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.-No tienes que decirme nada. Solo déjate querer, así despacio,
despacito. Me encanta tu frente y tus ojos. Me embrujaste toda
completa. Me gusta tanto cuando estás debajo de mi vientre.
Cuando estás ahí no quisiera que pasara el tiempo.- Le susurraba
Miriam. Santiago estaba acostado de espaldas, desnudo. Ella le
besaba la espalda en forma pausada. Alargaba cada beso de arriba
hacia abajo. Él le sonreía.- ¿Te gusta? Eres un bandido. Por eso te
quiero tanto. Llévate los dos pesos. Son para ti. No le digas nada a
tu madre.
¡Ay Santiago! Me gustas tanto; eres un niño, pero con eso que
tienes, eres todo un hombre. Miriam lo montó. Tenía los pechos
grandes, los pezones redondos y rojos. Su cabello cubría la cara de
Santiago. Ella se movía lento, pero con fuerza. .- Ya eres un hombre
cabrón. Le decía Miriam entre suspiros.
Santiago volvió a su casa como otras veces con los dos pesos en la
bolsa del pantalón.
Eran más de las tres de la tarde de ese jueves, y solo llevaba cuatro
cartas entregadas. Hurgó su bolso. Una sonrisa se dibujó en su
rostro. Luego caminó unas cuadras, y ahí, frente a una higuera, en
una casa adornada con grandes jardineras y con enredaderas
ipomeas dejó la quinta carta del día.
.-Por qué dices que me quieres. Sí solo has estado un par de días.
Yo te quiero más tiempo, lo sabes bien. Quédate más, no pido nada
a cambio, solo quiero que te quedes más.- Santiago le calló su voz
con un beso. Ella lo abrazó fuerte. Santiago solo se quedó esa
noche. Natalie se llama, es una mujer de mirada serena y franca.
Sus caderas son grandes y su cintura pequeña, esbelta y de tez
morena. No era tan joven, pero eso sí, muy bella.- Quédate un día
más. Hazme sentir que conmigo no sientes frío. Quédate solo un día
más. Santiago volvió a besarla. Ella apagó la lámpara. Suspiros
lentos y suaves terminaron con aquella noche.
Santiago estaba parado frente al espejo, apenas unos días atrás había
cumplido veinte años, -ya era hombre hecho y derecho-, frase de su
madre. Pero él se había sentido así, desde que tenía dieciséis, la
Miriam solo decía en cada suspiro, en cada beso robado de su
parvulez. Santiago empezó a peinarse: sus facciones eran delicadas,
su cabello era de color castaño oscuro con rizos, de frente mediana,
de ojos grandes y de color café, de nariz recta, su quijada era
pequeña y redonda. Sus labios eran delgados, su mirada lo hacía
verse como un niño travieso, pero cuando se enojaba expresaba un
sentimiento en cierta medida siniestro. Su madre siempre le
recordaba que su aspecto lo iba a llevar a no muy buen puerto. "A
veces los guapos no son bendecidos por el tiempo, es más, es el
tiempo el que se encarga de maldecirlos. Ojalá no sea tu caso hijo
mío" Santiago terminó de peinarse y le sonrió al espejo con un
gesto de complicidad.
Santiago depositó su última carta, esta vez no fue en ninguna casa,
ni en ningún apartamento, si no en la oficina de correos, la carta
llevaba varios timbres, realmente era la única misiva que parecía una
carta de verdad. Santiago la colocó en el buzón. Luego caminó
rumbo al tiempo. Al llegar a su habitación se empezó a desvestir, su
mochila la colocó en el perchero, por fin las cartas habían sido
enviadas. Su nueva habitación era sobria y rígida. Tenía apenas un
colchón cubierto con un cobertor y un par de almohadas
rectangulares. Un biombo, un perchero y un pequeño sillón de tipo
minimalista. Un espejo mediano. Debajo del espejo había una vasija
blanca de cristal cortado sostenida por una mesa de madera, un
jabón descubierto y una navaja de afeitar. El espejo enmarcado en
latón, con adornos simples y sobrios. Al frente de la cama había una
pequeña ventana de madera con vidrios oscuros que dejaban entrar
solo la tristeza y la desesperanza. Santiago se sentó en el sillón,
revisó su bolso y encontró una carta que no había sido entregada. Se
levantó y la colocó al costado de la vasija.
