo se suspende por el deber de defender la propia vida y la de los
demás, ante un ataque injusto. Este deber proviene de la condición de ser humano, de su
dignidad inherente. Con el proyecto de ley, los médicos dejarían de tener este deber respecto a
alguien que es un ser humano, por dos motivos que deben darse conjuntamente: a) porque
estaría en la categoría -creada por la ley- de los «eutanasiables», que no tendrían una
dignidad inherente ni, consecuentemente, un derecho a la vida inherente (y, por tanto,
irrenunciable); y b) porque su derecho a la vida sólo estaría sostenido por su libertad: por su
voluntad de vivir, de valorar su vida; y habría renunciado a ese derecho, habría dejado de
valorar su vida: por lo cual, su vida ya no tendría ningún valor: ya no habría deber de no
matarlo ni consecuente derecho a la vida. El deber de no matar y el correspondiente derecho a
la vida no dependerían de esa dignidad intrínseca sino de la voluntad, de la libertad.
El único nuevo «derecho» que se daría al paciente es este «poder» de renunciar al derecho a
vivir. Es un «poder» que estaría sujeto a otro poder: el del médico, que podría determinar, con

32
su juicio, que quien solicita la eutanasia o la asistencia al suicidio es «eutanasiable» de
conformidad con la nueva ley; y que, además, tiene otro «poder»: la libertad de aceptar el
pedido. Si no se ejerce libremente ese doble poder de un médico, el «poder» del
«eutanasiable» carece de toda eficacia.
La pregunta que queda es si una persona puede tener tal poder jurídico. Y si tal poder es
realmente un «derecho». A la primera, responderemos más detenidamente en el siguiente
capítulo. A la segunda, contestamos a continuación.
Con el ejercicio de estos poderes del médico y del «eutanasiable», no nacería ningún derecho
reclamo ni derecho libertad de éste, sino sólo un derecho libertad del médico. Un tipo
particular de libertad: un privilegio, obtenido por la ley penal y por el permiso del
«eutanasiable».
El paciente no adquirirá ningún nuevo derecho. Porque si el poder de modificar una situación
jurídica no es para otorgarse un derecho a él, sino para otorgar un derecho a otro, por haber
renunciado a un derecho propio, ese poder no genera ningún derecho propio. El único
«derecho» que adquiriría el paciente es el poder de perder sus derechos.
El «privilegio» es para el médico: éste tendría una «ley privada» por la que podría «realizar
acciones que no están permitidas a la generalidad». Para el «eutanasiable», el «privilegio»
sería el «poder» de pasar, de estar protegido por la ley penal, a estar desprotegido. Un raro
«privilegio» por el cual su vida no integraría el bien jurídico tutelado por la sociedad en los
delitos de homicidio y ayuda al suicidio: sería excluido del grupo (que hasta ahora son todos
los seres humanos) de quienes tienen una vida que vale, que tiene dignidad, que posee un
valor inherente a su condición humana y, por tanto, indisponible e irrenunciable.
Tales privilegios, en principio, sólo tendrían efectos penales: determinarían que el médico
tenga un derecho a que la sociedad, mediante la ley, considere que estas acciones prohibidas
por otras normas y derechos fundamentales no son delito, porque él tendría una «causa de
justificación».

La prohibición de la eutanasia por la Ley N.º 19.286 (Código de Ética del Colegio
Médico) subsiste

El proyecto de ley sólo declara que el médico no cometería delito si realiza las acciones de dar
muerte o ayudar a darse muerte en las condiciones previstas en la norma. Pero que algo no sea
delito no quiere decir que haya un derecho libertad de hacer el acto que no es delito, pues
puede estar prohibido por otra norma. Así, por ejemplo, no es delito no pagar los alquileres,

33
pero uno no tiene derecho libertad de no pagarlos, sino que tiene el deber contrario: debe
pagarlos.
En este caso, es claro que, además de por otras normas constitucionales y de derechos
humanos, la eutanasia está prohibida por la Ley N.º 19.286 (Código de Ética del Colegio
Médico), artículo 46, y tanto la eutanasia como la asistencia al suicidio están prohibidas por el
derecho a una muerte digna, definida como muerte natural, en el artículo 17 de la Ley N.º
18.335 (de derechos de los pacientes) que, además, prohíbe expresamente la eutanasia.
Que un médico «dé muerte» o «ayude a darse muerte», a pedido, a quien el proyecto
considera «eutanasiable», no sólo es contrario al deber que aquel tiene ante la sociedad por lo
establecido en los delitos de homicidio y ayuda al suicidio, sino que también es contrario a las
normas que establecen los derechos de los pacientes (Ley N.º 18.335) y los deberes de los
médicos (Ley N.º 19.286), y a otras normas constitucionales y de derechos humanos.
Sin embargo, el proyecto de ley no modificaría expresamente ninguna de estas normas. Y,
según expresa en su exposición de motivos, tampoco tiene intención de hacerlo tácitamente.
Sí hay un propósito manifestado por el Diputado Ope Pasquet: que esto sea un primer paso
para luego avanzar con otras reformas legislativas.
Concretamente, respecto a la Ley N.º 19.286 que contiene el Código de Ética del Colegio
Médico, el Diputado ha reconocido que la Ley de eutanasia y suicidio médicamente asistido
no tendría ninguna eficacia si los médicos no modifican su Código de Ética: no se lograría
que éstos puedan hacer eutanasias, porque, si bien no cometerían un delito penal, sí violarían
la prohibición de esa ley y, por consiguiente, podrían ser sancionados con la suspensión del
título.
En definitiva, la aprobación de este proyecto tendría como propósito constituir una presión
para que los médicos modifiquen la finalidad de su profesión: desde hace 26 siglos, es
prevenir las enfermedades, curarlas y, cuando no es posible, acompañar y aliviar al paciente
en la medida de lo posible; ahora, se eliminarían estas últimas finalidades (funciones –
deberes profesionales) cuando la enfermedad es incurable, y se sustituirían por la función
privativa (exclusiva de los médicos) de dictaminar que la vida del paciente carece de valor
intrínseco, por lo que estaría permitido darle muerte, y la función de ser él mismo el
encargado de darle muerte o de ayudarlo a darse muerte, si se lo solicita.
La presión estará dada por el hecho de que la sociedad, en su conjunto, a través de esta ley, le
estará diciendo a los médicos: ya no entendemos que la vida de los «eutanasiables» tenga un
valor intrínseco fundamental, como para protegerla mediante la ley penal; le encargamos a los
médicos esta nueva función; deberían prescindir de su ética profesional, para atender a esta

34
nueva finalidad social: si no, los «eutanasiables» no podrán lograr su interés de que un médico
les dé muerte o los ayude a matarse.

Tampoco se modifican los derechos de los pacientes: siguen teniendo «derecho a


una muerte digna», natural

El proyecto de ley tampoco modifica la ley que regula la eutanasia desde el otro punto de
vista, el de los pacientes. El paciente tiene un derecho a una muerte digna, que implica que se
respete su derecho a la vida (a no ser matado) hasta el fin de su vida. Porque la persona es
siempre digna y, por eso, genera el deber de actuar respetando esa dignidad. Por eso, una
muerte digna es una muerte rodeada de acciones libres que respeten esa dignidad. Y la
primera acción libre exigida, de modo absoluto, por esa dignidad, es la omisión de matar: el
paciente tiene derecho a morir de muerte natural, derecho a no ser matado, a no morir como
consecuencia de una acción libre realizada con la «intención de matar», de «dar muerte».
Este derecho a una muerte natural es el núcleo esencial del derecho a la vida: el mínimo
exigido por este derecho, de modo tal que siempre, en cualquier circunstancia, debe
respetarse, sin que quepa la posibilidad de excluir su aplicación invocando otro derecho.
Como el proyecto de ley se limita al aspecto penal, no elimina el derecho a la vida (el derecho
a una muerte natural): no lo protege mediante la ley penal (como valor esencial de la
sociedad, como bien jurídico tutelable), pero no deroga las normas de las que surge el derecho
a la vida y el consecuente deber de no matar. Obviamente, como se verá en el siguiente
capítulo, el legislador no tiene potestad para derogar tales normas, que son derechos humanos
fundamentales reconocidos y protegidos en la Constitución y en los instrumentos
internacionales de derechos humanos; tampoco para no dar a todos una igual protección
penal. Pero, formalmente, podría haber optado por derogar la consagración legislativa del
derecho a una muerte digna, que prohíbe expresamente la eutanasia, y no lo está haciendo.
El contrato entre el médico y la persona «eutanasiable», para que aquél le dé muerte o la
ayude a darse muerte, sería un contrato que sólo tendría efectos penales (según lo expresado
en la exposición de motivos). Sería un contrato nulo, sin validez, desde el punto de vista de
las normas civiles, porque su objeto (dar muerte) es ilícito, contrario a lo previsto en la ley de
los derechos del paciente y en la ley del Código de Ética Médica. Si esas normas prohíben la
eutanasia, obviamente están negándole validez a la voluntad del paciente que la solicita (pues
la eutanasia es, por definición, muerte a solicitud del paciente).

35
Por eso, el médico que aplique la eutanasia no podrá excusarse ante los herederos que le
reclamen por daños y perjuicios: no podrá alegar, para no pagarles la indemnización, que hizo
una acción lícita, pues estaba prohibida, entre otras, por la ley de derechos de los pacientes.
Si esta ley se limita al aspecto penal, como señala Ope Pasquet, y las leyes penales sólo
refieren al victimario y su sanción, no a la víctima, la única consecuencia que tendría es que el
médico que da muerte o ayuda a darse muerte tendrá el derecho-libertad de hacer tal acción
sin que sea considerada delito penal. Pero no tiene derecho a hacer la acción sin que se
considere delito civil (acto ilícito y culpable que causa un daño -violación de un derecho-).
La acción dejaría de estar prohibida por el delito de homicidio y de instigación o ayuda al
suicidio. Pero esa misma acción seguiría estando prohibida por la Ley N.º 19.286 (Código de
Ética Médica), artículo 46, y por la ley de derechos de los pacientes (Ley N.º 18.335) que
establece el derecho a una muerte digna, entendida como muerte natural.
Estrictamente, las leyes penales regulan los deberes de las personas respecto al conjunto de la
sociedad: es la sociedad la que tiene derecho a que no se cometan delitos; por eso, es la
sociedad (a través de los fiscales) quien le hace el juicio al que cometió el delito. Con los
actos delictivos también se afectan derechos de los particulares (el derecho de propiedad, el
derecho a la vida o a la integridad física, etc.), pero tales derechos no son directamente
protegidos por la ley penal, sino por la ley civil. También podrían no estar castigadas por la
ley penal acciones que violen derechos irrenunciables que, por serlo, constituyen el orden
público. Por ejemplo: las leyes que establecen los derechos y deberes correspondientes al
salario mínimo y a la limitación de la jornada laboral son de orden público: no es válida la
renuncia a esos derechos, no determina la extinción del deber correspondiente; y, sin
embargo, no es delito no pagar el salario mínimo ni las horas extras.
Por eso, la misma acción (en este caso, la de «dar muerte») agravia a dos sujetos: a la
sociedad (que considera cada vida humana como un bien jurídico suyo, como algo que le
corresponde tutelar con la ley penal, estableciendo delitos y penas) y a la persona a la que se
da muerte.
Por las leyes civiles, en este caso, el médico seguirá teniendo el deber de no matar (Código de
Ética) y el paciente continuará con el derecho a una muerte digna, es decir, a que no lo maten
(ley de derechos de los pacientes).
Por eso, si se aprueba el proyecto, y un médico aplica la eutanasia según lo exigido por la
nueva ley, si los familiares herederos no dieron su consentimiento para renunciar al derecho a
reclamar, la sociedad no podrá iniciar una acción penal contra el médico porque éste tendría
permiso para matar sin que se pueda considerar que cometió un delito, pero los herederos

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podrían iniciarle una acción civil reclamando la indemnización de los daños y perjuicios que
tal muerte ocasionó a la víctima y a sus familiares.

Concluyendo: ¿qué es y qué no es la eutanasia, según el proyecto? ¿Cuáles serían los


cambios respecto al régimen vigente?

Para resumir lo dicho hasta ahora, podemos contestar a la pregunta inicial:


a) ¿Qué es la eutanasia y el suicidio médicamente asistido? Es que un médico «dé
muerte» o «ayude a darse muerte» a quien padezca una enfermedad terminal o
sufrimientos insoportables (persona «eutanasiable»), a su petición.
b) ¿Qué no es?
✓ No es interrumpir o no aplicar medios terapéuticos a un enfermo terminal incurable,
cuando éstos son fútiles: no sirven para curar ni para mejorar el bienestar del paciente.
Esto está prohibido por el derecho y la ética médica, y es contrario a lo que exige la
dignidad inherente de todo ser humano.
✓ No es la sedación paliativa, en la que se «saca de ambiente» al paciente, reduciéndole
o suprimiendo el estado de conciencia, para que no sufra, ante síntomas refractarios
(que no revierten de otra forma), y con el consentimiento del paciente. No se le «da
muerte», se lo alivia. Es la enfermedad la que causa la muerte, no una sustancia letal
que se aplique con esa intención.
✓ No es «morir con dignidad». La persona siempre es digna. Pero cuando la muerte es
producida o acompañada por acciones libres que no respetan esa dignidad, se viola el
derecho a morir dignamente que exige: 1° no ser matado, morir de muerte natural: ello
excluye la eutanasia; 2° ser acompañado, ayudado, aliviado, valorado, respetado en las
propias convicciones: ello excluye la futilidad terapéutica, y exige los cuidados
paliativos.
✓ No es una cuestión individual, de la moral personal, sino una acción de una persona
(un médico) que da muerte o ayuda a darse muerte a otra persona, violando su
derecho a la vida, y violando el derecho-deber de la sociedad de proteger el orden
público (derechos irrenunciables como la vida) y los bienes jurídicos principales de la
sociedad (la igual dignidad inherente de toda persona y los consecuentes derechos
humanos inherentes y, por ello, irrenunciables; primero, el derecho a la vida). Por eso
se modifica una ley penal creando un régimen de excepción respecto a los delitos de
homicidio y ayuda al suicidio.

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✓ Con este proyecto, no se crearía ningún nuevo derecho de los pacientes, sino un
derecho de los médicos a matar o ayudar a matarse sin que sea delito; pero ello sigue
prohibido por otras normas legales, constitucionales e internacionales de derechos
humanos. El enfermo terminal o el que padece «sufrimientos insoportables» no tendrá
derecho a exigir la eutanasia o el suicidio asistido ni al médico, ni al sistema de salud,
ni a la sociedad. Sin embargo, se ha anunciado que luego sí se intentará reconocer este
«derecho»: el «derecho» a renunciar a todos los derechos: derecho a no tener
derechos.
c) cuáles serían las modificaciones que introduciría el proyecto en análisis:
✓ la ley penal discriminará entre (a) los sanos y sin dolor, y (b) los enfermos terminales
o personas con sufrimientos insoportables («eutanasiables»): si se mata a los primeros,
siempre (salvo legítima defensa), será delito; a los segundos, si lo solicitan a un
médico (cumpliendo ciertas formalidades), éste tendrá derecho de «darles muerte» o
de ayudarlos a «darse muerte». Por ahora, está prohibido matar o ayudar a darse
muerte a todos los seres humanos por igual.
✓ La ley penal exceptuará a algunas personas (los médicos) de la prohibición penal de
no dar muerte y de ayudar a darse muerte a los «eutanasiables» que se lo soliciten; si
lo hace otro que no sea médico, cometerá delito. Por ahora, todos los seres humanos
tienen prohibido matar o ayudar a darse muerte a cualquier ser humano.
✓ La sociedad, que tiene el deber de proteger sus valores más importantes a través de la
ley penal, considerará que sólo debe proteger la vida independientemente de la
voluntad de esa persona si está sana, sin dolor, si es autónoma: no valorará la vida de
toda persona, sino la salud, la autonomía, la ausencia de dolor. Considerará, que no
toda vida humana (todo ser humano) es digna por ser humana (es lo más valioso y, por
eso, debe ser valorada), que no todos tienen derechos irrenunciables por ser seres
humanos (los llamados derechos humanos): en primer lugar, el derecho a la vida; que
no son todos iguales en dignidad y derechos humanos: que algunos no tienen ningún
valor si ellos no se valoran y si un médico, de acuerdo con la ley y la sociedad, no los
valora, que hay alguien (ese médico) con derecho a matarlos. Por ahora, la sociedad, a
través de la ley penal considera como un valor o bien jurídico fundamental, la igual
dignidad de todo ser humano, de su vida, por el sólo hecho de ser humano, y por eso la
protege siempre (salvo que libremente atente contra otra vida igualmente digna), sin
importar si él la valora.

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Concluyendo: aclarando prejuicios y términos

Del análisis de la norma proyectada y de las vigentes en Uruguay surge de modo claro cuál es
el sentido de muchos términos que suelen emplearse con un sentido ambiguo o vago, y cuyo
alcance es necesario determinar, como paso previo para un debate de buena fe.
En primer lugar, no se debe confundir eutanasia con adecuación del esfuerzo terapéutico (que
excluye el encarnizamiento u obstinación terapéutica), ni con la voluntad anticipada de
negarse a tales tratamientos. Esta es una confusión muy extendida. Aunque algunos
denominen esta situación con el término “eutanasia pasiva», no es conveniente utilizar tal
expresión porque induce a error: la eutanasia, como delito de homicidio que es, podría
cometerse por acción u omisión, pero para que la omisión cause el efecto de “dar muerte»,
debe tratarse de la omisión de una acción debida; y no lo será si tal acción es la definida como
fútil. En el derecho uruguayo tal definición está prevista legalmente en la ley de derechos de
los pacientes y en la que consagra el Código de Ética del Colegio Médico. En otros
ordenamientos podría tomarse un concepto similar: cuando no es esperable (según un juicio
conforme al arte médico) que la persona se cure con un determinado tratamiento, estudio o
medida terapéutica, y tampoco que estos mejoren su bienestar, el médico no sólo no tiene el
deber de realizar o mantener esos actos o medidas, para prolongar la vida que, sin ellos,
terminaría de modo natural, sino que tiene el deber contrario según las reglas de arte de su
profesión. En cambio, sí tiene el deber de no abandonar al paciente, aunque su enfermedad
sea incurable y terminal, y brindarle, por lo menos, aquellos cuidados ordinarios que exigen
su dignidad y bienestar, como la alimentación e hidratación y calmar el dolor, cuando estos
fines son posibles.
Otra confusión habitual es creer que, cuando se aplica una «sedación paliativa» en estado
terminal, se está haciendo una eutanasia. Es confundir ayudar a morir sin dolor y eutanasia.
Lo primero, es ayudar a no tener dolor cuando se muere; en el segundo, es producir la muerte
para que, como consecuencia lógica, al no existir el sujeto, también desaparezca el
sufrimiento del sujeto.
«Morir con dignidad», o «muerte digna», en el ordenamiento jurídico uruguayo tienen un
significado claro, que excluye expresamente la eutanasia. Por lo que es incorrecto emplear la
expresión para denominar una realidad opuesta desde el punto de vista jurídico. Fuera del
ámbito uruguayo, tampoco es correcto emplear la expresión «dignidad» o «digno» para
referirse a una acción que supone negar tal dignidad, entendida según su sentido habitual y

39
según el sentido con que ha sido empleada por la misma Declaración Universal de Derechos
Humanos, conforme se verá con más detalle en el siguiente capítulo.
No estamos ante una «acción privada» de las personas, en la que los demás (la autoridad del
Estado) no deben intervenir. Como se verá con mayor detenimiento en el siguiente capítulo
(infra 0, p. 48 y ss.), estamos ante una acción intersubjetiva (que realiza un sujeto y que viola
el derecho de otro sujeto) y que afecta:
• al orden público: a los valores fundamentales de la sociedad que no son disponibles
por acuerdo entre los particulares directamente involucrados;
• y, dentro de los bienes de orden público, a los principales bienes jurídicos que, como
tales, son tutelados por la ley penal;
• y, dentro de estos bienes jurídicos tutelados penalmente, al primer y fundamental
derecho humano, la vida, y a la igual dignidad inherente de todo ser humano, que
constituye el fundamento y fin del derecho y de la sociedad.
Tampoco es congruente hablar de un «nuevo derecho», cuando lo único que hace el proyecto
de ley uruguayo es permitir al sujeto pasivo renunciar a su derecho a la vida y, con ello, a
todos sus derechos, y, en cambio, otorga al médico el privilegio (derecho – libertad) de dar
muerte a los «eutanasiables» que hayan renunciado a sus derechos otorgándole permiso para
matarlos. Menos aún, como veremos en los dos capítulos siguientes, puede hablarse de un
nuevo «derecho humano».
Por último, diremos algo sobre el muy común prejuicio por el que se afirma que la oposición
a la eutanasia se debe a motivos religiosos.
Según este prejuicio, tales fundamentos provendrían, además, de una imposición heterónoma,
de un Dios que limita la libertad de las personas. Entonces, se señala, si los que aceptan a ese
Dios y sus mandatos creen en Él, y quieren obedecerle, están en su derecho, en su libertad de
religión y de conciencia; pero no tienen derecho a imponer a otros esa creencia, estableciendo
esas prohibiciones para los que no comparten su religión.
También, se piensa, esas concepciones religiosas (concretamente, el cristianismo) son
contrarias a la razón: valoran el sufrimiento como si fuera algo bueno, algo con lo cual, según
su creencia, Dios habría salvado a los hombres, y con lo que el hombre puede unirse a los
sufrimientos de Cristo y cooperar en la redención de sí mismos y de la humanidad.
Finalmente -se alega- las religiones monoteístas consideran que Dios es creador, y que la vida
es un don de Dios, que hay que administrar, y del que habrá que dar cuenta; y, por ello, la
persona no sería dueña de su propia vida.

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No analizaremos si estos prejuicios sobre lo que pensaría un creyente son ajustados o no a las
creencias de las principales religiones. Tampoco nos pronunciaremos sobre en qué medida
una persona que practica una religión y que es contraria a la legalización de la eutanasia acude
a algunos de estos argumentos. Sólo, como aclaración, acotamos que no aliviar el dolor,
pudiendo hacerlo, es contrario a la ética racional y también a lo que enseñan, al menos, las
grandes religiones monoteístas: en el cristianismo, es contrario a la caridad e implica tentar a
Dios.
Ciertamente, puede que haya argumentos de índole religiosa (que dependan de la fe que cada
uno profese) que fundamenten la ilicitud de la eutanasia y del suicidio asistido, pero las
explicaciones que se han dado y se darán en este análisis se basan en argumentos racionales,
que todos podemos compartir y que son la base de la convivencia social, del derecho y de la
ética racional.
Es más, como veremos en el siguiente capítulo con mayor detenimiento, partimos de un
concepto que es clave de la ética, del derecho y de la convivencia social, y que consideramos
que es compartido por la civilización contemporánea: la dignidad inherente a la condición
humana de cada persona. Tal concepto puede entenderse con la sola inteligencia natural.
Ciertamente, lo que se comparte es el concepto, no necesariamente sus fundamentos
filosóficos y religiosos. Por eso, no ingresaremos a la consideración de esos fundamentos. Sí
señalaremos cómo ese concepto sobre el que hay consenso es la clave, la piedra fundamental
sobre la que se sustentan la ética, el derecho, los derechos humanos y la sociedad
políticamente organizada en las democracias sustanciales16.
No se trata de religión: se trata de respeto a la vida, a la dignidad de la persona, como veremos
luego. Sobre este principio se ha desarrollado también la medicina desde sus orígenes hasta
nuestros días, y, en particular, sobre este fundamento se ha desarrollado en los últimos años la
medicina paliativa, cumpliendo una importante función de rehumanización de la medicina,
que rechaza la eutanasia y el suicidio asistido como la negación de su finalidad esencial.
El concepto de dignidad inherente de todo ser humano es, pues, en primer lugar, un concepto
jurídico, no religioso: el primer y fundamental concepto jurídico.
El análisis que estamos haciendo en los tres primeros capítulos es jurídico. Después de haber
visto en este primer capítulo en qué consiste la eutanasia y el suicidio médicamente asistido

16
Sobre la pluralidad y amplitud de la aceptación de este concepto fundamental de dignidad
inherente, por representantes de distintas concepciones filosóficas, políticas y religiosas, nos
remitimos al análisis de la historia de la redacción de la Declaración Universal de Derechos Humanos,
infra 0 y 0, pág. 65 y ss.
41
desde un punto de vista jurídico positivo (según lo que se propone como proyecto de ley en
Uruguay y según las normas legales vigentes), en el siguiente capítulo nos centraremos,
también desde una perspectiva jurídica, en lo que, a nuestro juicio, es el núcleo más
importante de esta modificación legal: lo que implica en sí misma. Nuestra conclusión es que
se está afectando a un derecho que es el primer y fundamental derecho humano, el derecho a
la vida, reconocido en la Constitución y en los instrumentos internacionales de Derechos
Humanos como un derecho inherente a todo ser humano y que es, por tanto, inviolable e
irrenunciable. Y también, que se está afectando al concepto jurídico que fundamenta todos los
derechos: la igual dignidad inherente de todo ser humano, que determina que cada uno tenga
un valor absoluto, no relativo, que obliga a todos, también al Estado, que debe reconocer, en
sus leyes, esa igual dignidad esencial.
Por eso, en el capítulo II, veremos, también desde la perspectiva jurídica, cómo no es
compatible con la Constitución (de Uruguay, pero tampoco con las de los demás Estados de
Derecho), ni con los instrumentos internacionales de Derechos Humanos, una interpretación
de la dignidad, del derecho a la vida y del derecho a la libertad como las que pretenden los
promotores de la legalización de la eutanasia y del suicidio asistido.
Luego, en el capítulo IV, analizaremos el mismo concepto de dignidad desde la perspectiva de
la filosofía política, como valor que es base de la convivencia social, de la ética y, en
particular, de la profesión médica. Todas esas perspectivas no son religiosas, y comparten la
misma base fundamental: la igual dignidad inherente de toda persona. Y, desde esas
perspectivas, se considerarán también las consecuencias a las que lleva el desplazamiento de
este fundamento por el de los dos conceptos claves de las propuestas de legalización de la
eutanasia, con los que se pretende sustituir el de dignidad: el de una libertad desvinculada de
la dignidad inherente del ser humano y el de vidas que no merecen ser vividas.
En el capítulo V, emplearemos una perspectiva histórica, sociológica y de derecho comparado
para ver cuáles son las consecuencias previsibles de la legalización de la eutanasia y del
suicidio asistido, no sólo como consecuencias lógicas de la afectación del valor básico de la
dignidad inherente de toda persona, que es fundamento de nuestra civilización, sino también
en la experiencia práctica de los países que han aprobado leyes similares.
Finalmente, en el capítulo VI, también adoptaremos una perspectiva histórica para ver cómo,
en la Alemania nazi, se emplearon similares fundamentos teóricos para los primeros proyectos
legales y el primer programa de eutanasia, y cómo la clave de tales horrores fue la violación
de este fundamento de la igual dignidad inherente de todo ser humano, y que, por eso, su

42
reconocimiento fue puesto como principio fundante de la Declaración Universal de Derechos
Humanos de la ONU, en 1948.

43
Capítulo II
¿El Parlamento tiene potestad jurídica para hacer este cambio?

Resumen introductorio

Aclarado en qué consiste el cambio legislativo que propone el proyecto de ley de eutanasia y
suicidio médicamente asistido, la pregunta que corresponde responder es la siguiente: ¿el
legislador tiene potestad para introducir esta modificación, o ésta implicaría violar normas
jurídicas a las que debe someterse en su actividad legislativa?
En el debate público sobre la eutanasia, se reconoce que la ley penal protege bienes jurídicos
fundamentales que son de orden público (que los individuos no pueden disponer de ellos),
pero algunos consideran que ese orden público es variable, y que actualmente deberían
cambiarse esos valores, y las reglas que derivan de ellos. Si esto fuera así, habría que discutir
por qué conviene este cambio, qué consecuencias previsibles tendría, qué ha pasado en otros
países que han tomado este camino. Pero, previamente, hay que cuestionarse si no hay
principios y normas que prohíben estos cambios, que determinan derechos anteriores que el
legislador debe respetar.
Así es. El primer principio que debe respetar todo ser humano, incluyendo al legislador, es la
dignidad inherente de todo ser humano. Tal principio se expresa en otro, también
fundamental: la existencia de derechos inherentes, entre ellos, el derecho a la vida. Por ser
inherentes a la condición humana, esa dignidad y ese derecho humano a la vida son iguales
para todos, no son otorgados por el Estado, sino que lo obligan a él (al Parlamento y a las
mayorías), son absolutos (deben respetarse siempre), e irrenunciables (no dependen de la
voluntad humana sino de que sea humano).
De este primer principio deriva la primera regla de la convivencia social: la prohibición
absoluta de matar. No hay otro valor mayor que cada ser humano, su vida. Esto es lo que
significa dignidad de la persona. De ello deriva que siempre debe ser valorada, no matada.
Sólo es lícito matar en la medida en que sea estrictamente necesario para proteger una vida
humana injustamente atacada. En ese caso, no se estaría considerando algo de valor mayor:
las dos personas valen igual, pero una no está respetando ese valor y, para hacerlo respetar, es
necesario matarla.

44
Una sociedad que no tenga esta regla mínima de convivencia no es un Estado de Derecho,
sino de fuerza, de facto, en el que no prima la igual dignidad de cada uno, sino el mayor o
menor poder que se tenga para imponer la propia voluntad.

Dignidad y derechos inherentes

La Constitución de la República Oriental del Uruguay, en su artículo 72, reconoce (no crea) la
existencia de derechos «inherentes a la personalidad humana». Por su parte, la Convención
Americana de Derechos Humanos (en adelante, CADH, 1969) señala que «es persona todo
ser humano» (artículo 1.2), y el artículo 21 del Código Civil uruguayo, que son personas
«todos los individuos de la especie humana» (Ley Nº 16.603,1994, octubre 19). El legislador
está obligado a reconocer que todo ser humano es persona, y que tiene derechos inherentes a
su condición de persona, es decir, a su condición de ser humano.
Como explica Kant en La Metafísica de las Costumbres, que cada ser humano sea persona
significa que «no posee simplemente un valor relativo, o sea, un precio, sino un valor
intrínseco: la dignidad» (2012, 44). Las «cosas» tienen un valor relativo o «precio»: depende
de que sea valorado para otros fines; las personas, en cambio, tienen un valor absoluto o
«dignidad»: generan, en las personas, el deber de valorarlas como fines, no como medios para
otra finalidad. Las cosas valen porque son valoradas; las personas deben ser valoradas porque
valen, con un «valor interno absoluto» o «dignidad».

Ahora bien, el hombre, considerado como persona, es decir, como sujeto de una razón
práctico-moral, está situado por encima de todo precio; porque como tal (homo
noumenon) no puede valorarse sólo como medio para fines ajenos, incluso para sus
propios fines, sino como fin en sí mismo, es decir, posee una dignidad (un valor interno
absoluto), gracias a la cual infunde respeto hacia él a todos los demás seres racionales
del mundo, puede medirse con cualquier otro de esta clase y valorarse en pie de igualdad.
(Kant, 2008, 298, énfasis añadido)

La dignidad de la persona es intrínseca o inherente. Lo cual significa que sólo depende que se
sea humano; es inseparable, inherente, intrínseca a la esencia humana. La dignidad es
independiente de cualquier otra condición que no sea el carácter o la condición de ser
humano. Y por eso, mientras sea un individuo de la especie humana, la dignidad esencial de
una persona no puede variar ni se puede perder. Es, entonces, irrenunciable: la falta de

45
apreciación de la propia dignidad, o la renuncia voluntaria a esa dignidad no determinan que,
objetivamente, deje de ser humano, ni, por tanto, que pierda esa dignidad. Kant (2008) lo
expresa diciendo que el ser humano «posee una dignidad que no puede perder (dignitas
interna)…» (300, énfasis añadido).
De esta dignidad esencial, derivan los derechos esenciales, los derechos humanos. En efecto:
como el ser humano necesita de los demás para poder desarrollarse plenamente, vive en
sociedad, y ésta tiene como finalidad crear las condiciones para que cada uno y todos puedan
desarrollarse plenamente. Y como cada persona es digna, eso que necesita de los demás
(acciones u omisiones de ellos), son deberes de ellos, y derechos suyos. Aquellas necesidades
que tiene para lograr su desarrollo como ser humano que derivan de su sola condición de ser
humano constituyen sus derechos humanos.
Resumiendo: todo ser humano es persona; toda persona es digna; de la dignidad derivan los
deberes: los demás, con sus actos libres (acciones u omisiones), deben valorarla; si hay
deberes por un lado, por el otro hay derechos. Los derechos son lo que corresponde a cada
uno que los demás hagan o no hagan (sus deberes), para poder desarrollarse como ser
humano. Estos deberes y derechos pueden provenir de necesidades que tiene todo ser humano
por ser humano (por su esencia): son los derechos/deberes esenciales, naturales o humanos; o
pueden provenir de necesidades circunstanciales, históricas, y de la forma concreta en que las
sociedades o las personas, por acuerdos entre ellas, deciden satisfacerlas: son los
derechos/deberes históricos, positivos.
En la Declaración Universal de Derechos Humanos de las Naciones Unidas, de 1948 (en
adelante DUDH) se reconoce que estos «derechos iguales e inalienables» están unidos al
reconocimiento de «la dignidad intrínseca» «de todos los miembros de la familia humana», a
«la dignidad y el valor de la persona humana» (DUDH, 1948, Preámbulo). Y, en el artículo
1°, queda claro que los deberes (el deber de tratar a los otros como iguales en dignidad)
derivan de esta dignidad y consecuentes derechos, y del hecho de que pueden, por estar
dotados de razón y conciencia, reconocer a los otros como seres con la misma dignidad:
«Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos y, dotados como
están de razón y conciencia, deben comportarse fraternalmente los unos con los otros»
(énfasis añadido).
Así señala Pallares (2021) cómo esta correlación entre dignidad, derechos humanos y deberes
correspondientes está reflejada ex profeso en el artículo 1 de la DUDH:

46
…el sitio donde colocaron los deberes buscaba expresar unas convicciones fundamentales
sobre los derechos humanos: las exigencias de la dignidad son, para la persona, tanto un
derecho, como un deber; reclaman el respeto a su valor absoluto como ser humano, pero
también le exigen deberes de solidaridad. (p. 237)

Tanto la Constitución uruguaya, en su artículo 7 [«Los habitantes de la República tienen


derecho a ser protegidos en el goce de su vida, honor, libertad, seguridad, trabajo y
propiedad» (Constitución de la República, 1967, febrero 2)], como la DUDH [En el
preámbulo, señala que es «esencial que los derechos humanos sean protegidos por un
régimen de Derecho…» (DUDH, 1948, énfasis añadido)], y todos los tratados internacionales
de derechos humanos), reconocen que esta dignidad y estos derechos, por ser inherentes o
intrínsecos, no dependen del Estado: éste no los da ni puede quitarlos, y además debe
garantizar su efectivo goce.
Ver, por ejemplo (énfasis añadidos):
✓ Art. 3 de la Declaración Universal de DDHH: «Todo individuo tiene derecho a la vida…»
(DUDH, 1948).
✓ Art. 4 Convención Americana sobre DDHH: «Toda persona tiene derecho a que se
respete su vida. Este derecho estará protegido por la ley y, en general, a partir del
momento de la concepción» (CADH, 1969).
✓ Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos de la ONU: «todo ser humano tiene el
derecho inherente a la vida. Este derecho estará protegido por la ley. Nadie será privado
arbitrariamente de su vida» (PIDCP, 1966).
✓ Convención sobre los Derechos del Niño, en su artículo 6, también señala que «todo niño
tiene el derecho inherente a la vida» (CDN,1989).
✓ La Convención sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad, en su artículo 10,
establece: «Los Estados Partes reafirman que todo ser humano tiene el derecho inherente
a la vida y tomarán todas las medidas necesarias para garantizar su disfrute efectivo por
las personas con discapacidad en igualdad de condiciones con otros» (CDPD, 2008).
Ésta es la finalidad esencial del Estado: dictar leyes, hacerlas cumplir y juzgar según ellas
para que se cumplan los deberes que nacen de esa dignidad y se satisfagan esos derechos. El
Parlamento no puede dictar una ley que implique que algunos seres humanos no tendrían
dignidad ni derechos humanos.

47
Libertad y dignidad, orden público e irrenunciabilidad de los derechos humanos

Este es otro concepto clave para ubicar la cuestión de la eutanasia en su real dimensión: no se
trata de libertad individual, sino de orden público, es decir: de lo que la sociedad debe
garantizar aun contra lo que acuerden libremente los individuos.
Se vio en el capítulo anterior que la eutanasia no es una cuestión individual (de moral privada,
en la que no se afectan derechos de terceros ni el orden público), sino social: no es un asunto
de libertad individual, sino de los bienes y derechos que debe asegurar la sociedad para todos
sus miembros.
Nunca la libertad de un individuo puede primar frente a un bien de orden público. La libertad
individual, para que sea un «derecho», debe ejercitarse en un marco de derecho: debe
respetar los derechos de los terceros y el orden público.
Así lo consagra la Constitución de la República (1967, febrero 2), en su artículo 10: «Las
acciones privadas de las personas que de ningún modo atacan el orden público ni perjudican a
un tercero, están exentas de la autoridad de los magistrados».
Es decir: el límite que separa lo público (que es el ámbito del derecho) de lo privado (que es el
ámbito de libertad en el que los actos se rigen sólo por la ética) son los derechos ajenos y los
derechos propios que, por ser también derechos que corresponde a la sociedad proteger como
bienes fundamentales de toda la sociedad, son irrenunciables. Si hago acciones que afectan
derechos de terceros (que los perjudican) o que atacan el orden público (todos los derechos
irrenunciables constituyen el orden público), estoy ejerciendo mi libertad de un modo
contrario al derecho: no tengo derecho libertad para hacer tales acciones. En cambio, todas
las acciones que haga sin afectar estos dos ámbitos (derechos ajenos y orden público) serán
acciones no contrarias a ningún derecho, no prohibidas por ningún derecho, que no pueden
estar prohibidas por el ordenamiento jurídico.
La libertad es una característica esencial del ser humano: es, entonces, una manifestación de
su dignidad, pues la dignidad es inherente, derivada de la esencia.
Pero corresponde hacer dos aclaraciones17.
La primera es que estamos hablando de libertad como capacidad esencial, como
característica esencial, específica del ser humano. En este sentido, la libertad es una
capacidad que se tiene por ser un individuo de la especie humana. Pero esta capacidad está en
la esencia humana como potencialidad. Así como se dice que el ser humano es racional,

17
Sobre la libertad, haremos otras consideraciones complementarias en el capítulo IV, apartado
«0«, p. 143 y ss.
48
inteligente porque puede entender, aunque en el presente no esté entendiendo, no esté
ejerciendo esa capacidad, también se dice que el ser humano es libre porque puede actuar por
sí mismo, aunque en el presente no lo esté haciendo.
Una persona puede no estar ejerciendo su libertad (por ejemplo, porque no está consciente,
porque está dormida o porque es un bebe que no alcanzó el uso de razón) y no por eso deja de
ser libre (tiene la capacidad esencial de realizar actos libres, porque es humano).
Esta potencialidad o capacidad se tiene por el solo hecho de ser «humano». Si es «humano»,
ese ser puede (por su esencia, por la posibilidad de ser presente en el orden que determina qué
es) actuar libremente (puede querer); al igual que (y gracias a que) puede entender qué son las
cosas y qué es él mismo (por eso, puede entender qué son las acciones que puede realizar -qué
fines y consecuencias tienen- y si son convenientes a lo que él es, si conviene hacerlas para
desarrollar esas potencialidades de su esencia). Si fuera una planta o un animal, no tendría
estas capacidades esenciales.
Pero la persona no es digna porque haga actos conscientes y libres, sino que es digna por ser
humano. La dignidad no radica en cómo actúe, sino en cómo es. En este modo de ser está
ínsita la potencialidad o capacidad de actuar de determinada forma, pero el modo de ser no
cambia porque no actúe de esa forma. Si no está consciente, no deja de ser humano.
Una primera consecuencia de este carácter esencial de la libertad es que, si hay un ser
humano, siempre será libre. Mientras sea «humano», mientras no muera, seguirá teniendo la
misma esencia (sigue siendo humano),18 por lo que, aunque no esté actuando esas capacidades
(no esté entendiendo o queriendo), seguirá teniendo esas potencialidades (inteligencia y
voluntad libre). De hecho, es muy difícil saber hasta qué punto una persona está entendiendo
y queriendo, cuando no puede comunicarse. Sólo hay seguridad de ello cuando ya no puede
hacer ninguna operación: cuando muere. Sólo en ese momento puede decirse que ese ser ya
no es un «individuo de la especie humana», o un «ser humano»; (como vimos al comienzo del
apartado precedente, estas son las definiciones jurídicas de «persona»: son definiciones
normativas, por tanto, obligatorias a efectos de considerar si ese ser tiene dignidad y derechos
propios de un ser humano).
Una segunda consecuencia: todos los seres humanos son igualmente libres en cuanto a esta
libertad como capacidad esencial, tienen el mismo grado de libertad y la misma dignidad

18
Otra cuestión filosófica más profunda, en la que no es preciso ingresar (y respecto a la cual el
consenso es menor) es si luego de la muerte continúa habiendo algo de ese ser humano que le
permitiría continuar realizando esas operaciones específicamente humanas como el entender y el
querer.
49
esencial. En este sentido, la Declaración Universal de Derechos Humanos señala, en su
artículo 1º, que «Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos»
(DUDH, 1948, énfasis añadido). No podría decirse que nacen con libertad si esta se
considerara como ejercicio actual de esa libertad, como autonomía efectiva: un recién nacido
no tiene ninguna autonomía, no puede, en ese momento, realizar ninguna acción consciente y
libremente.
Segunda aclaración: la libertad, como capacidad esencial, es un aspecto del ser humano que
debe ser valorado, precisamente porque cada ser humano, por ser digno, debe ser valorado.
Valorar, respetar la libertad es valorar, respetar la condición de ser humano (su esencia o
naturaleza humanas): tal respeto es un deber, un deber que emerge de la dignidad inherente de
todo ser humano. Pero ¿valorar y respetar la libertad es un deber que implique valorar y
respetar (no impedir) todas las acciones libres? No.
En primer lugar, justamente, porque somos seres libres. En efecto: como somos libres, sólo
tenemos el deber de valorar (deber ético) aquellas acciones libres que sean conformes a la
ética (es decir, que se puedan percibir por la inteligencia como convenientes para desarrollar
las potencialidades de mi naturaleza humana). Si una acción no es ética, no tengo el deber de
valorar «esa acción». Aunque sí debo valorar «la libertad» de esa persona, su modo libre de
actuar, como parte de lo que él es, por ser humano.
En segundo lugar, no todas las acciones libres deben ser valoradas porque también es una
característica esencial del ser humano su naturaleza social (es un «animal político», señala
Aristóteles): por ello, la libertad o autonomía no es la de un ser aislado, autosuficiente, sino la
de una persona: un ser en relación, que necesita de las demás personas (y que ellas, a su vez,
lo necesitan) para desarrollarse plenamente. Y por eso, de esas necesidades de ayuda y de
esas capacidades de ayudar, y de la igual dignidad inherente, surgen, respectivamente, los
derechos (de cada uno y del conjunto de la sociedad) y deberes correspondientes. Por
consiguiente, sólo tenemos el deber de respetar (de no impedir) las acciones libres que
respeten la dignidad, es decir, los derechos que expresan esa dignidad. Si mi acción respeta
los derechos de cada uno y del conjunto de la sociedad, los demás tienen un deber de respetar
(no impedir) tales acciones. Y, como contracara, frente a ese deber, yo tengo un derecho a
realizar tales acciones sin ser impedido (un derecho – libertad). Ese deber, como es relativo a
un derecho, es un deber jurídico.
Ese derecho y correspondiente deber jurídico se enuncian mediante el principio de libertad o
de autonomía consagrado en el artículo 10 de la Constitución. Hay libertad jurídica (derecho
libertad) sólo de hacer aquellas acciones que no sean contrarias al orden público (a los

50
derechos propios irrenunciables) y a los derechos ajenos. Si se cumple esta condición, los
demás tendrán el deber de no impedir tales acciones. También los otros tendrán ese deber de
no impedir mis acciones cuando estas sean contrarias a la ética pero no a los derechos y al
orden público: en este caso, los demás (y la sociedad en su conjunto) tendrán el deber jurídico
de respetar o no impedir tales acciones, aunque no el deber ético de valorarlas; tampoco
corresponderá que los demás o la sociedad en su conjunto fomenten o ayuden esas acciones;
sólo existirá el deber jurídico (y ético) de tolerarlas19.
En virtud de estas dos aclaraciones, podemos concluir que se debe distinguir libertad y
acciones libres: la libertad como capacidad esencial del ser humano, por un lado, y, por otro,
las acciones libres que una persona realiza.
Valorar la libertad como capacidad esencial del ser humano, sí, siempre. Pues el ser humano
es digno (en sentido propio) porque es lo más valioso y, por ello debe ser valorado. Y ese
deber de valoración incluye valorar todo aquello que constituye a ese ser; por lo tanto,
incluye el deber de valorar su libertad como capacidad esencial.
Pero las acciones libres deberán ser valoradas según cuál sea su contenido. Pues la misma
dignidad le da un sentido (un deber) a la libertad: las acciones libres deben respetar la
dignidad de la persona. Y, entonces, tales acciones pueden ser dignas (acordes a la dignidad
de la persona) o indignas. Este es el sentido derivado del término «digno».
No todo lo que haga la persona es adecuado a su dignidad sólo por haber sido realizado
libremente. Únicamente son convenientes a la dignidad aquellos actos libres (deben ser
libres) que respeten su dignidad: que traten a la persona (propia y de los demás) como lo más
valioso (digno), querido como fin en sí. (Aclaramos que esos actos «deben ser libres» porque
corresponde a la dignidad de la persona que aquellos actos que puede dominar con su
inteligencia y voluntad —es decir, que sean actos que pueden ser hechos libremente—, sean
realizados del modo más libre posible; esta es una exigencia ética —con consecuencias
sociales y jurídicas— derivada de la dignidad de la persona, pues de esa dignidad deriva el
deber de valorar a la persona como lo que es, como ser humano que, como tal, tiene esa
libertad como capacidad esencial que debe desarrollar).
Por eso, nunca puede ser digno (acorde a la dignidad de la persona) un acto libre que tenga
como finalidad que una persona deje de ser: matar a una persona. Nunca puede ser digno dar

19
Luego, en el capítulo IV (infra 0, p. 143), analizaremos con mayor detenimiento estas
distinciones.
51
muerte a una persona. Sólo es digna la muerte que no se produce voluntariamente, sino
naturalmente.
Matarse no es manifestación de la propia dignidad, sino de lo contrario: de que uno considera
que no es digno.20 Y matar a otro es manifestación de que no se conoció que ese otro era
digno, sino que se pensó que su ser, su existencia, no valían.
Ambas acciones son fácticamente libres, pero contrarias al deber inherente a la libertad: el
deber de valorar lo más valioso, lo digno. Son acciones libres, pero contrarias a la orientación
que tiene la libertad: son acciones contrarias al deber que surge de la dignidad, que es lo que
posibilita la existencia misma de la libertad.
En conclusión: no se puede alegar la libertad individual contra el derecho a la vida, contra la
dignidad inherente a toda persona y el correspondiente deber de todos de no matar. Estos son
principios y reglas fundamentales de la sociedad que, si no se respetan, pierde sentido y
posibilidad toda convivencia social y, en particular, la de un Estado de Derecho.
Invocar la libertad para justificar la eutanasia o el suicidio asistido implica, (a) desde el lado
del sujeto activo del delito (el médico): o bien desconocer que la libertad no puede violar el
derecho de un tercero (la vida de la víctima), o bien desconocer que la víctima tiene el
derecho de vivir. (b) Y si se invoca la libertad del «eutanasiable», implicaría admitir que su
derecho a la vida es renunciable y que, por eso, el médico que le diese muerte o lo ayudase a
darse muerte no estaría violando su derecho a la vida, pues ya no tendría tal derecho ni la
dignidad de persona en la que se fundamenta; ya no sería «persona», sujeto de derechos, sino
«cosa» que, al no ser valorada, no tendría ningún valor: puede ser desechada, eliminada, se le
podría «dar muerte».
Si se considera la libertad no desde la perspectiva de su relación con la dignidad (punto de
vista ético y jurídico) sino desde un punto de vista fáctico (lo que, en los hechos, puede elegir
y hacer una persona), es obvio que es imposible, para la sociedad, impedir todos los suicidios.
Lo que puede suceder, fácticamente, no es, necesariamente, lo que debe suceder. Lo
valorativo (el «deber») no se configura desde la perspectiva de lo fáctico (de lo que, en los
hechos, sucede), sino sólo desde la perspectiva ética y jurídica, a partir de la dignidad. En
efecto, si no hay algo digno, máximamente valioso, no hay deber, no hay deber de valorar.
Y estamos hablando de derecho, de libertad como derecho; y, en este ámbito, lo que está en
cuestión es qué debe hacer la sociedad. Y ella está obligada por la igual dignidad y los

20
Ver, en este sentido, las citas de Kant transcriptas infra, p. 90.

52
derechos inherentes de toda persona. Por eso, no puede establecer en sus leyes que esa
persona que quiere suicidarse tiene el derecho de hacerlo, que su vida no tiene valor para la
sociedad, que puede dejar de existir, que no se afecta con ello ningún derecho de la sociedad,
ningún bien tutelable por la sociedad. Y menos aún puede la sociedad establecer que esa
persona, con su voluntad, pueda eliminar el deber de los demás de no matarla.
Lo primero que nos obliga en nuestras relaciones con otras personas es su condición de ser
humano, su dignidad inherente, no su libertad. La libertad del otro no es superior a la mía.
Sólo puede obligarme si libremente acordamos algo, si coinciden nuestras voluntades. Pero lo
que determina que yo no deba matar a una persona no es su voluntad de vivir, sino su
naturaleza o condición humana: que sea humano: con sólo saber que lo es, sé que no debo
matarlo, sino que, por el contrario, tengo el deber de valorar su vida.
En este sentido, la DUDH (1948), artículo 1°, luego de señalar que «Todos los seres humanos
nacen libres e iguales en dignidad y derechos», afirma, como consecuencia de lo anterior: «y,
dotados, como están, de razón y conciencia, deben comportarse fraternalmente los unos con
los otros». A propósito de la redacción de este artículo, se destacó el carácter social y
empático del ser humano. El representante chino en el comité redactor, Chang, veía que era
necesario, para superar la influencia del individualismo y clarificar cómo se conocen los
derechos humanos, emplear alguna expresión similar a la de la filosofía de Confucio «ren»:
algo semejante a lo que sería la «empatía», por la que se tiene «conciencia de un ser humano
como yo», y que Chang consideraba que es un atributo esencial del ser humano. Finalmente,
señaló:

… pienso que la palabra “conciencia” (…) podría ser un buen término. (…) Sugeriría una
más cercana a “empatía”, que incluya tanto una buena voluntad hacia los semejantes, como
que también signifique el carácter innato con el que nazca en el hombre. Mientras encuentre
una mejor, aceptaré “conciencia”. (Cita extraída de Pallares, 2020, p. 215)

Ahora, si esa persona me pide que lo mate, me dice que renuncia a su vida, porque no la
considera digna, yo, «dotado como estoy de razón y conciencia», podré ver que es un ser
humano, «un ser humano como yo», y que, por tanto, debo valorarlo, aunque él no se valore:
debo querer que sea, y que sea todo lo que puede ser. Sabré que, en primer lugar, no debo
matarlo; y, según mis posibilidades, debo aliviarlo, ayudarlo…
Debo respetar también su libertad, como parte de lo que él es y puede llegar a ser: por eso, no
le haré lo que él no quiera, ni le diré lo que no quiera oír. Pero no pensaré que ha dejado de

53
ser humano, digno, que ha pasado a ser «cosa» sin valor, que se puede no querer que sea y se
puede hacer que deje de existir. Su libertad no me obliga a considerar que no es digno. Estará
entrando en conflicto su derecho a la libertad y su derecho a la vida. Obviamente, en la
ponderación entre derechos fundamentales, ante un conflicto entre el derecho a la libertad
individual de ese sujeto y un derecho suyo irrenunciable como la vida, prevalece el derecho
irrenunciable; si no, no sería irrenunciable. Por tanto, él seguirá con su derecho a vivir, porque
es un derecho que depende de que sea humano, y es humano; y yo seguiré con el
correspondiente deber de no matarlo21.
Un ejemplo puede ilustrar lo que estamos señalando respecto a la libertad, el orden público y
el carácter irrenunciable de ciertos derechos (de todos los derechos humanos en su núcleo
esencial). Una persona está desocupada hace mucho tiempo, en extrema pobreza él y su
familia, acuciado por urgentes y constantes necesidades. Después de haber ofrecido
infructuosamente su trabajo a muchos eventuales empleadores, decide rebajar sus exigencias
y acepta trabajar 20 horas diarias, toda la semana, y cobrar $ 3.000 pesos mensuales, y
renuncia a los descansos, al pago de horas extras y a la diferencia salarial con el sueldo
mínimo previsto… Pues bien: tal renuncia no es válida. Si luego él reclama, o si el Ministerio
de Trabajo, en una inspección, detecta la situación, el empleador no podrá decir: —«él
renunció», «no tiene derecho ni yo tengo deber de pagar más que lo acordado». Porque el
descanso y el salario mínimo para poder vivir dignamente corresponden a su dignidad como
persona, a lo que necesita, como ser humano, para poder desarrollarse.
¿Pero no se afecta a la dignidad de la persona si no se lo respeta como ser libre, que puede
decidir hacer lo que quiera con su vida? ¿No estaría actuando el Estado de un modo
paternalista, desconociendo la autonomía de esa persona?
La libertad es la capacidad de autodeterminación que tiene el ser humano gracias a que con su
inteligencia puede ver qué es conveniente hacer. En efecto, porque sabe qué es él, cuáles son
sus potencialidades de desarrollo, y qué acciones son adecuadas para actualizar esa
potencialidad, tiene la capacidad de hacer suya la finalidad de esas acción y de moverse por sí
mismo hacia esa finalidad.
Esta libertad es algo constitutivo de la dignidad humana: todo ser humano, por serlo, tiene,
potencialmente, como rasgo específico, esa capacidad, y ella es una manifestación de su
condición humana, de su dignidad. Eso no significa que si no está ejerciendo esa capacidad

21
En el final del capítulo IV retomamos este tema, desde el punto de vista de la argumentación
empleada en el debate por la legalización de la eutanasia, diferenciando los conceptos de «empatía» u
«compasión». (Ver apartado «El alivio del sufrimiento, la empatía y humanidad», p. 222 y ss.).
54
(por su edad, por su estado de salud, porque está inconsciente, etc.), deje de ser humano y, por
tanto, digno. Si es humano es, potencialmente, por su esencia, libre, y tiene el deber de
desarrollar esa potencialidad.
La libertad es inseparable de la dignidad.
La dignidad fundamenta y posibilita la libertad. Digno es lo que, por ser lo más valioso, debe
ser valorado, querido. Como la persona se conoce a sí misma como digna, se valora, quiere su
propio ser, quiere ser todo lo que puede llegar a ser. Por eso, puede elegir las acciones que
sean convenientes para actualizar esa potencialidad suya, para desarrollarse, «plenificarse»,
ser feliz. Si él no fuera digno, y no se conociera como tal, no podría quererse: no actuaría por
sí mismo, por su felicidad, sino por el bien y la felicidad de otro para el cual él sería un simple
medio: no sería libre.
La dignidad propia y ajena orientan a la libertad: determinan que el hombre sea libre y que
esta libertad nazca con una orientación, con un deber: el deber de valorar, con libertad (si no,
no se podría valorar) la propia dignidad y la igual dignidad de los demás. En efecto: digno es
lo que, por ser lo más valioso, genera el deber de ser valorado, querido, respetado.
Como el ser humano descubre la dignidad que tiene como ser humano, y como conoce que
las demás personas también son seres humanos, sabe que son igualmente dignos, que son lo
más valioso por ser seres humanos, y que, por ello, deben ser valorados como fines, no como
medios cuyo valor depende de que se los valore.
Reconocer la propia dignidad y la de los demás implica reconocer que uno es libre y que, por
eso, tiene un deber: el deber de valorarse y valorar a los demás, y actuar en consecuencia: el
deber de hacer lo conveniente para que uno mismo y los demás sean plenamente.
El deber no es, entonces, algo contrario a este concepto de libertad que presupone la dignidad
inherente de la persona. Tenemos deberes porque somos libres. Y el primer deber es el de
valorar lo digno (lo que tiene un valor absoluto). Por eso, la libertad está orientada, por el
deber, hacia lo digno (lo más valioso). Por eso, la libertad tiene el deber de respetar la
dignidad y los derechos que expresan esa dignidad. Señalar y exigir que la libertad respete la
dignidad inherente a toda persona humana no sólo no es contrario a la libertad y a la dignidad,
sino que es lo que exige esa dignidad a la libertad.
Por el principio de libertad o autonomía, para valorar la libertad como capacidad esencial,
según lo que exige la dignidad, no se puede hacer actuar a otro contra su libertad,
coactivamente, sino en la medida en que ello sea estrictamente indispensable para preservar
los derechos ajenos o el orden público. Con el mismo límite, tampoco pueden hacerse
acciones sobre otra persona, contra su voluntad.

55
Pero una cosa es que, por respeto a la autonomía del paciente no se puedan hacer tratamientos
médicos contra su voluntad (especialmente si la enfermedad es incurable), coactivamente, y
otra muy distinta es que el respeto a esa autonomía pueda implicar un deber del médico o de
la sociedad de actuar en cierto sentido (en este caso, dándole muerte), o incluso, el deber de
no impedir una acción del paciente.
En este caso, el paciente no tiene un derecho libertad de matarse, como tampoco tiene el
derecho libertad de hacer actos que afecten su salud o integridad física: los demás (y
particularmente, los médicos) no tienen el deber de no impedir esas acciones: al contrario,
tienen el deber de prevenir y evitar tales acciones, y el paciente tiene el correspondiente deber
de cuidar su salud, su integridad física y su vida.
Sin embargo, en virtud del respeto a la dignidad que incluye esa libertad como capacidad
esencial, la sociedad no tendrá el derecho-deber de emplear toda la coacción fácticamente
posible para prevenir y evitar esos actos. La sociedad debe prohibir, prevenir y evitar que las
personas se enfermen, se mutilen y se suiciden. Pero, salvo casos excepcionales, limitados en
su duración y justificados por la posibilidad de que se puedan remover los obstáculos que
llevan a la persona a querer darse muerte, no puede impedirlo mediante una vigilancia y
coacción permanentes.22
En resumen:
• No puede invocarse la libertad como fundamento de la eutanasia, porque la libertad
que tiene un valor jurídicamente justificante es la de las acciones libres que respetan la
dignidad de la persona (la de los demás -sus derechos- y la propia del sujeto que actúa
-el orden público).
• La dignidad es manifestada por la libertad, pues ésta es una capacidad esencial del ser
humano. Por eso, la dignidad obliga a valorar esa libertad como capacidad esencial,
igual para todo ser humano, independientemente de que se esté ejerciendo o no.
• El ejercicio fáctico de esa libertad es variable (se puede ser más o menos libre,
autónomo, independiente), sin que por ello varíe la dignidad esencial.
• El ejercicio fáctico de la libertad está ligado por la dignidad: las acciones libres deben
respetar la dignidad de la persona (de quien actúa y de los demás): en este sentido, las
acciones son dignas e indignas, por más que (y precisamente porque) las personas
siempre son dignas.

22
Sobre las razones de que no se emplee tal coacción, vid infra capítulo IV, «Diferentes sentidos
de libertad», p. 150 y ss.

56
• Una acción libre no es digna sólo porque sea realizada libremente: si no respeta la
dignidad (si no valora a la persona), es indigna.
• La libertad es inseparable de la dignidad. Si no fuésemos dignos, no podríamos elegir
nada, no tendríamos el motor para elegir: la valoración de nosotros mismos como
dignos, como fines de nuestras acciones.
• El deber es la proyección de la dignidad en la libertad; no es contrario a la libertad,
sino que es la expresión y exigencia de la dignidad: el deber de valorar lo más valioso,
que origina y guía toda acción libre.
• La acción de dar muerte a un ser humano inocente viola el primer deber: el de valorar
a lo más valioso, al ser digno; es la acción más radicalmente indigna, precisamente
porque esa persona cuya existencia se elimina es digna.
• El respeto a la autonomía o libertad del paciente no implica el deber de hacer lo que él
quiera, aunque sea contrario a su integridad, salud o vida; sólo exige un no hacer actos
positivos que el paciente rechace.

El derecho a la vida

La vida es el mismo ser o existencia de un ser viviente. Por eso, valorar a un ser humano (ser
vivo) es lo mismo que valorar su ser, su existencia, su vida: querer que sea, y que sea todo lo
que puede llegar a ser. Reconocer la dignidad de una persona, reconocerlo como ser dotado de
derechos inherentes, es igual a valorar su ser, su vida.
Por eso, el primer derecho es el derecho a la vida: el derecho a vivir. Esta es la primera
necesidad o exigencia esencial del ser humano: vivir. Y, como para vivir, necesita de los
demás, esta necesidad es un derecho: el derecho a determinadas acciones u omisiones. Según
la particular relación que cada uno tenga con otra persona, se tienen deberes de hacer acciones
concretas (los padres, alimentar y cuidar a su hijo; los médicos, sanar y aliviar al paciente,
etc.). Pero todos tenemos un deber de no hacer una acción concreta que los demás necesitan
para poder desarrollarse: no hacer nada, libremente, con la finalidad de «darles muerte». Este
deber es siempre posible, pues se trata de una omisión, y siempre es posible no hacer una
acción libre. En cambio, las acciones positivas, para ser debidas, requieren que sean posibles,
según las circunstancias.
Por eso, el mínimo cumplimiento del derecho a la vida es el deber de no matar. Es el núcleo
esencial de este derecho: lo que siempre debe respetarse para que se esté cumpliendo con el

57
deber correspondiente a este derecho. Si tengo derecho a la vida, todos tienen el deber de no
matarme. Si alguien no tiene el deber de no matarme, no tengo derecho a la vida. Si a alguien
se le otorga el derecho-libertad de «darme muerte», eliminando su deber de no matarme, yo
no tengo derecho a la vida.

El derecho a la vida es inherente

Como todo derecho humano, el derecho a la vida es inherente a la personalidad humana: lo


tienen todos los seres humanos por el hecho de ser humanos.
La Constitución uruguaya da por supuesta la existencia de este derecho inherente en el citado
artículo 72 y, en el 7, al reconocer que «los habitantes de la República tienen el derecho a ser
protegidos en el goce de su vida».
Como ya vimos (supra p. 47), todas las declaraciones y tratados de Derechos Humanos
reconocen este derecho a la vida y a la protección de su goce.
Por ser inherente, sólo depende de que el sujeto vivo sea ser humano. No depende del grado
de libertad, de autonomía, de salud o de dolor.

El derecho a la vida es igual para todos los seres humanos

Si sólo depende de la condición de ser humano, todos los seres humanos tienen el mismo
derecho a vivir hasta su muerte natural (no hay ninguno que no tenga derecho a vivir, a quien
esté permitido ser matado), y todos tienen el mismo derecho a ser protegidos en el goce de
este derecho.
Como señala Risso (2010, 182),

… la igualdad presenta una diferencia esencial con todos los demás derechos humanos,
que consiste en ser un derecho sin contenido propio, sino que asegura que, en el goce y la
protección de cada derecho humano, todos tienen derecho a un estatuto similar sin que
sean válidas las diferenciaciones.

Es decir: si los derechos humanos se fundamentan en la igual dignidad inherente de todo ser
humano, todos deben tener los mismos derechos humanos: no puede haber personas que
tengan más derecho a la vida que otros, unos que tengan un derecho a la vida irrenunciable y
otros que tengan un derecho a la vida renunciable. «Todas las personas son iguales ante la

58
ley, no reconociéndose otra distinción entre ellas sino la de los talentos o las virtudes»
(Constitución de la República, 1967, febrero 2, artículo 8).
La ley no puede ofrecer una protección penal de la vida de unos seres humanos sí, y de otros
no. La Constitución obliga al legislador a otorgar a todos «una igual protección por las leyes»
(Risso, ibid.).
Como señala Santiago Altieri:

En un Estado Social y Democrático de Derecho la vida no es sólo un «derecho subjetivo»


de cada individuo; también es un principio que obliga a cada órgano de gobierno a
proteger la vida de todos los habitantes de la República. Si el Estado no asegurara esa
protección mediante mecanismos eficaces, no tendría sentido hablar de derechos
humanos, Justicia social, Estado de Derecho, etc.: por eso, se puede afirmar que la
protección en el goce del derecho a la vida de cada individuo es el principal y más
urgente desafío de todo gobierno. Si en un país sólo algunos individuos estuvieran
protegidos en el derecho a la vida y otros no, el sistema democrático quedaría sin
sustento; sólo existiría una apariencia formal de trato igualitario para algo así como «el
selecto club» de aquellos a quienes el Estado «les permitiera» vivir. Sin una protección
cuidadosamente igualitaria del derecho a la vida no es posible viabilizar la forma
democrática de gobierno prevista en nuestra Constitución. (Altieri 2017, 370-371, énfasis
añadido)

El derecho a la vida es absoluto

También por el hecho de ser inherente a la condición humana, a su dignidad, el derecho a la


vida no es relativo, no depende de la valoración humana, tampoco de la del propio sujeto. En
este sentido, es absoluto, como lo es todo derecho humano en su núcleo esencial.
También se dice que es absoluto porque, ante ninguna situación concreta se puede suspender
la aplicación de este principio invocando otro (como sí podría suceder, por ejemplo, con el
principio del derecho de propiedad, que puede suspenderse por aplicación de otro principio
como el derecho a la vida, como en el caso de quien roba por «estado de necesidad»). Sólo
puede ponderarse el derecho a la vida de uno con el derecho a la vida de otro, suspendiéndose
el deber de cumplir con el derecho del otro, cuando éste es un injusto agresor y es necesario
matarlo para defender la vida propia o ajena.

59
En Uruguay, la Suprema Corte de Justicia ha afirmado de forma constante este carácter
absoluto del derecho a la vida.

…corresponde señalar que la Carta reconoce la existencia de variados derechos


fundamentales, pero ninguno de ellos -con excepción del derecho a la vida (art. 26)- tiene
constitucionalmente carácter absoluto, pudiendo en consecuencia ser limitados por el
legislador (art. 7, 29, 32, 35, 37, 38, 39, 57, 58 y sigtes. de la Constitución). (SCJ, N.°
525, 20-12-2000, énfasis añadido, citada por Altieri 2017, 369-370. Cita, en el mismo
sentido, a modo de ejemplo, las sentencias N.° 110/1995, 801/1995, 235/1997, 162/2002,
133/2004, 122/2007, 127/2010, 185/2013).

Con la legalización de la eutanasia, se haría primar el derecho a la libertad (por la que el


«eutanasiable» renunciaría a seguir viviendo) frente al derecho a la vida. Pero la libertad no es
un derecho absoluto: tiene el límite de todos los derechos ajenos y de los derechos propios
irrenunciables que conforman el orden público.
Por otra parte, sería una ponderación que no cumpliría los requisitos de la ponderación de los
derechos fundamentales: se realizaría en la propia ley, con carácter general, sin tener siquiera
en cuenta cuál es el núcleo esencial de ambos derechos en juego, para preservar ambos. En
efecto, si se intentara esta ponderación, debería optarse por respetar el núcleo esencial del
derecho a la vida (derecho a no ser matado), preservando también el derecho a la libertad (el
paciente podrá mantener su libertad, su derecho a elegir y hacer todo lo que no sea contrario a
los derechos ajenos y al orden público). En cambio, si se opta por hacer valer la libertad de
poner fin a su vida, se pondrá fin también a la misma posibilidad de ejercer la libertad luego.
Risso señala que

Desde la Segunda Guerra Mundial se reconoce en forma pacífica que los derechos tienen
un doble contenido: por un lado, el que se considera núcleo esencial de un derecho, que
cuando se afecta, desaparece el derecho -estamos hablando de algo distinto- y, por otro,
una cantidad de aspectos que refieren a ese derecho, pero que pueden ser limitables. Ese
concepto de contenido esencial, que tiene origen en la Ley Fundamental de Bonn, de
1949, se acepta pacíficamente y en Uruguay está claramente asimilado con un concepto
anterior, que es el concepto doctrinalmente desarrollado por Jiménez de Aréchaga
relativo al derecho preexistente. Entonces, ¿cómo se trata de objetivar -en la abogacía, el
ciento por ciento de objetividad no existe- la ponderación? Se trata de analizar entre
distinto derechos, en la medida en que una opción ataca el contenido esencial del derecho,

60
o sea que hace desaparecer el derecho en ese caso, y la otra ataca algo aleatorio pero no el
contenido esencial. En el caso de la interrupción del embarazo, el derecho a la vida del no
nacido es arrasado, no queda absolutamente nada de él, en cambio, el derecho a la
libertad de la madre no es arrasado, es limitado, pero la madre va a continuar con sus
decisiones y va a rehacer y reacomodar su vida como corresponde. Ahí se ve la
ponderación. (Risso, 2012)

El derecho a la vida es irrenunciable

Por último, también por tratarse de un derecho humano, inherente, el derecho a la vida y a la
dignidad son irrenunciables. Si la libertad no puede cambiar lo que uno es, ser humano, y el
derecho a la vida depende de que sea humano, un acto de renuncia voluntaria a la propia vida
no puede determinar que se deje de tener derecho a la vida y que los demás dejen de tener el
correspondiente deber de no matarlo.
Nos remitimos a lo expresado en el tercer apartado de este capítulo (supra p. 48 y ss.).
Agreguemos que renunciar a la propia vida y hacer algo para ponerle fin o para que otro le dé
muerte viola el primer deber que tenemos: el deber de vivir hasta nuestra muerte natural. Es el
primer deber porque, si no estuviéramos ligados por el deber de vivir, no estaríamos ligados
por ningún deber: es la condición y el supuesto para cumplir todo otro deber. Considerar que
el ser humano sólo tiene derechos y no deberes es negar la existencia de los derechos (que
suponen que otro tiene el correspondiente deber). Es negar nuestra condición de seres
sociales: que necesitamos de los demás y que los demás también necesitan de nosotros.
En su profundo estudio sobre la Declaración Universal de Derechos Humanos, Pallares señala
que, en ella, no se empleó el término «individuo», sino «persona», para destacar que el ser
humano no es un ser aislado, que no se puede hablar de «derechos humanos» sin la referencia
a una convivencia social, en la que se da una mutua dependencia inescindible entre derechos y
deberes:

Para describir al sujeto humano al que le corresponden derechos intrínsecos, los


redactores de la Declaración deliberadamente prefirieron usar la palabra «persona» en
lugar de «individuo». El término «persona» también se ajustaba más para referirse al ser
humano, en su relación con otros. Eligieron «comunidad» para referirse a cada humano
en relación con otros. Establecieron, en el mismo nivel, los derechos y los deberes;
equipararon los derechos civiles clásicos con los derechos sociales. (…) … no se
61
contemplaba al sujeto de los derechos humanos como un átomo de voluntad, ni como
autonomía sin límites o sin sentido. (Pallares, 2020, p. 200).

Y cita las palabras de Charles Malik, integrante de la comisión redactora:

Estoy de acuerdo con mi amigo belga. Aquí debemos usar la palabra «persona» en lugar
de «individuo», para referirse al ser humano, en su real y concreta existencia dentro una
comunidad, la que le exige comportamientos y lealtades. La persona es intrínsecamente
anterior a cualquier grupo al que pueda pertenecer, y no me refiero a una anterioridad
temporal. Nunca han existido Robinson Crusoes. Por lo anterior me refiero a que es
persona en sí misma, y al mismo tiempo, puedo afirmar que necesariamente pertenece a
varios grupos sociales. Ahora bien, forma parte de cualquiera de estas comunidades,
primeramente, como alguien que existe en sí misma. (Malik, 2000, p. 29, citado por
Pallares, 2020, p. 200)

Cada ser humano es único, un valor absoluto, un bien para toda la sociedad, y no sólo para él
mismo.
Manifestación clara de este deber y del carácter irrenunciable del derecho a la vida es el deber
constitucional de cuidar la propia salud. «Todos los habitantes tienen el deber de cuidar su
salud, así como el de asistirse en caso de enfermedad» (Constitución de la República, 1967,
febrero 2, artículo 44, énfasis añadido).
Si hay deber de cuidar la propia salud, es porque hay deber de cuidar la propia vida. Todo
atentado contra la salud es un atentado contra la vida.

¿Es admisible otra concepción de la dignidad y del derecho a la vida?

Quizás, ante lo ya expuesto, alguno se plantee: «esta es tu concepción de la dignidad, de los


derechos humanos y del derecho a la vida; yo tengo otra». Es verdad: hay otra concepción de
la dignidad humana, que considera que algunas situaciones hacen que la persona, su ser, su
existencia, su vida, no sean dignas, por falta de autonomía, de libertad, por impedimentos
físicos, por enfermedades incurables, porque le queda poco tiempo de vida, porque tiene
mucho sufrimiento, porque es una carga para su familia, etc. Y se considera que, en esos
casos, no es digno seguir viviendo, y lo digno es morir dándose muerte o recibiendo ayuda
para «darse muerte», o mediante la acción de un médico que le «dé muerte». Pero: ¿es

62
admisible esta concepción de la dignidad? ¿Es compatible con las normas constitucionales y
de derechos humanos que hemos reseñado?
Veremos que no: que la concepción de la dignidad inherente (y la consiguiente de los
derechos humanos inherentes), que acabamos de explicar, es vinculante: obliga a todos,
también al Estado, al legislador.
La razón de que esto sea así surge de la historia, de los textos y de la lógica.
De la lógica, porque el concepto de dignidad vinculado a la autonomía no puede tener carácter
normativo, vinculante, no puede justificar una obligación, no puede ser fundamento de
derechos y deberes comunes a todos los humanos.
De los textos, porque surge claramente de los textos constitucionales e internacionales de
derechos humanos que acabamos de ver que estos no son compatibles con un concepto de
dignidad entendida como autonomía, y sí lo son con el concepto de dignidad inherente,
objetiva.
Razones históricas: porque históricamente, el concepto de dignidad inherente fue la causa de
que naciera el término «derechos humanos»; fue expresamente señalado como el fundamento
de éstos; y, en cambio, la idea de una dignidad variable, de vidas humanas sin valor, sin
dignidad, de que la enfermedad incurable, el sufrimiento o la falta de autonomía podían
justificar que, por razones de piedad y de humanidad, se concediera un permiso legal para
poner fin a esas vidas, logrando una «muerte digna»… éstas fueron precisamente las
concepciones del hombre, de la sociedad y del derecho que tuvieron su vigencia histórica
antes de la DUDH, que se expresaron como justificación del primer proyecto de ley de
eutanasia y del primer plan de eutanasia… (como se verá en el capítulo VI). Y fue
precisamente para hacer frente a esas acciones y a esos fundamentos que se acudió al
concepto de dignidad inherente y de derechos humanos… Ya en los juicios de Nuremberg y,
también, en la DUDH, que hace expresa mención a este antecedente.

Sólo la concepción de la dignidad inherente puede justificar un límite a la arbitrariedad

Desde la perspectiva de la lógica, podemos concluir que una visión de la dignidad que se
fundamente en el grado de autonomía de cada uno, en el ejercicio de la libertad desligado de
la dignidad, no puede fundamentar ningún orden jurídico. La libertad no puede ser regla del
actuar libre, pues todos los actos libres cumplirían esa regla, lo que es lo mismo que decir que
no habría ninguna regla. Sólo el acuerdo de voluntades libres podría determinar una regla de
conducta, pero muy precaria: sólo sería regla mientras las partes quisieran cumplirla; ni bien

63
uno quisiera incumplir lo acordado, terminaría el acuerdo. Y, en el ámbito de las leyes
penales, que son de orden público (que obligan aunque los individuos involucrados quieran
acordar otra cosa), no sería posible fundamentar la obligatoriedad en la libertad de los
involucrados.
En cambio, como ya explicamos, la dignidad inherente sí es fundamento del deber y, por
ende, del correspondiente derecho. Y estos deberes y derechos son el criterio que determina el
ordenamiento jurídico. En efecto, si cada ser humano es digno, en el sentido de que es lo más
valioso por el sólo hecho de ser humano, ello determina un deber de toda la sociedad: el deber
de valorar a cada persona, y por tanto, de querer que sea, que sea todo lo que puede ser; y,
teniendo en cuenta la común dignidad de todos los seres humanos y la común necesidad que
tenemos de la ayuda de los demás para desarrollarnos plenamente, esa dignidad determina que
tengamos el deber de realizar ciertas acciones u omisiones para satisfacer esa necesidad que
los demás tienen de nosotros. A estos deberes, corresponden los derechos. En efecto: los
derechos son las necesidades que tienen los demás de nuestras acciones u omisiones; ellas se
presentan como una exigencia de lo que ellos son como seres humanos; esa exigencia brota de
su dignidad y origina el correspondiente deber.
Dicho de una manera más vivencial: yo no estoy obligado por la libertad de otra persona,
porque su libertad es igual a la mía, y no tiene entonces por qué imponerse a mi libertad; en
cambio, sí estoy obligado por su dignidad, como lo estoy por mi dignidad: para saber que no
debo matar a una persona, me alcanza con saber que es un ser humano, no preciso averiguar si
quiere vivir o no.

Las razones de texto

Tanto nuestra Constitución, en su artículo 72, como los tratados de Derechos Humanos ya
citados (ver supra apartado «Dignidad y derechos inherentes», p. 47), para referirse a los
derechos humanos señalan que son derechos «inherentes». Y, según el Diccionario de la Real
Academia Española, «inherente» es un adjetivo que significa: «que por su naturaleza está de
tal manera unido a algo, que no se puede separar de ello» (RAE, 2014, inherente). Ello
implica que, si hablamos de derechos inherentes al ser humano, son derechos que tiene todo
ser humano, por ser humano, por tener la esencia humana.

64
En el mismo sentido se emplea la expresión «intrínseco»: cuando se dice (por ejemplo, en la
DUDH) que todos los seres humanos tienen una «dignidad intrínseca»23.
Según ya explicamos, la libertad es un elemento esencial (inherente o intrínseco) del ser
humano, en la medida en que se la considere como capacidad potencial que tienen todos los
seres humanos, por el hecho de estar «dotados» «de razón y conciencia», como señala el
artículo 1° de la DUDH. En este sentido, todos los seres humanos, por serlo, son igualmente
libres, y no pierden nunca su libertad, y esta libertad coincide con la dignidad.
Pero si se emplea el término «libertad» entendiéndola como ejercicio de esa libertad, como
autonomía, que puede admitir un mayor o menor grado de ejercicio actual de aquella
capacidad esencial, entonces, tal libertad o autonomía no se identifica con la esencia humana
ni, por tanto, con la dignidad que es inherente a esa esencia. En efecto: un bebe no tiene
ninguna autonomía, un anciano o un enfermo no tienen el mismo grado de autonomía
(entendida como posibilidad fáctica de hacer las cosas por sí mismo, sin necesidad de ayuda
de los demás) que un joven sano, o una persona sana en la plenitud de su edad, con poder
económico y social, etc. Y, sin embargo, son igualmente humanos.
Si se toma como fundamento de la dignidad y de los derechos este sentido de la libertad
entendida como autonomía que admite grados, se llegaría a la consecuencia de que los más
poderosos, los que menos necesitan de los demás, los más autónomos, serían los que más
derechos tienen; mientras que los más necesitados de la ayuda de los demás, los más
vulnerables, serían los que menos dignidad tendrían y, por tanto, menos derecho a la ayuda de
los demás.
Esto es ilógico, pero es exactamente lo que plantea la ley de eutanasia: los más vulnerables,
los enfermos, los que sufren, los que más necesitan de la ayuda de los demás, los que más
necesitan de la valoración de los demás para sentirse dignos, queridos, acompañados,
aliviados… a ellos, precisamente, la ley les dice que no los va a valorar… ¿Por qué? Porque
están enfermos, porque sufren, porque no son autónomos: no sirven a la sociedad, son una
carga y, por ello, se los puede matar. En cambio, a quien menos necesita de los demás,
porque está más sano, sin dolor, es más autónomo, tiene más poder… se le dice que su vida
vale, independientemente de que él se valore: y, si alguien lo mata, aunque sea un médico a
quien él se lo solicitó, será penalizado… ¿Por qué? Porque su vida sí vale para la sociedad,
porque aporta más que lo que requiere de cuidados y de gastos.

23
Vid infra nota al pie n° 28, p. 93.
65
En cambio, el concepto de dignidad inherente pone las bases para que todos sean igualmente
valorados, y que se deba ayudar más a quien más ayuda necesite. Es el fundamento de una
sociedad regida por el principio de solidaridad, y de la igual dignidad de todas las personas.
Todas valen lo mismo, a todas se las debe querer, valorar, igualmente. Y eso lleva a que a
ninguno (por igual) se lo pueda matar. Pero, en cuanto a qué acciones positivas se deben hacer
para ayudar a cada uno, dependerá de la necesidad que tengan: a mayor necesidad, se tendrá
derecho a una mayor ayuda, y la sociedad tendrá un deber de ayudarlo más. Los derechos
humanos, en cuanto principios, son iguales para todos (todos tienen igual derecho a la
alimentación, por ejemplo); pero en cuanto a las acciones concretas, positivas, que exigen
tales principios, los mismos derechos, según las circunstancias, generan distintos deberes
(quienes tienen más hambre y menos medios económicos, tienen derecho a una mayor
asistencia o ayuda; un bebe, tiene más necesidad de que sus padres le den de comer que una
persona de 35 años, etc.).
Continuando con las referencias textuales, es claro que las normas constitucionales e
internacionales sobre derechos humanos asumen la “concepción de la dignidad inherente», y
no de la dignidad como autonomía efectiva, porque todas refieren a la igualdad. Ya vimos
que ese principio de igualdad deriva del carácter inherente de la dignidad y los derechos
humanos, y es consagrado en el artículo 8 de la Constitución uruguaya, y en el mismo artículo
1° de la DUDH: «Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos…»
(DUDH, 1948). Si la dignidad dependiera del grado de autonomía, o de salud, o de la
ausencia de sufrimiento, y los derechos humanos, a su vez, dependieran de ello, no seríamos
todos iguales en dignidad y derechos humanos, pues hay distintos grados de autonomía, salud
o sufrimiento. Y no naceríamos iguales en dignidad y derechos, pues cuando se nace no se
tiene ninguna autonomía.
Por último, corresponde también referir a que el mismo texto de la DUDH señala que los
términos que emplearon se hicieron sobre la base de una «concepción común» a la que habían
llegado los redactores, y que consideraban fundamental para que la Declaración fuera
operativa. Así se señala en el último considerando del Preámbulo: «Considerando que una
concepción común de estos derechos y libertades es de la mayor importancia para el pleno
cumplimiento de dicho compromiso…» (DUDH, 1948, Preámbulo, énfasis añadido).

66
La historia de la Declaración Universal de los Derechos Humanos

Con la proclamación de la Declaración Universal de Derechos Humanos por parte de la


Asamblea General de las Organización de las Naciones Unidas, se llegó al mayor consenso de
la historia de la humanidad. Aprobada por 48 votos a favor, 8 abstenciones y sin votos en
contra, la Declaración reconocía, ya en su preámbulo y primer artículo, «una concepción
común de estos derechos», que tiene «por base el reconocimiento de la dignidad intrínseca
(…) de todos los miembros de la familia humana», según la cual «todos los seres humanos
nacen libres e iguales en dignidad y derechos», y es ello lo que obliga a todos a «comportarse
fraternalmente los unos con los otros» y, a los Estados, a establecer «un régimen de Derecho»
por el cual estos «derechos humanos sean protegidos» (DUDH, 1948).
No es fácil dimensionar la relevancia de esta Declaración. No sólo fue guía fundamental para
la redacción de gran parte de las Constituciones nacionales, sino que fue clave en la política
internacional e interna de cada país, en la educación y hasta en la misma moral. Quienes
participaron en la Comisión redactora, que trabajó intensamente desde abril de 1946, tenían
distintas concepciones políticas, religiosas, filosóficas, provenían de distintas culturas y, sin
embargo, coincidieron en estos principios y reglas mínimos que operan como fundamento de
la convivencia social y entre las naciones, como límites infranqueables que no se pueden
traspasar si no se quiere caer en los mismos horrores en los que ya incurrió la humanidad en la
primera mitad del siglo XX.
En la comisión redactora de la Declaración, estuvieron representadas concepciones tan
dispares como el marxismo ateo (representantes de la URSS, Polonia, Yugoslavia, Ucrania,
Bielorrusia), el Confucionismo (representante de China) y las culturas orientales (Filipinas), el
hinduismo (representante de la India), la cultura de medio oriente (representante del Líbano),
el mundo islámico (Egipto, Irán) y la civilización occidental (representantes de USA, Canadá,
Francia, Gran Bretaña, Holanda, Bélgica, Latinoamérica -Chile, Panamá, Uruguay- y
Australia).
Todos coincidieron en reconocer: 1º) que todos los seres humanos tenemos la misma dignidad
sólo por ser humanos, independientemente de la condición, edad, situación, sexo, etc. 24; 2º)
que, por eso, todos (también los Estados y las leyes) deben valorar y respetar a cada ser
humano, en las distintas dimensiones que se expresan con cada uno de los derechos que se
reconocen como «humanos».

24

67
En cuanto a lo primero, Pallares (2020), luego de un riguroso análisis de las actas con los
debates de la Comisión redactora de la DUDH, señala:

…los redactores del documento de 1948 utilizaron la palabra ‘dignidad’ para referirse al
valor incondicional y absoluto que fundamenta unos derechos intrínsecos (…); dignidad
como característica intrínseca del ser humano, una señal de su valor absoluto. (pp. 206-
207)
La apelación a la dignidad, por lo tanto, no implicaba para los redactores una toma de
postura específica a favor de una tradición filosófica o religiosa, ni comprometía su valor
universal. No les pareció un término muy individualista o demasiado occidental. Para
ellos, el hecho y el modo de conocer la naturaleza humana implicaba descubrir, al mismo
tiempo, su carácter digno; y este dato podía ser comúnmente conocido por todos los seres
humanos. Ello permitía utilizarlo como concepto fundante. (p. 208)

¿Por qué cada ser humano es digno, es lo más valioso y debe ser valorado
incondicionalmente? Aunque hubo intentos de explicitar el fundamento de esa igual dignidad,
se excluyó esa referencia ex profeso (se mencionó como fundamento último que podría ser
aceptado por muchos, de un Creador, de un ser máximamente valioso que quiso crear a cada
hombre). El motivo, es muy relevante. Quien lo propuso, el representante de Holanda,
argumentó que

…sería un crimen querer imponer unas ideas de este tipo (…) [a quienes] fueran
agnósticos, [pues] deben respetarse todas las convicciones. (…) Sin embargo, los que
piden respeto, también deben respetar a los demás. Así pues, para quienes sean agnósticos
o ateos, la propuesta holandesa contendrá sólo palabras vacías y sin sentido. No les
causará daño, ni ofenderá su conciencia… (Pallares, 2020, p. 180, citando A/C.3/SR.
164, 29 de noviembre de 1948, p. 755).

Y, como acotó el delegado belga, el creyente, en la referencia a «Dios», encontraría una


palabra llena de significado, cuya presencia afecta toda su existencia y refuerza ese deber
hacia los derechos humanos. Pero, ante esta propuesta, la delegada polaca, comunista atea,
respondió que pretender que esa parte de la Declaración «sea simplemente ignorada por los no
creyentes», «sería muy peligroso», pues también podría aplicarse «ese mismo argumento a
cualquier otra parte de la Declaración» (Pallares, 2020, p. 181, citando a A/C.3/sr. 165, 30 de
noviembre de 1948, p. 762). En efecto, si se pretendía «una concepción común de estos

68
derechos»(como se señala en el Preámbulo), no podía aceptarse que cada uno entendiera algo
diferente en los términos que se emplearan en la Declaración. Si no, la Declaración no tendría
ninguna eficacia. Como señala Pallares, «…para redactar algo con sentido, debían emplear
términos que significaran algo comprensible para todos. Lo contrario implicaría el intento
absurdo de lograr acuerdos sólo en las palabras, pero dejando abierto el contenido de las
mismas» (Pallares, 2020, p. 180).
Así, pues, el punto en el que hubo consenso fue el reconocimiento de la igual dignidad
inherente de todo ser humano.
Pallares, citando el primer discurso (de Henri Laugier) con el que se inició la primera sesión
de la Comisión Nuclear redactora de la DUDH, explica que «desde el primer discurso aparece
la noción de que al ser humano se le debe cierto respeto y consideración en función de su
“dignidad como persona»; se habla de “reconstruir el mundo desde unos principios mínimos
comunes»» (Pallares, 2020, p. 26).
Por su parte, la UNESCO, en 1947 hizo una consulta entre filósofos y personalidades de las
distintas culturas, para aportar un insumo a la comisión redactora sobre la posibilidad de unos
principios filosóficos comunes en los que pudieran apoyarse los derechos humanos. Se
recibieron unas 70 comunicaciones, de todas las tradiciones culturales (common law, chinas,
islámicas, hindúes, latinoamericanas, tomistas, marxistas). Figuran, entre ellas, las de
Mahatma Gandhi, Pierre Teilhard de Chardin, Benedetto Croce, Aldous Huxley, Salvador de
Madariaga, Chun-Shu, P. V. Puntambekar… Aunque el trabajo fue rechazado por la
Comisión de Derechos Humanos, vale la pena señalar que, ya entonces, aunque se concluía
que «no era posible alcanzar un acuerdo sobre la fundamentación racional de los derechos y
libertades», sí se destacaba que era factible un «acuerdo práctico común», respecto a «unas
exigencias de la dignidad que pueden considerarse como “intrínsecas a la naturaleza humana,
tanto en cuanto individuos como en cuanto miembros de la sociedad, que son como
consecuencia del derecho fundamental a la vida» [UNESCO, PHS/3 (Rev), Anexo II, p. 11]»
(Pallares, 2020, pp. 38-39). Y concluye Pallares:

El informe de la UNESCO puso de manifiesto que en todas las tradiciones culturales


representadas, existían unas mismas convicciones compartidas: correlación derechos-
deberes, la vinculación de la persona a la comunidad, la igualdad de la condición
humana, la dignidad de ésta, y en consecuencia el deber de tratarla de determinada
manera, precisamente porque es valiosa y comparte naturaleza. (Pallares, 2020, p. 40,
énfasis añadido).

69
Aunque no se incluyó el término «naturaleza» en el texto de la DUDH (porque había dos
nociones contrarias sobre este término: la materialista - fáctica —lo que en los hechos
sucede— y la metafísica, como sinónimo de correspondiente a la esencia), sí, como comenta
el mismo Malik, integrante de la comisión redactora, se emplearon términos que reflejan la
misma idea. Por ejemplo, en el artículo 1° de la DUDH:

Ciertamente, la palabra «nacen» significa que nuestra libertad, dignidad y derechos son
naturales a nuestro ser y no son concesiones generosas de algún poder externo. […] Los
registros de los debates revelan cómo generalmente se reconocía que la misma palabra
«dotados» significa «dotados por naturaleza», y sólo porque se entendía de esa manera, se
aprobó la eliminación de las palabras «por naturaleza». (Pallares, 2020, p. 191, citando a
Malik, Charles Habib, The Challenge of Human Rights: Charles Malik and the Universal
Declaration, ed. Charles Habib Malik, Oxford, Charles Malik Foundation, 2000, p. 162).

El representante de China, Chang, fue quien se opuso a la inclusión del término «naturaleza»
o «natural», para referirse a algo que correspondía al ser humano por el solo hecho de ser
humano, porque consideraba que esa palabra tenía una carga ideológica propia del
racionalismo que inspiró la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de la
Revolución Francesa. Sin embargo, como señala Pallares,

… tanto Chang como los delegados latinoamericanos [principales promotores de la


inclusión del término «natural»] y, en general, el resto de redactores, encontraron que
determinadas palabras del Preámbulo como «inalienables», «intrínseca» (…), u otras del
artículo 1 como «nacen», «dignidad» y «dotados como están» (…) se refieren
implícitamente a un ser subsistente por sí mismo, trascendente a los resultados de una
razón inmanente. [Y añade:] En otras palabras, hace falta tanto de la presencia
extramental de alguien con dignidad, como la presencia de esa misma condición humana
y dignidad en los otros individuos de la misma especie; además, una forma común de
comprender y descubrir las exigencias de esa dignidad inherente. Sin estas características,
entonces no existirían los derechos humanos, o no serían comprensibles entre todos los
miembros de la especie, o no podría existir una expectativa razonable de que el otro se
descubra obligado por ellos. En definitiva, sin esos datos ontológicos, la Declaración
carecería de sentido e inteligibilidad. (Pallares, 2020, pp. 195-196).

