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* Este ensayo recoge algunas ideas esenciales de mi libro Normas de papel (Gar-
cía Villegas, 2009). Una versión ampliada se incluyó en Cultura de la legalidad
(García Villegas, 2010).
1 Véanse por ejemplo Keen (1996) y Morse (1974). Este no es un fenóme-
no exclusivo de América Latina; al respecto véase Guillermo O’Donnell
(1998: 330), Moisés Naim (2005), Robert Ellickson (1991). Buena parte
de esa cultura está asociada con la historia de España (De Madarriaga,
1928; Goytisolo, 1969; Ganivet, 1980). Hay que anotar, además, que todos
los sistemas de reglas tienen un cierto grado de incumplimiento. Más aún,
eso los justifica. El célebre teórico del derecho Hans Kelsen (1984: 24) se
refiere a esto cuando sostiene que el derecho no tiene sentido en los casos
de cumplimiento o de incumplimiento plenos. La importancia de este
fenómeno en la cultura social y política del continente latinoamericano
proviene entonces de su grado, de su recurrencia, y no del simple hecho de
que exista.
el rebelde
El rebelde no reconoce la legitimidad de la autoridad que crea o impone la
norma y por eso se siente con derecho a no acatarla.
En la época colonial, los españoles y los blancos eran considerados personas
honorables. Tener honor se asimilaba a tener virtud y libertad.9 Esa libertad se
traducía en dos grandes privilegios: no tener que trabajar y no tener que obe-
decer a nadie o a casi nadie. Tener que trabajar era propio de clases inferiores
y la obediencia a Dios y al Rey –tan lejanos ambos–, aunque indiscutida, no
implicaba necesariamente obediencia a las autoridades locales (Castro, 1946).
Mientras más honor se tenía, más libre se era. Los extremos de la escala social
se diferenciaban no sólo en términos de riqueza, sino también de honor y
libertad. De un lado estaban los poderosos, honorables y libres, del otro, los
esclavos.
No sólo se ganaba libertad por ser noble, también se ganaba nobleza por
ser libre. Eso hicieron los mestizos libres. En el siglo XVIII aumentó conside-
rablemente el número de mestizos libres, también llamados “libres de todos
los colores”. En una suerte de mimetismo con las clases superiores empezaron
a reivindicar su honor respecto de los grupos inferiores: el honor de no tener
que trabajar como el esclavo y de “no ser mandado por nadie”. El dicho, tan
común en aquella época –dice M. Garrido–, “cura mande indio” aludía a la
identificación del no indio con un individuo libre y, por lo tanto, desobligado
(Garrido, 1997: 13). De esta asimilación mestiza entre la libertad y el honor
proviene quizás esa idealización del comportamiento indómito tan frecuente
en la cultura latinoamericana. Pero no sólo eso, de allí también puede pro-
venir la relativa aceptación de la desobediencia –e incluso de la rebeldía–
como actos emanados de la libertad (y del honor) (De Holanda, 1995; García
Márquez, 1994).
Con la independencia llegaron nuevos valores de igualdad y obediencia a la
ley que intentaron eliminar los privilegios fundados en el honor. Sin embargo,
la jerarquía entre las clases sociales continuó siendo casi tan profunda como
antes, lo que llevó a las elites a seguir reproduciendo los ideales del honor y la
libertad para diferenciarse, no sólo de las demás clases sociales, sino también
de la ley y de la autoridad política. Por otra parte, las clases medias y subordi-
nadas, con las nuevas libertades adquiridas y ante la frágil legitimidad de los
nuevos gobernantes, también reprodujeron esa veneración por la libertad y el
sometimiento condicionado a la ley.
La historia de América Latina está llena de personajes rebeldes, y algunos
de ellos han sido incluso sus protagonistas. Gauchos en la Argentina, charros
en México, llaneros en Venezuela, bandoleros (cangaceiros) en el nordeste bra-
sileño: todos tienen mucho de este carácter indómito y rebelde (Pereira de
Queiroz, 1992). Martín Fierro, el personaje de la novela nacional argentina, es
sin duda una de las mejores representaciones del rebelde. La diferencia entre
lo criminal y lo político siempre ha sido tenue entre estos personajes. Quizás
eran los mismos “los que se unían a las bandas que asaltaban los caminos y
los que se incorporaban a los ejércitos revolucionarios” (Romero, 1999: 217).
