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© Susanna Herrero

1ª edición, febrero de 2021


Ilustración de portada: Judit Mallol.
Diseño de cubierta: Adyma Desing.

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propiedad intelectual.
Para Virginia.
Porque tú tenías que estar aquí.
Porque tú eres una Cabana.
Sinopsis
Una chica.
Un chico.
Un ascensor.
Y un cortocircuito que los deja encerrados dentro.
Solos.
Ella apoya la espalda en la pared y se deja caer derrotada al suelo; el aire en
sus pulmones se encoge y el pulso en sus venas se dispara. No le gustan los
ascensores. No le gustan los espacios cerrados.
Él sale al rescate. Le explica que es técnico de ascensores; ella no podía
haber tenido más suerte. Es mentira, por supuesto.
Hasta mucho más tarde, la chica no descubre las pecas en el rostro del
chico. Y su olor al mar Mediterráneo.
Él la ve desde el primer instante.
Cuando los liberan, comparten una noche de risas, besos y gemidos
susurrados al oído. No intercambian números de teléfono. Solo es una
noche.
Ella se llama Mencía y pertenece a la unidad de Asuntos Internos. Hay un
topo entre los geos y tiene que encontrarlo.
Él se llama Marcos y es geo.
Sorpresa.
Prólogo
Septiembre, 2018

En una de las noches más sombrías y desabrigadas que había conocido, la


embajadora de España en Kabul regresaba a casa en un viaje tan imprevisto
como desconsolado: su madre había sufrido un atropello espantoso en plena
calle; tan espantoso que había protagonizado los noticieros de toda la
nación; tan espantoso que había fallecido en el acto.
Recostada en uno de los asientos de cuero negro del coche oficial,
observaba, con la mirada perdida, a los dos geos que la acompañaban en su
traslado desde el aeropuerto de Alicante hasta su pueblo natal, en las
afueras de la ciudad solariega. Alternaba la vista entre ellos y el paisaje
visible a través de su ventana tintada, un paisaje que discurría a una
velocidad inalcanzable, pero que, a pesar de ello y de la noche cerrada,
reconocía: estaba llegando a casa.
Suspiró.
Su actitud intransigente contra el trato vejatorio hacia las mujeres la
había colocado en el punto de mira del régimen autoritario en Afganistán.
Ya ni siquiera podía viajar al hogar familiar sin la protección adecuada.
Pero merecía la pena. Por supuesto que la merecía.
Llegaron a su destino y ella tomó una gran bocanada de aire antes de
abrir la portezuela y apearse en el bordillo. Fue la última vez que respiró.
Una bomba lapa en los bajos del coche acabó con su vida al instante.

«Últimas noticias en directo. Interrumpimos todas las emisiones para


informar del atentado terrorista que ha sufrido la diplomática española en
Kabul, Laura Carral. Se sospecha de una cédula de Al Qaeda. Tanto la
embajadora como el resto de los pasajeros del vehículo en el que viajaba
han fallecido en el acto».
River Phoenix:
Marc. Solo necesito comprobar que recibes este mensaje. Solo eso. Los dos putos tics. Dámelos,
Marc.
River Phoenix:
Por favor.

Adri:
Marcos.

Hugoeslaestrella:
Marc.

La niña:
Marcos.

Mamá:
Marcos.

Papá:
Hijo.

Comité de crisis de la Policía Nacional

La tensión, la incertidumbre, la pérdida del control sobre la situación, los


movimientos frenéticos de extremidades humanas por debajo de la mesa, el
golpeteo constante y nervioso de aquel bolígrafo contra la madera, las hojas
de papel que volaban de un lado a otro, las maldiciones y los juramentos;
todo, consecuencia del tremendo golpe que habían recibido, impregnaba el
ambiente.
—¡¿Qué demonios ha pasado?! Necesitamos respuestas ¡y ya! —exigía
el comisario jefe. Su pierna derecha era una de las que convulsionaban con
frenesí bajo la mesa. No podía controlarla.
—No lo sabemos —respondió el del bolígrafo, sin cejar en su empeño de
abollar la mesa.
—Respuesta incorrecta. Dadme otra.
—No lo entendemos. No entendemos qué ha podido suceder. El traslado
se ha producido en el más estricto secreto, como siempre. El vehículo se
revisó de arriba abajo antes de su salida.
—Yo sí lo entiendo. Y creo que muchos de nosotros, también. Pero
alguien debe decirlo en voz alta: tenemos un topo en la unidad —afirmó el
segundo de a bordo.
—¿Un topo?
—Joder…
—Hay que encontrarlo y neutralizarlo.
—Y eso haremos. De momento, esa bomba lapa no existe. Diremos que
fue un explosivo en la carretera. Así no levantaremos sospechas entre los
chicos.
—Sí, señor.
—Así será.
—Y ahora, caballeros —el comisario apoyó las manos sobre la mesa y
se levantó—, todo el mundo a trabajar. Vamos a cazar a ese hijo de puta.

River Phoenix:
Marc. Solo necesito comprobar que recibes este mensaje. Solo eso. Los dos putos tics. Dámelos,
Marc.
River Phoenix:
Por favor.
River Phoenix:
Joder, gracias a Dios.
1 ¿Y tenía que ser en un maldito ascensor?

Marcos
Quince días después

«Mierda, llueve como si no hubiera un mañana. ¿En qué momento?».


Accedo al hotel por la puerta giratoria, a todo correr, pero me obliga a
frenar en seco: la muy cabrona tarda lo suyo en girar y, de momento, no
traspaso paneles de vidrio. De momento. «Venga, venga, venga, joder»,
mascullo mientras doy ligeros toques en el cristal. Aprovecho para
revolverme el pelo y eliminar parte del agua que se ha acumulado; no lo
consigo, hay demasiada. Estoy empapado. Y llego tarde, y yo nunca llego
tarde. Nunca llego más de media hora tarde, quiero decir, y ya llevo
cuarenta minutos de retraso. Que he quedado con mi familia y hay
confianza, pero luego tengo que oírlos. Pereza.
En cuanto dispongo de vía libre, acelero de nuevo a través del gigantesco
recibidor del hotel. Al virar a la izquierda, advierto que las puertas de uno
de los ascensores están a punto de cerrarse: pillar uno libre a la primera es
misión casi imposible, y eso que hay cuatro. Este hotel tiene más afluencia
que la playa en pleno mes de agosto.
—¡Espera! —grito, a pleno pulmón, a quienquiera que se encuentre
dentro.
No pienso quedarme fuera. De hecho, en un par de zancadas más, lo
alcanzo. Derrapo (el suelo está tan brillante e impoluto que uno podría pasar
la lengua por él), pero lo alcanzo. Y justo a tiempo. Introduzco las manos en
la estrecha rendija entre las puertas, abro del todo y entro.
«Muy bien, Marc, solo llegas cuarenta y cuatro minutos tarde. Claro que
podría haber sido mucho peor si no llegas a coger este ascensor y…».
¡Hostiasss! No me lo puedo creer. Alicia. Joder, Alicia. Alicia está en el
ascensor.
Mi exnovia.
¿Exnovia? «Venga, Marc». OK, joder.
Mi exprometida.
La chica a la que dejé plantada en el altar, literalmente.
La chica con la que no he vuelto a mantener una conversación civilizada
desde entonces. Y han pasado dos años. Casi nada.
No me apetecen más insultos, la verdad. Los ha habido en cantidades
industriales y estoy un poco hastiado de esta situación, por no decir que
estoy hasta los cojones. Miro de nuevo hacia las puertas, detrás de mí, pero
ya es tarde: se han cerrado a cal y canto y el ascensor se ha puesto en
marcha.
—Por mucho que las mires, no van a abrirse por arte de magia. No tienes
escapatoria, Marc. Hoy, no.
Dios, cómo me conoce. Y su actitud no presagia nada bueno: brazos en
jarras; cara de pocos amigos; labios apretados. Rayos láser fulminadores en
las pupilas.
—No iba a escapar.
—Seguro que no.
—No es mi estilo.
—Por favor, Marquitos —añadamos: sonrisa falsa—, no me lo pongas
tan fácil. ¿Estás perdiendo facultades?
Mierda. Esto no va bien. Mi plan de huida consiste en bajarme en la
primera o en la segunda plantas, esperar al próximo ascensor y a la mierda
con llegar cincuenta minutos tarde. Pero, una vez más, en cuanto clavo los
ojos en el panel de los botones (el número de la última planta, la veintidós,
justo a la que voy yo, brilla con intensidad dentro de su círculo rojo), ella
me frena. Y no con palabras, sino con un movimiento, una intención, y
deduzco de inmediato lo que va a hacer, porque yo también la conozco. La
conozco mejor que nadie.
—Ali… —le advierto antes de que lo lleve a término, porque no es el
momento ni el lugar, pero… no me escucha.
Pulsa el botón de emergencia y el ascensor se detiene de pronto con una
sacudida brusca. Fenomenal.
—No voy a darte la oportunidad de bajar en el primer piso. ¿A dónde
ibas, por cierto? ¿Al skybar a encontrarte con Alex?
¿Iba?
—No.
—¿No? —Parece escéptica.
—No —afirmo con seguridad—. También he quedado con mis
hermanos.
—Ah, cómo no.
—Pulsa el botón de nuevo, Ali.
—¿Pulsar el botón?, ¿con Marcos Cabana todo para mí, encerrado en un
ascensor sin escapatoria posible? Me parece que no voy a pulsar ningún
botón. Me debes una conversación desde hace demasiado tiempo. Esa
conversación.
Sí, estoy totalmente de acuerdo, pero la conversación que ella y yo
tenemos pendiente hay que consumarla en frío. En caliente, podemos
causarnos muchísimo más daño del que ya nos hemos hecho, el uno al otro
y a nosotros mismos. Y tengo la sensación de que aún estamos algo
caldeados.
—No creo que estés preparada.
—¿No me digas? ¿Ahora vas de psicólogo? ¿Qué será lo próximo?
¿Vidente? No te vendría mal, la verdad. Podías haber evitado este
encuentro. Podías haber evitado muchas cosas. Entre ellas, nuestro
compromiso.
—No voy de psicólogo, Ali; no hay más que verte.
—¿Qué ves?
—Mucha hostilidad. Yo entiendo de hostilidad, joder. Tú no quieres
hablar, tú quieres explotar contra mí. Una vez más.
—¿Puedes culparme?
—Yo no he dicho eso.
—No es hostilidad, Marcos. Es un cabreo monumental que necesito
sacar de dentro porque me carcome desde hace demasiado tiempo.
—Muy bien —acepto. Lo acepto porque esta chica no es Alicia. Y ella
tiene que volver a ser Alicia. No hay nada en el mundo que desee más ahora
mismo—. Sácalo. Tienes que seguir adelante, Ali. Tenemos que seguir
adelante.
—¿Seguir adelante? Han pasado dos años, Marcos. Te aseguro que he
seguido adelante. No te lo creas tanto.
Que no es eso, joder.
—Me alegro por ti. De verdad. Y llevas razón en algo: estamos tú y yo,
solos, por fin. Haz lo que necesites. Vomita todo lo que guardes dentro
sobre mí. Pero vomítalo bien, porque va a ser la última vez que me voy a
dejar. Esto se acaba aquí y ahora.
—¿Vomitarlo bien? ¿Qué te parece esto?: eres lo peor que me ha pasado
en la vida. Mi peor error y mi mayor decepción. —¿Que qué me parece?
Pues que empezamos de puta madre—. Un cobarde de primera fila al que
no entiendo cómo no han despedido en su trabajo; yo pensaba que los geos
eran personas de honor, pero me equivocaba. No solo no tuviste el valor de
decirme que no querías casarte conmigo, sino que te has pasado dos años
esquivándome. Creo que no se pueden hacer las cosas peor que como tú las
has hecho. Estuvimos juntos tres años, Marc, ¡tres años! Me merecía algo
más por tu parte. Jamás pensé que, precisamente tú, fueras de los que no
dan la cara y tampoco asumen las consecuencias de sus actos. Ahora me
alegro de no haberme casado contigo, porque representas todo lo que yo
aborrezco. Todo lo que no quiero en mi futuro. Ojalá no te hubiera conocido
nunca. Y a ver si creces un poco: ya te toca. No se puede vivir en la
adolescencia toda la vida. Tengo primos de dos años más sensatos que tú.
Madura, Marcos. Verás que la experiencia no es para tanto y que solo te va
a reportar beneficios. Hasta nunca.
Con un golpe seco, rabioso, con la mano bien abierta, pulsa el botón de
emergencia y el ascensor reanuda el ascenso. Entonces soy yo el que lo
detiene de nuevo.
—Espera —suplico, agarrándola del brazo—. No te vayas así, por favor.
No puedo permitir que se marche. No quiero que se vaya así, dolida con
nosotros, una vez más. Quizá la única manera de templarnos sea esta:
desnudarnos y hablar desde las entrañas. El destino nos lo ha puesto a
huevo, y yo no quiero que sigamos sufriendo por retener la amargura
dentro. Ninguno de los dos.
—¿Por qué, Marcos? —me pregunta con dolor—. ¿Por qué no viniste a
hablar conmigo?
Suspiro y me apoyo en la pared del ascensor con las manos en la
espalda. Muy bien, allá voy:
—Ese día no fui consciente de nada de lo que hice la mayor parte del
tiempo. Estaba dispuesto a casarme y a intentarlo contigo porque te quería y
porque lo último que haría sería dañarte a propósito. Solo se lo conté a
Alex. Y ni siquiera se lo conté. Solo le pregunté por el amor. Necesitaba
preguntarle a él por el amor. Llevaba demasiado tiempo preguntándome a
mí mismo por el amor. El resto, ya lo sabes.
—Sí, demasiado bien. ¿Por qué luego no tocaste a mi puerta para
explicarme qué te había ocurrido?
—Porque no querías ni verme.
—No quería ni verte la primera semana, Marcos. Tal vez tampoco la
segunda ni la tercera. Pero ¿después?
—Después de tres semanas pensé que aún no querías verme.
—¿Y después, Marcos?
—El tiempo fue pasando. El tiempo avanza mucho más rápido de lo que
creemos. Transcurrieron más semanas. Meses. Un año. Dos. Nos
cruzábamos por la calle y tú todavía me mirabas con ganas de querer
matarme. Hablamos un par de veces, pero… volvimos a lo mismo. Pensé
que no estabas preparada.
—¿Yo no estaba preparada? Eres un prepotente de mierda.
—No es eso, Alicia. Te lanzas a la yugular sin dejar que me explique,
joder. Pensé que tú no estabas preparada y pensé que yo tampoco lo estaba.
No estábamos preparados. Pero tienes razón. Debí tocar a tu puerta hace
mucho tiempo.
—Ya me da igual.
—De todas formas, lo siento.
—¿Qué fue lo que ocurrió? No, espera, no me respondas. Creo que
conozco la respuesta. Cuando tú y yo nos liamos, solo te habías follado a
medio pueblo. Te quedaste con las ganas de la otra mitad, ¿no?
Ahora sí que me cabreo. ¿En serio, Alicia? Así, no.
—Pues sí, fue justo eso.
Propino un golpe seco al botón de emergencia, muy cabreado, y el
ascensor arranca de nuevo. Ahora es Alicia quien lo detiene por tercera vez.
Aún no hemos llegado ni al segundo piso.
—Espera —dice con un ápice de disculpa en su voz—. ¿Desde cuándo,
Marc? ¿Desde cuándo tuviste dudas?
Suspiro otra vez. Y decido ser sincero.
—Creo que desde que me pediste que me casara contigo.
Todavía recuerdo aquel momento como si hubiera sucedido ayer. Era
verano, estábamos en la playa; habíamos pasado allí toda la tarde,
remoloneando; la mayoría de los bañistas se habían marchado y estaba
atardeciendo. Yo me tumbé boca abajo, mirando al mar (puedo pasarme
horas mirando al mar sin apenas pestañear); Alicia se tumbó encima de mí y
me lo susurró al oído: «¿Quieres casarte conmigo, Marc?». Me acuerdo de
que sentí… frío de repente. Mucho frío. Pero lo ignoré. Y le dije que sí.
También… también echaba de menos a mi hermana, y Alex no acababa de
superar su partida, y yo necesitaba saber qué les había pasado. Si nos
casábamos, Priscila tendría que regresar. Ahora, mirándolo en retrospectiva,
creo que soy la peor persona del mundo.
—¿Por qué me dijiste que sí, entonces? ¿Por qué, Marcos? Si no querías
casarte conmigo, no me entra en la cabeza que me dijeras que sí. ¿Lo hiciste
porque tus hermanos también se habían casado? ¿Por imitar a River? ¿O a
Priscila?
¡Acabáramos!
—Sí, claro. Vi lo estupendísimo que fue el matrimonio de Priscila y
Alex, que pocos meses después de la boda se separaron, y me dije: «Coño,
me apunto». Vi lo maravillosamente bien que marchaba el matrimonio de
River, que no hacía otra cosa que discutir con su mujer, y me dije: «Coño,
me apunto seguro. Yo me subo a este tren sin dudarlo».
—Claro, al tren de los matrimonios de mierda de tus hermanos.
—No hables así de mis hermanos —le advierto, cabreado de nuevo. Yo
puedo hablar de ellos como me dé la gana, pero el resto del mundo, no—.
No te han hecho nada ni tienen la culpa de todo esto. Puede que sus
matrimonios fueran matrimonios de mierda, pero se quieren con locura. Se
quieren de verdad. Como hay que quererse para adquirir un compromiso de
tal calibre.
—No como tú me querías a mí.
—No, pero yo no lo sabía, Alicia. Lo sé ahora. En ese momento solo…
sentía que no quería casarme. Ni siquiera me planteaba si te quería como
debería quererte. Joder, no. No les doy tantas vueltas a las cosas. Soy
mucho más simple. Únicamente tenía algo en el estómago que me hacía
sentir incómodo, algo que no me gustaba. Y entonces comencé a
preguntarme por el amor. Una palabra de cuatro letras que parece fácil de
entender. No lo es.
—¡¿Entonces por qué dijiste que sí?!
—Porque te quería. O por inercia. O por ambas cosas. No lo sé bien. Y
le he dado millones de vueltas, te lo aseguro. Creo que hay preguntas que
no tienen respuesta. Comportamientos humanos que no tienen explicación.
Sucede. Punto. Supongo que pensé que era lo que tocaba.
—¿Y cuándo te diste cuenta de que no era lo que tocaba?
—No hubo un momento concreto. Fue paulatino. Veía a Alex destrozado
por la marcha de mi hermana, cuatro años después de que ocurriera, y pensé
que, a mí, tu marcha no me dolería de esa manera tan visceral cuatro años
después. Pensé que tu marcha, a mí, incluso me aliviaría llegado el
momento.
Alicia cierra los ojos, abatida. Y yo lo hago con ella. No soy un
insensible de mierda, soy consciente de lo duras que suenan mis palabras,
pero lo mejor que podemos hacer a estas alturas de nuestras vidas es
sincerarnos el uno con el otro. Sincerarnos de verdad. Yo, a Alicia, la
quería, pero ya no estaba enamorado de ella; ni siquiera sé si lo estuve
alguna vez. Y ahora la miro y me alegro de haber hecho lo que hice aquel
fatídico día, porque… no me duele todo esto. No me duele en el alma.
Alicia no me duele en el alma. Me entran ganas de abrazarla para
reconfortarla porque la aprecio, igual que a una vieja amiga, pero nada más.
Sin embargo, no me acerco; sé de antemano que no me lo va a permitir. Sé
leer a las personas, sé leerlas bien, forma parte de mi entrenamiento, de mi
trabajo, y Alicia no quiere que me acerque. Lo respeto.
—Dios… ¿Cómo puedes ser tan inmaduro? ¿Vísceras, Marcos? ¿Estás
hablando de pasión? ¿Fue eso lo que crees que sucedió contigo y conmigo?
¿Que se nos acabó la pasión? Se acabó el comportarse como adolescentes
que solo querían meterse mano por debajo de la mesa de la cocina de tus
padres, y tú diste la relación por muerta. Pues voy a explotar la burbuja en
la que flotas: jamás encontrarás nada mejor que lo que teníamos tú y yo.
Bienvenido a la vida real. En eso consiste tener pareja, Marcos. La pasión
desaparece al cabo de unos meses.
No. Ni de coña. Ni de puta coña. No es cierto.
—La pasión no desaparece, Alicia, y menos después de solo tres años.
La pasión dura toda la vida, de una manera o de otra. No puedes aspirar a
una relación de mierda como la que tú y yo teníamos.
—¿Qué sabrás tú de pasión?
—Lo he visto.
—¿A quién? ¿A tus hermanos? Priscila abandonó a Alex tres meses
después de casarse con él, y el muy imbécil se lo perdona todo porque es un
calzonazos. —Me cuesta la vida no interrumpirla. Me cuesta la vida, de
verdad—. Oh, sí, eso es pasión y lo demás son tonterías. Y respecto a River,
nadie sabe por qué se casó con Catalina, pero se la pega con otra en su
propia cama y ella se lo perdona. Más pasión, claro que sí. Desde luego, por
la parte que le toca a él, no cabe duda. Miedo me da pensar cómo le va a ir
el matrimonio al bueno de Hugo con Dylan Carbonell. Están condenados al
fracaso. Pobrecitos. ¿Ya lo saben? Deberías decírselo. Tú eres, de lejos, el
más directo de los hermanos Cabana, el que menos pelos tiene en la lengua
para decir las verdades cuando hay que decirlas, exceptuándonos a ti y a mí
como concepto, claro.
Muy bien, pues hasta aquí hemos llegado. No voy a molestarme en
explicarle nada acerca de mi familia. Decidido, presiono el botón y
ascendemos una vez más. A mí puede decirme lo que quiera, pero de mis
hermanos y de mis cuñados que no hable. Si no es capaz de respetarlos, yo
no sigo con esto.
Alicia impide que sigamos subiendo al pulsar la tecla de emergencia por
cuarta vez.
—¿Vuelves a huir?
—Esta conversación acabó en cuanto metiste a mi familia en ella, Alicia.
—No quiero meter a tu familia.
—¿Y qué quieres?
—¿Por qué no me has hablado antes de todo esto? ¿Por qué? Dos años,
Marcos. Has tenido dos años. Y la excusa de que «el tiempo pasa rápido»
no me vale. Es una excusa de mierda y lo sabes.
—Estaba ocupado follando con la otra mitad del pueblo. ¿Esa excusa te
vale? —Se la devuelvo. Se la devuelvo porque… porque, joder, estoy
cabreado.
—Vale. Supongo que me lo merezco.
—Es que, joder, Alicia. No es eso, yo… Yo era un atún, ¿vale?
—¿Perdona?
—Un atún. Un pez. Un atún que nadaba junto al resto de mi banco en el
mar, tan feliz, y entonces llegaste tú con tu caña y me pescaste y…
—¿Que yo te pesqué? —pregunta con los ojos fuera de las órbitas—.
¿Que tú eras un atún?
—Yo quería seguir nadando, yo…
—¡Tú no estás bien de la cabeza, Marcos! Pero ¿qué me estás contando?
Vale, no me está entendiendo.
—No me estás entendiendo, déjame explicarme…
—No quiero que me expliques nada.
Aprieta el botón una vez más, creo que es la quinta, pero yo lo pulso casi
al momento. En esta ocasión, el ascensor ni se mueve. Entonces ella vuelve
a darle y yo, también. Así hasta cinco veces.
—Joder, ¡para! —le suplico—. No me refiero a que tú me hubieras
cazado a traición.
—¡Faltaría más!
—¿Ves como no me escuchas? No me escuchas ahora, como para
haberme escuchado hace dos años.
—¡Todavía duele, Marcos! Y ahora tú me sales con no sé qué mierdas de
un atún.
Queda claro que no ha sido el mejor ejemplo del mundo.
—Olvídate del puto atún.
—¡Es que mira lo que me estás diciendo!
—Lo mismo que te hubiera dicho hace dos años. No estaba preparado,
Ali. No era mi momento. ¿Cómo te lo habrías tomado? ¿Cómo te habría
caído tener que cancelar la boda? No había manera de salvar lo nuestro.
Habría sido un desastre.
—No tan desastre como el que me dejaras plantada en el altar, Marcos.
—Vale, eso te lo concedo.
—¡Gracias!
—Y te pido perdón. Te pido perdón una y mil veces. —Y lo hago de
corazón—. Perdóname por lo que sucedió y por lo mal que manejé las
cosas. Perdóname por ser un cobarde y por no enfrentarme a la realidad en
su momento. No lo hice con mala intención. No quería hacerte daño, y aun
así la situación nos explotó en la cara de una manera brutal.
El rostro de Alicia muda al instante, como si la tensión y el enfado
desaparecieran de pronto. Como si su cuerpo hubiera estado oprimido y se
hubiera liberado.
—Vaya. Por fin. Por fin, Marcos. ¿Tanto te habría costado decirme esto
hace dos años?
—No —reconozco—. Perdóname también por eso.
—Joder —exclama ella, frotándose los ojos—. ¿Por qué tú y yo no
hemos hablado antes como estamos hablando ahora?
—No lo sé. Supongo que no estábamos preparados. Ninguno de los dos
—recalco—. Yo no sabía que no quería casarme, no sabía qué me pasaba. Y
es imposible hablar de algo que uno no sabe. Tú estabas muy dolida. Te
dejé plantada en el altar, joder.
—Si me lo hubieras dicho, Marcos, si hubiéramos continuado como
novios, quizá aún estaríamos juntos.
—Eso no lo sabemos.
Yo no lo creo, porque la miro y la miro, contemplo sus ojos almendrados
de color verde amarronado y su melena castaña, aquella que tanto me
gustaba enredar entre mis dedos al principio de nuestra relación, observo
cada detalle de su rostro y… y no me dice nada. Solo que es una chica
guapísima. Pero chicas guapísimas, en este planeta, hay millones.
—Tenías que haber compartido conmigo tus dudas.
—Sí, debí haberlo hecho. Lo siento. Lo siento de veras.
Alicia asiente con la cabeza y, por primera vez, siento que estamos
llegando a buen puerto. O a un puerto a secas. Nos estamos entendiendo,
pero entonces…
—¿Sabes que mandé una carta a tu superior?
—¿Perdona?
—Para que te despidieran del trabajo, por cobarde. Nunca recibí
respuesta. Y supe que tampoco te despidieron. Así que no funcionó, cosa de
la que ahora me alegro. Fue un impulso irracional que no pude ni quise
controlar. Quería hacerte daño.
—No es verdad. Dime que no es verdad.
Pero ¿cómo se le ocurre?, ¿involucrar mi trabajo con nuestras movidas
personales? Y sabiendo que yo soy la persona que más distancia establece
entre su vida privada y la laboral. Odio que se mezclen. TEMO que se
mezclen.
No me lo puedo creer. Jamás me ha llegado esa información, lo cual no
sé si es bueno o malo.
—Sí, es verdad. Estaba muy cabreada, Marc. Lo siento.
—¡Joder, Alicia! Sabes que mi trabajo es sagrado. Y que necesito
mantenerlo lo más alejado posible de mi vida privada. Tú lo sabes casi
mejor que nadie.
Observa mi ceja, la ceja mala, la ceja herida, y al instante todos sus
gestos se enternecen, se dulcifican. Hacía muchísimo tiempo que no veía a
la Alicia dulce.
—Sí, lo sé —admite—, por eso te digo que lo siento. Y no hice nada más
con respecto a ello. Nadie sabe que eres geo, Marc. Te lo prometo. Mi
entorno continúa considerándote un poli sin más; sé lo importante que es
preservar tu anonimato.
Pues menos mal que lo sabe.
—Joder, Alicia —me quejo una vez más, llevando mis manos a la
cabeza. Aún tengo el pelo húmedo.
—Ya te he dicho que lo siento. Y te lo repito. Lo siento, ¿vale? ¿Cuántas
veces tengo que decírtelo?
—¿Y yo a ti?
—Buen golpe. Pero ¿sabes qué? Ninguna más. Te perdono, Marcos. De
verdad te perdono. Aunque no creo que pueda olvidarlo nunca. Me hiciste
demasiado daño. Cuando sucedió todo aquello…, llegué a pensar que había
otra chica. Que ella fue el motivo por el que me dejaste.
—Ni de coña —me apresuro a aclarar—. Ni de coña fue por eso. No
hubo nadie. Jamás hubo nadie mientras estuvimos juntos.
—Lo sé. Lo corroboré poco después, cuando vi que no había ninguna
chica alrededor de ti. Y, además, ese no es tu estilo. Tú no eres así. Me creo
todo lo que me has contado. Creo que realmente te sobrepasó la situación.
—Gracias por el voto de confianza —le digo con sinceridad—. Mi yo
atún no quería ninguna caña, no tenía nada en contra de la tuya. Mierda —
me froto los ojos—, olvida lo del atún. No sé qué me pasa hoy con el puto
atún.
En serio, ¿qué me pasa?
Alicia sonríe por primera vez. Joder, menos mal. Es una sonrisa muy
tímida, pero una sonrisa. Acerca una mano a mi frente y me acaricia la ceja
mala, la izquierda, con suavidad; la ceja donde se extiende la herida que me
provocó la explosión del coche donde viajaba la embajadora, y que aún no
se ha cerrado del todo. Han pasado dos semanas, pero en mi cabeza todavía
palpita la imagen del coche volando por los aires y el sonido de la
detonación en mis oídos. Y el golpe posterior. El humo. El olor. La
confusión. El miedo.
—¿Te duele?
¿La herida? No, la lesión física ya no duele.
—No.
—Llamé a tu madre por teléfono cuando escuché la noticia en la
televisión. No me contestó, pero un par de horas más tarde me devolvió la
llamada y me dijo que estabas bien. Que ibas en el segundo coche, detrás.
Yo ni siquiera sabía si ese día formabas parte del operativo. Me hizo
plantearme muchas cosas. Estuve a punto de llamarte, pero… supongo que
se quedó en eso. En «estuve a punto». Lo siento.
—No pasa nada. Lo entiendo.
—Ay, Marc. ¿Qué ha sido de nosotros?
—La vida, supongo. No lo pienses, Ali. —Le acaricio el cabello con
ternura. Yo a esta chica la he querido mucho.
Su mano aún no ha dejado de rozar la herida en mi ceja. Entonces, baja
las yemas de los dedos por todo mi rostro y sigue descendiendo hasta llegar
a mi brazo. Se aproxima más a mí y esconde la cabeza en mi cuello. Aspira
mi olor.
—Ali…, ¿qué haces?
—No lo sé —susurra—. Necesito… creo que necesito estar contigo una
última vez. Necesito sacarte de mi sistema. Dos años, Marc, dos años, y
tengo la sensación de que todavía no te he olvidado. Aún te deseo.
Físicamente. No es normal, después de todo lo que ha pasado. Hagámoslo y
sigamos adelante.
En un visto y no visto, levanta mi camiseta y me la saca por la cabeza.
Joder, qué rapidez. Y, por unos breves instantes, me pierdo en nuestros
recuerdos. ¿Cuántas veces me desnudó de la misma manera mientras
estuvimos juntos? Infinitas.
—No es una buena idea —susurro también antes de que su boca alcance
la mía. Iba directa.
—¿Por qué?
—¿En serio me preguntas por qué no es buena idea que follemos en un
ascensor? —Dejo escapar una risa de pánico.
—Sí, en serio.
Lleva una de sus manos a mi entrepierna y yo emito un gemido que no
sé bien lo que significa, pero sí sé que no quiero hacer esto. No es un
gemido de placer, eso lo tengo claro. Que podría follármela aquí mismo y
eso que me llevo, porque está igual de buena que siempre, pero no, joder,
no es lo que quiero. Cojo su mano y la aparto de mi cuerpo. Le alzo la
cabeza y la miro a los ojos.
—Ali, no. No podemos hacer esto, acabamos de arreglar la situación. Y
ni siquiera sé si la hemos arreglado del todo.
—Mierda —exclama a la vez que apoya su cabeza en mi pecho desnudo
—, mierda, Marc. Lo siento. Me he dejado llevar. Lo siento. Lo siento.
Debo de estar loca o algo por el estilo.
—No estás loca —le aseguro, mirándola a los ojos—. Son los recuerdos
de lo que fuimos los que tienen la culpa. ¿Amigos?
Alicia me mira con seriedad.
—No lo sé, Marc. Aún no lo sé.
Joder, y lo entiendo. Pulsa el botón de emergencia (he perdido ya la
cuenta de las veces que lo ha hecho) y el del segundo piso también. El
ascensor se queda en suspenso unos instantes; creo que lo hemos vuelto
loco del todo, pero al final arranca y llegamos al segundo en un santiamén.
Es un ascensor rápido. Las puertas se abren y Alicia sale escopeteada, como
si algo o alguien la persiguiera. Supongo que ese algo o alguien soy yo.
Necesita huir de mí y de lo que acaba de ocurrir, o de lo que habría ocurrido
si yo no lo hubiera detenido.
—Yo también iba al sky a tomar algo —confiesa, mirando hacia atrás—,
pero prefiero marcharme a casa. Estoy muy confundida. Lo que me hiciste
fue muy fuerte y no lo he superado. No lo he superado, aunque te perdone.
Aún no me siento cómoda contigo y, a pesar de ello, he estado a punto de
devorarte. No entiendo qué coño pasa conmigo. Bajo andando desde aquí.
Hasta otra, Marc.
Apenas me da tiempo a vislumbrar cómo se aleja por el pasillo, mucho
menos a contestarle, porque se esfuma a toda prisa. Permanezco estático.
De cuerpo, de alma y hasta de voz. Se me ha quedado atascada en la
garganta, y no es algo que suela sucederme. Dios, todo esto es muy
surrealista. ¿Qué acaba de pasar?
2 La tía más guapa que he visto en mi vida

Marcos
Mientras las puertas del ascensor se cierran, me apoyo en una de las paredes
con un sonoro suspiro y saco el móvil del bolsillo para entretenerme;
necesito distraerme, y antes de entrar en el hotel he sentido que vibraba.
Son los intensos de mis hermanos, seguro. No callan ni debajo del agua.
Cualquiera con un mínimo de «vida» en su vida no podría seguirles el
ritmo, pero yo soy un pro.

La niña:
Más de media hora tarde, Marcos. Lo tuyo es increíble. ¿Dónde estás?
Adri:
Es increíble que alguien que no trabaja más que dos o tres días al año llegue siempre tarde a todas
partes, sí. ¿Dónde te metes?
Hugoeslaestrella:
Yo me largo a casa en diez minutos, tengo una llamada importante.
La niña:
Oh, pero qué mono eres, Hugo. Que sepas que no te lo vamos a tener en cuenta.
Hugoeslaestrella:
¿¿¿???
Adri:
Hugo, relaja, que mañana llega Dylan.
Adri:
¿Riv? ¿Dónde está tu hermano?
River Phoenix:
Sinceramente, no tengo ni idea.
Hugoeslaestrella:
¿Y cómo lo llevas?
River Phoenix:
Aún intento acostumbrarme.
Adri:
Venga, Marc, te estamos esperando y se va a largar hasta el sol. Y, Pris, dile a tu marido que deje de
sacar la cara por su novio. No tiene excusa. Cuando se pone en plan Marcalex, se pasa de intenso.
La niña:
Y tú deja de hablar de Alex por el móvil cuando lo tienes al lado y le acabas de dar un sorbo a su
bebida.

Y ya no hay más, o yo no he recibido más, porque estoy seguro de que


mi familia ha continuado desvariando, pero en este ascensor no hay
cobertura. Ni una rayita.
En resumen:
Adri, una colleja que se va a llevar por vacilarme con lo de que no curro.
Es nuestra dinámica: él me vacila y yo hago que me cabreo. Y otra colleja
por lo de Marcalex, cabronazo.
Hugo, colleja por largarse a casa para mantener sexo telefónico con
Dylan cuando ha quedado conmigo. Los hermanos son lo primero, hombre.
A Riv le daré una de cal y una de arena, un abracito y un poco de vacile.
Lleva fatal haber acabado su misión en el CNI y no tenernos a todos
monitorizados en sus tropecientos ordenadores.
De Alex y la pequeñaja no tengo quejas.
Las puertas del ascensor se abren de nuevo y entra alguien. Vaya, por los
pelos. No me molesto ni en levantar la mirada. Sí me percato de que mi
camiseta continúa en el suelo, tal y como Alicia la ha dejado caer; bah, da
igual, me la pondré cuando llegue a mi planta. Mientras tanto, voy a
contestar a los cabronazos de mis hermanos, aunque el mensaje se quede en
espera hasta que me vean aparecer por el bar. Comienzo a teclear con
rapidez, pero…
Creo que es la fragancia, un aroma muy salvaje que de pronto lo inunda
todo, la que hace que despegue la vista del teléfono y me olvide de
responder a mi familia.
Hostias.
Es una tía.
Una tía de pelo rubio y ojos azules.
La tía más guapa que he visto en mi vida.
Hostias.
3 Si es que estas cosas solo me pasan a mí

Un segundo me lleva darme cuenta de lo que acaba de suceder en este


ascensor. El mismo segundo que tardan las puertas en afianzarse detrás de
mí. Siento hasta el apenas perceptible sonido que emiten al cerrarse.
Clin.
Primero, la chica que acabo de cruzarme en el pasillo, y cuya actitud
gritaba su ansia de huir rápido de la escena del crimen. Las mejillas, de
color carmesí, y los ojos, cerrados con fuerza. Creo que también maldecía
entre dientes. Ella es el sujeto número uno. Y ahora, un tío frente a mí, sin
camiseta. Un torso lleno de hematomas. Una camiseta de color azul en el
suelo. Y él, sin intención alguna de ponérsela. Estará a gusto, el hombre. Y
no deja de mirarme con cara de bobo. Vaya vicio, ¿no? Es el sujeto número
dos. Qué simples son los tíos, joder.
Muy bien, Mencía, tú siempre haciendo gala de tu buena suerte. Si una
pareja folla en un ascensor, tú te subes inmediatamente después. Sin duda,
mi amor por los malditos ascensores se incrementa cada día.
—Genial —mascullo para mí misma, colocando en uno de los extremos
la pequeña maleta que llevo en la mano—. Qué ojo tengo.
—¿Perdona? —pregunta el chico después de someterme al mayor
escrutinio de mi vida. Creo que hasta ha contado el número de cabellos de
mi flequillo.
—Nada —respondo condescendiente—. ¿A qué piso vas?
—Al último —me dice, y desvía los ojos al panel de los botones.
Sigo su mirada; el panel marca el último piso. El mismo al que voy yo.
Esto mejora por momentos. Solo espero que sea rápido. Lo espero por
muchos motivos.
Estoy a punto de pedirle que se ponga la camiseta, y de recordarle que
mantener relaciones sexuales en el ascensor de un hotel es de muy mal
gusto (la boca me pierde, lo reconozco), pero, de pronto, el ascensor se
detiene. Y lo sé desde el principio: no es porque alguien lo haya llamado.
Las puertas no están a punto de abrirse para dejar pasar a más clientes. Sé
que, sencillamente…, no van a abrirse. Sé que se ha atascado. Y mi corazón
también lo hace. Y mi respiración. Y la temperatura que me rodea aumenta
de golpe en veinte grados; comienzo a sentir el calor, la quemazón, que
viaja desde mi estómago hasta mis mejillas. Circula a la misma velocidad
que mi pulso. Y que el sudor frío. La respuesta de mi cuerpo es inmediata.
«No, no, no, no, no. Por favor, no».
Me abalanzo sobre el panel y comienzo a pulsar los botones de abrir y
cerrar puertas un tanto desesperada, mientras me repito una y otra vez que
debo mantener la calma. Y sé que mi actitud no casa con mis pensamientos,
pero es que… no me puedo creer que el ascensor se haya parado.
Simplemente, no me lo puedo creer. Pulso también los botones del resto de
los pisos por si acaso.
—Así no vas a conseguir nada —apunta el chico sin camiseta, con la
serenidad que debería mostrar yo—. Bueno, sí, que en cuanto se ponga en
marcha de nuevo, pare en cada piso antes de llegar al veintidós. Y eso va a
provocar que yo llegue tarde. El ascensor se ha atascado. Creo que puede
deberse a un cortocircuito. Mierda, tal vez es culpa nuestra. Ali y yo lo
hemos vuelto loco.
Hago caso omiso a sus palabras. Solo puedo pensar en que estoy
encerrada en un espacio demasiado pequeño. Me falta aire para respirar. Me
separo del panel y camino hacia atrás hasta topar con una de las paredes.
Me arrastro hasta el suelo, cierro los ojos y me concentro en tranquilizarme.
Y en respirar. No me olvido de respirar.
—Mierda, no me jodas —exclama el chico con fastidio. ¿Fastidio? ¿En
serio? ¡Imbécil!—. ¿Tienes claustrofobia?
—Lo último que haría en esta vida sería joderte, créeme. Y no tengo
claustrofobia.
Es importante que tú te convenzas, Mencía. No tienes claustrofobia.
Nunca la has tenido. Y llevas dos años trabajando en ello con la maldita
psicóloga. Dos años. Por eso solo has subido las escaleras hasta el segundo
piso y luego te has metido en el ascensor. Para probarte a ti misma que no
es un problema. Para exponerte a tu disparador fóbico, como llevas
haciendo más de veinte meses. Por eso y porque subir veintidós pisos por
las escaleras es una locura. Más que nada porque, para cuando hubieras
llegado arriba, habría cerrado ese bar tan increíble que quieres visitar y ya
no habrías tenido acceso a la magnífica panorámica que debe de verse
desde allí. Me encantan las alturas. Y las vistas al aire libre. Millones y
millones de moléculas de aire que inhalar.
La imagen se desvanece con la misma rapidez con que ha aparecido.
Mierda, continúo encerrada en el maldito ascensor.
—Pues yo creo que sí. —Levanto la mirada y contemplo al tío sin
camiseta todo lo borde y malhumorada que mi situación de mierda me
permite—. Me refiero a lo de la claustrofobia.
—No tengo claustrofobia —insisto—. Solo necesito un momento. Y
mantener relaciones sexuales en los ascensores es ilegal. El Código Penal
prohíbe comportamientos sexuales públicos.
Cuando me sale la vena de «empollona de manual», me sale. El chico
arquea una ceja y me observa con socarronería.
—No creo que lo que más te convenga ahora sea follar conmigo. Hay
otras maneras de superar un episodio de claustrofobia. Y las relaciones
sexuales en lugares públicos no son sancionables si no existe una intención
de exhibicionismo o provocación sexual.
Vaya, me ha tocado un listo. Necesito distraerme para que se me quiten
estas ganas de vomitar. Dios, no puedo vomitar en el ascensor, sería nefasto
para el poco aire que nos queda.
—Te veo muy puesto en el asunto. Y no me refería a que tú y yo
mantuviéramos relaciones sexuales. Acabas de follar con tu novia hace
como dos minutos, por Dios.
—¿Qué? Yo no he follado con mi novia.
—Oh, vamos, al menos ten la decencia de negarlo después de vestirte.
El chico observa la camiseta, la recoge del suelo y se la pone en un
movimiento rápido. Lleva bordada la insignia de algún equipo de natación
de San Vicente. No sé por qué me fijo en eso.
—No es lo que parece. No estábamos follando.
—Ya, no estabais follando. Muy bien, perdona. Reformulo la frase:
acabas de estar a punto —recalco con intención— de follar con tu novia.
—Tampoco.
—Claro.
—Y no es mi novia.
—Claro.
Sonrío sin ganas. Lo he intentado, de verdad que lo he intentado, pero a
cada segundo siento que me falta más aire en los pulmones. La opresión en
mi pecho apenas me permite respirar. Me estoy ahogando. Y creo que
puedo desmayarme en cualquier momento. Y creo que deseo desmayarme.
Perder el conocimiento para después despertar fuera de este maldito
ascensor.
Me tumbo en el suelo. A la mierda lo que piense el chaval este de mí. ¿Y
por qué no se ha ido con su novia? Gestiono mucho mejor mis emociones si
estoy sola. La gente me agobia.
—No te imaginas hasta qué punto no me importa —le digo de forma
entrecortada—. N… no p… puedo respirar.
—Joder, vas muy en serio. Estás temblando.
—Voy a vomitar. O a desmayarme. O las dos cosas a la vez.
No debí haber comido hoy. No, si tenía la intención de subirme en un
ascensor. Con el estómago vacío, todo sería mucho más llevadero. La
maldita comida me pesa en el estómago y en la garganta, amenazando con
salir por mi boca. El chico se acerca a mí con cautela y me mira con
preocupación.
—Joder, perdona. Ahora me siento un poco culpable. ¿Me creerías si te
digo que estoy acostumbrado a afrontar situaciones de alto estrés y
ansiedad?
—¿Me creerías si te digo que yo también? —le devuelvo.
—No, viéndote ahí tirada, la verdad es que no te creería —dice con
seriedad. Ha pasado de sobrado y graciosillo a tío serio en menos de un
segundo. Si tuviera aire, me reiría y todo. O le daría una patada en la
entrepierna. Por imbécil—. Oye, puedo ayudarte. Pero necesito que confíes
en mí. ¿Confías en mí? No voy a hacerte daño.
¿Que si confío en un tío al que no conozco de nada? No, no confío una
mierda. Jamás.
—No.
—Buena respuesta. ¿Y qué tengo que hacer para que confíes en mí?
—No puedes hacer nada.
—Vamos, dame una oportunidad. ¿Qué tengo que hacer?
¡Vale, está bien!
—Asegurarme que eres capaz de devolverme el aire que me falta.
Asegurármelo de tal manera que yo te crea.
Y buena suerte.
—Mírame. —El chico se acuclilla a mi lado y clava sus ojos en los míos.
Le sostengo la mirada—. Bien, y ahora escúchame. Puedo devolverte el aire
que te falta, incluso mucho antes de que te des cuenta de que respiras con
normalidad. Confía en mí.
Estoy acostumbrada a tratar con gente segura de sí misma en mi trabajo,
gente muy capaz. Los más capaces. Estoy acostumbrada a tratar con la élite
de la élite. Y pocas veces he visto tanto aplomo. Pero no son solo la
imperturbabilidad y la confianza de este chico las que hacen que, en medio
de esta mierda de vulnerabilidad mía, me rinda a sus pies sin remedio, sino
la proyección. El modo en que proyecta esa serenidad suya, tan envidiable,
en mi persona.
—Confío.
—Bien.
Al instante, se coloca encima de mi cuerpo. Un segundo atrás lo tenía a
mi lado, en cuclillas, y ahora se encuentra sobre mí, aunque no me toca.
Extiende las palmas de las manos en el suelo y se sostiene con la fuerza de
sus brazos. Sus piernas, paralelas a las mías. Su rostro, a escasos
centímetros del mío. Su cabello casi roza la piel de mi frente. Su camiseta,
la camiseta que acaba de ponerse, es lo único que nos conecta. La fuerza de
la gravedad la empuja encima de mi propia camiseta.
—¿Qué haces? ¿Pretendes matarme del todo?
—Shhh. Cierra los ojos. Ciérralos. Ya.
—Está bien.
Obedezco. Comienza a darme instrucciones precisas. Y suaves. Una
suavidad que se me cuela dentro. Mis revoluciones disminuyen un poco.
Respiro algo mejor, aunque eso no significa que bien. Es como pasar de
cinco mil revoluciones por minuto a tres mil. Todavía es necesario un
cambio de marcha, pero el motor ya no sufre hasta la extenuación.
—¿Te gusta la playa? —me pregunta de pronto.
—¿Qué?
—Que si te gusta la playa. Espero que sí, porque aquí huele a playa. Este
ascensor siempre huele a playa. Y yo huelo a playa. Yo también huelo
siempre a playa. Y a una brisa suave. ¿La sientes?
Debo de estar loca, pero la siento. Siento el olor a playa y la brisa
marina. Pero no cualquier brisa marina. Siento el olor del Mediterráneo. Me
transporta al pasado, a cuando, de cría, veraneaba con mis padres y mi
hermano en este pueblo. Así ha sido desde que puse el primer pie en
Alicante, pero ahora lo siento todo con más intensidad que nunca. Y su voz.
La del chico. Fuerte. Grave. Me gusta.
—Sí, me gusta la playa. —Aunque ahora mismo no tengamos la mejor
relación del mundo. Aunque ahora mismo estemos peleadas ella y yo—. He
vivido toda mi vida frente a la playa.
—¿En serio? ¿Aquí, en el pueblo? No me suenas.
—No, aquí, no. En Bilbao.
—Bilbao tiene buenas playas, en plural.
Abro los ojos con sorpresa.
—¿Las conoces?
—No abras los ojos, que me jodes el ejercicio. —Los cierro de nuevo
con un amago de sonrisa—. Sí, he ido varias veces a practicar surf por allí.
—Mi hermano hace surf.
—¿Tienes un hermano?
—Sí.
—¿Mayor o menor?
—Mellizo.
—¿Cómo se llama?
—Julen.
—¿Apellido?
—Irezabal.
—¿Y en qué playa vivís?
—En Sopela.
—En La Salvaje. Excelente playa. La mejor.
—Sí.
Así es como se conoce a una de las playas de la localidad en la que vivo:
La Salvaje. Mi favorita. La imagen de las olas rompiendo en la orilla, y de
mi hermano y yo, junto a nuestros amigos de la infancia, jugando a las
cartas en círculo, riendo, sintiendo los rayos del sol de mediodía en la piel y
el salitre en nuestros brazos y rostros, pegado a las larguísimas pestañas de
Julen, con las piernas a lo indio y los bocatas de tortilla de patata en
nuestras mochilas, esperando a ser devorados, arrasa con todo. Es una
bonita imagen. Una de las más bonitas que guardo en la memoria. Pero ni
esa logra que yo vuelva a bañarme en el mar. Llevo dos años sin pisar la
playa.
—Estamos en Sopela ahora mismo —me dice él.
—Sí.
—Buah, ¿has visto qué olas? Increíble.
—Sí.
—Y vamos a follar.
—Sí.
Espera. ¿Qué?
—No abras los ojos.
—Pero…
—Shhh. Nos hemos encontrado de casualidad: yo estaba haciendo surf y
tú dormitabas en la arena con un libro debajo de la cabeza. Te has
despertado en cuanto he pasado por tu lado. Te he salpicado sin querer con
las gotas que caían de la tabla y has levantado la mirada. Ha sido atracción
a primera vista. Hemos hablado durante un rato y ahora nos vamos a
enrollar, porque tú eres la tía más guapa que yo he visto en mi vida y yo soy
el tío más guapo que tú has visto en la tuya. No abras los ojos. Por eso
estamos así de cerca. Por eso yo estoy encima de ti. Porque nos vamos a
enrollar a lo grande; tenemos toda la playa para nosotros, pero estamos así
de juntos porque para besarse y hacer el amor hay que estar juntos. Joder, y
esta playa es enorme. ¿La sientes? ¿Sientes todo el espacio que hay a
nuestro alrededor?
—Sí.
Abro los ojos. En esta ocasión, no me exige que los cierre. Me fijo por
primera vez en los suyos. Son verdes. Brillan. Son bonitos. Me fijo por
primera vez en el chico que tengo encima. En las dulces pecas que bañan
sus mejillas y que le confieren un algo indescriptible a la belleza de su
rostro. Un algo más. Es un tío guapo. ¿Cómo no me he percatado antes?
Tiene el cabello de color castaño claro, pero reflejos rubios lo salpican por
doquier. Está húmedo; recuerdo que comenzó a llover a cántaros mientras
me registraba en el hotel. Y tiene una herida enorme en la ceja izquierda.
Una herida reciente. Un golpe fuerte. Solo un golpe fuerte puede hacer
semejante avería. Eso le tuvo que doler. Sin embargo, no le resta belleza.
Sus labios están abiertos. Me gusta.
—Hola, titi —dice entonces, con una sonrisa. Y algo se retuerce en mi
pecho. No tengo ni idea de lo que es—. Bienvenida.
—Hola —consigo pronunciar.
—Estás mejor.
—Sí.
—Tu respiración se ha normalizado.
—¿Cómo lo has hecho?
Ni mi psicóloga ha conseguido un resultado así en dos años. Él me guiña
un ojo en respuesta. Madre mía, qué guapo es. En serio, ¿cómo no lo he
visto antes?
—Ya te he dicho que estoy acostumbrado a gestionar el estrés y la
ansiedad.
—¿Eres psicólogo?
—No. —Sonríe de nuevo. También es una sonrisa bonita. Casi se le
marcan dos hoyuelos en las mejillas. Casi—. Es la segunda vez que me lo
preguntan hoy. ¿Tengo cara de psicólogo o qué? Oye, ¿ves ese techo de ahí?
Sigo el movimiento de su mano y miro hacia el techo del ascensor.
Porque estamos dentro de un ascensor. Lo había olvidado.
—Sí.
—Me lo voy a cargar.
—¿Cómo?
—Con una hostia de las buenas. Dejarás de sentirte atrapada aquí dentro.
Pero antes tengo que contestar al interfono.
—¿Qué interfono?
—Ese desde el que llevan un rato llamándonos. —Señala el panel—. No
lo has oído.
—No.
Increíble. Entonces lo escucho.
—¿Hola? ¿¿Hola?? ¿Estáis bien?
—Me voy a levantar, ¿de acuerdo? Luego seguimos enrollándonos, si lo
necesitas.
Sonrío sin poder evitarlo.
—Bien.
El chico se pone en pie y se acerca al intercomunicador. Yo me quedo
observando su figura. Está delgado pero muy potente. Este se machaca en el
gimnasio. No me gustan los tíos de gimnasio. He visto tantos… Los veo a
diario. Son todos iguales.
—Hola —contesta él.
—Hola. Por fin. ¿Todo en orden?
—Sí.
—¿Cuántas personas os encontráis dentro?
—Dos.
—¿Estáis bien?
—Perfectos.
—Estamos trabajando para que el ascensor arranque. Os habéis
quedado atascados entre el piso tres y el piso cuatro. Si necesitáis algo, nos
decís.
—Necesitamos salir de aquí.
—Ya, claro, sí. Estamos trabajando en ello.
—OK. ¿Quieres levantarte? —me pregunta entonces a mí.
Asiento con la cabeza. Él me ofrece una mano y me ayuda a
incorporarme. Me sacudo los pantalones vaqueros por inercia y suspiro. Me
fijo entonces en que este chico es más alto que yo, y eso no me pasa tan a
menudo; medirá más de un metro ochenta.
—Por cierto, me llamo Marcos.
—Marcos —repito. Suena bien. Y tiene cara de Marcos—. Yo soy
Mencía.
El chico, Marcos, me mira sin emitir palabra. Siempre pasa lo mismo
con mi nombre. Tampoco es tan complicado.
—Es un nombre vasco. Bueno, en realidad no está muy claro de dónde
procede. Unos dicen que quizá de Navarra; otros, que de Galicia, pero por
allí es algo común. No mucho. Pero algo.
—¿Perdona?
—Te explico la procedencia de mi nombre. Parecías no entenderlo. Sé
que suena raro, pero…
—Lo he entendido perfectamente. Mencía. Mencía Irezabal. Supongo
que llevas el mismo apellido que tu hermano —alega con socarronería.
—Supones bien. —Me da a mí que este chico se cree un poco graciosillo
—. Y me mirabas raro.
—No era raro. Era… —Se detiene. Y me mira más intensamente.
—¿Qué?
—Joder, en serio, eres la tía más guapa que he visto en mi vida. Es
increíble. Lo he pensado en cuanto te he visto.
Dios, qué simples son los hombres. Increíble es que los necesitemos para
procrear. Increíble es que sin ellos el mundo se acabe. Sin ese pequeño
detalle, podrían hasta desaparecer.
—Me he dado cuenta. Te has quedado embobado mirándome.
No es la primera vez que me pasa. Ni la segunda ni la número un millón.
Llevo toda la vida soportando que la gente se me quede mirando por mi
cara bonita. Y que me juzguen por ella. Es muy cansino.
—Mujer, tanto como embobado, tampoco te pases.
—Tú mismo lo has dicho. Embobado pensando que era la tía más guapa
que habías visto en tu vida y que podíamos follar.
Deja escapar una carcajada.
—Yo solo he dicho lo primero.
—¿Lo de follar no lo has pensado?
—No, joder. He estado a punto —recalca— de follar con mi exnovia, no
tengo cuerpo por muy buena que estés.
¡Será…! Y me lo negaba, el tío, todo digno.
—¡Lo sabía! Lo he sabido en cuanto he entrado en el ascensor y te he
visto sin camiseta. También me la he cruzado a ella un segundo antes.
—Qué perspicaz.
—¿Me estás vacilando?
Sonríe una vez más, sin dejar de mirar el techo.
—Un poco —acepta con naturalidad—. Bueno, y ahora, ¿qué?
—¿Qué de qué?
—¿Atacamos ese techo? Me apetece acción, y creo que esto va para rato.
¿Romper el techo de un ascensor? Me apunto. De cabeza.
4 Arriba

—Vale, primero voy a abrir las puertas. Quiero comprobar si nos hemos
quedado más cerca de un piso o de otro y si tenemos espacio para saltar.
Bien pensado. Y la sola posibilidad provoca que a mí se me expandan
los pulmones y entre muchísimo aire. Y me sobreviene un recuerdo. Un
recuerdo de cada vez que regresaba de una inmersión en el mar. La
sensación es similar.
—¿Necesitas que te ayude? —me ofrezco. Tengo fuerzas suficientes
para intentar abrir las puertas con él. Por supuesto que las tengo. Y si no, las
saco de donde sea.
—No, tranquila, está controlado.
Marcos introduce los dedos de ambas manos entre el metal con aplomo,
incluso con cierta técnica, diría: da la sensación de que hace esto a diario.
—¿No serás técnico de ascensores?
Se lo pregunto en broma y casi me entran ganas de reír.
—¡Pues sí! —responde con alegría sin girar la cabeza. Eh, ¿perdona?
¿En serio?—. Lo has clavado. No te lo he confesado antes porque he
pensado que no ibas a creerme, pero ya te he dicho que estoy acostumbrado
a gestionar situaciones de estrés. Ni te imaginas el estrés que se concentra
en los ascensores. Llevo en esto desde los catorce. Es el negocio familiar. Y
yo soy hijo único. No me quejo, ¿eh?, pero a veces me hubiera gustado que
mis padres me hubieran dado la oportunidad de asistir a la universidad y
estudiar lo que a mí me diera la gana. Yo quería… —tose— ser veterinario
y ni siquiera me dejaban tener un periquito en casa. Así que imagínate. Pero
mi padre ya está mayor y no me gusta que ande todo el día encerrado y
trepando aquí y allá. Además, en este pueblo hay muchos hoteles y muchos
ascensores. Alguien tiene que ocuparse de ellos. Todo esto te lo cuento por
si te preguntabas cómo uno llega a ser técnico de ascensores. Herencia
familiar. Ese es el resumen. Y…
Estoy alucinando. Y es inevitable que ojee la musculatura bien
desarrollada de sus brazos mientras hace su labor; inevitable porque está
ahí, a la vista de cualquiera que quiera mirar. Me aburre. En mi trabajo vivo
rodeada de músculos y dejaron de llamarme la atención hace mucho
tiempo, si es que alguna vez lo han hecho. Yo soy más de otras cosas. De
labios abiertos, por ejemplo. Me gusta la gente que, como postura relajada,
mantiene los labios entreabiertos. Como los de Marcos. Me gusta, y acabo
de darme cuenta de ello.
—… voilà.
Las puertas ceden. Y la esperanza se desvanece en mi interior. Porque,
fuera, solo hay una pared de ladrillo rojizo. Estaba claro. Hay personas que
nacen con una flor en el culo. Yo nací con un cactus bien grande lleno de
pinchos.
—Había que intentarlo —se resigna Marcos.
A continuación, pulsa el botón que detiene el ascensor. O que detendría
el ascensor de encontrarse este en movimiento. Creo que es el único botón
que yo no he presionado antes.
—¿Por qué has hecho eso?
—Quiero asegurarme de que no se pone en marcha mientras estamos
arriba. Los de fuera nos avisarán por el interfono cuando funcione de
nuevo. ¿Vamos a por el techo?
Ha sido una pregunta de cortesía, o retórica, o que se la suda mi
respuesta, porque sin esperar ni a que yo abra la boca para contestar, se sube
a pulso en la barra de metal que divide el espejo del ascensor en dos (un
movimiento nada sorprendente, por otra parte, dado que es un tío de
gimnasio) y palpa las láminas del techo. Parece encontrar una a su gusto y
arremete contra ella con uno de sus puños.
Golpea una segunda vez. Y una tercera y una cuarta.
Pum. Pum. Pum.
Pum. Pum. Pum.
Y el techo también cede.
Sin pensárselo, coloca las palmas a los lados, dentro del agujero que ha
dejado la lámina, y, una vez más, se impulsa hacia arriba. Desaparece por la
abertura para poco después asomar la cabeza y tenderme una de sus manos.
Y otra de sus sonrisas de conquistador nato. Este chico no descansa nunca.
—¿Vienes?
Yo tampoco me lo pienso. Acepto su ayuda y subo. Y siento cómo la
tensión que quedaba en mi cuerpo desaparece segundos antes de colarme
por el minúsculo hueco. Siento que el episodio de claustrofobia se diluye
como por arte de magia. Y, por último, siento el calor de la palma de su
mano. Curiosa la mente humana.
Nunca había estado en las «tripas» de un ascensor, por llamar a esto de
alguna manera. Y he estado en lugares francamente extraños. He estado en
las fauces de un tiburón blanco. Entre sus dientes puntiagudos y mortales. Y
vale que el tiburón no era de verdad, sino una maqueta, pero no por ello
deja de ser espeluznante. Mi primer profesor de submarinismo tenía sus
momentos. Un día, mi hermano le habló de su peor pesadilla y la más
recurrente: sufre un accidente de avión, cae al mar y sobrevive, pero poco
después, mientras espera a que lo rescaten, lo devora un tiburón. Casi nada.
La estrategia del profesor consistió en meternos a nosotros dos y al resto de
la clase dentro de la maqueta. La tenía en su casa. La boca se cerraba y
todo. Lo más sorprendente es que no sentí claustrofobia mientras estaba ahí
dentro. No la sentí ni de lejos. Tampoco años más tarde, cuando lo
rememoraba o cuando lo contaba como anécdota en las fiestas de ocasión.
Eso vino después. Muchos años después. Ahora sé que no podría volver a
meterme ahí dentro. Se me acelera el pulso al recordarlo.
Por suerte, el hueco del ascensor no tiene nada que ver. No hay dientes.
Sí hay cables; cuatro paredes de ladrillo y muchos cables. Marcos se pone
en pie e intenta alcanzar el siguiente piso. No lo consigue. Está demasiado
lejos.
Le agradezco todo lo que está haciendo.
—Gracias. No te preocupes, ya estoy bien. Aquí estoy bien.
Y me siento segura. Más que en cualquier otro lugar. Creo que es por
Marcos. Porque salta a la vista que sabe lo que hace. O porque se ha ganado
mi confianza ayudándome a estabilizar mi respiración. No lo sé.
—¿Has visto a qué sitios te traigo? —dice. Me he dado cuenta de que la
sonrisa pocas veces se borra de su rostro. Podría decirse que es un chico
jovial, pero no es una sonrisa de jovialidad. Es una sonrisa de sobrado. De
libertino, como diría mi madre. Típico de un tío guapo que sabe que lo es.
Le devuelvo el gesto y ambos nos sentamos sobre el techo del ascensor.
Rodeo mis rodillas con los brazos. Ahora toca esperar. Miro a Marcos, que
se ha sentado al otro lado como si estuviera tomando el sol en la playa, una
pierna totalmente estirada y la otra recogida. ¿Cómo no voy a sentirme
segura?
—Bueno, ¿y qué hace una chica de Bilbao como tú en un pueblo
alicantino como este?
Eso me pregunto yo también. Dos años evitando pisar una playa y el mar
y me planto en este pueblo, que es todo playa y mar. Todavía no sé qué
impulso neurótico me ha traído aquí. Quizá solo haya sido eso: un impulso.
Los impulsos no tienen demasiada explicación.
Sonrío, por lo manido de la pregunta, y respondo en el mismo tono.
—Pasaba por aquí.
—¿Pasabas o paseabas?
—¿Cómo?
—A ver, francamente, que me creo que una tía de Bilbao salga de su
casa a que le dé el aire y, paseando paseando, llegue hasta el Mediterráneo.
Aprieto los labios y le doy un leve empujón por el chiste fácil sobre los
vascos.
—Muy gracioso.
Él ríe conmigo. Recupera la postura y vuelve al ataque.
—¿No ha sido así?
—No. He venido en avión, listo. Un asunto en el trabajo me ha obligado
a viajar a Alicante y me he acordado de que mi familia y yo, hace años,
veraneábamos en este pueblo. Me apetecía pasar aquí unos días y recordar
tiempos bonitos.
—¿De verdad veraneabas aquí? ¿En qué zona?
—Mis padres solían alquilar una casa cerca de la playa del Arenal. —
Marcos agranda mucho los ojos—. ¿Qué?
—Me paso media vida en esa playa. Desde que tengo uso de razón. En
serio, podría vivir ahí. Lo mismo tú y yo nos hemos enrollado de verdad en
el pasado y no nos acordamos. ¿Te imaginas? ¿Cuántos años tienes? Te
calculo más o menos mi edad.
No me lo imagino, no. Me parece muy poco probable. Voy a replicar,
pero mi móvil vibra dentro del bolso que llevo en bandolera. Leo en la
pantalla que es mi hermano. Hay dos llamadas perdidas y unos cuantos
mensajes. Al momento, el teléfono de Marcos también comienza a pitar.
Bien. Acabamos de recuperar la cobertura. Él ignora sus notificaciones. Yo
leo los mensajes de Julen.

Willy Fog:
¿Ya has llegado? ¿Estás instalada?

Mi hermano y yo éramos auténticos fanáticos de los dibujos animados


La vuelta al mundo de Willy Fog. Siempre jugábamos a «La vuelta al
mundo de Willy Fog en la vida real», como lo llamábamos nosotros, que no
era más que imaginar que, en lugar de viajar en el autobús del colegio o en
el coche de nuestros padres, recorríamos los itinerarios de Fog, Rigodón y
compañía en «barco, en elefante o en tren». Los dos queríamos ser Fog y no
nos poníamos de acuerdo, así que lo echábamos a suertes. Yo ya he hablado
de mi cactus en el culo lleno de pinchos. Por supuesto, soy Rigodón, por
goleada de mi hermano. Por si quedaba alguna duda. Hace años que
dejamos de jugar, pero nos quedamos con los motes.

Willy Fog:
Avísame cuando estés en la terraza del hotel.
Willy Fog:
Y mándame una foto de ese Peñón.
Willy Fog:
Acabo de darme cuenta de que lo echo de menos. ¿Cuántos años hace que no veraneamos en el
Mediterráneo?

Pues unos quince. Creo recordar que fue al cumplir los dieciséis cuando
tanto mi hermano como yo nos negamos a venir aquí en el mes de agosto;
preferimos quedarnos en casa con nuestros amigos, rollos, novios… Cosas
de adolescentes, supongo. Porque ahora me da pena que mis padres dejaran
de alquilar aquella casa tan acogedora. No la recuerdo mucho, pero sí me
acuerdo de que me gustaba.

Willy Fog:
¿Y por qué dejamos de hacerlo?
Willy Fog:
Vale, me estoy enrollando.
Willy Fog:
Estoy en la sala de espera para la audición y me aburro.
Willy Fog:
¿Por qué nunca me contestas cuando me aburro en las salas de espera?
Willy Fog:
Mierda. Entro.
Willy Fog:
Llámame cuando puedas.

Tecleo un mensaje rápido.

Mencía:
He llegado bien. Me estoy adaptando a las instalaciones… por decirlo de alguna manera. Luego
te doy los detalles más escabrosos. Y suerte en esa audición.

—Debe de ser alguien muy gracioso, porque no has dejado de sonreír. —


Alzo la mirada y descubro que Marcos me mira fijamente—. Sé lo que me
digo. Yo tengo mi gracia y la gente ríe conmigo. Si comenzara a mandarte
mensajes, también sonreirías de esa manera.
—Es mi hermano —le explico—. Está en una audición.
—¿Un domingo a las —comprueba la hora en su reloj deportivo—
nueve de la noche?
—Una emergencia.
—¿Actor?
—Modelo.
—Si tiene tu cara, lo cogen seguro. Para lo que sea.
—Es una audición de manos, para una marca de relojes.
—¿Existen las audiciones de manos?
—Sí.
—Ahora tengo curiosidad por ver las manos de tu hermano. ¿Es modelo
de manos?
—Es modelo de lo que le salga.
—¿Y tú?
—Yo, ¿qué?
—¿A qué te dedicas?
—Es un trabajo aburrido. Soy administrativa.
—Sí que suena aburrido.
—Gracias.
—De nada —responde como si no hubiera entendido mi sarcasmo—.
Me temo entonces que el peso de la conversación voy a tener que llevarlo
yo.
—¿Perdona?
—Ya sabes, para entretenernos mientras esperamos a que nos rescaten y
que la situación no se torne tediosa. O tensa. O tediosa barra tensa. Eso
sería catastrófico. Yo de eso sé un rato. Vivo situaciones catastróficas a
diario.
—¿En serio?
—No, pero me lo invento. De ahí, a llevar el peso de la conversación,
solo hay un paso. Confía en mí.
—¿Crees que no puedo llevar el peso de la conversación? No me
conoces de nada.
—Eres administrativa.
—Y tú, técnico de ascensores.
—Pero también soy inventor.
—¿Inventor de qué?
—De historias apocalípticas. Me salen solas. A puñados.
¿Historias apocalípticas? Lo de este chico es surrealista. Digno de
estudio. Primero se comporta como un payasete. Luego, como un tío serio.
Ahora vuelve el payasete. No sé qué pensar. Y desde luego, pensar en
historias apocalípticas no creo que sea la mejor idea del mundo, dada
nuestra situación actual.
—No sé si es lo que más me conviene ahora, la verdad.
—¿Y si te digo que mientras estamos aquí encerrados un apocalipsis
zombi se está extendiendo por el pueblo a una velocidad superior a la de la
luz del sol? Y este es el lugar más seguro. Jamás podrán abrir las puertas,
porque son eléctricas y nos hemos quedado sin electricidad. Has tenido la
suerte de tu vida al quedarte aquí atrapada. Y encima, conmigo. Pero…
Mierda.
—Mierda, ¿qué?
—Que eres administrativa y no puedes seguirme el ritmo. Lo interesante
de este juego es que entre los dos ideemos el apocalipsis perfecto, pero
tengo serias dudas de tus aportaciones.
Qué morro tiene.
—Pues menudo inventor estás hecho.
—¿Qué quieres decir?
—No puedes ir por la vida de «inventor de historias apocalípticas» y
después pretender que los demás te ayudemos a idearlas.
A este le paro yo los pies enseguida. Pues no sabe con quién ha topado.
Repito: soy la creadora, junto con mi hermano, del juego de «La vuelta al
mundo de Willy Fog en la vida real». Imaginación me sobra a raudales. Y a
fantasma no me gana nadie.
—Ahí has estado rápida. Te lo reconozco.
—Gracias. Y lo de apocalipsis zombi está muy visto. Me esperaba más
de ti, para serte sincera.
También me gusta tocar las narices. Un poquito.
—Pero estos no son los típicos zombis. Son zombis inteligentes. Y no
caminan despacio. Caminan superrápido y pegan unos saltos de escándalo.
—Pues entonces estamos bien jodidos.
—Aquí dentro, no. Eso sí, tendremos que liarnos para perpetuar la
estirpe humana. Somos la última esperanza.
—¿Y cómo vamos a sobrevivir ahí fuera? ¿Cómo vamos a alimentar a
nuestros hijos? —Marcos me mira con evidente asombro—. ¿Qué?
—Nada.
—Nada, no. Dime.
—Jamás pensé que me seguirías el rollo. Y tú no te preocupes por
nuestros hijos: yo saldré y traeré comida.
—Y yo hallaré la forma de que lo hagas. Resulta que esos zombis
superrápidos y que pegan unos saltos de escándalo están ciegos.
—Mmm… Sigue.
—Yo te confecciono un traje de camuflaje y tú caminas entre ellos sin
que te vean.
—¿Cómo lo harás?
—Con mi saliva. Tiene poderes especiales. Lo descubrimos por
casualidad. Disimula el olor humano. Eso sí, tienes que caminar desnudo.
—Joder, eres muy buena. —Y tú, un principiante—. Me ofusqué con lo
de administrativa, pero jamás debí obviar que eres de Bilbao.
—Exacto. Ahora dime tú cómo acabamos con ellos. A ver si mantienes
el nivel.
—Con tu saliva. Tú eres la clave de todo. Tú y nuestros tres hijos.
—Me gusta. Continúa.
—No solo disimula el olor humano, sino que también mata zombis.
Creamos unas elaboradísimas armas de agua de lluvia mezclada con vuestra
saliva. Caen como moscas. Yo fui militar en mis años mozos. Después pasé
unos años fabricando armas. No fue hasta que mi padre enfermó cuando me
metí en el negocio familiar de los ascensores.
Nos quedamos callados los dos y, a continuación, rompemos a reír a
carcajadas. Estoy a punto de admitir que es muy bueno, pero esta
conversación es de psiquiátrico. Yo tengo muchos pájaros en la cabeza y no
debo dejarlos volar, porque se me va. Me parece que Marcos no se queda
atrás. Y alguno de los dos tiene que insuflar un poco de cordura a la
situación.
—Esto es surrealista —afirmo.
—No. Es supervivencia —rebate con seriedad.
Arrugo la frente.
—¿Supervivencia?
—Sí. Supervivencia. Vivir con escasos medios o en condiciones
adversas.
—Ahí fuera no hay un apocalipsis zombi, Marcos.
—Ya lo sé. No estoy hablando de eso.
Entonces me doy cuenta de a qué se refiere: a mi episodio de
claustrofobia.
—¿Hasta dónde crees que puede derivar un episodio de claustrofobia?
—le pregunto.
—No lo sé. Dímelo tú.
Hasta no poder respirar.
Hasta que los segundos se convierten en horas.
Hasta sentir miedo absoluto.
Hasta gritar y llorar. Patalear y golpear la puerta con todo lo que tienes a
tu alcance.
Hasta sentir que te vas a morir.
Hasta perder el conocimiento.
Hasta despertar en un hospital.
Me estremezco de arriba abajo. Me estremezco de un modo feo. Me
estremezco de un modo espantoso. Por supuesto, nada de eso sale de mi
boca.
—Supongo que hasta donde estás pensando —dice entonces Marcos.
Vaya, no se le escapa una a este chico—. Cualquier cosa que te haga estar
mejor es supervivencia. Cualquier cosa. O persona. O conversación. No te
sientas avergonzada por ello. Nunca. Y quien opine lo contrario puede irse a
la mierda.
Sonrío sin ganas y guardamos silencio. Ojalá el resto de esa humanidad a
la que pretendemos salvar desde aquí pensara igual que él. Ojalá me
hubieran dicho algo así hace dos años; habría sucedido todo de manera
diferente. Ojalá no existiera la estupidez humana.
Ya, claro, y la paz en el mundo.
5 No me puedo creer que siga dentro de este
maldito ascensor y que se hayan puesto a
cocinar

Marcos
—«Lady, lady, lady, lady. Let me touch that part of you. You want me to.
Lady, lady, lady, lady. I know it's in your heart to stay».
—¿Qué cantas?
¿Yo?
No soy el gran defensor de los silencios, de hecho, ni siquiera me gustan.
Y no entiendo eso de los «silencios cómodos» que ahora está tan de moda.
Para mí no hay silencios cómodos. El silencio no es más que la ausencia de
ruido, o de voces. Y yo necesito escuchar las voces de mi gente alrededor
de mí constantemente. Me gusta escucharlos a todas horas. Y es posible que
de sus bocas no salgan más que frases sin ningún sentido, que se rían
conmigo por la última tontería que les he regalado a sus oídos o que no
atinen con un solo refrán, pero son sus voces y las prefiero al silencio,
porque significa que están ahí. Conmigo.
Quizá ese sea el motivo por el que he comenzado a tararear una canción
sin darme cuenta, no lo sé. Una canción que ni entiendo de dónde ha salido:
¿Lady, lady, lady, lady? ¿En serio? Debe de llevar tiempo almacenada en mi
cabeza, entre miles de recuerdos, imágenes, instantáneas, ídolos y huellas
de antiguas emociones. En mi vida he tarareado una canción, no es lo mío,
pero lo cierto es que ahora acabo de hacerlo. Raro.
—«Lady, lady, lady, lady. Let me touch that part of you. You want me to.
Lady, lady, lady, lady. I know it's in your heart to stay». Joder —chasqueo la
lengua—, paso demasiado tiempo con Dylan.
—¿Qué?
—Mi amigo canta. Canta a todas horas. ¿Conoces el término
«demasiado»? —No dejo que conteste—. Mi amigo canta demasiado. Y yo
paso demasiado tiempo con él.
—¿Por eso has cantado?
—Sí. Estoy casi seguro de que ese ha sido el motivo.
Silencio de nuevo y…
—«Lady, lady, lady, lady». Mierda. Otra vez. Párame, por favor.
—Háblame de ella.
—¿De quién?
—De la chica que estaba contigo en el ascensor. Tengo curiosidad.
¿Cómo se llega a estar a punto de mantener relaciones sexuales con una
exnovia en un ascensor?
En un ascensor o en cualquier sitio, joder. A ver cómo explico yo esto
sin delatarme.
—Hacía años que no hablábamos. Dos, para ser exactos. Nuestra ruptura
fue… dramática. Muy dramática. E imprevista. Tan imprevista como
quedarte atrapada en este ascensor. Nos debíamos un abrazo. O una
reconciliación. Y se nos ha ido de las manos.
—¿A ti o a ella?
—A los dos.
—¿Y ahora estáis bien?
—Vamos a intentar ser amigos. No sé si lo conseguiremos.
—No creo que yo me haga amiga de este ascensor.
—Yo tampoco.
Y otro silencio incómodo que nos hace compañía de manera inesperada.
Al menos ya no me mira con tanta desconfianza como al principio (lo que
no quiere decir que ahora me mire con confianza). Voy a acabar con él, con
el silencio, pero ella se me adelanta.
—¿Cómo te hiciste eso de ahí? —pregunta, señalando mi ceja izquierda
con los ojos. Sus brazos aún rodean sus piernas. Y aunque la escotilla
abierta nos separa, ella a un lado y yo al otro, se ha creado en torno a
nosotros una especie de cercanía incomprensible.
Sé a lo que se refiere, al recordatorio que luzco en la frente de que
continúo vivo; aun así, me hago el despistado.
—¿El qué?
—Esa herida en la ceja. Parece reciente. Debió de doler; es muy
profunda.
Tan profunda como un abismo en el fondo del mar. Tan profunda que no
parece tener fondo, así, con redundancia y todo. Nunca he sido un gran
poeta. Tampoco lo he pretendido.
—No tanto —le quito importancia—, es más aparatosa que nada.
—¿Una pelea en un bar? Antes no me han pasado desapercibidos los
hematomas a la altura de tus costillas.
No puedo evitar una carcajada.
—¿Tengo pinta de ser de los que se pelean en un bar?
—Aún no sé de qué tienes pinta.
—En mi defensa diré que ellos empezaron. —Le guiño un ojo y me
quedo tan tranquilo. Dios, no he colado tantas trolas seguidas a una misma
persona en mi vida. Ni a mi madre cuando llegaba cada fin de semana a
casa con chupetones en el cuello o cuando la liaba en los cumpleaños de los
colegas del pueblo a causa de los malditos: «A que no te atreves a…».
Hasta la policía apareció una vez que nos quedamos solos en casa y
trasladamos la fiesta de cumple al salón de mis padres…
—No es una herida que haya provocado un puñetazo. Ni veinte.
—No, no fue un puñetazo. Ni veinte. —Sonrío—. Fueron veintiuno.
Mencía sonríe también y niega con la cabeza. Sé lo que piensa: en esto
no me cree. Chica lista. Estoy a punto de meterle otra trola: que fue una
patada con una bota de punta de acero, muchísimo más creíble, por otra
parte, que la propia realidad (el coche en el que viajaba saltó por los aires a
causa de la detonación del vehículo delantero y mi casco reventó en mi
cabeza en la tercera vuelta de campana), pero entonces el ascensor se
mueve bajo nuestros traseros. Un bamboleo enérgico. Dos. Tres. Afianzo
las palmas en el suelo barra techo para no perder el equilibrio y espero a
que se detenga. El ascensor no va a subir ni a bajar mientras nosotros
sigamos aquí arriba, me he asegurado de ello.
Observo a Mencía; ella también me contempla con fijeza, los ojos muy
abiertos, pero sin estar asustada. Ya no. Asustada estaba antes, cuando se ha
visto encerrada, pero ahora, aquí arriba, se siente a salvo. Es una chica muy
valiente, lo sé.
Con un último chirrido estridente, y muy desagradable, el ascensor ceja
en su empeño de moverse.
—Ya pasó —le digo.
—¿Qué ha sido eso? —pregunta, más por curiosidad que por otra cosa.
No tengo ni idea, pero algo tendré que inventarme, dado que se supone
que soy experto en ascensores. Quizá se me fue un poco la mano con ese
asunto, pero me lo puso tan a huevo…
—Los chicos andan haciendo pruebas. —Estoy casi seguro de que he
acertado—. Están a punto de ponerlo en funcionamiento.
«¿Y qué vas a decirle cuando pasen dos horas más y no lo pongan en
funcionamiento, Marc? Bah, eso no va a ocurrir. Y, de todas formas, cada
fuego a su tiempo, joder, que no tengo veinte manos».
—Llevamos aquí casi una hora. ¿Cuánto suelen tardar estas cosas?
¡Y yo qué sé!
—Cada caso es un mundo —le explico con mi tono de entendido en la
materia—, imposible adivinarlo. Pero siempre se acaba arreglando. No te
preocupes. Espera, ¿qué es eso?
Mierda, me acaba de llegar un olor muy desagradable. Joder, que no sea
lo que estoy pensando. Por favor, por favor, QUE NO SEA LO QUE ESTOY
PENSANDO.
—¿Qué es qué?
—Ese olor.
—¿Qué olor?
—ESE OLOR.
Mierda, joder, es queso. Es puto queso. No me lo puedo creer. Me
levanto y comienzo a caminar en círculos dentro del minúsculo espacio del
que dispongo. Odio el queso. Lo odio con todas mis fuerzas. Es olerlo y
entrarme ganas de vomitar. No lo tolero. Creo que es lo único que no tolero
en el mundo.
—Huele a comida. Habrán abierto las cocinas para servir la cena del
bufet.
—Huele a queso —le aclaro, girando mi cuerpo para mirarla—. ¿Qué
comida ni qué comida? H.U.E.L.E.A.Q.U.E.S.O.
—¿Queso? —Olfatea con insistencia el ambiente—. Ah, pues sí, es
verdad. Huele a queso. Y a uno bastante fuerte; ahora me llega bien el olor.
Habrán preparado algún plato o algún postre a base de queso. Los hoteles
suelen organizar cenas temáticas. Quizá hoy toque un menú inspirado en la
gastronomía italiana.
—De puta madre.
—Oye —Mencía también se levanta y se acerca a mí—, ¿qué te pasa? Se
te ha ido hasta el color de la cara. Y estabas bien morenito.
—No me gusta el queso.
Una vez más, me mira con sorpresa.
—No te gusta el queso —afirma.
—No.
—¿Estás… estás así por el olor a queso?
—Lo odio. Se me está revolviendo el estómago, joder. —Qué puto asco.
Me pongo en cuclillas, con las manos sobre los muslos, y saco la cabeza por
el estrecho hueco que queda entre el ascensor y la pared de ladrillo—. En
serio, voy a vomitar.
—¿Vas a vomitar? Joder… —Mencía se sitúa a mi lado y se agacha
junto a mí. Pasa un brazo por mis hombros y me da suaves golpecitos en
señal de apoyo—. Jamás había presenciado una reacción así al queso.
Tienes pinta de estar pasándolo francamente mal. Eres al queso como
Superman a la criptonita.
—No te rías.
Ella carraspea.
—No me estoy riendo.
—Sí te estás riendo. —Se lo noto, joder. Y me cago en todo.
—Perdona, es que ¿en serio? ¿Queso, Marcos?
Giro la cabeza y la miro de muy malas maneras. Solo consigo que ella se
ría mucho más y mucho más fuerte. A carcajadas. Al menos tiene una
sonrisa bonita. Preciosa. Y los labios pintados de un rojo intenso. Me he
dado cuenta en cuanto ha entrado en el ascensor, pero no me ha parecido la
gran cosa, me he centrado más en su rostro en conjunto. Ahora creo que ese
color les queda de puta madre a sus labios. Y el contraste con los dientes
blancos y el pelo rubio es la hostia. Pero ¿por qué pienso en esto cuando
estoy a punto de vomitar? Serán los delirios que me provoca el queso. O
que la chica está realmente buena.
—¿No hay ninguna comida que no te guste?
—No como para descomponerme así y producirme náuseas con solo
olerla.
—Mi enhorabuena. —Ella se descojona con ganas. Oye, fenomenal—.
¿Y ahora qué te pasa?
—«Mi enhorabuena» —repite, imitando mi tono de voz. Le dirijo una
mirada letal—. Anda, levántate de ahí y comprueba por ti mismo que el olor
ha desaparecido.
—No ha desaparecido, te habrás acostumbrado a él.
—No, en serio. Ha desaparecido. Lo habrán usado para cocinar algo
puntual.
Levanto la cabeza y, con cuidado, con mucho cuidado, olisqueo el
ambiente. No se ha disipado del todo, pero es cierto que se ha rebajado
muchísimo, hasta límites tolerables. Vuelvo a respirar con normalidad.
Joder, qué mal rato he pasado. Puto queso.
Me pongo de pie con rapidez y Mencía hace lo mismo. No deja de
mirarme. No deja de mirarme ni de sonreír.
—¿Qué? —indago.
—Nada, solo imaginaba un apocalipsis a base de queso.
No sé la cara que pongo, porque no me la veo, pero Mencía, una vez
más, ríe a carcajadas. Yo primero la miro con fastidio y luego voy a por
ella. La abrazo por la espalda; emite un gritito muy gracioso y le revuelvo el
pelo, se lo revuelvo a conciencia para despeinarla. Eso, por las risitas. Que,
por cierto, no cesan. Pero ya no me importa, porque, joder, qué bien huele
esta chica. Me apremian las ganas de hundir la nariz en su pelo y
alimentarme de él; lo que sea con tal de eliminar el olor a queso.
Mencía para de revolverse y yo paro de revolverle el cabello. Gira la
cabeza hasta que quedamos cara a cara. Muy cerca. No dejo de abrazarla.
—¿Me estás olisqueando el pelo para camuflar el olor a queso?
Joder. Pillado.
—Mierda, sí.
Nos echamos a reír los dos, pero nos contenemos en cuanto escuchamos
voces al otro lado de la pared.
—¡Hola! ¡Hola!
La suelto al momento.
—Ha llegado la caballería —digo—. ¿Bajamos?
—Bajamos —acepta.
La intercepto justo antes de que descienda por la escotilla.
—No, espera.
Se me acaba de ocurrir una idea.
—¿Qué pasa?
—¡Hola! ¡¿Estáis ahí?!
Ignoro los gritos (¿dónde vamos a estar?), saco las llaves de uno de los
bolsillos del pantalón vaquero y se las enseño.
—Vamos a grabar nuestros nombres en el techo del ascensor. O en el
suelo, según como se mire.
—¿Perdona?
Se la ve genuinamente sorprendida. Me hace gracia. Inocente.
—¡Holaaa! ¡¿Eooo?!
—Para la posteridad —aclaro con una de mis mejores sonrisas. La
bajabragas.
—Pero ¿tú cuántos años tienes? Dejé de marcar mi nombre en los
árboles a los dieciocho. Y, además, no está permitido. Se considera acto
vandálico.
¿Acto vandálico? Anda, no me jodas.
—Oye, ¿qué pasa contigo? ¿Eres poli o qué?
Me río de mi propio chiste mientras niego con la cabeza, dado que soy
yo el poli, y comienzo a escribir un nombre en la superficie de metal. Su
nombre: Mencía. Con la tilde y todo. El chirriar del metal contra el metal es
un tanto desagradable, lo reconozco, pero cómo me gusta cometer estas
gamberradas. Me dan vida.
—¿Estás escribiendo mi nombre?
—No, ya he terminado. ¿Quieres escribir el mío? —Le ofrezco las
llaves.
Me las arrebata con mala cara. Sí, me las arrebata con mala cara, pero
escribe mi nombre: Marc…
—Vale. —La detengo un segundo antes de que escriba la vocal «o».
Mencía alza la mirada.
—¿Qué?
—Así ya vale. Marc está bien. Yo soy Marc.
—Marc —repite.
—Sí.
—Muy bien, pues Marc.
—Pues muy bien.
Dios, que no se dé cuenta de que le estoy vacilando con el «pues». Los
vascos y sus «pueses» para todo me hacen mucha gracia.
—¿Bajamos ya?
Pues no se ha dado cuenta. No te rías, Marc. No te rías, joder.
—Bajamos ya.
Pero no bajamos. Permanecemos uno al lado del otro, agachados junto a
la escotilla, mirándonos a los ojos con las cabezas muy juntas. Los suyos
son de un azul pálido, y me observan con curiosidad. Los míos… no tengo
ni idea de cómo la observan a ella.
—¡Holaaa!
6 Fuera