70
También hubo consenso, luego de una larga discusión, sobre el concepto de ser humano. Un
concepto por demás evidente. Se introdujo, en el artículo 1, la referencia a que es un ser
dotado de razón y conciencia. Como aclara Pallares (2020), con ello «los redactores (…)
quisieron incorporar una fundamentación ontológica de la persona. En este caso, describir la
racionalidad como una de sus potencias esenciales» (p. 214). Ciertamente, también la
referencia a la «razón y a la conciencia» se hizo con la finalidad de «señalar una operación
intuitiva y natural por la cual es posible conocer los deberes que surgen de la dignidad de la
persona». Pero, además, «Explícitamente la quisieron describir como potencia esencial e
inherente al ser humano: una afirmación metafísica» (Ibid.).
Ver, a este respecto, lo señalado en el apartado «Libertad y dignidad, orden público e
irrenunciabilidad de los derechos humanos», p. 53. Ilustra este sentido que se le da a «dotados
de razón», como también al de «libertad», cuando se señala que todos nacen libres e iguales,
que en ambos casos el delegado de la URSS, Pavlov, en un primer momento, se opuso y
finalmente aceptó la referencia. Ironizó: «Todos los días suceden eventos que nos convencen,
por un lado, de que hay personas que no tienen ni razón ni conciencia, y por el otro, que unos
hacia otros no se comportan humanamente y mucho menos en espíritu de fraternidad» (Actas
citadas por Pallares, 2020, p. 153). En las Actas se aclaró por qué se aceptó la redacción final:
porque expresaba adecuadamente que no se hacía «referencia al ejercicio efectivo y acertado
de la razón y la conciencia», sino «a una descripción de una potencialidad esencial del
hombre». También Alexei Pavlov argumentó contra la referencia «nacen libres e iguales …»,
afirmando que, «en la práctica, los hombres nacían desiguales y sólo se equilibraban cuando
una ley lo estableciera así» (Pallares, 2020, p. 202). Finalmente, se dejó, porque quedó claro
que se referían no a una situación fáctica, variable según la situación, sino a la condición
humana, a su esencia, que le viene dada naturalmente. Y que es esa condición esencial la que
se presenta como un deber ser, aunque, en los hechos, no se esté respetando. En los hechos,
no siempre se ha tratado a todas las personas como iguales en dignidad y derecho; pero, por
ser seres humanos, debería habérselos tratado así.
Así, pues, la historia de la DUDH, que luego tuvo gran incidencia en las Constituciones
nacionales, es una prueba irrefutable de que es posible que los seres humanos de las diversas
culturas y religiones podemos coincidir en el conocimiento y en la aceptación de la igual
dignidad inherente de todo ser humano, y de que ello es el fundamento de los comunes
derechos y deberes que tenemos derivados de esa común condición y dignidad humana.
Por otra parte, en la misma DUDH se quiso dejar una referencia expresa a cuál fue el
antecedente histórico que llevó a la necesidad de que todos los pueblos reconocieran la

71
importancia de esta igual dignidad y derechos inherentes. Los Estados debían aceptar este
principio básico como clave de las relaciones entre ellos, para evitar las situaciones de
opresión, de injusticia extrema y de la peor guerra vivida en la historia; y los Estados debían
garantizar, también hacia su interior, la protección de esta dignidad expresada en esos
derechos humanos, mediante «un régimen de derecho», autolimitándose en su poder, para
evitar que volvieran a repetirse los «actos de barbarie ultrajantes para la conciencia humana»
que se dieron en el régimen de la Alemania Nazi (con un régimen formalmente constitucional
y democrático), por el «desconocimiento y el menosprecio de los derechos humanos», como
manifiesta expresamente el preámbulo de la DUDH. Así, se señala que esta es la finalidad de
la DUDH: por eso se concluye insistiendo en que «los pueblos de las Naciones Unidas»
reafirman su fe en la relevancia fundamental del reconocimiento de esta igual dignidad y el
valor de la persona humana, expresada mediante «una concepción común de» los derechos
fundamentales del hombre que expresan esa dignidad, sin la cual no podría cumplirse el
compromiso de respetar estos principios.
Vale la pena transcribir más extensamente el Preámbulo:

Considerando que la libertad, la justicia y la paz en el mundo tienen por base el


reconocimiento de la dignidad intrínseca y de los derechos iguales e inalienables de todos
los miembros de la familia humana;
Considerando que el desconocimiento y el menosprecio de los derechos humanos han
originado actos de barbarie ultrajantes para la conciencia de la humanidad (…)
Considerando esencial que los derechos humanos sean protegidos por un régimen de
Derecho (…)
Considerando que los pueblos de las Naciones Unidas han reafirmado en la Carta su fe en
los derechos fundamentales del hombre, en la dignidad y el valor de la persona humana y
en la igualdad de derechos de hombres y mujeres (…)
Considerando que una concepción común de estos derechos y libertades es de la mayor
importancia para el pleno cumplimiento de dicho compromiso…

Por eso, alegar ahora que hay otras concepciones de la dignidad humana, del carácter
inalienable (irrenunciable) de los derechos humanos, no es sólo violentar esa Declaración y
nuestra Constitución, sino rechazar la experiencia de la historia, lo que implica, por lo menos,
una grave imprudencia, que podría hacernos culpables de las consecuencias que esta ligereza
pudiera acarrear. Nos remitimos al capítulo VI sobre la experiencia de la eutanasia en la
Alemania de la primera mitad del siglo pasado, como así también, a la descripción de la

72
experiencia más reciente de los países que han legalizado la eutanasia en este siglo (capítulo
V).
También en esos años se alegó el carácter cambiante de la valoración social, del orden
público. Y fue clara la manipulación del lenguaje y de los sentimientos de compasión,
alegando también unos «nuevos derechos». Ahora se llega incluso a hablar de «nuevos
derechos humanos», a invocar la «libertad» de quienes más limitados están en el ejercicio de
su libertad, de quienes más influenciables son por la valoración social que se haga de su
dignidad. No podemos hablar de nuevos «derechos humanos» si éstos implican no reconocer
la igual dignidad inherente de todo ser humano, como algo basilar, objetivo. Sin este límite no
manipulable, que sólo depende de algo constatable como lo es la condición o no de ser
humano, los derechos se vuelven un mero disfraz del poder del más fuerte.

Conclusión

En conclusión: no es admisible otra concepción de la dignidad humana fuera de la que se ha


tenido en cuenta para la construcción del orden de la comunidad internacional y para limitar el
poder totalitario del Estado: aquella que reconoce que todo ser humano, por serlo, es digno, es
lo más valioso y, por ello, debe ser valorado, respetado, ayudado… Afirmar que a una persona
se le puede dar muerte sin violar ningún deber ni ningún derecho es negar esa dignidad a la
persona a la que se le puede dar muerte, es negar su derecho a la vida y, con ello, todos sus
derechos humanos.
Esto es lo que hace la legalización de la eutanasia. Esta sería la respuesta que daría la
sociedad, mediante la ley penal, al problema del sufrimiento y la enfermedad terminal. A
quienes más ayuda, acompañamiento, alivio y valoración necesitan, se les dirá que sus vidas
no valen, no son dignas. Y de esta forma, se acrecentará ese sufrimiento y soledad, y se les
«venderá» el espejuelo de una libertad… para acabar con sus vidas, otorgándole eficacia
jurídica a la renuncia a su primer derecho, a una declaración de voluntad condicionada por el
sufrimiento y el temor.
Estamos ante una situación análoga a la siguiente: una persona, acuciada por el sufrimiento
insoportable que le ocasiona el hambre, pide que lo maten para no seguir sufriendo; y la
sociedad, en lugar de darle de comer, le ofrece, como solución, darle validez a su renuncia a la
vida y a su pedido de «ayuda», y se permite que alguien le dé muerte. Y esto es más grave aun
cuando la sociedad actual (a diferencia de lo que pudo ocurrir un siglo atrás) tiene el alimento
para darle: los cuidados paliativos.

73
La respuesta social al problema del sufrimiento y de la enfermedad terminal no puede ser la
de permitir matar al enfermo o al que sufre. Permitir que se mate a alguien que no está
atacando el derecho a la vida de los demás es negar que esa persona tenga dignidad, derecho a
la vida. Y el Estado no tiene potestad para eso. Como ha dicho nuestra Suprema Corte de
Justicia, en sentencia N.° 365/2009,

Superando el rol que le asignaba el viejo paradigma paleoliberal, la jurisdicción se


configura como un límite de la democracia política. En la democracia constitucional o
sustancial, esa esfera de lo no decidible —que implica determinar qué cosa es lícito
decidir o no decidir— no es sino lo que en las Constituciones democráticas se ha
convenido sustraer a la decisión de la mayoría». (Citada por Altieri, 2017, p. 370)

Los derechos «inherentes a la personalidad humana», la igual dignidad inherente de todo ser
humano, de toda vida humana, su carácter de derecho inalienable e irrenunciable no son
otorgados por el Estado, ni puede éste quitarlos.
El Estado, a través del Poder Legislativo, no puede dictar leyes que faciliten una práctica
contraria a esta dignidad y derechos inherentes. Tiene el deber de protegerlos “por un régimen
de Derecho», como señala el preámbulo de la DUDH. Una ley que dice que algunos tienen un
privilegio por el que obtienen un permiso para matar a ciertas personas, que éstas pueden
renunciar a su dignidad y derecho a la vida otorgando un permiso para que las maten o las
ayuden a matarse, que el derecho a la vida y la dignidad no son inherentes a la condición
humana, y puede renunciarse a ellos, que distinga entre «eutanasiables» y no «eutanasiables»
para reconocerles o no una dignidad y derecho a la vida irrenunciables… tal ley, por
contradecir esos derechos y principios fundamentales, ingresa en el campo de lo «no
decidible»: el legislador no tiene potestad para cambiar las normas que rigen esos derechos,
pues éstas están en la misma condición humana.

74
Capítulo III
Los fundamentos jurídicos a favor de la eutanasia
Comentario a sentencia peruana, del caso Ana Estrada

Resumen introductorio

En el primer capítulo analizamos desde una perspectiva jurídica, qué es la eutanasia según los
conceptos jurídicos del proyecto de ley presentado en Uruguay y de las normas vigentes en el
país. Con ello, aclaramos el alcance de una serie de términos ambiguos y de prejuicios que
dificultan el debate, dejando al desnudo en qué consistiría el cambio normativo propuesto.
En el siguiente capítulo, nos detuvimos a responder si tal cambio era jurídicamente admisible.
Y concluimos que no, porque se afectarían principios y derechos fundamentales, consagrados
en la Constitución y en los instrumentos internacionales de Derechos Humanos, que obligan
al legislador y que determinan la base de un Estado de Derecho: el respeto a la igual dignidad
inherente de todo ser humano, que determina el derecho a la vida como derecho humano
fundamental, inherente, inviolable, absoluto e irrenunciable, con el correspondiente deber
absoluto de no matar a un ser humano inocente que no esté atacando injustamente la vida de
otra persona.
Aunque ya expusimos críticamente los principales argumentos en que pretende fundarse el
proyecto de ley de eutanasia y suicidio médicamente asistido en Uruguay, en el presente
capítulo nos detendremos en el estudio de los fundamentos que se esgrimen para invocar un
supuesto “derecho a la eutanasia». Seguiremos, para ello, el reciente caso jurisprudencial
planteado en el Perú, resuelto por la Corte Superior de Justicia de Lima, Decimo primer
Juzgado Constitucional, de febrero del año 2021. Así contrastaremos las dos posiciones
enfrentadas en este debate.
A modo de resumen inicial, podemos decir que la sentencia considera que el «derecho a la
eutanasia» está implícito en el «respeto a la dignidad» de la «persona humana», que es
considerada por la Constitución peruana como «fin supremo de la sociedad y del Estado». Se
toma el concepto de «dignidad» que señalamos en el capítulo precedente que se identifica con
dignidad como autonomía fáctica. Y la crítica principal que le opondremos a esta concepción
es que lleva a negar la igual dignidad de toda persona humana, pues se establecería una
división entre persona «eutanasiables» y personas con dignidad objetiva. Y la segunda crítica
principal será que, para los «eutanasiables» , se otorga relevancia jurídica, como fundamento

75
para extinguir todos los derechos, su auto percepción de indignidad; y esto se hace
precisamente en nombre de la «dignidad». Para los «eutanasiables», sería digno considerarse
indignos, y esta indignidad sería fundamento justificante para perder todos los derechos,
renunciando al derecho a la vida, en nombre de una inexistente dignidad.
Para descifrar este laberinto de contradicciones, haremos un análisis crítico, teniendo en
cuenta los conceptos abordados en el capítulo precedente, distinguiendo dignidad inherente,
igual para todo ser humano, y actos libres dignos (los que respetan esa dignidad), señalando
que sólo estos son ejercicio de un derecho a la libertad. Pondremos de relieve que ser o
existencia personal, por un lado, y vida de un ser humano, por otro, son conceptos que se
identifican. A partir de ello, se considerarán intercambiables el deber mínimo de respeto a la
dignidad, el deber mínimo de respeto a la vida o prohibición de matar, y el contenido mínimo
esencial del derecho a la vida. De allí deducirá la primacía del derecho a la vida sobre el
derecho a la libertad.

La sentencia

En sentencia del 22-2-2021, la Corte Superior de Justicia de Lima, 11er. Juzgado


Constitucional, resolvió una acción de amparo solicitada por Ana Milagros Estrada Ugarte
contra el Ministerio de Salud (MINSA), Seguro social de Salud (EsSalud) y el Ministerio de
Justicia y Derechos Humanos (MINJUSDH), por la que se dispuso:
1. Se inaplique el artículo 112 del Código Penal para el caso de la actora, de modo que
los sujetos activos del delito allí previsto (homicidio piadoso) no puedan ser
procesados si los «actos tendientes a su muerte» se practican «de manera institucional
y sujeta al control de su legalidad, en el tiempo y oportunidad que lo especifique, en
tanto ella no puede hacerlo por sí misma» (parte resolutiva, 1).
2. Se ordena al MINSA y a EsSalud que conformen «Comisiones Médicas
interdisciplinarias, con reserva de la identidad de los médicos y con respeto de su
objeción de conciencia, si fuere el caso, en un plazo de 7 días», una que establezca un
«protocolo» y otra «que cumpla con practicar la eutanasia», «mediante la acción de un
médico de suministrar de manera directa (oral o intravenosa) un fármaco destinado a
poner fin a su vida, u otra intervención médica destinada a tal fin» (parte resolutiva,
2).

76
3. Se declaró improcedente la pretensión de que se ordene al MINSA «emitir una
Directiva que regule el procedimiento médico para la aplicación de la eutanasia para
situaciones similares…» (parte resolutiva, 5).
La demanda alega una «enfermedad incurable, progresiva y degenerativa, llamada
polimiositis», que tiene desde los 12 años, y que la ha llevado a estar en silla de ruedas desde
los 20 años y a un «estado de dependencia alta en los últimos 12 meses». Está en un programa
«clínica en casa», con “médicos, psicólogos y nutricionistas», y señala que «ello significa que
ha perdido su intimidad y privacidad».
No manifiesta aún su voluntad de poner fin a su vida, sino que el amparo lo promueve para
que «el procedimiento solicitado» se ejecute «dentro de los diez días hábiles contados a partir
del momento en que ella manifieste su voluntad de poner fin a su vida» (I. PARTE
EXPOSITIVA: DEMANDA). Incluso, considera que «si yo tuviera el “permiso» del Estado
para morir, estoy segura que esos procesos infecciosos no serían así de terribles y los llevaría
en paz, con esperanza y libertad» (II. FUNDAMENTOS DE HECHO, 3.).
En cuanto a los fundamentos de derecho, considera que la norma penal lesiona el «derecho
fundamental» «a una muerte digna», «a la dignidad», «a la vida digna», «al libre desarrollo de
la personalidad» y constituye una «amenaza cierta a no sufrir tratos crueles e inhumanos» (I.
PARTE EXPOSITIVA: DEMANDA. B).
La sentencia tiene una fundamentación extensa, en la que se manifiestan muchas
contradicciones. Nos limitaremos a comentar las más relevantes.

Construye un derecho para inaplicar un derecho fundamental y una prohibición penal

Se reconoce que el derecho a la vida es un derecho fundamental, y que éste es el bien jurídico
tutelado con el delito de homicidio piadoso.
Frente a este derecho a la vida, se «construye» un supuesto «derecho a la eutanasia», que
denomina también como «derecho a una muerte digna».
Se reconoce que no existe un enunciado normativo positivo, ni legal ni constitucional, que
recoja este derecho. Entonces, lo construirá a partir de otros derechos fundamentales,
acudiendo a dos argumentaciones vinculadas y contradictorias que justificarían esta
«construcción».
Por un lado, invoca una supuesta laguna u oscuridad y el principio de inexcusabilidad, según
el cual el juez debería crear la norma para el caso concreto.

77
Y, por otro lado, señala paradójicamente que sí existe una norma clara en el Código Penal,
pero que corresponde realizar el control difuso de su constitucionalidad. Pero en la
Constitución no encontrará tampoco el enunciado normativo positivo que establezca el
derecho a la eutanasia.
Esta «construcción» judicial de un «derecho», en violación de una ley penal y de un derecho
fundamental como el derecho a la vida, contraría la separación de poderes y el estado de
Derecho.
La sentencia hace lo que dice que trata de evitar: «el Juez desarrolla interpretaciones forzadas
de la norma constitucional para no cumplir, o no acatar las leyes que dicta el legislativo; tal
vez porque no las comparte, porque su moral o su ideología particular lo inclinan a una
contradicción con las leyes vigentes…» (77)25.

Pretende derivar el derecho a la eutanasia de la dignidad inherente de todo ser humano,


y concluye negando esa dignidad

A partir de «otros derechos fundamentales, como el derecho a la dignidad y el libre


desarrollo de la personalidad, el derecho a la integridad y a no sufrir tratos inhumanos y
degradantes y la valoración de la autonomía de la persona», «se construye el derecho a la
eutanasia, al suicidio asistido y a la eutanasia activa directa…» (149).
Pretende primero deducir el derecho a disponer de la propia vida («derecho a la eutanasia» o
«a una muerte digna») a partir del principio de la dignidad inherente de todo ser humano.
Nos detendremos ahora en el análisis de esta argumentación, porque es la cuestión central.
Después continuaremos con una descripción más resumida de la consiguiente fundamentación
de la sentencia.
En realidad, como veremos, este principio fundamental de la dignidad llevaría a concluir lo
contrario: el carácter inherente del derecho a la vida y, por lo tanto, su irrenunciabilidad e
inviolabilidad o carácter absoluto.
En los hechos, la sentencia terminará admitiendo que los casos en que afirma que habría un
derecho a la eutanasia son precisamente situaciones en las que se considera que la vida
humana no es digna, quebrando por tanto el principio de la igual dignidad inherente de todo
ser humano.

25
En adelante, las citas a la sentencia se harán sólo con el número de párrafo corrido (entre
paréntesis) que ella emplea a partir del capítulo «II. FUNDAMENTOS DE HECHO.»
78
¿Qué es el derecho a la dignidad?

Lo que dice la sentencia

La sentencia no dice con claridad qué significa «derecho a la dignidad».


Se habla del «respeto a la dignidad» de la «persona humana» como «fin supremo de la
sociedad y del Estado» (Constitución Política del Perú, 1993, artículo 1).
Se afirma que, si bien

la dignidad, como derecho, se ha tomado principalmente desde la óptica de la razón, sin


embargo, este derecho, es tan inherente al ser humano que son tan dignos aquellos que
poseen razón, como aquellos que la han visto afectada, por alguna discapacidad;
fundamento que es recogido por la Convención de los derechos de las personas con
discapacidad; no sin reconocer que la razón, es la medida o referencia del uso del derecho
a la dignidad, la autonomía, la libertad y muchos otros derechos, pues solo en el momento
que se es consciente de todo ello, puede el ser humano hacer uso total y efectivo de estos
derechos, pero que debe promoverse el uso y defensa de la autonomía, también de las
personas con discapacidad. (179)

Y se concluye que «Ana Estrada» «seguirá siendo digna para todo efecto en nuestra sociedad
y el Estado, más allá de su discapacidad y aún de la eventual pérdida de su raciocinio» (179).
Si la explicación terminara aquí, podría colegirse que la dignidad es una cualidad inherente a
todo ser humano, que lo constituye en fin supremo de la sociedad y del Estado. Por ser una
cualidad inherente a la condición humana, sería objetiva: común a todo ser humano, «por ser
humano»26. Ello determinaría que la sociedad y el Estado deben tener como fin supremo a
todo ser humano: es decir, que deben valorarlo como fin, no como un medio que vale según
una finalidad en virtud de la cual se lo valora. Esta es la noción de dignidad que surgiría del
texto constitucional.
También se agrega una noción sobre qué es lo específico del ser humano: su racionalidad. Y
se aclara que esta racionalidad es considerada como potencialidad propia de la especie
humana: si alguien pertenece a una especie racional, aunque en ese momento no esté
actualizando esa potencialidad (quienes han visto el ejercicio de su razón afectado por alguna

26
Según el Diccionario de la Real Academia Española, «inherente» es un adjetivo que
significa: «que por su naturaleza está de tal manera unido a algo, que no se puede separar de ello»
(RAE).
79
discapacidad, o aún no han llegado al grado de desarrollo que les permita tal ejercicio), es
humano, tiene dignidad humana. Es racional la especie animal a la que pertenece, por más que
esa persona concreta no tenga uso efectivo de su razón.
Hasta aquí, la sentencia es plenamente compartible. Pero sorprende cómo continúa su
razonamiento.
Después de afirmar que Ana Estrada seguirá siendo digna, aunque pierda su raciocinio,
afirma:

Pero, en la medida que su razón es el referente o medida de sus derechos, debe


reconocerse también su autonomía y su autopercepción de su dignidad, pues la dignidad,
si bien es inherente a la persona, desde el derecho y desde el respeto de la sociedad, es
también un bien que debe ser percibido por la propia persona, que debe ser dirigido por
ella misma para que realmente exista. (179)

¿Qué significa que su razón es el referente o medida de sus derechos? ¿Y cuál sería el objeto
de este «derecho a la dignidad»? La primera cuestión la abordaremos a continuación y, la
siguiente, al concluir el análisis que aquí comenzamos.

El concepto de dignidad inherente presente en la Constitución y en los


instrumentos internacionales de Derechos Humanos

Es correcto afirmar que la razón humana es la regla o medida de los derechos, pues es en ella
donde se descubre qué corresponde a cada persona como derecho y como deber. Pero la razón
particular de cada uno no crea el derecho, sino que lo descubre (cuando puede descubrirlo); y,
aunque no lo descubra (por ejemplo, porque no tiene desarrollado el ejercicio de su razón o
porque el mismo está impedido por alguna incapacidad), sigue existiendo algo que le
corresponde: por ley positiva o por ley natural (por su condición humana). Un bebe, un
incapaz, no tienen autonomía como para auto percibir su dignidad y, sin embargo, como ésta
es inherente a su condición humana, son dignos. Su dignidad existe realmente, aunque ellos
no la perciban. Y los demás, que pueden percibir esa dignidad, «dotados como están de razón
y conciencia»(como dice el artículo 1° de la DUDH), tienen el deber de tratarlo como otro yo,
fraternalmente, como alguien que es fin último de la sociedad y del Estado, como alguien
digno, fin en sí, con un valor que no depende de la valoración que se haga de él, sino que, por
ser lo más valioso, debe ser valorado.

80
Sí, la dignidad es «un bien que debe ser percibido por la propia persona»: tiene ese deber, en
la medida en que tal percepción sea un acto libre. Si no puede, porque está impedido por el
dolor o la enfermedad, no hará un acto libre y, por tanto, esa falta de percepción de su
dignidad no será un acto indigno. Pero la sociedad en su conjunto, y quienes, como el médico,
no están condicionados en su percepción, saben que es humano y, por tanto, digno; y, en
consecuencia, tienen el deber de respetar su dignidad y derechos humanos.
Este concepto de dignidad como inherente a la condición humana, y no dependiente del
concreto ejercicio de la razón, es el que está presente en los instrumentos internacionales de
derechos humanos, como la Convención Americana de Derechos Humanos que en su artículo
1° señala que «es persona todo ser humano» (CADH, 1969), el artículo 1° de la Declaración
Universal de Derechos Humanos (en adelante, DUDH) que señala que «Todos los seres
humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos…», y reconoce que, «dotados como
están de razón y conciencia, deben comportarse fraternalmente los unos con los otros»
(DUDH, 1948). Es decir: todos los seres humanos están dotados de razón y conciencia: ya
cuando nacen (aunque no tienen ejercicio de su razón y conciencia); y tienen una igual
dignidad esencial, y por eso, iguales derechos derivados de esa condición humana. Luego, el
uso de su razón y conciencia es lo que les permitirá descubrir que los otros humanos son
iguales (hermanos), y que, por eso tienen deberes hacia los demás, que se corresponden con
aquellos derechos.
Así, pues, la dignidad no es un derecho, sino el fundamento de la obligatoriedad de todo
derecho: como cada ser humano, por serlo, es fin supremo de la sociedad y del Estado, debe
ser valorado, respetado. De este deber de respeto y valoración surgen todos los deberes: en la
medida en que cada persona necesita de la sociedad (de los demás) para poder desarrollarse
plenamente, los demás deben valorarlo haciendo las acciones y omisiones que sean necesarias
para que cada persona pueda lograr ese desarrollo, en la medida de su necesidad y según la
capacidad y posición relativa del obligado. Según, entonces, esa medida y en virtud de esa
dignidad es que surgen los derechos subjetivos (lo que uno recibe de los demás) y los deberes
correspondientes (lo que debe hacerse por ellos).
Todo ser humano, por serlo, es digno: tiene una dignidad inherente, intrínseca, esencial; y por
ser digno, tiene derechos; y, frente a él, las demás personas tienen los correspondientes
deberes. No hay un derecho subjetivo determinado, sin un concreto deber de todos o de
determinadas personas.
Las acciones conscientes y libres siempre están guiadas por el deber de respetar esa dignidad
propia y de las demás personas. Cuando respetan esa dignidad, respetan los derechos que

81
derivan de ella. Y, en ese sentido, también las acciones son dignas: adecuadas a esa dignidad
sustancial de la persona. Pero también podrían ser acciones indignas: aquellas que no respetan
esa dignidad, al no respetar los derechos-deberes que emergen de ella.
La primera acción digna (acorde con la dignidad) es la de reconocer esa dignidad: si no se
percibe la dignidad, no se puede valorar al sujeto digno, ni actuar en consecuencia (cumplir
con los deberes correspondientes a sus derechos).
La dignidad esencial, inherente, no se pierde: mientras se sea humano, se es digno. Pero las
acciones conscientes y libres pueden ser indignas, no reconocer esa dignidad. Si alguien,
libremente, desconoce la dignidad de otra persona, ésta no deja de ser digna, pero aquél no
respetó su dignidad, no se comportó humanamente («fraternalmente», como dice la DUDH):
lo indigno es la acción de quien incumple su deber, no la persona cuyo derecho es violado.

¿Cómo se deriva el «derecho a la eutanasia» a partir de la «dignidad»? (Análisis crítico)

Seguidamente, la sentencia hace un razonamiento de difícil intelección: «Así, la discapacidad


y el sufrimiento por causa de la enfermedad y la discapacidad puede afectar el derecho a la
dignidad, pero solo en su faz de la autopercepción, mas no en la faz externa; por consiguiente;
debe existir un espacio de disposición de su titular, en uso de su libertad fáctica y jurídica»
(179).
Si se parte de que la dignidad es «inherente al ser humano», no se entiende por qué, el hecho
de que alguien no perciba su dignidad podría determinar, como concluye la sentencia en
análisis, que esa dignidad realmente no exista. Tampoco se entiende que pueda concluirse que
«debe existir un espacio de disposición de su titular, en uso de su libertad fáctica y jurídica».
Analicemos los pasos de este razonamiento confuso e incorrecto:

Primer paso: la discapacidad, la enfermedad y el sufrimiento pueden condicionar y


hasta determinar fácticamente la percepción de la propia dignidad

Se parte de la afirmación de un hecho real: la discapacidad y el sufrimiento causados por esa


incapacidad o por la enfermedad pueden condicionar y hasta determinar fácticamente la
percepción de la propia dignidad.
Se aclara que esa percepción es un hecho subjetivo: que se da en el interior del sujeto.
Hasta aquí, estamos de acuerdo. No está en discusión que, en el plano fáctico (en el plano de
lo que en los hechos sucede), se da esta autopercepción de indignidad, y que la causa o

82
concausa de este hecho es otro hecho: la discapacidad, y el sufrimiento causado por ella o por
la enfermedad. Y tampoco está en discusión que esta percepción se da en la subjetividad, en
el interior de esa persona.

Segundo paso: se afirma que la dignidad debe ser percibida por la propia persona
para que realmente exista

¿Sería entonces una dignidad inherente al ser humano?

Aquí ya no estamos de acuerdo. Esta es una afirmación opuesta a la formulada antes: la


dignidad es inherente al ser humano. Y se aclaró que, «son tan dignos aquellos que poseen la
razón, como aquellos que la han visto afectada por alguna discapacidad» (179). Reiteramos: si
la dignidad es inherente al ser humano, si un sujeto es (como señala, en Uruguay, el artículo
21 del Código Civil) un «individuo de la especie humana», es digno: es «persona», no «cosa».
Si es humano y no se autopercibe como «digno», como fin supremo de la sociedad y del
Estado (como dice la Constitución peruana), no por ello deja de ser digno, un «fin en sí». Y lo
es, para toda la sociedad y para él mismo.

¿Sería «dignidad» = valor absoluto, intrínseco?

Según ya vimos (supra parágrafo 0, p. 45), la persona no tiene un valor relativo (precio), sino
intrínseco, interno, absoluto (dignidad): no vale porque sea valorada (como las cosas), sino
que, porque es lo más valioso, debe ser valorada.
Si hay una realidad digna, ésta debe ser valorada por quienes tienen la capacidad de entender
esa realidad (conocer, con su razón, que ese ser es digno porque es humano) y de actuar
libremente en relación con ella, valorándola según su dignidad. Por eso, como vimos, la
DUDH señala en su artículo 1°, como presupuesto de los deberes, el hecho de que los
hombres son «iguales en dignidad y derechos», y la capacidad que éstos tienen de descubrir
esa igual dignidad y derechos, pues están «dotados» «de razón y conciencia».
Alcanza con ver a un ser humano, para saber que es humano y que hay que valorarlo27. Pero,
lo perciba o no como tal, no deja de ser humano, no deja de tener dignidad.
Por eso, si la dignidad propia dependiera de la autopercepción, no sería dignidad, sino precio,
valor relativo.

27
Ver supra la discusión sobre los términos «conciencia» y su relación con «ren» supra p.
54.
83
Dignidad, libertad y deber

El deber emerge, como de su fuente, de la dignidad, a través de la inteligencia que descubre


que está ante un ser digno y que, por ello, en el juicio de la conciencia, indica a la propia
persona, a su voluntad, que, en su actuar libre, debe valorar a ese ser porque es un valor o fin
supremo.
El deber es inherente a las acciones libres: soy libre porque mi inteligencia me indica cómo
debo actuar, y lo hace porque descubre que yo y las demás personas somos dignos: por serlo,
la razón, en el juicio de la conciencia, me señala que debo hacer aquello que sea conveniente
para conservar y desarrollar mi ser y el de las demás personas, y que no debo hacer aquellas
acciones que me (o los) perjudiquen. Si no tuviera inteligencia, o si no pudiera descubrir que
yo soy digno (que debo elegirme como fin) y no pudiera saber qué acciones son convenientes
para desarrollarme, no podría ser libre: no podría moverme a mí mismo a actuar, porque no
tendría el móvil, la fuerza motriz, para hacerlo.
Claro que, quien no se perciba a sí mismo o a los demás como dignos, no se sentirá obligado
por esa dignidad. Es más: si no percibe a los demás como dignos, no puede entender que los
demás tengan derechos (que son la concreción o expresión de esa dignidad), ni que él tenga
deberes correspondientes a esos derechos. Y si no percibe su propia dignidad, no podrá
entender que tiene derechos (que expresan esa dignidad) ni que los demás tengan los
correspondientes deberes hacia él.
Y, como carecerá del móvil de la propia dignidad, carecerá también de libertad. No hay nadie
menos libre que aquel que considera que no vale nada. ¿Qué puede elegir, como un medio
para él, si él no vale, si él mismo no es un fin? De allí que es muy dudoso que sea libre y, por
tanto, culpable, imputable, quien no se considera humano, persona, digno.
En este sentido, podría entenderse la afirmación que estamos criticando: «la dignidad debe ser
percibida por la propia persona para que realmente exista», pero agregamos: para que exista
como una realidad operativa, como un móvil del actuar humano. Pero es una afirmación casi
tautológica: la dignidad debe ser percibida por el propio sujeto libre, para que exista como
realidad percibida y, por tanto, para que pueda operar como móvil de su actuar, en ese sujeto
libre.

Distintos sentidos y ámbitos de la dignidad, la libertad y el deber

Estamos en el plano de la motivación interna del actuar, que es el plano propio de la ética. En
el plano del derecho, que también regula las acciones libres, no se consideran éstas desde la

84
perspectiva del mismo sujeto que actúa (de lo que es conveniente para su desarrollo), sino
desde la perspectiva de las otras personas, a quienes esa persona necesita y que, a su vez,
necesitan de ella para lograr el pleno desarrollo de sus potencialidades. Éste es el fin
inmediato de toda sociedad: el bien común, o conjunto de condiciones para que todos y cada
uno de sus miembros puedan desarrollarse plenamente como persona. Decimos fin
«inmediato», porque el fin «mediato» o último es cada persona (como bien señala el artículo
1° de la Constitución peruana). Pero como el ser humano es esencialmente libre, la sociedad
no puede tener como finalidad desarrollarlo, pues sólo se desarrolla humanamente si lo hace
libremente. Por eso, la finalidad de la sociedad es crear las condiciones para que pueda
desarrollarse libremente.
La persona no es una mónada aislada y autosuficiente, es un ser social, que se realiza
socialmente, dando y recibiendo. Precisamente porque es un ser único, insustituible, con un
valor supremo, de dignidad, es fin de la sociedad y del Estado; pero esta sociedad o Estado es
el conjunto de todos esos seres iguales en dignidad que, por ello, deben valorarse
recíprocamente como tales: son seres con deberes recíprocos y, por tanto, con derechos
recíprocos.
En este plano de las acciones libres en las que se afectan los deberes y derechos recíprocos, el
criterio con el que se juzgan tales acciones no es la conveniencia de una acción al propio
sujeto que actúa (su bondad o maldad ética), sino el valor social de la misma. Se considera la
acción en su aspecto más objetivo, en lo que sirve o perjudica al fin de la sociedad: al bien
común: a esas condiciones requeridas para que todos y cada uno puedan lograr su pleno
desarrollo. Una acción debida jurídicamente, es una acción que corresponde al bien común:
una acción justa: que es debida como carga de lo que una persona debe hacer para ese bien
común de la sociedad, y que corresponde a otros como derecho, como la parte en que ese bien
común beneficia a ese sujeto o al conjunto de la sociedad.
En este plano jurídico, la dignidad requerida para tener derechos es la dignidad objetiva, la
que surge de la mera condición de ser humano. Si es humano, es sujeto de derechos: tiene
todos los derechos humanos. Es lo que afirma categóricamente el artículo 1° del Pacto de San
José de Costa Rica: «persona es todo ser humano». Que se auto perciba o no como digna, no
cambiará su condición de persona, no cambiará su estatus jurídico: su posición relativa
respecto de los demás miembros de la sociedad. Seguirá siendo «sujeto de derechos», no
«objeto de derechos»: seguirá siendo «persona», no «cosa». Tendrá dignidad, no precio.
Tendrá, para la sociedad, un valor absoluto, no relativo: deberá ser valorada por ser lo más
valioso; no tendrá valor según que sea valorada o no valorada, con mayor o menor intensidad,

85
por muchos, o por pocos, o por nadie: todos deben valorarla, aunque, de hecho, fácticamente,
no la valoren.
Como se ve, hemos distinguido diferentes sentidos y diferentes planos en los que se habla de
«dignidad»:
o Un sentido sustantivo o principal, por el que el término «digno» se aplica al sujeto digno:
en este sentido, se afirma que cada ser humano tiene una dignidad inherente. Y un sentido
derivado de éste, por el que el término «digno» se aplica a las acciones libres que
respetan la dignidad del sujeto digno.
o Un plano ontológico, real u objetivo. En este plano, es digna, en sentido propio, una
realidad que es de determinada manera: el ser humano; a este modo de ser se le aplica el
término «digno» porque, por tener ese modo de ser, esencia o naturaleza (es decir, de
modo inherente o intrínseco), es un ser digno (tiene el estatuto o categoría ontológica de
persona): es lo más valioso, o un valor o fin supremo para la sociedad.
o Un plano lógico, perceptivo o subjetivo: es la percepción racional de esa realidad
ontológica a la que, en sentido principal, se le aplica el término «dignidad». Este plano de
la percepción se regula por el plano de la realidad: si se ajusta a lo real, la percepción es
verdadera. Pero es posible, fácticamente, que no se ajuste: que un ser digno (que es el
único que puede percibir la realidad y juzgar si tal percepción se ajusta o no a aquella) no
perciba su dignidad. A esta representación o percepción de la dignidad se la denomina
«dignidad auto percibida». En la medida en que la percepción sea libre, será una acción
que puede juzgarse como digna o indigna desde el punto de vista ético (siguiente sentido).
Es indigno (contrario al deber ético que surge de la dignidad de la persona) el juicio por el
que libremente se desconoce la dignidad de una persona.
o Un plano ético: refiere, en primer lugar, al sentido derivado del término «digno»: se
predica la cualidad de «dignas» a aquellas acciones conscientes y libres que respetan la
dignidad ontológica de las personas: la del propio agente y la de las otras personas a las
que esas acciones pueden afectar. Este plano supone la existencia del primero, y la
posibilidad fáctica del segundo: si la persona no fuera realmente digna, no habría deber de
valorarla como tal; y, si una persona no puede percibirse a sí misma o a los otros como
dignos (por ejemplo, porque no tiene desarrollada su inteligencia, o está impedida en su
ejercicio), no puede verse obligada internamente por ese deber ético de respetar esa
dignidad en sus acciones libres. También en la ética se habla de la dignidad en sentido
propio: de la dignidad del sujeto ético. En este caso, coincide con el concepto ontológico

86
de dignidad. Es el presupuesto real u ontológico de la ética, pues no puede haber acciones
libres (que es la realidad regulada por la ética) si no hay un sujeto capaz de acciones
libres, es decir, una persona, un sujeto digno.
o Un plano jurídico: se aplica el término «digno», en sentido principal, a los seres humanos,
en cuanto «sujetos de derechos»(o «persona» en sentido jurídico), porque, por el sólo
hecho de ser humanos, tienen un valor supremo según el cual las demás personas tienen
un deber y, por eso, ellos tienen derechos. El deber es el de valorar o querer que esas
personas sean y que sean todo lo que pueden ser, y el de hacer (acciones u omisiones) lo
que necesiten para ello. El primer deber (para todos) será un no hacer: el deber de no
matar a esa persona, de no perjudicarla, de dejar que se desarrolle libremente. Los deberes
de hacer, en cambio, se tendrán según la posición relativa de cada persona (los padres, por
ejemplo, deben alimentar y educar a sus hijos, quienes hayan acordado una prestación a
favor de una persona, deben cumplirla, y la sociedad debe actuar para que se concreten y
cumplan esas necesidades de cada uno - que constituyen sus derechos-, por parte de
quienes tengan el deber correspondiente). Estas acciones u omisiones son debidas por los
demás como parte de su aporte al bien común, fin de la sociedad. Y esas mismas acciones
u omisiones debidas son derecho para ese sujeto, como parte de lo que le corresponde -
como beneficio- del bien común de la sociedad. El fin de la sociedad es crear las
condiciones para el pleno desarrollo de todos sus miembros, porque cada uno de ellos es
el fin supremo de la sociedad, porque tiene ese valor supremo inherente: porque tiene
dignidad de persona. Y como la sociedad está formada por todas las personas, todas ellas
son el fin de la sociedad (tienen una dignidad en la que se fundamentan sus derechos) y, a
la vez, todas ellas, en sus acciones libres, tienen deberes con los que cumplen el derecho
de los demás, respetan la dignidad de los demás, poniéndolos como fin de la sociedad.
También en el plano jurídico, el término digno se aplica, en sentido derivado, a las
acciones libres, en la medida en que respetan la dignidad personal. Es decir: las acciones
libres son dignas jurídicamente cuando respetan los derechos que expresan la dignidad de
las personas, lo que corresponde a ellas por ser dignas. Es indigna, contraria a la dignidad
de la persona sujeto de derechos, la acción que no respeta esos derechos. Toda acción libre
contraria a un derecho es una violación a la dignidad jurídica de la persona, a lo que a ésta
corresponde como tal. No es, por tanto, un ejercicio del derecho a la libertad, sino una
violación de derecho, violencia antijurídica. Como analizaremos en el apartado
correspondiente a la libertad, ésta no sólo debe respetar los derechos ajenos, sino también
aquellos derechos propios que, por ser expresión de la dignidad del agente, por derivar de

87
su condición humana, son irrenunciables. Éstos no sólo corresponden a su directo
beneficiario, como derecho, sino también a la sociedad, en cuanto ésta tiene el deber de
regir las conductas hacia el bien común, haciendo que se cumplan los derechos que
forman parte esencial de ese bien común. Que se respete la igual dignidad de todas las
personas no sólo es en interés o beneficio de esa persona, sino de toda la sociedad que
requiere, como primer condición y regla para su existencia y para lograr ese bien común,
que se ordene respetar esa igual dignidad, y que se hagan cumplir, en la medida posible,
los deberes que esa dignidad exige.
En el plano jurídico, la dignidad tiene una dimensión externa o relacional. Es el
fundamento de todas las relaciones sociales, y de la existencia misma de derechos y
deberes que configuran esas relaciones. La dignidad es el fundamento del derecho, en dos
sentidos.
▪ En primer lugar, el derecho supone una relación entre sujetos con igual dignidad,
para que pueda darse esta recíproca correspondencia de derechos y deberes: la
dignidad del otro es aquí también el fundamento del que emerge el deber de uno; y a
su vez, el deber presupone la existencia de un sujeto inteligente y libre que puede
conocer la dignidad del otro y la propia dignidad, para sentirse obligado por ese deber.
Si no fueran personas (dignos) no podrían tener derechos ni deberes: ni positivos, ni
naturales. El hecho de ser persona —la dignidad de persona— es el fundamento de
todos los derechos: es el supuesto que posibilita tener derechos y deberes.
▪ Y a su vez, esa igual dignidad inherente a la condición humana determina que tengan
iguales derechos inherentes a esa condición. El hecho de ser persona (ser humano) es
el título que otorga todos los derechos inherentes a la condición humana, y los
correspondientes deberes. Todo ser humano, y la sociedad en su conjunto (el Estado)
tienen el deber de respetar la condición de persona: la dignidad y los derechos
humanos que expresan esa dignidad. Por eso la persona es el fin de la sociedad y del
Estado. Éste no otorga esos derechos, porque son inherentes, intrínsecos a la condición
humana: sólo los reconoce, y tiene el deber de respetarlos y garantizar su
cumplimiento.
Como el derecho es una relación entre sujetos, la dignidad que los vincula es considerada
en su faz externa: en la perspectiva del otro que queda obligado por la dignidad de su
semejante. En este sentido, estamos de acuerdo con la afirmación de la sentencia: que
alguien no se perciba como digno sólo afecta a la autopercepción de la dignidad (a la
dignidad en el plano lógico; e incluso, por lo dicho respecto a la falta de libertad que ello

88
podría implicar, a su incidencia en el plano ético), pero no afecta a la dignidad en su faz
externa: en el plano del derecho, que es el plano relacional, los otros seguirán con el
mismo deber que surge de esa dignidad objetiva u ontológica, que ellos sí pueden percibir
y por la que sí están obligados ética y jurídicamente.

Tercer paso: salto del plano fáctico perceptivo al plano preceptivo-normativo, de la


«faz interna» a la «faz externa» de la dignidad

La sentencia, luego de afirmar que la discapacidad y el sufrimiento causado por ella o por la
enfermedad pueden afectar la dignidad en su faz interna, es decir, «sólo en su faz de la
autopercepción, mas no en la faz externa», da un salto sin fundamento lógico, afirmando que:
«por consiguiente, debe existir un espacio de disposición de su titular, en uso de su libertad
fáctica y jurídica» (179).
En este razonamiento hay varias falacias y contradicciones.

Salto del plano fáctico al normativo

Primera falacia: desde la perspectiva normativa, tanto jurídica (ámbito de las acciones
externas) como ética (que comprende las acciones internas además de las externas), lo que se
debe hacer no depende de lo que, en los hechos, se haga: del plano meramente fáctico, no se
puede deducir un deber ser. De que, en los hechos, una persona mate a otra, no se puede
deducir que deba matarla.
Sólo de la percepción de un modo de ser en el que se encuentre ínsita una finalidad, puede
derivarse un precepto, un mandato de la inteligencia a la voluntad. La percepción de un ser
como digno (como valor máximo) implica percibirlo como fin, y por eso, de ella se deriva un
precepto; la percepción de sí mismo como fin, es lo que permite tomarse a sí mismo como fin
de su acción y, por tanto, dominar sus acciones, dirigirlas, autodeterminarse a partir de ese fin
propio, que es en lo que consiste la libertad. Sin percepción de la dignidad, no hay espacio
alguno para la libertad.
Si yo no percibo mi propia dignidad y quiero matarme, atento contra mi dignidad en su fase
interna, en el ámbito de la ética. Por su objeto, esa acción interna es contraria a mi dignidad
(justamente, implica rechazar mi carácter de ser digno). Por su objeto, por lo que se elige con
esa acción, no es una acción ética, conveniente a lo que yo soy (ser humano). El querer
matarme es una acción indigna desde la perspectiva ética.

89
Querer matarse no es manifestación de la propia dignidad, sino de lo contrario: de que uno
considera que no es digno.
Así lo explica Kant (2008): «El hombre no puede enajenar su personalidad mientras haya
deberes, por consiguiente, mientras viva; y es contradictorio estar autorizado a sustraerse a
toda obligación…» (p. 282). Es más, señala que, si fuera lícito el suicidio, caerían todos los
deberes, caería la propia moral:

Destruir al sujeto de la moralidad en su propia persona es tanto como extirpar del


mundo la moralidad misma en su existencia, en la medida en que depende de él,
moralidad que, sin embargo, es fin en sí misma; por consiguiente, disponer de sí mismo
como un simple medio para cualquier fin supone desvirtuar la humanidad en su propia
persona (homo noumenon), a la cual, sin embargo, fue encomendada la conservación del
hombre (homo phaenomenon). (Kant, 2008, pp. 282-283, énfasis añadido)

Y aclara que el hombre «no debe renunciar a su dignidad, sino mantener siempre en sí la
conciencia de la sublimidad de su disposición moral, y esta autoestima es un deber del
hombre hacia sí mismo» (Kant 2008, 299, énfasis añadido).

También señala Kant que «alguien que por una serie de infortunios quede sumido en la
desesperación y experimente un hastío hacia la vida», puede ver, por la razón, que es
«contrario al deber para consigo mismo arrebatarse la vida», porque puede comprobar que
«la máxima propuesta para su acción» no puede «convertirse en una ley universal de la
naturaleza» (que es el otro principio que deben seguir todas las normas éticas, junto con la
norma de tratar a las personas como fines en sí mismos y no como medios) (Kant 2012, p.
127, énfasis añadido).

Salto de la faz interna (autopercepción) a la externa (plano jurídico)

Segunda falacia: si la autopercepción sólo afecta la dignidad en «su faz interna», no en la «faz
externa», no se entiende por qué debería incidir en el ámbito jurídico.
La dimensión jurídica de la libertad, como vimos, refiere a la faz externa de la dignidad: un
acto libre, para que sea un derecho (un ejercicio de la libertad como derecho), debe respetar la
dignidad, debe respetar los derechos que expresan esa dignidad. Los derechos expresan todas
las acciones u omisiones que corresponden a una persona, en cuanto debidas; y son debidas

90
porque son acciones libres que respetan esa dignidad: porque valoran a ese ser como lo más
valioso, como digno.
En la medida en que la decisión interna de querer matarse se convierta en una acción externa
de darse muerte, y más aún si solicita a otro que le dé muerte o lo ayude a darse muerte, se
pasa del plano sólo ético al plano jurídico. En este caso, se atenta contra la dignidad como
fundamento de los derechos y de los deberes correspondientes a esos derechos (deberes
jurídicos).

Se considera digno tratarse como cosa indigna

Por último, se incurre en una clara contradicción.


La disposición de sí mismo, en el sentido de no valorarse como fin supremo y,
consecuentemente, auto eliminarse como «cosa» sin valor, puede responder a una libertad
fáctica, pero no a una libertad ética o jurídica. Tanto la ética como el derecho exigen al acto
libre el respeto a la dignidad personal; y el tratarse como cosa disponible, descartable,
desechable, sin valor, es lo contrario a respetar la dignidad.
Es verdad que, en muchos casos, hay una libertad fáctica para darse muerte, y también para
solicitar a otro que le dé muerte o lo ayude a darse muerte, y también para que este otro lo
haga. Este «espacio de disposición» para el «uso de su libertad fáctica» existe, y no es posible
evitarlo de modo absoluto.
Pero no hay ningún fundamento en la dignidad de la persona para que «deba» existir ese
«espacio de disposición»: ni en el plano ético, ni en el plano jurídico. La dignidad exige lo
contrario: que se deba valorar la propia vida, el propio ser, la persona, su existencia, como lo
más valioso, como «fin supremo de la sociedad y del Estado»: que lo deba valorar el mismo
sujeto y que lo deba valorar toda la sociedad.
Por lo tanto, esa dignidad exige, desde el punto de vista ético, que uno tenga el deber de
querer su existencia, querer su ser, querer ser y querer ser todo lo que pueda ser, según su
esencia o naturaleza (que es la de un ser mortal). Por eso, el deber de querer vivir es el primer
deber ético: querer vivir hasta la muerte natural. No se debe querer matarse ni que otro lo
mate, porque implicaría no querer vivir hasta la muerte natural, implicaría negar la dignidad,
al querer que alguien (yo u otro) no valore mi ser, mi existencia, mi vida, al punto tal de
querer que no exista. [Como ya señalamos, este deber ético se nos presenta a través de nuestra
inteligencia, que descubre la propia dignidad, ve qué acciones son convenientes a la propia
naturaleza, para desarrollar sus potencialidades, y por eso, impera a la voluntad, de modo
vinculante, a hacer lo conveniente y a no hacer lo inconveniente a tal naturaleza. Por eso, si la

91
inteligencia no tiene la posibilidad fáctica de descubrir su dignidad o las acciones que son
convenientes a su naturaleza, propiamente no habrá acción libre y, por lo tanto, ese querer no
será libre ni, consiguientemente, éticamente imputable].
Y, desde el punto de vista jurídico, la dignidad de la persona, el hecho de que, por ser humana
sea persona en sentido jurídico (titular de derechos), determina el deber de todo ser dotado de
razón y conciencia (como expresa el art. 1° de la DUDH) de valorarlo como digno, como «fin
último de la sociedad y del Estado»(como afirma la Constitución peruana), fin que se debe
respetar en todas las acciones conscientes y libres. Y el primer deber será un no hacer: no
matar, porque no es posible (es lo contrario) querer o valorar algo y querer que no sea, y hacer
algo para que deje de ser. Y por eso, el primer derecho será el correspondiente derecho a
seguir viviendo hasta la muerte natural.

Crítica: el derecho a una muerte digna es el mismo derecho a la vida

¿Hay, entonces, un derecho a una muerte digna? Sí: es parte del derecho a la vida. Si el
derecho a la vida es el derecho a vivir hasta la muerte natural, la muerte natural es parte
esencial del derecho a la vida. Es el derecho a morir sin que me maten. Porque si hay alguien
que me da muerte mediante un acto voluntario, con ese acto voluntario estaría queriendo mi
muerte, que es lo mismo que querer que no viva, no querer mi vida, no querer mi existencia,
mi ser: alguien que no me estaría valorando como lo más valioso, que me estaría tratando no
como persona, sino como cosa, y como cosa que nadie valoraría, que tendría, entonces, un
precio inferior a «0»: no valdrían la pena los esfuerzos, los gastos, las molestias o el
sufrimiento que deberían hacerse para que yo siga existiendo. Sería cosa sin valor,
desechable, descartable.
Obviamente, esa percepción de mi vida, de mi ser, como algo sin valor, sin dignidad, sería
una percepción errónea: ontológicamente, objetivamente, realmente, yo seguiría siendo un
«individuo de la especie humana» (como dice el artículo 21 del Código Civil uruguayo), un
«ser humano» (como dice el artículo 1º del Pacto de San José de Costa Rica), y, entonces,
como tal, sería «persona», tendría todos los «derechos inherentes a la personalidad humana»
(artículo 72 de la Constitución uruguaya): y si tengo todos los derechos humanos, ello se
fundamenta en que los demás tienen el deber de respetar todos esos derechos, tienen el deber
de valorarme porque «Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y

92
derechos» (DUDH, art. 1º): todos tienen la misma «dignidad intrínseca»28 y «derechos
iguales e inalienables» (DUDH, Preámbulo), por lo que tal dignidad y derechos no podrán
perderse, mientras siga siendo ser humano.
Como se ve, no es una opinión más entre las múltiples visiones antropológicas que son
admisibles en una sociedad democrática pluricultural. En efecto, como surge del Preámbulo
de la Declaración Universal de los Derechos Humanos:
✓ luego de la segunda guerra mundial, con la DUDH, el «reconocimiento de la dignidad
intrínseca»29 fue considerado por todas las naciones de la ONU como la «base» de «la
libertad, la justicia y la paz en el mundo»,
✓ y estas mismas naciones quisieron dejar grabado para la posteridad que «el
desconocimiento y el menosprecio de los derechos humanos han originado actos de
barbarie ultrajantes para la conciencia de la humanidad».
✓ Fue el conjunto de «los pueblos de las Naciones Unidas» quien ha reconocido (no
creado), estos derechos, y ha proclamado «su fe en los derechos fundamentales del
hombre» y «en la dignidad y el valor de la persona humana» que está en la base de
«de los derechos iguales e inalienables de todos los miembros de la familia humana»,
como fuente de su obligatoriedad.
✓ Fue esta comunidad internacional la que ha proclamado «una concepción común de
estos derechos», a pesar de la multiplicidad de culturas, creencias, convicciones
religiosas, filosóficas, jurídicas y políticas de quienes participaron en la redacción y
aprobación de esa declaración.
✓ Y esa comunidad internacional es la que ha considerado que es «esencial que los
derechos humanos sean protegidos por un régimen de Derecho».
No es una opción válida, respetuosa de los derechos humanos, la opción de un Tribunal o de
un Legislador que considere que hay vidas (seres humanos) a las que está prohibido matar,
que tienen un derecho a la vida absoluto e irrenunciable, tutelado por la ley, consideradas
como valores fundamentales de la sociedad y por eso protegidas por la ley penal en los delitos
de homicidio y asistencia al suicidio…, y otras vidas (otros seres humanos) respecto a las
cuales la ley otorga un permiso para que puedan ser matados o ayudados a darse muerte, cuyo
derecho a la vida es relativo (depende de que ellas se valoren) y renunciable, que quedan

28
Intrínseca significa que tal dignidad les corresponde por su esencia, por ser seres humanos. Es
el sentido que señala el Diccionario de la Real Academia Española respecto al adjetivo «intrínseco,
intrínseca»: «Íntimo, esencial» (RAE, 2014).
29
Ver extractos del Preámbulo supra p. 72.
93
desprotegidas por la ley, que no se consideran valiosas para la sociedad y, por ello, es
justificado el homicidio y la ayuda al suicidio si previamente renunció a vivir… A los que
menos protección necesitan, se los protege; a los más vulnerables, a los «eutanasiables» (con
enfermedades terminales, o con una incapacidad o un gran sufrimiento físico o moral), a los
más necesitados de ayuda, alivio, protección, valoración, compañía, a quienes tienen
condicionada la percepción de su dignidad por el sufrimiento y la enfermedad…, se los
desprotege; la sociedad -a través de la ley-, en vez de hacerles sentir la valoración que
necesitan, acrecienta su autopercepción de disvalor señalándoles que, para la sociedad, su ser,
su existencia, su vida…no vale nada, y menos que nada: se la puede descartar, eliminar…
sólo hace falta que él acepte que no vale nada y solicite ser eliminado.
Está en juego la noción misma, el reconocimiento mismo de los derechos humanos. Si un ser
humano no tiene derecho a la vida, primer derecho humano, es porque no existen derechos
humanos, derechos de todos los seres humanos, que obliguen a todos los seres humanos, a
toda sociedad, Estado y comunidad internacional. Si una sociedad no reconoce este derecho
humano fundamental no sólo a una persona sino a todo un grupo de personas (los
«eutanasiables»), aun basándose en que es la mayoría de la sociedad la que considera que no
existe tal derecho y el correspondiente deber respecto a estos casos (a estas personas), no por
eso modificaría ese derecho humano: no puede la voluntad humana modificar la naturaleza
humana, sólo puede no respetarla o respetarla; crearía un «derecho positivo»(puesto por la
voluntad humana), contrario a un derecho natural, a un derecho humano. Como señala
Spaemann (1998),

…la idea de derechos humanos se diferencia de la idea de derecho positivo precisamente


porque determinaría aquel mínimum que es sustraído a la arbitrariedad de un poder
legislador. Sin esta pre-positividad no tendría ningún sentido hablar de derechos
humanos, porque un derecho que puede ser anulado en cualquier momento por aquellos
para los que ese derecho es fuente de obligaciones, no merece en absoluto el nombre de
derecho. (p. 82)

Tampoco dependen los derechos humanos de la propia voluntad del sujeto. A pesar de que él
no se valore, no perderá su dignidad inherente: mientras sea humano, será digno. Y ello,
justamente, es lo que determinará que la acción de darle muerte, la acción del legislador o la
del juez por la que afirmen que es lícito darle muerte, y la acción de solicitud de eutanasia o
asistencia al suicidio del propio «eutanasiable» sean indignas, contrarias a la dignidad de esa

94
persona. (Con la salvedad que ya señalamos respecto a esta última acción: en la medida en
que no sea una acción libre, no puede ser juzgada como digna o indigna).
Y es que la dignidad en sentido principal o sustantivo refiere a esa dignidad ontológica,
inherente a la condición humana, que determina que un ser humano siempre será digno,
siempre será persona, por el sólo hecho de ser humano; pero la dignidad, en sentido derivado,
refiere a las acciones libres que respetan esa dignidad.
El morir, que es un verbo pasivo, puede ser producido por hechos no libres, o por acciones
conscientes y libres en las que se procura dar muerte, quitar la vida. Obviamente, una acción
libre, positiva, que tiene como finalidad inmediata (como objeto) quitar la vida, es contraria al
deber de no matar, y al derecho de ese ser a seguir viviendo hasta la muerte natural. Será una
acción contraria a la dignidad de ese ser, una acción que no tendrá como finalidad que ese ser
sea, y que sea todo lo que puede ser según su esencia (que es lo que exige su dignidad). Será
una acción violatoria del primer derecho y del primer deber derivados de la dignidad de la
persona: el derecho a la vida y el deber de no matar. Será una acción contraria al primer
principio de la vida social y democrática: la igual dignidad de toda persona, su carácter de fin
último de la sociedad y del Estado.
Como vimos (supra 0, p. 23), la ley uruguaya de Derechos de los pacientes define lo que
implica «morir con dignidad», empleando este sentido de «dignidad» en sentido derivado,
adjetivo o adverbial: morir dignamente es morir rodeado de acciones dignas. Como primera
condición, se exige una omisión: no ser matado, morir de muerte natural (ello excluye la
eutanasia y el suicidio); en segundo lugar, exige ser acompañado, ayudado, aliviado, valorado,
respetado en las propias convicciones: ello excluye la futilidad terapéutica, y exige los
cuidados paliativos.
La primera exigencia es absoluta: siempre es posible no hacer una acción libre que tenga
como objeto, como finalidad, matar a un ser inocente. Si no fuera posible, no sería una acción
libre. Es, como señala John Finnis (1992), un absoluto moral, pues «identifican acciones
incorrectas, no acciones correctas; son normas negativas que resultan válidas siempre y en
toda ocasión» (p. 33).
Las otras, exigen un comportamiento positivo, según la posición relativa y la posibilidad del
obligado. Sin duda, la sociedad, actualmente, tiene la posibilidad de prestar esa ayuda,
acompañamiento, alivio y valoración, a través de los cuidados paliativos. Por ello, es más
grave la respuesta social de ofrecerle darle muerte, en lugar de ofrecerle (y asegurarle) los
cuidados paliativos, que es la ayuda que objetivamente (y subjetivamente, aunque no lo
perciba) necesita.

95
En el caso de Ana Estrada, aparentemente, se le han ofrecido los cuidados paliativos.
Seguramente puedan mejorar, de modo de que no los sienta como una violación de su
privacidad. Seguramente sean estos cuidados los que han determinado que no pida la muerte
ahora. De hecho, afirma que, por el momento, no quiere morir. Contrariamente a lo que alega,
el otorgarle un «derecho» a pedir la muerte no la aliviará: impondrá sobre sus hombros una
carga más pesada, pasará a sentir la presión de las molestias que ocasiona, su falta de
autonomía se hará más gravosa al pensar que la sociedad no valora su vida de modo
incondicional, que si estuviera sana sí valdría, que no tiene «derecho» a que la estén cuidando,
que estén gastando en ella, e incluso, es posible (al menos, es más probable ahora) que llegue
a considerar que es egoísmo querer seguir viviendo (y no una legítima autoestima y derecho a
la estima de los demás), más teniendo en cuenta que ya hizo un reclamo judicial y ya está
habilitada para pedir la eutanasia. Se le ha ofrecido «un salvavida de plomo».

Conclusión: de la dignidad, se derivaría el «derecho a ser indigno»

¿En qué consistiría entonces el «derecho a la dignidad» que invoca la sentencia, como para
incluir el «derecho a la eutanasia»?
Ya vimos que el Tribunal reconoce que «el derecho ha desarrollado un avance al reconocerle
dignidad a las personas con cualquier discapacidad…» (95). Pero, por otra parte, señala que

… una persona con pérdida de sus capacidades cognitivas (con Alzheimer avanzado, por
ejemplo) podría no tener una percepción de su propia dignidad, empero, no es pura
compasión o beneficencia la que debe tener el sistema jurídico y la sociedad respecto de
esta persona, sino reconocerle, auténticamente, su dignidad. Sin embargo, esa misma
persona, antes de ingresar a esa situación, cuando aún hace uso de su razón y aunque
fuere parcialmente, sentirá que, en esa situación futura, habrá perdido su dignidad, porque
la medida de su propia percepción de dignidad será su estado de conciencia y razón. (95)

No obstante, luego dirá que, aunque «el uso de la razón» «es la mejor referencia de su propia
dignidad, sin embargo, esta dignidad trasciende a la razón porque es inherente a la persona
humana, sea cual fuere su condición o capacidad» (97).
Entonces, si, como afirma la sentencia, «…la dignidad es inherente a la persona humana, aun
cuando esté afectada, en ese punto, su propia autopercepción» ( 89), ¿por qué concluye, en
sentido contrario, que se debe respetar «lo que ella considera una condición digna» (82)?

96
Si la dignidad «es inherente a la persona humana, sea cual fuere su condición o capacidad»,
¿cómo podría estar sujeta a una «condición digna»? ¿Qué condición puede hacer que un ser
humano pase a ser indigno, deje de ser persona y pase a ser cosa disponible? Si tal condición
existiese, ¿la dignidad sería inherente a la condición humana, o a otra condición de ese sujeto?
¿Y qué sería ese sujeto no digno, disponible, si es un ser vivo y no es humano? ¿De qué
especie sería ese individuo, sino de la especie humana?
No hay una respuesta para esta contradicción en la que incurre la sentencia. Además, ese
individuo debería ser un ser capaz de decidir libremente, capaz de realizar actos jurídicos de
la mayor relevancia, como lo es el renunciar a todos sus derechos y a su misma condición de
sujeto de derecho. Tendría que ser un ser sin dignidad, que no sea persona, pero que a la vez
sea persona, libre, capaz de realizar actos jurídicos que modifiquen su propio estatus jurídico,
pasando de «persona» a «cosa».
Señalemos, como síntesis del análisis crítico de este apartado:
✓ La dignidad no es propiamente un derecho, sino que, en su sentido principal o propio,
es el fundamento de todos los derechos: es el valor supremo inherente a todo ser
humano por el hecho de ser humano, que origina los deberes de todas las personas
(incluyendo al conjunto de la sociedad o Estado y a la propia persona sujeto de esa
dignidad).30 Esta dignidad es inherente a todo ser humano que es, por ello, persona, fin
en sí, «fin supremo de la sociedad y del Estado» (Constitución Política del Perú, 1993,
art. 1º), con valor absoluto (que debe ser valorado siempre por ser lo más valioso); no:
«cosa» con valor relativo de medio o precio (que vale si es valorado).
✓ Si se considera la dignidad en un sentido derivado, aplicado a las acciones libres, éstas
son dignas (adecuadas a la dignidad de la persona) cuando valoran y respetan la
dignidad de las personas (de sí misma y de las demás personas).
✓ Admitir que no hay deber de no matar a un ser humano es igual a admitir que ese ser
humano no tiene dignidad.

30
Spaemann (1998) señala, refiriéndose al «concepto de dignidad»: «Este concepto no indica de
modo inmediato un derecho humano específico, sino que contiene la fundamentación de lo que puede
ser considerado como derecho humano en general» (p. 84).
97
Termina «fundando» el derecho a la eutanasia en una libertad que no tendría el deber
de respetar la dignidad y los derechos humanos irrenunciables

Por lo explicado hasta ahora, al llegar a este punto, la sentencia se encuentra en un dilema:
había pretendido fundar la eutanasia en la dignidad, y concluye que la persona «eutanasiable»,
Ana Estrada, no se percibe como digna, y tal percepción es necesaria para que exista la
dignidad: por lo tanto, debería concluir que Ana Estrada no es digna, y, no podría
fundamentar su derecho a la eutanasia en una dignidad que no tiene. Entonces, sin el
fundamento de la dignidad, acude al derecho a la libertad o a la autonomía.
Ya veremos que esta libertad se consagrará como un derecho a no ser digno: a no considerarse
digno y a que los demás no lo consideren digno. Se estaría afirmando: «Mi dignidad exige que
pueda renunciar a ella». A lo que habría que contestar: una vez que lo hagas, ¿en qué se
fundamenta tu derecho a ser matado? Si no eres digno, no eres persona, no eres sujeto de
derechos: no puedes tener derechos.

Por otra parte, no todos tendrían tal «derecho» «fundado en la libertad»: paradójicamente,
sólo lo tendrían aquellos que antes se reconoció que tienen su libertad fácticamente
condicionada o determinada por la enfermedad, la incapacidad o el dolor: los
«eutanasiables»31. Para los que, en los hechos, son más libres (los sanos y autónomos), su
libertad no será suficiente para quitarle dignidad a su ser, para hacer que su vida carezca de
valor: la sociedad considerará que sus vidas valen (son aparentemente dignas), mientras que
las otras no valen, son una carga que no hay más remedio que respetar si ellos quieren seguir
viviendo.
En los hechos, lo que se está valorando (por la Sentencia, y por las leyes de eutanasia) no es ni
la libertad (pues a los más libres no se les reconoce su libertad de renunciar a su vida), ni la
vida o la dignidad de la persona (pues la vida de unas personas es valorada, y la de otras
personas, no). Lo que se está valorando es lo que la persona pueda aportar para la sociedad; y
lo que se considerará un disvalor es lo que la sociedad tenga que hacer para ayudarla.
Entonces, no se valorará a la persona como fin, sino como un medio para la sociedad, según
su aporte, su autonomía, su salud. Es la inversión del principio que señala el artículo 1° de la
Constitución Peruana: en lugar de ser la «persona humana» el «fin supremo de la sociedad y

31
En este caso de Ana Estrada, no se está exigiendo la «terminalidad» de la enfermedad como
requisito de «eutasianabilidad».
98
del Estado», es un medio para la sociedad y el Estado, que vale según sus previsibles aportes
al Estado.
Se alegará que se valora la libertad como parte integrante esencial de una vida humana y, por
tanto, a las personas que sean más libres.
Pero la libertad no será un valor condicionado al respeto de la dignidad: no será la libertad
conforme a derecho. El valor supremo no sería la igual dignidad inherente de todo ser
humano, sino la libertad fáctica. Se reemplazaría el respeto a la igual dignidad de todos por el
respeto a la diferente libertad fáctica de cada uno: la discriminación según la ley del más
fuerte, en lugar del deber de solidaridad y protección al más débil; el imperio de la fuerza, en
lugar del imperio del derecho.
Volviendo a la última objeción planteada en el final del apartado anterior: ¿cómo concilia la
sentencia la «dignidad inherente a la persona humana» (89) y que se pueda determinar
cuándo a una persona se la puede matar porque se la considera no digna, según lo que ella (y
previamente la sociedad, por la ley, o por esta sentencia) determinó «lo que ella considera una
condición digna» (82)? ¿Cómo concilia el principio de «dignidad inherente a la persona
humana» y la admisión -jurisprudencial o legal- de que puede haber una persona humana para
quien «…la vida no merece la pena vivirla…» (108)? (Es muy fuerte esta expresión, pero lo
dice la sentencia: se trata de vidas que no merecen la pena: que no valen: ni siquiera que
tengan un valor relativo, que dependa de la valoración social, pero que la sociedad las valora
en cierto grado: son vidas que, para la sociedad, no tienen ningún valor).
Para intentar esta conciliación, divide al ser humano en «ser humano» y «libertad». Habría un
ser, llamado «libertad», que sería capaz de decidir si él mismo es ser humano («persona») o
«cosa». En efecto, como la dignidad es inherente al ser humano, para decidir si uno es digno,
debe tener la capacidad de decidir si es humano. Ese ser que decide sería la «libertad». Claro
que no se aclara qué sería esa libertad antes de decidir que es digno y, por tanto, ser humano;
ni tampoco, se dice qué sería esa libertad luego de decidir que no es digno, que no es humano.
Veamos cómo lo expresa la sentencia: «el ser del hombre, aquello que lo hace ser lo que es,
no es la razón, sino la libertad…»; de allí concluye que el hombre «determina su dignidad o
hace que la dignidad le sea inherente, porque no lo hace objeto, sino fin» (98). Es decir: si la
libertad se trata a sí misma como fin, se hace un ser digno, un ser humano, una persona; si la
libertad se trata a sí misma como objeto, esa libertad es un ser no digno, una cosa, no un ser
humano, una persona.

99
A continuación, «aclara» que la libertad «es también inherente al ser humano y la libertad
significa la autonomía de tomar decisiones, incluso la de vivir. Vivir así, no es un deber, ser
libre sí lo es y en esa medida puede proyectar su vida, también su muerte» (99).
Estamos de acuerdo en que la libertad es inherente al ser humano, es parte de lo que le
corresponde por ser humano. Pero ya explicamos que el ejercicio fáctico de la libertad (lo
que, en los hechos, se puede elegir) no siempre coincide con el ejercicio ético y jurídico de la
libertad (lo que se debe elegir); y vimos que si no hubiera una libertad ética (si no hubiera
algo que conviene elegir, según lo que la inteligencia puede percibir), no habría tampoco
libertad fáctica (no podría elegir, porque no sabría qué le conviene elegir, ni si le conviene
elegir). Y también vimos que, si uno no es digno, tampoco puede elegir (¿por qué elegir algo
en cuanto conveniente a mí, si yo no valgo como para elegirme en cuanto fin de mis
acciones?) Y que, por tanto, todo ejercicio de la libertad tiene un deber ético y, en la medida
en que somos seres sociales, también un deber jurídico, si tal acción es no sólo interna sino
externa, de modo que afecta a la convivencia social. Y que ambos deberes suponen como
primer deber la valoración de la propia dignidad, y la de los demás.
Entonces: sí: tenemos la libertad fáctica de tomar decisiones, incluso la de vivir o no vivir; y
ello es expresión de mi dignidad humana: puedo tomar decisiones porque soy libre; pero en
virtud de esa misma dignidad que posibilita que sea libre, puedo fácticamente realizar
acciones que respeten esa dignidad: acciones dignas, debidas; o puedo fácticamente realizar
acciones contrarias a esa dignidad: acciones indignas, indebidas, contrarias a la ética y al
derecho.
Vivir sí es un deber: es el primer deber. Es el primer deber para conmigo mismo (deber ético),
pues debo valorar mi ser, mi existir, mi vida, porque es digna, fin (valor) supremo. Y es el
primer deber para con los demás, con el resto de la sociedad, y con algunas personas más
particularmente: deber jurídico, que corresponde al derecho de los demás. Ellos no tienen
derecho a disponer de mi vida, porque soy persona, pero tienen el deber de valorarme y
tratarme como fin supremo de la sociedad y del Estado. Y este deber no es una «carga» en el
sentido negativo que podría entenderse a primera vista: el cumplimiento de ese deber les
permite a ellos también (no solamente a mí) desarrollarse plenamente como seres humanos,
seres personales que no sólo tienen la potencialidad de recibir y aceptar libremente como un
don la ayuda, sino de dar, de darse, de entregarse a sí mismos como don hacia los demás y, de
esa forma, lograr ese pleno desarrollo como seres humanos.
Este deber de vivir es el supuesto de todos los demás deberes que tenemos como seres
sociales. Si pudiera (con derecho a ello) no vivir, podría (con derecho a ello) dejar de cumplir

100
todos mis deberes. Tendría el derecho de incumplir mis deberes que, por tanto, no serían
deberes.
¿Ser libre es un deber? Es una realidad, y el supuesto de todos los deberes. Pero no es un
deber «ser libre» si por ello se entiende «ejercer la libertad en cualquier sentido», también
contra la dignidad de las personas: contra los derechos ajenos que expresan esa dignidad, o
contra los derechos propios que, por estar ligados de modo inherente a esa dignidad, son
irrenunciables (son parte del orden público de la sociedad). En este caso no sólo no sería un
deber, sino que sería el ejercicio de la libertad en violación de los deberes éticos y/o jurídicos
que le son inherentes.
Digamos como conclusión crítica de este apartado, relacionándolo con el anterior:
✓ La libertad es una manifestación de la dignidad de la persona.
✓ Toda persona, por serlo, es «dueña de su ser», no en el sentido de «dominio de una cosa»,
de «propiedad sobre una cosa»: porque las «cosas» tienen valor de medio, valor relativo,
que depende del querer (de la valoración, de la libertad) de las personas; mientras que la
persona es fin en sí, valor máximo o absoluto, que no vale porque se la valore, sino que se
la debe valorar porque es lo más valioso. La dignidad (propia y ajena) es, una vez
percibida por la inteligencia, la que guía las acciones libres haciéndolas debidas.
✓ Ser dueño de su ser no implica que le sea lícito (ética y jurídicamente) disponer de su ser,
quitarse la vida: su ser, su vida no es cosa disponible, sino persona que, por ser lo más
valioso (digno) debe ser valorada: debe valorarse.
✓ Su ser no es algo distinto que ella misma: no es algo, sino alguien: ella misma. Ella misma
es digna, lo más valioso y, por ello, debe valorar su ser. Su vida es su ser y, por eso, debe
valorar su vida según lo que ella es (una vida humana, que deberá desarrollar para ser todo
lo que puede ser, con los límites, también temporales, que le son propios): debe vivir,
hasta la muerte natural. Su vida no es algo sin valor, descartable, que pueda eliminar:
fácticamente puede, pero tal ejercicio de la libertad no valoraría su dignidad, sería
indebido, no sería ejercicio de la libertad-derecho.
✓ Este ser «dueño de su ser», esencial a la persona, es inherente: todo ser humano es dueño
de su ser, en el sentido de que «no es de otro»: no es «dominio de otra persona» (no es
«alieni iuris»: cosa suya – derecho- de otro; sino «sui iuris»: «cosa» suya -derecho- de sí
mismo). (Pero no es «cosa» de sí mismo, sino «persona»: no es objeto, o medio de sus
acciones, sino fin de sus acciones: y por ello, es capaz de ser dueño de sus acciones).
✓ Este «dominio de su ser» se manifiesta en su libertad: en la posibilidad de dominio de su
obrar, porque «el obrar sigue al ser» (el obrar depende del ser, el modo de obrar depende

101
del modo de ser: un pájaro, por serlo, puede volar como pájaro; si vuela, es pájaro; la
persona, si domina su obrar -es libre: dueño de su obrar- es porque domina su ser -es
persona, dueño de su ser-). Esta posibilidad o potencialidad de dominio del obrar se da,
como potencialidad, en la esencia o naturaleza humana, en el modo de ser humano. La
tendrá todo ser humano, aunque «actualmente» no la ejerza (por falta de desarrollo u otro
impedimento). No tendrá ejercicio de su libertad, pero sí dominio de su ser: no puede «ser
de otro» (cfr. Hervada, 1993, p. 116).
✓ No se debe confundir una manifestación de la dignidad -la libertad- con la dignidad que le
da origen -la condición personal de todo ser humano-. Esta manifestación sirve como
«fundamento» lógico para descubrir tal dignidad, pero no es el fundamento ontológico: al
revés, lo que fundamenta ónticamente la libertad es la dignidad esencial a la persona
humana: es el sujeto, el supuesto de la libertad.
✓ Hay consenso en reconocer (no es un consenso creativo sino cognoscitivo) que todo ser
humano es digno, es persona. No hay consenso en cuál sea el fundamento de esta
dignidad. Pero tal reconocimiento es suficiente para posibilitar la convivencia pacífica y
justa: el derecho, tanto dentro de cada Estado como en la comunidad de las naciones.

El nuevo derecho a la eutanasia no sería un derecho fundamental, sino una libertad


limitable

La sentencia buscaba un derecho fundamental implícito en la Constitución para fundamentar


la inconstitucionalidad de la prohibición de la eutanasia. Sin embargo, como vimos, termina
acudiendo al derecho a la libertad (derecho cuyo ejercicio claramente está limitado por todas
las leyes), aunque intentará revestirlo del carácter inviolable de la dignidad, fundamento de
todo derecho. Reconocerá, entonces, que el «derecho a la eutanasia», o a «una muerte digna»
«no llega a ser un derecho fundamental», sino un derecho derivado de «otros derechos
fundamentales de la persona, como la dignidad, la autonomía, la libertad…» (155).
Reconoce la diferencia entre el nuevo derecho y los derechos fundamentales «como la propia
dignidad, la libertad, la vida, entre otros…»: éstos «son esenciales, inviolables, reconocidos
universalmente y consagrados en el caso de nuestra Constitución de forma expresa o que
pueden configurarse por su esencialidad». «Un derecho fundamental debe ser protegido y
promovido» (181).
En cambio, para el Tribunal,

102
La muerte digna es un derecho derivado de la dignidad; derivado a su vez de la fase
interna de autopercepción de la persona humana, a partir del uso de su decisión
autónoma, como tal debe ser protegida, pero no podría ser promovida, en tanto que
podría afectar la libertad de ejercerla, cuanto por que se genera un conflicto con su deber
de proteger la vida. (181)

Curiosamente, a pesar de que este nuevo derecho no es esencial, ni inviolable, ni está


reconocido universalmente, ni está consagrado en la Constitución de forma expresa, a pesar
de que no es un derecho fundamental que deba ser promovido, triunfa en la ponderación al
entrar en conflicto con el derecho a la vida que sí tiene todas estas características y que, como
esencial (inherente) e inviolable, no es renunciable y obliga al Estado a protegerlo y
promoverlo en condiciones de igualdad.

La modificación del derecho a la vida

Para lograr ese triunfo del nuevo derecho sobre el viejo derecho a la vida (tan viejo como la
vida humana), y sobre la prohibición absoluta de matar al inocente que ha sido la regla básica
de convivencia en toda sociedad y que está claramente tipificada en el delito de homicidio y
de ayuda al suicidio, la sentencia debe previamente modificar el derecho a la vida.
De modo paradójico, el Tribunal reconoce implícitamente que el derecho a la vida es
irrenunciable.
En efecto, por un lado, reconoce que no hay un «derecho al suicidio»: «El suicidio, no es un
derecho, es más bien una libertad fáctica». (180). Sin embargo, como veremos, considerará
que esta libertad fáctica se transforma en libertad jurídica (derecho libertad32), fundándose
aparentemente en la dignidad, cuando -paradójicamente- la libertad esté condicionada por una
situación objetiva que determinaría (según el criterio de la sentencia) la indignidad de la vida
de esa persona.
Por otra parte, el tribunal reconoce expresamente por qué hay derechos irrenunciables como el
derecho a la vida: porque ésta no es un bien sólo para su titular, sino para toda la sociedad: un
bien de orden público. Y así, cita

…lo señalado por Manuel Atienza, en el sentido de que, algunos bienes jurídicos, como
la propia dignidad, la libertad, la vida humana y demás derechos fundamentales, si bien

32
Ver supra la clasificación de Holfeld de los derechos subjetivos (p. 32).
103
tienen un portador o titular, esa titularidad no es exclusiva. No es como un bien mueble o
inmueble, sobre el que su titular puede disponer e inclusive destruir o donar si así lo
desea. Estos son bienes de todos y el Estado tiene obligación de protegerlos, lo cual no
quiere decir que sea el Estado su titular, pero en tanto representa a la sociedad, es
preciso que respete, proteja y promueva por su esencialidad. Así, es nulo el contrato,
(por el interés público), que disponga de la dignidad de la persona aun cuando lo firme
su titular, del mismo modo, el que disponga de su libertad, (esclavitud), o disponga la
vida. (167)

Este reconocimiento es paradójico porque, luego, la sentencia le reconocerá valor jurídico a la


renuncia de la actora a su derecho a la vida en su contenido esencial: el derecho a no ser
matada; y considerará no sólo lícito, sino hasta un deber del Estado, darle muerte.
Siempre el derecho a la vida tuvo como contenido mínimo esencial el consecuente deber de
no matar al inocente. También en Perú, el derecho positivo tipifica penalmente esa
prohibición. Si todos tienen derecho a la vida, está prohibido matar a todos. Sólo se suspende
el deber de no matar cuando tal acción es necesaria para defender la vida injustamente
atacada: no se ponderan dos derechos o bienes jurídicos y prevalece uno sobre otro: el agresor
y el injustamente atacado tienen una vida con igual valor, pero la coacción que es necesaria
para hacer cumplir el derecho determina que la acción de dar muerte al agresor sea conforme
a derecho, mientras que la del agresor, no.
En Uruguay, además, está prohibida la pena de muerte, por lo que la prohibición de matar es
absoluta: sólo se puede dar muerte como medio coactivo de defensa actual, individual o
colectiva, ni siquiera está permitido como pena. Por eso, como ya vimos33, dado el carácter
absoluto de la prohibición de lo que constituye el objeto del derecho a la vida («a nadie se
aplicará la pena de muerte» —Constitución de la República, 1967, febrero 2, art. 26—): a
nadie: a ninguna persona, nunca, no importa su condición), invariablemente la Suprema Corte
de Justicia ha entendido que el único derecho fundamental absoluto es el derecho a la vida.
En el mismo sentido, Massini (2017) señala: «En rigor, es cierto que no pueden establecerse a
priori jerarquías objetivas entre los bienes y derechos humanos, pero con una importante
excepción: el derecho a la inviolabilidad de la vida» (p. 169). A continuación, fundamenta
extensamente esta afirmación. Transcribimos sólo algunos pasajes:

33
Sentencias de la Suprema Corte de Justicia uruguaya citadas supra p. 60.
104
…el valor básico de la vida [a diferencia de los otros bienes básicos que fundan los
restantes derechos humanos] hace referencia directa al modo de existir propio de los entes
humanos, que es existencialmente autónomo o sustancial. (…) El hombre, es por lo tanto
y en primer lugar, «sustancia viviente» (…) Y es bien claro que, desde una perspectiva
filosófica, la perfección radical y raigal de la sustancia es ontológicamente superior a
cualquiera de sus determinaciones accidentales…» (Massini 2017, p. 169).
[Y, más adelante:] …la posibilidad de desarrollo de las perfecciones humanas depende
raigalmente del modo de la existencia sustancial del hombre, es decir de la vida humana.
Sin vida humana no hay posibilidad de conocimiento, de amistad, de experiencia estética,
de vida religiosa, y así sucesivamente…(…). Pero además (…), la vida tiene un carácter
especial en cuanto bien humano básico, ya que reviste una definitividad y una decisividad
que no corresponde a los restantes bienes. Efectivamente, un atentado v.gr., contra el bien
básico del conocimiento, implica una falta moral grave y la violación de un derecho
humano, pero, en la gran mayoría de los casos, ese atentado no impide de modo definitivo
todo conocimiento humano (…). En cambio, en el caso de los atentados a la
inviolabilidad de la vida, cada atentado —que resulte «exitoso», se entiende— cercena de
modo decisivo y definitivo todas las posibilidades humanas de perfeccionamiento. Puede
decirse que el atentado a la vida lo es, al mismo tiempo, contra todo el resto de los bienes
humanos básicos, ya que su ausencia impide la posibilidad misma de su concreción.
(Massini, 2017, pp. 170-171).

La sentencia modifica la prohibición absoluta del delito de homicidio que tutela este derecho
absoluto del derecho a la vida. Sólo estará prohibido el homicidio incondicionalmente, sólo
estará tutelado el derecho a la vida como derecho inviolable, irrenunciable, respecto de las
personas que tengan una «vida digna». Estas personas (sus vidas) son protegidas por el Estado
como un bien de orden público: no será válido el contrato entre una persona con vida digna y
su médico por el que aquella renuncie a su derecho a la vida y le otorgue a aquél un permiso
(derecho) para matarlo. El médico igualmente incurrirá en el delito de homicidio.
Pero las vidas de los «eutanasiables» carecerían de valor intrínseco, y sólo deberían ser
tuteladas en caso de que su titular no renuncie a ese derecho. Si renuncia, la sociedad no sólo
dejará de tener el deber de valorar a esa persona y proteger su vida como lo más valioso,
como fin de la sociedad y del Estado, sino que tendrá (según entiende la sentencia) el deber
contrario: el de darle muerte o de ayudarlo a darse muerte.
Para justificar este cambio en la valoración de la vida, se alega una distinción entre vida física
o biológica y vida espiritual, reduciendo esta última a la libertad de poner fin a la propia vida

105
cuando ésta «no es» «digna». De esta forma, el derecho a la vida se transforma, según que se
trate de una persona sana y autónoma o una «eutanasiable»: los primeros seguirán con un
derecho a vivir hasta su muerte natural, y la muerte digna será no ser matados; para los
segundos, el derecho a la vida será lo contrario: derecho a ser matado o ayudado a darse
muerte.
Habría vidas dignas, y vidas indignas, personas dignas y personas indignas. Vida digna será la
vida biológica sana, sin enfermedad o incapacidades graves ni sufrimientos; vida indigna será
la del «eutanasiable» que percibe que su vida es indigna.
¿Cómo puede compatibilizarse esta divorcio entre dignidad y vida?
La vida es el propio ser de un ser vivo («el ser es para los vivientes el vivir», dice Aristóteles,
en De Anima Libro II, cap. 4); la vida de un ser humano es su propio ser personal: no es una
cosa de la que se pueda disponer. Es alguien (ella misma) a quien debe respetar, valorar, como
ser digno.
La dignidad de la persona es igual a la dignidad de su ser; y su ser es igual a su vida. Luego,
dignidad de la persona es dignidad de la vida. Si la persona tiene un valor supremo, su vida
tiene un valor supremo. De allí deriva el deber de todos de respetarla, valorarla, no eliminarla,
y el correspondiente derecho: derecho a la vida de un ser digno (un ser humano a quien tal
dignidad es inherente) y «derecho» a la dignidad son lo mismo, son inseparables: el mínimo
deber exigido por la dignidad es el deber de no matar, y el derecho a no ser matado es el
contenido mínimo del derecho a la vida.
Admitir que a una persona se la puede matar sin violar ningún derecho, que hay, por el
contrario, un permiso legal para matar (supeditado al permiso convencional del
«eutanasiable»), que otorga derecho a matar, derecho que justifica la acción de dar muerte,
siendo causa de justificación del homicidio…, es admitir que, para la sociedad (para la ley), el
«eutanasiable» no tiene derecho a la vida: no tiene dignidad. Por eso se lo puede matar: al
sano y autónomo está prohibido matarlo, aunque lo pida, porque su vida vale, tiene dignidad,
tiene derecho a la vida. El «eutanasiable», no.
En resumen, el análisis crítico de la modificación que hace la sentencia respecto al derecho a
la vida, se puede sintetizar en las siguientes afirmaciones:
✓ Para un ser humano (ser vivo), vivir es igual a ser; por lo tanto, el valor supremo o
dignidad del ser personal (del ser de un ser humano) es igual al valor de su vida.
✓ El deber, que de tal dignidad se deriva, el deber de respetar esa dignidad, es igual al
deber de respetar, en primer lugar, su vida.

106
✓ Si todos los seres humanos tienen igual dignidad inherente, todos tienen igual derecho
a la vida, y el consiguiente deber de no matar refiere a todo ser humano.

La ponderación entre el derecho a la vida y el derecho a la eutanasia: su naturaleza

El conflicto de derechos que realmente se plantea en el caso de la sentencia en análisis se da


entre el «derecho» a la eutanasia y el derecho a la vida.
Son dos «derechos» que confluyen en el mismo sujeto. Por un lado, un derecho-libertad de
darse muerte y de renunciar a su derecho a la vida, eliminando el deber de no matarlo o de no
ayudarlo a matarse por parte de aquel a quien otorgue el permiso o derecho-libertad
correspondiente. Por otra parte, su derecho a la vida, con el correspondiente deber de los
demás de no matarlo y de no ayudarlo a darse muerte.
Si el conflicto confluye en una persona «no eutanasiable», el derecho-libertad a la eutanasia o
suicidio cederá en favor del derecho a la vida, porque en su caso, su vida es digna (fin
supremo, valor supremo).
Si el conflicto se da en una persona «eutanasiable» , según la sentencia, primará el derecho-
libertad a la eutanasia o suicidio asistido, porque su vida no sería digna, no sería un bien de
orden público.
Por ello, el derecho a la eutanasia no sería un «derecho humano»: pues no todos los seres
humanos tendrían este «derecho»34: sólo los «eutanasiables».
Por eso, la sentencia concluye que «el suicidio asistido debe considerarse como una libertad
constitucional legislativamente limitable, posición distinta a la posición de la demandante que
solicita que se considere como un Derecho Fundamental» (159). Se «limita» tal libertad (en
favor del derecho a la vida con su correspondiente deber de no matar) al no reconocerla a los
«no eutanasiables», y al condicionarla, para los «eutanasiables», a un determinado
procedimiento, y a que se haga por un médico.
El triunfo de la libertad sobre la vida no se podía fundamentar en el mayor valor de aquella,
pues la vida es el supuesto de la libertad: sin vida no hay libertad; y la libertad admite
múltiples limitaciones en su ejercicio (toda ley «limita» la libertad). [Como vimos, la ley,
propiamente, no limita la libertad, como capacidad de autodeterminarse, sino que orienta el
ejercicio de esa libertad, al señalarle el modo digno o debido de ejercerla, que es el respeto a

34
«Derecho», entre comillas, porque sería el derecho a no tener ningún derecho. Lo cual es una
clara «contradictio in terminis».
107
la dignidad propia (que es lo que funda y posibilita la libertad) y ajena (que funda y posibilita
la convivencia social)].
En cambio, la limitación de la vida en su núcleo esencial (deber de no matar) supondría su
extinción definitiva, sin posibilidad de un ulterior ejercicio o respeto de tal derecho,
juntamente con la extinción de todos los derechos. Si en la ponderación debe atenderse,
mediante la armonización, a que permanezcan ambos, ello sólo es posible si prevalece la vida.
Si se da mayor peso a la vida, se estará también preservando la libertad, pues la persona
mantendrá no sólo su vida, sino también su libertad ética y jurídica (capacidad de
autodeterminarse eligiendo cualquier acción que no atente contra la dignidad y derechos
ajenos y propios irrenunciables); en cambio, si se optara por ponderar la libertad sobre la vida,
se atentaría de modo definitivo contra ambos derechos: el sujeto no podría volver a vivir ni
volver a hacer ni un acto libre más.
Entonces, la sentencia ensaya una serie de falacias con las que pretende modificar el concepto
del derecho a la vida y el de libertad, como vimos en los apartados precedentes.
Cambia el concepto de derecho a la vida, de modo que deja de ser un derecho igual para todos
los seres humanos: distingue vidas (personas) dignas y no dignas, y concluye que estas
últimas no tendrían derecho a la vida si no quieren vivir. Y ello, a pesar de que, como vimos,
considera que no hay derecho al suicidio y que entiende que la vida es un bien indisponible
por su titular, pues el Estado tiene el deber de respetarla, protegerla y promover su
esencialidad. Para los «eutanasiables», esto no sería aplicable: su vida no sería un bien «de
orden público» (Constitución de la República, 1967, febrero 2, art. 10) o de «interés público»,
como señala la sentencia (167): no tendría valor para la sociedad.
Obviamente, no explica cómo puede hacerse prevalecer la libertad frente a un derecho
irrenunciable, cuando, por definición, si es irrenunciable es que prevalece frente a la
libertad. Ni, menos, explica por qué la ley podría negar el derecho a la igualdad ante la ley,
estableciendo esta discriminación entre personas dignas con derecho a la vida irrenunciable y
personas indignas, con vidas que no valen la pena ser vividas, con derecho a la vida
renunciable.
También se modifica el concepto de derecho a la libertad: su objeto ya no sería el ejercicio de
la libertad que respeta la dignidad inherente del ser humano (la propia y la de los demás) y los
consiguientes derechos ajenos y propios irrenunciables (los derechos humanos en su núcleo
esencial); derecho a la libertad pasaría a identificarse con libertad fáctica, que incluye la
libertad fáctica del suicidio: ella se convierte en derecho a la eutanasia.

108
Esta libertad se viste con la apariencia (invocación) de la «dignidad» de la persona: dignidad
que paradójicamente se daría cuando es una persona con una vida que, según la sentencia,
carecería de valor (sería «eutanasiable»), no tendría dignidad (porque ésta, para existir,
requeriría ser auto percibida) ni ante sí misma ni ante la sociedad y el Estado. Con esta
«justificación» basada en la dignidad entendida como derecho a no ser digno y a no ser
considerado digno, la libertad fáctica prevalecería sobre el derecho a la vida. Prima la libertad,
como expresión de dignidad, por más que esté condicionada y hasta determinada por esa vida
indigna (por la enfermedad, la incapacidad o el dolor), y por más que sea una libertad fáctica
con la que se estaría negando la propia dignidad y los propios derechos humanos
irrenunciables.
Así, en metamorfosis operada por la sentencia, en el caso de los «eutanasiables», la libertad
fáctica sería igual a dignidad, y la vida sería igual a vida no digna (vida sólo biológica, porque
no tendría valor intrínseco: por ser «eutanasiable», la sociedad no la valoraría, y no contaría
con la valoración que le daría la libertad del «eutanasiable» de querer vivir).
Entonces, para un «eutanasiable», según la sentencia, habría que ponderar libertad
(=dignidad) y vida (no digna), y debería primar la dignidad (=libertad). Afirma que «la
dignidad» «precede al derecho a la vida»: «por encima de la vida biológica, lo que el Estado
protege y promueve es la dignidad de la persona, su libertad, siendo su integridad física (la
vida biológica), un aspecto de los derechos de la persona humana.» (150). Es decir: el
«eutanasiable» tendría sólo una vida biológica, sin valor, porque socialmente no tiene valor,
no es de orden público, y también carece del valor que le podría dar su propia libertad. Por lo
tanto, tendría una vida sin valor, sin dignidad, a la que está permitido matar y que, incluso,
generaría el deber del Estado de obedecer esa libertad dándole muerte o ayudándola a darse
muerte. La libertad se convertiría no en un derecho libertad, sino en un derecho reclamo35: un
derecho prestacional, que obliga a una acción concreta del Estado: la acción de dar muerte a
un inocente.
También se pretende revestir esta libertad con otra consecuencia de la dignidad humana
(reiteramos que todos los derechos humanos son expresión de tal dignidad, y todos los
derechos positivos presuponen un sujeto con esa dignidad como para que lo que se le atribuya
sea vinculante, debido por los demás: derecho). Respecto del «eutanasiable», se alega su
derecho a «no ser víctima de tratos crueles e inhumanos» (181).

35
Ver supra la clasificación de Holfeld de los derechos subjetivos (p. 32).
109
Totalmente de acuerdo en que el derecho a la integridad física y psicológica y a la libertad
incluyen, como contenido esencial, este derecho y el consiguiente deber de no infligir tratos
crueles e inhumanos a una persona. Pero no es esta la situación de la eutanasia: para que haya
«tratos crueles» debe haber una acción humana (u omisión de una acción debida), consciente
y libre, que sea causa de ese trato. Sería una crueldad de la sociedad tener la posibilidad de
aliviar los padecimientos de la actora y no hacerlo: no facilitarle el alivio, los tratamientos,
medicamentos, la compañía y la ayuda que necesite (no sólo física, sino también psicológica,
espiritual, etc.; y no sólo a ella, sino a su entorno más íntimo), obviamente, respetando su
libertad. Esto son los cuidados paliativos que deben ofrecerse como respuesta adecuada a la
dignidad de la persona. Así, pues, respecto del Estado, no se debería alegar que éste «no
podría tener desprecio del dolor extremo» (181). Se lo compadece, se lo valora, y por eso se
lo ayuda: se le deben ofrecer los cuidados paliativos, incluyendo la posibilidad de la sedación
paliativa, llegado el caso, para que la persona tenga la certeza de que no será abandonada a su
sufrimiento, que éste nunca será insoportable, porque podrá reducirse su estado de conciencia
(con el grado de profundidad y la duración o intermitencia que sean necesarios para que no
sufra). Pero precisamente porque se lo valora en su dignidad (y eso es lo que más necesita la
persona para no sufrir, para no sentirse una carga, un peso para su familia y la sociedad, un
valor negativo), se le debe asegurar que se lo acompañará hasta el final, que no se lo dejará
sólo en su dolor, y que no se lo eliminará. No es, como dice la sentencia, «impedirle acabar su
dolor» señalarle que su vida vale, que es un valor para la sociedad, que está aportando mucho
con su sola existencia y con la posibilidad de cuidarlo y acompañarlo, y que, por tanto, es
ilícito darle muerte. Se debe acabar con el dolor, no con la persona que sufre: se lo debe
aliviar, no eliminar: el alivio supone que exista la persona aliviada. Y se puede: el avance de
los cuidados paliativos demuestra que esta es la ayuda adecuada, la que necesita la persona, la
que es exigida por su dignidad. Esto es lo que manda la «solidaridad con el dolor ajeno»
(179)36.
¿Cómo concluye la ponderación que realiza la sentencia? Considera que «el artículo 112 del
Código Penal es, en su caso, excesivo, no es proporcional al derecho que protege, pues afecta
derechos fundamentales de esta persona, por lo que debería inaplicarse» (181). Es decir:
concluye con una nueva contradicción: antes dijo que el supuesto nuevo derecho a la
eutanasia no es un derecho fundamental, y reconoció que el derecho a la vida sí es un derecho

36
Ver el análisis sobre la empatía y la compasión que se hace en el capítulo IV, apartado «El
alivio del sufrimiento, la empatía y humanidad», p. 222 y ss., especialmente, p. 225.
110
fundamental irrenunciable; ahora, afirma (sin explicar por qué) que la prohibición de la
eutanasia afecta «derechos fundamentales», y por ello entiende que debe primar este derecho
a la eutanasia (derecho libertad -potestad- a renunciar al derecho a la vida, y derecho reclamo
de ser matado o ayudado a matarse por un médico) frente al derecho a la vida (prohibición de
matar). Termina considerando que lo que es sólo una libertad fáctica, en el caso de los
«eutanasiables» pasa a ser un derecho prestacional que elimina la prohibición de matar, el
derecho a la vida, el valor supremo —dignidad— de estas personas: «en casos extremos,
como el que nos ocupa, esa libertad fáctica pasa a ser un derecho que permite la limitación de
esa obligación de protección del Estado, un límite también a su legitimidad para perseguir el
delito y una obligación de viabilizar, dentro de un sistema de garantías y atención
prestacional» (179).