Ejemplos de comportamiento rebelde pueden rastrearse, como lo hace Ro-
berto Da Matta, en los personajes de la cultura popular.10 Uno de ellos es Pedro
Malasartes, un “héroe sin carácter”; un individuo pobre pero astuto y rebelde
que utiliza el engaño y la burla para poner en ridículo a los que mandan y
corregir las injusticias del mundo. Pedro Malasartes –según Câmara Cascudo
(1967)– nace en una familia pobre. Tiene un hermano que busca trabajo en
una hacienda pero cae en las manos de un patrón déspota que no le paga. Al
verlo regresar a su casa luego de un año de trabajo y sin dinero, Pedro se llena
de rabia y promete vengarse. Se hace contratar por el patrón malvado y logra,
a punta de astucia, destruirlo y enriquecerse.
Pero Malasartes no es un Robin Hood que roba para repartir entre los po-
bres. Es más bien un transgresor burlesco, individualista y descreído, que al ver
la injusticia que le tocó vivir se rebela y “hace las del diablo”. Es una historia
sobre el “ascenso social como un derecho moral”. Por eso es un héroe, porque
es un malo que tiene derecho a serlo. “Quería ser alguien” –dice el Chula
Romero–, “alguien que robe con derecho, como roban ellos, carajo” (Icaza,
2005: 221). Si cumplir con las reglas del patrón no obtiene la recompensa
debida, habrá que buscarla por medio del incumplimiento. Así, este “mundo
cruel” recibirá una lección.
el arrogante
El arrogante acepta la norma –la ley, por ejemplo–, pero estima que él, dada
su posición en la sociedad, su persona o su conocimiento, tiene derecho a
ser excluido de la obligación de acatarla. El arrogante cree que la ley es muy
importante para la sociedad, pero que está hecha para “los de ruana”, no para
gente como él.
La cultura arrogante es, en buena parte, un legado de la colonia espa-
ñola.11 José Luis Romero sostiene que la concepción épica de la vida fue el
primer rasgo de la mentalidad conquistadora.12 Recibimos de España una
cultura que aprecia más los mitos grandiosos, la vida heroica y el espíritu
nobiliario que la virtud del trabajo manual, el progreso material y la vida en
sociedad. “Si España no es grande por su habilidad y riqueza industrial y co-
mercial, lo es en cambio por su ánimo y grandeza”, dice De la Torre (citado
por Zea, 1957: 228).13
Más que una actitud generalizada en toda la sociedad, este espíritu señorial
era una característica de la moral que predicaba la elite española gobernante
11 Aunque sin duda en todas las sociedades, en mayor o menor grado, se en-
cuentran estos personajes.
12 En esto, Romero (1999: 116) sigue a Unamuno (1993).
13 “Una ociosidad digna”, dice Leopoldo Zea (p. 230), “fue siempre mejor o
más ennoblecedora a los ojos de un buen portugués o español que la ardua
lucha por el pan de cada día”.
en los siglos XVIII y XIX (Escalante, 2002). Los señores de la colonia “adquirie-
ron la soberbia de su condición de ricos, disfrazada de soberbia hidalga”, dice
José Luis Romero (1999: 75) en su clásico Latinoamérica: las ciudades y las ideas.
Para la elite dominante, lo fundamental estaba en la contemplación de los
valores superiores y la estructura social y económica que los sustentaba y legiti-
maba. El trabajo manual y el esfuerzo físico eran mal vistos. Ana María Prieto
(2001: 70) dice que en el México colonial la gente “decente” consideraba que
“la ociosidad era manifestación de éxito y de riqueza, de modo que honraba
a quien la practicara” (Prieto, 2001: 70; Castro, 1959). Mientras en una parte
de la Europa del siglo XVII se imponían la burguesía, la igualdad y el culto
por el trabajo y la acumulación de riqueza, en Iberoamérica predominaban
la defensa del espíritu señorial, la justificación de las diferencias sociales y la
vida contemplativa. El ascenso social estaba más fundado en un capital social,
ligado a la sangre y al pasado, que en las virtudes burguesas del trabajo y la
consagración a las labores cotidianas.