—¡Holaaa!
Pestañeo y regreso a la realidad. Me había perdido en el verde de los
ojos de Marcos, no por nada en especial, pero tienen un casi imperceptible
tono dorado que me ha llamado la atención. Creo que nunca había visto un
matiz así. O no me había fijado.
—Tienes los ojos amarillos.
—Pero qué cosas más bonitas me dices, titi. Para que luego digan que el
romanticismo ha muerto.
—Son ojos de lobo.
—Pero soy un lobo bueno. Un lobito. No muerdo, a no ser que me lo
pidas por favor. Y si me acaricias la colita, te traigo el periódico y todo lo
demás.
El tonteo le puede a este chico, es que le puede. Su vida debe de ser un
tonteo constante; a pesar de ello tengo que reconocer que me hace reír. Es
un tonteo sano, sencillo. Bonito. Le doy otro leve empujón y él finge perder
el equilibrio y casi caerse; nada más lejos de la realidad.
—Eso, por la guarranada de la colita —le aclaro.
—¿«Guarranada»? —Ríe a carcajadas—. ¿Es una palabra vasca o qué?
—¿No sabes lo que es una guarranada?
Marcos sonríe con socarronería, con el desafío dibujado en sus ojos
verdes y amarillos.
—La verdad verdadera es que no tengo ni pajolera idea. ¿Me lo
explicas? Y te pongo en antecedentes: soy muy fan de la Crítica de la razón
pura de Kant: primero la experiencia y luego, el conocimiento. Es mi…
razón para vivir. Pero volvamos a lo de la guarranada. Me gusta cómo
suena.
—¡HOLAAA!
Ambos nos dejamos de tonterías y nos miramos de nuevo a los ojos.
Expresan lo mismo: tenemos que bajar ya.
—Yo primero —se ofrece Marcos, dando por concluido el asunto de la
guarranada. No sé cómo sentirme al respecto. Creo que me apetecía
replicarle. Creo que habría alargado la conversación unas cuantas frases
más, aunque eso nos hubiera llevado a pasar más tiempo encerrados en este
ascensor. Me descoloca un poco, la verdad. Porque yo lo único que quiero
es salir de aquí.
Me aparto para cederle espacio y que pueda maniobrar. Se sienta y deja
caer las piernas por el hueco; apoya las manos a ambos lados y va
descendiendo poco a poco, despacio. Entonces brinca, y el propio ascensor
emite un quejido a causa del golpe. Y otro bamboleo. Asomo la cabeza para
fulminarlo con la mirada. ¿No podía dar un salto más comedido?
—¿Bajas o qué? —me pregunta desde abajo sin inmutarse.
Bajo. Comienzo a deslizarme de la misma manera en que lo ha hecho él.
Enseguida noto sus brazos rodeando mis piernas. Y es el toque menos
sexual que he sentido en la vida, pero, a pesar de ello, me envuelve el calor.
Me dejo caer y Marcos me baja hasta el suelo. Me suelta de inmediato y se
acerca a las puertas. Yo lo imito. Apoyo todo mi costado derecho en una de
ellas y aproximo la oreja. Marcos adopta la misma postura, pero con el lado
izquierdo de su cuerpo, los brazos cruzados.
—¡Estamos aquí! —grita en dirección al otro lado.
—Por fin. ¿Qué os ha pasado? Llevamos un rato llamándoos. ¿Todo
bien ahí dentro?
—Todo bien. Estábamos… —Marcos me mira con picardía y mueve los
labios. Creo que dice «haciendo guarranadas». Sí, por supuesto que lo dice.
Le respondo que «ni se te ocurra» a la vez que lo apunto con el dedo. Él me
guiña un ojo— desmayados.
—¿Cómo?
—Que casi nos desmayamos, joder, hace mucho calor aquí dentro.
—Os sacamos ya. El ascensor se ha bloqueado por motivos de
seguridad, no sabemos la causa. Hemos llamado a emergencias y el técnico
acaba de llegar al hotel; ha venido lo más rápido que ha podido. Dadnos
cinco minutos, ¿OK?
Marcos asiente con la cabeza y hace un gesto. Un gesto que repite
mucho. Es una especie de alzamiento de cejas fugaz, y viene a significar:
«Pues vale».
—Quizá sea tu padre —le digo.
—¿Perdona?
—El técnico. Que quizá sea tu padre.
—Ah. Mmm…, no lo creo. No trabajamos con esta casa.
—¿Marc? ¡Marc!
—¡Marc! ¿Estás ahí?
Marcos arruga la frente y afina el oído. Sonríe. Pero no con la
socarronería de siempre. Es… ¿ternura?
—Ahora sí que ha venido la caballería.
—¿Te están llamando?
—Sí, son unos colegas del pueblo. Había quedado con ellos en el bar del
último piso. Tiene unas vistas increíbles, y solemos venir a menudo a tomar
algo. —El mismo bar al que me dirigía yo—. También nos hemos colado en
la piscina alguna que otra vez. Yo, siempre obligado, por supuesto. Son
unos gamberros. ¡Tíos, soy yo, sí!
Al momento, a mi cabeza acude la imagen de un grupo de tíos colándose
en la piscina del hotel. Y Marcos lo lidera.
—Joder.
—¿Ves, Riv? Sabía que estaba dentro. Es que lo sabía. ¡Tío, sabía que
estabas dentro desde que nos hemos enterado de que se había quedado
atascado uno de los ascensores del hotel!
—Pero aun así llegaba tarde, así que deja de sacar la cara por él.
Marcos se crispa al momento.
—¡No llegaba tarde, capullos! —grita—. Llevamos dos horas aquí
encerrados.
Arqueo una ceja. ¿Dos horas? Ni de palo. Miro mi reloj: llevamos poco
más de una hora. Le ha sumado más de cuarenta minutos. Marcos advierte
mi gesto, me guiña el ojo otra vez y me pide silencio con un dedo en sus
labios. Este chico tiene mucha cara.
—Seguro.
—Claro que sí.
—¿Estás bien, Marcos?
Esa voz es de mujer. Es una voz cantarina y jovial.
—¡Gracias! Menos mal que alguien se interesa por mi integridad física.
Y, sí, estoy bien. Aunque ha habido un momento de mucha tensión.
Podría pensar que se refiere a mi episodio de claustrofobia. Pero no. Sé
que no se refiere a eso.
—¿Qué ha pasado?
—Voy a poner una queja en las cocinas. Tienen que controlar esa salida
de olores. Me parece inaudito que en un hotel de nueva construcción como
este pasen cosas así.
—Pero ¿qué dice?
—Yo qué sé. El encierro le habrá afectado a las neuronas.
—Es lo que le faltaba al poligonero.
—¿Por qué no contestabas a mis mensajes, Marc? Estaba empezando a
preocuparme.
—Ya salió el novio intenso y medio. Tampoco nos ha respondido a
nosotros. Y digo yo que iremos primero que tú.
¿Novio? Miro a Marcos y él hace un gesto con las manos para restarle
importancia. Me siento totalmente desubicada en la conversación. Marcos
la sigue sin problemas, reconociendo cada una de las voces. Está en su
hábitat.
—Cállate.
—Callaos todos.
—Chúpame un cojón. Tú no, Hug.
—Dos.
—Vale ya, ¿no?
—Yo tengo hambre.
—¿Otra vez?
—Sí, otra vez. Se llama «estar embarazada».
—Ya ves.
—¿Cuánto tiempo vas a explotar lo del embarazo?
—Nueve meses —apunta Marcos.
—Nueve meses —expresa alguien fuera, al unísono.
—Cómo me conoces, jefe. El otro día vi que habías apuntado la fecha
probable de parto en tu calendario de la clínica. Me emocioné; sé lo que
significa ese calendario para ti.
Marcos se desternilla de risa. Creo que en esa última frase hay más
ironía que sinceridad.
—Yo tengo que pasar más a menudo por esa clínica, debe de ser todo un
espectáculo. ¡Deberíamos trasladar los desayunos allí, Marc!
—¡Totalmente de acuerdo!
—El cuñado intenso habla poco, pero, joder, cómo las suelta cuando
quiere.
—Chúpame un cojón.
—No me robes la frase.
—Ya ves.
—¿Otra vez?
—Oye, Pris. —De repente, Marcos ha adoptado un tono solemne. Muy
solemne—. Tengo que decirte algo. Y a ti, Alex, ya que estamos. No
soporto guardármelo durante más tiempo.
—Eso suena a despedida.
—¿Es porque crees que no vas a salir de ese ascensor? Todo va a ir
bien, Marc.
—Nosotros también te queremos un montón, Marcos.
—Que no, joder —bufa exasperado—. Me he encontrado con Alicia.
—No me extraña que llegaras tarde. Te ha pasado de todo, macho.
—Y sin salir del pueblo.
—Dejad hablar al poligonero.
—No lo voy a contar aquí, delante de todo el mundo. Solo quería
recalcar que tengo algo que decir y así ya no puedo escaquearme.
—Qué intriga.
Eso mismo pienso yo.
—Si Marcos les confiesa un secreto a Pris y Alex, quedará entre ellos y
no va a llegar a nosotros. Se cierra el círculo.
—Claro que no se va a cerrar el círculo, principiantes. Marc no es el
núcleo. Pris se lo cuenta a Adri; Adri, a mí, y yo, a River. Fin del asunto.
—¿Y a mí cuándo me llega?
—Conmigo, Cat Cat.
—Si tú eres el último, ya puedo esperar sentada.
—A ti te llegaría mucho antes, a través de Dy.
—Cierto.
—Eso me gusta más. En nuestro grupo de WhatsApp. Porque si
esperamos a que nos lo cuente Alex…
—Podéis esperar sentados.
—Al menos lo corroborarás, ¿no, Alex? Que, en este grupo, lo del
teléfono estropeado es de juzgado de guardia.
—Alex.
—Qué.
—No me has contestado.
—¿A qué?
—Yo alucino con el nadador.
Marcos eleva los ojos al cielo y me hace un gesto con las manos que
viene a indicar: «Están un poco chalados, ¿qué le vamos a hacer?».
—Marcos, os sacan ya.
—Aleluya.
Marcos se aparta de la puerta y pulsa el botón de emergencia. Un
segundo es lo que tarda el ascensor en moverse. Levanto la cabeza hacia el
techo: por fin voy a salir de aquí. A Marcos no le pasa desapercibido mi
gesto y me da un suave apretón en el brazo.
—Lo has hecho muy bien. Deberías sentirte orgullosa.
—Gracias.
Ni siquiera sé por qué le doy las gracias. Tengo tantos motivos… Y uno
de ellos no es el halago que acaba de dedicarme. Yo no he hecho nada, nada
aparte de perder el control, en primer lugar, y dejarme llevar por él, en
segundo lugar.
Cuando el ascensor se frena, pienso por un segundo que no debería haber
cantado victoria tan rápido; se ha estropeado de nuevo. Pero no. Se ha
detenido porque hemos llegado a la cuarta planta. Las puertas se abren y…
y ahí fuera hay más gente que en la guerra. ¿De dónde ha salido? Gente que
se apresura a rodear a Marcos, internándose en el ascensor. No me
sorprende demasiado. A Marcos se le ve a leguas que es una persona
extravertida. El típico chico al que todos conocen y saludan por la calle.
Una. Dos. Tres. Cuatro. Cinco. Seis. Cuento hasta seis personas. Cuatro
chicos y dos chicas que, sin duda, son los que hablaban desde el otro lado.
Casi todos rubios. Me llama la atención. Sin embargo, soy incapaz de
reparar en nada más: sus rostros desfilan ante mis ojos como en una
nebulosa. Me resultan semejantes y diferentes a la vez. Sucede todo
demasiado deprisa.
Sus voces se solapan las unas a las otras, tanto que apenas distingo la de
Marcos entre ellas. Ni su figura.
Agarro mi pequeña maleta y abandono el ascensor del demonio. Ellos
parecen felices de haber entrado, pero lo único que yo quiero es salir.
Aunque la salida no es como me esperaba. No se me llenan los pulmones de
aire. Porque ya están llenos. No se me estabiliza el pulso. Porque ya está
estabilizado. Lo está desde hace mucho rato.
Dos empleados del hotel (los reconozco por el uniforme) se acercan a mí
y me preguntan si estoy bien. Asiento con la cabeza y a continuación se
dirigen tanto a Marcos como a mí. Sus amigos por fin han dejado de
acapararlo y han salido todos del ascensor.
—Lamentamos muchísimo lo sucedido y esperamos que no hayan
sufrido ningún percance.
—Estamos bien —asegura Marcos—. Se han pasado rápido las dos
horas.
—Marcos, que no cuela lo de las dos horas, ¡llegabas tarde! —dice una
de las chicas. Él la ignora.
—Bien —responde uno de los del hotel—. Vamos a realizar unas
pruebas con el ascensor. De momento lo dejamos fuera de servicio. Pueden
ustedes utilizar cualquiera de los demás.
—No, gracias —respondo yo al instante—. Mi maleta y yo subimos
andando.
Le pueden dar mucho por ahí a mi propósito de luchar contra mi
disparador fóbico. Yo no me monto en un ascensor en un año, por lo menos.
Y me voy directa a mi habitación. Mañana visitaré el bar.
—¿En qué piso te alojas? —me pregunta Marcos.
—En el veintiuno.
—Joder —exclama alguien por ahí.
—Los otros tres ascensores funcionan perfectamente, señorita.
—No, gracias.
—Pero son muchos pisos para subir por las escaleras.
Diecisiete; sé contar.
—Te acompaño para que no te aburras —me propone Marcos—.
Además, acabo de darme cuenta de que hemos estado dos horas encerrados
en un ascensor y no hemos hablado del tiempo. Increíble. Hay que ponerle
remedio o no me lo perdonaré en la vida. Luego os veo, gente.
Los amigos lo contemplan, y juro que cada uno de ellos lo hace de una
forma distinta. Uno se lleva los dedos a los lagrimales y niega con la
cabeza; otro resopla; otro sonríe; otro sonríe también, pero con otro tipo de
sonrisa. Una de las chicas levanta el dedo pulgar en señal de aprobación y la
otra le guiña un ojo. Es bastante bochornoso, pero Marcos ni se inmuta.
—¿Vamos? —me pregunta, abriendo la puerta que da a las escaleras de
emergencia.
Pues… vamos.
7 Dentro

Hemos tenido que hacer tres paradas por el camino. En la planta nueve, en
la quince y en la veinte. Hace dos años… hace dos años yo habría subido
sin descanso. Hace dos años. Hoy, no. Hoy me encuentro a menos del
cincuenta por ciento de mi forma física de antaño. No he dejado de hacer
deporte, pero ya no estoy en la élite.
El que sí parece estar en su cénit es Marcos. Apenas ha sudado, y solo se
ha detenido por mí, para darme un respiro. O tres. Y para hacer chistes de
vascos. Lo que ha desembocado en que yo, inevitablemente, riera y
malgastara más energía. Ha comenzado diciendo: «Una vez una vasca quiso
subir diecisiete pisos andando…». Hacía años que no reía tanto.
«Lady, lady, lady, lady». Y no dejo de tararear esa canción…
Saco la tarjeta magnética del bolsillo de mi pantalón y abro la puerta.
Marcos, al mismo tiempo, abre la boca, supongo que para despedirse, pero
lo freno con un gesto de la mano.
—Pasa, anda. Te daré una botella de agua. Acabas de subir diecisiete
pisos de escaleras.
—Me va la marcha. Y todavía no sé si tú eres acojonantemente ágil o
jodidamente vasca, digo cabezota. —Se interna en el dormitorio con total
confianza, como si fuera el suyo—. Guau. Menuda habitación. Nunca las
había visto por dentro.
Y no se conforma con quedarse en la entrada, sino que se adentra hasta
el fondo.
Echo un vistazo rápido: la verdad es que es una pasada. A la derecha hay
una cocina bastante amplia, blanca, impoluta. No la necesito, pero quería
una habitación en las alturas, y las de los últimos pisos vienen con cocina
incorporada. Después se abre un saloncito con un sofá, un televisor de
pantalla plana gigante, suspendido en la pared, y una mesa redonda de
cristal flanqueada por cuatro sillas. Y al otro lado de la pared de la que
cuelga el televisor, se encuentran la cama y el baño, ambos de tamaño
considerable. En conjunto, resulta diáfano. Y está todo muy nuevo. Es…
acogedor. Y cálido, a pesar de que el aire acondicionado está al máximo.
Transmite una sensación agradable, fresca y apacible.
Localizo el minibar enseguida y cojo una botella de agua. Marcos ha
salido a la terraza. Me desconciertan un poco las confianzas que se toma,
pero lo hace de una manera tan natural (o inocente, no lo sé) que es
imposible que me moleste. Lo sigo al exterior y el aroma del Mediterráneo
inunda mis fosas nasales en cuanto pongo el primer pie en la terraza. Me
encanta. Es tal y como lo ha descrito Marcos en el ascensor. O no. Mejor
todavía: es el olor de Marcos en el ascensor, pero elevado a la enésima
potencia. Casi puedo sentir la arena en mi piel y el salitre en el fino vello de
mis brazos. Y la suave brisa, tan cálida, a pesar de que el sol se haya ido a
dormir hace rato.
Aspiro con fuerza y me recreo en la figura de Marcos en medio de la
oscuridad. Ha cruzado los brazos encima de la barandilla y ha inclinado el
cuerpo hacia atrás con el culo en pompa. Me sitúo a su lado y sigo sus ojos:
el Peñón. Apenas se distingue su silueta en la penumbra, pero lo suficiente
como para saber que está ahí, imponente. Inmutable. Protegiendo a su
pueblo y a sus habitantes.
—Estas vistas son espectaculares —me dice sin apartar la mirada,
detectando mi presencia—. Si yo fuera tú, dormiría en la terraza. Estar ahí
dentro es un desperdicio.
Me resulta muy tierno que alguien que vive aquí no se canse de admirar
la belleza del lugar. Marcos ve el Peñón a diario (supongo), y aquí está, sin
poder despegar la vista de él mientras me habla.
—¿Cuántas veces has subido al Peñón? —le pregunto.
—Pocas. Unas doscientas o trescientas. Quizá mil. No sé. ¿Tú? ¿Has
subido alguna vez?
—Yo pocas de verdad. Dos. Quizá tres.
—Joder, menos mal.
—Menos mal, ¿qué?
—Si me hubieras dicho que has veraneado aquí y no has subido, tendría
que haberte retirado la palabra para siempre. Por muy buena que estés.
Marcos sonríe y se incorpora. Sonrío con él sin poder evitarlo. Menuda
boquita tiene el chico. Y qué peligro. Es un conquistador de manual. Me
pregunto si le funcionará con las chicas a menudo. Le ofrezco el botellín de
agua y se lo bebe de un trago. Yo pestañeo y me quedo paralizada durante
unos segundos. Paralizada y sorprendida. Creo que es por la visión de sus
labios rojos, mojados, que provoca un deseo irrefrenable de… besárselos.
Sí, de besárselos. No recuerdo haber sentido antes un impulso así. O un
deseo así. ¿Querer besar a alguien de la nada? No, no lo recuerdo. ¿Es acaso
posible? Pues parece que sí. Y resulta bastante sorprendente. Y… no
desaparece. Supongo que no lo hará hasta que…
—¿Qué me miras?
«Con total sinceridad: lo bueno que estás». Marcos tiene una belleza a
primera vista, lo cual resulta paradójico, dado que yo no la vi en un primer
momento, pero es definitivamente una belleza a primera vista. Y si le
prestas atención, si te acercas a su nariz, rebosante de pecas de un color
muy tenue…, es aún más guapo. Y a mí siempre me han acusado de ser
demasiado impulsiva.
Me aproximo a su boca, despacio, antes de que el agua de sus labios se
seque. Antes de cerrar los ojos, vislumbro un atisbo de sorpresa en su
mirada. Y me gusta. Conecto nuestros labios y agradezco que su respuesta
no llegue de inmediato, porque eso me da el margen que necesito para
saborearlos bien. Están fríos por el agua, pero calientes a la vez. Suaves. Y
saben a… No sabría decir a qué. Atrapo el inferior entre los míos, y luego el
superior; absorbo el agua que aún contenían y levanto la mirada. Me doy de
bruces con sus ojos verdes y con su sonrisa de canalla. Una sonrisa que
quiero volver a besar.
Entonces es él quien me besa a mí. Y también lo hace despacio.
Probándome. Su lengua sale de su boca, tímida pero decidida, y me acaricia
los labios. Se recrea en mi sabor como si fuera un… un helado nuevo que
quiere paladear. Introduce la punta de la lengua, tanteando, y deja que le
llene la boca. Porque, ante un nuevo sabor, el mínimo contacto es suficiente
como para que se te llene la boca entera. Siempre.
Es un beso de ¿toma de contacto? No lo sé. Es un beso ¿de adolescentes?
Tampoco lo sé. Pero es un beso increíblemente sensual y tierno al mismo
tiempo. Y ya sé a qué me sabe. Me sabe a recuerdos que ni siquiera sabía
que conservaba. Me sabe a este pueblo. A verano. A arena. A playa. A brisa
marina. A un mar de aguas templadas. A andar descalza. A… helados de
mil gustos diferentes en el paseo marítimo.
Unos segundos después, su lengua ya no es tan tímida, pero continúa
siendo decidida, tremendamente decidida, y se cuela en mi boca hasta el
fondo, sin miramientos. Entrelazándose con mi lengua. Es cuando percibo
la electricidad. Y un ligero vuelco en el estómago. Y quiero más. Una de
sus manos se enreda en mi nuca y la otra se posa en mi mejilla. Yo llevo las
mías a su cabello y le revuelvo los cortos mechones atrapándolos en mis
puños; se me escapan, de lo suaves que son, así que los agarro con más
ímpetu.
Su mano me distrae cuando desciende en dirección a mi cuello, llega
hasta mi camiseta y me acaricia el pecho con suavidad pero sin titubear.
Caramba, qué rápido es. Casi tan rápido como la excitación que se propaga
por todo mi cuerpo. Como la mecha de un explosivo cuando la acercas al
fuego. Y ha surgido de la nada. El fuego ha surgido de la nada. O de sus
manos. Tanteando, encuentra mi pezón y comienza a pasar la palma de su
mano arriba y abajo, hasta que ambos notamos cómo se endurece. Emito un
gritito de placer. Un gritito suave. Agradable. Un gritito que tiembla en
nuestras bocas. Y las llena de calor. De más calor.
Marcos lleva entonces las dos manos a mis pechos y travesea con ellos.
Yo floto en el aire, en medio de la terraza; detrás de mí no hay nada. Solo
un espacio en blanco. Y podría caer en cualquier momento, pero mi cuerpo
se impulsa hacia delante, buscando sus manos. Buscando que no paren de
acariciarme. O que me toquen sin más.
Marcos baja de nuevo hasta posarlas en mi muslo. Y no deja de darme
besos suaves en los labios. Yo quiero absorberlo todo. Después quiero darle
besitos, y él, comérmelos con ansia. Nuestros dientes chocan. Él ladea la
cabeza para un lado y yo, para el otro. No nos ponemos de acuerdo. Me río.
Son besos torpes. Nos estamos besando como adolescentes, cuando te
pueden las ganas y el descontrol. O como yo recuerdo al menos de cuando
era una adolescente.
Me toca el trasero con las dos manos y aproxima sus caderas a las mías.
Siento su erección. Nos frotamos con ansia desmedida, al mismo ritmo que
nuestras respiraciones. Y no puedo dejar de pensar que esto también es muy
de adolescente. Y que a mí me encantaba esa época en la que tocarse no
tenía más pretensiones que esa: tocarse. Experimentar. Explorar. Sentir ese
hormigueo… Ese hormigueo inocente que irradia desde mis pechos hacia el
resto de mi cuerpo. Y lo siento a él tan cerca… Tan cerca.
Sin dejar de abrazarnos ni de besarnos, con más torpeza aún, nos
desplazamos por la terraza y entramos en la habitación. No llegamos
demasiado lejos. Marcos me apoya en la mampara de cristal y yo, por fin,
me dejo ir hacia atrás, sabiendo que ya no voy a caer, que algo me sujeta.
La unión de nuestras bocas se rompe, y Marcos esconde la cabeza en mi
cuello mientras no deja de embestirme contra el cristal. Y yo, a pesar de que
ya me siento desnuda, necesito desprenderme de mis vaqueros, que me
arden en las piernas. O quizá la que arda sea yo. También necesito quitarle
sus pantalones. Bajo la mirada, y es entonces cuando me doy cuenta de que
Marcos ya ha desabrochado el botón de mis vaqueros. ¡Y de los suyos!
Increíble. Su erección asoma por encima de la ropa interior. Por eso lo
sentía tan cerca. Por eso yo estaba combustionando.
—Joder —pronuncio asombrada.
—Danos unos minutos. Todo a su tiempo —replica sobre mi boca.
—Joder —repito. Noto que él sonríe—. Me has desabrochado los
pantalones y ni siquiera me he dado cuenta.
—Lo sé.
—¿Cuándo?
—Mientras me tirabas del pelo. La segunda vez.
Mierda. No lo recuerdo. Arrugo la frente y él sonríe de nuevo. Dios, qué
sonrisa más bonita. Y qué capullo.
—Capullo.
Me ha salido del alma. Él, como única respuesta, clava más fuerte sus
caderas en las mías, y es tal el calor que me trepa por la espina dorsal que
necesito quitarme la camiseta. O todo. Necesito quitármelo todo. Necesito
estar desnuda. Es alucinante cómo le sobra la ropa a cualquier ser humano
en un momento tan íntimo y deseado como este.
Nos vamos deshaciendo de las prendas de camino a la cama. Su camiseta
es lo primero en caer, y la mía se desploma justo encima. También mi
sujetador. Pero no llegamos a la cama. Nos quedamos anclados en la pared,
al lado de una de las mesitas. Entonces descubro de nuevo los hematomas
en su cuerpo, a la altura del esternón. Me detengo. No sé por qué, pero
ahora los veo de diferente manera a la primera vez. Ahora son más…
protagonistas, o más intensos para mí.
—Pero ¿qué te hicieron? —pregunto sin poder contenerme. Estas
lesiones no son ninguna tontería.
—Oh, deberías haber visto cómo quedaron ellos —responde fanfarrón.
Lo miro con mala cara—. Estoy bien. Ha pasado tiempo —me asegura con
una sonrisa más que adiestrada y volviendo a la carga. Yo me dejo envolver.
Acerca sus labios a mis pechos; se mete uno en la boca mientras me
acaricia el otro, y ahora sí soy consciente de enredarme en su pelo y de
bajar mis labios a su cabeza. Marcos no utiliza colonia, o yo no la detecto,
pero desprende un olor alucinante. Único.
Su lengua recorre mi cuerpo, mi cintura, mi pelvis, y me impregna con
su saliva mientras me baja los pantalones y las braguitas. Se deshace de
todo y sube directo a mi clítoris. De nuevo, sin titubear. Y, oh, Dios. Estiro
los brazos y los dejo apoyados, desmadejados, contra la pared. No puedo
dejar de mover las caderas. Ni de abrir las piernas. No puedo dejar de abrir
las piernas.
Sus manos me acarician por todas partes y siento su lengua muy suave,
más suave que en mi boca. Mi boca. Lo cojo del pelo y alzo su cabeza:
necesito tenerlo dentro de mi boca. Porque la boca… siempre será la boca.
Es la forma más profunda de sentirlo. De saborearlo. De tomarlo. Me gusta
su boca en mi boca. Me gusta más incluso que su lengua en mi entrepierna.
Le bajo con torpeza los pantalones mientras nos besamos, los bajo hasta
donde me dan los brazos, que no es mucho; por suerte, él acaba mi
cometido y se los quita del todo. Es entonces cuando comenzamos a
magrearnos de verdad. ¡A magrearnos! Él me acaricia con dos dedos y yo
introduzco la mano dentro de su ropa interior y accedo a su erección. Es
suave. Todo en Marcos es suave. ¿Por qué todo en Marcos es suave? ¿Por
qué, si estamos teniendo un tipo de sexo muy lejos de ser íntimo? Porque
¿qué otro tipo de sexo pueden tener dos desconocidos? Me refiero a que no
estamos haciendo el amor. Estamos follando. O, mejor, nos estamos
masturbando contra una pared. Y yo me siento como una cría de veinte
años, pero me gusta. Me encanta.
Unos minutos más de magreo y estoy al límite. Mis gemidos le dan a
entender a Marcos lo que está a punto de pasar, seguro. Se separa de mi
boca y nos miramos a los ojos. Y nos sostenemos la mirada. Creo que no
hay nada más excitante que dos personas mirándose a la cara mientras están
al borde de correrse. Y si antes me gustaba la boca abierta de Marcos, ahora
creo que es lo más bonito y lo más sensual que he visto. Tanto que me niego
a besarlo, aunque me muera de ganas. Necesito mirarlo. Pero algo me
distrae de nuevo. Otro movimiento. Bajo la mirada y veo dos de sus dedos
colarse en mi interior. Y de pronto siento la necesidad de acercarlo más a
mí, por eso dejo de masturbarlo y llevo mis manos a su trasero, por debajo
de sus bóxer. El trasero de Marcos es… es un buen trasero. Redondo y
firme. Lo acaricio; me vuelvo loca al sentir su erección en mi pelvis, arriba
y abajo. Pero no es solo su erección. Vuelvo a dirigir la vista hacia abajo.
Oh, Dios. Oh, Dios mío. Marcos se está masturbando. Con una mano me
toca a mí y con la otra se acaricia a sí mismo. Jadeo. Mi mirada se cruza
con sus ojos. Y ni lo preciosos que son puede evitar que mire de nuevo
hacia abajo. Hacia su mano experta bombeándose a sí mismo. Sus nudillos
rozan mi clítoris. Agarro su otra mano, que me estaba penetrando, y la llevo
a mi pecho. Dejo que sean esos nudillos, que tocan su erección, los que me
toquen también a mí.
El orgasmo me sacude un segundo después. Fulminante. Indiscreto. Y
me fallan las piernas. Marcos intenta sujetarme, pero yo no quiero que me
sujete. Quiero dejarme caer. Así que los dos nos deslizamos juntos, por la
pared, hasta el suelo. Marcos queda de rodillas, con el trasero apoyado en
los talones, y los calzoncillos tan descompuestos que no dejan nada a la
imaginación. Y la mía es desbordante. Y necesito más. Más sexo. Porque el
deseo aún no se ha apagado en mí. Y el sexo no es más que una cuestión de
deseo.
Poso las palmas en su torso y lo empujo con cuidado, para dejarlo justo
como lo quiero: sentado en el suelo con las piernas abiertas. Marcos no es
mi novio. Ni siquiera forma parte de mi vida. Acabo de conocerlo. Pero me
excita. Me excita muchísimo. Me atrae. Me atraen sus ojos, tan verdes
como la hierba recién mojada por la lluvia del norte. Me atraen las
arruguitas de sus párpados. Me atrae su boca entreabierta. Y la expresión de
su rostro. Por eso gateo hasta él y lo beso.
—Dime que llevas preservativos encima.
—Desde los catorce.
Me aparto de su boca al instante.
—¿Llevas el mismo preservativo en la cartera desde los catorce?
—No, joder.
Jamás pensé que se podría bromear así durante una sesión de sexo, pero
me ha salido solo y… ha salido bien. Me río y él me imita. Y en ningún
momento se nos enfría la excitación. Yo noto la mía en cada terminación
nerviosa, y la erección de Marcos no ha bajado ni un ápice.
—Sigue —le pido, observando su entrepierna. Lo entiende a la
perfección y comienza a masturbarse nuevamente mientras yo busco el
preservativo entre su ropa.
Alcanzo sus vaqueros y lo encuentro enseguida. Lo desenvuelvo sin
dejar de contemplarlo a él, no puedo, y me pierdo unos segundos de más en
admirarlo antes de decidirme a ponérselo. Me encanta que Marcos se toque.
Porque es natural. Una de las acciones más naturales que existen: darse
placer a uno mismo. Con renuencia, pero muerta de ganas al mismo tiempo,
le coloco el preservativo mientras él continúa masturbándose, ahora más
despacio. Me encaramo a sus muslos y nos miramos a los ojos justo antes
de que yo descienda despacio y él empuje las caderas. Nuestros cuerpos
entran en contacto. Ambos suspiramos de puro placer.
Comenzamos a movernos arriba y abajo, pero no al unísono. Lo
hacemos de manera desordenada. Un poco caótica.
—Ah —se queja de pronto.
Mierda. Me detengo. Creo que mis manos han apretado demasiado su
cuerpo herido.
—¿Estás bien?
—Sí, solo es una de las costillas. Sigue un poco magullada.
—Te metiste en una buena pelea.
—Me meto en peleas a diario. Continúa.
Dudo un instante, pero él me espolea con sus movimientos indecentes y
sensuales. La mezcla es explosiva. Me deleito con su visión, tan ágil,
sudorosa, mientras me revuelvo sobre su cuerpo. Lo abrazo por el cuello y
dejo mis pechos al alcance de su boca. Y entre intentar abarcarlo todo —
mis pechos, mi boca, mi interior— y la fuerza de nuestras embestidas, se
sale de mi interior. Dos veces. Reímos la segunda. Reímos a pesar del
desastre. Desastre que a mí me encanta, porque cada vez que él vuelve a
entrar es una gozada.
—¡Joder! —exclama Marcos a la tercera.
Creo que el hecho de que aún no se haya quitado los calzoncillos no
ayuda a la causa. ¿En serio no hemos encontrado ni un momento para que
desaparezcan de nuestra vista? Parece que no. Ni lo vamos a encontrar.
Me empuja por los hombros con suavidad y me conduce hasta el suelo;
se ubica encima y volvemos a empezar. Yo estoy a punto de explotar. Me
rozo con su abdomen y él mete la mano por dentro. Llega a mi clítoris en el
mismo instante en que el segundo orgasmo me devasta. Y nos corremos los
dos a la vez. Caemos desmadejados uno encima del otro poco después.
Increíble. Ha sido increíble. Un polvo de principiantes total. Torpe,
desde el principio, pero… maravilloso. Único. Abro los ojos cuando
Marcos junta su frente con la mía. Está todo sudado. Está increíble. Como
el polvo que acabamos de echar. Yo también sudo por todas partes, el
flequillo pegado a la frente. Me acaricia la nariz con su nariz y entonces…
—Guau —exclama.
—No te has quitado los calzoncillos.
—No me jodas. —Mira hacia abajo—. Hostias, increíble.
Me río por la coincidencia del adjetivo. Él sonríe. Y esa sonrisa, con esos
labios rojos magullados por los míos y esas mejillas sofocadas, con las
pecas más brillantes que nunca, la dejan a una embobada.
Me dejan a mí embobada.
Marc. Marc.
Ya sabía yo que eras un conquistador nato. Y te funciona. Vaya si te
funciona.

«Lady, lady, lady, lady».


Me despierto con el primer rayo de luz, como cada mañana. ¿De verdad
estaba tarareando de nuevo?
Lo primero que percibo es mi desnudez. No estoy acostumbrada a
dormir desnuda, al menos no sin ropa interior. Después, su desnudez, junto
a la mía. Abro los párpados por completo y encuentro a Marcos, todo lo
largo que es, dormido boca abajo a mi lado, con su rostro frente al mío.
Muy cerca. Cierro los ojos y recuerdo habernos quedado dormidos en el
suelo, despertarnos un par de horas después y subir a la cama. Tener más
sexo. Reír muchísimo. Y más torpeza. Pero no tanta como la primera vez.
Marcos, a punto de vestirse e irse a su casa, pero… volver a caer los dos en
el más profundo de los sueños.
Giro la cabeza, volteo medio cuerpo y echo una mirada rápida al reloj
despertador de la mesita: las siete de la mañana. Yo estoy de vacaciones las
dos próximas semanas, pero no sé si él tiene que ir a trabajar. Vuelvo a girar
y le soplo en el rostro. Frunce la nariz; sus pecas realizan un baile
francamente divertido. Y adorable. Soplo de nuevo, dejándome guiar por
las pecas de la parte superior de su espalda, y en esta ocasión sí lo despierto.
—Hola —les digo a sus ojos hinchados por el sueño.
Los cierra y emite un gruñido.
—¿Qué hora es? —balbucea.
—Las siete de la mañana. ¿Tienes que ir a algún sitio?
—No lo sé. ¿Qué día es hoy?
—Lunes. Uno de octubre.
—Mmm…, no. Hoy no tengo nada. Estoy de descanso. —Entonces mi
estómago ruge. Con estruendo—. ¿Tienes hambre?
—Ayer no cenamos.
Marcos abre los ojos de nuevo y arquea una ceja.
—No estoy de acuerdo. —Cuatro palabras que me transportan a cierto
momento en mitad de la noche en que nos devoramos el uno al otro, y no
precisamente las bocas, aunque sí con ellas—. ¿Te han dicho alguna vez
que incluso recién levantada eres la tía más guapa que existe en este
mundo?
—Qué mono eres —respondo, dándole un beso corto en la boca. Ha sido
espontáneo.
—¿«Mono»? Algo de esa frase no has entendido. Ahora te lo explico.
Pero, primero, comamos. —Marcos se incorpora en toda su desnudez,
descuelga el teléfono fijo del hotel y marca uno de los números. Carraspea
—. Invito yo. Sí, hola. Queremos desayunar en la habitación. ¿Qué
opciones tenemos? Mmm. Vale. Sí. Repite la última. Ajá. ¿Y pastelitos?
¿Se pueden añadir a esa opción? A la última. ¿Sí? Genial. Sí, muchos. No
sé, diez o quince. Somos dos. Vale. Y una cosa: nada de queso. No, nada.
Cero cero. Exacto. No como las cervezas sin alcohol, que resulta que sí
llevan alcohol. Mejor como las que son cero cero. Cero cero queso. Eso es.
Ni un atisbo de queso. Genial. —Cuelga y me mira—. Ya está. No te
importa lo del queso, ¿verdad?
—¿Diez o quince pastelitos?
Marcos sonríe.
—Tardarán unos veinte minutos. ¿Qué podemos hacer en veinte
minutos? Ah, se me ocurre algo.
Marcos viene hacia mí, caemos los dos en la cama de nuevo y…

Toc. Toc. Toc.


—Nuestro desayuno —me dice.
Se levanta como un resorte, lleno de energía, a pesar de que lo he dejado
abatido en la cama hace menos de un minuto, y se enfunda en el pantalón
vaquero con un gesto rápido, sin molestarse en abrochárselo. Muchísimo
menos, en ponerse ropa interior. Dios, se le ve todo, pero ahí va él, rumbo a
la puerta, sin un ápice de vergüenza.
—Buenos días —oigo desde la distancia.
Me levanto y aprovecho para ponerme algo por encima. Mi maleta
continúa en el mismo lugar donde la dejé ayer: en la entrada de la
habitación. Busco en el suelo, entre nuestra ropa tirada, mi camiseta y mis
braguitas. Las encuentro y me visto con ellas. Y mientras lo hago, el
fogonazo de una imagen me viene a la cabeza. Marcos tumbado encima de
la cama, completamente desnudo, con las piernas más abiertas que la boca y
la cabeza en el borde, tan en el borde que incluso caía hacia el suelo. La
fuerza de la gravedad. Los brazos extendidos más allá de su cabeza, fuera
del colchón. Creo que la sangre no le ha bajado al cerebro porque la tenía
todita concentrada en cierta parte erecta de su anatomía. No nos quedaban
más preservativos y solo hemos podido utilizar las manos y la boca. Bueno,
solo… Yo diría que ha sido más que suficiente.
Echo un vistazo a la cama, a la mancha de esperma en las sábanas, y las
arranco, tirándolas al suelo. Marcos reaparece en la habitación con un
carrito de desayuno de esos que salen en las películas. Lo deja junto a la
cama y levanta las tapas de metal, una por una: se le ilumina la mirada. Y
otra vez me despierta esa ternura. Un empotrador que despierta en mí
ternura… No lo entiendo.
—Guau, aquí hay mucho tema —canturrea excitado—. Tema del
apotema.
¿«Tema del apotema»? Dios mío. Me río a la vez que niego con la
cabeza.
—¿Qué? —me pregunta, desviando la mirada de la comida.
«Que me encantas».
—Nada —respondo.
—Acércate y come. Tiene todo una pinta buenísima.
Estoy de acuerdo. Me coloco a su lado, los dos de pie, y alucino con todo
lo que hay. Todo lo que una puede imaginar que incluye un desayuno, y
más. Doy un sorbo al zumo de naranja y… no sé por dónde continuar. O
empezar. No sé por dónde empezar. Me llaman la atención los pastelitos
que ha pedido Marcos: los hay de todos los colores. Cojo uno al azar y lo
examino. Es redondo, de hojaldre, y está cubierto por una capa de chocolate
blanco. Le doy un escueto mordisco para ver qué lleva dentro; mmm,
parece crema.
—Pero ¿qué haces?
Dirijo la mirada hacia Marcos.
—Comer —explico de forma obvia.
—No, no. No se puede mirar lo que hay dentro del pastelito. Tiene que ir
entero a la boca.
Sí, claro.
—¿Y si no me gusta el relleno?
—De eso de trata. Y, tranquila, estamos a salvo del queso.
Me guiña un ojo. Escoge un pastelito, uno de color rojo, y se lo mete
entero en la boca.
—Mmm —se deleita, sin dejar de masticar. Su nuez de Adán sube al
tragar, y coge otro. Se lo mete también en la boca sin apenas mirarlo y gime
de nuevo—. Joder —exclama con la boca llena—, dos de dos. Estoy que lo
rompo.
Río. Pero ¿de dónde ha salido este chico?
8 Doble desayuno

Marcos
Los pastelitos están de muerte. Me he comido cinco seguidos. Y el cruasán,
exquisito. Hasta el café está bueno. Nos zampamos más de medio desayuno
en un tiempo récord, una de mis mejores marcas. Follar es lo que tiene, que
da hambre.
—¿Ese sonido es tu móvil o el mío? —me pregunta Mencía.
—El mío.
Lleva un rato vibrando sin parar. Y yo reconozco la vibración de mi
móvil. Con cierta pereza, me decido a cogerlo. Puede ser importante.
Salto de la cama y rebusco entre la ropa tirada por el suelo. Se debió de
caer ayer mientras nos desnudábamos. Lo encuentro debajo de una de mis
deportivas. Tengo varias llamadas perdidas y un montón de mensajes. Voy
directo a los que hacen vibrar el teléfono en este momento, los que
conciernen a dos de mis cuñados.

Dylan ha creado el grupo “Desayunos con Marcalex”


Dylan te ha añadido
Dylan ha añadido a Alex
Dylan:
Marc. ¿Dónde estás?
Dylan:
Te necesitamos.
Dylan:
Urgentemente.
Dylan:
Ven ya.
Dylan:
Estamos Alex y yo solos en el pub, desayunando, y se ha instalado una especie de silencio entre
nosotros muy tenso.
Alex:
Pero ¿qué dices?
Alex:
Tendrás morro.
Alex:
Llevas media hora parloteando sin parar.
Alex:
No me has dejado ni decir «hola».
Dylan:
Esto no fluye.
Alex:
Marc, ni puto caso.
Dylan:
Uy.
Dylan:
Esperad.
Dylan:
Se nos acaba de despertar el primogénito.
Alex:
Mierda. Voy.
Alex:
Joder, qué oído tiene el cabrón.

Pongo los ojos en blanco. Si lo sé, no busco el teléfono. Pero ahora que
he leído los mensajes… ahora que sé que ellos están allí, esperándome, no
puedo dejarlo pasar. Quiero demasiado a mi familia. La quiero por encima
de todo. Por encima de la tía más guapa que he visto en mi vida.

Marcos:
Voy, capullos.
Marcos:
Lo de «capullos» es por interrumpir lo que acabáis de interrumpir.
Marcos:
Capullos.

—Me tengo que ir ya. Me requieren —le explico a Mencía. Guardo el


móvil en el bolsillo trasero del pantalón y sigo vistiéndome con el resto de
mi ropa. ¿Dónde coño están mis bóxer? Los busco a la pata coja mientras
me calzo la deportiva, pero nada. Ni rastro.
—¿Quiénes te requieren?
—Unos colegas. Y es urgente.
Sigo buscando mientras me pongo el otro calcetín. Nada. Han debido de
volatilizarse, y yo no tengo tiempo para esto. Lo peor es que ahora tampoco
encuentro la otra deportiva. Bravo.
—Si buscas tu playera, está ahí. —Mencía señala debajo de la sábana
que está engurruñada en el suelo. ¿Ha dicho «playera»?
—¿«Playera»? Eso no es mío.
—Ya lo creo que sí. Es lo que llevas en los pies.
Miro mis pies. Uno está descalzo y el otro, con la deportiva puesta. ¿Se
refiere a las deportivas?
—¿La zapatilla deportiva?
—Ajá.
Sonrío.
—Pero qué salados sois los vascos. «Playera», dice. Playera será alguien
que va mucho a la playa, digo yo.
Termino de vestirme, playeras incluidas, y me palpo el cuerpo para
asegurarme de que lo llevo todo. Bien. Lo llevo todo. Menos la ropa
interior, claro. Cojo otro pastelito para el camino, me acerco a Mencía y la
admiro durante un par de segundos de más. Qué buena está.
—Hasta luego, titi. Sigues siendo la tía más guapa que he visto en mi
vida. —Le doy un beso rápido en la boca, en esa boca perfecta que ahora
sabe a chocolate blanco, y me marcho a todo correr, con una sonrisa
resplandeciente.
Ha sido… ha sido un verdadero placer.
Mencía
—Hasta luego, titi. Sigues siendo la tía más guapa que he visto en mi vida.
—Me da un beso rápido en la boca y se marcha. Y a mí, al instante, se me
viene un recuerdo a la cabeza: yo abriendo los ojos, tirada en el suelo de un
ascensor, y él diciéndome «hola, titi», mirándome con esos ojos suyos muy
cerca de los míos. Cuando regreso a la realidad, ya ha cerrado la puerta de
la habitación.
Pum.
Ni siquiera me da tiempo a registrar lo que acaba de suceder. Solo puedo
reflexionar acerca de lo que siento. Y siento que me he quedado con ganas
de… más. De más Marcos. O de más desayuno con él. O… de más. Solo de
más.
Sacudo la cabeza y me concentro en lo mío. Julen. Tengo que llamar a
Julen. Y después, a mis padres. Pero primero, a él. Primero, siempre a él.
Localizo el bolso en el sofá y saco mi móvil del fondo, donde estaba
enterrado entre caramelos y pañuelos de papel. No son ni las ocho de la
mañana, pero hoy es lunes, así que mi hermano tiene que estar despierto. O
debería. Veo en la pantalla un par de llamadas perdidas suyas y un montón
de mensajes, desde las diez de la noche (momento en que yo devoraba la
boca de Marcos en la terraza) hasta hace una hora, más o menos. Marco y
espero de pie uno, dos, tres, cuatro, cinco tonos. Me contesta al sexto.
—¡Por fin! Hasta que das señales de vida.
Mmm, ¿y esa voz balbuceante?
—¿Dónde estás, Juls?
—Casi en la puerta de casa.
Mmm, ¿casi?
—¿Entras o sales?
—Ahora entro. Antes he salido a tomar algo rápido por el puerto
deportivo.
—Son las ocho de la mañana.
—Me han liado Rubén y compañía. —Rubén y compañía son la cuadrilla
del pueblo en el que vivimos. O viven. Viven mis padres y mi hermano,
porque yo ahora me encuentro aquí, en Alicante, y me temo que por una
temporada larga—. Y luego nos ha costado media vida llegar a casa.
Hemos atajado por la playa. Casi acabo a remojo. Pero he sido rápido.
Más rápido que ellos.
A saber cómo irán los otros. Doy unos cuantos pasos y salgo a la terraza
a contemplar el sol. Me gusta el sol del Mediterráneo. Y me encanta el sol
de mi hogar. No es el mismo sol. No son los mismos rayos los que acunan
mi rostro. Pero estos no están nada mal. Me fijo en las motitas oscuras que
hay abajo, en la arena. Son personas. Personas corriendo y personas
paseando a sus perros.
—Estás pedo —afirmo.
—Solo un poco. Shhh, espera…
Oigo a través del hilo telefónico el sonido de… ¿un conejo
revolviéndose entre unos matorrales? Podría ser, pero apuesto más por mi
hermano intentando entrar en casa sin que mis padres lo vean. El portón del
jardín delantero siempre chirría al abrirlo. Sin excepción. Y mi padre tiene
un oído más desarrollado que veinte gatos juntos. Eso, en circunstancias
normales; treinta y cinco si se trata de nosotros.
—¿Estás colándote por la parte trasera del jardín? ¿Por nuestro arbusto?
En la adolescencia, tuvimos que abrir un hueco entre los matorrales para
colarnos en el jardín de casa cuando fuera necesario. Cortamos unas cuantas
ramitas aquí y allá, lo rellenamos con hojas y listo. Lo más sorprendente es
que Julen quepa aún por ahí. Debió hacerse contorsionista en lugar de
modelo.
—Por supuesto. Y ya estoy dentro. Ya queda menos para llegar a la
guarida.
—¿Qué tal la audición?
—Creo que bien. —Sus pisadas en la grava del jardín son inconfundibles
—. Estuve un buen rato ahí dentro y me quedé con una buena sensación.
Ahora, a esperar noticias, como siempre. Mierda, me voy a quitar las
playeras; hacen demasiado ruido. ¿Y qué pasa contigo? ¿Dónde te metiste
ayer?
—Sí, quítatelas. Y no te vas a creer lo que me pasó ayer.
—Yo, ahora mismo, con la que llevo encima, me lo creo todo.
—Me quedé atrapada en el ascensor del hotel.
—¡Joder, Mens! ¿Estás bien?
—Sí, tranquilo. Mucho mejor de lo esperado —lo calmo. Julen está al
tanto de mi fobia, aunque desconoce qué la desencadenó—. Me asusté al
principio, Juls, me asusté mucho, pero estaba conmigo un técnico de
ascensores y salvó la situación. ¿Te lo puedes creer?
—Pues me cuesta bastante, la verdad. ¿Te quedaste encerrada en un
ascensor con un técnico de ascensores? ¿Cuál es la probabilidad de que
pase algo así? ¿Una entre ocho millones? ¿Entre diez?
—Has dicho que con la que llevas encima te lo crees todo.
—¿Cuándo?
—Hace dos frases.
—Ya, pues esto me cuesta. Así que imagínate. Háblame de ello. Te pongo
en altavoz y guardo el móvil en la riñonera, así que habla bajito. Voy a
trepar por la pared.
Y a mí me encantaría verlo. Echo un último vistazo al Peñón, con la
promesa de visitarlo pronto, y entro de nuevo en la habitación.
—Ponte las playeras para subir o no vas a poder escalar. El encierro duró
una hora, y en un primer momento pensé que iba a morirme del agobio,
pero ese chico consiguió relajarme en un tiempo récord.
—¿Cómo?
Crash. Crash. Crash. Se está llevando por delante media pared de piedra.
Menos mal que el trayecto es corto. Su ventana está en el segundo piso,
junto a la mía, pero no son pisos altos.
—No lo sé bien. Transportándome a otro momento de mi vida. A nuestra
playa.
—Qué máquina, el pavo. ¿En qué piso estás alojada?
—En el veintiuno. Y nos quedamos atrapados en el tercero. Y, sí,
después de la experiencia del ascensor, por muy bien que saliera al final,
subí andando hasta aquí.
—Guauuu, diecisiete pisos. Ni el Pagasarri un domingo de resaca. —El
Pagasarri es uno de los montes más emblemáticos de Vizcaya, una cima al
sur de Bilbao—. Shhh, ahora, silencio total. Estoy llegando a mi ventana.
Me tumbo en la cama boca arriba. Espero. Espero. Y espero. Y de pronto
escucho un estruendo ensordecedor. Y un golpe final. Eso ha dolido.
—Ouch, joderrr.
—Te has caído.
Intento no reírme demasiado.
—Sí. Mierda, no quiero que me escuchen aita y ama. Hoy no estoy para
sermones. Me duele un poco la cabeza.
—Pues suerte con ello. Y a eso se le llama resaca.
—¿Cómo voy a tener resaca si todavía no he llegado a la cama?
—Porque deberías haber llegado ya.
—Espera, que lo intento de nuevo. No me hables en dos minutos. Corto y
cambio.
Dos minutos. Dos minutos tumbada en la cama sin poder apartar la
mirada del carrito del desayuno. Y más imágenes que me vienen a la
cabeza. Suspiro. Entonces, oigo un golpe seco y tres palabrotas. Julen ya ha
llegado a su habitación. O ya ha caído en el suelo de su habitación. Seguro
que ha entrado de cabeza. También escucho un frufrú de edredón y a
alguien que abre la puerta y lo llama. Es mi madre.
—Julen, hijo, ¿qué haces en el suelo? ¿Te has caído de la cama?
Como si lo viera: se ha tapado con el nórdico para disimular. Lo conozco
demasiado y sé lo rápido que puede llegar a ser.
—Sí.
—Despéjate y baja a desayunar con nosotros, anda.
—Ahora voy. Joder. —Escucho el inconfundible sonido que me indica
que ha desactivado el altavoz—. Casi me pillan. Ahora cuéntame por qué
no he sabido nada de ti desde ayer, si solo estuviste encerrada en el
ascensor una hora. Voy al baño a lavarme los dientes.
—¿Te acuerdas del técnico de ascensores?
—Como para olvidarlo, así, a corto plazo. Sigo pensando en la
probabilidad de que ocurra algo así.
—Me he acostado con él.
—¡Hostias! Bien hecho. Llevabas unos meses muy malos. Mi
enhorabuena, hermanita. Porque tengo que darte la enhorabuena, ¿no? ¿O
fue un desastre?
—No, no fue un desastre. Fue… muy bien —admito con una sonrisa
tonta.
—¿Cómo se llama el técnico de ascensores? —pregunta con el cepillo de
dientes en la boca.
—Marcos. Marc.
—¿Marcos o Marc?
—Marc. Por cierto, tengo una canción en la cabeza que no puedo dejar
de tararear.
Julen escucha música a todas horas. Se las sabe casi todas. Seguro que
puede ayudarme con esta.
—Cántamela. E intenta no desafinar demasiado. Me duele la cabeza.
—Solo me sé lo que parece ser el estribillo: «Lady, lady, lady, lady».
—Pues anda que no te has ido lejos. Mierda, tengo los ojos inyectados
en sangre. —Escupitajo al lavabo—. Yo no puedo bajar a desayunar así.
Me voy a la cama; haré como que me he dormido. —Cierra la puerta del
baño y regresa a su dormitorio. Soy capaz de seguir todos sus pasos desde
aquí aun sin verlo—. Joe Esposito.
—¿Qué?
—La canción. Lady, lady, lady, lady, de Joe Esposito. La busco en
Spotify y te la pongo.
—Dale.
En pocos segundos, una melodía suave comienza a sonar por los
altavoces que mi hermano tiene junto a la cama. Nos quedamos los dos a la
escucha y no la reconozco hasta el estribillo.
—Forma parte de la banda sonora de la película Flashdance. De eso te
sonará.
—Déjala puesta. En bucle.
—Claro.
—Me gusta.
Y escucharla con él, muchísimo más. Es nuestro momento. Julen y yo
hemos dormido juntos, en la misma cama, la mitad de nuestra vida, a pesar
de tener cada uno una habitación. Siempre en su dormitorio. En su cama.
Yo, con la cabeza en su almohada, y él, al revés, con la almohada de mi
habitación. Es la persona a la que más unida estoy en el mundo. Es mi
media mitad. Una mitad sin la que no podría vivir. Creo que es una
necesidad incluso física. Y no creo que nunca nadie consiga acercarse ni
unos míseros metros a lo que él significa para mí. Mucho menos, a gozar de
nuestra complicidad. Es imposible que yo quiera a nadie como lo quiero a
él. Cuando dormimos separados —separados a kilómetros de distancia—,
cosa que sucede a menudo debido a su trabajo, ya que el pobre se pasa
media vida viajando, nos llamamos por teléfono, nos tumbamos en la cama
y nos quedamos dormidos escuchando la misma música. A menudo doy
gracias al cielo por vivir en la era de la tarifa plana telefónica.
—Bueno, ¿preparada para tus quince días de vacaciones en el
Mediterráneo?
—Preparada. Buenas noches, Juls.
—Buenas noches, Mens.
9 El quinteto desayuno

Marcos
Casi impacto con mi hermano Adrián al entrar en el pub de Pedro.
—Hombre, el currante de la familia —me saluda cuando levanta la vista
del teléfono y descubre que soy yo quien casi le estampa el vaso de café
para llevar en la impoluta camiseta blanca.
Coloca su mano en mi hombro y lo aprieta con fuerza. Aquí hay mucha
historia. Ese gesto que parece simple y casual no lo es. Estoy harto de que
la gente de la calle diga que los geos solo trabajamos tres o cuatro veces al
año, cuando se nos requiere para operaciones especiales, porque es mentira.
Trabajamos más que cualquiera. Tenemos que estar disponibles veinticuatro
horas al día, trescientos sesenta y cinco días al año. Trescientos sesenta y
seis, si es bisiesto. Me faltan dedos en las manos para contar las ocasiones
en que he tenido que salir de mi cama a toda hostia en plena noche para
cubrir un operativo. Y mi familia lo sabe. Y lo odia cada día de su vida. La
frase predilecta de mis padres y de mis hermanos cuando están
especialmente nerviosos es: «La unidad y tú salís por la ventana cualquier
día» (la «unidad» es como nos llamamos entre nosotros). Luego se
arrepienten de decírmelo. Por eso se ríen de mí y me vacilan con que no
curro, porque es nuestra manera de restarle importancia a mi trabajo y a
toda la mierda que nos envuelve. Cada familia gestiona los asuntos como
puede, y este es nuestro método.
Pero la preocupación que se refleja en sus rostros cada vez que me tengo
que ir a trabajar, solo a trabajar, es de auténtico pavor. Ya ni hablemos de
cuando suena mi teléfono en su presencia y debo salir corriendo: es horrible
dejarlos en esas condiciones. Pero tengo que hacerlo. Porque amo mi
trabajo. Lo peor de este curro es la parte que concierne a la familia, porque
muchas veces no saben dónde nos encontramos, pero sí saben que podemos
estar a las tantas de la noche en medio del mar, en una misión un tanto
suicida, con delincuentes imposibles de predecir. Porque la gente normal
tiene miedo a morir. Pero no toda la gente es gente normal. Hay personas
que no temen a la muerte. Y esas son las más peligrosas. Esas son a las que
nos enfrentamos a diario.
Así que mi familia se queda tocada cada vez que me marcho. Pero no lo
dicen. No lo hacen, por mí. ¿Y yo? Yo, cuando estoy en casa, en el pueblo,
me paso el día entero con ellos, con quien sea, siempre. Si estoy en la calle,
estoy con alguno de ellos, y si estoy en casa, estoy con mi madre viendo la
televisión o incordiándola en la cocina. Lo que sea con tal de pasar las horas
con mi familia. Siempre con mi familia. Son mi máxima prioridad. Y nunca
estoy solo. No podría. La vida es demasiado corta como para desperdiciarla
lejos de la gente a la que uno quiere.
—¿Te vas? —le pregunto a mi hermano.
—Sí, a currar. Ahí te los dejo —responde, señalando a Alex y a Dylan.
—¿Has puesto orden entre los cuñados?
—Como si pudiera…
Cierto. Sonrío y le devuelvo el apretón antes de que se aleje del todo.
Adrián es… Adrián. Una de las mejores personas que habitan este planeta.
Adrián ama sin límites. Y siempre está pendiente de nosotros. Muchas
veces pienso que algo muy bueno habré hecho yo en otra vida para tener la
familia que tengo en esta, aunque no sé el qué.
Me aproximo a la mesa de siempre, la del fondo, donde Dylan y Alex le
hacen carantoñas a mi sobrino. Tropiezo con un ¿coche de bomberos? que
me resulta familiar y pego un buen resbalón; no me doy de bruces contra el
suelo porque tengo mis reflejos. O por pura suerte.
—¿Esta semana también estás de descanso? —me pregunta Pedro de
camino, interceptándome bandeja en mano, y recogiendo a la vez el juguete
del suelo. Es una máquina. Pedro no es solo el dueño del pub y uno de mis
mejores amigos en el pueblo. También es el tío que nos da de desayunar
casi a diario.
—Sí. Hasta el lunes que viene no empiezo.
Los geos trabajamos por semanas. Y descansamos por semanas. Mis
semanas de descanso se han visto incrementadas en los últimos tiempos tras
lo sucedido con la embajadora en Kabul, y que prefiero no recordar. Sin
embargo, a partir del lunes que viene, me reincorporo a tope. Me encuentro
perfectamente y tengo unas ganas tremendas de recuperar mi vida.
—¿Y todo bien con eso? —añade, escrutándome con la mirada.
—Todo bien.
Pedro es un buen tío. Muy buen tío. Y ni él ni, muchísimo menos, mi
familia (ellos serían los últimos en saberlo) saben lo que ocurrió realmente
en el accidente. Son conscientes del ataque terrorista en sí, pero ignoran los
detalles respecto a mi vivencia personal. Y así debe ser. Si les hablo de lo
que sentí cuando la bomba fue detonada y mi coche saltó por los aires, y no
me refiero solo a lo que sentí físicamente, los destrozaría. Yo sé manejarlo,
por eso soy lo que soy. Ellos, no. Si un adulto tuviese que explicarle a su
hijo de diez años el daño que se ha hecho al cortarse con un cuchillo,
intentaría paliarlo. Digo yo. O, al menos, es lo que yo haría: «Tranquilo,
chaval, no duele tanto, solo un poquito». ¿Dónde está el límite del engaño?
Francamente, no tengo ni idea. Solo soy un tío normal que intenta proteger
a su familia. Por eso, lo primero que hice en cuanto fui capaz, antes incluso
de cerciorarme de que estaba vivo y con todo en su sitio, fue buscar el
móvil y asegurarme de que supieran que estaba bien. River hizo el resto.
Llego a la mesa y tomo asiento en mi lugar habitual (aquí todos tenemos
nuestra silla), al lado de Alex y frente a Dylan. Los tres perros de mi
cuñado, que reposaban tan tranquilos junto a Dark (el perro de Alex y Pris),
enseguida vienen a chuparme los tobillos. Son muy revoltosos; Dark es más
tranquilo. Pedro no permitía perros en el pub hasta hace relativamente poco.
El trío calavera abrió la veda y, después, vino Dark.
Alex ha colocado a Álvaro entre Dy y él, en la trona que Pedro le
compró hace unos meses. No se lo ve demasiado contento. Y el suelo está
lleno de juguetes. No juguetes dispuestos estratégicamente, sino juguetes
lanzados con mucha mala hostia. Es la mezcla de sangre Cabana y St.
Claire que corre por las venas de mi sobrino.
—¿Qué tal el viaje? —le pregunto a Dylan; acaba de llegar hace escasas
horas. Por fin tiene un descanso de diez días dentro de la gira promocional
de su nuevo disco, en la que anda inmerso desde hace siete meses y medio.
Le queda poco más de uno y medio para terminar y recuperar su vida en el
pueblo. Tres conciertos. Tres ciudades. Está contando los días. Y mi
hermano Hugo, más, porque, por mucho que se empeñe en negarlo, ha
adelgazado por lo menos cinco kilos en los últimos meses. Y Dylan, como
continúe así, va a acabar consumido. Por eso me gusta que venga a
desayunar con nosotros: lo cebo sin que se entere. Y Hugo siempre se pasa
por aquí con cualquier excusa de mierda, así que también lo cebo a él. Y
todos contentos. Mi madre, la que más. En fin, que la gente normal «odia»
los días entre semana y ama los fines de semana. Para mi cuñado es al revés
porque, normalmente, los conciertos los da en fin de semana.
—Muy largo. ¿Y tú dónde andabas?
—Con una tía.
—¿Con la del ascensor?
Echo una mirada a Alex, arqueo de cejas incluido.
—Solo lo he puesto en antecedentes —se defiende a la vez que saca al
niño de la trona. Había comenzado a hacer pucheros, y eso es algo que
ninguno de nosotros permitimos bajo ningún concepto.
—Pásamelo —le pido a Alex, señalando al niño—. Y, sí, he pasado la
noche con la tía del ascensor, que, por cierto, es la tía más guapa que he
visto en mi vida.
Tenía que decirlo. Alex tuerce un poco el morro.
—No estaba mal, pero tampoco es para tanto.
—¿Que no estaba mal? No tienes ni idea.
—Descríbemela —interviene Dylan.
Lo hago mientras Pedro me sirve el desayuno y yo entretengo a mi
sobrino con carantoñas y mil chorradas más. Tampoco parece convencido:
solo quiere coger todo lo que hay sobre la mesa, pero ya hemos aprendido,
a base de vajilla rota y de ropa mojada, que no debemos dejarlo tocar nada.
—¿Rubia de ojos azules? —resopla Dylan tras mi descripción—. No
eres típico ni nada. Vamos, Marc, dame algo más.
—Mi hermano, y tu marido, es rubio de ojos azules.
Eso es lo que le doy. En toda la boca. Él chasquea la lengua y comienza
a defender a ultranza la belleza de mi hermano, pero lo freno enseguida,
porque yo he venido aquí a hablar de Mencía. Comparto con ellos la noche
que hemos pasado juntos, sin entrar en detalles. Les hablo de lo a gusto que
hemos estado. Empiezo por el principio, por el asunto del ascensor, Alicia,
nuestra conversación, su huida, la posterior llegada de la rubia de ojos
azules… Y termino acordándome de que se me ha olvidado pagar el
desayuno en la recepción del hotel. Mierda. Tendré que volver.
—Espera —me dice entonces Dylan.
—¿Qué?
—¿Y ya?
—Sí, ya. ¿Por qué?
—Me he perdido la parte en la que le pides el número de teléfono a la
rubia de ojos azules. —Alex y yo nos desternillamos de risa mientras
negamos con la cabeza. El número de teléfono, dice. Qué cachondo. Él nos
mira con el ceño fruncido—. ¿De qué os reís, sinsorgos?
—¿El número de teléfono? —exclama Alex—. ¿En serio? Tú no te has
enterado de nada.
—No, gracias —añado yo—. Así empieza todo. Por pedir el número de
teléfono. Y luego acabo en el altar, plantando a la novia. No va conmigo lo
de los números de teléfono. Definitivamente, paso.
—Marc nunca repite con la misma chica «D. A.» —le explica Alex.
—¿«D. A.»? ¿Después de Alicia?
—Correcto.
—Eso es una gilipollez. Si es la tía más guapa que has visto en tu vida,
tienes que pedirle el número de teléfono. A mí tu hermano me pareció el tío
más guapo que había visto en mi vida y me planté en la puerta de su casa
días después de conocerlo.
—¡Exacto! Y ahora estás casado con él. No, gracias. De momento, estoy
feliz como estoy.
—Así nunca vas a llegar a nada.
—Ahora empiezas a entenderlo. Oye —interrogo a mi sobrino; no ha
dejado de quejarse y de agitarse en mi regazo—, ¿y a ti qué te pasa?
—Quizá sea hambre.
Alex mira el reloj de su muñeca. Niega con la cabeza.
—Aún es pronto para el segundo biberón.
Ya, pues yo estoy de acuerdo con Dylan: parece querer lanzarse a por
mis tostadas con mermelada. Las mira con ojitos. Pobre criatura.
—Yo también creo que es hambre.
—Son las nueve de la mañana. Hasta las nueve y media no le toca
redesayunar.
—El niño no entiende de horarios, solo de que tiene hambre, Alex. Y es
media hora, no me jodas.
—Aunque es cierto que hoy ha desayunado menos que otros días.
—¿Ves? Ahí lo tienes. El crío tiene hambre. Y más aún si lleva aquí un
rato, viéndoos comer a vosotros.
Alex coge la mochila que cuelga del carrito de Álvaro, se levanta y se
dirige a la barra a que le calienten agua para el biberón. Si me lo sabré yo
ya. El niño, en un descuido mío, se abalanza sobre mi plato.
—Ey, ey. —Lo sujeto con fuerza—. Que esta no es tu comida.
—Dale un poco de tostada —sugiere Dylan—; se muere por comer algo.
Menudo padrazo, el nadador.
Estudio la cara del niño. Y no me lo pienso ni un segundo. Está
famélico. Le ofrezco la tostada con mantequilla y mermelada. Y cómo se la
come el tío. Se relame y todo. Dylan le roba el sitio a Alex para quedar más
cerca de nosotros y me ayuda a darle de comer. Álvaro se pringa la boca y
las manos, pero ahora sí se lo ve feliz. Si hasta salta e intenta aplaudir.
—Pero ¿¿qué hacéis?? —grita Alex cuando regresa con el biberón
preparado.
—Darle de comer.
—¿De qué sabor es esa mermelada?
Yo me fijo en el color rojo. Dylan la prueba con el dedo.
—De fresa —afirmamos al unísono.
—No me jodas. No le deis más. Joder…
Alex, un tanto enloquecido, comienza a rebuscar en la mochila del niño.
Saca unos papeles y los lee frenéticamente.
—¿Qué ocurre? —pregunto.
—¡Que todavía no ha probado la fresa! No le toca hasta la semana que
viene, que tenemos revisión. Joder, me voy al hospital.
—¿Nos estás vacilando? —pregunta Dylan. Me ha quitado la palabra de
la boca.
—No, el melocotón y las fresas son frutas superalergénicas para los
bebés. De momento solo le damos plátano, manzana, naranja y pera. ¿Y si
es alérgico? Cómo me la liais… Os lo he dejado un puto minuto, joder.
Priscila me mata. Voy a llamarla.
Miro una vez más a mi sobrino: está feliz de la vida en mi regazo. Parece
que quiere hasta darnos las gracias. Además, ningún Cabana sería alérgico a
las fresas. En todo caso, al queso.
—No llames a Pris, no la preocupes por nada; tengo una idea mejor —
propone Dylan. Levanta una mano y, con la otra, coge su teléfono y llama a
alguien—. ¿Babe? ¿Cómo va la mañana? Nosotros muy bien, aquí, sin nada
reseñable. Oye, estamos jugando a casos hipotéticos y, ya que tú eres un
hombre de ciencias, queremos preguntarte algo. Es por mera curiosidad.
¿Qué pasa si una persona alérgica come algo que le produce alergia?
¿Cuáles serían los síntomas? Y me refiero a la primera vez. ¿Cómo se daría
cuenta de que es alérgica? Eh… ¿persona adulta? —Dylan carraspea—. No,
persona adulta, no. Pongamos mejor el caso de un niño o… ¿de un bebé de
un año? Por decir algo. —Dylan arruga la frente y aleja el móvil de su oreja
para fijarse en la pantalla—. Se ha cortado. Estará liado.
—Te ha colgado —me carcajeo. Hugo es así. Chorradas, las justas, y
menos si está en horario laboral.
—¿Y ahora qué hago? —continúa Alex—. Yo me quedo más tranquilo si
lo llevamos al centro de salud en un momento.
Joder, el otro.
—A ver, solo ha probado un poco. Y es mermelada, tío. Yo no sé el
porcentaje que tiene esto de fruta auténtica.
En los siguientes minutos, Alex mete un dedo en la boca de su hijo para
limpiar los restos de mermelada (que no había ni uno, ya que estamos,
porque se la ha tragado pero bien); Dylan insiste en llamar a Hugo; Pedro
revisa en la etiqueta de la caja de las mermeladas el porcentaje de fruta, y
yo vigilo que en la cara de mi sobrino no aparezcan rojeces o manchas
extrañas. Entonces los cuatro perros se vuelven locos y salen corriendo de
debajo de la mesa, justo un segundo antes de que en el pub aparezca mi
hermano Hugo con mi otra cuñada, Catalina.
—¿Qué le habéis dado al niño? —nos acusa él mientras Cata, a su lado,
nos mira con los brazos cruzados, meneando la cabeza.
—Nada —alegamos los cuatro a la vez.
Álvaro se vuelve loco por la presencia de mi hermano y de Cata.
Después, Pedro trata de escabullirse con escaso disimulo. Capullo. Yo,
antes de que se vaya, le echo una mirada para que le traiga algo de comer a
Hugo. Y a Catalina, que está embarazada. Ya que han venido hasta aquí…
Hugo aproxima su rostro al del bebé, que sigue en mis brazos, y la ve. Es
una maldita y minúscula gota de mermelada, el único resto que ha quedado,
pero él la ha visto. Por supuesto que la ha visto. La coge con el dedo. La
prueba. Mira mis tostadas en la mesa, o lo que queda de ellas, y entonces
nos grita:
—¡¿Le habéis dado mermelada de fresa?!
—¿Vamos al centro de salud? —pregunta Alex al momento, preocupado.
Yo bufo. Qué rápido ha cantado.
—No —responde Hugo—. Pero dejad ya de experimentar con el niño.
Ceñíos a darle de comer lo que tiene que comer. No es tan difícil. Al final
se lo cuento todo a Pris. La semana pasada fue helado de vainilla; la
anterior, palmera de chocolate, y ahora esto.
Mmm, sí, cierto. Se me había olvidado lo del helado de vainilla y la
palmera de chocolate…
—¿Helado de vainilla y palmera de chocolate? —exclama Dylan,
haciéndose el indignado—. Ya os vale.
—Tú me has azuzado con la tostada —lo acuso. Aquí no se libra nadie
de la ira de mi hermano.
—Yo no azuzo. Jamás.
Hasta Hugo levanta una ceja, apartando por primera vez la vista de la
cara de nuestro sobrino.
—Tiene cacas —le anuncia a Alex.
—Marc, joder.
¿Perdona?
—¿Qué?
—Que lo has tenido encima todo el rato.
—¿Y? Yo qué sé si está cagado o no. Además, con todo este lío, nos
hemos desviado de la conversación. Y es que, ayer —informo a Hugo y
Cata—, conocí a la tía más guapa que he visto en mi vida.
Justo Pedro aparece con algo de comer para los recién llegados. Hugo
pasa. Bufo. Yo le meto una tostada en la boca, aunque sea por la fuerza.
Cata se sienta en la silla que queda libre:
—Yo voy a comer un poco. Que estoy agotada, embarazada y mi jefe me
explota. Increíble que la criatura que llevo dentro de mi vientre sea sangre
de su sangre. El hijo de su propio hermano. Y ahí me tiene todo el día, a
destajo.
Todo mentira; bueno, lo del embarazo, no, pero mi hermano no la
explota, ni muchísimo menos: la tiene en palmitas. Cata es feliz en su
trabajo, pero le encanta tocarle los huevos a Hugo. Y yo soy feliz siendo
testigo de esa especie de conexión que hay entre ellos.
Le paso el niño a Alex para que se ocupe de él y yo pueda encargarme de
mi otro niño: cojo una de las tostadas y se la ofrezco a Hugo. Le da cuatro
mordiscos rápidos y comienza a despedirse.
—Me voy a currar ya. Algunos tenemos que hacerlo. Vamos, Cata.
—Yo me quedo, jefe. Tengo un hambre voraz y alguien debe supervisar
a estos cuatro.
Se refiere al bebé y a nosotros tres, claro. Hugo resopla, aunque no
parece muy indignado, la verdad. Hasta yo entiendo que Cata quiera
quedarse con nosotros. Ha estado mucho tiempo separada de Dylan. Y son
íntimos. Ahora mismo se ponen ojitos el uno al otro. «Te he echado de
menos, Dy». «Y yo a ti, Cata». Bla, bla, bla…
—Al menos habrás desviado las llamadas de la clínica a tu móvil.
—Por supuesto, jefe. La duda ofende. Vete tranquilo, que yo los
controlo.
Hugo nos mira a los cinco. A Álvaro, que todavía se relame y busca con
la mano más tostada. A Alex, que mira fijamente a su hijo, en busca de
síntomas de una inexistente alergia. A Dylan, que ya se ha zampado tres
tostadas y está echando a su segundo café más azúcar del que cualquier
humano ingiere en un mes. A Cata, que nos señala a todos con cara de «os
estoy vigilando», y a mí, que acabo de darle a mi sobrino más mermelada
de estraperlo, aprovechando que Alex le examinaba con atención las piernas
y no la boca. Pero Hugo me ha pillado. Pongo cara de bueno.
—Dais mucho miedo los cinco juntos —dice—. Yo no quiero saber
nada. Me voy a currar.
Seis. Teniendo en cuenta el embarazo de Cata, en realidad, somos seis.
—Ey, ¿y mi beso? —se queja Dylan.
Hugo bufa de nuevo, pero va. Por supuesto que va. Hugo siempre va
cuando se trata de Dylan. Le da un beso rápido a su marido, les recuerda a
los perros que se porten bien y le hace un gesto cariñoso a Cata al pasar por
su lado: le acaricia la cabeza; parece imperceptible, pero no lo es. No para
mí, que lo conozco como si lo hubiera parido.
—Hala, venga, vete a levantar el país —lo despido.
—Hoy al desayuno invito yo. Corre a cuenta de la clínica —nos dice
Cata.
—¡Te he oído! —grita Hugo desde la distancia. Pero no dice nada más.
Solo se marcha.
—Al nene lo tenemos en el bote —le susurra Cata a Dylan.
—Pues claro —responde el otro con una sonrisa.
Pero totalmente, además.
—Vale —tercia Alex—, me lo he pensado mejor: de todo esto, ni una
palabra a Priscila.
—En serio, tíos —insisto yo—, es la tía más guapa que he visto en mi
vida.
—A ver —se interesa Cata—. Háblame de eso, poligonero.
Y empiezo de nuevo.
Dos semanas después…
10 Hola, lunes