Conclusión

El Estado, a través del Poder Judicial o del Poder Legislativo, no puede crear supuestos
«derechos» que no son otra cosa que la violación de los derechos fundamentales, que faciliten
una práctica contraria a la igual dignidad inherente y a los derechos inherentes a todo ser
humano. Tiene el deber de protegerlos «por un régimen de Derecho», como dice la DUDH.
Un régimen de derecho que distinga entre «eutanasiables» y no «eutanasiables» no sería un
régimen de derecho, sino un régimen de facto, en el que se otorga valor jurídico a la libertad
fáctica ejercida contra los derechos humanos inalienables, irrenunciables e inviolables. Ni el
juez ni el legislador tienen potestad para cambiar el régimen de Derecho construido sobre la
base de estos derechos fundamentales, de esta igual dignidad de todo ser humano.

111
Capítulo IV
Implicancias éticas y sociales

Presentación

Del precedente análisis jurídico se desprende que la finalidad de la legalización de la


eutanasia y del suicidio médicamente asistido no es, como se alega, la reglamentación de un
derecho humano fundamental. No existe tal derecho ni el correspondiente deber del Estado de
garantizar su efectividad. Todo lo contrario: el principio jurídico fundamental, reconocido en
los instrumentos internacionales de derechos humanos y en las distintas constituciones, es la
igual dignidad inherente de toda persona humana; y, de este principio, derivan, como
expresión suya, todos los derechos humanos fundamentales: entre ellos, el primero, el derecho
a la vida, reconocido en su carácter inherente y, por tanto, igual para todo ser humano, e
irrenunciable. Estos derechos humanos obligan al Estado, que debe reconocerlos y
garantizarlos a todos por igual.
En los países, como Uruguay, en los que están en discusión proyectos de legalización de la
eutanasia y del suicidio asistido, lo que se pretende es modificar el régimen legal vigente: que
la ley penal no considere delito acciones que actualmente son delitos. Claro que, como
acabamos de ver, se quiere pasar por alto (como se ha hecho en los pocos países en los que ya
se han aprobado estas leyes) que el legislador no puede sancionar cualquier ley: que debe
respetar y garantizar ese principio básico de la igual dignidad inherente de toda persona y ese
primer derecho humano fundamental: el igual derecho a la vida, como inherente e
irrenunciable.
Pero las razones jurídicas parecen no importar a quienes pretenden ese cambio. No les
importa que el Parlamento no tenga potestad para dictar una ley en la que se señale que hay
seres humanos (los «eutanasiables») cuyas vidas carecen de valor inherente o intrínseco (no
son dignas), y que hay otras personas (los médicos) que tienen autorización legal para darles
muerte o ayudarlas a que se den muerte, si previamente aquellos renuncian a su derecho a la
vida. A pesar de que estarían violando esos derechos fundamentales, se quiere cambiar la ley
penal, porque esta es un herramienta de enorme eficacia social. En efecto: como en los delitos
se manifiestan los bienes jurídicos más importantes de la sociedad, que una acción deje de ser
delito implica que la sociedad ya no considera bien jurídico tutelable aquel que era atacado
por esa acción. Y ello sirve como criterio de valoración para quienes integran esa sociedad. La

112
ley, y particularmente la ley penal (que contiene los principales valores sociales) tiene una
eminente función pedagógica.
En el debate público que se genera para lograr la aprobación de estas leyes se oculta este
propósito. Nadie reconoce que se quiere abandonar el principio básico de la igual dignidad
inherente de toda persona, no se animan a decir que algunas personas son dignas y otras no,
que hay vidas con dignidad y vidas sin valor… Pero esa es la lógica que está detrás. Si toda
persona, toda vida humana fuera digna, fuera lo más valioso, ¿sería adecuado a ese máximo
valor permitir que se la elimine, que se la mate, que se la deseche? ¿Lo más valioso es, acaso,
algo que se pueda desechar?
Como señalamos en el primer capítulo (p. 26 y ss.), no es verdad que, con la legalización de la
eutanasia, lo que se pretenda sea atender situaciones particulares excepcionales, de modo que
no se penalice a quien, por motivos de compasión, acceda a los pedidos reiterados de la
víctima para que la mate o la ayude a suicidarse. Para ello, sería suficiente que sigan estando
prohibidos como delitos el homicidio y la asistencia al suicidio, pero que el juez, analizando
esas situaciones excepcionales, exima de pena al que cometió el delito (en Uruguay ya está
previsto para el homicidio piadoso). Lo que se pretende es que tal acción (homicidio o
asistencia al suicidio) no sea delito, no esté prohibida, que haya derecho (del «eutanasiable»
—como es el caso de España—, o del médico —como en el proyecto uruguayo—) a esa
acción de quitar la vida. Es un cambio radical: se quiere que, lo que hasta ahora es delito,
deje de serlo y se considere que está justificado: que es algo positivo, un valor, en lugar de
una violación a un valor (bien jurídico tutelado) fundamental.
Propiamente, lo que se está proponiendo con la legalización de la eutanasia es un cambio en
los valores sociales fundamentales.
Lo que se pretende es modificar la valoración social del principal derecho: el derecho a la
vida. La legalización de la eutanasia supone que la vida humana (y, consiguientemente, la
persona que es el sujeto vivo) no tiene un valor absoluto, ni igual para todos.
En efecto: tomando el caso del proyecto de ley de Ope Pasquet, si se tiene una enfermedad
terminal, o un sufrimiento insoportable, la vida humana no tendría un valor objetivo,
independiente de toda valoración; una vida (una persona) en esas situaciones no merecería la
tutela jurídica incondicional de la sociedad. Esas vidas (esas personas) dependerían de dos
valoraciones: la del propio sujeto y la de dos médicos: si ambos coinciden en que su vida no
vale (que la persona no vale), entonces, no vale, es disponible, descartable, se puede eliminar
sin que la sociedad esté perdiendo nada. Pero, previamente, hubo otra valoración (negativa)
de esas personas, de esas vidas humanas: la de la ley (la de la sociedad que expresa su

113
valoración a través de la ley) que, al legalizar la eutanasia, los consideró «eutanasiables». Y
esta valoración, como veremos, condiciona las subsiguientes valoraciones de esa persona y
del médico .
Entonces, habría dos clases de seres humanos: unos (los sanos, los que no sufren) cuyas vidas
deberían respetarse, y otros (los enfermos terminales, los que tienen un sufrimiento grande) a
los que se les podría quitar la vida; los primeros tendrían una vida digna, y los segundos, no;
los primeros serían dignos (pues la vida es el ser, el existir), y los otros, no serían dignos;
unos serían personas (por eso tendrían dignidad) y los otros, no serían personas.
Y, de esta forma, todos pasaríamos a valer menos, pues ninguno tendría una vida que deba
respetarse incondicionalmente: si llegara a la situación prevista en la norma, su vida no
valdría. En la valoración social, todos dejaríamos de ser personas.
La vida ya no tendría una dignidad inherente, sino que dependería de una situación y de la
valoración que el propio sujeto realiza, más la valoración que realice el médico,
condicionadas por la previa valoración (devaluación) legal-social.
En el régimen vigente (en Uruguay), la vida humana se tutela de un modo absoluto e
incondicional. ¿Por qué? ¿Con qué fundamento? La igual dignidad inherente de todo ser
humano.
En el régimen que propone legalizar la eutanasia y el suicidio asistido, la vida se tutelaría de
un modo condicionado y parcial. ¿Por qué? ¿Con qué fundamento? El fundamento sería un
concepto diferente de dignidad y de libertad. Una libertad no condicionada por una dignidad
inherente ni, consecuentemente, por un derecho a la vida absoluto e irrenunciable. Y un
concepto de dignidad que no considera que se trate de un valor máximo e inherente a la
condición humana, sino de un valor relativo, que depende de la propia valoración y de
determinadas situaciones: grado de salud, de sufrimiento, de autonomía, etc. En consecuencia,
se introduciría un nuevo concepto también de muerte digna: cuando la vida no se considera
digna, lo digno sería morir, no continuar con la vida indigna.
Sin embargo, no suele reconocerse, por quienes defienden la legalización de la eutanasia, que
están promoviendo un cambio en el bien jurídico vida humana. Señalan que lo que promueven
es el valor libertad y dignidad. Sin embargo, modifican los delitos de homicidio y
determinación o ayuda al suicidio. Y estos no son delitos que tutelen la libertad, ni la dignidad
(con el sentido que pretenden darle a este término), sino la vida. [En efecto: si alguien mata a
una persona, actualmente, en Uruguay, no importará si la persona quería que la mataran o
quería vivir: es indiferente para la configuración del delito. Puede importar, si se dan los

114
requisitos del homicidio piadoso, para que se exima de pena, pero el delito lo habrá cometido
igualmente].
Por lo tanto, al establecer una causa de justificación a estos delitos (como prevé el proyecto de
ley de Ope Pasquet), lo que se haría es modificar el bien jurídico vida, introduciendo una
excepción a la tutela del derecho a la vida. Y, como la tutela de la vida se fundamenta en la
igual dignidad inherente de todo ser humano, el cambio que se introduciría implicaría afectar
ese valor o principio fundamental.
Decimos que se modifica el bien jurídico vida, porque, con la ley penal, se señalan los bienes
jurídicos fundamentales tutelados por nuestro ordenamiento, indicando que la violación de los
mismos es grave, es delito. Así, cuando el artículo 315 del Código Penal tipifica como delito
la determinación o ayuda al suicidio, está señalando que la vida humana es un valor supremo,
indisponible, irrenunciable, por lo que en ningún caso es lícito ayudar a alguien a matarse. Y
el artículo 37 del mismo Código, al prever como una «causa de impunidad» el «homicidio
piadoso», está señalando que en ningún caso es lícito matar, tampoco cuando se haga «por
móviles de piedad, mediante súplicas reiteradas de la víctima» (Ley 9.155: Código Penal,
1933, diciembre 4, énfasis añadido): por eso, tal acción es tipificada como delito (atentado
grave contra un bien jurídico fundamental), por más que el Juez pueda exonerar del castigo
correspondiente a su autor.
Antes de quitar una piedra que ha sido considerada fundamento o clave de un edificio (como
lo es la organización social del Estado de derecho democrático sustancial, del derecho, de la
ética, de las relaciones familiares y de la medicina), conviene investigar qué rol cumple ese
fundamento, cuál es su origen, y reflexionar en las consecuencias que podría acarrear sacar
esa piedra de su actual ubicación.
Eso es lo que nos proponemos en este y en los dos siguientes capítulos: mostrar cuáles son las
implicancias sociales y éticas del cambio de valores implícito en esta modificación legal, y
sus consecuencias. En éste, lo haremos desde un punto de vista más analítico – lógico, y en
los dos siguientes, desde una perspectiva histórica: qué sucedió en las sociedades en que se
impusieron estos cambios.
En primer lugar, haremos un análisis de los valores de una y otra opción: qué implica para la
sociedad, por un lado, el valor de la dignidad inherente (qué consecuencias tiene,
particularmente, en el valor de la inviolabilidad de la vida humana y en el valor de la
libertad); y por otro, cuál sería el alcance del valor de la dignidad entendida como libertad o
autonomía fáctica, que fundamentaría un supuesto derecho a disponer de la propia vida. Lo

115
haremos de modo sintético, pues ya se han visto estos valores en los capítulos precedentes,
con motivo de analizar sus consecuencias jurídicas.
En segundo lugar, veremos cuáles son los deberes que surgen de esa dignidad. Toda la ética,
la sociedad y el derecho se fundan en el concepto de dignidad inherente de la persona
humana. Lo haremos desde una perspectiva más filosófica (de la ética y la filosofía política).
En tercer lugar, señalaremos los efectos del cambio de valores en el ámbito de las relaciones
familiares y de los servicios de salud, en los que el principio de la dignidad inherente de la
persona es de capital importancia.
Nos detendremos, finalmente, en los cuidados paliativos, que son la respuesta adecuada al
problema planteado, tanto en el ámbito familiar, como el médico, como el más amplio de la
sociedad global (el Estado). Y veremos cómo éstos cuidados paliativos tienen su base
fundamental en el valor de la dignidad inherente de cada persona (como criterio que
fundamenta su motivación y justificación, y como motor actual e histórico de su desarrollo) y
son su expresión profesionalizada. Y cómo, por el contrario, los valores propugnados por la
legalización de la eutanasia (libertad sin referencia a la dignidad inherente común a todas las
personas) constituyen un serio obstáculo a la posibilidad y eficacia de los cuidados paliativos.

Análisis de los valores de una y otra opción

Resumen introductorio

Nos encontramos en una encrucijada: dos concepciones diferentes de la vida y de la persona


y, por consiguiente, de la sociedad, inspiran el régimen jurídico vigente y el que se pretende
instaurar con la legalización de la eutanasia y del suicidio asistido.
El régimen actual considera que toda persona, por ser humana, es digna; por eso, tiene
derechos inherentes: el primero, el derecho a seguir viviendo, y luego, el derecho a todo lo
que precisa de los demás para desarrollar las potencialidades propias de su condición humana.
De ese primer derecho fundamental, deriva la primer regla de convivencia: el deber de no
matar; después, los demás deberes de hacer o no hacer lo que corresponda para que las demás
personas puedan desarrollarse.
De la dignidad inherente, entonces, surgen los deberes y derechos.
Y ello supone que la persona es un ser en relación, que necesita de las otras personas, y que
las otras necesitan de él: no es un ente aislado, con una libertad sin dirección o sentido, que

116
sólo debe procurar su interés individual. Su libertad está obligada por su dignidad y la de las
demás personas, que son el fin debido de sus decisiones conscientes y voluntarias. No debe
dañar a ninguna persona (tampoco a sí mismo), y debe ayudar especialmente a los más
necesitados de ayuda.
De la dignidad inherente y del carácter relacional de la persona humana, se deriva, entonces,
una concepción de la persona y la sociedad basadas en la solidaridad: la igual dignidad lleva
al deber de valorar a todos y ayudar a los más necesitados; ese deber implica respetar lo que
cada uno es (incluyendo su inteligencia y libertad), y guía a la libertad con los deberes que se
desprenden de esa igual dignidad.
Por el contrario, la legalización de la eutanasia parte de considerar que la dignidad no es
inherente a la condición humana, pues no sería igual para todos: habría condiciones que
pueden hacer que una vida (el ser o existencia de una persona) no sea digna (por sufrimiento,
por falta de autonomía, etc.); entonces, lo digno sería poner fin a la situación indigna,
renunciando a seguir viviendo, y permitiendo que otros lo maten o lo ayuden a darse muerte.
Según esta concepción, digno es quien actúa libremente; entendiendo por libertad la libertad
fáctica: quien, en los hechos, decide cómo quiere actuar (de modo autónomo: siendo él quien
establece la norma de su actuar), y logra llevar a cabo esa decisión.
De este concepto de dignidad entendida como autonomía o libertad fáctica, se desprende una
concepción de derechos humanos que no son inherentes a la condición humana, sino que
dependen de la libertad individual considerada exclusivamente como poder fáctico de obrar
por sí. Lo que cada uno quiera (su libertad) sería su derecho, en la medida en que se
compagine con las libertades de los demás, a través del acuerdo particular (contrato) o
colectivo (ley o consenso social), que limitaría esos derechos (libertades) pero les daría
garantías de cumplimiento a través de la coacción del Estado que habría monopolizado el uso
de la fuerza.
Entonces, propiamente no habría derechos humanos: no habría nada que le corresponda a una
persona por su condición de ser humano y que los demás deban hacer o no hacer en virtud de
esa condición humana del otro. Lo único que le correspondería al individuo como derecho es
lo que la sociedad le otorgue en ese acuerdo particular o colectivo. Los contratos y la ley no
tendrían ningún derecho previo que deban respetar: sólo dependen de la libertad de los
contratantes o del pueblo (que, en definitiva, si se lo considera desde la perspectiva fáctica,
siempre es, a lo sumo, una mayoría).
La ley, entonces, sólo debería respetar la libertad del legislador: la voluntad que logre
imponerse y convertirse en «ley». Lo que significa que no debería respetar ningún derecho,

117
pues ella (como expresión de la voluntad libre del legislador) sería la única fuente de derecho.
El Estado no sería un Estado de derecho, un gobierno que debe respetar derechos previos
inherentes. No sería un régimen de derechos humanos, sino de voluntades humanas: de
aquellas que logren imponerse. No sería un régimen de la ley del derecho, sino de la ley del
más fuerte.
Los deberes no serían la contracara de esos derechos. Pues si éstos son meras libertades
individuales, no habría razón para que otra libertad se imponga a la mía, creándome un deber.
Los deberes, entonces, aparecerían no como el sentido y guía de la libertad, sino como una
imposición de una libertad más poderosa: la de las mayorías, o la de la ficción de un contrato
o de un consenso social.
Esta concepción no supone una común condición humana: una solidaridad en esa condición o
esencia común. Las personas no serían lo más valioso porque objetivamente sean «individuos
de la especie humana», pues no existiría esa especie común: sólo existirían entes particulares
con libertad individual. No habría exigencias derivadas de esa esencia común de las que
surjan los deberes y derechos correspondientes. Cada uno sólo tendría el propio interés
individual como guía de sus acciones y, en todo caso, para lograr mayor poder para asegurar
el triunfo de ese interés individual, habría intereses sumados que conformarían el interés de la
mayoría que, una vez expresada por los mecanismos democráticos, se llamará interés general.
Es una concepción individualista de la persona, que no repara en esa común naturaleza que
puede ser percibida y estimada por cada ser humano de modo que vea, en las otras, un «otro
yo», un alguien, no un algo, una persona con dignidad o valor supremo que debo valorar.
Cada ser humano no sería, propiamente, persona, un ser en relación con otros semejantes, sino
un individuo autónomo. No habría solidaridad que lleve a un deber de mayor ayuda a quien
más necesitado esté. La protección de los más vulnerables no tendría sentido. La regla de la
convivencia social no sería crear condiciones para que todos puedan desarrollarse, por ser
cada uno lo más valioso, y por tanto, ayudar más a quien más lo necesite. Sólo se trataría de
compatibilizar las libertades individuales, según lo que, en los hechos, cada uno pueda hacer,
pues esas libertades son el único derecho; compatibilización que se lograría sumando
libertades, intereses coincidentes que lleguen a imponerse. El otro no sería un semejante, otro
yo, igual a mí, que debo valorar para valorarme a mí mismo: sería un rival, con un interés
contrario, o un medio para potenciar mi interés, si su interés es funcional al mío.
Lo que se valora en esta concepción no es la persona, como fin, sino la autonomía, la
capacidad fáctica de actuar por sí mismo para alcanzar sus intereses individuales. La
vulnerabilidad, la dependencia, la necesidad de los otros no serían realidades humanas

118
valiosas que llevan a descubrir la mutua complementariedad y el carácter digno (de fin) de
cada persona, demostrado tanto en el hecho de recibir valoración incondicional y
desinteresada de los otros, como en el hecho de valorar de forma incondicional y
desinteresada a los otros porque son dignos, iguales a mí.
En definitiva: lo que está en juego con estas leyes es un cambio muy importante: un retroceso
hacia una menor valoración de la vida humana y a una concepción individualista de la
persona.

El fundamento del régimen vigente: la dignidad inherente

El concepto de dignidad: valor absoluto e inherente vs. valor relativo

La igual dignidad inherente de todo ser humano es un concepto y un valor compartido por la
civilización occidental.
No ingresaremos, por tanto, al análisis de su fundamento filosófico: sobre éste, no hay un
consenso.
Desde un punto de vista práctico, es suficiente llegar al punto común del diálogo democrático.
Es decir: no nos preguntaremos por qué cada ser humano es digno, pero sí nos detendremos
en analizar qué significado común, compartido, tiene este concepto de dignidad. Luego
veremos cómo este concepto de dignidad está en la base de la ética, del derecho y de la
sociedad democrática sustancial, no sólo en su dimensión política, sino también en el ámbito
de las relaciones familiares y en el de las profesiones médicas.
¿Qué significa dignidad? Acudimos a una fuente común, como es Wikipedia:

La dignidad, o «cualidad de digno» (del latín, «grandeza»), hace referencia al valor


inherente del ser humano por el simple hecho de serlo, en cuanto ser racional, dotado de
libertad. No se trata de una cualidad otorgada por nadie, sino consustancial al ser humano.
No depende de ningún tipo de condicionamiento ni de diferencias étnicas, de sexo, de
condición social o cualquier otro tipo. (Wikipedia, 2020, julio 30, dignidad. Cita varios
diccionarios y a Castilla de Cortázar, Blanca, 2015, En torno a la fundamentación de la
dignidad personal, Foro, Nueva época 18 (1): 61-80. ISSN 1698-5583, consultado el 20
de octubre de 2016)

El concepto mismo de dignidad implica, en primer lugar, que la persona tiene un valor de
excelencia: no hay (al menos en la realidad visible) algo más valioso que el ser humano.

119
En segundo lugar, como la dignidad es un tipo de «valor», implica un carácter relacional: lo
que vale hace relación a otros sujetos que lo valoran.
En tercer lugar, como el tipo de valor propio de la dignidad tiene la nota de excelencia (algo
que es, en cierto sentido, máximo), lo que es digno no tiene un valor relativo: no vale como
medio para otro fin, porque, si no, valdría menos que esa finalidad. Un ser humano no puede
ser tratado como un medio para otra finalidad. Como dice Kant, las cosas valen porque son
valoradas (como medios para un fin que se plantea la persona): por eso, tienen precio;
mientras que las personas valen «como fin en sí mismo» (Kant, 2008, p. 298).

[Esta dignidad] lo coloca infinitamente por encima de cualquier precio, con respecto al
cual no puede establecerse tasación o comparación algunas sin, por decirlo así, profanar
su santidad (Kant, 2012, pp. 148-149).
[La persona es] fin en sí mismo: no posee simplemente un valor relativo, o sea, un precio,
sino un valor intrínseco: la dignidad (Kant, 2012, 44, énfasis añadido).

En cuarto lugar, por ser un valor máximo, un fin, no un medio para otro fin, lo digno es lo
que debe ser valorado. No vale porque sea valorado (como medio para una determinada
finalidad), sino que debe ser valorado porque vale máximamente.
En quinto lugar, al no tener un valor relativo como medio para otro fin, el valor de lo digno
no proviene de fuera de sí mismo, de un fin para el cual esa realidad valga y por el cual es
querida. Su valor está en su propio ser, en lo que esa realidad es: es decir, en su esencia. Por
eso, es un valor «inherente». Porque, como vimos en el capítulo II, «inherente» es aquello que
«que por su naturaleza está de tal manera unido a algo, que no se puede separar de ello»
(RAE, 2014, inherente): es decir, es esencial, algo que es parte constitutivo de la esencia de
una realidad, de modo tal que si se modifica, cambia la esencia, se produce un cambio
sustancial y no meramente accidental. Lo accidental, en cambio, es aquello que puede
cambiar sin que por ello se modifique la esencia de esa realidad. En este sentido, la valoración
que se hace de una «cosa» es algo accidental: no afecta lo que la cosa es, sólo es una relación
con una finalidad y con la voluntad de un sujeto que la quiere como medio para esa finalidad.
Por eso, el valor de dignidad, al ser inherente, proviene del mismo ser de esa realidad digna;
no proviene de una valoración externa. Lo digno hace relación a un sujeto que la valora, pero
que la valora como fin en sí y, por tanto, que no le da el valor, sino que éste ya lo tiene en su
propio ser; lo digno hace relación a que esa realidad es un fin para los sujetos conscientes y
libres, a que es algo que debe ser valorado por ellos. Lo digno no vale porque sea valorado,

120
sino que debe ser valorado porque vale: porque tienen un «valor interno absoluto» (Kant,
2008, p. 298) que se llama «dignidad»37. Kant señala que «al margen de cualquier otro fin o
provecho alcanzable a través suyo, la simple dignidad de la humanidad como naturaleza
racional (…) debería servir como inexorable precepto de la voluntad…» (Kant 2012, p. 155,
énfasis añadido).
Lo específico del ser humano (de su humanidad), que lo distingue de otros animales, es que,
por ser humano, tiene un orden tal que puede (potencialidad que no requiere ser ejercida
actualmente para tenerla) entender (conocer qué son las cosas y las acciones) y querer
libremente (como entiende qué es él y qué son las cosas y las acciones, puede descubrir cuáles
son adecuadas para desarrollar sus potencialidades, y por eso, puede moverse a sí mismo a
hacerlas).
Es una «dignidad innata», que tiene cada persona por su «humanidad»(en expresiones de
Kant). Por eso se dice que la dignidad es intrínseca, o inherente a la condición de persona. Es
lo que proclama la Declaración Universal de Derechos Humanos, ya desde su preámbulo:
«dignidad intrínseca (…) de todos los miembros de la familia humana», pues «todo ser
humano» «es persona» (DUDH, 1948, Preámbulo y art. 6. En los mismos términos, art. 1.2
del Pacto de San José de Costa Rica: CADH, 1969).
En sexto y último lugar, lo digno, como consecuencia de su carácter inherente, es aquello que
tiene un valor absoluto. Por ser algo intrínseco, inherente a la condición humana, esta
dignidad no depende de una valoración que pueda hacer alguien. Por eso, no tiene un valor
relativo (en relación o dependencia respecto de quien lo valora), sino absoluto; no tiene un
valor subjetivo, sino objetivo. El valor, a las cosas, se lo dan las personas que las valoran para
un determinado fin (que, en última instancia, es la persona, que las quiere para ser tanto
cuanto ella pueda ser, es decir, para su desarrollo o felicidad). Por eso, las cosas tienen un
valor relativo, o precio, y pueden compararse, intercambiarse, sustituirse, enajenarse, en la
medida en que se otorgue algo con un precio similar. Por el contrario, las personas no tienen
precio, sino dignidad: su valor no es relativo sino intrínseco, por lo que es insustituible (es un
ser único), inalienable, e irrenunciable.
Por su dignidad, entonces, la persona no vale porque sea valorado, sino que «debe ser
valorado» porque es lo máximo e intrínsecamente valioso. Éste, como veremos, es el
fundamento de la ética y del derecho: el deber ser emana de la dignidad: como la persona es

37
Ver capítulo II, apartado «Dignidad y derechos inherentes», p. 46 y ss., particularmente, cita
transcripta en p. 46.
121
digna, debe ser valorada, por uno mismo (deber ético) y por los demás (deber ético y
jurídico).
Como esta dignidad es intrínseca, la tienen todos los seres humanos por su «humanidad»; por
tanto, la tienen todos por igual (en la medida en que todos son igualmente humanos): todos
son «personas», «dignos», y deben «valorarse en pie de igualdad» (Kant, 2008, 298, énfasis
añadido), por ser seres humanos, «sin distinción alguna» de «cualquier otra condición»
(DUDH, 1948, art. 2), «iguales en dignidad y derechos» (DUDH, 1948, art. 1).
Si esta dignidad es independiente de «cualquier otra condición» que no sea el carácter de ser
humano, la persona «posee una dignidad que no puede perder (dignitas interna)…» (Kant,
2008, p. 300, énfasis añadido).
Nada que pueda padecer o hacer una persona le hace perder esta dignidad, que genera ese
deber de ser valorado. Para dejar de ser digno, tendría que transformarse, dejar de ser humano
(perder su humanidad).

Consecuencias de la dignidad

Como la dignidad implica un valor máximo, de ella deriva el deber: el deber de valorar lo que
es un valor máximo, de valorarlo como máximo, por tanto, de tratarlo como fin, no como
medio: un valor máximo no está subordinado a otro valor.
Como analizaremos en los siguientes apartados, de la dignidad derivan todos los deberes,
tanto el deber ético como el jurídico.
Este deber va dirigido a las acciones libres: sólo un ser «dotado de razón y conciencia» (como
señala el artículo 1° de la DUDH) puede valorar: conocer algo como valioso y,
consecuentemente, valorarlo: quererlo libremente. Por lo tanto, el hecho de que cada ser
humano sea digno determina que él mismo y los demás tengan un deber en sus acciones
libres: el deber de actuar según esa dignidad: valorarse a sí mismo y a las demás personas, y
actuar en consecuencia. Las acciones libres estarán ligadas por esa dignidad: tendrán el deber,
por ser libres (conscientes y voluntarias), de conocer y reconocer que cada persona es lo más
valioso (es digna) y, en consecuencia, el deber de querer a la persona (a sí mismo y a los
demás) como fines, no como medios: querer el bien, o desarrollo pleno de esa persona (su ser
actual y potencial).
Por ser la dignidad un valor máximo, no subordinable -como medio- a otro valor o fin, tiene
carácter de valor absoluto: no es relativo, no depende de las circunstancias, o de quien lo

122
valora. Quien lo valora, debe valorarlo, por ser valor máximo. Las circunstancias tampoco
pueden afectar lo que, por sí, ya es un valor máximo; si no, no sería máximo.
De la dignidad como valor absoluto, emergen los deberes; y la contracara de éstos, en el
sujeto digno, son los derechos. Si todos tienen el deber de valorar y tratar a las personas como
fin en sí (lo más valioso), como contracara, todos tienen derecho a ser reconocidos y tratados
conforme a esa dignidad: como fin, no como medio.
Y por ser la persona un fin en sí, no subordinable a ningún fin, el deber de reconocimiento y
respeto es absoluto, incondicional. Y, por tanto, el correspondiente derecho de ser reconocido
y respetado como digno (fin en sí), es también absoluto, incondicional.
Ese respeto es debido como algo que le corresponde a esa persona, que es, por eso, titular de
un derecho. Un derecho correspondientemente absoluto, incondicional. Es el derecho de ser
reconocido como persona, es decir, como ser digno, como fin, que debe ser valorado.
Así, de la dignidad de la persona, emerge un deber jurídico y el correspondiente derecho: en
este derecho se fundan los demás derechos; en este deber de respetar el carácter de persona se
fundan los demás deberes.
Porque soy persona (individuo de la especie humana), soy digno; por ser digno, los demás
deben respetarme en lo que soy, en mi ser (en todo lo que soy y puedo ser según esa esencia
que delimita mi ser y mi posibilidad de ser); y este ser mío es un derecho mío correspondiente
a aquel deber. Lo mismo que es objeto de deber para los demás (el respeto a mi ser) es
también un deber para mí (debo respetar mi ser); ¿por qué? porque ese ser (mi ser) es digno:
debe ser valorado. Por eso, mi dignidad, mi ser personal es, para mí, derecho (en relación con
los demás) y, a la vez, deber (en relación conmigo mismo).

Consecuencias del carácter inherente de esa dignidad

Por lo que se acaba de señalar, la dignidad es inherente: se tiene no por un elemento


circunstancial o accidental, sino por la misma esencia del sujeto digno. El ser humano no es
digno porque esté en determinada circunstancia, sino porque es ser humano.
Si la dignidad es inherente, es igual para todos los que tengan la misma esencia: todos los
seres humanos tienen la misma dignidad esencial. Y al ser la dignidad un valor máximo, todos
tienen igual dignidad, igual valor. No hay seres humanos con mayor dignidad que otros, ni
hay ningún ser humano que no sea digno.
Y por ser inherente, la dignidad permanece mientras permanezca la esencia: si hay un ser
humano, un individuo de la especie humana, éste será digno: deberá ser valorado como fin.

123
Por lo mismo, la dignidad es irrenunciable: no depende de la voluntad del propio sujeto digno,
sino que es inherente, está indisolublemente unida a su esencia: si es ser humano, tendrá
dignidad, será lo más valioso, por más que él no se perciba ni se valore como tal, por más que
quiera renunciar a su dignidad, seguirá siendo digno.

El cambio que propone la eutanasia: la «dignidad» relativa y variable

Como señala Gonzalo Herranz (1999), hay «dos posiciones polares» respecto a la dignidad y
muerte del hombre.

La una proclama la dignidad intangible de toda vida humana, incluso en el trance del
morir: todas las vidas humanas, en toda su duración, desde la concepción a la muerte
natural, están dotadas de una dignidad intrínseca, objetiva, poseída por igual por todos:
esa dignidad rodea de un aura de nobleza y sacralidad inamisibles todos los momentos de
la vida del hombre.
La otra afirma que la vida humana es un bien precioso, dotado de una dignidad excelente,
que se reparte en medida desigual entre los seres humanos, y que, en cada individuo,
sufre fluctuaciones con el transcurso del tiempo, hasta el punto de que puede extinguirse
y desaparecer: la dignidad consiste en calidad de vida, en fundada aspiración a la
excelencia. Cuando la calidad decae por debajo de un nivel crítico, la vida pierde su
dignidad y deja de ser un bien altamente estimable. Sin dignidad, la vida del hombre deja
de ser verdaderamente humana y se hace dispensable: esa vida ya no es vida38. Entonces,
anticipar la muerte es la solución apetecible cuando la vida pierde su dignidad. (p. 2)

En la primera concepción, se considera que «la dignidad humana es invariable: no se


disminuye a causa de la enfermedad, el sufrimiento, la malformación o la demencia», porque
sólo depende de la esencia humana: si es humano, es digno (es fin en sí, único, titular de
derechos y deberes).
En la segunda, la dignidad no es absoluta: hay grados de valor y dignidad, y se considera que
es «la voluntad fundamental de estar sano el principio fundamental de la dignidad humana»
(id, p. 3). Se invoca el derecho a una «muerte digna», pero en su base está la

38
Cita a J. Hersch, La vie a son juste Prix, «Schweiz med Wschr», 1982, 112 (Supl 13), 29-30,
citado por Herranz (1999).
124
… aceptación de que la dignidad humana es minada, o incluso alevosamente destruida,
por el sufrimiento, la debilidad, la dependencia de otros y la enfermedad terminal. (…) La
muerte digna es la única solución para poner término a la permanente indignidad de vivir
esas vidas sobrecargadas de valores negativos, carentes de valor vital. (Herranz, 1999, p.
7)

¿Dignidad relativa?

Este concepto de dignidad parte de confundir dos sentidos del término digno, que ya
mencionamos en el capítulo III: el sentido sustantivo o principal, que es el que venimos de
señalar, que se aplica a la persona digna, y el sentido derivado, que se predica de aquellas
acciones libres que respetan la dignidad.
Las personas son siempre dignas, por su condición de personas, de individuos de la especie
humana. Pero las acciones libres que violan esa dignidad, porque no valoran a la persona,
porque no respetan lo que le corresponde según su ser y su potencialidad de ser, son indignas,
precisamente porque la persona a la que no se la reconoce como tal es digna, y porque quien
no la reconoce es un ser humano, por tanto, digno, que libremente niega esa dignidad. El
ofendido es digno, y no realiza ninguna acción indigna; el ofensor es digno pero realiza una
acción indigna: ofende la dignidad de aquél, pero no le quita su dignidad, precisamente
porque es inherente (mientras sea ser humano, no podrá perder la dignidad inherente a su
esencia humana).
La visión de la dignidad como algo variable y relativo no distingue lo que acabamos de
señalar: una persona es digna, por más que se cometan actos injustos (conscientes y libres)
que no respeten su dignidad. Así, si una persona está sufriendo y se la puede aliviar, si está
sola y se la puede acompañar, si no percibe su dignidad y se la puede ayudar a percibirla…,
sería indigna la «acción» omisiva de los que deben acompañarlo, cuidarlo, aliviarlo, ayudarlo
a sentirse valorado, etc. Se comportarían indignamente sus familiares, amigos, médicos, y la
sociedad en su conjunto. Pero aquella persona seguiría siendo persona, digna, y ello
precisamente es lo que genera el deber de estos últimos.
El concepto de dignidad que se emplea por los promotores de la eutanasia y el suicidio
asistido lleva a considerar que no es digna la vida de una persona que tiene limitada su
libertad física, de movimientos exteriores al punto de considerar esa limitación y dependencia
de ayuda como un sufrimiento (psíquico) insoportable. Tampoco sería digna la vida de quien

125
tenga cualquier otro sufrimiento (físico o psíquico) insoportable o que padezca una
enfermedad terminal incurable.
En el primer caso, la dignidad se perdería por falta de libertad, de autonomía. En el segundo
(sufrimiento), porque se considera que no es digno de la persona tener tales sufrimientos. Y en
el último caso (enfermedad terminal incurable), no se explica por qué se perdería la dignidad.
Entonces -se afirma- si la vida no es digna, si no es adecuado a la dignidad de esa persona
seguir viviendo, lo digno sería morir: la muerte digna sería la muerte decidida para no
continuar con una vida indigna.
Pero, como ya explicamos, la persona es siempre digna, pues mientras sea un ser humano,
tiene la dignidad que proviene de esa humanidad. Por lo tanto, quien pierde gran parte de su
libertad física sigue siendo humano y, por tanto, digno; no se sabrá hasta qué punto seguirá
realizando actos libres internos (decisiones, elecciones, querer), pero aunque no los hiciera,
mientras esté vivo seguirá siendo un «individuo de la especie humana», es decir, persona y,
por tanto, digno. Quien tenga sufrimientos, seguirá siendo digno, porque seguirá siendo
humano. Y quien tenga una enfermedad terminal incurable, seguirá siendo humano hasta su
muerte. E incluso después de su muerte su cuerpo tendrá una especial dignidad, por ser cuerpo
de una persona (con dignidad).
Lo que es indigno (contrario a la dignidad humana) es causar voluntariamente la limitación a
la libertad física, o el sufrimiento, o la enfermedad; será indigno no ayudar a quien lo necesita
por sus limitaciones, no aliviar a quien sufre, pudiendo hacerlo, no acompañar y valorar a
quien tiene una enfermedad terminal. Todo ello es indigno, porque implica no reconocer,
voluntariamente, la dignidad, el valor supremo de esa persona, que exige estos deberes frente
a ella.
Y lo que es máximamente indigno es matar a quien necesita esa ayuda, ese alivio, esa
compañía y valoración, en lugar de hacer esas acciones de ayuda, alivio, compañía,
valoración, que eran debidas y a las que él, por su dignidad, tenía derecho.
Esta visión de la dignidad relativa lleva a la paradoja de que, haciendo acciones indignas (que
no respetan la dignidad de una persona), se logra lo que se pretendía: que la persona no sea
considerada como digna porque no se respetó su dignidad. Entonces, la dignidad no sirve para
nada en el ámbito del derecho: no obliga a nadie, pues alcanza con desconocerla para que deje
de existir y, por tanto, para que deje de ser regla de mis actos. Se dirá que, mientras la persona
se considere digna, seguirá siéndolo. Sí, pero está claro (como lo muestra la psicología y la
historia) que, cuando los demás no consideran digna a una persona, es mucho más difícil que
ella se considere digna. Si los familiares, amigos y médicos atienden gustosamente a quien

126
padece una enfermedad terminal o gravemente limitante, es más difícil que ella se considere
una carga, un peso, un valor negativo para su entorno y para la sociedad. En cambio, la
experiencia histórica muestra cómo, cuando se ha querido quitar la conciencia de la propia
dignidad de determinadas personas, lo que se ha hecho es tratarlas como vidas sin valor, carga
inútil, y perjudicial para la sociedad (ver infra capítulo VI, p. 309 y ss.).
Por otra parte, esta concepción de la dignidad no distingue entre acciones libres y hechos que
no dependen de una voluntad humana: la enfermedad y el dolor, la limitación de la autonomía
consecuencia de aquellos o de la edad … no son actos libres, y por tanto, no son indignos, ni
violan ningún deber (no son propiamente injustos). La situación no es indigna ni injusta, si no
es provocada por acciones libres, o si no hay posibilidad fáctica de que sea evitada por
acciones libres.
Así, se confunde la vida con las situaciones o circunstancias en que está esa persona, con lo
que padece esa persona, como consecuencia de acciones o sucesos no voluntarios que le
ocurren.
Se introduce, entonces, una distinción entre vidas dignas y vidas no dignas (personas dignas y
personas no dignas).
Unos merecen ser, otros no. Vidas que merecen ser vividas, y vidas sin valor, que no valen la
pena ser vividas.
El mayor problema es que, cuando se aprueba una ley de eutanasia, es la sociedad misma la
que introduce esta distinción, a través de la ley: es la sociedad en su conjunto la que considera
que hay vidas que, objetivamente, son indignas.

Dignidad como dominio y disponibilidad absoluta sobre la propia vida

Los promotores de la eutanasia y del suicidio asistido consideran un concepto de «dignidad»


como lo que es fin en sí, y no medio; pero, partir de allí, entienden que, si uno es fin en sí
mismo, es dueño de sí mismo, dueño, por tanto, de su vida. Entonces, concluyen, cada uno
tiene derecho a disponer de su propia vida: a trazar su propio plan de vida y poner fin a su
vida cuando él quiera, sin tener que estar sujeto a otra voluntad.
Muchas de estas afirmaciones son correctas, pero deben realizarse algunas precisiones para no
interpretarlas de modo tal que, al final, concluyan en lo contrario a lo que fue el punto de
partida.
Es correcto, como ya vimos, que la persona es fin en sí, por cuanto es lo más valioso (digno)
y, entonces, no puede subordinarse a otro valor o fin mayor, como un mero medio para ese

127
fin. También es verdad que la libertad manifiesta que la persona es dueño de sus acciones (es
causa total de ellas) y que, como el obrar depende del ser (se obra según cómo se es), ello
manifiesta que la persona es dueña de su ser. Pero ¿este dominio implica un poder de
disposición absoluto? Es verdad que, por ser libre, cada persona es responsable de su vida,
debe trazar su propio plan de vida, es dueño de su vida, se atribuye a él lo que haga… ¿pero
ello significa que no tiene ningún deber, que su libertad, su dominio, no están ligados a
ningún deber, que tiene derecho a hacer lo que le plazca, independientemente de qué sea lo
que haga?
Sin necesidad de mayor análisis, nos damos cuenta de que no es así: el ser humano ni puede
(fácticamente) hacer lo que quiera, ni debe (ética y jurídicamente) hacer lo que quiera, sin
ningún límite, condición o regla. Esto último ya fue explicado al analizar la naturaleza de la
libertad humana en el capítulo II (apartado «Libertad y dignidad, orden público e
irrenunciabilidad de los derechos humanos», p. 48 y ss.).
En realidad, que cada persona sea fin en sí mismo, porque es lo más valioso (al igual que
todas las personas), y que ello se manifieste en la capacidad de actuar por sí mismo (en que es
libre), no significa que tenga dominio absoluto sobre su vida. En primer lugar, desde el punto
de vista fáctico: ni se la da a sí mismo, ni puede hacer que siga siendo: su vida es algo
recibido y es algo limitado, en su duración y en lo que es. No es vida de super héroe, sino de
ser humano. Puede ser más que lo que actualmente es, puede desarrollar su ser, pero limitado,
condicionado por lo que es.
Y desde el punto de vista valorativo (ético o jurídico), tampoco hay un dominio absoluto de la
propia vida, del propio actuar, por cuanto no debe ejercerse tal dominio de cualquier forma,
no «puede»(ética y jurídicamente) actuar de cualquier manera. Sino que hay algo que él es, y
que implica no sólo un ser estático sino también algo que él puede desarrollar, llegar a ser, a
partir de lo que él es. Esta potencialidad de ser (ya actualizada por su condición de ser
humano, pero que también implica una potencialidad futura) es su esencia. Como es esencia
de ser humano, es lo más valioso. Por ello, debe ser valorado, querido, libremente. Debe
querer su ser y su potencialidad de ser. Y debe querer el ser y la potencialidad de ser de las
demás personas.
Su libertad, su dominio sobre sí mismo, desde esta perspectiva valorativa (ética o jurídica) no
son tampoco absolutos, en el sentido de que sea indiferente que se quiera o no se quiera: debe
quererse, aunque, fácticamente, podría no quererse. Y ese quererse implica querer ser, existir,
vivir, y querer ser todo lo que pueda ser (vivir hasta que pueda vivir). La dignidad condiciona
la libertad, otorgándole un deber (en realidad, la posibilita y le da un sentido, una finalidad).

128
Lo que sucede, entonces, es que, propiamente, la persona no es «dueña» de su vida, si se
entiende que ser «dueña», tener «dominio», implica tener un poder lícito (no contrario a su
dignidad) de disposición sobre la propia vida.
Otra forma de explicar por qué la persona no tiene, sobre sí misma, el poder de disposición
que se tiene en la propiedad de las cosas es que ella no es una cosa, sino una persona. Su vida
no es una cosa, distinta del sujeto titular: su vida es él mismo, su propio ser personal; y ese
ser personal, esa vida humana, es algo tan valioso que tiene dignidad.
Tal dignidad determina que es un fin en sí (no es un medio para otro fin, como son las cosas).
Por eso, mientras las cosas pueden tener un valor diferente según que se las quiera más o
menos, las personas tienen un valor de excelencia e inherente, que no depende de que sea
valorada, sino de que sea ser humano; y por tener ese valor, las personas deben ser valoradas.
¿Quiénes deben valorarlas? Todos los seres que, por ser también personas, tienen libertad y,
por ello, pueden tener deberes exigidos por su dignidad.
Así, pues, vemos que, si se entiende la dignidad como dominio absoluto sobre el propio ser,
se cae en una contradicción: se parte de que uno es digno porque es fin en sí mismo, y se
termina admitiendo que uno no tiene el deber de tratarse como fin en sí mismo (de valorarse
como digno), sino que puede tratarse como una cosa, como un medio, cuyo valor depende de
la propia valoración. Y entonces, si libremente decide no valorarse, ese sujeto, por más que
sea humano, dejará de ser digno; pero, en realidad, ya antes no habría sido digno, porque no
tenía el deber de valorarse (y digno es aquello que, por ser excelente, debe ser valorado). Esta
es una clara contradicción en el mismo sentido principal del término digno: un ser humano, un
individuo de la especie humana (una persona) no sería digno; luego, la dignidad no sería
inherente a la condición de persona, a la esencia humana.
Y en lo que refiere al sentido derivado de dignidad, a las acciones dignas, se incurre en una
similar contradicción. Hay una acción que se considerará digna, cuando en realidad es una
acción que se toma por considerar que una persona no es digna. En efecto: la persona decide
(se supone que libremente) no valorarse como digno, como lo más valioso. Es una acción
interna que consiste en no querer su propia existencia y, luego, una acción externa consistente
en darse muerte o de renunciar a su derecho a la vida y solicitar que lo maten o lo ayuden a
darse muerte. Si puede tomar esa decisión y realizar esa acción de un modo realmente libre es
porque es persona (por eso puede realizar acciones conscientes y libres); y si lo es, es digno.
Entonces, ¿cómo puede ser digna una acción que se basa en considerarse indigna?

129
La persona se considera sin valor, sin dignidad, piensa que su vida (su ser, su existencia) no
vale nada e, incluso, menos que nada; y basado en esa apreciación considera que es mejor no
vivir. ¿Cómo puede fundamentarse tal acción en la dignidad de esa persona?

¿Hay un «derecho al suicidio» en nuestro ordenamiento jurídico?

Por lo explicado, es claro que no existe en nuestro ordenamiento jurídico un «derecho al


suicidio», un derecho a renunciar al derecho a la propia vida, por el carácter inherente de la
dignidad humana y de todos los derechos inherentes a la personalidad humana que son la
expresión de esa dignidad (artículo 72 de la Constitución uruguaya); lo cual, además, es
congruente con el resto de las normas constitucionales (carácter absoluto del derecho a la vida
—artículo 26— y deber de cuidar la propia salud —artículo 44—).
Sin embargo, en la exposición de motivos del proyecto de ley presentado en Uruguay por el
Diputado Ope Pasquet, se da por sentado que existe el derecho al suicidio en nuestro
ordenamiento jurídico positivo. La cuestión clave es: ¿existe tal derecho al suicidio, o, por el
contrario, el derecho a la vida es absoluto, indisponible e irrenunciable?
En primer lugar, se debería abordar la cuestión a nivel de los derechos humanos. Ello lleva a
tener que analizar qué implica ser persona, para ver, con la inteligencia natural, si esta
condición personal exige tal derecho. También sería conveniente ver si se ha reconocido este
derecho en la Constitución y en los instrumentos internacionales de derechos humanos.
No es ésta la argumentación empleada por la exposición de motivos del proyecto de ley
presentado en Uruguay por Ope Pasquet. Acude a una norma legal particular (mejor dicho, a
la ausencia de una norma legal penal que tipifique el delito de suicidio) y, de ahí, deriva la
existencia de un supuesto derecho (el derecho al suicidio) como un principio superior (como
si fuera de rango constitucional o de derechos humanos) que determinaría que se debe
modificar la ley penal que tipifica el delito de determinación o ayuda al suicidio y de
homicidio (con la causa de impunidad de homicidio piadoso). Como veremos a continuación,
este razonamiento es erróneo.
Pero, además, no respeta los principios de jerarquía y de interpretación del sistema jurídico.
En efecto: si se analizan leyes, las reglas y principios que se extraigan de ellas tendrán
jerarquía legal. Por tanto, si tales reglas y principios fueran contradictorios (si se produjeran
«antinomias»), no podría primar uno sobre otro en función de su jerarquía, pues tienen la
misma jerarquía.

130
En realidad, lo primero que hay que buscar es la compatibilización entre las dos normas. Y
eso es lo que sucede en este caso: es compatible que no esté previsto el delito de suicidio y
que sí sean delito la determinación o ayuda al suicidio y el homicidio piadoso. No existe un
derecho al suicidio sino, por el contrario, un derecho a la vida, y éste está consagrado como
derecho absoluto, incondicional, inherente a la personalidad humana, igual para todos los
seres humanos, irrenunciable e indisponible, que no puede ser desconocido por la ley y que el
Estado y la sociedad toda debe respetar y proteger.
Por otra parte, mientras que tal derecho a la vida está reconocido y garantizado en la
Constitución y en todos los instrumentos internacionales de derechos humanos, el supuesto
derecho al suicidio no figura ni en la Constitución (por el contrario, ésta prevé expresamente
el deber de cuidar la propia salud y señala el carácter absoluto del derecho a la vida -no
admitiendo ninguna excepción al mismo-) ni en ninguna norma de Derecho Internacional
sobre derechos humanos.

Se argumenta que, como el suicidio no es delito, hay derecho al suicidio.

¿Cómo se pretende fundamentar este supuesto derecho a disponer de la propia vida, como si
fuera un derecho de propiedad sobre una cosa disponible? El Diputado Ope Pasquet acude a
un argumento falaz: afirma que, como no está tipificado el delito de suicidio, hay derecho al
suicidio (a disponer de la propia vida), porque todo lo que no está prohibido está permitido.
En este razonamiento hay tres errores.
En primer lugar, no todo lo que no está prohibido por la ley penal está permitido. En segundo
lugar, no todo lo permitido es un derecho. Y, en tercer lugar, el suicidio no está tipificado
como delito no porque la vida propia no sea un bien jurídico digno de tutela del máximo
rango, sino porque sería inútil o contraproducente establecer una pena a quien atenta contra su
propia vida; pero sí se tutela ese bien jurídico (la vida como bien no renunciable)
estableciendo un delito y una pena para quien coopera en un suicidio y para quien comete un
homicidio a ruego de la víctima.

1ª crítica: no todo lo que no es delito está permitido.

No todas las prohibiciones son penales. Muchas conductas están prohibidas y, sin embargo,
no están tipificadas como delito. Por ejemplo: está prohibido despedir a una trabajadora
grávida, pero quien lo hace, no comete un delito penal.
Sólo se tipifican aquellas conductas que atentan contra determinados bienes jurídicos que la
sociedad tutela por considerarlos fundamentales, y sólo cuando se consideran adecuados el

131
castigo o la amenaza de castigo de la pena. Pero hay otras muchas conductas que son
contrarias a un derecho de un sujeto activo (y al correspondiente deber de un sujeto pasivo) y
que, por tanto, no están permitidas, aunque no sean delito.

2ª crítica: no todo lo permitido es un derecho.

Ciertamente, lo que no está prohibido (por ninguna norma jurídica —no sólo penal—) está
permitido (artículo 10 de la Constitución uruguaya). Pero no todo lo permitido es un derecho.
Al menos, no lo es en el sentido fuerte (o propio) de «derecho».
Un «derecho» es, en primer lugar, y en sentido amplio, algo (una acción o una omisión de
otros) que corresponde a su titular, que le es debido por otros y, por tanto, algo que puede
exigir. Y eso le corresponde porque le fue atribuido como suyo por la naturaleza humana (por
el sólo hecho de ser humano, a cada persona le corresponde su vida y aquello que necesita
para desarrollar sus capacidades naturales implícitas en esa vida humana), o por la sociedad
(mediante contratos, costumbres o leyes), respetando lo previamente asignado por la
naturaleza (los derechos humanos o naturales).
Por eso, una acción contraria a la naturaleza humana (que, en vez de desarrollar las
capacidades ínsitas en ella, la destruye) no puede constituir algo que corresponde a una
persona, no puede ser un derecho.
No obstante, algunas acciones que no son convenientes a la naturaleza humana son toleradas,
no porque sean un derecho, sino porque, prohibirlas e impedirlas con el uso de la coacción
jurídica, produciría un mal mayor.
En segundo lugar, como ya señalamos, siguiendo a Holfeld (supra capítulo I, p. 31), debemos
distinguir dos clases de derechos: los «derechos – reclamo» (que suponen en otros el deber de
hacer una determinada acción para cumplir ese derecho) y los «derechos – libertad» (que
suponen que se cumplen con una acción del propio titular, pero exige el deber de omisión, de
no impedir tal acción, de toda la sociedad). Ahora bien, si el suicidio fuese un «derecho –
reclamo», habría un deber de alguien de ayudar al titular de ese derecho a suicidarse, y la
ayuda al suicidio no podría ser una acción prohibida (menos aún, prohibida como delito). Y si
tal derecho existiese, como «derecho – libertad», sería ilícito intentar disuadir o impedir un
suicidio. Y, como el Estado debe facilitar el cumplimiento de los derechos, si el suicidio fuese
un derecho, sería un fin del Estado facilitar y fomentar el suicidio.
En Uruguay, sólo existe un derecho (positivo) de quien intenta suicidarse de que no se
considere que su acción fue un delito que merezca una pena. Pero, más allá de lo discutible de
la solución positiva por otros motivos, ello es así porque, por una parte, la pena no tendría

132
ningún efecto disuasivo, pues quien intenta suicidarse está dispuesto a la peor pena: la muerte;
y, por otra parte, porque, si algún efecto tuviera la previsión de una pena para el eventual
suicida, tal efecto sería contraproducente: lo incentivaría a ser eficaz en su intento porque, si
no, lo espera una sanción penal.
En resumen: no hay derecho a suicidarse, porque no existe el deber correspondiente (de
omisión o de acción), y porque hay un derecho contrario, con el correspondiente deber
contrario: el derecho a la vida, que incluye el derecho a una muerte digna, que exige que esta
sea natural (como se vio en la ley de derechos del paciente, y en el análisis de las normas
constitucionales y de derechos humanos). Este derecho a la vida determina el deber de todos
de no matar, y el deber del Estado de proteger la vida como derecho humano, es decir, como
derecho que depende sólo de que sea humano, y que, por tanto, es irrenunciable: la libre
voluntad del sujeto de no querer vivir no determina que no tenga derecho a vivir, ni
determina, consecuentemente, que los demás dejen de tener el deber correspondiente de no
matarlo, ni que el Estado deje de tener el deber de proteger esa vida.
En definitiva: que el suicidio o intento de suicidio no sea delito no significa que sea un
derecho. Tampoco es delito, por ejemplo, el no pago de una deuda; y nadie afirma que, por
ello, el deudor tiene «derecho» a no pagar. Tendrá derecho a no ser penado con privación de
la libertad por delito si incumple su deber de pagar (como el que intenta suicidarse tiene
derecho a no ser penado), pero tiene el deber de pagar y, como contracara, no tiene derecho a
no pagar (como el que intenta suicidarse tiene el deber de seguir viviendo hasta su muerte
natural y, como contracara, no tiene derecho a suicidarse).

3ª crítica: el suicidio no está tipificado porque sería contraproducente

El suicidio no es un derecho, y ni siquiera es una acción tolerada: se deben poner todos los
medios posibles para evitar los suicidios, porque atentan contra el bien jurídico más
importante, y fundamento de los demás: la vida humana.
La doctrina penal es conteste en que no conviene tipificar el delito de suicidio o de intento de
suicidio porque ello incentivaría la comisión de suicidios. En efecto: si consigue su resultado
(la muerte), el suicida no podrá ser penado, por lo que no tiene sentido establecer que el
suicidio sea un delito penal (es decir, una acción típicamente descripta por la ley, antijurídica
y culpable, por la que se aplica una pena). Y si no lo consigue, y se lo penaliza por intento de
suicidio, ello induciría a los potenciales suicidas a ser más efectivos en el intento, para lograr
el objetivo (la muerte).

133
4ª crítica: está tipificada la «determinación o ayuda al suicidio» de otro (art.
315 C.P.) precisamente porque no hay derecho al suicidio

Si hubiera un derecho al suicidio, no sería delito convencer a alguien para que se suicide o
ayudarlo a que se suicide (como establece el artículo 315 del Código Penal), pues no puede
ser delito ayudar a alguien a ejercer un derecho.

5ª crítica: si el argumento fuera válido, debería estar permitida la ayuda al


suicidio, en cualquier caso.

En realidad, el proyecto de ley de eutanasia presentado en Uruguay por Ope Pasquet no


considera que se pueda ayudar al suicidio o realizar eutanasias (matar al que lo solicita) en
cualquier situación: sólo dejan de ser delito estos actos si se solicita libremente (para lo cual
se ha de seguir un procedimiento para garantizar un consentimiento informado), si lo hace un
médico, y si el solicitante se encuentra en determinadas circunstancias: enfermedad terminal o
sufrimientos insoportables.
Por consiguiente, el alegado fundamento del supuesto derecho al suicidio se reduciría a estas
situaciones. Se da, entonces, una incongruencia: el suicidio no está tipificado en ningún caso,
entonces, según el fundamento esgrimido por el proyecto, habría derecho a suicidarse en
cualquier caso, y no sólo en estas situaciones especiales; y si hay derecho a suicidarse en
cualquier caso, ¿por qué sería delito ayudar a alguien a ejercitar un derecho?
En realidad, con este cambio legislativo, se estaría reconociendo que, aunque en las demás
situaciones no habría derecho al suicidio (pues estaría penada la ayuda al suicidio en esos
casos), en estas situaciones especiales sí habría derecho al suicidio. Al menos, entendido
como derecho libertad (son aquellos derechos que no establecen un deber de un hacer positivo
de un tercero, sino un deber de no impedir la acción que puede realizar o no, a su opción, el
titular del derecho).

Circunstancias en las que habría derecho al suicidio: consecuencias en el valor vida y


en el derecho a la vida.

¿En qué casos habría derecho al suicidio (a disponer de la propia vida) según el proyecto de
ley de eutanasia y suicidio médicamente asistido del Diputado Ope Pasquet? El proyecto
exige que se den, acumulativamente, tres condiciones:
1ª: una más o menos objetiva: que haya una enfermedad terminal o incurable o sufrimientos
insoportables.
2ª: Otra totalmente subjetiva: que la persona decida libremente morir y así lo manifieste.

134
3ª: Y otra más o menos subjetiva, que depende del juicio de otras dos personas diferentes de
quien quiere morir: los dos médicos que juzgarán si se cumplen los dos primeros requisitos.

Crítica a la 1ª condición: la vida dejaría de ser un valor absoluto, con igual


dignidad para toda persona.

En virtud de la primera condición, se afecta el valor de la vida humana (y de la dignidad de la


persona), que deja de ser un valor absoluto, y por ende, se afecta la igual dignidad de toda
persona.
En efecto, si se aprueba este proyecto de ley, la persona que esté enferma de una patología
terminal, irreversible e incurable, o que sea afligida por sufrimientos insoportables, dejará de
tener una vida con un valor absoluto y, con ello, la dignidad de la persona dejará de ser un
valor absoluto.
No deberá protegerse el goce de la vida en cualquier circunstancia, sino que, en algunos
casos sí, y en otros, no. Al no existir ni el derecho ni el deber correspondiente de respeto y de
protección de la vida por parte de la sociedad, de un modo incondicional (en cualquier
circunstancia), la vida deja de ser un valor absoluto (incondicional).
Y, con ello, dejará de tener el mismo valor (dignidad) toda vida humana (toda persona).
No todas las vidas (no todas las personas) serían iguales. Unas valdrían menos que otras: unas
merecerían ser protegidas en su goce, y otras no. Habrá vidas que no merecen ser vividas, que
no son dignas, y otras que sí: éstas serán valoradas por la sociedad y tuteladas, las otras, no.
Por otra parte, toda vida humana perderá valor: nuestra vida (la de todos) no tendrá un valor
incondicional (dignidad), sino que estará condicionada a no estar enferma de una patología
terminal o a no padecer sufrimientos, a la «voluntad» que se exprese en esas condiciones, y a
la opinión de dos médicos. [Este paso ya se ha dado con la ley de aborto: ya la vida humana
no tiene un valor incondicional, absoluto, independientemente de la etapa de la vida en que se
esté, ni independientemente de la voluntad (en el caso del aborto, de la voluntad de otro: de la
madre)].
Como señala Gonzalo Herranz, citando a Sulmassy39,

… la esencia de la dignidad humana es nada más y nada menos que la estima y el honor
que los seres humanos merecen simplemente porque son humanos. Pretender prolongar
siempre y a toda costa la vida meramente biológica humana es negar la verdad de la
mortalidad humana y, por ello, actuar contra la dignidad humana. Del mismo modo, dar

39
Cita a D.P. Sulmassy, Death and human dignity, «Linacre Quart», 1994, 61(4), 27-36.
135
muerte a un paciente, aun cuando ya esté muriendo, viene a decir que la vida de ese
hombre ha perdido todo significado y valor: pero eso es actuar contra la dignidad
humana, pues esta no depende de la prestancia social, la libertad o el placer, sino del
hecho de ser hombre. La dignidad humana no es algo subjetivo: nadie puede incrementar,
disminuir o aniquilar a capricho su propia dignidad, y tampoco puede hacerlo con la
dignidad de otro. Y lo mismo pasa con la enfermedad y el morir: pueden humillar,
disminuir la autoestima, avergonzar e, incluso, crear un sentimiento de indignidad. Pero
esos asaltos no acaban con ella, no la merman: nos perturban precisamente porque ponen
en el tapete el problema de si la vida humana tiene significado y valor, tiene dignidad.
Sulmasy describe cuan diferentes en la expresión de la dignidad pueden ser las muertes
de los pacientes: desde los que enfrentan el morir con valor, esperanza y amor, a los que
lo hacen en el temor, la rebeldía, la desesperación o el autodesprecio. A unos y otros hay
que tratar con dedicación y respeto. Es una tarea tremenda devolver a ciertos pacientes la
fe en su propia dignidad y hacerles sentir, en la situación terminal, totalmente carente a
veces de estética, que su vida sigue teniendo valor y dignidad. Esa es una dura prueba
para el médico y la enfermera, pero en eso consiste atender al moribundo. Como dice
Sulmasy, «no habría asalto mayor a la dignidad humana ni, en último término,
sufrimiento más grande que decir a uno de esos pacientes, mirándole a la cara, “Sí, tienes
razón. Tu vida carece de sentido y de valor. Te daré muerte, si quieres”». Los moribundos
deben saber que, para sus médicos, ellos nunca pierden su dignidad humana y que
continúan en posesión de todo su valor y estima: sus vidas conservan siempre una medida
bien colmada de significado y dignidad. (Herranz, 1999, p. 6)

Crítica a la 2ª condición: la vida dejaría de ser un derecho humano


fundamental, absoluto e indisponible.

Además de tener una vida supuestamente devaluada por la enfermedad terminal o incurable o
por el sufrimiento insoportable, las leyes de «muerte asistida» exigen otro requisito para que
sea lícita la ayuda al suicidio o la eutanasia: que haya una voluntad libre de quien quiere
morir. Si sólo tuviera una vida devaluada, no perdería el derecho a vivir, si él no renuncia,
libremente, a seguir viviendo y decide morir.
Este requisito supone que la vida humana dejaría de ser, en toda su extensión y en toda
circunstancia, un derecho humano fundamental indisponible.
Los derechos humanos se fundamentan en la igual dignidad de toda persona, por el sólo hecho
de ser humana.

136
En función de ello, de acuerdo con los derechos humanos, la vida tiene, más que valor,
«dignidad»: por eso no depende de la valoración que se haga de ella: ni por uno mismo, ni
por los demás. La vida no es algo distinto del ser personal, no es una cosa que la persona
posea, un medio (cosa) para la persona (que valga en función de ser un medio para ella y, por
tanto, que valga en función del valor que le dé la persona): «es» la misma persona. Si una
vida no «vale», no «vale» la persona: vivir es ser, para los vivientes. La vida humana tiene un
«valor» objetivo: no depende de la valoración subjetiva sino de lo que objetivamente es: vida
de un ser humano.
Si la vida humana (la persona), por su dignidad, no depende de la valoración humana, es
indisponible. Uno no puede decidir que él no tiene dignidad, que su vida (su ser, su existencia,
él mismo) no vale, no es digna. Porque cada uno es persona (fin en sí mismo, diría Kant), no
cosa (que vale en función de que una persona la valore como medio para él).
Se puede disponer de las cosas, no de las personas («se compran las cosas, a los hombres no»,
dice la canción), se pueden valuar las cosas, no las personas que, por serlo, tienen un valor
(dignidad) inestimable, invaluable, supremo. La persona es indisponible; la vida (que se
identifica con la persona) es, entonces, indisponible.
Como señala Miguel Langon Cuñarro, al analizar el delito previsto en el artículo 315 del
Código Penal (determinación o ayuda al suicidio), «es una de las normas del Código que
expresa muy claramente la idea de que algunos bienes jurídicos “personales”, no son sin
embargo disponibles».
Y explica que «como el suicidio no es considerado delito por el legislador, se hizo necesario
establecer esta figura especial, para atrapar como autores de una conducta autónoma a
aquellos que, ónticamente, son copartícipes de la autoeliminación del suicida, que al ser
atípica, no admitiría castigo tampoco para ellos» (Langon, 2018, p. 821).
La indisponibilidad de los derechos humanos fundamentales manifiesta el carácter
indisponible de la persona humana y, con ello, su dignidad. No se puede renunciar al derecho
a la propia vida: es un derecho irrenunciable, porque irrenunciable es el carácter personal con
su inherente dignidad (y el ser personal se identifica con la propia vida).
Además, como todos los demás derechos y deberes dependen de este derecho fundamental a
la vida (del carácter digno de la persona que vive), si este derecho fuera disponible, todos los
demás derechos lo serían y, lo que es más curioso, los propios deberes serían disponibles (el
deber jurídico es, por naturaleza, indisponible: quien tiene un deber no puede librarse
libremente de él; si no, no sería un deber). Si alguien tuviera derecho a suicidarse, tendría
derecho a no cumplir ningún deber.

137
Crítica a la 3ª condición: habría un juez con poder de decidir sobre la vida.

El proyecto de ley de eutanasia de Ope Pasquet en Uruguay, en puridad, no establece un


derecho absoluto a disponer de la propia vida. Porque no es suficiente la voluntad del
potencial suicida: se requiere que se someta a la decisión de un tercero, que tiene el enorme
poder de juzgar si esa vida tiene o no tiene dignidad (vale o no vale como para ser respetada
incondicionalmente): los dos médicos que deben dictar esa terrible sentencia de muerte.
La potestad que se asigna a estos médicos es la de juzgar si, en un caso concreto, alguien tiene
derecho a vivir (porque no cumple las condiciones de la ley y, entonces, los demás tienen el
correspondiente deber de respetar su vida) o si, por el contrario, no existe ese deber de
respetar su vida por parte de ese mismo médico, que podrá matarlo. El médico será juez y
verdugo.
Estará haciendo un juicio prohibido por la Constitución uruguaya: al edictar el artículo 26 que
«a nadie se aplicará la pena de muerte», está señalando que ningún juez puede dictaminar que
alguien no tiene derecho a vivir. En este caso, estos médicos sí tendrían el derecho de
dictaminar que alguien no tiene derecho a vivir. Y antes, este juicio, con carácter general, lo
hará el legislador, que estará predeterminando que las personas que se encuentren en las
condiciones señaladas en la ley no tienen tal derecho que obligue a los demás a no matarlos y
a no ayudarlos a matarse. La ley estará violando la prohibición absoluta del artículo 26.
Ya vimos que la no penalización de la tentativa de suicidio no implica que haya derecho a
disponer de la vida. Es más, las mismas normas penales que se quieren modificar
(determinación o ayuda al suicidio y homicidio piadoso) manifiestan que no existe tal derecho
a disponer de la vida: ese criterio propio de un liberalismo radical no impregna el
ordenamiento jurídico vigente en Uruguay, sino solamente al proyecto de ley de eutanasia y
suicidio asistido.
Resumiendo:
• No hay derecho al suicidio. El intento de suicidio no está penado no porque haya derecho
al suicidio, sino porque, de lo contrario, se incentivaría a un suicidio eficaz. Por eso, como
no hay derecho al suicidio, se penaliza la determinación o ayuda al suicidio (que es lo que
el proyecto de ley de eutanasia quiere modificar).
• El derecho a la vida es absoluto e irrenunciable porque la dignidad de la persona es
absoluta e irrenunciable: si se pudiera disponer de la propia vida, ésta sería una cosa
disponible, no un sujeto (persona) con valor inherente supremo (dignidad), que no
depende de la valoración de nadie.

138
• La Constitución uruguaya y los derechos humanos se basan en esta concepción de la
dignidad de la persona. Por eso se reconocen los consecuentes derechos inherentes (art.
72), que el Estado no puede desconocer ni modificar, entre los que, el principal, es el
derecho a la vida (art. 7), que es, para su titular, un derecho-deber (por lo que hay deber de
cuidar la propia salud -art. 44), y está reconocido como derecho absoluto (incondicional e
irrenunciable), del que surge el deber correspondientemente absoluto: la prohibición
absoluta de matar (art. 26).

Consecuencias de este concepto de dignidad

El concepto de dignidad que se alega para legalizar la eutanasia es el opuesto al concepto de


dignidad presente en nuestro ordenamiento jurídico.
El primero, entiende que la dignidad es relativa y variable, porque depende de la situación de
la persona -de su enfermedad, sufrimiento, autonomía fáctica o cercanía a la muerte- y de que
ella misma considere que su vida es o no es digna. Por eso, este concepto de dignidad se
identifica con la facultad de disponer de la propia vida, determinando la existencia de un
supuesto derecho al suicidio.
El segundo, en cambio, considera la dignidad como valor absoluto y permanente, porque es
inherente a la condición o esencia humana. Por eso, esa dignidad esencial es igual para todos
los que sean humanos, independientemente de su estado de salud, de su grado de autonomía o
de dependencia, del sufrimiento que padezca o de su cercanía a la muerte. Y también por eso,
esa dignidad es objetiva: si alguien es un ser humano, aunque subjetivamente no se valore, es
lo más valioso. Y por tratarse de un valor supremo, de lo máximamente valioso, lo que es
digno es causa del deber de ser valorado (por todos: también por uno mismo), de tratarse
como lo más valioso, como fin en sí, no como un medio o cosa que vale según que sea
valorado para otra finalidad; y, por tanto, esa dignidad determina que la disposición de la
propia vida como cosa sin valor implique una violación de tal dignidad.
Según el concepto de dignidad que sustentan los promotores de la eutanasia, la persona no
sería digna por tener un valor absoluto, que determine que deba ser valorada siempre,
independientemente de las condiciones no esenciales (raza, cultura, religión, sexo,
enfermedad o salud, autonomía o independencia, sufrimiento o bienestar). Sería «digna» una
persona, pero en función de otros valores: salud, no dolor, autonomía. Por tanto, el ser mismo
personal no sería digno, pues al estar subordinado a otros valores o fines, no sería un valor
máximo, sino que sería un medio para esos valores.

139
Al ser un valor subordinado a otros valores, la persona tendría un valor relativo. Tendría valor
de medio, no de fin.
No sería tampoco un valor inherente, correspondiente a su esencia, pues, por un lado, no
dependería de su esencia sino de determinadas circunstancias o situaciones, y, por otra parte,
no dependería de la esencia humana sino de la propia valoración.
Al no ser inherente, la dignidad no sería igual para todos los que comparten la misma
condición humana, sino que sería diferente según esas situaciones o condiciones no
esenciales, y según esa autovaloración.
Por lo mismo, no sería algo permanente, sino variable, según esas circunstancias cambiantes y
esa valoración también cambiante. Mientras que la esencia humana no cambia y no admite
grados (o se es humano, o no se es humano), la «dignidad» del ser humano, de su vida, según
las leyes de eutanasia, variaría: se perdería cuando la persona tuviera una enfermedad terminal
e incurable o sufrimientos insoportables. La vida ya no sería digna, y por eso, se considera
que lo digno sería morir.
Eso, desde la perspectiva social de la ley: la ley ya consideraría que esas personas no son
dignas, no se las debe valorar aunque ellas no se valoren. Entonces, ya serían, desde la misma
sanción de la ley, vidas, personas, no dignas: «eutanasiables». Tendrían un valor relativo (de
«precio», no de «dignidad»), accidental (no inherente), otorgado por un acto del propio sujeto:
su autovaloración.
Pero si la persona con una enfermedad terminal, incurable valorara su vida, si se auto
percibiera como digno, esta autopercepción no coincidirá con la percepción social expresada
en la ley, que lo considera «eutanasiable». En efecto: la ley, la sociedad, no lo valorará como
digno, y por ello le otorgará un poder de renunciar a todos sus derechos, si él se considera sin
ningún valor; y otorgará un permiso de darle muerte a los médicos a quienes les solicite la
eutanasia.
En realidad, la sociedad considerará que esa persona tiene un precio fijado por su propia
voluntad, por su propia valoración: ese precio determina que tenga «derechos», aunque todos
ellos sujetos a una condición resolutoria: a que él quiera vivir. Ni bien él renuncie a vivir,
perderá todos sus derechos, al menos, frente al médico al que se le haya otorgado el permiso
de matarlo. No tendrá ningún derecho humano, aunque siga siendo ser humano.
Las personas que la ley considere «eutanasiables» dejarán de tener dignidad, valor absoluto,
inherente y, por tanto, irrenunciable. Y, en realidad, toda persona dejará de tener dignidad,
como explicaremos a continuación.

140
Esta supuesta «dignidad» devaluada no sería causa de deber alguno: no habría un deber de
valorar a la persona por ser un valor máximo (digno) por su condición esencial de ser
humano, sino que la persona valdrá en función de la valoración que se haga de ella. Una
primera valoración, la determinará la sociedad, al sancionar la ley de eutanasia y determinar
quiénes son «eutanasiables»: en qué condición hay que estar para que su vida no tenga un
valor objetivo, que todos deban respetar.
Entonces, el deber de respetar la vida y los demás derechos provendrá del legislador, de las
mayorías que determinen qué vidas humanas valen la pena vivirse, y qué vidas no. Si, por
ejemplo, se determina que, para ser «eutanasiable», hay que reunir conjuntamente la
condición de tener una enfermedad incurable, que además sea terminal (estableciendo el
tiempo de vida esperable que ya no se considera valiosa), y que además se deban padecer
sufrimientos insoportables (especificando cómo se determinará ello -por ejemplo, si se debe
probar que no se pueden calmar porque previamente se probaron todos los recursos de los
cuidados paliativos, incluyendo o no la sedación paliativa), entonces, seguirán teniendo valor
para la sociedad aquellas personas que no cumplan alguno de estos requisitos. A ellos no se
los podrá matar, porque su vida vale, por más que ellos quieran que los maten. Pero no es que
no se los podrá «eutanasiar» porque ellos, en sí mismos, valen, tienen dignidad como
personas, sino exclusivamente porque la ley (las mayorías) habrían determinado que valen. El
valor de la vida humana, de la persona humana, dependerá de esa valoración social de la
ley. El deber de respetarla tampoco dependerá de la dignidad intrínseca de la persona, sino
de la ley, de la sociedad, de la libertad de los demás. Tendría un valor relativo, que depende
de la valoración ajena: un «precio», como «cosa»; no una «dignidad», como persona.
Además, tendrá también un valor relativo que dependerá de la valoración de otras personas
concretas: los médicos que deberán evaluar, valorar, si esa persona, en sus concretas
circunstancias, tiene valor o no, si es o no «eutanasiable». No se somete sólo a la valuación de
la sociedad (de la mayoría representada en el Parlamento que sancione la ley), sino que su
precio definitivo será fijado por un juez: el médico o los médicos que deban intervenir.
Y también tendrá un valor relativo porque la propia voluntad del «eutanasiable» puede
determinar que, aunque su vida no tenga valor para la ley (la sociedad), ni para los médicos-
jueces, él quiera finalmente seguir viviendo, y entonces, no habrá nadie con autorización para
matarlo. Su vida, aunque con un valor mínimo que le da la propia valoración, seguirá
teniendo un valor, y generará el deber de no matarlo. ¿Porque la sociedad valora su vida? No:
porque valora su libertad; su vida ya no la valoró, y ya permitió, con carácter general, en la

141
ley, que se le dé muerte, la sociedad ya decidió que esa vida es «eutanasiable», descartable,
que no tiene un valor independiente de la voluntad (libertad) de su titular.
En cualquier caso, la persona, su ser, su existencia, su vida pasarían a tener valor relativo: que
depende de la valoración ajena y, en última instancia, propia. Es lo contrario a dignidad: es
precio.
Por lo mismo, al no ser inherente a la condición humana, la dignidad sería disponible y
renunciable. Sería disponible, porque el Estado, a través de la ley, podría determinar que
ciertas personas pierdan su dignidad objetiva, y sólo mantengan un valor subjetivo si ellos
quieren valorarse. Y sería un valor renunciable, en el caso de que previamente haya perdido,
por ley, ese valor objetivo: como su valor sólo dependería de la propia valoración, si él dejara
de valorarse, perdería todo valor y sería desechable, descartable, se lo podría eliminar, matar.
Ya vemos que hay que forzar mucho el sentido de las palabras para llamarle con el mismo
nombre de «dignidad» a una y otra clase de valor:
• En el concepto de dignidad inherente: valor máximo, inherente, objetivo,
irrenunciable, igual para todos los seres humanos, incondicional, que obliga a su
valoración -como fin y no como medio- a todos: a uno mismo, a los demás y al
conjunto de la sociedad (al Estado).
• En el concepto de dignidad como autonomía: valor que admite un más o un menos,
según la valoración social y la del propio sujeto, valor subjetivo (dependiente de la
voluntad de la ley y del propio sujeto); renunciable (en el caso de que la sociedad,
previamente, no la valore); diferente en las distintas personas según el grado de salud,
bienestar, autonomía y según la autopercepción y autovaloración; condicionado a estar
en esas situaciones que otorgan valor (salud, bienestar, autonomía) y a ser valorado
por la sociedad y por sí mismo; que no obliga a ser valorado como fin, sino como
medio, para los fines que determine, primero la sociedad, y luego, de entre los
señalados por la sociedad, por el mismo sujeto.
Según esta última concepción, la persona tendría una «dignidad», que no sería dignidad, pues
no cumple con la definición (no es un valor máximo ni inherente, que obliga a su valoración a
todos, también al propio sujeto) y, en todo caso, es lo opuesto a lo que se entiende por
dignidad según la primera acepción (que, según ya vimos, es la que recoge la Constitución y

142
los Derechos Humanos, y la única que puede ser criterio firme de ordenación social, como fin,
límite y justificación de la autoridad y de la ley)40.
Y, como la dignidad inherente de todo ser humano es el fundamento de todos los derechos
humanos (del derecho a todo lo que corresponde a alguien por su carácter de ser humano), el
concepto de dignidad presente en las propuestas de legalización de la eutanasia haría
variables y relativos (dependientes de la valoración, y no del hecho objetivo de ser humano)
los derechos que derivan de esa dignidad, inherentes a la personalidad humana.
Los derechos humanos serían variables y relativos. Y, al ser relativos, dependerían de una
valoración, de una voluntad que los valore. Serían derechos «positivos», no «naturales»:
derechos puestos por la voluntad humana, no derechos inherentes a la condición humana.
Dejarían de existir los derechos humanos, como un límite a la voluntad humana. Dejaría de
haber un Derecho (ordenamiento jurídico) que tenga como finalidad la garantía de los
derechos humanos, y pasaría a ser algo puesto por los hombres, por quienes tengan más
poder: imperio de la fuerza, y no del derecho.
¿Qué han hecho los regímenes totalitarios que no reconocieron la igual dignidad inherente de
todo ser humano? Tratar a quienes no consideraban dignos como si no lo fueran, usar su poder
para que ellos mismos no se valoraran. Y, luego de desconocer todos sus derechos (su
dignidad), eliminarlos como «vidas sin valor».

La diferente valoración de la vida humana

Luego de analizar las diferencias en el concepto de dignidad analizaremos la diferente


valoración de la vida humana que deriva de esas dos visiones de la dignidad.
La dignidad de la persona (en la concepción de dignidad inherente) es lo mismo que la
dignidad de su ser, de su existir: de su vida.
Si la persona tiene una dignidad inherente a su condición humana, su vida tiene una dignidad
(un valor máximo) inherente a su humanidad.
Si la dignidad es igual para todo ser humano, la vida humana tiene un valor supremo
(dignidad), que es igual para todo ser humano.

40
Vid supra Capítulo II, apartado «¿Es admisible otra concepción de la dignidad y del derecho a
la vida?», p. 63 y ss.
143
Si la dignidad tiene un carácter absoluto porque obliga a todos, de modo incondicional, a
valorarla como fin y no como medio, la vida humana tiene un valor absoluto por el que obliga
a todos, de modo incondicional, a valorarla como fin y no como medio.
Si la dignidad obliga a uno mismo, a los demás y al Estado, la vida obliga a uno mismo, a los
demás y al Estado, a respetarla y a desarrollarla.
Si la dignidad es irrenunciable, la vida es irrenunciable.
Ninguna de estas notas se da en la valoración de la vida por parte de quienes sostienen el
concepto de dignidad como autonomía fáctica.

Un cambio en la forma de entender la libertad

Diferentes sentidos de libertad

El concepto de libertad que deriva de la consideración de la persona humana con dignidad


inherente fue explicado en el capítulo II, apartado «Libertad y dignidad, orden público e
irrenunciabilidad de los derechos humanos», p. 48 y ss.
Hay una íntima relación entre libertad y dignidad.
La dignidad determina no sólo que se deba valorar al ser humano como lo que es (un ser
inteligente y libre), sino que tal valoración presupone la libertad: sin inteligencia y voluntad
libre, no se puede valorar.
Por otra parte, la libertad manifiesta la dignidad, pues es característica esencial de la especie
humana la capacidad – potencial - de hacer acciones libres: sólo el ser humano puede dirigir
sus acciones, sin ser ellas determinadas de modo necesario o forzoso desde factores externos.
Por su parte, la dignidad es lo que posibilita la libertad y le da su sentido: si una persona no
fuera consciente de la propia dignidad, no podría elegir nada. En efecto: el criterio para elegir
libremente realizar una acción es que ella sea percibida por la inteligencia del sujeto como
convenientes a lo que él es. [Si, por ejemplo, no sé si soy un ser humano o un automóvil, no
puedo saber cuáles son las potencialidades de mi ser: lo que puedo hacer según lo que soy. No
sabré, por ejemplo, si puedo caminar, pensar… o circular a 100 km/h; y no podré saber si,
para ello, necesito que me den agua o nafta. En cambio, si sé que soy humano, y que es
conveniente estar hidratado para poder actuar como tal, podré darme cuenta de que es
conveniente a mi esencia o naturaleza humana beber agua, y que es inconveniente beber
nafta); entonces, mi inteligencia podrá decirme: «debes beber agua; no debes beber nafta».
¿Por qué «debes»? Porque soy libre: no es algo que haré necesariamente, forzosamente, pero

144
no es indiferente que haga una u otra cosa: «debo» hacer una y no la otra, porque debo querer
mi bien (mi ser y todo aquello que lo desarrolle), y evitar lo que me haga mal. «Debo
quererme», «debo valorarme», no debo subordinarme al bien de otro, porque no soy «cosa»
que valga para otro fin, sino que soy fin en mí mismo, fin de mis acciones, digno. Cada
elección libre supone que uno conoce su dignidad y por eso se valora como fin de sus
acciones, pues las hace para mantener y desarrollar su ser: porque se conoce como digno, se
valora y se quiere, y quiere ser todo lo que puede ser].
Pero, además, para que la voluntad pueda decidir libremente querer hacer esa acción que es
conveniente a su ser, debe valorar su ser: debe considerar que él es digno, que es lo más
valioso y, por ello, debe valorarse. Si no fuera así, ¿por qué elegir lo conveniente a su ser y
no, en cambio, lo que lo destruya? Toda elección libre supone que uno se está valorando
como digno (como fin de sus acciones): por eso, elige esas acciones y no las opuestas, porque
ellas son una forma de valorarse como digno, pues son un medio para querer su ser, para
seguir existiendo y para ser todo lo que, según su esencia, puede llegar a ser. [Siguiendo con
el ejemplo anterior: una vez que mi inteligencia percibe que es conveniente beber agua para
seguir existiendo y para poder ser todo lo que puedo ser, y que beber nafta es inconveniente
para ello, le indica a la voluntad que debe beber agua y que no debe beber nafta. ¿Cuál es el
fundamento de ese deber? ¿Qué está suponiendo esa indicación o mandato de la inteligencia?
Está suponiendo que el propio ser es valioso: es algo que se debe valorar. Hay un mandato
previo de la inteligencia a la voluntad que está como fundamento del anterior: debe valorar su
ser, su existencia, debe querer ser todo lo que pueda ser, según su esencia (debe querer
caminar, pensar, etc.; no, andar a 100 km/h). Actuar libremente no sólo supone percibir con la
inteligencia que el propio ser (con su potencialidad de ser: su esencia o naturaleza) es valioso,
sino que, al menos en la perspectiva de esa acción, es lo más valioso (es digno). Por eso debe
elegirse a uno mismo como fin de sus acciones: por eso, siempre debe elegir lo que es
conveniente a su ser y rechazar lo que sea inconveniente. Si hubiera otro fin más valioso para
nuestras acciones, podría la inteligencia indicarnos que elijamos algo inconveniente para
nosotros, pero conveniente para ese otro fin más valioso].
Por lo explicado en el párrafo precedente, la dignidad (propia y ajena), una vez percibida por
la propia inteligencia, es guía que le da sentido a la libertad, y le impera para que realice
aquellas acciones que, por ser acordes con su dignidad y la dignidad de sus semejantes, se
presentan como debidas.
La libertad es, pues, capacidad de autodeterminarse hacia aquello que la inteligencia muestra
como conveniente a lo que uno es y a lo que, en función de lo que es (ser humano), puede

145
llegar a ser. No es pura indeterminación. Si lo fuera, no habría razón ni motivo para decidir
actuar, ni para hacerlo en uno u otro sentido.
La libertad no es algo contrario a la dignidad, ni al deber que emerge de esa dignidad, sino
que es consecuencia y manifestación de esa dignidad: la dignidad se manifiesta en la libertad,
pues sólo los seres que, por su esencia, son libres, son lo más valioso, dignos; porque
precisamente por ser dignos pueden hacer acciones libres, pues pueden y deben valorarse
como dignos y, de esta forma, pueden actuar libremente. La dignidad se manifiesta en la
libertad, mediante el deber que acompaña a toda acción libre.
Los derechos humanos son la expresión de la dignidad: de todo aquello que le corresponde al
ser humano por ser persona, digno. En efecto, los derechos son aquellas acciones u omisiones
de los demás que corresponden a una persona, por dos razones: a) por ser social (por necesitar
de los demás para desarrollarse) y b) por ser lo más valioso (ser digno). Por esas dos razones,
conjuntamente consideradas, las personas deben hacer o no hacer ciertas acciones: porque,
por ser sociales, necesitan de los demás y los demás necesitan de uno para desarrollarse
plenamente; y porque, como los demás y uno mismo son dignos, deben valorarse mutuamente
como semejantes, por lo que aquella necesidad mutua es percibida como deber de valorar y de
hacer la consiguiente acción u omisión que el otro necesite para ser, y para que sea todo lo
que puede llegar a ser, según lo que le corresponde por su condición humana.
El deber de respetar esos derechos humanos de los demás y los propios (en cuanto, por ser
irrenunciables, corresponden también a la sociedad, pues ésta tiene el deber de reconocerlos y
tutelarlos), no es una limitación de la libertad sino lo que la posibilita y le da sentido.
El concepto de libertad, como valor, desde la perspectiva de la dignidad inherente, es la
libertad debida: no cualquier uso de la libertad es valioso, sino la que respeta la dignidad
propia y ajena (precisamente, porque, como ya señalamos, el deber deriva del carácter de
digno: lo digno, lo más valioso, debe ser valorado). Ello es exigido por la ética y por el
derecho, según veremos en el siguiente apartado.
En cambio, el concepto de libertad derivado del concepto de dignidad entendida como
autonomía fáctica, lleva a confundir los diferentes planos de libertad (fáctico, psicológico,
ético y jurídico)41 y dignidad. Digno sería quien puede actuar externamente según sus propias
decisiones (libertad fáctica), sin importar el contenido de esas acciones. No se distingue
dignidad en sentido propio (la persona, siempre digna) y dignidad de las acciones libres
(aquellas que respetan la dignidad de las personas: de sí misma y de los demás). Y se

41
Vid supra Capítulo II, apartado titulado 0, p. 48 y ss.
146
considera indigno a quien no puede actuar externamente según sus propias decisiones, sin
importar si se trata de acciones que respeten o no la dignidad en sentido propio: la dignidad de
las otras personas, y la suya propia.
Señalamos cuatro sentidos diferentes, que refieren a planos y perspectivas distintos de la
libertad, porque consideramos importante estas distinciones para ver si tienen el mismo valor.
Llamamos «libertad psicológica» a la posibilidad que, en los hechos, una persona tiene de
tomar decisiones que provengan totalmente de él, sin impedimentos que afecten la decisión,
en el ámbito interno.
Denominamos «libertad fáctica» a la posibilidad existente, en los hechos, de hacer acciones
según la propia decisión. Hay libertad fáctica cuando no hay impedimentos externos para
actuar conforme a lo decidido.
Hablamos de «libertad ética» en dos sentidos: 1º) se es libre éticamente al realizar distintas
acciones, cuando ellas son convenientes a la naturaleza humana y a las circunstancias de ese
sujeto; 2º) y se es plenamente libre, con libertad ética, cuando, además, esa acción se realiza
con plena voluntariedad, porque se quiere hacer la acción buena, porque se la percibe
conveniente a su propio ser (porque se está eligiendo a sí mismo como fin de su acción: se
está valorando como ser digno). En este último sentido, la libertad ética exige la libertad
psicológica.
Finalmente, se habla de «libertad jurídica» cuando hay un derecho – libertad de realizar
distintas acciones, cuando ellas son conformes a los derechos de terceros y al orden público.
Esta libertad jurídica otorga derecho a no sufrir impedimentos en la libertad fáctica
provenientes de actos libres.
La «libertad fáctica» no es un valor absoluto: se puede limitar, mediante la coacción, cuando
las acciones que se decidieron son contrarias al derecho ajeno o al orden público: es decir,
cuando no hay libertad jurídica. El derecho de cada persona y el derecho de la sociedad en su
conjunto (el orden público) son garantizados limitando la libertad fáctica: en esos casos,
aunque, en los hechos, igualmente la persona pueda realizar una acción, no tiene derecho a
hacerla, y la sociedad puede impedirlo según derecho, para hacer cumplir el derecho.
En cambio, no se debe limitar la libertad fáctica alegando la ausencia de libertad ética: aunque
una acción sea contraria a la ética, no se debe impedir, salvo que, además, sea contraria al
derecho (ajeno o propio, de orden público). Porque no se lograría con ello que la persona
actúe éticamente bien (pues ello requiere la voluntad libre de hacerlo), ni tampoco sería
necesario al derecho de los demás o de la sociedad.

