Está en la página 1de 10

Una noche frío

El viento resultó ser un inadecuado personaje. Apareció frío y con


fuerza. “Pensé que ya te había quedado claro”, Sentenció Julieta
esa mañana de noviembre. Él quedó callado, luego volteó la mirada
como queriendo evitar los ojos que le reprochaban su torpeza: -¿No
supo o no quiso entender?- Ella había hablado con firmeza, no en
esa ocasión, sino en aquella tarde cuando él despertó de su siesta.
No pudo comprender que quien debía irse primero era él. Pero eso
sí, llenó de suspiros la cabecera de su cama.
Julieta y Santiago se conocieron el día de la virgen de la Candelaria.
Nadie hubiera imaginado que era la primera vez que cruzaron sus
miradas, parecía como si el tiempo los hubiera arrastrado hasta ahí
para juntarlos de nuevo. Sus ojos se miraban con tanta intensidad
que parecían que detrás de ellos hablaban sus corazones. Esa tarde
ella vestía un vestido rojo con lentejuelas verdes plateadas; Santiago
llevaba un traje azul. Bailaron la primera tanda de la noche. Él le
prometió todo, ella dijo a todo que sí. Ella respiraba quedito, como
queriendo detener el suspiro de su pecho, él tenía puesto los ojos
en sus cabellos castaños. Poco tiempo después, Santiago cumplió su
primera promesa; se casó con ella, esta vez no estuvo la virgen de la
Candelaria como testigo, pero él volvió a prometerle todo. Santiago
estaba hecho para eso, quizás hasta para algo más.

“–Santiago ya deja de mirarte al espejo, pareciera que de un


segundo a otro va cambiar tu cara. Aparte lo vas a desgastar y ya no
tenemos otro –“Le dijo su madre.
“– ¿Qué dices mamá?”
“--.Eres idéntico a tu padre. Pero tú serás más sereno, bueno,
eso espero. La vanidad no es aconsejable para los hombres; eso está
bien para las niñas, así que ya no sigas con eso. Ya vete a la cama”.

Julieta creyó que Santiago había llegado a su vida para ser su


sentimiento eterno.
Hasta el aire parecía estar de acuerdo, pues juntaba sus ojos con los
de él en una misma dirección. Nunca imaginó que aquella mañana
habría de replicarle: “Pensé que ya te había quedado claro”, y luego
salir de aquella casa de tantos años, sin suspiros, y sin ganas de
creerlo todo.
Santiago recorrió una y otra vez todos los aposentos donde alguna
vez lo prometió todo. Nada era igual y menos con la soledad en la
frente y el frío en sus espaldas. Caminó en dirección opuesta al
tiempo y buscó en su armario todos los recuerdos para no dejar
entrar el frío. Un bolígrafo, un papel y la esperanza de que los
recuerdos no se callaran, que no se quedaran como un timbre en una
carta no entregada. Así debió iniciar Santiago su primera noche sin
el sonido de sus suspiros, sin el murmullo de sus temores, sin el olor
de sus reclamos, solo con aquella sentencia: “Pensé que ya te había
quedado claro”.

Santiago terminó de escribir. El bolígrafo pudo haberse quedado


sin tinta, pero quiso culminar con esta frase:
"Tú qué sabes de mi forma de sentir, ocúpame una noche en casa, y
de paso con todos los recuerdos. Ya es medianoche y no quiero
quedarme con el frío en mis espaldas”.
“¿Es posible que pueda reproducirse este escrito, unas doscientas
veces? Bueno, al menos cien”, se preguntó.
Estaba seguro que ninguna podía negarse a pasar al menos una
noche con él; todas tenían un recuerdo clavado en su mente, y un
sabor en sus labios, y qué decir, en sus corazones: ahí estaba todo.
Caminó hasta la esquina conocida como la Pimienta. Ahí dejó la
primera carta. En la avenida poniente 2, dejó la segunda carta, justo
en la casa con el número 27. Revisó su bolso de piel, las cartas eran
muchas y el tramo era largo todavía.

Santiago durmió más de 15 horas, después de llegar de su primera


noche de juerga. Despertó con hambre y con frío. Apenas tenía 16
años. Al abrir el enfriador vio una nota de su madre: “Hijo: cuando
te levantes llévale esa bolsa de ropa a la Miriam, y le das los dos
pesos que está en el canastito. "No te vayas a quedar de bandido.
Regresa rápido porque tu abuela está enferma". Santiago tomó el
papel y lo puso en el bolsillo de su pantalón. El reloj de la pared
marcaba las seis y treinta y cinco de la tarde. El sol apareció frente a
la ventana, tenue y distante. Santiago tomó los dos pesos y salió de
su casa.