No voy a negar que este lugar podría haber sido mi centro de trabajo
habitual. No voy a negar que siento un escalofrío cuando el taxi en el que
me traslado cruza la barrera blanca y roja de la entrada, una vez que
muestro mi documentación y recibimos la confirmación. Se me agolpan
tantos recuerdos e imágenes de tiempos mejores que no atino a fijarme en el
paisaje que me rodea, y para cuando quiero darme cuenta, ya me he bajado
del vehículo, he atravesado el patio y estoy abriendo la puerta del edificio
principal bajo un sol de justicia. Me detengo unos segundos en el escudo
dibujado en la puerta: un escudo negro, con un águila dorada capturando
una serpiente, en lo que representa un acto de fuerza.
El escudo de los geos, la unidad de élite del Cuerpo Nacional de Policía,
especializada en operaciones de alto riesgo.
Yo podría haber sido una de ellos.
Podría haber sido la primera mujer en formar parte de la unidad.
Podría.
Hace dos años.
Pero las cosas no siempre salen como una desea.
Me dirijo a la chica sentada tras un mostrador en la recepción y le
muestro mi documentación con un escueto: «Buenos días». Ella descuelga
el teléfono al momento y pronuncia en un susurro muy claro: «La de
Asuntos Internos ha llegado». Por supuesto, yo respondo con un: «Mencía
Irezabal».
«La de Asuntos Internos». Esa soy yo desde hace casi dos años. La gente
que me rodea en mi trabajo tiende a olvidarse de que tengo un nombre y un
apellido, como el resto de la humanidad. Un nombre y un apellido que
dicen quién soy. Porque yo soy Mencía Irezabal. Pero se empeñan en
llamarme «la de Asuntos Internos»; supongo que esas cuatro palabras
cobran más fuerza para ellos. Sin embargo, yo nunca me cansaré de
responder: «Mencía Irezabal».
La chica me ofrece asiento, pero apenas me da tiempo a observar el
vestíbulo por encima. Enseguida acude el comisario jefe, flanqueado por
dos hombres, a recibirme.
—Mencía. —Me tiende una mano y yo se la estrecho con seguridad—.
Bienvenida a la unidad. Te esperábamos.
Hago un esfuerzo titánico para tragar la bola de emociones que se ha
formado en mi garganta, como una pelota de hormigón, sin que se me note
un estremecimiento. Saludo del mismo modo a los otros dos. Los dos igual
de grandes. Los dos con el cabello oscuro y los ojos de idéntico color. Los
dos ataviados con el mismo uniforme de instructores. Me va a costar
distinguirlos, lo intuyo desde este momento. Sus nombres son Pablo y
Mateo, y creo que es lo único que los diferencia. Que seguro que hay
infinidad de contrastes entre ellos, pero hace tiempo que yo ya los veo a
todos cortados por el mismo patrón.
Quizá este sea un buen momento para explicar qué hago yo aquí. Desde
luego, es un momento como otro cualquiera.
Mi padre es policía nacional y ostenta un alto cargo dentro del cuerpo.
Yo he querido ser policía, como él, desde que tengo uso de razón. He
querido serlo a pesar de que todo mi entorno se llenaba la boca comentando
la niña tan guapa que era. Le decían a mi padre, a mi madre y a cualquiera
que me llevara de la mano que yo iba para modelo. Solo porque era guapa.
Y chica, claro. Mi hermano mellizo también ha sido guapo toda su vida (lo
sigue siendo); sin embargo, de él no decían que debía ser modelo, no. Él
tenía que convertirse en policía, como su padre. Paradojas del destino: él
siempre ha querido ser el modelo. Yo, la policía.
La inversión de papeles cayó como un jarro de agua fría sobre las
cabezas de nuestros progenitores. Mi padre es un buen hombre, y me adora,
pero conserva las ideas de la prehistoria y cree que a mí debe protegerme
más por ser mujer. Y mi madre, más de lo mismo. Por eso me gané una
buena bronca el día en que les di la noticia, en lugar de miradas de orgullo.
Aun así, aun con el morro torcido y la reticencia presente en cada célula de
su cuerpo por el peligro al que sabía que iba a estar expuesta el resto de mi
vida, mi padre siempre ha hecho todo lo que ha estado en su mano para
ayudarme. Hace dos años, cuando mi carrera dentro del cuerpo de policía se
fue por las cañerías de cualquier retrete al azar, mi padre me tomó de la
mano y me arrancó de aquel lugar. Y me «colocó» en Asuntos Internos. Es
bastante frecuente que los «hijos de polis» acabemos en este departamento.
Y aquí estoy. Ahora mismo, encerrada en un despacho colosal pero con
una iluminación precaria, rodeada por ellos tres, sentada a una mesa
redonda, de madera de caoba, repleta de papeles desordenados y vasos de
plástico con café. Y, lo reconozco, muy muy intrigada. Porque no tengo ni
idea de qué hago aquí. Hace tres semanas me avisaron de que tenía que
presentarme en las instalaciones, relativamente nuevas, de Alicante para
llevar a cabo una investigación de suma importancia. Hace dos semanas y
media, preparé las maletas con mi fondo de armario más estival y las
facturé a través de un transportista al apartamento que una amiga, la hija de
un compañero de mi padre, que vive en la ciudad, alquiló en mi nombre
para mi estancia aquí (no sé qué habría hecho sin su ayuda). Hace dos
semanas me monté en un avión y, al aterrizar, quise pasar por el pueblo
donde veraneé en mi infancia. El tiempo ha volado. Y ahora aquí estoy.
—Bien —comienza el comisario—, vayamos al grano, ¿os parece?
—Por favor —respondo con educación. No es una petición, es un «habla
ya».
—Hace cuatro semanas, una bomba en la carretera, justo debajo del
coche oficial que trasladaba a la embajadora de España en Kabul, acabó con
su vida y con la de dos de nuestros hombres.
Lo recuerdo; como para no hacerlo. La noticia eclipsó a todas las demás
en los medios de comunicación durante los últimos tiempos, y en mi casa
no se habla de otra cosa.
—Sí —afirmo—. Un ataque terrorista espeluznante.
—Pero no solo ha sido eso. Hay mucho más. —Hago una mueca. ¿Más?
—. Creemos que alguien dentro de la unidad colaboró.
Estoy segura de que la sorpresa se refleja en mis ojos y en mi boca.
Ahora entiendo que mi jefe no me haya puesto en alerta. Es el tipo de
asuntos que deben tratarse cara a cara, in situ.
—¿Hay un topo en el GEO?
Seis palabras que lo resumen todo. Una frase tan espeluznante como el
ataque a la embajadora.
—Sí. Y tu trabajo es encontrarlo —me anuncia Pablo con la rabia y la
decepción dibujadas en su rostro. A continuación, se levanta y se dirige a la
mesa principal del despacho. Coge una memoria USB y una carpeta llena
de papeles y me las entrega—. Aquí tienes toda la información; la he
reunido para que puedas hacerte una composición de lugar. Pídenos
cualquier cosa adicional que necesites. Lo que sea. Y no creo que haga falta
incidir en que nos urge llegar pronto a ese hijo de puta.
No. Entiendo la magnitud del problema.
—El topo se encuentra entre vosotros. Entre ellos. En sus misiones.
—Exacto. Esos chicos corren peligro a diario. Y ese peligro acaba de
elevarse a la enésima potencia.
—Y, por supuesto, todo esto es absolutamente confidencial —indica el
comisario.
—¿Quién lo sabe?
—¿Dentro de la unidad, te refieres?
—Sí.
—Solo nosotros tres. Mi secretaria sabe que perteneces a Asuntos
Internos, pero ignora el motivo de tu presencia aquí.
—Bien. Comenzaré con una entrevista personal con cada una de las
personas que trabajan en estas instalaciones. Y cuando digo «cada una», lo
digo literalmente. Quiero hablar con el personal de administración, con los
psicólogos, los entrenadores, las cocinas, la limpieza. Quiero hablar hasta
con los jardineros. Y, por supuesto, con los geos. Con las dos secciones: la
operativa y la de apoyo. Vosotros incluidos.
—¿Nosotros?
—También sois sospechosos. Desde este momento, la única persona que
está fuera de la investigación soy yo.
El comisario sonríe.
—Por supuesto que lo somos.
—¿Cómo vamos a enfocar el asunto? —pregunta Mateo—. ¿Qué vamos
a decirles a los chicos a propósito de la presencia de Asuntos Internos en la
unidad? No queremos que las alarmas se disparen.
—Nada —me adelanto—, no vamos a decirles nada. Yo me ocupo. Sabré
manejarlos.
—El culpable va a sospechar que estás aquí por él.
—Claro que lo va a sospechar.
—¿Puede eso darnos ventaja?
—Espero que no. Porque si es así, significa que no lo habéis entrenado
lo suficientemente bien para controlar sus emociones. Y eso supondría otra
brecha en la institución, además de la herida a corazón abierto que ya
tenemos entre manos.
El comisario sonríe de nuevo.
—Buena apreciación. Y, ahora, ¿te parece si vamos a conocer a nuestros
chicos? He convocado una reunión. Están todos aquí.
Cuando cruzo la puerta de la sala de reuniones, por delante del comisario y
de Pablo y Mateo, no me fijo en ninguna cara en particular, pero, al mismo
tiempo, cincelo cada una de ellas en mi memoria. Y a pesar de que todos en
estas instalaciones son sospechosos, un pálpito muy fuerte en las entrañas
me dice que el culpable está sentado en una de esas sillas conferencia de
color negro con mesita plegable incorporada, que ocupan más de la mitad
de la estancia. Me dirijo a la mesa junto a la pizarra y deposito ahí mi bolso
antes de girarme frente al público con los brazos cruzados.
—Caballeros, ¿estamos todos? —pregunta el comisario detrás de mí.
Ninguno emite respuesta, solo me miran con la desconfianza dibujada en
sus miradas entrecerradas. Pablo los cuenta con los ojos antes de hablar:
—Falta Cabana.
Increíble que alguien llegue tarde.
—Llámalo por teléfono —le ordena su jefe.
—Yo empiezo ya —anuncio en alto mientras Pablo coge su móvil y se lo
lleva a la oreja—. Ponedlo al día cuando se digne a venir a trabajar. Mi
nombre es Mencía Irezabal y pertenezco al departamento de Asuntos
Internos de la Policía Nacional. Y vamos a pasar un tiempo juntos en las
próximas semanas.
Dejo de hablar unos segundos para que asimilen la noticia y así me
presten toda su atención. En ese momento de silencio, Pablo establece la
llamada con el geo «rezagado» (por referirme de alguna manera educada a
su impuntualidad), y yo logro escuchar la conversación desde mi posición.
—¿Dónde estás?
—En la puerta.
—¿En qué puerta?
—En esta.
Su voz, tan clara para mí como el cristal más absurdamente cristalino,
llega a la vez que el sonido de la puerta de la sala, que se abre con estrépito.
Es inevitable que gire la cabeza para verlo. Claro que es inevitable. Y sé
quién es antes de que mis ojos colisionen con su rostro:
Marcos.
Mi cabeza formula tantísimas preguntas que creo que va a sufrir un
cortocircuito. ¿Cómo…? ¿Qué…? ¿Quién…? ¿Por qué…? ¿Cuándo…?
¡¿¿Y DÓNDE ESTÁ LA CÁMARA OCULTA??!
—Siéntate —le ordena Pablo, con afecto mal disimulado, señalando una
silla vacía en la primera fila. Y captarlo es mi trabajo. A pesar de que ha
llegado tarde, su instructor le habla con simpatía. Aquí tengo la primera
relación que analizar. Es importante que las identifique todas. «Eso es,
Mencía, tú céntrate en el trabajo».
Marcos toma asiento sin reparar en mí. Yo no retiro la mirada de su
rostro. No puedo. Igual que un acto íntimo ajeno que no puedes dejar de
mirar, a pesar de que sabes que tienes que dejar de mirar. Un par de
compañeros le guiñan un ojo y él responde con una sonrisa de las suyas. Y
entonces levanta la mirada, justo cuando yo hablo de nuevo, dirigiéndome a
él:
—Gracias por deleitarnos con tu presencia. ¿Puedo continuar?
Me reiría si la situación fuera para reírse. Me reiría de la cara de Marcos
(creo que él también busca la cámara oculta). Me reiría porque lo he dejado
sin palabras y, por lo poco que lo conozco, supone todo un logro. Me reiría
si no sintiera el impulso desesperado de llamar a mi hermano. Yo no siento
impulsos desesperados de llamar a mi hermano con frecuencia. Mis
impulsos respecto a él suelen ser serenos.
Me pellizco con disimulo por si acaso estoy soñando. No sería la primera
vez en las últimas semanas que ese chico con pecas en la nariz se infiltra en
mis sueños. Pero no es un sueño. O no lo parece. Porque no me despierto.
También me acuerdo de que tengo su ropa interior lavada en mi casa. Por
Dios.
—Me lo tomaré como un sí —pronuncio, dado que él continúa mudo—.
Repetiré mi presentación para el recién llegado. Mi nombre es Mencía
Irezabal y pertenezco al departamento de Asuntos Internos de la Policía
Nacional. Y vamos a pasar un tiempo juntos en las próximas semanas.
—¿Qué pinta Asuntos Internos en la unidad? —pregunta un geo de la
tercera fila.
Me paseo por la sala. No soy capaz de estarme quieta. Nunca soy capaz
de estarme quieta. Por eso no suelo llevar tacones. Los zapatos tipo
bailarina de punta redonda son mis favoritos del mundo entero.
—¿De verdad es necesario que lo explique? —Como ninguno de ellos
responde, lo hago. Por supuesto, no voy a decirles a la cara que
sospechamos que alguno de ellos ha dado muestras de un comportamiento
criminal. Por eso, los engaño un poco—. Os daré una pista. No he venido a
tomar el té de las cinco. Estoy aquí por ciertas… irregularidades que se han
detectado en la unidad.
La expresión de sorpresa es la misma en todos. Parecen calcomanías. El
único que marca la diferencia es Marcos. Y no es porque sea el único
vestido aún de civil. Es por otra cosa. Aunque no sé el qué.
—¿Irregularidades? —indaga otro.
—Sí. Irregularidades.
Echo un vistazo a la sala. Por fin me ha salido la famosa flor en el culo:
está repleta de libros; parece una especie de biblioteca, aparte de sala de
reuniones. Quizá la utilicen para formaciones. Localizo el Diccionario de la
Real Academia Española a la primera y lo cojo. Busco la palabra
«irregularidad» y reproduzco el texto literalmente, en voz alta:
—«Malversación, desfalco, cohecho u otra inmoralidad en la gestión o
administración pública, o en la privada».
Le tiendo el diccionario por la página correcta al geo en cuestión. Bueno,
más que tenderlo, lo dejo caer en su mesita plegable con un golpe seco.
Forma parte de mi faceta de «poli malo». Pero no es solo eso.
¿La verdad? Estoy cabreada como pocas veces en mi vida. Porque no es
fácil llegar a donde han llegado estos chicos, nadie lo sabe mejor que yo.
Pero han llegado. Se los ha instruido para ser los mejores. Se les ha
confiado la seguridad de los ciudadanos. Se les confió la seguridad de la
diplomática que regresaba a casa por el fallecimiento de su madre. Pero
ellos han preferido venderse al terrorismo por dinero. Es imperdonable. Y
deshonesto. Deplorable. Pienso encontrar al infractor.
—¿Irregularidades en la unidad? —pregunta el mismo chico.
Encuentro en las estanterías el Reglamento Interno y lo dejo caer encima
del diccionario con otro golpe seco.
—Sí, en la unidad. Y para que no haya duda, ahí tienes el Reglamento
Interno del Grupo Especial de Operaciones, conocido popularmente como
el GEO, la unidad de élite del Cuerpo Nacional de Policía especializada en
operaciones de alto riesgo. Puedes pasárselo a tus compañeros, para que os
familiaricéis con el término.
—Sabemos quiénes somos —se pica otro.
—Ya. —Claro, por eso hay un asesino entre vosotros—. Pero por si
acaso. Y poco más que añadir por mi parte: a partir de mañana mantendré
entrevistas personales con cada uno de vosotros. Permaneced a la espera, yo
os iré llamando.
—¿Alguien ha robado de la caja registradora?
Marcos. Ese ha sido Marcos, en un tono petulante que no me era
familiar. Cojo el diccionario de la mesa de su compañero y lo tiro sobre la
suya, mirándolo a los ojos.
—Irregularidades. Busca por la «i» —lo reto. Necesito dejar clara cuál
es mi posición y cuál es la suya. Y un aguijón muy afilado se me clava en el
estómago cuando pienso que Marcos podría ser el culpable. Porque esa es
una posibilidad que no puedo ignorar, por mucho que me haya acostado con
él.
—¿Griega o latina?
Joder…
—¿Tú eres el gracioso de la unidad? —le pregunto con sorna. No hemos
dejado de mirarnos a los ojos. Y a pesar de las palabras que salen por
nuestras bocas, nuestras miradas solo denotan confusión.
—Eso dicen.
No se me escapan las risitas de fondo.
—Pues no hagas planes para mañana por la noche. Vas a ser el último en
el interrogatorio. Va a ser un día muy largo para ti. Ven descansado a
trabajar. Y puntual.
Aparto la mirada y me dirijo a la mesa a recoger mi bolso.
—¿El último, como el postre?
—Más bien como el antiácido que voy a tener que tomarme después de
la zampada que me daré con tus compañeros —respondo sin girarme.
—«Antiácido» —repite con tonito—. Me han llamado cosas peores.
—No me cabe ninguna duda. Hasta mañana, caballeros.
Abro la puerta y salgo escopeteada, aunque con disimulo. Una vez fuera,
no sé a dónde ir; menos mal que tanto el comisario como Pablo salen detrás
de mí (Mateo permanece en la sala, aplacando las aguas, supongo). Me
acompañan al que va a ser mi despacho mientras me felicitan por mi
actuación: ha dado la impresión de que se trata de un tema administrativo
más que otra cosa.
En cuanto me dejan sola para que me ponga al día, no pierdo ni un
segundo en abrir la carpeta y buscar un listado con los nombres; es que ni
tomo asiento. Mucho menos me fijo en la estancia que va a ser mi segunda
casa en las próximas semanas. Encuentro el listado (estaba segura de que
habría uno) y rastreo su nombre. La expresión de su rostro cuando salí de la
sala no se borra de mi cabeza.
Leo su nombre casi al principio de la columna «Sección operativa»:
Cabana Nadal, Marcos.
Mierda. Es uno de esos geos.
Me dejo caer en la silla y me apoyo en el respaldo.
Joder…
11 El interrogatorio

Creo que esta noche he conseguido conciliar el sueño durante un total de


dos horas. Aun así, me siento tan despierta y descansada como si hubieran
sido diez. He leído un total de seiscientas ochenta y cinco páginas entre
informes, programas, directorios e inventarios, y he contemplado más de
mil fotografías. Puede que en algún momento de la noche comenzara a
sentir el peso de los párpados sobre mis ojos, pero se espabilaron en cuanto
alcancé la parte de la ofensiva a Laura Carral y la lista de los geos que se
desplazaban junto a ella, encargados de su protección, en el coche que iba
detrás:
Cabana Nadal, Marcos.
Me quedé varios minutos, creo que fueron minutos, mirando al vacío, sin
ver nada en realidad, ni siquiera ese vacío, y con la mente repleta de las
imágenes que se emitieron por televisión aquel fatídico día. Las imágenes
del coche en el que viajaba Laura y las imágenes del coche en el que
viajaba Marcos.
—Mencía.
Vuelvo a la realidad. Pablo se encuentra en la puerta de «mi despacho».
Ignoro el tiempo que lleva ahí; había vuelto a abstraerme en esas malditas
imágenes del segundo coche de los geos, totalmente destrozado.
—Sí —respondo con una sonrisa.
—Me han chivado que ayer casi duermes aquí. Veo que te ha gustado el
despacho —bromea al tiempo que entra en la estancia, cerrando la puerta
detrás de él.
—Quería ponerme al día.
—¿Y?
—Y.
Pablo sonríe. Yo pienso: «Ya conozco a todos tus chicos. Nombre,
apellidos y hasta el número de zapato que calzan».
—¿Quieres ver a los chicos en acción mientras te invito a un café de
máquina?
Por supuesto.
—Vamos.
Conozco las instalaciones de los geos en Guadalajara; son bastante
intimidantes. Pues estas no se quedan atrás. Cientos de hectáreas de campo
y bosque con todo tipo de aparatos de gimnasia al aire libre, de pistas de
aplicaciones y de construcciones destinadas a realizar simulacros de
entrenamiento de la sección operativa. La sección operativa la componen
los geos que salen a la calle a ejecutar las misiones. Los que reciben el
durísimo curso de adiestramiento de tres meses una vez que han aprobado
las pruebas de acceso, tanto físicas como psicológicas. El resto, son geos de
apoyo: se ocupan de la logística y la planificación.
El café de máquina no nos dura ni para familiarizarme con una décima
parte de lo que hay aquí. Estamos a punto de irnos, pero me llama la
atención una zona en concreto: la de los ejercicios de precisión de tiro,
donde hay un grupo de geos disparando. Por supuesto, reconozco a Marcos
al instante, a pesar de encontrarse de espaldas. Lleva puesto el chándal de
entrenamiento: pantalones negros y camiseta blanca de manga corta con el
escudo de la unidad.
Sin medias tintas, jamás me he engañado a mí misma: está para
comérselo enterito. Para que yo me lo coma enterito. Carraspeo y me acerco
sin poder evitarlo. He leído en su ficha que su especialidad es la de
francotirador. Cada geo domina una especialidad concreta dentro de las
cinco existentes en la unidad: aperturas, francotirador, contrafrancotirador,
medios especiales y buceador de combate, aunque, por supuesto, deben
manejarse en todas, puesto que cada comando operativo tiene que ser
autosuficiente.
De camino a él, escucho sus risas y su conversación:
—Venga, dale, Cabana.
—¿Tenéis la pasta preparada?
—Tú dale.
Cruzo una mirada de sospecha con Pablo. Él solo sonríe y me dice:
—Atenta. Estás a punto de ver a uno de mis chicos en plena acción.
Marcos adopta la postura para disparar y apunta hacia una diana, a unos
veinte metros, a la que le han borrado los anillos. La postura es perfecta.
Las piernas. La cadera. La espalda. Los brazos sujetando el fusil. La cabeza.
Y la seguridad. La intuyo desde la distancia de cinco metros que nos separa.
También recuerdo que Marcos es zurdo, lo he leído en su ficha y, en efecto,
se ve desde aquí que el brazo dominante es el izquierdo. También se
masturba con la mano izquierda. Pero eso no lo pone en su ficha.
Permanece inmóvil, totalmente inmóvil, en esa posición, y entonces baja el
arma y relaja el cuerpo. Sin haber llegado a disparar. No entiendo nada.
Uno de sus compañeros se aproxima a él y le venda los ojos. Cruzo otra
mirada con Pablo. ¿En serio?
Una vez que le han tapado los ojos, varios de ellos se aseguran de que no
puede ver nada. Entonces le devuelven el fusil y en dos milésimas, en dos
milésimas, Marcos adopta la misma postura que antes. Y cuando digo la
misma me refiero a que es exacta. Una réplica de sí mismo. La ha
memorizado. Joder, la ha memorizado para poder acertar en el blanco sin
ver absolutamente nada.
Cuento junto con uno de ellos: uno, dos, tres y…
¡Disparo!
En el blanco. En el puñetero blanco.
—Marcos es nuestro mejor francotirador —me confirma Pablo. No era
necesario. Acabo de presenciarlo. Y a lo largo de mi vida he visto disparar a
muchos hombres y mujeres—. Y no lo digo porque sea un buen tirador —
me aclara—. Es un buen tirador cuando tiene que serlo.
—Bajo presión.
—Exacto.
Asiento con la cabeza y me doy media vuelta antes de que Marcos me
vea. Escucho sus bravuconadas mientras me alejo:
—¿Quién es el puto amo? ¿Eh? Venga, todos a pagar.
—Eso, a pagar, que esta tarde invita Marcos a las cervezas.
—Capullos, ya me estáis sableando toda la pasta de la apuesta y aún no
me habéis pagado.
—El dinero que se gana en la unidad se queda en la unidad.
Me alegro del buen rollo que parece reinar entre ellos; al fin y al cabo,
necesitan ser una familia para enfrentarse a lo que se enfrentan cuando
salen de estas instalaciones. Pero… «hay un asesino entre vosotros. Hay un
asesino entre vosotros y necesitáis cazarlo cuanto antes».
Suspiro y doy inicio a los interrogatorios. Comienza el juego.

Son las mismas preguntas una y otra vez. Y otra vez. Y la misma actitud
pasivo-agresiva frente a mí.
Nombre.
Apellidos.
Edad.
Ocupación dentro de la unidad.
Relaciones de todo tipo con cualquier otro empleado.

—¿Perdona? —me pregunta una de las chicas de administración.


—Perdona, ¿qué?
—No entiendo qué tiene que ver con una investigación de Asuntos
Internos el tipo de relación que yo mantenga con mis compañeros de
trabajo.
—No tienes que entenderlo. Solo contestar. Y no es una opción. Es una
orden. Y me da igual con quién hayas mantenido relaciones sexuales, si ese
es el inconveniente: no voy a juzgarlo ni me interesa lo más mínimo. Pero
necesito saberlo.
—¿Por qué?
Cruzo los brazos encima de la mesa y me acerco a ella. «Porque si te has
acostado con la persona que está robando el dinero de la caja registradora,
tu palabra puede ser de dudosa credibilidad. Y yo necesito saber hasta
dónde puedo fiarme de todos vosotros». Por supuesto, eso no se lo digo.
—Podemos hacer esto por las buenas o por las malas. Por las buenas, me
contestas; por las malas, te abro un expediente sancionador.
—Vanesa Jiménez, Tamara García y Marcos Cabana.
Casi me atraganto con el último nombre.
—¿Tipo de relación con ellos?
—Sexual.
Vale.
Podría trazar en un folio en blanco las líneas que conectan a los miembros
de esta unidad en función de las relaciones íntimas de amistad y de carácter
sexual (por suerte, estas son las que menos; el sexo lo complica todo) que se
han creado entre ellas, y tendría para empapelar por completo las paredes de
esta habitación.

—Nombre.
—Nahia.
—Apellidos.
—Aguirre Cano.
—Edad.
—Treinta años.
—Ocupación dentro de la unidad.
—Responsable del departamento de informática.
—Relaciones de todo tipo con cualquier otro empleado.
—«La de Asuntos Internos» es una de mis mejores amigas.
Levanto la vista del papel.
—Nahia…
—¿Qué? ¿Tú no cuentas? —me pregunta con evidente guasa.
Nahia es la amiga que me ha encontrado un piso de alquiler y me ha
ayudado a mudarme, y, casualidad, trabaja aquí. Ayer, cuando me crucé con
ella por los pasillos, le faltó tiempo para arrastrarme al baño y comenzar el
tercer grado. Obvio: ella no estaba al corriente de que la labor que me han
asignado era en su centro de trabajo, a pesar de habernos pasado la tarde del
domingo poniéndonos al día mientras organizábamos mi nuevo hogar. Lo
comprendió y no me preguntó mucho más al respecto, sobre todo cuando
vio que no iba a sonsacarme nada por muy amigas que seamos (esta
investigación es demasiado importante), pero ahora se ríe de mí.
—No. Yo no cuento. Dame más. Y la conversación quedará grabada,
necesito que lo sepas. Es el protocolo. —Nahia adopta una expresión de
seriedad a la vez que esboza una mueca—. ¿Qué pasa?
—¿Te acuerdas del chico del que te hablé la otra noche? ¿Ese con el que
me enrollé hace unas semanas?
—Sí. ¿Qué ocurre con él?
—Es uno de los geos —confiesa sin titubear.
—No me fastidies —exclamo.
—Sí.
—¿Quién es?
—David.
Solo hay un David. Y pertenece al grupo de Marcos. De hecho, es el que
le ha vendado los ojos en la apuesta de antes en la zona de tiro. Genial.
—¿Ha pasado algo más?
—No. Fue… el momento. Los dos estábamos bebidos, cachondos y…
sucedió.
Suspiro. Mierda, Nahia.
—Oye, ¿no es incompatible que tú y yo seamos amigas ahora que estás
aquí en calidad de… investigadora de lo que sea?
—Lo es. Pero de momento nadie ha dicho nada.

—Relaciones de todo tipo con cualquier otro empleado.


—Ya te he dicho quiénes son mis amigas aquí —insiste la chica.
—¿Solo mantienes relaciones de amistad con tus compañeros?
No me lo creo, teniendo en cuenta que es Tamara García y que su amiga
ya me ha confesado hace dos horas que ha mantenido relaciones sexuales
con tres trabajadores más. Sí, exacto, es la chica que se ha acostado con
Marcos.
—No. También hubo una relación sexual.
—¿Una?
—Sí.
Tuerzo el morro.
—¿Con quién?
—Silvia Gamuza, Vanesa Jiménez y Marcos Cabana.
—Esa no es una relación sexual, son tres.
—No. Es una.
¿¿PERDONA??
—Los cuatro estábamos solteros y sin compromiso —continúa, después
de ver que me he quedado en blanco, y no soy ninguna mojigata, pero,
joder, Marcos, ¿con tres tías?— y nos apeteció hacerlo. Marcos… Marcos
estaba un poco bajo, por temas personales suyos, y… ocurrió. Es muy buen
tío, y nuestra relación no ha cambiado después de aquello. Sucedió fuera
del centro de trabajo, en una quedada previa a la Navidad. Lo pasamos bien
los cuatro y nuestra vida prosiguió. ¿Hay algún problema?
—¿Qué le ocurría a Marcos Cabana? ¿Por qué se encontraba «un poco
bajo»?
Pues sí, con eso me he quedado.
—Es personal, así que tendrás que preguntárselo a él.

Once horas después, estoy exhausta. Y necesito un descanso antes del


último interrogatorio. Un último interrogatorio en el que no quiero pensar
demasiado. Ni siquiera lo he preparado. ¿Y en qué momento me pareció
buena idea dejarlo a él para el final del día?
Voy al cuarto de baño a refrescarme la cara y la nuca, y me quedo unos
segundos de más contemplando mi rostro agotado en el espejo. Las pocas
horas de sueño me están pasando factura. Y las treinta y dos entrevistas de
hoy. Ahora mismo, en mi cabeza, con toda la información que contiene a
propósito de los trabajadores de la unidad, predomina el bosquejo de un
cerebro humano con millones de conexiones entre las neuronas. Pues
añadámosles nombres y apellidos a esas neuronas. Una locura.
De regreso al despacho, de pasada, me fijo en la imagen que se proyecta
en el televisor de una de las salas comunes: el cantante Dylan Carbonell se
encuentra de visita en un hospital de Alicante, visitando el área infantil y
cumpliendo deseos. Ojalá más actos altruistas como ese en el mundo.
Permanezco un par de minutos atenta a la noticia; a Julen le encanta ese
cantante y yo necesito distraerme. Hasta que se hace inevitable afrontar la
realidad. Ni siquiera la imagen del cantante del momento sigue en la
pantalla. Mierda, no sé cuánto tiempo llevo aquí. Tengo que volver. Entro
en mi despacho con los ojos cerrados y doy un portazo tan fuerte que el
diploma del inspector al que pertenece se descuelga de la pared. Genial;
luego lo recojo. Me ha venido bien; necesitaba distenderme.
—¿Un mal día?
Abro los ojos. Y controlo mis emociones por los pelos. Por los pelos. Mi
último interrogado ya está aquí. Marcos ya está aquí. Y se ha puesto
cómodo.
—Buenas noches —lo saludo con fingida amabilidad mientras me dirijo
a mi silla y me siento frente a él.
—Si tú lo dices.
—Si no fueras de graciosillo por la vida, muy probablemente ya estarías
en tu casa.
Me fijo en que aún lleva la ropa de deporte. Y en lo bonito que es él.
Marcos es bonito. Incluso con esa expresión petulante, descarada y de
sobrado, Marcos es bonito. Me entretengo buscando su ficha en mi carpeta.
—¿Muy probablemente ya estaría en mi casa? ¿Ibas a prodigarme un
trato de favor por haber estado juntos y desnudos en una cama?
—No —digo sin levantar la mirada de los papeles. En realidad, me sé de
memoria lo que pone en ellos—. Tu apellido comienza por la letra «c».
Habrías sido de los primeros. Y nada de alusiones personales: tú y yo no
tenemos nada personal.
Y no paro de repetir su apellido en mi cabeza buscando con ahínco el
motivo por el que me suena tantísimo. Cabana. Cabana. Cabana. Yo este
apellido lo he escuchado antes. Pero ¿dónde?
—Ajá. Nada aparte de haber estado juntos y desnudos en una cama.
—¿Te importaría no mencionarlo más? ¿Crees que serás capaz?
—Lo intentaré. Al final resultó que sí eras poli.
—Mira por dónde, tú también. Y mejor dejemos de lado tu afición a
transgredir las normas siendo quien eres.
—Sí, mejor. Vamos, dispara. ¿Qué quieres de mí?
—Nombre.
—Marcos.
—Apellidos.
—Cabana Nadal.
—Edad.
—Treinta y cuatro.
—Ocupación dentro de la unidad.
—Geo. Sección operativa, grupo cuarenta. —Dentro de la sección
operativa hay dos grupos de acción, el cuarenta y el cincuenta—. ¿Necesitas
también mis medidas?
—No, gracias, ya me las sé.
Marcos aquea una ceja. Mierda…
—Están en tu ficha —le aclaro—. Me sé las tuyas y las de todos tus
compañeros.
—Menudo memorión.
—Ni te lo imaginas. ¿Relaciones de todo tipo con cualquier otro
empleado?
—¿A qué te refieres?
—A relaciones de todo tipo con cualquier otro empleado. Si quieres, te
traigo el diccionario, pero en la entrada de «relaciones» viene a decir algo
así: «Conexión, correspondencia, trato, comunicación de alguien con otra
persona». Y pone como ejemplos las relaciones de parentesco, de amistad,
amorosas y comerciales.
Marcos entrecierra la mirada. Después, sonríe. Cabana, Cabana. Dentro
de toda esta vorágine, yo continúo rumiando su apellido. Necesito averiguar
de qué me suena y, además, me ayuda a distraerme.
—Me llevo bien con todo el mundo. Soy un tío fácil.
—Ya, eso he oído. Pero especifica. Necesito saber quiénes son tus
mejores amigos, con quién quedas para salir de marcha fuera de estas
instalaciones y a quién llamas por teléfono cuando te surge un problema de
índole personal.
—Nadie de la unidad se ajusta a esas características. Me llevo bien con
todos y les confiaría mi vida, pero nadie aquí es mi media naranja.
Ha pasado del frío al calor en cero coma dos segundos. De ser el más
bromista del edificio a la persona más seria de la provincia. No sé por
dónde cogerlo. Me confunde. Porque no sé quién es él en realidad. ¿El
bromista? ¿El responsable? ¿Quién eres, Marcos Cabana? Y ojalá pudiera
decirle que no confíe su vida a nadie que no sea él mismo dentro de esta
organización. Tengo que sellarme la boca con las manos para no hacerlo.
Debo hacerlo porque él podría ser el topo. Ni el bromista ni el serio. El
topo.
—Y no olvides la orgía con tres de tus compañeras.
Marcos me mira. Me mira con vehemencia. Pero sus ojos no dicen nada.
—¿Es eso una recriminación? —pregunta.
—Para nada. Solo necesito saberlo.
—Con la boca, con la polla y con dos dedos de la mano izquierda.
—¿Perdona?
—Así follé con las tres a la vez.
Que no se te salgan los ojos de las órbitas. Mencía, ¡contrólate! Y cierra
la boca. Marcos es muy de tener la boca abierta y entran ganas de decirle:
«Ciérrala». Porque abierta es demasiado atractiva.
—No te he preguntado por eso.
—Por supuesto que me has preguntado por eso. Sentías curiosidad.
Tranquila, lo comprendo. Aquello solo fue sexo. No creamos lazos
afectivos de ninguna índole. Siguiente pregunta.
¿Siguiente pregunta? ¿En qué momento ha empezado a marcar él el
ritmo de la entrevista? «Deja de pensar en su boca abierta y a por él.
Marcos puede ser el malo. Jamás lo olvides».
—¿Por qué estabas bajo de ánimo?
—¿Perdona?
—Cuando te acostaste con esas tres chicas, estabas bajo de ánimo. ¿Por
qué?
—Eso no te incumbe.
—Claro que me incumbe. No lo haría si tú no fueras geo. Pero lo eres, y
tus emociones pueden afectar a tu trabajo. ¿Por qué estabas bajo de ánimo?
—Porque dejé a mi novia plantada en el altar. ¿Te parece razón
suficiente?
Joder. No hemos apartado la mirada el uno del otro en ningún momento.
He percibido cómo sus ojos mudaban de la sorpresa inicial por mi pregunta
al cabreo instantáneo y a la frustración por tener que contestarla. Y ahora…
ahora veo que me dice la verdad.
—¿Esa novia era la chica del ascensor?
—Esa sí es una pregunta personal que no te incumbe. Paso palabra.
Joder, Marcos.
—La herida de la frente —le digo, señalando la contusión— y los
hematomas en tu cuerpo no fueron por una pelea en un bar. Ibas en el coche
que viajaba detrás de Laura Carral.
Marcos solo asiente con la cabeza. La mirada, seria. Creo que la más
seria que le he conocido hasta ahora.
—¿Qué ocurrió? Cuéntamelo —exijo. Pero continúa sin hablar—. No te
lo estoy preguntando ni como amiga ni como psicóloga. No te lo estoy
preguntando para que me hables de tus traumas o de tus mierdas. Es una
pregunta oficial y tienes que contestarme, Marcos. ¿Cómo fue? ¿Qué pasó?
—Pasó que algún terrorista hijo de puta colocó una bomba enfrente de la
casa de su madre. Y no lo vimos. En cuanto el coche pasó por encima…
Boom. La detonación fue tan cruenta que los vehículos aparcados cerca, en
la calle, acabaron calcinados. El coche de la embajadora, soterrado bajo el
asfalto. Con ella viajaban Andrés y Jorge. Los medios de comunicación
dijeron que fallecieron dos geos. No. No fueron dos geos. Fueron Andrés y
Jorge. También tenían apellidos, edad, una ocupación dentro de la unidad y
relaciones de toda índole con muchísimas personas de aquí. Y de fuera de
aquí. Si estuvieran vivos, contestarían a todas tus preguntas. Pero no lo
están. Nosotros íbamos en el coche posterior, Miguel, Luis y yo. No supe lo
que había pasado hasta que me vi boca abajo, atrapado en el interior del
vehículo, así que no puedo describirte los detalles más escabrosos. Pero usa
tu imaginación. Dimos tres vueltas de campana y caímos por un pequeño
terraplén. No perdimos el conocimiento, ninguno de los tres. A mí me
pitaban los oídos. Y la boca me sabía a sangre. Mucha sangre. No sentía
nada más. Creí que había muerto. Tuvimos que salir por el maletero.
Recuerdo palparme el cuerpo. Poco después, llegó todo lo demás. El
conocimiento de lo que había sucedido. Las secuelas. El dolor. ¿Mi herida
de la frente? Me reventó el casco en la cara. ¿Es suficiente con esto o
necesitas algo más?
Trago el nudo que se me ha formado en la garganta. Y también reprimo
las lágrimas que se me han acumulado en los párpados. Y otra vez tengo
que sellarme los labios para no confesarle que creo que es una de las
personas más valientes que he conocido.
—¿Estás bien? —le pregunto con tono íntimo. Porque aquí no habla «la
de Asuntos Internos». Ahora soy yo, Mencía. Y él es el chico que me ayudó
a superar un episodio de claustrofobia cuando nos quedamos encerrados en
un ascensor después de lo que a él le había tocado vivir en ese coche. Él es
el chico bonito con el que me acosté horas después.
—Si no fuera así, no estaría ahora mismo sentado frente a ti. La
psicóloga con la que hablé de mis traumas y de mis mierdas me dio luz
verde.
—Marc…
—¿Sabes lo que hace falta para ser geo? Ser un tío normal. Y ya está.
Bueno, y que te guste atrapar a los malos. Yo soy un tío normal y me gusta
atrapar a los malos. Soy consciente de cuál es mi trabajo. Soy consciente de
los peligros. Y estoy preparado para ello.
—¿Y tu familia?
Esta pregunta no es oficial, no se encuentra en el cuestionario, pero de
repente he sentido la necesidad de saber de su entorno. De saber que está
protegido en ese sentido. Que no está solo.
—¿Qué pasa con mi familia? —pregunta a la defensiva.
—Nada. Son solo preguntas de rigor. —Sí, claro, de estrictísimo rigor—.
¿Tienes hermanos?
—Sí.
Silencio.
—¿Cuántos?
—Cuatro.
Caramba.
Más silencio.
Vale. Otro rasgo de la personalidad de Marcos Cabana: para sonsacarle
información sobre su familia hay que utilizar un sacacorchos. Espera un
momento. Marcos Cabana. Cabana. Alicante. La imagen de Dylan
Carbonell en el televisor se cruza en mis pensamientos. ¿Cómo se llama el
chico con el que se casó hace unos meses? Es un nombre corto, recuerdo
que es un nombre corto. ¡Hugo! ¡Hugo Cabana! ¿Es posible…? ¿Es posible
que Marcos esté emparentado con Dylan Carbonell? ¿Que Hugo Cabana
sea pariente de Marcos? ¿Hermano, primo, sobrino…? Empezaré por
tantear a los hermanos, dado que ya los hemos tocado.
—¿Son todos chicos? ¿O chicas?
—Tres chicos y una chica —responde con desconfianza.
—¿Cómo se llaman?
—¿Qué tienen que ver los nombres de mis hermanos con la
investigación?
—Nada, solo estoy intentando que mantengamos una conversación
civilizada. Que nos conozcamos un poco.
Y siento muchísima curiosidad por saber si eres el cuñado de uno de los
cantantes más famosos del continente.
—No necesitas conocer a mis hermanos para conocerme a mí.
—¿No habrá un… Hugo entre ellos?
Marcos no tarda ni medio segundo en cambiar el semblante. Entrecierra
los ojos y niega con la cabeza.
—¿Toda esta línea de investigación va a llevarnos a Dylan Carbonell?
—Depende. ¿Es tu cuñado?
No contesta. Solo me mira con diversión. Me gusta este Marcos. Dios,
me encanta este Marcos. Buceo en mis recuerdos. Y encuentro aquella
canción. Aquella canción que llevo dos semanas escuchando: «Lady, lady,
lady, lady».
—Cuando estuvimos juntos dijiste que un amigo tuyo llamado Dylan
cantaba, que cantaba mucho. «Demasiado» fue la palabra que utilizaste.
Todo encaja. Oh, vamos, eres hermano de Hugo Cabana.
—Ah, ¿ahora recuerdas que estuvimos juntos y desnudos?
—En el momento en que te pusiste a cantar no estábamos juntos y
desnudos.
—Pero tú querías estarlo.
—¿Sabes lo que pienso? —atajo—. Que pasamos más de una hora
encerrados en ese ascensor, hablando, que yo te conté prácticamente mi
vida y tú no dijiste absolutamente nada de ti. Y lo poco que dijiste era
mentira.
Me guiña un ojo con descaro. Será mamón.
—¿Querías que te dijera que era geo? ¿En serio?
—No, pero…
—Y tú también te olvidaste de comentarme la parte de Asuntos Internos
—me interrumpe—. La diferencia entre tú y yo es que yo lo entiendo
perfectamente. Deberías aplicarte el cuento.
Pues claro que lo entiendo. Y lo admiro. Lo que hizo conmigo en el
ascensor fue un trabajazo. Fue de sobresaliente.
—No me des lecciones de moral.
—Mis más sinceras disculpas.
—Y controla ese tono.
—¿Perdona?
—El tonito. Que lo controles.
—Mis más sinceras disculpas —repite en el mismo tono.
Este chico también es un poco tocapelotas.
—Me dijiste que eras hijo único, y tienes cuatro hermanos. ¡Cuatro!
Seguro que ni practicas surf —digo, más para mí que para él.
—Apenas.
Increíble.
—¿Y toda la pantomima del surf en Sopela?
—Cumplía con mi trabajo.
—Ya. ¿Me dijiste alguna verdad aquel día?
—Me llamo Marcos.
—Ya.
—Y eres la tía más guapa que he visto en mi vida. ¿Alguna pregunta de
índole laboral más? —No me da tiempo a contestar. Me he quedado en
blanco—. Muy bien. Pues hasta luego, titi.
Me guiña el otro ojo, se levanta de la silla y abandona el despacho sin
más ceremonias.
Y yo me quedo con cara de gilipollas.
Otra vez.
12 «La de Asuntos Internos»

Marcos
River Phoenix:
Marc, ¿dónde andas metido?
Marcos:
Saliendo del curro. A punto de coger el coche para ir a casa, por fin.
Adri:
Hoy se te ha hecho un poco tarde, ¿no?

Para que luego digan que no controlan mis horarios. Queda claro que lo
suyo no es el disimulo, aunque, la verdad, lo más probable es que Adrián ni
siquiera pretenda ser disimulado. Jamás lo ha sido.

Marcos:
Un poco. Ayer no os lo conté, porque no me apetecía una mierda, pero ha surgido un tema en el
trabajo.
River Phoenix:
Lo sabíamos. No el asunto en sí, pero sabíamos que pasaba algo.
La niña:
Sí.
Hugoeslaestrella:
Ayer estabas raro.
Adri:
Muy raro.
Adri:
Llegaste a casa y te fuiste a la cama. Me quedé solo en el sofá viendo Supernatural.
River Phoenix:
Y apenas contestaste a nuestros mensajes.
La niña:
Ni siquiera a los de Alex.
Adri:
Ya salió el otro. Es que no falla nunca.
Marcos:
Quizá solo estaba cansado, capullos.
Hugoeslaestrella:
Ya, claro.
Hugoeslaestrella:
Habría sido la primera vez en treinta y cuatro años.
Marcos:
Me gustas más cuando Dy se hace pasar por ti.
River Phoenix:
Justo.
River Phoenix:
Lo de Dylan, no.
River Phoenix:
Lo de tu extraño comportamiento.
Adri:
Creamos un grupo paralelo y todo para hablar de ello.
Adri:
De Dylan, no.
Adri:
De tu extraño comportamiento.
Marcos:
Qué cabrones.
Adri:
Spoiler:
Adri:
No sacamos nada en claro.
River Phoenix:
Bueno, al grano: ¿qué es lo que ha pasado entonces?
Marcos:
Ayer se presentó una tía en la unidad. Una tía de Asuntos Internos.
Marcos:
Y resulta que he follado con ella.
Marcos:
No me lo puedo creer ni yo.
Marcos:
Ya sabéis que odio mezclar el trabajo con el placer.
Marcos:
Exceptuando el cuarteto aquel del que os hablé. En el que, obviamente, influyó mi situación de
mierda con Alicia. Me pilló bajo. Pero sucedió en una cena de empresa, y con gente de la empresa,
así que lo he metido en el cajón de la unidad. Y no ha ido más allá. Los cuatro sabemos lo que fue.
La niña:
¿Cuarteto?
La niña:
A mí nunca me has hablado de ningún cuarteto.
Marcos:
Lo conté el día de la borrachera de River. Tú no estabas.
La niña:
Entiendo que no es un cuarteto de cuerda.
Marcos:
Entiendes bien, pequeñaja. Aunque cuerda tuve para rato.
La niña:
Acabo de quedarme ciega con la imagen que me ha venido a la mente.
La niña:
Corto y cambio.
Hugoeslaestrella:
¿Te estás follando a «la de Asuntos Internos»?
Hugoeslaestrella:
Eres increíble.
Marcos:
Gracias.
Hugoeslaestrella:
De nada.
Hugoeslaestrella:
Era ironía, por cierto.
Marcos:
Lo sé, capullo. Lo mío también.
Marcos:
Y no me la estoy follando. Lo hicimos una vez, cuando lo del ascensor.
Hugoeslaestrella:
¿Qué ascensor?
Hugoeslaestrella:
Joder.
Hugoeslaestrella:
¿La tía de Asuntos Internos es la misma que la del ascensor? ¿La de «es la tía más guapa que he visto
en mi vida»?
Marcos:
La misma que viste y calza. Playeras incluidas.
Marcos:
Sigue siendo la tía más guapa que he visto en mi vida.
Marcos:
También es una borde de pelotas.
Adri:
Acabas de desafiar los fundamentos de la probabilidad a lo grande.
Adri:
¿¿Playeras??
Adri:
¿Y qué pinta Asuntos Internos en el GEO?
Marcos:
Habrán pillado a alguien fumándose unos porros, yo qué sé.
Adri:
O vendiéndolos.
Hugoeslaestrella:
¿No habrás sido tú?
Hugoeslaestrella:
¿«Playeras» es una palabra clave?
Adri:
A mí me suena más a alguien que es muy de ir a la playa.
Marcos:
¡Gracias!

Y qué cabrones son.


Llego a mi coche, que es de los pocos que quedan en el aparcamiento, y
sé quién me llama por teléfono antes de revisar la pantalla: River.
Descuelgo mientras me siento al volante y cierro la puerta con suavidad.
—¿Asuntos Internos, Marcos? —me suelta, sin darme tiempo ni a decir
«hola»—. ¿Qué coño hace Asuntos Internos en la unidad? Y no me vengas
con la gilipollez de los porros porque no es eso y lo sabes.
No, no es eso. Pero la verdad es que no tengo ni la menor idea de lo que
puede ser. Ayer me impactó mucho más que la tía con la que había pasado
una noche entera en la cama de un hotel apareciera en la base. Creo que
jamás me había cagado tantas veces en el destino de las pelotas, o en el
karma y en su puta madre. El mundo no puede ser tan pequeño.
Simplemente, no puede serlo. Mi vida privada y mi vida laboral se han dado
la mano por primera vez y no me gusta una mierda. Mencía no tenía que
haber reaparecido en mi vida. Y después de toda una noche dando vueltas
sin poder conciliar el sueño, he tomado la decisión de asumir la situación
con profesionalidad. Ella pertenece a Asuntos Internos. Yo soy geo. Punto.
El cachondeo de antes ha sido solo un pequeño respiro, una licencia que me
he permitido. Pero no más.
El desenfreno de teclas que oigo a través de la línea telefónica me
distrae. Y me pone en guardia. River ya está metiendo las narices donde no
lo llaman. Como si lo viera.
—Ni se te ocurra, Riv —le advierto—. Escúchame bien: ni se te ocurra
meterte en esto. Deja que ella haga su trabajo. River —repito con autoridad
cuando veo que me ignora—, voy muy en serio. ¡River!
—Vale, vale, ¡ya está! Acabo de levantar los dedos del ordenador.
Me lo creo: el sonido se ha detenido de pronto.
—Bien. Prométeme que no vas a inmiscuirte en este asunto.
—Te lo prometo —dice, nada convencido.
—Vale, ahora sal.
—¿Qué?
—Ya me has oído, que salgas.
—¿De dónde?
—No te hagas el idiota y deja de ganar tiempo con preguntas estúpidas.
Sal de donde quiera que hayas entrado en ese ordenador tuyo en los cinco
minutos que han pasado desde que os he dicho lo de Asuntos Internos.
—Joder, está bien. —Escucho varias teclas, entiendo que está pulsando
«escape, escape, escape»—. Ya está. Por cierto, me ha dado tiempo a mirar
un par de cosas.
Por supuesto que le ha dado tiempo a mirar un par de cosas.
—Y yo no quiero saberlo.
—Claro que quieres saberlo. ¿Sabes quién es ella?
—¿Ella?
—Mencía. Mencía Irezabal.
—¡Joder, River! No me lo puedo creer. ¿Ya has llegado hasta su nombre
y su apellido? Lo tuyo es increíble.
—Tío, que soy del CNI, no un aficionado.
—¿La has investigado a fondo en cinco putos minutos?
—No mucho, no me has dado tiempo, pero lo suficiente como para saber
quién es. ¿No te suena su nombre? A mí me ha sonado desde que lo he
leído.
—No, no me suena.
—¿En serio?
—Sí, en serio, y no quiero saberlo. No quiero saber nada de Mencía
Irezabal.
—Está bien, como quieras. Por cierto, cambiando de tema: también he
descubierto otra cosa al meter mis narices en tu trabajo, algo que no tiene
que ver con Mencía Irezabal. ¿Te acuerdas de que hace un par de años una
chica estuvo a punto de convertirse en geo?
—Sí, claro.
Fue un acontecimiento muy sonado. Estuvo a punto de ser la primera
mujer geo, la primera en superar las pruebas físicas, pero en el último
momento no sucedió. Se filtró la noticia y en la unidad no se hablaba de
otra cosa. Luego… desapareció. Sin más.
—Superó las pruebas teóricas y las físicas. Y con buena nota. La tiraron
en la entrevista personal, cuando ya casi estaba dentro. No era más que
una formalidad, pero…
¿Por qué River siempre lo sabe todo?
—¿Cómo has averiguado tú todo eso?
—Porque acabo de mirarlo. Ya te lo he dicho. Ah, y, por cierto, esa
chica era Mencía Irezabal.
Me cago en la puta.
—¡River, joder! Me has dicho que no tenía que ver con ella.
—Te he mentido.
—No me hace gracia. No estoy jugando, River.
—Lo siento, Marc, pero tenías que saberlo. He leído el motivo por el que
la tiraron en la entrevista personal. Y otras cosas.
Y todo eso en cinco putos minutos, sí.
—Ya basta, Riv. No quiero saber nada más. Estamos atentando contra su
intimidad.
—Me importa una mierda su intimidad. Una tía de Asuntos Internos está
en tu unidad, y yo quiero saber quién es y qué hace ahí. Pero respeto tu
decisión. Solo te diré, Marc, que el motivo por el que la tiraron… —Suspira
—. No sé lo que hiciste en aquel ascensor el día en que os quedasteis
encerrados, pero debió de ser muy bueno si conseguiste que esa chica no
entrara en pánico. Buen trabajo. Estoy orgulloso de ti.
Joder…
—Te odio.
—Yo también te quiero. Y te prometo no inmiscuirme más. Parece una
buena chica; creo que, a priori, podemos confiar en ella.
—Te odio —repito.
River se carcajea.
—Ten cuidado con el coche. Conduce con precaución.
—Siempre.
—Lo sé.
La llamada se corta y yo permanezco unos segundos con la cabeza
apoyada en el asiento, en medio de la oscuridad que asola el aparcamiento.
Demasiada información en tan poco tiempo. ¿Mencía estuvo a punto de ser
geo? La primera mujer geo. ¿Y qué te pasó, titi? Suspiro. No es asunto
tuyo, Marc. Por eso lo olvido. Lo saco de mi sistema.
Meto la llave en el orificio, dispuesto a irme a casa de una vez, pero una
nueva notificación en mi teléfono móvil me detiene:

Alicia:
Hola, Marc.
Alicia:
Llevo mucho tiempo pensando en escribirte, pero siempre me resultaba forzado. Un hablar por
buscar hablar.
Alicia:
Hasta hoy.
Alicia:
Hoy he sentido el impulso y… eso.
Alicia:
Hola, Marc.

Joder…

Marcos:
Hola, tío. ¿Estás?
Alex:
Claro. Para ti, siempre.
Marcos:
La tía más guapa que he visto en mi vida trabaja en Asuntos Internos y está en la unidad
investigando vete tú a saber el qué.
Marcos:
¿Y sabes cuál es el problema?
Alex:
Que te gustó.
Marcos:
No.
Marcos:
Que me gustó mucho.
Marcos:
De hecho, sin saberlo, Dy y tú me salvasteis la vida con vuestros wasaps.
Marcos:
Me disteis una salida rápida.
Marcos:
Y aun así…
Marcos:
Aun así…
Alex:
Suéltalo, Marc. Soy yo.
Marcos:
Tuve que hacer un esfuerzo titánico para no pedirle el número de teléfono.
Marcos:
No me había pasado algo así desde…
Marcos:
No sé, ¿desde nunca? Siempre me han pedido el teléfono a mí.
Alex:
Sobrado.
Marcos:
Es la puta verdad.
Alex:
Lo sé.
Alex:
¿Qué vas a hacer?
Marcos:
No puedo saltarme mi norma más sagrada. Porque es mi norma más sagrada por alguna razón.
Alex:
Lo sé.
Marcos:
Voy a comportarme como un gilipollas. Eso es lo que voy a hacer.
Marcos:
Es la única manera de alejarla.
Marcos:
Porque lo he visto, tío.
Marcos:
He visto en sus ojos que ella también sintió la conexión esa noche.
Marcos:
Mierda de karma.
Marcos:
¿Qué le he hecho yo al universo?

Alex:
Drama queen.
Marcos:
Capullo.
Alex:
Ya sabes que te apoyaré decidas lo que decidas. Al final, no deja de ser una tía a la que conoces de
una noche.
Alex:
No tiene por qué ir a más.
Alex:
No te obsesiones, ¿vale?
Alex:
Y si te obsesionas, ya veremos qué hacer.
Marcos:
OK.
Marcos:
No obsesionarse.
Marcos:
Lo tengo.
Marcos:
Buenas noches.
Marcos:
Beso a Pris.
Marcos:
Y otro para ti, tontorrón.
Alex:
Tontorrón, tú.
Marcos:
No, tú.
Alex:
Tú.
Un mes después…
13 El simulacro

Ha pasado algo más de un mes desde que llegué a la unidad. Ya he


entrevistado a la totalidad de la plantilla, he memorizado las últimas veinte
misiones de los geos, he leído ochenta veces la documentación archivada
sobre el ataque a Laura Carral y he discutido otras quince con Marcos
Cabana. O dieciséis, creo que han sido dieciséis.
Me saca de quicio. Desde que entra por la puerta hasta que sale. A veces
incluso cuando ya está fuera, como el otro día, que discutimos mientras yo
caminaba hacia la parada de autobús más cercana bajo el aguacero y él
conducía a mi lado su coche tuneado, a una velocidad de diez kilómetros
por hora y con música de discoteca de los 90 que hacía vibrar la carrocería
(«chumba, chumba, chumba, el tiburón se la llevó, se la llevó». ¿El tiburón?
Por Dios), hablándome primero de no sé qué mierdas del karma (imposible
oírlo bien con la música a ese volumen) e insistiendo después en que
subiera al coche. Y el adverbio «después» implica que me tuvo caminando
bajo la lluvia más de doscientos metros. Se lo veía reacio a invitarme a
subir. Reacio como sinónimo de: «A mi coche no te subes, titi; antes
muerto». Yo lo mandé a la mierda y el me respondió: «¿Qué has dicho? No
te escucho con la música tan alta». Increíble. Encima se reía de mí. Le grité
más alto: «Que te vayas a la mierda» justo cuando un matrimonio de
avanzada edad pasaba junto a nosotros. Me miraron fatal. Marcos insistió
en que subiera. Yo le contesté que se metiera su coche rojo tuneado por el
culo. Literal. Como si yo quisiera subirme en él… Lo que le sacó una
sonrisa, por fin. Entonces se bajó del vehículo y me impidió avanzar más, y
los dos nos quedamos contemplándonos el uno al otro como un par de
idiotas bajo la lluvia. O retándonos.
«Vamos, sube. Me estoy mojando por tu culpa. ¿No te doy pena?».
Casi me lo cargo. Mis pies parecían sumergidos en una piscina en lugar
de en unos zapatitos de punta redonda, y él me venía con esas. Pero me
ofreció su mano y me miró con esos ojos de no haber roto un plato en su
vida, y con el cabello empapado sobre la frente, y… claudiqué. Me miró de
arriba abajo; yo estaba calada, los pantalones de lino pegados a mis piernas.
Y a todo esto, la canción del tiburón, de fondo.
«Menudo repaso acabas de darme, ¿no?».
«Policial. Repaso policial. Vamos, sube. ¿A dónde te llevo?».
«A la parada del autobús».
«Mujer, no soy tan capullo. Ya que te subes en ‘Tomatito’, te llevo a tu
casa».
«¿‘Tomatito’?», pregunté mientras abría la puerta del copiloto.
Él me guiñó un ojo en respuesta y se dirigió a la suya.
Lo primero que hice fue bajar el volumen de la música.
«Me sangraban los oídos con ese intento de música».
«Uy, lo que nos ha dicho».
«¿Con quién hablas?».
«Con nadie».
Dios. Estaba hablando con su coche.
«¿Estabas hablando con el coche?».
«No se llama ‘el coche’».
«¿Perdona?».
«Nada. Danos tu dirección. Digo, dame tu dirección».
Carraspeo.
Que resulta que lo de «Tomatito» iba en serio. Madre mía.
Llegamos a mi casa y, cuando Marcos apagó el motor, tuvimos… un
momento. No sé cómo calificarlo, solo… tuvimos un momento. Yo me
despedía, él se despedía. Yo le miraba el pelo mojado. Él me miraba el pelo
mojado. Él se despedía, yo me despedía. Yo carraspeaba. Él carraspeaba.
En fin. Al final me bajé y di un buen portazo. Por capullo.
Marcos ha estado a la defensiva conmigo desde mi entrevista con él,
pero desde aquella noche lo ha estado más. La segunda semana, vertió un
café encima de mi camisa de color azul cielo, recién estrenada, tras
impactar conmigo al doblar una esquina, y tuvo el valor de decirme:
«Guauuu, no te me eches encima, fiera». Desapareció sin darme opción a
réplica, cosa que no soporto, porque me quedé con cara de boba, una vez
más. Y con la camisa sucia.
Y ni hablemos de que se sienta lo más lejos posible de mí en el comedor.
Me esquiva. La semana pasada le pregunté si olía mal, e intuí que iba a
contestarme una barbaridad en cuanto abrió la boca. Le dije: «Ni se te
ocurra». Hizo una mueca y se dio media vuelta.
Y lo peor de todo es que cada mañana llego a trabajar con ganas de
encontrármelo. Es incomprensible.
—Pues ya estamos.
Me evado de mis pensamientos y regreso a la realidad, al coche. Se trata
del coche de uno de los mejores amigos de mi padre. Trabajaron juntos en
el cuerpo y estrecharon su amistad con el transcurso de los años, a pesar de
que sus caminos laborales se separaron. Yo he crecido cerca de este hombre
(de hecho, es mi padrino), y aunque ahora nos vemos de ciento en viento,
porque hace tiempo que él vive aquí, en Alicante, lo quiero como a un tío.
De hecho, tanto Julen como yo lo llamamos «tío Leo». Hoy hemos quedado
para desayunar juntos y acaba de acercarme al trabajo.
—Gracias por traerme.
—A mandar.
Me despido con una sonrisa, y con la promesa de reunirnos una vez a la
semana para desayunar, y me bajo del coche.
Hay muchísimo movimiento hoy en el patio central: geos ataviados con
el uniforme de color negro pululando de aquí para allá, otros con el de
camuflaje, instructores dando órdenes en voz alta y hasta el comisario jefe
hablando por radio. Por un instante, pienso que se ha presentado algún
operativo de emergencia, hasta que me cruzo con Pablo y lee la pregunta en
mis ojos.
—Hoy toca simulacro de actuación. ¿Te apetece vernos en acción?
Oh, Dios mío, sí. Los geos, en un simulacro de actuación, tiene que ser
uno de los espectáculos más increíbles que presenciar en esta vida. Una vez
más, creo que mi cara habla por mí, porque Pablo sonríe y me dice:
—Vamos a la sala de operaciones. Desde allí lo supervisaremos todo.
Cruzamos el patio sin más demora, esquivando a un grupo de geos de
camuflaje que camina hacia nosotros a paso acelerado. Uno de ellos habla
por radio, pero soy incapaz de oír su voz a causa del alboroto. Un empujón
invisible me obliga a observarlo con más atención. Él me mira de soslayo:
solo se le ven los ojos debajo del pasamontañas de color negro; el resto de
su rostro y de su cuerpo va cubierto por completo. Aun así, reconozco esos
ojos verdes, que no pueden ser más que los de Marcos Cabana. Nuestro
intercambio de miradas solo dura un segundo, y yo siento el impulso de
girarme cuando pasa por mi lado. Un impulso al que obedezco. Sí,
definitivamente, esos andares son los suyos. Y ese traje, con las botas
negras por encima de los pantalones… Caramba. Se me sube todo. Es
imposible ser inmune a algo así. Es alucinante el dominio que tengo sobre
la forma de moverse y de actuar de Marcos. Es alucinante porque no
entiendo en qué momento me he fijado tanto en él en este último mes. Y no
solo en sus rasgos físicos. También sé que todos aquí lo llaman «chaval»
porque en su día fue el policía más joven en convertirse en geo, y que es el
graciosillo de la unidad, pero también el más responsable y el que afronta
los problemas a la primera, antes que cualquiera.
Llegamos a la sala de operaciones y, a pesar de que Pablo me indica que
tome asiento, yo no puedo dejar de observarlo todo. Hay pantallas que
muestran lo que graban las cámaras de circuito cerrado en todos los
rincones de la base, incluso dentro de la piscina. Y audio. Tenemos acceso a
todos los sonidos. Y música de fondo. Muy tenue, pero ahí está. A Pablo le
gusta poner música de fondo, música clásica, eso ya lo he aprendido
durante estas semanas.
—¿Turandot, de Puccini? —pregunto al oír la melodía.
—Turandot, de Puccini.
Durante las siguientes dos horas, soy testigo de lo que son capaces de
hacer estos chicos. Pablo me ha explicado al inicio que el objetivo del
simulacro es llegar a una caja fuerte que han situado dentro de la piscina,
abrirla y extraer su contenido. Pero antes de llegar ahí, trepan por una pared
de más de diez pisos; rompen la ventana y entran por ella; abandonan el
edificio saltando por otra ventana, sujetos con unas cuerdas; corren, saltan,
pelean; conducen de manera temeraria por el campo; se lanzan a la piscina
y la cruzan a nado para volver a subir por otra pared totalmente empapados.
Y todo ello con el equipo que siempre llevan encima, y que pesa treinta
kilos. La fuerza y la resistencia de los geos jamás se ha puesto en
entredicho.
Pablo me explica, mientras tanto, lo que yo ya sabía, y es que el
entrenamiento físico diario no es tan duro como la opinión popular cree
(aunque la formación es continua). Y no lo es a propósito. Se mantienen en
un nivel de entrenamiento moderado. ¿El motivo? Muy sencillo. Si los
mantienen en el punto más alto en todo momento…, ya solo pueden caer, y
eso no se lo pueden permitir, no cuando en cualquier momento tienen que
salir a la calle a por los malos. Excepto en el curso de adiestramiento, claro:
ahí llevan a los aspirantes hasta el límite de su condición física, hasta el
agotamiento. Ahí necesitan ponerlos a prueba. Probar su estrés para
comprobar hasta dónde pueden llegar; una persona cae cuando está muy
estresada, así que los llevan al límite del cansancio para que respondan a
ese estrés. Porque en eso consiste precisamente el entrenamiento: en
controlar ese estrés, como si estuvieran en una misión. Tratan de imitarlo.
Y la consecuencia de todo ese adiestramiento es el extraordinario
ejercicio de simulacro que están llevando a cabo hoy. Ahora entiendo a
Marcos aquel día en el ascensor. Lo entiendo más que nunca. Su temple. Su
proceder. Para él, fue pan comido. Y, por cierto, no he sido capaz de
distinguir a Marcos en las dos horas que llevamos aquí. He oído su voz en
varias ocasiones, pero ha sido imposible visualizarlo entre tanta cámara y
tanto geo vestido igual.
Hasta que uno de ellos aparece en la piscina, por segunda vez. Pero en
esta ocasión no hay que cruzarla a nado. Ahora ya saben que el «tesoro», y
con él, el final del simulacro de actuación, se halla escondido en el fondo.
Todos ellos han ido en grupos de cinco, encontrando pistas durante el
recorrido, que los han conducido hasta ahí.
Un segundo tarda el geo en desprenderse del pasamontañas y un segundo
tardo yo en reconocer a Marcos. Se coloca el equipo completo de buceo en
la cabeza (la radio) y en la espalda (la bombona de aire), coge la mochila
que reposa en el borde y se lanza al agua sin más demora. Entonces, tanto
Pablo como yo centramos toda nuestra atención en la cámara sumergida,
justo en el frontal de la caja fuerte, que tiene el tamaño de un televisor de
plasma.
Marcos llega al fondo, se agarra con una mano a la caja, para mantenerse
fijo y no salir a la superficie debido al empuje hidrostático, y con la otra
mano rebusca dentro de la mochila, seleccionando lo que cree que va a
ayudarlo a abrir la cerradura.
—Dispones de veinte minutos, Marcos —le recuerda uno de sus
compañeros desde la superficie, a través del sistema de radio—, antes de
quedarte sin aire.
—¿Veinte minutos? —se oye la voz de Marcos muy distorsionada.
—Sí, la bombona no está al cien por cien.
—Qué bien.
—Date prisa. Sin presión.
No distingo la respuesta, pero vislumbro alguna que otra palabrota.
Activo el cronómetro y comienza la cuenta atrás. La imagen no es muy
nítida, pero lo suficiente para ver a Marcos utilizando diferentes artefactos
para abrir la caja.
Y nada funciona.
Y el tiempo va pasando.
—¿Qué profundidad tiene la piscina? —le pregunto a Pablo.
—Seis metros.
—Marcos —suena a continuación por la radio—, te quedas sin aire.
¿Cómo vas?
—Estoy en ello.
—Te quedan dos minutos.
—Ya voy, joder. Casi lo tengo. Dame unos minutos.
—Claro. Te doy dos.
—Me estáis desconcentrando.
—De eso se trata, Cabana.
—Que os jodan.
—Marcos, un minuto. Te queda un minuto de aire en la bombona.
—Lo he pillado a la primera. Ya casi lo tengo.
—Marcos, no siempre se puede ganar. Sube.
—Ni de coña. ¿Cuánto me queda?
—Veinte segundos.
—Me sobran diez. Si dejáis de tocarme los huevos, claro.
—Marcos, sube. Estás a seis metros de profundidad.
—Que no, joder. Esperad.
—Cinco segundos.
—Estas interrupciones no me ayudan nada.
—Marcos, que salgas de ahí, joder —grita Pablo, a pesar de que sabe
que no lo puede oír—. Marcos es uno de los mejores —me dice a mí—,
pero arriesga demasiado.
—Marcos, te has quedado sin aire.
Pero Marcos no sube. Y yo comienzo a ponerme nerviosa. ¿De qué va?
—¿Cuánto tiempo aguanta sin respirar? —le pregunto a Pablo. Él no me
contesta: no aparta la mirada de la pantalla. Marcos se quita el casco y yo
solo capto las minúsculas burbujas que salen de su boca—. ¿No se le puede
obligar a subir?
—Sí, allá van.
Entonces Marcos abre la caja fuerte, coge lo que quiera que haya dentro,
y un torrente de burbujas escapa de su boca a la vez que nada hacia la
superficie.
—Se va a ganar una bronca de la hostia. Me lo voy a cargar.
Pablo se levanta de la silla y sale escopeteado de la sala. Permanezco
unos segundos en mi sitio, hasta que me doy cuenta de que aquí no hago
nada. Voy a donde se encuentra Marcos, aunque tendré que morderme la
lengua para no decirle cuatro cosas. No es de mi incumbencia.
—¡El que no arriesga no gana! —escucho que se defiende.
Está chorreando. Y contento. Joder, está contento. También ignora mi
presencia. Nada nuevo.
—Y el que arriesga demasiado muere ahogado —le replica Mateo, que
en todo momento ha estado en la acción con los chicos.
—No me jodas, es una puta piscina.
—¿Y qué coño había en la caja?
Marcos levanta la mano y nos muestra a todos lo que sujeta entre dos
dedos. Es… no sé lo que es. Parece un muñeco de plástico. Es muy
pequeño.
—Esto. ¿Alguien puede explicarme qué mierda es?
—Tío —dice uno de sus compañeros—, es un SuperZing.
—¿Un qué?
—Un SuperZing.
—¿En serio he arriesgado mi vida por un puto SuperZing? Ni siquiera sé
lo que es.
—¿Y dónde vives? ¿Bajo tierra? Es una colección. Mi hijo los tiene casi
todos.
—Manda huevos.
Pues eso mismo digo yo.
14 El SuperZing

Marcos
Marcos:
Oye, tío, ¿tú sabes lo que es un SuperZing?
Marcos:
IMAGEN
Alex:
Ni puta idea.
Alex:
Pero ese muñeco no se lo acerques a mi hijo, que se lo traga.
Marcos :
Bien.
Alex:
De todas formas, ¿de dónde has sacado eso?
Marcos:
Del curro.
Alex:
¿¿¿???

Ya me siento mejor por no saber lo que es un SuperZing. Aunque no del


todo. Entro en el grupo de WhatsApp de mis hermanos.

Marcos:
¿Vosotros sabéis lo que es un SuperZing?
Marcos:
IMAGEN
La niña:
¿Un qué?
River Phoenix:
No.
Adri:
Ni idea.
Hugoeslaestrella:
Son unos juguetes coleccionables. Dylan está a punto de completar la serie 3.
La niña:
Eso no se lo acerques a Álvaro, que se lo traga todo.
Marcos:
Que no, joder.
Hugoeslaestrella:
IMAGEN
Marcos:
Y seguro que se los has comprado tú. No me lo malcríes tanto, Hugo, joder.
Hugoeslaestrella:
Pues no, idiota. Se los compra él.
Hugoeslaestrella:
La mayoría, al menos.
River Phoenix:
Ya, claro. La mayoría.
Marcos:
Te hemos pillado, Hug.
Adri:
Ja, ja, ja, ja, ja, ja, ja.
Adri:
Me descojono.
Marcos:
Puto Dylan.
Hugoeslaestrella:
Ese tono me lo controlas.

Ignoro a mi hermano y salgo de nuevo del grupo; me paso al chat


privado con mi cuñado. En serio, de los cien chats que tengo en la
aplicación, noventa y cinco son con mi familia. Ochenta y cinco son grupos
paralelos de hermanos. Qué vicio tienen.

Marcos:
Dy, adivina lo que he ganado hoy en el trabajo.
Dylan:
Una bronca por llegar tarde.
Marcos:
No.
Marcos:
Capullo.
Dylan:
Un polvo con la rubia de ojos azules.
Marcos:
No.
Marcos:
CAPULLO.
Dylan:
Un reloj.
Marcos:
No.
Dylan:
Un viaje a Benidorm.
Marcos:
No.
Dylan:
Macho, me he quedado sin opciones.
Marcos:
IMAGEN
Marcos:
¿Lo tienes?
Dylan:
Bualaaa.
Dylan:
¿Y eso?
Dylan:
¡No lo tengo!
Dylan:
Y me da miedo preguntarte cómo te has hecho con él en tu curro…
Dylan:
Me da tanto miedo que no quiero saberlo.
Marcos:
Sí, mejor.
Marcos:
La semana que viene, cuando regreses, te lo llevo a tu casa.
Dylan:
Genial.
Marcos:
Que libro toda la semana.
Dylan:
Qué raro.
Marcos:
Capullo.
Dylan:
Pero no vengas de ocho a nueve de la tarde. Ninguno de los días durante las dos primeras semanas.
Marcos:
No quiero saber el motivo.
Dylan:
Sí, mejor.

Elevo los ojos al cielo y estoy a punto de apagar el móvil, pero me llega
un nuevo mensaje.
Alicia:
Hola, Marc. ¿Qué tal la semana?

Mi instinto… Mi instinto me dice que responda sin reservas, con lo que


me sale de dentro. Que no mida mis palabras con ella. Que no me ponga a
la defensiva. Y es lo que hago.
Marcos:
Bien. Sin novedades.
Marcos:
Bueno, he ganado un SuperZing. ¿Tú?
Alicia:
Ja, ja, ja. Yo no he ganado un SuperZing.
Marcos:
Pero ¿sabes lo que es?
Alicia:
Claro.
Alicia:
¿Nos tomamos un café y te lo cuento? ¿Crees que estamos preparados?

Y otra vez… el instinto.