147
Pero es posible que una acción sea contraria al derecho (que no haya derecho – libertad de
hacerla) y que, no obstante, no se aplique la coacción para que se cumpla el derecho. Y es
posible no sólo que, en los hechos, no se haya aplicado la coacción, sino que no sea
conveniente hacerlo.
Es lo que sucede con el suicidio: la sociedad tiene el derecho-deber de sostener como
principio fundamental de convivencia que todas las personas son el valor máximo, el fin de la
sociedad, que todas son igualmente dignas. Por ello, tiene el deber de señalar, como primera
regla, el deber de no matar, y el correspondiente derecho a la vida de todos, como algo
inherente a su condición humana y, por tanto, no sujeto a ninguna otra condición más que el
pertenecer a la especie humana y, por lo mismo, irrenunciable. Y tiene el deber de proteger
este derecho como bien jurídico principal de la sociedad, protección que debe ser igual para
todos. Por consiguiente, la sociedad no puede establecer una ley que distinga entre
«eutanasiables» (personas a las que se pueda dar muerte, o que ellas puedan darse muerte) y
«no eutanasiables» (personas cuyas vidas deben respetarse, aunque quieran morir). Y tampoco
puede establecer que sea delito matar a unas sí y a otras no, porque es lo mismo que decir que
la vida de unas es bien jurídico tutelable por la sociedad y la de otras no.
Pero ¿puede la ley establecer que no se aplique una pena a quien haya intentado suicidarse o a
quien lo haya ayudado, o a quien haya dado muerte a una persona por móviles de piedad, ante
sus súplicas reiteradas? Consideramos que sí, por distintas razones, compatibles con la igual
dignidad inherente de cada persona:
• En el caso de quien intenta suicidarse, la ley debería establecer que no se le aplique
ninguna pena (configurándose una causa exculpatoria), porque la previsión de una pena
sólo tendría el efecto de que el potencial suicida se esfuerce más en que el intento de
suicidio sea efectivo. En cambio, la ley sí debería señalarle que su acción es delito
(aunque no se le aplique una pena), pues ello serviría para mostrarle al potencial suicida
que su vida sí vale para la sociedad, que ésta tiene el deber – derecho de tutelarla, aunque
le sea imposible aplicar la coacción de la pena para lograr esa tutela.
[Esto que señalamos que sería lo ideal, no es lo que está previsto por la ley penal en
Uruguay: directamente, el suicidio no es delito. Creemos que sería más conforme a la
igual dignidad de toda persona que se establezca que es delito, aunque sin pena para el que
intente suicidarse y no lo logre. Ello (i) no tendría el efecto contraproducente que
señalamos que produciría la aplicación de una pena; (ii) tendría, en cambio, el efecto
positivo de que la sociedad, mediante la ley, manifestaría a toda persona que él es el fin de
la sociedad, que tiene dignidad, y que la sociedad debe ayudarlo a vivir por más que él

148
quiera matarse, que sigue teniendo derecho a la vida y a todos los derechos consiguientes,
no siendo válida su renuncia; (iii) y sería más congruente con la tipificación penal de la
ayuda al suicidio: como la vida de esa persona sigue siendo un bien supremo para la
sociedad (un bien jurídico tutelado), aunque quiera matarse, quien lo ayude a darse muerte
atenta contra ese bien jurídico tutelado y comete del delito de «ayuda al suicidio» (si no,
se da cierta incongruencia: la acción de quien ayuda al suicida es considerada gravemente
contraria al bien jurídico tutelado vida, y no se considera que la acción culpable del
mismo suicida sea contraria a ese bien jurídico, pues no se la considera delito)].
• En cambio, en el caso de quien ayuda a alguien a suicidarse, o le da muerte ante sus
súplicas reiteradas, y lo hace por un motivo de piedad, y tiene antecedentes honorables, es
admisible que la ley, dejando en claro que su acción fue contraria al principal bien jurídico
tutelado por la sociedad (delito), prevea que, por las circunstancias particulares del caso,
el juez (que es quien puede apreciar esas circunstancias) pueda considerar que no es
conveniente aplicarle una pena (sea porque ya tuvo una pena natural, o porque no reviste
peligrosidad y no es esperable que vuelva a cometer el mismo acto). Consideramos que
estas situaciones deben ser juzgadas en el caso concreto, precisamente para que no se
entienda que existe un permiso previo para hacer estos actos (lo cual, atentaría contra el
deber del Estado de tutelar por igual los derechos fundamentales de todos).
[En Uruguay, el perdón judicial está sólo previsto para el homicidio piadoso.
Consideramos que sería congruente que estuviera previsto, con las mismas condiciones,
para la ayuda (no la determinación) al suicidio.
Creemos que es correcto que se prevea como perdón, y no como causa exculpatoria (que
implicaría que el juez esté obligado a no aplicar la pena si se dan las condiciones
requeridas), porque la causa exculpatoria significaría generar, por la previsión legal, con
carácter general y previo, un cierto derecho a no ser penalizado, que no es del todo
congruente con el hecho de que sea culpable de un delito que atenta contra el mayor bien
jurídico tutelado por la sociedad: la no penalización no debe surgir de la situación general,
sino de las particulares circunstancias excepcionales del caso].
• En estas situaciones, no habría ningún tipo de derecho en el ejercicio de esa libertad
fáctica: el suicida no tiene derecho a suicidarse, tampoco el que ayuda a otro a suicidarse
tiene derecho a hacerlo, ni quien da muerte a otro ante sus súplicas reiteradas tiene
derecho a hacerlo, por más motivos de piedad que tenga. Tales acciones son antijurídicas,
y gravemente antijurídicas (atentan contra la vida: el principal bien jurídico tutelado por la
sociedad). No es tampoco una acción tolerada, pues está prohibida: es una acción
149
antijurídica a la que no se le aplica una pena, por razones ajenas a la gravedad de su
antijuridicidad.
Las acciones fácticamente libres no tienen todas el mismo valor: su valor depende de su
relación con la dignidad inherente de la persona, según que sean conformes a la ética y al
derecho. Y, desde la perspectiva social, ello determina diferentes grados de valoración de las
acciones libres, según los cuales la sociedad tendrá diferentes deberes respecto a ellas:
facilitarlas y promoverlas, tolerarlas, o reprimirlas coactivamente.
(a) Las acciones exigidas por el derecho (y, por tanto, también por la ética), deben ser
facilitadas y promovidas por la sociedad y, además, deben ser exigidas coactivamente,
porque son parte esencial del bien común (del conjunto de condiciones para que todos
puedan desarrollarse plenamente). Estas acciones libres constituyen el objeto de un
«derecho reclamo»: de una persona particular, de la sociedad, o de ambas.
(b) Las acciones exigidas por la ética, pero no por el derecho42 deben estar permitidas, con
un sentido de permisión fuerte: con una valoración positiva para su realización, que
determina que deban ser facilitadas y promovidas por la sociedad, como parte del bien
común, pero no deben ser exigidas. Estas acciones son objeto de un «derecho – libertad
con máximo valor» (ético social y jurídico).
(c) Con una menor valoración, están las acciones contrarias a lo exigido éticamente, pero que
no están prohibidas por el derecho, porque no violan derechos de terceros ni el orden
público43. Éstas no deben ser facilitadas ni promovidas por la sociedad, pero tampoco
debe emplearse la coacción para evitarlas. Son, propiamente, las acciones «toleradas».
Respecto a estas acciones, la persona tiene una libertad jurídica, un «derecho libertad», en
el sentido de que los demás tienen el deber de no impedir este comportamiento, por más
que sea contrario a la ética. Pero no puede tener un «derecho reclamo»: nadie puede tener
el deber ni de facilitarle positivamente ni de ayudarlo a realizar esas acciones contrarias a
la ética.
Y esto es así porque ninguna persona (ni aisladamente ni en su conjunto, a través de la
sociedad o sus autoridades) puede tener el deber de actuar contra la ética: sería actuar
contra su dignidad. Y el Estado no puede tener el deber de crear las condiciones (facilitar)
para que una persona haga algo que es contrario a su desarrollo, pues la finalidad del

42
Un ejemplo podría ser, ayudar a una persona necesitada que acepta gustosamente esa ayuda,
dedicando a ello los propios recursos económicos y el tiempo, la dedicación y el afecto personales.
43
Un ejemplo, podría ser la alimentación excesiva con alimentos saturados de grasas, azúcares,
etc.
150
Estado es crear las condiciones para el desarrollo de todos. Además, por lo que se acaba
de decir: nadie puede estar obligado a actuar contra la ética, tampoco a través de la
sociedad que integra.
¿Por qué entonces se puede exigir jurídicamente el tolerar, el no impedir? Precisamente
porque esta acción, si bien no tiene el valor objetivo que señalamos en las anteriores
(porque su contenido u objeto es contrario a la ética), tampoco tiene un disvalor objetivo
para los demás (no viola ningún derecho ni el orden público) y sí tiene el valor subjetivo
requerido para que se puedan dar las acciones éticas: está realizada de un modo libre; y
este modo libre es necesario para que esa persona pueda llegar a ser subjetivamente buena,
pueda elegir hacer las acciones señaladas en el punto anterior. Se tolera esta acción
porque, si se prohibiera coactivamente, no se lograría el bien común, pues se impedirían
las condiciones para el pleno desarrollo, al impedir esa libertad fáctica necesaria para
poder hacer las acciones señaladas en el parágrafo precedente: en este mundo, el hombre
necesita tener la posibilidad de elegir el bien o no elegirlo, para que sea más meritoria
(más acción de uno mismo, más libre) esa elección del bien.
Por lo que venimos de señalar, se puede decir que hay alguna valoración positiva de esta
libertad fáctica, aunque sea contraria a la ética, en la medida en que no esté prohibida por
el derecho (el derecho de otros particulares o el derecho del conjunto de la sociedad: el
orden público). Es, por esto, una acción respecto a la cual, quien la realiza tiene un
«derecho libertad», porque los demás tienen el deber de no impedir tal acción, pero un
derecho libertad con menor valoración social que la acción del caso anterior (las acciones
no exigidas por el derecho pero conformes a la ética); y por ello, el Estado debe
tolerarlas, no prohibirlas, pero tampoco, facilitarlas positivamente, promoverlas o
ayudarlas. (A esta libertad la llamaremos «derecho libertad tolerancia», para distinguirla
de la anterior).
(d) En cuarto lugar, con una valoración negativa, tenemos las acciones entre las que se
encuentran el suicidio, la asistencia al suicidio por motivos piadosos, ante reiteradas
peticiones, y el homicidio piadoso, tal como entendemos que deberían ser tratados por el
ordenamiento jurídico. La situación general es la de aquellas acciones en las que se ejerce
la libertad de un modo que es contrario a la ética y al derecho (acciones prohibidas por la
ética y el derecho), pero que, por ciertas razones, el Derecho (el ordenamiento jurídico)
dispone que no se empleen determinadas garantías de cumplimiento coactivo. En estas
situaciones, no hay un «derecho libertad» para hacer esa acción (ni siquiera un «derecho
libertad tolerancia»). La acción está prohibida por el derecho, «no es tolerada», la
151
sociedad tiene el deber de evitarla; pero no debe emplear, para ello, ciertos mecanismos
coactivos.
Porque la sociedad tiene el deber de evitar estas acciones, intenta combatir las causas que
llevan a las personas a suicidarse. Si hubiera un derecho a disponer de la propia vida, el
Estado no debería hacer nada para impedirlo (si fuera sólo un derecho-libertad tolerancia)
y debería, por el contrario, facilitar que las personas se suiciden (si fuera un derecho
libertad positivo) e, incluso, ayudarlas a suicidarse (si fuera un derecho – reclamo).
Las razones por las que el ordenamiento jurídico puede disponer que no se empleen
determinados mecanismos coactivos, pueden ser diferentes. Ya vimos que, en los casos
señalados, las razones no están vinculadas a una valoración de la libertad (del suicida, ni
de quien lo asiste o le da muerte a petición), sino a consideraciones aplicables al
victimario relativas a la ausencia de peligrosidad, o al cumplimiento de determinada pena
natural (la pena de la muerte del ser querido) o, en lo referente al eventual suicida, al
efecto contraproducente de la pena (que, en lugar de servir como elemento disuasorio,
terminaría incentivando que el intento suicida fuera eficaz).

La libertad que invoca la legalización de la eutanasia

La exposición de motivos del proyecto de ley de eutanasia presentado en Uruguay en el año


2020 señala, como fundamento, la libertad de la persona (y cita el artículo 7 de la
Constitución). Y luego indica que «toda persona adulta es dueña de su propia vida y debe
poder disponer de ella mientras no haga daño a otros. Este criterio radicalmente liberal
impregna nuestras leyes, que no castigan la tentativa de suicidio» (Pasquet et al., 2020, marzo,
p. 4).
Insistimos en que estamos ante una «norma penal» y, por consiguiente, implica una
valoración, un bien jurídico tutelado por la tipificación del delito, que se considera (por la
sociedad, a través de la ley penal) un valor, un bien que pertenece al conjunto de la sociedad.
Indirectamente, ello tendrá un efecto en la valoración personal de cada uno, por el carácter
pedagógico de las normas jurídicas; pero, de modo inmediato, lo que cambiará es la
valoración social que formalmente consagran estas normas: lo que denominamos «libertad
jurídica».
«No está en cuestión la valoración personal» de cada uno: ésta se halla en un ámbito de
privacidad incoercible, exento de la autoridad legislativa. A quien no valore su vida, no se lo
puede forzar a valorarla. (No tiene «libertad ética», en el sentido de que no es ético no valorar

152
la vida, porque todos tenemos el deber ético de tratarnos como dignos, como fines; pero no
todo lo ético es exigido como jurídico: sólo aquello que constituye una condición para el
desarrollo de las personas que integran la sociedad).
Pero la sociedad tiene el derecho y el deber de expresar sus valores fundamentales, y de
hacerlo previendo que las acciones externas (ya no la simple valoración íntima) que violen
esos valores, están atacando el orden público: a un bien que corresponde a la sociedad. Por
eso, tipifica esas acciones externas como delitos. Y señala su gravedad y tutela el bien jurídico
de la sociedad mediante la previsión de una pena.
¿Todos debemos valorar nuestra vida? Desde una perspectiva ética, como ya señalamos, sí.
Pero, desde el punto de vista del Derecho, no hay un deber jurídico de hacer esa valoración,
pues es un acto interno, que no afecta al orden público ni perjudica los derechos de terceros.
Ahora bien, si a la valoración se sigue un acto externo, éste sí puede afectar al orden público.
Es lo que sucede con la acción del suicidio. Quien se mata, no sólo viola un bien suyo, sino
también un bien que lo es de toda la sociedad. Por eso, el suicidio podría estar tipificado como
delito.
Como ha señalado el Diputado Ope Pasquet, el proyecto se basa en un supuesto derecho al
suicidio, en determinadas situaciones: cuando se tiene una enfermedad terminal o se padecen
sufrimientos insoportables.
Frente a esta postura, y contra lo que se propone en el proyecto, se presenta el derecho a la
vida como derecho absoluto, indisponible e irrenunciable.
Si existiera un derecho al suicidio, no habría un derecho a la vida absoluto e indisponible. Y,
si así fuera, sería correcto el proyecto de ley. Porque no puede ser delito ayudar a alguien a
ejercer un derecho.
Ciertamente, ni el suicidio ni la tentativa de suicidio están tipificados como delitos.
A partir de esto, quienes promueven la legalización de la eutanasia y del suicidio asistido,
infieren que habría un derecho al suicidio; y, por tanto, fundamentan en ese supuesto derecho
la necesidad de legalizar la eutanasia y la asistencia al suicidio. Su razonamiento es el
siguiente: si hay derecho a suicidarse, no puede ser ilícito ayudar a alguien a ejercer un
derecho; por lo tanto, sería lícita, en función de ese derecho, la acción del médico que realiza
la eutanasia o asiste médicamente al suicida. Por ello, el médico actuaría «de acuerdo a
derecho», por lo que tendría una «causa de justificación» que inhibiría la antijuridicidad
requerida para la configuración de los respectivos delitos de homicidio o determinación o
ayuda al suicidio.

153
Tal derecho al suicidio estaría fundado en la libertad de la persona: en que es dueño de su
vida y, por tanto, tendría la potestad de decidir ponerle fin. Y se considera que ello formaría
parte integrante de la dignidad de la persona. Por eso, se alega que la causa de justificación
prevista en este proyecto se fundamentaría y tendría como fin la tutela de los bienes jurídicos
de la dignidad y de la libertad de la persona.
Si el supuesto derecho al suicidio que se alega se lo quiere fundar en consideraciones sobre la
dignidad y la libertad, ya explicamos que ambos llevan a la conclusión contraria. (Vid supra el
apartado titulado «Dignidad como dominio y disponibilidad absoluta sobre la propia vida», p.
127 y ss.).
Si se pretende fundar tal «derecho» en las normas positivas vigentes (concretamente, en la
ausencia de tipificación del delito de suicidio), nos remitimos a lo ya señalado supra nota al
pie N.° 14, p. 26 y en 0, p. 131: no existe tal fundamento.
Además, corresponde hacer notar que, con los proyectos de legalización de la eutanasia y del
suicidio médicamente asistido, lo que se está modificando no es la regulación penal del
suicidio en el que participa sólo el suicida, sino de un homicidio cometido por un médico a
petición de la víctima (que hasta ahora está incluido en el «homicidio», y que cuenta con la
causa de perdón judicial prevista para el «homicidio piadoso», en el que cabe el perdón de la
pena) o la participación de un médico que ayuda a alguien a suicidarse (situación incluida
actualmente en el delito de determinación o ayuda al suicidio).
Por consiguiente, la situación objeto de esta propuesta legislativa es, sin duda, diferente a la
que se plantearía si se estuviera destipificando el delito de suicidio: no sólo se trata de un acto
externo capaz de afectar al orden público (al bien jurídico tutelado por la sociedad) sino que
también perjudica el derecho de un tercero (la víctima). Por lo tanto, se trata de una acción
que está plenamente bajo la autoridad de los magistrados (artículo 10 de la Constitución
uruguaya): es clara, entonces, la competencia legislativa del Estado para regular esta acción
penalmente.
De hecho, la situación está regulada actualmente, y nadie ha cuestionado su
constitucionalidad.
Ahora bien, esa regulación (que es la que se pretende modificar) pone de manifiesto que no
existe el alegado derecho al suicidio. En efecto: se puede dar vuelta el argumento que
esgrimen los promotores de este proyecto: si es delito instigar o ayudar a alguien a
suicidarse, y si es delito matar, por motivo de piedad, a alguien que lo suplica reiteradamente
es porque, precisamente, esa persona que decidió poner fin a su vida, no tiene derecho a

154
hacerlo. Pues si tuviera derecho, quien lo ayudase a cumplir con su derecho estaría actuando
lícitamente: no podría estar cometiendo un delito.
Lo que sucede es que no está tipificado el delito de suicidio o su tentativa no porque haya
derecho al suicidio (lo cual queda manifiesto en lo que acabamos de señalar), sino porque el
bien jurídico que se pretende tutelar (la dignidad inherente y el derecho absoluto e
irrenunciable de la vida) no se podría proteger con la penalización de tal delito y, por el
contrario, la misma tendría un efecto contraproducente para ese mismo bien jurídico. En
efecto, no tendría sentido que se sancione con una pena al victimario (al suicida que atenta
contra su irrenunciable vida), porque éste es la misma víctima y, o está muerto (y no se lo
puede penar) o, si sobrevive y se penalizase su tentativa, tal penalización no tendría ningún
efecto, o tendría el efecto contrario al pretendido.
Ciertamente: en cuanto a lo primero, como decía Irureta Goyena, ninguna pena puede ser
peor que la muerte; y si el suicida quiere morir, no hay ninguna pena que lo pueda disuadir:
la pena no tendría el efecto disuasorio que se pretendería con ella. Y, si llegara a tener alguna
incidencia en el actuar del potencial suicida, sería en sentido contrario: éste procuraría con
mayor esmero asegurar el resultado fatal. Es por eso que se optó por no penalizar el suicidio
o el intento de suicidio; no porque se considere que hay «derecho al suicidio», que no existe.
[Igualmente, como ya señalamos, sería más adecuado que el suicidio estuviera tipificado
como delito, pero despenalizado (sin pena para quien intentare suicidarse y no lo lograre). De
esta forma, la sociedad señalaría al eventual suicida que su vida, para la sociedad, es
considerada digna, que no debe ser eliminada. Sería el mínimo exigible a la sociedad para
prevenir el suicidio: señalar que se valora esa vida como un bien primordial para la sociedad].
Con la modificación de la ley penal que se pretende sí habría un cierto «derecho» al suicidio.
Porque la ley estaría eliminando la prohibición de matar respecto al médico y en relación con
la persona que se encuentra en la situación de dolor insoportable o enfermedad terminal e
incurable y que se lo solicita. Si el médico no tiene el deber de no matar, el paciente no tiene
el correspondiente derecho (que, como veremos, es un derecho-deber, pues es irrenunciable o
indisponible) de vivir hasta su muerte natural. Y tal pérdida del derecho a la vida se expresa
de un modo más atractivo o positivo como «derecho» a poner fin a su vida, o a suicidarse. O,
dicho de otra forma, el derecho irrenunciable a la vida se estaría modificando, pasando a ser
un derecho renunciable, un derecho potestativo. Sería, un «derecho-libertad», no un
«derecho-reclamo», pues no genera (en el proyecto presentado en Uruguay por Ope Pasquet)
un deber de alguien de ayudarlo a suicidarse o a matarlo. Pero, claramente, el suicidio (y la

155
eutanasia y la ayuda al suicidio) pasaría a ser un acto lícito, acorde al derecho, al
ordenamiento jurídico.
De todas formas, la modificación legal propuesta no otorgaría este «derecho-libertad»al
suicidio con el fundamento y fin de la tutela del bien jurídico «libertad», o autonomía,
entendida como propiedad sobre la propia vida, y poder de disposición sobre ella. Porque, si
ése fuera el fundamento suficiente, debería establecerse la causa de justificación para
cualquier caso en el que haya una solicitud libre de ayuda para poner fin a su vida. Sin
embargo, en la ley proyectada, sólo se podría tener este «derecho-libertad potestativo» cuando
la persona se encuentre en una situación en la que su libertad está condicionada por el
sufrimiento («sufrimiento insoportable»: no puede, libremente, soportarlo) o por el temor
causado por una enfermedad terminal incurable. En cambio, cuando la persona es más libre
de optar por seguir viviendo o morir, no tiene tal derecho: su libertad está condicionada por el
deber de vivir, de respetarse como lo más valioso (digno), y, si decidiera poner fin a su vida,
no por ello tendría el derecho potestativo que determine el cambio de su situación jurídica y la
del médico: él seguirá con el derecho a la vida, y el médico seguirá con el correspondiente
deber de no matar.
Así, el proyecto de legalización de la eutanasia, en Uruguay, establece dos condiciones que
deben darse conjuntamente: estar en la situación de padecer una enfermedad terminal e
incurable o sufrimientos insoportables, más solicitarlo libremente (siendo apto para hacerlo, y
manteniendo su decisión durante, al menos, 18 días) al médico que lo ayudará a suicidarse o
le dará muerte.
En una conferencia organizada por el Colegio Médico del Uruguay, el Diputado Ope Pasquet
reconoce, que no se debe poner ningún obstáculo (requisitos) a la decisión de alguien de
poner fin a su vida:

… hay un requisito fundamental: que, en definitiva, decide la persona. Eso tiene que ver
con su libertad y con su dignidad. No podemos dejar librada la cuestión a la opinión ni
de los medios [¿médicos?], con todo respeto, ni de los jueces. Una persona mayor de
edad, sana, que dice: «yo he resuelto morirme tiene derecho a poner en práctica su
voluntad»; y lo va a hacer: con la ayuda de los médicos, con todas las garantías del caso,
o lo va hacer como lo hacen esos más de 700 uruguayos que, por año, se suicidan. Me
parece que hay que tener eso bien en cuenta. Y tener en cuenta lo que es la libertad de la
persona y la libertad del médico. (Pasquet, 2020, junio 8)

156
En última instancia, según el promotor de la legalización de la eutanasia en Uruguay, para
tener el derecho de suicidarse, no debería exigirse tampoco estar en la situación prevista en el
proyecto de ley (enfermedad incurable, irreversible y terminal, o sufrimiento insoportable):
debería reconocerse el derecho a morir, con sólo que alguien decida hacerlo. Además, lo va a
hacer, se permita o no la eutanasia.
Efectivamente: es imposible impedir que una persona se suicide, si quiere hacerlo. Es verdad:
Uruguay es uno de los países con más suicidio. Entonces: ¿vamos a facilitarlo? Quizás hay
personas que no quieren suicidarse: querrían morirse, porque quieren dejar de sufrir, pero
no lo quieren tanto como para suicidarse. Pero si le ofrecen la eutanasia, podrían terminar
de decidirse. ¿No es eso lo que se está planteando? ¿No suena absurdo? ¿No es un problema
esos 700 suicidios, algo a evitar? ¿Por qué, entonces, facilitarlo? Para el liberalismo radical
que plantea Ope Pasquet como fundamento de su proyecto de ley, no habría que evitar el
suicidio: lo que debería hacer la sociedad es respetar la libertad de las personas que quieren
morir. Y si quieren un poquito, y no tanto como para suicidarse, si precisan el empujoncito de
una ley que les diga que tienen derecho a decidir morirse, y de un médico que los mate o le dé
los elementos para hacerlo, entonces, la sociedad, por lo menos, no debería prohibir a los
médicos que acepten matarlo o ayudarlo a suicidarse.
Es como si una persona está en el techo de un edificio y dice que se quiere tirar, para
suicidarse. Y hay otras que pueden evitarlo: por lo menos, diciéndole que no debe hacerlo.
Pero no: estas personas (la sociedad, a través de esta ley) le dicen: «tienes derecho a tirarte;
sólo tú puedes decidir si tirarte o no; no podemos decirte que no debes hacerlo, porque eres
autónomo y libre». Pero no se queda en eso: el suicida pide: «¿alguien me podría empujar?»
Por ahora, si, como erróneamente entiende Ope Pasquet, se considerara que hay derecho al
suicidio, esas personas le contestarían: «no: sólo tú tienes derecho a tirarte; nosotros tenemos
prohibido matarte o ayudarte a matarte». Pero resulta que, con la nueva ley, se modificaría esa
prohibición. A quienes están encargados de salvar a las personas en esas situaciones (en el
ejemplo, supongamos, los bomberos), la ley les dice que ellos sí pueden ayudarlo y
empujarlo: como saben bien cómo hacer para evitar que se tire, son los más adecuados para
ayudarlos a tirarse bien. Así, el suicida pediría ayuda a los bomberos, que vendrían y lo
empujarían.
Puede resultar absurdo el ejemplo, pero ello es así porque es absurda la ley de eutanasia. Es
más: es peor la situación que plantea la eutanasia que la que nos presenta el ejemplo. Porque,
en realidad, existen los medios para solucionar el problema que lleva a las personas a querer

157
acabar con su vida; y, en vez de dárselos (los Cuidados Paliativos), se está optando por darle
el empujoncito.
Ope Pasquet, en el programa «Esta boca es mía», del 12 de marzo de 2020 deja en claro que
es esto lo que plantea su proyecto:

El mínimo de acuerdo entre quienes deseamos darle una solución a la gente que está
sufriendo (…) La gente que está sufriendo dice: mire, yo no quiero seguir sufriendo más.
«Tanto sufro, que prefiero morirme». ¿Alguien me ayuda? Entonces, digo: no se trata de
ver si el Estado va a hacer… Entonces: lo mínimo que podemos hacer es decir: el que lo
ayude, no comete delito». (Pasquet, 2020, marzo 20, 11:36 a 12:06)

En vez de contestarle: «te ofrecemos quitarte el sufrimiento, acompañarte, ayudarte: tu vida


vale mucho, es lo más valioso que hay: eres único, insustituible», se le responde: «de
acuerdo: si un médico te confirma que tu vida no vale la pena ser vivida y, más o menos, se da
cuenta de que no estás presionado por otra cosa que el sufrimiento, aunque podríamos
calmarte el dolor, que es lo que te lleva a preferir morirte, por esta ley de eutanasia tienes todo
el derecho a morir, y el médico no tiene más la prohibición de matarte, así que puede matarte,
darte el empujoncito que te falta».
Ya vimos que la libertad no es absoluta y que, en el ejercicio de su libertad, la persona debe
respetar su dignidad y la dignidad de las demás personas. Pero, además, es muy poco el grado
de libertad que tiene quien está en situación de preferir morir. Como dice la Dra. Della Valle
(2020, junio 12):

La autonomía por supuesto que vale. Es uno de los cuatro principios de la bioética. Pero
¿vos sabés que los pacientes con enfermedades irreversibles e incurables o afligidos con
un sufrimiento insoportable son gente vulnerable, donde su autonomía no está al 100%,
porque la vulnerabilidad le saca la libertad? (…) ¿No sabés lo vulnerable que somos
cuando estamos enfermos? Entonces, ¿querés que en ese momento donde nuestra
autonomía está al mínimo plantearle a alguien si quiere sufrir o acabar con su sufrimiento
potencial dentro de 6 meses o un año, dos, tres? ¿Hacer una eutanasia preventiva?»

A continuación, expondremos diferentes críticas a la pretensión de fundar la eutanasia en la


libertad.

158
1ª crítica: la libertad tiene como objeto la propia dignidad (actuar en pos del
bien supremo que es la propia persona). Los cuidados paliativos posibles son
exigidos por esa dignidad.

La exposición de motivos del proyecto de ley de Ope Pasquet, en Uruguay, dice que «si
alguien está sufriendo tanto como para preferir la muerte a seguir sufriendo, nadie tiene
derecho a atarlo a su sufrimiento e impedirle liberarse de él» (Pasquet et al., 2020, marzo, p.
4, énfasis añadido).
Sin embargo, nadie pretende que haya un derecho a atar a alguien a su sufrimiento. En la
medida en que haya posibilidad de aliviar el dolor, toda persona tiene, como parte de su
derecho a la salud, el derecho a aliviar tal dolor. Y eso es precisamente lo que se debería
promover: los cuidados paliativos alcanzan a menos del 60% de la población en Uruguay, y
deberían extenderse a todos. Si alguien prefiere la muerte por el dolor que tiene, hay que
quitarle el dolor, no matarlo.
La libertad tiene por objeto la propia dignidad: actuar reconociendo y procurando el valor
incondicional de la propia existencia personal. Uno es libre porque es capaz de actuar desde sí
mismo, precisamente porque puede descubrir que él mismo (su ser, su existencia personal) es
un bien o un fin en sí, al que debe ordenar sus acciones. El motor propio en el actuar humano
se enciende con la llama del bien personal: sólo si busco mi bien personal (mi felicidad)44
puedo decidirme a actuar; pero si yo mismo no tengo tal valor que pueda constituirme en fin
de mi actuar, no puedo ser fin de ninguna acción propia; por lo tanto, no me puedo decidir a
actuar, no puedo actuar libremente. El ser humano es libre, porque puede buscar la propia
felicidad. Y el existir, el vivir, es condición absolutamente necesaria para ser feliz: si no se
existe no se puede ser feliz.
Por eso, matarse no es manifestación de la propia dignidad, sino de lo contrario: de que uno
considera que no es digno.
En cambio, los cuidados paliativos constituyen el trato adecuado a la dignidad de quien sufre,
pues tratan de aliviar el sufrimiento salvaguardando la vida, considerando siempre que esa
persona vale, que su existencia y su vida valen, tienen dignidad, que no es una cosa de la que
se puede disponer matándola. Además, al aliviar, los cuidados paliativos permiten actuar más
libremente, menos condicionado por el sufrimiento, reconociendo el propio valor, la propia

44
Esto no quiere decir que sólo se busque la felicidad de uno, y no la de los demás, porque,
como veremos luego (apartado «El valor de la solidaridad (sociabilidad o carácter relacional)», p. 166
y ss., y «Dignidad y fundamento de la sociedad», p. 174 y ss.), el ser persona implica una apertura a
los demás, que pasan a integrar parte de mi existencia (ser con otros) y, por tanto, de mi felicidad.
159
dignidad, que se mantiene (precisamente por su carácter de superioridad o excelencia) a pesar
de la enfermedad, la vejez, la soledad y el dolor.
Sin embargo, la exposición de motivos señala también que «la libertad de la persona, atributo
inseparable de la dignidad inherente a su condición de tal, comprende el derecho a determinar
el fin de la propia vida» (Pasquet et al., 2020, marzo, p. 4, énfasis añadido).
Tal afirmación, pretende fundamentarla, falazmente -como acabamos de ver-, en la no
penalización del suicidio. En realidad, justamente se quieren derogar los delitos que ponen
claramente de manifiesto que no existe tal derecho.
La exposición de motivos y los argumentos que invocan los propulsores de este proyecto no
fundamentan este supuesto derecho a determinar el fin de la propia vida en ninguna
consideración vinculada a la naturaleza humana de la que surgen los derechos naturales, ni en
ninguna norma que recoja los derechos humanos. Sólo se invoca la «dignidad» de la persona,
y su libertad como parte esencial de esa dignidad; pero no se explica por qué, de esa dignidad,
pueda derivarse el derecho a disponer de sí mismo (de la propia vida).
Por el contrario, precisamente, porque la libertad es inseparable de la dignidad, no puede
ejercerse al margen de ésta: debe respetarla. Como la persona es digna, es fin en sí, orienta
hacia sí misma (al propio bien o desarrollo de la persona) la libertad, el actuar libre. La
libertad está, entonces, «condicionada» por (orientada a) el propio desarrollo personal, el bien
de la persona. Por eso, el primer deber que se le presenta a la inteligencia en su actuar libre es
«hacer el bien y evitar el mal»(buscar lo conveniente a la propia naturaleza, a desarrollar el
ser personal, y evitar lo que lo perjudique). No es acorde a la dignidad no buscar el propio
desarrollo sino la auto destrucción. Sin este deber, no habría ningún deber.
No es, pues, parte del objeto de la libertad el disponer de la propia persona como una cosa,
subordinándola a otro bien. Es posible fácticamente disponer de la propia vida, pero no es
digno de la persona y, por eso, es una acción contraria al primer deber: tratar a la persona (uno
mismo) como fin en sí y no como medio. La persona (la vida humana) es, por su dignidad,
indisponible: «no se debe» disponer de ella.
Como vimos al analizar la Constitución, ciertamente la libertad es atributo inseparable de la
dignidad de la persona, pero ni la dignidad de la persona ni el derecho a la libertad
comprenden el derecho a quitarse la vida.
En cuanto a la dignidad, es precisamente la dignidad de la persona la que determina:
• que su vida tenga un valor de dignidad;
• que, por esa dignidad, tal vida tenga un valor absoluto, incondicional: no depende de
circunstancias sino sólo de la esencia humana, de la condición de ser humano;
160
• que, por esa dignidad, tal vida no sea susceptible de valuación: no es una cosa cuyo
valor dependa de la valoración que hagan de ella las personas; tiene un valor
intrínseco, inherente a la condición de persona;
• que, por ello, los demás deben respetar a esa persona, a su vida (la persona es
esencialmente un ser vivo): hay un deber, de todos, de respetar esa persona, esa vida;
• y como ese vida tiene un valor incondicional, el deber de respeto es también
incondicional: nunca una persona dejará de tener el deber de respetar la vida humana,
nunca estará permitido matar a una persona (salvo cuando ello sea necesario para
defender la vida, propia o ajena, injustamente atacada);
• Tal deber es un deber jurídico, un deber que emana de un derecho: del derecho a la
vida de esa persona.
• Siendo el deber incondicional, absoluto, también el derecho correspondiente (el
derecho a la vida) es incondicional, absoluto.
• Y como la dignidad de la persona humana es indisponible e irrenunciable, es también
irrenunciable la vida humana (que se identifica con ese ser personal), y es
indisponible e irrenunciable el derecho correspondiente a vivir, según la medida
natural de la vida humana.

2ª crítica: confundir libertad y dignidad con ausencia de dependencia lleva a


negar la dignidad de todo ser humano, especialmente, de los más vulnerables

No se puede confundir dignidad personal con ejercicio pleno de una libertad autónoma.
La libertad es signo de que se es persona, pero es una capacidad: capacidad de
autodeterminarse hacia lo que la inteligencia muestra como conveniente. Tal capacidad se
tiene por el hecho de ser humano. Aunque no se esté ejerciendo actualmente. Si es humano,
es libre, aunque no esté ejerciendo la libertad, e incluso, aunque se suponga que no va a poder
hacer actos externos que puedan percibirse sensiblemente como actos libres (nunca podremos
ingresar a la intimidad de esa persona para saber si realmente realiza actos internos
conscientes y libres).
Se es persona por ser un «individuo de la especie humana» no por el grado de autonomía
efectiva que se tenga. Así lo señala el artículo 21 del Código Civil (Uruguay) (Ley Nº
16.603, 1994, octubre 19) y, en el mismo sentido, el artículo 1.2 del Pacto de San José de
Costa Rica reconoce: «persona es todo ser humano» (CADH, 1969).
Todos somos igualmente humanos e igualmente dignos, aunque no todos tengamos el mismo
grado de ejercicio de la razón y de la libertad.

161
Lo que disminuye cuando uno es más dependiente, cuando tiene un menor ejercicio de su
inteligencia y de su libertad, son los deberes, no los derechos. Cuanto más vulnerable es una
persona, más necesidad tiene de los demás: más derechos; y los demás, tienen más deberes
hacia él.
Abrir esta posibilidad de una eutanasia legal, lleva a considerar que las personas menos
autónomas, más vulnerables, más necesitadas de protección y ayuda, no tienen una vida
digna, que merezca ser vivida y que merezca un respeto y una protección incondicional. Los
que padecen demencia, depresión, otras enfermedades psiquiátricas y patologías debidas a la
edad representan un porcentaje alto de las eutanasias practicadas en Holanda y Bélgica.
[Véase cómo, en Holanda, a partir de 2012, aumentan las eutanasias por demencia y por
enfermedades mentales o psiquiátricas: infra, p. 293 y siguiente. En cuanto a los casos de
eutanasia por «acumulación de enfermedades propias de la vejez», en Holanda se informa que
hubo: en 2014: 257; en 2015: 183; en 2016: 244; en 2017: 293; en 2018: 205; y en 2019:
172].
En cambio, los promotores de la eutanasia consideran que la dignidad de la persona humana
no depende de su carácter de ser humano, sino del ejercicio de su libertad. Alegan que una
persona que está con un sufrimiento insoportable, o tremendamente limitada por una
enfermedad terminal no puede tener una vida autónoma, no puede ejercer su libertad. Y como
identifican ser «persona»(un ser con dignidad) con ser autónomo y estar en pleno ejercicio de
su libertad, estos sujetos no tendrían autonomía ni, por tanto, una vida digna: por
consiguiente, no serían personas: lo digno sería quitarse la vida.
Sin entrar en la aberración que implica considerar que hay vidas humanas no dignas (y sin
considerar las consecuencias que ello ha traído en la historia del siglo pasado, como se dirá
luego), es contradictorio que se pretenda fundar un derecho en el ejercicio de la libertad
cuando precisamente se alega que esa persona no tiene libertad. Si la persona carece de
libertad y autonomía como para vivir una vida digna, también carece de libertad como para
tomar una decisión libre (digna) de poner fin a su vida.
Además, ¿cuál sería la consecuencia lógica de esta fundamentación? Si la autonomía o
ejercicio de la libertad es esencial a la dignidad de la persona, no serían dignos, ni personas,
los más vulnerables, los más dependientes, los que no están en ejercicio pleno de su libertad y
autonomía.

162
3ª crítica: la persona es indisponible, por lo tanto, la vida es indisponible: no
hay libertad de disponer de la propia vida. Éste es el fundamento de otros
derechos indisponibles

Si son indisponibles ciertos derechos que no están tan íntimamente identificados con el ser
personal como lo está la vida, ¡cuánto más ha de ser indisponible este derecho del que,
además, dependen todos los demás derechos!
Si la vida fuera disponible, la persona humana sería disponible, descartable, no tendría un
valor absoluto, no tendría dignidad. Y no podría haber ningún derecho indisponible: quien
puede lo más, puede lo menos.
Si alguien, libremente acepta cobrar un salario inferior al salario mínimo, o trabajar horas
extras sin cobrar doble…; si alguien, libremente, quiere que se haga con él un experimento
que atente contra su integridad corporal (le saquen un ojo, dos brazos, etc.); si alguien,
libremente, quiere que un sádico lo torture; si alguien, libremente, quiere ser esclavo (por
ejemplo, esclavo sexual)…, ¿por qué no podría renunciar a sus derechos al salario, a la
limitación de la jornada laboral, a su integridad corporal y a su salud, y a su libertad, si puede
renunciar al principal derecho que le permite ejercer todos los derechos, al principal bien
humano en el que están comprendidos todos los demás bienes humanos?
Estos derechos humanos son irrenunciables, porque renunciar a ellos implica renunciar a la
propia dignidad de persona: porque implican disponer de sí mismo, y la persona es
indisponible.

4ª crítica: los derechos más fundamentales son «derechos-deberes»

Estos derechos son irrenunciables porque implican un deber: el deber de respetar la propia
dignidad personal. Son un derecho-deber. Si me esclavizo, si me sujeto a experimentos que
atentan contra mi integridad física o psíquica, etc., incumplo con el deber de respetar mi
propia dignidad. Es un deber respecto a mí mismo, y también un deber respecto de la
sociedad: la sociedad tiene el deber-derecho de defender la dignidad de toda persona, porque
cada uno es un bien para los demás. [Contrariamente a lo que sostiene el individualismo
radical: ver infra apartado titulado «El valor de la solidaridad (sociabilidad o carácter
relacional)», p. 167 y ss.].
El derecho-deber de vivir es, como ya se dijo, fundamental, absoluto, indisponible e
irrenunciable, porque vivir, para una persona, se identifica con ser persona, y la persona es
digna, lo que significa, un valor supremo, inherente a la condición humana, y, por tanto,
indisponible (no se puede renunciar a ser humano). No hay derecho a actuar libremente contra

163
lo que es el valor fundamental de la sociedad: la dignidad de la persona, su carácter
inviolable.
Por lo que acabamos de señalar, no se puede confundir autonomía y libertad con un derecho a
hacer cualquier cosa, con tal que se haga libremente y no se atente contra la libertad de
otros. Porque hay derechos que son también deberes porque no son disponibles. Y la dignidad
personal (y la vida que es ese mismo ser personal) es indisponible, precisamente porque la
misma dignidad determina que uno no sea cosa (disponible), sino persona (no disponible,
porque no puede subordinarse, como medio, a ninguna otra finalidad: ella es fin en sí misma).
Como la persona es indisponible, todos los bienes que integran esencialmente el ser personal
(la vida, en primer lugar) son «objeto» de un derecho indisponible.
Una aclaración: propiamente, la vida no es «objeto» de un derecho, sino que se identifica con
el ser de la persona: es el propio «sujeto» de derecho. En la medida que es un «sujeto» que se
«auto posee» (es dueño de su obrar —porque es libre—, lo que manifiesta que es dueño de su
ser —más propiamente, como veremos luego, administrador de su ser, de su vida), puede
hablarse de un derecho que tiene por objeto la propia vida.

5ª crítica: quien pide morir ¿es realmente libre?; ¿no está sumamente
condicionado?

Es contradictorio justificar un pretendido «derecho al suicidio» en la autonomía o libertad,


cuando, precisamente, quien debe decidir morir está tan condicionado por el miedo, los
sufrimientos insoportables, la enfermedad, etc.: tan condicionado está que llega al extremo de
pedir la muerte. Difícilmente pueda ser considerado realmente autónomo, en el sentido de que
esté en pleno ejercicio de su libertad. La misma enfermedad, la medicación, el miedo al dolor,
la soledad, el considerarse una molestia y una carga económica para los demás limitan
necesariamente su capacidad de decisión.
No es claro que, con este proyecto, se esté tutelando una libertad entendida como ausencia de
condicionamientos en la elección, o plena autonomía. Es muy discutible que una persona que
quiere suicidarse sea libre, que su voluntad esté libre de condicionamientos. Es más:
precisamente, las situaciones señaladas como requisitos para la eutanasia en el artículo
primero del proyecto de ley de Ope Pasquet son de un gran condicionamiento, sea éste un
problema psíquico, un miedo al sufrimiento, o una angustia muy grandes; tan condicionado
está que termina decidiendo contra el principal instinto, el de conservación. ¿Quién puede
certificar que la persona es plenamente libre? ¿No se configuran los vicios del consentimiento
que hacen que la decisión no sea válida?

164
Véase que se ha aclarado, por Ope Pasquet, que la referencia de la norma proyectada a los
«sufrimientos insoportables»incluye tanto a sufrimientos físicos como psíquicos. Si son
insoportables, están viciando el consentimiento. La persona que, en esa situación, pide la
muerte, no está queriendo la muerte, quiere no sufrir. De allí la importancia de los
tratamientos paliativos.

No existe ninguna norma (salvo las leyes de eutanasia, donde las hay) que
reconozca un supuesto «derecho a disponer de la propia vida»

Por último, corresponde aclarar que el supuesto derecho a disponer de la propia vida con el
que se pretende fundamentar la eutanasia no existe en ninguna norma jurídica, a nivel
nacional ni internacional, salvo, en aquellos países que tienen legalizada la eutanasia y el
suicidio asistido, en las propias leyes de eutanasia y suicidio asistido.
La ONU (2009), mediante el Comité de Derechos Humanos, ha realizado la siguiente
Observación a Holanda:

Sigue preocupando al Comité el grado en que se practican la eutanasia y la ayuda al


suicidio en el Estado parte. (…) El Comité reitera sus recomendaciones anteriores a este
respecto e insta a que se revise esa legislación teniendo en cuenta que el Pacto reconoce
el derecho a la vida. (Naciones Unidas, 2009, julio 13 a 31, énfasis añadido)

Por su parte, la Asamblea Parlamentaria del Consejo de Europa, el 25 de junio de 1999 (24ª
Sesión), en su Recomendación 1418 (1999), estableció:

C. Respaldando la prohibición de poner fin a la vida intencionadamente de los enfermos


terminales o las personas moribundas, al tiempo que se adoptan las medidas necesarias
para:
I. Reconocer que el derecho a la vida, especialmente en relación con los enfermos
terminales o las personas moribundas, es garantizado por los Estados miembros, de
acuerdo con el artículo 2 de la Convención Europea de Derechos Humanos, según la cual
«nadie será privado de su vida intencionadamente...».
II. Reconocer que el deseo de morir no genera el derecho a morir a manos de un tercero.
III. Reconocer que el deseo de morir de un enfermo terminal o una persona moribunda no
puede, por sí mismo, constituir una justificación legal para acciones dirigidas a poner fin
a su vida. (Asamblea Parlamentaria del Consejo de Europa, 1999, junio 25, énfasis
añadido)
165
Y, en el año 2012, aunque señalando que «Esta resolución no tiene por objeto abordar las
cuestiones de la eutanasia o el suicidio asistido», pues refiere a los testamentos vitales, en la
Resolución 1859, señaló que:

La eutanasia, en el sentido de la utilización de procedimientos por acción u omisión que


permiten causar intencionalmente la muerte de una persona dependiente para el supuesto
beneficio de esa persona, siempre debe ser prohibida.(Asamblea Parlamentaria del
Consejo de Europa, 2012, énfasis añadido)

Resumen conclusivo

• No se puede alegar como fundamento de un derecho la mera libertad, porque ésta


siempre tiene como objeto una acción determinada a la que se tiene derecho: pensar,
comunicarse, trabajar, circular, asociarse, etc. Si la acción libre es contraria a un
derecho, no hay derecho a ella. La cuestión se traslada, entonces, a si hay derecho a
poner fin a la propia vida y si, consecuentemente, un tercero (el médico) no está
alcanzado por el deber de no matar.
• La dignidad de la persona determina que ésta (su vida) tenga un valor absoluto,
incondicional, inherente a su condición de ser humano, que no depende de la valoración
que se haga de ella. De esta dignidad se desprende el deber incondicional de todos de
valorar y respetar toda vida humana, y el correspondiente derecho, también absoluto, de
seguir viviendo según la extensión natural de tal vida. Eximir a alguien de este deber de
no matar implica no reconocer la dignidad de todo ser humano. Y la libertad debe
respetar la propia dignidad: no se puede renunciar a ser persona.
• La libertad manifiesta esa dignidad, pero ésta no se confunde con el ejercicio pleno de la
libertad entendida como ausencia de dependencia. Los más vulnerables son los más
dependientes. Por su dignidad, por ser seres humanos, merecen más ayuda. La respuesta
que merece (por su dignidad) quien sufre, quien está gravemente enfermo, quien
depende de los demás… no es que lo maten, sino que lo alivien, ayuden y acompañen:
los cuidados paliativos.
• La libertad no es un derecho absoluto; la vida (que se identifica con el ser personal), sí.
Siempre los derechos limitan la libertad. El principal e irrenunciable derecho a la vida, a
ser persona, limita la propia libertad, o más bien, la orienta a lo que constituye su

166
fundamento y sentido: desarrollar el propio ser, hacer lo conveniente para ello, valorarse
a sí mismo como persona.
• La persona es indisponible: no se puede disponer de ella como si fuera una cosa, un
medio para otra finalidad. Por tanto, la vida es indisponible.
• El derecho a la vida es, entonces, también, un deber: porque la propia vida es un bien
para uno mismo y para la sociedad. No se puede renunciar a la vida, como no se puede
renunciar a ningún derecho que implique tratarse a sí mismo como una cosa, sin
dignidad de persona.
• Quien pide morir está sumamente condicionado (por la enfermedad, el dolor, la soledad,
la dependencia de otros): el derecho a poner fin a la propia vida no se puede fundar en
una supuesta libertad absoluta (plena autonomía), cuando precisamente la persona está
más condicionada. Los cuidados paliativos, al aliviar el dolor, y brindar el
acompañamiento y la valoración que merece la persona, lo libera de esos
condicionamientos que no le permiten apreciar su dignidad. Cuando alguien pide que lo
maten, está pidiendo que le quiten el dolor, que lo valoren, que lo acompañen.
• Por último, aunque no sea la razón de mayor peso, no hay norma jurídica alguna (salvo
las propias leyes de eutanasia y suicidio asistido, en los países en que éstos están
legalizados) a nivel nacional ni internacional que admita un supuesto derecho a disponer
de la propia vida, o a que un médico dé muerte o ayude a darse muerte a un paciente.
Por el contrario, los organismos de Derechos Humanos niegan expresamente este
supuesto derecho.

El valor de la solidaridad (sociabilidad o carácter relacional)

Luego de analizar el cambio de valores que implica la legalización de la eutanasia en el


concepto de dignidad, en la consecuente valoración de la vida y en el concepto de libertad,
veremos ahora la consecuencia que tiene en otro valor fundamental: la solidaridad.
El concepto de dignidad inherente de la persona, con sus consecuentes derechos humanos y
deberes correspondientes, implica una concepción de la persona no como individuo o mónada
independiente, sino como ser social, que necesita de los demás y que puede ayudar a los
demás. En efecto, en virtud de esa común e igual dignidad, tales necesidades son exigencias
debidas (derechos), y tales posibilidades de ayudar son deberes jurídicos. Es el principio de
solidaridad.

167
Con la legalización de la eutanasia, se cambiaría la actual concepción de la persona como un
ser social, solidario, necesitado de los demás y que los demás lo necesitan, que tiene derechos
porque también tiene deberes, con una vida que tiene un valor tal (de dignidad) que no se
agota en ser un bien para sí, sino también para los demás, que no vive sólo su vida como un
bien, sino también la vida de los demás. Es la visión de la Constitución uruguaya (artículos 7,
72 y 332).
El concepto de «dignidad» devaluada que está en la base de la legalización de la eutanasia, no
considera el carácter relacional o social de la persona humana, para dejar un ser aislado, que
sólo justifica su vida, le da valor, por su propia voluntad, independiente de cualquier relación
con otras personas.
A partir del supuesto de que el valor es otorgado por el propio sujeto, y que no es inherente a
la condición humana, se fundamentaría un derecho a la disponibilidad de la propia vida (al
suicidio). Es la concepción del liberalismo radical (como reconoce, en Uruguay, la
exposición de motivos del proyecto de ley de Ope Pasquet). Una visión individualista, en la
que cada uno tiene una autonomía absoluta, de la que nacen sus derechos, sin estar vinculada
con la sociedad mediante deberes correspondientes. No es la «persona», abierta a los demás,
sino el «individuo» cerrado en sí mismo: que naturalmente (en un supuesto estado de
naturaleza) sólo tendría derechos, no deberes; los deberes serían limitaciones impuestas por
una sociedad que no es parte de su naturaleza, sino un artificio que puede ser útil, pero que
trae los inconvenientes de los deberes que limitan los derechos naturales absolutos.
La fundamentación alegada para la legalización de la eutanasia implica abandonar la
concepción de la persona como ser relacional, de nuestra Constitución y de la democracia
constitucional fundada en el respeto de los derechos humanos. La persona no es un individuo
solitario, autosuficiente y cerrado en sí mismo, sino que es, por naturaleza (por su esencia), un
ser social: que necesita de los demás para poder actualizar toda su potencialidad, y que está
abierto a desarrollarse ayudando a los demás, que también lo necesitan, conviviendo con los
demás, compartiendo con ellos la mutua riqueza del ser personal. En esto se fundan sus
derechos (en la necesidad que él tiene de los demás) y sus deberes (en la necesidad que de él
tienen los demás, en lo que él puede aportar a la sociedad). Si tenemos derechos respecto de
los demás, también tenemos deberes: tenemos un ser nuestro (derecho) y un ser para los
demás (deberes); y el primer deber, presupuesto y condición de todos los demás deberes, es
ser, existir, vivir para los demás.

168
La concepción de la dignidad inherente no considera que la vida de una persona sólo interese
a ella: es un bien para todos. Es una visión de la persona que considera que el bien de los
demás es también bien suyo, y viceversa; que es, por tanto, solidario con los demás.
La vida es algo a compartir con los demás, un bien común y no sólo un interés individual. La
persona, como ser relacional, no vive solo su vida, sino que también extiende su yo a la vida
de otros; los otros no son obstáculos o competidores sino socios de una empresa común; y no
enfrentará la muerte solo, sino con la ayuda y la compañía de los demás, a quienes necesita y
valora, y de quienes siente también que lo valoran y necesitan de él.
Este es el concepto clásico de dignidad. La dignidad no tiene sentido sino se considera el
segundo aspecto del concepto: no sólo es una realidad excelente, sino con un valor excelente;
y éste «valor» implica una relación a otras personas que deben valorarla. La persona, por sólo
su carácter de ser humano, es lo más valioso, es un fin en sí, un fin para todos (nadie puede
tratarla como medio, como cosa que vale en función de otra finalidad): es un valor tan grande
que no se agota en uno, sino que es un valor, un bien, para todos.
Cada persona tiene una relación con el resto de la sociedad: cada uno es un bien no sólo para
sí mismo, sino para la sociedad. Al ser la persona un ser digno, único, irrepetible,
insustituible, es siempre un bien para la sociedad: por eso, la sociedad tiene derecho a la
existencia, a la vida, de cada persona, no en el sentido de que pueda disponer de ella, sino en
el sentido de que tiene derecho a beneficiarse de ese valor único que es cada persona para la
sociedad.
En cualquier caso, según la concepción de la dignidad inherente de toda persona, la sociedad
tiene, por exigencia de su finalidad esencial (el bien común: crear las condiciones para el
pleno desarrollo de todos), un deber mínimo: el deber de no hacer nada contra el desarrollo
de una persona, contra su vida. Porque sería hacer lo contrario a lo que es su finalidad: no
crearía las condiciones para el desarrollo de todos, sino que eliminaría (o ayudaría a
eliminar), de raíz, la posibilidad misma de desarrollo para esa persona.
La concepción de la persona y de la vida que propone el individualismo o liberalismo radical
en que se funda la propuesta de legalización de la eutanasia, considera al ser humano como un
individuo solitario, autónomo, no necesitado de los demás, sólo movido por su interés egoísta,
que sólo tiene derechos, sin deberes más que los que surjan como mal necesario derivado de
que, en los hechos, vivamos en sociedad.
Supone que el ser humano es sólo para sí mismo, que su ser no tiene ningún sentido (ni, por
tanto, ningún deber) hacia los demás. El valor del propio ser es muy inferior, pues se agota en

169
ser valor sólo para uno mismo, no para los demás. No es un ser abierto a los demás, un ser en
relación, sino un ser cerrado en sí, que sólo tiene sentido para sí.
Esta concepción del ser humano como un ser que vale sólo para sí, no para los demás, no
puede fundar ningún deber ni, por tanto, ningún derecho. En efecto: ¿por qué los demás van a
tener un deber frente a mí, si no soy un valor, un bien, para ellos?; y ¿por qué tendré deberes
frente a los demás, si ellos no son un bien, un valor, un fin en sí, que yo deba respetar?
Entonces, ni yo, ni los demás tendríamos derecho alguno, pues no habría ningún deber
jurídico correspondiente; y ni yo, ni los demás tendríamos deber jurídico alguno, pues no
existiría ningún derecho correspondiente.
Conforme a esta visión, el individuo enfrentará su vida solo, los demás serán meros
competidores y obstáculos para la satisfacción de su interés individual; y así, también,
enfrentará solo su muerte, considerando que sólo a él le incumbe su vida y sólo a él le
incumbe su muerte, teniendo derecho a decidirla cuando convenga a su interés, sin que tenga
ningún deber con nadie.
Ello implica considerar la vida como una cosa de la que se puede disponer. El poder de
disposición permite enajenar las cosas y, en una visión liberal individualista extrema,
extinguirlas, destruirlas. Y como la vida es el propio ser o existir personal, la persona pasa a
ser algo disponible, descartable, algo que se puede destruir. Es propio de esta visión del
liberalismo radical tomar como principal derecho el derecho de propiedad, y considerarlo a
éste como un derecho exclusivamente vinculado con el interés individual y, en este sentido,
absoluto. Se extiende a los otros derechos esta concepción ius privatista, del derecho privado
centrado en la propiedad. Y es congruente que se considere a la vida como a una propiedad,
como a una cosa o medio que está al servicio del interés individual y que, por tanto, se puede
disponer de ella según ese interés que radica exclusivamente en la voluntad individual.
A la visión del liberalismo radical se corresponde el fin de la vida por la eutanasia o el
suicidio asistido por un médico (no por su familia o seres queridos). A la concepción fundada
en la igual e irrenunciable dignidad de la persona, el fin de la vida con el acompañamiento de
sus seres queridos, apoyados todos con la ayuda profesional y humana de los cuidados
paliativos.

Los deberes que surgen de la dignidad

Hemos visto las diferencias entre los valores y principios sobre los que se ha construido el
régimen vigente y aquellos en que se basa la legalización de la eutanasia. Por un lado:

170
dignidad inherente; consecuente valor supremo de cada vida humana; libertad como
capacidad esencial que surge de esa dignidad y se orienta hacia ella; y solidaridad que, junto
con esa dignidad y respetando esa libertad esencial, fundamenta la convivencia social. Por
otro lado: «dignidad» como mera autonomía fáctica, que conduce al valor relativo de cada
persona según su situación y su propia valoración, como algo que vale según que sea
valorado; vidas con distinto valor y vidas sin valor —indignas—; libertad entendida como
posibilidad fáctica de hacer lo que se quiere; e individualismo por el que no existe un orden
público que oriente el ejercicio de mi libertad, pudiendo disponer de mi propia vida como de
una «cosa» sin valor, cuando considero que no vale.
Ahora, analizaremos las consecuencias de una y otra opción.
Primero, las consecuencias del principio de la igual dignidad inherente de toda persona.
Veremos cómo se edifican, sobre esta piedra fundamental, las reglas fundamentales de la
ética; cómo este principio es la base de toda la convivencia social, del derecho y de todos los
deberes jurídicos (el primero, el de respetar la vida humana), de las relaciones familiares, y de
las profesiones médicas.
Luego se analizarán, en los capítulos V y VI, cuáles son las consecuencias (históricamente
comprobables) del abandono de este principio, y de su sustitución por el de un concepto de
dignidad variable, dependiente del grado de autonomía fáctica de cada persona.

Dignidad y fundamento de la ética

La dignidad de la persona es el fundamento de la ética: porque somos lo más valioso (dignos),


debemos ser valorados. Y de allí surgen todos los deberes éticos y jurídicos de las personas y
hacia las personas.
Como somos lo más valioso, debemos querer nuestro ser, lo que somos y lo que podemos
llegar a ser. Cada persona tiene el deber (derivado de su valor inherente o dignidad) de querer
ser todo lo que puede llegar a ser (de acuerdo con nuestra condición humana). Por eso
queremos desarrollar nuestras potencialidades, lo que nos hace ser más, perfeccionarnos, ser
un mayor bien (que ya está potencialmente presente en nuestra esencia humana), de cuya
«posesión» gozaremos (disfrute del bien en el que consiste la felicidad). La tendencia innata a
buscar la felicidad manifiesta nuestra dignidad: que lo que somos y lo que podemos llegar a
ser es lo más valioso para nosotros.
Como señala Kant, la dignidad engendra el deber de respeto: «La humanidad en su persona es
el objeto del respeto que él puede exigir a cualquier hombre, y del que él tampoco ha de

171
privarse». La persona tiene una «conciencia de su dignidad como hombre», y «no debe
renunciar a su dignidad»: «esta autoestima es un deber del hombre hacia sí mismo» (Kant,
2008, 299, énfasis añadido).

La humanidad en su persona es el objeto del respeto que él puede exigir a cualquier


hombre, y del que él tampoco ha de privarse. (…) Puesto que no sólo ha de considerarse
como persona en general, sino también como hombre, es decir, como persona sometida a
deberes que le impone su propia razón, su escaso valor como hombre animal no puede
perjudicar a la conciencia de su dignidad como hombre racional y, atendiendo a esta
última, no debe renunciar a la autoestima moral; (…) no debe renunciar a su dignidad,
sino mantener siempre en sí la conciencia de la sublimidad de su disposición moral, y esta
autoestima es un deber del hombre hacia sí mismo. (Kant, 2008, p. 299, énfasis añadido)

Así, el deber moral se fundamenta en este deber de quererse a sí mismo, fundado en la


dignidad: si el hombre no se quisiera a sí mismo, no podría actuar libremente, porque no
habría ningún motivo para actuar: el primer motor del actuar humano es la búsqueda de su
felicidad, precisamente, porque se quiere a sí mismo. Todo lo demás lo quiere porque lo ve
como conveniente a su felicidad: a lo que él es y a lo que, según su condición humana, puede
llegar a ser. En este sentido, Kant aclara que no sólo es debido «el mantenimiento de la
humanidad como fin en sí mismo», sino también «la promoción de tal fin»; y es así que «el fin
natural que tienen todos los hombres es su propia felicidad» (Kant, 2012, 141). En el mismo
sentido, Aristóteles (1985) señala que el bien «es aquello a causa de lo cual se hacen las
demás cosas» y, «si hay algún fin de todos los actos, éste será el bien realizable», y «si hay
sólo un bien perfecto, ése será el que buscamos…», «al que se busca por sí mismo». «Tal
parece ser, sobre todo, la felicidad, pues la elegimos por ella misma y nunca por otra cosa…»
(p. 139).
Por eso, el deber de querernos no es un límite de nuestra libertad, sino que es la condición y
el sentido (la finalidad) de nuestra libertad. La libertad manifiesta esa dignidad inherente, y
no puede actuar contra esa dignidad. Poder, poder…, fácticamente, puede. Pero la persona no
puede hacerlo sin ir contra su propia condición de persona (de ser esencialmente libre, y por
eso, un ser ético): no puede hacerlo sin dañarse a sí misma: por eso «no debe» actuar contra
su propio ser: «no debe querer no ser».
«Querer ser» es la condición y el contenido de todo querer humano libre: libertad y deber de
querer el propio ser no son contrarios, sino que este último es el objeto y contenido de la

172
libertad. Los demás deberes son consecuencia de este primer deber: debo alimentarme, debo
conocer, debo cultivar las relaciones con los demás, etc…. porque debo ser todo lo que puedo
ser: y para ello, debo ser, debo vivir.
Por eso, el hombre no debe renunciar a ser, a vivir. Vivir es ser (si es un ser vivo): ser
persona, si es vida de un ser humano. No tendríamos ningún deber si fuera lícito (no contrario
a nuestros deberes) renunciar a vivir. Así, pues, el deber de vivir es el primer deber ético.
Pero, además, como ya señalamos (supra p. 61 y p. 100), es el primer deber jurídico (deber
correspondiente al derecho de otro).
La dignidad de la persona no sólo fundamenta la ética individual (el deber ético en las
acciones en las que no se afecta a otros, sino sólo a sí mismo), sino, también la ética social (el
deber ético en las acciones que afectan a otros, que está en la base del deber jurídico). En
efecto: como el otro tiene la misma dignidad que yo (porque es humano), no puedo tratarlo
como medio, sino como fin. Es uno de los dos principios básicos que, según Kant, deben
respetarse en toda norma ética: es un «imperativo categórico».

El imperativo categórico, que sólo enuncia en general lo que es obligación, reza así: ¡obra
según una máxima que pueda valer a la vez como ley universal! (Kant, 2008, pp. 31-32,
énfasis añadido).
[Y, luego aclara la relación de este primer imperativo con el segundo imperativo
categórico:] El principio supremo de la doctrina de la virtud es el siguiente: obra según
una máxima de fines tales que propornérselos pueda ser para cada uno una ley universal.
Según este principio, el hombre es fin tanto para sí mismo como para los demás, y no
basta con que no esté autorizado a usarse a sí mismo como medio ni usar a los demás
(con lo que puede ser también indiferente frente a ellos), sino que es en sí mismo un deber
del hombre proponerse como fin al hombre en general. (Kant, 2008, pp. 249-250, énfasis
añadido)

Considerar que una persona no vale, que no genera (en los demás y en sí mismo), por su
propia dignidad intrínseca, el deber de respetar y desarrollar su vida, que se la puede eliminar,
es tratar a la persona como una cosa, que depende de que se la valore para que tenga valor,
y a la que él no valora ni los demás deben valorar.
Un paréntesis, para que se pueda apreciar la relevancia práctica de estas consideraciones: si es
legítimo que yo considere que mi vida no es digna, que no merece ser vivida, que no genera
en mí un deber de vivirla, de respetarla, ¿por qué una vida ajena que esté en iguales
condiciones va a generar en mí tal deber?
173
Se dirá: porque ese tercero, aunque su vida no sea valiosa en sí misma (porque está enfermo o
con grandes sufrimientos), él la valora, él ha decidido libremente vivirla y respetarla; y debo
respetar la libertad ajena.
Pero, entonces, lo que le daría valor a la vida no digna sería la valoración de su titular, su
libertad. Así, la vida no tendría un valor inherente por ser humana, sino que tendría un valor
por ser querida por su titular.
Como consecuencia, si el titular está en esa situación que objetivamente le quita valor a su
vida y no puede decidir quererla, no podría darle valor. Entonces, la vida de una persona
sufriente o en estado terminal que no puede manifestar su voluntad quedaría sin valor: se la
podría matar.
Como veremos luego, esta no es meramente una elucubración teórica, sino que es lo que
efectivamente ha sucedido en los países que han legalizado la eutanasia.
Por otra parte, ¿por qué debo seguir la valoración ajena? ¿Por qué tengo que valorar a los
otros por el hecho de que ellos se valoren? ¿No soy, acaso libre, y determino mis propias
valoraciones y actúo según ellas? Si no hay un valor objetivo en el ser humano, no hay razón
objetiva para que deba respetarlo. Menos habrá una razón subjetiva que se funde en la
valoración del otro. Sería someter mi libertad a otro.
Se podría justificar que debo respetar la libertad de los otros porque quiero que respeten mi
libertad, y por eso tenemos un pacto social que posibilita la convivencia. Pero si no tenemos
algo que nos haga igualmente humanos e igualmente dignos, no hay razón para que deba
respetar la libertad de los demás, salvo que me convenga a mi propio interés o libertad. Y eso
me llevará a respetar sólo la libertad de quienes tengan más poder que yo, más fuerza que yo
para imponer su voluntad, pero no a los que tengan menos poder: a esos no necesito
respetarlos. Pero, por otra parte, los que tengan más poder que yo tampoco tendrían una razón
para respetar mi libertad. En definitiva: no habría reglas que deriven de la objetiva igual
dignidad de todos, sino sólo reglas que deriven de la voluntad: de lo que se haya acordado
(expresa o tácitamente). Pero si la voluntad es libre, en el sentido de que no tiene ningún
objetivo más que su propio interés, las reglas que deriven de las voluntades serán las reglas de
los más poderosos, de los que tengan exactamente el mismo poder, siempre que no haya
alguien con mayor poder. En definitiva, no sería imperio del derecho, sino del poder fáctico:
de la posibilidad fáctica de imponer la propia voluntad.
Retomando lo que veníamos explicando sobre las implicancias éticas del desconocimiento de
la igual dignidad de todo ser humano, podemos concluir que todos los preceptos éticos se
basan en esta dignidad: la propia dignidad fundamenta la obligatoriedad de todos los

174
preceptos éticos y, además, determina el contenido de esos preceptos en lo referente a los
deberes para con uno mismo; la dignidad de las demás personas determina el contenido de los
preceptos éticos vinculados con las acciones en las que se afecta el bien de esas personas.
Por consiguiente, si no se considerara a todas las personas como igualmente dignas, y si no
existiera el deber de valorar la propia vida (considerándose lícito el suicidio) y la de los
demás (considerándose lícito el homicidio -eutanasia- o la asistencia al suicidio), se
desmoronaría toda la moralidad45.
Kant, con sólo considerar la cuestión del suicidio (que, reiteramos, no es la que se está
planteando con la legalización de la eutanasia: no se modifica el delito de suicidio o el intento
de suicidio -pues, por las razones ya expuestas, éstos no están previstos como delitos), ya
concluye que si, éticamente, fuera lícito el suicidio, sería «contradictorio» con la misma ética
(con la noción de deber ético): primero, porque equivaldría a «estar autorizado a sustraerse a
toda obligación…»; en segundo lugar, porque «Destruir al sujeto de la moralidad en su
propia persona es tanto como extirpar del mundo la moralidad misma en su existencia»; y, en
tercer lugar, porque el hombre no se trataría como persona, sino como cosa, renunciando por
tanto a su carácter de ser libre y, por tanto, ético: «disponer de sí mismo como un simple
medio para cualquier fin supone desvirtuar la humanidad en su propia persona (homo
noumenon), a la cual, sin embargo, fue encomendada la conservación del hombre (homo
phaenomenon)» (Kant, 2008, 282-283, énfasis añadido).

Y si se considerara lo que constituye el objeto de la legalización de la eutanasia y el suicidio


médicamente asistido, que es la acción por la que una persona (en el proyecto uruguayo, un
médico, con la opinión concorde de otro médico más, y el aval de dos testigos) da muerte a
otra (eutanasia) o la ayuda a suicidarse facilitándole la sustancia mortífera (suicidio asistido),
queda patente que, si estas acciones se consideraran éticas, caería toda la ética social: la ética
que regula las acciones de una persona que afectan a otra. En efecto: el médico trataría al
paciente no como persona, con dignidad, de la que derivaría su deber de respetarlo, aliviarlo y
cuidarlo, sino como cosa, que no tendría un valor intrínseco, y que, para valer, dependería, en
primer lugar, de que él se valorara a sí mismo; pero, además, también dependería (en este
caso, para no valer), de la valoración de dos médicos.

45
Ver cómo lo expresa Kant (2008, pp. 282-283), cita transcripta en el capítulo III, p. 90.
175
Dignidad y fundamento de la sociedad

La sociedad se fundamenta en la dignidad de la persona. Si la persona no tuviera este valor


tan grande, si su perfección o bondad no fuera tal que pudiera ser comunicable a los demás,
no habría sociedad, articulada en torno a la participación en un bien común, sino que, a lo
sumo, habría una mera sumatoria de individuos que no tienen más remedio que soportar a los
demás que compiten con mi propio interés, pero que no tienen nada común que los una.
La persona, en la medida en que descubre la dignidad humana (también la propia) en los
demás, descubre que debe valorarlos. Los va conociendo y queriéndolos: procura el bien del
otro, pues debe tratarlo como fin en sí, y no como medio. Conoce las necesidades ajenas y las
propias, y ve que puede ayudar a otros a lograr la satisfacción de esas necesidades,
desarrollando sus potencialidades. Ve que no es un ser solitario, sino solidario.
Esta realidad fundante de la sociedad y del derecho es reconocida en las declaraciones de
derechos humanos: todos los seres humanos son «miembros de la familia humana» y «deben
comportarse fraternalmente los unos con los otros» (DUDH, 1948, prólogo y artículo 1°).
La dignidad de la persona determina, como vimos, que no deba ser tratada como un medio,
que valga en función de cuánto aporte a la sociedad, qué función cumpla, cuánto cueste (en
tiempo o dinero) mantenerla y/o darle la ayuda que necesite…, sino que debe ser tratada como
fin: la sociedad tiene como fin a la persona. La persona es el principio, fundamento y fin de la
sociedad. Si la dignidad obliga a cada persona, también obliga al conjunto de todas ellas que
integran la sociedad.
La sociedad está para la persona, para que ésta sea respetada en su condición de tal, y así
pueda desarrollarse plenamente con la ayuda de los demás, y ayudando a los demás (que
también son personas, y tan fin en sí como lo es ella). Por eso, toda persona es fin de la
sociedad, es un bien supremo «para todos»: un bien no sólo para él, sino para los demás. El
criterio y fin de todo el ordenamiento social, de toda ley, de toda autoridad, es éste: crear las
condiciones para el pleno desarrollo de todos y cada uno de los miembros de la sociedad.
Precisamente, porque las personas son seres inteligentes y libres que necesitan de los demás
para alcanzar su pleno desarrollo, porque no son seres aislados, autosuficientes, la finalidad de
la sociedad debe ser crear el conjunto de «condiciones» necesarias «para» que todos y cada
uno de sus miembros pueda «desarrollarse» plenamente (bien común).
Como seres inteligentes y libres que son, no podrán desarrollarse sin que se respete esa
inteligencia y esa libertad: por eso, la finalidad no será desarrollarlos a la fuerza, sino darles
las condiciones para que puedan desarrollarse libremente.

176
Pero tal libertad no implica ausencia de deber: esas acciones libres, por serlo, si «atacan el
orden público» (a ese bien común que corresponde al conjunto de la sociedad) y/o
«perjudican a un tercero» (porque implican incumplir con sus derechos), entonces, son
reguladas por el Derecho, la autoridad tiene competencia sobre ellas. Este principio está
recogido en el artículo 10 de la Constitución uruguaya. Así, pues, esas acciones (conscientes
y libres), además de estar regidas por el deber ético (por lo que sea conveniente para el
desarrollo de esa persona), también estarán regidas por el deber jurídico: por lo que
corresponde al derecho de los demás o al conjunto de la sociedad.
Siendo la finalidad de la sociedad el crear las condiciones para el pleno «desarrollo» de cada
persona, la extinción voluntaria de una persona (el dar o darse muerte) es la acción más
radicalmente contraria a esa finalidad: imposibilita, de modo absoluto, todo posible
desarrollo.
Mientras alguien tenga vida, por más poco que tenga de posibilidad de un ulterior desarrollo,
sigue siendo persona (individuo de la especie humana) y, por tanto, sigue siendo digno,
merecedor de un respeto que lleva, como mínimo, a no matarlo. Por eso, toda persona genera
en los demás, por su dignidad, el deber de no matar. Esta es la primera ley de la sociedad, es
lo más mínimo que debe hacer la sociedad para crear las condiciones para el pleno
desarrollo de todos.
Además de ese deber de no hacer (prohibición de matar), la sociedad tiene deberes de
acciones positivas para facilitar a todos esas condiciones de desarrollo. Cuanto más ayuda
precise una persona, mayor deber de la sociedad. Esa es la situación de quienes son
considerados «eutanasiables» por las leyes que legalizan la eutanasia. El enfermo terminal e
incurable o quien sufre dolores insoportables (físicos o morales) es una persona vulnerable,
particularmente necesitada de la ayuda de los demás para superar el dolor, la soledad, y para
tener conciencia de su dignidad (el sentirse valioso y no una carga).
La mayor necesidad, determina un derecho a una mayor ayuda, porque es lo que le
corresponde a esa persona en cuanto miembro de esa sociedad, y que los demás deben darle.
Ésa es precisamente la finalidad de la sociedad.
La sociedad, y particularmente quienes tengan una especial relación de deber de aportar a esa
ayuda (familia, médicos y la sociedad en su conjunto, a través de sus autoridades), tendrán el
correspondiente deber jurídico (relativo a un derecho) y ético, de respeto, alivio,
acompañamiento, ayuda y valoración (este último, es un deber ético que está en la base de
los otros deberes jurídicos).

177
No matarlo, es el mínimo que obliga absolutamente a todos; ayudarlo, positivamente,
dependerá de las posibilidades reales y de la particular relación jurídica que se tenga con la
persona necesitada (familia, médicos y autoridades tienen un particular deber jurídico).
La posibilidad de esa ayuda existe: son los cuidados paliativos, con los que se auxilia al
paciente, a su familia, a sus cuidadores y médicos para que puedan aliviar, acompañar,
valorar, ayudar física, psicológica, social y espiritualmente a esa persona tan necesitada. Por
eso, no darle esa ayuda, teniéndola, y optar por darle muerte, sería todo lo contrario a la
finalidad de la sociedad, a nuestra condición de seres sociales, al respeto a la dignidad de esa
persona, tratándola como cosa, y como cosa que se considera que no tiene ningún valor: tan
poco valor que se la puede aniquilar.
El concepto de dignidad devaluado que se emplea para justificar la eutanasia y el suicidio
asistido no tiene en cuenta, como vimos, este aspecto relacional de la persona humana, ni, por
tanto, puede justificar que el fin de la sociedad sea el respeto a todas las personas. Podría
fundamentarse el deber en la autolimitación de la propia voluntad libre, contenida en el pacto
social; pero no podría justificarse, entonces, la imposición de tal deber a aquellos que no
participen en el pacto, o a quienes quieran, libremente, no cumplirlo. Y éste es precisamente
el ámbito de lo regulado por las leyes que legalizan la eutanasia: el de las normas penales, que
siempre se imponen a quienes no quieren, libremente, cumplirlas.
Y tampoco podría fundamentarse por qué ese pacto debería respetar algunos derechos
previos: si todo el deber surge del pacto, no puede haber derechos previos de los que surja
algún deber que deba respetarse por quienes acuerdan el pacto social. Y si no existen tales
derechos previos, que sean inherentes a la condición de ser humano, ¿por qué habría que
respetar, en ese pacto que realice la mayoría, los derechos de todos los seres humanos que
integren esa sociedad, también los de las minorías?
Por eso, o se respeta la igual dignidad inherente de todo ser humano (y los consecuentes
derechos inherentes a la condición humana), o, si se pretende otro concepto de dignidad que
no sea inherente a la condición humana, se destruye la finalidad y el fundamento que justifica
la convivencia social y el derecho.

Dignidad y fundamento del derecho

La dignidad de la persona es también, entonces, el fundamento del derecho: porque cada


persona es lo más valioso, y es esencialmente sociable (necesita de los demás para
desarrollarse plenamente), los demás deben reconocer ese valor (y nosotros debemos

178
reconocer ese valor de los demás), y respetar o darle lo que le corresponde (lo que precisa de
los demás para poder lograr ese desarrollo).
Kant, que profundizó en el concepto de dignidad, concluye que, de la dignidad de la persona,
deriva el deber de reconocerse a sí mismo y a los demás como dignos, como lo más valioso,
como fines en sí mismos, que siempre deben ser valorados y respetados.

Por eso, por una parte, cada uno tiene un derecho y un deber inherentes correspondientes a su
dignidad: un derecho, porque los demás tienen el deber de reconocerme como digno, como
persona que debe ser valorada como fin en sí; y un deber, porque también uno debe reconocer
su propia dignidad y valorarse, autoestimarse. Así lo expresa Kant (2008): «…el hombre no
puede ser utilizado únicamente como medio por ningún hombre (ni por otros, ni siquiera por
sí mismo)…» (p. 335).

Por otra parte, como los demás tienen la misma humanidad en la que inhiere esa dignidad,
también cada uno tiene el deber (inherente a la condición humana de los demás y a su
correspondiente derecho) de respetar y valorar esa dignidad: «está obligado a reconocer
prácticamente la dignidad de la humanidad en todos los demás hombres, con lo cual reside en
él un deber que se refiere al respeto que se ha de profesar necesariamente a cualquier otro
hombre» (Kant, 2008, p. 336).

En esto consiste el derecho: en que, a cada persona, por su dignidad, le corresponden


determinados actos u omisiones de los demás, que tienen, hacia él, el correspondiente deber.
Cuando lo que le corresponde es una acción de los otros, tiene un «derecho reclamo» (en la
clasificación de Holfeld46), cuando lo que le corresponde es una omisión (un no impedirle una
acción que realiza él mismo), estamos ante un «derecho libertad». A su vez, estos «derechos»
y «libertades» (y sus deberes correspondientes), cuando derivan directamente de la condición
humana, son naturales; cuando derivan de una determinación de la voluntad humana
(individual -contrato- o colectiva -ley, o costumbre), son positivos.
Como toda persona tiene la misma dignidad intrínseca (derivada de su condición humana),
todos tienen los mismos derechos naturales (también llamados derechos humanos o
fundamentales).
Si no se reconoce la igual dignidad inherente de todo ser humano, no habría derechos
humanos: no habría algo que le corresponda y sea debido por los demás, que derive de su

46
Wesley Holfeld, Fundamental Legal Conceptions, Yale U.P. New Hven, 1919, págs. 35 y ss.,
citado por Massini (2005, p. 81).
179
dignidad humana. Si se pudiera perder la dignidad, si la vida (el ser o existir de ese individuo)
dejara de ser digna, y siguiera siendo un ser humano (un ser vivo de la especie humana),
habría seres humanos sin derechos humanos.
Esto sucedió históricamente, como señala la ya citada voz «dignidad», de Wikipedia:47

A pesar de ser una idea de larga tradición, el reconocimiento jurídico de la dignidad


personal no se produjo hasta pasada la Segunda Guerra Mundial, con la Declaración
Universal de Derechos Humanos aprobada en 1948. El despojo sufrido por numerosos
grupos de población durante la guerra y los años anteriores a ella avivaron el
reconocimiento individual, en las víctimas, de la existencia de algo que no les podían
robar: la libertad interior. Este reconocimiento, experimentado por numerosas personas al
mismo tiempo, generó tras la guerra un movimiento social a favor del reconocimiento
jurídico de la idea de dignidad, con la esperanza de que episodios como los sufridos no
volvieran a repetirse. La Declaración Universal de Derechos Humanos invoca en su
Preámbulo la «dignidad intrínseca (...) de todos los miembros de la familia humana»,
para luego afirmar que «todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y
derechos» (artículo 1°).
Con posterioridad, el concepto de dignidad humana fue retomado por los dos pactos
internacionales de derechos humanos de 1966 y por la mayoría de los instrumentos
condenatorios de una serie de prácticas o directamente contrarias al valor esencial de la
persona, tales como la tortura, la esclavitud, las penas degradantes, las condiciones
inhumanas de trabajo, las discriminaciones de todo tipo, etc. En la actualidad, la noción
de dignidad humana tiene particular relevancia en las cuestiones de bioética48.
(Wikipedia, 2020, julio 30, énfasis añadido)

Si la dignidad es intrínseca, inherente a la condición humana, no depende de la voluntad, de lo


que libremente disponga el titular. Éste también tiene el deber de respetar su dignidad y, por
tanto, no puede disponer de ella, renunciar a ella.
Por consiguiente, los derechos derivados de esa dignidad (que son expresión de esa dignidad:
son la concreción del deber de valorar lo que es digno) son también intrínsecos, inherentes a
la condición humana del sujeto, y no dependen de la voluntad del titular.

47
Wikipedia (2020, julio 30). Cita a Castilla de Cortázar, Blanca (2015).
48
Wikipedia cita a:
- Roberto Andorno, «Human dignity and human rights as a common ground for a global
bioethics», Journal of Medicine and Philosophy, 2009, vol. 34, n° 3, pp. 223-240.
- Jesús Ballesteros, «Exigencias de la dignidad humana en Biojurídica», Bioeticaweb

180
La sociedad no está obligada sólo por la voluntad libre del sujeto titular, sino también por la
objetiva condición humana de esa persona, en la cual radica su dignidad, de la que surge ese
deber de respeto hacia todos.
La legalización de la eutanasia y del suicidio asistido, al negar la igual dignidad inherente de
todo ser humano, resquebraja, juntamente con el fundamento de la ética y de la sociedad, el
fundamento de los derechos humanos, pues niega su calidad de inherentes a la condición
humana y los hace depender de una valoración contingente (que puede darse o no darse: la del
titular y la del médico). Los derechos humanos pierden el carácter absoluto e indisponible, y
la misma persona (fundamento de todo derecho) pierde su carácter de absoluto e indisponible.
Y si caen los derechos humanos, caen todos los derechos que encuentran en ellos el
fundamento y límite de su obligatoriedad.

El deber de reconocer esa dignidad

Como vimos, la sociedad uruguaya se ha estructurado en torno al reconocimiento del valor


supremo (dignidad) de cada persona (y, por tanto, de su vida): un valor absoluto e
incondicional, que es inherente a la naturaleza humana, que, por lo tanto, tiene todo ser
humano por igual, cualquiera sea su situación o condición: la persona vale por lo que es, no
por lo que tiene o hace o por cómo está. Tal valor es reconocido por la sociedad en la
Constitución y en las leyes (aunque, con la ley de aborto, se introdujo una clara incongruencia
en el sistema jurídico, una violación institucional de la Constitución y de los derechos
humanos fundamentales).
Ya vimos que este deber de reconocer la igual dignidad de toda persona está reconocido en la
Declaración Universal de Derechos Humanos y en el artículo 72 y 7 de la Constitución
Uruguaya (supra capítulo II, apartado «Dignidad y derechos inherentes», p. 45 y ss.).

Dignidad y deber de respetar la vida - derecho a la vida

Entre esos derechos humanos, el primero y más inmediatamente derivado de esa dignidad de
la persona, es el derecho a la vida. Nos remitimos a lo expresado supra capítulo II, apartado
«El derecho a la vida», p. 57 y ss.
Todos tienen el correlativo deber de no matar, de no matarse, y de no ayudar a alguien a
matarse.

181
Una sociedad que no tuviera esta regla como deber – derecho fundamental, no cumpliría su
razón de ser, la finalidad para la cual existe la sociedad. Quitar la vida intencionalmente es lo
contrario a desarrollar la vida, es lo contrario a crear las condiciones para el pleno desarrollo
de todas las personas: el muerto no se puede desarrollar.
Permitir quitar la vida (más aún ayudar a quitar la vida) es lo contrario a valorar la vida. Es
reconocer que esa vida no vale, que no debe ser vivida. Es no reconocer la igual dignidad
esencial de todo ser humano.

La vida, como deber y derecho

La propia vida, por ser humana, es digna; y, por serlo, genera, en su sujeto y en los demás, el
deber de valorarla, respetarla, desarrollarla.
Por eso, la vida es, para uno mismo, un deber y un derecho.
Los derechos exigen acciones conscientes y libres de los sujetos obligados frente a ese
derecho; los deberes exigen acciones conscientes y libres del sujeto titular de ese deber. Por
eso, los deberes dependerán de que se esté en uso de las facultades de entender y querer del
sujeto titular (obligado); mientras que los derechos no dependerán de que su titular esté en uso
de esas facultades, sino de que sea humano, y de que haya otros seres humanos que puedan
hacer acciones conscientes y libres vinculadas con esos derechos. Por eso, un niño recién
nacido tiene derechos, pero no deberes. Pero, en cuanto la persona tiene la posibilidad fáctica
de realizar acciones conscientes y libres, ya tiene deberes.
La vida de una persona, considerada respecto a ese mismo sujeto, constituye un deber ético.
Y esa misma vida, considerada respecto a los demás, constituye un derecho de ese sujeto, por
cuanto genera un deber de los demás (deber relativo a un derecho -a algo que corresponde a
otro-: deber jurídico).
Y esa misma vida, considerada desde el sujeto en su relación hacia los demás, constituye para
ese sujeto un deber jurídico. Porque, como las personas se necesitan mutuamente para poder
desarrollar su vida, cada uno tiene deberes y derechos frente a los demás: tiene capacidad de
aportar un bien para los otros (en primer lugar, con su sola existencia ya uno es un bien único,
insustituible, porque es lo más valioso; y luego, con sus acciones y omisiones) y tiene
capacidad de recibir el aporte de los otros para desarrollar el propio ser. Lo que uno puede
aportar a los demás y es necesario para que ellos puedan desarrollarse es algo que corresponde
a ellos, es derecho de ellos, y es deber de uno. Ese aporte nuestro es ser y actuar; la propia

182
existencia es un don, un bien único, insustituible y supremo para los otros; y también nuestras
acciones pueden ser debidas al derecho de los demás.
Por eso, vivir es un deber, a la vez, hacia uno mismo y hacia los demás; y por esto último, es
un deber jurídico: deber de existir, de seguir siendo ese don o valor único y supremo para
todos, y deber de actuar en pro de los derechos de los demás.
Todos los deberes tienen como supuesto este deber de existir. No podríamos hacer nada por
los otros si no existiéramos.
La vida de una persona es, para él, un derecho, porque es algo que corresponde al sujeto
titular, frente a lo que otros tienen un deber. Es un derecho frente a los demás que son sujetos
pasivos frente a ese derecho: éstos tienen el deber de no perturbar y, en su caso, de ayudar al
desarrollo de esa vida. Según la posición de cada uno (de su relación con el sujeto titular), los
demás tendrán, desde un deber de no hacer (no matar, no dañar), hasta un deber más exigente
de acciones positivas para ayudar al desarrollo de esa vida (toda persona que se encuentra
ante una situación en la que otro está en peligro grave de salud o vida, aquellos que tienen una
relación de deber de cuidado, los agentes sanitarios, los padres y familiares, etc.).
Vivir es también un deber.
En primer lugar, como señalamos más arriba («Dignidad y fundamento de la ética», pág. 171
y ss.), querer vivir, querer el desarrollo de la propia vida, es un deber ético, que es el
fundamento que está presente en todos los deberes éticos.
Pero, además, es un deber jurídico: es decir, un deber, correspondiente a un derecho.
¿Derecho de quién? Del conjunto de la sociedad. Porque tenemos deberes hacia los demás.
Naturalmente, por nuestra propia condición humana, necesitamos de los demás (tenemos
derechos frente a ellos) pero también los demás necesitan de nosotros (tenemos deberes frente
a los otros). Ningún sujeto es un ser aislado, ni es sólo titular de derechos subjetivos, de
exigencias hacia los demás: tiene deberes frente a los derechos de los otros. La propia vida,
sin dejar de ser un bien para uno mismo, lo es también para los demás. La vida es de su titular,
suya, como derecho (que los demás deben respetar); y es suya y de los demás también en
cuanto deber: él y los demás deben respetar, cuidar y desarrollar su vida porque es un bien, un
fin en sí, para él y para los demás.
La primera condición para cumplir los demás deberes es vivir, por lo que el primer deber
jurídico es vivir (según el alcance natural de la propia vida). Si tuviéramos el derecho de
decidir morir, tendríamos el derecho de no cumplir ningún deber. Claramente sería
contradictorio: no hay derecho a no cumplir el deber.

183
La persona es, entonces, «dueña» de su vida, en cuanto que es beneficiaria del deber de los
demás respecto al respeto y cuidado de su vida; pero no es «dueña» con poder de disposición.
En este sentido, se dice que la persona es «administradora» y «beneficiaria» de su vida.
El derecho a la vida no es un derecho potestativo: su objeto es algo debido, no facultativo. Es
un derecho-deber.
Considerar que uno tiene un derecho potestativo sobre su vida, que puede ejercerse o no, sin
que haya ningún deber de ejercerlo, es, en primer lugar, considerar que uno mismo es una
«cosa» disponible (subordinable a otra finalidad): sería un medio, no un fin en sí; tendría
«precio» o valor relativo según esa finalidad a la que sirva como medio, no valor absoluto,
dignidad. En palabras de Kant, «disponer de sí mismo como un simple medio para cualquier
fin supone desvirtuar la humanidad en su propia persona (homo noumenon), a la cual, sin
embargo, fue encomendada la conservación del hombre (homo phaenomenon)» (Kant, 2008,
283). Considerar que uno tiene derecho potestativo sobre su propia vida es una contradicción
pues implica ser persona (para poder ser dueño) y, a la vez, no ser persona (ser cosa
dominable, disponible).
En segundo lugar, sostener que una persona tiene derecho a disponer sobre su vida implica
entender que el ser humano es un individuo aislado, desligado de los demás: que no necesita
de ellos ni ellos necesitan de él, que no tiene con los demás más deberes que los que él quiera
cumplir. Es una visión individualista, de un ser solitario, no de un ser social. Un ser así, en
palabras de Aristóteles, no es un ser humano: aquel que «en medio de su independencia no
tiene necesidades» para cuya satisfacción requiera de los demás, «es un bruto o un dios»
(Aristóteles, Política, 2005, Libro I, Cap. I).
Cada uno es un bien (un valor máximo, por su dignidad), en primer lugar, para sí mismo, pero
también es un bien, un regalo, un aporte, para los demás, por el hecho de ser lo más valioso.
Cuanto menos podamos hacer por los demás, tendremos menos deberes; cuanto más
necesitemos de los demás, tendremos más derechos. Pero, en todo caso, mientras tengamos la
posibilidad de adoptar decisiones conscientes y libres, tendremos el deber mínimo de vivir, de
seguir siendo ese valor único, irrepetible, insustituible, que somos mientras seamos seres
humanos.
Considerar que la persona tiene derecho a disponer de la propia vida es negar que la persona
tenga deberes, pues como señala Kant, uno tiene deberes «mientras viva; y es contradictorio
estar autorizado a sustraerse a toda obligación» (Kant, 2008, 282). Y, por otra parte, negar
que las personas tengan deberes implica negar que existan derechos (que siempre requieren de
una persona con el correlativo deber).

184
Dignidad indisponible, derecho a la vida indisponible (de orden público)

Por otra camino, llegamos a la misma conclusión partiendo también de la dignidad.


