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DÍA 8 DE DICIEMBRE
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San Eutiquiano, papa del año 275 al año 283. Sucedió en la Cátedra de San Pedro a san Félix I.
Fue enterrado en en el cementerio de Calixto, en la Vía Apia de Roma, donde se encontró su
inscripción sepulcral. Le sucedió san Cayo.
San Macario. En Alejandría de Egipto, durante la persecución del emperador Decio, el juez
romano le insistió con muchas razones en que renegase de Cristo, pero él profesó incluso con
mayor firmeza su fe, por lo que finalmente fue quemado vivo. Era el año 250.
San Noel (o Natalio) Chabanel. Nació en Mende (Francia) el año 1613. A los 17 años ingresó en
la Compañía de Jesús y, ordenado de sacerdote, se dedicó a la enseñanza en Toulouse.
Accediendo a su deseo de ser misionero, lo enviaron a Canadá, adonde llegó en 1644. Le
resultó difícil aprender la lengua de los Hurones, pero hizo voto de no apartarse de ellos.
Cuando los iroqueses asaltaron la misión de San Juan Bautista, él acababa de salir de allí
camino de la isla de San José. Al día siguiente, 8 de diciembre de 1649, un hurón apóstata lo
asesinó en la selva. Su memoria, junto con la de sus compañeros, se celebra el 19 de octubre.
San Romarico (o Romario). Fue un noble de la corte del rey Clotario II que cambió el rumbo de
su vida y se retiró al monasterio de Luxeuil. Después fundó, en tierras de su propiedad, el
monasterio de Remiremont en los montes Vosgos (Francia), del que fue abad. Murió el año 653.
San Teobaldo de Marly. Nació en el castillo de Marly. Era hijo de los señores del lugar y estaba
emparentado con el rey Luis VII de Francia. De joven abrazó la vida militar, pero en 1226 ingresó
en el monasterio cisterciense de Vaux-de-Cernay, en la región de París, del que fue elegido
abad años más tarde. Dio grandes ejemplos de humildad, piedad, pobreza y laboriosidad, y
prestaba a sus hermanos los servicios más humildes. Murió el año 1247.
Beato Benedicto Andrés. Nació en Villafranca del Cid (Castellón) en 1899. Profesó en los
Maristas el año 1915. Hizo el servicio militar en Marruecos de 1921 a 1924; allí empezó a sentir
el peso de la fidelidad, pero se mantuvo firme, se afianzó en su devoción a la Virgen, practicó la
religión sin temor al qué dirán, hizo apostolado. De nuevo en España, estuvo desde 1930 en
Barcelona. Tras estallar la persecución religiosa, se retiró a su pueblo. Cuando llamaron a los
hombres de las quintas de 1919-1937, él se presentó pensando que ahorraría riesgos a su
familia. Lo detuvieron, y el 8 de diciembre de 1936 lo mataron a tiros en San Pau-Albocácer
(Castellón). Beatificado el 13-X-2013.
Beato José María Zabal Blasco. Nació en Valencia (España) el año 1898 en el seno de una
familia modesta, y muy pronto tuvo que ponerse a trabajar de ferroviario para ayudar a su
madre viuda. Contrajo matrimonio y tuvo tres hijos. Fue un católico ferviente, que defendía con
ardor sus convicciones religiosas, y con marcado sentido social que lo llevaba a defender a sus
compañeros de trabajo. Lo arrestaron al estallar la persecución religiosa en España y lo
encarcelaron en Valencia. En la mañana del día de la Inmaculada, 8 de diciembre de 1936, rezó
el rosario, asistió a una misa clandestina en la cárcel y comulgó. Por la tarde lo llevaron al
cercano pueblo de Paterna y en su Picadero lo fusilaron. Antes envió un recuerdo de amor a su
esposa e hijos y dijo que perdonaba a sus verdugos.
Beato Luis Liguda. Nació en Winów (Polonia) el año 1898. En 1917, a causa de la I Guerra
Mundial, tuvo que interrumpir los estudios y hacer el servicio militar. Después ingresó en la
Congregación de los Misioneros del Verbo Divino y en 1927 recibió la ordenación sacerdotal.