Marcos:
Creo que sí.
15 Yo soy Hugo. ¡Mierda! La culpa es de las
abejas

Marcos
—¿A dónde vas? —me pregunta Adri cuando ya estoy saliendo de casa con
las llaves del coche bailando en mi mano.
—A casa de babe y Dy.
Adrián ríe por el apodo de Hugo. A mí me hace muchísima más gracia
cuando se lo digo en su cara. Y cuanto más tuerce el morro, más alto lo
grito yo. Me descojono mucho de Hugo. Es tan fácil tomarle la medida…
—Te acompaño. No tengo nada mejor que hacer.
Joder, el otro. Qué magnánimo es.
—Alabado sea el Señor.
—¿Qué dices?
—Nada. Que vamos en mi coche.
—Cómo no. Voy a empezar a darle la paga los domingos.
—Seguro que así te conviertes en su tío favorito —continúo con la
broma. Siempre. Adri solo resopla. Siempre.
Nos montamos en el coche y en un santiamén nos plantamos en la cuesta
que sube hacia el acantilado, donde viven mi hermano y Dylan desde hace
poco. Me conozco un atajo. El único semáforo que hay en la carretera salta
de pronto al color ámbar y yo decido detener el coche, que tengo que dar
ejemplo. Adri me mira y pone los ojos en blanco; yo le suelto un «qué» y
alzo los hombros, y él eleva de nuevo los ojos al cielo. Así nos
comunicamos. Y podríamos estar horas.
Entonces comienza a llover a lo grande y, un segundo después, a
granizar. Un granizo que rebota contra el cristal como pelotas de tenis. En
este pueblo las nubes se mueven más rápido que yo en una pista de baile.
—Joder —me quejo; me duele cada golpe—, se me va a agujerear el
coche.
No es ningún secreto que mi coche es lo que más quiero después de mi
familia, y que nadie me sople, que aquí cada uno tiene lo suyo: Priscila, sus
pompones; Adri, sus pinceles (con los que tropiezo a diario, ya que
estamos; ruedan por toda la casa); Hugo, sus animales, que también están
por todas partes y que cada vez son más, y River, sus aparatitos
electrónicos. Creo que fue el primer niño del pueblo en usar un cepillo de
dientes eléctrico, no digo más.
—Voy a tener que ser yo el que saque el tema, ¿verdad? —dice mi
hermano.
—¿Cuál?
—Ayer por la tarde quedaste con Ali para tomar un café.
—Correcto. ¿Y?
—Y volviste a casa y te sentaste a ver Supernatural sin pronunciar una
palabra. Han pasado veinte horas y aún no has dicho nada. Ni siquiera yo
soy inmune a eso. Estás raro, Marc.
—No pasó nada, Adri.
—Define «nada».
—No tengo un diccionario a mano.
Una imagen de Mencía con el diccionario se cuela en mis pensamientos.
¡Fuera, joder!
—Muy gracioso. Pero no te estoy preguntando por lo que pasó o no
pasó. Te estoy preguntando por lo que te ronda la cabeza con respecto a
Alicia.
Claro, la pregunta del millón. Una pregunta a la que hoy no me apetece
responder. Por suerte, eso puedo permitírmelo con Adrián. Porque Adrián
siempre nos da nuestro espacio.
—Bien, mañana te preguntaré de nuevo. Y pasado. Hasta que me
respondas.
—Por supuesto que lo harás.
—Marc, mira, mira. Mira eso —exclama de repente, con una carcajada.
Sigo la dirección de su mirada jubilosa (vamos, que se está descojonando
de risa) y veo a una chica vestida de amarillo chillón subiendo por la cuesta,
o más bien corriendo por la cuesta, por la acera a nuestro lado, con algo en
la cabeza, algo de color azul turquesa con muchos agujeros. Spoiler: no es
un paraguas.
—Hostias. ¿Qué coño lleva en la cabeza? —pregunto en voz alta.
—Ni puta idea.
—Espera, ya sé lo que es. ¡Es un bolso!
—¡Venga ya! ¿Eso es un bolso?
—Sí, uno de los que se llevan ahora. Es un bolso que no es un bolso.
Tiene dos partes: una es una cesta con agujeros, pero como se caería todo,
le han metido dentro un bolso de plástico. Vamos, que es una cesta con
agujeros y un bolso de plástico dentro. Mira, mira, ¿ves que el plástico lo
lleva en la mano?
Adri entrecierra la mirada.
—¿Y tú cómo sabes todo eso?
—El otro día Alex le compró uno a Priscila. Era el aniversario de no sé
qué mierdas de cuando eran pequeños, y yo lo acompañé a comprar el
regalo, claro.
—Claro. Vaya dos.
—¿No te recuerda a un traje de apicultor? Parece a punto de caer en un
panal de abejas.
—Hostia, qué bueno. Pítale.
Sin darme tiempo a reaccionar, Adrián presiona la bocina repetidas
veces.
Pi, pi, piiiiiiiiii. Pi, pi, piiiiiiiiii.
—¡Que no son abejas! —grito yo tras bajar la ventanilla del coche,
cuando la chica se gira para mirarnos, alertada por el bocinazo.
Adrián se muere de risa. Ella se detiene y nos enseña el dedo corazón
con mucha clase. Nosotros nos descojonamos más.
—¡Que es granizo! —grita entonces mi hermano sin parar de reír,
echándose encima de mí en un intento de sacar la cabeza por la ventanilla.
Yo le guiño un ojo a la chica. Ella nos saca el dedo corazón de la otra mano.
—Qué máquina, la chica. Me ha alegrado el día —digo cuando Adrián
regresa a su asiento. Y necesitaba algo así, la verdad. En los últimos
tiempos, el curro… el curro es una puta mierda con Mencía pululando a mi
alrededor. Continúo renegando de que el mundo sea tan JODIDAMENTE
pequeño. Y de que ella esté tan buena. Hasta la cara de borde le queda bien.
—Y a mí.
—Somos unos capullos.
—Un poco.
—¡No te mojes mucho, guapísima! —grito de nuevo. Y otro bocinazo.
Para compensarla por la broma de las abejas. Aunque nos lo ha puesto a
huevo. Lo que hacen las tías con tal de no mojarse el pelo.
—Pero si no le hemos visto la cara —me replica Adri.
—Tío, todas las mujeres son guapas, de una manera u otra.
—Qué intenso.
—Tengo mis momentos.
—Ya ves.
—Ya ves.
—No me parafrasees.
—Ya ves —repito, con otra carcajada. Es más fácil… En realidad, todos
mis hermanos son muy fáciles, les tengo tomada la medida desde los diez
años.
¡Pi, pi, pi! ¡Pi, pi, pi! Pero ¿qué? ¿Quién me está pitando? Ah, vale, el
coche de detrás.
—Luz verde, Marc.
—Joder, ya voy. Qué prisas. Todavía me bajo y le casco una multa. Está
prohibido usar la bocina en zona urbana.
Subo las ventanillas y arranco. La chica de las abejas desaparece por el
camino para peatones que lleva a la urbanización de Hugo; seguro que es
alguna vecina. Me descojono con ganas. Nosotros tenemos que dar la vuelta
a la manzana para acceder con el coche. Y eso hacemos. Y llegamos a casa
de mi hermano. Saco medio cuerpo del habitáculo y tecleo el código de
seguridad en la verja de la entrada; las barreras se abren y pasamos. Aparco
el coche en la entrada, junto al de Hugo. La moto de Dy no está; seguro que
mi hermano la ha cogido para ir a currar. Yo llevo tiempo detrás de ella, en
algún momento la conseguiré. En cuanto estos dos se despisten.
Llamamos al timbre, pero aquí no viene ni Dios a abrirnos. Lo
intentamos repetidas veces. Acerco mi cara a la cámara de vídeo y saco la
lengua. Insisto. No me pasa desapercibido que ya viven como diez gatos en
el jardín. Si es que lo de mi hermano con los animales no falla.
—¿Dónde coño se ha metido este hombre ahora? —me quejo en voz alta
—. Cuando lo he llamado me ha dicho que iba a estar toda la tarde en casa.
—Los perros están dentro. Los oigo desde aquí.
No ha terminado de hablar y Dylan nos recibe al otro lado de la puerta
con una sonrisa radiante y un refresco en la mano; los tres perros salen
disparados a recibirnos. Dylan siempre ríe, es difícil verlo de mal humor.
Imposible, no. Solo difícil. Y ahora que por fin ha concluido su gira y se ha
instalado en el pueblo de forma permanente, está más feliz todavía. Todos
estamos felices, para ser sinceros: ya era hora de que Hugo y Dy
recuperaran su vida. O de que la empezaran.
—Hombre, dos Cabanas por el precio de uno —dice al vernos a Adrián y
a mí—, y uno de ellos, mi favorito de todos los tiempos. Hoy debe de ser mi
día de suerte, porque justo estaba pensando en ti, pollito. Me vienes que ni
pintado de amarillo.
Se ríe de su propio chiste, y yo con él. Qué labia tiene el cabrón. Dylan
siempre dice que Adrián es su Cabana favorito. Es muy de elegir favorito,
como Cata. Yo creo que no tienen ni idea ninguno de los dos. Lo que es
indiscutible es que Dylan se lleva a su terreno a todos mis hermanos. Ni
«babe» ni «pollito» le dicen nada por llamarlos de esa manera. Alucinante.
A mí ya me la habrían devuelto multiplicada por treinta. Cabrones. Y luego,
yo a ellos. Y así hasta el fin de nuestros días.
—¿Qué hacías? —le pregunto—. Hemos llamado al timbre como veinte
veces.
—Mear —responde sin pensárselo—. Vamos, venid, estoy en medio de
algo.
Miedo me da. Lo seguimos al interior de la casa, o, mejor dicho, al
interior del casoplón, y nos guía directamente al tercer piso, donde ha
instalado su estudio, o donde está en proceso de instalarlo; se ha adjudicado
la planta entera para él y sus juguetes. Se ha liado a tirar paredes y… joder.
Nos internamos en la estancia y, a pesar de que hay mierdas por todas
partes, cables, cajas, altavoces, micrófonos y un montón de instrumentos,
resulta impresionante. Impresionante de gigante e impresionante de…
soberbio.
—Guau —exclama Adrián—, vaya pinta va cogiendo esto. Y qué
claridad entra por el ventanal.
Me ha quitado las palabras de la boca. Como que el ventanal va desde el
suelo hasta el techo: es una pared entera. Las otras tres están cubiertas de
goma acústica de un color crema muy suave, excepto por un TE QUIERO
descomunal en una de ellas (reconozco la letra de Hugo) y una estantería
con forma de clave de sol en otra. Y el señorito tiene el valor de decirnos
que los que nos tomamos demasiado en serio el curro somos los demás.
—Sí, ¿verdad? Tengo al nene un poco loco, pero va a merecer la pena.
Las paredes ya están insonorizadas. Ahora solo falta que me llegue el
equipo.
Me creo eso de que tenga loco a mi hermano.
—¿El ventanal no se carga todo el asunto de la insonorización? —le
pregunto con una ceja alzada.
—Solo un poco; es un ventanal muy muy potente. —Me guiña un ojo
con descaro.
—Me gusta —opina Adrián con cara de satisfacción.
—Pues esas son tus tres paredes —le comunica Dylan.
—¿Mis paredes para qué?
—Para pintar. ¿Para qué va a ser? Te veo espesito hoy, pollito. Pero te
contrataré igual. Tienes libertad absoluta, por cierto. Déjate llevar y obra tu
magia. Me imagino que no será nada fácil pintar encima de gomaespuma,
pero confío en ti.
—¿Me vas a contratar?
—Claro. Eres el mejor pintor del pueblo y alrededores. Bueno, a ver, no
voy a pagarte ni un euro, pero contratado estás. Precio familiar.
—Qué morro tienes —alego yo. Adri no se queja; si es que es un
buenazo.
—Esa mierda no hay quien la arregle. —Adrián señala el «te quiero» de
Hugo. Se hace el indiferente, pero la realidad es que está encantado de
pintar estas paredes, como si lo viera; vamos, que se lo veo en la cara. Una
pared blanca para Adrián es como un océano para Alex. Como unos zapatos
con lazo para Priscila o como un ordenador lleno de datos para River. Un
paraíso.
—Uy, lo que ha dicho —responde nuestro cuñado, haciéndose el
ofendido—. Mira que yo, por defender el honor del nene, mato. MA.TO.
—Es que… ¿no podía Hugo haberme esperado antes de lanzarse a pintar
a lo loco la puta pared?
—Fue espontáneo. Surgió el momento hace un par de meses y me fue
imposible impedírselo.
—Ya, pues ahora me toca a mí arreg…
De pronto, escuchamos la cisterna del baño que hay al fondo del estudio.
—¿Está Hug en casa? —pregunto.
—No, está en la clínica, currando.
—Pues acaba de sonar la cisterna. O tus perros han aprendido a tirar de
la cadena, cosa que no me extrañaría nada, por la parte que te toca, o hay
alguien en tu baño.
—Hay alguien en mi baño —confirma como si fuera la mayor obviedad
del mundo—. Mi mánager.
—¿Tu mánager?
—¿Qué mánager?
—Mi nueva mánager. La ha pillado la granizada y se está secando. Os va
a encantar. —Justo se abre la puerta del cuarto de baño—. Os la presento.
—¿La?
Ese ¿la? se le atraganta a mi hermano en la garganta; al mismo tiempo
yo trago saliva. La chica que sale del baño, la chica que sale del baño
vestida entera de amarillo y con una toalla ahuecándose el pelo…, joder…
—Hostias, la del gorro de apicultor —suelto yo.
—Mierda, la de las abejas —suelta Adri al unísono.
—No me lo puedo creer —exclama ella, poniendo los brazos en la
cintura. Pero, mira, no me equivocaba. Está buena. Es bajita y menuda, pero
está buena. Pelirroja. Está muy buena.
—¿Qué pasa? —pregunta Dylan, confundido.
—Pasa que esos dos —explica ella, señalándonos— son los imbéciles
que me han increpado mientras venía hacia aquí.
—¿Los de «que no son abejas, es granizo»? ¿En serio?
—Y tanto.
Dylan comienza a partirse de risa. Yo tengo que tragarme la mía,
mordiéndome el labio inferior con fuerza. Maldita casualidad. O puto
karma. No me decido.
—Esto no me lo esperaba de vosotros, Cabanas —nos dice Dy—.
Bueno, la verdad es que un poco, sí. Dejadme adivinar. Mmm… Marc ha
dicho lo de «que no son abejas» y Adri lo del granizo, de coletilla. Como si
lo viera. En fin, será mejor que comencéis de nuevo, dado que a partir de
hoy vais a veros con frecuencia durante unas semanas. Dawn, te presento a
dos de mis cuñados. Tíos, ella es Dawn, mi mánager. Vida nueva, mánager
nueva. La conexión ha sido inmediata, y estamos deseando ponernos a
trabajar.
—Nice to meet you —saludo con un carraspeo. Con un carraspeo dentro
de mi perfecto inglés, claro. Aunque me doy cuenta al momento de que
cuando nos ha hablado en castellano lo ha hecho con una pronunciación
perfecta. ¿De dónde será esta chica?
Ella nos examina de arriba abajo y se acerca a nosotros con los ojos
entrecerrados. O, más bien, se acerca a Adrián, que no ha abierto la boca.
—Dylan me ha hablado de vosotros. Me ha hablado mucho. Mmm…,
esas manchas de pintura en los dedos… Tú debes de ser Adrián. Y, por
cierto, soy española.
¿En serio? ¿Dawn? Pero ¿qué nombre es ese y de dónde la ha sacado
Dylan?
—Pues no —responde mi hermano al instante. Ah, ¿no? Primera noticia.
Arrugo la frente—. Yo soy Marcos; un placer.
¿¿¿Perdona??? Pero este ¿qué dice? ¡Yo soy Marcos!
Me quedo con cara de gilipollas, más o menos como la que se le ha
quedado a Dylan. Y lo peor de todo es que la chica ahora me mira a mí,
esperando mi presentación.
—¿Y tú eres…?
Piensa rápido, Marc.
—Hugo.
NO TAN RÁPIDO, JODERRR. Mierda. A Dylan se le escapa el refresco por la
boca. La culpa es de las abejas. Ellas nos han metido en este embrollo. Le
tiendo la mano con una sonrisa y ella me devuelve el apretón con otra, que
es de todo menos sincera. El apretón también es más fuerte de lo
conveniente. Y tiene la mano helada.
—Así que Hugo, ¿eh? ¿Hugo Cabana? —pregunta con tonito. Yo, el
tonito de las tías, ya me lo conozco desde hace décadas. Carraspeo. Dylan
me observa divertido. Superado el impacto inicial, ahora se lo está pasando
en grande—. ¿Sabes? Conozco a Hugo Cabana. Es el marido de mi jefe y
vive en esta casa. Es más rubio que tú y tiene el pelo más largo. Y los ojos
azules. Pero casi cuela.
—Yo me piro —apunta Adrián. Y se larga, así, sin más. Con un par de
huevos. En su línea. Adrián no se sale nunca de su línea.
—Mmm…, yo también me tengo que ir. —A toda hostia, además—.
Tengo una reunión.
Soy incapaz de irme sin dar ninguna explicación. No es políticamente
correcto, joder. Salgo detrás de mi hermano, a ver si me explica qué coño
acaba de suceder. La chica contempla con los brazos cruzados y cara de
mala hostia cómo Adri desaparece, y Dylan me mira a mí con una sonrisa
muy suya.
—Mira que lo tenías fácil, ¿eh? —me susurra Dy al oído cuando paso
por su lado—. Yo soy Adrián. O incluso River, pero ¿Hugo? ¿En serio?
¿Hugo? —Chasquea la lengua y niega con la cabeza.
—Es el nombre más fácil de todos, corto y directo —me defiendo—.
Adrián cuesta pronunciarlo, con esa «r» en medio, y de River mejor no
hablo. Los más fáciles son Hugo y mi puto nombre.
Dylan se descojona y yo me largo. Bajo los dos tramos de escaleras a
todo correr con la certeza de que el cantante y la mánager siguen mis pasos,
y alcanzo la planta baja justo en el momento en que Hugo entra por la
puerta y Adrián sale. Se saludan y cada uno prosigue su camino.
—Mira quién ha llegado —exclama Dylan detrás de mí.
—Ese es Hugo —dice la chica detrás de Dylan.
—¿No me digas? —inquiero yo, girando la cabeza para mirarla.
—Hola, babe. Hoy llegas pronto. No he preparado la cena, que lo sepas.
—Hola, Hugo. —Retintín por parte de la mánager—. Por cierto, tu
hermano es un poco gilipollas, ¿lo sabías?
—Depende, ¿cuál de todos?
¿Y esas confianzas? Pero ¿desde cuándo existe esta chica y por qué yo
no la conocía? Es que no me cuentan nada, joder.
Dawn parece pensarse la respuesta unos segundos. Entonces mira hacia
la puerta y exclama sin atisbo de duda:
—Adrián.
Hugo frunce el ceño.
—¿Adri?
—Sí, ¿te extraña? ¿Esperabas otro nombre?
—La verdad es que sí. ¿Qué habéis hecho? —me pregunta a mí.
—¿Y a mí por qué me metes?
—La costumbre. Bueno, ¿qué habéis hecho?
—Nada. Me voy. ¡Adri! —grito—. Espera, joder.
Antes de cerrar, escucho a Dylan:
—Y luego el rarito soy yo. Con dos cojones, los Cabana.
Joder.
—¡Adri! —Llego a mi coche, donde mi hermano aguarda apoyado con
gesto tranquilo—. ¿Qué ha pasado ahí dentro?
—Que ha ido de sobrada y entonces yo he ido de sobrado.
—Joder… Las que me lías, pollito. La próxima vez avísame para ir en
sintonía.
Adrián se descojona de risa en respuesta, por lo que me queda claro que
la próxima vez tampoco va a avisarme.
—Mierda —exclamo entonces.
—¿Qué?
—No le he dado el SuperZing a Dylan. Mañana vuelvo. Por cierto, está
muy buena la pelirroja, ¿verdad?
—Sí. Muy muy buena.
A mi hermano le van mucho las pelirrojas. Y las morenas. En realidad,
cualquier mujer que no tenga el pelo rubio…

Marcos:
Mencía. Actualización nocturna número 34.
Marcos:
Hoy he pensado en ella fuera del curro. Por culpa de la palabra «diccionario».
Marcos:
Mal, Marc.
Marcos:
Muy mal.
Alex:
Cuéntamelo.
16 Ey, titi

—No puede ser. El culpable iba en el segundo coche. Joder.


Me tapo la boca con las manos en cuanto las últimas ocho palabras salen
de ella, no solo por lo que significan, sino porque Nahia se encuentra
tumbada a mi lado en el sofá. Ha venido a casa a intentar sacarme de fiesta
y al final se ha quedado aquí conmigo. Le echo una ojeada rápida; hace rato
que se ha quedado dormida viendo una serie de Netflix y continúa grogui.
Aun así, tengo que controlarme. Pero, mierda, no puedo. Mi mano
comienza a temblar y mi pulso se dispara:
El asesino iba en el segundo coche.
Regreso a la pantalla de mi ordenador portátil. Lo reviso todo de nuevo.
Esto es demasiado grande como para no darle una vuelta más. O mil. Las
vueltas que sean necesarias. Una vez que supe, gracias al comisario jefe,
que la bomba que acabó con la vida de Laura Carral y los dos geos que la
acompañaban en el vehículo no fue colocada de manera estratégica en la
carretera, frente a la casa de su madre, sino una bomba lapa en los bajos del
coche, tuve claro que el culpable debía tener acceso a este de una manera u
otra. El círculo se cerró como un embudo, aprisionando a quince personas
en su interior. Comencé a investigar a cada una de ellas. Se realizaron dos
revisiones del vehículo, una por parte de los mecánicos y otra por parte de
un geo de la sección de apoyo. Todos ellos rellenaron el formulario y lo
archivaron en la documentación del operativo. He leído ambos unas
doscientas veces. Es imposible que los mecánicos lo hicieran, porque el geo
de apoyo lo habría visto, a no ser que estuvieran compinchados. Llevo días
con la certeza de que no es así —demasiados implicados—, pero necesitaba
pruebas, por eso me he traído el curro a casa el fin de semana. Y acabo de
encontrarlas. He visionado tantas veces los vídeos de aquel día que he
sabido dónde buscar. Me ha llevado quince horas. Pero lo he encontrado.
Acabo de hacerlo.
Los detalles son primordiales. Elementales. Los detalles suelen ser la
llave que abre cualquier caja fuerte, por muy protegida que esté. Porque los
seres humanos somos puros detalles. He crecido con esas palabras en boca
de mi padre casi a diario. Y se tatuaron en mi cabeza.
Los vídeos no dicen demasiado. No dicen nada, en realidad, aparte de los
nombres de los geos que iban en los dos coches y de las pautas que se
siguieron desde que fueron informados de la misión hasta que se reunieron
con Laura. Pero ¿y el resto de las cámaras? ¿Y las cámaras que controlan
todo en la unidad como si se tratara de un Gran Hermano en la vida real?
Llevo un mes en la base y ya hay metraje mío como para llenar un fin de
semana completo. Y lo único que he hecho ha sido entrar y salir. Trabajar
en mi despacho y darme un paseo que otro por las instalaciones.
He visto dos mil quinientas horas de imágenes ininterrumpidas. Y en una
de ellas he visto a Jorge, uno de los dos geos que fallecieron aquel día,
dando instrucciones a tres de sus compañeros. El vídeo no tiene sonido,
pero he sido capaz de leer los labios: «Revisad el coche de nuevo antes de
arrancar». Sus compañeros asienten con la cabeza (uno de ellos incluso
sonríe y le da una palmada amistosa en la espalda) y se dirigen al coche.
Entonces el vídeo se pierde. El circuito cerrado de vigilancia entra en punto
muerto y solo se distingue la parte delantera del coche. Se produce un salto
temporal de diez minutos, y la siguiente imagen es la de los dos vehículos
oficiales saliendo de la base. Un gran movimiento. Alguien aparcó el coche
ahí de manera estratégica, sin embargo ha sido imposible encontrar una
imagen de quién lo condujo hasta ese lugar. Ha sido uno de ellos tres. Uno
de ellos tres es el responsable: el que revisó el coche.
Lo hizo con la seguridad de estar a punto de acabar con la vida de dos de
sus compañeros. No le puedo preguntar a Jorge cuál de los tres fue porque
está muerto. Tampoco puedo preguntárselo a ellos porque conllevaría
destapar mis cartas y mandar a la mierda todo mi trabajo. Y nadie más lo
vio, eso lo sé. Se trataba de un operativo de bajo nivel, así que la vigilancia
era de bajo nivel. Solo los geos que iban en los coches se encontraban en el
aparcamiento antes de salir hacia el aeropuerto a buscar a Laura. Nadie más
vio nada. Únicamente ellos. Así que ahora solo queda que lo encuentre yo.
Tres nombres:
Luis Ortiz.
Miguel Guijarro.
Y…
Marcos Cabana.
Cada vez que veo su figura dirigiéndose al coche, el corazón me da un
vuelco en el pecho. No sé cuántos vuelcos llevo ya, porque tengo su imagen
bailando en bucle frente a mis ojos. El segundo coche era el coche de Marc.
Era su equipo. Es su equipo. Un equipo ahora contaminado en extremo. Y
en lo único en lo que puedo pensar es en que Marcos se encuentra en
peligro de muerte. Él no es el culpable. Por supuesto que no lo es. Me lo
grita mi instinto por lo que sé que le sucede horas después en ese puto
coche. No por la posibilidad de que fuera el brazo ejecutor. Él fue el
compañero que le dio la palmada amistosa a Jorge, acompañada de unas
palabras que hicieron sonreír a ambos. Lo reconocí desde el primer instante,
antes incluso de fijarme en su rostro, aún sin cubrir. Y después, mi cabeza
me lleva directamente a las imágenes del accidente que emitieron en la
televisión. Y, después, a las imágenes del cuerpo herido de Marcos bajo mis
caricias.
Joder, Marcos…

El lunes acepto la sugerencia de Pablo de comer con él en el comedor de la


unidad. No he dormido nada en todo el fin de semana y esta mañana he sido
incapaz de prepararme el almuerzo. Avanzamos juntos por el pasillo
charlando un poco de todo, de todo menos del punto en el que se encuentra
mi investigación. Y es muy jodido contener dentro de tu boca una bomba de
relojería. Muy jodido. Pablo ni siquiera me pregunta por ello, por eso nos
llevamos tan bien. Con Mateo no tengo tanta relación, es más reservado,
aunque se lo ve un buen tipo.
Al fondo del pasillo, vemos a un grupo de geos que se aproximan al
comedor vestidos con el equipo deportivo. Por supuesto, Marcos está entre
ellos; puedo escuchar su voz desde aquí. Y me sorprende, porque se supone
que esta semana está de guardia y no tiene por qué venir. Pero aquí está. He
empezado a medir el tiempo según las semanas que Marcos curra en la base
y las que está de descanso. Lo sé, es una locura.
Llegan a las puertas del comedor antes que nosotros, pero Marcos se
queda inmóvil, sin entrar. Sus compañeros lo vacilan y le dan varias
palmadas en la espalda; él da media vuelta, no sin antes dejar salir de sus
labios un clarísimo: «Me cago en la puta». Desaparece por el pasillo justo
en el momento en que llegamos nosotros. Y entonces lo sé: el queso. Lo
hay por todas partes. Pizza, macarrones, provolone… No se me escapa una
carcajada de milagro. A Pablo, sí. Y menea la cabeza. No le ha pasado
desapercibido el detalle; la animosidad de Marcos por el queso debe de ser
épica.
—Yo sé de uno que hoy no come —me dice.
Me hago la indiferente, como si el asunto no fuera conmigo. Claro,
Mencía, es que el asunto no va contigo. Claro.
Durante la comida, me entero de que el cocinero ha estado en Italia en
este puente de diciembre y de que lo de hoy es una especie de homenaje. La
pasta está buenísima. Y el maldito Marcos Cabana no se me va de la
cabeza. Por eso, al terminar, me dirijo a Pablo:
—¿Tienes mano con el cocinero?
—Nos llevamos bien. ¿Por qué?
—Necesito pedirle un favor.
Pablo me observa con los párpados entrecerrados. Con curiosidad. Con
picardía. Y sonríe.
—Te acompaño.
Me lleva media hora dar con Marcos, pero al fin lo encuentro en la
cancha de baloncesto. Lo observo unos minutos a conciencia, mientras
encesta una pelota detrás de otra sin percatarse de mi presencia. Podría
escribir un informe completo de más de diez páginas con todo lo que sé
sobre él. Podría explicar que una de las cosas que más me gustan de Marcos
es su facilidad para mudar de la más absoluta seriedad a la broma en
cuestión de segundos. Y viceversa. Y cuando llega la broma…, es un
auténtico placer verlo. Se te llena el pecho de sensaciones bonitas. Me
encanta cuando le da por ponerse gracioso, aunque jamás lo reconoceré en
voz alta. O cuando se burla de sus compañeros. Creo que tiene un don.
También acepta las mofas dirigidas a él con un estoicismo envidiable.
Marcos se ríe de los demás y de sí mismo a partes iguales. Da y recibe, y
recibe mucho, pero no le importa. Es capaz de sacarte una carcajada hasta
en las peores situaciones. Lo he visto. Y lo he vivido. Marcos puede parecer
infantil con esa actitud. Pero no lo es. Es feliz. Es libre. Y es un rasgo que
casa a la perfección con su trabajo porque ningún ser humano puede vivir
veinticuatro horas con el nivel emocional con que viven los geo. Su carácter
bromista compensa la balanza. Por eso Marcos es el geo perfecto. La parte
negativa es que nunca sé lo que piensa. Y me vuelve loca.
Cuando encesta su tercer triple, decido intervenir.
—¡Ey, titi! —le grito. Ni siquiera he tenido que pensármelo, me ha
salido así.
Marcos se gira y me mira con sorpresa. Después, con chulería. Siempre
tiene esa mirada de chulo y despreocupado a la vez.
Me acerco y, cuando nos encontramos a menos de tres metros, le lanzo
lo que tengo entre las manos, envuelto en papel de plata. Lo coge al vuelo.
—¿Qué es esto?
—Ábrelo.
Se aproxima al banco de madera que hay en un lateral de la cancha y se
sienta a la vez que lo abre. Me siento junto a él. Ha debido de darle bien al
baloncesto, porque tiene la camiseta empapada. Y el cabello. Sonríe cuando
descubre el bocadillo que le ha preparado el cocinero. Con todo. Menos
queso. Marcos tiene dos tipos de sonrisa: la sarcástica y la normal. Me
encantan las dos. Y creo que me faltaba otra por descubrir. Es la que se
dibuja ahora en su cara: la más auténtica. Creo que por fin tengo enfrente al
Marcos real, al del ascensor. No al geo.
—¿Y esto?
—Puede que me hayas dado un poco de pena aquí solito, jugando al
baloncesto con el estómago vacío.
—Ten cuidado. Esto podría considerarse favoritismo. Mmm, joder, qué
bueno está —exclama tras el primer mordisco.
El sonido y la tonalidad de los «mmm» de Marcos, para el sexo y para la
comida, son exactamente los mismos. Comprobado. Mencía, por favor. Eh,
sí.
—Lo habría hecho por cualquiera.
Mentira.
—Mentira. Lo has hecho solo por mí. Soy tu favorito. Pero no te
preocupes, no eres la única: me pasa desde siempre. Debo de irradiar un
algo irresistible. Mi cara. O mi labia. O una mezcla de ambas.
—Ni esto es un colegio ni yo soy tu profesora ni tú tienes doce años.
—Ya, pero soy tu favorito. Quizá es porque hemos follado.
El chándal que lleva puesto desaparece en mi cabeza y solo soy capaz de
ver su cuerpo desnudo y sudoroso. Los «mmm» no ayudan. Gracias,
Marcos.
—Te veo de buen humor —cambio de tema.
—Yo siempre estoy de buen humor.
—Creo que mi yo de hace semanas, totalmente calado por la lluvia
mientras tú ibas calentito y muy a gusto en tu coche rojo tuneado sin
dejarme entrar, no opina lo mismo.
Marcos reflexiona mientras mastica el bocadillo. Y sin que sus ojos
pierdan el contacto con los míos.
—Yo estaba de buen humor —justifica después de tragar—. Si hubieras
sido cualquier otra persona, te habría dejado entrar a la primera. Pero tú eres
el enemigo.
—¿Perdona? El enemigo acaba de darte de comer.
—Cierto. Te debo una.
—Ya me la cobraré.
Marcos se atraganta con el último mordisco.
—Joder, se me ha ido por otra vía. —Carraspea—. ¿Y cómo lo llevas?
—¿Cómo llevo que seamos enemigos?
—No, cómo llevas todo lo demás.
El puto topo está en tu equipo. ¿Cómo crees que lo llevo?
—Lo llevo. ¿Y tú?
Marcos no responde. El móvil le vibra en el bolsillo y lo saca para ver
quién es. Estamos sentados uno al lado del otro, bastante cerca, así que es
inevitable que yo lea el nombre que aparece en la pantalla: Alicia. Marcos
deja la mirada perdida durante unos segundos y después guarda el teléfono.
Sin contestar.
—¿Es la chica del ascensor? —No puedo evitar preguntárselo.
—Sí.
—¿A la que…?
—¿A la que dejé plantada en el altar? Sí.
—Marc…
—Mira, déjalo, ¿vale? —Marcos se levanta, coloca los brazos en jarras
frente a mí durante unos segundos y después da media vuelta para irse, pero
se arrepiente en el último momento y vuelve a mirarme. Nos mantenemos
en silencio unos segundos hasta que comienza a hablar de nuevo, al tiempo
que se sienta otra vez junto a mí—: Alicia y yo nos estábamos casando.
Llevábamos meses prometidos, planificando el día de nuestra boda, y de
repente llegó ese día. Me desperté en mi cama. Me vestí y salí para la
iglesia. La gente comenzó a llegar; ella apareció y de pronto estábamos los
dos frente al altar. Entonces… entonces alguien me dio fuerzas para tomar
la decisión que llevaba meses formándose en mi cabeza. Carcomiéndome.
Mi hermana —confiesa después de pensárselo—. Mi hermana pequeña me
sacó del atolladero. Yo habría llegado hasta el final. Creo. La boda se
canceló justo antes de ponernos los anillos y de dar el «sí, quiero». Han
pasado dos años, y Ali y yo llevábamos ese tiempo sin hablar en
condiciones. Evitándonos. O evitándola yo a ella. No sé. Ni siquiera hice
las maletas. —Marcos enmudece durante unos segundos. Creo que está
reflexionando para sí mismo—. Nos casábamos un sábado y el lunes
siguiente teníamos que estar en el aeropuerto a las cuatro de la tarde para
irnos de viaje. Aquel sábado, cuando salí de casa, me di cuenta de que no
había preparado las maletas. Alicia no lo sabía. Eso tenía que haberme dado
una pista de hasta qué punto mi subconsciente se resistía. Pero mi
consciente no quería hacerle daño a ella.
—¿No vivíais juntos?
Es lo único que se me ha ocurrido preguntar. Me he quedado sin
palabras. El dolor de Marcos es palpable.
—No. Yo aún vivía en casa de mis padres. Me iba a mudar en cuanto
volviéramos del viaje. No quise hacerlo antes. Alicia y yo discutíamos
mucho por ese motivo al principio, sin embargo, al final acabó aceptándolo.
Yo pasaba todos los fines de semana en su casa, y siempre con la mochila
con mi ropa y cosas personales encima. Nunca dejaba nada allí. O casi
nada. Supongo que eso tenía que haberme dado otra pista.
—Se la veía muy agobiada cuando salió del ascensor.
—La reconciliación se nos fue un poco de las manos.
—¿A ti o a ella?
Lo recuerdo de una manera nítida. La chica que salía avergonzada del
ascensor. El chico que me encontré dentro, sin camiseta, apoyado en la
pared de la cabina. Solo que ya no son la chica y el chico. Ahora son
Marcos y la mujer a la que dejó plantada en el altar.
—A los dos. Un día, una pareja hace el amor en la que va a ser su cama
de matrimonio, y al día siguiente no se dirigen la palabra. Y pasan dos años.
Nos debíamos un abrazo. Nos debíamos muchas cosas.
Entonces Marcos se levanta de nuevo. Hace una bola con el papel que
envolvía el bocadillo, lo lanza a la papelera y encesta. No sé qué decir, pero
debo decir algo.
—Marc…
—Ya estamos en paz.
—¿Qué?
—Me sentía en deuda por lo del bocadillo. Ya no. No lo vuelvas a hacer.
Trátame como si fuera cualquier otro.
Se marcha y yo me quedo con ganas de… No lo sé. La verdad es que no
lo sé.
¿Con ganas de agarrarlo del codo y decirle cuatro cosas?
¿Con ganas de agarrarlo del codo y darle un abrazo?
¿Con ganas de…?
No lo sé.
17 La gran discusión. Y el asalto en el mar

Marcos
Marcos:
Mencía. Actualización nocturna número 40.
Marcos:
Creo que se me está yendo de las manos.
Marcos:
La veo en todas partes y me pongo borde con ella.
Marcos:
Luego me arrepiento por ponerme borde.
Marcos:
Y luego me arrepiento de arrepentirme por ponerme borde y me pongo más borde.
Marcos:
Dime tú si no es una locura, porque yo ya no controlo.
Alex:
Primero: son las siete de la mañana.
Alex:
Segundo: no retrocedas, Marc. En eso habíamos quedado cuando decidiste pasar tus días de guardia
en la unidad.
Alex:
Y llegados a este punto, solo puedo decir una cosa.
Alex:
¿En serio es tan malo?
Alex:
No lo de ponerte borde y entrar en bucle.
Alex:
Lo otro.
Alex:
Ella.
Marcos:
Ella es curro. Es mi norma más sagrada.
Alex:
No me refiero a eso. Y lo sabes.
Marcos:
No quiero que me guste tanto, Alex. Sería un desastre.
Marcos:
¿Por qué tiene que gustarme tanto?
Marcos:
Me dio un bocadillo. Había queso en el comedor y me quedé sin comer. Y ella me trajo un bocadillo.
Alex:
Te espero en el pub.
No odio los martes. Joder, en serio, no odio los putos martes, pero el de hoy
se me ha hecho interminable. Más que una semana entera sin desayunar con
Alex. No pasaban las horas. Como si las manecillas del reloj se hubieran
quedado sin pilas. Y yo, con ellas. Hasta ahora. Por fin.
Voy camino de los vestuarios, junto a algunos de mis compañeros, para
cambiarme de ropa e irme a casa, pero Pablo nos intercepta y sé lo que está
a punto de suceder antes de que suceda. Se lo veo en la cara: hoy no me voy
a casa. Joder. Puto martes. Si es que se me ha cruzado desde el lunes. Y el
puto queso de ayer en el comedor. Y luego ella. Ni siquiera sé por qué coño
vengo a la base: estoy en mi semana de guardia y puedo cubrirla desde casa.
—La Comisaría General de la Policía Judicial ha recibido un chivatazo
—informa muy serio—. Estamos preparando un operativo. Estad listos.
Ahí tienes la respuesta, Marc. Has venido a la base porque tenías el
presentimiento de que debías estar aquí.
—¿Un chivatazo de qué?
—Un barco pesquero cargado de droga a diez millas de la costa. Justo en
este momento. Uno de los tripulantes se ha puesto en contacto con la
policía.
—¿Por qué? —pregunto yo—. ¿Y a cambio de qué?
—Porque el chico se ha acojonado. Realmente no tenía ni idea de dónde
se metía. Y no me refiero al barco, me refiero a todo en general. Y ahora le
ha visto las orejas al lobo. Quiere que le dejemos la ficha limpia. Ya
veremos.
—¿Cuándo?
—No lo sé, pero lo antes posible. Y tenemos que hacerlo nosotros.
Estamos esperando a que el juez dé la orden y, mientras, preparándolo todo
para el asalto. ¿Dos, tres, cuatro horas? Permaneced atentos y en la base.
De puta madre. Nos dispersamos y nos preparamos cada uno a nuestra
manera. Yo me voy directo al gimnasio, porque necesito despejar la cabeza
y sudar un poco de adrenalina. Entreno varias horas a bajo nivel, hasta que
me quedo solo. Entonces, me voy a boxear un rato. Necesito boxear. Y es
cuando percibo el silencio.
Mi problema con el silencio no es el silencio en sí. Mi problema con el
silencio es… Joder, ni siquiera yo sé cuál es mi problema con el silencio.
Quizá que existe demasiado silencio en mi trabajo. O que el silencio
significa que estoy trabajando. No sé cuál de los dos llegó en primer lugar a
mi vida, la verdad. Pero qué más da. Tal vez sea que si yo estoy trabajando,
quizá no vaya a ver a mi familia nunca más. Es un riesgo que asumo cada
vez que participo en una misión. Por eso necesito las voces de mi gente
constantemente alrededor de mí. Porque significa que estoy vivo. Y a salvo.
Con ellos. ¿Los silencios? Los silencios no sé qué significan. Solo sé que no
me gustan.
Y ahora, a mi cabeza no se le ocurre otra forma de rellenar este maldito
silencio que con imágenes de Mencía y de mí la última semana. De nuestros
choques, que no han sido pocos. Hemos chocado hasta en las esquinas.
También es cierto que yo me quedé tocado después del bocadillo, lo
reconozco, y he estado un pelín más antipático de lo normal. Y me jode la
vida ser antipático en general, pero con ella en particular… me duele.
Mierda. Joder.
—¿Qué haces, Marc?
Tres palabras en medio de la nada. Retiro la mirada del saco de boxeo.
Y…
Ella.
Ella ha roto este silencio. El silencio de la sala, que no el de mi cabeza.
En el de mi cabeza ya estaba presente: se ha convertido en una especie de
reinado suyo. ¿Y esa cara de mala hostia que trae? Joder con la vasca.
Mencía
Cuando algo sucede en la base…, simplemente se sabe. Una especie de
revuelo. De agitación. O más ajetreo de lo habitual fuera de mi despacho.
No sé explicarlo. Solo… se sabe. O yo lo sé.
Llevo varias horas sin poder concentrarme en mi trabajo, incapaz de leer
una sola frase o escribir una palabra, desde que he sabido del operativo que
está a punto de comenzar a propósito del asalto al barco pesquero en el mar.
No estoy nada de acuerdo con esta misión; con ninguna, en realidad. La
actividad de los geos debería paralizarse hasta que encontremos al culpable.
La unidad está contaminada y todos corren peligro de muerte. He
informado a mi jefe de mis sospechas. Y él ha hecho lo propio con el
comisario jefe. Tres nombres encima de la mesa. Pero ninguna decisión. Y
así estamos.
He salido del despacho para airearme y tomar un café en la sala de
operaciones. Me gusta la sala de operaciones. Tengo acceso a todo. Pero
cada vez que mi vista se desvía, sin poder evitarlo, a la cámara de vídeo del
gimnasio, me preocupo más y más. Y me cabreo. Es superior a mí. En el
reparto genético, Julen se llevó la calma y yo, la mala leche. Por eso nos
compenetramos tanto. Pero con cierto geo… con cierto geo no me
compenetro para nada. Y ni siquiera sé por qué me importa. Supongo que le
he cogido ¿afecto? El roce hace el cariño, dicen. Y él y yo nos hemos
rozado.
Marcos lleva ahí dos horas, dos malditas horas, entrenando sin tregua. Se
está machacando demasiado, está soltando mucha energía. Energía que
tiene que reservar para el operativo de esta noche. Va a llegar agotado. Y
hay un topo en su equipo. Mierda.
Salgo escopeteada de mi despacho, directa a su encuentro. Debo ponerlo
a salvo.
—¿Qué haces, Marc? —le pregunto a las bravas. Estamos solos, así que
me lo permito.
—¿Perdona?
—¿Que qué coño estás haciendo?
—No te pillo, Mencía. Aunque tampoco es que me imp…
Ignoro mi nombre en su boca y vomito todo lo que llevo dentro. Toda mi
preocupación:
—Llevas horas entrenando sin descanso, y es muy probable que estés a
punto de salir hacia una misión. Deja de malgastar fuerzas, Marc; las vas a
necesitar ahí fuera.
—Si no me estuvieras tocando las pelotas a lo grande, señalaría en
mayúsculas y luces de neón el hecho de que sepas lo que llevo haciendo las
dos últimas horas, señorita Asuntos Internos Meto Mis Narices Donde No
Me Llaman. Pero como me estás tocando las pelotas a lo grande, prefiero
preguntarte algo: ¿te estás quedando conmigo?
—Mis narices están donde tienen que estar. Y te hablo muy en serio.
—Me hablas en serio —repite. Se quita los guantes de boxeo y me
enfrenta—. ¿Me hablas en serio? Bien, para tu información te diré, y que no
sirva de precedente, porque yo a ti no tengo que explicarte nada, que sé
hacer mi puto trabajo. Sé controlar mis emociones. Siempre. Mi vida
depende de ello. Gracias, y hasta luego. La puerta está por ahí. Una visita
encantadora. —Me señala la salida, como si yo fuera a irme a alguna parte
—. No vengas aquí a decirme cómo tengo que entrenar. Joder, esto es la
hostia.
—No me hables de hostias, que yo sé de hostias y la hostia eres tú.
—Vaya puta boca.
—¡Estás agotado, Marcos!
—¡No estoy agotado! Pero ¿de qué vas?
Coloca los brazos en la cintura y me mira con los ojos brillantes. Está
muy cabreado. Yo, también. Y frustrada.
—Por si no te has dado cuenta, intento ayudarte.
—Yo no te he pedido ayuda.
—Pues te la doy de todas formas.
PORQUE HAY UN TOPO EN TU EQUIPO, MARC. Hay un topo en tu equipo y
estás a punto de embarcarte en una misión con él. Y yo estoy preocupada.
Miro la cicatriz en su ceja. La herida ya se ha cerrado, pero esa cicatriz va a
acompañarlo toda la vida. Podría haber sido peor. Muchísimo peor. No sé
por qué, pero necesito… necesito protegerlo del hijo de puta que ya ha
matado a sangre fría a dos de sus compañeros.
—Lo que estás haciendo es tocarme los cojones. ¿Y quieres saber otra
cosa? Yo no me estaba machacando, estaba entrenando bien, pero tú te lo
has llevado a lo personal porque yo no soy un número para ti, soy Marc
para ti, y ahí es donde tú tienes un problema. Y ahora el problema también
lo tengo yo, porque esta discusión se me está yendo de las manos ahora, no
mientras entrenaba.
—Marcos, escúchame, tú…
Me detengo. ¿Qué haces, Mencía?
—Yo, ¿qué?
Estás haciendo lo que tienes que hacer. Avisar a una persona inocente de
que corre peligro. A la mierda el protocolo y a la mierda todo.
—Tú… tienes que vigilar tus espaldas. No puedes confiar en nadie. En
nadie, Marcos. Tenlo en cuenta cuando salgas ahí fuera.
—Pero ¿qué mierda me estás contando? ¿A qué viene esto? Yo trabajo
en equipo. ¡En equipo! En este curro, o trabajas en equipo o estás muerto.
¡Muerto! ¿Sabes lo que significa eso? ¿O no eres capaz de verlo desde tu
mesa de administrativa?
—Relájate, Marcos. Y ¿puedes hacer el favor de mirarme? Es una orden.
Marcos ríe, ríe sin ganas, y me apunta con el dedo.
—Tú a mí no me das órdenes.
—Ya lo creo que te las doy. ¿Quieres que te traiga el manual de la
Unidad de Asuntos Internos para que veas lo que puedo hacer o lo que no?
Mi trabajo es meter las narices en tu trabajo.
—Esto es la hostia —repite, elevando los ojos al cielo.
—La hostia es que estés agotado, con el peligro que vas a correr esta
noche en la misión.
—Estoy de puta madre, créeme. Conozco mi cuerpo, bastante mejor que
tú, y sé lo que tengo que hacer antes de salir a un operativo. Yo soy geo; tú,
no. —Eso ha dolido. Mucho. Pero yo ahora no importo—. Así que deja de
dar consejitos.
—Pues tengo más.
—Pues me importan una mierda.
—¿Por qué eres tan borde conmigo?
—No soy borde contigo.
—Ya lo creo que lo eres, Marcos, te pasas de borde.
—Tú también eres una borde conmigo.
—No tanto como tú. Y yo vengo de serie. Tú, no. Tú solo eres borde
conmigo.
Marcos mueve la cabeza y cierra los ojos. Los abre.
—No soy borde contigo.
—Ya, lo que tú digas. Solo quiero decirte que… que tienes que mirar
antes, Marcos.
—¿Qué coño significa eso?
—Que antes de saltar por el precipicio desde once metros de altura,
tienes que asomarte y mirar. Mirar lo que hay debajo de tus pies.
—¿Y por qué coño tengo que mirar? Si hay que saltar, se salta. De nada
sirve mirar primero.
—Porque quizá es solo un montón de rocas lo que te espera debajo.
Quizá no sea agua y no se deba saltar. Podrías abrirte la cabeza en mil
pedazos. Y tú no miras, Marcos. Tú nunca miras.
Eso es algo que enseguida he aprendido de él. Y si lo he aprendido tan
rápido es porque salta a la vista. Apenas he tenido que arañar la superficie.
Se lo ve muy dispuesto a replicarme, pero entonces la voz del comisario
retumba en los altavoces repartidos por la base. Nos envuelve como un
tercer espectador y dejamos de estar solos. Da unas breves instrucciones y
nombra a los doce geos que asaltarán el barco. Por supuesto, Marcos
Cabana está entre ellos. Y, por supuesto, mis otros dos sospechosos, Luis y
Miguel, también lo están. De maravilla.
Marcos ni me mira; se da media vuelta y sale pitando del gimnasio,
directo a los vestuarios, a prepararse para la misión. Yo lo sigo. Por
supuesto que lo sigo. Lo sigo durante el camino interminable que lleva a los
vestuarios. Marcos se quita la camiseta, empapada por el entreno, y abre la
puerta. El resto de geos ya debe de haberse preparado, así que, en cuanto
compruebo que está vacío, entro detrás de él. Al fin y al cabo, culo tenemos
todos. Y yo el suyo ya lo he visto.
Marcos lanza de mala manera la camiseta a un rincón y abre su taquilla
con brío.
—¿También vas a decirme cómo vestir? —pregunta mientras se quita los
pantalones.
—Si lo necesitaras, sí.
—Necesito que me dejes en paz. ¿Qué coño desayunas por las mañanas?
No imaginas lo difícil que es cabrearme a mí, pero tú acabas de sacarte un
puto máster exprés. Mi enhorabuena.
Mierda. Esto no está bien. Marcos está muy cabreado. No pienso entrar a
discutir conmigo misma quién de los dos lleva razón, aunque la balanza se
inclina hacia él más que hacia mí. Soy consciente de que no debería
haberme metido, porque no he valorado cómo entrenaban sus demás
compañeros, solo él, siempre él, pero eso tampoco voy a discutirlo conmigo
misma. Lo que voy a hacer es tragarme mi orgullo y pedirle perdón. Porque
Marcos está alterado por mi culpa, y ese es el peor estado en el que debe
encontrarse ahora mismo. Necesito tranquilizarlo, que la tensión se esfume
de su cabeza y que enfile hacia ese barco con la mente en blanco.
—Lo siento. Tienes razón. Lo siento, ¿de acuerdo?
—¿Ahora lo sientes? —Me mira con la ceja arqueada—. Eres increíble.
Continúa cabreado.
—Sí, lo siento. Me he metido donde no me llamaban. Supongo que es
deformación profesional. Me gusta meter las narices en todo. Y no tenía
razón.
—¿Eres bipolar o qué?
¿Bipolar, yo? Y que me lo diga él… manda narices. Tengo que hacer el
esfuerzo de mi vida por mantener la boca cerrada y no replicarle. No es el
momento.
—Quizá un poco… Todos tenemos lo nuestro.
—Jamás dudes de mi trabajo —afirma muy serio. El problema es que mi
trabajo consiste precisamente en eso. En dudar de su trabajo.
Marcos se agacha para atarse las botas, introduce el bajo de los
pantalones por dentro y ajusta las gomas especiales que utilizan para que no
se suelten; si tienen que hacer cualquier movimiento brusco, es más fácil
que tropiecen y caigan si llevan los pantalones por fuera. Coge su arma
corta y se la guarda en el uniforme. Ya casi está listo. Ha sido muy rápido.
Abandona el vestuario sin mirar atrás y yo lo sigo, una vez más. Lo
acompaño hasta la armería, donde se aprovisiona de armas largas, y luego a
la calle, a los coches que están a punto de partir hacia el puerto de Alicante.
—Marcos —lo llamo antes de que se monte en uno de ellos, como
copiloto. No me hace ni caso—. ¡Marcos!
—¡¿Qué?! —responde antes de cerrar la portezuela.
—Mira antes de saltar, por favor.
Pum.
Portazo.
Esa es su única respuesta.
Los coches arrancan y yo me quedo parada en el centro de la calle hasta
que desaparecen por la carretera. Cojo el móvil y hago uso personal, por
primera vez, de una información que ha llegado a mis manos gracias a mi
trabajo: su número de teléfono. Y también hago otra cosa que no he hecho
antes: tontear por el móvil con un tío. Es lo único que se me ocurre para que
Marcos olvide nuestro encontronazo. Dios, pero ¿cómo se tontea con un tío
por teléfono? Mencía, tú déjate llevar.

Mencía:
Suerte, Marc. A por ellos.

Dios, ha sonado patético, pero ya no hay vuelta atrás. Tú sigue.


Mencía:
Mándame una carita sonriente, anda.
Mencía:
Solo eso.
Mencía:
¿O una banderita blanca?
Mencía:
Por cierto, soy Mencía.
Mencía:
La del ascensor.
Mencía:
La de Asuntos Internos que mete las narices donde no la llaman.
Mencía:
Y sí, esto es muy poco profesional. Tu número de teléfono aparece en tu ficha personal.
Mencía:
Me has pegado eso de que un poli se salte las normas.
Mencía:
Y yo siempre voy a lo grande.
Mencía:
Y estás muy guapo con el uniforme de geo. ;)

Eso es verdad. Bueno, todo es verdad. Aunque no sé yo si me he dejado


llevar demasiado.
Enseguida aparecen los tics de color azul. Los ha leído. Pero, una vez
más, no hay respuesta. En su línea.
Cruzo el aparcamiento a todo correr y regreso al edificio principal; subo
los escalones de dos en dos con una idea fija en la cabeza. Irrumpo en la
sala de operaciones y encuentro a Pablo, Mateo y a veinte agentes de apoyo
más posicionados en sus lugares.
—¿Tenemos audio de todo? —le pregunto a Pablo. Cojo unos cascos y
me siento en una silla libre a su lado.
—Sí. Pero no sé si tú deberías estar aquí.
—Ya lo creo que debería estar aquí. ¿En serio quieres discutirlo?
—No.
El topo es uno de ellos. El topo es uno de ellos. No puedo dejar de
pensarlo.
—Este operativo está contaminado —le susurro.
—Lo sé. El comisario me ha avisado.
—Y aun así seguimos adelante.
—Sí. Órdenes de arriba. No consideran que los chicos corran peligro.
—Eso espero. ¿Son ellos estas luces de color verde? —Señalo con el
dedo los doce puntos parpadeantes que resaltan en una de las pantallas.
—Sí, son ellos. Aún van en los coches, de camino al puerto. Él es este.
Pablo señala una de las luces.
—¿Quién? —Intento hacerme la despistada, aunque ni siquiera sé por
qué. Es más que obvio de quién estamos hablando.
—Cabana —responde muy serio.
—Es uno de los sospechosos —lo informo.
—Lo sé, pero él no es el topo. Pondría la mano en el fuego. Y no me
quemaría.
—Eso es algo que yo no me puedo permitir.
—Me alegra oírlo.
—Gracias.
Gracias por señalarme dónde está Marcos, quiero explicarle. Él lo
entiende. Sé que lo entiende. Porque sonríe.
—De nada. Cuídamelo, ¿de acuerdo? Es un buen chico. De lo mejorcito
que he conocido.
—¿Dónde están Luis y Miguel? —le pregunto. Pablo, sin dirigirme una
sola mirada y sin traslucir ninguna emoción, señala otras dos luces verdes.
Bien, tampoco las voy a perder de vista.
—Llegamos al puerto. Todo despejado.
La voz de Luis (la reconozco) nos interrumpe. Deben informar de cada
uno de sus pasos por radio en todo momento. Es uno de los protocolos de
actuación.
—Proceded; dirigíos hacia Tabarca. El barco se ha detenido. Tenemos
que llegar antes de que reemprenda la marcha. Comienza la cuenta atrás —
responde Pablo.
Todos en la sala seguimos el itinerario de los doce mediante el
movimiento de las luces de color verde. Dos grupos diferenciados. Dos
lanchas nodrizas.
—Todos en las lanchas. Nos metemos mar adentro. Vamos a ciegas.
Guiadnos.
Uno de los geos de apoyo comienza a impartir instrucciones de por
dónde tienen que ir. Me proyecto al instante en lo que deben de sentir allí,
en el mar, totalmente a oscuras y rodeados de un silencio ensordecedor. La
adrenalina está a punto de explotar dentro de mi cuerpo. Y mi corazón:
pum, pum. Pum, pum. Igual de acelerado que mi pulso. Y con las mismas
ganas de salir de mi cuerpo.
—Nos aproximamos al objetivo. Detenemos las lanchas para que no nos
escuchen.
—Inmersión ya. Que los pille por sorpresa. Y recordad que van armados.
Tened mucho cuidado.
—Al agua, chicos.
Las doce luces se mueven a la vez. Y el sonido. Pi. Pi. Pi. Pi. Y el mar.
El jodido mar. El agua salada se cuela por todos mis sentidos. Cierro los
ojos un instante para controlarlo.
—Puto silencio que hay aquí abajo, joder.
Marcos. Es la voz de Marcos la que me saca del limbo.
—De eso se trata, chaval.
—Un poco de música para el chaval, que no le gustan los silencios —
dice Pablo un segundo antes de presionar varios botones en el cuadro de
mandos frente a él.
Una melodía comienza a sonar por el circuito cerrado de comunicación
entre ellos y nosotros. La habré escuchado infinidad de veces: If You Leave
Now, de Chicago. Y consigue ralentizar el ritmo de mis pulsaciones.
Increíble el poder de la música. Francamente increíble.

If you leave now, you will take away the biggest part of me.
Oooh, no, baby, please don’t go.

—Capullos.
Pablo sonríe, y hasta yo sonrío. La música avanza estrofa a estrofa al
mismo ritmo que nuestros chicos avanzan hacia el barco, sumergidos a más
de cinco metros en las profundidades del océano.
—Ya lo veo.
—Preparados. Procedemos al asalto por babor.
—¿Han echado la escala, como nos aseguraron?
—Afirmativo, señor.
—No la utilicéis. Proceded de la manera habitual para subir al barco.
—Sí, señor.
—Adelante.
—Mosquetones asegurados. Subimos.
Y todo sucede tan rápido que apenas me da tiempo a registrarlo en mi
cabeza. Los chicos dentro del barco, los susurros, las señales que imagino
que intercambian, los «manos arriba». El tiroteo que se escucha de repente.
No soy capaz de alejar los ojos de la pantalla, como esperando a que las
luces verdes pasen a rojo cuando… cuando uno de los nuestros caiga. Pero
no sucede. Nuestros chicos toman el control de la situación y nos informan
de que está todo bien. Los tienen.
—Situación, informad.
—Controlada.
—¿Los malos?
—Controlados.
—¿Todos?
—Afirmativo.
—No han dado apenas problemas. Solo dos de ellos han abierto fuego,
pero los hemos neutralizado enseguida.
—¿Habéis tenido que abrir fuego vosotros?
—Negativo.
—¿Heridos?
—Negativo.
—Hemos encontrado la droga.
—Joder, aquí hay mucho tema.
—Tema del apotema —escucho a Marcos de fondo. Y otra vez esa
imagen de él en la cama del hotel. De aquel desayuno, que ahora parece tan
lejano. Parece hasta irreal.
—Marcos, ¿lo tienes?
Marcos iba a por el jefe.
—Lo tengo.
—¿Problemas?
—Ninguno. Tú te vienes con nosotros para el puerto —escuchamos que
le dice—. Puedes ponerte los pantalones primero.
—Estamos listos, señor.
—Buen trabajo, chicos. Mi más sincera enhorabuena, una vez más. El
secretario judicial os espera en el puerto. Cambio y corto.
En la sala no se oyen más que suspiros y aplausos y celebraciones. Y yo
siento un orgullo tan grande por lo que hace esta gente que no me cabe en el
cuerpo. ¿Por qué ha tenido que infiltrarse el maldito veneno aquí? No es
justo.
—Joder —me dice Pablo—. He perdido cinco kilos por lo menos.
Y yo, joder. Y yo.

Muchas horas después, cuando llego a mi casa… Ni siquiera sé dónde está


él, pero le escribo de todas formas.

Mencía:
Enhorabuena por ese operativo.
Mencía:
No me has contestado antes.
Mencía:
Esto es lo último que te escribo ya.
Mencía:
Que sepas que antes he tonteado contigo a propósito para ponerte de buen humor.
Mencía:
Me refiero a que no habría tonteado contigo después de nuestra pelea si no hubiera necesitado
ponerte de buen humor para la misión.
Mencía:
Pues ya lo sabes.
Mencía:
Te lo cuento para que no sirva de precedente, como tú dices. Yo no tonteo.
Mencía:
Y el uniforme te queda bien, pero igual que a todos tus compañeros.

Mentira. Mierda, no me reconozco. ¿Qué narices me pasa? Entro en el


chat de Julen. Necesito ayuda.

Mencía:
SOS.
Willy Fog:
¿Arroz? Pídele al vecino. Y así, de paso, te relacionas con alguien.
Mencía:
¿Qué demonios te has fumado? Que estamos a martes, Juls.
Willy Fog:
Hostias, vaya humor. ¿Qué te pasa?
Mencía:
¿Puedes hacer el favor de venir aquí y quitarme el teléfono de las manos? La estoy liando.
Willy Fog:
¿Qué ha pasado?

Marcos escribiendo…

Oh, joder.

Marcos:
¿¿Esa eras tú tonteando?? ¿Has comprobado el significado de la palabra en el diccionario?
Mencía:
Que te den.
Marcos:
Ja, ja, ja, ja, ja.

Será idiota.

Willy Fog:
Pero ¿qué ha pasado? Me preocupas, Rigodón.

Ha pasado Marcos Cabana. Pero me niego a escribirlo. Me niego.

Willy Fog:
¿Te llamo y escuchamos música juntos? Tengo temazos nuevos.

Por favor.
18 SOS

Puerta de mi dormitorio cerrada a cal y canto. Mi cabeza metida en el


ordenador. La música bastante alta. Y, aun así, escucho el timbre de casa.
Me levanto con renuencia y voy a ver quién es.
—¿Sí?
—Nahia. Abre, que subo. Y voy con un paquete que te ha llegado.
—No he pedido nada.
—El paquete no dice lo mismo.
—Se habrán equivocado.
—¡Abre ya!
Eso hago. Abro la puerta de la calle y espero en el rellano. Estoy a punto
de repetir que yo no he pedido nada al ver que se abre el ascensor, pero
entonces identifico su figura, con el costado izquierdo apoyado de manera
despreocupada en el espejo interior. Con los brazos cruzados. Con sus ojos
traviesos contemplándome con diversión. Con su sonrisa más bonita,
invitando a la mía a unirse.
—¡Julen! —Me lanzo a sus brazos tan rápido que me atrevo a decir que
he desafiado a la velocidad de la luz. Escondo la cabeza en su cuello y
aspiro su olor como una yonqui. Huele a tiempos felices. Julen siempre
huele a tiempos felices. A infancia. A juegos. A aventuras. A risas. A…
océano.
—Hola, Rig.
—¿Qué haces aquí? —Me despego un poco de su cuerpo, estudiándolo
de arriba abajo. Más de dos meses y medio sin vernos. Que puede parecer
poco tiempo, pero para dos almas gemelas no lo es. Para dos almas
gemelas, dos meses son dos eternidades.
—Me he dado cuenta de que se me había perdido algo por estos lares.
Lo abrazo de nuevo y le doy un beso en la mejilla mientras entramos en
casa.
—No me puedo creer que estés aquí.
—Dos meses separados es mucho más de lo que puedo aguantar.
También he venido a traerte esto.
—Yo también estoy aquí, ¿eh, chicos?
Le sonrío a Nahia. Julen descuelga la mochila de su espalda y saca un
paquete de arroz de la marca SOS. Le doy un puñetazo suave en el brazo. Él
sonríe. Sonríe mucho. Y a mí se me ensancha el corazón por veinte lados
diferentes, como si se desplomara dentro de mi cuerpo diciendo: «Joder,
qué a gusto estoy, voy a quedarme aquí despatarrado un rato». Porque mi
hermano es lo más especial que tengo y su sola presencia me quita todos los
males. Él tiene ese poder.
—¿Arroz? —nos pregunta Nahia—. ¿Qué me he perdido?
—Eso digo yo —responde mi hermano—. ¿Qué me he perdido? Y, por
cierto, ¿qué coño haces en casa un sábado por la tarde?
—Eso mismo he pensado —secunda Nahia—. Por eso he venido para
sacarla aunque sea a rastras.
—Me apunto —añade Julen.
—Pero ¿a dónde queréis ir? —les pregunto.
—No sé, por ahí de fiestuki. Llevadme a algún sitio.
—¿No estás cansado del viaje?
—No.
—¿Cómo has venido?
—En mi coche.
—En nuestro coche —lo corrijo. Julen y yo compartimos transporte,
pero como él está todo el día de un lado para otro, de audición en audición,
dejé que se lo quedara. Yo solo me muevo de mi casa a la unidad y de la
unidad a mi casa.
—Eso.
—¿Y cuánto tiempo piensas quedarte?
—Toda la semana, estoy sin curro y no tengo ninguna audición a la vista.
—Julen lleva un tiempo en que no le sale nada, desde la audición de manos.
Ganarse la vida como modelo es muy difícil—. El finde que viene, si
quieres, nos volvemos juntos a casa.
—¿A casa?
—Dentro de diez días es Nochebuena, Mens.
¿¿Ya??
—¿Y dónde vas a quedarte? —le pregunta Nahia.
—Aquí.
—Este piso solo tiene una habitación. Puedes quedarte en mi casa, si
quieres.
—Eso no es problema. Me instalo con Mens. ¡Salimos en media hora!
Nahia y yo nos miramos. Ella me guiña un ojo. Yo meneo la cabeza.
Pues a la calle.
Julen se encamina al pasillo con su pequeña maleta a rastras y la mochila
en la espalda, y se asoma a todas las puertas (cocina, baño, despensa) hasta
encontrar nuestro dormitorio. Entra sin pensárselo, abre el armario y
empuja a un lado mi ropa, apropiándose del hueco. Se sienta en la cama y
prueba el colchón dando saltitos. Yo solo lo observo desde el umbral, con
los brazos cruzados y apoyada en la pared, la misma postura que exhibía él
hace un momento. ¿Cómo una sola persona puede significar tanto en la vida
de uno?
—Te ha crecido el pelo —comento. Tiene los rizos más disparados de lo
normal.
—Y a ti, las ojeras.
—Estoy hasta arriba de trabajo.
—¿Y?
—¿Qué quieres decir con «y»?
—Hay algo más que no me estás contando. Suéltalo. ¿Cómo se llama él?
—Se llama Acabasdellegaryyaquieresmeterlasnaricesenmisasuntos.
—Joder, y luego dicen de los apellidos vascos.
Sonrío y niego con la cabeza.
—Voy a prepararme. —Escojo un vestido al azar y voy directa al cuarto
de baño, pero me freno antes de llegar. Vuelvo atrás— .Y, Julen… —Me
asomo de nuevo desde el umbral.
—¿Qué?
—Se llama Marc.
—Marc, Marc. ¿De qué me suena?
Ahí lo dejo, pensando. Me doy una ducha rápida, me visto y me
dispongo a maquillarme. No he terminado de delinear la raya del ojo
derecho cuando se abre la puerta del baño con estrépito, tres segundos
después de que toquen.
—¿Marc, el técnico de ascensores?
—El mismo.
—¿No me jodas que te has vuelto a quedar encerrada?
—Entra y cierra la puerta.
Nahia nos trae a un bar de copas que está muy de moda en el centro de
Alicante, uno bastante espacioso y con buena música, de la década de los
ochenta y noventa en su mayoría. Y en su volumen justo. Justo para mover
un poco las caderas o canturrear al ritmo de Together Again, de Janet
Jackson, pero sin que te haga perder el hilo de la conversación. La
decoración navideña me resulta excesiva, pero puedo soportarlo.
Cuando me acabo mi primera copa, Nahia y Julen ya llevan más de la
mitad de la segunda; jamás he sido capaz de seguirles el ritmo a estos dos.
Son un par de esponjas en lo que a alcohol se refiere. Un par de esponjas
muy absorbentes.
Julen y Nahia se están poniendo al día sobre sus respectivas vidas
amorosas cuando escuchamos un bullicio de risas procedente del otro
extremo del local; la gente, cuando bebe alcohol, suele ser bastante
escandalosa. Apenas dirijo mi vista hacia el lugar y me pido otra copa. Y
entonces…
—Cabana.
Se me caen las monedas que llevaba en la mano para pagarle la
consumición al camarero; dos de ellas, al suelo, no digo más. Levanto la
vista e interrogo a mi amiga.
—¿Perdona?
—Hija, qué cara has puesto, ni que fuera un fantasma. Digo que Marcos
Cabana se encuentra a las dos en punto. Con un grupo de gente, pero nadie
de la unidad. Menuda casualidad.
Mis ojos se encuentran en primer lugar con los de mi hermano, que a
estas alturas de la película sabe perfectamente quién es Marcos Cabana:
antes, en el baño, lo he puesto al día de todo. De TODO. Y eso incluye la
parte que concierne a mi trabajo. Julen me mira con sorpresa. Y con agrado.
Y con cara de pillo, antes de girarse para cotillear. Entonces me toca a mí
desviar la mirada a las dos en punto. Y lo veo. Está apoyado de espaldas a
la barra, frente a mí, con una botella de cerveza en la mano izquierda y uno
de los pies contra la pared. Sonríe de manera distendida. Y no deja de
parlotear. A su izquierda, en una postura muy parecida a la suya, pero con
un gin-tonic en la mano en lugar de cerveza, hay otro chico que parece un
poco mayor; no lo había visto nunca, creo, aunque la verdad es que me
suena ligeramente. A su derecha, otro chico, joven, con pinta de surfista
(reconozco a los surfistas a kilómetros de distancia), y ese sí que me suena
una barbaridad. ¿Dónde he visto yo antes a esta gente? ¿O a ese chico en
particular?
Frente a ellos, de espaldas a mí, tres personas más, tres chicos, uno rubio
y dos morenos. Todos observan con diversión a Marcos, que no deja de
gesticular con la mano libre. Y yo lo reconozco. Reconozco al Marcos
relajado, el que se echa unas risas con sus compañeros de la unidad. Es uno
de mis Marcos favoritos.
—¿A quién miramos, Mens? —me pregunta Julen para disimular.
Queremos mucho a Nahia, y confiamos en ella, pero… pero no tanto. Ella
no tiene ni idea de mi historia con Marcos.
—Es un chico del trabajo.
—¿Un geo?
—Sí.
—Vaya, vaya. ¿Cuál de todos ellos es?
—El que está apoyado en la barra con una cerveza en la mano —le
explica Nahia.
Julen cruza otra mirada conmigo, una maliciosa, y casi levanta el pulgar
en señal de aprobación. Le gusta. Lo censuro con un gesto de los labios.
Contrólate, Juls.
—Pues está muy bueno —dice—. Y eso de que sea poli es un punto
extra, pone a cien a cualquiera.
—Es geo —aclaro. Que no es lo mismo.
—Pues eso he dicho. Joder, me suena muchísimo la cara del rubiales que
está a su lado.
—¿Verdad? —secundo yo. Es que me suena un montón.
—¿Cómo no os va a sonar? Su cara bonita lleva meses en las revistas y
en los programas del corazón —indica Nahia—. Es Hugo Cabana, el
marido de Dylan Carbonell. El cantante más famoso del momento. Sabéis,
¿no? A ver, que vosotros dos vivís en vuestro mundo particular de luz y de
color, pero sabéis quién es Dylan, ¿verdad?
Julen expulsa la bebida de su boca. Creo que eso lo resume todo.
—¡Joder! —exclama.
Vale, esa faceta de la vida de Marcos Cabana no se la he contado, porque
la había olvidado. Entonces me fijo bien en el tal Hugo y en el otro chico y
caigo en la cuenta: ¡ya sé de qué me suenan! Son los amigos de Marcos, los
que asaltaron el ascensor para abrazarlo en cuanto las puertas se abrieron.
Ya, claro, amigos. ¡Son sus hermanos! Desde luego, Hugo lo es, y el otro,
no sé por qué, intuyo que también. Se dan un aire. Un aire muy fuerte. Son
hermanos, fijo. ¿Cuántos hermanos me dijo que tenía? Cuatro. Sí. Dijo
cuatro. Tres chicos y una chica.
—¡Será mentiroso!
Es que ni una verdad me soltó aquel día. Alucino. Alucino mucho. Ha
debido de hacer un curso de especialización sobre «Meter trolas a mansalva
sin que se te despeine un solo pelo de la cabeza». Qué puto peligro de
chico.
—¿Mentiroso? ¿Por qué? —me pregunta Nahia.
Ehhh, improvisa, Mencía. Julen, ayúdame. Vale, bien, Julen continúa
mirándome con gesto guasón. Aguántalo. Gracias por nada.
Carraspeo.
—No me dijo en el interrogatorio que Dylan Carbonell fuera su cuñado.
Y le pregunté expresamente por su entorno familiar.
—Ya, bueno, Marcos es muy reservado con su vida privada. Imagínate la
que se organizó en la unidad cuando el año pasado saltó la noticia de que su
hermano estaba liado con el cantante. Prohibió a todo el mundo hablar
sobre el asunto bajo amenaza de muerte. «Rodarán cabezas, capullos de
mierda», creo que fueron sus palabras exactas. Las repitió varias veces
durante semanas. Todos lo respetaron. Marcos es muy querido en la unidad.
De hecho, a principios de año, cuando Dylan emitió el comunicado de que
se había casado con Hugo Cabana, Pablo mandó un correo general
avisándonos de que respetáramos la privacidad de Marcos, porque, claro,
íbamos a felicitarlo todos. Aun así, los chicos lo abrazaron según entró en el
edificio, y él se dejó hacer. Se lo veía muy feliz.
Sí, me pega totalmente con el Marc al que ya conozco. Es
tremendamente protector con su familia.
—Hostia puta.
Nahia y yo nos giramos hacia mi hermano, movidas por su exabrupto.
—¿Qué ocurre?
—Creo que Dylan Carbonell acaba de entrar. Es la primera vez que me
cruzo con un famoso de tal nivel. Mirad.
Seguimos la dirección en que apunta su dedo y, en efecto, Dylan
Carbonell acaba de entrar al bar. Lleva una gorra y unas gafas de leer, pero
ahora que sabemos que su marido está aquí… Es él, y va directo hacia el
grupo de Marcos. No viene solo; una chica pelirroja lo acompaña. Quizá
sea la hermana Cabana… No es famosa, porque no la había visto antes.
Creo.
Dylan se posiciona al lado de Hugo. La chica queda frente a él.
Comienzan a hablar y a reír entre todos, y da la sensación de que se llevan
bien. El buen rollo se presiente desde lejos. Los contemplo durante un rato,
incapaz de retirar la mirada, hasta que Marcos levanta la vista. Marcos tiene
una mirada que… te escanea desde abajo, subiendo los ojos. Es… es una
pasada cuando lo hace, y yo tiendo a quedarme embobada. Justo como en
este momento. Él me ve. Y se le abren los ojos por la sorpresa. Y yo no sé
dónde meterme, porque es obvio que estaba observándolo EMBOBADA.
Mierda.
Un movimiento a mi lado me despista. Nahia ha levantado la mano y
está saludando a Marcos con efusividad. ¡No, joder! Y entonces nos dice:
—Vamos a saludar. Al fin y al cabo, es un compañero de trabajo, y yo
quiero conocer a Dylan Carbonell en persona.
¿¿¿Qué???
No me da tiempo a frenarla. Sale disparada hacia allí. Y Julen, detrás de
ella. Y yo…
Dios…, allá voy.
19 Lo que puede dar de sí una noche…

Marcos
—Marc, estás de coña —me dice River.
—Os juro que no —me defiendo, cruzando los dedos detrás de mi
espalda y desternillándome de risa. Me encanta contar batallitas a mi
familia, temas relacionados con mi trabajo, pero llevados al absurdo más
absoluto; más de la mitad me lo invento, pero, oye, hay una base sólida. Y
llevo media hora relatándoles mi última misión—. ¿A que no, Alex? A él se
lo conté en vivo y en directo. Puede considerarse testigo presencial.
Le guiño un ojo a mi cuñado para que me siga la corriente y tomo otro
sorbo de mi cerveza.
—No he escuchado en la vida una verdad más verdadera que esa.
—Seguro que no —le replica Adri. Adri siempre replica a Alex. Y
viceversa. Pero en el fondo se adoran.
—Pues no.
—Ya ves.
—Testigo presencial es redundancia.
—Desconecta un poco, Riv.
—Yo, lo que venga de los Marcalex, me lo creo a medias. Llamadme
escéptico.
—Tú pasas demasiado tiempo con tu marido —le digo a Hugo.
—Y hablando del rey de Roma —nos dice Jaime, señalando la entrada
del local con un movimiento de cabeza—, por la puerta asoma.
—Ni un puto chiste sobre el refrán quiero —nos advierte Hugo al
instante.
Y me mira a mí, claro, que ya tenía la boca abierta para hacer la gracieta
y descojonarme un poco de mi cuñado, pero Hug siempre me frena.
—Eres un aguafiestas. Contigo es imposible reírnos de tu marido.
—Cuánto lo siento.
Y cómo maneja la ironía, el hombre. Admirable.
Enfoco mi mirada hacia la puerta del pub y enseguida localizo a Dylan
(por mucha gorra hacia atrás y gafas de intelectual de pega que lleve, yo lo
reconozco sin dudar) dirigiéndose hacia nosotros, acompañado de su nueva
mánager: la pelirroja. Últimamente no se separan para nada, han empastado
bien. La chica se ha instalado en el pueblo con intención de quedarse unas
semanas, al menos hasta que el nuevo estudio de Dy arranque.
—Joder, no había un rincón más escondido donde meteros —protesta al
llegar—. Porque soy alto, que si no, cualquiera os encuentra.
—Buenas noches, cuñado —lo saluda River. Riv es muy educadito.
Cuando quiere y está de buen humor.
—Estaremos escondidos, pero tú has venido directo —le reclama Jaime.
—Ya te lo he dicho: porque soy alto. He visto las cabezas rubias de babe
y de pollito. Y el tupé de Riv. Que, por cierto, me ha contado Cata, en
absoluta confianza —«estricta, Dy, en estricta confianza»—, que te tiras un
rato frente al espejo acicalándotelo. Que no es natural. Una decepción así
no la sufría yo desde que cancelaron Buffy Cazavampiros.
—Lo sabemos —decimos Adri, Hugo y yo al unísono. Lo de Buffy, no.
Lo del tupé de nuestro hermano mayor. Todo empezó allá por el año 2000,
cuando Riv cumplió los veinte. Pobre hombre, sus rizos son un tanto
indomables. Mi madre, cuando va al supermercado, compra dos botes de
fijador, uno para ella y otro para su primogénito.
—Hay que joderse —exclama el aludido.
Dylan se posiciona en la barra, entre Hugo y yo, pero mucho más cerca
de Hugo (vamos, como siempre). Lo saluda con un guiño y una sonrisa de
las suyas.
—Hola, marido. ¿Cuánto me has echado de menos?
—¿En las dos horas que lleváis separados? Una barbaridad. No hemos
hablado de otra cosa —intervengo yo. Dylan me ignora, solo tiene ojos para
Hugo; le suele durar unos minutos.
—Hola a todos —dice la pelirroja con energía. Se ha parado frente a
nosotros, junto a Adri.
—Jaime —tercia Dylan—, creo que tú no te habías topado aún con ella.
Es Dawn, mi mánager. El resto ya la conocéis, ¿no? Habéis coincidido por
el pueblo en algún momento que otro.
Sí, en algún momento que otro… Yo prefiero no recordar el nuestro.
Todos asentimos con la cabeza mientras Jaime le da dos besos.
—El pelo, muy bien, por cierto —comento. Ella me mira mal, muy mal.
Alex reprime la risa; conoce la historia que hay detrás. Joder, que lo he
dicho en son de paz—. Me refiero a que te queda muy bien así, liso. Y seco.
Ni una onda se te ha escapado. Mi enhorabuena.
Carraspeo. Joder, no me extraña que me digan que estoy oxidado en lo
que a mujeres se refiere; menos mal que no me la quiero ligar. Mis
hermanos sueltan una carcajada, casi todos. Capullos. Me fijo en Adrián,
que no ha pronunciado ni una sola palabra y que tiene cara de bribonzuelo.
Este va a liar alguna.
—¿Por qué la has traído? —le pregunta directamente a Dylan—. Esto es
una quedada de tíos.
—¿Cómo no la iba a traer? Es lo mejor que me ha pasado en la vida y
suena como el acorde de Re mayor. Es una quinta. En la tonalidad del Sol.
Para vuestra información.
Hala, el otro.
—Joder, Dylan.
—A ver —exclama, cuando se da cuenta de lo que acaba de decir. Si es
que no filtra, el hombre…—, el nene es toda mi vida. A él no lo cuento.
—Ya, claro, ahora arréglalo.
—Hoy vas al sofá.
—Ey, ey, ey, Cabanas, no os alteréis.
—Sigo pensando que no deberías haber traído a la Barbie universitaria.
Es una quedada de tíos —insiste Adri.
—De hecho —añado yo—, teníamos que haberte vetado la entrada
incluso a ti, que te apuntas a las quedadas de las chicas y a las nuestras. No
puede ser. Elige bando, Dy. Y, espera, ¿has dicho «Barbie universitaria»? —
le pregunto a Adrián con la frente arrugada.
—Sí —responde Dawn antes de que a mi hermano le dé tiempo a abrir la
boca—, ha dicho «Barbie universitaria». Es así de simple, el pollito.
—No me llames «pollito».
—No me llames tú «Barbie universitaria».
—No te lleves tú a trabajar una calculadora de color verde fosforito, rosa
y morado.
—No me mientas tú con tu nombre. Ahora no sé cómo llamarte. Y
«pollito» te pega. Más que Adrián, de hecho. ¿O era Marcos?
—Insisto, no te traigas al curro la calcu de la uni.
—¿«La calcu de la uni»? ¿Qué va a ser lo próximo? ¿Pim, pam, pum,
bocadillo de atún? Vuelve a las aulas, anda. A ver si maduras un poquito,
pollito.
—Soy mayor que tú.
—Me parece que no. Si acaso, más alto, pero poco más.
—Tengo veintinueve años.
—Y yo, treinta y tres.
—¡Ni de coña!
Podría quedarme horas viendo cómo se lanzan bolas rápidas el uno al
otro, y por la cara del resto, ellos también: es como un partido de tenis, lo
cual tiene su gracia, porque Adri es bastante máquina en el tenis. Y más
máquina todavía en el arte del ligoteo. Porque está ligando con la chica a lo
grande. Otra cosa es que ella se esté dando cuenta… Vamos, que lo mismo
se enrolla con él como le da una patada en el trasero.
Y me encantaría seguir disfrutando del espectáculo de ver a mi hermano
pequeño en acción, pero tengo que interrumpirlos. Es una necesidad. Me
puede la curiosidad.
—¿Cuándo ha pasado todo esto? —pregunto en general, señalando a los
contrincantes. Estos dos se han visto más veces. Vamos, dejo de ser poli si
no lo han hecho. Y, hablando de ser poli, me siento observado. Fijamente
observado.
—Han coincidido en un par de ocasiones en casa desde la primera vez
—comenta Dylan divertido; otro que sabe que mi hermano está ligando—.
Adri viene mucho, y Dawn prácticamente vive allí durante el día. Han
tenido sus momentos. Varios momentos, en realidad. No sé si sería capaz de
contarlos todos con los dedos de las man…
Levanto la vista antes de que Dylan termine de hablar, porque es posible
que no acabe nunca. Y entonces la veo. La veo al momento. Está lejos, pero
ese pelo rubio y ese flequillo son inconfundibles. Bueno, y esa cara y ese
todo, joder.
Mencía.
—Pero ¿qué coño he hecho yo últimamente para que el karma me dé así
de bien por el culo?
—¿Qué pasa? —pregunta River.
—¿Quién le está dando por el culo a mi poli favorito?
No contesto.
Mencía no está sola: Nahia, la informática de la unidad, está con ella. Y
me saluda con la mano. Levanto la mía por educación. Después, vienen
hacia aquí. Las dos vienen hacia aquí, y un chico con ellas. Joder, ¿ves? La
jodida educación…
—¡Hola, Marcos! Pero qué sorpresa, ¿no? Nunca habíamos coincidido
fuera del trabajo —dice Nahia al llegar.
—No salgo mucho de mi pueblo —contesto escueto.
Silencio sepulcral. Qué bien. Con lo que me gusta. La situación es la
siguiente:
Nahia observa a toda mi familia.
El chico desconocido observa a toda mi familia.
Mi familia observa a los recién llegados, una y otra vez; pasan de una a
otra y a otro en bucle. De izquierda a derecha y de derecha a izquierda.
Mencía me mira a mí.
Yo miro a Mencía. No he visto cosa más bonita en mi vida. Y ya, con la
mala leche que se gasta, es perfecta en todos los sentidos. Que Dios me
asista.
Ahora toda mi familia me escudriña a mí.
River carraspea.
Nahia aguarda las presentaciones.
El chico desconocido sonríe y se detiene en mí más de lo normal.
Alex entrecierra los ojos observando a mi rubia. Digo, a la rubia, joder.
Jaime sonríe.
Hugo me mira con la ceja arqueada.
Dylan me mira divertido.
Dawn mira a Adri.
Adri ya no mira a nadie. Bebe de su copa como si todo esto no fuera con
él.
Mencía continúa mirándome.
Y así estamos. Se ha parado hasta la música. Siguiente tema, por favor.
Gold, de Spandau Ballet, comienza a sonar. ¡Gracias!
—Hola, yo soy River, hermano de Marc. Uno de ellos.
Sabía que iba a ser el primero en presentarse. Y esto ya es imparable.
Aquí ya sale todo. Mi relación consanguínea y no consanguínea con todos
los presentes. La relación consanguínea y no consanguínea de Mencía con
Nahia y con el chico nuevo, que resulta ser su hermano mellizo, el modelo
de manos que tuvo una audición un domingo. Se dan un aire. Y debo
reconocer que con el tema «Dylan Carbonell» se contienen bastante. Nada
de fanatismo. Y, de repente, son todo presentaciones, nombres compartidos,
besos en las mejillas o manos entrelazadas en un saludo informal. Y muchas
sonrisas. Y yo, en el medio.
—Perdona —le dice de pronto Adrián a Mencía; ha salido de su mundo
particular—, ¿cómo has dicho que te llamas?
—Mencía.
—¿Y ese nombre?
—Es de Bilbao —explico yo. Y creo que con eso lo digo todo. Con los
de Bilbao siempre aceptamos pulpo. Como animal acuático y como lo que
sea.
—Aibalahostiapués —suelta Adrián.
Alex escupe la bebida. Literal. Alguno que otro se atraganta. Literal.
—Joder —exclama Alex—. El cuñado, cuando quiere, tiene su gracia.
—Un placer —continúa mi hermano de manera despreocupada, como si
no acabara de soltar lo que ha soltado por la boca—. Yo soy Adrián.
—Así que Adrián, ¿eh? Y a la primera. Ojiplática me quedo —espeta
Dawn. Me descojono. Bien de cera que le da.
Adri le guiña un ojo. A saco, va.
—¿Me estáis diciendo que en un grupo de ocho españoles hay un River,
un Dylan y una Dawn? —pregunta Nahia.
—Y eso que no anda Pris por aquí…
—Lo mío fue cosa del amor que mi madre sentía por River Phoenix
después de verlo por primera vez en la serie Siete novias para siete
hermanos.
Cierto.
—Lo mío fue cosa del amor que mi madre sentía por Bob Dylan. Y,
repito, por suerte me quedé con la parte de Dylan.
—Lo mío fue una apuesta de mis padres —nos cuenta la pelirroja—.
Ganó mi madre. Poco después se divorciaron, pero yo me quedé con el
nombre.
—Ese dato no lo conocía —le dice Adri.
—Ahora ya lo conoces.
—Dawn significa «amanecer» —añade Jaime—. Comienzo. O Alba. Es
bonito.
—Así que Albita… —canturrea Adrián.
—Ni lo pienses —lo amenaza ella.
—Esperad. ¿Tú eres la vasca de Marc?
Joder, puto Dylan. No se le escapa una. Y mira que estábamos
entretenidos con el tema de los nombres.
Mencía no contesta, o no lo hace en un primer momento. El resto de mi
familia, todos juntos, deciden abrir la boca a la vez y pronunciar en un
unísono perfecto:
—¿Tú eres la tía más guapa que ha visto en su vida?
Dios. Me los voy a cargar a todos. Lentamente. Ahora la contemplan con
muchísima curiosidad. Y yo me doy cuenta de que no les había dicho su
nombre; solo lo sabían River y Alex. Y han disimulado bastante bien.
Faltaría más. Mencía se sorprende, pero también se deleita. Y sé que estoy
perdido antes de que diga nada.
—¿Le has hablado de mí a tu familia? Qué sorpresa.
—Apenas.
No cuela, claro.
—Sabemos que eres la del ascensor y la de Asuntos Internos —la
informa Jaime—. Y yo solo soy un amigo de la familia. Así que imagínate
lo que sabrá el resto de la tribu. No te imaginas el nivel que hay.
—Yo ya dispongo de toda esa información y acabo de llegar —añade
Dawn. Alucino. Esta familia es la hostia, joder.
—Hombre, tú. Con esa calculadora no hay quien te pare —replica Adri.
—Eres un…
—¿Un qué?
—Mi buena educación no me permite contestar. Luego te mando un
correo.
Ya… Un correo. Esta también quiere tema.
—No os disperséis —los interrumpe Dylan—, que aquí hemos venido a
hablar de la vasca de Marc.
—No es mi vasca.
—Ya veo —dice ella—. Pues quizá me podéis explicar vosotros por qué
Marcos es un borde conmigo en el trabajo. Está a la que salta.
—No te tenía yo por una chivata —le digo con retintín, en un susurro.
Ella solo sonríe con suficiencia.
—¿Cómo que es un borde contigo? —pregunta Riv. Cabrón. No insistas
más, hombre—. Eso no nos lo ha contado. Últimamente está poco
comunicativo.
Entonces mi hermano me mira con duda en el rostro. Y los demás
también lo hacen. Yo solo miro a Alex. Alex, que todo lo sabe. Y el muy
cabrón sonríe.
—Pero si Marc es un salado —apunta Dylan—. ¿Qué le has hecho?
—¿Yo? Nada.
—¿Mezclar mi vida privada con mi vida laboral? ¿Os parece poco? —
me defiendo.
—Anda, no me jodas, Marcos.
—Tú eres idiota.
—La chica no te ha hecho nada.
—No, al menos voluntariamente. Pero es cierto que ha mezclado ambos
entornos.
—No saques la cara por él.
—Está muy buena, Marc —me susurra Dylan. Y me guiña un ojo. Joder.
—¿En serio es por eso? —pregunta Mencía—. ¿Todo lo que ha pasado
entre nosotros en el trabajo se debe a eso?
—A ver, donde tienes la olla, no metas la polla —sentencia Jaime.
Tan gráfico, no, por favor.
—Ni un puto chiste con el refrán.
—Ya lo habéis oído, capullos.
—Discúlpate, Marc, y empieza de nuevo. Es una orden.
—¿Me estáis vacilando?
—No. Discúlpate. Los Cabana no somos unos bordes.
—Excepto Hugo.
—Eso.
—Idiotas.
—Joder.
—Te permitimos que lo hagas en privado. Lo de disculparte.
—Yo tengo hambre —declara Dylan en uno de sus arranques
espontáneos.
—Acabas de cenar.
—Podemos pedir algo para picar.
—Aquí solo hay patatas de bolsa.
—Yo las como sin sal. —Esa es Dawn.
—No me jodas, unas patatas sin sal son como… —Y ese, Adrián.
—Como comer una pizza sin queso.
—No lo pillo —le digo al tal Julen—. ¿Qué tiene eso de malo?
—No les gusta el queso —le aclara Jaime.
—¿A ninguno?
—A ninguno.
—A mí me revuelve el estómago.
—Yo vomito, directamente.
—Yo podría comer un poco, si se tratara de vida o muerte.
—Yo no puedo verlo ni en pintura.
—Si es que —Dylan se parte de risa— a fuego con el curro vais siempre
los Cabana. Sois la hostia.
—Perdonad —nos interrumpe Nahia. Llevaba un rato largo sin abrir la
boca—, pero me he quedado anclada en lo del ascensor. ¿Vosotros dos ya os
conocíais?
Aiba la hostia, la otra.