Como ya señalamos (supra «Dignidad y fundamento del derecho», p. 178 y ss.), como la
dignidad es inherente a la condición humana, no depende de la propia voluntad: una persona
no tiene valor porque ella se valore, sino por el mero hecho de ser humana. Por tanto, la
dignidad es irrenunciable.
Y si la dignidad es irrenunciable, todos los derechos humanos, en cuanto que están ligados a
esa dignidad de la cual son manifestación y exigencia, son también irrenunciables. Todo
derecho humano (derechos fundamentales, derivados de la naturaleza o condición humana),
en su núcleo esencial es indisponible, irrenunciable.
Si uno no se valora, no por eso deja de ser valioso (digno), y los demás tienen el deber de
considerarlo tal. El ser personal (que se debe valorar) es la misma vida personal. Por eso, si
uno no valora su vida, no por ello deja de ser valiosa, pues vale (es digna) y debe ser valorada
por ser vida humana, correspondiente a un ser humano. Por eso, esa vida (de hecho, no
valorada por su sujeto) sigue siendo derecho suyo, indisponible, irrenunciable. Y, por ello, los
demás siguen teniendo el deber jurídico (relativo a ese derecho) de respetar esa vida: la
prohibición de no matar.
Todos los derechos humanos están íntimamente ligados a la dignidad de la persona humana.
En efecto, porque el ser humano es digno, debe ser valorado, surge un deber de respetar y
promover todo lo que constituye a ese ser humano. Lo que constituye esencialmente a ese ser
(lo que actualmente es -su integridad corporal, su salud, su vida- y lo que, por ser humano,
puede llegar a ser) es lo que debe ser respetado y promovido. Eso precisamente son sus
derechos humanos, sus derechos naturales o fundamentales.
Mientras sea un ser humano, tendrá esos derechos, y los demás (todos) tendrán el deber de
respetarlos. Por eso, todos los derechos humanos son irrenunciables, como es irrenunciable la
dignidad: no dependen (la dignidad ni, consecuentemente, los derechos humanos) de la
voluntad de otros o de la propia del sujeto, porque el valor supremo (del que surge el deber
de ser valorado) no es relativo, sino intrínseco, inherente. Si un derecho humano dependiera
de la voluntad de la mayoría, o del consenso, o de la voluntad del sujeto, no sería un «derecho
inherente a la personalidad humana» (expresión empleada por la Constitución uruguaya, en
el artículo 72, para reconocer todos los derechos humanos), no sería un derecho humano.
Kant señala este carácter indisponible de la vida humana como una derivación de la dignidad
intrínseca del ser humano:

185
Según el concepto del necesario deber para con uno mismo, quien ande dando vueltas
alrededor del suicidio se preguntará si su acción puede compadecerse con la idea de la
humanidad como fin en sí mismo. Si para huir de una situación penosa se destruye a sí
mismo, se sirve de una persona simplemente como medio para mantener una situación
tolerable hasta el final de la vida. Pero el hombre no es una cosa y, por lo tanto, no es
algo que pueda ser utilizado simplemente como medio, sino que siempre ha de ser
considerado en todas sus acciones como fin en sí. Así pues, yo no puedo disponer del
hombre en mi persona para mutilarle, estropearle o matarle. (Kant, 2012, 139-140,
énfasis añadido)

También señala Kant que, por la razón, la persona, por más desesperada que esté, puede ver
que el suicidio es «contrario al deber para consigo mismo», porque puede comprobar que «la
máxima propuesta para su acción» no puede «convertirse en una ley universal de la
naturaleza» (Kant, 2012, 127, énfasis añadido), (que es el otro principio que deben seguir
todas las normas éticas).
Y si ello es así en el ámbito de la ética, con mayor razón lo es en el ámbito del derecho: si
existiera un derecho al suicidio, tal derecho constituiría una regla general de conducta, una
regla (ley) que sería imposible de generalizar, porque en lugar de ser una regla dirigida al
«bien común» (a las condiciones para que las personas puedan desarrollarse), sería una regla
dirigida a lo contrario: a facilitar las condiciones para que las personas no puedan
desarrollarse, a eliminar a los miembros de esa sociedad, a que dejen de existir y, con ello, a
que deje de existir la sociedad.
Una sociedad debe tutelar y promover las condiciones para que se puedan cumplir los
derechos. Pero una ley que establezca como ley la eutanasia como «derecho», sería una
sociedad que tutelaría y promovería el suicidio (la eliminación de las personas por su propia
voluntad: por su propia mano, con ayuda de la sociedad, o por mano de un tercero a quien la
sociedad le encargaría darle muerte).
Como veremos, es lo que, en los hechos, ha sucedido en los países que han legalizado la
eutanasia y el suicidio asistido: crece el número de muertes a petición (eutanasia y suicidio
asistido) y se mantienen los suicidios fuera de la ley. Literalmente, sería una sociedad que se
autodestruye, que se suicida.
Como ya vimos (supra capítulo II, bajo el título «Libertad y dignidad, orden público e
irrenunciabilidad de los derechos humanos», p. 48 y ss.), cuando un derecho no es disponible,

186
se dice que es de «orden público»: ello sucede, por ejemplo, en el ámbito del derecho laboral
(ver situación con la que ilustramos este caso supra p. 54) y en los bienes jurídicos tutelados
en los delitos (al menos, en aquellos que son perseguibles de oficio).
Que existan derechos de orden público implica que ese derecho no es sólo un bien para su
titular, sino que es también un bien para el conjunto de la sociedad. Como el respeto a la
dignidad personal es parte esencial del fin de la sociedad, todas y cada una de esas personas,
con sus derechos inherentes a esa dignidad, son el fin primario de la sociedad: el sentido de la
existencia de la sociedad es la tutela de estos derechos, es su razón de ser; por eso no puede
desproteger tales derechos respecto de algunos.
Hay un campo muy amplio de derechos que dependen de la voluntad de su titular (derechos
potestativos): estos pueden ejercerse o no ejercerse, pueden renunciarse o disponerse de modo
que se transfieran, por ejemplo, a cambio de un precio. Y ello es así porque son derechos que
son medios para otra finalidad (que es la persona misma): por eso pueden valuarse, tienen un
valor relativo, que dependerá de la valoración que se haga de él por su titular y por aquél que
pagará un precio. Son «cosa», no «persona». Así, son derechos disponibles el derecho a usar
o usufructuar o disponer de una cosa concreta, o de realizar una determinada actividad que
produce un beneficio. En estos casos, quien tenía el correspondiente deber frente a tales
derechos, deja de estar ligado por ese deber cuando el titular le cede ese derecho, o cuando
renuncia a él.
En cambio, en los derechos indisponibles, el deber que surge de ellos se mantiene aunque el
sujeto titular no quiera ejercer su derecho; porque también es un derecho de la sociedad. No
porque la sociedad tenga «dominio» sobre esa persona, sino porque esos derechos son parte
integrante de la misma persona. Esos derechos son la persona (constituyen su estatuto
ontológico). Por lo cual, debe ser valorado como digno, como fin en sí; no puede cederse o
renunciarse con miras a otro fin. ¿Por qué? Precisamente, porque todos los actos referidos a
una persona (también a la propia personalidad) deben tratar a ella como fin y no como medio,
como persona, no como cosa. Un acto de disposición de la propia personalidad (v.gr.,
venderse como esclavo), es indigno de la persona, por más que se acepte ser esclavo, por
ejemplo, por el precio que se le pague; porque ello sería tanto como reconocer que el dinero
percibido es equivalente al valor de la persona. Peor aún es el acto de renuncia a la propia
existencia: en ese caso, no sólo no se valora la propia vida como digna, sino que ni siquiera se
la valora como cosa: no tiene ningún valor, al punto que se la aniquila, sin nada a cambio.
En el caso del ejemplo del empleador que paga menos que el salario mínimo y por más horas
de trabajo que las permitidas, aunque el trabajador haya renunciado a ejercer su derecho a un

187
mayor salario y al pago de las horas extras, el empleador mantiene su deber con relación a
esos derechos. Como son derechos irrenunciables, el acto de renuncia de su titular no tiene
valor, no invalida la fuerza vinculante del derecho, y, en consecuencia, el obligado (el
empleador) mantiene el mismo deber. Y así, aunque el trabajador no reclame el cumplimiento
de esos derechos, podrá exigírsele su cumplimiento y ser sancionado, por ejemplo, por los
inspectores del Ministerio de Trabajo.
Lo mismo sucede con los derechos (o bienes jurídicos) tutelados por las normas penales. Los
sucesores de la víctima de un homicidio pueden renunciar al derecho de ser indemnizados
(porque es un derecho de propiedad sobre un bien concreto, una cosa disponible), pero no
pueden renunciar al bien jurídico del derecho a la vida tutelado por la sociedad mediante la
tipificación del delito de homicidio. Este derecho es de orden público, porque es un bien de la
sociedad (esencial para el fin de la sociedad: el bien común, que es ese conjunto de
condiciones para que todos se desarrollen plenamente).
Como vimos supra (capítulo II, apartado «El derecho a la vida es irrenunciable», p. 61 y ss.),
el derecho a la vida es irrenunciable, es de orden público, porque la persona es el principio y
fin supremo de la sociedad. Ello significa que la sociedad está obligada por la dignidad
inherente de todas y cada una de las personas que la integran: tiene el deber de crear las
condiciones para que todas puedan desarrollarse; entonces, su primer deber es el de reconocer
y garantizar el derecho que constituye la condición primera para que cada persona pueda
desarrollarse: el derecho a la vida, al que corresponde el deber de no matar.
Y si el derecho a la vida es irrenunciable, obviamente prima sobre el derecho a la libertad: no
hay derecho – libertad de renunciar a la vida, precisamente porque es irrenunciable.
¿Y no puede cambiar el orden público, y que un derecho que era indisponible pase a ser
disponible y renunciable? Algunos bienes jurídicos tutelados pueden variar de una sociedad a
otra, pero no el de la igual dignidad inherente a todo ser humano, y todos los derechos ligados
a ese respeto (los derechos humanos): son el fundamento de la sociedad, derivan de la
naturaleza humana (de lo que tienen en común todos los seres humanos, en todas las épocas y
lugares) y, por tanto, son esenciales a toda sociedad, y no pueden variar y tornarse
renunciables, disponibles. Si los derechos humanos son la expresión de la dignidad inherente,
renunciar a esos derechos es igual a renunciar a esa dignidad; y, como la dignidad es
irrenunciable porque es inherente, los derechos humanos también.
En el ejemplo de la irrenunciabilidad del derecho a un salario justo y a la limitación de la
jornada, se trata de derechos que tienen una medida concreta que es de carácter positivo, pero
son derechos vinculados a la naturaleza humana y a la dignidad de la persona. Si se considera

188
que éstos son valores o derechos de orden público, con mayor razón lo es el primer y
principal derecho, que es el derecho a la vida. En este caso, la medida de este derecho a la
vida es natural: la duración natural de la vida humana. Por lo tanto, la prohibición de matar
correspondiente al derecho a la vida rige por todo el tiempo de vida natural de la persona:
nunca se puede matar, que es tanto como adelantar la muerte.

Derecho a ser protegido en el goce de la vida

La tutela de la vida presente en la norma penal (que se pretende reformar con la legalización
de la eutanasia) no sólo reconoce el derecho a la vida y la consecuente prohibición de matar,
sino que implica una concreta protección de ese derecho por parte del Estado, protección que
es exigida también por la dignidad inherente de la persona. Al establecer el delito de
homicidio y de ayuda al suicidio, la ley penal está determinando que la sociedad, el Estado,
adopta una concreta actividad, y no se limita a reconocer un derecho preexistente con su
consecuente deber – prohibición.
Como vimos, la finalidad de la sociedad es crear las condiciones para el pleno desarrollo de
todas las personas, que es lo mismo que reconocer y garantizar todo lo que corresponde a la
dignidad de cada persona: sus derechos inherentes a la condición humana, y aquellos otros
derechos derivados de aquéllos, originados en la concreta forma de organizarse la sociedad y
de que las personas, mediante su libertad, acuerden nuevas formas de concretar aquellos
derechos.
El Estado, mediante estos delitos, declara que la vida es el principal bien jurídico, y por eso,
refuerza la prohibición señalando que quitar la vida es delito; y que, por serlo, no sólo causa
un perjuicio al sujeto titular del derecho a la vida, sino a toda la sociedad (que, como vimos,
se fundamenta en esta dignidad de toda persona, de toda vida humana). Y que, por tanto, si
alguien mata, independientemente de que los deudos quieran o no reclamar por los daños
causados por el homicida, como la vida es un bien jurídico tutelado para toda la sociedad
(como es de orden público), ésta, a través de sus representantes (los fiscales), perseguirá de
oficio ese delito: esclarecerá si, en el caso concreto, se actuó antijurídicamente violando ese
bien jurídico tutelado, e impondrá la pena prevista en el delito, como medio de proteger ese
bien (efecto disuasivo o de prevención de la pena) y de reparar a la sociedad el «daño»
causado a ella (efecto retributivo).
En este sentido, se entiende por qué es indiferente que la víctima haya consentido el delito:
con los delitos no se está tutelando sólo el bien jurídico (derecho) del individuo en cuanto

189
individuo, sino, más bien, en cuanto que es un bien social. Cuando los derechos son de orden
público, la renuncia a ellos por parte del titular no tiene como efecto que tal derecho deje de
obligar a todos. El derecho sigue siendo derecho, y el deber correspondiente sigue siendo
deber: y el que lo incumple actúa contra ese deber jurídico (relativo a ese derecho).
El titular podrá renunciar al derecho que surge luego de la violación de su derecho originario:
el derecho a la indemnización del daño sufrido; pero no podrá renunciar a su derecho
originario (derecho a la vida, en este caso), porque tal derecho es indisponible, irrenunciable,
de orden público; y por eso, aunque renuncie, tal renuncia no produce efecto jurídico: no se
extingue el correspondiente deber de no matar. Por lo cual, el homicida que mata a quien
renunció a su vida actúa ilícitamente, antijurídicamente, violando un derecho, por más que
hubiese mediado consentimiento y petición expresa y reiterada de la víctima. Tampoco puede
la víctima renunciar a algo que no le correspondía: a la tutela social y a la acción social
(acción pública, por medio del Ministerio Público y Fiscal) por la reparación de ese bien
jurídico tutelado que corresponde a toda la sociedad. Por eso, el delito no es afectado por el
consentimiento de la víctima: sigue habiendo delito, y sigue correspondiendo una pena.
El valor de la vida humana (el carácter digno de ésta), tal como está presente en el bien
jurídico tutelado por las normas penales que se pretenden modificar, es, como vimos, un valor
inherente a la condición humana, no depende de la valoración del propio sujeto. Por eso, la
vida, por ser digna, obliga a su titular: éste no debe renunciar a ella; si lo hace, actúa contra su
dignidad. Por ello, tal renuncia es inválida, no tiene ningún efecto jurídico: no determina que
la persona pierda su derecho a la vida, porque no determina que deje de ser un ser humano (y,
mientras lo sea, debe respetarse y tratarse como tal); y por ello, no se modifican los deberes de
los demás de respetar a esa persona como digna, de respetar su vida como lo más valioso.
Entonces, ¿por qué no está penalizado el suicidio? ¿Por qué hay una causa de perdón judicial
para el caso del homicidio piadoso? Porque ello no implica una desprotección del derecho a la
vida.
En efecto: en el caso de la no penalización del suicidio, se ha considerado que su previsión
como delito no tendría como efecto la protección en el goce del derecho a la vida. Porque, en
un caso, si muriera, sería inútil establecer el delito para tal protección del derecho a la vida,
pues no se podría penalizar al suicida (sería imposible cumplir la finalidad retributiva), ni,
antes de morir, se lo podría disuadir con la amenaza de una pena, pues él mismo querría
aplicarse la mayor pena posible, la muerte (sería imposible cumplir la finalidad preventiva).
Y, en el caso de que sobreviviera, si se penara el intento del suicidio, sería contraproducente,
pues no sólo no se lograría la prevención por la razón ya expuesta, sino que, además,

190
incentivaría a que la persona se esforzara más para ser efectivo en quitarse la vida (como ya se
vio con la tercera crítica a la fundamentación de un supuesto derecho al suicidio derivado de
la no tipificación de éste como delito, supra p. 133)49.
En el caso de la previsión del perdón judicial para el homicidio piadoso, si bien puede ser
discutible, es claro que, al mantenerse el delito, al no establecerse (como se pretende con el
proyecto en análisis) una causa de justificación que determine que el acto sea lícito, se
preserva el carácter inherente, absoluto e irrenunciable del derecho a la vida. En efecto: se
considera que hay delito de homicidio; que, por lo tanto, la renuncia del derecho a la vida no
es válida; que, por tanto, el homicida no actúa conforme a derecho (con una causa de
justificación), lícitamente, sino que está violando una prohibición, la prohibición de matar;
que está atentando contra un bien jurídico tutelado por la sociedad como esencial: la vida y,
por ello, comete un delito. Además, la causa de impunidad no se basa en una condición o
circunstancia de la víctima (lo que implicaría otorgar una menor protección, una menor
valoración, a determinadas personas), sino en las circunstancias personales del victimario.
Dada la diferente peligrosidad del homicida (pues actuó por motivos subjetivos de piedad,
ante súplicas reiteradas de la víctima, y contaba con antecedentes honorables), atendiendo a la
situación concreta, el juez puede exonerarlo de pena (no de culpabilidad y responsabilidad por
el delito).
Por ello, estas normas no implican que la vida sea disponible, renunciable, no absoluta (que
prime la libertad del sujeto por sobre el derecho a la vida), ni que haya un supuesto «derecho
al suicidio», sino todo lo contrario: manifiestan que no hay derecho a disponer de la propia
vida.
Ciertamente, cuando es el propio titular quien atenta contra su misma vida, el derecho a ser
protegido en el goce de la vida es más difícil (imposible que sea plenamente eficaz). La
sociedad debe hacer lo posible, no lo imposible («ad imposibilia, nemo tenetur», dice el
adagio latino: nadie está obligado a lo imposible). Pero, hay una gran diferencia entre una
sociedad que no puede evitar todos los suicidios y una sociedad que considere que el suicidio
es un derecho (por tanto, parte del bien común, de lo que la sociedad debe facilitar, creando
las condiciones y garantizando el efectivo cumplimiento de ese derecho).

49
Pero, como indicamos supra p. 147, no sería contraproducente que se indique que el suicidio
es delito, aunque no se le aplique una pena.
191
La igualdad del derecho a la vida

También como consecuencia de la dignidad inherente de toda persona, la tutela del bien
jurídico vida en la normativa penal vigente se realiza respetando el carácter inherente del
derecho a la vida, y consiguientemente, la igualdad de este derecho para todos los seres
humanos.
[Un paréntesis: como ya señalamos, hay una excepción introducida por la ley de interrupción
voluntaria del embarazo. Esa ley, como explicó con claridad el profesor Risso en su momento,
en la Comisión de la Cámara de Representantes, el 4 de setiembre de 2012, es contraria a los
derechos humanos y a la Constitución. En particular, señala que viola el principio «pro
homine»(se debe buscar la interpretación del derecho que más ampliamente favorezca a su
titular: en ese caso, al hijo); que, si se pondera con el derecho a la libertad de la madre, debe
primar el derecho a la vida por las reglas de la ponderación, porque se afecta el contenido
esencial del derecho a la vida (no así el de la libertad de la madre, que no se afecta de modo
definitivo); que viola el derecho a la igualdad (no se protegería igualmente a los distintos
seres humanos, según la edad gestacional, que no está justificada como criterio de
discriminación justificado; y tampoco serían tratados igualmente la madre y el padre en
cuanto a sus deberes-derechos en relación con sus hijos). Por ello, concluye: «Considero que
la interrupción libre del embarazo por parte de la mujer es contraria a la Convención
[Interamericana sobre Derechos Humanos] y a la Constitución uruguaya». Y, más adelante:
«creo que habilitar el aborto libre a la mujer, aunque sea dentro de las doce primeras semanas,
colide contra las normas nacionales e internacionales, porque hay una desproporción en los
bienes jurídicos que están en contraposición» (Risso, 2012).
Aún no ha habido pronunciamiento de la Suprema Corte de Justicia sobre la
constitucionalidad de la ley de interrupción voluntaria del embarazo. Sí están todos los
antecedentes del supremo tribunal, ya citados (supra p. 60), en los que se expresa tajantemente
sobre el carácter absoluto del derecho a la vida.
Pero es de poca lógica jurídica argumentar (como se ha hecho, por ejemplo, en programas
televisivos) que, si ya está permitido por una ley que se dé muerte con intención de matar a un
ser humano que no consintió en tal acción, no debería prohibirse hacerlo a quien lo hace a
solicitud expresa de la víctima. No tiene lógica jurídica porque el hecho de que una ley lo
permita no significa que ello sea conforme con el ordenamiento jurídico integralmente
considerado, pues hay una jerarquía normativa, y las leyes contrarias a la Constitución y a los
derechos humanos fundamentales en ella reconocidos son inválidas. Y del hecho de que ya se

192
haya sancionado una ley anticonstitucional y violatoria de los derechos humanos, no se puede
deducir que sea conveniente y acorde a derecho sancionar otras viciadas de la misma forma.
En todo caso, según ya señalamos (supra capítulo II, apartado «El derecho a la vida es igual
para todos los seres humanos», p. 58), todos tienen el mismo derecho a la vida, porque es
inherente a la condición humana, y ésta es igual en todo ser humano. No hay nadie a quien se
pueda matar lícitamente (salvo a quien esté atentando contra otra vida, en la medida que sea
necesario quitar su vida para proteger la vida atacada), ni hay nadie que pueda matar
lícitamente (con la misma salvedad). No hay nadie que pueda renunciar a su vida válidamente
de modo que pase a ser lícito matarlo.
Todos serán igualmente protegidos en el goce de su vida (en la medida de lo posible).

El carácter absoluto del derecho a la vida

La igual dignidad inherente, y la igualdad entre ser personal y vida de la persona, determinan
el carácter absoluto del derecho a la vida y su irrenunciabilidad, como ya se explicó en el
apartado titulado «El derecho a la vida es absoluto», p. 59 y ss., al que nos remitimos.

La medida del derecho a la vida: la muerte natural

Pero que el derecho a la vida sea absoluto no significa que no tenga una medida (una concreta
determinación de qué acciones u omisiones corresponden a tal derecho). Tiene una medida
natural: la medida del propio ser, contenida en su esencia o naturaleza. No tengo el derecho
(ni el deber) de ser más que lo que soy y lo que puedo ser en virtud de lo que soy. (No tengo
el derecho a ser «superman», ni los demás tienen el deber de reconocerme como tal; pero
tengo el derecho a ser lo que puedo ser gracias a que soy humano: a conocer, aprender,
querer, asociarme con otros, formar una familia, etc.). Esa posibilidad de ser derivada de la
propia esencia es lo que Aristóteles llamó naturaleza. Por eso, tengo derechos naturales.
Parte de la medida natural de esa vida (y del consecuente derecho-deber natural sobre ella) es
la duración natural de la misma. La vida humana está limitada naturalmente en su duración.
Todos los derechos son algo determinado, una acción u omisión que es debida por alguien. El
derecho tiene los mismos límites (determinaciones, condiciones) que el deber
correspondiente. Lo que le corresponde a alguien por su mismo ser (fundado en su dignidad)
está delimitado por su esencia: lo que le corresponde en cuanto ser humano. No es un ser
estático, sino dinámico: no es sólo lo que actualmente es, sino lo que puede ser, lo que puede
desarrollar de su ser. Su derecho es lo que los demás deben hacer o no hacer para que él pueda

193
desarrollarse, según esos límites esenciales de su ser. Conforme a esta esencia, el ser o la vida
de los seres humanos tiene una medida: la vida natural de las personas. Más allá de esta vida,
no hay desarrollo posible para el que se requiera la ayuda o el respeto de los demás: no hay
derecho ni deberes correlativos.
Por ello, la muerte natural es también algo que le corresponde a cada uno como suyo (como
derecho), y los demás tienen el correspondiente deber de respetarlo. De allí que sea contraria a
la naturaleza humana la obstinación terapéutica: el prolongar artificialmente la vida humana,
sin una proporcionada esperanza de curación.

Nadie duda hoy de que la obstinación terapéutica constituye un error, médico y ético,
muy difícil de justificar. Todos comparten la idea de que aplicar tratamientos
deliberadamente inútiles cuando ya no hay esperanza razonable de recuperación, en
particular cuando provocan dolor y aislamiento, quebranta la dignidad del moribundo.
(Herranz, 1999, p. 6, énfasis añadido)

En nuestro medio, la Dra. Marta Bove (especialista en Cuidados Paliativos), en jornada


organizada por FEMI, titulada «Muerte digna: sus fundamentos éticos, médico - legales y
normativos», 25 de julio 2020, aclara que «no es eutanasia», sino «adecuación del esfuerzo
terapéutico» el

retirar o no iniciar determinadas medidas terapéuticas, porque el profesional sanitario


estima que, en la situación concreta del paciente, son inútiles o fútiles, ya que tan sólo
consiguen prolongarle la vida biológica, pero sin posibilidad de proporcionarle una
recuperación funcional con una calidad de vida mínima. (…) En esta situación, es la
enfermedad la que produce la muerte del enfermo, y no la actuación del profesional.
(Bove, 2020, julio 25, énfasis añadido)

Por eso, toda persona tiene el derecho-deber de vivir el tiempo determinado por la naturaleza
humana. Esto es, como vimos (supra capítulo I apartado titulado “La «muerte digna» no es
eutanasia: la excluye, y exige los cuidados paliativos”, p. 23), lo que está consagrado como
derecho del paciente de morir dignamente.

194
Dignidad y deber de ayudar al más necesitado

El deber de respetar la vida, de no matar, es el mínimo de los mínimos: es lo menos que se


debe exigir respecto de toda persona, en función de su dignidad. Es un deber omisivo: un no
hacer, que siempre es posible, en la medida en que la prohibición refiere, como mínimo, a las
acciones libres realizadas con la intención de dar muerte (y siempre es posible no hacer una
acción libre: si no, no sería libre).
Pero, como veremos luego con mayor detenimiento, la dignidad exige una serie de acciones
positivas, que dependen de la situación de la persona que requiere esa ayuda (de su necesidad)
y de la posición relativa (que determina deberes específicos) y la posibilidad real que tengan
quienes deben ayudar.
La expresión del deseo de morir, e incluso el pedido de eutanasia o de ayuda al suicidio,
ponen de manifiesto una particular necesidad de ayuda de esa persona y, por tanto, un
particular y mayor deber de ayudarlo por parte de quienes tienen el deber de ayudarlo,
aliviarlo y acompañarlo.
En este sentido, afirma Herranz (1999):

… el deseo de morir de los pacientes terminales o los moribundos no constituye ningún


derecho legal a morir a manos de otra persona. Es más: el respeto de la vida y de la
dignidad del hombre constituye, según algunos, un derecho que ha de ser cumplido tanto
más cuanto mayor es la debilidad del moribundo. En efecto, el Comité Nacional de Ética
para las Ciencias de la Vida y de la Salud, de Francia, señaló, en una declaración sobre la
práctica de experimentos en pacientes en estado vegetativo crónico, que «los pacientes en
estado de coma vegetativo crónico son seres humanos que tienen tanto más derecho al
respeto debido a la persona humana cuanto que se encuentran en un estado de gran
fragilidad». (p. 4)

Como señalaba el Dr. Tabaré Vázquez, «El verdadero grado de civilización de una nación se
mide en cómo se protege a los más necesitados» (veto a la Ley de Derechos sexuales y
reproductivos).
A una persona que está con dolores insoportables o angustiada por una enfermedad terminal,
hay que ayudarla, protegerla, no eliminarla. Cuando alguien piensa que su vida es un estorbo
para los demás, que su vida no tiene sentido, no hay que contestarle: «sí, es verdad, eres un
estorbo, tu vida es inútil, no vale la pena que sigas viviendo». Quien pide ayuda para

195
suicidarse está pidiendo ayuda para vivir, para aliviar su dolor, su angustia, su desesperanza:
una ayuda para encontrar un sentido a su vida, un saberse valorado por los demás.

Dignidad y fundamento de las relaciones familiares

Vimos que, de la dignidad de la persona, derivan los deberes que se tienen a su respecto. Que
el primer deber, el más mínimo, es respetar a la persona en lo que él es, su vida: el primer
deber es una omisión: no matar. Pero también señalamos que la dignidad de la persona exige
mucho más que el mero no matar, y el no dañar: si es lo más valioso, debe quererse su bien, se
lo debe querer como fin en sí mismo (querer su bien es querer que sea todo lo que puede
llegar a ser). Este deber ético, además de incluir el deber de no tratar al otro como un medio
para otro fin (que lo aparte del fin en sí que es él, de su bien), implica muchas acciones
positivas que son debidas a esa dignidad.
Todos tenemos el deber de respetar la vida y, por tanto, de no matar: es un deber que no
admite grados, es «a todo o nada», al decir de Robert Alexy. Pero los deberes positivos de
acompañar, aliviar, ayudar, valorar con signos externos… dependen de la relación que se
tenga con el paciente: en primer lugar, los familiares más directos y, luego, el personal de la
salud, tienen un particular deber en este sentido.
Los familiares más próximos son quienes están más obligados a acompañar, ayudar, respetar,
aliviar y valorar al paciente. Por ello, es de ellos de quien más necesidad tiene la persona que
está en ese estado de mayor vulnerabilidad debido a la enfermedad, la angustia ante la muerte,
el dolor o la situación de dependencia e invalidez por la edad o la enfermedad.
La familia es el lugar en que, naturalmente, en principio, más se quiere a la persona por lo que
él es: se quiere su bien, independientemente de qué aportes haga a la comunidad familiar,
independientemente de lo que haga, de sus virtudes, de lo que cueste atenderlo, de cuán
autónomo sea, de si está sufriendo o no, de si está sano o enfermo, etc. Y cuanto más
necesitado está, más se lo quiere, más se lo ayuda. Esta ayuda, este acompañamiento, este
afecto … son acciones positivas debidas a la dignidad de la persona. Serán deberes
mayormente éticos, pues no alcanzará la mera acción externa sin el afecto, sin ese acto interno
que no es posible exigir por el Derecho, pero la existencia de estos valores éticos son parte
esencial de lo que la sociedad debe fomentar y no entorpecer (vid supra apartado titulado
«Diferentes sentidos de libertad», literal (b), p. 150).
Este sentirnos queridos por lo que somos, de un modo incondicional, nos ayuda a descubrir
nuestro valor, nuestra dignidad como personas, y nos permite descubrir que los demás,

196
semejantes a nosotros, tienen esa misma dignidad, y merecen también nuestro respeto y
ayuda.
Estos deberes familiares basados en la dignidad de cada persona, en su carácter de ser único,
insustituible, como lo más valioso, cuya existencia se quiere incondicionalmente, se verían
afectados por la legalización de la eutanasia, pues es una norma que afirma el principio
contrario: para la sociedad, la familia ya no debería querer incondicionalmente a quien esté
con una enfermedad terminal, o a quien tenga un sufrimiento físico o moral que le resulte
«insoportable».
La legalización de la eutanasia y del suicidio asistido interpone en esa relación un elemento
perturbador: la posibilidad de eliminar a la persona, y con ello, de poner fin a esa necesidad de
ayuda, alivio, compañía, etc. (con la dedicación, el tiempo, la tensión, el sufrimiento y los
gastos que ello implica). Esta posibilidad supone un mayor peso para el más vulnerable: la
persona enferma, sufriente, el anciano. Sentirá que puede liberar a sus seres queridos de esa
dedicación, sufrimiento, tiempo, gastos, etc., y que sería egoísta, de su parte, no hacerlo.
Así, se altera la relación, basada en la dignidad de persona, que exige considerar a cada uno
como fin en sí, «alguien» (no «algo») que debe ser querido siempre, incondicionalmente. Se
debe querer su ser («¡qué bueno que tú seas!»; «quiero que seas tanto cuanto puedas ser», son
las expresiones positivas de la primer regla ética universal señalada por Kant: no tratar a
ninguna persona como medio para otro fin, sino como fin en sí). Porque la persona es un ser
único, insustituible, lo más valioso y, por ello, digno de ser querido siempre e
incondicionalmente. A una persona (a diferencia de las cosas) no se la puede querer (querer
que sea, que exista) con la condición de que no cause molestias, que sea independiente y
autónomo, que sea joven y fuerte, que esté sano y no sufra. Por su dignidad, se la debe querer
incondicionalmente. Si no, no se querría a la persona como fin en sí, como persona, sino
como medio para otra finalidad: lo que se querría sería su salud, su juventud, en cuanto me
agradan a mí y no me causan molestias ni sufrimientos. Es más, cuanto más enferma,
sufriente, anciana y dependiente sea una persona, más derecho tiene a esas manifestaciones de
respeto y valoración, a más ayuda, compañía y alivio debidos por sus familiares. Con la
legalización de la eutanasia, a estos familiares, que tienen un mayor deber, se les da un arma
para deshacerse de esos deberes, eliminando a la persona vulnerable.
Christopher De Bellaigue (2019, enero 18), en el diario británico The Guardian, recoge
testimonios de varios médicos holandeses y belgas, en un artículo titulado: «Death on
demand: has euthanasia gone too far?», con un copete que resume el contenido: «Countries
around the world are making it easier to choose the time and manner of your death. But

197
doctors in the world»s euthanasia capital are starting to worry about the consequences». El
periodista relata el caso, atestiguado por una doctora belga, de

la presión ejercida por la esposa de un paciente aquejado de demencia, que antes de caer
en ese estado había pedido la eutanasia si su condición empeoraba. Una vez que agravó,
su decisión cambió, pero la mujer insistía en que diera el paso. La especialista se negó a
eutanasiarlo, pero cuando se fue de vacaciones y regresó, se enteró de que un colega
había accedido a hacerlo. (De Bellaigue, 2019, enero 18)

Ella se lamenta: «Soy una doctora y no puedo garantizar la seguridad de mis pacientes más
vulnerables» (ibid.).
Con la legalización de la eutanasia, además, no importará cuál sea la causa de que una
persona considere que su sufrimiento es «insoportable»: podría serlo porque no tiene la ayuda
que se necesitaría para soportarlo; podría serlo porque esa valoración que necesita no se la
esté dando la propia familia... Según la valoración social contenida en la ley de eutanasia, esa
persona sufriente no tendría «derecho» a que sus familiares deban sufrir por él, deban
«molestarse» en acompañarlo, deban gastar dinero, tiempo, para ayudarlo en los menesteres
más menudos. Es más: se considerará que no es digno, no es acorde con la dignidad humana
llegar a ese grado de dependencia, a «la humillación de necesitar ayuda de otros para todo»
—como señala Ope Pasquet (2020, agosto 17)—:

Pienso en la persona que se encuentra en las etapas finales de una enfermedad incurable e
irreversible, (…) entiendo que no quiera recorrer paso a paso todo el camino que tiene por
delante, y que prefiera evitarse los padecimientos consiguientes (el dolor físico, la
humillación de necesitar ayuda de otros para todo, la angustia ante la terminación de la
vida, el dolor de los familiares, etc.) anticipando lo inevitable. En otros casos puede no
haber dolor físico, ni inminencia de la muerte, pero sí un sufrimiento moral insoportable.
Pienso en el cuadrapléjico, cuya perspectiva es la de permanecer absolutamente
inmovilizado mientras viva, acaso años, acaso décadas… (Pasquet, 2020, agosto 17)

A quien más ayuda necesita, la sociedad, a través de la ley, le está diciendo: «no tienes
derecho a esa ayuda, porque no tienes por qué seguir viviendo, ya tu vida no tiene sentido, no
tiene valor, no debe ser valorada; no vale tu esfuerzo ni tu sufrimiento; tampoco tienen por
qué valorar tu vida tus familiares, no tienen por qué ayudarte; estás siendo un peso para ellos,

198
un estorbo, un motivo de sufrimiento; ya no sirves, puedes dejar de existir, que para ellos va a
ser mejor».
Es más, no querer quitarse la vida en esas circunstancias, pasará a ser visto como «egoísmo».
La eutanasia, como algo que, en lugar de ser un atentado a la dignidad pasaría a ser algo
exigido por la dignidad, una muerte digna, algo deseable, se convertirá en una enorme presión
para quien más vulnerable es, quien más debilitada tiene su libertad por esa vulnerabilidad,
quien más necesita, para encontrar sentido a su vida, saberse digno, valorado…, este
«derecho», sembrará en él la desconfianza precisamente sobre el sentido de su vida y sobre la
valoración que de él tienen sus seres queridos.
Entonces, la supuesta razón «humanitaria» de la eutanasia, la supuesta «buena muerte», lo que
estará fomentando será una muerte en absoluta soledad: en la que la persona ya no se sentirá
querida, valorada, donde los demás estarán diciéndole que no lo valoran, que su vida no vale,
que sólo valía cuando estaba sano, cuando no sufría, porque servía para mejorar el bienestar
de los demás; una vez que dejó de ser útil para eso, dejó de valer, se lo puede descartar... No
hay mayor soledad que saber que los demás no quieren que uno exista.

Dignidad y fundamento de las profesiones sanitarias

El respeto a la dignidad del paciente es también el principio fundante de toda la ética médica.
«El médico deberá siempre respetar al ser humano que ha confiado en él» (Ley Nº 19.286,
Código de Ética, 2014, septiembre 25, art. 29). No sólo debe «respetar la vida, la dignidad, la
autonomía y la libertad de cada ser humano», sino que positivamente debe «procurar como fin
el beneficio de su salud física, psíquica y social» (id., art. 3); por ello, debe «procurar que el
paciente reciba el apoyo emocional necesario y facilitarle el acceso a la ayuda espiritual o
religiosa que este requiera» (id., art. 26, d).
La función social de las profesiones de la salud determina una particular posición y un
particular deber en relación con las personas que padecen una enfermedad.
El principio de la igual dignidad inherente de todo ser humano está presente en todos los
principios y reglas de la ética médica. El médico (y el personal sanitario), como toda persona,
está obligado a respetar incondicionalmente la dignidad inherente de toda persona,
independientemente de su estado de salud, de sufrimiento, de cercanía a la muerte, de
independencia o de conciencia, y de cualquier otra condición.
De este principio se deriva, en primer lugar, también como para toda persona, un deber de no
hacer: no dañar. «Primum non nocere» (primero, no dañar) es el primer principio de lo que

199
debe hacer un médico. Implica no hacer acción alguna que tenga como finalidad causar
positivamente un daño a la salud, a la vida y al bienestar del paciente.
Como vimos, este deber de no dañar incluye el no dañar la vida (no matar), y no dañar el
bienestar del paciente cuando no es posible curarlo. Por eso, están prohibidas tanto la
eutanasia como la futilidad terapéutica. Y así lo establecen las normas vigentes, tanto desde la
perspectiva de los deberes del médico (Ley 19.286, Código de Ética del Colegio Médico),
como desde la perspectiva de los derechos del paciente (Ley 18.335)50.
Desde Hipócrates (s. V a.C.), la medicina tiene este precepto claro, repetido en el juramento
hipocrático: «Y no daré ninguna droga letal a nadie, aunque me la pidan, ni sugeriré un tal
uso…». Este juramento, a lo largo de la historia, permitió a la medicina proteger al paciente
vulnerable.
Como señalara el médico de cámara de Goethe, Christoph Wilhelm Hufeland, en 1806,

«Todo médico ha jurado no hacer nada que podría acortar la vida de un hombre (…). Si
un enfermo es atormentado por un mal incurable, si él mismo desea morir (…), cuán fácil
puede irrumpir, incluso en el alma de un hombre bueno, el siguiente pensamiento: ¿no
debería estar permitido o incluso ser un deber el liberar al sufriente, antes, de su carga
(…)? Por muy verdadero que parezca este razonamiento, por mucho que la voz del
corazón lo apoye, sin embargo, es falso, y tal modo de actuar sería en el sentido más
pleno algo injusto y punible. Anula la esencia del médico. El médico no debe sino
conservar la vida; si ella es una suerte o una desgracia, si tiene valor o no, esto no le
concierne. Pero si se arroga la facultad de introducir esta consideración en su oficio, las
consecuencias son imprevisibles y el médico se transforma en la persona más peligrosa
del Estado. Pues una vez que se ha cruzado la línea y el médico cree que tiene derecho
a decidir sobre la necesidad de una vida, entonces solo se necesita una progresión
gradual para que comience a juzgar sobre el no-valor y en consecuencia sobre la no-
necesidad de la vida de un hombre también en otros casos.»51 [Y añade Hohendorf:]
aunque el término de la vida esté motivado también por la empatía y el deseo del

50
Vid supra capítulo I apartados «La negativa a tratamientos fútiles no es eutanasia (futilidad u
obstinación terapéutica y ley de voluntad anticipada)» (p. 21 y ss.), “La «muerte digna» no es
eutanasia: la excluye, y exige los cuidados paliativos” (p. 25 y ss.), “La prohibición de la eutanasia por
la Ley N.º 19.286 (Código de Ética del Colegio Médico) subsiste” (p. 35 y ss.) y “Tampoco se
modifican los derechos de los pacientes: siguen teniendo «derecho a una muerte digna», natural” (p.
36 y ss.).
51
Señalan la fuente: Cf. Cristoph Wilhelm Hufeland, Enchiridion Medicum Oder Anleitung Zur
Medicinischen Praxis: Vermächtniss Einer Fünfzigjährigen Erfahrung (Herisau: Im-Ltteratur
Comptoir, 1837), 502.
200
paciente, el dar muerte médicamente supone un juicio de valor sobre la vida concreta
de un hombre que habría que acortar. (Hohendorf et al., 2019, posición 701, énfasis
añadido)

Las circunstancias históricas, culturales y de avance de la medicina, desde entonces, no han


hecho sino mejorar. La exposición de motivos del proyecto de ley presentado en Uruguay por
el Diputado Ope Pasquet alega un cambio en los «valores vigentes en la sociedad», como si
fuera un signo de progreso en el reconocimiento de la dignidad de la persona el aceptar como
valioso, en las circunstancias previstas por la ley, el matar o ayudar al suicidio. En tiempos de
Hipócrates, se practicaba la eutanasia (por eso era condenado por las escuelas pitagórica y
aristotélica) y la eugenesia, y los espartanos despeñaban desde el Monte Taigeto a los recién
nacidos con defectos físicos. En aquel entonces, la medicina no había logrado los actuales
avances en los cuidados paliativos, que permiten aliviar el dolor y la angustia, y sin embargo,
la eutanasia era objeto no sólo de condena ética, sino que su rechazo era esencial a la
profesión médica.
Como señala Herranz (1999),

El precepto ético de no matar al paciente está presente e íntegramente conservado en la


ética profesional del médico desde su mismo origen en el Juramento hipocrático. Un
análisis comparado sobre las normas sobre la atención médica al paciente terminal
recogidas en los códigos de ética y deontología de 39 asociaciones médicas nacionales de
Europa y América, mostró la profunda unidad de la tradición común: junto a la condena
unánime de la eutanasia y la ayuda médica al suicidio y del firme rechazo del
encarnizamiento terapéutico, se recomiendan los cuidados paliativos de calidad como
medida proporcionada a la dignidad del moribundo. Justamente, muchos códigos invocan
la protección de la dignidad humana del paciente crónico o terminal como razón
fundamental para el tratamiento diligente del dolor o del sufrimiento. (p. 4)

Quienes mejor conocen las condiciones de sufrimiento que enfrentan los pacientes que cursan
enfermedades terminales, que están próximos a morir, rechazan la práctica de la eutanasia,
como algo impropio de la dignidad de la persona y de la profesión médica. En Cuidados
Paliativos se sabe que, cuando un paciente pide morir, lo que está solicitando es ayuda para
aliviar su sufrimiento, para descubrir un sentido y un valor a la situación que está viviendo. La
eutanasia es la respuesta opuesta: es contestarle: «de acuerdo, tu vida no vale, lo que es lo
mismo que decir: tú no vales, no tienes dignidad, no eres “alguien”, sino “algo”, una cosa que

201
puede descartarse, desecharse; valías antes, cuando no sufrías; ahora que sufres, en lugar de
aliviarte, te descarto, te mato, así dejas de ser una carga, un problema para los demás».
En los cuidados paliativos, este principio de no dañar es el supuesto y la condición para poder
cumplir la finalidad específica de este sector de la medicina: aliviar, acompañar,
particularmente -aunque no sólo-, en las situaciones más dolorosas, en las que no hay
expectativa de cura, o cuando la muerte está más próxima. No se puede aliviar el sufrimiento,
que tiene un componente muy alto de soledad, de sentirse una carga inútil, de no valorarse, si
quien pretende brindar ese alivio no está dispuesto a acompañar incondicionalmente, hasta el
final (hasta el final natural de la existencia del paciente), si está dispuesto a considerar que es
correcta la apreciación del paciente respecto a la ausencia de valor de su vida, e incluso está
dispuesto a darle muerte. El principio del no abandono es fundamental para los cuidados
paliativos. Es determinante para la efectividad de los cuidados paliativos que el paciente sepa,
desde el primer momento, que su médico no es alguien que está dispuesto a darle muerte: ello
es clave para lograr su alivio, para que éste se sienta valorado como ser único, como lo más
valioso, como ser digno, a quien gustosamente se lo acompaña y se lo cuida, se lo acompañará
y se lo cuidará, por quien se hará lo imposible para que no sufra… Es de capital importancia
la exclusión de la eutanasia como posibilidad, precisamente para que el paciente pueda
confiar en esa ayuda profesional y humana que le ofrecen los cuidados paliativos.
Esa confianza del paciente hacia el médico es fundamental en todos los ámbitos de las
profesiones médicas: confianza que se basa en que el personal de la salud es una persona,
formada y competente, que hará lo posible para sanar (no matar) y, en caso de que no sea
posible, tratará de acompañar y aliviar al paciente.
La comunidad médica, con algunas excepciones a comienzo del siglo pasado (como veremos
en el capítulo VI —infra págs. 309 y ss.), se ha pronunciado enfáticamente contra la
eutanasia.
Ya señalamos lo que establece el Código de Ética del Colegio Médico del Uruguay sobre este
deber de no dañar concretado en no practicar la eutanasia.
El Diputado Ope Pasquet considera que esta oposición entre lo que establece su proyecto y lo
que prevé la Ley 19.286 (que sanciona el Código de Ética) no configura una antinomia
jurídica (una contradicción entre normas), pues entiende que su proyecto de ley refiere a una
norma jurídica penal mientras que la Ley 19.286 refiere a una norma ética, no jurídica.
No es del todo correcta esta apreciación.
Ciertamente, la Ley 19.286 no está tipificando el delito de eutanasia o de suicidio asistido:
tales delitos estaban ya previstos en el Código Penal vigente en Uruguay. Añade, a la

202
prohibición penal que se da con carácter general (para todos, no sólo para los médicos), la
especial prohibición que tienen los médicos por lo que constituye la finalidad específica de su
profesión.
Tal prohibición no es de carácter penal, en sentido estricto, pues la tipificación de delitos y la
estipulación de la pena correspondiente a ser aplicada con la fuerza coactiva del Estado está
reservada a la ley («nullum crimen, nulla pena, sine lege»).
Pero es una prohibición no sólo ética, sino también jurídica. En efecto, las prohibiciones
exclusivamente éticas refieren sólo a las acciones privadas que no afectan al orden público ni
perjudican los derechos de terceros (a las que no salen de la intimidad de la persona). Hay una
vinculación muy estrecha entre ética y derecho penal: los bienes jurídicos tutelados por la ley
penal corresponden a valores éticos que la sociedad considera fundamentales para organizar la
convivencia; tales bienes constituyen los principios de los que se derivan los delitos; por lo
que las acciones que son consideradas delitos no sólo están prohibidas por la ley jurídica
penal, sino también por las normas éticas. Pero no hay confusión entre ambas normas
(jurídicas y éticas), aun en el campo de coincidencia, porque las prohibiciones éticas
coincidentes con una prohibición jurídica exigen algo más: no sólo la no realización de la
acción, sino también la intención de no hacerla. Sin embargo, esta prohibición de la eutanasia
por parte del Código de Ética Médica es, a la vez, ética y jurídica.
En efecto, la prohibición del artículo 46 de la Ley 19.286 atañe a la objetividad de la acción,
no al ánimo justo o injusto de quien la realiza; y es una acción (u omisión) que corresponde,
como deber, frente al derecho de un tercero. El paciente tiene derecho a ser curado, cuidado,
aliviado y no matado. El médico tiene el correspondiente deber jurídico (relativo a ese
derecho) de no proporcionarle medios para que se suicide y de no matarlo.
La norma es, además de jurídica, una norma penal, en sentido lato: pues prohíbe una conducta
determinada por cuanto afecta a un bien jurídico tutelado específico de esa comunidad: el
Colegio Médico del Uruguay; y prevé una sanción punitiva (no resarcitoria), como forma de
restaurar lo que constituye un valor esencial para toda la comunidad médica: el respeto
incondicional a la vida del paciente, deber exigido por el la igual dignidad de toda persona.
Cada sociedad tiene sus valores, sus bienes jurídicos fundamentales que constituyen la razón
de ser de esa comunidad. Tales comunidades tienen una potestad jurídica originaria, no
delegada, por la cual se organizan y establecen sus reglas de conducta de carácter jurídico.
También una empresa tiene sus reglamentos de personal en los que se establecen sanciones
para aquellas conductas que agravian los principales valores o bienes jurídicos de esa
comunidad de trabajo. El Estado no debe inmiscuirse en estas regulaciones, salvo que

203
impliquen violación de derechos indisponibles (no renunciables). Menos puede pretender
incidir en cambiar normas que están establecidas precisamente para tutelar la dignidad
inherente a toda persona humana y el derecho fundamental, irrenunciable y absoluto, a la
vida, con la consecuente prohibición absoluta de no matar.
El Colegio Médico no podría prever una sanción penal afectando derechos que corresponden
a los médicos independientemente del ejercicio de su profesión médica (como podría ser la
privación de libertad), pero sí puede prohibir conductas que también estén prohibidas por la
ley penal, y aplicarles una sanción vinculada con el ejercicio de la profesión médica, como lo
es la suspensión de la calidad de médico.
Por otro lado, la prohibición de matar y el derecho a la vida no dependen de la ley, sino que
son inherentes a la personalidad humana: corresponden frente a cualquier ser humano, por
parte de cualquier ser humano. Por consiguiente, la Ley no puede quitar la prohibición de
matar a un médico cuando su acción se dirija a personas con un sufrimiento insoportable o
una enfermedad incurable y terminal. Ello está excluido de la competencia del Poder
Legislativo. Podrá, sí, modificar o, incluso, eximir de pena (de hecho, el homicidio piadoso ya
está eximido de pena mediante el perdón judicial). Pero no puede decir que hay derecho a
hacer la acción que implica negar todo derecho: matar, cuando ello no es exigido para
proteger la vida propia o ajena.
Así, pues, con la ley proyectada, se está permitiendo como lícita una acción que está
prohibida por la misma dignidad inherente de la persona: por el derecho humano a la vida,
consagrado como derecho absoluto e indisponible en nuestra Constitución, y que está
prohibida por la naturaleza misma de la profesión médica y expresamente prohibida en el
Código de Ética Médica, que rige a las mismas personas a quienes el proyecto de ley
considera únicos legitimados para matar lícitamente. Tal contradicción o antinomia es patente.
Y deberá resolverse por la no aplicabilidad de la norma proyectada, tanto por cuanto viola un
derecho humano, como por cuanto viola un derecho consagrado constitucionalmente, como
por cuanto viola una prohibición que corresponde a la finalidad esencial de la profesión
médica, como por cuanto tal prohibición está sancionada expresamente en la norma positiva
que regula la actividad médica, dictada por la autoridad legítima (el Colegio Médico, con el
referendo de toda la comunidad médica) en el ámbito de su competencia. Para lo único que
tiene competencia el Legislador es para modificar la pena o eximir de ella, manteniendo la
prohibición de las acciones de matar o determinar o ayudar al suicidio.
En resumen: para Ope Pasquet, esta prohibición de la eutanasia por el art. 46 de la Ley 19.286
sería irrelevante e independiente de lo dispuesto por el proyecto de ley en análisis, porque la

204
considera una norma ética y no jurídica. Por eso, no cree necesario derogarla. Sin embargo, la
norma no es irrelevante, ni exclusivamente ética, sino jurídica: establece una obligación
relativa a un derecho: la prohibición de aplicar la eutanasia, sea por acción o por omisión. Tal
prohibición determina que la acción que se pretende considerar justa (es decir, que se pretende
que sea un derecho del médico) sea, por el contrario, ilícita, prohibida, contraria a la lex artis
de la profesión médica y, por tanto, que no pueda ser considerada como ejercicio de un
derecho o causa de justificación.
A nivel internacional, la Asociación Médica Mundial (AMM), rechaza la eutanasia y el
suicidio médicamente asistido, como contrarios a la ética médica.
• En la 38ª Asamblea Médica Mundial, Madrid, España, octubre 1987 y reafirmada por la
170ª Sesión del Consejo, Divonne les Bains, Francia, mayo 2005, y por la 200ª Sesión del
Consejo, Oslo, Noruega, abril 2015, estipula:

La eutanasia, es decir, el acto deliberado de poner fin a la vida de un paciente, aunque


sea por voluntad propia o a petición de sus familiares, es contraria a la ética. Ello no
impide al médico respetar el deseo del paciente de dejar que el proceso natural de la
muerte siga su curso en la fase terminal de su enfermedad. (AMM, 1987, octubre, énfasis
añadido)

• «La Declaración de la AMM sobre Suicido con ayuda médica, adoptada por la 44ª
Asamblea Médica Mundial, Marbella, España, septiembre 1992 y revisada en su
redacción por la 170ª Sesión del Consejo, Divonne-les Bains, Francia, mayo 2005,
estipula»:

El suicidio con ayuda médica, como la eutanasia, es contrario a la ética y debe ser
condenado por la profesión médica. Cuando el médico ayuda intencional y
deliberadamente a la persona a poner fin a su vida, entonces el médico actúa contra la
ética. Sin embargo, el derecho de rechazar tratamiento médico es un derecho básico del
paciente y el médico actúa éticamente, incluso si al respetar ese deseo el paciente muere.
(AMM, 1992, septiembre, énfasis añadido)

205
• La Resolución sobre Eutanasia de la Asociación Médica Mundial, reafirmada con una
revisión menor por la 194a sesión del Consejo de la AMM, Bali, Indonesia, en abril de
2013, señala: 52

La AMM ha notado que la práctica de la eutanasia activa con ayuda médica ha sido
autorizada por ley en algunos países.
[Y] SE RESUELVE que:
La Asociación Médica Mundial reafirma su firme convencimiento de que la eutanasia
entra en conflicto con los principios éticos básicos de la práctica médica y
La Asociación Médica Mundial insta enfáticamente a todas las asociaciones médicas
nacionales y los médicos a no participar en la eutanasia, incluso si está permitida por la
legislación nacional o despenalizada bajo ciertas condiciones. (AMM, 2013, abril,
énfasis añadido)

• Declaración de la AMM sobre la Eutanasia y Suicidio con ayuda Médica, adoptada por la
70ª Asamblea General de la AMM, Tiflis, Georgia, Octubre 2019:

La AMM reitera su fuerte compromiso con los principios de la ética médica y con que se
debe mantener el máximo respeto por la vida humana. Por lo tanto, la AMM se opone
firmemente a la eutanasia y al suicidio con ayuda médica.
Para fines de esta declaración, la eutanasia se define como el médico que administra
deliberadamente una substancia letal o que realiza una intervención para causar la
muerte de un paciente con capacidad de decisión por petición voluntaria de éste. El
suicidio con ayuda médica se refiere a los casos en que, por petición voluntaria de un
paciente con capacidad de decisión, el médico permite deliberadamente que un paciente
ponga fin a su vida al prescribir o proporcionar substancias médicas cuya finalidad es
causar la muerte.
Ningún médico debe ser obligado a participar en eutanasia o suicidio con ayuda médica,
ni tampoco debe ser obligado a derivar un paciente con este objetivo.
Por separado, el médico que respeta el derecho básico del paciente a rechazar el
tratamiento médico no actúa de manera contraria a la ética al renunciar o retener la
atención no deseada, incluso si el respeto de dicho deseo resulta en la muerte del paciente.
(AMM, 2019, octubre)

52
La referencia al origen de la Resolución no se encuentra en el sitio oficial de la WMA (sí el
texto de la Resolución). Fue extraído de Kuby y Tompson (2017).
206
El principio de no dañar es más amplio que el no matar. No dañar la vida es el mayor daño,
pues quitando la vida se quita todo lo que constituye al ser de esa persona. Pero también es
dañar quitar la salud, la integridad física, el bienestar… El médico no puede hacer ninguna
acción que tenga como finalidad privar al paciente de su vida, en primer lugar, ni tampoco de
su salud, ni de su integridad física (salvo que ello sea necesario para su salud y vida), ni de su
bienestar (salvo que ello sea necesario para su vida, salud e integridad física): por ello no
puede hacer acción alguna que tenga como finalidad hacer sufrir, si ello no es necesario como
un medio para lograr esos otros valores superiores (salud, vida). Por eso, si no es
razonablemente posible salvar la vida del paciente y recuperar su salud, dejan de estar
justificados los sufrimientos, incomodidades, etc. que podrían tener una justificación si la
curación fuera factible. Y, en consecuencia, deben dejarse de hacer acciones terapéuticas,
diagnósticas, etc. que ya no son adecuadas. Es el deber de adecuar las medidas terapéuticas a
la situación de irreversibilidad de la patología. Es el deber de evitar la futilidad, obstinación o
encarnizamiento terapéutico.
Todos los médicos tienen también este deber de no hacer. Pero la especialidad en cuidados
paliativos tiene una formación y preparación específica para aportar esta perspectiva al trabajo
de las otras especialidades.
Pero el respeto a la dignidad de la persona no sólo conlleva este deber de no dañar por parte
del médico. En virtud de su profesión, el médico tiene concretos deberes de actuar de modo
positivo en función de esa dignidad, que incluye todo lo que es ese «ser humano que ha
confiado en él», en lo que es (particularmente, en su vida) y en lo que puede llegar a ser, en
sus distintas dimensiones: física, psíquica, social, emocional, espiritual, religiosa. Todos estos
aspectos, en su integralidad y mutua relación, son una unidad concentrada en esa persona,
única e irrepetible, que es digna, lo más valioso, y que, por ello, debe ser valorada, querida y
respetada teniendo en cuenta todas esas dimensiones y sus interrelaciones. Y cuando el
paciente se encuentra en el final de su vida, todos esos aspectos cobran una particular
relevancia e inciden con mayor fuerza en la felicidad o en la angustia, soledad y sufrimiento
total de esa persona.
La ética médica no se limita a señalar deberes de no hacer, prohibiciones. La finalidad
principal de la medicina es prevenir enfermedades, curar las enfermedades, aliviar el
sufrimiento y acompañar y asistir al paciente. De allí derivan los deberes de hacer. Acciones
debidas que tienen como su presupuesto las ya señaladas obligaciones de no hacer, las
prohibiciones de aquellas acciones que se dirigen a la finalidad opuesta de la que constituye la

207
razón de ser de la profesión médica. Esas prohibiciones son de carácter absoluto, porque
siempre es posible no hacer una acción libre (si no, no sería libre); en cambio, estos deberes
de hacer dependen de su real posibilidad, pues «ad imposibilia nemo tenetur»: nadie está
obligado a lo imposible. Así, pues, se debe hacer lo posible (en las circunstancias concretas de
lugar, tiempo, técnicas, medicamentos, personal disponible, etc.) para prevenir, curar, aliviar,
asistir y acompañar. Muchas veces no es posible prevenir, y otras no es posible curar, pero sí
aliviar; a veces no es posible aliviar totalmente, pero sí asistir y acompañar. Por ello, hay
también un deber expresado con el principio del no abandono.
La salud, la asistencia, el alivio y el acompañamiento comprenden, como ya señalamos,
diversos aspectos de la persona: ésta no es sólo un organismo biológico, tiene una vida
psíquica, espiritual y social… y todos esos ámbitos se interrelacionan, particularmente en las
situaciones de enfermedades gravemente limitantes, incurables, y/o terminales. Y a todos
ellos se atiende mediante los cuidados paliativos oportunos e integrales, tanto dirigidos al
paciente directamente como a sus familiares o acompañantes.
Un aspecto esencial de la persona que debe ser tenido en cuenta es su libertad. Toda la
atención que se brinda a una persona debe considerar esta condición, que exige, por su
dignidad, un trato adecuado a esa dignidad, un trato que debe respetar la libertad de la
persona. En toda la ayuda y asistencia que se le brinde, muy especialmente cuando refiera a su
dimensión espiritual, pero también en las otras, se han de respetar las convicciones de la
persona, su derecho a conocer la verdad de modo adecuado y oportuno y a oponerse a ciertos
tratamientos.
Por ello, la voluntad del paciente también es parte de esa «posibilidad» a la que están
condicionados los deberes del personal de la salud: salvo situaciones excepcionales (en las
que la persona no esté en uso de sus facultades), no se pueden hacer intervenciones en una
persona contra su voluntad. Aunque sea fácticamente posible realizar ciertos tratamientos
contra la voluntad del paciente, ello no es «posible» jurídicamente: porque le corresponde, por
su dignidad, como parte de su condición humana, actuar libremente, según lo que haya visto
que es conveniente con su inteligencia y decidido con su voluntad. Éste es el modo de actuar
específicamente humano. Es el principio de libertad o de autonomía que ha de regir las
acciones humanas: toda persona tiene derecho a actuar, externamente (libertad fáctica), según
lo que haya decidido libremente (libertad psicológica), siempre que tal acción no sea
objetivamente contraria a los derechos de terceros o a los propios derechos indisponibles o de
orden público. Siguiendo la distinción que indicamos supra («Diferentes sentidos de libertad»,
p. 147 y ss.), en estos casos, hay un derecho-libertad, o libertad jurídica, que implica que los

208
demás tienen el deber de no impedir tal acción. Tal derecho del paciente existe siempre que se
dé dentro de ese límite de los derechos ajenos y del orden público. También cuando,
respetando esos límites, esa decisión pueda ser objetivamente contraria a la ética. En estos
casos, el personal de la salud deberá respetar esa decisión, aunque no la comparta, sino que
sólo la tolere (no la impide, pero no la aprueba).
El médico (o personal sanitario) tiene el deber de respetar esa autonomía o libertad: no sólo la
libertad externa que denominamos «fáctica»(que implica el deber de no impedir la acción),
sino también lo que denominamos libertad «psicológica»: la libertad de decidir. Esto último
determina el deber de informar de modo claro, completo (respecto a todos los elementos
necesarios para tomar una decisión libremente), incluyendo los efectos más probables y las
alternativas disponibles.
Este deber no sólo no impide, sino que hasta obliga al médico a dar su parecer sobre lo que él,
con su experiencia y ciencia, considera más conveniente, cuando el paciente quiere contar con
su opinión. Esto no puede significar ninguna violencia a la libertad psicológica del paciente,
ninguna presión. Ni siquiera puede implicar un enjuiciamiento ético subjetivo (a la
subjetividad del paciente): pues, por más ciencia y experiencia que se tenga, no es posible
estar en la propia situación del paciente como para poder apreciar todas sus circunstancias, y
hacerlo desde su propia biografía y convicciones personales. No se trata de reemplazar la
decisión del paciente, sino de facilitarle todas las condiciones que necesita para decidir
libremente. Por ello, el médico tiene el deber ético -en virtud del deber de dar una
información veraz- de no manifestar aprobación respecto a determinadas acciones u
omisiones que, objetivamente, considere inconvenientes; sin perjuicio de su deber de
manifestar el respeto a la decisión del paciente y su comprensión. No es lo mismo comprender
(suponer la buena intención y rectitud de la otra persona) que justificar objetivamente
(considerar que la apreciación del otro coincide con lo que uno considera realmente
conveniente). Pretender que el médico apruebe todas las decisiones del paciente sería
contrario a la libertad del médico, a su libertad de conciencia, de expresión, y a su deber de
manifestar la verdad, que precisamente tiene como objeto el derecho del paciente a ser
asistido por el profesional de la salud para ayudarlo en su toma de decisión.
Menos aún puede invocarse la autonomía del paciente para pretender que el personal de la
salud tenga el deber de actuar siguiendo las decisiones de aquél, aunque tales acciones tengan
como efecto directo el daño a la salud, integridad física o vida del paciente. El primer deber
del médico es no dañar. «Primum non nocere»: primero, no hacer ninguna acción que tenga
como fin inmediato (objetivamente) dañar. Y primerísimamente, no matar.

209
Por eso, la eutanasia y el suicidio médicamente asistidos, en la medida que implican dar
muerte o ayudar a alguien a darse muerte, por parte de un médico, introducen dentro de los
actos a cargo de los médicos, uno que no sólo no es parte de la profesión médica, sino que es
radicalmente contrario a ella. Los médicos tienen como finalidad de su profesión una función
social que surge como exigencia de la igual dignidad inherente de toda persona: curar, aliviar
y acompañar a la persona como al ser más valioso, que merece siempre esa ayuda, ese
servicio abnegado del médico y del personal sanitario, de un modo incondicional. No sólo la
medicina no discrimina y excluye a las personas porque su enfermedad sea más grave, más
incapacitante, incurable y terminal, porque le queden pocos días de vida, sino que, en estos
casos, se exige una mayor ayuda, una mayor dedicación y humanidad. Así, el personal de la
salud es, con su servicio abnegado, con su delicadeza y calidad humana, el testimonio
encarnado de la igual e incondicional dignidad inherente de todo ser humano.
Introducir en el ámbito médico una función radicalmente opuesta a su noble finalidad es
corromper la medicina.
Como señaló el Dr. Ángel Valmaggia (2020, julio 25), el proyecto de ley de legalización de la
eutanasia «cambia los fines de la medicina».
Con la eutanasia, al médico se le asigna la función de, en vez de ser testigo de la dignidad
incondicional de toda persona, la de ser quien juzgue, discriminando, entre personas
«eutanasiables» y no «eutanasiables», para luego ser quien tenga el permiso legal para matar.
La sociedad, mediante la ley, asigna a los médicos la función de ser jueces de vida o muerte y
verdugos. Ningún juez puede dictar una sentencia de muerte («a nadie se aplicará la pena de
muerte»-artículo 26 de la Constitución uruguaya-), pero los médicos, sí podrían. Nadie puede
ejecutar la pena capital, a nadie le está permitido dar muerte a un ser humano inocente; pero
los médicos tendrían ese permiso legal para matar.
¿Acaso los médicos tienen una vocación profesional para esta «función social»? ¿Es a esto a
lo que han dedicado su vida? ¿Se forman acaso para esto? ¿No será que se está queriendo
aprovechar del prestigio de su profesión para que sea más aceptable socialmente el permitir el
homicidio de determinadas personas? ¿No son los médicos psiquiatras, los psicólogos,
quienes tienen un rol fundamental en evitar los suicidios, en ayudar, a quienes expresan ese
deseo, a superar los obstáculos que los llevan a esa situación desesperada? ¿Y ahora se les
dará la función de asistir y facilitar el suicidio? Si la sociedad (en un acto suicida) considera
que hay que convertir la eutanasia y el suicidio asistido en un «nuevo derecho», ¿por qué no
establece una «nueva profesión» para cumplir esa función de dar muerte o ayudar a darse

210
muerte? Al menos, así no perjudicaría a quienes tienen la noble profesión médica y a la
confianza que las personas tienen en los profesionales de la salud.
Cómo la eutanasia supone la negación del principio de la dignidad lo demuestra el hecho de
que, en la discusión pública para justificar la eutanasia, se argumenta precisamente que no
existe tal dignidad entendida como un valor de excelencia inherente a cada ser humano y, por
tanto, igual para todos los seres humanos, del que derive el deber de valorar a esa persona.
Así, lo podemos apreciar en declaraciones del Dr. Gustavo Grecco, presidente del Sindicato
Médico del Uruguay. Para justificar la eutanasia, ha negado expresamente que todas las
personas tengan la misma dignidad, y que ésta se derive de la objetiva condición de ser un ser
humano, un individuo de la especie humana: «…la medida de la dignidad es algo
absolutamente personal. Cada ser humano y cada entorno familiar tiene su propio umbral de
lo que entiende es la dignidad en el último momento de tu vida» (Grecco, 2020, junio 8,
énfasis agregado).
No: la dignidad depende de la condición de ser humano, no de la opinión personal de nadie.
Por otra parte, la consecuencia lógica es que se termina afirmando que hay personas que, por
su estado de salud, no son consideradas dignas: son vidas sin valor; al menos, sin el mismo
valor para la sociedad que tienen los sanos:

Hay muchas enfermedades que pueden llevar a padecer sufrimientos insoportables:


enfermedades neurodegenerativas, que llevan a la persona a una pérdida de fuerzas y a una
dependencia total (…), el Alzheimer que cuando se proyecta y se ve en un deterioro cognitivo
que ya no es… Hay muchas circunstancias que pueden ponernos en lo que puede ser definido
como un sufrimiento horrible…. (Grecco, 2020, junio 8, énfasis agregado)

Por una parte, adelanta el sentido amplio que se le dará a «sufrimiento insoportable», y por
otra, incoa una afirmación realmente sorprendente, que completa más adelante.
La conductora del programa, Victoria Rodríguez, comenta: «Pensando en un accidente… en
un ACV, que la persona no está conectada a ninguna máquina, pero la verdad, calidad de
vida, cero». Y agrega luego, aclarando: «una persona que no necesita máquina ninguna y que
puede seguir viviendo años en su casa…, con muy poca actividad y dependencia».
Y el Dr. Grecco responde: «(…) Una persona en esas circunstancias deja de ser una
persona» (Grecco, 2020, junio 8, énfasis agregado).
¿No es persona «todo ser humano» (según el Pacto de San José de Costa Rica —CADH,
1969), «todo individuo de la especie humana» (artículo 21 del Código Civil —Ley Nº 16.603,

211
1994, octubre 19)? Y si está vivo, ¿a qué especie pertenece ese ser al que se lo ayuda a morir?
¿No tiene un derecho inherente a vivir la vida que naturalmente tenga? ¿Quién determina en
qué «circunstancias una persona deja de ser persona»? ¿Quién tiene ese poder para clasificar
así a los seres humanos?
Nos remitimos al capítulo VI (p. 309 y siguientes): en la fundamentación de la eutanasia que
se dio en la Alemania nazi no se llegó a este extremo de señalar, directamente, que algunos
seres humanos no son personas. Obviamente, no se los trató como tales. Pero, al menos, se
acudieron a otros eufemismos.

Los cuidados paliativos: la respuesta exigida por la dignidad

Los cuidados paliativos son la especialidad médica que ha surgido en los últimos años, bajo el
impulso y la guía clara de la igual dignidad de toda persona, y que viene a constituir la
respuesta que la sociedad debe dar a las situaciones de sufrimiento, particularmente en casos
de enfermedades incurables y terminales o gravemente incapacitantes. Parten de la
consideración multifactorial del sufrimiento, atendiendo a la unidad de la persona y a sus
distintas dimensiones (bio, psico, espiritual y social), y por ello se constituye como equipo
interdisciplinario (con especialistas del dolor, psicólogos, enfermeras, asistentes sociales) que
coordina la atención con la especialidad que atiende la enfermedad de base. Y dirigen su
servicio no sólo al paciente, sino a su familia y acompañantes (incluyendo la etapa del duelo
post mortem), conscientes de la importancia que la familia tiene en ese acompañamiento y
valoración más personalizada que requiere el paciente, y le prestan la información, la
formación y el apoyo que necesitan.
Por eso, los cuidados paliativos constituyen un factor de apoyo fundamental para quienes, por
sus particular relación con el enfermo, tienen una función social primordial exigida por la
dignidad de la persona: la familia y las profesiones sanitarias, a cuya humanización han
contribuido de modo determinante en esta era de la tecnificación y de la especialización que
muchas veces olvida la visión de conjunto: la persona al servicio de la cual está la medicina y
la sociedad toda.
Todo lo dicho sobre los principios de la medicina (la dignidad de la persona, el principio de
no dañar, el principio de autonomía, etc.) se explica vivencialmente, está encarnado en la vida
de estas personas que se dedican a los cuidados paliativos. Ellos son quienes más saben de
estas situaciones que se pretenden «solucionar» con las propuestas de legalización de la
eutanasia y del suicidio médicamente asistido. Ellos son quienes, en su práctica profesional,

212
saben conjugar perfectamente esos valores que puede parecer tan difícil de armonizar en el
plano teórico: la dignidad y la libertad. Respetan la dignidad, valoran a la persona concreta del
paciente aún en las situaciones más dolorosas y angustiantes, no las consideran una vida sin
valor, una «cosa» que se puede eliminar, y respetan exquisitamente su libertad, sus
convicciones, su dolor, su intimidad, sin por ello faltar a la verdad, sin que por ello dejen de
considerar el valor de esa persona, el deber de no hacer nada que, según su ciencia y
conciencia, implique un daño a su salud, a su integridad física, a su vida y a su bienestar.
Por eso, la eutanasia y la asistencia al suicidio se presentan como algo radicalmente opuesto a
la finalidad, a los valores y a la práctica profesional de los cuidados paliativos.
Como señala Milder (2020, marzo 21), en nota de El País, «una de las voces fervientemente
en contra del proyecto de Pasquet» es la «Sociedad de Cuidados Paliativos». Precisamente,
quienes más conocen la situación de los pacientes terminales y más saben sobre la posibilidad
de acompañarlos y calmar sus sufrimientos y angustias, son quienes ven con más claridad la
diferencia entre aliviar y matar, entre afrontar la muerte de un modo digno de la persona y
matar al paciente, y afirman con rotundidad que no hay ninguna línea fina ni límites difusos
entre sedación paliativa (una de las indicaciones de cuidados paliativos) y eutanasia.
En cuanto a la diferencia con la eutanasia, los paliativistas son claros:

[La] sedación paliativa (…) consiste en la administración de fármacos a un paciente en


situación de enfermedad terminal, en las dosis y combinaciones requeridas para reducir su
conciencia todo lo que sea preciso para aliviar uno o más síntomas que no han podido ser
controlados (refractarios)… (Bove, 2020, julio 25)

Como señala Adriana Della Valle,

… es el último recurso al que acude el médico cuando el dolor del paciente no se alivia tras
haber hecho todo lo que se tenía al alcance. Entonces, cuando el paciente terminal llega a esa
etapa de la enfermedad, donde el sufrimiento es «indescriptible y angustiante», se lo seda para
que su nivel de conciencia disminuya. Y empieza una espera que no suele ser prolongada. El
paciente abandona la conciencia para no sentir dolor a medida que se apaga su impulso vital.
(Milder, 2020, marzo 21)

213
Al no estar en estado de conciencia, la persona no sufre (ni física ni moralmente). «Lo mata la
enfermedad, no lo mato yo. Esa es la diferencia», dice Della Valle. Y puntualiza: «El objetivo
de la eutanasia es matar», mientras que el de la sedación paliativa es «aliviar el sufrimiento
hasta que llegue el final». Y, ante la duda planteada por los periodistas, en el sentido de que
habría una zona gris entre eutanasia y sedación paliativa, la respuesta de la entonces
presidente de la Sociedad de Cuidados Paliativos, es contundente: «“No es gris”, sentencia su
presidenta, la médica paliativista Adriana Della Valle. Y repite: “No es nada gris. La sedación
paliativa es la cosa más definida en cuidados paliativos, y también su diferencia con eutanasia
y suicidio asistido”» (Ibid).
La muerte es «siempre causada por la enfermedad, y no por esta depresión de la conciencia
causada por los fármacos» (Bove, 2020, julio 25).

Della Valle, que coordina la unidad de cuidados paliativos del Hospital Militar desde
2006, cuenta que su tarea diaria es tratar a pacientes en esta situación. Asegura que no
piden morir, sino dejar de sufrir. Contrario a la imagen colectiva que se tiene sobre
cuidados paliativos, de personas moribundas y acechadas por dolores insoportables, la
médica insiste en que también brindan servicios a personas con enfermedades crónicas
que no necesariamente aguardan la muerte todos los días. (…)
Para la médica, la alternativa a este proyecto de ley que considera «irrespetuoso» para los
valores de las personas y los códigos de ética médica, es asignar recursos humanos a la
tarea de los cuidados paliativos. Si bien existe una ordenanza del Ministerio de Salud
Pública (MSP) que promueve ese servicio en todo el país, y si bien Uruguay tiene el
índice de cobertura más alto de Latinoamérica -59% de casos cubiertos según los últimos
datos difundidos por la cartera-, Della Valle opina que no hay motivo para celebrar, ya
que el sistema todavía no está presente de manera homogénea en todo el país. Insiste en
que primero se deben desarrollar estos cuidados a lo largo y ancho del Uruguay, para
después recién empezar a hablar sobre eutanasia. (Milder, 2020, marzo 21)

La Dra. Gabriela Píriz (2020, junio 8), Jefe de Cuidados Paliativos del Hospital Maciel, en
primer lugar, ve claro que la legalización de la eutanasia, lo que hará es facilitar el suicidio, y
lo que un médico debe hacer es evitar que sus pacientes mueran, al menos, que no mueran si
es posible curarlos, y, como mínimo, no hacer lo contrario: no hacer acción alguna que tenga
como finalidad «dar muerte». Así, señala:

214
Principales motivos para los pacientes que se suicidan: y los trastornos depresivos, la
esquizofrenia, el alcoholismo y la ansiedad son los que predominan. Entonces, es
complejo ponerle fin a la vida de una persona cuando tiene un trastorno que, como
médicos, podemos controlar, podemos colaborar en su tratamiento, como puede ser la
depresión, como puede ser la ansiedad, como puede ser el alcoholismo. Es muy difícil.
(…) Desde el punto de vista nuestro, es una responsabilidad profesional ética muy fuerte,
que nosotros no podemos decir a la ligera: «ta, tenés ganas de matarte, yo te ayudo».
(2020, junio 8, énfasis añadido)

Si cualquier persona que ve a otra que está por suicidarse trata de impedírselo, para salvarlo,
¿cuánto más deberá hacer quien tiene por profesión ayudar a sanar, a vivir? Cuando uno va al
zapatero, espera que (y confía en que) le arregle los zapatos. Cuando uno se relaciona con un
médico, espera que lo cure, que lo salve de la muerte.
Los promotores de la eutanasia (Ope Pasquet, en Uruguay, ha insistido con este argumento)
afirman que rechazar la eutanasia alegando que se deben promover los cuidados paliativos es
una falacia de falsa oposición.
Consideramos que no es falsa la oposición: son dos formas diametralmente diferentes de
atender a una situación.
Desde el punto de vista del paciente, si la persona opta por los cuidados paliativos, está
eligiendo vivir hasta el final natural de su vida; si se opta por la eutanasia, se está eligiendo
poner término, voluntariamente, a la propia vida, antes de ese final natural. En un caso, se
respeta el carácter absoluto e irrenunciable del derecho a la vida, porque no se atenta contra
esa vida, y se hace lo posible para evitar el sufrimiento; en el otro, se trata la vida humana
como un derecho disponible y renunciable, como una cosa sobre la que se puede disponer, y,
con ello, se trata a la persona (que se identifica con esa vida) como una cosa disponible, y no
en su dignidad de persona.
Y desde el punto de vista de la sociedad, de la respuesta que la sociedad debe dar, en función
de la igual dignidad de toda persona, que constituye la piedra fundamental de la convivencia
social, son dos respuestas radicalmente opuestas: una, implica negar la igual dignidad
inherente de toda persona; la otra, actuar de acuerdo con lo que tal dignidad exige.
Por eso, el homicidio (aunque sea por motivo de «piedad» y se le llame eutanasia) y el
suicidio (por más médicamente asistido que sea), no son una opción, pues implican violentar
la dignidad de la persona humana y el valor absoluto del derecho a la vida. Tampoco serían
una opción cuando se ofrezcan los cuidados paliativos al 100% de la población. Pues siempre

215
la libertad (en este caso, entre la opción eutanasia o cuidados paliativos) debe respetar la
dignidad, para ser considerada un derecho y un valor. Además de que, en los hechos, si la
persona no es aliviada mediante los cuidados paliativos, no va a ser libre, carecerá de libertad
psicológica, de libertad de decisión, pues estará fuertemente coaccionada por el sufrimiento o
por el temor al sufrimiento.
Como señala el Dr. Herranz (1999, 9): «Sólo se puede hablar de verdadera libertad de
elección cuando la medicina paliativa es practicada con competencia y ofrecida a todos los
que la necesitan».
La libertad no es un derecho absoluto; la vida, sí. Por lo mismo, la libertad tiene como límite
(o, mejor dicho, como objeto de su capacidad de autodeterminación, que constituye su
finalidad y que le da sentido) la vida: ajena y propia. La muerte (provocada) nunca es una
opción válida, un objeto apetecible para la elección libre. Así como cuando alguien tiene
hambre, el objeto apetecible que hay que ofrecerle es la comida que sacie esa hambre, cuando
alguien sufre, lo que hay que ofrecerle son los cuidados paliativos que alivien ese dolor.
¿Matarlo no es ayudarlo a que deje de sufrir?; sólo si se considera que matar al hambriento es
ayudarlo a que deje de tener hambre. «Muerto el perro, se acabó la rabia»: pero no se cura la
rabia, se mata a quien la sufre. Ayudar a alguien a que muera no es ayudarlo, es eliminarlo: no
se le hace ningún bien, pues todo bien que se le haga a una persona requiere, como
presupuesto, que esa persona exista; y no hay mayor bien que la existencia de una persona.
Cuidados paliativos o eutanasia no es una falsa oposición, son opciones radicalmente
diferentes: aliviar o matar; no es una falsa oposición: es la opción entre dos concepciones
totalmente opuestas e incompatibles: ¿se debe respetar la vida humana siempre, en virtud de
la dignidad inherente de la persona, o se puede disponer de la vida humana cuando ésta, por
determinadas situaciones, no es considerada «digna de vivirse»? No es falsa oposición: es la
opción entre la igual dignidad de toda persona derivada de su condición humana, o la
aceptación de que hay una diferencia radical entre los seres humanos: unos que tienen derecho
a vivir, y otros que no, unos que tienen dignidad, y otros que no, unos que son personas, y
otros que no.
Lo que debe ofrecer un médico a una persona con un sufrimiento insoportable o una
enfermedad terminal, irreversible e incurable es aliviarlo en su dolor, ayudarlo a superar las
situaciones que lo hacen sufrir, no matarlo. La respuesta del médico deben ser los cuidados
paliativos, no la eutanasia.

216
En este sentido, la Dra. Píriz (2020, junio 8), ante la opinión de quienes, como el Dr.
Bernardis y el Dr. Ope Pasquet, señalan que eutanasia y cuidados paliativos no son opciones
incompatibles, sino complementarias, contesta:

Dr. Bernardis decía que eutanasia y cuidados paliativos son complementarios. Ese es un
término. «Complemento» es añadir a una cosa algo para hacerla mejor, más perfecta.
Creo que la eutanasia no le aporta a los cuidados paliativos. No es algo que le falte para
ser mejor. Uno es un proceso asistencial, parte del proceso asistencial (…), otro es un
acto o un proceso asistencial muy cortito con un objetivo muy claro. Creo que no tienen
nada que ver.

Más adelante, se corrige y concluye: «Considero que eutanasia y cuidados paliativos no son
complementarios. La eutanasia no es parte del proceso asistencial» (Píriz, 2020, junio 8).
No pueden ser opciones complementarias, cuando tienen, objetivamente, una finalidad tan
diferente: los cuidados paliativos son parte de un proceso asistencial (se asiste en un aspecto
de su salud que es el dolor: la medicina tiene como finalidad curar, aliviar y acompañar); la
eutanasia, en cambio, no cumple objetivamente ninguna de esas finalidades: no se alivia a la
persona que sufre, se la elimina. Es lógico que un médico vea que la eutanasia «no tiene nada
que ver» con la medicina. Que vea que es algo que rompe la confianza entre médico y
paciente: un enfermo es alguien vulnerable que necesita confiar en que el médico lo ayudará a
vivir, lo curará, lo aliviará, lo acompañará… y no hará precisamente lo contrario: matarlo. El
paciente necesita confiar en que su médico no tiene, como una de sus opciones, el matarlo.
Por eso, respondiendo a Ope Pasquet, la Dra. Píriz señala: «Si la solución al dolor es la
eutanasia, si la solución al sufrimiento porque el paciente tiene problemas sociales y no fue
tratado por un trabajador social adecuadamente, es la eutanasia, vamos a tener un verdadero
problema» (Píriz, 2020, junio 8, énfasis añadido).
Y luego explica por qué:

Porque estamos entrenados en aliviar el sufrimiento desde el punto de vista físico, los
enfermeros, psicólogos y trabajadores sociales. Y no nos parece adecuado que el
paciente tenga que estar en tal estado de sufrimiento que la única solución que vea sea
acabar con su vida». (Píriz, 2020, junio 8, énfasis añadido)

Ope Pasquet (8-6-2020) le señala: «Si usted no quiere, no lo hace. No se tiene en cuenta el
carácter totalmente voluntario…»
217
Pero la Dra. Píriz aclara que no es un problema de lo que quiera o no quiera hacer una persona
en particular. En efecto (aclaramos nosotros): lo que se está afectando, a quien se le está
haciendo un daño con esta permisión es no sólo a la víctima directa de la eutanasia, sino a
todas las personas, a toda la sociedad, a la profesión médica que tiene un fin determinado de
servicio social. Por eso hay un Código de Ética que protege ese bien de la finalidad de la
medicina, que protege a todos los pacientes (a la confianza necesaria de la relación médico –
paciente, y a todos los médicos en el ejercicio de su profesión), y que por eso ha sido
sancionado como ley. Por eso el bien jurídico vida es tutelado por el derecho penal como bien
jurídico fundamental, indisponible, irrenunciable.
Por eso, la Dra. Píriz contesta:

No, diputado, no se tiene en cuenta lo que es la relación médico – paciente. Uno no se va


de una relación así: bueno, no me gusta lo que decís, o no estoy de acuerdo y me voy.
Hay un compromiso mucho más fuerte. Quizás, los que somos médicos lo entendemos
porque lo vivimos todos los días. La relación médico paciente es algo muy fuerte. Es
algo muy importante desde el punto de vista nuestro y desde el punto de vista del paciente
también». (Píriz, 2020, junio 8, énfasis añadido)

Y luego concluye: «Eso iría contra lo que me parece que debería ser el correcto quehacer
médico. Y no es porque yo lo haga o no lo haga: no es individual» (Píriz, 2020, junio 8,
énfasis añadido).
Como veremos luego, la argumentación del Diputado va en la misma línea que lo que se hizo
en la Alemania nazi: no se obligaba a los médicos a hacer eutanasia, sólo se les permitía. Pero
el problema no es un médico particular, sino cómo la permisión de ese actuar a los médicos
afecta a la profesión médica, y a la confianza necesaria en la relación médico – paciente, que
es esencial a esa profesión.
Por eso hay Códigos de Ética profesional.
Claro que, en una perspectiva de liberalismo radical -como la que señala Ope Pasquet que
inspira este proyecto- no tiene sentido un Código de Ética: lo que no está prohibido por la ley
penal, para él, está permitido, y se tiene derecho a hacerlo.
Pero las profesiones tienen una finalidad, una función social y, en la medida en que ésta es
parte del bien común (del conjunto de condiciones que aporta la sociedad para que todos
puedan desarrollarse plenamente), estas finalidades deben ser protegidas por la ley. Introducir
la eutanasia en los cuidados paliativos es corromper los cuidados paliativos, es desviarlos de

218
su finalidad esencial, aquella que ha hecho que surjan, lo que constituye el motor de la vida
profesional de tantas personas que están cumpliendo una función absolutamente necesaria
para la sociedad y para la reorientación de la medicina a sus fines esenciales. En efecto: los
cuidados paliativos, como el nombre lo indican, nacieron para cuidar, para paliar el
sufrimiento en sus diferentes e interrelacionados dimensiones y factores; nacieron de la
consideración de la dignidad, del valor supremo y único de cada persona, que exige, en
justicia, que se le brinde esa ayuda cuando más necesitado está, que no se lo abandone, que no
se lo elimine como cosa sin valor, descartable; que se lo valore, como a todo ser humano, pero
que se lo ayude más precisamente porque está más necesitado, porque es más vulnerable,
porque sufre más, porque es más dependiente. El paciente necesita de esa valoración
incondicional, y la ayuda humana y profesional que pueden brindar los paliativistas depende,
también en su eficacia, de que esta valoración sea incuestionable. La medicina paliativa surge
de ese mandato ético y jurídico de la dignidad inherente de la persona humana.
Por ello, Eberhar Klaschik, pionero de la medicina paliativa alemana y fundador de la
Sociedad Alemana para la Medicina Paliativa (DGP) en 1994, señala que «… la medicina
paliativa no consiste en «lo factible desde el punto de vista técnico-médico», sino en lo
«defendible desde el punto de vista ético-médico»53. Por ello, concluye Odunku,54 «La
medicina paliativa es un claro rechazo a la ayuda activa para morir: ella es ayuda para
vivir»55 (Hohendorf et al., 2019, posición 1494).
Por otra parte, la Dra. Píriz explica que la eutanasia no es una respuesta aceptable porque ni
siquiera es lo que realmente quieren los pacientes. Por eso, señala que «no nos parece
adecuado que el paciente tenga que estar en tal estado de sufrimiento que la única solución
que vea sea acabar con su vida» (Píriz, 2020, junio 8, énfasis añadido). Lo que realmente
quiere esa persona es que se le alivie el dolor, que se lo ayude a superar el sufrimiento. Y ello
se prueba por el resultado: cuando conocen los cuidados paliativos, dejan de querer la muerte:

«Quienes nos piden eutanasia es el paciente que viene por primera vez a la consulta. Que
tiene una larga historia de dolor u otro síntoma físico no controlado, y que una vez que se
controla no quieren ni escuchar la palabra eutanasia. Esa es la situación que nosotros

53
Cita a Eberhard Klaschik, «Sterbehilfe, Sterbebegleitung», Der Internist 40 (1999): 281.
54
Fuat S. Oduncu es un conocido oncólogo y profesor de la Universidad de Múnich, especialista
en medicina paliativa y en ética médica y escribe el capítulo del libro de Hohendorf et al. (2019)
titulado: «LA PERSPECTIVA DE LA MEDICINA PALIATIVA».
55
Refiere a la misma cita de Klaschik señalada en la nota al pie nº 53.
219
vemos. Y es la situación que se ve en el mundo. No es frecuente que un paciente al final
de la vida nos pida morir». (Píriz, 2020, junio 8, énfasis añadido)

Por otra parte, si la sociedad ofrece la respuesta de los cuidados paliativos (lo cual es, en el
actual desarrollo de la medicina, un deber de justicia social: no es ético querer el sufrimiento
de una persona o ser indiferente ante ese padecimiento; si se puede aliviar el dolor, hay un
deber ético de aliviarlo), ya no se podrá alegar como supuesta justificación de la eutanasia los
sufrimientos insoportables. «Los progresos de la medicina paliativa han provocado el ocaso
de la noción de eutanasia como liberación del dolor insoportable» (Herranz, 1999, 8).
El «dolor insoportable» no puede justificar la eutanasia, porque éste se puede aliviar de una
forma adecuada a la dignidad de la persona, mediante los cuidados paliativos.
El médico sabe que debe aliviar el sufrimiento, evitar la obstinación y la futilidad terapéutica,
y que no debe matar al paciente; y que ello es exigido por la finalidad y la ética de su
profesión, independientemente de que tenga -o no- una religión determinada.
Por lo tanto, el «dolor insoportable» no puede justificar la eutanasia, porque éste se puede
aliviar de una forma adecuada a la dignidad de la persona, mediante los cuidados paliativos.
El médico sabe que debe aliviar el sufrimiento, evitar la obstinación y la futilidad terapéutica,
y que no debe matar al paciente; y que ello es exigido por la finalidad y la ética de su
profesión, independientemente de que tenga una religión determinada.
Entonces, si la solución real a los problemas del paciente son los cuidados paliativos (parte
esencial de la profesión médica), no la eutanasia (contraria a la ética médica), ¿por qué
pretender permitir lo que no es una solución, es contrario a la ética médica y es contrario al
principal deber jurídico que funda todo el orden social?
La eutanasia no sólo desprestigia la profesión médica, sino que mina las bases de la
convivencia social al quitar el carácter absoluto al derecho a la vida y al deber de no matar.
En definitiva: eutanasia y cuidados paliativos no son opciones complementarias porque:
1°) la eutanasia no es una opción «médica»; los cuidados paliativos, sí;
2°) la eutanasia no es una opción «ética»; los cuidados paliativos, sí.
3°) la eutanasia no es una opción «jurídica» (viola el primer derecho: el derecho a la vida, y el
primer deber: el deber de no matar); los cuidados paliativos, sí son un derecho del enfermo
(en la medida de las posibilidades de la sociedad, que actualmente se dan) y un deber de la
sociedad.
La respuesta que exige la igual dignidad inherente de la persona humana ante estas
situaciones de sufrimiento, la única forma de actuar dignamente (según la exigencia de esa

220
dignidad) por parte de la sociedad, lo adecuado a la dignidad de la persona, a la realidad
objetiva de su condición humana, son los cuidados paliativos.
Volvamos a lo que señala la Dra. Píriz, desde la experiencia de quien ha acompañado a
muchas personas y a sus familia, respecto a cómo se percibe esa dignidad de la persona en
esos momentos finales de su vida:

El final de la vida, los últimos días de vida, para algunas personas puede ser una etapa de
inútil sufrimiento. Puede serlo y es respetable. Para otras personas es el momento en que
se cierran temas, el momento en el que se pide perdón y que se da perdón, el momento en
el que se revisa la vida… y eso tiene un valor impresionante. (…) No es lo frecuente que
un paciente que está en cuidados paliativos, en los últimos días diga: «aceleren la muerte,
mátenme». Incluso la familia, porque es un grupo de personas que viene haciendo un
proceso particular de mucha reflexión, de mucho crecimiento espiritual también (…) y es
parte de la asistencia que se le da al paciente; tan importante como controlar el dolor».
(Píriz, 2020, junio 8, énfasis añadido)

Por eso, llama la atención que, en lugar de promover lo que sí es una solución al problema del
dolor y el sufrimiento, lo que está de acuerdo con la dignidad de la persona y que, por tanto,
constituye un deber de la ética profesional de la medicina y del derecho, lo que responde a la
real necesidad de la persona que está en un grado tal de vulnerabilidad que llega a preferir la
muerte a continuar en esa situación…: llama la atención que, en lugar de brindarle los
cuidados paliativos para salir de esa situación, se le ofrezca matarlo.
Los cuidados paliativos no llegan al 40% de la población, y en lugar de promoverlos, se
ofrece un procedimiento más barato: matar a los pacientes. En este sentido, señala la Dra.
Píriz: «que la eutanasia no sea una salida fácil y barata (porque es mucho más barata que
cualquier proceso asistencial) a otros problemas que los podemos solucionar adecuadamente
y profesionalmente de otra forma» (Píriz, 2020, junio 8, énfasis añadido).
Si casi la totalidad de personas que piden morir, cuando conocen los cuidados paliativos,
prefieren seguir viviendo, ¿cómo no darles como respuesta estos cuidados? ¿Cómo un médico
-que ni conoce el alcance y eficacia de los cuidados paliativos, porque no es su especialidad-
va a «autorizar» esa muerte y a producirla? Gabriela Píriz señala que «el cuerpo médico no
tiene hoy, en el momento, la formación adecuada (en cuidados paliativos)» (Ibid.).
Esta respuesta de la eutanasia y el suicidio asistido, que se pretende mostrar como
complementaria a la respuesta de los cuidados paliativos, lo que produce es una menor

221
valoración de la vida y de la dignidad de la persona, una menor formación en cuidados
paliativos y una menor aplicación de los mismos (como muestra la experiencia de Bélgica y
Holanda —ver infra capítulo V, apartado titulado «Disminución de los cuidados paliativos»,
p. 299).

Resumen analítico de los valores en juego

Resumiendo lo dicho en este capítulo: el proyecto de ley de eutanasia propone un cambio


radical en la valoración de la persona -de la vida humana- y de la sociedad.
• Se pasa de la igual dignidad esencial de toda persona (de toda vida humana), a la
distinción entre vidas dignas (que merecen tutela y respeto, a las que no se debe matar) y
otras (las que se encuentren en la situación prevista por la ley) que son indignas, que no
valen, que no generan el deber de ser vividas, que se las puede matar. Por eso, se las
desprotege: se les quita la tutela penal que señala que toda vida es un bien jurídico
tutelable correspondiente a toda la sociedad. Como se ha reconocido, hay seres humanos
que dejarían de ser personas: seres con dignidad y derechos, pues si es lícito matar a
alguien, no hay ningún deber frente a él, por lo que él no tiene ningún derecho.
• La sociedad deja de considerar que nuestra vida es digna: todos pasamos a tener un
reconocimiento social y una tutela jurídica de la propia vida que ya no es absoluto e
incondicional; todos podemos llegar a una etapa terminal, sin autonomía, con sufrimiento:
y se nos dice que entonces nuestra vida no valdrá de modo incondicional e irrenunciable.
• Se pasa, de la solidaridad (el deber de respetar, ayudar, acompañar especialmente al más
vulnerable), al individualismo más radical, que no reconoce que cada uno es un valor, un
bien para los demás, con quienes tiene deberes, que suponen el deber de vivir para los
otros; que no reconoce que hay un deber hacia sí mismo: el respeto a la propia dignidad,
su carácter de ser único, irreemplazable, no desechable, indisponible. Individualismo que
considera al individuo como un ser autónomo, no necesitado de los demás, movido por su
interés egoísta, un ser solitario, que termina solo. En lugar de ayudar al más vulnerable, a
quien está más condicionado en su libertad, en vez de aliviarlo, valorarlo y acompañarlo,
la sociedad le responde que su vida no vale, que es una carga, y que, si él quiere (con lo
poco que puede querer libremente con esos condicionamientos), se lo elimina. Y esta
sentencia social condiciona la libertad de la persona más vulnerable, al influir en la
autopercepción de su dignidad (mejor dicho, de su indignidad).

222
• Este es, en sustancia, el principal y más directo efecto de la legalización de la eutanasia.
No se busca que el médico que realiza una eutanasia no vaya preso, pues, para eso, ya está
la causa de impunidad del homicidio piadoso. Lo que se pretende es que tal acto no sea
considerado delito, que no se proteja el bien jurídico vida como derecho indisponible e
igual para todos, absoluto e incondicionado, sino que la vida de cada persona se valore en
función de los beneficios o problemas que conlleve a la sociedad.