Quería ir a misiones, pero lo destinaron al estudio y a distintos ministerios en sus casas. Lo
arrestaron los nazis cuando ocuparon Polonia y, después de pasar por varias cárceles, acabó en
el campo de concentración de Dachau, cerca de Munich (Alemania). Lo torturaron y el 8 de
diciembre de 1942 lo asesinaron los guardias del campo.
Beato Marcelino Martín Rubio. Nació en Espinosa de Villagonzalo (Palencia) en 1913. Por
indicación de una tía suya cisterciense, ingresó como oblato en el monasterio de Viaceli
(Cóbreces, Cantabria) en 1928. Se salió voluntariamente al terminar el noviciado, pero el 21-
IV-1935 lo comenzó de nuevo. Las cartas dirigidas a su tía revelan como había asimilado la
espiritualidad de martirio. Tras estallar la persecución religiosa en julio de 1936, los milicianos lo
detuvieron varias veces. Había sido albañil y así constaba en su documentación, por lo que
buscaban si además era religioso, cosa que él confesó sin titubeos. El día de la Inmaculada de
1936 o algún día después lo asesinaron. Beatificado el 3-X-2015.
PARA TENER EL ESPÍRITU DE ORACIÓN Y DEVOCIÓN
Pensamiento bíblico:
En la Visitación, Isabel dijo a María: «¡Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu
vientre!» María entonces dijo: «Proclama mi alma la grandeza del Señor, se alegra mi espíritu en
Dios, mi Salvador, porque ha mirado la humildad de su esclava. Desde ahora me felicitarán
todas las generaciones, porque el Poderoso ha hecho obras grandes en mi favor; su nombre es
santo, y su misericordia llega a sus fieles de generación en generación» (cf. Lc 1,42-50).
Pensamiento franciscano:
Antífona que san Francisco repetía muchas veces al día: -Santa Virgen María, no ha nacido en el
mundo ninguna semejante a ti entre las mujeres, hija y esclava del altísimo y sumo Rey, el Padre
celestial, Madre de nuestro santísimo Señor Jesucristo, esposa del Espíritu Santo: ruega por
nosotros... ante tu santísimo amado Hijo, Señor y maestro (OfP Ant).
Elevemos nuestras súplicas al Salvador, que quiso nacer de María Virgen, y digámosle: Que tu
Madre, Señor, interceda por nosotros.
-Oh Sol de justicia, a quien la Virgen inmaculada precedía cual aurora luciente, haz que vivamos
siempre iluminados por la claridad de tu presencia.
-Salvador del mundo, que, con la eficacia de tu redención, preservaste a tu Madre de toda
mancha de pecado, líbranos a nosotros de toda culpa.
-Rey de reyes, que elevaste contigo al cielo en cuerpo y alma a tu Madre, haz que aspiremos
siempre a los bienes del cielo.
Oración: Te pedimos, Señor Jesús, que la Inmaculada Concepción de María, tu Madre, sea
fuente de bendición para todos nosotros. Tú que vives y reinas por los siglos de los siglos.
Amén.
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Hoy celebramos una de las fiestas de la santísima Virgen más bellas y populares: la Inmaculada
Concepción. María no sólo no cometió pecado alguno, sino que fue preservada incluso de la
herencia común del género humano que es la culpa original, por la misión a la que Dios la
destinó desde siempre: ser la Madre del Redentor.
Todo esto está contenido en la verdad de fe de la "Inmaculada Concepción". El fundamento
bíblico de este dogma se encuentra en las palabras que el ángel dirigió a la joven de Nazaret:
«Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo» (Lc 1,28). "Llena de gracia" -en el original
griego kecharitoméne- es el nombre más hermoso de María, un nombre que le dio Dios mismo
para indicar que desde siempre y para siempre es la amada, la elegida, la escogida para acoger
el don más precioso, Jesús, «el amor encarnado de Dios» (Deus caritas est, 12).