La visión católico-española del mundo no propiciaba la construcción de una
estructura social fundada en reglas de juego claras y universalmente aplicadas,
como sucedió en los países de cultura protestante. El honor, la familia y la fe
estaban siempre por encima de estos valores sociales y justificaban la introduc-
ción permanente de excepciones a las reglas del derecho.
Por ejemplo, una sanción Real estableció en 1776 que el honor de la familia
podía ser una de las objeciones judiciales al matrimonio.14 Las elites coloniales
compartían el ideal del honor que los conquistadores trajeron a América y
que las Siete Partidas definía como “la reputación que el hombre ha adquirido
por el rango que ocupa, por sus hazañas o por el valor que él manifiesta”. En
teoría, el honor no podía ser invocado para desobedecer a la autoridad. En la
práctica, sin embargo, los casos de desacato a las autoridades locales fundados
en el menoscabado honor de los gobernantes eran relativamente frecuentes
en la sociedad colonial de la Nueva Granada.
La fe, por su parte, también jugó un papel importante en el fomento del
comportamiento arrogante. Los españoles veían en la religión una verdad
universal e indiscutible que tenían la obligación de difundir, por la fuerza si
era necesario. “El gobierno cristiano –dice Zea (1957: 255)– era un gobierno
templado por la virtud y dirigido por la gracia divina.” Este ideal mesiánico
sobrevivió a la llegada de las repúblicas, sólo que esta vez encarnado en las
elites dominantes.
14 Según Góngora, esta disposición muestra hasta qué punto la política de Car-
los III, “lejos de ser burguesa, todavía estaba inspirada en conceptos basados
en el estatus y el honor” (Góngora, 2003: 122).
Las tres mentalidades descriptas hasta aquí ilustran las visiones sobre el in-
cumplimiento presentadas al comienzo. La visión estratégica tiene en mente
al vivo; la política, al rebelde y la cultural, al arrogante. La racionalidad ins-
trumental, la percepción de ilegitimidad del poder y la creencia en valores
supralegales son las tres razones que, respectivamente, alimentan estas tres
mentalidades. Pero estas visiones no son puras. En la práctica, como dijimos
el taimado
Es un personaje híbrido, que combina la actitud estratégica propia del vivo
con el desconocimiento de la autoridad del rebelde.
Incluso en las sociedades más jerarquizadas, allí donde los poderosos pa-
recen detentar todo el poder, en algún momento los subordinados, descono-
ciendo las reglas que los oprimen, expresan su repudio al poder. La opresión
y el sometimiento nunca son absolutos. En su vida cotidiana, los dominados
desarrollan una especie de arte político de la resistencia que les permite escu-
rrirse entre las rendijas de la dominación (Scott, 1985 y 2000; Wachtel, 1971;
Gruzinski, 1999; De Certeau, 1989).
En The Weapons of the Weak, James Scott cita el siguiente proverbio: “Cuando
el gran señor pasa, el campesino sabio hace una gran reverencia y silenciosa-
mente se tira un pedo” (Scott, 2000).
En América Latina, la sumisión de los pobres nunca fue completa. Quienes
no se rebelaron abiertamente ante la invasión española –a sabiendas de que
su lucha conducía a la muerte– se resignaron, sin desterrar por ello el odio y
la sed de venganza de sus corazones (Wachtel, 1971). Poco a poco, con astucia
y sin perder la compostura frente a los patrones, empezaron a adaptarse a las
nuevas circunstancias, dosificando la obediencia y la desobediencia según las
condiciones del momento. El incumplimiento velado se convirtió entonces
en el arma de los débiles contra los poderosos. Indios, pobres y marginados
cultivaron una actitud social de desacato soterrado a las reglas impuestas por
un orden social y político que consideraban ajeno e invasor. Pobreza e hidal-
guía engendraron –dice Romero (1999: 78)– un “tipo particular de picaresca
que no podía resolverse en la humilde y vergonzante actitud del que zurcía
sus calzas”.