Las finalidades (argumentos) que se invocan

La «justificación» de un cambio normativo debe superar un primer test básico en una


democracia constitucional de derecho: que la norma respete los derechos humanos
fundamentales; luego, un segundo test: que respete las normas constitucionales (en las que ya
están reconocidos esos derechos humanos como inherentes, no dependientes de la voluntad
del legislador ni de ninguna mayoría: propios de la condición de ser humano).
A pesar de que tal justificación no existe, según lo señalado en el capítulo II (p. 44 y ss.),
queremos igualmente señalar algunos argumentos que se han manejado en el incipiente debate
público en Uruguay, particularmente, lo dicho por quienes figuran como promotores de este
proyecto: el Dr. Ope Pasquet y algunas autoridades del Sindicato Médico. Estos argumentos
manifiestan los valores y finalidades que se persiguen, aunque muchas veces escondan
falacias que es conveniente dejar al descubierto, para clarificar el debate y comprender mejor
cuáles son los valores en juego: cuál es el concepto de persona y de sociedad que está en el
fondo de una y otra opción normativa.
Las respuestas que han dado a las objeciones que se les han planteado son significativas, no
sólo para apreciar cuál es la finalidad real que se pretende, sino también, las consecuencias
previsibles, según veremos en los dos últimos capítulos, a la luz de las experiencias de esos
países que tienen o tuvieron normas similares.
¿Cuáles son los argumentos que se han manejado para justificar este proyecto? Los
expondremos y analizaremos críticamente a continuación. Pueden reducirse en dos: el respeto
a la libertad individual y la empatía ante el sufrimiento.
Desde un punto de vista filosófico, ya se han analizado en este capítulo los valores de libertad
y solidaridad, que dan respuesta a esos dos argumentos. Señalamos la diferente concepción de
libertad que tiene el régimen vigente (jurídico y deontológico médico), vinculada a la
dignidad inherente a la condición humana, y la concepción de la libertad con la que pretende
justificarse la propuesta de legalización de la eutanasia, que sólo considera a la libertad como
223
autonomía fáctica, y a la que también queda reducido el concepto de dignidad. Y hemos
puesto de manifiesto cómo este último concepto no puede fundamentar un orden ético, social,
ni jurídico, y cómo el primero es el que constituye ese fundamento y ha sido así reconocido y
expresado en los derechos humanos que recoge la Declaración Universal de Derechos
Humanos y la Constitución nacional. Y, por otra parte, señalamos también el valor de la
solidaridad, derivado de esa condición humana y personal, que excluye una concepción
individualista de la libertad como autonomía absoluta, y que exige no sólo la empatía, sino la
compasión con el otro que es un igual a mí, que necesita mi respeto, valoración y ayuda, así
como yo la suya.
En este último apartado, haremos algunas referencias, de modo resumido, a cómo se
presentan en la discusión pública de la legalización de la eutanasia estos valores de la libertad
y la empatía.
En el debate público, los promotores de la eutanasia parten de situaciones concretas y
excepcionales, de sufrimiento, o de temor a perder la autonomía, que en muchos casos no han
tenido la atención oportuna (desde el primer momento, y con una atención integral). Se
plantea la actitud de quienes se oponen a la eutanasia como carente de empatía ante el
sufrimiento ajeno, poco respetuosa de la libertad personal, que pretende imponer sus
convicciones religiosas a otros y hacerlos sufrir.
Ante esto, quienes se oponen a la eutanasia, por lo general, argumentan (como hemos hecho
en este trabajo) desde la razón, los derechos humanos tal como están recogidos en el
ordenamiento jurídico, sin emplear fundamentos religiosos (vid supra capítulo I, p. 40 y s), y
acudiendo también a la experiencia de la historia y del derecho comparado. Se aclara que no
se quiere que las personas sufran, que ello es contrario a la ética, y que lo que debe ofrecer la
sociedad como respuesta al dolor es alivio, valoración, respeto, compañía y ayuda, a través de
los cuidados paliativos. También se aclara que se debe respetar la libertad, pero que ésta
necesita respetar la dignidad. Esta igual dignidad es la que exige, entonces, como respuesta,
los cuidados paliativos.
Veamos un poco más detenidamente los puntos principales del debate.

El alivio del sufrimiento, la empatía y humanidad

La eutanasia y el suicidio asistido se presentan, en primer lugar, como forma de aliviar los
sufrimientos y angustias del paciente, en situaciones que se consideran excepcionales. Se dice
que es la compasión con la persona que sufre la que motiva que se permita matarla. Que la

224
eutanasia se ha de reservar para casos excepcionales, extremos, en los que la persona sufre de
modo insoportable; que negarle la eutanasia en ese momento, cuando le queda poco tiempo de
vida, no es más que alargarle el sufrimiento.
Pero, en primer lugar, con la eutanasia, no se alivia a nadie. Al paciente, se lo mata, no se lo
alivia. Para que alguien esté aliviado, como ya dijimos, tiene que existir, vivir. Es como
pretender que se sana al enfermo matándolo: sí, ya no está enfermo, pero no porque se lo haya
sanado, sino porque ya no está. Si se elimina al sujeto, se eliminan todas sus acciones, sus
cualidades y sus padecimientos: si se mata a un ladrón, se acaba con sus robos, si se mata a un
enfermo, se acaba con su enfermedad, si se mata a quien sufre, se acaba con su sufrimiento, si
se mata a un ciego, se acaba con su ceguera.
La persona que ha robado, o que padece una enfermedad o un sufrimiento, o que no tiene
vista… vale más que sus actos, que su salud, que la ausencia de dolor o su vista. La persona
es un bien mucho mayor que cualquier mal. Aliviar es algo bueno porque es quitar un mal: el
sufrimiento; pero matar es quitar un bien inestimable: la vida de una persona.
Por otra parte, quien prefiere la muerte a seguir sufriendo, lo que quiere no es, directamente,
morir: sólo lo quiere si no se le puede aliviar el sufrimiento. Y esta condición, como ya
vimos, no se cumple en la actualidad: se puede, mediante los cuidados paliativos, aliviar el
sufrimiento.
Ante la situación, comprensible (y que merece toda nuestra compasión y empatía), de quien
prefiere morir a seguir sufriendo, a sentirse solo, a pensar que es una carga para los demás, a
no encontrar sentido a su vida…, la sociedad tiene una obligación (por compasión, solidaridad
y deber jurídico): si se lo puede aliviar, hay que aliviarlo; tenemos el deber de hacerle saber
que no es una carga, sino que se lo acompaña y ayuda gustosamente, porque él es lo que más
vale, es único, insustituible, querible… porque es una persona, con dignidad, y nos ayuda a
crecer como personas al poder demostrarle cuánto lo queremos. En efecto: esto es así porque
vemos en los otros nuestro propio bien, porque experimentamos, en la valoración del otro,
cuánto valemos nosotros mismos por compartir esa dignidad común al ser humano.
Los cuidados paliativos son la ayuda profesional que se requiere para esto: proporcionan el
alivio, la compañía, la ayuda médica, psicológica, espiritual y social que necesita el enfermo,
su familia y sus cuidadores.
A estos cuidados paliativos aún no accede el 40% de la población. Quienes acceden, no
quieren morir; porque en realidad, lo que se quiere no es la muerte, sino el alivio, el
acompañamiento y la ayuda para valorar la propia vida.

225
Por consiguiente, si teniendo los medios para aliviar el sufrimiento, en lugar de hacerlo, se
mata a quien prefiere morir a seguir sufriendo, realmente no se lo quería aliviar: se lo quería
matar. Siguiendo la comparación del hambre: si alguien me dice que prefiere morir a seguir
padeciendo hambre, y yo tengo alimentos para darle, y en lugar de dárselos, lo mato,
realmente (objetivamente) no quería aliviar su hambre, quería matarlo, porque, pudiendo, no
quise hacer la acción adecuada para aliviar el hambre (alimentar, dar alimentos), sino la que
está ordenada (tiene la finalidad objetivamente plasmada en ese orden de acciones) a «dar
muerte».
Ciertamente, la persona que da muerte o ayuda a otro a darse muerte, cuando éste está
aquejado por grandes sufrimientos, puede actuar por empatía (porque también él sufre con el
sufrimiento del otro), por motivos de piedad, ante súplicas reiteradas de la víctima. Pero el
motivo subjetivo del que realiza la eutanasia o presta la ayuda al suicidio no es relevante en el
proyecto de ley de eutanasia: no hay ni una sola mención a tal requisito: alcanza que sea un
médico, y que la víctima sea «eutanasiable» según los parámetros legales, y que haya prestado
su consentimiento con las formalidades requeridas en el proyecto. Es la profesión (médico) y
el acto objetivo que realiza (dar muerte o ayudar a darse muerte a un «eutanasiable» que lo
pidió según las formalidades de la ley) el que determina que la acción realizada sea un
derecho-libertad (causa de justificación) y no un delito.
En cambio, en el caso del perdón judicial por homicidio piadoso sí importa el motivo, la
condición subjetiva de quien actúa; y no se establece ningún privilegio o permiso para una
categoría de personas (los médicos), sino que es aplicable a cualquier persona.
Por otra parte, es mucho más «profundamente humano», «humanista», reconocer la dignidad
de la persona humana, el valor supremo de una vida por ser humana, y por eso, no
abandonarla, acompañarla hasta el final de su vida natural, procurando aliviarla, que darle
muerte, que coincidir con él en el juicio sobre la ausencia de valor, de dignidad, de su vida.
Ver, en este sentido, lo que decía el Dr. Hufeland (supra p. 200), el Dr. Beer (infra capítulo
VI, p. 311) y el Dr. Meltzer (infra capítulo VI, p. 312), por un lado, y por otra parte, lo que se
invocó como justificación (o como eufemismos) en el primer plan de eutanasia: «ayuda para
morir», «acto misericordioso», «respuesta compasiva y humanitaria», acto de «liberación del
sufrimiento» o de la «miseria» de una «vida indigna», «acto de redención», «buena muerte»,
«muerte digna», «muerte suave», «muerte piadosa», «interrupción de la vida», «alivio de una
muerte sin dolor», «poner fin a sus sufrimientos»... También entonces, quienes fueron
juzgados y condenados en los juicios de Nuremberg, alegaron: «el motivo decisivo fue la
compasión» (Falthauser); era «algo positivo», «una pequeña contribución al progreso de la

226
humanidad» (Wentzler); «no es un crimen contra el hombre ni contra la humanidad. Es
piedad por el incurable», «la muerte puede significar liberación» (Brandt); «los pacientes
eran «ayudados» y librados de una muerte insufriblemente prolongada. Solamente murieron
los que ya estaban muy cerca de morir» (Klein); las muertes eran actos de «misericordia» y
«liberación»; «habían matado «por amor y piedad» (Cleaver y Grant, 1998, pp. 16-17).
No se pone en tela de juicio que exista tal motivo de aliviar el dolor por empatía, por ponerse
en el lugar del que sufre y pide que le den muerte. Lo que cuestionamos es si esa es la
respuesta adecuada a lo que esa persona es y merece, a lo que ella vale, a su dignidad…, y
también a lo que, objetivamente, necesita como ayuda. «Objetivamente», porque no hay duda
de que, «subjetivamente», piensa que es mejor para él que lo maten, y también
«subjetivamente», es posible que, con la mejor intención, piense lo mismo quien está
dispuesto a «darle muerte». Pero «objetivamente», es un ser humano, una persona, es digna,
su vida es digna, es lo más valioso y debe ser valorada; y lo que es adecuado a lo que
«objetivamente» es, es que se la reconozca, valore y trate como tal. Y este reconocimiento,
valoración y trato como ser digno, como persona, es lo que «objetivamente» necesita para
poder auto percibirse y valorarse como digno, para quererse y morir de un modo acorde a esa
dignidad: rodeado de valoración, de estima y trato como ser único, valioso. Es lo que necesita
y es lo que la sociedad le puede dar para que pueda vivir, hasta el último momento, de un
modo humano, desarrollándose como ser humano en dimensiones que trascienden lo que
puede ser objeto de una valoración superficial o instrumental, que afectan a lo más profundo
de su ser personal: su carácter de ser digno, independientemente del grado de independencia,
sufrimiento, debilidad, tiempo de vida, etc. Quererlo, aliviarlo, acompañarlo, hasta el final, es
lo que merece por su dignidad, y es la aspiración más profunda que está inscripta en la esencia
humana de ese ser.
Esto supone la compasión, que no se agota en comprender los sentimientos, pensamientos y
decisiones de esa persona, y hacerlos propios, sino que supone que, a partir de esa empatía,
ella sea superada por lo que podemos darle y que él necesita de nosotros: una mirada externa
que lo valore en su ser y que le permita sentirse valorado, para valorarse, para poder
resignificar su vida y desarrollar la potencialidad ínsita en ella, hasta el final, en toda la
grandeza y riqueza de aspectos y dimensiones que tiene la vida humana.
Esta compasión superadora de la mera empatía es especialmente exigible a los profesionales
de los cuidados paliativos: porque tienen la particular vocación, profesión y capacitación para
poder brindar esa ayuda que la persona necesita en esos momentos de mayor vulnerabilidad.
Un familiar o amigo íntimo podría desesperarse junto con el enfermo, abrumado por el

227
sufrimiento que con él comparte; un médico, preparado especialmente para poder abordar esa
situación con la ayuda que necesita esa persona, no puede limitarse a hacer lo que él le pida: si
el paciente no se valora, considera que su vida no vale la pena, piensa que no hay forma de
superar ese sufrimiento que lo desespera…, el personal de la salud especialmente preparado
sabe que es un ser digno, sabe que su vida vale la pena, que hay formas de superar ese
sufrimiento y resignificar su vida, y que hará lo imposible para lograrlo, acompañándolo hasta
el final.
Esa es la respuesta a la que la sociedad, el legislador, están obligados: no podemos decirle:
«tu vida no vale», «luego: te podemos matar». No debe decirle eso la sociedad, a través de la
ley y de los profesionales de la salud, porque ¡no es verdad!: ¡es digno!, porque ¡es humano!
Por eso, debemos valorarlo como lo que es, y comportarnos de acuerdo con esa valoración.
Tampoco se le contesta: «no te podemos matar; ni vamos a hacer nada para aliviarte». Eso
sería contrario a la dignidad. Se le dirá: «tú vales, eres lo más valioso, te vamos a acompañar,
no te vamos a abandonar, haremos todo lo posible para aliviarte, ayudarte, a ti y a tu familia».
Con el ejemplo del que está «muerto de hambre», podría decirse que el equipo de cuidados
paliativos (y la sociedad que debe facilitar el acceso universal a esos cuidados) tiene el
alimento para aliviar el hambre al paciente, y facilitárselo a sus familiares o acompañantes
para que puedan proporcionárselo. Por eso, no alegan la empatía para darle muerte, sino la
compasión para aliviarlo y ayudarlo en ese momento en el que tan necesitado está de ese
«cuidado» (compañía y ayuda) «paliativo» (alivio). La sociedad sería criminal si, en lugar de
garantizar este acceso a los cuidados paliativos, proporcionara, como toda salida, la única que
esa persona ve en su desesperación: la muerte provocada, como ser sin valor, sin dignidad. Y
más criminal aún sería si, como se pretende, establece que sólo los médicos (¡y los equipos de
cuidados paliativos!) tendrían «permiso para matar»; más aún si tal «permiso» se convierte
en un «deber», porque le otorgaría al paciente el «derecho a la eutanasia». Entonces, la
sociedad habría corrompido el mismo alimento que tenía para saciar esa hambre: habría
destruido los cuidados paliativos al cambiarle su finalidad, eliminando toda esperanza.
Se alega que los cuidados paliativos no siempre logran hacer soportable el sufrimiento.
Sin embargo, los proyectos de eutanasia no admiten que, para acceder a ésta, el paciente deba
antes pasar por cuidados paliativos de calidad. Además, siempre cabe la posibilidad de la
sedación paliativa, en la que la persona no sufre porque se le ha disminuido el estado de
conciencia. Por otra parte, está claro que la sociedad no debe hacer nada que acreciente el
sufrimiento: y decir a todas las personas que sufren o que tienen una enfermedad terminal que

228
sus vidas no valen, que son «eutanasiables», es aumentar su sufrimiento, su soledad, su falta
de sentido y de auto valoración.
Pero, entonces, se afirma que no se puede obligar a vivir sedado, que hay que respetar la
libertad del paciente.
Y es verdad: no se lo obliga, se le ofrece, y sólo en casos excepcionales de síntomas
refractarios, para que no sufra. No se puede obligar a una persona a que quiera o no quiera.
Sólo se puede decirle que determinada acción es contraria a la dignidad humana. Por lo
mismo, si rechaza la sedación y pide la eutanasia, el deber de respetar la igual dignidad de
todo ser humano, determina que la sociedad no pueda decirle: «de acuerdo, tú crees que tu
vida no vale, y nosotros coincidimos contigo: no vales, es mejor que no existas, se te puede
matar, es más: te facilitamos un médico que te mate». No es lo que necesita de la sociedad: lo
que precisa es ayuda para no sufrir. Y eso se le está ofreciendo. Es más: lo primero que
necesita es que la sociedad lo valore, que no esté dispuesta a matarlo, sino a aliviarlo, porque
lo valora.

¿Sólo situaciones excepcionalísimas?

No es verdad que la norma que se propone sea para situaciones excepcionalísimas.


Ya señalamos que no hay ninguna situación (salvo la muerte) en la que una persona humana
deje de ser persona humana y, por tanto, digna, con derechos inherentes, con derecho
inherente a la vida que, por ser inherente, es irrenunciable.
Pero además, tampoco es cierto que la eutanasia y el suicidio asistido se reserve a situaciones
excepcionales, en las que la persona no puede darse muerte a sí mismo y está sufriendo
dolores insoportables (que no los pueda soportar a pesar de haber acudido oportunamente a
cuidados paliativos integrales, incluyendo la sedación paliativa), por una enfermedad terminal
incurable.
El proyecto de Ope Pasquet, en Uruguay, siguiendo a Bélgica y Holanda, propone la eutanasia
también para quienes pueden -fácticamente- darse muerte a sí mismos.
Además, el proyecto considera «eutanasiables» a quienes no tienen ninguna enfermedad
terminal e incurable: alcanza con que padezcan un «sufrimiento insoportable». Y el mismo
diputado Pasquet aclara que tal sufrimiento puede ser físico o moral, y pone como ejemplo
personas que tienen una incapacidad irreversible que los hace muy dependientes, aunque no
se trate de ninguna enfermedad mortal.

229
El concepto de «sufrimiento insoportable» es tan amplio y subjetivo que podría considerarse
que una madre a la que se le murió un hijo, o un estudiante que perdió todos los exámenes
podrían considerar que tienen un «sufrimiento insoportable».
Ope Pasquet confirma la amplitud de esta causal. Así, en la conferencia del Colegio Médico
ya citada, señala:

…hablo de «sufrimientos insoportables» y, deliberadamente no le pongo «físicos o


morales», porque sabemos que donde la ley no distingue, no debe distinguir el intérprete.
El sufrimiento moral de alguien que dice: bueno, me he quedado parapléjico, lo único
que puedo mover son los ojos (…), yo entiendo esa persona diga: no quiero vivir más, y
no me interesa ninguna clase de cuidado paliativo. Así como estoy entiendo menoscabada
mi dignidad.
Entiendo a la madre o al padre que dice:« no quiero que mis hijos me vean en esta
decadencia que no va a cesar hasta que yo me muera, porque esto es incurable e
irreversible».
Entiendo a la persona a la que le dicen: «mire, usted tiene Alzheimer; no va a sufrir nada,
no se preocupe. Dentro de un tiempo no va a saber ni cómo se llama. O sea que dolor no
va a sentir». Y que la persona diga: «para llegar a eso, quiero terminar acá; cuando sé
quién soy, lo que he hecho en la vida, quiénes son mis amigos, cuál es mi familia, cómo
se llaman mis hijos: en este estado me quiero morir». (Pasquet, 2020, junio 8, énfasis
añadido)

No hace falta que tenga un dolor insoportable; no importa que le quede mucho tiempo de
vida. Alcanza con ser anciano, y no querer que sus hijos lo vean en esa decadencia física
que… ¿cuándo comienza? Tampoco sería necesario ser tan anciano…
En su discurso, Ope Pasquet acude a lo que considera situaciones de sufrimiento insoportable,
pero luego reconoce que (como claramente lo establece la ley) no hace falta tener tal
sufrimiento, porque no se exige que el peticionante deba haber puesto todos los medios a su
alcance para poder tolerarlo o superarlo, y porque no se dispone que la sociedad deba poner a
disposición de esa persona los medios con los que cuenta para superar esa situación
desesperada.
Así, por ejemplo, al rechazar que las personas que quieren la eutanasia deban pasar antes por
cuidados paliativos, dice:

230
Porque hay gente que está sufriendo y se va a morir ahora, y tiene derecho a tener una
respuesta del Estado Uruguayo, sin tener que esperar a que todas estas cosas pasen, a que
un día tengamos un presupuesto suficiente, a que la Facultad de Medicina imparta la
formación que corresponde… (Pasquet, 2020, junio 8, énfasis añadido)

A lo que tiene derecho la gente que está sufriendo es a una respuesta del Estado Uruguayo que
priorice a quienes están sufriendo, y le dé, ahora, el acceso a los cuidados paliativos que
puede darle. No es verdad que no haya personal sanitario preparado. Tampoco es verdad que
esto requiera un enorme gasto. Los cuidados paliativos reducen incluso el costo de la atención
en salud, porque evitan tratamientos fútiles. (Ver cómo, en Canadá, se toma en cuenta que los
cuidados paliativos reducen los costos de la atención sanitaria al final de la vida entre un 40%
a un 70% en comparación con la atención sanitaria estándar: infra capítulo V, p. 302 y tabla
en la que, se presupuesta una reducción anual de 72,8 millones de dólares por cuidados
paliativos). Lo que se requiere es voluntad política de universalizar el acceso a cuidados
paliativos.
Véase que el proyecto de ley señala, como uno de sus requisitos, en el artículo 3º, que «El
médico le informará acerca de los tratamientos terapéuticos o paliativos “disponibles” y sus
probables efectos…» (Pasquet et al., 2020, marzo, énfasis añadido). Es decir: si esa persona
no tiene ningún cuidado paliativo «disponible»-como sucede actualmente al 40% de la
población-, ¡ni siquiera habría que informarle sobre su existencia!; (mucho menos, habría que
remitirlo a que se atienda oportunamente con el equipo de cuidados paliativos, de forma de
saber si reamente era soportable o insoportable el sufrimiento).
«No podemos ofrecerle cuidados paliativos: entonces, matémoslos», ¿Y quién decide si se
puede o no ofrecerle esos cuidados paliativos? ¿Acaso el legislador no puede marcar esas
prioridades?
La extensión de la eutanasia a casos que no son los que se señalan en el debate como
situaciones excepcionales no requiere ninguna flexibilización de las causales previstas en la
legalización original de la eutanasia. Es decir: no sería siquiera necesario que se vaya
flexibilizando en la práctica, como en Holanda y Bélgica, pues ya, desde el comienzo, se
plantea en términos que son enormemente amplios y subjetivos; y, según el propio legislador,
«donde el legislador no distingue, no debe distinguir el intérprete».
Como se verá en el ejemplo de Holanda y Bélgica, el motivo principal de la flexibilización de
las causales de eutanasia en la práctica fue la previsión normativa de esta causal de
«sufrimiento insoportable» (capítulo V, «Flexibilización de las causales en la práctica», p. 285

231
y ss.). Los números de muertes por suicidio asistido y eutanasia en los países en que se han
legalizado son prueba clara de que no se trata de unos pocos casos, siempre excepcionales,
sino que, realmente, la ley provoca el aumento alarmante de suicidios, de personas que ponen
fin a su vida y no mueren de muerte natural (vid infra capítulo V, especialmente, apartado
«Incremento en el número de eutanasias», p. 281 y ss.).

Que, al menos, no se penalice al médico que quiera aceptar el pedido de eutanasia o


asistencia al suicidio, en una situación extrema

El redactor del proyecto de ley de eutanasia y suicidio médicamente asistido en Uruguay


afirma que lo que se pretende con este proyecto es la mínima respuesta que exigiría esa
empatía ante el sufrimiento. El propósito de la legalización de la eutanasia sería evitar que los
médicos que hacen eutanasias (homicidios ante súplicas reiteradas de la víctima, cuando ésta
padece un sufrimiento insoportable o una enfermedad terminal) sean penalizados. Aunque,
como ha insistido el diputado Ope Pasquet, esto sólo sería un primer paso (ver infra capítulo
V, p. 242 y ss.).
Pero, como vimos, ese mínimo ya está en el régimen actualmente vigente: ya está previsto
que el Juez pueda exonerar de pena cuando es un «homicidio piadoso». Claro que, para ello,
el juez debe analizar los motivos que llevaron a esa persona a violar su primer deber
(correspondiente al primer derecho de la víctima, protegido a su vez como primer valor de la
sociedad).
En realidad, el mínimo que puede y debe hacer el Estado por esa y por todas las personas que
puedan estar en su situación es decirles, mediante la norma que recoge los principales valores
de la sociedad (la norma penal), que es digna, que su vida es lo más valioso, que nadie -
tampoco ella- debe eliminar ese regalo único e insustituible que es el ser de cada persona y
que, por eso, todo acto de «darle muerte» será delito, aunque en determinadas situaciones no
se penalice. Por ello, el intento de suicidio debería ser delito en todos los casos, pero sin pena
(pues ésta sería contraproducente: incitaría a ser eficaz en el intento), y la ayuda al suicidio y
el homicidio piadoso, siendo siempre delito, deberían tener la posibilidad de que, juzgadas las
circunstancias del sujeto que da muerte a otro o lo ayuda a darse muerte, el juez lo exonere de
pena.
Lo que se pretende, entonces, no es aquel supuesto mínimo de no penalizar al médico que
practica la eutanasia: no sólo se pretende que no sea penalizado, sino que no se considere que
cometió un delito. Y ello, sin importar cuál fue su motivación: si es un médico, y si la víctima

232
es de las consideradas por la ley en el grupo de los «eutanasiables» , y si lo solicitó
«libremente»(a pesar de estar condicionado por un sufrimiento insoportable o por el miedo a
ese sufrimiento, por la soledad o por el abandono o menosprecio de la sociedad), entonces, se
lo puede matar, sin importar por qué lo hace: es suficiente que sea una vida sin valor,
calificada así por la sociedad a través de la ley de eutanasia.
Es decir: lo que se pretende (lo que se hace con la misma sanción de la ley, sin necesidad de
tener que esperar un efecto posterior en el tiempo) es que la sociedad considere que no es un
bien jurídico tutelable la vida de la persona a la que se le practica la eutanasia: se le puede
quitar la vida sin que ello sea antijurídico: por lo tanto, no hay, en ese caso, derecho a la vida:
hay vidas sin valor, sin dignidad, personas a las que se las puede tratar como cosas que
perdieron su valor.
En definitiva: es claro que se pretende un cambio en la valoración social de la vida humana.

El respeto a la libertad (al supuesto derecho de determinar el fin de su vida)

En segundo lugar, a nivel de justificación (y no tanto de motivación, como lo es el argumento


de la finalidad de aliviar el sufrimiento), se acude al valor libertad, entendida como libertad
fáctica, pero presentada como libertad jurídica: como derecho, como un derecho a disponer de
la propia vida. Y, si bien no está propiamente en discusión el disponer de la propia vida (no se
está regulando el delito o la pena del suicidio -en el que el victimario y la víctima es la misma
persona-), se acude a este supuesto derecho, para justificar la acción de dar muerte a otro
(homicidio) mediante la eutanasia o de ayudar a otro a que se dé muerte (ayuda al suicidio).
Ya analizamos críticamente los argumentos vinculados a una concepción de la libertad que la
desliga de la dignidad, con el deber que surge de esa dignidad y con el carácter relacional
(social) de la persona, y las falacias contenidas en este supuesto «derecho al suicidio» (ver
capítulo IV, «¿Hay un «derecho al suicidio» en nuestro ordenamiento jurídico?» —p. 130 y
ss.— y «Un cambio en la forma de entender la libertad» —p. 144 y ss.).
Insistimos en que se alega la libertad, pero no se considera «eutanasiables» sino a quienes
tienen menos libertad, a quienes están más condicionados por la enfermedad, el sufrimiento,
la falta de autonomía, el temor, etc. Por lo que, realmente, con la excusa de la libertad, se
discrimina a los más vulnerables como vidas sin valor, sin dignidad, «eutanasiables».
Se alegará que esta es una visión paternalista, en la que no se respeta la libertad de la persona
que decidió autónomamente finalizar su vida; que su vida es suya, no del Estado, que la
sociedad no le puede imponer un deber de vivir.

233
Pero no es el Estado quien impone ese deber: es la condición humana la que determina que
todo ser humano sea digno y que, por tanto, deba valorar y, como mínimo, no deba matar a
ningún ser humano (también él lo es). Es esta dignidad inherente a la condición humana la
que obliga a todos, también al Estado, a respetar los derechos humanos como inherentes y,
por ende, irrenunciables. Pero, además, es la propia discriminación impuesta por la ley la que
limita la libertad de quienes, por sentirse no valorados, se considerarán vidas sin valor, y eso
mismo terminará quitándoles libertad.

La «agenda de derechos»

Este supuesto derecho a disponer de la propia vida, fundado en la libertad, se presenta como
parte de la «agenda de los nuevos derechos». Así lo plantea, con gran sinceridad, el Dr.
Federico Preve (2019, junio 10), uno de los principales promotores de la eutanasia en
Uruguay, en una entrevista en el programa de Canal 12 dirigido por Victoria Rodríguez: «Esta
boca es mía», ya el 10 de junio de 2019, 9 meses antes de que se presentara el proyecto de ley
sobre «Eutanasia y suicidio médicamente asistido», del diputado Ope Pasquet:

Yo creo que es momento, y en particular, yo creo que este año es un año bisagra. Este
debate se instaló un poco después de la ley integral para personas trans porque, desde el
punto de vista de la agenda de derechos, «dijeron»: bueno ¿qué otro derecho el
Uruguay, que en realidad es vanguardia en este sentido, le está faltando? Bueno, le está
faltando un debate serio, social, sobre la eutanasia. (Preve, 2019, junio 10, 22:35-23:00,
énfasis añadido)

Como bien ha acotado la Dra. Della Valle: «Lo que da derechos al paciente son los cuidados
paliativos, y no se lo estamos dando. Eso debería estar en la agenda de derechos» (Della
Valle, 2020, junio 12).
Esta agenda no la hemos hecho los uruguayos, no está en nuestra Constitución ni en ninguna
norma internacional que pueda obligarnos. Es más: ellas nos marcan una agenda totalmente
opuesta: la de respetar la igual dignidad de toda persona, la del deber de cuidar la propia
salud, la de la prohibición absoluta de matar.

234
El objetivo fomento del suicidio

Hay un argumento que no figura explícitamente, pero que surge cuando se ve cuáles son las
respuestas a algunas de las objeciones que se plantean al proyecto de ley de eutanasia. Es duro
señalarlo, pero hay una finalidad objetiva de estos proyectos: el fomento de la
autoeliminación.
Es una finalidad objetiva porque, independientemente de las buenas intenciones (subjetivas)
que puedan tener los promotores, esto es lo que se promueve, éste es el resultado que, como
veremos, tienen todas las leyes de eutanasia (ver, en capítulo V: «Incremento en el número de
eutanasias», p. 281).
El Diputado Ope Pasquet, en la video – conferencia organizada por el Colegio Médico
(Pasquet, 2020, junio 8), deja claro que lo que pretende su proyecto es facilitar la
autoeliminación. Por eso, considera que las objeciones que le plantean desde los cuidados
paliativos harían «intransitable» el acceso a la muerte voluntariamente producida.
Las objeciones planteadas fueron:
✓ que se esté ofreciendo la eutanasia cuando aún la persona no intentó, mediante los
cuidados paliativos, superar los problemas que lo llevan a pedir la muerte;
✓ que no hay un médico paliativista que le muestre ese otro camino que sí será una respuesta
a su real necesidad;
✓ que los médicos que determinarían que al solicitante se lo puede matar no tienen
formación en cuidados paliativos como para, por lo menos, ofrecer una información
completa;
✓ que no hay un médico psiquiatra que pueda apreciar la capacidad psíquica del paciente
como para decir que obra libremente, y no por impulso de una patología psiquiátrica que
se puede tratar.
Ope Pasquet responde:

Si empezamos a cargar de requisitos esto: que el médico tiene que reunir tales y cuales
aptitudes o credenciales, no puede ser cualquier médico, y si después agregamos que hay que
tener la certeza científica de la salud mental de la persona, y tiene que haber entonces un
dictamen psiquiátrico preceptivo y eventualmente un ateneo médico que decida si la persona
se encuentra en las condiciones previstas en el artículo 1° como quiera que sea que se las
defina, o no, entonces «hacemos intransitable el camino». (Pasquet, 2020, junio 8, énfasis
añadido)

235
Es claro que lo que se pretende es hacer «transitable», «facilitar el camino»… a la muerte por
propia decisión. Facilitar el suicidio.
Pero, para Ope Pasquet, el suicidio que «podría» evitar esta ley es el suicidio mediante un tiro,
o tirándose de un balcón… ¿Y en qué cambia? ¿Por qué un tiro en la cabeza no es acorde con
la dignidad de la persona y sí lo es una inyección? ¿No es más autónomo, más libre, pegarse
un tiro que tener que necesitar de otro que me dé una inyección? ¿O lo que determina la
dignidad de la muerte es que sea más o menos indolora? ¿Acaso es más dolorosa, si se da bien
el tiro? ¿No es más indoloro -como demostraron en Alemania- el monóxido de carbono? ¿Y
no es menos violento, si se simula que es una ducha? (Vid infra p. 322). ¿Por qué, entonces,
no establecer que, en vez de médicos, sean expertos en tiro los habilitados para la eutanasia?
Ope Pasquet afirma:

Si burocratizamos todo esto, entonces no estamos respondiendo a la situación de angustia


existencial de quien dice: «yo le quiero poner fin a mi vida.» No me digan que tengo que
esperar a que se reúna el consejo de no sé dónde, tal día, para tomar una decisión…
entonces, lo que hace el individuo es va y se suicida, se pega un balazo en la cabeza y se
terminó la historia. Yo creo que esto, si en definitiva funciona, puede llegar a evitar
suicidios: alguien que diga: bueno, yo tengo una manera civilizada, pacífica, humana, de
hacer esto que quiero hacer. Y de pronto, recorriendo este camino se encuentra con que
los médicos le dicen: no, mire, usted no tiene por qué llegar a esto, tiene otras
alternativas; de pronto los cuidados paliativos le sirven para evitar el dolor que no quiere
sufrir, etc. Pero tienen que ser opciones que se le ofrezcan a la persona que está sufriendo,
no requisitos u obstáculos que se crucen en su camino y le digan: «no, mire:
formalmente, le vamos a decir que sí, pero de hecho se lo vamos a impedir poniéndole
una serie de requisitos». (Pasquet, 2020, junio 8, énfasis añadido)

Por otra parte, se ha planteado como objeción al proyecto que los requisitos del sujeto para
que sea lícito aplicarle la eutanasia o ayudarlo al suicidio son muy amplios.
Así lo indica la Dra. Adriana Della Valle (2020, junio 12): dijo que le preocupa la flexibilidad
de conceptos como «sufrimientos insoportables», «apta psíquicamente»… más cuando es
cualquier médico quien va a juzgar estos extremos: no se requerirá ni que sea especialista en
sufrimiento (cuidados paliativos) ni en enfermedades psíquicas (psiquiatría).
Para ella, se está planteando una eutanasia preventiva. Por ejemplo, alcanzaría con que
alguien fuera diagnosticado con un alzhéimer, y cualquier médico ya podría considerar que, si

236
ese paciente pide que le apliquen la eutanasia, estaría dentro de la situación prevista por la ley:
una enfermedad incurable y progresiva.
Y ¿quién decidiría que esa persona está psíquicamente apta para pedir la eutanasia? Cualquier
médico.
En definitiva: la compasión por el sufrimiento ajeno termina eliminando a la persona que
sufre, en un acto que, objetivamente, contradice el principio de solidaridad y deja a la persona
en su soledad individualista, y, a la sociedad, permitiendo y fomentando el descarte de
aquellos a quienes previamente consideró vidas no dignas.
En resumidas cuentas: todos los argumentos a favor de la eutanasia no pasan el primer filtro
que debe superar cualquier acción para ser considerada ética y jurídica: que respete la
dignidad inherente de todo ser humano. En definitiva, si toda persona es digna por ser
humana, ¿no tengo el deber de respetarla, de valorarla, de querer su ser, su existencia según lo
que la naturaleza le ha dado de modo actual y potencial?; ¿se valora aquello que se elimina?
Así, todos los argumentos pueden responderse con esas dos preguntas.

237
Capítulo V
Consecuencias previsibles: la experiencia de otros países
Holanda, Bélgica, Canadá y «la pendiente resbaladiza»

Las consideraciones sobre los efectos que tiene la legalización de la eutanasia y del suicidio
asistido en el fundamento de la convivencia social (la igual dignidad de toda persona humana
y el consecuente deber incondicional y absoluto de respetar toda vida humana) no se quedan
en un plano meramente teórico. Las normas jurídicas no son declaraciones abstractas, que no
inciden en la sociedad. Concretamente, la norma penal indica cuáles son los bienes jurídicos
fundamentales, lo que todos han de valorar, lo que debe guiar la conducta, señalando
mínimos: el mínimo es la prohibición contenida en el delito: «en ningún caso se puede…» En
este punto particular de la tutela de la vida humana, se indica el mínimo de los mínimos:
nunca se puede matar, si no es estrictamente necesario para defender la vida (propia o ajena).
Este mínimo es absoluto: a nadie, y nunca. Esta prohibición tutela el bien o valor más básico
de la sociedad: ésta está para crear las condiciones para el pleno desarrollo de todos, y la
primer condición de desarrollo es existir, estar vivo para poder desarrollar las potencialidades
humanas. Así pues, la prohibición absoluta de matar y la igual dignidad de toda persona son
las dos caras de lo mismo, como el deber y el derecho correspondiente del cual aquél surge.
Por eso, cuando la sociedad elimina la prohibición absoluta de matar, elimina el valor
absoluto (dignidad) de la persona humana. Lo que pasa a ser «legítimo» se considera, por lo
menos, algo que no es malo, que no es un anti - valor; y luego, por el principio de libertad
(hay derecho a hacer lo que no esté prohibido), se pasa a considerar que matar es un
«derecho», algo «valioso»; algo, por tanto, que es un criterio positivo de actuación. Por el
contrario, el valor antes tutelado (dignidad de toda persona), deja de considerarse tal.
La primera consecuencia es un giro copernicano, una regresión brutal en la civilización: pasar
de: «prohibido matar», a: «en algunos casos (a algunas personas, por parte de otras personas
determinadas) se puede matar (no por defensa de la vida)»; de: «todas las vidas humanas
(todos los seres humanos —personas) son igualmente dignas, y deben respetarse», a:
«algunas vidas humanas (algunas personas) no son dignas (no son personas, no tienen un
valor inherente absoluto)».
Eliminado el valor absoluto (dignidad de toda persona) y la prohibición absoluta (no matar),
los casos en los que se considerará que alguien no es digno de vivir y que se lo puede matar
dependerán del criterio que se emplee para definir esos casos, pero ya no será un criterio

238
absoluto. Por tanto, irá cambiando, en función del arbitrio (de la voluntad) de quien tenga que
decidir, o de los consensos que se logren para reemplazar un criterio por otro. Ya no habrá
un principio objetivo, que se imponga a todas las voluntades, sino que el criterio dependerá de
las voluntades. ¿De quiénes? De quienes tengan más poder para imponer su interés, su
criterio. Ya no habrá un derecho humano, algo que corresponda a todo ser humano y que
todos deben respetar (también el legislador), pues se negará que a todo ser humano
corresponda algo que todos deban respetar: en efecto si ni siquiera corresponde que, por el
hecho de ser humano, se respete su ser, su vida, ¿qué le puede corresponder?
Primero, se considera que una persona con sufrimientos insoportables o una enfermedad
incurable no tiene derecho a vivir, si previamente decidió poner fin a su vida. No tiene
derecho, porque el derecho a vivir implica que los demás tienen el deber de no matarlo: el
médico no tendrá tal deber; luego, él no tendrá tal derecho. No se considera que pierde el
derecho de vivir «ipso facto», por tener sufrimientos «insoportables» o una enfermedad
incurable, pero sí, por el hecho de encontrarse en esa situación, su vida dejará de ser un
derecho irrenunciable, que deba ser respetada por todos por su valor inherente. El derecho a
vivir hasta la muerte natural continuará (los demás seguirán con el correspondiente deber de
no matarlo), mientras ese sujeto con una vida devaluada siga valorando su vida. Pero, ni bien
él juzgue (como ya prejuzgó la sociedad mediante la ley), que su vida no vale, ni bien deje de
valorarla, dejará de existir el deber de no matar o no ayudarlo a matarse por parte de los
médicos a quienes se lo solicite. Entonces, dejará éste de estar obligado por el deber de
respetar el derecho a la vida de esa persona. Ya no tendrá derecho a la vida, a que ese médico
no le dé muerte.
Lo que dificulta avizorar el precipicio al que conduce este camino es que, si bien, por una
parte, se está negando la dignidad inherente (al «eutanasiable» no se lo considera digno por
ser humano; no se considera que su dignidad no depende de su voluntad sino de su mera
pertenencia a la especie humana), por otra parte, se pretende salvar esta objeción insalvable,
invocando la libertad como fundamento. Entonces, se combinan dos gérmenes de corrupción
que, en sí mismos, tienen una lógica interna que lleva a desconocer límites, aunque,
aparentemente, el respeto a la libertad se presente como un límite de los efectos nocivos del
desconocimiento de la dignidad inherente a toda persona.
En efecto, es clara la virtualidad destructiva de la negación de la dignidad inherente: porque si
hay un ser humano al que no se le reconoce tal dignidad, no hay razón alguna que determine
un criterio objetivo para que se respete a ningún ser humano. Y, por otra parte, si se invoca la
libertad como fundamento para disponer de la propia vida, no hay razón alguna para que no se

239
reconozca este supuesto derecho a toda persona que libremente quiera suicidarse. Entonces,
según esta concepción de la libertad desvinculada del respeto a la dignidad, la sociedad
tendría que reconocer este derecho a esa libertad absoluta, y actuar en consecuencia: debería
crear las condiciones para que todos los que quieran suicidarse puedan hacerlo del modo más
fácil, con ayuda de los demás. El primer germen, lleva a la desigualdad entre las personas, a la
inexistencia de derechos humanos que puedan servir como límite a la arbitrariedad de la
voluntad de los más poderosos. El segundo germen lleva a la auto – destrucción de la
sociedad.
Ciertamente, si se respetara y valorara realmente la libertad, ésta podría —teóricamente—
poner algún límite al arbitrio de quienes no valoren a las personas más vulnerables, pues éstas
tendrían su libertad como escudo. Podrían decir: «aunque la sociedad no me considere digno y
se permita darme muerte si yo renuncio a mi vida, yo me valoro y quiero seguir viviendo,
aunque a todos les pese». Sí, de acuerdo. Es claro que sería peor si ni siquiera se contara con
el consentimiento del «eutanasiable»: se les podría «dar muerte», a gran escala,
sistemáticamente, más fácilmente, si no se debiera contar con su consentimiento.
Pero —primera acotación— ¿no se advierte que éstos, precisamente por ser más vulnerables,
son más fácilmente influenciables en su valoración? Como necesitan más de los demás,
precisan más de su valoración; y, si no reciben esa valoración que le es debida a su dignidad,
les resulta más difícil auto percibirse como dignos, y así, dejan de querer vivir, condicionados
externamente en su libertad psicológica. Por otra parte —segunda acotación—, como los
«eutanasiables» necesitan más ayuda para poder, fácticamente, superar las dificultades que
tienen para ser felices, se ven menos capaces de seguir eligiéndose como fines de sus
acciones, se sienten menos libres, menos capaces de autodeterminarse para lograr lo que creen
conveniente, porque para ello precisan de otros que no quieren prestarle esa ayuda. En los
hechos, tienen una menor libertad fáctica. Entonces —tercera acotación—, a quienes tienen
menos libertad fáctica y menos libertad psicológica (posibilidad de elegir por sí mismos, sin
la influencia de la voluntad ajena: de la valoración de los demás), es a quienes se les reconoce
esa mínima libertad como justificativo para desconocer su dignidad. Y —cuarta acotación—
precisamente, los que tienen mayor libertad psicológica y fáctica (los más poderosos,
autónomos, no necesitados de ayuda), quienes más obligados están a valorar y ayudar a los
más vulnerables, son quienes, en lugar de cumplir ese deber de solidaridad que llevaría a que
éstos se valoraran, los impulsan a sentirse no valorados, una carga inútil, una vida sin valor,
algo que es mejor que no exista, y de quien pueden desentenderse y deshacerse con la excusa
del respeto a su decisión. Es la ley del individualismo insolidario del más fuerte (del más libre

240
fácticamente, del más autónomo, del más sano y joven); no es la ley de la razón, que sabe
descubrir en los demás un «otro igual a mí»: la ley de la solidaridad. Es la ley de la soledad,
que termina volviéndose contra quien ahora es joven, fuerte, autónomo, sano …, pero sabe
que mañana lo será menos, y no tendrá «derecho» a que lo valoren y ayuden; y que ahora
mismo sabe que, si lo valoran, no es por él, sino por el provecho que se puede sacar de él,
como un medio subordinable a los intereses de otro.
Así, esa libertad, menguada por la vulnerabilidad y la voluntaria insolidaridad de los más
fuertes, pasa a ser un «escudo» de cartón frente a la desvalorización social de la igual
dignidad inherente de esas personas que han sido catalogadas como «eutanasiables». Como la
libertad depende de la dignidad, al resquebrajarse esta última, también se debilita la segunda.
A la pérdida del valor supremo de la dignidad de cada persona, sigue un abuso de la libertad
de los más fuertes que termina presionando a los más débiles, disminuyendo su libertad,
empujándolos a considerarse devaluados hasta el punto de carecer de toda libertad, hasta el
punto de «decidir» no valorarse, no elegirse, no tener otra opción más que «elegir» su no
existencia, su aniquilación, su exclusión de la sociedad que previamente lo expulsó de su seno
como «cosa» desechable.
Esto no es una elucubración teórica de las consecuencias lógicas de la pérdida del valor
dignidad humana. Es lo que prueba la experiencia de los países que han legalizado la
eutanasia y el suicidio médicamente asistido. Queda muy claro, de modo paradigmático, en
los casos que veremos en los primeros apartados; y queda muy claro también en los estudios
científicos sociales que se analizarán luego: se devalúa la vida de los catalogados como
«eutanasiables», se presiona su libertad, y se termina dándoles muerte aunque no se cuente
con su consentimiento.
Y esto es así porque lo que se naturaliza con la práctica de la eutanasia no es el respeto a la
libertad como primer valor, pues se sabe que quien es más libre psicológica y fácticamente no
es «eutanasiable», mientras no pierda esa libertad. Los médicos, que juzgarán según el criterio
de «eutanasiable» y «no eutanasiable», tendrán claro que estos últimos son más libres y, a
pesar de ello, la ley les dirá que no deben respetar su libertad de auto eliminarse; sabrán que,
por lo tanto, lo definitorio para que tengan «permiso para matarlos» será su inclusión dentro
de la categoría de «vidas sin valor inherente», seres «sin dignidad». Y tal inclusión se
determinaría según criterios por los que ellos pueden juzgar: algo objetivo, que puede
apreciarse como manifestación de un «menor valor», de una «vida devaluada»: la
enfermedad, la incapacidad, la falta de autonomía, el costo que implica su alivio, ayuda y
acompañamiento, la vejez…

241
Lo que se naturaliza con la legalización de la eutanasia es que no todos los seres humanos
somos iguales en dignidad; que no todos tienen un derecho inherente a la vida; que el deber de
no matar a quien no está atentando contra otra vida humana no es un deber mínimo, un límite
infranqueable, el Rubicón que no se debe cruzar si no se quiere llegar a la barbarie.
El ejemplo de lo que ha sucedido en países en los que se estableció la eutanasia con los
mismos requisitos que los que exige el proyecto de ley de Ope Pasquet (como Holanda y
Bélgica) es una prueba clara de lo que implica esta ausencia de igual dignidad inherente, de
derecho a la vida y de deber de no matar.
Después, se irán ampliando, en una «pendiente resbaladiza», los casos en los que se accede a
la eutanasia: primero, por la interpretación cada vez más laxa de la ley, y luego, por medio de
modificaciones del texto normativo.
La denominada «pendiente resbaladiza» que se abriría con esta ley no es una mera hipótesis
teórica. Los países donde se ha legalizado la eutanasia y el suicidio asistido se enfrentan a este
efecto en cadena de diversos abusos, que se sucedieron con el mismo punto de partida: la
misma norma y los mismo argumentos.
Además, quienes promueven este proyecto en Uruguay afirman claramente que esto es «un
primer paso». Por eso, hablamos de efectos previsibles.
En efecto: en el programa de «Esta boca es mía», del 12 de marzo de 2020, la conductora del
programa, Victoria Rodríguez, preguntó si estaba incluida en el proyecto de ley el

[1:18] Ya que estamos haciendo esta movida: ¿es demasiado plantearse la posibilidad de
extender este derecho a morir bien, poderlo resolver antes, como una declaración
anterior? Pensando en esos casos, ¿no?, donde realmente yo no voy a poder… Tal vez,
capaz que hasta mi incapacidad es que razono perfecto, pero no puedo hablar, y no puedo
decir que quiero apelar a la ley eventualmente aprobada. Y quedé perdida y condenada
en esa situación. O ¿qué pasa si alguien tiene depresión, trastorno mayor de depresión,
no? Que hay casos que no dan marcha atrás; que hay casos que la ciencia ni siquiera…
Esa o cualquier otra patología que tenga que ver con la falta de salud mental, donde la
angustia se vuelve un sufrimiento insoportable. Bueno: esa gente, ¿no puede también
apelar al derecho de poner fin dignamente? Y sin tener que suicidarse…, con toda la
carga, el peso y el drama y la sangre … y todo lo que sabemos genera y queda para los
que quedan vivos, para los que quedan acá. ¿Es mucho plantearse apostar a un poco más?
¿Qué opinan?» [2:37]. (Vid: Pasquet, 2020, marzo 12, énfasis añadidos)

Una de las panelistas, Verónica Amorelli, responde:

242
[3:07] Este proyecto así como está, tal vez debe ser aprobado de esta manera porque es
un principio de comenzar a ser menos hipócritas. Porque (..) sabemos que esto se da en
determinados ámbitos, y sabemos que la decisión no la toman las personas que están en
esa situación sino, muchas veces, los familiares y la comunidad médica. Entonces me
parece que este es un gran paso, un pequeño gran paso para empezar a ser menos
hipócritas. Pero yo iría por lo que tú estás diciendo más adelante. [3:42]

Selva Andreoli, otra panelista, señala: [5:02] «Capaz que eso dificulta que se vote en el
Parlamento. Y yo creo que la ley debería ser viable ya».
Victoria Rodríguez [minuto 7:28]: «Ope: ¿es demasiado pensar en ampliar la apuesta? La
misma pregunta que le hacía a los panelistas.»
Y Ope Pasquet responde:

A mí me parece que «lo primero» que tenemos que buscar es «que salga esto como está»;
me parece que «es el mínimo» en el que podemos coincidir los que estamos
filosóficamente a favor de esto: el derecho de la persona a disponer sobre su propia vida
[minuto 7:47] (…) [Minuto 8:35] Y después se verá en el curso de la discusión, si hay
valoraciones o propuestas como para ir más allá. Pero, por ahora, me parece que lo
esencial es esto [8:41]. (Pasquet, 2020, marzo 12, énfasis en comillas y cursivas:
añadidos)

En realidad, con la ley de voluntad anticipada más la aprobación de este proyecto de ley, ya se
podría extender anticipadamente el consentimiento, para el caso de que luego la persona no
esté en condiciones de expresarlo. El proyecto no establece que tenga que ser inmediata la
eutanasia: los plazos que se establecen son plazos mínimos. Si, en lugar de volver a los 15
días de la primera consulta, la persona vuelve a los tres meses, ¿acaso no se le aplicará la
eutanasia? Y si vuelve a los 15 días y confirma que quiere morir, pero aún no, porque todavía
no ha comenzado a deteriorarse tanto como para querer morir, ¿no se considerará que cumplió
sobradamente los plazos si a los dos años dice que ya es el momento de que lo maten? Y, si
sucede lo que pasó en el caso que relataremos en el siguiente apartado, ¿no se llegaría a una
sentencia similar?
De todas formas, es importante tener en cuenta que ya se está planteando que esto es sólo un
primer paso. Que queda para después establecer la obligación de los prestadores de salud de
proveer gratuitamente estos procedimientos de eutanasia y suicidio asistido. Este fue un

243
concreto cuestionamiento que se le hizo a Ope Pasquet en el Ateneo Interdisciplinario
Abierto, del Departamento de Medicina Legal, del día 28 de abril de 2020 (por ejemplo, por
Victoria Delaventura). Ítalo Bove, Marianela Barcia y Hugo Rodríguez Almada plantearon
que también debería permitirse la eutanasia de los adolescentes. Y la respuesta de Ope
Pasquet fue que hay que ir paso a paso, si queremos que salga.
Entonces: aunque no tuviéramos el ejemplo de lo sucedido primero en la Alemania nazi, y
luego, en Holanda y Bélgica, hay motivos más que claros para suponer que esta ley no es más
que un primer paso en la «pendiente resbaladiza».
A continuación, veremos cuáles han sido los pasos de esta pendiente, en los países que
legalizaron la eutanasia (Holanda y Bélgica).
Como se podrá apreciar, la interpretación cada vez más laxa se da tanto por quienes
participan en la decisión de la eutanasia (el sujeto que la solicita, sus familiares y el médico)
como por parte de los jueces.
• Primero, se acepta que hay vidas que no valen la pena vivirse, que no son dignas, que no
merecen un respeto incondicional contenido en el deber de no matar; invocando la
compasión, y la libertad de decidir sobre el final de la vida, se justifica la muerte de los
más vulnerables: enfermos terminales, ancianos, personas que no quieren ser una carga
para los demás (a quienes se les está haciendo sentir que lo son).
• Después, se pasa a no dar valor a la declaración de voluntad de algunas personas
(dementes), como para revocar una solicitud de eutanasia anterior (es el caso de la
sentencia holandesa que comentaremos a continuación).
• Luego, a dar por supuesto el consentimiento en quienes no pueden darlo, extendiendo este
supuesto «derecho» a otros que no están en condiciones de expresar una decisión
plenamente libre (por una depresión, o por una enfermedad psiquiátrica o incapacidad, por
ser menores, porque han perdido el estado de conciencia, etc.).
• La decisión sobre la terminación de la vida pasa a depender de la voluntad de médicos
que, progresivamente, se alejan de los criterios éticos que guían su profesión, para caer en
la búsqueda de lo más cómodo y económico.
• Por otra parte, estos criterios pasan a considerarse socialmente normales, al amparo de la
ley. Y con ello, los familiares y el mismo paciente pensarán con esas categorías: no ser un
peso para los demás, no causar molestias y sufrimientos, no generar gastos en una persona
que no es consciente o que está próxima a morir, la ausencia de valor y sentido de una

244
vida sin autonomía, una vida que se sabe terminará pronto, con la incertidumbre y
angustia de ese tránsito.
• De esta forma, aumenta la presión sobre esa persona más vulnerable: la presión se
presentará en una sugerencia de un médico, o de un familiar, y en sí mismo, en el no saber
si los demás no considerarán egoísmo el continuar viviendo. Entonces, este «derecho» a
decidir la propia muerte será una carga y una presión: ¿por qué, si tengo derecho a morir,
voy a causar sufrimiento a mis seres queridos?, ¿por qué ser una carga para ellos y para la
sociedad? Si la decisión de morir es un derecho, se considerará que es normal: que es
esperable que alguien no quiera ser un estorbo, una molestia; que es un acto de altruismo y
generosidad. Por el contrario, cuando el familiar o el paciente no se plantee la eutanasia,
se lo considerará una actitud egoísta. Y así, en lugar de proteger al más vulnerable, se
aumenta su vulnerabilidad.
• Y entonces, cuando más necesita uno ser valorado, querido, acompañado…, más difícil se
le hace ese momento de la vida. Este es uno de los efectos más perniciosos de la
legalización de la eutanasia. En lugar de ofrecerle los cuidados paliativos (con todo lo
que implica de valoración de la persona, acompañamiento, comprensión, empatía, ayuda
para aliviar el dolor y otros sufrimientos bio, psico, espirituales y sociales), se le ofrece lo
que nunca puede ni desearse a una persona: que muera. Y esto, por parte de quienes más
obligados están a quererlo incondicionalmente y a ayudarlo: sus familiares y los médicos.
La mera posibilidad legal de esta situación mina la confianza necesaria para el más
vulnerable respecto a aquellos de quienes más necesita y en quienes más confía: su familia
y el médico.
• Una persona a quien se le descubre, por ejemplo, un Alzheimer, aunque diga que no
quiere ser un peso para los demás, y manifieste que prefiere morir antes de perder el uso
pleno de sus facultades para no ser una molestia, lo que precisa no es que su familia le
diga: «tienes derecho a decidir poner fin a tu vida, y nosotros vamos a respetar tu
derecho». Si él dice que una vida así no vale la pena ser vivida, no necesita que le
contesten: «tienes razón, la ley dice que una vida así no vale de modo incondicional: si tú
quieres, puedes contar con la ayuda de un médico para quitarte la vida». Por el contrario,
la ayuda que precisa es que valoren su vida: que le digan y demuestren que él no es un
peso sino un valor, que merece que lo alivien y acompañen.

245
• Y, de la «compasión» por el sufrimiento ajeno, se pasa al egoísmo de sacarse un peso de
encima, un costo económico y una carga incómoda para sus familiares, para la institución
médica y para la sociedad.
• Véase el poder que se da al médico, que socava esa relación con el paciente. El médico
podrá juzgar la dignidad o indignidad de una vida humana (y con ello, determinar si
merece respeto incondicional, o no). Tendría un poder que no tiene nadie en nuestra
sociedad (el artículo 26 de la Constitución uruguaya prohíbe juzgar que alguien merezca
morir). Tal poder se le estaría dando a dos médicos, uno de los cuales, además, será, a la
vez, ejecutor de la sentencia de muerte.
Esta pendiente resbaladiza en la que se ingresaría se ve facilitada por cómo se está planteando
la eutanasia en Uruguay, en el texto del proyecto y en la fundamentación que se alega. Por un
lado, para indicar los requisitos para ingresar a la categoría de sujetos a los que se puede
matar, se emplean términos no bien definidos y subjetivos, tales como «sufrimientos
insoportables», persona «psíquicamente apta». Y, por otra parte, se acude a conceptos vagos
para justificar estas acciones, tales como «vida indigna de ser vivida», «mala calidad de
vida», «muerte digna», «autonomía absoluta».
Se abren así las puertas a la arbitrariedad y al expediente fácil de incumplir con el principal
deber que tenemos: en vez de valorar, respetar, ayudar, acompañar y cuidar al más vulnerable,
se opta por eliminar una vida que molesta.

Algunos casos paradigmáticos

El Tribunal Supremo Holandés y la señora con Alzhéimer «eutanasiada» a pesar de su


negativa

En este sentido, es importante ver el caso (ya resuelto definitivamente) de lo sucedido en


Holanda, primer país en el que se aprobó la eutanasia en el año 2002. El 21 de abril de 2020,
«El Tribunal supremo holandés dio su aval este martes a practicar la eutanasia en casos de
personas con demencia avanzada, inclusive si ya no están en condiciones de reiterar su
deseo…», confirmando la absolución a «un médico acusado de haber dado muerte en 2016 a
una paciente que sufría el mal de Alzheimer» (Infobae, 2020, abril 21).
Esto nos muestra qué consecuencias previsibles tendrá este proyecto de ley. En efecto: la
norma uruguaya sigue el modelo de la holandesa. Lo que sucedió en este caso nos indica lo

246
que sucederá en Uruguay. Ya no se trata de una interpretación relajada de la norma por parte
de algunos médicos, que después no informan aquello que pueda inculparlos (lo que, como
veremos, es lo más habitual): en este caso, el médico informó exactamente lo que hizo (sin
ningún reparo) y, cosa totalmente excepcional, se dio noticia del caso a la fiscalía. Pero luego,
en todas las instancias, la justicia entendió que se respetó la ley. Veamos el caso.
Es uno de los pocos casos de eutanasia que han llegado a la justicia en Holanda. Véase que,
aunque la eutanasia está legalizada en Holanda desde el año 2002, en el informe anual de
2019 se informa de este caso, señalando:

Por primera vez desde la entrada en vigor de la ley de la eutanasia en 2002, este año un
médico ha tenido que justificar su actuación ante el juez penal. El caso se refirió a un
especialista en geriatría, que practicó la eutanasia a un paciente que, en el momento de la
eutanasia, padecía una demencia avanzada. La práctica de la eutanasia se basó en una
declaración escrita de voluntad. Las Comisiones Regionales de Verificación de la
Eutanasia (en lo sucesivo: las CRV) dictaminaron en 2016 que el médico no había
actuado conforme a los requisitos de diligencia y cuidado establecidos en la ley. (CRVE,
2020, p. 5)

Veamos el caso: una mujer a la que, en 2012 se le diagnosticó Alzheimer,

… escribió entonces que quería ser eutanasiada antes de perder totalmente el normal
funcionamiento de sus facultades mentales. Pero añadió: «quiero ser yo quien decida,
estando aún en mis cabales, cuándo creo que ha llegado el momento». Pero en 2016, su
doctora y sus familiares decidieron matarla mediante eutanasia, sin su conocimiento ni
consentimiento: ellos habían decidido que había llegado esa «pérdida de facultades»
aunque no hubiera llegado la decisión ni petición de ella. (Se puede deducir que si la
hubiera querido «estando en mis cabales» la habría pedido).
Durante un café «entrañable» que compartieron, la doctora deslizó un sedante en la taza
de la mujer, con la idea de aplicarle la inyección letal cuando estuviese dormida. La
anciana se durmió… pero, inesperadamente, se despertó y se puso en pie al sentir el dolor
de la aguja. Se dio cuenta de que querían matarla y le dijo a la doctora que parase. Pero ni
ella paró ni su marido e hija pararon. Lo que hicieron fue sujetarla e inyectarle el veneno.
Ahora, en abril de 2020, el Tribunal Supremo de Holanda ha dictaminado que la doctora
hizo bien en matar en 2016 a la mujer [de 74 años] escudándose en su documento de 2012
(o su interpretación), despreciando la resistencia que opuso la enferma.

247
Como consecuencia, se entiende que los médicos pueden matar con eutanasia a las
personas con demencia avanzada aunque el enfermo se oponga, o aunque no lo confirme:
basta con mostrar alguna petición del pasado al respecto. «Un médico puede llevar a cabo
una solicitud escrita (anterior) de eutanasia de personas con demencia avanzada», dijo la
Corte Suprema en un resumen de su decisión.
Es decir, si alguien con demencia insiste en que quiere vivir, basta que el médico decrete
que ya no está en condiciones mentales suficientes para que su nueva decisión de vivir
supere a su antigua decisión de ser eliminado. (Religionenlibertad.com, 2020, abril 24)

Infobae (2020, abril 21) transcribe algunas conclusiones de la sentencia que llaman a la
reflexión:

«Un médico puede acceder a una solicitud de eutanasia por escrito en el caso de una
persona con demencia avanzada» (…)
«…un médico no puede ser inculpado, incluso aunque el paciente ya no sea capaz de
reiterar su deseo de morir».
En lo sucesivo, «esto se aplica también si la incapacidad para expresar una voluntad es
causada por una demencia avanzada», declaró el tribunal.

Como ha aclarado Ope Pasquet, según el proyecto de ley presentado en Uruguay en marzo de
2020, en principio, no se puede pedir la eutanasia en cualquier situación: sólo en casos de
enfermedad terminal, irreversible e incurable, o de sufrimiento insoportable.
Sin embargo, ha aclarado también que el sufrimiento puede ser dolor físico o sufrimiento
moral: por lo que es algo muy poco objetivable.
Pero, por otro lado, el proyecto de ley plantea como requisito que haya un médico (no
importa qué especialidad tenga) que analice la situación planteada, para confirmar que
objetivamente responde a la hipótesis prevista en la norma. Y el Diputado ha dicho que esos
sufrimientos deben tener manifestaciones objetivas, apreciables por el médico.
Entonces, la conclusión lógica es que podría haber casos en que alguien quiera que lo maten,
pero que, por no encontrarse en la situación prevista, no debería haber ningún médico que lo
autorice, y que, si lo hace, estaría incurriendo en el delito de homicidio o de determinación o
ayuda al suicidio. Entonces, en estos casos, el médico tendría el deber de no matar; y, por lo
tanto, el que solicita la eutanasia tendría el «derecho a la vida» como algo que le corresponde
y que genera ese deber de no matar, derecho al cual no puede renunciar para determinar que
deje de existir el correspondiente deber de no matar.

248
La consecuencia es que habría dos clases de vida: una que genera el deber de respeto (no
matar) y que constituye un derecho irrenunciable, y otra que sería renunciable, disponible.
Hay que hacer notar que esta diferencia también deja en evidencia otro punto de gran
relevancia: el hecho de que la decisión de terminar con la propia vida tenga que sujetarse a la
apreciación de un tercero: el médico.
Esa vida entra en la categoría de vida devaluada, no digna, condicionada en su valor a que el
propio sujeto la valore. Pero, propiamente, con este proyecto de ley, la vida no depende
exclusivamente de la propia valoración, sino que hay algo objetivo de lo que depende que la
vida sea digna o no: que exista esa enfermedad incurable y terminal, o que haya algún
elemento objetivo que manifieste que se padecen sufrimientos insoportables.
¿Por qué decimos que esto es relevante? Porque pone de manifiesto la incongruencia entre el
fundamento que se alega (la autonomía y libertad absoluta de cada persona, que le daría
derecho a poder determinar cuándo y cómo morir) y la solución adoptada: no hay tal
autonomía absoluta, pues la validez de la decisión depende: en primer lugar, de un hecho
objetivo (enfermedad terminal o sufrimiento insoportable manifestado objetivamente); y, en
segundo lugar, de la apreciación que el médico haga de ese hecho objetivo.
En cuanto a lo primero, habría algo objetivo, que le daría carácter absoluto a la persona y su
vida: la ausencia de sufrimiento insoportable y de enfermedad incurable y terminal. Quien
esté en esa situación, será objetivamente más valioso. No decimos «digno», porque su valor
no será incondicional: en la medida en que puede pasar a la otra situación, él tampoco tiene
dignidad (un valor inherente —por el sólo hecho de pertenecer a la especie humana— e
incondicional). Pero, al menos, en ese momento, no tendrá un «ser» disponible, no tendrá un
valor relativo (que dependa de la valoración de sí mismo o de otro) como lo es el valor de las
cosas que tienen precio, y no dignidad; por eso, por el momento, no podrá renunciar a su ser
persona, a su vida.
La holandesa con Alzheimer, según entendieron primero su marido y su hija y la médica, y
luego los jueces (hasta el Supremo Tribunal), no tenía una vida que, objetivamente,
mereciera ser vivida: no tenía derecho a vivir, y la médica no tenía el deber de no matar. ¿Por
qué? Porque tenía Alzheimer (enfermedad incurable).
Pero también la persona (su derecho a la vida) estaría condicionada a la valoración de un
tercero: el médico. El caso de la señora con Alzheimer lo pone de manifiesto. A sus 74 años,
se consideró que su carácter de persona y la consiguiente dignidad de su vida no dependían
de la valoración que ella hiciera. Ella quiso su vida, quiso seguir viviendo, pero el médico y

249
su familia quisieron lo contrario. Y primó la valoración que hicieron éstos. Claramente su
valor estuvo sometido a la apreciación de otros.
Se podría decir que sí se tuvo en cuenta su decisión anterior (cuando, según la misma médica,
estaba en pleno ejercicio de sus facultades); pero no es así, porque había dicho expresamente:
«quiero ser yo quien decida, estando aún en mis cabales, cuándo creo que ha llegado el
momento». No se esperó a una nueva decisión, no se la mató inmediatamente luego de que
ella hubiera señalado que ese era el momento para hacerlo, sino cuatro años más tarde de que
expresó su deseo, condicionado a una ulterior determinación voluntaria.
No sólo queda librado a la apreciación del médico si la vida de la persona vale o no
objetivamente (por la enfermedad terminal o los sufrimientos insoportables), sino que
también queda librado a su apreciación si la voluntad del sujeto es válida para pedir la muerte
o para retractarse de tal solicitud. Es congruente: si el médico es quien juzga si la petición es
libre, también puede juzgar que la retractación no es libre. Si la vida es una cosa más, de la
que se puede disponer, es lógico que, a la manifestación de voluntad para disponer de ella se
le apliquen los mismos criterios que se emplean para juzgar sobre la validez de los actos de
disposición sobre las cosas.
Por otro lado, también este caso pone de manifiesto que, con la legalización de la eutanasia
(en condiciones similares a las que se pretenden para Uruguay), no sólo será relevante la
enfermedad terminal y el sufrimiento insoportable para quitarle valor a la vida, sino que
también lo será el pleno uso de las facultades mentales.
Es lógico. Para la ley proyectada, se requieren dos condiciones para que la vida no tenga un
valor (dignidad) merecedor de un respeto absoluto: por una parte, que haya una enfermedad
terminal, irreversible e incurable o un sufrimiento insoportable; por otra parte, la voluntad
«libre, seria y firme» de pedir la muerte. Si se cumple el primer requisito, el derecho a la vida
sólo dependerá de la voluntad del sujeto (además de, como ya vimos, la posterior apreciación
del médico). ¿Y si no hay posibilidad de ejercicio libre de la voluntad? Si el valor de la vida,
en estos casos, depende de que su titular decida querer vivirla o no (la valore), si no puede
darle valor con esa decisión de vivir, su vida no tendrá valor.
En el caso, esto se aprecia claramente: la voluntad de vivir de la señora no fue considerada
suficiente para darle valor a una vida con Alzheimer, porque se entendió que no estaba en
ejercicio de sus facultades mentales como para decidir libremente.
Otra consecuencia de la legalización de la eutanasia que se aprecia con este caso es que pasa
a ser algo normal (acorde con la norma) que, tanto la familia como los médicos, entiendan

250
que una persona con sufrimientos insoportables o una enfermedad incurable tienen una vida
que no merece vivirse.
Quizás, al comienzo (cuando se diagnosticó el Alzheimer y la señora expresó su deseo de, en
un futuro, morir por eutanasia) querían que siguiera viviendo. Pero, después de cuatro años,
ya comenzaron a sentir la carga, y habrán pasado, de respetar la decisión tomada por la
esposa, madre y paciente, a compartir esa decisión y sus fundamentos: no valía la pena vivir
esa vida, no era una vida digna, que mereciera respeto absoluto: ya no había un derecho a
vivir, del que surgiera el correspondiente deber de no matar. Ya no es un juicio y una
decisión de la enferma lo que importa, sino el de los familiares y el médico que, amparados
en una supuesta incapacidad de decidir de la persona, la reemplazan en su juicio y decisión.

Randy Stroup (Oregón)

Veamos otro caso que revela otra cara de la legalización de la eutanasia y el suicidio
médicamente asistido: es la situación vivida por Randy Stroup, en el Estado de Oregón, que
tiene legalizado el suicidio asistido. Aquí queda claro cómo se genera una presión por los
prestadores de salud para que el paciente opte por la «muerte asistida», que reduce los costos
de la atención sanitaria.

«El año 2008, Randy Stroup, una persona de 58 años que sufría cáncer, recibió una
respuesta negativa de su seguro de salud Oregon Health Plan ante su petición de ayuda
financiera para una costosa quimioterapia, pero a su vez le indicaron que sí asumirían
los costos de un suicidio médicamente asistido. Para racionalizar las prestaciones de
salud, solo se pagan terapias para conservar la vida que arrojen una probabilidad del
5% de que el paciente viva cinco años más»56. También otros pacientes recibieron
referencias similares a «Physician aid indying» al solicitar una quimioterapia cara57.
Los responsables plantearon que la interpretación de estas respuestas era un
malentendido. Con todo, queda claro que la sola existencia de una regulación oficial de
la muerte asistida puede ejercer presión sobre enfermos graves para que estos justifiquen
su decisión de seguir viviendo». (Hohendorf et al., 2019, posición 1356-1369)

56
Cita como fuente: Dan Springer, «Oregon Offers Terminal Patients Doctor Assisted Suicide
Instead of Medical Care», Fox News, 28 de julio de 2008, https://www.foxnews.com/story/oregon-
offers-terminal-patients-doctor-assisted-suicide-instead-of-medical-care.
57
Cita: Susan Harding, «Letter noting assisted suicide raises questions», Katy News, 20 de
noviembre de 2008, en katunews.com.
251
Roger Foley (Canadá)

Más recientemente, en Canadá, el caso de Roger Foley confirma la existencia de esta presión
para que la nueva categoría de personas, los «eutanasiables», dejen de ser una carga para la
sociedad. Citamos el artículo de Harold Braswell (profesor adjunto de ética de la atención
médica en la Universidad de Saint Louis) en The Washington Post del 19 de febrero de 2021.

Roger Foley quiere elegir. Foley tiene ataxia cerebelosa, una afección neurológica
degenerativa que limita significativamente la movilidad de sus brazos y piernas y le
impide vivir de forma independiente sin el apoyo de un cuidador. Pero, alega Foley, los
trabajadores de atención domiciliaria de su agencia asignada por el gobierno lo
descuidaron y abusaron de él. Durante un período de cuatro días, le dieron comida
podrida, le negaron el acceso a sus medicamentos y golpearon su cuerpo debilitado contra
las paredes. Tuvo que ser ingresado de inmediato en el hospital donde ahora reside.
Aunque su enfermedad limita su esperanza de vida, esperaba organizar un equipo de
atención autodirigido suficiente para regresar a casa. Pero la corporación sin fines de
lucro contratada por el gobierno responsable de su cuidado en el hogar argumentó que su
discapacidad particular lo hacía inelegible para los fondos necesarios para hacerlo.
Mientras tanto, el hospital amenazó con darle de alta a la fuerza, de regreso a casa, bajo el
cuidado del personal de la agencia que tanto Foley como los médicos que lo trataban
sabían que no podían satisfacer sus necesidades. Cuando rechazó esta opción, un
miembro del personal del hospital le ofreció dos opciones: pagar $ 1.800 por día para
permanecer en las instalaciones o aprovechar lo que Foley vio como un ataque a su vida.
Esa amenaza se conoce como «ayuda médica para morir» (MAID), en la que un médico
pone fin a la vida de un paciente que da su consentimiento, cuya condición médica se
considera «grave e irremediable» y se sabe que causa una muerte «razonablemente
previsible». (Braswell, 2021, febrero 19)

La cadena de televisión canadiense CTV News, había dado a conocer un audio con la
grabación de la conversación de Foley con el encargado del hospital que le propone el «alta
forzada», con la amenaza de una factura hospitalaria «por encima de los $ 1.500 por día», y
que le aclara «Te dije que mi parte de esto era para hablarte sobre si tenías interés en morir
asistido». Y Foley le responde: «siempre pienso que quiero terminar con mi vida por la forma
en que me tratan en el hospital y porque mis solicitudes de atención autodirigida han sido
denegadas» (CTV News, 2018, agosto 2).

252
Foley declaró al CTV News: «No he recibido la atención que necesito para aliviar mi
sufrimiento y solo me han ofrecido muerte asistida».
CTV News recoge también la opinión de su abogado y de otros expertos:

El abogado de Foley, Ken Berger, dice que su cliente se encuentra en «una situación muy
trágica y preocupante». «Aquí está, necesitando la ayuda y el cuidado de la sociedad y le
damos la espalda y, en esencia, le preguntamos si está interesado en morir asistido en
lugar de trabajar con él para brindarle los servicios que necesita», dijo Berger a CTV
News.
Otro especialista en ética, Tom Koch, dice que las grabaciones le parecieron tristes e
impactantes. «La mayor preocupación es cuando el tema del cuidado de los frágiles se
convierte simplemente en una cuestión de conveniencia financiera», dice. «Cuando se nos
da la opción de una muerte rápida en lugar de una vida compleja, todos estamos en
riesgo».
«He escuchado de otros amigos míos en otros lugares en cuidados paliativos que todos
enfrentan esta enorme presión hacia un final rápido y rentable en lugar de la atención
domiciliaria compleja y quizás más costosa pero capacitada que todos merecemos».
(CTV News, 2018, agosto 2, énfasis añadido)

El de Foley no es un caso aislado. En otros, los «eutanasiables», faltos del cuidado al que
tendrían derecho si su dignidad no hubiese sido devaluada, optaron por la eutanasia. El mismo
artículo de The Washington Post señala el caso «Chirs Gladders, un hombre de 35 años con la
enfermedad de Fabry, una rara condición genética» al que se le aplicó la eutanasia, y relata:

En un artículo reciente, el hermano de Gladders, Shawn, catalogó las condiciones a las


que Chris fue sometido antes de su muerte: sábanas que no habían cambiado durante
semanas, orina y heces en el piso, un personal que no respondía a sus llamadas de ayuda.
Si bien la grave condición médica de Chris contribuyó sin lugar a dudas, su hermano cree
que su maltrato en el hogar influyó mucho en su decisión de morir.
«Ciertamente es comprensible, dadas sus circunstancias en el hogar, que Chris Gladders
hubiera querido que su vida terminara. No es comprensible que el gobierno lo acabe por
él en lugar de aliviar esas condiciones. Debería haberse asegurado de que le cambiaran las
sábanas, limpiaran el piso y contestaran sus llamadas de auxilio. Debería haberle dado la
oportunidad, que se merecía, de una vida que fuera vivible». (Braswell, 2021, febrero 19)

253
Hay que tener en cuenta que, en el momento en que se plantearon las situaciones relatadas a
modo de ejemplo, en Canadá no estaba aún habilitada legalmente la eutanasia para personas
que no fueran terminales (como era el caso de Foley). Pero, en septiembre de 2019, el
Tribunal Superior de Quebec declararía que esta exclusión de las personas con incapacidades
que tornaran insoportable su vida era discriminatoria e inconstitucional. Así comenzó el
movimiento por derogar el requisito legal de la razonable previsibilidad de la muerte natural
para «no discriminar» a las personas con incapacidades. Y el 17 de marzo de 2021 se
aprobaría la ley C7, que introduciría formalmente esta extensión de «eutanasiabilidad».
Antes, en medio de ese debate público, ACNUDH (Oficina del Alto Comisionado de las
Naciones Unidas para los derechos Humanos) envió una misión a Canadá, entre el 2 y el 12
de abril de 2019, a cargo de Catalina Devandas - Aguilar, Relatora Especial de las Naciones
Unidas sobre los derechos de las personas con discapacidad. Al finalizar su visita, el 12 de
abril, presentó sus observaciones y recomendaciones preliminares. Allí señalaba:

Estoy sumamente preocupada por la implementación de la legislación sobre asistencia


médica al morir desde la perspectiva de la discapacidad. Se me ha informado que no
existe un protocolo para demostrar que a las personas con discapacidades se les han
proporcionado alternativas viables cuando son elegibles para la muerte asistida. Además,
he recibido reclamos preocupantes sobre personas con discapacidades en instituciones
que son presionadas para buscar asistencia médica al morir, y médicos que no reportan
formalmente casos que involucran a personas con discapacidades. Insto al gobierno
federal a que investigue estas quejas y establezca las salvaguardias adecuadas para
garantizar que las personas con discapacidades no soliciten asistencia en la muerte
simplemente por la ausencia de alternativas comunitarias y cuidados paliativos.
(Devandas, 2019, énfasis añadido)

Así, pues, el título del artículo del Washington Post, «Canadá se precipita hacia un desastre
de derechos humanos para las personas con discapacidad» (Braswell, 2021, febrero 19), no
era exagerado: la pendiente hacia el precipicio del desastre de los derechos humanos ya había
sido puesta de manifiesto por el caso de Foley, había sido advertido por la ACNUDH y, no
obstante, no habría pasado un mes de esta publicación cuando el Parlamento canadiense
«consagraría» legalmente el desastre. Con el C7, se excluiría el requisito de la terminalidad,
bajo la paradójica argumentación de que sería discriminatorio negar la eutanasia a las
personas discapacitadas cuya vida puede continuar sin un horizonte próximo de muerte
natural.

254
Claro, atender a una persona durante muchos años es más caro que eliminarlo. Como señalaba
Braswell: «si hay una solución simple para sus dilemas, ¿por qué preocuparse por las
alternativas más costosas y complejas?» El supuesto respeto a la autonomía de las personas
con incapacidades no le parecía una excusa aceptable: «permitir que alguien “elija” la muerte
mientras usted viola sus derechos humanos no indica respeto por su toma de decisiones». Y
se refería a la pendiente resbaladiza ya probada en Holanda y Bélgica:

Este mes, el Journal of Medicine & Philosophi encontró que en los 18 años desde que
Bélgica permitió este tipo de eutanasia, las leyes y regulaciones destinadas a proteger a
los pacientes del abuso «a menudo no funcionan como tales». Al igual que en los Países
Bajos, los criterios de eligibilidad se han expandido constantemente hasta el punto en que
más y más personas la buscan no por razones médicas sino simplemente por «cansancio
de la vida». (Braswell, 2021, febrero 19)

El caso Foley y su análisis en el Parlamento canadiense: dignidad y autonomía y


discriminación de la incapacidad y la vejez

El caso de Canadá, como veremos en el siguiente apartado, ha sido paradigmático: en pocos


años, el aumento de las eutanasias ha sido escandaloso.
Pero antes de pasar al análisis de las consecuencias que ha tenido la legalización de la
eutanasia en Holanda, Bélgica y Canadá, creemos oportuno señalar, a modo de puente entre
estos dos últimos capítulos y los anteriores, cómo, en este caso de Foley se resumen las
consideraciones éticas y jurídicas sobre la dignidad humana y las consecuencias que
históricamente ha tenido la falta de respeto a este valor fundamental. Para ello,
transcribiremos algunos pasajes de las Actas del 10 de noviembre de 2020 del Comité
Permanente de Justicia y Derechos Humanos de la Cámara de los Comunes del Parlamento
canadiense, en el curso de la discusión del proyecto de ley C7.
Allí concurrió a declarar Roger Foley, su abogado, Ken Berger, Krista Carr (Vicepresidenta
ejecutiva de Inclusión Canadá —organización nacional para personas con discapacidades
intelectuales y sus familias), John Sikkema (asesor legal de la Asociación para la Acción
Política Reformada de Canadá), Catherine Frazee (Profesora emérita de la Escuela de
Estudios sobre Discapacidad, de la Universidad de Ryerson), Ewan Goligher (Profesor de
Medicina de Cuidados Críticos de la Universidad de Toronto), Michel Racicot (abogado y ex

255
presidente de la red Living With Dignity) y, del Consejo Canadienses con Discapacidades,
Taylor Hyatt y Heidi Janz (Presidenta del Comité de Ética al Final de la Vida).

El testimonio de Foley

Veremos, en primer lugar, lo que dijo el propio Foley y, luego, ordenaremos temáticamente
las intervenciones de los expertos.
Roger Foley hace su presentación:

Mi nombre es Roger Foley. Tengo 45 años. Nací con ataxia espinocerebelosa, que es una
enfermedad neurodegenerativa grave.
A pesar de mis discapacidades, obtuve dos títulos en la Universidad de Carleton, en
economía e historia. Cuidaba a mi padre, que tenía cáncer, problemas cardíacos y
problemas renales. Lo ayudé a vivir ocho años más allá de su diagnóstico original. Era un
veterano canadiense de primera línea de la Segunda Guerra Mundial. Trabajé en el Royal
Bank of Canada como su gerente de comercio electrónico y fui galardonado con varios
premios al mejor desempeño de RBC. Era independiente y activo en la comunidad y en
los deportes, y como músico y escritor.
Desafortunadamente, mis discapacidades empeoraron con el tiempo y ahora me he vuelto
totalmente dependiente. Ya no puedo caminar, tengo una capacidad muy limitada para
moverme y una gran dificultad incluso para tragar. Necesito ayuda con todo, incluidas las
evacuaciones intestinales, el baño y los medicamentos. He invertido mucho tiempo y
dinero en hacer que mi apartamento sea accesible, pero el sistema de atención médica me
negó la financiación directa de la atención domiciliaria para tener los asistentes
personales que necesito para seguir viviendo en mi propia casa. (Comité de Justicia,
2020, noviembre 20)

Percibe que la legalización de la eutanasia ha sido la causa de una menor valoración de su


vida por parte de la sociedad; la eutanasia ha operado una devaluación de su vida:

Con el régimen de muerte asistida en Canadá, he experimentado la falta de atención y


asistencia que necesito para vivir. Me han negado comida y agua. No me han ayudado a
transferirme, tomar mis medicamentos e ir al baño. Me han maltratado y reprendido
porque tengo discapacidades y me han dicho que mis necesidades de atención son
demasiado trabajo. «Mi vida se ha devaluado». (Ibid, énfasis añadido)

256
Este es el punto central de su declaración: él percibe, en la valoración de los demás, que «su
vida se ha devaluado»: que no vale los cuidados que él pretende que se le deberían dar. Sólo si
paga el precio de esos cuidados éstos serían debidos: su persona no vale esos cuidados, lo que
vale esos cuidados es el precio de su costo. Por eso, en caso de no poder pagarlos, no se lo
cuidará: o vuelve al destrato, al trato indigno al que fue sometido o, si prefiere, se lo puede
matar. Es una sociedad que no lo ayuda a vivir, sino a morir, porque no valora su vida. La
legalización de la eutanasia constituye, para los eutanasiables a los que la ley les ha devaluado
su vida, una presión social para morir.

Me han obligado a morir asistido por abuso, negligencia, falta de atención y amenazas.
Por ejemplo, en un momento en que abogaba por la ayuda para vivir y por la atención
domiciliaria autodirigida, el especialista en ética del hospital y las enfermeras estaban
tratando de obligarme a una muerte asistida amenazándome con cobrarme $ 1,800 por día
o forzarme a darme de alta sin el cuidado que necesitaba para vivir. Me sentí presionado
por este personal que criaba la muerte asistida en lugar de aliviar mi sufrimiento con un
cuidado digno y compasivo.
El personal del hospital no me proporcionó las necesidades de la vida. Pasé hambre y me
negaron el agua hasta por 20 días. (Ibid, énfasis añadido)

No tiene ninguna duda de que esta es una consecuencia de la valoración que hace una
sociedad al adoptar, como respuesta a su problema y al de tantas personas que sufren, en lugar
de una ayuda costosa, el ofrecimiento del expediente fácil de deshacerse de la persona que
sufre. A través de la ley de eutanasia, la sociedad, en lugar de cumplir su deber y el fin por el
cual existe (crear las condiciones para que todos puedan desarrollarse y, entonces, ayudar
más, valorar más a los más necesitados), incumple ese deber, opta por lo más fácil y barato y,
de esa manera, da un claro mensaje a los «eutanasiables»: «tú no vales el esfuerzo y el gasto
que requieres».

Frente a estos ataques en curso, comencé a investigar cómo y por qué sucedía esto en
Canadá. Descubrí que todo el régimen de muerte asistida se basa en propaganda falsa,
prejuicios, conflictos de intereses, ceguera, una abdicación total de los sistemas de salud y
legales y que la ley no me protege. (…)
Lo que les está sucediendo a las personas vulnerables en Canadá está muy mal. La muerte
asistida es más fácil de acceder que los apoyos de discapacidad seguros y apropiados
para vivir. Miembros del comité, no pueden permitir que esto me suceda a mí y a otros.

257
Le han dado la espalda a los canadienses discapacitados y ancianos. (Ibid, énfasis
añadido)
Y señala que esto que le sucedió a él es lo que le pasa a todas las personas con discapacidades
(por enfermedad o por vejez): es el motivo de que acudan a la eutanasia. La sociedad, a través
de la ley de eutanasia, pasa a considerar a los discapacitados (por enfermedad o vejez) como
vidas sin valor; y, como no valen el costo ni el esfuerzo, se los abandona y empuja hacia el
suicidio.
En este sentido, señala algo que otros también afirmarán: que el caso en el que se pronunció la
sentencia que abrió la eutanasia a discapacitados sin un pronóstico mortal próximo (el de Jean
Truchon) también tuvo como motivo este abandono, esta falta de cuidado, este
desconocimiento del valor supremo (dignidad) de toda persona, por más discapacidades que
tenga: «Leí un correo electrónico de Jean Truchon antes de su muerte que revelaba que todo
lo que necesitaba eran 70 horas de atención domiciliaria por semana para vivir. En cambio,
fue ayudado injustamente a morir por su sistema legal y de salud»58 (Ibid).
Foley culmina haciendo un llamado a la responsabilidad de los legisladores: si consideran
que quienes tienen una incapacidad, aun no estando próximos a morir, son «eutanasiables»,
son ellos quienes los estarán empujando a la eutanasia. Porque la sociedad, por medio de
ellos, sus representantes, a través de la ley, juzgará el valor de la vida de quienes tienen una
incapacidad: considerarán que es esperable que tal situación les haga insoportable el vivir, y
que entonces su vida no tendrá valor, estará «devaluada». Será entonces la sociedad, a través
de sus representantes que, al sancionar esta ley, estará causando ese sufrimiento, esa soledad,
ese sentido de devaluación de la propia vida que arrastrará a estos «eutanasiables» a la
muerte, como única salida, en su desesperación porque no encontraron la ayuda que
consideraban que su vida merecía, y quedaron solos.

Sus electores esperan que escudriñe lo que realmente sucedió con las prácticas deslizantes
de muerte asistida y lo que debe hacer para proteger a todos los ciudadanos. Por favor,
aléjese del dogma y vea las cosas como son en realidad. (…)
Mi sangre estará en sus manos si permite que la decisión ilegítima de Truchon derogue
nuestras leyes. No sobreviviré y habrá miles de muertes por negligencia.

58
Lo mismo señala Krista Carr: «Jean Truchon se estaba presentando para una muerte asistida
médicamente porque no podía tener una buena vida, y eso quedó muy claro en el proceso. Se vio
obligado a vivir en una institución. No quería vivir allí».

258
Ayude a Canadá a ser el país que debería ser y no hacia lo que se está deslizando
actualmente. (Ibid.)

Por último, Foley insiste en que la pendiente resbaladiza ya comenzó con la sanción de la ley
de eutanasia (C-14): y que con esta ampliación (el C7), se acelerará aún más la caída, y serán
miles las personas discapacitadas y vulnerables que morirán porque no se las atendió con la
diligencia debida; las salvaguardas legales no garantizan nada:

Las salvaguardas actuales ya están fallando bajo el Proyecto de Ley C-14. Quitando esas
salvaguardas, no hay absolutamente ninguna manera de proteger a las personas
vulnerables y discapacitadas de una muerte asistida por negligencia. Estoy discapacitado
y sé que si aprueba el proyecto de ley C-7, no sobreviviré y habrá miles de muertes por
negligencia. Verán que los números se acumulan. Así que les insto a que no permitan que
este régimen siga cayendo.(Ibid, énfasis añadido)

Todos coinciden con Foley: en Canadá se percibe esta pendiente resbaladiza: «…estamos en
una pendiente resbaladiza muy peligrosa…», afirma Krista Carr.
Michel Racicot, abogado y ex presidente de la red Living With Dignity, afirma que

Desafortunadamente, desde que las disposiciones sobre asistencia médica al morir


entraron en vigor en 2015 en Quebec, y en 2016 en el resto de Canadá, hemos visto un
mayor relajamiento de las medidas de salvaguardia, ya sea debido a fallos judiciales o a la
interpretación de quienes implementan la asistencia médica al morir. (Ibid)

El testimonio de los expertos y de las organizaciones sociales de personas con


discapacidades

Continuemos con el análisis que realizan los expertos que dieron su testimonio ante la
Comisión de Justicia y Derechos Humanos de la Cámara de los Comunes del Parlamento
canadiense.
En primer lugar, coinciden con Roger Foley en imputar a la misma ley de legalización de la
eutanasia este efecto de devaluar la vida de los «eutanasiables», socavando su dignidad y
generando discriminación.

259
John Sikkema relató: «Mi colega André está en la llamada. Está escribiendo un artículo sobre
cómo esto significa prácticamente que la ley penal no protege tu vida con tanta fuerza —aquí
hablo por él— cuando tienes una discapacidad o una enfermedad crónica…» (Ibid).
Lo que se dirá luego respecto de la mayor influenciabilidad de los más vulnerables (p. 265),
es señalado como una razón fundamental para que la legalización de la eutanasia tenga este
efecto «devaluador» de la dignidad. Catherine Frazee (con vasta experiencia y estudios sobre
discapacidad) lo explica de esta forma:

…las formas muy sutiles en las que nuestros mensajes, incluso la entrega de nuestra
atención a veces, pueden empujar a una persona. El mejor ejemplo que puedo ofrecer es
el que me dio un colega de derechos humanos que describía el racismo. Dijo que es como
un cabello que roza tu mejilla. Otras personas no pueden verlo, pero tú puedes sentirlo.
Sabes exactamente dónde está. Las personas con discapacidad sienten la discapacidad de
la misma manera en que se nos considera. (…)
Hemos estado documentando activamente, y podemos proporcionar una amplia
evidencia, evidencia anecdótica, casos que nos llaman la atención a través de la prensa
convencional y en las redes sociales de casos de cómo, incluso con el requisito de que sea
razonablemente previsible la muerte natural, vemos impactos adversos en las personas
con discapacidad. Esto ha llevado a plantear una preocupación por los derechos humanos
(…) con el relator especial de la ONU sobre la implementación de la Convención sobre
los Derechos de las Personas con Discapacidad. (Ibid)

Incluso con una ley que limitaba la eutanasia sólo a quienes estaban próximos a la muerte,
ésta ya tenía un impacto adverso sobre las personas con discapacidad. En efecto, ellas ya
cumplían el primer requisito: tener una «discapacidad grave e incurable»; podían llegar a un
«estado avanzado de disminución irreversible de la capacidad»; por lo que, ni bien cumplieran
el último requisito «que la muerte natural se haya vuelto razonablemente previsible», ya
pasarían a ser «eutanasiables». Obviamente, su vida ya tenía un menor valor social, y esto era
reconocido así por la propia ley. Por eso, la misión de ACNUDH fue clara en sus advertencias
(vid supra p. 254).
De modo meridianamente claro plantea esta afectación de la dignidad el Dr. Ewan Goliguer,
Profesor de Medicina de Cuidados Críticos en la Universidad de Toronto (énfasis añadidos):

… les hablo como médico científico académico, especialista en cuidados críticos que con
frecuencia brinda cuidados al final de la vida, como padre de un niño con discapacidades

260
físicas y como un ciudadano canadiense muy preocupado. Deseo dirigirme a ustedes
específicamente sobre la ética de la objeción moral a la eutanasia.
El primer paciente que me pidieron que examinara en la facultad de medicina fue un
joven con una discapacidad profunda por esclerosis múltiple primaria progresiva. Lo
llamaré Nathan, aunque ese no era su verdadero nombre. Nathan estaba paralizado del
cuello para abajo, postrado en la cama y ciego. Cuando lo entrevisté, comenzó a hablar de
su experiencia como persona que vive con una discapacidad grave. Habló especialmente
de la profunda soledad que sentía, el aislamiento del resto del mundo, la ausencia de una
amistad significativa. Su dolor no era principalmente el de sufrimiento físico, sino de
profunda desesperación por disfrutar alguna vez de un contacto humano significativo o
una intimidad relacional.
Todos estos años después, me pregunto si Nathan habría considerado buscar la ayuda de
un médico para suicidarse. Los invito a que se imaginen que son ustedes quienes
cumplirán ese deseo por alguien como él. Colocas la vía intravenosa. Le inyectas la
sedación para ponerlo a dormir. Inyectas el agente paralítico para detener su respiración.
En cuestión de minutos, su corazón se detiene y se ha ido. Su soledad y desesperanza han
terminado, y él también.
Todos debemos estar de acuerdo en que la soledad y la desesperación de este paciente son
trágicas. Todos estamos de acuerdo en que merece el más alto nivel de atención y
compasión, que debemos trabajar para defender su dignidad y su calidad de vida. Sin
embargo, con respecto a la ética de causar su muerte, muchos, como yo, encuentran una
variedad de razones importantes para oponerse a participar en tal acto. Primero,
argumentamos que la eutanasia devalúa al paciente al tratarlo como un medio para un
fin. Para hacer que el sufrimiento de Nathan desapareciera, lo haríamos irse.
Intencionalmente apuntamos y terminamos con su persona para resolver su soledad y
desesperación. Al hacerlo, lo estamos tratando a él —su persona— como un medio para
un fin, más que como un fin en sí mismo. El verdadero respeto por el valor intrínseco e
incalculable de las personas requiere que siempre se las trate como fines en sí mismas.
(…)
En tercer lugar, al participar en el acto de suicidio del paciente y provocar su muerte,
estamos declarando implícitamente que estamos de acuerdo en que no vale la pena vivir
su vida. Afirmamos su percepción de que su existencia ya no es deseable, que apoyamos
su inexistencia. La soledad y la desesperación de Nathan resaltan la forma en que, aunque
seamos autónomos, también dependemos profundamente de los demás para la afirmación
y el valor.
El proyecto de ley C-7 declara que toda una clase de personas, aquellas con
discapacidades físicas, son potencialmente apropiadas para el suicidio, que sus vidas

261
potencialmente no valen la pena vivirlas. De hecho, si no fuera por su discapacidad, no
estaríamos dispuestos a acabar con ellos. No puedo imaginar un mensaje más
degradante y discriminatorio para que nuestra sociedad lo comunique a nuestros
conciudadanos que viven con discapacidades. (…)
Contrariamente a las afirmaciones de algunos, objetar la eutanasia no está motivado por
una preocupación egoísta por las sensibilidades morales personales, sino más bien por
una profunda preocupación moral por defender el valor del paciente y mantener una
atención médica de alta calidad. (Ibid, énfasis añadido)

Taylor Hyatt insistirá en uno de esos puntos: la ley de eutanasia le presenta al médico la
incapacidad como causal de eutanasia. Ella, como persona que sufre una incapacidad, señala
cómo no quiere que los médicos la vean como «eutanasiable», porque es lo mismo que verla
como ser sin dignidad.