Tres cervezas y dos copas después, aún no me he disculpado con Mencía


por haber sido un borde todo este tiempo. Porque lo he sido. Y los Cabana
no somos bordes. Eso tengo que reconocérselo a mi familia. Excepto Hugo,
como ya ha quedado más que claro, pero lo queremos igual.
Estoy buscando el momento. Pero no lo encuentro. O no quiero
encontrarlo, porque disculparme significa dejar de comportarme con ella
como un gilipollas, y dejar de comportarme con ella como un gilipollas
significa… Creo que significa que estoy perdido. Tampoco entiendo cómo
hemos acabado todos en un karaoke. En un maldito karaoke. Sobre todo,
porque Adri los odia. Bueno, en realidad, odia todo lo que haga demasiado
ruido o proyecte demasiadas luces, pero nos deja sacarlo de fiesta un par de
veces al año, y sin quejarse demasiado. Lo hace por estar con nosotros. Aun
así, creo que es nuestra primera vez en un karaoke. Los Cabana tampoco
somos de cantar. Y hay un motivo: no damos con el tono ni aunque lo
busquemos entre todos durante diecinueve días y quinientas noches.
—Pues habrá que cantar, ¿no? —propone Nahia nada más entrar. Se ha
tomado muy bien lo de que Mencía y yo nos conociéramos, incluso le ha
hecho gracia. Yo todavía estoy debatiendo conmigo mismo si me agrada
que lo sepa.
Los berridos que se escuchan por todo el local no son molestos del todo.
Aquí viene gente con nivel, me parece a mí.
—¿Por qué? —pregunta Adrián.
—Porque esto es un karaoke.
—Yo no he venido aquí a cantar —apostilla Hugo. Él siempre tiene que
dejar bien claro su punto de vista: él no ha venido a un karaoke a cantar.
—Estamos en un karaoke —repite Nahia. La tenemos un poco
descolocada.
—¿Y?
Nahia se queda sin respuesta. Adri suele causar ese efecto en la gente.
—Yo tampoco he venido aquí a cantar —se suma el hermano de Mencía,
echando un vistazo analítico por todo el local—, he venido a ligar.
—¿En serio? —Dawn mira alrededor. No se la ve muy cómoda en este
antro, ejem, karaoke. Es un poco pija, para qué negarlo. Lo exhala por cada
poro de su piel, ropa, zapatos, bolso y actitud.
—Siempre —contesta Julen.
—Podrías llevarte muy bien con mi cuñada Cata si entablarais relación
—le digo a la pelirroja.
—¿Y eso qué significa?
—Te está llamando pija —explica Adrián sin titubear.
River y Hugo me miran fatal (no más que Dawn a Adri), no tengo claro
si por la parte que le toca a Dawn o a Cata. Creo que es más lo segundo.
Que yo lo digo desde el cariño más sincero, pero las cosas son como son.
—Tengo una idea —propone Dylan, librándonos del más que seguro
follón.
—Que vengan los artificieros, por favor —digo yo.
—Podemos hacer como que tú y yo no nos conocemos —le explica a
Hugo, ignorándome a mí—. Y tú quieres ligarme. Yo me hago el
desinteresado en un primer momento, pero ¿a quién quiero engañar? Me
has conquistado desde la primera frase: «Yo no he venido aquí a cantar». A
un puto karaoke. Me pones a cien, babe.
—No.
—No seas sieso. Nos separamos, me voy a algún rincón, pero tú no me
quitas el ojo de encima, porque yo también te he molado. Son mis gafas de
pasta, de intelectual, que uso para camuflarme, ¿verdad? Podríamos acabar
como el otro día. Solo con las gafas. ¿Te acuerdas? Yo ya lo veo.
Dios, mis ojos.
—No.
Mencía y sus acompañantes tienen que estar flipando con nosotros.
Lanzo una mirada rápida a la vasca, con disimulo, y veo que observa a mi
familia con una sonrisa enorme. Bueno, al menos se divierte.
—Me parece que hoy no ligas. —Alex, a Dy.
—Dame unos minutos. El nene nunca entra a la primera.
—Ni un puto chiste con la doble intención.
—¿Ahí sí entras siempre a la primera, Hug?
Me descojono.
—Hablando de ligar: tú hoy te has puesto la ropa de follar —me dice
Adri. Qué observador es cuando quiere.
—No me he puesto la ropa de follar —me defiendo. Aunque, joder, claro
que me he puesto la ropa de follar. Estamos en una quedada de tíos. O
estábamos en una quedada de tíos.
—¿Y eso que llevas qué es? —Señala mi atuendo.
—Es la ropa de follar —sentencia Hugo.
—Lo es. —River.
—¿De qué habláis? —pregunta Dylan.
—Hablamos de la ropa de follar de los Cabana —le explica Jaime—.
Pantalón vaquero y camiseta blanca de manga corta. No les falla nunca.
Desde los catorce, por lo que me han contado… fuentes ajenas.
—Vamos, que te lo ha contado mi mujer.
Fijo.
—Puede que sí, puede que no.
—Ya.
Durante un segundo, noto veinte ojos mirándome de arriba abajo. Estoy
por dar una vuelta sobre mí mismo y todo.
—¿Esa es la ropa que os ponéis cuando queréis follar? —pregunta Julen.
Parece francamente interesado. Y divertido. Tiene pinta de ser un buen tipo.
Extravertido. Directo. Simpaticón.
—También follamos sin esa ropa —le aclara Adri. Que quede claro,
hombre, por favor.
—Pero con esa ropa, siempre. No falla.
—Yo lo he visto —aporta Alex—. Desde mis doce, más o menos.
—Yo todavía no lo he visto —opina Dawn en general, aunque,
clarísimamente, se lo dice a Adri—. No sé, no veo a las mujeres saltándote
encima.
—No estás mirando bien. —Y otro guiño.
—¿Pantalones vaqueros y camiseta blanca? —le pregunta Dylan a mi
hermano—. Tú usabas muchísimo esa ropa cuando me instalé en tu casa y
aún no estábamos liados. Me acuerdo porque estabas guapísimo. Era una
tortura. —Mi hermano le guiña un ojo en respuesta—. Qué cabrón.
—Sería el subconsciente. No recuerdo hacerlo a propósito.
—Ya, seguro. ¡No me lo puedo creer! ¿Cómo no ha llegado antes esta
información a mi poder?
—Misterios de la vida.
—Así que te has puesto la ropa de follar —me susurra Mencía al oído.
Me sorprende tanto que incluso doy un respingo. Por lo inesperado. O quizá
por el sonido de su voz en mi oído. O su olor. No lo tengo claro. Tal vez
sea… No sé. ¿Qué es, Marc?
—Ha sido casualidad. —Giro la cabeza para mirarla a la cara. Estamos
más cerca de lo que yo creía. Y me doy cuenta de que durante toda la noche
hemos permanecido el uno al lado del otro en todo momento. Ella me
repasa de arriba abajo, por segunda vez, y sonríe. Está un poco tocada por el
alcohol. Pero le gusto. Vale, tranquilo, Marcos.
—Mientras nos decidimos a cantar o a ligar, podemos pedir una ronda de
chupitos —sugiere Julen. Si ya sabía yo que el vasco era un buen tipo. Mi
radar no falla.
—Bien —acepto—. Yo quiero algo fuerte.
—Algo fuerte. Entendido.
—No dejes elegir al vasco —me dice Jaime—, que nos pide un chupito
escupefuegos o algo por el estilo. Los vascos son muy brutos.
—¿Has probado a alguno? —le devuelve Julen.
—A cientos.
El vasco arquea una ceja. El vallisoletano guiña un ojo. Joder.
—No hay rival —pronunciamos mis tres hermanos y yo a la vez.
—Ya estamos otra vez. —Dylan.
—¿Qué insinúas? —me pregunta Mencía.
—Puede que vosotros seáis vascos, pero nosotros somos Cabanas.
Mis hermanos asienten. Y Alex.
—Juls, ya sabes lo que tienes que hacer.
El vasco asiente con la cabeza y llama al camarero.
—Quiero once chupitos de lo más fuerte que tengas. Sin medida. Somos
de Bilbao.
El camarero extrae una botella de debajo de la barra, una botella de un
color que prefiero no describir, pero que tira hacia el verde. Dispone once
vasos de chupito, de los alargados, encima de la mesa y los llena hasta
arriba.
—Vale, así está la cosa —explico yo—. Hay que beberlo de un trago. El
que no lo haga pierde. El que tosa también pierde. Y el que carraspee,
obviamente, pierde. ¿Alguna duda?
—No —responde la mayoría. Los tres vascos, los primeros.
—No apostéis contra un Cabana —dice Alex—. Solo por cabezonería,
ganan. Yo paso, que mañana quiero estar entero.
—Yo también paso —añade Jaime—. Pocas veces me verás apostar
contra un Cabana. Lo hacen todo juntos desde… siempre. Demasiada
experiencia. Y, además, quiero disfrutar de las vistas.
—Lo mismo digo. —Dawn.
No estoy seguro de a qué vistas se refieren. Ninguno de los dos.
—Así que ¿hacéis todo juntos?
—Sip. —Adri nos mira fijamente a River y a mí; después, nos guiña un
ojo. Vale, el trío sexual. ¿Qué puedo decir? Íbamos bastante contentos; era
la noche de San Juan. Éramos adolescentes. River se enrolló con una tía,
muy guapa, por cierto; la recuerdo con el pelo de algún color inusual. Yo
los interrumpí para avisarlos de que me iba a casa cuando ella ya le sobaba
el culo a mi hermano, y entonces me preguntó si quería unirme con un gesto
de su dedo índice y una mirada de puro placer. Fui como una marioneta
manejada por los hilos de sus manos. Una cosa llevó a la otra y nos lo
montamos ahí mismo los tres, en aquel rincón escondido de la playa. Y
cómo disfrutamos. Recuerdo que Riv y yo nos corrimos a la vez. Qué puta
compenetración.
—Pues muy bien. —Julen. Eh, sí, ¿por dónde íbamos?—. Vascos contra
Cabanas.
Ah, vale.
—Y contra Carbonell.
—Espera, espera —le dice River a Hugo—. ¿Dejas a tu marido jugar en
nuestro equipo? ¿Y si tose? No me jodas, Hugo.
—No va a toser. ¿Te crees que de lo contrario lo dejaría estar con
nosotros?
—Eso es cierto —apoya Adri—. Yo confío en Hugo.
—Vale, yo también.
—Y yo —digo. En lo que a estrategia se refiere, confío en Hugo con los
ojos cerrados.
—Yo me cago en todo —responde Dylan—. Hoy la tenemos.
—¡Pero si te he integrado en mi equipo! —se defiende Hugo.
—Oh, qué honor que no me mandes con los vascos.
—Pues sí.
—Yo, como vasco, me siento un poco ofendido.
Dylan masculla. Yo corto por lo sano.
—Venga, vamos, que se nos calientan los chupitos.
—Vale, pero lo dejamos en vascos contra Cabanas, que Dylan es un
Cabana.
Joder, Hugo, cómo te lo montas de bien. Dylan sacude la cabeza.
—Ahora arréglalo —refunfuña. En el fondo está encantado. Más que
encantado. Y Hugo no ha dicho nada que no sea verdad.
Mi hermano le guiña un ojo. Adri y River ríen. También los vascos. Y
Dawn.
Bueno, preparados, listos, ya. Cogemos cada uno un chupito y contamos
hasta tres, llevándonoslo a la boca casi al mismo tiempo, con el sonido de
Take on Me, de A-ha, de fondo. Los tipos que la cantan en el escenario no
lo hacen mal del todo. Repito: en este karaoke hay mucho nivel.
Julen es el primero en terminar. Coge uno de los chupitos que ha sobrado
y se lo bebe también. Y Hugo hace lo mismo. Y River. Faltaría más,
hombre. Cuando todos dejamos nuestros vasos vacíos en la mesa, parece
que hay un empate, pero entonces alguien tose. Alguien tose. Y yo
reconozco ese sonido. Ha sido Mencía. HA SIDO MENCÍA. Me parto de risa.
—¡¡No me jodas, Mens!! —grita su hermano.
—Mierda, estoy desentrenada. Y tú no te rías —me dice.
Tarde. Muy tarde. Después de reírme durante largos segundos en su cara,
y de que mis hermanos y Dylan se vitoreen entre ellos como putos locos y
choquen las palmas, le tiendo la mano y la acerco a mí. ¿Por qué? Porque
cuando llega el momento de hacer algo, uno simplemente lo sabe. Y ha
llegado el momento de disculparme con ella.
—Siento haber sido un capullo en la unidad. ¿Hacemos las paces? —Me
mira con una desconfianza más que justificada. ¿Quizá voy demasiado
rápido?—. O… ¿qué te parece si vamos poco a poco? ¿Si yo trato de no ser
tan cabrón y, a cambio, tú intentas hablar primero y disparar después?
Sonríe una vez más. Eso es bueno.
—Creo que estaría bien.
Le propino un codazo amistoso. Ella me mira con antipatía fingida. Yo le
señalo el escenario con la cabeza. Te toca. Su hermano ya está eligiendo la
canción; eso es saber perder y lo demás son tonterías.
Y antes de que a Mencía le dé tiempo a escapar, Julen la coge de la mano
y la conduce al escenario. Nahia libra. Ninguno decimos nada. Comienza a
sonar la melodía de la canción que ha elegido Julen y yo la reconozco al
instante. Me descojono de risa mientras ellos comienzan a cantar. Y no lo
hacen mal, nada mal. Parece que llevan toda la vida practicando. Y es muy
probable que así sea: la conexión entre ambos resulta innegable.

Soy Willy Fog, apostador


que se juega con honor
la vuelta al mundo.

—Qué mona es —me dice Dylan, aproximándose mucho a mí para crear


una burbuja de intimidad. El resto de mis hermanos y Alex hacen lo mismo.
Todos muy cerca de mí.
La contemplo todo lo que no me he permitido hacerlo hasta ahora. La
miro de arriba abajo; aprecio ese vestido de color rojo, que en su cuerpo es
una puta fantasía, y también me fijo en su expresión. Se está muriendo de la
vergüenza, pero ahí sigue, dándolo todo junto con su hermano encima del
escenario.
—Cállate.
—Es muy guapa y parece buena chica —me dice Hugo.

Aquí estoy, soy Rigodón.


Yo, Tico, el campeón.
Yo soy Romy, dulce y fiel.
Y vivo enamorada de él.

—Es buena chica —afirma Riv.


—¿Y tú cómo lo sabes?
River encoge los hombros. No cuela.
—La has investigado —afirma Adri.
—Joder, Riv.
—¿Qué? Es lo que hay.
—Yo me he perdido. —Esa es Dawn. Se ha sumado a nuestro pequeño
grupo sin que nos demos cuenta. Jaime y Nahia observan divertidos a
Mencía y Julen y comentan la jugada entre ellos.
—Qué desolación —acota Adrián.

Son ochenta días, son.


Ochenta nada más.
Para dar la vuelta al mundo.
Londres, Suez, también Hong Kong.
Bombay, Hawái, Tijuana y Singapur.

—Me gusta —me susurra Alex al oído.


—Es la de Asuntos Internos.
Repítete eso todas las veces que necesites, Marc, pero también es la tía
más guapa que has visto en la vida. Y con la que pasaste una noche de puta
madre.
—¿Ya le has pedido perdón?
—Sí.
—Bien hecho, hermano.
—Eres el mejor.
—Ahora tienes que acercarte a ella. Un roce en el baño, por ejemplo.

En barco, en elefante, en tren.


Ven, ven con nosotros, ven.
Lo pasaremos bien.

—No pienso rozarme con ella en el baño.


—Pues un baile. Así haces las paces del todo.
—¿Por qué tengo la sensación de que ahora todo el mundo usa el «pues»
sin parar?
—El baile, Marc. No desvíes la atención.
—¿Qué baile?
—Que bailes con ella.
—Y le cantas al oído.
—Tú estás flipado.
—Con el nene funciona para todo. Y, en serio, no hay nadie más difícil
que él. Bueno, el pollito tiene lo suyo también. Vaya familia, joder.
—No pienso hacer eso. No pienso cantarle al oído.
—Ya veremos.
—Sería el acercamiento definitivo. Yo también lo veo.
—No puedes quedar como un borde, Marc. Arréglalo.
Joder.
Jaime se acerca a nosotros y habla con Dylan sin dejar de ojear el
escenario. O sin dejar de mirar a Julen.
—Ese es como tú —le dice a mi cuñado.
—¿Encantador? ¿Un milagro de la naturaleza?
—Como tú antes de Hugo. Le gusta meterla en caliente. Da igual dónde.
—Ese también eres tú.
—No. Yo me enamoro de la persona, no del sexo. Es diferente.
Joder. Menos mal que esto se acaba ya.

Ven con nosotros, ven.


Lo pasaremos bien.

Mencía y Julen bajan del escenario y los recibimos con más vítores. Lo
han hecho bien. Muy bien. Podría decir incluso que me siento orgulloso.
Pero eso es improbable, porque no experimento por ella un afecto como
para sentirme así.
Y otra ronda de chupitos para todos.
Y otra.
—Venga, vamos —me apremia Dylan un rato después, cuando el alcohol
navega por mis venas a sus anchas—; una canción, tú y yo.
No sé si es el alcohol el culpable o qué me pasa, pero mi respuesta es:
—Joder, vamos. Malo será que contigo de pareja lo haga mal. Es
imposible.
—Yo no tentaría a la suerte.
—Dylan canta bien hasta inconsciente —lo defiende su marido.
—Pero Marc, no.
—Capullos. Os vais a enterar. Vamos, babe. Pollito, ¿te animas?
—Para la próxima.
—La gente se va a dar cuenta de que eres tú —le recuerda River a
Dylan. Hasta ahora nos hemos mantenido ocultos en un rincón bastante
oscuro (la iluminación en este local brilla por su ausencia), pero una vez
que Dylan salga a escena, por mucha gorra que lleve puesta y muchas gafas
de intelectual… lo van a pillar.
—Aquí todos van muy pasados. —Sí, empezando por nosotros—. No
creo que lo reconozcan.
—Y si lo hacen, lo negaré.
—Vamos a salir en las noticias.
—Bienvenidos a mi mundo. —Hugo.
—Vamos, Marc.
—Espera, ¿qué canción has elegido?
—Tranquilo, te va a encantar.
Joder, qué miedo. Allá vamos.
20 Comienza el apocalipsis de la música

Ver a Marc subir al escenario con esa cara de susto, por mucho que él
intente hacerse el duro, es impagable, pero es que cuando empiezan a sonar
los primeros acordes de la canción y la identifico (Man! I feel like a
woman!, de Shania Twain)… Hacía tiempo que no disfrutaba tanto de…
nada. Yo pagaría por ver este espectáculo. Pagaría mucho dinero. Y se
desarrolla gratis frente a mis ojos.
Julen se sitúa a mi lado, cruza los brazos frente al pecho y compartimos
una mirada confidente. Volvemos a centrarnos en el escenario a la vez.

Let's go, girls. Come on!

Es Dylan quien empieza a cantar, y es alucinante. No solo cómo canta.


No solo ese falsete que es bajabragas, bajacalzoncillos y bajatodo. Es cómo
se mueve. El dominio que posee sobre el escenario, a pesar de tratarse de un
karaoke. Se lo come solo con su presencia. Y esa manera de asir el
micrófono. Es tan provocativa que me iría ahora mismo a la cama con él.
Sin pensar. Y por la manera en que lo mira Julen, él también.

I'm going out tonight, I'm feelin' alright.


Gonna let it all hang out.
Want to make some noise, really raise my voice.
Yeah, I want to scream and shout.

Y le toca a Marcos. Oh, Dios. OH, DIOS. Su familia comienza a


troncharse en cuanto abre la boca. El inglés, muy bien, perfecto; es lo único
bueno que puedo decir. Porque canta fatal. Pero fatal fatal. Escondo la cara
entre las manos a causa de la vergüenza. No puedo dejar de reírme. Ay,
Dios, qué bochorno. «No, no te tapes los ojos. Esto tienes que verlo y
recordarlo por siempre jamás».
No dejo de contemplarlo durante el resto de la canción. Cómo va
adquiriendo confianza poco a poco. Cómo se mueve al compás de Dylan.
Cómo menean ambos las caderas al mismo tiempo, uno pegado al otro. El
baile que se marcan y lo mucho que lo disfrutan. Creo… creo que es el
mejor espectáculo que he presenciado en mi vida. Creo, no. Lo es. Sin
ninguna duda. Y el inglés no es el único punto positivo que tiene Marcos.
Esa manera de moverse… Me estoy poniendo tonta y todo. Dios, me estoy
poniendo cachonda solo de verlo. ¿He dicho que me iba con Dylan a la
cama? Lo retiro. Me voy con Marcos. Antes me voy mil veces con Marcos.
Lo desnudo y me lo llevo al baño. Ahora. Ahora y durante el resto de mi
vida.
La sala prorrumpe de pronto en aplausos y yo me percato de que se ha
terminado la canción. Julen me arrea un golpe en el brazo; lo miro con
renuencia (porque Marc aún no ha bajado de la tarima y yo no puedo
apartar la vista de él) y veo que me hace un gesto en la barbilla que viene a
significar: «La baba, Mens. La baba».
Cuando Dylan y Marcos llegan a la mesa, los suyos los llenan de
abrazos, vacilones, bailoteos (imitándolos) y muchas risas. Pero Marcos
solo tiene ojos para mí. Y se acerca, con esa sonrisilla de canalla.
—Vamos, dilo —me apremia.
—Ha sido bochornoso —contesto muy seria.
—¿Bochornoso? —repite, dos escalas por encima de su tono de voz. Yo
me aguanto la carcajada que está a punto de salir de mi boca.
—Bochornoso.
Marc va a contestarme, pero entonces comienza a sonar una nueva
canción y lleva la mirada inmediatamente a Dylan. Y Dylan, a él. Al
instante, ambos sacan un pañuelo de sus respectivos pantalones, se lo ponen
en la cabeza y empiezan a bailar como locos. Como si estuvieran solos. Lo
cierto es que la música me suena. Me suena muchísimo.

Try to be best.
‘Cause you're only a man.
And a man's gotta learn to take it.

—Han visto juntos la película de Karate Kid con mamá. Dylan no la


había visto antes, y después, decidieron en un desayuno estar siempre
preparados por si surgía la ocasión —les explica Adrián a sus hermanos con
naturalidad. Con una naturalidad asombrosa, teniendo en cuenta lo que
están haciendo su hermano y su cuñado.
—¿Me estás diciendo que van todo el día por ahí con un pañuelo en el
bolsillo del pantalón, por si de casualidad suena la canción de la película,
para ponérselo y hacer el idiota? —le pregunta River.
—Sí.
—Lo que me parece increíble es que haya sonado la canción —opina
Jaime.
—No ha sido por casualidad. La he pedido yo. Esto tenía que verlo.
Tengo que mandárselo a Pris y a mamá.
Adrián saca el móvil y lo graba todo todo. Qué capullo y qué buenas
ideas tiene.
—Hugo —interviene River—, contrólame más esos desayunos, que mi
mujer está ahí metida, joder.
—Eso te digo yo a ti. Ve tú y los controlas. Yo he tirado la toalla. Se les
va mucho.
—Confiaba en ti, Alex.
—Yo bastante tengo con impedir que le den de comer a mi hijo.
River frunce el entrecejo.
—No preguntes —le aconseja Hugo.
—Ya le tocar…
La frase de Alex se ve interrumpida por Marc y Dylan, que lo cogen
cada uno de un brazo y lo arrastran con ellos a bailar. Alex intenta evitarlo
por todos los medios, pero al final se rinde. Y los tres se acompasan
bastante. Estos pasan mucho tiempo juntos. Sobre todo, Alex y Marcos. Se
ve la camaradería de lejos.
—Tú eres el siguiente —le dice Adrián a Hugo.
—Lo sé.
Se acerca a la barra y le pide seis chupitos al camarero. Se toma dos de
un trago y les ofrece los otros a River y a Adrián, que los aceptan
encantados. Se los terminan en el mismo instante en que Dylan y Marcos
vienen a por ellos. Y allá que se van todos, seguidos por Jaime, que se une
de manera voluntaria. Y por Dawn, porque Dylan también la aferra del
brazo y la obliga a bailar. La chica es algo reacia al principio, pero
enseguida entra al trapo. Dios, creo que vamos todos demasiado borrachos.
Hasta yo saldría a bail…
—¿¿Julen?? —grito cuando veo que mi hermano se encamina hacia allí.
¿Él también? Pues sí. Él también. Camina de espaldas, bailando; se despide
de mí con la mano y se une a los Cabana y compañía, juguetón como hacía
tiempo que no lo veía.
Julen no ha tenido un año fácil. Problemas amorosos de los gordos. De
los muy gordos. O, más bien, que el imbécil que se hacía llamar su novio
resultó estar ya casado con otro, y un domingo de enero todo saltó por los
aires. Fue un palo. Horrible. Jamás había visto a mi hermano en tal estado
de tristeza y ansiedad. Él no es así. Él es vida. Pura vida. Por eso me gusta
tanto verlo ahí, dándolo todo y pasándoselo bien. Sonriendo de verdad por
primera vez desde hace muchos meses, rodeado de gente desconocida.
Rodeado de los Cabana.
Los Cabana. Menuda familia. Escucharlos interactuar es todo un
número. Un número al que creo que podría hacerme adicta. No sé cuál de
ellos me gusta más, porque creo que me gustan todos, salvando a Marcos,
claro. ¿Y Dylan Carbonell? Jamás lo habría imaginado así, tan natural, tan
espontáneo, tan… normal. Todos ellos encajan a la perfección. Juntos, y por
parejas. Cualquier pareja. Podría jugar al Memory con sus fotos e, hiciera la
combinación que hiciera, sería correcta. Encajaría.
En un momento determinado, varias personas se acercan al grupo a
fisgonear; sin duda se han dado cuenta de que Dylan es Dylan, pero River y
Marcos dejan bien claro, mediante actitudes y palabras, que no son
bienvenidas. No sé qué dicen o hacen, pero funciona.
—¿Cuándo pensabas contármelo?
Nahia. No me giro para contestarle. No puedo. No por ella, sino por lo
que tengo enfrente. Es demasiado bueno.
—¿Contarte el qué?
—Que estabas liada con Marcos Cabana.
—No estoy liada con Marcos Cabana.
—No es lo que he entendido.
—Nos acostamos antes de que yo llegara a la unidad. Pensé que no
volvería a cruzármelo. No ha pasado nada más.
—No es lo que yo he visto, Mencía. No es lo que yo estoy viendo.
Ahora sí giro la cabeza para mirarla. Está seria. Circunspecta.
—¿Qué estás viendo?
—A Marcos y a ti follándoos con la mirada. Mucho y muy fuerte, amiga
mía.
—No estamos liados.
—Todavía.
—Nahia.
—Mens… —La canción termina y el grupo regresa a nosotras, disperso,
cada uno por un lado—. Ya hablaremos.
Me fijo en Marcos: viene acompañado de Adrián y de Dylan, que le
rodean los hombros y murmuran en su oído algo que no le gusta un pelo.
Pero los otros insisten. Y ríen. Y lo empujan. Lo empujan hacia mí. Lo
empujan con tanto ímpetu que incluso chocamos. Marcos cae encima de mí
y por poco no nos vamos los dos al suelo. La pared nos ha salvado. O no.
—Capullos —masculla—. ¿Estás bien?
—Sí.
Aunque se me han acelerado el pulso y la respiración. Porque yo estoy
contra la pared y él está sobre mí. Porque estamos muy cerca. Tan cerca
como cuando nos acostamos. Tan cerca como para distinguir las motitas
amarillas de sus ojos y las pecas de sus mejillas. Tan cerca como para captar
su olor. Y el de su colonia. Ese que ya me sé de memoria. Tan cerca como
para advertir las gotitas de sudor en las puntas de su cabello, aún sujeto por
el pañuelo rojo y blanco, y húmedo por el baile. Tan cerca como para que él
percibiera mi excitación si se lo propusiera. Porque salta a la vista. Así de
cerca.
Una nueva canción empieza a sonar. También me suena muchísimo: es
Moonlight Shadow, de Mike Oldfield. Es lo que suele suceder en los
karaokes, que se encadenan los grandes éxitos. Marcos hace amago de
separarse de mí, pero entonces su hermano y su cuñado, que no nos han
quitado los ojos de encima, lo espolean de nuevo y no permiten que se
aleje. Marcos, tras otro juramento, me coge de la mano, de la cintura y
comenzamos a bailar.
—Joder, me los voy a cargar.
Pero ¿qué hace?
Marcos
—Cántale al oído —me susurra Dylan mientras volvemos a la mesa donde
se encuentran Nahia y Mencía, después de montar el espectáculo del siglo.
—¡Sí, eso es perfecto! —lo secunda Adri, que se ha unido a esta locura.
Y tanto él como Dylan no dejan de azuzarme y de sugerirme que le cante al
oído a Mencía. ¡No pienso cantarle al oído!
—¿Estáis locos? No.
Pero ¿cómo voy a cantarle al oído? ¿Están pirados o qué les pasa?
—Venga, si te sabes la siguiente canción, se la cantas. Y así le pides
disculpas del todo.
—Ya le he pedido disculpas.
Me ignoran, por supuesto.
—Si te la sabes, será cosa del destino.
—Justo.
—¿Ahora sois Chip y Chop? Dejadme en paz.
Es entonces cuando Dylan y Adri me empujan encima de Mencía, que
no cae al suelo de puro milagro.
—Capullos.
Le pregunto si está bien; ella me contesta que sí, o creo que dice que sí,
porque no logro oírla. Joder, es preciosa. Y de cerca lo es todavía más.
Tengo que hacer un esfuerzo para no… para no…
—¡Marc! Cántale al oído. —Mi cuñado gesticula con la boca desde un
extremo.
Voy a mandarlos a la mierda a los dos cuando la música comienza a
sonar y…, mierda, me la sé. Hago un último esfuerzo por separarme de
Mencía, pero Adrián y Dylan me lo impiden. Puto destino, puto Adrián y
puto Dylan.
Cojo una de las manos de Mencía, le rodeo la cintura con la otra (Dios,
qué puta fantasía tenerla de nuevo entre mis brazos) y comenzamos a bailar.
—Joder, me los voy a cargar.
—Muy bien, Marc. Dale ahí —continúa Dylan, moviendo solo los
labios. También me guiña un ojo. Ambos estiran los pulgares y yo, en
respuesta, les enseño el dedo corazón con la mano que sujeta la espalda de
Mencía.
—¡Que os calléis! —grito lo más bajo que puedo, pero…
—¿Qué?
… Mencía se da cuenta. Por supuesto que se da cuenta. Me mira con la
frente arrugada y a mí no se me ocurre otra cosa más que acercar mi cuerpo
al suyo, mi boca a su rostro, alejarnos lo máximo posible de la gente que
nos rodea y cantarle al oído:
—«The trees that whisper in the evening carried away by a moonlight
shadow».
Mencía se estremece. Mi cuerpo reacciona con un escalofrío que me
nace de la espina dorsal. Me niego a darle sentido a nada.
—«All she saw was a silhouette of a gun far away on the other side. He
was shot six times by a man on the run».
No quiero levantar la mirada, me encuentro demasiado cómodo en esta
situación, pero cuando mis labios, sin dejar de moverse, comienzan a
deslizarse por su piel, me obligo a hacerlo. La miro a la cara y tropiezo con
sus ojos. Brillan de pura… ¿excitación? Pues claro, ¿a quién quiero
engañar? La atracción física que sentimos el uno por el otro pueden
advertirla hasta los del bar de enfrente. Y eso que ya está cerrado a estas
horas. Me río y niego con la cabeza. Joder, la hostia.
Nos desplazamos por todo el local al son de la música. Muy unidos. Muy
solos. Y esto es una disculpa es toda regla, porque lo es. Ella lo entiende.
Con mi última nota —desafinada—, Mencía no sabe si excitarse más o
descojonarse de risa. Yo tampoco. Porque me pone a cien que mi voz
desentonada sea capaz de estremecerla.
Por suerte, todo acaba antes de que el bulto en mi pantalón sea evidente,
de nuevo, hasta para los del bar de enfrente. La música cesa y nosotros nos
detenemos con ella. Y nos quedamos parados en el centro de la pista, con
decenas de personas a nuestro alrededor y luces fluorescentes envolviendo
nuestros cuerpos, mirándonos a la cara y sin saber qué decir. Pocas veces
me quedo sin nada que decir. Muy pocas veces. Vamos, Marc, suelta algo
ingenioso. Pero no surge nada. Estoy en blanco. Tan en blanco como la
página de mi vida un segundo antes de nacer.
Mencía
Recuerdo el impulso de besarlo que sentí en la terraza de aquel hotel la
noche en que acabamos en la cama. Lo recuerdo porque lo estoy
reviviendo. Pero ¿qué me pasa a mí con este chico? ¿Qué tienes que te hace
tan especial, Marcos Cabana? Ni en mis peores años de adolescencia me
sentí de esta manera. Como si se me fuera media vida en besar la boca de
una persona. No, como si se me fuera media vida, no. Como si pudiera
pasar media vida besándolo. Es de locos.
Y ahora, ¿qué?
Un movimiento en mi flanco derecho me distrae. Retiro la mirada de sus
ojos y veo a mi hermano señalar el karaoke. Está solo; los Cabana deben de
andar por ahí, a lo suyo (tan a lo suyo que me parece ver a Adrián y a Dawn
enrollándose en una esquina, contra la pared). No entiendo nada hasta que
la siguiente canción comienza a sonar. Oh, Dios. Ya le vale. Lo voy a matar:
Lady, lady, lady, lady, de Joe Esposito. Es nuestra canción. La de Marcos y
mía. Solo que él aún no lo sabe.
Nadie sube al escenario a cantar. Julen ha pedido esta canción para
nosotros, así que solo se escucha la melodía de fondo, bien alta por todo el
local. Y mi siguiente movimiento… debe de ser consecuencia del alcohol, o
de la excitación, o de Marcos Cabana, tan apetecible frente a mí con ese
pañuelo en la cabeza, esas pecas y esa boca entreabierta. Estiro la mano,
saco el dedo índice y le indico con él que se acerque a mí: «Ven aquí».
Marcos viene. Sin pensárselo ni un segundo. Y entonces le canto yo al
oído.
—«Frightened by a dream. You're not the only one. Running like the
wind. Thoughts can come undone».
Le canto toda la canción sin que dejemos en ningún momento de
mecernos con lentitud. Sin que dejemos de tropezar cuando nuestros pies se
enredan, en un intento de dar vueltas bajo el eje de su mano. Pero es tan
perfecto. Tan perfecto… Tan nosotros.

Mientras me meto en la cama, resuena en mi cabeza la última canción que


hemos bailado todos juntos como locos en el karaoke: Tras la barra, de
Platero y Tú. Y la sonrisa pecosa de Marcos brilla en mi retina, su olor en
mi sistema y su nombre en mi teléfono móvil. Porque apenas nos hemos
separado hace veinte minutos y acaba de mandarme un mensaje.

Marc:
Imagínate un apocalipsis donde no pudiéramos hablar. Solo cantar y bailar.
Mencía:
Tú estarías perdido. No durarías ni media hora.
Marc:
Eh, que he dicho que también hay que bailar. Yo bailo de puta madre.
Mencía:
Está bien. Tú solo durarías dos días, pero ¿sabes qué?
Marc:
¿Qué?
Mencía:
Que yo te protegería.
Escribiendo…
Escribiendo…
Escribiendo…

Marc:
Contaba con ello.
Mencía:
¿Desde cuándo?
Marc:
Lady, lady, lady, lady. When will I ever hear you say.

Él me canta Joe Esposito y yo le devuelvo Mike Oldfield. Justo al revés


de como lo hemos hecho en el karaoke.

Mencía:
I stay, I pray. See you in heaven far away.
Marc:
Buenas noches.
Mencía:
Buenas noches.
Marc:
Sigues siendo la tía más guapa que he visto en mi vida.

Dejo salir una carcajada. Esto somos nosotros. Porque ya hay un


nosotros. No sé quiénes somos. No sé lo que somos. Pero ya hay un
nosotros.
—¿De qué te ríes? —me pregunta mi hermano.
—Ponme música, Juls.
—Solo si me lo cuentas todo.
—¿Tienes sueño?
—No.
—Oye, ¿y tú?
—Yo, nada.
—He visto a Jaime revoloteando a tu alrededor.
—Sí, yo también.
—¿Y?
—Y lo he espantado. No estoy para gilipolleces, Mens.
—Ya lo sé. —Me acerco a su lado de la cama y apoyo el codo en la
almohada. Julen mira hacia el techo—. ¿Qué le has dicho?
—Le he dado un consejito. Le he dicho que, para la siguiente ocasión,
cuando quiera entrarle a alguien, deje de mirar con anhelo al rubiales cada
dos segundos.
¿Al rubiales? Espera…
—¿A Hugo Cabana?
Julen asiente con la cabeza.
—A Hugo Cabana.
Vaya.
—Menuda noche, ¿no?
—Y tanto. Venga, comienza a largar.
Y se lo cuento todo. Y nos reímos juntos. Y recreamos las situaciones
juntos. Y cantamos juntos hasta quedarnos dormidos cuando el amanecer ya
asoma por el horizonte.
Menuda noche.
21 El desayuno es la comida más
importante del día

Marcos
La resaca de los treinta no es la misma que la resaca de los veinte. Eso es
así para un geo, para un poli y para todo hijo de vecino. Pero ni por toda la
resaca del mundo me pierdo yo un desayuno con mi familia. Además, como
hoy es domingo, se han apuntado casi todos. River y Hugo han venido con
la excusa de que alguien tiene que vigilarnos para que los desayunos no se
nos vayan de las manos (tarde), pero no es más que eso: una excusa. Nos
adoran. Y punto.
Tres mesas hemos tenido que juntar para sentarnos todos. Nueve adultos
y un bebé. Pris, Adri, Hug, Riv, Alex, Dy, Cata, Jaime, Álvaro y yo. Esto ya
es imparable.
—¿Desde cuándo hay tronas y un parque de juegos infantil en el pub? —
pregunta Priscila nada más entrar, empujando el carrito de mi sobrino.
Señala la trona de Álvaro en nuestra mesa y el pequeño espacio acolchado y
provisto de juguetes en un rincón. Y, por supuesto, Chas y aparezco a tu
lado, de fondo. Pues sí que hacía tiempo que la niña no pasaba por aquí.
—No hay tronas y un parque de juegos infantil, Pris —le explica Adri—.
Pedro ha comprado una trona para tu hijo y le ha asignado un espacio en esa
esquina para que los Marcalex, digo, para que tu marido y tu hermano
puedan desayunar tranquilos.
Correcto.
—Pero ¿qué me estás contando?
—Tal cual.
Priscila niega con la cabeza. Comprueba que Álvaro está dormido como
un tronco en el carro y se sienta en uno de los extremos de la mesa, con el
niño a su lado.
—Ahora entiendo que ni Alex ni el niño salgan de aquí.
—La casa se nos cae encima las horas que tú no estás, Reina del
Desierto. Hemos tenido que buscarnos la vida.
Pero qué morro tiene. Le guiño un ojo. Bien jugado, tío. No hay más que
ver la cara de complacencia de mi hermana. Si es que la niña se lo cree todo
a pies juntillas. Alex me devuelve el guiño.
—Oye —nos dice entonces Dylan—, ¿nadie va a comentar nada de los
M&M's? Yo muero por hablarlo en familia.
Joder.
—¿M&M's? —Pedro arruga el ceño. Acaba de llegar a la mesa, con
parte de nuestro desayuno en una bandeja—. ¿Los caramelos de chocolate?
—No, joder —le responde Dylan—. ¿M&M's? ¿Marvasca?
Pedro continúa sin entenderlo, aunque parece que se le enciende una luz.
Una luz incorrecta, me da a mí.
—Creo que son malvaviscos, no malvascas —le dice, colocando los
cafés uno a uno encima de la mesa—. Y de eso no tengo. Pero tengo otra
cosa que te va a encantar. Ahora te la traigo.
—Marcos y la vasca —aclara Dylan, como si fuera la mayor obviedad
del mundo.
Yo lo he pillado a la primera, que conste. Repito: paso demasiadas horas
con mi cuñado. El resto de mi familia también lo ha pillado a la primera.
—¿Qué ha pasado con la vasca? —me pregunta Pedro.
—Eso queremos saber todos.
Eso quiero saber yo también, estoy a punto de decirles. Pero me callo
por mi salud mental. Y hablando de salud mental: hoy he quedado con Ali
para tomar un café y no sé cómo sentirme al respecto. Es el cuarto café que
nos tomamos ya. No sé yo si estamos quedando demasiado últimamente.
Reconozco que la conversación es entretenida. Dos años de ponernos al día,
nada más y nada menos. Es increíble la cantidad de cosas que nos han
sucedido a ambos en el tiempo que hemos pasado sin hablarnos.
—Ay, sí —suplica Pris—. Ponedme al día. Por cierto, Alex llegó
superentero a pesar de las horas.
—Porque yo lo cuidé —le digo a mi hermana, desconectando del tema
de Alicia y nuestros cafés.
Ella me sonríe. Los demás me miran con la ceja arqueada; encojo los
hombros.
—¿Y a tu hijo qué le pasa? —le pregunta Pedro a Priscila. Se ha
quedado de charleta—. ¿Por qué está dormido a estas horas?
Joder.
—¿Cómo que por qué está dormido a estas horas? Es su hora de la siesta
de media mañana. La echa a diario.
Tanto Alex como yo lo miramos con un: «Pero ¡hombre!». Él reacciona
enseguida.
—Ah, claro, claro. Que me he despistado con el reloj. Qué bonito el País
Vasco, por cierto —me dice. Acto seguido, coge su bandeja y se refugia
detrás de la barra.
—Al grano, Marc.
Que no me da la gana, coño. No quiero pensar en Mencía. Con quince
horas al día es suficiente, gracias.
—Decidme si es maja, al menos —nos pide Pris—. Muero de la
curiosidad.
—Mucho ojo tú con tu curiosidad y con tu ardilla. Que luego lo largáis
todo.
Mi hermana escribe una columna de humor en el periódico de la familia
de Alex. Habla a través de su ardilla, Pristy, y tienen un peligro notable en
lo que consideran «noticias importantes de ámbito local».
—A ver cómo te lo explicamos de una manera rápida para que lo
entiendas —empieza Jaime—. Mencía es…
—O podemos dejar a la vasca en paz —digo yo.
—… es muy Hugo —suelta Jaime, ignorando mi queja—, pero en chica.
—¿Es Huga? —pregunta Cata.
Dylan se ríe y da un golpe en la mesa.
—Justo. Joder, qué buena.
Entonces ambos se parten de risa.
—Tú no cobras a fin de mes —le dice Hugo a Cata—. Y tú no follas —
le dice a Dylan.
Ahora el que se descojona soy yo.
—No puede hacer eso —se queja Dylan, mirándonos al resto.
—A mí, no, que soy trabajadora por lo legal. ¿A que no puede, Riv? Lo
tuyo, ya…
River no se pronuncia, solo intenta aguantarse la risa, como los demás.
—Y yo soy marido por lo legal. Babe… —Dylan mira a mi hermano con
cara inocente, pero sin dejar de reírse. No cuela.
—Abrimos investigación —añade Cata—. Si hay que hacerse abogados,
nos hacemos abogados.
—Venga —contesta el otro.
—Tú y yo, como en los viejos tiempos.
—Hecho. Hostias, babe: temazo.
Pedro acaba de poner Despacito.
—Dios, vigílame a Mulder y Scully de lunes a viernes, ¿vale? —le pide
River a Hugo.
Hugo lleva los ojos al cielo.
—Oye, ¿y qué me decís del vasco? —pregunta entonces Jaime.
—¿Qué vasco? —indaga Cata.
Joder con el vasco, la vasca y la madre que nos parió a todos.

Mencía:
Un apocalipsis donde los gatos se adueñan de la Tierra.
Mencía:
Millones de gatos.
Mencía:
¿Qué haces?
Marcos:
Darles atún.

No sé qué me pasa últimamente con el atún, ¿tengo una obsesión o qué?


Mencía:
Flojo.
Mencía:
Yo me uniría a su reinado como lanzadora de pelotas y atacaría desde dentro.

Marcos:
Mencía. Actualización nocturna número 49.
Marcos:
Es muy buena con los apocalipsis, eso tengo que reconocérselo.
Alex:
¿Eso qué significa, Marc?
Marcos:
Que ese es el motivo por el que nos mandamos mensajes apocalípticos a todas horas.
Alex:
Marc…
Marcos:
Que estoy muy jodido.
Alex:
Correcto.
22 El ecuador. EL ECUADOR

Miro por la ventanilla del coche y alucino al reconocer el paisaje; estamos


llegando a casa de mis padres. ¿Cómo un viaje de siete horas en coche
puede transcurrir en un suspiro? ¿En un parpadeo? ¿Cómo es posible que
solo unos minutos de mi vida me hayan hecho perder por completo la
noción del tiempo y del espacio? Los rememoro en bucle.
Cierro los ojos. Una vez más. Necesito vernos una vez más.
Dos días antes. Cóctel de Navidad oficial (y cóctel de Navidad
extraoficial) de los geos

El cóctel navideño que organizaron los jefazos en la base no dio para


mucho. Charlas intrascendentes, felicitaciones por doquier, champán,
polvorones y una llamada de mi jefe cagándose (palabra textual) en el punto
muerto de la investigación y en mí. Continuamos con los tres mismos
culpables sobre la mesa. No hay avances. No hay nada que nos lleve a
descartar al menos a uno de ellos. Nada. Se ha planteado la posibilidad de
un interrogatorio a cada uno. Un interrogatorio… extraoficial. Les he
pedido tiempo. Solo dos semanas más, y si no llego a nada… Prefiero no
pensarlo.
El cóctel navideño extraoficial, que organizaron los chicos al día
siguiente, sí dio para mucho. Para que yo haya perdido la noción del tiempo
y del espacio, por ejemplo. Y eso que ni siquiera sabía que existía una
quedada alternativa hasta que Luis se acercó a mí en son de paz y me invitó:
«Mañana por la noche tenemos una cena de verdad. ¿Te apuntas? Te
dejamos venir».
«¿Me dejáis ir? Qué honor».
Tuve que hacerme la simpática, por supuesto. Y me costó. Porque llevo
semanas siguiendo los pasos de Luis y de Miguel y no he encontrado
absolutamente nada. Tienen vidas normales. Incluso un poco aburridas. A
Marcos no lo tengo monitorizado. No he podido. A la mierda la
profesionalidad. O que viva mi instinto.
«En el fondo somos buena gente. ¿Bandera blanca durante el periodo
navideño? Vamos, será divertido».
«Bandera blanca durante el periodo navideño».
Por supuesto, en cuanto Luis me dejó libre fui directa a donde Marcos.
Llevábamos toda la semana intercambiando mensajes apocalípticos
nocturnos, pero no habíamos tenido apenas roce en el trabajo.
«Acaban de invitarme al cóctel extraoficial de mañana».
«Ah, ¿sí?».
«Y me han ofrecido bandera blanca».
Marcos se llevó la mano al pecho. Es muy peliculero.
«¿Quién ha osado, sin mi consentimiento?».
«He dicho que sí. Al cóctel y a la bandera».
«Bien».
«Bien».
Me guiñó un ojo y nos ignoramos, sin dejar de mirarnos, durante el resto
de la velada.
El cóctel extraoficial en sí estuvo bien: la sala de fiestas donde lo
celebraron a puerta cerrada nos confería la intimidad, y el ambiente
distendido, la diversión. Bebimos. Comimos. Marcos y yo nos rehuimos sin
dejar de mirarnos en diagonal, otra vez. Bebimos más. Y nos rehuimos y
nos miramos más. Entonces, no en diagonal. De frente.
Marcos llevaba su ropa de follar; el corazón me había dado un vuelco al
verlo. Había decenas de personas invitadas, pero mis ojos habían ido
directos a él. Pantalones vaqueros, camiseta blanca, el cabello despeinado
hacia arriba, una cerveza en la mano y su sonrisa. Me entraron ganas de
follar con él por delante y por detrás una y otra vez. Por eso bebí, bebí y
volví a beber. Como los peces en el río. Que no se diga que no me adapto al
ambiente navideño.
Yo intentaba mantener conversaciones con la gente, con Nahia, pero no
podía sacarlo de mi radar; no escuchaba a nadie, solo atendía a sus miradas.
En una ocasión se metió en el baño y estuve a punto de ir detrás de él,
empujarlo contra la pared y besarlo y tocarlo hasta desfallecer. ¿Qué me
pasaba?
Pero entonces el cóctel acabó y la gente desapareció de manera
paulatina. Dos besos de despedida en las mejillas y más felicitaciones
navideñas. No todos se fueron. Los que se quedaron propusieron ir a bailar
a una macrodiscoteca en las afueras de la ciudad. Y allá que fui yo. Porque
él también iba, claro.
No compartí taxi con Marcos, pero nos juntamos en la entrada, como si
hubiéramos estado buscándonos toda la noche y por fin nos encontráramos.
Y entramos juntos. Los dos muy bebidos. Nunca había visto a Marcos tan
pasado de vueltas (ni siquiera la noche del Karaoke), pero esa noche lo
estaba. Había cientos de personas; la música me vibraba en el pecho; las
luces estroboscópicas me obligaban a parpadear; el sudor, el roce de los
cuerpos, el alcohol. El que pasaba ante mis ojos y el que me recorría las
venas.

Dame tu mano
y venga conmigo.
Vámonos al viaje para
buscar los sonidos mágicos
de Ecuador.

Marcos me cogió una mano y nos adentramos hasta el fondo de la


discoteca, apartando con la otra los cuerpos empapados que se adherían a
nosotros al pasar. Íbamos solos. No miré hacia atrás en ningún momento;
me importaba una mierda el resto.
Su toque era eléctrico. Potente. Suave también. Único. Y yo me aferré
más a su mano. Hasta que llegamos a un rincón, donde nos detuvimos.
Marcos me soltó para poder bailar a gusto y…

¡Escúchame!
¡Ahora sí!
¡Ecuador!

… y todo sucedió a cámara lenta, aunque la canción Ecuador, de Sash!,


sonaba a su ritmo habitual y al máximo volumen. Yo me movía por inercia,
porque había bailado esa canción millones de veces durante mi
adolescencia.
La imagen de Marcos frente a mí constituía un espectáculo
extraordinario. Tenía los ojos cerrados y se movía de una manera que…
Como si la música fluyera por sus venas. Como si hubiera nacido para
bailar esa canción. Si yo la había bailado millones de veces, ¿cuántas lo
había hecho él? ¿Billones?
Me acordé de su coche tuneado, de la música electrónica que siempre
resonaba a tope en su interior, y me di cuenta de que estaba en su salsa.
Dios, a ese Marcos no lo conocía, apenas comenzaba a hacerlo, y ya me
encantaba. Porque era el Marcos más real que había visto. Desfasando
como nadie en una discoteca. Y esa manera de bailar me perseguiría en
sueños siempre. Lo supe.
Nos fuimos acercando; Marcos abrió los ojos ante el primer contacto de
nuestros cuerpos. Nos aproximamos más, bailando, moviéndonos uno sobre
el otro. Marcos y yo somos casi de la misma estatura, así que sus caderas
encajaban en mis caderas. Estábamos haciendo el amor al ritmo atronador
de la música, solo que ambos de pie y con cientos de personas a nuestro
alrededor. De pronto, brotaron ráfagas de humo de nuestros pies y nos
envolvieron hasta la cintura. Olía… creo que a fresa. Enseguida lo olvidé,
porque fue entonces cuando la sentí. La erección de Marcos contra mi sexo.
Alcé la mirada y me encontré con la suya, que echaba fuego. Bajamos el
ritmo; el resto de la gente seguía dándolo todo con Ecuador, pero nosotros
nos ralentizamos en unos movimientos totalmente sincronizados. En
círculos. Yo apreté mis caderas contra las suyas, necesitaba sentirlo, y
Marcos, en respuesta, llevó su boca a mi oído y gimió. Noté su aliento en
mi piel. Y su lengua. Noté el sabor de su lengua cuando comenzó a
chuparme. El sudor de su rostro. Su respiración, cargada de erotismo. Sus
gemidos roncos. Era embriagador. Dios, casi me corrí en ese instante. Tuve
que cerrar los ojos y respirar, aunque no dejé de frotarme contra su
erección.
—Marc…
—Shhh…
Levantó la mirada y se separó de mí. Estuve a punto de protestar, pero
entonces una de sus manos subió por mi pierna, casi desnuda, quemándolo
todo a su paso. Tan solo unas medias finas la cubrían; unas medias que él
mismo apartó para poder colar su mano dentro. Dentro de las medias y
dentro de la ropa interior, empapada. Jugueteó con mi clítoris, hinchándolo;
me metió un dedo y comenzó a masturbarme, resbalando en mi interior
(fuera, dentro, fuera, dentro) sin dejar de mirarme a los ojos.
Creí que iba a volverme loca. O a combustionar. A desmayarme. La
necesidad de tocarlo era tan grande que lo hice. Le bajé la cremallera del
pantalón, colé mi mano por la abertura del bóxer y di las gracias porque la
tuviera. No me hizo falta ni desabrocharle el botón del vaquero para llegar a
su erección y sacarla. Estaba caliente, estaba ardiendo, y dura. Muy dura.
Ambos gemimos a la vez. Yo, por tocarlo, porque me producía un placer
indescriptible, y él porque yo lo tocara. Unimos nuestros cuerpos, los
pegamos, pecho con pecho; nos respiramos el aliento entrecortado el uno al
otro sin llegar a besarnos y nos masturbamos mientras la discoteca se venía
arriba.
Me corrí dos veces. Las dos, mirándonos a los ojos. Y no me desplomé
al suelo ninguna de las dos porque él me sujetó con la mano que tenía libre
cuando se me aflojaron las rodillas. El primer orgasmo vino poco después
de que yo comenzara a masturbarlo a él, y el segundo, cuando me metió dos
dedos más y se corrió en mi mano y en mi vestido. Fue ver su liberación
sobre mí y… exploté. Marcos me limpió con el bajo de su camiseta blanca
y…
Y… ahora no puedo dejar de pensar en su camiseta blanca manchada de
su propio orgasmo. La imagen me acompañó en el taxi de regreso a mi casa
y me acompaña cada minuto desde entonces. Porque aquí estoy, en el
coche, con mi hermano, de regreso a Bilbao, recreándolo todo por
billonésima vez mientras él conduce. Y excitándome de nuevo.
Me revuelvo incómoda en el asiento y reviso el móvil. Sin noticias de
Marcos. Llevamos desde entonces sin hablar. Sin mensajes apocalípticos.
He estado a punto de escribirle yo a propósito de un apocalipsis al que solo
sobreviviríamos masturbándonos el uno al otro veinticuatro horas al día,
pero en el último momento siempre borro el mensaje. Algún día se lo
mandaré. Simplemente, lo sé.
—Pues ya hemos llegado —me dice Julen, aparcando—. No me has
dado nada de guerra en todo el viaje, Rig. ¿Todo bien?
—Ajá —contesto, distraída, al tiempo que me apeo del coche y me sitúo
delante. Y no estoy distraída porque continúe pensando en Marcos, sino por
el coche que hay aparcado fuera de la casa de mis padres. Que hay decenas
de coches (la fiesta que organiza mi madre en las horas previas a la
Nochebuena es épica), pero yo reconozco ese coche en concreto.
Reconozco la marca, el color, la matrícula y hasta las puñeteras llantas de
aluminio.
Y entonces lo veo en el jardín, charlando animadamente con mi padre.
Él, sus padres y sus hermanos:
Xabier Zubicaray.
Mi exnovio.
También es el heredero de la mayor cadena hotelera en Bilbao. Tres
establecimientos de cinco estrellas y otros tantos de cuatro. Podría decir que
Xabier pertenece a la flor y nata de la sociedad bilbaína, pero me quedaría
corta. Él es la flor y nata de la sociedad bilbaína.
Y un hijo de puta.
—Dame las llaves del coche —le pido a mi hermano.
—¿Qué?
—Que me des las llaves del coche.
Necesito largarme de aquí. O no respondo de mis actos.
—¡Julen! ¡Mencía!
Mi madre nos llama, nos saluda con la mano, y mi padre sale a nuestro
encuentro, feliz por vernos. Yo me digo a mí misma que ellos no tienen la
culpa. Porque ellos no saben lo que pasó. Esta es su fiesta navideña; se
habrán encontrado por casualidad con los padres de Xabier y los habrán
invitado. Hacía dos años que no se veían. No, la culpa no la tienen mis
padres. La culpa la tiene él. Xabier.
—¡¡Las llaves del coche!! —le grito a Julen, desesperada por alejarme lo
máximo posible de este lugar.
Los recuerdos de mis últimos momentos con él acuden a mi cabeza en
tropel, y eso que yo creía haberlos enterrado en lo más profundo de mi
subconsciente. He pagado una millonada y he perdido cientos de horas de
mi vida con la psicóloga de turno para conseguirlo. Y me ha bastado con
verlo durante una milésima de segundo para que todo se reavive con la
misma fuerza de siempre.
—¿Qué pasa, Mens?
Mi hermano me observa extrañado por mi actitud; tiene las llaves en la
mano, así que se las quito y entro corriendo al coche, antes de que mi padre
llegue a nosotros. Arranco y…
—¡Ey, ey! —me grita Julen. Ha abierto la puerta del copiloto y está
intentando subir ya en movimiento—. Frena, joder. ¿Qué coño pasa? ¿Te
has vuelto loca o qué?
—¡Baja! —le exijo, frenando.
—¡Ni de puta coña!
No tengo tiempo para esto. No ahora. Arranco de nuevo en cuanto Julen
cierra la puerta y me alejo de la casa de mis padres sin mirar por el espejo
retrovisor. No quiero ver nada. No quiero saber nada.
Recorremos unos pocos kilómetros en silencio. Yo, intentando mantener
mi respiración a raya. Intentando no vomitar sobre el salpicadero. Julen,
respetando mi espacio. Sabe cuándo debe hacerlo.
Mierda, esto es peor que el puto ascensor. Tengo que parar el coche. No
puedo conducir en este estado.
Me acerco a la parada de autobús y detengo el motor. Y me echo a llorar
en cuanto apoyo la cabeza en la mano. Lo saco todo, no sé durante cuánto
tiempo; solo sé que cuando vuelvo en mí, mi cabeza reposa sobre el pecho
de mi hermano, su mano me acaricia la espalda y sus susurros me calman.
Levanto la cabeza y me seco los ojos.
—Ya está. Estoy bien. Solo necesitaba soltarlo.
—¿Qué acaba de pasar, Mencía?
—He tenido un momento de debilidad.
—¿Un momento de debilidad? Eso no ha sido un momento de debilidad.
—Está bien. He tenido un puto momento de mierda.
—¡Sí, un puto momento de mierda suena mucho mejor! —Julen se frota
los ojos e intenta serenarse. Pero cuando vuelve a mirarme… cuando vuelve
a mirarme, sus ojos dan miedo—. ¿Te hizo daño?
—¿Qué?
—Xabier. No me tomes por gilipollas. ¿Te hizo daño?
—Ahora no, Julen. Mañana te lo cuento, ¿de acuerdo?
—Voy a matarlo.
Abre la portezuela e intenta salir. Tengo que agarrarlo del jersey para
impedírselo.
—No. Por favor. Juls, por favor.
—¡Tengo ganas de matarlo!
—No vas a hacer nada porque no sabes lo que pasó.
—No me hace falta saberlo.
—Ey, mírame. —Lo tomo de la barbilla y lo obligo a mirarme a los ojos
—. No vas a hacer nada. Júramelo.
—No.
—Júramelo, Juls.
—No.
—Por favor —suplico—. Por favor, Juls. No me falles en esto.
—No me hagas tú esto. ¿Tienes una idea de lo que está pasando ahora
mismo por mi cabeza? ¿¿De la puta rabia y la impotencia que siento??
—No es lo que piensas. No fue nada físico.
—¿Y entonces qué fue?
—Una discusión muy fuerte.
—Mis cojones, una discusión. Una discusión no te pone así. Estoy
atando cabos, Mencía. Estoy atando cabos que no quiero atar. Xabier y tú
cortasteis poco después de que tú salieras del hospital. ¿Fue por su culpa?
—No —miento.
—Y una mierda. Fue su culpa. ¡¡Joder!! ¿¿Por qué coño me entero
ahora?? Me dijiste que fue una puta crisis de estrés. Yo fui a quedarme
contigo en el hospital y me dijiste que fue puto estrés. Me mentiste.
Me mira con los ojos húmedos por el dolor y yo quiero morirme de mi
propio dolor y de la pena. Lo hice por él. Le oculté la verdad para
protegerlo de lo que sería capaz de hacerle a Xabier.
—Lo siento. Mañana te lo cuento todo. Te lo prometo. Pero ahora
necesito irme.
—Arranca.
—No. Tú te quedas aquí.
—¿Me estás vacilando, Mencía? ¿Me estás puto vacilando?
—No podemos dejar solos a aita y ama. Se habrán quedado
preocupados. Y ellos no tienen la culpa. Ellos no lo sabían. Debes ir e
inventarte algo.
—No están solos, hay como treinta personas en ese jardín.
—Pero ninguna es tú o yo.
—Joder, Mencía. No me hagas esto.
—Y no puedes partirle la cara a Xabier. Te lo prohíbo. Y si lo haces,
olvídate de que te cuente nada. Me cerraré a ti como jamás me has visto.
Necesito amenazarlo con lo peor que puedo hacerle. Y funciona. Julen
me mira con rabia, se baja del coche y da un portazo que me retumba hasta
en las entrañas. Tomo un par de inhalaciones y arranco de nuevo; ahora sí
observo a través del espejo retrovisor mientras me alejo. Mi hermano
permanece inmóvil en la parada de autobús, el sol de media tarde en su
rostro. Tengo que contener las lágrimas y el impulso de volver a buscarlo.
El viaje de regreso a Alicante es horrible. Y parece no acabar nunca.
Pero acaba. Y me encuentro, a las doce de la noche más que pasadas, ante
la puerta de los Cabana. He venido aquí por inercia. Sin pensarlo. He
introducido la dirección de la ficha de Marcos en mi GPS y he llegado.
Estoy segura de que él está dentro. Puedo sentirlo desde aquí. Hay un
montón de coches mal aparcados en la calle, bicicletas y hasta una moto.
Una vivienda cubierta de luces navideñas de todos los colores y ruido de
risas y fiesta procedente del interior.
Mi teléfono móvil suena y sé que es mi hermano sin mirar la pantalla.
Descuelgo. Pero no hablo. Prefiero que hable él primero. Pero tampoco lo
hace. El solo… canta.
—«Son ochenta días, son. Ochenta nada más. En barco, en elefante, en
tren. Ven, ven con nosotros, ven. Lo pasaremos bien. Ven, con nosotros, ven.
Lo pasaremos bien». —Guardamos silencio unos instantes hasta que vuelvo
a escuchar su voz. Alta y clara—: Te quiero.
—Lo sé —susurro—. Y yo te quiero.
—¿Has llegado ya?
—Sí.
—¿Dónde estás?
—En casa de Marcos. Bueno, en realidad, estoy aparcada en la calle.
Aún no he salido del coche.
Julen suspira.
—Llama. Y entra. No estés sola.
—¿Qué tal por ahí? ¿Aita y ama?
—Una puta locura. Les he contado una milonga sobre un tío al que
acabas de conocer y que te tiene tan loca que, en cuanto te ha mandado un
mensaje para pasar la noche con él, no has dudado en abandonar a tu
familia y pirarte. ¿Su reacción? Repito: una puta locura. ¿De verdad
quieres hablar de ello?
—No. Hoy, no. ¿Xabier?
—Vivito y coleando, como querías. De momento.
—Bien. Voy a entrar.
Salgo del coche aún con el teléfono en la mano y mi hermano al otro
lado de la línea.
—Mañana, Mencía. Mañana quiero saberlo todo.
—Te lo prometo.
—Bien.
—Feliz Nochebuena.
—No me toques más los cojones, ¿OK?
—Vale. Agur.
Julen cuelga sin despedirse, y yo, sin pensarlo más, llamo a la puerta de
los Cabana.
23 Navidad Cabana

Marcos
Creaste el grupo “¿Cuántos se va a zampar?”
Añadiste a Alex
Añadiste a Dylan
Añadiste a Hugoeslaestrella
Añadiste a Adri

Alex:
Siete.
Adri:
Ja, ja, ja, ja, ja.
Adri:
Principiante.
Dylan:
Me meo con el nadador.
Adri:
Ya te digo.
Adri:
Once.
Dylan:
Doce.
Hugoeslaestrella:
Quince.
Marcos:
Hostias, apuestas fuerte, Hug.
Hugoeslaestrella:
Son muchas horas.
Marcos:
Trece.
Dylan:
Yo quiero cambiar mi apuesta. El nene tiene razón.
Marcos:
No se puede. Dijimos que una única opción.
Marcos:
Ahora apechugáis.
Alex:
¿Quién es el principiante ahora?
Alex:
Cantante de pacotilla.
Dylan:
Uy, lo que ha dicho.
Adri:
¡Insurrección!
Hugoeslaestrella:
Yo tengo que currar.
Hugoeslaestrella:
Os silencio.
Dylan:
¿No vas a defender mi honor?
Alex:
Parece que no, babe.
Dylan:
Joder con el nadador.
Adri:
¡Insurrección! ¡Insurrección!