el déspota
La creencia en valores supralegales –propia de la arrogancia– y el abuso del
poder –propio de la viveza– son dos imanes que se atraen. Por eso, cuando
la mentalidad arrogante se combina con la viveza surge un personaje al que
podríamos denominar “el déspota”. (Por definición, déspota es quien abusa
de su poder o autoridad; alguien que de manera inescrupulosa se aprovecha
de su situación para obtener beneficios personales.)
El abuso del poder y la manipulación de los valores familiares, religiosos
y culturales por parte de las elites han dificultado la formación del Estado y
2. Cada uno de los cinco personajes descriptos –con las combinaciones diacró-
nicas y sincrónicas propias del caso– refleja una manera de ser rutinaria y co-
rriente de parte de la vida diaria de los latinoamericanos. Más que desviados,
sus comportamientos están “normalizados” y en cierta manera regularizados
en la sociedad. Se guían por reglas sociales antes que por otras reglas, por
ejemplo jurídicas.
Aquí vale la pena explicar algo de la complejidad propia de la relación en-
tre el concepto de regla en la sociología y en el derecho. El acatamiento del
derecho no siempre se explica como el resultado de la obediencia, ni como
el resultado de una mera causalidad. Como lo ha explicado Pierre Bourdieu,
existe un espacio intermedio entre causalidad y obediencia: el espacio propio
del habitus. Buena parte del comportamiento incumplidor –como del cumpli-
dor– es el resultado del habitus. Desde esta perspectiva sociológica, el compor-
tamiento incumplidor va más allá de la epidermis institucionalista, donde se
crean las normas jurídicas. Siguiendo a Bourdieu, Jacques Bouveresse sostiene
que, como el habitus no tiene necesariamente una naturaleza propiamente
mental (hay formas de habitus puramente corporales), es independiente de
cualquier distinción entre lo consciente y lo inconsciente y no es menos in-
dependiente de la distinción entre el constreñimiento causal y la acción libre
y voluntaria. El habitus es un concepto intermedio entre la regla en sentido
jurídico y la regla en sentido causal, propia del mundo físico.
Por eso es que, por lo general, ni los personajes incumplidores ni los demás
perciben las prácticas de incumplimiento como actos delictivos o vandálicos,
ni siquiera como perturbaciones del orden. La gente se queja –raramente pro-
testa–, pero en la mayoría de los casos el incumplimiento es visto como una fa-
talidad, como algo que hay que soportar e incluso tolerar, no como una falta.17
Por eso, suele ocurrir que los incumplidores no sólo no aceptan el reproche
de quienes eventualmente los critican, sino que se indignan frente a los críti-
cos por “meterse en lo que no les importa”.
17 Uno de los propósitos de las campañas de cultura ciudadana del alcalde An-
tanas Mockus consistió en aumentar la autorregulación; es decir el reproche
ciudadano contra las conductas desviadas a través de la denuncia.
3. Cada una de estas mentalidades refleja una deficiencia básica del sistema po-
lítico y jurídico. La viveza es producto de la ineficacia del Estado para imponer
sanciones; la rebeldía es resultado de la falta de legitimidad del poder político,
y la arrogancia es producto de la ausencia de una cultura de la legalidad (Rule
of Law). En consecuencia, los remedios contra las prácticas de incumplimiento
son una especie de antídoto contra los tres personajes incumplidores básicos
mencionados. Así, contra la viveza se requiere un poder estatal capaz de impo-
ner sanciones efectivas a los detractores. La actitud de los rebeldes se contra-
rresta incrementando la legitimidad. Por último, la actitud arrogante necesita
una cultura ciudadana de respeto por la ley. Ninguno de estos remedios está
destinado exclusivamente a un tipo de comportamiento incumplidor. Todos
son complementarios: la efectividad contribuye a mejorar la legitimidad; la cul-
tura de la legalidad requiere la legitimidad del poder; la efectividad se obtiene
más fácilmente cuando existe una cultura de la legalidad. Así, los remedios
están interconectados e influyen unos sobre otros de manera recíproca.