.-No tienes que decirme nada. Solo déjate querer, así despacio,
despacito. Me encanta tu frente y tus ojos. Me embrujaste toda
completa. Me gusta tanto cuando estás debajo de mi vientre.
Cuando estás ahí no quisiera que pasara el tiempo.- Le susurraba
Miriam. Santiago estaba acostado de espaldas, desnudo. Ella le
besaba la espalda en forma pausada. Alargaba cada beso de arriba
hacia abajo. Él le sonreía.- ¿Te gusta? Eres un bandido. Por eso te
quiero tanto. Llévate los dos pesos. Son para ti. No le digas nada a
tu madre.
¡Ay Santiago! Me gustas tanto; eres un niño, pero con eso que
tienes, eres todo un hombre. Miriam lo montó. Tenía los pechos
grandes, los pezones redondos y rojos. Su cabello cubría la cara de
Santiago. Ella se movía lento, pero con fuerza. .- Ya eres un hombre
cabrón. Le decía Miriam entre suspiros.
Santiago volvió a su casa como otras veces con los dos pesos en la
bolsa del pantalón.

Por qué siempre que vienes a verme pareciera que te quemaran


los pies. Déjame verte más tiempo, no te voy a desgastar. Eres
hermoso Santiago. Quédate mucho más, que conmigo no sentirás
frío. Santiago se acostó en la cama.
Ella la besó quedito. Quédate para siempre conmigo. Él la tomó de
sus manos, y sin decirle nada, la abrazó hasta acostarla a su lado.
.-Me da miedo quererte Santiago. Se precipitó a decirle, mientras le
tocaba debajo de su vientre. Sara tenía el cabello rubio natural, los
ojos verdes y grandes.
Me da miedo quererte, pero yo creo que lo haría toda la vida. Eres
único, Santiago. No quisiera saber qué sería de mi vida el no
tenerte cerca. ¿Te gusto? ¿Verdad que sí? Todos anhelan tocar mi
cuerpo, y a ti, parece que lo sientes poco. Pero te gusto, lo sé.
Santiago la vio con sinceridad, luego le besó su impaciencia.
.-No dudes en venir a verme cuando sientas frío Santiago. .-
Murmuró Sara, mientras volvió acariciarle debajo del vientre.

Eran más de las tres de la tarde de ese jueves, y solo llevaba cuatro
cartas entregadas. Hurgó su bolso. Una sonrisa se dibujó en su
rostro. Luego caminó unas cuadras, y ahí, frente a una higuera, en
una casa adornada con grandes jardineras y con enredaderas
ipomeas dejó la quinta carta del día.
.-Por qué dices que me quieres. Sí solo has estado un par de días.
Yo te quiero más tiempo, lo sabes bien. Quédate más, no pido nada
a cambio, solo quiero que te quedes más.- Santiago le calló su voz
con un beso. Ella lo abrazó fuerte. Santiago solo se quedó esa
noche. Natalie se llama, es una mujer de mirada serena y franca.
Sus caderas son grandes y su cintura pequeña, esbelta y de tez
morena. No era tan joven, pero eso sí, muy bella.- Quédate un día
más. Hazme sentir que conmigo no sientes frío. Quédate solo un día
más. Santiago volvió a besarla. Ella apagó la lámpara. Suspiros
lentos y suaves terminaron con aquella noche.

Santiago bajó del taxi. Le pidió al chofer que lo esperará. Caminó


unos pasos y se paró frente a una casa. Arrojó la carta debajo de la
puerta. Era una casa blanca con unos adoquines rojos al frente. La
cornisa estaba tupida de enredaderas de hiedra. Santiago espió por
una rendija, luego se quedó parado como queriendo regresar a un
recuerdo. Volvió a revisar su bolso. El taxi se aproximó a Santiago.
Se asomó a la rendija. Luego caminó lento y se subió al taxi.

.-Estás como ido. ¿Te gusta mucho el mar verdad? A mí me provoca


miedo, pero también lujuria. ¿Y a ti? Bueno, tú pareces más bien
como abandonado. Ven a caminar un rato. Santiago estaba
acurrucado con la mirada fija al horizonte. Era una mañana soleada,
unas pequeñas nubes se perdían al final de la curva del mar. Ella
vestía un traje diminuto en color rosa. Tenía las nalgas redondas y
voluptuosas, el cabello color castaño claro. Era de tez blanca, con
rostro bello. Llamó a Santiago, pero él siguió con la mirada fija,
como si estuviera mirando a la nada. Me pediste venir conmigo, y tal
parece que mejor hubiera venido sola. Eres extraño, pero lindo.
Cuando te quedes solo no dudes en buscarme, pero por ahora
quiero sentirte aquí debajo y también por arriba, pero más aquí,
aquí en mi corazón. ¡Me encantas!