Nunca quisiera que un profesional médico comenzara la conversación sobre las


iniciativas que ponen fin a la vida como resultado de las suposiciones que hacen sobre
cómo es vivir con mi discapacidad. De lo contrario, no me sentiría cómoda buscando
ciertas formas de tratamiento médico. Quiero que me atienda un médico que me atienda
como una persona completa, que incluya mi condición de mujer discapacitada, y que me
apoye para vivir y prosperar en la única vida que tengo, que es como una mujer
discapacitada. (Ibid)

Los expertos en discapacidades y quienes trabajan por la inclusión de personas con


discapacidad fueron unánimes en el carácter discriminador que tiene la ley de eutanasia al
establecer que quienes tienen discapacidades son «eutanasiables»: no se los está valorando en
pie de igualdad por su dignidad como seres humanos.
Se puso de relieve cómo la eutanasia, aunque se pretenda disfrazar como un «derecho», en los
hechos, implica considerar que ese grupo de personas no son dignas, sus vidas no valen y se
las puede matar. Ello es señalado, en particular, desde la perspectiva de las personas con
discapacidades.
Así, Krista Carr, vicepresidenta ejecutiva de Inclusión Canadá, afirma:

Estamos en contra de la discriminación sistémica de permitir que las personas sean


sacrificadas o ejecutadas sobre la base de su discapacidad, cuando no pueden obtener los
apoyos que necesitan para vivir bien dentro de sus comunidades. (…)

262
Lo que estamos haciendo con la pista dos, Bill C-7, es señalar a un grupo particular de
canadienses protegidos por estatutos y decir que debe ser tan terrible vivir sus vidas que
los ayudaremos a terminar con ellos cuando se presenten al sistema [sanitario reclamando
ayuda porque] necesitan apoyos para vivir. Sé que no necesariamente lo estamos
haciendo intencionalmente, pero eso es lo que sucede. (Ibid)

Krista Carr subraya cómo esta discriminación se está llevando a cabo con un grupo
particularmente discriminado que, por serlo, tiene una mayor propensión al suicidio (no por
su incapacidad, sino por cómo no es valorado por la sociedad):

Nuestro mayor temor siempre ha sido que tener una discapacidad se convierta en una
razón aceptable para el suicidio proporcionado por el estado. El Bill C-7 es nuestra peor
pesadilla. (…)
La comunidad de discapacitados está consternada de que el Proyecto de Ley C-7permita
que las personas con discapacidades terminen con sus vidas cuando están sufriendo, pero
no muriendo. No es así como respondemos al sufrimiento de ningún otro grupo de
canadienses, y mucho menos de cualquier otro grupo protegido por estatutos. (…)
Si los canadienses apoyaran el suicidio asistido por ser indígenas o miembros de los
ciudadanos LGBTQ2S +, por ejemplo, que sufren por ser indígenas o por su identidad de
género, no estaríamos aquí hoy. Los canadienses reconocen que el suicidio es más
frecuente entre quienes experimentan racismo sistémico o devaluación social. Por tanto,
la prevención es una necesidad y toda vida perdida es una tragedia. ¿Por qué no es una
tragedia tan grande para un indígena con una discapacidad o alguien con cualquier otra
identidad que tiene una discapacidad? Espero que escuchen a las organizaciones
indígenas como parte de este comité.
Los derechos humanos de un grupo protegido por estatutos nunca deben ser un asunto de
opinión pública. Equiparar el suicidio asistido con un derecho de igualdad es una afrenta
moral. (Ibid)

Así, Krista Carr considera que las personas con discapacidades pasan a ser un grupo
discriminado entre los grupos discriminados. Pues los otros grupos minoritarios con estatutos
particulares para compensar positivamente la discriminación de que son objetos, aunque
tienen el mismo sufrimiento por ser discriminados, sin embargo, no se los considera
«eutanasiables».

263
Primero, ¿por qué nosotros? Dado que este proyecto de ley no pone en riesgo ninguna
otra vida canadiense protegida por estatutos, solo hay una respuesta a esta pregunta: que
las vidas de los canadienses con discapacidades no tienen el mismo valor. El lenguaje y
las percepciones son poderosos. Incluir la discapacidad como una condición que justifica
el suicidio asistido equivale a declarar que algunas vidas no valen la pena, una premisa
históricamente horrible con consecuencias que deberían aterrorizarnos a todos y que
claramente aterroriza a la comunidad de discapacitados y sus familias. (Ibid, énfasis
añadido)

Los expertos no consideran que sea la propia incapacidad la que genere el suicidio, sino la
falta de respuesta de la sociedad a la necesidad de valoración y ayuda de las personas. Es la
discriminación (no la incapacidad en sí) la causa del suicidio.
Ewan Goligher señala, en este sentido:

No hay duda de que estos pacientes pueden sufrir mucho, pero lo que nunca deja de
sorprenderme es la resistencia del espíritu humano. He visto a muchos pacientes con
lesión de la médula espinal y, una de las cosas que está bien documentada en la literatura,
y como ya han dicho otros testigos, es que a menudo y casi siempre subestimamos
profundamente la medida en que esos pacientes valoran sus vidas y valoran a otras
personas. (Ibid)

Heidi Janz (presidente del Comité de Ética al Final de la Vida, del Consejo de Canadienses
con Discapacidades), por su parte, afirma:

Las personas con discapacidades corren un mayor riesgo de suicidio debido a su


capacidad sistémica e internalizada, sin embargo, enfrentan barreras sustanciales cuando
intentan acceder a los servicios de prevención del suicidio. Los profesionales médicos
pasan por alto las fuentes típicas de estrés. Los problemas que surgen de la ruptura de
relaciones, la depresión y el aislamiento se atribuyen erróneamente a la discapacidad. La
eliminación de la muerte natural «razonablemente previsible» como un criterio limitante
de elegibilidad para la provisión de MAID dará como resultado que las personas con
discapacidades busquen MAID como una capitulación final a una vida de opresión
capacitada. En una sociedad verdaderamente justa y progresista, las medidas de
prevención del suicidio deben aplicarse por igual a todas las personas. (Ibid, énfasis
añadido)

264
Krista Carr analiza, entonces, la discriminación en relación con el suicidio: a otras personas
que quieren suicidarse, las ayudan para que quieran vivir; a los que tengan una discapacidad,
no sólo no se los ayuda para prevenir o revertir su decisión suicida, sino que se les propone
directamente, por la sociedad, la ayuda al suicidio.

En lugar de abordar su sufrimiento, como hacemos con todos los demás canadienses que
intentan poner fin a su sufrimiento mediante el suicidio, ahora se considera que no vale la
pena salvar sus vidas. (…)
Al tener una discapacidad en sí misma según el proyecto de ley C-7 como justificación
para la terminación de la vida, la esencia misma de la Carta de Derechos y Libertades se
haría añicos. La discriminación por motivos de discapacidad volverá a estar arraigada
en la legislación canadiense. (Ibid., énfasis añadido)

El principio de autonomía o libertad

Junto con el tema de la dignidad y la discriminación, se analizó, desde diferentes enfoques, la


cuestión de la autonomía o libertad y su relación con los argumentos con que se pretende
justificar la eutanasia.
En primer lugar, los expertos que declararon ante el Parlamento canadiense destacaron cómo
la particular vulnerabilidad de las personas con discapacidades (lo cual es aplicable a
cualquier persona vulnerable, a quien necesita ayuda, cuidado, alivio, compañía) los hace más
influenciables en su libertad.
Es lógico: si estoy en una situación en la que necesito más de los otros, la referencia a ellos, el
acudir a ellos, es más necesario, y se constituye en un examen sobre el propio valor, sobre la
propia dignidad: sobre cómo los demás me valoran. Y su falta de respuesta (y más aún su
respuesta negativa, y más aún cuando en ella se explicita la no valoración), es un golpe muy
duro a la autoestima. Si me dicen que no vale la pena ayudarme, o que cuesta demasiado para
lo que consideran que yo valgo, que tengo que pagar lo que vale esa ayuda (porque yo mismo
no igualo, con mi valor personal, el precio de esa ayuda), me están poniendo un precio; y si la
alternativa que me ofrecen es no sólo que no me van a ayudar, sino que me van a maltratar…
Y si en un «alarde de generosidad en su valoración», me ofrecen eliminarme, darme muerte…
¡qué difícil no sentirse solo, qué difícil sentirse digno, querible, cuando todos están gritando

265
(con hechos y/o con palabras): «no vales nada», «vales menos que nada (lo único que vale la
pena es el costo de eliminarte)»!
Ken Berger, abogado de Foley, destaca, en este sentidos:

…las personas con discapacidades pueden ser explotadas fácilmente. Están sujetos a
abusos y podrían correr un alto riesgo de que se les ayude injustamente a morir. El otro
problema es que estas personas, los discapacitados, todo lo que realmente necesitan es
una buena atención y apoyo, y el 99,9% de las veces su doloroso e irremediable
sufrimiento desaparecerá. Si lo haces, resuelves el problema. (Ibid., énfasis añadido)

Por otra parte, los expertos dejaron al descubierto cómo las supuestas «garantías» para evitar
las presiones a la libertad del «eutanasiable» (la evaluación de su aptitud psíquica, de la
ausencia de coacción en su consentimiento, del carácter insoportable de su sufrimiento, etc.)
se anulan por la misma ley. Pues si la ley señala que determinadas personas son
«eutanasiables», ya está dando por supuesto (como valoración general de la sociedad a través
de la ley) que es razonable que esa persona pida la eutanasia, que está justificado por su
situación, porque «realmente» su vida no vale la pena. Entonces, el médico tendrá un claro
sesgo en su valoración. Si una persona no es «eutanasiable» (porque no tiene ninguna
incapacidad ni ninguna enfermedad terminal), supondrá que no hay motivo razonable para
que quiera morirse, y lo ayudará a salir de la depresión en la que se encuentra; pero si es
«eutanasiable», dirá: «es razonable que quiera morirse: ¡si realmente su vida no merece ser
vivida, no tiene nada positivo para vivir, su vida no vale nada!».
En este sentido, Ken Berger señala, muy agudamente:

Con respecto a cualquiera que esté tomando una decisión como evaluador MAID, existe
el riesgo de sesgo de confirmación. Si creen que la muerte asistida está bien, es más
probable que no vean problemas con la capacidad, que no vean problemas con el
consentimiento y que no vean la coerción, porque piensan que lo que están haciendo es
algo humano y correcto. (Ibid., énfasis añadido)

John Sikkema ilustra la existencia de este sesgo con un ejemplo:

Agregaré a lo que dijo el Sr. Berger. Creo que el informe pericial de la Dra. Madeline Li
en el caso Lamb es bastante instructivo al respecto. De hecho, desarrolló y supervisa el
programa MAID en University Health Network en Toronto. En su informe pericial,

266
describe el caso de una mujer que padecía cáncer de huesos y depresión. Fue evaluada
por dos proveedores de MAID con experiencia, no por su oncólogo y un psiquiatra, y la
aprobaron para MAID. Ella cambió de opinión durante el período de espera de 10 días y
decidió hacer cuidados paliativos en su lugar.
Más tarde, durante otra crisis, solicitó MAID nuevamente y sus proveedores MAID
decidieron nuevamente que era elegible. Al parecer, no les preocupaba su ambivalencia.
Luego terminó cambiando de opinión nuevamente durante el siguiente período de espera.
(Ibid., énfasis añadido)

Quienes debían apreciar si la decisión estaba influida por una depresión, no vieron lo obvio,
porque a ellos les parecía obvio que, si la paciente era «eutanasiable», no necesitaba tener
ninguna depresión para querer morirse.
Por otra parte, los expertos explican también cómo el supuesto respeto a la autonomía está
escondiendo una clara discriminación que desconoce la dignidad del «eutanasiable».
En una pregunta que formula Luc Thériault a Racicot, cita un escrito presentado por este
último en el que distingue la confusión en que se incurre identificando dignidad y autonomía
(considerada desde una perspectiva fáctica):

Este proyecto legislativo, como los que allanaron el camino a la eutanasia en este país, da
la falsa impresión de que la dignidad de una persona depende esencialmente de su
autonomía. Al administrar la asistencia médica en la muerte a la persona que la solicita,
se supone que se respetará su dignidad (dignidad, sin embargo, inherente a toda persona,
independientemente de su grado de autonomía). En tal discurso, se da a entender que
para morir con dignidad se debe necesariamente morir antes, de una muerte administrada,
elegida y sobre todo anticipada. Qué triste situación. (Ibid., énfasis añadido)

Es triste, porque, por una parte, como luego aclara Racicot: «Lo que he visto en la práctica es
que, cuando cuidamos a las personas, cuando las apoyamos, ellas quieren vivir y no morir»
(Ibid.). Es decir: una persona puede tener muy limitada su autonomía fáctica (por incapacidad,
enfermedad o sufrimiento) y, sin embargo, tener autonomía o libertad psicológica: tener una
gran fuerza interior para querer vivir. Pero ciertamente necesita más de la ayuda de los demás,
es más vulnerable, más dependiente. Y, como la dignidad es «inherente a toda persona,
independientemente de su grado de autonomía», es precisamente esa dignidad y esa particular
vulnerabilidad lo que le da más derecho a esa ayuda; y es lo que hace que los demás tengan
un mayor deber de valorarlo, ayudarlo, acompañarlo.

267
Si los demás (la sociedad) cumplen con su deber, esa persona se verá valorada, y ello la
ayudará a apreciar su dignidad: querrá buscarse a sí misma como fin en sí, como fin de sus
acciones, querrá desarrollar sus capacidades, que no se limitan a sólo ese aspecto de
movilidad física, descubrirá otros aspectos más profundos de su ser, de su posibilidad de ser
contenida en su condición humana, que puede desarrollar (su dimensión espiritual —
capacidad de entender y querer, a sí mismo y a los demás—, su dimensión social: valorar
precisamente esa mutua complementariedad y la riqueza personal de quienes lo ayudan
desinteresadamente, etc.). Por eso, cuando a la persona se la ayuda, quiere vivir.
Es lo que explica con gran claridad y profundidad el Dr. Ewan Goliguer, desde su experiencia
y sus estudios en Cuidados Paliativos: si tratamos a la persona como un medio, no como un
fin en sí, si no la valoramos incondicionalmente, de modo absoluto, por el sólo hecho de su
condición humana, sino que la tratamos como medio, interesadamente, según lo que pueda
aportarnos como beneficio material, la estamos considerando una cosa con un precio, algo
(no alguien) intercambiable con el beneficio o utilidad (precio) que nos da; entonces, ¿por qué
razón vamos a valorar su autonomía, por qué vamos a respetar su libertad, si la queremos sólo
en función de que nos sirva a nosotros, de que sea un medio para nosotros, es decir, de que no
sea libre? Si tenemos el deber de respetar la autonomía (la libertad) de las personas es porque
esa persona es digna: el deber surge de la dignidad: lo digno (lo más valioso) es lo que, por
serlo, debe ser valorado, respetado; y la libertad es parte esencial de ese ser digno, es
condición para que pueda desarrollar sus potencialidades, pues sólo lo hará de un modo
humano (de modo adecuado a su dignidad de ser humano) si lo hace libremente.

…dado que el respeto por las personas es el fundamento moral del deber de respetar la
autonomía, al tratar a las personas como medios para alcanzar fines socavamos la base
misma del respeto de su autonomía. Si las personas pueden convertirse intencionalmente
en no personas, ¿qué hace inviolable su autonomía? (Ibid, énfasis añadido)

Por otra parte, esa persona no podría ser autónoma, libre, si no fuera digna, si no se
considerara digna: no podría elegirse a sí misma como fin de sus acciones, porque no se
valoraría como un fin, como lo más valioso. Y si no la valoramos como digna, le estamos
impidiendo considerarse digna y, con ello, ser libre; especialmente si está en una situación de
mayor vulnerabilidad, de mayor necesidad de valoración y ayuda. Si no reconocemos su
dignidad, le estamos impidiendo su libertad. Si no la valoramos como ser digno, no
respetamos su autonomía esencial.

268
Krista Carr aclara que no se puede alegar la excusa del respeto a la libertad y autonomía de la
persona, pues no se debe discriminar. Hay que actuar del mismo modo que se hace con otras
personas que quieren suicidarse:

Respetar a las personas significa tratar de hacer su vida tolerable y soportable, de la


misma manera que lo hacemos con cualquier otro que no esté identificado como
discapacitado y que intente suicidarse o acabar con su vida. Intervenimos de todas las
formas posibles para ayudar a mejorar sus vidas…(Ibid.)

Catherine Fraze (Profesora emérita de la Escuela de Estudios sobre Discapacidad, de la


Universidad de Ryverson) afirma, en el mismo sentido:

Bill C-7 plantea la pregunta: ¿por qué nosotros? ¿Por qué solo nosotros? ¿Por qué solo
personas cuyos cuerpos están alterados, dolorosos o en declive? ¿Por qué no todos los que
viven fuera de los márgenes de una vida digna, todos los que recurren a una sobredosis, un
puente alto o una escopeta llevada al bosque? ¿Por qué no todo el que decide que su calidad de
vida está en la zanja?
Seguramente la respuesta surge en todas nuestras gargantas: Eso no es lo que somos.
Llamamos al 911, lo sacamos de la cornisa y sí, lo frenamos en su momento de crisis, al diablo
con la autonomía. Llegaremos al meollo del problema que lo llevó al bosque y le indicaremos
que regrese a una vida que sea soportable…, a menos que su sufrimiento sea médico o
relacionado con una discapacidad. Entonces, y solo entonces, habrá un camino especial hacia
la muerte asistida.
La universalidad es la base de nuestros compromisos de atención médica. ¿Por qué, entonces,
el Proyecto de Ley C-7 se aparta tan radicalmente, bajando el umbral de MAID para un grupo
social conocido por soportar el trauma del suicidio a un ritmo catastrófico, pero no para otros
que sufren y mueren antes de tiempo?
¿Qué tiene la discapacidad que hace que esto esté bien? ¿Por qué existe tanta confianza en que
el proyecto de ley C-7 no traerá ningún daño a las comunidades de discapacitados? (…)
Algunos dicen que el sufrimiento de una condición médica incapacitante es diferente a otros
sufrimientos, que de alguna manera es más cruel que el dolor abrumador de cualquier persona
sana y sin discapacidades que se convierte en una muerte prematura por suicidio. Pero no hay
evidencia que apoye esto. (…)
Algunos recurrirán al mantra de su elección. Dicen que no todo el mundo quiere vivir así, pero
tampoco todo el mundo quiere vivir con las indignidades de la pobreza. Nadie quiere vivir

269
bajo la amenaza de violencia racial, de género o colonial. Nadie quiere vivir con hambre,
encarcelado, abyecto o solo.
Señora presidenta, ¿nuestros legisladores crearán otros atajos hacia la muerte asistida para
quienes viven en tales condiciones, o se levantará usted en defensa de los derechos humanos?
Si es lo último, le insto respetuosamente a que comience con nosotros, porque nuestra
igualdad está ahora mismo en juego. (Ibid.)

El principio de dignidad inherente y los derechos humanos

A la luz de estas consideraciones sobre la dignidad y la discriminación y la relación entre


dignidad y libertad, los expertos concluyen que lo que está en juego es el respeto de esa
dignidad inherente y, por tanto, de los derechos humanos: ellos obligan a la autoridad
legislativa y constituyen un claro límite a las mayorías.
La dignidad de cada persona no constituye un valor sólo para ellas, sino para toda la sociedad,
que se beneficia de ese valor inestimable y único que es cada persona y que tiene el deber de
valorar a cada uno y de crear las condiciones para que cada uno se valore y se desarrolle
plenamente. Las personas somos seres relacionales, mutuamente necesitados, y ello constituye
parte de nuestra condición, de nuestra riqueza personal: no somos mónadas autónomas e
independientes, somos personas que nos desarrollamos como tales tanto cuando recibimos la
ayuda de los demás como cuando damos a ellos de nuestra riqueza de ser para que ellos
puedan actualizar sus potencialidades.
En este sentido, Krista Carr concluye reafirmando la dignidad de las personas con
discapacidad: «La vida de las personas con discapacidad es tan necesaria para la integridad de
la familia humana como cualquier otra dimensión de la humanidad, y esta amenaza a la vida
de las personas con discapacidad es una amenaza para todos nosotros» (Ibid.).
Y, por ello, también se concluye señalando a los legisladores el deber que tienen de respetar
esa dignidad que expresan los derechos humanos: «…no es una cuestión de votación cuando
se está considerando si respetar o no los derechos humanos de una parte de su población. Por
supuesto que somos una minoría...» (Ibid.).

Una pendiente resbaladiza: los ejemplos de Holanda, Bélgica y Canadá

El ejemplo de lo que ha sucedido en los países en los que se ha legalizado la eutanasia con
leyes similares a la que se ha presentado como proyecto en Uruguay, prueba lo que se ha

270
dicho más arriba sobre la «pendiente resbaladiza» en la que se ingresará si se abre esta puerta
y se franquea este límite del respeto absoluto e incondicional a la vida humana y de la
prohibición de matar.
En este caso, no estamos empleando un «argumento de pendiente resbaladiza» o «efecto
dominó», como forma de oponernos a una solución por las consecuencias futuras que puede
tener. No: las consecuencias ya se han producido; lo que era razonable que sucediera, ya
sucedió en aquellos países que han legalizado la eutanasia. Y los mismos factores que han
incidido en la producción de estas consecuencias son los que se constatan en la normativa que
se pretende sancionar en Uruguay y en otros países (y, en algunos casos, como España, hay
más factores normativos adecuados para causar un efecto dañoso mayor).
En Uruguay, lo más relevante es que se prevé el «sufrimiento insoportable» como una causal
independiente y se admite expresamente que éste puede ser físico o moral; que no está
prevista la participación de ningún psiquiatra ni psicólogo para certificar la aptitud psíquica
del «eutanasiable»; el corto plazo de reflexión -18 días-; que sólo se exija una información
sobre cuidados paliativos (no, haber acudido y haber puesto los medios necesarios para paliar
el sufrimiento), sin que deba darla quien está formado para ello, y sólo sobre los tratamientos
paliativos «disponibles»; y, por último, que se afirme que esto es sólo «un primer paso», que
luego se ampliará la eutanasia a los menores, y se consagrará como un derecho exigible ante
los servicios de salud.
Que existe esta pendiente resbaladiza no es, entonces, una teoría.
Veamos, en primer lugar, lo que dicen quienes viven en Holanda, Bélgica, Canadá, quienes
allí han sufrido las presiones de la eutanasia (ver apartados precedentes), quienes trabajan en
cuidados paliativos, quienes han participado en las Comisiones de Verificación de Eutanasia y
estaban a favor de la eutanasia, pero, a la luz de la experiencia que han conocido de
primerísima mano, han cambiado de opinión. Y luego veamos los datos: cómo se han ido
ampliando las causales en las normas y en la práctica, cómo se ha incrementado el número de
eutanasias, cómo se han producido un número alarmante de eutanasias sin consentimiento,
cómo se ha aplicado la eutanasia a personas que no pueden dar un consentimiento libre, como
los menores, los dementes y las personas que padecen enfermedades psiquiátricas, cómo no se
han cumplido las garantías para asegurar el carácter excepcional de la eutanasia o el suicidio a
asistido y el consentimiento libre que se exige como requisito, cómo han disminuido los
cuidados paliativos y se ha rechazado que se deba acudir a ellos para justificar el carácter
insoportable de los sufrimientos, y cómo ha jugado el factor económico de un modo

271
escandaloso, pero totalmente acorde con la cosificación y la mercantilización de la persona
humana cuando se niega su dignidad.
Empecemos por los testimonios.
Christopher De Bellaigue, en el diario británico The Guardian, el 18 de enero de 2019, recoge
testimonios de varios médicos holandeses y belgas, en un artículo titulado: «Death on
demand: has euthanasia gone too far?»(«Muerte a demanda: ¡ha ido demasiado lejos la
eutanasia?»), con un copete que resume el contenido: «Countries around the world are making
it easier to choose the time and manner of your death. But doctors in the world»s euthanasia
capital are starting to worry about the consequences» [«Países de todo el mundo están
facilitando la elección del momento y la forma de su muerte. Pero los médicos de la capital
mundial de la eutanasia empiezan a preocuparse por las consecuencias»] (De Bellaigue, 2019,
enero 18).
Es de destacar el testimonio de Theodor Boer, profesor de ética:

Entre 2005 y 2014, Boer fue miembro de una de las cinco juntas regionales que se
establecieron para revisar cada acto de eutanasia y entregar los casos a los fiscales si se
detectan irregularidades. (Cada junta de revisión está compuesta por un abogado, un
médico y un especialista en ética).»(…)
Como me explicó Boer [continúa De Belliague], «cuando le muestro las estadísticas a la
gente en Portugal o Islandia o donde sea, digo: Mire de cerca a los Países Bajos porque
aquí es donde su país puede estar dentro de 20 años».(De Bellaigue, 2019, enero 18)

Por su parte, Kuby y Tompson (2017), añaden:

En 2007, el profesor Boer estaba convencido de que «no es necesario que haya una
pendiente resbaladiza en lo que respecta a la eutanasia». Según el profesor Boer, «una
buena ley de eutanasia, en combinación con un procedimiento de revisión de la eutanasia,
proporciona la base para un número estable y relativamente bajo de procedimientos de
eutanasia». Sin embargo, en 2014 cambió su posición después de haber revisado miles de
casos de eutanasia. Escribió un llamamiento público a la Cámara de los Lores británica
advirtiendo: «Estábamos equivocados, terriblemente equivocados»59. Mencionó la
escalada en el número de demandas de eutanasia, el desarrollo de las Clínicas de Fin de
Vida, el cambio en los pacientes que reciben la eutanasia (es decir, más casos de soledad,
depresión y duelo), y la evolución desde una excepción en la ley hasta la opinión pública

59
Citan: Theo Boer, ‘Assisted dying: don’t go there’ Daily Mail (UK), 9 July 2014.
272
que considera la eutanasia un «derecho», con los correspondientes deberes de los
médicos para actuar. (p. 29, énfasis añadido)
En palabras del profesor holandés de ética Theo Boer, «mientras que al principio la
muerte asistida era una extraña excepción, aceptada por muchos —incluido yo mismo—
como último recurso... [l]a opinión pública ha cambiado drásticamente hacia la
consideración de la muerte asistida como un derecho del paciente y un deber del
médico»60. Insiste en que ni siquiera los Comités de Revisión a pesar de intentar mantener
la eutanasia dentro de los límites de la ley, han sido capaces de frenar esta evolución.
Una vez legalizada, no hay un punto de parada lógico para la eutanasia. (pp. 33-34,
énfasis añadido)

La advertencia de Theo Boer al Parlamento inglés tuvo efecto.

John Walton (Lord Walton of Dethcant), presidente de la Comisión de salud de la


Cámara de los Lores [en el Reino Unido] tuvo la buena idea, como médico y buen
empirista, de decir: «No podemos forjarnos una opinión sobre la eutanasia si no la vemos
en acción». Así, acompañado por ocho miembros de la Comisión, se desplazó a Holanda;
allí acudió a numerosos hospitales, interrogó a los médicos y habló con las familias de los
pacientes. A su vuelta declaró que: «es imposible poner límites a una legislación sobre la
eutanasia»61. (Montero, 2013, p. 24, énfasis añadido)

¡Ojalá los Parlamentarios uruguayos (y de otros países en los que se está debatiendo la
legalización de la eutanasia y el suicidio médicamente asistido) tuvieran la misma prudencia y
responsabilidad!
No sólo importa ver lo que pueden apreciar los médicos paliativistas, quienes trabajan en los
Comités de Control, sino también los ciudadanos. Muchos habrán naturalizado la eutanasia, al
punto de verla como la forma normal de muerte (y eso ya es un efecto de pendiente
resbaladiza: lo que se empieza legalizando, teóricamente, para situaciones excepcionalísimas
termina siendo la regla general), pero hay otros casos en que puede apreciarse cómo se ha
perdido esa confianza fundamental en la relación médico – paciente. En efecto:

60
Citan: Theo Boer, «Dutch Experiences on Regulating Assisted Dying», Catholic Medical
Quarterly, [2015], 65(4), 25.
61
Señala como fuente: citado por el Prof. Dr. G. Herranz, Comparecencia en el Senado, Madrid,
16 de junio de 1998, no. 307, p. 5.
273
Como consecuencia de todo ello, ha surgido en Holanda la Asociación de Pacientes
Holandeses y la Fundación Santuario, que distribuyen «pasaportes para la vida», que los
pacientes pueden llevar consigo indicando que en caso de urgencia médica no quieren que
se ponga fin a su vida, ante la situación de peligro y desconfianza generados. (Vida digna,
2017, julio 4)

Una pendiente normativa

Pasamos a analizar los datos. Veremos, en primer lugar, cómo esta pendiente ha arrastrado a
las normas, que se han ido ampliando progresivamente por la propia lógica interna del
derrumbe: si se quitan los fundamentos, por más que se tomen algunas disposiciones para
limitar la ruina de algunos elementos decorativos del edificio del Derecho, éste termina
derrumbándose por completo, porque le faltan los cimientos.
En efecto: si se puede «dar muerte» a algunas personas porque tiene alguna condición muy
particular, por más que pretenda limitar la eutanasia sólo a esos casos excepcionales, ya se
habrá admitido que las personas no son dignas por ser humanas. Y si se pretendió disfrazar
esa violación de la dignidad y de todos los derechos mediante la apariencia de un «nuevo
derecho», en función de una supuesta autonomía, ¿por qué detenerse sólo en esos casos
excepcionales? ¿No se estaría «discriminando» respecto a este «nuevo derecho»? Ya vimos lo
que sucedió en Canadá con el caso Foley. Y ya veremos lo que sucedió en Holanda y Bélgica:
¿por qué excluir a los menores de este nuevo derecho?, ¿por qué excluir a quienes tienen
discapacidades que, aunque no determinen una muerte próxima pueden causar una gran
dependencia y sufrimiento por la «indignidad» de esa condición de falta de autonomía? ¿Y
por qué excluir a quienes no pueden dar su consentimiento porque están privados de su uso de
razón de modo permanente? ¿No podrían adelantar su consentimiento cuando todavía son
conscientes? ¿Y por qué privarlos de ese «derecho» por no haber expresado su voluntad
anticipadamente? ¿Y por qué no considerar que quien ya esté «cansado de vivir» por su edad
(con las molestias y dependencia que trae consigo la vejez) pueda acceder también a este
«derecho»? ¿Y por qué, si admitimos que quienes están más condicionados en su libertad (por
el sufrimiento, la enfermedad, la vejez, la falta de autonomía o el miedo al sufrimiento o a la
muerte cercana) pueden expresar válidamente su consentimiento y disponer autónomamente
de su vida, no vamos a admitirlo para quienes no tengan —objetivamente— ningún obstáculo
para seguir viviendo?: ¿quiénes somos nosotros para reemplazarlos en su decisión libre,

274
cuando son mucho más libres que los «eutanasiables»? A este último punto aún no se ha
llegado, pero no se ve por qué no; la única razón sería un argumento totalmente inconfesable:
éstos aportan a la sociedad, por lo tanto, nos interesan como medios para nuestro bien; tienen
un valor (aunque no dignidad, valor supremo), por lo que hacen, por lo que aportan, porque
no molestan…
Y, así, la sociedad —y los médicos en particular— naturalizarán la eutanasia: considerarán
(porque la sociedad, a través de la ley, así lo proclama) que hay algunas situaciones en las que
la vida, objetivamente, no vale, no es digna; por lo que, si se les da muerte, no se viola ningún
deber emergente de una dignidad ya inexistente. El médico se considerará autorizado por la
ley, por la sociedad, a ser quien decida si se puede dar muerte o no a una persona. Entonces,
¿por qué dar cuenta a otros de cómo procedió? ¿Para que lo controlen y otro que no es médico
y no estuvo en contacto con esa persona como para ver la indignidad de su situación, de su
sufrimiento, se le ocurra juzgar su actuación y decir que cometió un homicidio? ¿Quién se va
a enterar si murió de muerte natural (como se señala en los certificados de defunción de
algunos países con eutanasia, cuando se les aplica ésta) o si fue porque él le aplicó un veneno
(como, con más sinceridad, le llaman en Australia a las sustancias que producen la muerte en
la eutanasia)?
Aunque, inicialmente, se sostiene que la eutanasia es para casos muy excepcionales, muy
pocos (lo cual sería igualmente grave: en cualquier caso, se desconoce la igual dignidad de
todos), y son esos casos extremos los que se manejan como argumento en la discusión
pública, en los hechos, las leyes que legalizan la eutanasia, en muchos casos, prevén que sean
muchas las personas que se consideran «eutanasiables». Así sucede con el proyecto de ley
propuesto en Uruguay: siguiendo el ejemplo de Holanda y Bélgica, se incluye a toda persona
con un sufrimiento insoportable, físico o moral.
También se considera que es una salvaguarda importante que sólo se admita dar muerte a
quien lo solicita libremente. Sin embargo, luego se extiende a quienes no pueden expresar su
voluntad libremente. Pero, además, siempre se admite a la eutanasia para quienes tienen
menos libertad, pues la tienen condicionada por el sufrimiento, el temor, la soledad, la
incapacidad, la falta de autonomía. Y lo peor es que la misma legalización de la eutanasia, el
mero hecho de que la sociedad les diga que a ellos sí se los puede matar, constituye una
presión importantísima para su libertad, que los hace sentir indignos, con su «vida devaluada»
(como vimos en el caso de Foley). Los más fuertes presionan a los más débiles para que no se
valoren y pidan la eutanasia…. y ¡alegan como justificación su libertad!

275
Esta es la situación a la que conduce esta pendiente. Es la conclusión a la que llega Hohendorf
en el capítulo titulado «¿Libertad para morir o falta de libertad para vivir? Muerte asistida y
organizaciones de muerte asistida en Holanda, Bélgica, Suiza, EE.UU. y Alemania». El
psiquiatra y ético de la medicina, Gerrit Hohendorf, concluye que esto es lo que ha sucedido
en Holanda:

… se ha desarrollado un clima social en el cual la finalización de la vida durante una


enfermedad grave o cuando se depende de cuidados se ha vuelto una opción tan normal
que ejerce una presión sobre quienes eligen vivir para que justifiquen su elección. Se pasa
de la libertad para morir a la no-libertad para vivir en el caso de aquellos que —a los
ojos de sus coetáneos— no viven una vida digna62. (Hohendorf et al., 2019, posición
1480, énfasis añadido)

Pero vayamos a los datos.

Holanda

En Holanda (cfr. Hohendorf et al., 2019, posición 991 y ss.), ya desde 1984 la Corte Suprema
había absuelto a un médico que había matado, con su consentimiento, a una mujer de 95 años
que consideraba su sufrimiento como insoportable, argumentando que éste se hallaba en un
conflicto entre el deber de aminorar el sufrimiento y el de conservar la vida, y que hizo una
ponderación correcta desde la ética médica. Y en 1985, la Comisión Estatal sobre la Eutanasia
estableció que la eutanasia era legítima si se hacía a petición expresa. El colegio médico de
Holanda (la Real Asociación Holandesa de Médicos) estableció una comisión en 1989 que
debía autorizar las eutanasias. En 1997, esta comisión llegó a considerar que «existen casos
límites en los que se puede discutir el dar término a la vida médicamente incluso sin
consentimiento del afectado» [énfasis añadido], en casos de estados persistentes de
inconsciencia, demencia avanzada y neonatos gravemente minusválidos con mal pronóstico.
Y, finalmente, en abril de 2001, se promulgó una ley de eutanasia y suicidio asistido. Allí se
establece que:
• la petición de eutanasia o de suicidio asistido debe ser reiterada, voluntaria y producto de
la reflexión;

62
Cita a Gerrit Hohendorf y Fuat S. Oduncu, «Der ärztlich assistierte Suizid», Deutsches
Ärteblatt 108, núm. 24 (2011): 234.
276
• puede ser «que ya no esté en condiciones de expresar su voluntad pero que estuvo en
condiciones de realizar una valoración razonable de sus intereses al respecto antes de
pasar a encontrarse en el citado estado de incapacidad y que redactó una declaración por
escrito que contenga una petición de terminación de su vida» (Andruet, 2001, p. 195: Ley
Holandesa 26691);
• la persona debe tener sufrimientos intolerables y sin perspectivas de mejora, y debe haber
sido informado de la situación y del pronóstico;
• debe tener al menos dieciséis años (entre los 16 y los 18, debe «estar en condiciones de
realizar una valoración razonable de sus intereses en este asunto»; además de su petición,
se requiere que «los padres o el padre o la madre que ejerzan la patria potestad o la
persona que tenga la tutela sobre el menor, hayan participado en la toma de la decisión»
(Ibid.).
• «En caso de que el paciente menor de edad tenga una edad comprendida entre los doce y
los dieciséis años y que se le pueda considerar en condiciones de realizar una valoración
razonable de sus intereses en este asunto, el médico podrá atender una petición del
paciente de terminación de su vida o a una petición de auxilio al suicidio, en el caso de
que los padres o el padre o la madre que ejerzan la patria potestad o la persona que tenga
la tutela sobre el menor, estén de acuerdo con la terminación de la vida del paciente o con
el auxilio al suicidio» (Ibid.).
• El médico debe llegar al «convencimiento» de que «la petición del paciente es voluntaria
y bien meditada»; de que «el padecimiento del paciente es insoportable y sin esperanzas
de mejora»; «de que no existe ninguna otra solución razonable para la situación en la que
se encuentra este último» (también el paciente debe llegar a este convencimiento) (Ibid.).
• El médico tiene que haber «informado al paciente de la situación en que se encuentra y de
sus perspectivas de futuro»; «consultado, por lo menos, con un médico independiente que
ha visto al paciente y que ha emitido su dictamen por escrito sobre el cumplimiento de los
requisitos de cuidado» que se han referido; y debe enviar un informe a la «Comisión
regional de comprobación de la terminación de la vida a petición propia y del auxilio al
suicidio» (Ibid.).

Bélgica

En Bélgica, la ley del 28 de mayo de 2002 regula la eutanasia, y la define como «el acto,
practicado por un tercero, que pone intencionalmente fin a la vida de una persona a petición

277
suya» (Ley relativa a la eutanasia (Bélgica) 2002, mayo 28). También, como el proyecto de
Ope Pasquet, regula la eutanasia desde el punto de vista penal:
Art. 3
§1. El médico que practica una eutanasia no comete un delito si se asegura que:
el paciente sea mayor de edad o menor emancipado, capaz y consciente en el momento de
formular su petición;
la petición sea efectuada de forma voluntaria, razonada y reiterada, y que no resulte de
una presión exterior;
el paciente se encuentre en una situación médica con pronóstico de no recuperación y
padezca un sufrimiento físico o psíquico constante e insoportable, sin alivio posible,
resultado de una afección accidental o patológica grave e incurable;
y que respete las condiciones y los procedimientos prescritos por la presente ley.
[En cuanto al procedimiento, el médico debe:]
§ 2. (…):
1. informar al paciente sobre su estado de salud y su pronóstico, dialogar con el paciente
sobre su petición de eutanasia y evocar con él las posibilidades terapéuticas todavía
posibles, así como las posibilidades representadas por los cuidados paliativos y sus
consecuencias. Tiene que llegar junto con el paciente a la convicción de que no existe
otra solución razonable en su situación, y asegurarse de que la solicitud del paciente es
totalmente voluntaria;
2. certificar el carácter permanente del sufrimiento físico o psíquico del paciente y de su
voluntad reiterada. Con esta finalidad, mantendrá con el paciente varias entrevistas
razonablemente espaciadas en el tiempo, teniendo en cuenta la evolución de su estado de
salud;
Consultar con otro médico sobre el carácter grave e incurable de la enfermedad,
informándole de los motivos razones de esta consulta. (…)
El médico consultado debe ser independiente en relación al paciente y al médico del
paciente, y ser competente en la patología presentada por el paciente (…)
En caso de existir un equipo de cuidados en contacto constante con el paciente, contactar
con este equipo o con algún miembro del mismo;
si el paciente lo desea, comentar la petición con los parientes que él señale;
asegurar que el paciente ha comentado su petición con las personas que él desea. (…)
§ 3. En caso de que el médico opine que el fallecimiento no sucederá en un corto plazo de
tiempo, tiene que, además:
Consultar con un segundo médico, siquiatra o especialista en la patología presentada por
el paciente, indicando claramente los motivos de la consulta (…).
Dejar pasar por lo menos un mes entre la petición escrita del paciente y la eutanasia (…).

278
§4. La solicitud del paciente tiene que plasmarse por escrito. (…)
El paciente puede revocar su solicitud en todo momento; en este caso se eliminará el
documento del historial médico y se le devolverá al paciente. (Ibid.)

Canadá

En Canadá, se legalizó la eutanasia en 2016, con la Ley C-14, exigiéndose, como condición
para ser considerado eutanasiable, tener 18 años de edad, diagnosticado con una «condición
médica grave e irremediable», lo cual requiere cumplir con todos los siguientes criterios:
enfermedad o discapacidad grave e incurable, estado avanzado de disminución irreversible de
la capacidad, sufrimiento físico o psicológico intolerable y que la muerte natural se haya
vuelto razonablemente previsible (y, en Quebec, que la persona esté en el «fin de la vida»).
Como se ha señalado en Uruguay, estas leyes fueron un primer paso. Luego, legalmente, se
han ido ampliando las personas incluidas.

Holanda: modificaciones normativas

En Holanda, los niños mayores 12 años son «eutanasiables», requiriendo el consentimiento


suyo y de sus padres o representantes legales.
Luego, a partir del año 2005, se habilitó, por el Ministerio de Justicia, la eutanasia para los
neonatos minusválidos.

Según el protocolo de Groningen, reconocido por el Ministerio de Justicia holandés, la


muerte asistida está justificada en los casos en que los niños sufren insoportablemente, el
pronóstico de la calidad de vida es muy malo y los padres están de acuerdo63. (…) Al año,
se cuentan entre 15 a 20 los niños recién nacidos que caen bajo la categoría de
sufrimiento insoportable, sobre todo niños con espina bífida. Sin embargo, en el juicio
existe el peligro de que no solo los sufrimientos y dolores agudos de los bebés influyan
sobre la decisión de terminar con la vida, sino que también se emita un juicio sobre la
calidad de vida que se espera para el futuro. (…) El juicio de los médicos sobre la calidad
de vida futura fue fundamental para decidir terminar activamente con una vida que en
este punto no dependía de prolongación artificial. Estas decisiones ya no tienen nada que
ver con la autodeterminación del afectado de acuerdo a la ley holandesa de eutanasia.
(Hohendorf et al., 2019, posición 1188-1212)

63
Cita a Eduard Verhagen y Pieter J.J. Sauer, «The Groningen Protocol – Euthanasia in severely
ill newborns», The New England Journal of Medicine 352 (2005): 959.
279
Y, según informó la prensa, en octubre de 2020, el Ministro de Sanidad, Hugo de Jonge,
propuso al Parlamento la inclusión de los niños de 1 a 12 años, con consentimiento de los
padres (BBC, 15-10-20).
Por otra parte, el gobierno de Holanda está planteando presentar un proyecto de ley que
amplíe el rango de los eutanasiables a las personas mayores de 75 años, sin necesidad de que
aleguen ninguna enfermedad o sufrimiento: será suficiente que estén «cansadas de vivir».
Para ello, como publicó La Vanguardia (2020, febrero 5), el Poder Ejecutivo ordenó una
investigación según la cual «más de 10.000 holandeses mayores de 55 años querrían poder
recurrir a esta opción cuando hayan “completado su vida”, aunque no estén gravemente
enfermos». La cifra es muy indicativa, pues «el comité de investigación entrevistó a más de
21.000 personas que se encuentran en esta franja de edad, 1.600 médicos de cabecera y
analizó unas 200 solicitudes de eutanasia». Entre los motivos para desear morir se mencionan
«una acumulación de quejas por la edad», aunque

… los investigadores advierten que el deseo de poner fin a la vida puede disminuir e,
incluso, desaparecer si la situación física y financiera de la persona mejora, o si bien deja
de sentirse sola o dependiente. De hecho, una de las características de las personas que en
el estudio explicitan su deseo de morir es que sufren quejas físicas y mentales, luchan
contra la soledad o lidian con problemas financieros y familiares.(La Vanguardia, 2020,
febrero 5, énfasis añadido)

Bélgica: modificaciones normativas

En Bélgica, el 13 de febrero de 2014, se extendió la eutanasia para los menores de edad, si


estos sufren una enfermedad que en breve llevará a la muerte y su capacidad de juicio es
confirmada por un psiquiatra infanto-juvenil o un psicólogo. No hay límite de edad.
Ello provocó la reacción de 160 pediatras, «especialistas en el cuidado de niños gravemente
enfermos», que enviaron una carta al Parlamento. Invocando su «experiencia cotidiana»,
según señala uno de ellos, «el doctor Stefaan Van Gool, profesor y jefe de servicio de
neurología y oncología infantil de la Clínica de la Universidad Católica de Lovaina», en
entrevista con ABC del 14-2-2014, indicaron que la ley

280
… «no responde a ninguna demanda real» puesto que «la mayoría de los pediatras
nunca ha recibido una petición voluntaria y espontánea de eutanasia de un menor de
edad», entre otras cosas —explica— porque «gracias al avance de las unidades de
paliativos ningún niño sufre». Es más, con las terapias «desescaladas y graduales»,
recuerda el texto, ya se evita «prolongar innecesariamente la vida en circunstancias
difíciles».(…)
…él y sus compañeros son testigos «del dolor indescriptible de los padres» y que «la ley
sólo aumentará su confusión y su estrés», y pone el acento en un punto especialmente
delicado: «En la ley, el acuerdo de los padres aparece como un seguro ante la solicitud
de eutanasia expresada por el niño. En la práctica, las cosas pueden ser muy diferentes
porque un niño podría ver la eutanasia como un deber, si siente que sus padres ya no
soportan verlo sufrir» (ABC, 2014, febrero 14, énfasis añadido)

Canadá: modificaciones normativas

En Canadá, luego de que el 11 de septiembre de 2019, el Tribunal Superior de Quebec


declarara que los requisitos de la razonable previsibilidad y el encontrarse en el fin de la vida
eran inconstitucionales, el gobierno presentó el proyecto de ley C-7, que fue aprobado el 17
de marzo de 2021, como ya se explicó en el caso Foley.

Incremento en el número de eutanasias

Otro aspecto de la pendiente resbaladiza en la que se cae cuando se abren las puertas a la
eutanasia es el mismo número de eutanasias y suicidios asistidos que aumenta a medida que la
ley va naturalizando, en los valores del pueblo y de los médicos, esta práctica de «dar muerte»
o de «ayudar a darse muerte», al presentarla como un «derecho».

Datos globales

Los números de eutanasias comunicados (que constituyen el 50% del total en Bélgica y entre
el 20 y el 40% en Holanda) han ido en aumento, año a año, en los países que hemos tomado
como ejemplo: Holanda, Bélgica y Canadá.

281
En la siguiente gráfica 164, queda claro cómo la legalización ha acrecentado el fenómeno de la
eutanasia.

Número de eutanasias reportadas


7000

6000

5000

4000

3000

2000

1000

0
2011 2012 2013 2014 2015 2016 2017 2018 2019

Holanda Bélgica Canadá

Gráfica 1

2002 2003 2004 2005 2006 2007 2008 2009 2010


Holanda 1882 1815 1886 1933 1923 2120 2331 2636 3136
Bélgica 24 235 349 393 429 495 704 822 953
2011 2012 2013 2014 2015 2016 2017 2018 2019
Holanda 3695 4188 4829 5306 5516 6091 6585 6126 6361
Bélgica 1133 1432 1807 1928 2022 2028 2309 2359 2656
Canadá 1018 2838 4478 5660
Tabla 1

También se percibe el incremento de muertes si se considera el porcentaje de muertes por


«muerte asistida» sobre el total de muertes.
El informe «Cost Estimate for Bill C-7 Medical Assistance in Dying», de Office of the
Parliamentary Budget Officer (Canadá), 2020, octubre 20, p. 8), presenta la siguiente gráfica
comparativa entre Canadá y Bélgica:

64
Datos extraídos de CRVE, CFCEE y Government of Canada, 2020.
282
Gráfica 2

Holanda

Como señala De Bellaigue (2019, enero 18), en The Guardian, en Holanda, la eutanasia se
duplicó en cinco años y, en 10 años, creció un 73%.

A medida que la gente se acostumbró a la nueva ley, el número de holandeses sometidos


a la eutanasia comenzó a aumentar drásticamente, de menos de 2.000 en 2007 a casi
6.600 en 2017. (…) [Tampoco esto disminuye los suicidios:] También en 2017, unos
1.900 holandeses se suicidaron…(…) En total, más de una cuarta parte de todas las
muertes en 2017 en los Países Bajos fueron inducidas. (De Bellaigue, 2019, enero 18,
énfasis añadido)

En el mismo artículo se da razón de la momentánea caída de eutanasias entre 2017 y 2018:

283
Cifras recientes del gobierno sugieren que las dudas sobre la dirección de la eutanasia
holandesa están afectando la voluntad de los médicos para realizar el procedimiento. En
noviembre, el Ministerio de Salud reveló que en los primeros nueve meses de 2018 el
número de casos se redujo un 9% en comparación con el mismo período en 2017, la
primera caída desde 2006. En un signo relacionado de un entorno legal más hostil, poco
después el poder judicial anunció el primer enjuiciamiento de un médico por negligencia
mientras administraba la eutanasia. (Ibid.)

De Bellaigue escribe esto en enero de 2019, con los datos recién publicados del 2018. El caso
al que hace referencia es el que señalamos supra («El Tribunal Supremo Holandés y la señora
con Alzhéimer «eutanasiada» a pesar de su negativa», p. 246), de un hecho ocurrido en 2016.
Como vimos, el 21 de abril de 2020 quedó finalmente desestimada la responsabilidad del
médico. Por lo que el efecto que haya podido tener este proceso en la baja de eutanasias
seguramente sea menor. De hecho, los datos de 2019 ya manifiestan un aumento considerable
respecto al año anterior.
Hay que tener en cuenta que, en la gráfica, Holanda comienza con 1.882 casos en el 2002,
porque ya llevaba muchos años de eutanasia admitida jurisprudencialmente (desde 1984).

Bélgica

En Bélgica, el crecimiento ha sido constante y alarmante. Véase que, en los últimos 10 años,
se triplicó; y si consideramos la diferencia entre 2003 y 2019, se multiplicó por 11,30.

Canadá

En Canadá, ya desde el primer año de legalización de eutanasia tuvo un número muy alto.
Pero en cuatro años se quintuplicó (se multiplicó por 5,56). Adicionalmente, si ya se había
extendido jurisprudencialmente la eutanasia también a quienes no se encuentran al fin de su
vida (con sentencias firmes, del Tribunal Superior, en 2019), y luego se consagró legalmente
esta ampliación en este año 2021, no parece que se pueda avizorar un futuro muy promisorio.
Como señala el informe del Gobierno, «la expansión del régimen MAID a personas cuya
muerte no es razonablemente previsible presenta nuevos desafíos…» (Government of Canada,
2020). (El caso de Roger Foley, que ya hemos relatado, pone de manifiesto el desafío del
precipicio al que se encamina a gran velocidad. Como titula The Washington Post el 19 de

284
febrero de 2021, «Canadá se precipita hacia un desastre de derechos humanos para las
personas con discapacidad» (Braswell, 2021, febrero 19).

Flexibilización de las causales en la práctica

Una forma de caer en esta pendiente está dada por la práctica. Además de que, como vimos,
las causales se han ido ampliando en Holanda, Bélgica y Canadá, también la interpretación de
las causales previstas inicialmente en las normas ha ido ampliando el campo de los sujetos
«eutanasiables», tanto en la práctica de los médicos como en la de los órganos de control. De
esta forma, cada vez son más los casos que se consideran comprendidos en las categorías
legales.

Holanda

Una de las razones por las que se extendió enormemente el número de eutanasias en Holanda
(trepando, en 10 años, de 2.000, a casi 6.600 eutanasias en 2017) fue que «la definición
“sufrimiento insoportable” que es fundamental para la ley también se relajó». Así lo señala el
artículo de De Bellaigue (2019, enero 18), en The Guardian. Allí relata también el testimonio
de Theo Boer, ex miembro de una de las Juntas de Revisión de Holanda, que ha cambiado su
opinión respecto a la eutanasia a la luz de su experiencia en los Países Bajos. Su testimonio ha
sido solicitado por distintos «parlamentarios y especialistas en ética extranjeros que están
considerando cambios legales en sus propios países».

«El proceso de introducir legislación sobre la eutanasia comenzó con el deseo de lidiar
con los casos más desgarradores, formas de muerte realmente terribles», dijo Boer. «Pero
ha habido cambios importantes en la forma en que se aplica la ley. Hemos puesto en
marcha algo que ahora hemos descubierto que tiene más consecuencias de las que
imaginamos». (…)
A Boer también le preocupa el efecto psicológico en los médicos de matar a alguien con
una expectativa de vida sustancial. «Cuando sacrificas a un paciente con cáncer en etapa
final, sabes que incluso si tu decisión es problemática, esa persona habría muerto de todos
modos. Pero cuando esa persona pudo haber vivido décadas, lo que siempre está en tu
mente es que podría haber encontrado un nuevo equilibrio en su vida». (De Bellaigue,
2019, enero 18, énfasis añadido)

285
Como se verá luego (tabla 3, de p. 293), en Holanda, mientras que en los primeros informes
de las Comisiones Regionales de Verificación de la Eutanasia no se informaba sobre casos de
eutanasia por razones de demencia o enfermedades psiquiátricas, a partir del año 2012 han ido
en aumento.
La ley holandesa y belga (al igual que la que se propone en Uruguay) establecieron, desde un
principio, el sufrimiento insoportable como una causal de eutanasia que es independiente (en
el proyecto uruguayo de Ope Pasquet se señala como eutanasiable a quien padezca una
enfermedad incurable, irreversible y terminal, «o» sufrimientos insoportables); pero este
concepto es sumamente vago. El «sufrimiento» es tanto físico, como psicológico. Por lo que
hay una forma clara de manipular la petición de eutanasia: generando a una persona
vulnerable un sufrimiento para que pueda ser considerado «eutanasiable».
Tanto la ancianidad, como la incapacidad, como la dependencia, como la soledad han pasado
a ser consideradas causales suficientes para juzgar que el sufrimiento que ellas generan es
insoportable. Muchas de las muertes se explican también por la soledad. En el informe de las
Comisiones Regionales de Verificación de la Eutanasia de 2019, por ejemplo, se señala que se
aplica la eutanasia a una persona con «rasgos autistas», cuyo sufrimiento

… se debía a su profunda desconfianza de las personas, que le impedía mantener


contactos valiosos con otros. Podía mantener contactos superficiales, pero cuando se
quedaba solo comenzaba a sentir dudas sobre la sinceridad de las otras personas. Y
entonces sentía un enorme vacío. (…) Todo ello le llevaba a una soledad existencial de la
que no podía escaparse y que solo podía apaciguar por el alcohol. (CRVE 2019, p. 56)

Bélgica

Veamos algunos ejemplos de Bélgica.


En el año 2013, se practicó eutanasia a «Nathan Verhelst», alegando «Un sufrimiento
psicológico insoportable».

Se había sometido a un cambio de sexo en 2012 y llevaba hormonándose con testosterona


desde el 2009, pero el cambio no era suficiente. (…) Wim Distelmans, el facultativo que
accedió a dejar morir a Vershelt acreditó que el paciente se encontraba en un momento de
«increíble padecimiento» y reunía las condiciones exigidas por la ley belga para
practicarle la eutanasia. (ABC, 2013, octubre 2, énfasis añadido)

286
También se aplicó la eutanasia a dos hermanos gemelos, de 45 años, que «no se encontraban
en la fase terminal de una enfermedad incurable», «pero lograron la autorización para poder
beneficiarse de la muerte asistida prevista en la legislación belga sobre eutanasia», porque
eran «sordos de nacimiento y que estaban quedándose ciegos desde hacía varios años»
(Oliveras, 2013, enero 15).
Como señala Eric Vermeer,

En 2001, cuando se debatía la ley belga de eutanasia, la Comisión de Justicia que la


promovía aseguraba que «el solo sufrimiento psiquiátrico del paciente nunca podrá
conducir a la eutanasia, los pacientes con demencia o trastornos psiquiátricos no caen
en el campo de aplicación de la ley» (en el llamado Informe de Descheemaecker de la
Comisión de Justicia).
Pero en el informe de 2014-2015 ya se registró legalmente que se eutanasió a 108
personas por depresión, demencia en fase precoz, trastorno bipolar, esquizofrenia,
anorexia...»
En 2012 fue eutanasiado en prisión un detenido psiquiátrico de 48 años... (ANDOC,
2020, mayo 14, énfasis añadido)

Y cuenta el caso de una mujer de «24 años, con depresión crónica» que pidió la eutanasia.
«Tres médicos dicen que tiene “sufrimiento psíquico irreversible”. Pasa el mes que exige la
ley, llega el médico para eutanasiarla y ella dice que no, que ya no desea morir». Con los 15
días de reflexión que plantea el proyecto de ley de Ope Pasquet, seguramente habría muerto.
Cuando, como señala Vermeer, coincidiendo con otros expertos en salud psíquica, «el
concepto “sufrimiento psíquico irreversible” es científicamente muy problemático».
«Además, la ley pide ser “capaz y consciente” para pedir la eutanasia… ¿es “capaz y
consciente” un deprimido o un psicótico?», se pregunta.
Otro caso que cuenta Vermeer:

… una chica bipolar falla en su segundo intento de suicidio y el médico de guardia le


sugiere hacerse eutanasiar. La chica monta en cólera: «¿es que no ve usted que no soy
más que una mierda? ¡Mis padres adoptivos me han rechazado y estoy sola en el mundo!»
Sus intentos de suicidio eran llamadas de socorro. Pero ¿y si hubiera sido más depresiva,
y se hubiera dejado llevar a la muerte en una fase apática?

287
Otro caso: Gilberte, con enfermedad de Huntington, pide la eutanasia; dejan pasar el mes
que dice la ley y la llevan a un hospital eutanasiador. Cuando llega el momento del acto,
sufre una crisis de angustia, rechaza que la toquen y dirá después al médico: «mis hijos
son quienes me convencieron de que yo ya no tenía calidad de vida...»
También comenta el caso de Nancy, una mujer a quien su madre no quería y le repetía
continuamente «ojalá hubieras sido un chico». Nancy Verheist se hizo un cambio de
sexo, pasó a declararse «Nathan», pero su madre aún seguía sin quererla. Así que Nancy
pidió la eutanasia, y el Estado belga, en vez de atender sus problemas psico-emocionales,
se encargó de eliminarla médicamente en 2013. (ANDOC, 2020, mayo 14)

En el año 2019, de un total de 2.655 de eutanasias, «al menos unos 450 eliminados (un 17%)
no eran personas en estado terminal, es decir, no tenían enfermedades que les estuvieran
acercando rápidamente a la muerte» (ANDOC, 2020, mayo 14, énfasis añadido).

Flexibilización en cuanto al consentimiento

¿Hay consentimiento libre cuando se pide la muerte?

Como señala Montero (2013),

No cabe ignorar el poder de sugestión que tienen el médico y el entorno sobre la voluntad
de los enfermos. Muchas personas en situación de sufrimiento expresan dos deseos
opuestos: vivir y morir. ¿Cómo asegurarse de que no se les está apoyando solo en su
deseo de morir? ¿Cómo estar razonablemente seguros de que lo que pide no «procede de
una presión externa»? (…) «Es ingenuo —escribe P. Wesley— suponer que los propios
puntos de vista del médico, expresados en los encuentros con el paciente, carecen de
influencia sobre este. Los puntos de vista personales pueden estar implícitos en las
preguntas que no se hacen y que deberían haberse hecho…»65. (p. 27)

Por otra parte, como se comprueba con el caso relatado supra («El Tribunal Supremo
Holandés y la señora con Alzhéimer «eutanasiada» a pesar de su negativa», p. 246), uno
puede dar un consentimiento relativamente libre, para pedir la eutanasia, cuando está lejos del
momento de que ésta se le aplique. Pero esa libertad psicológica que da la distancia (el juicio

65
Cita a Wesley, P. (1993), «Dying Safely», Issues in Law and Medecine, 8: p. 480.
288
puede estar menos influido por el sufrimiento) es, a su vez, poco relevante precisamente por
esa lejanía. Como señala Montero (2013),

«… la experiencia de la enfermedad puede hacer evolucionar al autor de la declaración


anticipada. Su escala de valores puede cambiar y su apego a la vida reforzarse…» Así se
señaló en la Comisión de Justicia, en el debate parlamentario de Bélgica, por parte de
quienes no veían suficientemente probado que, en el momento de redactar la declaración
de voluntad, el paciente pueda anticipar correctamente el futuro. Pensaban que, incluso
aunque esa declaración un día hubiera reflejado con precisión la voluntad del paciente,
era una elección que correspondía a una época determinada, con otras posibilidades en el
plano médico y social. (p. 58)

En el mismo sentido, relata De Beliague «Muchos médicos, después de haber observado a los
pacientes adaptarse a circunstancias que antes esperaban encontrar intolerables, dudan de que
alguien pueda predecir con precisión lo que querrán después de que su condición empeore»
(2019, enero 18).

Eutanasias no consentidas

Pero además de estas precisiones, es de notar que, en los países en los que se ha legalizado la
eutanasia (y en los que el consentimiento es considerado un requisito esencial, para el que,
supuestamente, se ofrecen una serie de garantías), sin embargo, hay muchos casos de
eutanasias no consentidas.

Holanda

Respecto a Holanda, como señala un estudio,

más de 500 personas en los Países Bajos son sacrificadas involuntariamente cada año. En
2005, se notificaron un total de 2410 muertes por eutanasia o PAS (…). A más de 560
personas (0,4% de todas las muertes) se les administraron sustancias letales sin haber
dado su consentimiento explícito.66 De cada 5 personas sacrificadas, 1 es sacrificada sin
haber dado su consentimiento explícito. Los intentos de llevar esos casos a juicio han

66
Cita a van der Heide A, Onwuteaka – Philipsen BD, Rurup ML, et al. Prácticas al final de la
vida en los Países Bajos bajo la Ley de Eutanasia. N Engl J Med. 2007; 356: 1957-65. Doi: 10.1056/
NEJMsa071143.
289
fracasado, lo que proporciona evidencia de que el sistema judicial se ha vuelto más
tolerante con el tiempo de tales transgresiones67. (Pereira, 2011, p. 2, énfasis añadido)

Y Hohendorf aclara:

La práctica de la eutanasia es investigada regularmente mediante estudios científicos. En


dichos estudios los médicos son encuestados de forma anónima y sin consecuencias legales
acerca de la práctica de poner término a la vida. El resultado de estas encuestas se computa en
el total de muertes en Holanda68. (Hohendorf et al., 2019, posición 1103)

Y presenta una tabla, de la que copiamos los datos posteriores al 2002 (fecha de entrada en
vigor de la Ley que reguló la eutanasia en Holanda):
Año 2005 Año 2010

Homicidio consentido 1,7%: 2.319 2,8%: 3.809

Suicidio asistido 0,1%: 136 0,1%: 136

Homicidio no consentido 0,4%: 546 0,2%: 272

Tabla 2

Y concluye que «en Holanda, al año hay aproximadamente 300 casos de muertes de pacientes
que no están justificadas de ningún modo en la ley de eutanasia. Sin embargo, estas no
desempeñan ningún papel en el debate público: apenas se habla de ellas y no se las denuncia
ni se las persigue penalmente» (Id., posición 1132).
Citando el estudio de Oduncu, In Würde sterben, 81 (del año 2007), se indica que los motivos
aducidos por los médicos para dar muerte sin consentimiento explícito son: «la falta de
sentido de proseguir otro tratamiento (67%), la ausencia de perspectivas de mejora (44%), la
carga para los parientes (38%) y la mala calidad de vida (36%)».
Y se aclara que

67
Cita a Smets T, Bilsen J, Cohen J, Rurup ML, De Keyser E, Deliens L. La práctica médica de
la eutanasia en Bélgica y los Países Bajos: notificación legal, procedimientos de control y evaluación.
Política de salud. 2009; 90: 181-7. Doi: 10.1016 / j.healthpol.2008.10.003.
68
Cita, entre otros, los siguientes trabajos: Agnes van der Heide et al., «End-of-life practices in
the Netherlands under the Euthanasia Act», the New England Journal of Medicine 356 (2007): 1961;
Bregje Onwuteaka-Philipsen et al. «Trends-in end-of-life decision», 909; Oduncu, Fuat S., In Würde
sterben – Meedizinische, ethische und rechtliche Aspekte der Sterbehilfe, Sterbebegleitung und
Patientenverfügung (Gotinga: Vandenhoeck & Ruprecht, 2007), 80.
290
La decisión para terminar activamente con la vida de pacientes, en su mayoría (pero no
exclusivamente) personas que han perdido el conocimiento, no se orienta a la autonomía
del afectado, sino que al juicio de los médicos acerca del sinsentido de seguir con el
tratamiento y con el sufrimiento. Con todo, que el paciente tenga un derecho a considerar
su vida y su sufrimiento como algo sin sentido es completamente ignorado69. (Hohendorf
et al., 2019, posición 1165)

Y concluye Hohendorf que «La ley de eutanasia holandesa le entrega finalmente al médico el
poder de decidir cuándo el dolor de un paciente es insoportable y carente de sentido»
(Hohendorf et al., 2019, posición 1165)

Bélgica

En Bélgica, hay «más de 1.000 muertes no consentidas al año» (Hohendorf et al., 2019,
posición 1244)70.
Pereira (2011) concluye que

En Bélgica, la tasa de muertes por eutanasia involuntaria y no voluntaria (es decir, sin
consentimiento explícito) es 3 veces mayor que en los Países Bajos71. («Eutanasia
involuntaria» se refiere a una situación en la que una persona posee la capacidad pero no
ha dado su consentimiento, y «eutanasia no voluntaria», a una situación en la que una
persona no puede dar su consentimiento por razones como demencia grave o coma). Un
estudio reciente encontró que, en la parte flamenca de Bélgica, 66 de 208 casos de
«eutanasia»(32%) ocurrieron sin una solicitud o consentimiento72. (Pereira, 2011, p. 2)

69
Cita también a Zimmermann-Acklin, Euthanasie, 388-391.
70
Cita a Kenneth Chambeare et al., «Recent Trends in Euthanasia and Other End-of-Life
Practices in Belgium», The New England Journal of Medicine 372, núm. 12 (2015): 1179-1181.
71
Cita a:
• Van den Block L, Deschepper R, Bilsen J, Bossuyt N, Van Casteren V, Deliens L. Eutanasia y
otras decisiones al final de la vida y atención brindada en los últimos tres meses de vida:
estudio retrospectivo a nivel nacional en Bélgica. BMJ. 2009; 339 : B2772. Coi: 10.1136 /
bmj.b2772.
• Van den Block L, Deschepper R, Bilsen J, Bossuyt N, Van Casteren V, Deliens L. Eutanasia y
otras decisiones sobre el final de la vida: un estudio de seguimiento de la mortalidad en
Bélgica. Salud Pública de BMC. 2009; 9 : 79. DOI: 10.1186 / 1471-2458-9-79.
72
Cita a Chambaere K, Bilsen J, Cohen J, Onwuteaka – Philipsen BD, Mortier F, Deliens L.
Muertes asistidas por médicos bajo la ley de eutanasia en Bélgica: una encuesta basada en la
población. CMAJ. 2010; 182 : 895-901. Doi: 10.1503 / cmaj.091876.
291
Es de hacer notar cuáles son las razones que se esgrimen para realizar estas eutanasias sin
consentimiento, según el estudio de Pereira:

Las razones para no discutir la decisión de terminar con la vida de la persona y no obtener
el consentimiento fueron que los pacientes estaban en coma (70% de los casos) o tenían
demencia (21% de los casos). En el 17% de los casos, los médicos procedieron sin
consentimiento porque sintieron que la eutanasia era «claramente en el mejor interés del
paciente» y, en el 8% de los casos, que discutirlo con el paciente habría sido perjudicial
para ese paciente. Esos hallazgos concuerdan con los resultados de un estudio anterior en
el que 25 de 1644 muertes no repentinas habían sido el resultado de la eutanasia sin
consentimiento explícito73. (Pereira, 2011, pp. 2-3)

En el año 2011, el Daily Mail publicaba un artículo de Simon Caldwell titulado: Advertencia
a Gran Bretaña ya que casi la mitad de las enfermeras de eutanasia de Bélgica admiten
haber matado sin consentimiento. Allí se daba a conocer un estudio publicado en el Canadian
Medical Association Journal, según el cual más de 100 enfermeras belgas habían admitido
ante los investigadores que habían participado en eutanasias «sin solicitud ni consentimiento».

Los investigadores encontraron que una quinta parte de las enfermeras admitieron estar
involucradas en el suicidio asistido de un paciente.
Pero casi la mitad de ellas, 120 de 248, también dijeron que no hubo consentimiento» (…)
Pero agregó que muchos probablemente estaban actuando de acuerdo con los deseos de
sus pacientes, «incluso si no había una solicitud explícita». (Caldwell, 2011, junio 10)

¿Consentimiento libre en eutanasia de menores?

Por otra parte, hay muchos casos en los que es muy cuestionable la existencia de
consentimiento válido.
En primer lugar, cuando se trata de menores. En Holanda, antes de la sanción de la ley de
2001, sólo los mayores podían ser «eutanasiables» (de acuerdo con la jurisprudencia). Pero la
ley previó que fuera admisible la eutanasia o el suicidio asistido de menores, hasta los 12
años. En 2018 y 2017, «las CRV recibieron tres notificaciones de eutanasia de un menor de
edad (de 12 a 17 años)», en 2016, uno (CRVE 2018, p. 15; CRVE 2017, p. 13; CRVE 2016,

73
Cita el primero de los estudios citados en nota al pie nº 71.
292
p. 15); 2 en 2015, uno de 12 años en 2005 y siete en total entre 2002 y 2015 (CRVE 2015, p.
14).

¿Consentimiento libre en casos de demencia y enfermedades mentales?

En segundo lugar, los casos de demencia y de enfermedades mentales, el consentimiento es


muy cuestionable, como vimos en el caso de la sentencia de la señora con Alzhéimer que se
resistió.
Como afirma la Sociedad Española de Psiquiatría (2021):

…una persona debería estar libre de manifestaciones psicopatológicas que cercenen su


capacidad para establecer con rotundidad que su deseo de morir es independiente de las
mismas, pero con frecuencia este aspecto no queda claramente establecido, al menos con
la evidencia de que se dispone. La presencia de depresión es una preocupación especial
en las solicitudes de eutanasia porque, aunque es una enfermedad potencialmente
reversible, puede afectar la competencia de los pacientes, particularmente en la
ponderación relativa que dan a los aspectos positivos y negativos de su situación y
posibles resultados futuros. Los pacientes con depresión pueden ser considerados como
una población vulnerable en este contexto, ya que su solicitud de muerte puede ser debida
a la presencia de esta y la respuesta correcta es el tratamiento en lugar de la asistencia en
la muerte. (Sociedad Española de Psiquiatría, 2021, febrero 3, p. 6)

Holanda

Véase que, en Holanda, en los informes de las Comisiones Regionales de Verificación de la


Eutanasia, a partir de 2012, se informan74:
2012 2013 2014 2015 2016 2017 2018 2019
Demencia 42 97 81 109 141 169 146 162
Enfermedades mentales o
psiquiátricas 14 42 41 56 60 83 67 68
Tabla 3

Téngase en cuenta que, antes de esta fecha, en el 2008, se denunciaron sólo dos notificaciones
de suicidio asistido de pacientes con problemas psiquiátricos (CRVE, 2008, p. 6); en 2009,
ninguno con enfermedades psiquiátricas y 12 con demencia en etapa temprana (CRVE, 2009,

74
Ver CRVE 2012, p. 32; CRVE 2013, p. 39; CRVE 2014, p. 14; CRVE 2015, p. 16; CRVE
2016, p. 12; CRVE 2017, p. 12; CRVE 2018, p. 12; y CRVE 2019, p. 12.
293
p. 5). En el 2010, se señalaba que los pedidos de finalización de la vida o suicidio asistido por
sufrimientos insoportables relacionados a enfermedades o desórdenes mentales debían ser
tratados con gran precaución («with great caution»), y se decía: «Una enfermedad o trastorno
mental puede hacer imposible que el paciente determine su propia voluntad libremente»
(CRVE, 2010, p. 10). Y se informaba que en el 2010 hubo nuevamente notificaciones de
pacientes que sufrían una depresión, además de una o más condiciones somáticas. En el
CRVE, 2011 (p. 10) se reitera la misma consideración sobre la imposibilidad de un
consentimiento libre cuando hay enfermedades mentales. Y esta vez se informan 13
notificaciones de pacientes con problemas psiquiátricos. A partir de 2012, ya no se reiterará la
referencia que vimos en los dos años precedentes sobre sobre la dificultad de que haya un
consentimiento libre cuando hay enfermedad mental, y ya aparecerán números importantes y
crecientes de eutanasias o suicidios asistidos por demencia (42 casos en 2012, que subirán
hasta 162 en 2019) o por enfermedades mentales (14 en 2012, que subirán hasta 68 en 2019).
Así, lo que se consideraba que podía hacer imposible el consentimiento libre en 2011, pasó a
ser una más de las «conditions involved» («naturaleza de las enfermedades») informadas en el
«overview of notifications, total» en 2012 (CRVE, 2012, p. 32; CRVE, 2019, p. 12).
Transcribimos, a modo de ejemplo, lo que se señala en el Informe Anual de 2017:

… en tres notificaciones se trató de pacientes en un estado (muy) avanzado de demencia,


que ya no estaban en condiciones de comunicarse sobre su petición y en los que fue
determinante la declaración de voluntad por escrito para establecer la voluntariedad de la
petición. (…) En 166 notificaciones, la causa del sufrimiento era la demencia en fases
tempranas. Se trataba de pacientes en una fase en la que todavía tenían conciencia de su
enfermedad y sus síntomas, como la pérdida de orientación y personalidad. Fueron
considerados capaces de expresar su voluntad con relación a su petición, porque todavía
podían prever las consecuencias de su petición. (…) En 83 notificaciones de eutanasia, el
sufrimiento estaba basado en una enfermedad mental. (CRVE, 2018, p. 11)

Como relata el citado artículo de «The Guardian»,

Muchos holandeses escriben directivas anticipadas que estipulan que si su estado mental
se deteriora más allá de cierto punto, si, por ejemplo, no pueden reconocer a los
miembros de la familia, deben ser sacrificados independientemente de si disienten de sus
deseos originales. Pero el pasado mes de enero, una especialista en ética médica llamada
Berna Van Baarsen causó revuelo cuando renunció a una de las juntas de revisión en

294
protesta por la creciente frecuencia con la que los enfermos de demencia son sacrificados
sobre la base de una directiva escrita que no pueden confirmar después de perder sus
facultades. «Es básicamente imposible», dijo al diario Trouw, «establecer que el paciente
está sufriendo insoportablemente, porque ya no puede explicarlo».(…)
Desde su renuncia, Berna Van Baarsen se ha quejado de que «los argumentos legales
pesan cada vez más» en los comités, «mientras que la cuestión moral de si en ciertos
casos se hace el bien matando, amenaza con hundirse». (De Beliague, 2019, enero 18,
énfasis añadido)

Bélgica

En Bélgica, en el año 2018, «…uno de los miembros de la Comisión de Control de la


Eutanasia belga» dimitió luego de que no se diera curso a la denuncia penal a un médico que
«administró una dosis letal a una paciente terminal afectada de párkinson y demencia,
aquejada de graves dolores, sin que esta hubiera solicitado previamente la eutanasia. Además,
tampoco pidió la opinión de un segundo doctor, como exige la ley» (Sánchez, 2018, enero
21). Sin embargo, no en la Comisión de vigilancia no se llegó a «la mayoría de dos tercios
necesaria para pedir que la justicia tome cartas en el asunto», por lo que el caso quedó
cerrado.
Lo más grave, es que algunos de los miembros de la Comisión algunos justifiquen al médico
acudiendo al eufemismo de que se trataría de una «interrupción voluntaria de la vida sin
petición del paciente» (Sánchez, 2018, enero 21).

Sufrimiento «insoportable» y consentimiento «libre»

Por último, como ya señalamos, el sufrimiento es claramente una presión para la libertad: es
más, en la medida en que se requiere un sufrimiento insoportable como requisito para acceder
a la eutanasia, se está admitiendo que no haya consentimiento válido. Pues si el sufrimiento es
insoportable, al punto de querer la muerte (cuando, en condiciones normales, es lo que uno
menos querría) para no sufrir, es evidente que tal sufrimiento no deja margen alguno para que
haya una acción libre. El sufrimiento insoportable, cuando es causado voluntariamente, se
llama tortura; y si es evidente que no puede ser válido un consentimiento arrancado mediante
tortura, ¿por qué debería considerarse válido el consentimiento provocado por un sufrimiento
insoportable?: desde el punto de vista de quien consiente, el efecto es el mismo: la afectación

295
del consentimiento, y su consecuente ineficacia jurídica. No importa cómo es causado ese
sufrimiento, pues la perspectiva que importa es la de quien lo padece.
Por eso, para que, por una parte, pudiera juzgarse qué tan «insoportable» es el sufrimiento, y
para que, por otra parte, la persona pueda tener una mayor libertad (porque se le logre
disminuir el sufrimiento y/o el temor al mismo), en Bélgica, la asociación de cuidados
paliativos solicitó que la ley incluyera, como requisito para la eutanasia, la consulta
obligatoria de cuidados paliativos («filtro paliativo»). Pero estas solicitudes fueron denegadas
(cfr. Pereira 2011, p. 6). Por otra parte, señala el mismo estudio:

De 2002 a 2007, en Bélgica, se consultó a un médico de cuidados paliativos (segunda


opinión) en solo el 12% de todos los casos de eutanasia75. Los médicos y equipos de
cuidados paliativos no participaron en la atención de más del 65% de los casos que
recibieron eutanasia. (Pereira 2011, p.6)

La ausencia de control

Tanto las eutanasias como los suicidios asistidos, según las leyes de los distintos países, deben
notificarse, luego de realizarse, para poder ser controlados. En los hechos, como señala
Pereira, ello a menudo se ignora76.

Holanda

Señala que «En los Países Bajos, al menos el 20% de los casos de eutanasia no se
denuncian77. Ese número probablemente sea conservador porque representa solo los casos

75
Cita a Smets T, Bilsen J, Cohen J, Rurup ML, Deliens L. Eutanasia legal en Bélgica:
características de todos los casos de eutanasia notificados. Med Care. 2010; 48 : 187-92. doi: 10.1097 /
MLR.0b013e3181bd4dde.
76
Cita a:
Prager L O. Surgen detalles sobre los primeros suicidios asistidos de Oregon. American Medical
News. 7 de septiembre de 1998.
Y a Rurup M, Buiting HM, Pasman RHW, van der Maas PJ, van der Heide A, Onwuteaka – Philipsen
BD. La tasa de notificación de eutanasia y suicidio asistido por médicos. Un estudio de las
tendencias. Med Care. 2008; 46 : 1198-202. Doi: 10.1097 / MLR 0b013e31817d69e8.
77
Cita el mismo estudio referido en nota al pie N.º 66.
296
que se pueden rastrear; el número real puede llegar al 40%78» (Pereira, 2011, p. 3, énfasis
añadido).

Bélgica

«En Bélgica, casi la mitad de todos los casos de eutanasia no se notifican al Comité Federal
de Control y Evaluación» (Ibid).
Esto concluye el estudio, publicado en octubre de 2010, realizado por Tinne Smets, Johan
Bilsen, Joachim Cohen y Mette L Rurup. Analizaron los fallecimientos ocurridos en Flandes
(Bélgica) entre el 1/2007 al 30/11/2007. Enviaron un cuestionario sobre la decisión del final
de la vida a los médicos firmantes de cada certificado de defunción. E hicieron un análisis
transversal que llega esta conclusión (cfr. Smets et al., 2010). «Los requisitos legales no se
cumplieron con más frecuencia en los casos no denunciados que en los notificados: la solicitud por
escrito de eutanasia estuvo ausente con mayor frecuencia (88% frente a 18%)…» (Pereira, 2011, p. 3).
Como señala Montero (2013, p. 20), los mecanismos de control establecidos en Bélgica son
del mismo tipo que los previstos por la ley holandesa. Y estos recibieron

…observaciones críticas formuladas por el Comité de derechos humanos encargado de


hacer respetar el Pacto internacional sobre los derechos civiles y políticos (PIDCP). Esas
observaciones fueron publicadas el 27 de agosto de 2001 tras la aparición de un tercer
informe holandés establecido en el marco del PIDCP. (…) El Comité se pregunta si este
sistema de control tiene la capacidad de detectar los casos en los que ha habido una
presión inadmisible, y señala que un control a posteriori no puede impedir que se ponga
fin a vidas humanas en los casos en que no se han cumplido las necesarias condiciones
legales.
(…) Habida cuenta de que la eutanasia tiene consecuencias irreversibles, es discutible el
mismo principio de control a posteriori. (…) …la Comisión ejerce su control sobre la
única base de las informaciones proporcionadas por el médico (self reporting). En ese
escenario, ofrece dudas que la Comisión esté en condiciones de evaluar con conocimiento
de causa el cumplimiento de los requisitos exigidos. (…)

78
Cita a Onwuteaka – Philipsen B, van der Heide A, Muller MT, et al. Experiencia holandesa de
seguimiento de la eutanasia. BMJ. 2005; 331 : 691-3. doi: 10.1136 / bmj.331.7518.691.
297
… la Comisión confiesa su impotencia. Declara, en efecto, con gran realismo, no poder
evaluar la proporción del número de eutanasias declaradas con respecto al número de
eutanasias realmente practicadas79. (Montero, 2013, p. 21)

Eric Vermeer, belga, profesor de enfermeros, psicoterapeuta y especialista en cuidados


paliativos y psiquiatría (coautor de «Eutanasia, lo que el decorado esconde»), relata que «un
médico llegó incluso a decir en el Senado que hacía mucho que él ya no declaraba las
eutanasias y que no llamaba a otro colega para validar la petición de eutanasia como
estipula la ley» (ANDOC, 2020, mayo 14). Se refiere al doctor Marc Cosyns, profesor de la
Universidad de Gante, y su intervención en 2013 en una comisión de asuntos sociales y de
justicia del Senado belga.
Como ya vimos (supra p. 292), las enfermeras aplican la eutanasia en Bélgica, cuando sólo
están habilitados (también en Holanda) sólo los médicos. Pereira (2011, p. 3) confirma la
información:

En un estudio reciente en Flandes, 120 enfermeras informaron haber atendido a un


paciente que recibió medicamentos para acabar con la vida sin una solicitud explícita.
Las enfermeras realizaron la eutanasia en el 12% de los casos y en el 45% de los casos sin
consentimiento explícito. En muchos casos, los médicos estuvieron ausentes80. (Pereira
2011, p. 3)

Por otra parte, tampoco se cumple el requisito de que intervenga más de un médico:

En los Países Bajos, por ejemplo, no se solicitó una consulta en el 35% de los casos de
eutanasia voluntaria81. En 1998 en los Países Bajos [antes de la sanción de la ley de
eutanasia, pero ya con jurisprudencia que la habilitaba], el 25% de los pacientes que
solicitaron la eutanasia recibieron consulta psiquiátrica; en 2010, ninguno82… (Pereira
2011, p. 4)

79
Cita: Comisión de control, Primer informe (2004), p. 14; Segundo informe (2006), p. 22;
Tercer informe (2008), p. 22; Cuarto informe (2010), p. 22; Quinto informe (2012), p. 14.
80
Cita la fuente: Ingehelbrecht E, bilsen J, Mortier F, Deliens L. El papel de las enfermeras en
las muertes asistidas por médicos en Bélgica. CMAJ. 2010; 182 : 905-10. doi: 10.1503 / cmaj.091881.
81
Cita como fuente la referida infra nota al pie nº 66, p. 286.
82
Cita: Hendin H. Seducido por la muerte: médicos, pacientes y la cura holandesa. Asuntos
Jurídicos Med. 1994; 10 : 123-68.
298
En cuanto a la información sobre cuidados paliativos que debe proporcionar el médico, señala
Pereira que hay una red de

… médicos capacitados para desempeñar la función de consulta cuando se solicita la


eutanasia en los Países Bajos (Apoyo y consulta sobre la eutanasia en los Países Bajos) y
Bélgica (Foro de información sobre el fin de la vida —LEIF). Su función incluye
asegurarse de que la persona esté informada de todas las opciones, incluidos los cuidados
paliativos. Sin embargo, la mayoría de los médicos de LEIF simplemente han seguido un
curso teórico de 24 horas, de las cuales solo 3 horas están relacionadas con cuidados
paliativos…83 (Pereira 2011, p. 4)

Por último, hay que tener en cuenta la tolerancia a todos estos incumplimientos de la ley.

La elusión de las salvaguardias y las leyes, con poco o ningún enjuiciamiento,


proporciona alguna evidencia del fenómeno de la pendiente resbaladiza social descrito
por Keown84. Hasta ahora, no se ha enviado ningún caso de eutanasia a las autoridades
judiciales para su investigación en Bélgica. En los Países Bajos, 16 casos (0,21% de todos
los casos notificados) se enviaron a las autoridades judiciales en los primeros 4 años
después de la entrada en vigor de la ley de eutanasia; pocos fueron investigados y
ninguno fue procesado85. (Pereira 2011, pp. 4-5)

Disminución de los cuidados paliativos

Además, las tasas de participación en cuidados paliativos han ido disminuyendo. En


2002, se consultó a los equipos de cuidados paliativos en el 19% de los casos de
eutanasia, pero en 2007 dicha participación había disminuido al 9% de los casos. Ese
hallazgo contradice las afirmaciones de que en Bélgica, la legalización ido acompañada

83
Cita: Gamaster N, Van den Eynden B. La relación entre los cuidados paliativos y la eutanasia
legalizada en Bélgica. J Palliat Med. 2009; 12 : 589-91. doi: 10.1089 / jpm.2009.0065.
84
Cita: fuente referida en nota al pie N.º 67, p. 286.
85
Cita: fuente referida en nota al pie N.º 67, p. 286. (Al año 2009).
299
de mejoras significativas en los cuidados paliativos en el país86. Otros estudios han
informado de una participación de los cuidados paliativos aún menor87. (…)
Existe evidencia de que atraer a médicos para capacitarse y brindar cuidados paliativos
se hizo más difícil debido al acceso a la eutanasia y la aprobación, percibida por algunos
como una solución más sencilla, porque la prestación de cuidados paliativos requiere
competencias y compromisos emocionales y de tiempo por parte del clínico88. (Pereira
2011, p. 6)

«Vermeer denuncia que desde 2002 muchos médicos belgas han sido formados en cursos
holandeses sobre eutanasia… y en cambio no han aprendido casi nada sobe paliativos y
tratamiento del dolor» (ANDOC, 2020, mayo 14). Y, a pesar de que, con cuidados paliativos,
los dolores pueden ser aliviados, en Bélgica un 65% de los pacientes no accede a ellos.

En Suiza, en 2006, el hospital universitario de Ginebra redujo su ya limitado personal de


cuidados paliativos (a 1,5 de 2 médicos a tiempo completo) tras la decisión del hospital
de permitir el suicidio asistido; también se cerró el servicio de cuidados paliativos de
base comunitaria (JP. Datos no publicados) (…)
En las audiencias parlamentarias del Reino Unido sobre la eutanasia hace unos años, un
médico holandés afirmó que «No necesitamos medicina paliativa, practicamos la
eutanasia»89. (Pereira 2011, p. 6, énfasis añadido)

El aspecto económico

Por último, hay otro aspecto que es a la vez causa y consecuencia de la legalización de la
eutanasia y el suicidio médico asistido: la dimensión económica.

86
Cita: Buergermeister J. Doctor reaviva la disputa por la eutanasia en Bélgica después de un
asesinato por piedad. BMJ. 2006; 332 : 382. doi: 10.1136 / bmj.332.7538.382-c.
87
Cita obra referenciada en segundo lugar en la nota al pie N.º 71, p. 288, y Smets et al. (2010).
88
Cita:
• Eutanasia [carta] Lancet 1991; 338 : 1150.
• Zylicz Z. Hospice in Holland: la historia detrás del espacio en blanco. Soy J Hosp Palliat
Care. 1993; 10 : 30-4. doi: 10.1177 / 104990919301000409.
89
Cita: Reino Unido. Ley de Derechos Humanos de 1998. Londres, Reino Unido: Reino Unido;
1998. Anexo 1, artículo 2.1. [Disponible en línea en:
www.legislation.gov.uk/ukpga/1998/42/schedule/1; citado el 17 de febrero de 2011].
300
Por un lado, el factor económico puede ser un motivo para la promoción de la eutanasia.
Suele estar oculto, aunque no fue así en Canadá: de hecho, tomaron en consideración cuánto
podría llegar a ahorrar el sistema sanitario si se implementaba la eutanasia.
En efecto, un estudio realizado por investigadores canadienses sobre Holanda y Bélgica,
publicado en enero de 2017, llamado «Cost analisis of medical assistance in dying in
Canada», calcula que «cada persona eutanasiada ahorra 13.000 dólares al sistema
sanitario»; y señalan que en una región de Canadá «un 1% de la población es “culpable” de
un 20% del gasto sanitario: son aquellos que están en sus últimos (y caros) seis meses de
vida» (ANDOC, 2020, mayo 14). 90
El mismo estudio es citado por el informe oficial de Office of the Parliamentary Budget Officer. Allí
se señala:

Para estimar los costes de referencia de la legislación actual (proyecto de ley C-14),
utilizamos la misma metodología que en Trachtenberg y Manns (2017).7 Tras la decisión
de Carter, estos autores estimaron los posibles costes y el ahorro de proporcionar MAID
en Canadá, basándose en datos de otros países (principalmente Bélgica y los Países
Bajos) en los que el MAID ya era legal. (Office of the Parliamentary Budget Officer
2020, octubre 20, p. 4)

Y es que el 20 de octubre de 2020, la Oficina del responsable parlamentario del presupuesto


de Canadá presentó un informe titulado «Cost estimate for Bill C-7 “Medical Assistance in
Dying”» [«Estimación del coste del proyecto de ley C-7 “Asistencia médica para morir”»].
Como explica en su presentación, este informe se hace con motivo de la discusión del
proyecto de ley C-7 que

… pretende ampliar el acceso a la Asistencia Médica para Morir (AMM) para los
pacientes cuya muerte no se espera a corto plazo. A petición de un senador, este informe
presenta una estimación independiente de los costes del proyecto de ley C-7 para 2021,
proporcionando un desglose entre los costes de referencia de la de la legislación actual
(proyecto de ley C-14) y los costes adicionales derivados de la ampliación de la
elegibilidad en la legislación propuesta (proyecto de ley C-7). (Office of the
Parliamentary Budget Officer 2020, octubre 20)

90

301
En una primera tabla (tabla 4) titulada: «Net financial impact of providing MAID under the
current legislation (Bill C-14) in 2021» [Repercusión financiera neta de la prestación del
MAID con la legislación actual (proyecto de ley C-14) en 2021], presenta una estimación de
cuál es la reducción de los costos de salud que se prevén para el año 2021 si se continuara
aplicando solamente la ley de muerte asistida vigente (que limita la eutanasia a los pacientes
que tienen un pronóstico de fin de vida razonablemente próximo). Señala que, gracias a la
muerte asistida, se gastan 109,2 millones de dólares menos; pero que, como los costos de la
muerte asistida son de 22,3 millones de dólares, el ahorro total que se produce es de 86,9
millones de dólares. Estas estimaciones se hacen previendo que en el 2021 se dará muerte a
6.465 personas.
Es interesante señalar que tienen en cuenta que también los cuidados paliativos reducen el
costo en salud en 72,8 millones. Más adelante, se señala que

Trachtenberg y Manns citan un estudio que revisó la literatura disponible según el cual
los cuidados paliativos podrían reducir los costes de la atención sanitaria al final de la
vida en un 40% a 70% en comparación con la atención estándar [The Way Forward
Integration Initiative. Cost-effectiveness of palliative care: a review of the literatura.
Ottawa: Canadian Hospice Palliative Care Association. See also Smith et al. (2014).
Evidence on the cost and cost-effectiveness of palliative care: A literature review.
Palliative Care, 28-2, pp. 130-150]. Como los datos sobre los costes medios al final de la
vida de la vida también incluyen a los pacientes que han elegido los cuidados paliativos,
hemos introducido un ajuste para restar la reducción bruta estimada de los costes de los
cuidados paliativos en un 50% (más cerca del límite inferior de los estudios), para un
80% de los pacientes que se prevé que utilizarán el MAID en 2021.