Qué puto lío. Demasiada gente en este salón. Es imposible hacerse oír con
tantas voces pisándose unas a otras, y yo quiero expresar mi opinión. Adri
vio el otro día a nuestro primo Tomás enrollándose con una chica en la
playa y YO QUIERO EXPRESAR MI OPINIÓN. Pero no hay manera.
—Mamá, pon un poco de orden —exijo, intentando sobrepasar la voz de
Dylan, pero, claro, a ver quién coño es capaz de sobrepasar la voz de Dylan.
A no ser que…—. Saca ya el flan gigante.
Mi madre sonríe y se levanta, no por hacer callar a Dylan, sino por dar
de comer (todavía más) a sus queridísimos yernos. Mi padre, mis tíos y los
padres de Alex también se levantan. Les encanta ir juntos a la cocina, de
siempre. Yo creo que lo hacen para cotillear. Mi abuelo, porque se ha
quedado dormido en el sofá (demasiadas emociones para el hombre), que si
no, también se levantaría. La verdad es que somos un poco cabrones al
sacar el tema de Tomás delante de sus padres, pero en esta familia es lo que
hay.
—¿Qué mierda es esto? —pregunta Tomás de pronto, mirando su móvil.
—Bienvenido, Tommy —dice su hermana Eva—. Nos hemos dado
cuenta, después de la que has organizado con la chica esta en la playa, de
que ya eres todo un hombre hecho y derecho, y te hemos invitado a nuestro
grupo de hermanas en WhatsApp. Te lo has ganado. Ahora ya estamos
todos.
—¿Grupo de hermanas?
—Ahora, de hermanas y hermano.
—Uff —exclama Priscila.
—¿Cómo que «uff»? —intervengo yo—. Tendrás quejas tú de nuestro
grupo de hermanos.
—Yo os sufro cada día.
—Yo sí que os sufro cada día. —Alex.
—Pues yo me lo paso pipa. —Dylan.
—Es un grupo personal e intransferible.
—Claro, claro. Por supuesto.
—DEFCON, tíos. De una vez por todas, joder. Hugo a la calle.
—Pero ¿qué cojones he hecho yo ahora?
—¿Qué queréis decir con lo de «sufrir»? —pregunta Tomás—. No es
más que un grupo de WhatsApp, ¿no?
—Ya lo comprobarás tú mismo. Tiempo al tiempo.
—No creo que sea para tanto…
—Mmm…
—Yo quiero más polvorones —exclama Cata a mi lado. Está a la que
salta en lo que a comida se refiere. La cacofonía de voces familiares
continúa de fondo, alta y confusa, pero ella ha oído lo del flan y su
estómago ha respondido. El embarazo debe de conferir un oído prodigioso.
Digo yo. O que mi hermano no le da de comer.
—Te has comido ocho ya, Cat Cat —le dice River—. Te van a hacer
daño.
Se ha comido un montón, sí. Durante la cena, entre gamba y almeja,
polvorón que se llevaba a la boca. Ojo, que a mí me viene de puta madre.
Tenemos una apuesta entre manos desde hace semanas, porque Cata se
atiborra a polvorones desde hace semanas.
—Once —indica Adri—. Los que se come por debajo de la mesa para
que tú no la veas también cuentan.
—Chivato. —Cata le saca la lengua. Adri le guiña un ojo en respuesta.
—¿Once? —pregunta Alex—. ¿Ya? Mierda.
Uno que ha perdido. Su apuesta era de siete. Para toda la Nochebuena.
Inocente.
—Ni uno más, Cata —añade Adri—. Que te van a hacer daño.
Otro que va a perder, porque alguno más cae seguro.
—¿Por qué coño contáis los polvorones que se come mi mujer?
—Déjala vivir, Riv —responde Hugo—. Tiene un estómago a prueba de
bombas. Convivo con ella a diario y lo he comprobado.
Qué cara más dura tiene. Aunque es cierto que ya nos avisó de que el
estómago de Cata da para mucho. Él ha apostado por quince. Yo, por trece,
y Dylan, por doce. La cosa está entre nosotros tres.
River se lleva los dedos a los lagrimales.
—Joder —exclama—, habéis hecho una apuesta.
Intuitivo es un rato. Eso hay que concedérselo.
—¿¿Qué?? —pregunta Cata indignada—. ¡No os habréis atrevido,
Cabanas!
—Qué buena —apunta Tommy, encantado de que su escarceo haya
pasado a un segundo plano—. Yo, de mayor, quiero ser como vosotros.
—Qué peligro tiene el niñato —opina su hermana Carlota—. ¿Y ahora
cómo vamos a hablar de él a sus espaldas?
—Cread un grupo paralelo de hermanos. Hermanas, en vuestro caso.
—¿Un qué?
—No me lo puedo creer —nos regaña Priscila. Aquí, cada uno a lo suyo.
Vamos, como de costumbre—. No tenéis medida. ¿Tú también has
apostado? —le pregunta a su marido.
—A mí me obligaron.
—¡Estoy embarazada!
—De diecisiete semanas —coreamos mis hermanos y yo.
Lo sabemos.
—Yo no sé si de ahí dentro va a salir un bebé o un polvorón.
—Un bebé con un polvorón bajo el brazo.
—Pues no la habéis visto comer gofres.
—Uy, eso es cosa de Pris.
—Menuda panda de hermanos tienes —le dice Cata a su marido—. No
respetan nada.
—Toma, hija. —Ha llegado el flan y mi madre se lo ofrece directamente
a ella.
—Gracias —responde mi cuñada con su voz de niña buena.
—Mamá, no fastidies —le digo yo—. Que luego no va a tener hueco
para los polvorones.
Mi madre me ignora y regresa a la cocina a por el champán que mi padre
y mis tíos han abierto para tomarse entre ellos. No los conozco yo ya.
—Ey, ese es mi flan. —Dylan.
—¿Perdona? —exclama Alex indignado, señalando el flan y a Cata—.
¿En qué momento ha pasado esto?
Me descojono. Cada vez somos más, y el flan de mi madre es mucho
flan. Voy a ofrecerle un polvorón a Cata y entonces me doy cuenta de que
se está comunicando con Hugo en secreto. ¡No me lo puedo creer!
«Quince», dice mi hermano con los labios.
Cata alza el pulgar en respuesta.
—¡Tramposos! —grito, apuntándolos con el dedo—. Cata y Hugo se
están poniendo de acuerdo para ganar la apuesta.
—No digas tonterías —se defiende Hugo.
—Te he visto decirle «quince» a Cata. Y quince es tu apuesta.
—¿Quince, Hugo? —lo acusa River—. ¿En serio?
—Hablábamos de otra cosa —justifica Cata—. Pero es secreto. No os lo
puedo decir.
Sí, seguro. Mira cómo saca la cara por él.
—¿Qué habéis apostado? —nos pregunta Ariadna. Mis primos llevan un
rato riéndose.
—Nada —explica Adri. En su línea, claro.
—Bueno, nada… —lo corrige Hugo—. La satisfacción de ganar.
—Yo quiero sentir al bebé —dice mi prima Eva—. ¿Ya se mueve?
—Aún no. Me han dicho que tengo que darle algo dulce de comer.
—¿Más?
Hugo le lanza un polvorón y Cata lo coge al vuelo. Hugo le guiña un ojo
y Cata hace lo mismo. Así no vale.
Mis primos se levantan de sus sillas y se arremolinan alrededor de Cata
para tocarle la tripa. Nosotros hacemos lo mismo en todos los desayunos,
así que dejamos que ellos lo intenten, y justo suena el timbre de casa.
Miramos hacia la puerta.
—¿Quién llama a estas horas?
Son más de las doce de la noche.
—Algún vecino quejándose del ruido que metéis. Como si lo viera.
—El abuelo sigue dormido, así que tanto ruido no metemos, ¿no?
—Eso digo yo.
—Justo.
—Voy yo —ofrece Tommy al ver que nadie se levanta.
Y unos segundos después…
—¡Marc! Es para ti.
¿Para mí? Mis hermanos me miran extrañados y yo me encojo de
hombros. No he quedado con nadie. El primer nombre que me viene a la
cabeza es el de Alicia, y comienzo a sudar. Entonces, al escuchar pasos que
se acercan, me giro y veo a Mencía entrando en el salón de mi casa. A
Mencía.
—Vaya, sí que hay gente —exclama un poco avergonzada. Y qué guapa
está Mencía avergonzada.
Cierro los ojos y sacudo la cabeza. Estoy soñando. Tengo que estar
soñando, todo por culpa del orgasmatrón del otro día en la discoteca. Pero
no. Mencía continúa de pie en la entrada de mi salón. Y, ahora que me fijo
más atentamente, no tiene buen aspecto. Está preciosa, aunque no lleve
encima más que unos vaqueros estrechos y un jersey grueso de lana; son sus
ojos los que no tienen buen aspecto. Me levanto a todo correr y voy en su
busca. Y, de camino, me doy cuenta de que…, joder, que la echaba de
menos. Que llevaba horas evitando con todas mis fuerzas pensar en ella y
en lo que pasó la última vez que nos vimos.
—No sabía a dónde ir —me susurra, disculpándose.
Soy consciente de las miradas de toda mi familia sobre nosotros (y es
mucha familia la que tenemos hoy aquí), y del silencio que nos rodea,
porque todas las conversaciones han cesado. Veo de reojo a mi madre, que
me dice… me dice muchas cosas. Mi madre y yo solemos comunicarnos en
silencio. Y no tengo ni idea de lo que le ha sucedido a Mencía, solo sé
que…
—Has venido al lugar correcto.
24 El último lugar en la Tierra

No soy consciente de lo que sucede en las siguientes horas, pero, al mismo


tiempo, escucho cada palabra, siento cada mirada, veo cada gesto y disfruto
de cada segundo. La complicidad que existe en esta familia es increíble; son
como Julen y yo, pero a lo grande. Ojalá estuviera Juls aquí. Sería perfecto.
Catalina me gusta desde el minuto uno. Es la primera que se levanta a
darme dos besos y un abrazo. Está embarazada, así que la felicito, y ella me
da las gracias con una sonrisa enorme y un polvorón en la boca. Escucho de
fondo el grito de Hugo: «¡Catorce!», seguido de un «Hugo, joder», y de un
«Cata, joder», de River, y a pesar de que no tengo ni idea de a qué se
refieren ninguno de los dos…, me gusta.
Una vez hechas las presentaciones, la madre de Marcos me invita a
sentarme a la mesa, entre Marcos y Alex, y me planta enfrente un montón
de comida de todo tipo. Y yo, inexplicablemente, tengo hambre. Así que me
lo como todo mientras ellos terminan el postre y escucho un «¡quinceee!»
de Hugo, y un baile de celebración posterior con el «ni uno más, Catalina,
joder» de River.
Las copas de champán y los gin-tonics, acompañados de muchísimas
risas, se convierten en comensales más a la mesa.
«No hay huevos a bañarse en diciembre».
«Lo que no hay es estupidez».
«Tu marido ostenta el récord, de momento».
«No lo dudaba. Muy bien, babe».
«Acabas de decir que no hay estupidez».
«No seas picajoso, Marc».
Priscila se queda dormida en uno de los sofás, acurrucada, a pesar del
follón que la rodea. Alex le extiende una manta de Papá Noel por encima y
se sienta a su lado, con el intercomunicador del bebé en la mano.
Cata se tumba en el extremo del otro sofá, con la cabeza apoyada en el
regazo de River, y no tarda ni dos segundos en caer rendida también.
Me resulta sorprendente, a la par que maravilloso, que en una familia
Cabana sean cuatro hermanos mayores y una hermana pequeña y que en la
otra familia Cabana sean cuatro hermanas mayores y un hermano pequeño.
Es como si formáramos parte de un libro.
A última hora, la familia se separa en dos grupos y, mientras unos juegan
a la videoconsola (una muy muy antigua para mí; clásica e inigualable para
ellos), los otros juegan a adivinar películas. Hugo y Adrián llegan a la final
en el Street fighter III, y en la última pelea Dylan se inclina sobre Hugo y
comienza a besarlo en la boca y a meterle la lengua, impidiendo que este
pueda ver bien el televisor. Intenta resistirse, solo continúa jugando sin girar
la cabeza y grita: «Que pares, Dylan, joder», pero Dylan sigue y sigue hasta
que Hugo pierde la partida. Entonces Adrián, Alex (que ha dejado a Priscila
dormida sobre un cojín) y Marc se levantan del sofá y ejecutan el mismo
baile que hizo Hugo antes, cuando lo del «¡quince!». Después chocan las
palmas entre todos, Dylan incluido.
«A ti te voy a dar yo», le dice Hugo poco después, a la vez que, de un
salto, se sube a la espalda de su marido.
«Ah, no, ahora no vengas».
«Ahora me aguantas».
Los primos Cabana se marchan a su casa.
Los padres de Marc se van a la cama un rato después. Y también todos
sus hermanos, que se quedan a dormir aquí, en sus antiguas habitaciones.
Me gustan los padres de Marc. También me gustan los hermanos de Marc.
Cada uno con sus particularidades, pero cortados todos por el mismo
patrón.
Y nos quedamos solos él y yo. Y los adornos navideños, que son
llamativos y abundantes. Caóticos. Como si cada uno de los hermanos
hubiera dejado su impronta, sin llegar a un acuerdo entre sí. Toda la casa es
un caos lleno de cosas: fotos, libros, cuadros y juguetes, en realidad. Pero es
un caos bonito. Marc y yo estamos en el sofá. Yo, en un extremo, con las
piernas encogidas encima del asiento, debajo del trasero, y uno de los
brazos por encima del respaldo. Marc, en una postura parecida a la mía, en
el centro del sofá. Tan lúcidos los dos como si fuera una mañana cualquiera,
después de dormir doce horas sin interrupción, solo que todavía no ha
llegado la mañana. Ambos descalzos. Todo el mundo en esta casa iba
descalzo. También me gusta.
—Hola, titi —susurra cuando nuestras miradas se encuentran. El silencio
de la casa es casi absoluto. Y yo sé que Marcos lo odia.
—Hola, titi —respondo.
—¿Estás bien?
Directo a la yugular. No esperaba menos. Medito antes de contestar.
Estoy bien, pero… no estoy bien.
—Lo estaré.
—Dime qué puedo hacer. No me gusta verte así.
—Así, ¿cómo?
—Tranquila. Pensativa. Preocupada. Me gusta la Mencía borde y
metomentodo.
A mí también.
—¿Te estás poniendo tierno?
—Como un donette.
Suelto una carcajada. De todas las cosas tiernas que hay en el mundo,
tenía que elegir el donette.
—Me gustan los donettes.
—¿Y a quién no?
Eso digo yo. ¿Y a quién no? Marcos se refiere a los donettes. Yo me
refiero a él.
—No sabría con cuál quedarme de todos tus hermanos —le digo.
—Ni yo. Los quiero muchísimo a todos.
—¿No tienes un favorito?
—No. No podría elegir. Nunca.
—También me gustan tus cuñados. Los tres.
—Y a mí.
—Lo sé. Y que ahí sí tienes un favorito.
—Mentira.
—Marcalex… —canturreo.
Marcos ríe.
—Puto Dylan. Para mí, Alex es más que un cuñado. Es mi mejor amigo.
Mi otra mitad.
—Lo he visto.
—¿No tienes frío? —me pregunta entonces, señalando con la mirada mi
camiseta blanca de tirantes.
Marcos ha entrado en barrena. Marcos siempre entra en barrena cuando
su familia sale a colación. No le gusta hablar de ellos. Hasta ahí llega su
protección. También huye de todo lo profundo recurriendo al chiste fácil. Es
su mecanismo de defensa. En cuanto al frío, hace rato que me he quitado el
jersey de lana. En esta casa hace mucho calor.
—No —respondo—. ¿Sabes que he escuchado en la radio que hoy es la
noche más gélida en esta zona desde hace años? Una ola de frío está justo
encima de nosotros.
—Hostias. —Marcos se incorpora en el sofá.
—¿Qué?
—Se me ha ocurrido una idea. —Se levanta del todo y me ofrece la
mano—. Vamos.
—¿A dónde?
—A la calle.
Marcos me lleva de la mano hasta la ventana del salón y observa el
exterior.
—Mierda, el coche de Riv está aprisionando a «Tomatito». No vamos a
poder salir.
Observo el vehículo oscuro que está aparcado detrás del de Marcos. Es
cierto que impide cualquier maniobra.
—Tenemos el mío.
—Mmm… Vamos a tener que coger la moto de Dy.
—Tenemos el mío —repito.
—No nos queda otra. Es la moto o nada.
Marcos me mira con diversión y entonces lo entiendo. Vale.
—Tienes toda la razón. Solo nos queda la moto de Dylan.
—Vamos.
Marcos se encamina con rapidez a las escaleras que conducen al segundo
piso, y yo lo sigo, confundida.
—¿Y ahora a dónde vamos?
—¿A dónde va a ser? A por las llaves. No me parece legal hacerle un
puente a la moto de mi cuñado.
¿Y al resto del mundo, sí?
—¿Y dónde están las llaves?
—En los pantalones de Dylan, supongo.
Subimos los escalones de dos en dos y accedemos a un pasillo muy largo
lleno de puertas cerradas. Nos detenemos en la primera de la derecha. La
oscuridad es total. Pero ¿qué pretende este hombre?
—¿No pensarás entrar ahí? —susurro. Ya solo me falta despertar a toda
la familia.
—Por supuesto que lo pienso. Escucha, si ves unos pantalones encima de
una silla o de cualquier superficie, bien colocaditos, pasa de ellos: son de
Hugo. Tenemos que ir a por los de Dylan, que, con toda probabilidad,
estarán en el suelo. Pero también cabe la posibilidad de que haya dejado las
llaves en la mesa, en el suelo o vete a saber dónde. Pueden estar hasta en la
lámpara. Bien. Móvil. —Marcos saca su móvil y yo hago lo mismo—.
Linterna. —Enciendo la linterna al mismo tiempo que él—. Y, ahora,
silencio absoluto.
—¿Y si se despiertan?
—Bah, no lo creo. Tienen el sueño profundo. Los dos. ¿Preparada?
—Preparada.
Marcos se pone un dedo en los labios y abre la puerta. Me indica con la
mano que enfoque la habitación con la linterna para hacerme una
composición de lugar. Obedezco. Un armario, un escritorio, una cómoda,
unas baldas repletas de trofeos y medallas deportivas, una cama con dos
bultos, un… ¿qué es eso? Me fijo mejor. Es un dibujo en una de las paredes,
contra la que se apoya la cama. Representa el cielo nocturno, y es…
sensacional.
—Guau, ¿y ese dibujo?
—Adrián. Es una máquina. Pintó todas nuestras habitaciones.
—Es una pasada.
—Pues si ves lo que ha hecho en el estudio de Dylan… Una puta obra de
arte.
Enfoco el resto de las paredes en busca de otros dibujos, pero no hay
más. Dirijo el haz al techo y…
—¿Qué es eso?
—La lámpara de Hug.
—Es un patinete.
—No preguntes. Todos tenemos un pasado. Bueno, al lío.
Nos introducimos del todo en la habitación y cerramos la puerta detrás
de nosotros para que Hugo y Dylan no se despierten con la luz que se cuela
desde el pasillo, y comenzamos a inspeccionar. Yo me río porque, caramba,
porque no puedo evitarlo. El único sonido proviene de la cama, de las
respiraciones sosegadas de Hugo y Dylan. Encontramos unos pantalones en
el suelo, pero las llaves no están en los bolsillos. Continuamos buscando,
aguantándonos la risa, hasta que doy con ellas. Se encuentran encima de la
mesita, al lado de la cama. Las cojo con muchísimo cuidado de no hacer
ruido y mordiéndome el labio inferior. Dios, como nos pillen, a Marcos le
va a dar igual, pero yo no voy a saber dónde esconderme.
—¡Las tengo!
—Esa es mi chica. —Vuelco al corazón—. Vámonos.
Salimos tan rápido y entre tantas risas que es un milagro que no se
despierten. Nos abrigamos antes de pisar la calle (no mucho; yo solo tengo
el jersey de lana, y Marcos, una camisa de cuadros por encima de la
camiseta) y vamos directos a la moto. Marcos se sienta delante y yo lo hago
detrás.
—Agárrate.
Le rodeo la cintura con los brazos; el cuerpo de Marcos está muy
caliente. Arrancamos, cogiendo velocidad desde el principio. La noche ya
no es oscura. Comienza a clarear por el horizonte. Las plantas del jardín de
los Cabana y del resto de viviendas han amanecido cubiertas por unas finas
gotas de agua. Rocío. No creo que aquí estén muy acostumbrados al rocío
matutino.
—¿Ves esas gotas? —le pregunto a Marcos al oído, señalando las plantas
con mi mano. Y, entonces, me burlo un poco—: Es rocío. La humedad del
aire se condensa por la disminución brusca de la temperatura.
Marcos suelta una carcajada y niega con la cabeza.
—Qué boba eres.
Llegamos a la rotonda que da acceso a la urbanización y, de ahí, a la
cuesta que nos lleva al centro del pueblo.
—Agárrate más fuerte a mí.
—¿Qué vas a hacer?
—Tú agárrate como si te fuera la vida en ello, chica del norte.
Lo abrazo con más fuerza; la sensación es maravillosa, y escondo la
mitad de mi rostro en su espalda. Qué bien huele Marcos. Es adictivo.
Huele a aquella noche en la habitación del hotel. A Mediterráneo y a
verano, a pesar de que estamos rodeados de rocío. Y huele a valentía y a
fuerza.
Entonces, Marcos se inclina hacia atrás, llevando todo el peso a la parte
trasera de la moto, y yo deduzco al instante lo que va a hacer. Ay, Dios. Lo
ayudo inclinándome yo también hacia atrás y apretando su cintura con mis
manos. Marcos acelera al máximo y la llanta delantera se levanta. Grito de
pura excitación, con mi rostro todavía en su espalda, mientras bajamos la
cuesta haciendo el caballito. El corazón se me acelera y la adrenalina se me
dispara. Y jamás me he sentido más segura que ahora. No quiero despegar
la cabeza de la espalda de Marcos, aspirándolo por completo y sintiendo su
calor, pero tampoco quiero perderme las vistas. Por eso alzo la mirada y nos
veo a los dos bajando a toda velocidad en un balanceo perfecto. El aire
gélido me corta el rostro, pero no tengo frío. Antes de que pueda comenzar
a disfrutarlo, alcanzamos el final de la cuesta y Marcos pone la moto de
nuevo sobre las dos ruedas.
—Hazlo otra vez —le susurro al oído. Y sonrío al sentir que se le pone la
piel de gallina en la zona del cuello. Y al ver que gira la moto en la
siguiente rotonda y volvemos a subir por la cuesta. ¡Sí! Y la misma
maniobra. Lo disfruto mucho más que la primera vez.
Llegamos a la playa y Marcos detiene la moto en el aparcamiento. El
estómago se me contrae. No. A la playa, no. Y eso que es preciosa.
Cualquier playa del mundo lo es.
La claridad de la mañana ya es visible.
—No querrás ir a la playa —le digo.
—Pues sí.
—Yo no voy a la playa.
—¿Desde cuándo?
—Desde hace dos años. —Y hoy no es el mejor momento para estar
aquí. No después de haber visto a Xabier—. Hoy no, Marcos. Hoy menos
que nunca.
Marcos gira la cabeza y me mira pensativo, sin decir nada. Después baja
de la moto y me coge de la mano, estrechándomela, arrastrándome con él
por el asfalto, y unos metros más allá, hasta la condenada playa de arena
lisa y perfecta. Vacía. Nos quedamos quietos sobre uno de los dos escalones
del paseo. El último escalón. Un paso más y… playa.
Me pregunto si lo que sucedió en la discoteca significó algo para
nosotros o si fue producto de la excitación del momento. El pensamiento ha
surgido de la nada. No había vuelto a pensar en ello desde… desde Xabier.
Tampoco entiendo por qué lo he hecho ahora.
Marcos se quita las playeras y los calcetines, lo deja todo por ahí tirado y
después se agacha para quitarme mis zapatos y mis calcetines, dejándolos
también donde caen. Estamos solos. Las gaviotas sobrevuelan la orilla y el
sonido del mar. Nadie más.
—Debería multarte solo por eso. Es un delito no pisar la playa. Y mucho
más para alguien como tú —me dice, y…
Sin esperármelo, me rodea la cintura y me sube a pulso; yo envuelvo la
suya con mis piernas en un acto reflejo. Entonces, baja el escalón que nos
quedaba. Y yo no quiero mirar abajo. Solo a él.
—¿A que no es tan malo?
¿Lo es? No. Claro que no lo es.
—No.
—Voy a soltarte.
—Vale.
Y, así de fácil, me suelta y me deposita en la arena. Dos años para esto.
Dos años de terapia en los que me he negado por pura cabezonería. Porque
estaba enfadada con la vida. Y Marcos ni siquiera ha mantenido conmigo
una conversación intensa y trascendental. Solo ha dicho que debería
multarme y me ha aupado para dar el último paso juntos. Y yo, en verdad,
creo que deberían encarcelarme por no haber pisado la arena antes. Por
haber pagado con ella lo que me pasó.
El contacto con mis pies descalzos es frío, pero tan cómodo y familiar
que incluso asusta. Yo me he criado en la playa. Es una parte de mí. Una
parte ante la que llevaba dos años rebelándome. Cierro los ojos mientras
Marcos me arrastra hasta el interior. Hasta la orilla. Y sé que hemos llegado
cuando percibo el olor de las olas rompiendo en la orilla. Él se ubica detrás
de mí, abrazándome por la cintura y encajando su cabeza en el hueco de mi
cuello. Agarro sus manos con las mías y me pregunto cómo un simple toque
puede desencadenar tantas sensaciones. Tanto placer y electricidad.
Abro los ojos.
—El último lugar en la Tierra —expreso en voz alta.
—¿Qué?
—El mar es el último lugar en la Tierra donde yo quiero estar.
—Ya, pues resulta que yo tengo un problema.
—¿Qué problema?
—Es un asunto con mis hermanos —me susurra al oído—. Mi madre
compró hace como mil años una pizarra de esas para anotar la lista de la
compra y la colgó en la cocina. No la usamos para la compra, pero sí es una
lista. La lista de cuál de los hermanos ha conseguido bañarse en esta playa
con más frío. Y mi nombre no está el primero. Ni siquiera el segundo. River
me superó hace un par de años, y después Hugo superó a River. Y eso no
puede ser. Tú misma lo has dicho: hoy es el día más frío en años. Si nos
bañamos, mis hermanos tardarán décadas en superarnos. Seremos
imbatibles, titi.
Deja de abrazarme y rebusca algo en sus pantalones. Me muestra un
termómetro de agua de mar.
—¿De dónde lo has sacado?
—Yo siempre estoy preparado.
A continuación, se coloca frente a mí, se desprende de la camisa y la
deja caer en la arena. Se saca la camiseta por la cabeza y la tira también. Se
quita los pantalones y los lanza. Se queda en ropa interior. En unos bóxer de
color negro. Marcos tiene un cuerpazo. A mí nunca me han llamado la
atención los cuerpazos de tío, pero es que los músculos y la piel de Marcos
son perfectos. Jamás me cansaré de decirlo: Marcos es bonito. Y a pesar del
frío que nos azota y de que estoy tiritando (como él), siento mucho calor.
Marcos aferra el bajo de mi jersey con las manos y, sin dejar de mirarme
a los ojos, tira hacia arriba, muy muy lentamente, despojándome de él y
dejándolo caer en la arena, junto a su ropa.
—Dicen que los geos podemos nadar cuarenta y nueve metros en treinta
y tres segundos. No es verdad. Yo lo hago en treinta. Es mi marca. ¿Cuál
era la tuya?
¿Cuál era la tuya? ¿Cuál era la tuya? ¿CUÁL ERA LA TUYA? Me doy cuenta
al instante de que…
—Lo sabes.
Asiente con la cabeza a la vez que me quita la camiseta de tirantes. Yo
levanto los brazos para ayudarlo.
—Lo sé.
—¿Cómo?
—Eso no te lo puedo decir. Es confidencial.
—¿Alguien de la unidad?
—No. —Marcos suelta el botón de mi pantalón vaquero y lo baja por
mis piernas hasta quitármelo del todo. Hasta dejarme en ropa interior—.
Ellos no lo saben.
—¿Desde cuándo?
—Desde hace un tiempo.
—¿Cuánto sabes?
—Poco. Muy poco.
—Marc…
—Cuéntamelo cuando te apetezca. Y si te apetece. Yo estaré aquí.
Me pasa las manos por los brazos. Por la cintura. Me acaricia la piel. Me
calienta a su paso. Y es una sensación muy extraña porque, en verdad, me
estoy muriendo de frío.
—Marc…
—¿Entonces? ¿Lo comprobamos?
No me da tiempo a contestar. Se da la vuelta, se precipita al agua y se
tira de cabeza. Mi cuerpo actúa por instinto. Mis piernas se mueven por
instinto. Y me meto en el agua detrás de él. Las olas golpean mis piernas
por primera vez después de dos años. Recorro unos metros y me lanzo de
cabeza. Sin pensarlo.
El primer contacto es cortante. Mis pulmones, involuntariamente, se
llenan de aire y se me corta la respiración durante unos segundos, pero no
es tan malo como me esperaba. He nadado en aguas mucho más frías que
estas. Me concentro en alcanzar a Marcos, sin pensar en nada más. Sin
pensar en lo que me hace sentir estar en el agua de nuevo. Pero un
pensamiento acude a mi cabeza sin que pueda evitarlo. Una sensación.
Libertad.
Me siento libre.
Libre por primera vez en años. Llevaba una soga alrededor de mi cuerpo
y ni me había dado cuenta.
Libre para hacer lo que quiera aquí dentro, en mi hogar.
Nado lo más rápido que puedo, despertando los músculos de mis brazos
de un letargo que ha durado demasiado tiempo. Recordando cómo respirar.
Alcanzo a Marcos; no me pongo a su altura, ya que es muy rápido, pero me
acerco lo suficiente como para seguir su estela. La boca me sabe a mar, me
pican los ojos a causa de la sal y tengo la impresión de que me van a
explotar de puro dolor, pero yo sigo. Mi cuerpo entra en calor poco a poco,
al mismo ritmo que rememora los movimientos necesarios para nadar. Es
mágico. Dos años, y tengo la sensación de que nada ha cambiado. Como si
el tiempo se hubiera detenido. Como si estos años no hubieran contado para
el mar y para mí.
Marcos desacelera y yo llego hasta él; entonces se detiene del todo y
ambos salimos a la superficie a la vez. Estamos a la altura de una de las
boyas que separan la zona de baño del área de navegación; nos saca por lo
menos medio metro, pero nos agarramos a ella como podemos. Las olas son
suaves. Hoy el Mediterráneo es muy… Mediterráneo.
—Joder, titi —dice él—. Casi me alcanzas.
—Llevaba dos años sin meterme en el agua. Te hubiera vapuleado en
caso de estar en forma —respondo pletórica. Feliz.
—Hostias, qué máquina de tía.
—Lo has dicho en alto.
—Lo sé. Es que eres increíble.
Admiración. Hay admiración en sus ojos. Sonrío. Y qué guapo está. Los
ojos más rojos, pero también más verdes que nunca. Brillantes. Las pecas,
revestidas de gotas de agua. El pelo mojado en la frente.
—Me siento bien. ¿Cuánto cubre aquí? —Necesito dejar de mirarlo
como sé que lo estoy mirando.
—Mucho. Casi nadie es capaz de llegar al fondo a pulmón y hacer pie.
—¿Puedes tú?
—Pues claro —se pavonea—. Desde los catorce.
Me río a carcajadas.
—Eres un poco fantasma, titi.
—¿Quieres verlo?
—Venga.
Suelta la boya y coge impulso para subirse encima.
—¿Qué haces?
—Es imposible llegar al fondo sin la fuerza de tirarse de cabeza.
Consigue encaramarse a la boya y mantener el equilibrio un segundo.
Salta justo después. Las ganas de imitar sus pasos son tan fuertes que hago
lo mismo. Subo a la boya y… salto. Vuelvo a sumergirme en el agua y voy
directa al fondo, aunque me quemen los ojos. Penetro en las profundidades
iluminadas por el sol de primera hora de la mañana, emocionada por los
peces que rodean la cuerda que ancla la boya, sintiendo una presión en mis
oídos que es más que bienvenida. Cuando estoy a punto de rozar la arena
blanca, veo a Marcos tocarla con la mano y coger impulso para subir de
nuevo. Nos cruzamos.
Yo bajo.
Él sube.
Acerca su mano.
Yo acerco la mía.
Y chocamos los cinco.
Después, yo toco la arena.
Es mágico.
Regresamos a su casa totalmente empapados. Nos hemos puesto la ropa por
encima de la ropa interior mojada, y casi morimos congelados en el trayecto
en moto. Yo me he acurrucado contra la espalda de Marcos. También le he
dejado la camisa llena de mocos. Se lo he dicho. Y él se ha reído.
Una vez en su casa, vamos directos a la cocina. A la pizarra. Marcos
coge una de las tizas que hay guardadas en un tarro y escribe mi nombre y
el suyo, la fecha y la temperatura del agua, por encima de la letra de Hugo.
—¡Os jodéis, cabrones! —grita.
Me río con él. O balbuceo. El tembleque no me permite ni hablar.
—Sois como niños.
—Estás helada.
—Estoy bien.
—Ven.
Me acompaña al cuarto de baño de la planta inferior. Me doy una ducha
de agua hirviendo mientras Marcos busca ropa seca para prestarme en el
dormitorio de Priscila. Me la deja encima del bidé mientras yo sigo en la
ducha, y me avisa de que me espera en la cocina. Cuando estoy lista, voy a
su encuentro.
—¿Quieres desayunar? —me ofrece.
—No. Estoy bien.
—Tienes que entrar en calor.
—Ya he entrado en calor. Ahora tengo que irme, Marc.
—¿Seguro que no quieres quedarte?
—No, bastante has hecho ya por mí.
—No he hecho nada.
Ya lo creo que lo has hecho.
—Yo tengo que… tengo que hacer algo.
—Vale. Te llamo luego.
Sonrío.
—Vale.
Me aproximo a él, muy despacio, y deposito un suave beso en su mejilla,
muy cerca de la boca. Un beso que sabe a mar. A salitre. A recuerdos. A
libertad. Un contacto que reverbera en lo más hondo de mi alma.
—Agur.
—Agur —me devuelve.
Me despido con la mano y salgo de la vivienda antes de arrepentirme y
lanzarme a sus brazos. Monto en el coche y conduzco durante unos
minutos. Salgo del pueblo y continúo conduciendo con el único objetivo de
irme a casa, pero no llego demasiado lejos. Necesito… necesito soltarlo. Ya
no puedo más. Por eso lo llamo. Sin pensar.
—¿Sí? ¿Estás bien?
—No.
Y se lo cuento todo.
Todo.
Dos años atrás…

En el centro de Bilbao

Mencía Irezabal salía con Xabier Zubicaray, el hijo pequeño de una de las
familias más importantes e influyentes de la gran villa, propietarios de
cinco de los hoteles más emblemáticos. Mencía y Xabier llevaban casi dos
años tonteando. Les iba bien. Nada serio, pero les iba bien. Formaban una
pareja ejemplar, como comentaban en su entorno más íntimo. Guapos.
Jóvenes. Con un futuro prometedor. Perfectos el uno para el otro. Él, con
ese traje negro de chaqueta y corbata, que lo hacía parecer un actor de
Hollywood, y ella, con ese vestido amarillo hasta el suelo, que le quedaba
de escándalo.
Los padres de Xabier habían confiado en su hijo pequeño la reforma del
nuevo hotel, el sexto, y, tras muchos meses de obras y preparativos, por fin
había llegado el momento de su apertura.
La familia Zubicaray, como representantes excelentísimos de la flor y
nata de la villa, invitaron a la inauguración a los miembros más selectos de
la sociedad. Y a Mencía. Una Mencía que, tras toda una vida de
preparación, acababa de superar las pruebas físicas y psicológicas para
ingresar en el GEO. Ya solo le quedaba por delante una entrevista personal
y estaría dentro. Ya estaba dentro. La primera mujer geo de la Historia.
Se encontraba eufórica. Necesitó varias copas de champán para
tranquilizarse. Y para celebrarlo. Porque también quería celebrarlo. Aunque
solo fuera consigo misma. Hasta que no pasara la entrevista personal, no lo
celebraría con la familia.
Durante horas, tuvo que sonreír, de la mano de Xabier, a todo aquel que
se acercaba a saludar al anfitrión.
Entonces, de pronto, comenzó a agobiarse. Fue como si toda la presión
de las pasadas semanas tomara el control de su cuerpo. Necesitaba espacio.
Necesita soltar la adrenalina que acumulaba dentro. Ella lo vio como algo
normal, algo humano; necesitaba expandirse después del duro
entrenamiento que había llevado a cabo durante tantos meses. Porque aún
tenía dentro toda la presión. Y se sentía mareada. Llevaba tantos meses sin
probar una gota de alcohol que el champán le había hecho mella. Tenía
calor.
Se disculpó con Xabier y con el grupo de turno, que lo felicitaba, y cogió
uno de los hielos de la primera cubitera que encontró. Se lo deslizó por el
cuello y por la nuca para refrescarse, sin fijarse en que todos la observaban;
luego se acercó a una ventana. La abrió y sintió el azote de la brisa de la
tarde-noche en el rostro.
—Dios, qué gusto.
Permaneció así unos minutos, hasta que regresó junto a Xabier. Él le
preguntó si estaba bien y ella le dijo que sí. Él insistió en que subieran a la
habitación en la que dormirían aquella noche (una de las suites más lujosas)
y ella aceptó. Continuaba mareada por el alcohol.
Si Mencía no hubiera estado tan distraída con la preparación de las
pruebas de los geo, se habría dado cuenta de que Xabier tenía otros
intereses para ella.
Si Mencía se hubiera tomado más en serio su relación, se habría dado
cuenta de que Xabier se tomaba muy en serio su relación.
Si Mencía no hubiera vivido durante meses en la burbuja de su carrera,
se habría dado cuenta de los detalles de su relación. De que Xabier pedía
por ella la comida en los restaurantes y no por un acto de amabilidad.
Si Mencía hubiera estado más atenta a su pareja, se habría dado cuenta
de que Xavier torcía la cara cuando ella era espontánea.
Si Mencía no hubiera estado tan ensimismada en sus asuntos, se habría
dado cuenta de que Xabier era un controlador. Y de que ella no tenía ni
idea. De que no lo conocía en absoluto.
Y entonces quizá no habría ocurrido lo que ocurrió:
—Pero ¿qué coño ha pasado ahí abajo? —le preguntó él en cuanto se
cerró la puerta detrás de ellos.
Mencía se sorprendió. Xabier no había dado muestras de que le hubiera
molestado… nada. Solo le había acariciado el brazo durante toda la noche,
como siempre hacía.
—Nada, me he agobiado un poco.
—¿Que te has agobiado? No me jodas, Mencía. ¿Sabes de lo que se va a
hablar mañana en todos los periódicos a propósito de la reforma del hotel?
Se va a hablar de que la novia del dueño, en quien por fin su padre ha
delegado, ha montado el espectáculo del siglo.
—Lo siento, necesitaba aire. Me he agobiado. Estoy agobiada. El mundo
se me ha quedado pequeño de pronto.
—Es ese curro de mierda que tienes. O que vas a tener.
—¿Perdona?
—Tú no necesitas aire, lo que necesitas es aprender a controlarte. Y ya
es hora de que yo tome las riendas.
Y la encerró en el armario.
Mencía ni siquiera lo vio venir, por eso no pudo defenderse. La agarró
del brazo y la metió dentro. La pilló desprevenida y borracha. Ella, en un
primer momento, golpeó la madera y le gritó que si estaba loco y que la
sacara de ahí. Pero entonces escuchó el ruido de la puerta de la habitación.
La había abandonado. La había dejado sola, encerrada en un armario en el
que apenas cabía. Le vino un pensamiento: aire. Y la falta de oxígeno en
sus pulmones se hizo patente. Y la opresión en el pecho. El miedo. Se
estaba ahogando. Comenzó a llorar.
No supo cuánto tiempo pasó. Perdió la noción de todo. Solo sentía que
se ahogaba. Que iba a morir allí dentro. Por más que golpeaba la puerta, no
conseguía salir. Y se quedó sin fuerzas.
Cuando, muchos minutos después, Xabier abrió el armario, Mencía
había perdido el conocimiento.
Se despertó en una cama de hospital.
Lo recordó todo.
A gritos, echó a Xabier de la habitación. A él y a sus disculpas.
Y le dio la bienvenida a la culpabilidad. Aquel episodio había sido culpa
suya. Y lo peor: no había estado a la altura.
Llamó a su hermano Julen.
Y, casualidades de la vida…
El mismo día. El mismo sábado. Unas horas antes. En un pueblo
alicantino…

Marcos escuchó con verdadero horror que su hermana Priscila gritaba:


«Protesto». Marcos supo en ese momento lo que estaba a punto de suceder:
él no se casaría aquel sábado de septiembre.
25 La explosión Cabana

Marcos
—Cuando Julen llegó al hospital, se tumbó junto a mí y me abrazó con
fuerza. Sin preguntas. Aún recuerdo la seguridad que me invadió por fin, a
pesar del susto que él tenía en el cuerpo. Y yo le mentí. Le expliqué como
pude que había sido un ataque de estrés, provocado por la presión a la que
había estado sometida los últimos meses. Quería protegerlo. Protegerlo de
sí mismo, de lo que sería capaz de hacerle a él, y protegerlo de las
imágenes de mí que no quería proyectar en su cabeza. Porque yo sabía que
lo perseguirían siempre, al igual que lo han hecho conmigo. Así sería
mucho más fácil para él.
Me froto los ojos con fuerza y rabia. Con la misma fuerza y rabia con la
que he apretado el móvil contra mi oreja desde que Mencía me llamó,
media hora después de salir de mi casa. Podría reventarlo ahora mismo. He
tenido que disimular cuando mis padres se han levantado de la cama y han
pasado por la cocina a comprobar por qué yo continuaba despierto. Les he
asegurado que todo estaba bien con la mano y se han marchado a dar su
tradicional paseo del día de Navidad, desayuno con los St. Claire incluido.
Y yo me he quedado sentado en una de las sillas, con la vista perdida en la
ventana, y el resto de los sentidos, en la llamada.
—Tú habrías hecho lo mismo por los tuyos —continúa—. Tú has hecho
lo mismo por los tuyos. Protegerlos de la verdad para que no sufran.
—¿Y tus padres? —consigo preguntar.
—Horas después, cuando llegué a casa de la mano de Julen, les conté la
misma mentira. El entrenamiento me había superado y me había pegado la
hostia más grande de mi vida. Ellos me apoyaron. Me cuidaron y me
mimaron a su manera. Una semana después, tuve la entrevista personal con
uno de los instructores en Guadalajara. Rompí a llorar al cabo de diez
minutos. Me derrumbé a la primera de cambio, como una campeona. No la
pasé. Y así mis sueños se fueron a la mierda. Todo mi esfuerzo. A mi familia
le dije que había fracasado. Que estaba equivocada. Que es necesario
mucho más que un gran aplomo para ser geo. Después de todo, quizá
debería haber sido modelo.
Mencía se viene abajo por segunda vez y rompe a llorar. Jamás me he
sentido más impotente.
—Titi…
—Tuve que acudir al psicólogo una vez a la semana desde entonces, y
durante casi dos años —continúa, interrumpiendo lo que yo estaba a punto
de decirle—, porque desarrollé una claustrofobia muy jodida. Tú la
presenciaste. Y yo nunca había sentido claustrofobia. O peor: nunca pensé
que en algún momento de mi vida me sentiría limitada por ello. Cuando
éramos pequeños, Julen y yo fuimos al monte de excursión con el colegio;
había… había una especie de cueva muy estrecha, un pasadizo que te
llevaba al otro lado; solo cabían niños, y únicamente si tenían una
constitución muy muy delgada. Julen y yo entramos los primeros sin que los
profesores se dieran cuenta. Pasamos. Y repetimos tres veces más. Era uno
de mis mejores recuerdos. Ahora es uno de los peores. Sufro pesadillas con
él una de cada veinte noches. Me despierto de madrugada porque me he
quedado atrapada y no puedo pasar. Qué cosas, ¿verdad? Cosas de la vida,
supongo. El día del ascensor… yo subía por las escaleras, pero eso era
darle alas a la fobia. Así que me obligué a montar en el ascensor. Suelo
hacerlo a menudo. Desafiarla. Y ahí estabas tú. Sin camiseta y «a punto
de» haber follado con tu exnovia.
Yo… solo quiero gritar. Gritar y colarme en esa pesadilla para darle la
mano y rescatarla de la cueva. Lo haría por el otro lado, para que viera que
podía pasar sin problemas. Y salir a la calle, claro. También quiero salir a la
calle. Sobre todo, en las partes del relato en las que ella se ha venido abajo
y no ha podido evitar sollozar. Es tanta la impotencia que siento. Es
asfixiante.
—Fuiste muy valiente —susurro. Y no me refiero solo al ascensor—.
Eres la tía más valiente que he conocido nunca.
—¿Sabes cuál iba a ser mi especialidad dentro de la unidad?
Sí. Lo deduzco de inmediato. Esa fobia a meterse en el agua…
—Submarinismo.
—Sí. Julen y yo practicamos submarinismo desde que tengo uso de
razón. Mi padre nos llevaba todos los fines de semana cuando éramos
pequeños. El mar era toda mi vida. Podía pasar horas y horas debajo del
agua y jamás me cansaba. Cuando no superé la entrevista personal, la
rabia me consumió. La frustración. Me enfadé con el universo. Con el mar.
Lo pagué todo con él. Sumergirme no solo sería un recordatorio constante
de lo que no había conseguido, sino que… ni siquiera era capaz de poner
un pie dentro, Marcos. Ni de intentarlo. Me daba terror sentirme
encerrada. Porque sería como sentirme encerrada en mi propia casa. Se me
fue la vida a la mierda. El pensamiento de no poder volver a hacer
submarinismo me mató por dentro. Así que le di la espalda. Y vivo frente al
mar. Todas las mañanas, durante los siguientes dos años, me despertaba,
levantaba la persiana y veía el mar. Y me daba media vuelta. Se me había
olvidado incluso su olor. Hasta que estuve contigo en la terraza de aquel
hotel. Tú olías a mar. Hueles a mar, Marc.
Aprieto los párpados de nuevo.
—¿Qué pasó con él?
¿Sigue vivo?
—Cortamos. Punto. Nadie supo nunca nada. Me daba vergüenza. Yo
había estado a punto de ser geo y él no era más que un niñato pijo y
consentido. Una cara bonita sin demasiado cerebro. Y fue capaz de
encerrarme en un armario sin apenas esfuerzo. Me ganó la partida.
—Estabas borracha y te pilló por sorpresa —susurro de nuevo,
conteniendo la rabia.
—No es excusa. Y lo sabes. Creo que… a fin de cuentas yo no tenía
madera para ser geo. Y mejor descubrirlo en ese armario que en mitad de
una misión, arriesgando la vida de mis compañeros. Arriesgando tu vida.
—¿Cómo has dicho que se llama el tipo?
—No te lo he dicho, Marcos. Ni te lo voy a decir.
—Vamos. —Sonrío sin ganas, intentando disimular—. No voy a hacer
nada. Solo quiero saberlo. Simple curiosidad.
—No necesitas saberlo.
Sí, necesito saberlo.
—Mencía…
—Jamás te lo diré. Y tú no lo busques, Marc. Esta no es su historia. Es
mi historia. Mis errores. Mi culpa. —Y una puta mierda—. Ahora tengo
que colgar. Porque mi hermano también se merece escuchar todo esto. Ayer,
cuando llegamos a Bilbao…, él estaba allí. En mi casa. Con mis padres. Me
bloqueé y me largué en el coche, dejando a mi hermano atrás. Tengo que…
tengo que hablar con él.
—Men…
—Agur, Marc. Gracias por escucharme.
La llamada se corta. Ha colgado sin darme opción a réplica. Ni siquiera
intento llamarla de nuevo. Sé que no va a contestarme. Lanzo el teléfono
contra la mesa de la cocina y echo a correr hacia las escaleras. Las subo y
me dirijo a la última habitación de la izquierda; mi puño toca a la puerta sin
ninguna deferencia. Ahora mismo me da todo igual. Todo menos ella.
Es Cata quien me abre, en camisón; River aparece por detrás poniéndose
unos pantalones de pijama.
—¿Marc? —pregunta ella—. ¿Qué te pasa?
—River. —Encaro a mi hermano.
—Joder, ¿qué pasa?
—Necesito algo. Con urgencia.
—¿Ahora?
—¡Sí, ahora!
—¿Qué coñ…?
Se abre la puerta de enfrente y aparece Alex con cara de querer matarnos
a todos.
—Pero ¿qué cojones pasa con vosotros? Me vais a despertar al crío con
tanto grito.
—Vuelve a la cama —le digo—. Esto es con River.
—¿Marc? —Priscila sale de su dormitorio detrás de Alex—. ¿Qué pasa?
—¿Marcos? —me llama Alex. Acaba de verme la cara. Viene hacia mí y
me coge del brazo. Yo tiemblo—. ¿Estás bien?
—¡Que os metáis todos dentro, joder! —exploto—. ¡Todos, menos
River!
Mi grito produce un efecto rebote, y, en lugar de volver todos a sus
respectivas habitaciones, salen Hugo y Adrián de las suyas.
—¿Marcos? —Hugo—. ¿Qué está ocurriendo aquí?
—Joder.
—Macho —Adrián—, a gritar te vas a tu puta casa. Me has despertado.
—Estoy en mi puta casa. Y podéis iros todos a dormir o a hacer lo que
os dé la puta gana. Repito: esto es solo con River. Dejadnos solos.
—¿Qué le has hecho? —le pregunta Adrián.
—¿Yo? Nada.
—¿Qué pasa aquí? —Dylan—. ¿Estamos de reunión familiar? Porque
me he acostado hace como cuatro horas y me estáis tocando mucho los
huevos.
—No pasa nada, Dylan —digo, más calmado. Ellos no tienen la culpa—.
Vuelve a la cama. Volved todos a la cama, ¿OK?
Por supuesto, nadie hace amago de regresar a su dormitorio. Suspiro y
me rindo. Hoy no tengo tiempo para esto. Hablo con River como si el resto
de mi familia no estuviera presente. Porque sé que él lo sabe. Lo ha sabido
todo este tiempo.
—¿Por qué no me lo dijiste antes? —le pregunto con dolor—. ¿Por qué
cojones no me lo dijiste antes, Riv?
River se acerca a mí, confundido.
—¿Decirte qué?
—El nombre y el apellido de ese tío.
—¿De qué tío?
—¿Qué tío? —Hugo.
—¿Qué tío? —Alex.
—Un tío, joder.
Hostia, ya.
—¿Qué tío, Marcos? —River de nuevo. Pero más serio. Y sin apartar su
mirada de la mía.
—Sabes perfectamente qué tío.
River suspira y se lleva los dedos a los lagrimales. Ahora ya sabe de qué
estamos hablando. Bien. Porque he perdido demasiado tiempo.
—Yo no me estoy enterando de nada.
—Ni falta que te hace.
Me arrepiento de contestarle a Priscila de esa manera tan brusca en
cuanto las palabras salen de mi boca. Alex me lo recrimina con los ojos y
yo acepto mi culpa. Me he pasado. Lo siento. Estoy muy nervioso.
—No, Marcos —dice entonces River.
—¿Perdona?
—No te voy a dar ese nombre.
—Es una broma, ¿no? —Sonrío sin ganas una vez más.
—No.
—River, no estoy jugando.
—Yo tampoco, Marc. Tú no te ves como te estoy viendo yo. No te voy a
dar una mierda.
—¡Dame el puto nombre!
—Ey, ey. —Hugo se acerca a imponer un poco de paz. Me sujeta del
brazo y se coloca frente a mí, eclipsando a River—. Tranquilo, ¿vale?
Vamos a calmarnos un poco. ¿Qué nombre es ese? ¿Qué pasa?
Y yo se lo digo. Se lo digo porque necesito que River me dé el puto
nombre y largarme de aquí de una vez.
—Alguien ha hecho daño a Mencía. Y yo tengo que averiguar quién es.
No necesitas saber más. River, el nombre.
La expresión de Hugo muda de confundido a esclarecido. Como si
acabara de despertarse del todo. Me observa de arriba abajo y después se
gira hacia River.
—River, no —dice con autoridad—. Ni se te ocurra dárselo.
—¿Perdona? ¿Cómo que no? ¿De qué coño vas, Hugo?
Estoy flipando. ESTOY PUTO FLIPANDO.
—Eso digo yo —exclama Dylan, acercándose también—. ¿Cómo que
no? Dáselo.
—Tú no te metas en esto —responde Hugo de mala hostia—. Vuelve
dentro, esto no es…
—Como se te ocurra decir que un problema de tu hermano no es asunto
mío —lo interrumpe Dylan—, te juro que lo nuestro acaba en divorcio hoy
mismo.
—Muy bien, Dylan, ¡muchas gracias! Tú, como siempre, a lo tuyo.
¡Facilitando las cosas!
—¡Dale el puto nombre! —grita Dylan a River.
—Cállate, Dylan.
—Que no me mandes callar, tú menos que nadie.
—Chicos —Cata, agobiada, sale del dormitorio y se sitúa entre Hugo y
Dylan—, por favor, no discutáis así. River —se gira hacia su marido—,
dale el nombre.
Él la mira con mala cara. Y suspira.
—Gracias, Cata —ironiza Hugo—. Muchas gracias.
—Tú también querrías el nombre si alguien le hubiera hecho daño a
Dylan.
—No es eso lo que estamos discutiendo aquí.
—Es que aquí no hay nada que discutir —indica River—. No se lo voy a
dar.
—Riv —Alex llama a mi hermano, pero me mira a mí. Y nos
comunicamos en silencio. «Necesito ese nombre». Alex cierra los ojos—,
dáselo.
River y Hugo miran a Alex con los ojos desorbitados. Y decepcionados.
Yo le doy las gracias.
—¿Adrián? —pregunto. No ha articulado ni una palabra, como de
costumbre. Pero ahora necesito que se pronuncie, ya que, por lo visto, esto
se ha convertido en una puta votación.
Adrián me escruta con la mirada unos segundos antes de contestar:
—Dáselo.
—Me cago en todo —exclama Hugo—. Pero ¿de qué vas, Adrián?
—Ganamos por mayoría —le digo a River—. Dámelo.
—Ni de coña —exclama Hugo.
—No —lo secunda River.
—Yo paso mucho de todo esto —masculla Adrián.
Se da media vuelta y se adentra de nuevo en su dormitorio. Cierra de un
portazo. Pues muy bien. De puta madre.
—¿Sabes qué? —le digo a River—. No hace falta que me des una puta
mierda. Puedo buscarme la vida. —Me dispongo a largarme, pero antes
entro en su habitación a por algo que sí necesito. Las llaves de su puto
coche. Las cojo sin que pueda impedírmelo y, antes de irme, les muestro el
dedo corazón a Hugo y River, por ser dos hermanos de putísima madre—.
Que os jodan a los dos.
—¡Marcos!
—¡MARCOS!
Bajo las escaleras a toda leche y me calzo las primeras botas que
encuentro en la entrada; no sé ni si son mías, pero me la suda. Tampoco me
molesto en ponerme una chaqueta. Salgo de casa en pijama, en pantalones
de cuadros y camiseta blanca de manga corta, y me importa una mierda.
Estaba a punto de acostarme cuando Mencía me ha llamado.
Arranco el coche de River y salgo pitando hacia Alicante. Recuerdo
dónde vive Mencía; la acompañé una noche después del trabajo. Me salto
todos los controles de velocidad y, en media hora, me planto en su casa.
Aparco justo al lado y aprovecho que una señora sale del portal para entrar
yo. Voy directo a los buzones. Nervioso. Temblando.
«Mencía. Mencía. Mencía. ¿Dónde coño estás? Mencía. Mencía.
Mencía».
No hay ningún «Mencía», pero sí un buzón sin nombre. «Te tengo. 6C».
Decido subir por las escaleras porque es mucho más rápido que esperar
el puto ascensor en el día de Navidad. Ni siquiera sé con lo que voy a
encontrarme. Me detengo a pensar un momento en cuanto llego al rellano.
¿A pensar en qué? A pensar en nada. Llamo de forma insistente a la puerta.
Es ella quien me abre. Con los ojos hinchados de llorar y la sorpresa
dibujada en su cara.
Y yo… Yo no lo aguanto ni un minuto más.
El ascensor. La conexión.
La unidad. La necesidad.
La discoteca. La realidad.
El Ecuador. La mecha. La puta mecha que nos quemó por dentro antes
de explotar.
Esta mañana, ella y yo juntos. La explosión.
Y una última detonación. Una urgencia demasiado grande. Me lanzo a
sus brazos y la beso con la fuerza de un tsunami. Sin vuelta atrás.
26 Continuamos siendo dos adolescentes
con demasiadas ganas el uno del otro

El impacto es sobrecogedor. El impacto de su cuerpo sobre el mío y de sus


labios sobre los míos. A veces, recreamos tanto en nuestra cabeza los
recuerdos que distorsionamos la realidad. Yo he pensado mucho en los
besos que compartí con Marcos en aquella única noche que pasamos juntos.
Creí haberlos idealizado. Haberlos convertido en una quimera. Un ideal. Él.
Sus labios. Su sabor. La sensación de nuestras bocas juntas.
No es verdad. Es mucho mejor que en mis recuerdos. Jamás me habían
besado con esta sed, esta pasión y este… anhelo.
Si pudiera pedir un deseo… Si realmente existieran los genios de la
lámpara…
Yo lo que quiero es que me besen así el resto de mi vida.
Yo lo que quiero es que Marcos Cabana me bese así el resto de mi vida.
Le rodeo el rostro con las manos, separo los labios e introduzco la lengua
en su boca, desesperada por el encuentro. Y mientras nos comemos el uno
al otro de manera desordenada pero perfecta a la vez, noto la suavidad de
las mejillas de Marc. Porque, aunque nuestro ímpetu nos ha llevado a
chocar con una pared, no sé cuál, Marc es suave. Marc siempre es suave.
Sin dejar de tocar sus brazos desnudos, su cintura, su abdomen, y sin
dejar de besarnos, lo conduzco hacia mi habitación. Yo camino de frente y
Marcos, de espaldas, dejándose guiar por mis pasos y tropezando en algún
punto del camino. Me he dado cuenta de que Marcos nunca tropieza, posee
un equilibrio perfecto, menos cuando está a punto de hacer el amor
conmigo. Entonces tropieza como un adolescente a punto de estrenarse. Y
la adolescente que hay en mí tropieza con él, henchida de inmadurez.
Entramos en el dormitorio y nos separamos para respirar. Porque yo
podría vivir de inhalarlo a él, pero mis pulmones no opinan lo mismo. Nos
quedamos de pie, mirándonos; el pecho de ambos sube y baja al ritmo de
nuestras respiraciones, aceleradas.
Y entonces Marcos sonríe. Me fijo en él por primera vez. Tengo que
alejarme un poco, incluso, para hacerlo bien. Va en pijama. En botas de
monte, camiseta blanca de manga corta y pantalón de pijama. Un pantalón
de cuadros que no deja nada a la imaginación, que…
—¿Has venido en plan comando? —pregunto sin poder dejar de mirar la
tienda de campaña que forma la suave tela. Solo de pensar en que no lleva
ropa interior, yo ya quiero quitarme la mía y tenerlo dentro. Así, sin
preliminares. No los necesito.
Marcos baja la vista, observándose a sí mismo, y luego me guiña un ojo.
Lleva una mano a su erección y se la acaricia con lentitud, sin dejar de
mirarme. Dios, qué provocador. Me lo como entero. De arriba abajo.
Camino hacia atrás y me siento en la cama. Primero quiero comérmelo
con la mirada y que él sea consciente de ello. Me encanta mirarlo. Me gusta
muchísimo. Y más, cuando tiene los labios magullados por mi causa.
Estoy a punto de desnudarme, tumbarme de espaldas y abrir las piernas,
porque lo necesito, pero Marcos se acuclilla frente a mí, apoya las manos y
las sube por mis muslos. Lento. Delicado. Me agarra por la cintura y se
inclina sobre mi cuello, mordiéndome y besándome. Y su boca está justo
ahí, tan cerca, y a mí me gusta tanto su boca, que no puedo evitar rodear de
nuevo su cara con las manos y atraer sus labios hacia los míos. Son una
droga. Y son para mí.
Toda la tensión de la última hora y media (o del último día) desaparece
de pronto, como la silueta de un mago bajo su capa de invisibilidad. Y lo
abrazo de puro agradecimiento. Lo abrazo con fuerza y escondo la cabeza
en el hueco de su cuello. Cierro los ojos. Jamás había abrazado a alguien
con este sentimiento. Y me siento muy expuesta y vulnerable, tanto que
unas lágrimas calientes me surcan las mejillas, pero me siento bien.
Increíblemente bien.
—Gracias.
—Shhh —susurra, devolviéndome el abrazo—. Estoy aquí. Todo va a
estar bien. Y no necesitas una mierda darme las gracias.
Me río en su cuello.
—Eres un palabrotero.
Ahora es él quien se ríe. Noto sus carcajadas sobre mí.
—¿Esa es otra palabra vasca, como «playeras»?
Niego con la cabeza, divertida. Lo miro a los ojos unos segundos antes
de tumbarme en la cama y extender los brazos. Él, al instante, se tumba
sobre mí; nuestros cuerpos encajan a la perfección. La tela de nuestros
respectivos pijamas es tan fina que la sensación es deliciosa. Marcos sonríe
con socarronería cuando su erección se frota contra mi sexo, y yo gimo sin
poder evitarlo; se le forman pequeñas arrugas en las comisuras de los
párpados. También me encantan. ¿Y las pecas? Me las follaría si pudiera.
—Me follaría tus pecas.
Toma ya.
Marcos se atraganta y todo. Eso sí, la erección no la pierde. Ni el
movimiento insistente sobre mi pelvis. Y me acuerdo de nuestra primera
vez, cuando no podíamos dejar de reír por lo torpes que éramos. ¿Hay algo
más bonito que reír mientras se hace el amor? No lo creo.
Me sube la parte de arriba del pijama y sus manos encuentran mis
pechos. Acerca su boca; saca la lengua para rodear con ella una de las
areolas y arrancarme gemidos de pura magia. Abro las piernas y le agarro el
trasero para pegarlo más a mí. Me muevo con él y disfruto de la electricidad
en cada una de mis terminaciones nerviosas, que deben de ser como un
millón, porque casi me dejan sin aliento. Experimento el placer previo al
orgasmo y me corro a lo grande mientras Marcos tira de mi pezón con los
dientes.
—Hostias. —Marcos levanta la cabeza—. ¿Ya, titi?
Me quedo tan desmadejada sobre el colchón que no soy capaz ni de
contestar. ¿Qué acaba de pasar? Ha venido… de repente. No he podido
controlarlo. Y admito para mí misma que esa forma suya de llamarme me
gustó desde el primer momento. Igual que todo él.
—Dios —le digo.
—Eyaculación precoz —bromea, muy orgulloso de lo que acaba de
conseguir; se le nota en la cara—. Me gusta.
A continuación, mete las manos por debajo de mi trasero y me baja los
pantalones y las braguitas, empujándolos por mis piernas hasta sacarlos por
los pies y tirarlos al suelo junto con los calcetines. Acerca la boca a mi sexo
y desliza la lengua, con muchísimo tiento, de abajo arriba. Y otra vez.
Deteniéndose unos segundos de más en el clítoris. Succionándolo con
suavidad. Ahí es cuando mi cerebro se nubla del todo. Ya no puedo pensar
en nada que no sea la lengua de Marcos haciéndome el amor. Me agarro a
su cabello y tiro de él con fuerza. Abro las piernas todo lo que dan de sí y
comienzo a moverme en círculos, pero me freno en cuanto me doy cuenta
de que estoy a punto de correrme de nuevo. ¡Otra vez!
—Marcos… Marc…, estoy a punto.
Marcos se detiene después de un último lametón, se levanta y se quita
los pantalones y el calzado en medio segundo. Y a mí se me hace la boca
agua de verlo desnudo de cintura para abajo.
—Mierda —exclama—. Dime que tienes preservativos.
Joder, no.
—Pues no.
—Dime que tomas la píldora.
—Pues tampoco.
La cara de Marcos es de absoluto horror.
—Que no cunda el pánico, titi —le digo—. Fóllame como si fuéramos
unos adolescentes.
La polla de Marcos salta. Juro que salta. Después, regresa a mi cuerpo y
coloca su erección justo encima de mi sexo. Comenzamos ambos a
movernos, a frotarnos. Marcos se restriega con fuerza y yo cuelo mi mano
por la raja de su trasero, acariciándolo. Nos volvemos locos, gimiéndonos
en el oído. Sudándonos la piel. Siento el hormigueo del orgasmo, de un
orgasmo brutal al que estoy a punto de dar la bienvenida, y lo aviso.
—¿Ahora? —gimotea.
—A… ho… ra —consigo decir, porque ya casi está aquí.
Y entonces Marcos me penetra de una sola estocada y comienza a
follarme; yo me corro de un modo tan brutal que incluso tengo que levantar
las caderas. Y la sensación de nuestros cuerpos unidos sin ninguna barrera
es tan placentera que sigo moviéndome una vez que he acabado. Sigo
moviéndome mientras Marcos sale y se corre, restregando su pene sobre mí
e impregnándome de semen. Y continuamos moviéndonos juntos, con
embates intensos, certeros, con los últimos ecos de nuestros orgasmos
reverberando, hasta que caemos medio muertos, él encima de mí y yo sobre
mi almohada.
Si esto es un polvo de adolescentes, quiero follar así durante el resto de
mi vida.
—Oye, titi —dice, besándome el pecho cubierto de sudor—, tenemos
que hablar muy seriamente de lo de arrancarme el pelo. Yo valoro mucho
mi pelo.
Rompo en carcajadas mientras le meso el cabello, húmedo, con la mano.
Él continúa besándome.
Yo continúo acariciándolo. A mi técnico de ascensores.
Y nos quedamos dormidos.
Me despierto antes que él. Son más de las cinco de la tarde. Se ha quedado
dormido con la cabeza sobre uno de mis pechos y con mis brazos
rodeándole el cuello. Me doy cuenta de que no hemos llegado a quitarnos
las camisetas. De cintura para abajo, seguimos desnudos. Y a mí se me ha
dormido un brazo. Lo aparto, con cuidado de no despertarlo, pero…
—Grrr —gruñe. Mierda.
—Lo siento.
Marcos se revuelve en mi pecho y alza la cabeza. Está dormidísimo. Los
ojos hinchados, pero superverdes. Dios mío, qué guapo es. Incluso esa
marca que tiene en la frente le queda bien.
—¿Qué te pasó aquí? —le pregunto mientras paso la yema de mi dedo
por encima.
—Varicela. Me la pegó… una vecina.
Vale. No voy a indagar más en cómo se lo pegó esa vecina. Me lo
imagino.
—¿Qué hora es? —pregunta entonces él.
—Más de las cinco.
—Joder.
—Te has perdido la comida de Navidad.
—Me la suda.
Se echa sobre el colchón, a mi lado, y se tapa los ojos con el brazo. No,
no se la suda. Ha pasado algo.
—¿Qué ha ocurrido?
—Me he peleado con mis hermanos —confiesa a la primera. Me
sorprende.
—¿Pues?
—Pues porque los hermanos discuten a veces. Yo, con los míos, discuto
a menudo. Me tocan mucho las pelotas cuando se lo proponen.
—No quiero que estés lejos de ellos en un día como hoy.
—Pues yo sí quiero. Quiero estar contigo. Y que me toques tú las
pelotas. —Sonrío sin poder evitarlo. Y estiro la mano. Necesito tocarlo.
Todo el rato. Apoyo la cabeza en su pecho—. Dime algo en euskera —me
pide.
—¿Y eso?
—Me apetece. —Oh, Marcos y sus cambios bruscos de tema—. Dime lo
primero que se te ocurra.
Y eso es lo que hago. Sin pensarlo.
—Maite zaitut.
—Maite zaitut —repite—. ¿Qué significa?
«Te quiero».
—Aún no lo sé —miento.
—Pues esperaré a que lo sepas.
Yo también.
—Siempre usas el «pues» cuando hablas conmigo.
Marcos ríe. Se le agita el estómago bajo mi mano.
—Mierda, ¿te has dado cuenta? Lo hago a propósito para quedarme
contigo.
—Eres superidiota.
—Hostias. Con «súper» y todo. Pues tú… —Me río y le doy un golpe en
el brazo. Él se ríe conmigo. O de mí. No lo tengo claro—. Pues tú eres
supervasca. Y ahora tengo que levantarme a mear. No puedo más.
—Es la puerta de al lado. Y, por cierto, tengo unos bóxer tuyos limpios
para que te pongas, de la noche del hotel.
—¿Los has guardado todo este tiempo?
—No hagas más preguntas, yo tampoco lo entiendo.
Sus carcajadas se oyen por todo el pasillo. Aprovecho que Marcos va al
cuarto de baño para levantarme y ponerme ropa interior limpia. Veo mi
móvil sobre la mesita; hay un montón de llamadas y mensajes. Tengo que
llamar a mis padres. Otra vez. Y a Julen. Otra vez. Nuestra conversación,
mi confesión, no ha ido demasiado bien y al final hemos colgado enfadados
los dos. Al menos me ha prometido no hacerle nada a Xabier. Me asomo
por la ventana de refilón y… Y doy un paso atrás. Me fijo bien en la figura
que está apoyada en el coche frente al portal. Sí, es él. Justo Marcos regresa
al dormitorio.
—Tu hermano River está ahí abajo —lo informo.
27 Tenerte a ti para detenerme

Marcos
—Tu hermano River está ahí abajo —me dice Mencía.
Me quedo paralizado. ¿Qué coño hace River aquí? Joder… Suspiro y
echo a andar hacia la ventana para asomarme. Y ahí está: apoyado en su
coche, con las piernas y los brazos cruzados y jugueteando con el móvil.
Puede que yo me halle en un sexto, pero reconocería la figura de mi
hermano (la de todos mis hermanos) a veinte pisos de altura.
—Baja. —Mencía me acaricia el brazo.
Suspiro por segunda vez y comienzo a vestirme. Bueno, vestirme… Solo
tengo unos jodidos pantalones de pijama que ponerme. Encuentro mis botas
por ahí tiradas (en realidad, creo que son de Adrián) y me las calzo sin
molestarme en atar los cordones. Encuentro también en el suelo las llaves
del coche de Riv y las recojo.
—Ahora vuelvo.
—O no. Haz lo que tengas que hacer, Marc.
—Ahora vuelvo —repito, y le doy un beso rápido en los labios. Lo
necesitaba.
Abandono la vivienda y bajo por las escaleras con parsimonia; no tengo
ninguna prisa. Abro la puerta del portal. River se endereza y guarda el
móvil en el pantalón en cuanto me ve salir.
—Hola —me saluda. Me coloco frente a él, con los brazos cruzados.
—¿Cuánto tiempo llevas aquí?
—Bastante.
—¿A qué has venido?
—¿Tú qué crees?
—¿A darme su nombre?
Oye, tenía que intentarlo.
—No, Marc. No he venido a eso y lo sabes. No pienso darte ese nombre
cuando aún estás así, en caliente. Porque estás muy caliente. Eres puro
fuego, y si yo te doy esa información, destruirías tu vida en un parpadeo. Y
no hablo solo del plano laboral. Y lo peor es que no valdría una mierda,
porque no arreglarías nada. Lo que pasó pasó.
—Le arreglaría la cara a ese puto psicópata de mierda.
—El mal ya está hecho. Matarlo a hostias no ayudará a Mencía. Ni a ti.
Yo te voy a dar ese nombre cuando estés frío, cuando sepas qué hacer con la
información. Dentro de una semana o de diez años, no lo sé. Depende de ti.
—¿Crees que no soy capaz de encontrarlo por mí mismo?
—Confío en que no lo vas a lograr.
—Si le hubiera pasado a Cata, si un hijo de puta le hubiera hecho eso a
ella, ¿cómo habrías actuado tú, eh, Riv?
River exhala antes de hablar, se separa del coche, se acerca a mí y apoya
sus manos en mis hombros. Me mira a los ojos.
—Le habría agradecido al cielo, y a todo lo que conozco, tenerte a ti a
mi lado para detenerme. Para impedirme cometer una locura.
—Joder.
Llevo mi frente a su hombro y me abandono del todo. No puedo más. No
puedo pelear más conmigo mismo. Ni con él. Esto es una puta mierda.
Siento cómo me acaricia y me revuelve el pelo, y la presión en mi pecho se
diluye un poco. Vale. Suficiente. Me enderezo hasta apoyarme yo en el
coche, en la misma postura que exhibía él hace un rato. River me imita.
—¿Cómo ha ido la comida de Navidad? —pregunto. Porque, joder, hoy
es Navidad. La primera Navidad que paso lejos de ellos.
—Me la he perdido.
—No me jodas. Pero ¿cuánto tiempo llevas aquí?
—Bastante —repite—. ¿Cómo crees tú que ha ido, Marcos?
—¿La verdad? Tal y como he dejado las cosas, supongo que ha sido un
puto desastre.
—«Puto desastre» lo define bien, sí. He hablado con Cata hace un rato y
me lo ha contado. Papá y mamá han llegado de la calle felices de la vida,
con chocolate con churros para todos, y se han encontrado el panorama.
—¿Y cuál era el panorama?
—Muy variopinto. Todos sus hijos discutiendo por la casa. Dylan
discutiendo con Hugo. Adrián discutiendo con Hugo. Alex discutiendo con
Hugo. Cata discutiendo con Hugo. Hugo discutiendo con todos. Dylan
discutiendo con todos por ir a la yugular de Hugo. Priscila intentando poner
orden.
—Te has largado y has dejado solo a Hugo ante el peligro.
—Sabe defenderse solo.
—Sí.
—Marc, Hugo solo pretendía… Su corazón quería ponerse de tu lado
porque eres su hermano y te quiere con locura, pero su cabeza le decía que
lo mejor que podía hacer era frenarte los pies. Y la mía también.
—Ya lo sé.
—Tenías que haberte visto, Marcos. Ibas a matarlo.
—No lo habría hecho. No habéis confiado en mí. Ninguno de los dos.
River ríe sin ganas.
—Vamos, Marc. Alex, Adri, Dylan, Cata… Les ha podido el corazón. La
confianza ciega que tienen en ti. Pero ni tú mismo confiabas en ti. Por eso te
has largado y no me has insistido más. Por eso no te has molestado en
hacernos entrar en razón a Hugo y a mí. Porque en el fondo sabías que
llevábamos razón.
No pienso admitirlo.
—¿Ya está todo bien? —le pregunto, golpeando el asfalto con la punta
de la bota—. En casa, digo.
River suspira de nuevo.
—Lo último que sé es que, en mitad de la comida de Navidad, Hugo se
ha puesto en pie, ha gritado: «Os podéis ir todos a tomar por el culo» y se
ha pirado dando un portazo. Aún no ha regresado.
Joder.
—¿Lo tienes controlado?
—Claro. Está donde siempre. Lo que no sé es si Dylan lo va a recibir
con dos besos o con dos gritos y otro portazo. Tal vez un poco de todo.
¿Vienes a casa conmigo? Aún podemos recoger a Hugo y llegar a la cena.
—No me apetece cenar en familia.
—Contaba con ello. Por cierto, bonito atuendo. —Señala mi pijama y las
botas—. Cuando salgamos de esta crisis Cabana, te vamos a vacilar de lo
lindo. Eres consciente, ¿no?
Sonrío.
—Soy consciente.
—Y otra cosa: ¿te importa que me lleve mi coche de vuelta a casa? —Le
tiendo las llaves que guardo en la mano. Venía preparado—. Gracias.
—¿Dónde has dejado el mío?
—No he venido en tu coche, me ha traído mi jefe. Ha venido al pueblo a
entregarme unos papeles y he aprovechado su viaje de regreso.
—¿Ha ido a casa a entregarte algo el día de Navidad? ¿No tiene familia
propia o qué le pasa?
River me guiña un ojo y me da una palmadita en el hombro. También me
entrega mi teléfono móvil. Joder, lo había olvidado.
—Llámame si necesitas algo. —Rodea el coche y abre la puerta del
conductor—. Jaime viene ahora a por ti, por si quieres volver al pueblo con
alguien que no sea yo y que no vaya a darte el sermón todo el viaje.
Regresaba hoy de Valladolid y le he pedido que nos haga el favor y se
desvíe.
—OK.
—Chao.
—Adiós, Riv.
Me quedo unos minutos más contemplando la carretera vacía una vez
que mi hermano dobla la esquina. Estoy a punto de dar media vuelta y
regresar a casa de Mencía cuando lo escucho. Una bocina y una voz
sobradamente conocida para mí, que me llama.
—¡Rubio! ¿Me estabas guardando el sitio o qué?
Sonrío al ver a Jaime aparcar en el hueco libre que ha dejado mi
hermano. Me agacho y sitúo mi cabeza a la altura de la ventanilla del
copiloto, abierta.
—Tienes una puta suerte que no te la crees ni tú —le digo.
Jaime apaga el motor, baja del coche y me da un abrazo.
—Me han dicho por ahí que ha habido crisis Cabana. Y que me habéis
machacado al Rubio Número Uno.
—No lo defiendas tanto.
—A mí las injusticias me pueden. Oye, tío, te has dado cuenta de que
estás en pijama, ¿no?
—Hostias —exclamo. Me llevo las manos a la cabeza, burlándome de él.
—Hostias, la mala hostia que tenéis todos. ¿Qué? ¿Te cambias y nos
vamos?
—Voy a despedirme de Mencía.
—Bien, te espero en el coche.
—Sube conmigo, anda, así te despejas un poco.
Acepta de buena gana. Jaime no está muy acostumbrado a conducir
tantas horas seguidas; se cansa con facilidad.
—¿Cuántas veces has parado?
—Que te den.
—¿Cinco?
—Que te den.
Sí, cinco. En un viaje de menos de seis horas.
Llamo al interfono y Mencía me abre sin preguntar; entramos juntos en
el portal. Voy a subir a pie, pero Jaime me frena con el brazo.
—¿No pretenderás arrastrarme por las escaleras?
—Eres un vago.
—Y con orgullo.
Llamamos al ascensor y esperamos a que baje. Si es que las escaleras
son muchísimo más rápidas, joder. Por fin llega, y entramos. Están a punto
de cerrarse las puertas cuando reconozco una figura accediendo al portal. Es
Julen. Detengo el ascensor con las manos. Y no hace falta que se acerque a
nosotros para darme cuenta de que tiene la cara destrozada.
—Ey —le digo cuando llega al ascensor.
—Joder, ¿y a ti qué te ha pasado en la cara? —le pregunta Jaime con
preocupación—. No tiene buena pinta.
—Nada —responde, indiferente.
Pero yo ato cabos. Mencía le ha contado lo que sucedió. Y él sí sabe el
nombre y el apellido de ese hijo de puta. Y lo ha encontrado. No se ha
curado las heridas. Tiene una brecha justo encima de la ceja y otra en el
labio, aún abiertas, y no se ha molestado en hacer nada al respecto. Ha
cogido el coche y ha conducido hasta aquí según ha salido de la pelea. Sin
pasar por la casilla de salida. Yo habría hecho lo mismo por cualquiera de
mis hermanos. Sin pensarlo. Yo quería hacer lo mismo por Mencía.
—¿Ese cabronazo te ha hecho eso? —pregunto de mala hostia mientras
subimos al sexto.
—¿Qué cabronazo?
—¿En serio, Julen? —Pongo los brazos en jarras y lo miro a los ojos.
Julen chasquea la lengua. Y confiesa:
—Él y sus cuatro amigos. No estaba solo cuando he ido a buscarlo a su
casa. Me ha sudado la polla. Se ha llevado sus buenas hostias. Aunque no
me he quedado a gusto. Ni de lejos. Tendré que volver.
Me acerco a Julen, lo agarro del pelo y aproximo mi boca a su oído.
—No va a salir ganando. Te lo juro.
Voy a retirarme, pero entonces es Julen el que me agarra a mí del pelo.
—Prométeme que vamos a meterlo entre rejas. O a hundirlo en la
miseria. Prométemelo, Marcos.
—Te lo prometo —le aseguro, sin apartar mi mirada de la suya. Sus ojos
son idénticos a los de Mencía. De diferente color, pero idénticos. Mencía es
rubia de ojos azules. Julen es castaño de ojos marrones. Y a pesar de ello,
son igualitos.
Las puertas del ascensor se abren. Mencía nos espera fuera. Se lleva las
manos a la cabeza en cuanto ve las heridas de su hermano. Y rompe a llorar
un segundo después, tocándolo por todas partes para cerciorarse de que está
bien. Lo metemos en casa y lo sentamos en el sofá. «En el cuarto de baño»,
le digo a Jaime, que me entiende a la primera y enfila directo el pasillo, en
busca del botiquín de primeros auxilios que he visto antes. Mencía y yo nos
sentamos con Julen. Mencía pasa por varios estados emocionales. Una vez
que comprueba que su hermano está bien, aparte de tener la cara como un
puto cromo, le echa en cara que haya incumplido su promesa.
—Te mentí —le contesta—. Algo que parece ser la nueva tónica entre
nosotros. Yo no lo sabía, pero ahora lo sé. Y he actuado en consecuencia.
Está a punto de estallar la tercera guerra mundial cuando aparece Jaime
con el botiquín. Tomo a Mencía del brazo y la levanto del sofá para que
Jaime se siente junto a Julen. Podría curarlo yo, pero Jaime tiene un pulso
de la pera y es bueno con las manos. Y yo prefiero sujetar la de Mencía y
permanecer a su lado.
—Tienes dos heridas abiertas. Hay que limpiarlas para que no se
infecten. —Intenta acercarse a una de ellas, pero…
—Estoy bien —le contesta el otro de mala hostia, apartándole la mano.
—¿Y quién ha dicho lo contrario?
—No necesito que me limpies nada.
—Yo creo que sí. Esto es un puto desastre.
—¿Y qué sabrás tú? ¿Eres médico?
—De familia. ¿No te lo había dicho?
—No. Y no me lo creo.
—Haces bien, pero no te preocupes, aprendí macramé en el colegio.
—El macramé es para hacer pulseras.
—¿En serio? Pues estás jodido, entonces. No vas a volver a ser un
guaperas en tu vida. ¿Sobrevivirás?
—No pienso dejar que te acerques a mí a menos de…
—Cállate y obedece —interviene su hermana—, que bastante has hecho
ya. Y, por si fuera poco, has conducido seis horas seguidas sin curarte eso.
No se ha infectado de milagro.
Julen mira a su hermana, dispuesto a iniciar un nuevo enfrentamiento,
pero se calla en el último momento y reposa la cabeza en el respaldo del
sofá. Yo le aprieto la mano a Mencía. «Calma, titi. Todo va a estar bien».
—He seguido varios cursos de primeros auxilios a lo largo de mi vida.
Tuve que aprender a defenderme desde muy pequeño y a… —Jaime duda y,
aunque yo no conozco esa parte de su historia, sé lo que viene a
continuación— curarme. Cierra los ojos —le dice a Julen.
Julen obedece; tampoco le ha pasado desapercibido el comentario. Jaime
comienza a limpiarle la cara con un algodón empapado en suero fisiológico,
desde el centro hacia los bordes. Los algodones manchados de sangre se
acumulan en la mesa con rapidez. Julen aprieta los párpados de vez en
cuando; le debe de escocer mucho.
—No son heridas muy profundas. Voy a ponerte puntos de sutura
adhesivos. Intenta quedarte quieto, ¿vale?
Julen no contesta y Jaime se pone a ello. Con el rostro muy cerca del de
Julen, le coloca la primera tira justo en el centro de la herida que tiene
encima de la ceja, y desde allí pega las demás hacia los bordes. Repite la
operación con la herida del labio, pero Julen se revuelve inquieto y no lo
deja hacer. Jaime chasquea la lengua.
—Duele, ¿vale? —explica el vasco.
—Y a mí me importa una mierda —responde el otro, indiferente—.
Estate quieto.
Diez minutos después, ha acabado todo. Jaime se levanta y va al baño a
lavarse las manos, y Mencía se sienta de nuevo con su hermano. Niega con
la cabeza mientras lo coge por la barbilla y le examina el rostro.
—Estoy bien, Rig —dice él con cariño.
Mencía apoya la cabeza en su hombro y yo sonrío. Me parece a mí que
los vascos se desinflan tan rápido como se inflan. Yo ya lo he comprobado
con Mencía en alguna que otra ocasión. O quizá sea solo cosa de los
Irezabal. Menudo par.
Jaime regresa, coge un cuaderno y un bolígrafo que hay encima de la
mesa y comienza a garabatear a toda velocidad. Termina en un minuto.
Arranca la página y se la ofrece a Julen.
—Toma. Para ti.
—¿Qué mierda es esto? —le dice el otro, cogiéndolo.
—Te has portado muy bien, campeón —se mofa—. Y no tengo piruleta
para regalarte, así que te he hecho un dibujo. De nada, por cierto —añade
ante el silencio que sigue a sus palabras.
—¿Acabas de dibujarlo? —pregunta Mencía, sorprendida—. Es una
pasada.
—Gracias. ¿Nos vamos ya? —Jaime se dirige a mí.
Echo un vistazo a los hermanos. Necesitan hablar a solas. Yo necesito un
millón de cosas más, y todas tienen que ver con Mencía, pero ahora es su
momento. Y yo tengo que pensar.
—Sí —acepto.
Me despido de Mencía con la mano, porque no sé qué otra puta cosa
puedo hacer. Ella me responde con una sonrisa y yo me encamino a la
puerta. Yo me encamino vacío a la puerta.
—Oye —me dice Jaime—, pero quítate el pijama y vístete, ¿no?
—He venido así.
—La hostia —exclama—. Los Cabana no tenéis medida.
Ya.
—Adiós —me despido de los hermanos antes de salir.
—Agur —responden al unísono.
Mencía y yo nos quedamos mirándonos unos instantes. Joder. Sin
discutirlo conmigo mismo, regreso sobre mis pasos, me acerco al sofá, me
agacho y le doy un besazo de los buenos en los labios. Y ahora sí, me voy.
Mencía
Julen se queda dormido en el sofá. Yo me quedo pensando en mil cosas. Y
las mil tienen que ver con solo dos personas.
Julen.
Y Marcos.
Estoy a punto de llamarlo por teléfono, pero entonces se despierta mi
hermano.
—Hola —dice, al verme a su lado.
—Hola. ¿Qué tal estás?
—Bien.
Reviso las heridas. Tienen mejor pinta que antes.
—Has sido un poco borde con Jaime —le reprocho.
—Me da igual.
—A mí también. Solo lo dejaba patente.
Se hace el silencio entre nosotros y yo cuento los segundos que va a
tardar mi hermano en…
—¿Tienes su número?
Sonrío. Lo sabía. Julen no es ningún desagradecido. Solo necesita su
tiempo.
—Puedo conseguirlo.
Y eso hago. Le mando un mensaje a Marcos y le pido el número de
Jaime. Me lo pasa sin rechistar y se lo transmito a mi hermano, que
comienza a teclear en su teléfono con rapidez. La velocidad y el dominio de
Julen para mandar mensajes no son ni medio normales. Lo dejo hacer hasta
que lo escucho bufar.
—¿Por qué bufas?
—Mira esto. —Me muestra la pantalla de su móvil.
Leo:

Julen:
Gracias.
Jaime:
¿Y tú eres?
Julen:
Julen.
Jaime:
Ah, ¿el de la brecha abierta en la ceja y en el labio, pero estoy bien y no necesito puntos?
Julen:
El mismo.
Jaime:
¿Y las gracias?
Julen:
¿A qué te refieres?
Jaime:
Que por qué me das las gracias.
Julen:
Por haberme curado.
Jaime:
OK.
Julen:
¿OK?
Jaime:
OK.

Me río una vez que termino.


—¿Qué esperabas, Juls?
—¿Un «de nada»? Es lo típico, ¿no?
—Has sido un borde con él.
—Bah, que le jodan. Y que sepas que me instalo en esta casa por tiempo
indefinido. Sigue sin salirme nada de curro. Bueno, háblame de Marcos. Por
cierto, me gusta mucho.
Buff. Allá voy.

Marcos:
Un apocalipsis donde para sobrevivir haya que saberse de memoria el diccionario de la Real
Academia Española.
Mencía:
No vas a olvidarlo nunca, ¿verdad?
Marcos:
Jamás de los jamases.
28 Sorpresas que se lleva uno el día de
Navidad por no llamar a la puerta

Marcos
Marcos:
Mencía. Actualización número 76.
Marcos:
Necesito hablar contigo.
Marcos:
¿Alex? ¿Estás?