Podemos preguntarnos: ¿por qué entre todas las mujeres Dios escogió precisamente a María de
Nazaret? La respuesta está oculta en el misterio insondable de la voluntad divina. Sin embargo,
hay un motivo que el Evangelio pone de relieve: su humildad. Lo subraya bien Dante Alighieri en
el último canto del "Paraíso": «Virgen Madre, hija de tu Hijo, la más humilde y más alta de todas
las criaturas, término fijo del designio eterno» (Paraíso XXXIII, 1-3). Lo dice la Virgen misma en
el Magníficat, su cántico de alabanza: «Proclama mi alma la grandeza del Señor, (...) porque ha
mirado la humildad de su esclava» (Lc 1,46.48). Sí, Dios quedó prendado de la humildad de
María, que encontró gracia a sus ojos (cf. Lc 1,30). Así llegó a ser la Madre de Dios, imagen y
modelo de la Iglesia, elegida entre los pueblos para recibir la bendición del Señor y difundirla a
toda la familia humana.
Esta "bendición" es Jesucristo. Él es la fuente de la gracia, de la que María quedó llena desde el
primer instante de su existencia. Acogió con fe a Jesús y con amor lo donó al mundo. Ésta es
también nuestra vocación y nuestra misión, la vocación y la misión de la Iglesia: acoger a Cristo
. en nuestra vida y donarlo al mundo «para que el mundo se salve por él» (Jn 3,17). .
Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española que participan en esta oración
mariana. En la solemnidad de la Inmaculada Concepción contemplamos a la Madre de Dios,
llena de gracia y hermosura, y le pedimos que nos ayude a vivir cada día completamente
entregados al servicio de nuestros hermanos. ¡Feliz fiesta de la Inmaculada!
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En el corazón de las ciudades cristianas María constituye una presencia dulce y tranquilizadora.
Con su estilo discreto da paz y esperanza a todos en los momentos alegres y tristes de la
existencia. En las iglesias, en las capillas, en las paredes de los edificios: un cuadro, un mosaico,
una estatua recuerda la presencia de la Madre que vela constantemente por sus hijos. También
aquí, en la plaza de España, María está en lo alto, como velando por Roma.
¿Qué dice María a la ciudad? ¿Qué recuerda a todos con su presencia? Recuerda que «donde
abundó el pecado, sobreabundó la gracia» (Rm 5,20), como escribe el apóstol san Pablo. Ella
es la Madre Inmaculada que repite también a los hombres de nuestro tiempo: no tengáis miedo,
Jesús ha vencido el mal; lo ha vencido de raíz, librándonos de su dominio.
¡Cuánto necesitamos esta hermosa noticia! Cada día los periódicos, la televisión y la radio nos
cuentan el mal, lo repiten, lo amplifican, acostumbrándonos a las cosas más horribles,
haciéndonos insensibles y, de alguna manera, intoxicándonos, porque lo negativo no se elimina
del todo y se acumula día a día. El corazón se endurece y los pensamientos se hacen sombríos.
Por esto la ciudad necesita a María, que con su presencia nos habla de Dios, nos recuerda la
victoria de la gracia sobre el pecado, y nos lleva a esperar incluso en las situaciones
humanamente más difíciles.
En la ciudad viven -o sobreviven- personas invisibles, que de vez en cuando saltan a la primera
página de los periódicos o a la televisión, y se las explota hasta el extremo, mientras la noticia y
la imagen atraen la atención. Se trata de un mecanismo perverso, al que lamentablemente
cuesta resistir. La ciudad primero esconde y luego expone al público. Sin piedad, o con una
falsa piedad. En cambio, todo hombre alberga el deseo de ser acogido como persona y
considerado una realidad sagrada, porque toda historia humana es una historia sagrada, y
requiere el máximo respeto.