Era domingo. El día estaba nublado, corría un viento fresco.


Santiago colocó en un pequeño buzón su carta. Se quedó viendo por
unos minutos la casona. Luego intentó abrir el buzón. Ese día vestía
un pantalón en color café y una camisa blanca, una chaqueta en
color marrón. No había más, ya era tarde. Santiago volvió sus ojos
a la casa grande. Su mano izquierda hurgó su bolso. Luego caminó
rumbo al norte. El cielo se tiñó más oscuro.
Iniciaba la semana y no era al parecer nada alentador, aunque ya
faltaban pocas misivas que entregar, la fecha estaba por llegar, el
reto estaba echado y no había cómo retractarse: -¿Alguién llegará?-
Pensó.

Santiago estaba parado frente al espejo, apenas unos días atrás había
cumplido veinte años, -ya era hombre hecho y derecho-, frase de su
madre. Pero él se había sentido así, desde que tenía dieciséis, la
Miriam solo decía en cada suspiro, en cada beso robado de su
parvulez. Santiago empezó a peinarse: sus facciones eran delicadas,
su cabello era de color castaño oscuro con rizos, de frente mediana,
de ojos grandes y de color café, de nariz recta, su quijada era
pequeña y redonda. Sus labios eran delgados, su mirada lo hacía
verse como un niño travieso, pero cuando se enojaba expresaba un
sentimiento en cierta medida siniestro. Su madre siempre le
recordaba que su aspecto lo iba a llevar a no muy buen puerto. "A
veces los guapos no son bendecidos por el tiempo, es más, es el
tiempo el que se encarga de maldecirlos. Ojalá no sea tu caso hijo
mío" Santiago terminó de peinarse y le sonrió al espejo con un
gesto de complicidad.
Santiago depositó su última carta, esta vez no fue en ninguna casa,
ni en ningún apartamento, si no en la oficina de correos, la carta
llevaba varios timbres, realmente era la única misiva que parecía una
carta de verdad. Santiago la colocó en el buzón. Luego caminó
rumbo al tiempo. Al llegar a su habitación se empezó a desvestir, su
mochila la colocó en el perchero, por fin las cartas habían sido
enviadas. Su nueva habitación era sobria y rígida. Tenía apenas un
colchón cubierto con un cobertor y un par de almohadas
rectangulares. Un biombo, un perchero y un pequeño sillón de tipo
minimalista. Un espejo mediano. Debajo del espejo había una vasija
blanca de cristal cortado sostenida por una mesa de madera, un
jabón descubierto y una navaja de afeitar. El espejo enmarcado en
latón, con adornos simples y sobrios. Al frente de la cama había una
pequeña ventana de madera con vidrios oscuros que dejaban entrar
solo la tristeza y la desesperanza. Santiago se sentó en el sillón,
revisó su bolso y encontró una carta que no había sido entregada. Se
levantó y la colocó al costado de la vasija.
A un costado del dormitorio estaba una estancia, al igual, pequeña
con una mesa cuadrada con dos sillas simples, al frente una pequeña
alacena, debajo, una tabla rasa, firme, sobre ella un frutero y una
cafetera.

Porque nunca dices lo que sientes. Le replicó María. ¿Te da


miedo? ¿O de veras no sabes sentir? Nunca te he escuchado decir
un te quiero. Santiago la miró con ternura, luego la abrazó por unos
instantes. Ella lo besó con cariño.
.-A veces también se vale que lo pronuncies, que lo digas. Pero creo
que a ti no te sale. Eres seco, pero bello. Quisiera que me dijeras
que es mi forma de amarte lo que hace que estés conmigo. Me
gustaría saberlo o cuando menos oírte lo decir. Pero es quizás tu
silencio lo que te vuelve más lindo. No dudes en llamarme cuando te
sientas solo. Santiago le besó las ganas. Ella le consistió el cumplido
con un suspiro.