Mierda. Estará liado con el crío. Valoro mis opciones mientras me quito
las botas en el recibidor de mi casa. Puedo esperar a que conteste o puedo ir
a buscarlo, pero no me apetece moverme. Acabo de llegar. A una casa
vacía, por cierto. En el puto día de Navidad. ¿Dónde está todo el mundo?
¿No se supone que iban a cenar juntos? Subo las escaleras y voy a la
habitación de Adri. Fijo que él sí está: he visto luz en su habitación desde la
calle. Y Adri no es de los que se dejan las luces encendidas. Si fuera otro…
Comienzo a gritar, exponiendo mi problema antes de llegar a su
dormitorio, y abro la puerta de un empujón. En mi familia no tenemos
costumbre de tocar a las puertas ni de cerrar con pestillo, lo reconozco. Tal
vez deberíamos empezar a llamar. Y a poner pestillos.
—Adri, no he tenido el mejor día de mi vida, ¿OK? Pero ha pasado algo
con Mencía y necesito olvidarme de la mierda de discusión de esta mañana
y… Hostias. —Hay alguien escondido detrás de la cortina—. ¿Tienes a una
tía escondida detrás de las cortinas?
—¿Qué tía? —pregunta con parsimonia, parado en medio de la
habitación. Con dos cojones. Como si no se apreciara el bulto de una
manera escandalosa. Que la policía no es tonta y yo estas cosas las pillo al
vuelo. La leche. Qué hombre.
Entonces me fijo en el mechón pelirrojo que no está oculto. La chica no
se ha tapado bien. Me descojono.
Y me largo; el chico está ocupado. Casi cierro la puerta tras de mí, pero
regreso sobre mis pasos y asomo la cabeza en la habitación. Espera.
¿Pelirroja? Me la voy a jugar. Todo al rojo.
—¿Dawn?
Adrián chasquea la lengua y la chica saca la cabecita entera y sale de su
escondite. Me saluda con la mano, muerta de la vergüenza, con la cara más
colorada que su pelo.
—Hola, Marc. —Carraspea—. ¿Qué tal?
—Muy bien. ¿Y tú? ¿Admirando las vistas?
Al menos está vestida.
—Sí. —Adri.
—No. —Dawn.
Levanto una ceja.
—¿Qué estabais haciendo?
—Hablar —responden al unísono. Ahí los dos están de acuerdo.
—¿Y por qué te has escondido si solo hablabais?
—La verdad es que no lo sé —dice ella. Mmm, parece sincera.
—¿Y qué haces en el pueblo, por cierto? ¿Tú no estabas en Madrid?
—Acabo de llegar. He comido con mi familia y he venido lo antes
posible para mañana despertar aquí y aprovechar el día. Voy a trabajar toda
esta semana desde casa de Dylan y ya me vuelvo a Madrid de manera
indefinida.
¿Acaba de llegar y lo primero que hace es ver a mi hermano?
Interesante. Entonces me fijo en la tristeza en sus ojos. Aquí está pasando
algo. Mejor me marcho.
—Bueno, pues os dejo para que habléis.
—¡Espera! —Adri me intercepta.
—¿Qué?
—¿Estás bien, Marc? Habías venido a abrir un paréntesis en lo que ha
pasado esta mañana y a decirme algo de Mencía.
—No quiero molestar.
Mentira. Pero es lo que toca, ¿no? Que los he pillado en plena faena o
discusión o conversación o lo que sea que hayan tenido, joder. La culpa ha
sido de Jaime, que ha conducido a toda leche.
—Ya habíamos acabado, en realidad —alega ella. Y carraspea—. Yo me
voy ya.
—Te acompaño a la puerta —se ofrece mi hermano.
—No, no te preocupes. Conozco la salida. Adiós, Adrián —se despide.
Y sonríe con pena. Es una sonrisa pequeña. No sé lo que ha pasado entre
estos dos, pero al menos no se están tirando los trastos a la cabeza.
—Adiós, Dawn. ¿Amigos? —le tiende la mano.
—Amigos —acepta ella, mucho más animada. Adri le da un tirón en el
brazo y la acerca para besarla en la mejilla.
Yo entro de nuevo en la habitación cuando ella se marcha y espero en
silencio a escuchar la puerta de la calle.
—¿¿Qué ha pasado??
Adri suspira, pero me lo cuenta. No las tenía todas conmigo.
—No voy a entrar en detalles, pero nos liamos la noche del karaoke.
—Se veía venir. ¿Y?
—Y un par de veces más desde entonces. Ahora ella tiene que regresar a
Madrid. Pretendía que siguiéramos viéndonos. A distancia. —Oh, oh—. Ni
de coña quiero mantener una relación a distancia, o comenzarla, o lo que
sea. Antes muerto. Nos hemos liado, ha estado bien, muy bien, pero ya.
Ahora, cada uno por su lado. Yo no sirvo para las relaciones, Marc. No
sirvo para otras personas. No funciono bien.
Le doy a mi hermano un abrazo muy potente. Él me lo devuelve; es
nuestra forma de comunicarnos y apoyarnos. Las relaciones a distancia y
Adri… Es un tema duro para él, y muy complicado. En toda su vida solo ha
tenido una relación que funcionara, y desde que terminó se ha enrollado con
muchísimas chicas indiscriminadamente. Ha intentado sacar un clavo con
otros trescientos, ¿y qué? Bien por él. Cada uno sobrevive como puede. Con
la pelirroja de Alex y Pris parecía que había algo, pero al final fracasó.
Fracasó por lo que fracasó, porque Carmen se portó fatal con mi hermana,
pero yo creo que fue fruto de la casualidad. Habrían terminado de todas
formas aunque no hubiera ocurrido nada con Priscila. Todas las relaciones
de mi hermano están destinadas a naufragar, y a mí me rompe el corazón
que piense que el problema es suyo. Pero su habitación huele a pintura. Su
habitación siempre huele a pintura. El día que no lo haga es cuando me
preocuparé de verdad.
—¿Lo sabe Dylan? —pregunto.
—No. ¿Por qué tendría que saberlo?
—Porque es tu cuñado del alma. Cuéntaselo y que se entere de lo que
hay. Aunque Dawn y tú no habéis acabado mal. Pero por si acaso.
—OK. Y ahora cuéntame tú qué es lo que te pasa.
Entonces me tumbo en la parte inferior de la cama. Cruzo los brazos
detrás de la cabeza y los apoyo en la pared.
—Alex no me contesta a los mensajes. Y yo necesito hablar; estoy hecho
un lío.
—Habla.
Suspiro y arranco:
—No sé… no sé qué está pasando con Mencía.
—No sabes qué está pasando con Mencía —repite—. Ya. ¿Quieres mi
opinión, Marcos?
—No. Eres demasiado intuitivo y me toca los huevos.
—¿Y entonces qué quieres?
—No lo sé. Tengo un montón de cosas dentro que quiero gritar, pero en
el último momento me callo. ¿Tiene sentido?
—Sí, bastante. Con ella, ¿bien?
Sonrío sin poder evitarlo.
—Con ella, de puta madre.
—¿Está bien? —me pregunta con seriedad. Giro la cabeza y leo la
preocupación en sus ojos.
—Sí, ella está bien. Gracias por lo de esta mañana, Adri.
—No me des las gracias. Eso sí, la próxima vez que la líes a lo grande,
no salgas huyendo, y mucho menos sin el puto móvil encima. Ni te
imaginas la que se ha organizado aquí. A eso súmale la preocupación que
teníamos todos por tu bienestar.
—Lo siento, ¿vale? No me machaques.
—Y podrías haber llamado una vez que has llegado a casa de Mencía.
Nos hemos enterado de que estabas bien por River, siete horas después. Y te
has llevado mis botas.
—¿Algo más?
—No. Aplícate el cuento y ahora dime qué ocurre con la vasca.
Me descojono.
—Hablas como Dylan. Pasáis mucho tiempo juntos.
—La vasca, Marc.
—Pues que no sé qué va a pasar la semana que viene en el curro. ¿Qué
hago cuando la vea? ¿Le digo «hola», le doy un beso en la mejilla, en la
boca…? Ella continúa siendo «la de Asuntos Internos», pero para mí no lo
es en absoluto. Para mí es solo… —«titi»— Mencía. Pero tengo algo aquí
dentro —me señalo el pecho— que me frena a ratos. A veces a ratos cortos
y a veces a ratos largos.
—Haz lo que te salga, Marc. ¿Qué te sale?
—Todo. Con ella me sale todo. Y el caso es que me prometí a mí mismo
que no volvería a engancharme a una tía, no a corto-medio plazo, y ahora
llega la vasca y tengo la cabeza hecha un lío. Pero ¿sabes qué? Que, si me
la cruzo en el curro, yo la pillo por banda y le planto un besazo en toda la
boca.
Adrián se ríe. Joder, Marc, quién te ha visto y quién te ve.
—Y a todo esto, ¿qué opina ella?
—No lo sé.
—¿No habéis hablado?
—No.
—Pero ¿qué coño pasa en esta familia?
—Joder, y que me lo digas tú, Adri… Manda huevos.
—Chúpame un cojón.
—Claro, claro. Los dos, si quieres. En fin. —Me levanto de la cama y
me estiro. Estoy contraído, joder—. Ahora sí me voy. Voy a mandarle unos
mensajes apocalípticos a Mencía. Gracias por la charla, hermano.
—De nada. Oye, y no te cases con ella cuando la veas en el curro. Espera
un poco.
Me giro hacia Adri y lo miro con diversión.
—Qué gracioso.
—Ya ves.
—Por cierto, ¿dónde está todo el mundo?
—Cenando en el Mama Nostra. Mamá ha sugerido que necesitábamos
airearnos. Yo voy ahora.
Genial. Mi madre siempre sabe lo que hay que hacer en todo momento y
siempre acierta. Aunque la comida que han cocinado para hoy me la voy a
estar comiendo yo hasta Semana Santa.
Entro en mi habitación y me tiro en la cama boca arriba.

Marcos:
Un apocalipsis donde las avispas tomen el control de la Tierra.
Mencía:
Flojo.
Marcos:
¿Perdona?
Marcos:
¿Crees que puedes mejorarlo?
Mencía:
Un apocalipsis donde avispas gigantes e inteligentes tomen el control de la Tierra.
Hostias.

Marcos:
Mencía. Actualización número 77.
Marcos:
Alex.
Marcos:
Estoy enamorado, joder.
29 Yo no te pido la luna…

Creo que jamás he tenido tantas ganas de regresar al trabajo después de las
vacaciones de Navidad, y eso que se me han pasado en un abrir y cerrar de
ojos. Porque lo único que he hecho, fuera de mis compromisos familiares,
ha sido trabajar sin descanso. Tengo que encontrar al topo de una vez por
todas, no puedo permitir que ni Marcos ni el resto de los chicos corran
peligro de muerte por más tiempo. He repasado toda la información de la
que dispongo (toda la que he podido sacar de la unidad; la documentación
confidencial la revisaré de nuevo en cuanto llegue). No puedo esperar. Hay
mucho en juego. Vidas en juego. Voy a repasarlo todo desde el principio, y
no solo lo concerniente a esa misión y sus predecesoras, sino todas las
misiones de los últimos cinco años, con el punto de mira en Luis y en
Miguel. Porque es uno de los dos. Llevo semanas siguiendo cada uno de sus
pasos y no hay nada sospechoso en ellos, pero todos cometemos errores.
Voy a buscar debajo de las piedras si es necesario. Voy a encontrarlo y a
neutralizarlo.
Marc y yo no nos hemos visto en una semana y media, pero sí nos hemos
mandado decenas de mensajes y hemos hablado (o tonteado, de una manera
preciosa) por teléfono; él ha estado ocupado reconciliándose con su familia,
y yo he estado enredada hablando con la mía, explicándoles muchas cosas.
Julen y yo fuimos a Bilbao a pasar con nuestros padres el último día del año
(fue mucho mejor de lo que me esperaba) y regresamos ayer, después de la
comida de Reyes. Julen desapareció en cuanto llegamos y no ha dormido en
casa.
El día de Navidad, por la noche, después de que se fueran Marc y Jaime,
conectó con un chico a través de una red de citas (un tal @osopandaypunto)
y quedó con él al día siguiente, así, con la cara como un cromo y el cuerpo
magullado, a pesar de mis protestas. Pero él necesitaba «echar un polvo
rápido con un desconocido y desconectar». Y no le dolían las heridas, según
dijo. Es cierto que volvió más relajado. Aunque con el morro torcido.
Así que he pasado esta noche sola, sumida en el último apocalipsis que
me propuso Marc. Marc… Ay, Marc.
Cojo el portátil, el bolso, compruebo que llevo todo y corro hacia la
salida; he quedado para desayunar antes de entrar a trabajar. Abro la puerta
de casa movida por las prisas e impacto con el cuerpo de mi hermano.
Auch. Vaya golpe.
—Eyyy. —Me froto la nariz y emito otro quejido—. ¿Estás bien?
—Joder, Mens. ¿Quieres rematarme o qué?
Lo miro de arriba abajo: menuda pinta trae. La ropa, mal puesta; los
cordones de las playeras, sin atar; los rizos, más revueltos que en una tarde
de galerna en La Galea; legañas en los ojos; el jersey retorcido a lo Sope (es
la manera en que llevamos los jerséis en mi pueblo, a la espalda y atado por
debajo del brazo)… Este ha salido escopeteado según se ha despertado en la
cama de un extraño. Como si lo viera. Aunque no es tan extraño: hasta
donde yo sé, han quedado ya dos veces y se han enviado algún que otro
mensaje.
—Esta noche, bien, ¿no? —pregunto con guasa.
—Me quedé dormido después de follar. Estaba agotado del viaje y de
todo. Qué puto desastre.
—No lo digas así, tampoco es el gran drama, Juls.
—Un poco, sí.
—¿Vienes a desayunar conmigo? He quedado con el tío Leo.
Julen lo sopesa unos segundos, se examina de arriba abajo y tuerce más
el morro, pero acaba cediendo.
—Venga, vale.
Cierro la puerta de casa y nos encaminamos juntos al ascensor.
—Súbete la bragueta antes, anda.
—Joder, las prisas.

El tío Leo no ha comentado nada de las heridas de Juls, solo lo ha mirado


intensamente, pero es que él siempre nos mira intensamente. También nos
ha cebado, otro de sus imprescindibles. Después, me ha dejado en el
trabajo, ha vuelto a mirar a Julen intensamente y lo ha llevado a casa.
Yo casi entro rodando en la unidad a causa de tanta comida. Aún perdura
el ambiente navideño y los muchachos cada vez me miran con mejor cara.
Se están acostumbrando a mí y no me consideran peligrosa. No lo soy,
excepto para dos de ellos.
Reconozco la espalda y las piernas de Marc a distancia, en el pasillo,
mientras me dirijo a mi despacho. Está hablando con Pablo y un par de
compañeros más. Al pasar junto a ellos, Pablo me detiene para darme dos
besos, con la promesa de venir luego a verme. Yo no quiero mirar a Marcos,
no quiero mirarlo, pero es inevitable no hacerlo cuando él decide hablarme:
—Hombre, todavía tú por aquí —me dice con sorna. Los amigos, por
supuesto, le ríen el chiste.
—No me cabrees, Cabana. No quieres verme cabreada. ¿Tú sabes que
tengo autoridad para amonestarte?
Marcos arruga la frente y mira a su instructor.
—Es coña, ¿no?
—No. La tiene. Así que ándate con ojo.
Pablo me dedica un guiño y yo le sonrío a Marcos con soberbia.
Continúo mi camino hasta llegar al despacho, pero antes de entrar, Marcos
también me guiña un ojo. Provocador. Dios, me encanta. Sin embargo,
tengo que desconectar de él. Por su seguridad.
Me encierro en mi despacho a cal y canto. Tengo mucho trabajo por
delante. Pongo música de fondo para evadirme y logro que desaparezca el
mundo.
Comienzo por el año 2001, cuando Luis llegó a la unidad. El primero de
los dos (tres) sospechosos en incorporarse. Y me pierdo en el papeleo.
Cuatro horas después, llaman a la puerta. Lo he oído de milagro; estaba
concentrada. Seguro que es Pablo, que querrá sacarme de mi cueva para
tomar un café y que me dé el aire. Pues no tengo tiempo para nadie. Hoy,
no.
—Adelante —grito.
Se abre la puerta y el que cuela la cabeza por la rendija no es Pablo. Es
Marc. Y un escalofrío me recorre el cuerpo. Y un placer penetrante.
—Hola, Mencía —dice muy serio—. Me han dicho que me buscabas
para algo importante. Espero que no sea para amonestarme. Te prometo que
voy a portarme bien a partir de ahora. Lo firmo con sangre si es necesario.
Frunzo el ceño. Eh, no. Yo no lo he mandado llamar. Y, por Dios, cómo
puede ser tan payaso y gustarme tanto. Marcos carraspea y levanta las cejas.
Ah…, mmm, vale. Por supuesto que lo he mandado llamar.
—Sí, claro —confirmo en el mismo tono. O aún más solemne—. Pasa,
Cabana. Y cierra la puerta detrás de ti.
Marcos mira hacia ambos lados, sonríe lobuno y entra. Cierra la puerta
con pestillo.
Clic.
Ese clic reverbera en todas las extremidades de mi cuerpo. Hasta en las
puntas del flequillo. Me levanto de la silla y avanzo en su dirección. Y
¿ahora qué? Llevamos días sin vernos, anhelando estar cara a cara, al
menos yo, y ahora que lo tengo frente a mí, no sé qué hacer. Me da
vergüenza saltar a sus brazos. ¿Y si no ha venido para eso?
Por suerte, él sí sabe qué hacer. Sin que me lo espere, me toma en brazos
y me arroja sobre la mesa del despacho, encima de los papeles. Después,
aterriza sobre mí y me besa. Mmm, ronroneo de puro gusto. Echaba de
menos la lengua de Marc en mi boca mucho más de lo que pensaba. Podría
pasar así horas. Semanas. Meses. Años. O un solo segundo, cuando me doy
cuenta de dónde estamos.
—¿Estás loco? —digo sobre sus labios, dándole un puñetazo en el
hombro—. Pueden pillarnos.
—He venido a negociar contigo —me explica, ignorando mi protesta.
—A negociar, ¿qué?
—Bueno, en realidad he venido a besarte. Tengo un descanso de quince
minutos.
—¿A besarme durante quince minutos?
—Y a lo que surja.
Ay, Dios.
—Marc, en el despacho, no.
—En el despacho, no, ¿qué?
Me saca la blusa del interior de los pantalones y mete la mano por
dentro.
—En el despacho, no quiero gritar.
Marcos ríe a carcajadas.
—Me alegro de que ya estés pensando en gritar. Espera.
Se incorpora y gira mi ordenador portátil.
—¿Qué haces?
No me responde, solo sube el volumen de la música para que resuene por
toda la estancia: Yo no te pido la luna, de Fiordaliso.

Quiero envolverme en tus brazos


Que no quede entre tú y yo un espacio.
Marcos vuelve a mí y se coloca encima de nuevo, obligándome a apoyar
la cabeza en la mesa. Nos besamos y nos toqueteamos por todas partes
hasta que algo comienza a molestarme en la espalda. Me quejo.
—Au.
—¿Qué pasa?
—Creo que me estoy clavando la grapadora.
—Ya me pongo yo debajo.
Maniobramos como podemos y acabo yo encima de Marc. Gustazo. Y le
sobra demasiada ropa. Él me desabrocha la camisa, dejando mi sujetador a
la vista, y comienza a acariciarme los pechos mientras yo le abro la parte
superior del uniforme. Debe de haber asistido a una reunión, porque
normalmente va por la unidad en ropa deportiva. Me sitúo a horcajadas
sobre sus caderas y me detengo unos segundos de más para observarlo de
arriba abajo. Marcos, vestido de geo, es un fenómeno sobrenatural.
Sobrenaturalmente impresionante. Y mis deseos de desnudarlo desaparecen.
Quiero hacerle de todo con la ropa puesta. No pienso quitarle ni las botas.
Tiene pinta de malote. De malote para los malos. Me excita como nada que
Marc parezca peligroso para los malos.
Le bajo un poco los pantalones y la ropa interior, hasta las caderas, y
acerco mi boca a su erección. Estoy muy cachonda. Y quiero comérmelo
entero.

Yo no te pido la luna
Tan solo quiero amarte.
Quiero ser esa locura
Que vibra muy dentro de ti.

Menos mal que la música está a tope, porque el gemido de Marc se


habría oído, seguro, en el pasillo. Y a mí me parece flotar en un sueño.
Marc, sobre la mesa de mi despacho, entre decenas de papeles y bolígrafos,
con los pantalones del uniforme a medio bajar, abandonado a mis caricias, a
mi boca, gimiendo y cerrando los ojos de puro placer. Sacudiendo las
caderas arriba y abajo. Entonces cuela una mano por debajo de mi ropa. Sus
gimoteos, sincronizados con los movimientos de mi boca, y los míos
sincronizados con el movimiento de su mano. También me muevo, no
puedo evitarlo. Hasta que él me pide que me detenga.
—Me voy a correr. Para. Dios. Para.
Ni loca.
No solo no me detengo, sino que succiono con más fuerza. Y presiono
más mi sexo contra su mano. Me muevo más rápido. Cruzamos una mirada:
él con duda y al borde del colapso; yo, con asentimiento. Se corre con
fuerza, creo que solo de pensar que puede hacerlo en mi boca, y yo me
corro también, y ni siquiera me ha bajado los pantalones. Jamás había
dejado que un tío se corriera en mi boca. Me ha gustado. A mí, de Marcos,
me gusta todo. Me ha gustado tanto que hasta me he corrido yo.
—Joder —exclama al terminar, cayendo sobre mi mesa como un peso
muerto—, qué puta pasada.
Subo hasta su rostro y sonrío. Estoy a punto de besarlo cuando llaman a
la puerta.
—¡Mencía!
Mierda, Pablo.
—Un momento, por favor.
Me bajo de la mesa a todo correr, con el corazón en la garganta, el
sujetador desabrochado (pero ¿en qué momento?) y el pulso en las sienes.
Me ajusto el sujetador, abrocho los botones de la blusa y me adecento un
poco; incluso me peino, utilizando un espejo pequeño que guardo en el
primer cajón. Y cuando levanto la cabeza, descubro que Marc ni se ha
movido.
—¡Marc! —susurro en un grito.
—Me has matado. Hundido y vencido. No puedo moverme.
—Deja de decir chorradas y levántate. Pablo está fuera.
—Que se acabe el mundo. A mí ya me da igual todo.
Niego con la cabeza; es que es un payaso. Consigo ponerlo en pie y
vestirlo de nuevo. Consigo vestirlo lo suficientemente bien como para que
no se note que acabo de hacerle una mamada. Pablo me grita un: «Mencía,
te espero en cinco minutos en mi despecho» y a mí el agobio en el pecho
me disminuye. Abro la puerta con cuidado, por si acaso, y asomo la cabeza:
no hay nadie a la vista. Le hago una seña para que salga deprisa.
—¿Mañana aquí a la misma hora? —me pregunta antes de irse.
—Mañana aquí a la misma hora.
Echa un vistazo al pasillo y me besa con pasión por última vez,
inmóviles unos segundos antes de separarnos del todo, solo nuestros labios
juntos.
—Vete ya —lo apremio sonriendo. También le doy una palmada en el
trasero.
Dios.
Cierro la puerta del despacho y me apoyo en ella. Qué locura todo. Y
qué felicidad. Me siento feliz. Ilusionada. Entusiasmada. Como cuando era
niña y aguardaba en la cama a que llegaran los Reyes Magos. Ese
cosquilleo en las entrañas, esa sonrisa permanente en el rostro…
Al día siguiente nos vemos otra vez. Solo nos besamos. Mucho.
Y así durante toda la semana.
Aquí, en mi despacho.
También al salir de la unidad, cuando, casualidades de la vida, Marc y yo
coincidimos en la puerta, y él se ofrece con mucha amabilidad a acercarme
a casa. Jamás veré a «Tomatito» de la misma manera. Me gusta «Tomatito».
Me encanta «Tomatito». Me gusta hasta la música discotequera que truena
por sus altavoces sin descanso. Me he hecho adicta. Tanto que incluso
necesito conducirlo. Algún día.
Y también nos besamos detrás de la máquina de café, cuando Marcos
sale de la nada, me agarra por la cintura sin que me lo espere y nos
escondemos en un recoveco para reírnos en la boca del otro.
En el cuarto de baño. Oh, sí, en el cuarto de baño.
Risas, besos, sexo y más mensajes apocalípticos a todas horas del día.

Mencía:
Un apocalipsis donde haya que utilizar frases hechas para sobrevivir.
Marcos:
Mira cómo mola, se merece una ola.
Mencía:
Dios, eres el mejor.

Pero entonces sucede eso.


Entonces… sucede eso.
Una cadena de e-mails desafortunados que ocasionan un parón
informático en todos los ordenadores, excepto en el mío.
Cinco correos que se quedan en la bandeja de salida.
Cinco correos a los que yo tengo acceso.
Oh, Dios mío. No puede ser.
Por favor, no.
30 ¿Por qué no me dejas decirte lo que
quiero decirte?

Marcos
Ali:
Hola, Marc.
Ali:
Esta semana estás de guardia en el trabajo, ¿no?
Ali:
¿Comemos juntos?

No es el «comemos juntos» lo que me produce un pinchazo en las tripas.


Es lo otro. El hecho de que sepa que esta semana estoy de guardia. ¿Tanto
contacto hemos mantenido en los últimos meses? No he sido consciente.
Empezamos con un par de mensajes, después con varias quedadas y ahora
me doy cuenta de que nos vemos todas las semanas para tomar algo y
hablar de nuestras cosas. Y me siento mal. Porque Alicia y yo no somos
amigos. Y creo que nunca vamos a serlo. Tengo la sensación de que ella
cada día me exige más. Me va a exigir más. Y yo no quiero dárselo. Y,
desde luego, no quiero ocultárselo. Otra vez, no. Nunca más.

Marcos:
Creo que se nos están yendo de las manos las quedadas, Ali.

Su respuesta nunca llega. Y yo no necesito más confirmación. He dado


en el clavo. Joder, qué mal cuerpo se me ha quedado. Necesito hablar con
alguien. Alex acaba de irse con Priscila y el peque al pediatra; les tocaba
revisión. Dylan no ha venido al desayuno. River… —miro la hora en el
reloj: las once de la mañana— River siempre pasa de nosotros a esta hora.
Hugo… Coño, Hugo. Hugo es perfecto. Puedo hablar con él mientras mete
las manos en las fauces de alguna fiera. Y encima está con Cata en la
clínica. Allá voy.
Llego en cinco minutos y me encuentro la clínica hasta arriba, como de
costumbre. Me siento orgulloso de mi hermano y de lo que ha conseguido,
porque cuando decidió montar la clínica por su cuenta estaba solo. Con una
mano delante y otra detrás. Aunque con mucha ilusión. Y ahora tiene esto.
Una secretaria, un ayudante y todo un pueblo que trae a sus animales aquí.
Cruzo la sala de espera, o lo intento, porque no es tan fácil: me paran
como diecisiete personas diferentes para preguntarme qué tal me va todo,
para llamarme Marquitos, para achucharme los carrillos y para recalcar con
elogios el hombre en que me he convertido con lo trasto que era de
pequeño. Si es que este pueblo es demasiado pequeño. ¡Socorro!
—Hug —me asomo a la puerta del despacho de mi hermano—,
¿ocupado?
Está reunido con su ayudante y con Cata. Levanta la vista, me mira
durante un segundo y vuelve a lo suyo, sin contestarme. Pero yo no me
rindo. Permanezco de pie en medio de la estancia contemplando cómo
organiza a su gente. El hombre es más mandón que el comisario jefe, joder.
Una vez impartidas las instrucciones, sus soldados salen pitando; Cata,
primero, le acaricia el pelo (mmm, sospechoso), luego me suelta a mí un
«hola, poligonero» cuando pasa por mi lado, y mi hermano se sienta frente
al ordenador.
—Sigo aquí —le digo.
—Te veo. ¿Qué ocurre, Marc?
Uy, esa vocecita. Ha sido largarse los otros y venirse abajo. A este le ha
pasado algo.
—Yo venía a contarte mis movidas.
—Bien. Habla. Vete poniéndome en situación. Añado unos pedidos en el
sistema y en dos minutos soy todo tuyo.
—No, joder, ahora habla tú.
—¿Yo?
—Sí, hombre. ¿Qué te pasa? —Hugo niega con la cabeza y se centra en
la pantalla. Cómo le cuesta soltarse, joder—. Vamos. Consultorio
sentimental Marc Cabana, al habla.
—¿Sentimental?
—Soy poli, y esto huele a Dylan Carbonell por todas partes. Tú estás
paliducho, él no ha venido a desayunar con Alex y conmigo, Cata te ha
acariciado el pelo… He atado cabos. ¿Qué os ha pasado?
Me consta que tuvieron movida después de la gran pelea Cabana, pero
un día después estaban tan felices. Como siempre, vamos.
—Le he comprado un piano por Navidad.
—Mmm, vale, pero las navidades acabaron la semana pasada.
—El piano llegó a casa ayer, ¿algún problema?
—No, fiera. Solo echaba cuentas. Le has comprado un piano a Dylan.
Vale, un poco arriesgado, si me permites opinar, teniendo en cuenta que
odia tocarlo.
—Yo no quiero que lo odie.
—Y en lugar de hablarlo con él, le has comprado uno. Venga, cuéntame
la historia completa.
—Empezó en el funeral de su padre. ¿Te acuerdas de que tocó el piano?
—Sí, joder.
Fue horrible. De las cosas más dolorosas que hemos vivido en la familia.
Dylan estaba destrozado. Y lo que hizo con aquel piano de su padre fue tan
grandioso como demoledor. Se le veía en la cara que se estaba muriendo
por dentro. Pero tenía que hacerlo por su padre.
—El piano es una parte muy dura de la vida de Dylan, pero es una parte
importante. Él empezó a tocar con su madre —eso yo no lo sabía— y todos
los recuerdos bonitos, los pocos recuerdos que conserva de ella, han muerto
por culpa de las decisiones que otros tomaron por él. Pero Dylan es música,
Marc, en el sentido más amplio de la palabra, y Dylan es piano. Yo lo vi
aquel día en el funeral. Lo sentí en sus entrañas mientras lo abrazaba. Y no
quiero imponerle que vuelva a ello, no, joder, jamás lo obligaría a nada,
pero llevo más de un año barruntando que no es justo que Dylan odie.
Porque odiar no está en su naturaleza. Se me ocurrió que, si le regalaba un
piano y lo dejábamos en casa…, quizá él se sentaría a tocarlo dentro de un
año, o de diez, o nunca. Yo qué sé. Pero quería darle esa oportunidad. La
oportunidad de decidir. En frío. Él jamás reconocerá que quiere tocar el
piano, pero yo lo veía, Marc, lo veía cada día. Una noche me desperté y no
estaba a mi lado. Me levanté a buscarlo, porque Dylan nunca se levanta de
la cama, duerme del tirón, y me lo encontré en el salón visionando un
concierto de piano en el televisor. Me senté con él y lo abracé. Y no dejé de
mirarlo. ¿Y sabes lo que no vi? Odio, Marc. No vi odio. Vi anhelo, vi
rencor, vi frustración. Pero no odio. Y tuve un arrebato al día siguiente. Mi
instinto me decía que debía hacerlo. Encontré por internet la tienda de
música más prestigiosa de Madrid y fui. Fui más de cuarenta veces. Durante
meses. Hasta que me decidí a entrar. Ayer llegó el piano a casa. Me habían
avisado de que lo traían, así que me inventé una excusa para que Dylan
pasara unas horas fuera de casa. Les pedí que lo colocaran al borde de las
escaleras, por si quería tirarlo. Dylan llegó y lo vio. Ni te imaginas cómo se
lo tomó, Marc. Ni te lo imaginas. Monstruosamente mal ni siquiera se
acercaría a describirlo. Me dijo… me dijo muchas cosas. Y ni siquiera se
planteó tirarlo por las escaleras. Eso fue lo peor. «Te voy a hacer el favor de
tu vida y no voy a tirarlo. Véndelo y recupera los ahorros que te has dejado
en esta mierda. E ingéniatelas para quitármelo de la vista hasta que alguien
venga a llevárselo». Se encerró en su estudio. Yo me cabreé. No sé si tenía
derecho o no, pero me cabreé. Fui al despacho y nos gritamos más. Me metí
en la cama solo. Esta mañana estaba dormido a mi lado, pero no nos
hablamos. El piano sigue al borde de las escaleras. Fin.
Hostias, cuando Hugo arranca, no frena hasta el final.
—Joder, pero ¿cuánto cuesta un piano?
¿En serio solo se te ocurre preguntar eso, Marc? Pues sí. Me ha
despertado mucha curiosidad.
—¿Uno que esté a la altura de las manos de Dylan? Mucho. Me he
quedado sin blanca, pero me la suda. Y no pienso venderlo. Que se olvide
de eso. Si hace falta, lo tiro yo por las escaleras. Y a tomar por culo todo.
—A ver, Hug…
Voy a decirle cómo veo yo las cosas, pero la puerta del despacho se abre
de repente. ¿Y quién es?
Pues Dylan. Y viene con Cata. Y con toda su prole canina.
—Los perros están enfermos —dice nada más entrar. Está muy serio. Y a
la defensiva. Aunque también pone cara de no haber roto nunca un plato.
Mentira—. Tosen.
—¿Tosen o estornudan? Porque no es lo mismo —indaga Cata.
Ni lo uno ni lo otro. Los perros están perfectamente, no hay más que
verlos saltar por todas partes y revolverlo todo. A mí esto me huele a excusa
para venir a ver a Hug.
—¿Ahora eres veterinaria? —le pregunta Dylan.
—Hugo me está enseñando. Y he aprendido un montón.
Hugo la mira con orgullo. A Dylan no le dice nada.
—Has aprendido un montón de veterinaria y de borderías, por lo que veo
—acusa Dy. Cata le acaricia el brazo y le da un empujoncito. Un
empujoncito que lo acerca un poco a Hugo—. Entonces, ¿vas a echarles un
vistazo o no? —pregunta a su marido.
—Mmm.
—Yo estoy preocupado.
—Mmm.
—Aunque ya veo que tú pasas.
—Mmm.
Tengo que taparme la boca para reprimir la risa. Estos dos ya estaban
reconciliados antes de que Dylan entrara por la puerta.
—¿Qué? —insiste Dy—. ¿Te ha comido la lengua algún animal de los
que vienen aquí?
—No.
—Ya. A ver, sácala, que no acabo de creérmelo.
Hugo saca la lengua en un visto y no visto. Dylan se acerca más, hasta
quedar uno frente al otro.
—No la he visto bien, sácala otra vez.
Hugo obedece. Y Dylan le salta encima y lo besa. Y lo besa.
Y es Cata la que tiene que alejarme del despacho a empujones, porque
yo no me canso de mirarlos.
—Bueno, ¿y a ti qué te pasa? —me pregunta mi cuñada, una vez fuera,
de camino a la sala de espera.
—¿Tienes un par de horas?
—¿Para mi poligonero favorito? Todas las del mundo.

Hablar con una tía de mis movidas emocionales me ha brindado otra


perspectiva. Y me ha confirmado muchas cosas que yo ya intuía. He
comido con Cata y, joder, cómo escarba la cuñada en lo profundo. No ha
parado hasta que lo ha extraído todo. Aunque, por otra parte, son cosas que
yo ya sabía.
Llego a mi casa y, sorpresa, Ali me espera sentada en el escalón de la
puerta. No he sabido nada de ella en todo el día. Y yo estaba a punto de
llamarla, juro que estaba a punto de llamarla. Tengo que hablar con ella.
—Hola, Marc.
—Ali.
—Necesito hablar contigo.
Asiento con la cabeza y abro la puerta. La invito a entrar. No hay nadie.
Yo no sé dónde se mete mi familia últimamente.
—Pasa.
—Vaya —exclama al entrar, ojeando hacia todas partes—, qué de
recuerdos me vienen a la cabeza al volver aquí. Está todo igual, pero, al
mismo tiempo, es diferente. Es raro. Marc —Alicia me acaricia el brazo—,
tu mensaje de antes… Lo he pensado mucho y creo que tenemos que
acostarnos.
—Ali…
—No, escúchame. Yo te quise. Te quise mucho. Después, te odié. Con
muchísima más intensidad de la que te quise. Hace meses que estoy
confundida. No sé qué pensar de nosotros. A veces creo que he pasado
página y que no siento nada por ti, nada más allá de la amistad, pero otras te
miro y pienso que sigues atrayéndome. Que me gustas como siempre. Y
necesito que estemos juntos para comprobar si es amor o solo atracción. O
si es una espinita que tengo clavada dentro. O una despedida. No lo sé,
Marc, pero hagámoslo. Lo necesito para seguir adelante. Y no tenemos
nada que perder.
—Ali…
Alicia me empotra con cuidado contra la pared del recibidor.
—Tú te agobiaste y pasó lo que pasó. —Comienza a repartir besos
suaves por mi mandíbula. Hasta que llega a los labios. Y me besa,
metiéndome la lengua a la primera.
—Ali…
—No hubo infidelidad. No dejaste de quererme. Te agobiaste, Marc, y
ese es el motivo por el que no puedo desterrarte para siempre. Cometiste un
error. Comprobemos si queda algo que salvar entre nosotros.
Nos besamos durante unos segundos y yo lo permito. Luego nos
miramos a los ojos. Ali arruga la frente.
—¿Qué? —le pregunto.
—Ha sido raro. No sabes como antes.
Me río. He consentido el beso porque necesitaba que ella se diera cuenta
de que ya no somos los que éramos. De que el sexo no iba a aclarar nada.
Nada que no sepamos ya.
—Tú estás igual de buena.
—No bromees, Marcos. Ha sido horrible. Tú también estás igual de
bueno, pero, no sé, ha sido como besar a un desconocido.
—Porque tú y yo ya no nos conocemos en ese sentido, Ali.
—¿Desde cuándo lo sabes?
—Desde hace mucho.
—Vaya. —Se separa de mí y se balancea sobre sus pies—. Gracias.
—¿Por qué?
—Por dejar que lo descubriera yo sola. Por permitir que te besara. Eres
un buen hombre, Marc. Eso siempre lo he sabido, por muy enfadada que
estuviera contigo.
—No me des las gracias. Yo nunca he querido causarte daño, Ali. Lo
hice fatal, pero nunca quise causarte daño. Y creo que justo por eso lo hice
tan mal. Te lo oculté para no dañarte y… Dios, qué gilipollas fui.
—Ya está, Marc. Fue feo, podías haber actuado de mil maneras
diferentes y ninguna habría sido tan horrible, pero ya está. Y ahora… creo
que me voy. Necesito digerir esto a solas. Pero estoy bien. Muy bien.
Quiero que lo sepas.
—Gracias, Ali. Y, por cierto, Pris.
—¿Qué pasa con Pris?
—No la culpes a ella. No pretendía hacerte daño. Solo quería ayudarme
a mí.
Alicia suspira.
—Lo intentaré, Marc. Poco a poco. —Se encamina hacia la puerta, pero
la detengo. No le debo nada; aun así, quiero contarle algo. Que lo sepa por
mí.
—Antes de que te vayas, quiero decirte algo.
—¿Qué?
—Hay alguien.
—¿Alguien? ¿Te refieres a una chica?
—Sí —afirmo. Y sonrío. Me lo noto. Si es que estoy atontado con la
vasca.
—Vaya…
—Sí, vaya.
—¿Va en serio?
—No lo sé.
—Deberías averiguarlo.
—O sea, sí lo sé, pero no se lo he dicho a ella.
—Díselo.
—Ahora mismo, de hecho.
—Muy bien. Me alegro mucho por ti, de verdad que me alegro. Adiós,
Marc.
—Adiós, Ali.
—Nos veremos por ahí.
—Por supuesto. Y me invitarás a un café.
—Sabes que sí.
Me da un beso en la mejilla y se va. Yo salgo de casa dos minutos
después, cojo el coche y me dirijo a la unidad. Porque estoy enamorado de
Mencía como un loco. Quiero estar con ella. Con mi vasca. Y no se lo he
dicho. Y las cosas hay que decirlas. A la cara.
Llego a mi trabajo excitado como nunca, con ganas de gritar lo que
siento, ni yo mismo me lo creo, pero me quedo en el coche, digiriendo mis
sentimientos. Me quedo en el coche una hora, una puta hora, hasta que
decido echarle huevos y mandarle un mensaje. Quiero darle una sorpresa.
Ella dice que yo no miro antes de saltar, pero llevo demasiado tiempo
mirando hacia el precipicio que representamos nosotros dos juntos. Hasta
hoy.

Marcos:
Alicia, la chica del ascensor, mi exnovia, acaba de besarme.
Mencía:
Te quiero aquí ya.

Vale, no ha sido mi mejor entrada. Joder, Marc. Eres una máquina.

Marcos:
Calma, fierecilla. Ha sido un beso de mierda.
Marcos:
Ha sido una despedida.
Marcos:
Me siento bien. ¿Y sabes qué?
Mencía:
¿Puedo ser sincera contigo?
Marcos:
Claro. Yo también quiero ser sincero. Necesito decirte algo.
Mencía:
Ahora mismo lo último que me importa es que te beses con tu exnovia. Créeme, lo último.
Marcos:
Vale, te he cabreado; lo siento. No debería haber empezado diciendo que me he besado con Ali.
Debería haber empezado por decir que solo quiero besarme contigo.
Mencía:
Te quiero en la oficina en una hora. Ya sé que estás en tu semana de guardia, pero esto es una citación
oficial.
Mencía:
Para que vengas. Ya.
Marcos:
Joder, qué mala hostia te gastas.
Mencía:
Ni te lo imaginas.
Marcos:
Titi…
Mencía:
Una hora, Marcos.

Pero… pero ¿qué coño pasa?


Red corporativa de la Policía Nacional, una hora antes

De: Administración
Para: Policía Empleados
Asunto: Tu opinión es importante. Completa la Encuesta de Entorno
Laboral 2019

Tu opinión es fundamental para hacer de la Policía Nacional el mejor


entorno para trabajar.
Participa a través del siguiente enlace.
Recuerda que se trata de un cuestionario anónimo y dirigido a
profesionales que hayan formado parte del Cuerpo durante al menos un año.
La confidencialidad es fundamental para nosotros y está totalmente
garantizada.
¡Contamos contigo!

De: Miriam Morriño Diez


Para: Administración; Policía Empleados
Asunto: RE: Tu opinión es importante. Completa la Encuesta de Entorno
Laboral 2019

Buenos días.
No he podido completar la encuesta por el siguiente error:
El enlace a la encuesta no es válido.
Un saludo.

De: Jorge Nieto Rodríguez


Para: Miriam Morriño Diez; Administración; Policía Empleados
Asunto: RE: Tu opinión es importante. Completa la Encuesta de Entorno
Laboral 2019

Buenos días, Miriam:


Incidencia resuelta y encuesta registrada.
Mil gracias.
Un saludo.

De: Miriam Morriño Diez


Para: Jorge Nieto Rodríguez; Administración; Policía Empleados
Asunto: RE: Tu opinión es importante. Completa la Encuesta de Entorno
Laboral 2019

Buenos días, Jorge:


Gracias a ti.
Un saludo.

De: Javier Jiménez Cuello


Para: Miriam Morriño Diez; Jorge Nieto Rodríguez; Administración;
Policía Empleados
Asunto: RE: Tu opinión es importante. Completa la Encuesta de Entorno
Laboral 2019

Buenos días.
Creo que estos correos no son para mí. Yo he hecho la encuesta sin
problemas.
Un saludo.

De: Raquel Marín Durán


Para: Javier Jiménez Cuello; Miriam Morriño Diez; Jorge Nieto Rodríguez;
Administración; Policía Empleados
Asunto: RE: Tu opinión es importante. Completa la Encuesta de Entorno
Laboral 2019

Creo que para mí tampoco. Ídem.


Un saludo.

De: David Blanco Morales


Para: Raquel Marín Durán; Javier Jiménez Cuello; Miriam Morriño Diez;
Jorge Nieto Rodríguez; Administración; Policía Empleados
Asunto: RE: Tu opinión es importante. Completa la Encuesta de Entorno
Laboral 2019

Buenos días.
¿Podéis, por favor, dejar de usar el botón: «Responder a todos»?
Gracias.

De: Mireia Sánchez Martín


Para: David Blanco Morales; Raquel Marín Durán; Javier Jiménez Cuello;
Miriam Morriño Diez; Jorge Nieto Rodríguez; Administración; Policía
Empleados
Asunto: RE: Tu opinión es importante. Completa la Encuesta de Entorno
Laboral 2019

Por favor, estoy trabajando. No le deis a «Responder a todos» para decir


que no le deis a «Responder a todos».
Gracias.

De: Pedro Selva Olmos


Para: Mireia Sánchez Martín; David Blanco Morales; Raquel Marín Durán;
Javier Jiménez Cuello; Miriam Morriño Diez; Jorge Nieto Rodríguez;
Administración; Policía Empleados
Asunto: RE: Tu opinión es importante. Completa la Encuesta de Entorno
Laboral 2019

Por Dios.

De: Pablo Domínguez Domínguez


Para: Pedro Selva Olmos; Mireia Sánchez Martín; David Blanco Morales;
Raquel Marín Durán; Javier Jiménez Cuello; Miriam Morriño Diez; Jorge
Nieto Rodríguez; Administración; Policía Empleados
Asunto: RE: Tu opinión es importante. Completa la Encuesta de Entorno
Laboral 2019

Se nos va de las manos.

De: Diego Franco Mirlo


Para: Pablo Domínguez Domínguez; Pedro Selva Olmos; Mireia Sánchez
Martín; David Blanco Morales; Raquel Marín Durán; Javier Jiménez
Cuello; Miriam Morriño Diez; Jorge Nieto Rodríguez; Administración;
Policía Empleados
Asunto: RE: Tu opinión es importante. Completa la Encuesta de Entorno
Laboral 2019

XDDDD.

De: Alfredo Cabeza Pérez


Para: Diego Franco Mirlo; Pablo Domínguez Domínguez; Pedro Selva
Olmos; Mireia Sánchez Martín; David Blanco Morales; Raquel Marín
Durán; Javier Jiménez Cuello; Miriam Morriño Diez; Jorge Nieto
Rodríguez; Administración; Policía Empleados
Asunto: RE: Tu opinión es importante. Completa la Encuesta de Entorno
Laboral 2019

Estimados compañeros, rogaría que dejarais de usar el correo


corporativo para asuntos banales.

De: María Ferreiro Aguilar


Para: Alfredo Cabeza Pérez; Diego Franco Mirlo; Pablo Domínguez
Domínguez; Pedro Selva Olmos; Mireia Sánchez Martín; David Blanco
Morales; Raquel Marín Durán; Javier Jiménez Cuello; Miriam Morriño
Diez; Jorge Nieto Rodríguez; Administración; Policía Empleados
Asunto: RE: Tu opinión es importante. Completa la Encuesta de Entorno
Laboral 2019
Por favor, DEJAD DE USAR EL «RESPONDER A TODOS».

De: Ana Gutiérrez Usó


Para: María Ferreiro Aguilar; Alfredo Cabeza Pérez; Diego Franco Mirlo;
Pablo Domínguez Domínguez; Pedro Selva Olmos; Mireia Sánchez Martín;
David Blanco Morales; Raquel Marín Durán; Javier Jiménez Cuello;
Miriam Morriño Diez; Jorge Nieto Rodríguez; Administración; Policía
Empleados
Asunto: RE: Tu opinión es importante. Completa la Encuesta de Entorno
Laboral 2019

Por favor, no es coña. Dejadlo ya, hay gente que está trabajando.

De: Alberto Rama Oreja


Para: Ana Gutiérrez Usó; María Ferreiro Aguilar; Alfredo Cabeza Pérez;
Diego Franco Mirlo; Pablo Domínguez Domínguez; Pedro Selva Olmos;
Mireia Sánchez Martín; David Blanco Morales; Raquel Marín Durán; Javier
Jiménez Cuello; Miriam Morriño Diez; Jorge Nieto Rodríguez;
Administración; Policía Empleados
Asunto: RE: Tu opinión es importante. Completa la Encuesta de Entorno
Laboral 2019

Me estáis petando el ordenador.

De: Daniel Salvador Mendizábal


Para: Alberto Rama Oreja; Ana Gutiérrez Usó; María Ferreiro Aguilar;
Alfredo Cabeza Pérez; Diego Franco Mirlo; Pablo Domínguez Domínguez;
Pedro Selva Olmos; Mireia Sánchez Martín; David Blanco Morales; Raquel
Marín Durán; Javier Jiménez Cuello; Miriam Morriño Diez; Jorge Nieto
Rodríguez; Administración; Policía Empleados
Asunto: RE: Tu opinión es importante. Completa la Encuesta de Entorno
Laboral 2019

Esto es surrealista.
31 Intenta impedírmelo

Un lunes te levantas de la cama, dispuesta a comerte el mundo, y no eres


consciente de lo que te depara ese día. De que todo en lo que creías está a
punto de desmoronarse. De que el mundo te va a comer a ti de un solo
bocado. Te sientes como Pinocho dentro de la ballena. ¿Y qué haces,
entonces? Porque ¿cómo salir de la tripa de una ballena?
Tengo congelada en la pantalla de mi ordenador una imagen. Una
persona: Luis Ortiz. Y un pálpito. Es él. ES ÉL. Y no tengo pruebas, pero
después de procesar millones de datos sobre los geos y sus misiones,
después de haber convivido meses con ellos, de haber cruzado mi mirada
con la suya día tras día, cierro los ojos y lo veo a él colocando la bomba
lapa en los bajos del coche. Lo veo a él viajando en el vehículo de Marcos,
sujetándose con fuerza cuando el coche delantero está a punto de explotar.
Puede que incluso activara él el detonador.
Y me doy cuenta de que he sabido desde el principio que era él. Lo he
sabido porque me miraba diferente. Me escrutaba. Me estudiaba.
Dios. Me froto los ojos y elimino las imágenes de mi cabeza; no puedo
basarme en presentimientos. Pero sé que es él. Tengo que dar con la prueba
que lo señale.
Voy a empezar a examinar todo desde el principio cuando llaman a mi
despacho. Bufo. Me iría a trabajar a casa si no fuera porque aquí, en el
ordenador que habilitaron para mí, hay muchísima información que no me
permiten extraer.
—Adelante —grito con desidia.
—Mens, disculpa. —El rostro de Nahia se cuela por la ranura—. ¿Te
funciona el ordenador? El de mesa, me refiero.
—Eh, sí, claro.
—¿Puedo utilizarlo? —Entra en el despacho, pero se detiene a una
distancia prudencial—. Han petado todos los ordenadores de la unidad
menos el tuyo.
—Pero ¿qué ha pasado?
—Una cadena de e-mails por la encuesta de Entorno Laboral. Se ha
sobrecargado el correo y a tomar por culo todo. Cientos de usuarios
respondiendo. La gente se ha vuelto loca contestando con «Responder a
todos» durante más de dos horas, hasta que ha petado el correo. Tú también
has tenido que recibirlos.
—No he abierto el correo esta mañana, no quería interrupciones. ¿Ha
petado el correo de toda la Policía Nacional?
—No, solo el de los geos. No sé muy bien qué ha pasado, no debería
haber ocurrido. Hay algo raro. ¿Puedo usar tu ordenador?
—Pues…
No me hace gracia, la verdad.
—Solo voy a acceder al correo desde una cuenta de administrador y
limpiar toda la mierda que se ha acumulado. Liberar un poco de espacio.
Puedes verlo, si quieres.
—Pues lo preferiría.
—Claro, no hay problema.
—Espera un momento.
Bajo la pantalla de mi portátil y cierro todas las ventanas que tenía
abiertas en el ordenador de mesa. Y me fastidia, porque luego tendré que
abrirlas de nuevo. Aunque, por otra parte, empezar de cero nunca viene
mal. Cuando acabo, le hago un gesto a Nahia para que se acerque. Coge la
silla libre frente a mi mesa y se sienta a mi lado. Comienza a teclear como
una loca, a insertar contraseñas y a acceder a pantallas que yo no había visto
en mi vida. Solo espero que no tarde mucho.
—Ya casi lo tengo —me dice VEINTE MINUTOS después. La miro con mala
cara, por muy amiga mía que sea—; sí que había mierda. Vaya. Se han
quedado cinco correos colgados en la bandeja de salida justo cuando ha
petado todo. Voy a ver si puedo recuperarlos.
Ojeo la pantalla con desinterés. Y entonces lo veo. Es solo una palabra.
Pero conozco esa palabra. O, más bien, a quién usa esa palabra: «Titi». El
corazón me da un vuelco.
—Espera, espera —le pido, acercándome a la pantalla.
—¿Qué ocurre?
—¿Qué es ese correo? ¿De quién es?
—¿Este? —Nahia señala el mensaje que yo ya estoy leyendo una y otra
vez. Asiento con la cabeza—. Ni idea. Se ha enviado desde uno de los
ordenadores de la biblioteca. No es un correo corporativo. Es privado.
—Imprímelo.
Nahia duda, pero acaba imprimiéndolo porque sabe que tengo
autorización para registrar todo en esta base. Todo. Me levanto y corro a la
impresora antes incluso de que salga el papel. «Vamos, vamos».
—Sigue con lo tuyo —le digo a Nahia—. Y acaba ya, por favor.
Cojo el papel entre mis manos y lo leo tres veces más:

Ey, titi. Ya he quedado con Isidro. A las doce, entrada sur. ¡Nos vemos!

Examino cada letra hasta que Nahia termina su labor (mirándome de


reojo cada poco con el ceño fruncido) y se marcha. Me quedo sola en mi
despacho. Entonces me siento y lo leo cuarenta veces más. Este correo lo ha
escrito Marcos. Y sueno pretenciosa incluso para mí misma por pensar que
Marcos no tiene relación con ningún Isidro, como si yo conociera a todo su
entorno, pero es que… Marcos no tiene relación con ningún Isidro. Marcos
no queda con nadie que no sea su familia o amigos del pueblo. Nunca. ¿Qué
coño es esto, Marcos?
El corazón me late más rápido que nunca, las manos me tiemblan y
siento mucho calor; tengo que desprenderme del jersey y atarme el pelo en
una coleta. Y respirar con calma. Isidro. Isidro. Isidro. ¿Quién eres, Isidro?
La respuesta me llega al instante. Una fecha en el calendario: quince de
mayo. El día de San Isidro. Y la Cumbre Mundial de Comunicación
Política, que se celebrará durante los días dieciséis, diecisiete y dieciocho.
Un evento que congregará a políticos, periodistas, funcionarios,
legisladores, académicos, profesionales, consultores, empresas y medios de
comunicación. Un evento que requerirá de los geos para la protección de
determinados asistentes.
Dios. No puede ser. No puede ser. Marcos… No. No puede ser.
Mi teléfono móvil vibra en la mesa y me sobresalto. Echo un vistazo
rápido y… se trata de un mensaje de Marcos.
Marcos:
Alicia, la chica del ascensor, mi exnovia, acaba de besarme.

Pero ¿qué coño me está contando? Tecleo una respuesta. Aún me


tiemblan las manos.

Mencía:
Te quiero aquí ya.

Necesito hablar con él. Ahora mismo no puedo pensar en nada más. Solo
necesito hablar con él. Necesito tenerlo frente a mí.
Marcos:
Calma, fierecilla. Ha sido un beso de mierda.
Marcos:
Ha sido una despedida.
Marcos:
Me siento bien. ¿Y sabes qué?

Espera. Espera. Espera, Mencía. Marcos no está en la unidad hoy. Está


en su casa, besándose con su exnovia, al parecer. Es imposible que haya
enviado ese correo desde aquí. Es imposible. Pero, entonces, ¿qué significa
esto?
Mencía:
¿Puedo ser sincera contigo?
Marcos:
Claro. Yo también quiero ser sincero. Necesito decirte algo.
Mencía:
Ahora mismo lo último que me importa es que te beses con tu exnovia. Créeme, lo último.
Marcos:
Vale, te he cabreado; lo siento. No debería haber empezado diciendo que me he besado con Ali.
Debería haber empezado por decir que solo quiero besarme contigo.
Mencía:
Te quiero en la oficina en una hora. Ya sé que estás en tu semana de guardia, pero esto es una
citación oficial.
Mencía:
Para que vengas. Ya.
Marcos:
Joder, qué mala hostia te gastas.
Mencía:
Ni te lo imaginas.
Marcos:
Titi…

Y otro vuelco al corazón al leer esa palabra que siempre sale de sus
labios y que acaba de adquirir un nuevo significado para mí.

Mencía:
Una hora, Marcos.

Me levanto de la silla y comienzo a dar vueltas por el despacho.


Desesperada. Con el alma en vilo. Con el corazón que se me sale del pecho.
Nervioso. Asustado. Marcos se encontraba allí, estaba en el patio el día del
atentado, cuando su compañero fallecido, Jorge, les dijo que revisaran el
coche por última vez. Marcos siempre ha formado parte de los sospechosos.
Pero no es él. Es imposible que sea él. Porque hoy no estaba en la unidad. Y
porque yo lo conozco. Yo lo conozco, joder. Marcos Cabana no es un
asesino. Él, no. Todo esto tiene una explicación. Pero cierro los ojos y ya no
veo a Luis debajo del coche, colocando la bomba lapa. Ahora veo a Marcos.
No. No. No. Él no es. ¡Fuera de mi cabeza!
La puerta del despacho se abre con estrépito y… Y entonces el mundo
me atrapa entre sus fauces de un solo bocado. Un viaje directo a las
entrañas de la ballena.
—¿Me puedes decir qué coño pasa hoy contigo? Controla un poco esa
mala hostia, ¿no?
Marcos. Oh, Dios mío. Es Marcos. Marcos está en la unidad.
—¿Qué haces tú aquí? Tú no deberías estar aquí. Estás de guardia, en tu
casa.
—He venido a darte una sorpresa.
—Tú no deberías estar aquí —repito. Y cierro a toda velocidad la puerta
con pestillo—. ¡¡¿Qué coño haces aquí, Marcos?!!
—Pero ¿qué te pasa?
—¿Cuándo has llegado?
—Hace un rato.
—¿Cuánto rato?
—¿Esto es por Ali?
—¡Me importa una mierda Ali! ¿Cuándo has llegado a la unidad y qué
has estado haciendo?
Marcos entrecierra los ojos y me mira con sospecha. No dice nada. Solo
me examina. Mis ojos. Mi rostro. La tensión de mi cuerpo. Hasta que habla,
en un tono más bajo de lo habitual en él:
—He llegado hace una hora.
—¿Y por qué no has venido antes a verme si estás aquí para darme una
sorpresa? —susurro en el mismo tono.
—Me he quedado en el coche, planeando mi estrategia para abordarte.
—Qué conveniente —me digo a mí misma.
—¿Qué acabas de decir?
—He dicho que qué conveniente —pronuncio en voz alta.
—Vale. —Marcos coloca los brazos en jarras, cada vez más cabreado—.
No pienso contestar una sola pregunta más hasta que no me expliques qué
mierda está pasando.
—Quizá prefieras contestar ante un juez.
—¿Perdona? ¿Es esto un interrogatorio oficial, Mencía?
—Puede —respondo, insegura.
Y esa misma pregunta me hago yo. ¿Qué es esto? ¿Qué está pasando?
¿Es Marcos un criminal? Dios, el solo pensamiento me desgarra por dentro.
Marcos no le haría daño ni a una mosca. Cierro los ojos. Y otra vez esa
imagen de él debajo del coche, colocando la bomba. Abro los ojos. Me
acerco a mi mesa y recojo el e-mail. Todavía tiemblo de pies a cabeza. Y
tengo ganas de llorar. Tantas ganas como hace tiempo que no sentía. Ganas
de que alguien aparezca dentro de la tripa de la ballena y me diga: «Todo va
a salir bien». Ganas de que sea Marcos quien lo haga. Y de sentirme segura
a su lado, a pesar de la mierda de situación en la que me encuentro. Voy a
saltarme unas doscientas normas, voy a jugarme mi carrera en la policía,
pero a estas alturas me importa muy poco. Solo puedo pensar en él.
—¿Puedes explicarme esto? —Le tiendo el papel con el correo impreso.
Marcos lo coge de inmediato, arrebatándomelo de la mano, y lo lee. Lo
lee dos veces por lo menos. Hasta que levanta la mirada. Una mirada que no
dice absolutamente nada. Una mirada fría. Crítica. Desconfiada.
—¿Qué coño es esto?
—Eso quiero saber yo. ¿Qué coño es eso?
—Me estoy calentando mucho, Mencía. Mucho. Dime qué es esto.
—Dímelo tú. ¿Qué ves ahí?
—Una comunicación. Alguien ha quedado con un tal Isidro. A las doce.
—Me devuelve el papel—. ¿He pasado el examen?
—No lo sé. Dímelo tú. Es un mensaje en clave, Marcos. El quince de
mayo es el día de San Isidro. Y también es el día de…
—La Cumbre Mundial de Comunicación Política. Joder. —Se lleva las
manos a la cabeza—. Crees que hay un topo en la unidad.
—¿Creo? Oh, no. No lo creo. Lo sé. Lo sabemos. Hay un topo en la
unidad —susurro, acercándome mucho a él. Me detengo a escasos
centímetros de su rostro. Sin dejar de mirarlo a los ojos—. ¿Qué crees que
hago yo aquí, Marcos?
—Encontrar al topo —contesta sin pestañear.
—Premio. El ataque terrorista a Laura Carral, la bomba, no fue una
bomba en la carretera, sino una bomba lapa en el coche. Un coche oficial de
los geos. Una bomba que fue colocada allí antes de salir de esta unidad. Un
asesinato planificado desde dentro. Jorge os pidió a tres de vosotros que
revisarais el vehículo. Y eso hicisteis. Horas después, estalló delante de
vosotros. Delante de ti.
La revelación llega a los ojos de Marcos.
—Crees que yo soy el topo.
Su aliento me golpea el rostro. Estamos muy cerca. Aunque más lejos
que nunca.
—Dime que tú no has mandado este correo, Marcos. Dímelo. Y te
creeré.
—Yo no tengo que decirte una mierda.
Rompe el contacto visual y se da media vuelta. Vuelve a poner los
brazos en jarras y se mantiene en silencio. Está pensando.
—Marcos: «titi». Jamás he oído a nadie usar esa expresión. Y mucho
menos, usarla en la unidad. Este correo acaba de salir de un ordenador de
estas instalaciones, pero se ha quedado colgado por un fallo en el sistema. Y
yo necesito que me lo expliques.
—No. Tú necesitas que te diga que yo no soy el topo. Necesitas que te
dé una coartada.
—Entonces, dámela. Dámela, Marcos.
Se acerca de nuevo a mí, se acerca mucho.
—No. No te pienso decir una mierda. Averígualo tú solita. Lo has hecho
de puta madre hasta ahora.
Marcos se dirige hacia la puerta y quita el pestillo. Está a punto de salir.
Yo trato de detenerlo.
—¿A dónde vas? —No me responde, sino que sale del despacho—.
¡Marcos!
Corro detrás de él y entonces comienzan a sonar las alarmas de la
unidad. Y la voz de uno de los instructores en los altavoces.
—Todo el mundo a la sala de reuniones para recibir instrucciones. Ya.
Tenemos una emergencia y salimos en veinte minutos.
Marcos se frena, cambia la dirección de sus pasos y se dirige a la sala de
reuniones, pasando por mi lado sin tan siquiera mirarme.
—¿A dónde vas? —Lo sujeto por el brazo.
—¿A dónde crees que voy? No me jodas, Mencía. Ahora no.
—¿A la misión? No. Tú no vas.
—¿Perdona?
—Tú no vas, Marcos. Eres sospechoso.
—¿Sospechoso de qué?
—De asesinato. —Pero ¿qué dices, Mencía? PERO ¿QUÉ DICES? La mirada
que me lanza Marcos, una mirada de decepción, de pena, de dolor, me
estremece de pies a cabeza—. No puedo permitir que participes en ninguna
misión.
—Denúnciame.
—Marcos, detente. No puedes moverte de la unidad.
—Intenta impedírmelo.
Se zafa de mi agarre y continúa su camino.
—Marcos —lo llamo—. ¡Marcos!
Corro de nuevo detrás de él e ingreso en la reunión. Un grupo de
hombres armados ha entrado a robar al mismo tiempo en cinco bancos
diferentes entre Madrid y Castilla y León. Han tomado rehenes y amenazan
con abrir fuego si no se les deja salir. La unidad de Guadalajara necesita
ayuda, así que diferentes equipos de esta unidad parten de inmediato hacia
diferentes destinos. Entre ellos, el de Marcos, que deberá viajar a Soria y
neutralizar a los ladrones.
Ni me lo pienso. Voy con ellos.
—Tengo que ir, Pablo —le digo—. No hay discusión.
—Bien, ven en mi coche.
32 Crash, crash, crash

Marcos
Subir al helicóptero y concentrarme en la misión mientras llegamos a Soria:
es lo único que puedo tener ahora mismo en la cabeza. Lo contrario podría
suponer mi muerte o la de alguno de mis compañeros, así que no me lo
puedo permitir.
Fuera Mencía. Fuera el dolor y la decepción.
Fuera mis recuerdos de aquel día de mierda. Los recuerdos del
compañero que se metió debajo del coche para revisarlo y que ahora camina
a mi lado. El compañero al que le he confiado mi vida infinidad de veces, y
él a mí la suya.
Nos dividimos en tres grupos de cinco y subimos a los E-135, donde ya
nos esperan los pilotos. Echo un vistazo involuntario por la ventana antes de
que el helicóptero despegue y veo a Mencía montarse en uno de nuestros
todoterrenos con Pablo. Ellos llegarán más tarde. Les calculo menos de
cuatro horas, a una media de ciento sesenta kilómetros por hora.
Despliego el mapa de Soria que he guardado en el bolsillo y lo estudio a
conciencia durante el trayecto. Cada travesía. Cada camino. Las vías
rápidas. Las secundarias. Los más de quinientos núcleos de población. Los
ciento ochenta y tres municipios. Todo. Necesito poder desenvolverme por
allí como si fuera mi pueblo.
Llegamos a Soria y tomamos el control del atraco y de las
negociaciones, siguiendo las instrucciones que nos transmiten por radio.
Nuestros compañeros están pactando con los atracadores, que van
disfrazados de superhéroes. Y yo me cago en las putas series de la
televisión. De momento no hay heridos. Ni los va a haber. Esto no es más
que un distractor. ¿Para qué atracar cinco bancos al mismo tiempo, tres de
ellos localizados en pequeñas provincias? Para que los geos nos tengamos
que dividir y ellos cuenten con una vía más fácil de escape. Con rehenes,
saben que nosotros tenemos que estar aquí, por mucho que en el maldito
banco no haya más de diez mil euros. La clave son los rehenes. Los bancos
que de verdad guardan el dinero son los dos de Madrid. Pretenden que les
demos vía libre para salir con el dinero y que nos mantengamos al margen.
Ya, claro. Eso no va a pasar.
Adopto mi posición de francotirador en una de las azoteas del edificio de
enfrente, junto a dos compañeros, y mantengo el ojo en el objetivo de mi
fusil de asalto durante las siguientes tres horas. Los negociadores llegan a
un trato con los asaltantes y estos dejan salir a un rehén cada media hora.
Tienen siete. Mantienen cautivo al último de ellos para asegurarse la huida.
Y ya les toca. Empieza la marcha.
—Salen ya. Estad preparados. Será una operación limpia y solo se
abrirá fuego en caso de extrema necesidad, ya sea en defensa propia o para
garantizar la seguridad del rehén.
—¿Y qué va a pasar con él? —pregunto.
—Hemos pactado media hora de huida. Luego lo soltarán en medio de
la nada.
—Hijos de puta.
En ese momento, salen los dos atracadores con sendas caretas de
Spiderman y Batman, con el rehén en primera línea: un joven de no más de
veinticinco años. Me tengo que morder la lengua para no soltar de todo por
la boca, y tengo que reprimirme para no salir corriendo a por ellos.
Sin apartar mi ojo del punto de mira, con el dedo más que preparado en
el gatillo para disparar en caso de que sea necesario, sigo sus avances desde
que salen del banco hasta que se meten en uno de los coches elegidos al
azar, impotente por no poder hacer más, todos mis músculos tensionados.
No hemos podido poner ningún dispositivo de seguimiento.
Tres segundos transcurren desde que el coche arranca hasta que yo suelto
el arma, activo el cronómetro en mi reloj (media hora) y me uno a mis
compañeros para estudiar de nuevo el mapa de la zona.
—En media hora pueden haber alcanzado cualquier punto de la
provincia —dice uno de mis responsables a través del pinganillo, desde su
posición en el banco.
—Tenemos que movernos nosotros también —respondo—, cubrir todas
las alternativas.
—Aún tienen al rehén.
—Podemos utilizar coches de civiles. No sabrán que somos nosotros.
—Es muy peligroso.
—Si esperamos la media hora, los vamos a perder —añade un
compañero—. Deben de tener algún escondite, de lo contrario, habrían
intentado conseguir más tiempo de huida.
—Llevan al rehén con ellos. No pueden dejarle ver su escondite.
—Lo van a dejar tirado en cualquier parte.
—Joder…
—Es imposible que nos detecten con vehículos de civiles. Nos quitamos
la ropa si hace falta.
—Mierda, joder.
—Vamos, dinos que sí. ¡Vamos!
—Está bien, joder. Bajad de ahí. Nos ponemos a ello.
—¡Sí!
Estamos montados en los vehículos en menos de diez minutos, de uno en
uno y sin uniforme de cintura para arriba, solo con la camiseta interior
blanca. Voy a encontrarlos, así tenga que buscarlos debajo de las piedras.
Nos desplazamos por la comarca durante quince minutos, cubriendo la
zona entre todos y con el único objetivo de que los atracadores cumplan con
su parte del trato y liberen al rehén.
Pi, pi, pi. Pi, pi, pi. Pi, pi, pi.
Mi reloj. Es la hora. Acelero con la esperanza de no estar alejándome de
ellos y cagarla del todo. Recorro unos cuantos kilómetros y me mantengo a
la espera hasta que escucho a lo lejos el sonido de uno de nuestros
helicópteros.
Y unos minutos después:
—Lo tenemos. Tenemos al rehén sano y salvo. Procedemos a la
extracción.
Freno el coche con un derrape.
—¿Dónde? —pregunto, a la vez que despliego el mapa de nuevo.
Mis compañeros y yo escuchamos las indicaciones, cada uno desde las
coordenadas en las que se encuentra. Dos compañeros y yo estamos cerca.
Arranco de nuevo.
—Voy —anuncio.
—El coche ha sido abandonado. Nos lo acaba de confirmar el
helicóptero.
—Han ido a pie.
—Pero ¿a dónde? Están en medio de la nada.
—A esconderse en algún lugar.
—¿Qué les queda cerca?
Repaso el mapa en mi cabeza y calibro las diferentes alternativas. Y me
viene una al instante. Una muy buena. Y una corazonada. Joder.
—La laguna Marigómez de Duruelo. Si la cruzan, entrarán en el bosque
y, de ahí, vete a saber a dónde. Será difícil rastrearlos con el helicóptero.
—No podemos estar seguros.
—El helicóptero está recogiendo al rehén. No han visto a nadie en la
laguna. Se los vería cruzar.
—Estarán aguardando a que el helicóptero se marche. Me la juego.
Tengo un pálpito. Voy de camino.
Arranco y aumento la velocidad, superando los límites, directo a la
laguna.
—Marcos, joder.
—Te sigo —me dice uno de mis compañeros—. Si estás en lo cierto,
necesitarás refuerzos.
—Marcos, soy Pablo. Vamos para allá. El resto, dispersaos por la zona.
Enseguida identifico el vehículo abandonado a lo lejos y me detengo
antes de llegar. Bajo del coche solo con mi fusil, una linterna (ya es noche
cerrada) y el pinganillo en la oreja, y corro a toda hostia hacia la laguna.
Joder, puto frío que hace: estaremos a unos diez grados bajo cero y yo, en
camiseta de manga corta. Cuando estoy a punto de llegar, descubro que la
superficie está congelada. Y lo mejor: los dos atracadores cruzan por
encima del hielo. Puedo apreciarlo a pesar de la oscuridad. Se han
cambiado de ropa, pero sé que son ellos. Corro más rápido.
—¡Los tengo! —informo por radio sin aminorar la velocidad—. Están
cruzando el hielo.
—Marcos, va el helicóptero de camino.
—Tarde. Están a punto de alcanzar el otro lado. Voy tras ellos.
—Marcos —me dice Pablo—, el lago está congelado y van armados. Tú
estás desprotegido. El helicóptero está de camino. Espera. Es peligroso.
—¡Se nos escapan, joder!
Llego a la laguna y…, simplemente, la cruzo. Pongo mis pies en el hielo
y continúo corriendo. Sé que debería dar pasos cortos para no resbalar, pero
no bajo el ritmo. Voy a perderlos. Tengo la sensación de caminar sobre una
capa de hielo muy muy fina, y probablemente así sea. Los golpes de mis
botas contra el agua congelada resuenan en todo mi cuerpo. Es una
sensación extraña, pero enseguida me acostumbro a ella. Solo espero que no
se resquebraje bajo mis suelas. Resbalo. Y estoy a punto de caer. Dos veces.
Miro hacia el suelo un segundo y distingo millones de burbujas, de todos
los tamaños. La sensación de que están a punto de engullirme es
abrumadora.
Entonces grito:
—¡¡ALTO!!
Los atracadores se dan la vuelta, asustados, y yo levanto el arma antes de
que puedan apuntarme con las suyas. Me acerco poco a poco a ellos.
Comienzan a andar hacia atrás.
—Alto u os juro que disparo. No me obliguéis. No voy de farol. Y soy el
mejor francotirador de toda la jodida unidad.
Necesito que no se confíen por la distancia de más de quince metros que
aún nos separa. Se miran entre sí. Comunicándose. Debatiendo qué hacer.
No tienen demasiadas opciones. Rendirse. O rendirse.
—¡Marcos! —Es Pablo—. Hemos llegado.
Oigo el ruido del helicóptero de fondo. Y, de pronto, suceden un montón
de cosas a la vez. En cuestión de segundos, pero unos segundos en los
que…
Los atracadores tratan de huir. Se hallan apenas a diez pasos del bosque.
Yo vuelvo a gritarles que no se muevan, los amenazo con abrir fuego, pero
no me hacen caso. Por eso disparo. Para disuadirlos, asustarlos y frenarlos,
y para ganar tiempo hasta que el helicóptero llegue. Disparo al hielo, lejos
de ellos. Se sobresaltan, y yo aprovecho la distracción para acercarme más.
El helicóptero sobrevuela nuestras cabezas.
—Tirad las armas y rendíos. Estáis rodeados.
Varios todoterrenos y coches de la Policía Nacional aparecen detrás de
mí. Y entonces:
Crash. Crash. Crash.
El hielo. El hielo acaba de resquebrajarse bajo mis pies.
—Se va a romper el hielo —informo por radio—, asegurad a los
atracadores.
—Marcos, no te muevas. Ni un solo músculo. Vamos en tu busca.
Pero… tarde.
CRASH. CRASH. CRASH.
Antes de que me dé tiempo a mirar de nuevo hacia el suelo, el hielo se
abre y yo caigo.
—¡¡MARCOS!!
El ser humano puede llegar a imaginar lo que sentiría al caer en una
laguna helada. Puede llegar a imaginar el agua congelada acribillando su
piel. Privándolo de todo movimiento. La falta de aire en los pulmones. El
entumecimiento. El hundimiento. El pánico.
Nada se asemejará jamás a la realidad.
Nunca pensé que mis manos golpearían el hielo en busca de la salida.
Pero sucede. Cuando consigo nadar hacia arriba, el agujero por el que he
caído ha desaparecido. Estoy atrapado. Palpo el hielo, pero solo encuentro
eso: hielo. Y más hielo. Una pared de hielo. Y una oscuridad absoluta.
«Mantén la calma, Marc», me repito. «Mantén la calma si quieres
sobrevivir».
Mi cuerpo entra en shock por el frío. Contengo la respiración sin dejar de
golpear el hielo; es la única pista que van a tener mis compañeros para
encontrarme aquí abajo.
De repente, dejo de sentir frío. Es extraño. Me estoy quedando sin aire
en los pulmones. Y la he escuchado a ella justo antes de caer. A Mencía. Ni
siquiera sé por qué pienso en ella en estos momentos. Pero lo cierto es que
lo hago.
Cuando creo que voy a morir aquí abajo, oigo gritos. Me llaman. Busco
desesperado el orificio y lo encuentro por fin. Asomo la cabeza e intento no
llenar mis pulmones de golpe, pero es imposible evitarlo. Me agarro al
borde del hielo y veo que mis compañeros me lanzan una cuerda. O tal vez
son alucinaciones. Quizá ya he muerto.
—¡Marcos! El hielo está a punto de romperse. ¡Coge la cuerda!
Me la lanzan, pero… estoy mareado, no coordino y solo quiero dormir;
no consigo cogerla. Vuelvo a caer al agua. Me hundo. No puedo más. Estoy
congelado.
Alguien sumerge medio cuerpo en el agua y me agarra por los hombros.
La placa sobre la que se apoya se rompe y cae conmigo, pero a
continuación ambos salimos del agua. Es Pablo. Y lleva una cuerda atada a
la cintura. Sonrío. O lo intento. Tumbados como estamos, nuestros
compañeros nos arrastran hacia el bosque.
Estoy temblando. Un temblor muy intenso. Y no puedo reprimirlo.
—Marcos, vas a estar bien. Te vas a poner bien. —Intento hablar, pero
no puedo—. No hables. Tienes hipotermia. Vamos a hacer que entres en
calor. Vas a estar bien, ¿OK?
Creo que asiento. Después, pierdo el conocimiento.
—Marcos. ¡Marcos!