La ciudad, queridos hermanos y hermanas, somos todos nosotros. Cada uno contribuye a su
vida y a su clima moral, para el bien o para el mal. Por el corazón de cada uno de nosotros pasa
la frontera entre el bien y el mal, y nadie debe sentirse con derecho de juzgar a los demás; más
bien, cada uno debe sentir el deber de mejorarse a sí mismo. Los medios de comunicación
tienden a hacernos sentir siempre "espectadores", como si el mal concerniera solamente a los
demás, y ciertas cosas nunca pudieran sucedernos a nosotros. En cambio, somos todos
"actores" y, tanto en el mal como en el bien, nuestro comportamiento influye en los demás.
Con frecuencia nos quejamos de la contaminación del aire, que en algunos lugares de la ciudad
es irrespirable. Es verdad: se requiere el compromiso de todos para hacer que la ciudad esté
más limpia. Sin embargo, hay otra contaminación, menos fácil de percibir con los sentidos, pero
igualmente peligrosa. Es la contaminación del espíritu; es la que hace nuestros rostros menos
sonrientes, más sombríos, la que nos lleva a no saludarnos unos a otros, a no mirarnos a la
cara... La ciudad está hecha de rostros, pero lamentablemente las dinámicas colectivas pueden
hacernos perder la percepción de su profundidad. Vemos sólo la superficie de todo. Las
personas se convierten en cuerpos, y estos cuerpos pierden su alma, se convierten en cosas,
en objetos sin rostro, intercambiables y consumibles.
María Inmaculada nos ayuda a redescubrir y defender la profundidad de las personas, porque
en ella la transparencia del alma en el cuerpo es perfecta. Es la pureza en persona, en el sentido
de que en ella espíritu, alma y cuerpo son plenamente coherentes entre sí y con la voluntad de
Dios. La Virgen nos enseña a abrirnos a la acción de Dios, para mirar a los demás como él los
mira: partiendo del corazón. A mirarlos con misericordia, con amor, con ternura infinita,
especialmente a los más solos, despreciados y explotados. «Donde abundó el pecado,
sobreabundó la gracia».
Quiero rendir homenaje públicamente a todos los que en silencio, no con palabras sino con
hechos, se esfuerzan por practicar esta ley evangélica del amor, que hace avanzar el mundo.
Son numerosos, también aquí en Roma, y raramente son noticia. Hombres y mujeres de todas
las edades, que han entendido que de nada sirve condenar, quejarse o recriminar, sino que vale
más responder al mal con el bien. Esto cambia las cosas; o mejor, cambia a las personas y, por
consiguiente, mejora la sociedad.
Queridos amigos romanos, y todos los que vivís en esta ciudad, mientras estamos atareados en
nuestras actividades cotidianas, prestemos atención a la voz de María. Escuchemos su llamada
silenciosa pero apremiante. Ella nos dice a cada uno: que donde abundó el pecado,
sobreabunde la gracia, precisamente a partir de tu corazón y de tu vida. La ciudad será más
hermosa, más cristiana y más humana.
Gracias, Madre santa, por este mensaje de esperanza. Gracias por tu silenciosa pero elocuente
presencia en el corazón de nuestra ciudad. ¡Virgen Inmaculada, Salus Populi Romani, ruega por
nosotros!
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Cuando la Iglesia tuvo plena, formal, explícita conciencia de que la limpia concepción de María
era doctrina contenida en la Revelación y, por tanto, objeto de fe, pasó a definirla como tal. Y
nos dijo Pío IX: «Declaramos, afirmamos y definimos que ha sido revelada por Dios, y, por
consiguiente, que debe ser creída firme y constantemente por todos los fieles, la doctrina que
afirma que la bienaventurada Virgen María fue preservada inmune de toda mancha de pecado
original en el primer instante de su concepción por singular gracia y privilegio de Dios
omnipotente, en atención a los méritos de Jesucristo, Salvador del género humano».
Así, con toda la densidad de concepto -cada palabra encierra una indispensable idea- y con
toda la sobriedad de estilo -dureza y línea escueta- propias de una definición dogmática, venía
el Papa a enseñarnos que la Inmaculada Concepción es un misterio de amor. Porque no sólo
nos definió que la Virgen fue preservada del pecado de origen, sino que lo fue por los méritos
de la pasión de Jesús.