A un costado del dormitorio estaba una estancia, al igual, pequeña
con una mesa cuadrada con dos sillas simples, al frente una pequeña
alacena, debajo, una tabla rasa, firme, sobre ella un frutero y una
cafetera.
Santiago se vio al espejo, esta vez el espejo fue más severo, le dejó
ver toda su realidad o quizás no toda, pues habría que contar con su
arrogancia aún sostenida después de aquella frase: Pensé que ya te
había quedado claro. Sus ojos parecían no tristes, sino un poco
cansados. -Han de ser las desveladas-. Se dijo. Su nariz parecía un
poco más robusta. En su boca las comisuras parecían más expuestas.
Su cabello todavía castaño oscuro. La frente un poco más angosta.
De todos modos dejaba verse un atractivo anterior, propósito ideal
para la encomienda de la misiva.
Levantó la carta olvidada y empezó a leerla. Esa noche era la fecha
establecida o cuando menos el primer día de espera: un día de
diciembre. El frío era imperceptible aún, quizás era porque la luna
no llegaba para anunciar el invierno. Tomó la carta y la metió en un
libro: Ana Karenina. Tomó un peine y empezó a alisarse el cabello.
Santiago iba a cumplir cincuenta y tres años, no había motivo para
sentirse viejo: solo los recuerdos que hacen ver al hombre ya con
años encima, si no fuera por eso, la edad no existiría en el cuerpo, la
mente lo hace todo. Pero ella solo tenía cuarenta y dos, pero no es
por eso, es la mente, además ella ya había dicho lo que dijo: Pensé
que ya te había quedado claro.
El reloj marcaba las 21 horas con 25 minutos. En el cielo una luna
fría aparecía anunciante. La noche se aproximaba larga y perezosa.
Santiago abrió la ventana, el frío se entremetió en su cuarto. Como
un acto de esperanza también abrió la puerta de la casa. Luego entró
al cuarto de al lado. De la alacena sacó una botella de vino y dos
copas. La espera estaba firme. Abrió un poco más la ventana, el aire
se volvió más frío, se dirigió a su cama, y se recostó con la ropa
puesta.
Santiago recorrió el cobertor sobre su cuerpo, el frío estaba más
sincero. El cuarto oscureció por completo, pero allá fuera la luna
estaba clara y perfecta. Nadie se había asomado a la puerta. La
primera noche de espera le había dejado solo un suspiro en la
cabecera de su cama.
El sol apareció frente a la ventana. El frio había quedado prendido
en el paso de la noche. Santiago se levantó y caminó hacia la puerta,
la cerró despacio. Finalmente el frío de esa noche había sido sobrio,
nada penetrante.
.-Sabes me gustó mucho que me dijeras que me querías. Quizás es
porque ya tenía tiempo que no lo escuchaba. Sin embargo, al final
de cuentas de nada sirve. No te ocupes en decírmelo, porque da
igual.
Santiago estaba parado debajo del arco de la puerta. Ella estaba
acostada boca abajo en la cama. –Santiago yo diría que no creyeras
en el amor, de todos modos el frio entra por todos lados. Ven,
acuéstate aquí conmigo. Santiago se acostó a su lado, le besó la
espalda, luego la abrazó y se escondió junto con ella debajo de las
sabanas.
¿Sientes frío? Le dijo ella. Santiago se cubrió con la cobija.
.-Hace frío. Abrázame, que hoy el frío no cuenta con nosotros.-. Él
la abrazó y le susurró al oído. El frío siempre es más profundo
cuando estás solo. Pero tú y yo estamos aquí, te prometo que ya no
sentiré frío.
-.Te dolerá algún día estar solo. Así que busca siempre tener a
alguien, mejor sí es ella, no se quien, pero ella, siempre ella.
Recuérdalo Santiago.-
Nadie había llamado a la puerta. Ya era la cuarta noche. Santiago
volvió a la mesa. Se sirvió una copa de vino. Era un vino escocés,
que le habían regalado. Tomó de nuevo la carta. Quizás no habían
leído. La luna apareció de nuevo, esta vez más clara y redonda. Se
levantó y cerró la ventana. Luego se acostó en la cama. Ya eran las
diez de la noche del 25 de diciembre. El frío era intenso y sereno.
Santiago volvió los ojos a la carta olvidada. Un suspiro se atragantó
en esa noche de invierno: Pensé que ya te había quedado claro.