Santiago se vio al espejo, esta vez el espejo fue más severo, le dejó
ver toda su realidad o quizás no toda, pues habría que contar con su
arrogancia aún sostenida después de aquella frase: Pensé que ya te
había quedado claro. Sus ojos parecían no tristes, sino un poco
cansados. -Han de ser las desveladas-. Se dijo. Su nariz parecía un
poco más robusta. En su boca las comisuras parecían más expuestas.
Su cabello todavía castaño oscuro. La frente un poco más angosta.
De todos modos dejaba verse un atractivo anterior, propósito ideal
para la encomienda de la misiva.
Levantó la carta olvidada y empezó a leerla. Esa noche era la fecha
establecida o cuando menos el primer día de espera: un día de
diciembre. El frío era imperceptible aún, quizás era porque la luna
no llegaba para anunciar el invierno. Tomó la carta y la metió en un
libro: Ana Karenina. Tomó un peine y empezó a alisarse el cabello.
Santiago iba a cumplir cincuenta y tres años, no había motivo para
sentirse viejo: solo los recuerdos que hacen ver al hombre ya con
años encima, si no fuera por eso, la edad no existiría en el cuerpo, la
mente lo hace todo. Pero ella solo tenía cuarenta y dos, pero no es
por eso, es la mente, además ella ya había dicho lo que dijo: Pensé
que ya te había quedado claro.
El reloj marcaba las 21 horas con 25 minutos. En el cielo una luna
fría aparecía anunciante. La noche se aproximaba larga y perezosa.
Santiago abrió la ventana, el frío se entremetió en su cuarto. Como
un acto de esperanza también abrió la puerta de la casa. Luego entró
al cuarto de al lado. De la alacena sacó una botella de vino y dos
copas. La espera estaba firme. Abrió un poco más la ventana, el aire
se volvió más frío, se dirigió a su cama, y se recostó con la ropa
puesta.
Santiago recorrió el cobertor sobre su cuerpo, el frío estaba más
sincero. El cuarto oscureció por completo, pero allá fuera la luna
estaba clara y perfecta. Nadie se había asomado a la puerta. La
primera noche de espera le había dejado solo un suspiro en la
cabecera de su cama.
El sol apareció frente a la ventana. El frio había quedado prendido
en el paso de la noche. Santiago se levantó y caminó hacia la puerta,
la cerró despacio. Finalmente el frío de esa noche había sido sobrio,
nada penetrante.
.-Sabes me gustó mucho que me dijeras que me querías. Quizás es
porque ya tenía tiempo que no lo escuchaba. Sin embargo, al final
de cuentas de nada sirve. No te ocupes en decírmelo, porque da
igual.
Santiago estaba parado debajo del arco de la puerta. Ella estaba
acostada boca abajo en la cama. –Santiago yo diría que no creyeras
en el amor, de todos modos el frio entra por todos lados. Ven,
acuéstate aquí conmigo. Santiago se acostó a su lado, le besó la
espalda, luego la abrazó y se escondió junto con ella debajo de las
sabanas.
¿Sientes frío? Le dijo ella. Santiago se cubrió con la cobija.
.-Hace frío. Abrázame, que hoy el frío no cuenta con nosotros.-. Él
la abrazó y le susurró al oído. El frío siempre es más profundo
cuando estás solo. Pero tú y yo estamos aquí, te prometo que ya no
sentiré frío.
-.Te dolerá algún día estar solo. Así que busca siempre tener a
alguien, mejor sí es ella, no se quien, pero ella, siempre ella.
Recuérdalo Santiago.-
Nadie había llamado a la puerta. Ya era la cuarta noche. Santiago
volvió a la mesa. Se sirvió una copa de vino. Era un vino escocés,
que le habían regalado. Tomó de nuevo la carta. Quizás no habían
leído. La luna apareció de nuevo, esta vez más clara y redonda. Se
levantó y cerró la ventana. Luego se acostó en la cama. Ya eran las
diez de la noche del 25 de diciembre. El frío era intenso y sereno.
Santiago volvió los ojos a la carta olvidada. Un suspiro se atragantó
en esa noche de invierno: Pensé que ya te había quedado claro.

Por fin alguien llamó a la puerta, habían pasado varias noches de


aquel primer día de espera. Santiago se asomó a la puerta de entrada.
La luna fue inconstante en las últimas quedas, o tal vez fueron las
nubes inconscientes que no le permitieron aparecerse por la
ventana. Al final, quizás debió ser ella, una amable compañía.
Santiago abrió la puerta, en el umbral una sombra. Santiago la vio
con desapego. El frío se quedó prendido en la cornisa.
. .-El frío siempre es más profundo cuando estás solo. Prométeme
que ya no sentirás frío.
Por la ventana el sol caló su fuerza, de aquella tarde de un día de
enero cualquiera.

William Ordóñez Ruiz.

También podría gustarte