Para llegar a entender plenamente estas palabras con toda la preñez de sentido histórico que
contienen, sería menester remontarnos a los principios de las disputas teológicas sobre la
Inmaculada; sería necesario desempolvar infolios sin término, recorrer el proceso de las ideas
que fueron a desembocar en el cuadro justo de la definición dogmática. Porque si bien el
sentimiento del pueblo cristiano proclamaba fuertemente la inocencia de la Madre de Dios, si a
todos era manifiesta la conveniencia de atribuir a María tal privilegio, los teólogos... no sabían
cómo conciliar dos cosas aparentemente contradictorias: la gloria de Cristo y la pureza de su
Madre.
Estaban claros los términos del problema: Cristo es redentor del género humano, su gloria brota
de la cruz. Cristo nos amó en cruz y las flores de su amor son rosas de pasión. El influjo de
Cristo sobre todos los hombres se realiza implicado en el misterio de iniquidad; sufrió por
salvarnos de la culpa y merecernos la gracia; su acción santificante viene precedida y
condicionada por la previa remisión del pecado. Si María fue siempre pura, si no lo contrajo,
Cristo no sufrió por Ella. Si no sufrió por Ella, la rosa más hermosa de la humanidad escapa del
rosal de su pasión, del riego generoso de su sangre. Ni el influjo santificador de Cristo se
extiende a su Madre, ni es Redentor universal del género humano al sustraérsele la bendita
entre las mujeres.
Claro que todas estas cosas, en apariencia distantes, lo infinitamente grande y lo infinitamente
pequeño, el ser y la nada, la bondad y el pecado, la fuerza y la flaqueza, se unen siempre por un
aglutinante de ilimitada potencia: el amor.
Cuando Duns Escoto formula la definitiva solución del problema lo hace con trazos sencillos.
Podría resumirse así: es más glorioso para Cristo preservar a María que extraerla del pecado;
sufrir en la cruz para evitar que contrajese la culpa que no para limpiarla después de manchada,
pues ello encierra un beneficio mucho mayor.
La Inmaculada Concepción de María es una obra de perfecto amor, una perfecta glorificación
de Cristo.
La preservó del pecado porque la amó más que a nosotros, a Ella, bendita entre las mujeres.
Pero vamos más allá. El hecho de la preservación de la culpa es sólo uno de los aspectos de la
gracia inicial de la Virgen. Ya en aquel momento era un abismo de belleza. Como decía Pío IX, la
Virgen fue «toda pura, toda sin mancha y como el ideal de la pureza y la hermosura; más
hermosa que la hermosura, más bella que la belleza, más santa que la santidad y sola santa, y
purísima en cuerpo y alma, la cual superó toda integridad y virginidad y Ella sola fue toda hecha
domicilio de todas las gracias del Espíritu Santo y que, a excepción de sólo Dios, fue superior a
todos, más bella, santa y hermosa...».
La gracia es belleza: participación de la naturaleza divina, del ser de Dios, quien es la belleza
por esencia, y la pureza, y la santidad, y la ternura, y el goce. En el instante de su concepción
recibió María una gracia superior a la de todos los santos, querubines y serafines; participó de
la belleza, de la pureza, de la santidad divinas, como a ninguna otra criatura ha sido dado,
excepción hecha de Cristo.
Murió Jesucristo en la cruz no solamente para preservarla de la culpa, sino para darle toda la
gracia y la hermosura de que era capaz, para hacer de Ella la perfecta mujer. La amó, se dio a
Ella en el dolor para hacer de Ella perfecta Madre, la perfecta compañera en la obra redentora.
La Concepción Inmaculada de María no es, en resumen, sino la flor de un dolorido amor, dolor
de amor en flor.
[Extraído de La Inmaculada Concepción, en Año Cristiano, Tomo XII, Madrid, Ed. Católica (BAC),
2006, pp. 209-211].
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