302
Tabla 4

Traducción:
Número de muertes por MAID 6,465

Reducción bruta de los costes sanitarios (millones de dólares)

Costes medios al final de la vida 182.1

Ajuste por cuidados paliativos -72,8

Reducción bruta total de los costes 109,2

Coste de administración del MAID

Facturación de los médicos 8,9

Fármacos 8,6

Órganos de control 4,9

Coste total de administración del MAID 22,3

Reducción neta de los costes de la asistencia sanitaria con el 86,9


proyecto de ley C-14

Tabla 4 (traducción)
303
Luego se presenta una segunda tabla (tabla 5), titulada «Incremental net financial impact of
expanding MAID eligibility as proposed in Bill C-7 in 2021» [Impacto financiero neto
incremental de la ampliación de la elegibilidad del MAID como se propone en el proyecto de
ley C-7 en 2021].
«La reducción bruta de los costes sanitarios se estima en 66,5 millones de dólares». A las
6.465 muertes estimadas para el caso de que no se aceptara la ampliación de las causales (que,
como vimos, se aprobó), se agrega la estimación de otras 1.164 muertes más. Pero,
proporcionalmente, se reducirán más los costos sanitarios, porque «se espera que los nuevos
pacientes elegibles con el proyecto de ley C-7 inicien el MAID antes»: es decir, si con la ley
vigente hasta el 2021 (el Bill C-14), las personas morían, por ejemplo, unos 6 meses antes de
su muerte natural, se estima que con la ampliación a los incapacitados que no tienen un
pronóstico de muerte próxima, se ahorrarán muchos más meses de asistencia sanitaria (aunque
se aclara que «se necesitan datos adicionales» del «tiempo previsto antes de que se produzca
la muerte natural», ya que este dato «sólo se recopila en Quebec»). El coste de la
administración del MAID para estos «eutanasiables» adicionales, se estima en 4,4 millones de
dólares más. Por lo cual, en definitiva, la aprobación del proyecto de ley C-7 que amplía el
rango de «eutanasiables» produciría un ahorro adicional de 62 millones de dólares. Lo cual,
sumado al ahorro que ya se produce con la ley C-14, se llegaría a un ahorro anual de 149
millones de dólares. (p. 2)

304
Tabla 5

Traducción:
Incremento de muertes por MAID 1.164

Impacto financiero incremental (millones de dólares)

Reducción bruta de los costes sanitarios 66,5

Menos: Coste de administración de MAID -4,4

Subtotal - Reducción neta incremental de los costes sanitarios 62.0


de la asistencia sanitaria con el proyecto de ley C-7

Reducción neta total de los costes sanitarios (base C-14 + 149.0


incremento C-7)

Reducción neta total de los costes de la asistencia sanitaria 0.08%


como % de los presupuestos sanitarios

Tabla 5 (traducción)

305
No es necesario ser demasiado desconfiado para suponer que estas reducciones en los costos
son tenidas en cuenta para proponer la legalización de la eutanasia. Más cuando, en el mismo
informe, se dice:

Muchos estudios han demostrado que los costes de la asistencia sanitaria en el último año
de vida (y especialmente en el último mes de vida) son desproporcionadamente altos,
representando entre el 10% y el 20% de los costes sanitarios totales, a pesar de que estos
pacientes representan alrededor del 1% de la población [Cita a Menec V, Lix L,
Steinbach C, et al. Patterns of health care use and cost at the end of life. Winnipeg:
Manitoba Centre for Health Policy; 2004]. No obstante, este informe no debe
interpretarse en modo alguno como una sugerencia de que el MAID se utilice para reducir
los costes de la asistencia sanitaria. (p. 3)

Como reza el sabio adagio latino: «excusatio non petita, accusatio manifesta». [Como señala
Wikipedia (2021, noviembre 16), «Significa que todo aquel que se disculpa de una falta, sin
que nadie la haya pedido, tales disculpas le están señalando como autor de la falta.
En español se podría traducir por las expresiones “quien se excusa, se acusa”, “disculpa no
pedida, culpa manifiesta”, o “explicación no pedida, acusación manifestada”»].
Por otro lado, el factor económico termina incidiendo en la eutanasia. Porque constituye un
aspecto más de la presión que la legalización genera en los pacientes, más o menos
directamente. Muy directamente, en algunos casos, como vimos en el de Roger Foley , en
Canadá (supra p. 252), o de Randy Stroup, en Oregón (supra p. 251); o más indirectamente,
en otros. En efecto el paciente sentirá que puede ahorrar a la sociedad o a su familia el costo
de su atención, pues su vida, para la sociedad, no vale; entonces, se le podría dar muerte. Ese
costo en cuidados, medicina, trabajo, etc. serían una «dádiva» de la sociedad, de su familia, de
los médicos, y no un deber exigido por su dignidad. Y hasta sería un acto de egoísmo de su
parte si les hiciera cargar con esos gastos, cuando podría liberarlos tan fácilmente pidiendo la
eutanasia. Es lo que expresa Foley cuando afirma que su vida ha sido devaluada por la ley de
eutanasia: ya no tiene el valor supremo, de dignidad, que hace que sea contrapartida más que
suficiente para cualquier molestia, trabajo o gasto que exija para su desarrollo; ya sólo tiene
un precio, que depende de la subjetiva valoración de las personas; e incluso, ese precio sería
nulo para la sociedad (es más, tendría un precio negativo, según el cual es mejor que no
exista), y sólo la voluntad de vivir del paciente podría darle algún valor solitario.

306
Y también la legalización de la eutanasia termina siendo causa de la eutanasia por su aspecto
económico porque éste incide, como presión, en la voluntad de los médicos para que apliquen
la eutanasia. Así lo señala un estudio:

De los médicos en los Países Bajos, el 15% ha expresado su preocupación de que las
presiones económicas puedan llevarlos a considerar la eutanasia para algunos de sus
pacientes. Ya se ha citado un caso de un paciente moribundo que fue sacrificado para
liberar una cama de hospital91. (Pereira 2011, p. 6, énfasis añadido)

El periodista De Bellaigue relata su participación en una conferencia organizada por la Dutch


Voluntary Euthanasia Society (NVVE),

… dirigida a desmontar la bien conocida oposición de los psiquiatras a la eutanasia en


casos de pacientes psiquiátricos. Allí tuvo ocasión de conversar con Steven Pleiter,
director de la Levenseindekliniek, un centro especializado en eutanasias. Tras fundarse la
institución en 2002, dice, «Pleiter se sentó con las compañías aseguradoras para
determinar lo que le pagarían a la clínica por cada procedimiento de eutanasia que
efectuaran sus médicos. La cifra actual es de 3.000 euros». (De Bellaigue, 2019, enero
18, énfasis añadido)

Si quien está encargado de atender mi salud y de proporcionarme los cuidados paliativos, en


su caso, se beneficia con mi muerte no sólo por las menores molestias que tendrá, sino que,
además, porque recibirá un pago por el hecho de que yo muera, es evidente que habrá alguna
presión para que yo ejerza mi «derecho» a pedir la muerte.

91
Cita a Gerorge RJD, Finlay IG,, Jeffrey D. La eutanasia legalizada violará los derechos de los
pacientes vulnerables. BMJ. 2005; 331 : 684-5. doi: 10.1136 / bmj.331.7518.684.
307
Capítulo VI
Una lección de la historia
Eutanasia en la Alemania nazi y Declaración Universal de los Derechos Humanos

Al terminar los juicios de Nuremberg, parecía que la humanidad habría extraído una
enseñanza de esa terrible experiencia sufrida por la civilización occidental, y que ya no se
repetirían los mismos errores que llevaron a esos horrores.

La condena a los médicos nazis fue universal y trajo una gran reflexión sobre la cuestión
de asegurar que sus acciones no se repitan nunca. Como un paso, los médicos de todo el
mundo reafirmaron el principio ético fundamental de su profesión: que los médicos no
deben matar a sus pacientes. (Cleaver y Grant, 1998, 7)

El hombre que no conoce su historia está condenado a repetirla. «Aquellos que no recuerdan
el pasado están condenados a repetirlo». Esta frase, atribuida a Napoleón (o a Ruiz de
Santayana), figura escrita - en polaco y en inglés- en las afueras de uno de los campos de
concentración nazi de Auschwitz-Polonia: «The one who does not remember history is bound
to live through it again».
Por ello, es fundamental redescubrir cómo se originó la eutanasia en el mundo occidental
contemporáneo, cuáles fueron los argumentos que se esgrimieron, qué establecían los
primeros proyectos de ley de eutanasia… y qué consecuencias tuvo ese primer paso hacia el
horror.
Nos asombrará descubrir que la eutanasia nació en un país muy civilizado, avanzado en las
ciencias y, particularmente, en la medicina: la Alemania de la primera mitad del siglo XX.
Nos asombrará que los argumentos que se manejaron para su justificación son los mismos que
los empleados para promover ahora la legalización de la eutanasia. Nos asombrará que las
previsiones normativas que se adoptaron fueron incluso más garantistas que las que ahora se
proponen. Nos asombrará que los fundamentos que se esgrimen actualmente son los mismos
que fueron alegados en la defensa de los médicos nazis, y que fueron rechazados, siendo
condenados por delitos de lesa humanidad. Y nos asombrará la claridad con la que, en su
momento, en los juicios de Nuremberg, se señaló cuál fue el Rubicón, el límite de garantía de
la civilización occidental que nunca debería haberse sido cruzado: la prohibición absoluta de
matar al inocente y, en particular, el especial deber ético de no matar que honra a la profesión
médica.

308
La justificación teórica de la eutanasia

La justificación para cruzar ese límite no fue la superioridad de la raza aria, y no provino del
pensamiento nazi. Fue un cambio en los valores que nació del ámbito académico – científico:
particularmente, en el campo de la medicina y del derecho. Primero, se habló del «derecho a
la muerte»; luego, con la publicación de «Die Fregabe der Vernichtung lebensunwertens
Leben», de «Permitir la Destrucción de Vida sin Valor» (traducción del título del libro
publicado en 1920, de los profesores Karl Binding y Alfred Hoche, conforme a Cleaver y
Grant, 1988)92.

La aceptación por parte de los médicos de la noción de «una vida que no vale la pena de
ser vivida», dentro del programa de eutanasia, fue la piedra angular del horror que habría
de seguir. Sin la voluntad de los médicos de participar, el programa de eutanasia nunca
habría ocurrido. (Cleaver y Grant, 1998, p. 7, énfasis añadido)
Así, entre 1920 y 1940 «la comunidad médica más humana, más sofisticada, más
avanzada científicamente en el mundo» se destruyó a sí misma al formular y promover
ideas de muerte ayudada por el médico93. «Sterbehilfe», «ayuda a los moribundos», fue
preconizada por la élite de la profesión médica para los enfermos incurables, y fue
considerada «wohltat», un acto misericordioso94.
La influyente publicación de los profesores Karl Binding y Alfred Hoche «Permitir la
Destrucción de la Vida sin Valor», preconizaba la sterbehilfe como una respuesta
compasiva y humanitaria a aquellos que la pidieran, procurando un proceso
cuidadosamente controlado. (…)
El profesor Binding era uno de los principales especialistas de Alemania en
jurisprudencia constitucional y criminal. El Dr. Hoche era siquiatra. El jurista Binding
preguntaba: ¿Debería restringirse el uso permisivo de apoderarse de la vida, únicamente
al acto individual de suicidio, como en la ley vigente, o debería extenderse legalmente…
a matar a otros seres humanos, y bajo qué condiciones?95 Él contestaba afirmativamente
para tres grupos de personas: 1 «aquellos irremisiblemente perdidos como consecuencia
de enfermedad o lesión, quienes comprendiendo plenamente su situación, han expresado

92
Götz Aly traduce «La legalización del exterminio de la vida indigna de ser vivida. Alcance y
forma» (Aly, 2014, p. 18).
93
Cleaver y Grant citan «8 Issues in Law & Med. At 488. Ver también Proctor, Racial Higiene,
supra en 282-83; Lifton, The Nazi Doctors, supra en 45-51; Burleigh, Death and Deliverance, supra,
p. 11-20.
94
Cleaver y Grant citan: Proctor. Racial Hygiene, supra p. 178-79.
95
Cleaver y Grant citan «8 Issues in Law & Med.», p. 232.
309
de alguna manera su deseo urgente de liberación»; 2 «los idiotas incurables» de quienes
no hay consentimiento válido para matarlos pero cuyas vidas carecen completamente de
sentido» y son «una carga terriblemente pesada tanto para sus familias como para la
sociedad»; y 3 pacientes previamente competentes, pero quienes debido a un trauma, «se
han hecho inconscientes y si alguna vez se recuperan de su estado comatoso, despertarán
para tener sufrimientos sin nombre»96. [Cleaver y Grant acotan, en nota al pie, que
«Binding expresó dudas respecto a este último grupo. Porque “ocurrirán casos en que la
muerte parece plenamente justificada; pero también puede suceder que el agente,
creyendo actuar correctamente, actuara precipitadamente”»].
Hoche hacía una pregunta algo diferente, también respondida afirmativamente: «¿Existe
una vida humana que haya perdido completamente el atributo de valor legal, y su
continuación haya perdido permanentemente todo valor para quien tiene esa vida y para
la sociedad?» 97. (Cleaver y Grant, 1998, pp 8-9, énfasis añadido)

Se ha de tener en cuenta que «Binding y Hoche explícitamente condenaron las “muertes


piadosas” que tenían lugar en contra de la voluntad de las víctimas, y enfatizaban el
consentimiento de las víctimas como una condición necesaria para dar muerte a los enfermos
incurables» (Cleaver y Grant, 1998, p. 9, énfasis añadido). Era clara la doble exigencia de una
situación objetiva que determinara que esa vida carecía de valor (y se explicita que carecen de
valor para el sujeto «eutanasiable» y para la sociedad), más la solicitud (la libertad). Pero este
último requisito no es posible en las situaciones de idiotas incurables o de personas en estado
de coma por un trauma; y sin embargo, se las considera igualmente vidas sin valor: en el caso
de los primeros, para su familia y para la sociedad, y en el de los segundos, para ellos mismos,
por el sufrimiento que tendrían en caso de recuperarse, y para la sociedad, en el caso de tener
que mantenerlos en ese estado comatoso.
También coincide con la propuesta de legalización de la eutanasia en Uruguay, del Diputado
Ope Pasquet, el otro requisito que se exigía:

Hoche y Binding preconizaban dar sterbehilfe mediante un proceso cuidadosamente


controlado, con evaluación por un panel de tres profesionales, y la posibilidad de que la
persona retirara su consentimiento en cualquier momento98. Ellos recomendaban que la
iniciativa fuera tomada por el paciente en la forma de «solicitud de permiso». La solicitud

96
Cleaver y Grant (1998) anotan, en nota al pie la referencia a «8 Issues in Law & Med. En 247-
49.
97
Id. nota N.º 95, p. 305.
98
Id. nota N.º 95, p. 305.
310
iría a una junta de gobierno compuesta por un médico, un siquiatra y un abogado, y se
requería unanimidad para otorgar el permiso. El decreto de permiso debería indicar que
se había hecho una «completa investigación» (…) y que el paciente «parecía sin
remedio», y que «no había razón para dudar de la sinceridad de su consentimiento».
(Cleaver y Grant, 1998, p. 9, énfasis añadido)

Estamos resaltando en cursivas las expresiones empleadas entonces y que vuelven ahora
como eslóganes a favor de la eutanasia: «ayuda», «acto misericordioso» (ahora se habla de
empatía y de una ley profundamente «humanitaria»), un «proceso cuidadosamente
controlado» para garantizar la «seriedad de la decisión», «vidas que no valen la pena ser
vividas», «vidas que carecen de sentido», «derecho a la muerte (al suicidio)», «permitir» la
eutanasia. Podemos apreciar que, incluso, los requisitos que se contemplaban eran más
exigentes que los del actual proyecto de ley: «una completa investigación»; no alcanzaba un
sufrimiento insoportable, sino que se requería el carácter «irremediable» de la dolencia; y se
debía contar con el parecer, además de un médico, de un siquiatra y un abogado.

La monografía de Hoche y Binding fue muy debatida por la comunidad médica alemana
desde su publicación. La legalización de la muerte médica fue discutida y rechazada en la
convención médica Karlsruhe Arztetag de 1921 y en la Conferencia de la Sociedad de
Siquiatría Forense de Dresden en 1922. (Cleaver y Grant, 1998, p. 9)

Es de hacer notar lo que advertían los críticos:

… la muerte por piedad de los afligidos sería solamente el primer paso hacia una nueva
ética médica de la muerte. El Dr. M. Beer escribió en su libro Ein schoner Tod: Ein Wort
zur Euthanastegrafe (Una Bella Muerte: unas Palabras acerca de la Cuestión de la
Eutanasia), que la ayuda del médico para morir podría ser «el primer paso, pero que sea
el último, lo dudo mucho… Una vez que el respeto por la santidad de la vida humana
haya sido disminuido por la introducción de la muerte piadosa voluntaria para los
mentalmente sanos, pero con una enfermedad incurable e involuntaria, para los enfermos
mentales, ¿quién puede asegurar que las cosas van a parar aquí?»99 (Cleaver y Grant,
1998, p. 10, énfasis añadido)

Como señala Gómez Sancho (2017):

99
Cleaver y Grant anotan, en nota al pie la referencia a Burleigh, Death and Deliverance, p. 15.
311
Al decir del Dr. Cristoph Hufeland, ya en el siglo pasado: «Si el médico comienza a
tomar en consideración en su trabajo el que una vida tenga o no valor, las consecuencias
llegan a ser ilimitadas, y el médico se convierte en el hombre más peligroso de la
sociedad». Baste recordar el documento oficial del Programa de Eutanasia que Hitler
ordenó en octubre de 1939…» (p. 418, énfasis añadido)

Continuando con la reacción crítica que suscitó el trabajo de Hoche y Binding, señalan
Cleaver y Grant (1998):

Unos pocos tuvieron dudas en relación con la arbitrariedad inherente y perniciosa de los
juicios de valor respecto a la vida humana100. En una importante respuesta a Hoche y
Binding, Das Problem der Abkurzung «lebnsunwerten» Lebens (1925). (El Problema de
Cortar la Vida que no Merece Vivirse), el Dr. Ewald Meltzer calurosamente rebatía la
afirmación que la gente con taras mentales ha perdido los últimos vestigios de la
personalidad humana, reforzando en cambio su capacidad y deseo de gozar la vida.
Argumentaba que «es mucho más heroico aceptar a esos seres hasta el máximo de
nuestras capacidades para llevar solaz a sus vidas y de este modo servir a la humanidad,
que matarlos por razones utilitarias»101.
Si bien Binding y Hoche resultaron ser los profetas de la muerte médica provocada
directamente, sus tesis fueron punto de vista de una minoría de los siquiatras y los
médicos durante la República de Weimar102. El ascenso de los nazis trajo al poder una
ideología de eugenesia que proveyó apoyo para sus tesis con la cooperación voluntaria de
los líderes médicos y académicos para superar la oposición inicial103. (pp. 10-11)

También es de hacer notar cómo la eutanasia, la esterilización y la eugenesia fueron


propagadas a través de la educación y del cine, como señalan Cleaver y Grant (1998):

En su novela en 1936 Misión y Conciencia (y la subsecuente película titulada «Yo


acuso»), Helmut Unger relataba la historia de una joven quien sufría de esclerosis
múltiple, creía que su vida ya no valía la pena y pedía a su esposo que la liberara de su
miseria. «Nosotros los humanos usamos la ciencia para prolongar el sufrimiento, cuando

100
Id., p. 21.
101
Id., 21-22.
102
Cleaver y Grant anotan, en nota al pie la referencia a Lifton, The Nazi Doctors, p. 48.
103
Id, p. 22-24.
312
podríamos usarla para dar liberación», decía alguien104. Una ética así, decían esas
películas, provenía de una exagerada «preocupación por la humanidad», combinada con
«una religión que está alejada de la realidad» y que «dicta un código de leyes pasado de
moda» que debería ser abandonado105. (p. 11)

La puesta en práctica: el programa de eutanasia

La eutanasia en Alemania tuvo un desarrollo progresivo: primero, a nivel intelectual - cultural


- «científico», como se presentó su justificación. Ésta suponía cuestionar la igual dignidad de
toda persona humana. Una vez que se removió esta piedra angular de la ética médica,
particularmente en el ámbito de la psiquiatría, ya estaban dadas las condiciones para que
cayera también la primera regla de la ética médica: «no dañar», y su expresión mínima: «no
matar», y que se considerara permitido «dar muerte», empleando ciertos eufemismos como
«adelantar la muerte», «liberar del sufrimiento» mediante una «muerte digna», «buena
muerte», «muerte suave» o «interrupción de la vida».
Como veremos en el siguiente apartado, además de la complicidad de algunos médicos, fue
necesaria también una cierta «complicidad» de los familiares de las personas que pasaron a
considerarse «eutanasiables». La incomodidad que suponía la atención de estas personas con
discapacidades, el sufrimiento y vergüenza que causa la discriminación social de esas
personas, el haber tenido que acudir para su cuidado y atención al Estado y a instituciones
médicas, etc., más la propaganda que ya vimos cómo presentaba la eutanasia como acto de
piedad, y el utilitarismo propio del pensamiento imperante con el nacional socialismo, en el
que la persona valía en función de que sirviera a la nación, más la exacerbación de ese
sentimiento nacionalista por las pérdidas de vidas jóvenes y por las duras condiciones
impuestas a Alemania luego de la Primera Guerra Mundial, y el desarrollo del militarismo
ligado al orgullo nacional y racial, con una nueva filosofía que no reconocía una esencia o
naturaleza humana y su dimensión trascendente, encandilada, en cambio, con el progreso de
la ciencia y de una nueva moral del superhombre con la voluntad de poder como todo criterio
de acción… creaban el caldo de cultivo adecuado para la aplicación de la eutanasia.

104
Cleaver y Grant p. 11. Anotan, en nota al pie la referencia a Burleigh, Death and Deliverance,
p. 204.
105
Id., pp. 201-05.
313
Podemos distinguir distintos estadios de este desarrollo de la eutanasia en la Alemania de la
primera mitad del siglo XX. La «pendiente resbaladiza», en este caso, tuvo, además de la
lógica interna contenida en su primer principio (la existencia de «vidas sin valor») que
contiene en germen la potencialidad de llegar a los mayores horrores, algunos factores
históricos determinantes, como lo fueron el aparato institucional de un Estado totalitario y una
guerra mundial.
Señalaremos tres etapas diferentes:
a) Una primera (de 1930 a mayo de 1939) en la que se formularon las
«justificaciones» y propuestas para que se autorice la eutanasia en determinados
casos.
b) Una segunda etapa, a partir de la constitución de un comité específico que
determinaba y aplicaba el programa de eutanasia T4, en mayo de 1939, hasta
agosto de 1941.
c) En 1942, y hasta el final de la guerra, comenzó la última etapa, en la que se
expandió la eutanasia de modo más reservado e integrando, además, la experiencia
de la eutanasia en «la Solución final».
Así resumen Cleaver y Grant (1998) estas etapas:

Las propuestas de Hoche, Binding y otros a la comunidad alemana y a la internacional, en


favor de la ayuda médica para morir, fueron llevados a la práctica en 1930. Primero, la
eutanasia de niños fue permitida para infantes y niños minusválidos y con defectos. Muy
pronto fue instituido un programa para «muerte suave» de adultos enfermos incurables y
enfermos mentales alemanes, sobre la base de compasión. Finalmente, el genocidio, que
fue la Solución Final, surgió de esos programas de muerte médica intencional. (p. 11)

Primera etapa (1930 – 1939)

La primera etapa tuvo como hitos fundamentales la ya mencionada publicación del libro
«Permitir la Destrucción de Vida sin Valor» de Binding y Hoche, en 1920; la encuesta de
Ewald Meltzer, entre padres de 200 niños internados con deficiencias mentales, que se
publicaría en 1925 como «El problema del acortamiento de la vida “indigna de ser vivida”»;
un proyecto de ley de eutanasia en 1933; y las primeras autorizaciones en 1937, por Karl
Brandt, con instrucciones de Hitler.

314
Ya vimos la incidencia de la publicación de Binding y Hoche.
Curiosamente, una reacción contra la postura de éstos terminaría siendo clave para la
implementación del programa de eutanasia, e incluso, para la defensa de los médicos en los
juicios de Nuremberg. Así lo relata Aly (2014):

El alto consejero de Salud Pública Ewald Meltzer (1869-1940) dirigió durante casi treinta
años el Katharinenhof, un establecimiento psiquiátrico regional para niños deficientes
mentales no educables en Grosshennersdorf (Oberlausitz, Sajonia). En 1920, en calidad
de director de la institución, por su cuenta, pero no sin motivos, publicó una encuesta
sobre el «problema del acortamiento de la vida “indigna de ser vivida”». Meltzer había
enviado la siguiente lista de preguntas a los padres de los 200 niños que tenía a su cargo
en el centro:
«1. ¿Daría su consentimiento, en cualquier caso, para un acortamiento indoloro de la vida
de su hijo después de que un especialista constatase que es incurablemente tonto?» Los
que respondían negativamente a esta pregunta debían responder todavía a dos cuestiones
secundarias: «¿Daría este consentimiento sólo en el caso de que ya no pudiera ocuparse
de su hijo, por ejemplo, si usted falleciera? 3. ¿Daría su consentimiento sólo si el niño
padeciera dolores corporales y mentales agudos?» (…) En una nota aclaratoria, Meltzer
asegura a los padres que las preguntas se refieren a una situación hipotética: «Su hijo se
encuentra hasta el momento sano y alegre. Si las preguntas anteriores le han causado
alguna preocupación, le informo que, para su tranquilidad, los niños a los que aquí
alimentamos seguirán disfrutando de los mismos cuidados escrupulosos que hasta hoy se
les ha dispensado». Y si en un futuro se promulgara una ley, proseguía Meltzer, «que
permitiera acortar la vida de niños en dicha situación, ello no sucedería sin la obtención
del consentimiento paterno».
«Acortar la vida» de una persona: el giro eufemístico de Binding y Hoche había
penetrado en el lenguaje común.
De los 200 encuestados, 162 devolvieron el cuestionario cumplimentando. De estos, el 73
por 100 (119) respondió afirmativamente a la primera pregunta y el 27 por 100 (43),
negativamente. Pero de los 43 padres —entre ellos algunos tutores— que escribieron un
«no» detrás de la primera pregunta (consentimiento «en cualquier caso»), sólo 20
respondieron también negativamente a las dos preguntas secundarias. Es decir,
únicamente el 10 por 100 de los encuestados se negaron de forma expresa y rotunda a
consentir el «acortamiento indoloro de la vida» de su hijo bien atendido en el centro
psiquiátrico». (pp. 25-26, énfasis añadido)

315
Como vimos, Meltzer publicó esta encuesta bajo el título «El problema de Cortar la “vida
que no Merece Vivirse”», criticando las razones utilitarias de la justificación que se invocaban
y el deber de «aceptar a esos seres hasta el máximo de nuestras capacidades». Sin embargo,
la falta de resistencia de los padres que mostraba esa encuesta fue utilizada para instrumentar
una forma de llevar adelante el plan de «eliminar esas vidas sin valor», con eufemismos, al
amparo de la reserva o secreto generado por un cierto sentimiento de culpa, evitando todo lo
que pudiera despertar sus conciencias.
En 1933, se presenta un primer proyecto de ley de eutanasia. Como veremos en la siguiente
etapa, finalmente se optó por no sancionarlo como ley, sino como inmunidad legal para los
médicos, otorgada por el Canciller, para los médicos intervinientes.
«La práctica de la eutanasia (…) comenzó con peticiones individuales de muerte ayudada por
el médico» (Cleaver y Grant, 1998, p. 12). Primero, en 1937, el caso de un niño enfermo
mental que fue matado por su padre; y que se le dio sólo una prisión nominal. En 1938, el
padre de una hija ciega y retardada mental, pidió que se le permitiera la «muerte piadosa»
(gnadentod).

El canciller [Adolf Hitler] dio instrucciones a su médico personal, dr. Karl Brandt para
que investigara, y si la carta era verídica, conceder la petición. Éste concluyó que «Los
padres no deberían sentirse incriminados en fecha posterior como resultado de esa
eutanasia», «no deberían tener la impresión de ser responsables por la muerte de esa
niña» (Cleaver y Grant, 1998, pp. 12-13, énfasis añadido).

Finalmente, «unos 6.000 niños fueron matados en esta primera fase de muerte ayudada por
médicos en Alemania»106 (Cleaver y Grant, 1998, p. 13, énfasis añadido).

Segunda etapa: Aktion T4 (mayo de 1939 a agosto de 1941)

A partir de mayo de 1939, la eutanasia se institucionaliza y comienza a aplicarse de modo más


sistemático. Los hitos más relevantes fueron: la constitución de un Comité, radicado en
Berlín, encargado de autorizar los casos de eutanasia; luego, se incluye en el programa a los
adultos por orden de Hitler, en agosto de 1939; la inmunidad legal concedida por orden del
Canciller (Hitler), a los médicos vinculados al programa T4, en septiembre de 1939; un

106
Cleaver y Grant citan a Lifton, The Nazi Doctors, pp. 50, 56.
316
proyecto de ley en 1940; la extensión fáctica de la eutanasia en gran escala, en 30 lugares; y el
reemplazo de las inyecciones letales por las cámaras de gas en seis hospitales psiquiátricos.
El proyecto de ley presentado en 1933 había quedado en suspenso. Se había comenzado
autorizando la eutanasia mediante peticiones individuales. Pero la encuesta realizada por
Meltzer había revelado una mayor aceptación social a la esperada.
Theo Morell, médico de cámara de Hitler, en el verano de 1939 redactó un informe titulado
«Vernichtung lebensunwerten Lebens» («Exterminio de la vida indigna de ser vivida»),
esbozando lo que sería una futura ley:

«La vida de enfermos mentales que, desde su nacimiento o, como mínimo, desde (una
determinada) edad, están tan profundamente mal formados corporal y mentalmente que
sólo pueden seguir viviendo gracias a un cuidado constante (…) puede ser acortada
mediante intervención médica en conformidad con la ley de exterminio de la vida indigna
de ser vivida». Aparte de los gastos sanitarios en los que se incluía también la insuficiente
capacidad productiva de los enfermos, Morell citó otros dos factores determinantes más:
por un lado, la malformación física, porque el «aspecto» provocaba «escalofríos en la
opinión pública», y por otro, la capacidad de contacto de la víctima potencial con el
«entorno humano», porque esta pertenecía al «escalafón animal más bajo».
En la segunda parte de la memoria, el autor utilizó argumentos como la escasez de
personal médico en caso de guerra y la falta de alimentos y divisas (…). Tales fines
utilitaristas, y no principalmente los de limpieza genética, inspiraron también a Hitler. Su
colaborador encargado de la organización de los asesinatos por eutanasia, Viktor Brack,
dijo en 1946: «Hitler pensaba que con el exterminio de las llamadas bocas inútiles se
podrían destinar más médicos, cuidadores (…), personal, camas de hospital y otras
instalaciones al ejército»107. Para acabar, Morell incluyó un cálculo aproximado de
gastos: «5.000 idiotas con un coste anual de 2.000 marcos cada uno = 10 millones
anuales. A un interés del 5 por 100 se corresponde con un capital reservado de 200
millones». (…)
Según el modelo de cálculo de Morell, el homicidio hasta 1945 de 200.000 alemanes
enfermos y perjudicados dio como resultado un capital disponible adicional de 8.000
millones de marcos (a modo de comparación, el presupuesto del Reich ascendió en 1933
a 5.500 millones de marcos y, antes de la crisis económica mundial de 1929, a 7.000
millones). (Aly, 2014, pp. 22-23, énfasis añadido)

107
Señalan en nota al pie: «Citado en: Kaiser y otros (ed.), Eugenik, Sterilisation, Eutanasie
(1992), p. 250.»
317
Después, Morell se preguntaba:

«¿La medida debe fundamentarse en una ley publicada» o, mejor, «debe ejecutarse por la
vía de una orden amparada en el secreto profesional?» Morell tenía la respuesta
preparada: «La segunda opción me parece, en principio, difícil de entender. Sin embargo,
pienso que está justificado tratarla en este contexto, ya que afecta a una circunstancia ya
comentada en la estadística de Meltzer». (Id., p. 25)

Y es que en la encuesta de Meltzer, éste «destacó a un grupo de padres que compartían


argumentos similares». Y estos argumentos son los que fueron considerados por Morell. Éste
afirma en su informe al Führer que

… «da mucho que pensar» (…) «el hecho de que un grupo considerable de los que dicen
que sí, se exprese de la siguiente manera: “¿Qué quieren que haga una madre soltera
como yo? Lo pongo en sus manos, hagan lo que consideren mejor. Lo más correcto sería
que no me dijeran nada y que hicieran dormir al niño”. Otra madre precisó su aprobación
con el siguiente comentario: “Como ex cuidadora de enfermos, considero que no es
conveniente preguntar, porque con ello sólo se consigue ponérselo más difícil a los
padres.” (…) Otros parientes se manifestaron de forma similar: “Preferiríamos no vernos
incomodados por esta pregunta. Nos conformaríamos con una inesperada carta de
defunción. Cuánto bien se le habría hecho al niño si en la fase inicial de su enfermedad se
hubiera llevado a cabo algo en este sentido”. “Habría preferido no saber nada de todo
esto.” “En principio estamos de acuerdo; sólo que no habría que permitir consultar a los
padres, ya que es muy difícil para ellos firmar la sentencia de muerte de alguien que es
sangre de su sangre. Pero si se dijera que el niño ha muerto a causa de una enfermedad X
cualquiera, todos se darían por satisfechos.” (…) “Que el médico lo haga si está seguro de
ello y que después nos diga que el niño ha muerto de esta o aquella enfermedad, pero
nosotros nos lavamos las manos”. (…) El comentario de Meltzer acerca de las respuestas
fue el siguiente: “la gente prefiere quitarse el peso de encima, y quizás quitárselo también
al niño, pero quiere tener la conciencia tranquila”». (Aly, 2014, pp. 26-27)

Además de los menores con discapacidades mentales o deformaciones físicas, también se


incluyó como «eutanasiables» a mayores con cáncer y otras discapacidades severas. Como
señalan Cleaver y Grant (1998), «El gobierno alemán también recibía solicitudes de muerte

318
piadosa para adultos con cáncer o discapacidades severas108. Mucha gente, creyendo actuar
compasivamente, deseaba que sus parientes discapacitados pudieran ser “liberados de su
sufrimiento”»109. (p. 13).
Nace entonces el llamado programa «Acción» o «T4»:

En mayo de 1939 se formó un grupo de consejo, el Comité para el Tratamiento Científico


de Enfermedades Severas Determinadas Genéticamente, para definir cuándo y cómo
debería operar un programa de eutanasia para adultos y niños110. El proyecto para
adultos fue localizado en Berlín con el número 4 Tiergartenstrasse, lo que originó el
nombre código «T4»111. (Cleaver y Grant, 1998, p. 13, énfasis añadido)

El Comité centralizaba las autorizaciones de eutanasia, pero los médicos no contaban con un
respaldo jurídico suficiente.

… los pacientes comenzaron a ser matados por medio de una inyección en varios
hospitales y en otras instituciones de salud. Los médicos del T4 no se consideraban
asesinos, sino ministros de tratamiento médico, aunque había cierta preocupación para
que a sus actos se les concediera alguna legitimación oficial.112 (Cleaver y Grant, 1998, p.
13)

Entonces, siguiendo las recomendaciones de Morell, y teniendo en cuenta las respuestas de la


encuesta de Meltzer, se decide no sancionar el proyecto de ley, sino conceder una inmunidad
legal por vía de resolución del canciller:

En septiembre de 1939 el canciller [Adolf Hitler] respondió a la presión para que


confiriera inmunidad legal a los médicos vinculados con la gnadentod (muerte piadosa), y
emitió un memorándum diciendo [según consta en actas del juicio de Nuremberg]:
«Reichsleiter [Philip], Bouhler y el Dr. [Karl] Brandt M.D. han sido encargados de la
responsabilidad de ampliar la autoridad a ciertos médicos, designados por
nombramiento, para personas, que según el juicio humano sean incurables, puedan, con

108
Cleaver y Grant citan a Burleigh, Death and Deliverance, p. 93.
109
Cleaver y Grant citan a Henry Friedlander, The Origins of Nazi Genocide: From Euthanasia
to the Final Solution (1995), pp. 171-72,
110
Cleaver y Grant citan a Proctor, Racial Hygiene, p. 186.
111
Id., p. 194.
112
Cleaver y Grant citan a Friedlander, The Origins of Nazi Genocide, p. 300.
319
base en el más cuidadoso diagnóstico de la condición de su enfermedad, recibir una
muerte piadosa»113. (Cleaver y Grant, 1998, pp. 13-14, énfasis añadido)

De todas formas, se siguió trabajando en el proyecto de ley.

Una ley para legalizar explícitamente la muerte con ayuda médica fue propuesta en
1940. Como la versión propuesta en 1933, establecía:
«Cualquier persona que sufra una enfermedad incurable que conduzca a un severo
debilitamiento de ella o de otros puede, mediante petición explícita del paciente y con
permiso de un médico nombrado para ello, recibir ayuda para morir (sterbenhilfe) por
parte de un médico»114.
Una cláusula adicional establecía que en caso de personas mentalmente incompetentes
para decidir por sí mismas para ejercer este nuevo «derecho», otros estaban autorizados
para tomar la decisión en su nombre». (Cleaver y Grant, 1998, p. 14, énfasis añadido)

Esta ley no fue promulgada, aunque sí tuvo vigencia.

Esta ley nunca fue formalmente promulgada, porque se tomó la decisión de «mantener la
cuestión de la eutanasia como un «asunto privado» entre los médicos y sus pacientes»115.
(…) «La aguja pertenece a las manos del médico» dijo Viktor Brack, jefe de un programa
de eutanasia, en 1939. Brandt aprobó y agregó: «los gases solamente deben ser dados por
médicos»116 (Cleaver y Grant, 1998, p. 14, énfasis añadido)

Aly (2014) aclara que el hecho de no promulgar la ley

… no perseguía la ocultación de la actividad en el sentido de actuar con la máxima


discreción, sino que consistía en una invitación al pueblo, y especialmente a los familiares
de las futuras víctimas, a no indagar en los detalles de esta medida gubernamental, a
aceptarla con resignación o a aprobarla tácitamente.

113
Cleaver y Grant citan a «United States v. Brandt et al., Trials of War Criminals Before the
Nüremberg Military Tribunals Under control Council Law No. 10, Nüremberg, Octubre 1946 – Abril
1947, Vol II, p. 196.
114
Cleaver y Grant citan a Proctor, Racial Hygiene, p.193; y a Burleigh, Death and Deliverance,
p. 98-99.
115
Cleaver y Grant citan a Proctor, Racial Hygiene, p. 193.
116
Id, p. 190.
320
Los ejecutores falsearon, con grandes dosis de imaginación, las causas de fallecimiento
en los certificados de defunción de los asesinados. Lo hacían para que los familiares se
sintieran aliviados, pero también para que los empleados de cajas de seguros,
asociaciones de asistencia social y compañías de seguros de vida y enfermedad, así como
las personas implicadas de cualquier otro modo en la muerte de un ser humano, pudieran
optar entre no querer y no tener que saber nada de lo que sucedía. (…)
Las cartas de condolencia redactadas por los asesinos reforzaban el autoengaño que estos
ofrecían y que los familiares querían. Cuando la carta iba dirigida, por ejemplo, a los
padres de un joven, en un lugar destacado del escrito estandarizado se decía lo siguiente:
«Dada la enfermedad mental incurable que padecía su hijo, la muerte es una redención
[liberación], tanto para él como para su entorno»117. (pp. 29-31)

La eutanasia sólo estaba prevista «legalmente» para enfermos incurables.


Se aplicaba en instituciones médicas (unas treinta); primero, mediante la administración de
una droga, pero muy pronto se experimentó con gas monóxido de carbono, en las primeras
cámaras de gas, que fueron instaladas en 6 hospitales.

Las autoridades legales del gobierno quisieron inicialmente que el programa T4


sterbehilfe fuera legal solamente para «aquellos casos en que los médicos, mediante sus
decisiones personales puedan aliviar de sus sufrimientos a pacientes incurables
administrándole una droga para su muerte piadosa»118. En un período muy corto, «una red
de unas treinta áreas de muerte fueron establecidas dentro de instituciones ya
existentes»119.
Morfina, escopolamina y ácido prúsico (cianuro) en inyecciones fueron usados
inicialmente para el proyecto T4 porque tenían más aura médica que el gas. Sin embargo,
las objeciones al uso del gas monóxido de carbono pronto fueron superadas porque no
solo era más eficiente, sino también, según decía Brandt, el monóxido de carbono era
indoloro y sería «la forma más humana de muerte120.

117
Citado en: Bing-von Häfen, Zieglersche Anstalten (2011), p. 53.
118
Cleaver y Grant citan a Lifton, The Nazi Doctors, pp. 138-39.
119
Cleaver y Grant citan a Lifton, The Nazi Doctors, p. 54; y a Burleigh, Death and Deliverance,
p. 101. Y añaden el listado de los hospitales en los que funcionaron. Y aclaran, citando a Gallagher,
Trust Betrayed, pp. 249-50, que «De hecho las matanzas secretas continuaron en Kaufbeuren, Eflging-
Harr y en otros pocos hospitales por meses después que la guerra terminó y las fuerzas Aliadas
asumieron el control.
120
Cleaver y Grant citan a Lifton, The Nazi Doctors, p. 72.
321
En enero de 1940, Brandt, Brack y otros dirigieron la primera prueba en gran escala de
muerte ayudada para adultos incurables en un hospital siquiátrico cerca de Berlín.121 Era
un proceso a base de gas que «incluía un falso cuarto de baño con ducha y con bancos; el
gas era introducido desde fuera en la tubería del agua con pequeños orificios a través de
los cuales pudiera salir el monóxido de carbono»122. (Cleaver y Grant, 1998, pp. 14-15)

El alcance de este programa T4 es ejemplificado por Cleaver y Grant (1998) con los muertos
en uno de los 6 hospitales con cámaras de gas, Hadamar:

Lo que ocurría en el programa para adultos está ejemplificado por el hospital Hadamar,
una de las mayores instituciones T4. Entre enero y agosto de 1941 más de 10.000
enfermos mentales alemanes recibieron una «muerte indolora» en las cámaras de gas en
Hadamar123. (p. 15)

Y, en total, «de 80.000 a 100.000 personas habían sido muertas bajo el programa T4»124
(Cleaver y Grant, 1998, p. 15, énfasis añadido).
Finalmente, el programa Aktion T4 se suspendió, momentáneamente, cuando quiso
implementarse en Westfalia, comenzando las deportaciones de pacientes. Así lo relata Aly
(2014):

…el obispo de Münster, Clemens August Graf von Galen, había situado la práctica
eutanásica en el punto de mira de tres de sus sermones: «¡Planea en general la sospecha,
casi certeza, de que muchas muertes inesperadas de enfermos mentales no son
espontáneas, sino causadas intencionadamente; de que atrás está esa teoría que sostiene
que se puede exterminar la llamada «vida indigna de ser vivida», o sea, matar a personas
inocentes pensando que sus vidas ya no sirven a la nación y al Estado, una teoría horrible
que pretende justificar el asesinato de inocentes, que legaliza la matanza violenta de
impedidos que ya no pueden trabajar, lisiados, enfermos incurables y ancianos
caducos!»125. (pp. 172-173)

121
Cleaver y Grant citan a Proctor, Racial Hygiene, pp. 189-90.
122
Cleaver y Grant citan a Lifton, The Nazi Doctors, p. 71.
123
Cleaver y Grant citan: The Hadamar Trial: Proceedings of a Military Comission for the Trial
for War Criminals, Introduction at XXIV (E. Kintner ed. 1948).
124
Cleaver y Grant citan a Lifton, The Nazi Doctors, p.192; y Burleigh, Death and Deliverance,
p. 160.
125
Aly anota que los sermones de Galen se pueden leer en internet.
322
Galen se había expresado con mucha claridad:

«Desde hace algunos meses llegan noticias de que a los tutelados que llevan tiempo
enfermos y posiblemente sean incurables los apartan a la fuerza de los establecimientos
de curación y cuidados para enfermos mentales por mandato de Berlín. Poco después,
regularmente, a los familiares se les informa de que el enfermo ha fallecido, que el
cadáver ha sido incinerado y que pueden pasar a recoger las cenizas». (Aly, 2014, p. 175)
Galen echó luz sobre determinadas conductas y actuaciones que sólo eran soportables en
la penumbra del secretismo [comenta Aly]. Precisamente por ello, los dirigentes políticos
interrumpieron la acción eutanásica y, después, la transformaron de raíz. Después de las
prédicas del obispo, considerado en gran medida un hombre de principios firmes, los
familiares de los tutelados —daba igual si eran indiferentes, crueles o si estaban
desbordados por la situación— ya no podían seguir convenciéndose a sí mismos de que
no sabían nada. (Aly, 2014, p. 173)

Señala Aly (2014) que, «en su diario, Goebbels maldijo la aparición de Galen diciendo que
era “un crimen sobre el que la fiscalía del Estado debe actuar”. Sin embargo, añadía, había
que esperar, porque tal escarmiento “no sería soportable en ese momento”» (p. 174). En
efecto, en ese momento, agosto de 1941, el ejército se encontraba en dificultades —que se
hacían notar en el ánimo de la población— en la guerra contra la Unión Soviética, en el frente
ruso y, en esos días, los británicos lanzaron dos grandes ataques aéreos sobre Münster, y las
cifras de popularidad de Hitler se habían hundido.

Tercera etapa: «14f13»(1942 – 1943)

Durante los dos años siguientes, en el marco de un programa independiente dirigido por
la Cancillería del Führer con el número de código 14f13, el número de referencia del
Inspector de Campos de Concentración, el programa de eutanasia se extendió, incluyendo
a quienes se consideraban «indeseables» no sólo por «motivos de enfermedad mental», e
«incapacidad física», sino también «por su origen racial, en cuyo caso el “diagnóstico”
del formulario oficial era “judío” o “gitano”» (Bessel, 1987, p. 88).

Es historia conocida cómo este plan de eutanasia fue extendiéndose, por causas que
actualmente no se dan (la guerra y el racismo). Con la guerra, las fuerzas armadas exigían más

323
alimentos y medicinas que los enfermos, los enfermos mentales y los socialmente indeseables.
La eutanasia fue una forma de liberarse de esa «carga».

Primero, los judíos hospitalizados a quienes se les había negado la muerte misericordiosa
recibieron sunderbehandlung, «tratamiento especial» y fueron matados junto con los
alemanes en el programa de eutanasia. Más tarde se ordenó que los judíos y otros
indeseables fueran transportados de los campos de concentración a los mismos centros
de muerte usados en el programa T-4»126. (Cleaver y Grant, 1998, p. 16, énfasis añadido)

Luego de la suspensión del Aktion T-4, los médicos que allí trabajaban fueron enviados al
Este, con los máximos responsables, Philipp Bouhler y Viktor Brack, para aplicar las cámaras
de gas. Otros fueron incorporados a la operación de Reinhard (del Gobierno General, de
exterminio de los judíos). Y otros se incorporaron al programa Aktion 14f13, de exterminio
de los prisioneros de campos de concentración enfermos de gravedad o muy débiles para
trabajar (unos 20.000) (Wikipedia, 2021, noviembre 16).
En cuanto a los adultos discapacitados, se continuó con el plan de eutanasia, pero, para que
fuera más fácil guardar reserva, se emplearon otros métodos ya usados con los niños
discapacitados (inyecciones letales o inaniciones inducidas) y se distribuyeron en más centros.
(Wikipedia, 2021, noviembre 16).
Así, luego de la suspensión del programa Aktion T4, se abrió un nuevo programa «14f13»127,
que extendía la eutanasia a cualquiera cuya muerte fuera deseada, incorporando a los médicos
del T4 a «la solución final».
Los números totales de muertes provocadas por médicos hablan de un verdadero genocidio
«en contexto médico»: «Algunos estiman que el total de muertes ayudadas por médicos fue
275.000128. Otros estimativos suben a 400.000 con la eutanasia de niños, T-4,
sonderbehandlung y 14fl3 combinados»129 (Cleaver y Grant, 1998, p. 16).

126
Cleaver y Grant citan a Lifton, The Nazi Doctors, pp 134-44, y Burleigh, Death and
Deliverance, pp. 132-33.
127
Cfr. Cleaver y Grant, que citan a Lifton, The Nazi Doctors, p. 255.
128
Cfr. Cleaver y Grant citan a Alexander, Medical science Under Dictatorship, p. 241, y New
Eng. J.Med. pp. 45-46.
129
Cleaver y Grant citan a Lifton, The Nazi Doctors, p. 142.
324
Algunas consideraciones comunes a las dos primeras etapas

Es de destacar, en primer lugar, que, en las dos primeras etapas, el programa de eutanasia
estaba reservado a los alemanes, como acto filantrópico. El racismo y el antisemitismo no
incidieron:

El colapso moral de la medicina alemana no fue causado por el antisemitismo.


Irónicamente, los judíos no merecieron el «beneficio» de la eutanasia siquiátrica.
Tampoco fue causado por presión del Nacional Socialismo… El colapso no comenzó por
escritorzuelos ni por teguas. Comenzó por la cumbre, con los jefes de departamentos de
medicina académica130. (Cleaver y Grant, 1998, p. 12, énfasis añadido)

Y agregan, en nota al final, citando a Gallagher, By Trust Betrayed, p. 5: «Sería un error


llamar a esto un programa nazi. No lo fue. El programa fue concebido por médicos y
ejecutado por ellos. Ellos hicieron la matanza» (Cleaver y Grant, 1998, nota al pie N.º 24, p.
167).
En segundo lugar, (y es otra coincidencia más con el proyecto de ley de Ope Pasquet, en
Uruguay), la participación de los médicos era libre: tenían una autorización no un deber:

… es crítico notar que los médicos fueron invitados, no compelidos ni forzados de alguna
manera para participar en el programa 131. «A los médicos nunca se les dio orden de
matar pacientes siquiátricos o niños con defectos. Fueron autorizados para hacerlo, y
cumplieron su tarea sin protestar, a menudo por iniciativa propia»132. (Cleaver y Grant,
1998, p. 12, énfasis añadido)

En cuanto a la petición libre del eutanasiable, que es considerada como elemento constitutivo
de la eutanasia, corresponde señalar que ésta también era requerida en principio. Así, era
exigido en la propuesta de Binding y Hoch (que hayan «expresado de alguna manera su deseo
urgente de liberación») y en los proyectos de ley de 1933 y 1940 («petición explícita del
paciente»). Para los casos de quienes no eran capaces de expresar su consentimiento (por edad
y/o enfermedad psíquica), los proyectos de ley señalaban que éste debía ser otorgado por

130
Cleaver y Grant anotan, en nota al pie la referencia a «8 Issues in Law & Med.», p. 488-89.
131
Cleaver y Grant citan a Gallagher, By Trust Betrayed, p. 60.
132
Cleaver y Grant citan a Proctor, Racial Hygiene, p. 193; y también a Gallagher, p. 46.
325
quienes estuvieran «autorizados para tomar la decisión en su nombre». Pero, en la práctica, se
instrumentó sobre la base de un consentimiento supuesto.
Las respuestas de los padres de niños con enfermedades psiquiátricas incurables a la encuesta
de Meltzer fueron empleadas no sólo por Morell, para justificar cómo debería implementarse
el programa de eutanasia, sino también por los propios médicos, para considerar que había
consentimiento y, luego, como defensa, cuando fueron juzgados por estos crímenes:

El director de una clínica infantil de Hamburgo que entre 1941 y 1945 mandó asesinar
como mínimo a 56 niños perjudicados se defendió posteriormente refiriéndose a la misma
encuesta. Durante su interrogatorio, que tuvo lugar en enero de 1946, citó literalmente las
respuestas y porcentajes aportados por Meltzer y formuló la siguiente deducción en su
defensa: «Quisiera decir, una vez más, que muchos padres expresaron espontáneamente el
deseo de redención». (Aly, 2014, p. 28)

De todas formas, la petición expresa o supuesta estuvo fuertemente condicionada por un


régimen totalitario en el que la libertad era limitada por el miedo y la presión social. Ésta,
como veremos a continuación, empleó una propaganda destinada a lograr la aceptación del
principio clave que justificaba todo el programa de eutanasia, propio del colectivismo: que no
todos valen lo mismo por ser personas, que el individuo vale según lo que aporta y cuesta a la
sociedad.

Los «valores» que «justificaron» este programa

El punto de partida, el germen y el motor de todo lo que venimos de relatar fue el rechazo del
principal valor que constituía un supuesto fundamental de la moral, de la cultura y del
ordenamiento jurídico de la sociedad alemana hasta el siglo XIX: la igual dignidad de toda
persona, de toda vida humana.
En la época en que nace el movimiento pro eutanasia (fines del siglo XIX y comienzos del
XX), cuando todavía no se había llegado al escándalo de los horrores cometidos por el
régimen nazi, había un ambiente más propicio, en ciertos círculos, para poder hablar, sin
ningún rubor, de «vidas sin valor», «vidas indignas».
Para ello, fue clave el avance del pensamiento eugenésico, a partir de la teoría evolucionista
de Darwin, aplicada al ser humano. Éste ya señalaba que «las naciones occidentales de

326
Europa (…) sobrepasan a sus antiguos progenitores y están en la cumbre de la
civilización»133. Como anotan De Marco y Wiker (2007),

Paradójicamente esta superioridad evolutiva (incluyendo esa simpatía) sólo pudo ser
adquirida mediante la lucha brutal entre las razas por la supervivencia, una lucha que
estaba lejos de haber concluido. De ahí que el progreso moral conllevase la exterminación
de las razas «menos aptas» a manos de las más dotadas o avanzadas. (p. 54)

Y, citan el siguiente pasaje de «El origen del hombre», de Darwin:

«En un futuro, no muy distante si lo medimos por siglos, las razas civilizadas del hombre
exterminarán y reemplazarán, con casi total seguridad, en todo el mundo a las razas
salvajes. Al mismo tiempo los monos antropomórficos [esto es, los que se parecen más a
los salvajes en su estructura] (…) sin duda serán exterminados. Entonces la brecha será
más ancha, porque separará por un lado al hombre en un estado más civilizado, debemos
esperar (…) que el hombre blanco, y por otro a algún mono inferior, como por el ejemplo
el babuino, en lugar de separar, como sucede en el presente, al negro o al aborigen
australiano por un lado y al gorila por otro» (Ibid.)

De Marco y Wiker, continúan aclarando que, según Darwin,

… la selección natural no sólo opera entre razas, sino también entre los individuos dentro
de las razas». Y se queja de una ventaja que se daría en los «salvajes»: En el salvaje, las
cualidades intelectuales y morales no están tan desarrolladas, pero eso también supone
que los salvajes disfrutan de los «beneficios» directos de la selección natural sin que éstos
estén aguados por sentimientos de compasión. «Entre los salvajes, los más débiles de
cuerpo o de mente resultan rápidamente eliminados, y los que sobreviven generalmente
exhiben un vigoroso estado de salud» [Charles Darwin, Descent of Man, p. 168]. No
sucedía así, se lamenta Darwin, con respecto a sus conciudadanos europeos. Los hombres
civilizados «entorpecen el proceso de eliminación: construimos asilos para los imbéciles,
para los lisiados y para los enfermos; promulgamos leyes para los menesterosos; y
nuestros profesionales de la medicina ejercitan toda su habilidad para salvar la vida de
cada persona hasta el último momento». El progreso mismo de la medicina provoca una
regresión evolutiva, porque «existen motivos para pensar que la vacunación ha

133
Darwin, Charles, The Descent of Man. Princenton University Press, Princenton, 1981. (El
origen del hombre, M.E. Editores, Madrid, 1994). Citado por De Marco y Wiker (2007, p. 53).
327
preservado la vida de miles que, por su débil constitución, en otras condiciones habrían
sucumbido a la viruela». La desafortunada consecuencia de eso es que «los miembros
más débiles de las sociedades civilizadas propagan su debilidad». Tal obstáculo a la
severidad de la selección natural es manifiestamente absurdo, porque «nadie que haya
presenciado cómo se crían los animales domésticos puede dudar de que ese obstáculo sea
algo altamente dañino para la raza humana». Ese daño exige la redefinición del
significado y las finalidades de las labores asistenciales. «Resulta sorprendente con qué
rapidez unos cuidados erróneamente orientados», se lamentaba Darwin, «conducen a la
degeneración de las razas de animales domésticos; pero exceptuado el caso del mismo
hombre, apenas existe nadie tan ignorante como para permitir que sus peores animales se
reproduzcan» [Charles Darwin, Descent of Man, p. 168]. (De Marco y Wiker, 2007, p.
54)

No obstante, Darwin no concluía, de conformidad con esos principios, que se debiera dar
muerte a esas personas, pues señalaba que los europeos occidentales no podrían

«obstaculizar sus sentimientos de compasión, aunque les impulsase a ello las


consideraciones más crudas, sin deterioro de la parte más noble de su naturaleza. […] De
ahí que debamos sobrellevar sin queja los efectos indudablemente negativos del hecho de
que los débiles sobrevivan y propaguen su debilidad a sus descendientes». (De Marco y
Wiker, 2007, p. 55, citando a Charles Darwin, Descent of Man, pp. 168-169)

En cambio, sí era favorable a un control de la natalidad de esas personas más débiles:

Si «no evitamos que los miembros más indeseables, viciosos o por cualquier motivo
inferiores de nuestra sociedad incrementen su número a un ritmo más rápido que los
hombres de mejor clase, la nación sufrirá una regresión, como ha ocurrido con demasiada
frecuencia a lo largo de la historia del mundo». «Debemos recordar», avisaba Darwin al
lector, «que el progreso no es una regla invariable […] Lo más que podemos decir es que
depende del incremento del número real de la población, del número de hombres dotados
de facultades intelectuales y morales elevadas, y de sus niveles de excelencia» [Ibid, p.
177]. (De Marco y Wiker, 2007, p. 55)

En este sentido, en el tramo final de El origen del hombre Darwin concluye:

328
«El hombre revisa con un cuidado escrupuloso el carácter y el pedigrí de sus caballos, de
su ganado y de sus perros antes de cruzarlos; pero cuando se trata de su propio
matrimonio rara vez toma tales precauciones, si es que alguna vez lo hace». Para evitar
una mayor degeneración de la raza, «ambos sexos deberían abstenerse del matrimonio si
son notablemente inferiores de cuerpo o de mente». [Ibid., pp. 402-403]. (De Marco y
Wiker, 2007, pp. 55-56)

Hay que tener en cuenta que Darwin no publicó El origen del hombre (seguramente por la
resistencia que suponía que levantaría) sino recién en 1871. Moriría en 1882.
Fue su primo, Francis Galton quien tomó, por anticipado, su sugerencia, en su libro Herencia
y eugenesia, en 1869, luego de leer El origen de las especies y aplicar sus principios al ser
humano. Así lo señala desde el comienzo:

«Pretendo demostrar en este libro que las capacidades naturales del hombre se derivan de
su herencia (…). En consecuencia, de la misma manera que es fácil […] producir a través
de una cuidadosa selección una línea permanente de perros o caballos dotados de una
peculiar capacidad para correr o para hacer cualquier otra cosa, sería bastante factible
producir una raza de hombres altamente dotados a través de matrimonios concertados de
forma racional a lo largo de varias generaciones consecutivas». [Francis Galton,
Hereditary Genius: An Inquiry finto Its Laws and Consequences, MacMillan, Londres ,
1925, p. 1. (Herencia y eugenesia, Alianza Editorial, Madrid, 1988]». (Citado por De
Marco y Wiker, 2007, p. 61)
«Mi argumentación mostrará que la política más sabia es aquella que tenga como
resultado retrasar la edad media del matrimonio entre los débiles y adelantarlo entre las
clases más vigorosas» [Galton, Hereditary genius, op. cit., p. 339]. (Citado por De Marco
y Wiker, 2007, p. 66)
Galton diseñó un programa claramente eugenésico en su ensayo de 1873 para el Frazer’s
Magazine: «Mejora hereditaria». Concibió el establecimiento de un banco de datos sobre
el pedigrí de las personas que permitiese determinar los individuos «más notables desde
el punto de vista de su herencia». Después de un par de generaciones de selección
artificial, «el número de familias de sangre verdaderamente fuerte» se levantaría para
convertirse «en una potencia». (…) Los inferiores serían tratados «con toda amabilidad»
siempre que se ajustasen a su forzoso celibato; sin embargo, si en el futuro empezasen a
procrear, «tales personas serían consideradas enemigos del Estado, y habrían así
renunciado a cualquier pretensión de trato amable» [Citado en Gillham, Wright. A life of
Sir Francis Galton: From African Exploration to the Birth of Eugenics, pp. 196-197]. (…)

329
Hacia el final de su vida, Galton sostenía que la eugenesia era más amable y a la vez más
efectiva que la selección natural. «La selección natural se apoya en la producción
excesiva y en la destrucción en masa», escribía en su autobiografía Memories of my life
[Recuerdos de mi vida], mientras que «la eugenesia se ocupa de no traer al mundo más
individuos que los que pueden ser adecuadamente atendidos, y sólo aquellos con la mejor
sangre» [Citado en, ibid., p. 335]. (…)
…la obra de Galton alcanzó una gran difusión y fue ampliamente leída y alabada no sólo
en Gran Bretaña, sino también en Estados Unidos, Francia y Alemania. (…) En sus
últimos años de vida, Galton fue objeto de numerosos homenajes. En 1902 recibió la
Medalla Darwin de la Royal Society y fue nombrado Profesor Honorario del Trinity
College de Cambridge. En noviembre de 1909 fue nombrado caballero, un honor que
expresaba la generalizada aceptación de la eugenesia, tanto entre los científicos como
entre la población en general. Más tarde, en 1910, recibió la Medalla Copley de la Royal
Society… (…)
El primer Congreso Internacional de Eugenesia, organizado por la Sociedad Galton para
la Educación en la Eugenesia, comenzó el 24 de julio de 1912, un año y medio después de
la muerte de Galton… (…)
No debemos olvidar que en Estados Unidos se aprobaron leyes de esterilización forzosa
en muchos estados, comenzando con la de Indiana de 1907. La Ley de Inmigración de
1924 estableció unas cuotas que buscaban evitar la inmigración de indeseables raciales.
En 1927 la Corte Suprema se pronunció por ocho votos contra uno a favor de la
constitucionalidad de la esterilización eugenésica. Es más, en Estados Unidos vieron la
luz las concepciones eugenésicas de Margaret Sanger, dirigidas a la eliminación de los
incapaces a través del control de natalidad… (De Marco y Wiker, 2007, pp. 67-70)

Este pensamiento eugenésico fue divulgado en Alemania por Erns Heinrich Haeckel, quien
sería el puente entre Darwin y Galton y las políticas raciales y eugenésicas del Tercer Reich
(De Marco y Wiker, 2007, p. 71). Dos versiones divulgativas Natürliche
Schópfungsgeschichte (1868) y Anthropogenie (1874) «vendieron cientos de miles de
ejemplares en Alemania» y «fueron traducidos a veintisiete idiomas». Para Haeckel,

La selección natural de Darwin debería convertirse (…) en el fundamento de la sociedad


humana y de su moralidad, desplazando así las leyes y códigos morales basados en el
cristianismo, que inhiben la lucha natural y la consiguiente supervivencia de los más
aptos. (…)

330
Esta absurda caridad «que se practica en nuestros estados civilizados es explicación
suficiente del triste hecho de que, ateniéndonos a los datos de la realidad, la debilidad de
cuerpo y de carácter aumentan de forma constante entre las naciones civilizadas, y que de
este modo los cuerpos fuertes y sanos, con espíritus libres e independientes, se están
haciendo más y más escasos» [citado en Daniel Gasman The Scientific Origins of
National Socialism: Social Darwinism in Ernst Haeckel and the German Monast League,
MacDonald, Londres, 1971, p. 36]. «¿Qué utilidad reporta a la humanidad mantener y
criar a los miles de cojos, sordomudos, idiotas, etc., que nacen cada año con la carga
hereditaria de una enfermedad incurable?» (…) «No sirve de nada replicar que el
cristianismo prohíbe [su destrucción]». Tal oposición «se debe exclusivamente al
sentimiento y al poder de la moralidad convencional: es decir, al prejuicio hereditario que
se impone a la juventud desde temprana edad bajo el manto de la religión, por muy
irracional y supersticioso que sea su fundamento. La moralidad piadosa de este jaez con
frecuencia no es otra cosa que la más profunda inmoralidad». (…) «…nunca debería
permitirse al sentimiento usurpar el lugar que corresponde a la razón en estas cuestiones
éticas de tanto calado» [Ernst Haeckel, The Wonders of Life: A Popular Study of
biological Philosophy, Harper and Brothers, Nueva York, 1905, pp. 119-120]. (De Marco
y Wiker, 2007, pp. 75-76, énfasis añadidos)
Le soliviantaba ver cómo «cientos de miles de incurables —lunáticos, leprosos, personas
con cáncer, etc.— son mantenidos artificialmente con vida […] sin que eso suponga el
más mínimo bien ni para ellos ni para la sociedad en general». El problema tenía su raíz
no sólo en una beneficencia mal entendida, sino en la errada aplicación de la misma
ciencia médica, puesto que «el progreso de la ciencia médica, aunque a la fecha presente
no la haga muy capaz de curar las enfermedades, sí que le permite más que en épocas
anteriores prolongar angustiosamente la vida durante años a personas aquejadas de
enfermedades crónicas» [Citado en Hugh Gallagher, By Trust Betrayed: Patients,
Physicians, and the License to Kill in the Third Reich, Vandamere Press, Arlington, 1995,
p. 56].. La nueva ciencia requería una nueva medicina, acorde con la visión darwinista de
la naturaleza, que en lugar de inhibir la selección natural aceleraría la exterminación de
los no aptos. (De Marco y Wiker, 2007, p. 76, énfasis añadidos)

Y proponía entonces una nueva medicina abierta a dar muerte a quien quisiera quitarse la
vida, propugnando un «derecho a quitarse la vida», estableciendo lo que sería el fundamento
del «nuevo derecho» a la eutanasia:

331
«… si [..] las circunstancias de la vida llegan a ser demasiado insoportables para el pobre
ser que de esta manera se ha desarrollado, sin culpa alguna por su parte, a partir del óvulo
fertilizado; si en lugar de los bienes ansiados sólo llega toda suerte de cuidados y
necesidades, enfermedades y miserias, esa persona tiene el derecho incuestionable [la
cursiva es del autor] de poner fin a sus sufrimientos mediante la muerte [...] La muerte
voluntaria mediante la cual un hombre pone fin a un sufrimiento intolerable es en
realidad un acto de redención [...] Ningún ser dotado de sentimientos que profese un
verdadero «amor cristiano hacia su prójimo» podrá negar a su hermano sufriente el
descanso eterno y la libertad frente al dolor» [Ernst Haeckel, Wonders of Life, op. cit., pp.
112-114]. (Citado por De Marco y Wiker, 2007, p. 77, énfasis añadidos)

Vemos, entonces, que el programa de eutanasia, y las subsiguientes aberraciones que


avergüenzan a la humanidad, no nacieron de un repollo, por generación espontánea: no
comenzó porque a un loco, llamado Hitler, se le ocurrió matar, primero, a los alemanes que no
eran útiles para la sociedad, y luego, continuar con quienes consideraba razas inferiores y que
obstaculizaban el predominio de la raza aria. Una vez roto el dique de la igual dignidad de
toda persona por el sólo hecho de ser un individuo de la especie humana, los hombres valían
por otras razones (por la raza, por el aporte que hicieran a la sociedad, etc.): y si no eran útiles
para esas finalidades, no valían.
Un modo claro de mostrar este carácter de medio, de cosa con precio, y no persona con
dignidad, era presentar una valuación de las personas según el costo y el beneficio.
Copiamos dos fotos muy ilustrativas extraídas de wikipedia:

Imagen 1. Fotografía de propaganda nazi de 1934 de un discapacitado mental que iba


acompañada con la leyenda: «Este enfermo mental cuesta anualmente 2000 marcos al
Estado». (Wikipedia, 2021, noviembre 16).

332
Imagen 2. «Cartel de 1937 de la revista mensual Neues Volk de la Oficina de Políticas
Raciales del NSDAP que pretende justificar el exterminio de las personas discapacitadas. En
él se dice: “Esta persona que padece una enfermedad hereditaria le cuesta a la comunidad
nacional 60.000 Reichsmarks de por vida. Camarada, ese es tu dinero también”» (Wikipedia,
2021, noviembre 16).

Ya vimos cómo la justificación del programa de eutanasia T-4 estuvo motivado


principalmente en razones económicas (supra p. 317). El informe de Morell a Hitler era claro,
y estaba en consonancia con lo que, según vimos, era una argumentación que se manifestaba
sin ninguna vergüenza (supra p. 331). La lectura del informe «Cost Estimate for Bill C-7
«Medical Assistance in Dying» de Canadá (vid supra pp. 301 y ss.) no tiene nada que envidiar
a este informe de Morell. Y hay que tener en cuenta que esta no era sólo una argumentación
del nazismo: Aly cita, la afirmación del «liberal de izquierdas Heinz Potthorff»:

«Quien esté a favor de este tipo de lujos, como el mantenimiento de lisiados, et.,
demasiado débiles para vivir, o la atención médica a idiotas, debe ser consciente de si
la nación es o no es suficientemente rica como para invertir su capital sin obtener
ningún interés a cambio» [Señala como referencia: Sesiones del Primer Congreso de
Sociólogos Alemanes; citado en: Schwartz, Euthanasie-Debatten in Deutschland (1998), p.
624]. (Aly, 2014, p. 24)

333
Los motivos económicos (que implican «devaluar» a la persona y asignarle sólo un valor de
cambio, en función de los costos y beneficios que implica a la sociedad) estaban hasta tal
punto naturalizados que no había el menor reparo de emplearlos como parte de la propaganda
pública, según acabamos de mostrar con esas sugestivas imágenes.
La propaganda no sólo muestra un determinado ethos cultural, sino que era un medio para
generar esa opinión pública. No es una novedad que se emplee el cine, la literatura y las
encuestas para generar esa «moral social» que busca reducir las exigencias de la moral
personal, de lo que dicta la propia conciencia, con el argumento de que otros piensan así. Y
esta nueva moral encuentra un aliado en las tendencias más egoístas de la persona,
disfrazando de argumentos de piedad, compasión y empatía lo que la propia conciencia
muestra, de entrada, como indebido, como contrario a la dignidad de la persona.
Es muy ilustrativa, en este sentido, la encuesta de Meltzer, en 1920 (ver supra p. 315), porque
refleja lo que pensaban los familiares de niños con deficiencias mentales (que se clasificaron
como «no educables»).
La idea de que esos niños no tenían una vida que mereciera ser vivida, que se los «liberaría»
si se murieran, y que eran una carga para la familia y la sociedad, incidieron en que el plan T4
pudiera implementarse. Cuando un niño era trasladado de un centro psiquiátrico a
determinado sanatorio y luego se informaba a los padres que había muerto por una neumonía
u otra enfermedad, éstos eran engañados, pero con cierta complicidad de su parte.
Esto pone de manifiesto también hasta qué punto la eutanasia corrompe las relaciones
familiares, como señalamos supra p. 196 y ss.
Y, por otra parte, también revela cómo termina minando la confianza esencial de la relación
médico paciente:

El profesor y periodista Victor Klemperer reproduce en su diario, en la entrada del día 22


de agosto, la reacción de una conocida (cristiana) suya, la señora Paul, en un momento de
desesperación causado por la demencia senil de su madre de 98 años: «No puedo llevarla
a ningún hospital porque la matan». Lacónico, Klemperer añade: «Ahora todo el mundo
habla de que en los establecimientos psiquiátricos se mata a enfermos mentales»134. (Aly,
2014, pp. 173-174)

134
Cita a: Klemperer, Ich will Zeugnis ablegen, Bd. 1 (1995), p. 660.
334
Testimonios de los juicios de Nuremberg

Quizás la mejor evidencia para concluir que la sociedad debe abstenerse de permitir
cualquier grado de muerte ejecutada por médicos es el testimonio de los que participaron
en esos crímenes así como de los que los juzgaron y de los demandantes. A través de los
juicios de Nuremberg, los defensores insistieron en que sus acciones fueron motivadas
por compasión y por sentimientos humanitarios. Valentin Falthauser insistió en que para
él «el motivo decisivo fue la compasión»135. El pediatra Ernst Wentzler recordó: «Tuve el
sentimiento de que mi actividad era algo positivo, y que había hecho una pequeña
contribución al progreso de la humanidad». (Cleaver y Grant, 1998, p. 16, énfasis
añadido)

Karl Brandt fue condenado por «Crímenes contra la Humanidad» en los juicios de
Nuremberg. Así quedó registrado en «Nuremberg Military Tribunals: Indictments»: «Case Nº
1. The United States of America against Karl Brandt (…). Office of Military Government for
Germany (US) Nuremberg 1946»:

Entre septiembre de 1939 y abril de 1945, los acusados Karl Brandt, Blome, Brack y Hoven
cometieron ilegalmente, deliberadamente y a sabiendas Crímenes de Guerra, tal y como se
define en el artículo II de la Ley del Consejo de Control No. 10, ya que fueron directores,
cómplices, ordenaron, instigaron, tomaron parte consentida y estuvieron relacionados con
planes y empresas que implicaban la ejecución del llamado programa de «eutanasia» del Reich
alemán, en el curso del cual los acusados asesinaron a cientos de miles de seres humanos,
incluidos nacionales de los países ocupados por Alemania. Este programa consistía en la
ejecución sistemática y secreta de ancianos, dementes, enfermos incurables, niños deformes y
otras personas, mediante gas, inyecciones letales y otros medios diversos en asilos, hospitales
y residencias. Estas personas eran consideradas «comedores inútiles» y una carga para la
maquinaria de guerra alemana. (Nurenberg Military Tribunals, 1946, pp. 10-11).

Viktor Brack y Karl Brandt fueron condenados a muerte y ejecutados. Se consideró que sus
delitos fueron de «lesa humanidad». Un delito contra la humanidad, pues no trataron como
humanos, como seres dignos, a quienes, por más que padecieran enfermedades incurables, o

135
Cleaver y Grant citan a Burleigh, Death and Deliverance, p. 277.
335
incapacidades que los limitaran, o que sufrieran, eran individuos de la especie humana:
debían ser valorados, y no medidos en su valor con criterios utilitarios.
Los argumentos que se emplearon para fundamentar la implementación del plan de eutanasia
no fueron considerados suficientes: es más, resultaron ellos mismos agraviantes para la
dignidad de las víctimas. Es notable cómo esos argumentos vuelven a aparecer al promoverse
la legalización de la eutanasia a casi 80 años de esa terrible lección de la historia.
Se vuelve a hablar de «derecho a la muerte», de «permitir» dar muerte. Y, aunque no siempre
se reconozca expresamente, ello implica considerar que se trata de «vidas sin valor», que
carecen de «dignidad», «una vida que no vale la pena ser vivida», «que carece completamente
de sentido», una vida que ha «perdido permanentemente todo valor para quien tiene esa vida y
para la sociedad»; y ello, incluso, como vimos (supra p. 211), es reconocido expresamente,
llegándose a afirmar que, si una persona tiene «calidad de vida cero», porque es muy
dependiente, «deja de ser una persona».
No se reconocen con tanta crudeza como entonces los motivos económicos que hay detrás de
la eutanasia: no se afirma que esas vidas son «una carga terriblemente pesada tanto para sus
familias como para la sociedad», pero estos motivos no dejan de incidir y aflorar, como vimos
en los paradigmáticos casos de Randy Stroup y de Roger Foley (supra p. 251 y ss.) y en los
estudios realizados sobre los costos de la muerte asistida tenidos en cuenta en Canadá para
justificar la legalización de la eutanasia (supra p. 300 y ss.).
Y en la Alemania de primera mitad del siglo pasado —al igual que ahora— se presentaba a la
eutanasia como una «ayuda a los moribundos», un «acto misericordioso» (ahora se habla más
de «empatía»), de «respuesta compasiva y humanitaria», un acto de «liberación», un modo de
evitar «sufrimientos sin nombre».
También entonces —como ahora— se hablaba de «permiso» para «dar muerte» y se
procedió—como, en los hechos, sucede ahora—otorgando «inmunidad legal a los médicos».
Para ello, se exigía una «completa investigación» previa a tal permiso; que concluyera que el
paciente parece «sin remedio» —más que ahora. Y, para ello, se hablaba de «un proceso
cuidadosamente controlado», de la «evaluación por un panel de tres profesionales»: «un
médico, un siquiatra y un abogado» —más exigentes que ahora— que estuvieran de acuerdo
por «unanimidad».
También entonces, como ahora, «enfatizaban el consentimiento de las víctimas como una
condición necesaria para dar muerte a los enfermos incurables», se exigía que el paciente
«exprese su deseo» de liberación y que, luego de esa «completa investigación» se concluyera
que «no había razón para dudar de la sinceridad de su consentimiento». Y también entonces,

336
como ahora, se contemplaba «la posibilidad de que la persona retirara su consentimiento en
cualquier momento».
Estos argumentos, requisitos y terminología son los mismos. Y también fueron los empleados
por los médicos en su defensa en los juicios de Nuremberg,

Brandt, quien jugó un papel crítico en la autorización original del programa de eutanasia
habló más directamente en defensa de su legitimidad, arguyendo a través de su abogado
que estaba dentro de la autoridad del estado instituir el programa. En la última discusión
de su caso, Brandt hizo la siguiente declaración personal:
«¿Piensan que fue un placer para mí recibir la orden de permitir la eutanasia? Durante
quince años me había esforzado al pie de la cama de cada enfermo y cada paciente era
para mí como un hermano. Me afané por cada niño enfermo como si fuera mi hijo…
Comprendí completamente el problema: es tan antiguo como la humanidad, pero no es un
crimen contra el hombre ni contra la humanidad. Es piedad por el incurable,
literalmente. (…) En mi corazón hay amor por la humanidad y también lo hay en mi
conciencia. ¡Por eso soy un médico!... La muerte puede significar liberación. (…) El
asesinato nunca fue la intención»136.
Alegatos similares fueron presentados por Klein y otros defensores en el juicio de
Hadamar. Klein insistió en que solamente en los casos extremos, como en las etapas
finales de la tuberculosis, los pacientes eran «ayudados» y librados de una muerte
insufriblemente prolongada. «Solamente murieron los que ya estaban muy cerca de
morir» dijo137. Otros defensores en Hadamar justificaron las muertes como actos de
«misericordia» y «liberación»138. (Cleaver y Grant, 1998, pp. 16-17, énfasis añadido)

En el mismo sentido, cotan, citando The Hadamar Trial, p. 228, que

«La defensa para el médico de Hadamar Adolf Wahlmann insistió, en su juicio por
crímenes de guerra: “en general la gente matada fueron los que tenían una enfermedad
permanente, para quienes una muerte completamente sin dolor fue un alivio”. “La gente
insana es inútil a la sociedad y por lo general no soportan el dolor… Los pacientes con
tuberculosis incurable, por otra parte, tienen que sufrir terribles dolores”, dijo la defensa
para Heinrich Ruoff (Id., p. 233)». (Cleaver y Grant, 1998, Nota al final N.º 47, énfasis
añadido)

136
Cleaver y Grant citan las actas de Nüremberg: Nurem. Mil. Trib. II: 139.
137
Cleaver y Grant citan The Hadamar Trial, p. 88.
138
Cleaver y Grant citan a Burleigh, Death and Deliverance, pp. 152-60.
337
Los tribunales de crímenes de guerra invariablemente rechazaron estas defensas. Sin
embargo, las mismas son indicadoras de la actitud que los defendidos llevaron a su
trabajo en asilos y hospitales, actitud que algunos atribuían específicamente a Hoche y
Binding y otros a la corriente general de pensamiento de la sociedad alemana. En el
último de los juicios mayores por eutanasia en 1986, los defendidos repitieron el refrán
de que ellos habían matado «por amor y piedad»139. Estas reafirmaciones del último día
de las defensas (frustradas), presentadas por los defendidos de 40 años atrás sugieren un
nivel de sinceridad inconsistente con la teoría de que estas pretendidas justificaciones
habían sido fabricadas después del hecho por pura conveniencia. Los que las perpetraron
creían en la noción de «vida que no merece vivirse» antes, durante y después de sus
horrendos crímenes. (Cleaver y Grant, 1998, pp. 16-17, énfasis añadido)

La lección de los juicios de Nuremberg y su consagración en la Declaración Universal de


los Derechos Humano

La conclusión a la que llegamos es la misma a la que arribaron quienes participaron


directamente en la investigación y en el juicio de esos crímenes: la clave que permite entender
cómo se pudo llegar a lo que la Declaración Universal de los Derechos Humanos califica
como «actos de barbarie ultrajantes para conciencia humana», fue —también en términos
del Preámbulo de esa Declaración— «el desconocimiento y el menosprecio» de «de la
dignidad intrínseca y de los derechos iguales e inalienables de todos los miembros de la
familia humana» (DUDH, 1948, Preámbulo). Es el concepto de «dignidad inherente» el
principio básico que se desconoció y menospreció al considerar que hay vidas sin valor, sin
dignidad.
Pero, además, este desconocimiento adquirió una especial gravedad (también en sus
consecuencias) por el hecho de que hayan sido los mismos médicos quienes incurrieron en
este desconocimiento y menosprecio. Porque, como vimos (supra p. 199 y ss.), son ellos
quienes, por su vocación profesional, están llamados a cumplir una función social de
primerísima importancia y necesidad: la de valorar particularmente a quienes más necesitados
están de ayuda, de alivio, de acompañamiento y de valoración (de trato humano).

139
Id., p. 289.
338
Veamos lo que afirman, en este sentido, el Brigadier General norteamericano Telford Taylor,
abogado jefe de la fiscalía en Nuremberg (quien tuvo a su cargo todos los juicios contra los
médicos), el Dr. Leo Alexander, quien trabajó como perito médico en esos mismos juicios y,
por último, el juez Robert Jackson, jefe de la fiscalía por los Estados Unidos en Nuremberg (a
quien sucedió Telford Taylor):

Los que investigaron y demandaron estos crímenes aceptaron el hecho que estos médicos
habían sido corrompidos no solamente por la ideología nazi, sino primero por la
aceptación de un cambio fundamental en la actitud respecto al papel del médico con el
enfermo crónico.
El Brigadier General norteamericano Telford Taylor, jefe de la fiscalía en Nuremberg,
describió a los preeminentes médicos que fueron juzgados y convictos por asesinato (…):
«La mayor parte son médicos entrenados y algunos de ellos son científicos distinguidos.
Los pensamientos perversos y los conceptos torcidos que produjeron estos salvajismos no
han muerto. No pueden ser eliminados por la fuerza de las armas. No deben convertirse
en un cáncer que se extiende en el seno de la humanidad. Deben ser extirpados y
expuestos»140.
El Dr. Leo Alexander señaló el origen y persistencia de esas ideas a raíz de su experiencia
como experto médico en los Juicios de Nuremberg:
«Cualesquiera que sean las proporciones que estos crímenes finalmente asumieran, es
evidente para todos los que los investigamos, que comenzaron en pequeño. Lo primero
fue solamente un cambio sutil de énfasis en la actitud básica de los médicos. Comenzó
por la aceptación del principio básico en el movimiento pro eutanasia, que existe algo
como una vida no digna de ser vivida»141. [En nota al final N.º 65, p. 169, agregan los
autores: «En el último año de su vida el Dr. Alexander concluyó la existencia de lazos
explícitos entre la experiencia alemana que él estudió tan extensamente y la defensa de la
legalización de la eutanasia en los Estados Unidos: “Se parece mucho a Alemania en los
20’s y 30’s. Las barreras contra matar están cayendo”» (citan a Patrik G. Derr., «The Real
Brophy Issue», The Boston Globe 15 (nov. 18, 1985)].
El juez Robert Jackson, jefe de la fiscalía por los Estados Unidos en Nuremberg hizo una
advertencia, que no debe perderse en medio de las discusiones, para que la medicina no
sea nunca corrompida legalizando el suicidio asistido por el médico:

140
Cleaver y Grant citan las actas de Nüremberg: Nurem. Mil. Trib. I: 66-71.
141
Cleaver y Grant citan a Alexander, Medical science Under Dictatorship, p. 241, y New Eng.
J.Med. p. 44.
339
«Un pueblo que ama la libertad encontrará en los registros de los juicios por crímenes de
guerra instrucción sobre los caminos que conducen a tal régimen y los sutiles primeros
pasos que deben evitarse»142. (Cleaver y Grant, 1998, pp. 16-18).

Estas consideraciones no necesitan glosa. Por ello hemos optado por transcribir largamente
estos pasajes de Cleaver y Grant.
Terminamos con las reflexiones que nos ofrecen como conclusión:

Frustrado con la ética de «preservar toda existencia, no importa cuán menguada sea»,
Hoche en 1920 escribió expectante: «Llegará una nueva edad —que obrará con una
moralidad más alta y con gran sacrificio— la cual desistirá de los requerimientos de un
humanismo exagerado y de la sobrevaloración de la mera existencia»143. (Cleaver y
Grant, 1998, pp. 18-19)

También ahora, dicen los autores, los defensores de la eutanasia alegan:

«No asegurar liberación con una muerte suave a los incurables que la anhelan: esto ya no
es compasión sino lo contrario»144. A diferencia de sus predecesores los proponentes de
hoy tienen el beneficio de una lección de historia que ha enseñado que la verdadera
naturaleza de la muerte ayudada por el médico es una falsa compasión y una perversión
de la misericordia. La historia nos previene que la institución de la muerte asistida
amenaza gravemente con minar la ética fundamental de la profesión médica y el
principio máximo de la igual dignidad y el valor inherente de cada persona humana.
(Cleaver y Grant, 1998, p. 18).

La consagración en 1948 del valor jurídico, vinculante para todas las personas y todos los
Estados, de la igual dignidad inherente de todo ser humano, como fundamento de los derechos
humanos, es otro enorme beneficio con el que contamos hoy para no volver a caer en ese
abismo de horror que nos dejó la historia como lección. (Nos remitimos a lo expresado supra
p. 67 y ss.).
Es verdad que es más difícil que pueda producirse ese desbarranque en tan poco tiempo como
el que se dio en la Alemania de primera mitad del siglo XX, porque, para ello, se conjugaron

142
Id.
143
Citan 8 Issues in Law & Med., p. 265.
144
Id., p. 254.
340
otros factores que, por el momento, hoy no se dan: un régimen abiertamente totalitario, en un
momento particular de exaltación del nacionalismo, con una concepción racista supremacista
y con la herida reciente de la humillación de la derrota en una Primera Guerra Mundial, el
militarismo, una moral social fundada en un deber categórico y heterónomo, el comienzo de
una Segunda Guerra Mundial, la imposición de la fuerza y el temor, etc.
Pero no se deben despreciar los otros factores coincidentes y determinantes.
En primer lugar, el desconocimiento y el menosprecio de la dignidad intrínseca del ser
humano. Pues, en efecto, la legalización de la eutanasia tiene como supuesto ineludible la
consideración de que hay seres humanos «eutanasiables»: vidas humanas sin valor, sin
dignidad, que no valen la pena ser vividas. Se establece así, legalmente, por toda la sociedad,
una discriminación radical entre los sanos y autónomos y los enfermos y dependientes: las
vidas de los primeros (su ser, su existencia), se considera algo valioso para la sociedad y, por
ello, está prohibido matarlos, y ellos tienen el derecho a la vida con carácter inalienable,
irrenunciable; mientras que los segundos son excluidos de ese «orden público»: su vida no
vale para la sociedad, por lo cual se la considera un derecho dependiente de la voluntad de su
titular, un derecho a la vida renunciable; la sociedad crea un «nuevo derecho» para esos
«eutanasiables»: el derecho de renunciar a todos sus derechos, y elimina, en caso de que tal
renuncia suceda, el deber correspondiente al derecho a la vida: el primer deber de toda
persona, lo primero que toda sociedad debe proclamar y garantizar como primera regla de
conducta: el deber de no matar. Si está permitido matar a un ser humano inocente, todo puede
estar permitido.
En segundo lugar, este desconocimiento y menosprecio de la igual dignidad inherente no será
visto como violación excepcional del derecho, sino como un «derecho», consagrado por la
sociedad en su conjunto. En esto hay una diferencia, pero que deja mucho mejor parada en la
comparación a la Alemania de Hitler: si bien la eutanasia estuvo «legalizada» por integrar el
orden «jurídico» a través de un decreto del Canciller, no fue promulgada la ley de eutanasia
en el Parlamento, porque se consideró que podría haber resistencia popular. Ahora, serían los
representantes del pueblo, en el Parlamento, quienes menospreciarían la igual dignidad de
toda persona: será todo el pueblo el que le estará diciendo a los «eutanasiables»: «tu vida no
vale, no es digna, no vale la pena el esfuerzo, la carga y el coste económico de cuidarte,
acompañarte y aliviarte; si quieres, te ofrecemos un médico para que te dé muerte».
En tercer lugar, también serán los médicos los «autorizados» legalmente para juzgar si una
vida vale o no, para sumar su voluntad a la del «eutanasiable» para validar su supuestamente
libre decisión, y para ejecutar la sentencia de muerte dictada por él mismo. Todo el daño

341
causado en aquel entonces por la corrupción de la medicina, por el cambio de sus fines
esenciales, también se daría ahora, con similares consecuencias.
En cuarto lugar, si bien la libertad tendrá, por un lado, menores condicionamientos y se
establecerán garantías para que sea respetada, también entonces se previó en los proyectos de
ley que debía existir una solicitud libre. También entonces se establecieron «garantías». Y
tanto entonces, como ahora (en los países en los que se ha legalizado la eutanasia), tales
garantías no se cumplen y termina dándose muerte a muchas personas sin su consentimiento
pleno y actual.
Por último, en aquel entonces se consideraba que las autoridades del Estado estaban
habilitadas para crear este «nuevo derecho», pues habían sido elegidas por el pueblo. Ahora,
muchos legisladores piensan lo mismo: representan al pueblo, y entonces creen que pueden
sancionar la ley que quieran, si cuentan con los votos necesarios. Pero estos son inexcusables,
pues la Constitución y los derechos humanos, universalmente reconocidos, limitan la potestad
del Legislativo: no pueden dictar leyes que desconozcan y menosprecien la igual dignidad
inherente de toda persona, el inalienable e irrenunciable derecho a la vida y el consiguiente
inmodificable deber de no matar a un ser humano si no es como medio imprescindible para
defender una vida de igual dignidad que es injustamente atacada. En esto tenemos una gran
diferencia: la lección de la historia y la consagración de esta dignidad y de los derechos
humanos que la expresan, en la Constitución y en los instrumentos internacionales de
derechos humanos.

342
Resumen conclusivo

• Todos queremos evitar los sufrimientos, la soledad y la angustia que suelen acompañar a
una enfermedad terminal y a los últimos momentos de la vida. La Medicina Paliativa
ayuda a superar estas dificultades respetando y valorando positivamente a cada persona de
acuerdo con su dignidad.
• La legalización de la eutanasia afectaría el fundamento de la sociedad, del Derecho y de la
democracia constitucional, que puede resumirse en lo siguiente:
✓ todo ser humano es persona (art. 1.2 del Pacto de San José de Costa Rica);
✓ toda persona es igualmente digna (fin en sí mismo, no medio para otra finalidad, no es
una cosa, con un valor relativo, sino persona, con un valor absoluto, insustituible —no
descartable—, que no depende de la valoración de nadie, tampoco de la del propio
sujeto —es irrenunciable);
✓ la persona es el fin de la sociedad: esta debe crear las condiciones para el pleno
desarrollo de todos sus miembros;
✓ por eso, toda persona es sujeto de derechos (todo lo que lo constituye y lo que puede
llegar a ser, le corresponde, como algo que los demás deben respetar y facilitar) y
deberes (cada uno es un bien insustituible para los demás, y debe facilitar las
condiciones para el desarrollo de los demás);
✓ por lo mismo, todos tienen, como condición de los demás derechos y deberes, el
derecho de vivir la vida que naturalmente le corresponda, y el deber mínimo de
respetar la vida —no matar—; y, el Estado, el deber de garantizar, por la coacción, el
cumplimiento de esos deberes y derechos.
• En esto consiste el derecho a la vida. Por derivar directamente de la dignidad de la
persona, tiene los siguientes atributos:
✓ es inherente al ser humano: ninguna autoridad o ley puede negar a alguien ese
derecho ni exonerar a alguien del correspondiente deber de no matar (art. 72 de la
Constitución);
✓ es absoluto, porque la dignidad de la persona es un absoluto que se afecta si se afecta
el ser (la vida) de la persona. Prima ante cualquier otro valor o derecho. No puede
desconocerse en ninguna situación, a ninguna persona, ni siquiera a quien haya
cometido el peor de los crímenes (art. 26 de la Constitución).

343
✓ Y es irrenunciable (indisponible): como no se puede renunciar a ser persona (porque
ello no depende de la propia voluntad, sino del hecho de ser humano), no se puede
renunciar a ningún derecho inherente a la personalidad humana.
• Por eso, la vida es un derecho-deber: nadie tiene derecho a suicidarse. Hay un deber de
vivir la vida que naturalmente le corresponda a uno. La Constitución uruguaya establece
«el deber de cuidar su salud, así como el de asistirse en caso de enfermedad» (artículo 44).
Los deberes son, por definición, irrenunciables.
Con las normas penales vigentes (que se quieren modificar con el proyecto de eutanasia),
el Estado cumple su deber de proteger (en la medida de lo posible) el goce del derecho a la
vida, y de prohibir, de modo absoluto, matar a quien no sea un injusto agresor. Los delitos
de «determinación y ayuda al suicidio», así como el de «homicidio piadoso», expresan
claramente que la vida humana es un bien jurídico personal no disponible.
• El proyecto de ley de eutanasia quiere convertir el derecho a la vida en un derecho
disponible, como si su objeto fuera una cosa de la que se puede renunciar o disponer. Si se
puede disponer de la propia vida, se puede disponer del mismo ser personal: la persona
sería una cosa disponible, algo que no tiene en sí ningún valor… la persona no sería
persona, pues no tendría una dignidad inherente… Al menos, no todo ser humano sería
persona: no tendría dignidad de tal quien tenga un sufrimiento insoportable o una
enfermedad terminal.
Este proyecto quiere modificar la valoración social de la persona; y, con ello, destruir, en
su raíz, al principal derecho: el derecho a la vida; y eliminar el más mínimo de todos los
deberes, sin el cual no hay deber alguno: el deber de no matar.
Con ello, nuestras vidas (la de todos) pasarían a valer menos: nadie tendría una vida que
deba respetarse incondicionalmente, pues cualquiera que llegare al sufrimiento o
enfermedad requeridos por la ley, pasará a tener un valor relativo (no supremo, de
dignidad), dependiente de la propia decisión (tremendamente condicionada) y del juicio de
dos médicos. En la valoración social, todos dejaríamos de ser personas.
Ello repercute muy negativamente en las relaciones familiares, en la solidaridad con los
más vulnerables y en el desprestigio de la profesión médica, cuyos códigos éticos
condenan la eutanasia, desde sus comienzos hasta el momento presente (a nivel nacional e
internacional).
• La primera experiencia de eutanasia en la civilización occidental de nuestra era surgió en
la Alemania nazi, con una normativa similar (y más garantista) que la que ahora se
propone, y basándose en los mismos argumentos que ahora se esgrimen para impulsar este
344
proyecto: «derecho a morir», «vidas sin valor» o «sin sentido» (que carecen de dignidad),
«compasión» y sentido «humanitario» para «ayudar a los moribundos» y «muerte como
liberación del sufrimiento», «petición libre y explícita» como «condición necesaria»
(aunque luego se extendió a dementes y quienes no podían expresar su consentimiento),
en un «proceso cuidadosamente controlado», «posibilidad de retirar el consentimiento»,
«permisión a médicos para practicar la eutanasia». Estos argumentos fueron rechazados en
los juicios de Nuremberg, condenándose a los médicos que intervinieron en el programa
de eutanasia como autores de crímenes de lesa humanidad. Los jueces, fiscales y peritos
médicos que intervinieron son contestes en señalar que el «primer paso» que llevó al
horror del holocausto fue la aceptación, por parte de algunos médicos, que no estaban
obligados por la prohibición de no matar en algunos casos, casos que se convertían en
«vidas no dignas de ser vividas».
• La experiencia más reciente de los países que han legalizado la eutanasia (Holanda,
Bélgica y Canadá) confirma que la ley de eutanasia (similar a la aquí propuesta) favorece
un notable incremento de muertes a petición; y que, en la práctica y, luego, en las normas,
se van ampliando las causales, hasta llegar a muertes por el mero cansancio de vivir, y
eutanasia a menores, y a enfermos mentales. Confirma también el cambio en la valoración
social de la vida humana, el daño en las relaciones familiares y la desconfianza en los
médicos. En nuestro caso, esta «pendiente resbaladiza» a la que lleva la ley de eutanasia
se ve acentuada por la amplitud de los términos empleados en el proyecto para permitir la
eutanasia, la confirmación de ese sentido abarcativo por parte del Diputado que la
propone, por la expresa confesión, por su parte, de que esto es sólo un primer paso, y
porque ya otros legisladores han hablado de otro proyecto que amplíe las causales a niños,
niñas y adolescentes y a personas con alguna enfermedad mental, y que otorgue un
derecho a la prestación, por parte del Sistema de Salud, de la ayuda para darse muerte o
del «dar muerte», por parte de los médicos e, incluso, por parte de los cuidados paliativos.

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