4. Ahora bien, como dije antes, en la práctica estos personajes no sólo se mez-
clan sino que un mismo sujeto puede cambiar de mentalidad de un momento
a otro. Pero hay algo más: en la práctica, el fenómeno del incumplimiento en
una sociedad determinada suele tener motivos mucho menos claros y defini-
dos de lo que sugiere esta tipología. Con mucha frecuencia el incumplidor es
un tipo negligente, perezoso, descuidado o simplemente indolente que no se
conclusiones
En América Latina existe una enorme brecha entre, por un lado, las normas
escritas, las que enseñan los profesores en las facultades de derecho, las que
promulgan los legisladores y aplican los jueces y, por el otro, los comporta-
mientos de la gente, incluyendo el de esos profesores y esos legisladores. Los
latinoamericanos vivimos en una especie de sociedad esquizofrénica, en la que
se habla mucho de lo que debe ser y se promulga mucho sobre el deber, pero
se practica muy poco lo que se promulga.
abarca, entre otros, los siguientes temas: la incapacidad institucional para ha-
cer efectivo el derecho; la herencia española y colonial en la concepción de la
autoridad y de la ley; los problemas de diseño institucional (la brecha entre los
textos escritos y las realidades sociales); la criminalidad individual y organiza-
da; la relación entre derecho, moral y cultura; y la legitimidad del Estado, de
la autoridad y de los jueces.
Todos estos temas son importantes y deberían ser tenidos en cuenta a la
hora de intentar explicar por qué en América Latina existe una brecha tan
grande –desde la época colonial– entre el derecho y la realidad social. Una
propuesta semejante de ampliación temática va a contramano de las visiones
analíticas del derecho, que buscan una teoría simple y elegante para explicar-
lo. Desafortunadamente, la complejidad y la hibridez de nuestras sociedades
dificultan este objetivo. Pero esa complejidad también tiene su encanto.
Dada la amplitud de estos seis temas, propongo que nos concentremos en
tres de ellos para iniciar una reflexión compartida entre colegas del continente.
la herencia cultural
En varios países de América Latina se celebra este año el bicentenario de la
independencia de España. Quizá sea este un buen momento para reflexionar
sobre la capacidad de las instituciones creadas a principios del siglo XIX, y en
particular sobre el derecho, a fin de dar origen a nuevas sociedades y romper
con las amarras que atan a nuestras sociedades al período colonial. ¿Por qué,
a pesar de la evidente incapacidad del derecho y de las instituciones para cam-
biar a la sociedad, la brecha entre este y la realidad social y la confianza en él
permanecieron y se reprodujeron como si la ineficacia no los afectara? Parte
de la respuesta a este interrogante, a mi entender, radica en factores culturales
relacionados con la concepción del poder, la autoridad y la ley. Estos factores,
que a diferencia del derecho cambian lentamente, están profundamente afe-
rrados a las condiciones materiales y a las estructuras económicas –algunas
de las cuales no han variado mucho desde la colonia– existentes en nuestras
sociedades. Vale la pena estudiar más estos fenómenos. Pongo un ejemplo:
durante la época colonial la economía del contrabando fue, por lo general,
más importante que la formal. Eso creó una mentalidad particular –descalifi-
cadora– respecto de la capacidad del Estado y de las autoridades para regular
el comercio. ¿En qué medida esa mentalidad sigue vigente hoy en día?
referencias bibliográficas
Carrió, Genaro (1973), Sobre los límites del lenguaje normativo, Bue-
nos Aires, Astrea.
Instituto Hans Kelsen (1984), Teoría pura del derecho y teoría marxista
del derecho, Bogotá, Temis.
Romero, José Luis (1999), Latinoamérica: las ciudades y las ideas, Me-
dellín, Editorial Universidad de Antioquia.