Abro los ojos, desorientado. Me pesan los párpados. No reconozco el lugar


en el que me encuentro, y la luz va a dejarme ciego. ¿Dónde demonios
estoy?
Intento incorporarme, pero estoy apresado, engullido, por un montón de
mantas térmicas. Aun así, no siento calor. Estoy helado. Entonces lo
recuerdo todo. El hielo. La caída.
—¿Marcos?
Esa voz. Su voz.
Giro la cabeza, centro la mirada y veo a Mencía y a Pablo sentados a mi
lado. Mencía se levanta y me acaricia el cabello; tiene los ojos hinchados de
llorar, y Pablo, un semblante serio y preocupado. Meneo la cabeza para que
Mencía deje de tocarme.
—¿Dónde estoy?
Dios, no me sale ni la voz. Apenas puedo hablar.
—En una ambulancia —responde Pablo, ubicándose al lado de Mencía
—. Hemos tenido que atenderte aquí y no hemos querido moverte. ¿Cómo
te encuentras?
Molido.
—De puta madre. Quiero irme a mi casa.
Sigo ronco. Pablo sonríe.
—Espera a que te vea el médico primero y nos autorice a trasladarte en
helicóptero hasta la unidad.
Asiento con la cabeza.
—¿Ha salido todo bien?
—Sí. Los malos han sido cazados. Todos. Pero casi te perdemos a ti,
Marcos. Cuando te recuperes, voy a tenerte un puto mes corriendo en
círculos alrededor del patio a ver si así aprendes a obedecer órdenes. Sin
tregua. Sé lo mucho que te gusta correr. —Ironía. Lo odio—. Prepárate.
—Y volvería a hacerlo.
—Ya lo sé, cabezota de los cojones.
—Se escapaban.
—He conocido a pocos hombres tan honestos y valientes como tú, pero
si vuelves a desobedecerme, te las tendrás que ver conmigo personalmente.
—Cuéntame cómo les ha ido a los demás en el resto de los bancos.
—Bien. Hoy no necesitas saber más.
—Marc —me llama ella entonces.
—Que se vaya —le digo a Pablo.
Pablo y Mencía intercambian una mirada.
—Os dejo unos minutos a solas —nos dice él. Maldito traidor—. Voy a
prepararlo todo para tu traslado.
—Marc —vuelve a llamarme ella.
Giro la cabeza y la enfrento.
—¿Qué? —respondo furioso. Muy furioso. Ahora ya no tengo que
concentrarme en la misión. Ahora puedo dejar salir todo lo que se me
agolpa dentro.
—¿Cómo te encuentras?
—¿Acaso te importa?
—Pues claro que me importa. ¿Cómo no va a importarme? Casi me
muero del susto. Te he visto caer al agua, Marc. Ha sido horrible. Pensé que
te perdía.
—Ah, claro, te quedabas sin sospechoso de asesinato.
—No. No. No. Dejemos eso fuera de momento, ¿de acuerdo? Me
quedaba sin mi…
Mencía se calla en el último momento.
—¿Sin tu qué? ¿Tu pareja? ¿Tu follamigo? ¿Tu novio? No te
equivoques, Mencía. Yo no soy nada tuyo. Ni tú, nada mío.
—Marcos, por favor. ¿Puedes olvidar durante unas horas la conversación
que hemos mantenido en mi despacho? Ahora tienes que recuperarte.
—¡Y una mierda que me olvide! ¿Sabes por qué he ido a la unidad hoy?
Porque Alicia me ha mandado un mensaje esta mañana para quedar
conmigo a comer. Sabía que estaba en mi semana de guardia. Y yo he
pensado, ¿cómo es posible que sepa mis turnos? Así que he acudido a mi
familia para hablar de mis movidas amorosas. Después, Alicia ha venido a
mi casa y me ha besado. Quería que nos acostáramos para comprobar si aún
había algo entre nosotros que pudiera salvarse. No lo hemos hecho. Los dos
nos hemos dado cuenta con un solo beso de que entre nosotros ya no hay
nada. Y yo me he reafirmado en lo que ya sabía: que quería a otra persona.
Y he corrido a decírselo. A decírtelo. A darte una sorpresa. Por eso estaba
en la unidad. Y me importa una mierda si me crees o no, pero esa es la
verdad.
—Marc…
Cierra los ojos y una lágrima cae a sus mejillas. Yo tengo que
permanecer fuerte, lejos de ella. Puedo entender que no quisiera contarme el
motivo real de su presencia en la unidad, pero de ninguna manera voy a
entender, ni a perdonar, que desconfiara de mí. Porque si no hay confianza,
no hay nada. Yo habría confiado en ella a ciegas. Siempre. Como hago con
el resto de mi gente.
—Tú y yo no hemos sido nada, y me lo has demostrado. ¿Y sabes qué?
Que aquí, ahora, contigo, es el último lugar en la Tierra donde yo quiero
estar.
Mencía se echa hacia atrás por el impacto que le producen mis palabras,
y yo me arrepiento al instante de haberlas pronunciado. Pero no voy a
retractarme. Solo quiero irme a casa, abrazar a mi familia y descansar. Y
hablar con River. Necesito hablar con River antes de acudir al comisario
jefe.
Porque yo sé quién es el topo. Sé quién mató a Laura Carral. Pero
necesito las pruebas.
33 El tío Leo

«Aquí, ahora, contigo, es el último lugar en la Tierra donde yo quiero


estar».
Ayer salí de la ambulancia con esas catorce palabras retumbando en mi
pecho.
Viajé en coche durante seis horas con esas catorce palabras resonando en
mi cabeza.
Me quedé dormida con esas catorce palabras surcando mis mejillas,
junto con las lágrimas.
Una hora después, me levanto de la cama y me preparo, con cuidado de
no despertar a Julen, para ir al trabajo; tengo que hablar con mi jefe. Jamás
he sentido la cabeza más embotada, pero tengo que hablar con mi jefe.
Estoy tan distraída que no me he percatado de que fuera llueve, así que
camino con cautela para no resbalar y me resguardo en las tejavanas de los
edificios. Las calles están desiertas; apenas son las siete de la mañana. Creo
que voy a coger un taxi para ir al trabajo, pero primero me apetece caminar.
Me detengo al llegar al final de la calle y espero bajo mi resguardo a que
el semáforo se ponga en verde. Lo hace; corro y, cuando estoy a punto de
cruzar, de pronto, en medio del paso de cebra, un todoterreno frena de
manera abrupta junto a mí, impidiéndome el paso. Reculo. Casi le propino
una patada al tipo que sale de la parte trasera del coche con un objeto entre
las manos.
Menos mal que me doy cuenta a tiempo de que se trata del tío Leo,
trajeado, repeinado y de punta en blanco a las siete de la mañana. Y de que
lo que tiene entre las manos no es otra cosa que un paraguas que enseguida
abre sobre nuestras cabezas.
—Qué susto me has dado. —Me toco el corazón, que va a mil por hora
—. Casi te ataco y todo. Si querías quedar para desayunar, solo tenías que
llamarme.
Él se ríe. Claro, mi agresión no habría servido de mucho. El tío Leo ha
sido policía toda su vida. Y de los buenos. Tanto que, desde hace años,
dirige la oficina del CNI en Alicante. Por supuesto, esta información solo la
conoce su entorno más íntimo. Y, por cierto, no se llama Leo, pero como es
igualito a Leonardo DiCaprio, pues con ese apodo se quedó.
—¿Qué tal, Mencía? No tienes buen aspecto.
—He tenido días mejores.
—Ya. Vamos, entra.
—¿Dónde?
—En el coche. —Señala el todoterreno—. Tengo que hablar contigo de
algo importante.
Miro el coche. Me mantengo en silencio; el agua de lluvia repiquetea en
el paraguas. Todo esto es muy raro.
—¿Tú tienes que hablar conmigo de algo importante?
—En realidad, el CNI tiene que hablar contigo de algo importante.
—¿Qué sucede? Esto no es nada protocolario.
—Lo sé.
Sonríe. Por supuesto que sonríe.
—Y te encanta. Te encanta saltarte las reglas.
—Pues al que te espera dentro, ni te lo imaginas, hija. Entra.
¿Al que me espera dentro? ¿Qué está pasando aquí? Lo miro con
reticencia, pero subo al coche porque confío en Leo como si fuera mi padre.
Cuando veo a la persona que está sentada dentro, muy cómoda, con las
piernas cruzadas y una sonrisa de sobrado en la cara, me quedo anonadada.
Incluso parpadeo. ¿Estoy soñando?
—¿River?
—Correcto.
—¿Qué haces tú aquí?
—Vamos, siéntate y te lo cuento. Ya hemos llamado demasiado la
atención. ¿No te parece?
Dudo, lo admito, pero acabo por sentarme junto a él. El tío Leo sacude el
paraguas antes de ocupar el asiento a mi lado.
—Creo que vosotros dos ya os conocéis —nos dice.
No estoy yo muy segura, la verdad. Todo esto es surrealista.
—¿Trabajas en el CNI? —le pregunto a River.
—Básicamente, lo que hace es tocarme los huevos a diario, pero, sí,
también trabaja en el CNI.
En serio, estoy alucinando. ¿El hermano de Marc trabaja con el tío Leo?
El coche arranca y yo me pongo nerviosa porque no entiendo nada. River
también va trajeado y repeinado. Parecen un par de mafiosos, más que
agentes del CNI. ¿Qué pasa aquí?
—¿A dónde vamos?
—A llevarte al trabajo mientras te contamos un par de cosas —responde
River.
—¿Qué tipo de cosas?
—Laborales, por supuesto.
—¿¿Qué?? ¿Desde cuándo el CNI se involucra en las labores de Asuntos
Internos?
—No lo hace —interviene mi tío—. Esto no es el CNI metiendo las
narices en Asuntos Internos. Esto es River Cabana metiendo las narices en
los asuntos de su hermano.
—¿Qué pasa con Marcos? —pregunto, con el corazón en la garganta—.
¿Está bien?
El tío Leo va a hablar, pero River lo intercepta con un movimiento de la
mano.
—Sí, perfectamente. Y, antes de nada, gracias por la llamada de ayer.
Asiento con la cabeza. Ayer conseguí el número de Priscila (Julen le
pidió a Jaime el contacto de cualquier Cabana) y, mientras hacían entrar en
calor a Marc, la llamé para avisarla de lo que había pasado. La noticia de
que un geo había caído bajo el hielo de la laguna salió en todas partes, y yo
sé lo que supone ser familia de policía. No quería que se preocuparan. Les
confirmé que Marcos era ese geo y les dije que estaba bien. Que lo
llevaríamos a casa en cuanto fuera posible.
—Es lo menos que podía hacer.
—Bien. Y ahora el tema que nos atañe. ¿Crees que Marc es culpable?
¿Crees que él es el topo? —Jamás me habría esperado algo así, y se me
debe de notar en la cara—. Ayer fui a buscarlo a la unidad, cuando lo
trajeron en helicóptero, y me lo contó todo de camino a casa.
—Eso tampoco es nada protocolario.
—Claro que no. Los Cabana no somos protocolarios ni para saludar o
despedirnos. Vamos, contesta.
—¿Por qué tendría que hacerlo? ¿Por qué tengo que confiar en ti?
—Solo es una pregunta. ¿Crees que él es culpable? ¿Crees en las pruebas
que tienes?
—¿Qué sabes tú de esas pruebas?
—Todo.
—¿Las has visto?
—Sí.
—¿Cómo?
—Me he infiltrado en tu ordenador. —¿¿Perdona??—. Soy un genio de
la informática, por si no lo sabías. Y ahora contesta. Mírame a los ojos y
contesta. ¿Lo crees?
Cierro los ojos. No. NO. Un rotundo y gigantesco «no» que me nace de
las entrañas. En el fondo, creo que nunca he dudado de él. Jamás le habría
hablado de mi investigación si albergara la sospecha de que pudiera ser un
asesino. Yo solo… necesitaba entender todo y necesitaba hablarlo con él.
Encontrar una explicación juntos. No supe gestionarlo y los
acontecimientos se precipitaron.
—No es una pregunta tan complicada, Mencía. Sí o no.
Abro los ojos.
—No.
River me sostiene la mirada durante unos segundos.
—Bien —exclama de pronto—. Te creo. Ahora podemos empezar esta
reunión. Repite tu primera pregunta.
—¿Qué haces tú aquí?
—Tu trabajo. Toma. —Me cede una carpeta llena de documentos con la
palabra «confidencial» escrita en la portada—. Ahí tienes al topo.
Le estamparía el paraguas en la cara si no fuera porque realmente me
interesa saber cómo narices ha llegado al verdadero culpable. Echo un
vistazo rápido a los documentos. Luis. Luis es el topo. Joder. Joder, joder,
joder. Lo sabía. Dios, lo he sabido todo este tiempo, a pesar de su
expediente intachable y de su vida impecable y aburrida. Esa forma de
mirarme…
—¿Cómo…? —River solo me guiña un ojo por respuesta—. ¿Desde
cuándo lo sabes?
—Desde hace dos horas.
—¿Y cuándo empezaste a meterte en mis asuntos?
—Ayer. Y, por cierto, lo tuyo no es la investigación.
—Te estás ganando un sopapo con la mano abierta.
—Bienvenida a mi mundo, querida —resopla mi tío.
—Marcos me lo contó todo —explica River—. Me dijo quién fue el que
revisó el coche por última vez. A partir de ahí, entré en tu ordenador y me
apropié de todos tus avances. El resto fue pan comido. Tenías tres
sospechosos: Miguel, Luis y Marc. ¿O debería decir que solo tenías dos? En
todo momento sacaste a Marcos de la ecuación.
—Solo tenía dos —reconozco en un susurro.
—Pero entonces leíste ese e-mail…
—Continúa. Quiero saberlo todo.
—No te va a gustar.
—Tú continúa.
—Lo que te voy a contar ahora es lo que creo que sucedió. No tengo
pruebas para todo. Algunos aspectos son especulaciones, pero yo especulo
muy bien. —Mi tío bufa a mi lado, pero se lo ve cómodo con la situación.
Le encanta River. Salta a la vista el orgullo con el que lo mira—. Creo que
Luis sospechaba que andabas detrás de él. Eres bastante expresiva; deberías
trabajar en ello, y esto es un consejo personal.
—River… —le advierte Leo—. Al grano, hijo. Cómo te gusta escucharte
a ti mismo.
River carraspea, y continúa:
—Bien, como decía, creo que Luis sospechaba que tu misión en la
unidad era delatarlo a él, y habéis estado jugando al gato y al ratón. Tú lo
has seguido a él y él te ha seguido a ti. Ha sabido desde el principio que
Marcos y tú teníais algo. También creo que vio a mi hermano en el
aparcamiento y aprovechó la coyuntura; tú cada vez estabas más cerca y era
cuestión de tiempo. Quiso inculparlo a él. La cadena de correos le vino que
ni pintada. Mandó el mensaje, bloqueó los ordenadores y dejó únicamente
el tuyo en uso. Tú tenías que ver ese correo.
—¿Bloqueó él los ordenadores?
—A ver, Mencía —¿me está hablando River Cabana con
condescendencia?—, que los ordenadores del GEO no se bloquean por unos
cuantos correos colectivos. Y menos aún, todos los ordenadores de la base,
incluidos los del departamento de informática. Necesitaban entrar en tu
ordenador y colarte ese correo.
—¿Necesitaban?
—Ahora viene la parte fea.
El corazón me da un vuelco. No. No puede ser. Miro a mi tío con horror.
No puede ser.
—Nahia —exclamo en voz alta.
River asiente con la cabeza.
—Nahia. Ella lo ayudó, obviamente. Si alguien puede bloquear los
ordenadores de los geos es la responsable del departamento informático de
los geos. Tu amiga y Luis llevan más de un año manteniendo una relación
amorosa. ¿Lo sabías?
—No —susurro. No me sale la voz—. Llevo meses siguiendo los
movimientos de Luis, desde que supe que era uno de los sospechosos. Ni
rastro de su relación con Nahia. Además… Ella me dijo que había tenido
algo con David, es otro geo del grupo de Marc.
—Para despistarte. Porque sabían que podías llegar a ellos. Yo habría
hecho lo mismo de estar en su lugar: cuidarme mucho de que me pillaran en
una actitud de pareja. Pero yo creo que están juntos en esto. O no. Esto ya
son especulaciones. Puede que Luis le pidiera el favor sin más, pero… lo
dudo. ¿Lo de «titi»? Fue el gancho para que creyeras que el remitente era
mi hermano, y fue cosa de ella. Marcos jamás te llamaría así en el trabajo.
En cambio, aquel sábado, en la discoteca y en el karaoke, Nahia sí pudo
oíros, o quizá se lo has comentado tú sin darte cuenta; confiabas en ella.
Además, la que bloqueó los ordenadores fue la propia Nahia. Y me consta
que los suyos funcionaban a la perfección. Lo he comprobado. Lo tienes
todo en los informes.
Dios mío, Nahia. ¿Qué has hecho? ¿Por qué?
—¿Por qué? —River se apresura a excusarse—: Lo siento, te he leído la
pregunta en los ojos. Por dinero. Por amor. O por la mezcla de ambos. Un
cóctel explosivo. Siempre.
—¿Por dinero? Murieron —recalco— tres personas.
—Créeme, lo sé. Lo sé mejor que nadie. Mi hermano iba en el coche de
atrás. Casi lo matan —dice con rabia.
—¿Marcos ha visto esta carpeta?
—No. —River se viste de nuevo con la máscara de imperturbabilidad—.
Marcos está descansando en casa, y lo he obligado a prometerme, bajo
amenaza de algo que es mejor que no sepas, que iba a darme un margen de
un par de horas antes de hablar con su superior. También tengo a mi madre,
a Alex y a Dylan vigilándolo.
—¿Sabe que venías a buscarme?
—Rotundamente no. No le gusta que meta las narices en sus asuntos. Y
esto —nos señala a ambos— son sus asuntos. Yo no estaría aquí contándote
todo si no fueras quien eres.
—Ni siquiera se defendió —vuelvo a susurrar—. Ayer lo acusé de ser el
topo y ni siquiera se defendió.
—Me lo creo. Eso es muy de Marc.
—No me va a perdonar.
—Claro que te va a perdonar. Con los ojos cerrados. Ve a buscarlo
después de que arregles todo este lío. Estará en el tejado de casa. Ahí lo he
dejado, y cuando se pone melodramático, se queda allí horas. No te va a
perdonar a la primera, eso también te lo digo. Es un poco orgulloso. Cada
Cabana tenemos lo nuestro.
Asiento otra vez. Dios, si antes de subirme a este coche ya tenía la
cabeza embotada, ahora no soy persona.
—Hemos llegado, querida —anuncia mi tío.
Sacudo la cabeza y compruebo por la ventanilla que estamos a dos calles
de la unidad; supongo que no quieren llamar la atención. Me abre la
portezuela y me dispongo a salir.
—Ah —añade River antes de que me vaya—, y otra cosa.
—¿Qué?
—Bienvenida a la familia Cabana.
34 Dile que lo quieres

Son más de las once de la noche y acabo de llegar a casa de los Cabana.
Podría decir que ha sido un día intenso en el trabajo, pero me quedaría
corta. Demasiado corta.
He llamado a mi jefe en cuanto me he bajado del todoterreno para
concertar una videollamada de urgencia y, a partir de ahí, todo se ha
descontrolado. Y se ha descontrolado en el más absoluto silencio, lo cual no
ha resultado fácil; no podíamos levantar sospecha alguna.
Ha sido un día de papeleo, conversaciones, acusaciones, tensión,
decepción, más papeleo, más llamadas y, por último: la detención de Luis y
de Nahia, que no se esperaban. Y he tenido que encargarme yo en persona;
respaldada por los geos, por supuesto, pero he tenido que hacerlo yo. Ha
sido una de las experiencias más duras que he vivido. Y pensé que iba a ver
a otra Nahia, a una más violenta o enfadada o con una mirada diferente,
pero no. Ha sido ella. Aunque no me haya dicho una sola palabra. O una
sincera, al menos.
«¿Por qué, Nahia?», ha sido lo primero que le he preguntado.
«No sé de qué me hablas».
«De matar personas. Matar. Personas. Nahia».
«Yo no he matado a nadie».
«Sí lo has hecho. No hay que apretar el gatillo para cometer un
asesinato».
«Laura Carral se mató a sí misma. Lo hacía día tras día con su actitud.
Así es la política, Mens. Y no tenéis pruebas contra mí».
«Creo que… creo que no sé quién eres. Y tu error fue pensar que podías
utilizar mi conexión con Marcos para inculparlo. Ahí patinasteis Luis y tú.
Es cierto que Luis era mi principal sospechoso, pero el movimiento contra
Marc… Ese correo no era prueba suficiente. Supongo que os visteis contra
la espada y la pared y actuasteis con rapidez. Los correos corporativos, la
oportunidad de colarte en mi ordenador y la presencia inesperada de Marcos
en la unidad. Actuar con prisas nunca es la solución. Una lección que ya no
olvidarás jamás. Aunque, si te sirve de consuelo, habría encontrado indicios
contra Luis tarde o temprano».
«Sigo sin saber de lo que me hablas, Mens».
Me quedé mirándola con dolor, incapaz de contestar, porque aquella era
mi amiga Nahia. La conozco desde que éramos unas niñas, o eso pensaba
yo.
«Búscate un buen abogado, Nahia. Podéis llevárosla».
Emocionalmente, estoy destrozada.
He renunciado a mi puesto. He presentado la dimisión ante mi jefe hace
apenas dos horas, una vez que ha acabado todo. Él no quería aceptarla, pero
no hay vuelta atrás. Yo quería ser geo. Yo quería ser submarinista. AMABA
ser submarinista. Yo no quería pertenecer a la unidad de Asuntos Internos.
No quiero pertenecer a Asuntos Internos. No es lo mío. Lo he hecho lo
mejor que he podido, y estaré infinitamente agradecida a mi padre y a toda
la unidad por la oportunidad que se me brindó, pero esto que ha sucedido ha
servido para que mi cabeza asumiera algo que mi corazón ya sabía desde
hace tiempo: no me gusta mi trabajo. No me llena. No me completa. No me
produce un cosquilleo en las entrañas. Y no tengo ni idea de lo que voy a
hacer con mi vida a partir de ahora, solo sé que tengo muchísimas ganas de
empezar de cero y de buscar ese cosquilleo. ¿Lo encontraré? Tampoco lo sé.
Pero de eso trata la vida, ¿no?
Y aun con tantas emociones en mi interior, no podía dejar de venir a ver
a Marcos. Me consta que ya han hablado, tanto con él como con Miguel,
por teléfono, y que mañana ambos tienen una reunión a primera hora, así
que es muy probable que Marcos ya esté en la cama, pero… no podía dejar
de venir a verlo.
Y aquí estoy. Tomo aire y lo expulso antes de tocar el timbre de la
puerta. Si quiero encontrar ese cosquilleo, tendré que empezar por buscar a
la persona que me lo agita todo por dentro simplemente al estar a su lado.
Me di cuenta de que estaba enamorada hasta las trancas de Marcos
cuando lo vi caer en el hielo y corrí para tirarme a buscarlo. De cabeza.
Tuvieron que frenarme entre dos geos. Tuvieron que sujetarme entre sus
brazos. Supongo que las situaciones al límite, tanto las positivas como las
negativas, son las que nos ponen en perspectiva.
La puerta se abre de pronto y me recibe Dylan con una sonrisa. Me
saluda y me invita a pasar. Y yo quiero estar dentro de esta casa el resto de
mi vida. Y quiero a Marcos en la mía. Nunca lo había sentido antes. Quiero
que vea con sus propios ojos dónde me he criado. Dónde me hice mi
primera brecha. Dónde crecí y me convertí en la mujer que soy ahora.
—Gracias.
—Arriba —me señala las escaleras—, segunda puerta a la izquierda.
¡Alex! —grita a continuación, dirigiéndose a la cocina, una cocina llena de
gente incluso a estas horas de la noche—. ¡Te he visto! Ese trozo es mío. Si
es que no me puedo descuidar ni un solo momento contigo…
Saludo a todos con la mano y con una sonrisa tímida, y subo al piso
superior. A cada escalón, mi corazón late más fuerte. Estoy nerviosa. Creo
que me resultaba más fácil lanzarme de cabeza al hielo. «Segunda puerta a
la izquierda. Segunda puerta a la izquierda». La última vez que estuve en
este pasillo solo llegué a la primera puerta a la derecha.
Me detengo frente al dormitorio de Marcos. ¿Me tiemblan las piernas?
Por Dios. Llamo un par de veces con los nudillos, pero no abre nadie.
Inhalo de nuevo y me decido a entrar por mi cuenta. Entorno la puerta muy
despacio, asomo la cabeza y… Y no hay nadie dentro. Me adentro del todo
y miro alrededor. Sonrío sin poder evitarlo: esta habitación es Marcos
Cabana al cien por cien. Aspiro el aire que me rodea. Todo huele a él. Me
acerco a una de las estanterías; no me puedo creer que tenga una foto de su
coche en primera fila. Menos mal que también tiene varias con sus
hermanos: no todo está perdido. ¿Y Marcos con tres años? Está para
comérselo. Acaricio el nórdico de la cama: más coches. Algo en el techo
capta mi atención. Guau. Otra pintura de Adrián. El Sistema Solar en visión
nocturna. Este chico es una máquina. Es como si me hallara a bordo de una
nave espacial con las paredes de cristal, de viaje por la Vía Láctea.
Una corriente de aire me estremece y consigue distraerme. Es la ventana;
está abierta. Recuerdo lo que me dijo River esta mañana. Me asomo, pero
no logro ver nada; está todo muy oscuro. Sí distingo un alféizar lo bastante
ancho como para transitar por él. O como para sentarse a admirar las vistas.
Enciendo la linterna del teléfono móvil y allá voy.
Menos mal que siempre calzo zapato plano; aun así, el ruido que emiten
las suelas al posarse en el tejado atrae la atención de alguien.
Clang.
—¿Alex?
Es la voz de Marc.
—No. Soy yo.
De pronto, una luz me deslumbra: es la linterna de su móvil. Me llevo las
manos a los ojos y ahí está él, a un par de metros de distancia, hacia la
derecha.
—¿Qué haces tú aquí?
«He venido a decirte que te quiero». Me acerco con cuidado de no
resbalar y partirme la crisma. Creo que es la primera vez que camino por un
tejado.
Clang. Clang. Clang.
—Intentar no matarme, lo primero.
Clang. Clang. Clang.
—No estamos tan lejos del suelo como para matarte; como mucho te
rompes una pierna.
—Vaya, gracias. Eso me tranquiliza mucho.
—¿Necesitas ayuda?
Sonrío en la oscuridad. Clang. Clang. Clang.
—No, ya estoy.
Me agacho despacio y me siento a su lado, muy cerca de él. Nos
rozamos. Y él no se aparta. Nos miramos a la cara y juro que sus ojos
brillan en la oscuridad. La luz de la farola que está justo debajo de nosotros
se proyecta en la mitad de su rostro. Nos quedamos en silencio. Soy yo
quien lo rompe:
—Podías haberte quedado más cerca de la ventana. Esto es un peligro.
—La habitación de Riv es la que mejores vistas tiene. Privilegios de
primogénito…
No creo que sea el momento de decirle que es de noche, noche
cerradísima, y que no se ve una mierda. «No, Mencía, no es el momento. Tú
solo dile que lo quieres». Quizá es el momento de tontear con él. Soy tan
mala tonteando que tal vez le saque una sonrisa. Quiero sacarle una sonrisa.
O cientos de ellas. Él también habrá tenido un día de mierda.
—¿Cómo estás?
—De puta madre.
Vale.
—¿Te han contado todo lo que ha ocurrido hoy en la oficina?
—Sí.
Creo que odio los monosílabos.
—¿Y qué opinas?
—Bah.
Sí. Los odio.
—¿Nada más? Me gustaría hablar contigo.
—¿Hablar de qué?
—De cómo te encuentras, Marc. Acabamos de detener a uno de tus
compañeros. Uno que ha estado muy próximo a ti durante muchos años.
—Cosas que pasan.
—Ya.
—Por cierto, ¿cómo lo has sabido tú de un día para otro? —me pregunta
con verdadero interés. Bueno, algo es algo—. Ayer el culpable era yo.
Vale, faltaba la puntillita. Me la merezco.
Sopeso muchísimo la respuesta. Porque no quiero que parezca lo que no
es. No quiero justificarme. No quiero explicarle que en realidad nunca dudé
de él. Que fue un desliz. La casualidad de que justo entrara en mi despacho.
No. No es lo que quiero.
—Me lo ha contado River esta mañana.
—De puta madre —masculla—. Le advertí que no se metiera en mis
asuntos. Pero él siempre se mete en mis asuntos.
—Tú hermano trabaja en el CNI. Él y su jefe me abordaron en medio de
un paso para peatones, con un todoterreno y un paraguas.
—Sí, eso es muy típico de Riv. Espera —se interrumpe—, ¿con un
paraguas?
—Llovía.
—Vale.
Creo que lo de que mi tío Leo sea el jefe de River se lo explicaré en otro
momento. Me aproximo un poco más a él y nuestras piernas entran en
contacto por completo. Necesito acercarme a él físicamente, porque lo
siento más lejos de mí que nunca. Su cuerpo está cálido y yo estoy
congelada, y no lo entiendo, porque estoy más que acostumbrada al frío.
—Tu hermano me hizo una pregunta y, según la respuesta que le diera,
me contaría lo que sabía o no.
—¿Qué te preguntó?
—Si yo de verdad creía que tú eras el culpable.
—De puta madre —masculla de nuevo—. Resulta que River se mete
demasiado en mis asuntos. Desde los doce.
—Supongo que fue él quien te habló de mí.
—Supones bien. A veces te pasa.
También me lo merezco. Lo peor de todo es que hasta este Marcos borde
y enfadado me gusta. Debo de estar loca. Claro, loca por él. Así que esto es
el amor…
—Lo siento mucho, Marc.
Siento haberme aturullado. Siento haberte gritado. Siento haber
cuestionado tu honestidad. Siento que tu compañero haya resultado ser uno
de «los malos». Siento que hayas tenido que pasar por esto. Siento haberte
decepcionado. Siento no haber estado a la altura en mi investigación. Siento
haber puesto tu vida en peligro.
—Yo también lo siento —dice. Y lo creo. Por supuesto que lo creo. Se
hace el silencio. Voy a romperlo de nuevo, pero él se me adelanta—: ¿Tú
cómo estás?
—Lo superaré.
—Nahia era tu amiga.
—Es mi amiga. Aún la considero mi amiga. No puede dejar de serlo en
veinte horas. Y yo he tenido que detenerla y decirle que se busque un
abogado. Estoy… furiosa con ella. Muy furiosa, Marc. Y con el sistema.
Estoy furiosa con el mundo. Sus padres me han llamado por teléfono; no he
podido descolgar. Su padre también es policía. Es… es horrible todo.
—No es culpa tuya.
—No debí haber confiado en nadie y, sin embargo, a ella nunca la
consideré una sospechosa. Nunca. Ese fue mi primer error. Después vino el
resto, hasta sumar el millón.
—No te machaques.
¿Y si me coges la mano? ¿Por favor? La suya está tan cerca que yo solo
deseo estrecharla con fuerza y no soltarla jamás. Pero no me atrevo. Y me
entran unas ganas acuciantes de llorar. Porque estoy enamorada de él y
tengo la sensación de que lo he perdido.
—Jamás entenderé el comportamiento humano —digo en voz alta.
Marcos me mira con la frente arrugada. Estoy a punto de confesarle que
he dejado mi trabajo. Y que lo quiero.
—Mira, ¿ves aquella casa de allí? —me pregunta, apuntando con el dedo
hacia la lejanía—. ¿La última de la calle?
No demasiado, pero algo veo.
—Sí.
—Es mía.
—¿Cómo que tuya?
—La compré hace años, mientras salía con Alicia, como una inversión.
Nunca me mudé. Me gusta vivir con mi familia. Me gusta esta casa. Y ni
me planteé trasladarme cuando acepté la propuesta de matrimonio de Ali.
Dimos por hecho que viviríamos en su casa de alquiler. Ella ni siquiera
sabía que yo me había comprado una casa. Solo lo sabe mi familia. Está
impoluta. Por dentro y por fuera. Solo falta meter los muebles. Ahí tienes
otro comportamiento humano extraño. Para que te entretengas.
Sonrío y le susurro al oído:
—He tenido entretenimiento contigo desde que he entrado en tu
habitación y he visto la foto de «Tomatito» en la balda.
Marcos se estremece. Yo estoy a punto de besarlo en el cuello y de
decirle que lo quiero (¡díselo ya!), pero me echo atrás en el último
momento. No quiero asustarlo.
—Fueron los capullos de mis hermanos.
Sonrío de nuevo. No cuela.
—Mentira.
Él también se ríe. Y volvemos a guardar silencio. No quiero moverme.
Jamás voy a querer apartarme de su lado, pero tampoco deseo agobiarlo.
Hoy no es el día. Por eso me levanto y emprendo el regreso hacia su
ventana. No me detiene.
—Marc —lo llamo antes de entrar.
—Qué.
—Eres el hombre más leal que he conocido en mi vida.
—Me hubiera gustado que lo pensaras cuando leíste aquel maldito
correo.
—Lo sé, titi. Lo sé. Agur.
—Adiós.
Cruzo la ventana, salgo del dormitorio sin mirar atrás y bajo las
escaleras. Al pie se encuentra la familia Cabana casi al completo, formando
un círculo. Hablan entre sí hasta que me ven aparecer.
—¿Cómo ha ido? —pregunta River.
—No le he dicho que lo quiero —me sale del alma—, pero tengo un
plan.
—Anda, ven y cuéntanoslo —invita Dylan, cogiéndome del brazo y
llevándome a la cocina—. Te ofrecería un trozo de flan, pero el nadador se
lo ha comido todo.
—He sido rápido. —Alex me guiña un ojo.
—Punto para el cuñado intenso.
—Hombre, gracias.
—No te acostumbres.
Llegamos a la cocina y me sientan a la mesa. Catalina, con una sonrisa
radiante, me ofrece un donut de chocolate. Le falta un trozo. Hay un
mordisco justo en el centro. ¿Quién ofrecería un donut mordisqueado?
Alguien que no te considera un extraño.
—Háblanos de ese plan —propone Hugo.
Y eso hago.
35 De regreso en el maldito ascensor

—Deséame suerte —le ruego a Julen antes de apearme del coche. La voy a
necesitar en cantidades industriales.
Ha venido a buscarme al trabajo y me ha traído al pueblo de Marc. Se lo
agradeceré hasta el infinito y más allá. Ha aparecido por sorpresa en el
aparcamiento de la unidad, y no podía haber elegido un mejor momento. Yo
necesitaba un abrazo. Necesitaba su abrazo.
Hoy ha sido otro día duro en el trabajo. Traspasar la documentación del
caso. Ver el nombre de Nahia en todas partes. Hacerme a la idea de que su
nombre está ahí por un motivo de peso. Uno feo. Recoger mis cosas.
Rechazar mil veces la oferta de mi jefe de reconsiderar mi renuncia.
Despedirme de todos. Aún me quedan un par de semanas antes de dejar del
todo Asuntos Internos, pero la unidad de los geos la he abandonado hoy. Sin
vuelta atrás. También he visto a Marc de refilón. No tenía buena cara. Mi
chico. Mi titi. Le he dicho adiós con la mano. Creo que él lo ha interpretado
como un «hola», porque no ha hecho el mínimo intento de despedirse. Me
hubiera encantado poder haber hecho algo más por él. Empotrarlo contra
una pared y darle un beso de amor para que supiera que estoy ahí. Para
siempre. Creo que los besos demuestran lo que las palabras u otros actos a
veces no pueden.
—De «deséame suerte», nada —responde Julen, apagando el motor—.
Voy contigo. ¿O te crees que he aparcado para volver a marcharme?
—Pensé que lo hacías por puro civismo, por no incordiar al resto de
coches en doble fila mientras yo me despedía de ti y me animaba a salir de
aquí.
—No me jodas, Rigodón. Civismo, dice. Venga, vamos.
Se baja del coche sin demora y yo lo hago con él. Llueve. Igual que
aquella vez. Cruzamos la carretera y accedemos al recibidor del hotel a
través de las gigantescas puertas giratorias. Me recibe una especie de
cosquilleo. Un burbujeo en el estómago. La primera vez que entré aquí,
conocí a Marc. Comienzo a temblar. Yo creo que este plan hace aguas por
todas partes, pero allá voy.
Me dirijo a los ascensores y allí aguardan los Cabana al completo, Jaime
incluido. Retienen el ascensor del fondo.
—Por fin —me dice Hugo—. Tienes suerte de que estemos en enero y
no en agosto. Hacer esto en pleno verano habría resultado complicado.
—Pero lo habríamos conseguido también —aclara River.
—Por eso he dicho «complicado» y no «imposible».
—Pris podría haber simulado un desmayo —añade Jaime. Priscila
sonríe, en total acuerdo con su amigo—. O Cata.
—O Dylan. Eso sí que habría bloqueado los ascensores durante horas.
—O tú, nadador. Que también estás muy bueno.
—¿Qué tendrá que ver una cosa con la otra? Me refería a que tú eres
famoso.
—Yo tenía que decirlo, guaperas. —Dylan le guiña un ojo a Alex y yo
río, aunque creo que es de puros nervios. Me habría reído de cualquier cosa.
—Tíos —indica River—, Marc está a punto de llegar. Todos a sus
puestos.
—¿Cómo lo sabes? Solo han pasado quince minutos desde que
quedamos con él. Yo creo que aún tenemos margen.
—Me lo ha chivado uno de mis chicos. Está vigilando la calle. Vamos.
Alza el dedo pulgar hacia mí y se lleva al resto de su familia en dirección
a las escaleras, incluido mi hermano, que me lanza un beso y me manda
ánimos con la mano. Me meto en el ascensor y pulso el botón que mantiene
las puertas abiertas. Pues aquí estoy. El plan es que los Cabana suban ahora
al segundo, tercer y cuarto pisos y llamen al resto de los ascensores para
retenerlos ahí. Cuando Marc llegue, solo va a poder entrar en este. Y aquí
voy a estar yo. Ay, Dios.
Escucho la conversación Cabana mientras mi cuerpo se descompone por
momentos.
—¿Te has traído a un tío del curro para que vigile la calle?
—Claro.
—No tienes medida, Riv.
—El chico lo hace encantado. Es entrenamiento. Se han peleado por
venir. He tenido que echarlo a suertes.
—Tú dispones a tus chicos en las esquinas y a mí me pones a cien. ¿Os
he dicho que desde que estoy embarazada ando cachonda todo el día?
—¡¡¡Sííí!!!
—Dios, mis oídos.
—Catalina, joder…
—Eso, eso…

Sus voces se pierden por las escaleras. Apoyo la cabeza en el panel y
cojo aire tres veces seguidas. El silencio que reina en este hotel es brutal. El
silencio del invierno es brutal. Solo se oye el hilo musical, y es muy muy
tenue. Y unos pasos apresurados que se acercan. Mi corazón salta. Es Marc.
Sé que es Marc. Me enderezo, me retiro al fondo del ascensor, me reclino
contra la pared y espero. Uno, dos y…
—¡Espera! —grita justo antes de llegar, cuando las puertas ya se están
cerrando.
Espero. Espero por ti el tiempo que haga falta.
Marc entra mirando el móvil y no me ve. Hasta que levanta la mirada.
—Hostias.
No le doy tiempo a que diga más, ni a que dé media vuelta y salga
corriendo. Pulso el botón y detengo el ascensor. Con dos ovarios. No sé si
mi psicóloga, de verme, estaría orgullosa de mí o me mandaría directa al
psiquiátrico. Desde luego, si esto no es una demostración de amor, ya
pensaré en otra cosa.
—Pero ¿qué haces?
—Es una prueba de amor.
Dios mío. Soy pésima con el tonteo.
—¿Y por eso nos encierras aquí?
—Es para que no escapes y me escuches. No te preocupes, está todo
controlado.
Pulso de nuevo el botón para que vea que no hay problema, pero… el
ascensor no se mueve. Vuelvo a darle. Nada. Sonrío nerviosa. Esto no
puede estar pasando. Miro hacia el techo. ESTO NO PUEDE ESTAR PASANDO.
Pulso de nuevo. Ocho veces más; las dos últimas, desesperada.
—Ay, Dios. Ay, Dios.
Comienzo a hiperventilar.
—Deja de aporrearlo, te lo has cargado.
—Esto no tenía que suceder así. Confío tanto en ti que me he encerrado
aquí contigo, pero arréglalo, por Dios. Sácame de este ascensor maldito.
—Repito: ¿cómo quieres que te saque del puto ascensor si te lo has
cargado? —replica, manipulando el panel.
—Voy a morir aquí dentro.
Me apoyo en la pared y me arrastro hasta el suelo. Solo necesito
tumbarme. Me recojo el pelo. Me muero de calor. Estoy aquí con Marc.
Con el hombre de mi vida. Todo va a estar bien. No te agobies, Mencía. No
te agobies. Tienes que enfrentarte a esto de una vez por todas. Tú mandas.
Intento controlar mi respiración.
—La que has liado, titi. —Marc niega con la cabeza. Sonrío sin ganas—.
¿Quieres que abra el techo?
—Por favor —le suplico.
—O también puedo… —Marc se agacha y se coloca encima de mi
cuerpo, exactamente como la otra vez. Yo gimo. No sé si de terror o de
tranquilidad— distraerte. Soy bueno con las distracciones.
—¿Vas a besarme?
Ríe.
—No. Lo siento, pero tengo novia. Voy a contarte algo importante.
—¿Has vuelto con Alicia? —le pregunto, horrorizada.
—Shhh, calla. ¿Sabes? Es cierto que River jamás te habría entregado las
pruebas contra Luis y Nahia sin la certeza de que tú confiabas en mí. River
hace las cosas bien o, si no, no las hace. Siempre y cuando no se trate de su
mujer, claro. Mi duda era si tú habías confiado en mí antes o después del
hielo. Antes o después de analizar todo lo que había pasado. He llegado a
una conclusión. Creo que, con lo profesional que has demostrado ser
respecto a tu trabajo, jamás te habrías abierto en canal para contármelo todo
si no confiaras en mí. Creo que te aturullaste. Que tuviste miedo. Y que solo
necesitabas un «yo no he sido» por mi parte. Pero no te lo di. Me cabreaste
como nadie. Y también me aturullé. Porque acababas de soltarme la bomba
de que uno de los nuestros era un traidor. Y me estabas interrogando.
—Lo siento —susurro.
—Shhh. Yo también lo siento. Y adivina qué.
—¿Qué?
—Ya respiras con normalidad. Esta vez ha sido más fácil que la anterior.
Lo beso. Porque ¿qué más puedo hacer si lo tengo encima de mí,
respirándome en la boca y abrazándome como solo él sabe abrazarme?
Te quiero, Marcos Cabana. Te quiero con locura.
Marcos
Gimo sobre la boca de Mencía y, ahora que la tengo debajo de mí, no
entiendo cómo he podido aguantarme las ganas de besarla durante tantas
horas. Tenía que haberla besado ayer en cuanto salió por mi ventana;
después seguiría debatiendo conmigo mismo sobre su proceder, pero lo
primero era lo primero. No soy de enfado fácil, pero cuando me cabreo de
verdad, entro en bucle. Y solo me cabreo de verdad con la gente a la que
quiero. Y yo a Mencía la quiero. La quiero con todas mis fuerzas.
También he tenido que escuchar el discurso barra bronca barra amenaza
que me ha echado mi madre esta mañana a primera hora. Se ha sentado en
mi cama y me ha dicho: «Vamos a hablar tú y yo, jovencito». He temblado.
Lo reconozco. Esas siete palabras, en boca de mi madre, siempre me han
acojonado. Desde la primera vez que la lie en el cumpleaños de un colega,
cuando se me ocurrió llenar unos globos de agua y tirarlos por la ventana.
Teníamos cinco años. No llegamos a lanzar ninguno, pero la que armamos
en el baño para llenarlos fue épica.
Esta mañana, mi madre me ha hablado de Alicia. De Mencía. Y de mí.
Y…, joder, adoro a mi madre.
—Perdóname —dice Mencía contra mis labios. Temblando entre mis
brazos.
—Perdóname tú. Y, a propósito, ¿cuál era tu plan maestro al encerrarme
aquí?
—Iba a decirte que te quiero. —Se tapa la boca—. Mierda, se supone
que no iba a decírtelo así. Quería que fuera más romántico.
—Eres un desastre tonteando, titi.
—Maite zaitut.
Las recuerdo. Recuerdo esas palabras.
—Maite zaitut yo también.
Se ríe en mi boca y comienza a brillar. Todo su rostro comienza a brillar.
—Lo siento por tu novia.
—Tú eres mi novia. Iba a asaltarte mañana en tu despacho. En tu mesa.
Mencía adopta un semblante más serio y se acomoda entre mis brazos.
Me acaricia la frente y el cabello.
—No tengo trabajo. Renuncié ayer por la noche. Justo antes de ir a tu
casa.
—¿Qué? ¿Va en serio?
—No era feliz, Marc. Y necesito encontrar lo que me haga feliz.
—Joder, ¿y tenías que renunciar de la noche a la mañana? La hostia con
los vascos.
Mencía sonríe. Y es la sonrisa más bonita del mundo.
—Puedes ir acostumbrándote.
—¿Estás bien?
—Estoy más que bien. Hacía mucho tiempo que no me sentía tan bien.
Estoy sin trabajo y no sé qué voy a hacer con mi vida, pero me siento bien.
—Eso es porque estás entre mis brazos.
—No lo dudaba.
—¿Has visto cómo se tontea? Voy a tener que enseñarte algunos trucos
infalibles.
—También vas a tener que enseñarme otras cosas. Quiero volver a
bucear, Marc. ¿Me ayudarás?
Sonrío. El corazón no me cabe en el pecho de lo orgulloso que estoy de
ella.
—No voy a soltarte la mano nunca.
La beso con la firme intención de desnudarla y hacerle el amor aquí
mismo, pero…
—¡Hola! —nos grita una voz desde fuera—. ¿Estáis bien ahí dentro? No
sé qué les pasa a estos ascensores últimamente.
—¡De puta madre! —grito en respuesta—. Largaos.
Volvemos a lo nuestro. A besarnos. No pienso levantarme de aquí en un
buen rato. Ya puede irse el mundo a la mierda. Un apocalipsis de avispas
gigantes asesinas o de mosquitos lanzallamas. Me es indiferente.
—¿Perdona? Creo que no te he entendido. ¿Estáis bien?
—Marc, sigue a lo tuyo, nosotros lo entretenemos.
Ese es Alex. Mi familia está ahí fuera. ¿Cómo se han enterado tan rápido
de que nos habíamos quedado encerrados en el ascensor? Se supone que me
esperaban en el bar del último piso.
—Perdone, señor, ¿a qué se refiere?
—Váyase a tomar un café; nosotros le cuidamos el fuerte.
Desconecto. Que estoy besando a mi novia, joder. Me da igual lo que
hagan ahí fuera. O de lo que hablen.
—Yo tengo hambre.
—¿Otra vez? Acabas de meterte un donut de chocolate entre pecho y
espalda.
—Y otros dos antes de que tú vinieras.
—Estoy embarazada. Y venden tres por uno en la cafetería junto a la
clínica.
—Ese tres por uno lo han puesto por ti.
—Yo no sé qué llevas ahí dentro, si un bebé o una hiena.
—Si es que tiene razón Dylan, Hugo, a ti el curro te puede.
—A ver, que ayer estuvimos viendo El rey león, tiene excusa.
—Señor, ¿puede traerme un sándwich o algo de la cafetería? Y que
tenga queso. Montañas de queso.
—Primero debo llamar al técnico de ascensores.
—Riv, saca tu carné y pon orden; el DNI, no, el otro. Ya sabes, ese con el
que me dejaste embarazada mientras jugábamos a polis y a cacos.
—Cat Cat…
—¿Utilizaste tu identificación para preñar a tu mujer?
—¿Preñar? Hugo, por Dios.
—Ay, mis ojos.
—Préstale el carné ese a Hugo, cuñado. Y encima pone Cabana, ¿no?
Buah, se sale. ¿Qué quieres ser tú, babe? ¿Poli o caco?
—Estáis todos de atar.
Espera, esa voz…
—¿Está tu hermano aquí? —le pregunto a Mencía. Ella asiente con la
cabeza—. ¿Estabas compinchada con mi familia para encerrarme en el
ascensor?
—Sí —responde ufana—, lo planeamos ayer en la cocina de tu casa.
—El ascensor se ha bloqueado de verdad.
—¿Qué?
Me cago en todo.
—¡River! —grito—. ¿Has bloqueado tú el maldito ascensor?
Lo oigo carraspear.
—Era para darle más realismo. Estaba todo controlado para activarse
de nuevo si tú la cagabas. Os doy cinco minutos, por cierto.
—Pero ¿ustedes de dónde han salido?
Eso digo yo.
—De la urba, casi todos.
—¿Son tus amigos? —me pregunta entonces Mencía.
—Son mi familia. ¿Quieres conocerlos?
—Sí, quiero.
Dieciocho años atrás…
Verano de 2001

Érase una vez un chico. Un chico mediterráneo de pelo rubio, que todos los
días jugaba al fútbol con sus hermanos y sus amigos en las pequeñas
porterías instaladas en la playa de su pueblo. Y todos los días se fijaba en la
chica que tomaba el sol muy cerca de allí. La reconocía por la toalla: era de
color amarillo. Como su pelo.
Érase una vez una chica. Todos los días bajaba a la playa y extendía la
toalla en el mismo sitio. Al principio lo hacía sin darse cuenta. Hasta que
comenzó a fijarse en uno de los chicos que jugaban en bañador al fútbol, a
pleno sol. Y ya no pudo dejar de hacerlo. De mirarlo. Ni de tumbarse en ese
mismo lugar. Eran buenas vistas.
Poco tardó el balón en rodar directo hasta la toalla de ella. Y siempre era
el mismo chico el que iba a recogerlo. Sonreía a la chica. Era todo un
conquistador.
Otras veces se acercaba a pedirle la hora. Hacía días que dejaba su reloj
en casa, olvidado a propósito.
Y el verano pasó. O lo hizo el mes que ella se quedaría en el pueblo.
La última noche, salió a dar un paseo con su hermano y a jugar un rato
en la sala de recreativos, hasta que se les acabara el dinero que les habían
dado sus padres. Se toparon de bruces con el chico en la pequeña plaza
fuera de esta. Se saludaron. Jugaron a las máquinas cada uno por separado.
Después, se sentaron a charlar muy cerca, en los bancos de la plaza, ella con
su hermano y él con su pandilla, hasta que llegó la hora de marchar. La
chica se levantó.
El chico, que no le quitaba el ojo de encima, también se levantó y fue
hacia ella, muy decidido.
—Hola.
—Hola.
—¿A dónde vas?
—A casa.
—¿Mañana te veo en la playa?
—No. Mañana nos marchamos.
—¿A dónde?
—A nuestra casa. Solo estamos aquí de veraneo.
El chico se acercó a la chica.
—En ese caso, te acompaño.
—Nuestro apartamento está justo ahí. —Ella señaló una vivienda a
menos de veinte metros de distancia.
—No importa. Te acompaño.
El hermano torció el morro, pero ella aceptó. Él se despidió de su
pandilla (risitas por parte de todos; el chico masculló un «capullos») y
caminaron los tres juntos. Cuando el hermano de la chica se metió en el
portal, llegó el momento de la despedida entre ellos. Entonces el chico,
simplemente, se acercó y la besó en la boca. Un beso muy cálido y muy
suave. Era el primero para ella.
Ambos sonrieron.
—Adiós.
—Agur —dijo ella justo antes de meterse en el portal, sonrojada de pies
a cabeza.
No se había cerrado la puerta cuando escuchó el grito:
—¡Tíos! Es la chica más guapa que he visto en mi vida.
El chico se llamaba Marcos Cabana.
La chica se llamaba Mencía Irezabal.
No volverían a encontrarse hasta muchísimos años después, en un
ascensor estropeado de ese mismo pueblo.
Y no se reconocerían.
O quizá algún día lo recordaran.
Quién sabe.
Epílogo

Abril de 2019.
Algo más de tres meses y medio después.

Marc:
Hasta luego, titi.
Mencía:
Agur.
Marc escribiendo…

¿Esa sensación de decir adiós aun sintiendo en todo tu cuerpo que no


quieres decirlo? Esa sensación la experimento yo a diario cada vez que me
despido de Marc. Y creo que a él le pasa lo mismo, porque nos tiramos una
cantidad interminable de minutos despidiéndonos. Y yo podría estar horas.
Marc:
¿Te veo el fin de semana que viene?
Marc:
Te echo de menos.
Mencía:
Por supuesto que nos vemos el fin de semana que viene.
Mencía:
No me lo perdería ni por un apocalipsis en el que la Tierra desapareciera por completo. Yo te
encontraría hasta en el espacio sideral.
Mencía:
Y también te echo de menos.
Mencía:
Mucho.
Marc:
Joder, titi.
Marc:
Es el puto karma.
Marc:
Me la está devolviendo por burlarme de Hugo cuando vivía separado de Dy.
Marc:
Si la Tierra desapareciera, no habría distancia física entre tú y yo.
Marc:
Podría cargarme la Tierra, ¿sabes?

Mi sonrisa se ensancha hasta límites insospechables.

Marc:
Las relaciones a distancia apestan un poco, ¿no?
Mencía:
Un poco.

O un mundo entero.
Dejo el móvil en la mesita al lado de la cama y clavo la mirada en el
techo blanco de mi habitación. He observado más este techo en los últimos
meses que en toda mi vida. Y eso que nunca me contesta.
Hace cuatro meses, dejé el apartamento que tenía alquilado en Alicante y
regresé a Bilbao a arreglar las cosas en mi trabajo. A dejar mi trabajo.
Y luego, ¿qué?
Luego permanecí horas en la misma postura que tengo ahora mismo, con
la mirada perdida en el techo y la cabeza en el eterno pensamiento de qué
voy a hacer con mi vida.
Y en Marcos.
Necesito distraerme y cambiar el rumbo de mis pensamientos, porque
estoy a punto de mandarlo todo a la mierda e ir en busca de Marcos, así, en
bragas (literal y metafóricamente) y sin trabajo. Y… ¿sería tan malo?
¿Dejar todo atrás por amor? Julen me dice que sí. Que sería malo. Que el
amor no vale tanto como para renunciar a tu vida.
Suspiro. Cojo el móvil de nuevo y reflexiono acerca de la noticia que ha
aparecido en todos los periódicos esta mañana; la leo de nuevo. Han
descubierto importantes irregularidades fiscales en el hotel de Xabier y se
enfrenta a una multa de escándalo. Su padre lo ha apartado de inmediato de
la gestión y hoy no se habla de otra cosa en Bilbao. Debería estar feliz por
su desgracia, pero me falta algo. No consigo sentirme completa. O feliz. Ni
siquiera la dulce venganza (aunque no haya dependido de mí y haya sido
fortuita) me hace sentir completa. Me da igual lo que le pase a Xabier, si le
va bien o si le va mal; no pierdo ni un solo segundo de mi tiempo en pensar
en él. Porque pensar en él no me llena. Y ya sé lo que me falta.
Me falta Marc. Mierda, me falta Marc.
Él vive allí.
Yo vivo aquí.
Él tiene a su gente allí.
Yo tengo a mi gente aquí.
Él tiene su trabajo allí.
Yo no tengo trabajo. Pero estoy en ello. El problema es que… no sé qué
quiero hacer. No sé qué quiero ser. No sé quién quiero ser.
Solo sé que las relaciones a distancia apestan un mundo entero.
Un objeto volador no identificado entra por mi ventana y aterriza en el
suelo. Pero ¿qué…?
Me levanto con rapidez y me agacho para recogerlo. Arrugo la frente; es
un viejo reproductor de casete con una cinta dentro. Me asomo a la ventana,
pero no veo a nadie.
¿Qué está pasando aquí? Dudo unos instantes, pero acabo pulsando la
tecla «play». La cinta comienza a dar vueltas y una voz masculina
distorsionada lo inunda todo:
Buenos días, señorita Irezabal. La división de actividades especiales del
Centro Nacional de Inteligencia cuenta con un grupo de expertos que
trabajan en la sombra para salvaguardar la seguridad nacional.
Considerando las cualidades que ha demostrado y su relación con nuestra
organización, estamos seguros de que sus habilidades podrían aportar un
gran valor a nuestros cometidos.
Su primera misión, si decide aceptarla, consistirá en utilizar todos los
medios a su alcance para trasladarse a la oficina de Alicante del CNI,
ponerse a las órdenes del increíble y carismático River Cabana y aguardar
instrucciones. Si usted o cualquier miembro de su equipo es capturado o
muere durante el desarrollo de una misión, el ministerio de Interior negará
conocimiento alguno de sus acciones. Buena suerte, Mencía. Este mensaje
se autodestruirá dentro de cinco segundos.
No soy capaz de reaccionar, así que pasan los segundos.
Uno.
Dos.
Tres.
Cuatro.
Cinco.
Plof.
La cinta explota en una minidetonación, sin apenas ruido, y comienza a
salir humo. Estoy flipando. Estoy flipando mucho. Y solo se me ocurre una
cosa, claro. No es que la frase «ponerse a las órdenes del increíble y
carismático River Cabana» me haya dado una pista de las gordas.
—¿River? —tanteo en voz alta, girando sobre mí misma en la
habitación.
—Hola.
Salto y todo del susto, a pesar de esperármelo. Me llevo la mano al
corazón. La cabeza de River ha aparecido en el hueco de mi ventana.
—¿Qué haces ahí?
Me ofrezco a ayudarlo a entrar, pero no necesita ayuda.
—¿Qué puedo decir? —alega, una vez dentro—. Soy un auténtico
experto en trepar a ventanas de mujeres rubias.
—¿Cuánto tiempo llevas ahí?
—Un buen rato. No quería interrumpirte mientras estabas tan pensativa.
Por cierto, buenas noticias, ¿no? —Señala la noticia sobre Xabier, que se ha
quedado congelada en la pantalla de mi teléfono. Y entonces mi cabeza
hace clic. No sé cómo no lo he pensado antes.
—¡¿Has sido tú?!
—Rotundamente no.
En el poco tiempo que hace que conozco a River, he llegado a distinguir
algunas cosas. Una de ellas es la sonrisita de suficiencia que esboza cuando
está jugando conmigo. Voy a reformular la pregunta, porque me temo lo
peor.
—¿Habéis sido Marc y tú?
—Rotundamente sí.
Oh, Dios.
—Dime al menos que el fraude es real y que no os lo habéis inventado.
Se hace el ofendido y todo. Muy fuerte. No sé cómo sentirme al
respecto. Creo que… emocionada. Sí, emocionada de que hayan hecho esto
por mí. Aunque jamás lo reconoceré delante de River. No quiero darle más
munición para que continúe metiéndose en mi vida.
—Claro que el fraude es real. Nosotros solo hemos buscado la mierda. Él
la ha cagado solito. Por cierto, ¿puedo pasar? Necesito hablar contigo de
algo importante.
Pero qué morro tiene.
—Ya estás dentro. Y ahora, explícame qué es esto. —Señalo el casete
chamuscado.
—Una pequeña broma. Siempre he querido hacerlo. Pero la oferta
laboral es auténtica. Si decides aceptarla.
—¿Queréis que me una al CNI?
—Correcto.
—¿Por qué?
—Porque mi jefe cree que lo vales. Y yo también. —El rostro de River
se torna serio, y apoya medio cuerpo en mi escritorio—. Esto no tiene nada
que ver con Marc. Hemos visto una oportunidad y hemos ido a por ella. Te
aseguro que lo hemos pensado mucho. Lo hemos pensado durante cuatro
meses. También te he investigado. Más todavía. Para ver si cumplías el
perfil. Lo cumples; de lo contrario, yo no estaría aquí, obviamente. ¿Qué
me dices? ¿Quieres unirte a nosotros? Serías agente de campo. Formarías
parte de la acción. Ya hemos comprobado que la investigación —carraspea
— no es lo tuyo.
—Eres un imbécil.
Sonríe.
—Lo sé. Y tu jefe, a partir de ahora.
—Aún no he dicho que sí.
—Pero quieres hacerlo. Lo intuyo. Y, además…, hay cierto Cabana por
ahí que se va a poner muy muy contento. Efectos colaterales que me vienen
de puta madre. Lo tengo lloriqueando todo el día por las esquinas. Apenas
desayuna. Está enamorado.
Ahora soy yo la que sonríe. Mi Marc.
—Eso es jugar sucio.
—Siempre juego sucio. Entonces, ¿aceptas?
Lo más increíble es que no tengo ni que pensármelo. Y no solo por
Marcos: es adrenalina, es algo en mi interior que me dice que sí. Cero
dudas. Alguien me dijo una vez que las decisiones que te cambian la vida
hay que tomarlas sin dudas y, sobre todo, sin miedo. Y lo último que yo
siento ahora es miedo. Quiero hacerlo. Se me escapa una carcajada de pura
emoción.
—Acepto.
—Por fin —exclama, mirando hacia la ventana—. Te quedaba menos de
un minuto.
—¿Menos de un minuto para qué?
—Shhh. —Coloca un dedo en sus labios—. Alguien está trepando por tu
ventana; alguien que no tiene ni idea de lo que ha pasado en esta habitación
ni de que yo me encuentro en ella. Me dijo que venía hacia aquí y he tenido
que adelantarme. Guárdame el secreto. Nos vemos en casa.
—¿Cómo que alguien está…? —No he terminado de formular la
pregunta cuando ya ha salido por la puerta.
Miro hacia la ventana y, segundos después, otra cabeza asoma por el
vano. Y no una cabeza cualquiera. La cabeza de Marcos.
—¿Marc? ¿Qué… qué haces aquí?
Se introduce en mi habitación y me da un beso rápido a modo de saludo
antes de contestar. Un beso que pretendía ser rápido, porque nos quedamos
enganchados unos segundos de más. Es intenso. Es necesitado. Es lento.
Es… nosotros.
Cuando nos separamos, sonreímos uno contra otro.
—He venido a buscarte. O a quedarme. O lo que sea. No aguanto más.
Las relaciones a distancia son una puta mierda. Tú y yo tenemos que estar
juntos aquí o en el espacio sideral, me da igual, pero juntos. ¿Qué me dices,
mi vasca? Ya nos buscaremos la vida como sea y donde sea.
A pesar de que su proposición me pilla por sorpresa, hace cinco minutos
le hubiera dicho que sí con los ojos cerrados. Pero ahora…
—Acabo de recibir una oferta laboral —confieso, sin apartarme de sus
labios.
—¿Ahora mismo?
—Sí. Hace cinco minutos.
—¿Dónde?
—Aquí, en mi habitación.
Marcos rompe a reír.
—Me refiero a que dónde es la oferta.
Ah, vale. Ay, madre. Los nervios.
—En Alicante.
Marcos se aleja unos centímetros de mi boca.
—En… ¿en Alicante?
—Sí, en Alicante. En tu Alicante. —No puedo ocultar la emoción.
—¿Un trabajo de qué?
—No puedo decírtelo.
Da un paso atrás y frunce el ceño.
—¿Por qué no?
—Porque tendría que matarte.
—¿Tendrías que…? Joder. —La revelación acude a su rostro—. Puto
River. Ya decía yo que olía a su colonia aquí. Cata dice que se echa
demasiada, y tiene toda la razón. Cuando has dicho que te han hecho la
oferta laboral aquí, en tu habitación, te referías a físicamente aquí, ¿verdad?
No a que tú estabas aquí y te han llamado por teléfono.
Me río a carcajadas.
—Has dado en el clavo.
—Puto River. ¿Has aceptado?
—Sí.
—¿Por qué?
—Porque lo he sentido así.
—¿Estás segura?
—Tan segura como de que te quiero con todo mi corazón.
Marcos sonríe y me da de nuevo un beso rápido, en esta ocasión, rápido
de verdad.
—¿Dónde vas a vivir?
—Aún no lo sé.
—Yo… yo tengo una casa, ¿sabes?
—No me digas.
—Sí. Y mi madre me ha lanzado indirectas para que me mude de una
vez. También ha dicho algo sobre mi vasca.
—¿Tu vasca?
—Yo también tengo una vasca.
—Por supuesto que la tienes.
—Y he venido a buscarla.
Sonrío de nuevo. Pero qué enamorada estoy.
—¿Cuánto te quedarás aquí?
—Lo que me dejes. Venía dispuesto a plantar una tienda de campaña en
tu jardín, pero los acontecimientos han cambiado.
Ya lo creo que han cambiado.
—Vamos a empezar por el principio y luego ya veremos. Creo que mis
padres quieren conocerte. Y Julen andará por aquí también.
—Julen está en la cocina con tus padres, desayunando. Los he visto
mientras subía por la pared. Parecen simpáticos.
Ay, madre…
—Anda, vamos.
Le cojo la mano y lo guío a nuestra cocina. Se conocen de oídas, incluso
han hablado en más de una ocasión por teléfono, pero nunca en persona. El
encuentro entre ellos y el abrazo que comparten despierta algo cálido en mi
interior. Tener a Marc aquí, en mi casa, con mis padres y con Julen, es… es
muy guay.

1 de mayo. Varias semanas después.


Piscina de Priscila Cabana y Alexander St. Claire
Estoy tumbada en la hamaca, al sol, y tengo la sensación de llevar aquí
muchas horas. Creo que se debe a que llevo aquí muchas horas. Pero ha
sido un día muy intenso y necesitaba tirarme a la bartola y no hacer nada.
Sobre todo, teniendo en cuenta que mañana es mi primer día de trabajo en
el CNI. Estoy nerviosa. Nerviosa y emocionada.
La jornada ha empezado muy temprano, con la última fase de la
mudanza a la casa de Marcos; todavía no tenemos algunos muebles, pero ya
está lo básico. Llegué al pueblo hace cuatro días y hemos estado
preparándolo todo desde entonces. Por las noches, nos quedábamos a
dormir en el hogar de los padres Cabana. Me encanta el hogar de los padres
de Marc. Me encanta porque, a pesar de que la mayoría de los hijos se han
mudado a sus propias casas, está siempre lleno de gente.
La madre de Marc se ha quedado afectada con el final de la mudanza; va
a echar mucho en falta a Marcos, pero también se la veía feliz. Y, además,
estamos a tres puertas de distancia.
Todos los Cabana han colaborado llevando cajas, maletas y colocándolo
todo en su lugar. Bueno, todos los Cabana que se encuentran en el pueblo,
porque Cata, Hugo y Dylan están en París. A Dylan lo han invitado a dar un
concierto benéfico, y Hugo y Cata han ido un par de días con él. Cata está
ya de treinta y seis semanas, pero el ginecólogo le ha dicho que su parto aún
está verde y que puede viajar sin problemas, siempre que no sea en avión,
así que allí que se ha lanzado ella. Si es que su amor por Dylan le puede…
Una vez que hemos terminado el traslado, Alex nos ha propuesto comer
en su jardín y descansar en la piscina; el verano está cerca y hace un día
buenísimo.
De camino a casa de Pris, Marc y yo (nos hemos quedado rezagados)
hemos escuchado un portazo procedente de una de las viviendas de la
urbanización. Justo detrás de nosotros. Pum. Habría pasado de ello si no
hubiera reconocido la voz que he escuchado de fondo:
—¡Que te jodan!
—¡Acabas de hacerlo!
¿Julen?
Me he girado, he vuelto sobre mis pasos y, en efecto, era mi hermano el
que abandonaba la urbanización, y… Jaime el que bufaba y cerraba de otro
portazo.
—¿Juls?
He notado claramente su sorpresa.
—De puta madre. Pues no hay pueblo.
—¿Qué acaba de pasar? ¿¿Estáis liados Jaime y tú??
La escena los ha delatado.
—¿Cuándo? ¿Cómo? ¿Cuándo? —ha preguntado Marcos. Me había
olvidado hasta de que estaba a mi lado.
—¿Qué ha pasado? —he preguntado yo.
Julen ha gruñido, pero ha acabado soltando prenda. Lo necesitaba, sin
ninguna duda.
—Jaime me ha besado el hombro después de follar. Me. Ha. Besado. El.
Hombro. ¿Por qué mierda ha hecho algo así? ¿De qué coño va?
—Yo diría que de coño, ninguno.
Los dos hemos fulminado a Marcos con la mirada. Ahora no, Marc. Él
ha puesto cara de bueno y ha encogido los hombros. Y Julen nos lo ha
contado todo.
Resulta que aquel chico con el que quedó hace meses (después de la
paliza de Xabier) a través de la red social era Jaime. Ninguno de los dos
sabía quién era el otro hasta que Julen llamó a la puerta. La sorpresa debió
de ser épica. Julen juró en varios idiomas, se dio media vuelta para regresar
a Alicante, pero Jaime se lo impidió. Le dijo: «¿Por qué no, vasco? Has
venido hasta aquí. Es solo sexo. Lo hacemos, y a otra cosa. Seré cuidadoso
con tus heridas. Al fin y al cabo, te las he curado yo».
Y lo hicieron. Sin pensarlo demasiado. Y al día siguiente, otra vez. De
hecho, aquel día de enero en que llegó a casa hecho un desastre porque se
había quedado dormido después de follar, había sido con Jaime. Ha sido
Jaime en todo momento. Ahora dice que se ha acabado. Porque Jaime le ha
besado el hombro después de hacerlo.
Giro la cabeza y echo un vistazo a mi hermano en su hamaca. No ha
pronunciado una palabra desde que hemos llegado, después de su
confesión. Solo… piensa. Bueno, una frase sí que le ha dicho a Pris: «Si
viene tu amigo, me largo». Me ha quedado claro que Priscila estaba al tanto
del asunto, porque lo ha entendido perfectamente. También se ha tirado un
buen rato al teléfono.
—Esta piscina tiene un agujero negro o algo —concluye Marcos,
interrumpiendo mis pensamientos—. ¿Os habéis dado cuenta de que
llevamos aquí horas sin movernos? Por cierto —me dice a mí—, en cuanto
se descuiden estos dos, nos tenemos que bañar en pelotas.
—¿Perdona?
—Es tradición en la familia Cabana.
—Te he oído, capullo —dice Alex.
—¿Qué? —responde Marcos, indignado—. ¿Hugo puede y yo no? Soy
tu favorito.
—¿Hugo? —pregunto yo—. ¿En serio?
—Ajá.
—¿En pelotas?
—Ajá.
—¿Hugo Cabana?
—Sí. Y te diré más: no estaba solo…
—Oh… —Me llevo la mano a la boca de manera teatral—. ¿Dylan?
—Sí. Dylan. El chico ha sido una mala influencia para mi hermano
desde que llegó al pueblo.
—Fue todo idea de Hugo —explica Adrián—. Lo de colarse en la
piscina. Solo para vuestra información.
—¡No! —exclama de nuevo Marcos, con más drama si cabe—. ¿Cómo
lo sabes?
—Me lo contó Dy.
—El cabrón lo larga todo.
—No todo —añade Adrián—. Llevo horas intentando hablar con él, y
nada. No me coge el teléfono. Ni él, ni Hugo ni Cata.
—Déjalos vivir.
—Solo quiero saber que están bien.
—¿Por qué no iban a estar bien?
—No lo sé, es solo que…
Las palabras de Adrián se ven interrumpidas por el sonido de su móvil.
—¡Dy! Por fin, joder. Sí, sí. Brutal el concierto de ayer. Pero, joder,
podrías contestar a los mensajes. ¿Qué? Ya. Me importa una mierda lo bien
que la chupe mi hermano; no os costaba nada contestar al puto WhatsApp.
Espera, espera. Pero ¿qué dices? Joder.
Todos nos giramos ante la voz preocupada de Adrián. Nos levantamos de
las hamacas para preguntarle qué sucede, pero nos pide silencio con la
mano. Hasta que, minutos después, cuelga.
—¿Qué ha pasado? —le preguntan Marcos y Pris a la vez.
—Que somos tíos de nuevo. Cata ha tenido al bebé.
—¡Oh, Dios mío! —exclama Priscila. Y, al momento, comienza a llorar
de la emoción. Alex la abraza y Marcos la abraza. Todos nos abrazamos y
nos felicitamos. Incluso Julen.
—Y ¿River?
River nos ha ayudado con la mudanza y después ha tenido que ir al
trabajo. Una de sus emergencias. No quiero ni imaginarme lo que ha tenido
que sentir al saber que su hijo ha nacido en París.
—En la habitación del hospital; acaba de llegar.
—Un niño parisino —dice Marcos—; me descojono.
—No está claro lo de parisino. No os vais a creer lo que ha pasado.
—¿Qué?
—Hugo y Cata ya venían de regreso. Se ha puesto de parto y el bebé ha
nacido en el tren.
Priscila se lleva las manos a la boca y el resto nos las llevamos a la
cabeza. Ay, Dios mío.
—¿Está bien? ¿Cata está bien?
—Perfectamente, y el bebé también.
—Pobre, habrá pasado muchísimo miedo.
—Ha sido una valiente y ha formado equipo con Hugo. Porque Hugo ha
tenido que asistir el parto.
—Joder, era lo que nos faltaba ya a los Cabana.
—Tíos —exclama Alex, revisando su teléfono—, la noticia está en todas
partes.
—Ya os he dicho yo que en esta piscina hay un agujero negro.
—Por cierto —nos dice Priscila con timidez y emoción a la vez—, quizá
este sea buen momento para contaros una cosa. Íbamos a esperar a que
Hugo, Cata y Dylan regresaran para anunciarlo a todos a la vez, pero ¡ya no
me aguanto!
—¿Qué te pasa, pequeñaja?
—¡Estamos embarazados de quince semanas!
¡Hala! ¡Menudo notición! Vaya día llevamos. Nos acercamos todos a
Pris y Alex y volvemos a abrazarnos. Están pletóricos. Me alegro
muchísimo por ellos. Dos hijos ya. ¡Qué locura!
—Pues vamos a conocer al nuevo sobrino esté donde esté, ¿no? —nos
anima Marc—. Sus padres también tienen que celebrarlo.
Todos nos preparamos para salir. Entonces, recibo un mensaje:
Dylan te ha añadido al grupo “Cuñados coraje”

—¿Qué es esto de «cuñados coraje»? —pregunto en voz alta.


—Joder, cada vez son más rápidos —me dice Alex—. Es un grupo de
WhatsApp que han creado Dylan y Cata. Siléncialo. En serio. No callan.
Dylan:
Bienvenida al chat paralelo de cuñados.
Cata:
Bienvenida a los Cabana.
Cata:
Voy a darte una exclusiva.
Cata:
Te presento al nuevo Cabana.
Cata:
Mi hijo.
Cata:
IMAGEN.
Epílogo 2

Nueve años después

El padre de Alexander St. Claire acaba de jubilarse. Sí, es un hecho.


Abandona el diario vespertino a sus setenta y dos años. Casi nada. Para
celebrarlo, la familia al completo se ha apelotonado en la vivienda de los St.
Claire para comer y brindar por la buena nueva. Y la palabra «familia» hace
muchos años que se ha extendido hasta los escandalosos vecinos de la casa
de enfrente: los Cabana.
Acuden los padres Cabana, Francisco y María, con sus cinco hijos,
River, Marcos, Hugo, Adrián y Priscila, de mayor a menor, y sus
respectivas parejas y agregados, como Julen, el hermano de Mencía, y
Jaime, el mejor amigo de Priscila.
En realidad, es como si fuera un domingo cualquiera. Un domingo en
familia. Solo hay una diferencia, y es que, como buenos y orgullosos
habitantes del pueblo alicantino que son, deciden rematar la celebración
subiendo todos, o casi todos, al Peñón. Es una idea de Marcos que todos
secundan. Y allá que van, entre risas y bromas.
—¡María! —escuchan de repente, una vez en la cima.
Se giran hacia la voz y se encuentran con su tía y toda su prole. Porque si
María y Francisco tuvieron cuatro hijos y una hija, el hermano pequeño de
Francisco, y cuñado de María, tuvo cuatro hijas y un hijo: Paula, Eva,
Carlota, Ariadna y Tomás, de mayor a menor.
Los nuevos se acercan al grupo y comienzan a repartirse besos a diestro
y siniestro entre las familias. Suelen verse a menudo, aunque no todos
juntos, pero los besos nunca faltan.
Se mezclan entre sí y comentan la casualidad de encontrarse allí arriba.
María le explica a la mujer de su cuñado que vienen de celebrar la
jubilación del padre de Alex. La mujer del cuñado, a su vez, le señala que
han aprovechado que Ariadna está de visita en el pueblo por su cumpleaños
—vive en Edimburgo por cuestiones de trabajo— para realizar actividades
en familia.
Y allí han coincidido todos.
Pero hay algo nuevo en ese grupo, en el de los primos, o, más bien,
alguien nuevo. Alguien que, a simple vista, llama la atención.
—¿Quién es el moreno con pinta de rockero perdonavidas que está con
Ariadna? —pregunta Adrián a sus hermanos. Nunca le pasa nada
desapercibido.
—Un «algo» de tu prima —responde su madre, a quien le ha dado
tiempo hasta de cotillear un poco con la madre de su sobrina.
—¿Un «algo»? —pregunta Hugo.
—Sí, un «algo» escocés —añade.
—¿Un amiguito? —expresa River con guasa.
—¿Amiguito? —farfulla Priscila—. Ariadna tiene veintiocho años, creo
que podemos llamarlo «ligue».
—¿Ariadna se ha liado con un rockero?
—Creo que es abogado.
—¿Abogado? ¿Ese? Ni de coña.
—Es lo que me ha dicho vuestra tía.
—Hasta con la ropa de deporte que lleva puesta tiene pinta de rockero.
—Ya te digo. Tiene más pinta de rockero que tú en tu época de rockero
—le dice Marcos a su cuñado Dylan.
Tanto Dylan como Hugo le sacan el dedo corazón como respuesta.
Marcos, juguetón, les guiña un ojo a los tórtolos. Para esos dos no pasan los
años.
—Ay, Dios mío —exclama Catalina de pronto.
—«Ay, Dios mío», ¿qué? —le pregunta Marcos.
—¡Es Adam!
¿Adam? ¿Quién es Adam? Todos los Cabana la miran anonadados.
Incluso Dylan, que lo sabe todo sobre Catalina, pero que nunca había oído
que conociera a ningún rockero de nombre Adam, y le resulta extraño, que
conste, siendo él un exrockero. Incluso el marido de Cata, que continúa
siendo un agente del CNI, pero que no tiene ni idea de quién es ese chico, la
mira anonadado.
—¿Adam? —pregunta River con el ceño fruncido. Al instante, cruza una
mirada con Mencía, una mirada que viene a decir: «¿Quién es este?». Como
si el hecho de que su cuñada trabaje con él en el CNI significara que tiene
que saber quién es el rockero. Mencía, por supuesto, se encoge de hombros.
—¡Sí, Adam! Estudiamos juntos en el internado de Escocia, en el
Crowden. Él iba unos cursos por debajo de mí. Hacía mil años que no lo
veía, pero no ha cambiado nada. ¡No me puedo creer que esté aquí! Voy a
saludarlo.
Con la sorpresa y el desconcierto plasmados en sus rostros, todos
observan a la chica ir feliz hacia Ariadna y el rockero.
—Pues sí que es pequeño el mundo —exclama Adrián.
—Qué me vas a contar —lo secunda Julen.
Observan durante unos instantes cómo Catalina llega hasta Adam, cómo
este la reconoce y cómo se funden en un abrazo y comienzan a parlotear.
—Pues vamos a que nos lo presente —propone Marcos.
—Sí, vamos —acepta River con gracia. Siente curiosidad.
Mencía solo sonríe y se queda en su sitio, junto a Priscila y Jaime, a
contemplar el espectáculo.
—Hola de nuevo, prima —saluda el segundo de los Cabana en cuanto se
aproximan a ellos.
—Hola, chicos.
—Hola…, ¿mmm…? —El disimulo nunca ha sido una virtud destacada
de Marcos Cabana. Y no iba a empezar a serlo ahora.
—Marcos, River —dice entonces su prima Ariadna en inglés—, él es
Adam. Adam Wallace. Es… un amigo.
—Hola. —El moreno extiende el brazo con una firmeza y una seguridad
envidiables. Como si fuera el rey del mundo.
—Adam y Cata se conocen del colegio. ¡Estudiaron juntos! —continúa
su prima—. ¿No es una casualidad increíble?
—Bastante increíble, la verdad —afirma Marcos—. Así que, ¿escocés de
nacimiento?
Cuatro frases más, y el rockero se come con patatas al geo.
—Ven, Adam, quiero presentarte a una persona.
Catalina lo coge del brazo y lo lleva hasta Dylan. El tal Adam lo
reconoce al instante.
—Yo soy Adam, Adam Wallace. Y tú eres Dylan Carbonell —le dice en
inglés—. El jodido Dylan Carbonell.
—El mismo que calza y viste —contesta el otro con una sonrisa, en el
mismo idioma. Adam arruga la frente, ¿el mismo que qué?
—Ya sabía yo que ibas a reconocerlo —dice Cata.
—¿Eres fan de Dylan? —le pregunta Ariadna a su amigo—. Si lo llego a
saber, te lo hubiera dicho antes. Dylan es mi primo.
—Me gustaba cuando era rockero. Ahora apesta un poco —responde en
broma. Aunque hay algo de cierto en sus palabras.
—¿Perdona? —responde Dylan, fingiéndose muy indignado—. Sabrás
tú más de rock que yo.
—Eso no lo dudes.
—Te reto.
—¿A qué?
—A rockear.
Adam estalla en carcajadas y va a decir algo, pero antes de que pueda
terminar su frase, Dylan comienza a hacer música golpeando sus manos
contra los muslos y a… cantar. A cantar We Will Rock You, de Queen, sin
saber lo que esa canción significa para Adam y Ariadna, pero cambiando la
letra:

Adam, ya que has venido, haz un poco de ruido.


Aparte de esas melenas, a ver qué has traído.
Tú y yo en un escenario, en el pub de aquí al lado.
Nos comemos el mundo, con los Cabana a nuestro lado. Verás.
Vamos a hacer temblar tu mundo.
Vamos a hacer temblar tu mundo.

Dedica un verso a cada uno de los Cabana y a cada una de las parejas de
los Cabana. Y a sus hijos. No solo deja sin palabras a Adam, sino también
al resto de la familia. Pero el rockero/abogado enseguida se recupera y lo
acompaña con la melodía. Bueno es él. Incluso entona algunos versos
hablando de Ariadna Cabana. Todos baten palmas al unísono. Hasta que
Marcos se mete en medio y comienza a cantar. A cantarle a Mencía. Es algo
inconcebible.
Poco después, Francisco y María comienzan a sacar las bebidas y los
bocadillos de las mochilas y miran a sus hijos con orgullo.
A River, que está levantado, con los brazos cruzados y un pie encima de
una roca, al lado de donde está sentada su mujer, todavía riéndose de
Marcos a causa del pulso perdido con el rockero y todavía alucinada por lo
que han hecho juntos Dylan y Adam.
A Marcos, sentado en el suelo, en el centro del corro, con la espalda
apoyada en el pecho de su mujer y al lado de su cuñado Julen; se tapa los
oídos con las manos en un intento de ignorar las pullas de sus hermanos.
A Hugo, sentado en la roca, con el pie de River al lado y su marido,
Dylan, abrazándolo por detrás; se descojona de la risa y secunda todo lo que
dicen en contra de Marcos. También continúa aturdido por los versos de la
canción.
A Adrián, sentado cerca de Marcos, tratando de dar un sorbo a la botella
de agua que tiene en las manos, cosa que no consigue porque no deja de reír
y de hablar.
A Priscila, tumbada en la roca con los ojos cerrados, con su hijo mayor
apoyado en ella. No habla, pero disfruta solo con escuchar las voces de su
familia. Y con Jaime a su lado. Con Jaime siempre a su lado.
Y a Alexander St. Claire, el vecino de la casa de enfrente, que cierra el
corro y toca con sus pies los de su mujer mientras observa a los Cabana con
una sonrisa perenne en el rostro.
Después, Francisco y María se miran entre sí, comunicándose en
silencio.
«Lo hemos hecho bien».
«Sí. Lo hemos hecho muy bien».

Fin
Agradecimientos
El 2020 no fue un año fácil. Y, lo sé, no he descubierto la pólvora por
decirlo. Pero comencé a escribir la historia de Marcos y Mencía en febrero
de 2020 y, de pronto, me vi inmersa en una pandemia sin precedentes para
mí. Así que este libro siempre será «el que escribí en el confinamiento». O,
mejor dicho, «después del confinamiento», porque estuve mucho tiempo sin
poder escribir. No es algo ni malo ni bueno; es solo un hecho.
Y recuerdo un día, un día (el dos de mayo de 2020), cuando por fin
pudimos salir a la calle a correr, en que me puse mi música en los
auriculares y me calcé las deportivas (como siempre en mi vida antes de la
pandemia), y Marcos, Mencía y el resto de los Cabana arrasaron en mi
cabeza. Con sus historias. Con sus vidas. Con sus interacciones. Con sus
bromas. Y, entonces, mientras los músculos de mis piernas y mis pulmones
despertaban de tanto retardo, me di cuenta de algo: estaba bloqueada.
Llevaba dos meses bloqueada y ni siquiera me había dado cuenta. Lo
atribuía todo a: «Es que son días raros y tengo la cabeza en otro lado». Yo
soy calle, soy pisadas sobre el asfalto, soy música, soy brisa que azota en el
rostro y soy movimiento. Y estaba bloqueada. Es otro hecho.
Marcos es uno de los Cabana más familiares; tampoco creo que esto sea
descubrir la pólvora. Ya lo habréis comprobado en este libro. O casi seguro
ya lo sabíais antes de comenzar a leer su historia. Una vez crucé las
semanas de la incertidumbre y vi un poco de luz al final del túnel, ellos me
ayudaron a reír, a soñar y a sumergirme de nuevo en su mundo. Así que mi
primer gracias es para ellos. Por esperarme. Por comprenderme. Por estar
listos cuando yo lo estaba. Por responderme. Qué locura, ¿verdad? Ni
siquiera son personas reales. Ya…
Gracias a Alberto, Daniel y Ariane por formar parte de mí y por
ayudarme a ver lo realmente importante en la vida. Es decir: ellos.
Gracias a Raquel y Vanessa por formar parte de mí y por ayudarme a ver
lo realmente importante en la vida a pesar de los muchos kilómetros que
nos separaban.
Gracias a Alejandra y Abril por su ayuda incondicional. Siempre.
Gracias a Virginia por haber entrado en mi vida en el momento exacto.
Siempre he pensado que en los momentos buenos, bonitos, es muy fácil ser
feliz y estar ahí. Pero ¿y en los malos? Los malos te unen como nada y te
demuestran muchas cosas. Demasiadas.
Gracias a todos vosotros, Cabaners, por vuestro apoyo diario. Contra
viento y marea. Los Cabana son vuestros.
Y gracias a ti, lector, por haber llegado hasta aquí.
Susanna Herrero
Susanna Herrero nació en Bilbao en 1980. Es licenciada en Derecho
Económico y su trabajo la obligaba a pasar muchas horas en el coche.
Tantos viajes en solitario confabularon con su gran imaginación para crear a
los personajes que, más tarde, se convertirían en los protagonistas de su
primera saga: Los saltos de Sara. Apasionada de la lectura desde que a los
diez años leyó por primera vez La historia interminable, nunca pensó en
escribir sus propias narraciones, pero tampoco ha sido capaz de darles la
espalda a sus personajes. Ahora ha cambiado de manera indefinida los
viajes en coche por las letras, desde que su pasión por el mar Mediterráneo,
cierto pueblo alicantino y un folio en blanco la hicieron volar sin remedio a
la serie Cabana, compuesta por Aquel último verano, El chico de la última
fila, La última vez que vi llover y El último lugar en la Tierra y en la que
todavía anda sumergida junto con nuevos proyectos. En el año 2020 su
novela Y el mundo no dejaba de girar ganó el Premio Jaén de Narrativa
Juvenil, lo que supuso un gran reconocimiento a sus letras y un punto de
inflexión en su carrera.
Puedes encontrarla en su blog, su página de Facebook, en Twitter como
@susanmelusi, en Instagram y en Pinterest.
Otras novelas de la serie
Índice

Sinopsis
Prólogo
1 ¿Y tenía que ser en un maldito ascensor?
2 La tía más guapa que he visto en mi vida
3 Si es que estas cosas solo me pasan a mí
4 Arriba
5 No me puedo creer que siga dentro de este maldito ascensor y que se
hayan puesto a cocinar
6 Fuera
7 Dentro
8 Doble desayuno
9 El quinteto desayuno
Dos semanas después…
10 Hola, lunes
11 El interrogatorio
12 «La de Asuntos Internos»
Un mes después…
13 El simulacro
14 El SuperZing
15 Yo soy Hugo. ¡Mierda! La culpa es de las abejas
16 Ey, titi
17 La gran discusión. Y el asalto en el mar
18 SOS
19 Lo que puede dar de sí una noche…
20 Comienza el apocalipsis de la música
21 El desayuno es la comida más importante del día
22 El ecuador. EL ECUADOR
23 Navidad Cabana
24 El último lugar en la Tierra
Dos años atrás…
25 La explosión Cabana
26 Continuamos siendo dos adolescentes con demasiadas ganas el uno
del otro
27 Tenerte a ti para detenerme
28 Sorpresas que se lleva uno el día de Navidad por no llamar a la
puerta
29 Yo no te pido la luna…
30 ¿Por qué no me dejas decirte lo que quiero decirte?
31 Intenta impedírmelo
32 Crash, crash, crash
33 El tío Leo
34 Dile que lo quieres
35 De regreso en el maldito ascensor
Dieciocho años atrás…
Epílogo
Epílogo 2
Agradecimientos
Susanna Herrero
Otras novelas de la serie

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