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El Ultimo Lugar en La Tierra
El Ultimo Lugar en La Tierra
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propiedad intelectual.
Para Virginia.
Porque tú tenías que estar aquí.
Porque tú eres una Cabana.
Sinopsis
Una chica.
Un chico.
Un ascensor.
Y un cortocircuito que los deja encerrados dentro.
Solos.
Ella apoya la espalda en la pared y se deja caer derrotada al suelo; el aire en
sus pulmones se encoge y el pulso en sus venas se dispara. No le gustan los
ascensores. No le gustan los espacios cerrados.
Él sale al rescate. Le explica que es técnico de ascensores; ella no podía
haber tenido más suerte. Es mentira, por supuesto.
Hasta mucho más tarde, la chica no descubre las pecas en el rostro del
chico. Y su olor al mar Mediterráneo.
Él la ve desde el primer instante.
Cuando los liberan, comparten una noche de risas, besos y gemidos
susurrados al oído. No intercambian números de teléfono. Solo es una
noche.
Ella se llama Mencía y pertenece a la unidad de Asuntos Internos. Hay un
topo entre los geos y tiene que encontrarlo.
Él se llama Marcos y es geo.
Sorpresa.
Prólogo
Septiembre, 2018
Adri:
Marcos.
Hugoeslaestrella:
Marc.
La niña:
Marcos.
Mamá:
Marcos.
Papá:
Hijo.
River Phoenix:
Marc. Solo necesito comprobar que recibes este mensaje. Solo eso. Los dos putos tics. Dámelos,
Marc.
River Phoenix:
Por favor.
River Phoenix:
Joder, gracias a Dios.
1 ¿Y tenía que ser en un maldito ascensor?
Marcos
Quince días después
Marcos
Mientras las puertas del ascensor se cierran, me apoyo en una de las paredes
con un sonoro suspiro y saco el móvil del bolsillo para entretenerme;
necesito distraerme, y antes de entrar en el hotel he sentido que vibraba.
Son los intensos de mis hermanos, seguro. No callan ni debajo del agua.
Cualquiera con un mínimo de «vida» en su vida no podría seguirles el
ritmo, pero yo soy un pro.
La niña:
Más de media hora tarde, Marcos. Lo tuyo es increíble. ¿Dónde estás?
Adri:
Es increíble que alguien que no trabaja más que dos o tres días al año llegue siempre tarde a todas
partes, sí. ¿Dónde te metes?
Hugoeslaestrella:
Yo me largo a casa en diez minutos, tengo una llamada importante.
La niña:
Oh, pero qué mono eres, Hugo. Que sepas que no te lo vamos a tener en cuenta.
Hugoeslaestrella:
¿¿¿???
Adri:
Hugo, relaja, que mañana llega Dylan.
Adri:
¿Riv? ¿Dónde está tu hermano?
River Phoenix:
Sinceramente, no tengo ni idea.
Hugoeslaestrella:
¿Y cómo lo llevas?
River Phoenix:
Aún intento acostumbrarme.
Adri:
Venga, Marc, te estamos esperando y se va a largar hasta el sol. Y, Pris, dile a tu marido que deje de
sacar la cara por su novio. No tiene excusa. Cuando se pone en plan Marcalex, se pasa de intenso.
La niña:
Y tú deja de hablar de Alex por el móvil cuando lo tienes al lado y le acabas de dar un sorbo a su
bebida.
—Vale, primero voy a abrir las puertas. Quiero comprobar si nos hemos
quedado más cerca de un piso o de otro y si tenemos espacio para saltar.
Bien pensado. Y la sola posibilidad provoca que a mí se me expandan
los pulmones y entre muchísimo aire. Y me sobreviene un recuerdo. Un
recuerdo de cada vez que regresaba de una inmersión en el mar. La
sensación es similar.
—¿Necesitas que te ayude? —me ofrezco. Tengo fuerzas suficientes
para intentar abrir las puertas con él. Por supuesto que las tengo. Y si no, las
saco de donde sea.
—No, tranquila, está controlado.
Marcos introduce los dedos de ambas manos entre el metal con aplomo,
incluso con cierta técnica, diría: da la sensación de que hace esto a diario.
—¿No serás técnico de ascensores?
Se lo pregunto en broma y casi me entran ganas de reír.
—¡Pues sí! —responde con alegría sin girar la cabeza. Eh, ¿perdona?
¿En serio?—. Lo has clavado. No te lo he confesado antes porque he
pensado que no ibas a creerme, pero ya te he dicho que estoy acostumbrado
a gestionar situaciones de estrés. Ni te imaginas el estrés que se concentra
en los ascensores. Llevo en esto desde los catorce. Es el negocio familiar. Y
yo soy hijo único. No me quejo, ¿eh?, pero a veces me hubiera gustado que
mis padres me hubieran dado la oportunidad de asistir a la universidad y
estudiar lo que a mí me diera la gana. Yo quería… —tose— ser veterinario
y ni siquiera me dejaban tener un periquito en casa. Así que imagínate. Pero
mi padre ya está mayor y no me gusta que ande todo el día encerrado y
trepando aquí y allá. Además, en este pueblo hay muchos hoteles y muchos
ascensores. Alguien tiene que ocuparse de ellos. Todo esto te lo cuento por
si te preguntabas cómo uno llega a ser técnico de ascensores. Herencia
familiar. Ese es el resumen. Y…
Estoy alucinando. Y es inevitable que ojee la musculatura bien
desarrollada de sus brazos mientras hace su labor; inevitable porque está
ahí, a la vista de cualquiera que quiera mirar. Me aburre. En mi trabajo vivo
rodeada de músculos y dejaron de llamarme la atención hace mucho
tiempo, si es que alguna vez lo han hecho. Yo soy más de otras cosas. De
labios abiertos, por ejemplo. Me gusta la gente que, como postura relajada,
mantiene los labios entreabiertos. Como los de Marcos. Me gusta, y acabo
de darme cuenta de ello.
—… voilà.
Las puertas ceden. Y la esperanza se desvanece en mi interior. Porque,
fuera, solo hay una pared de ladrillo rojizo. Estaba claro. Hay personas que
nacen con una flor en el culo. Yo nací con un cactus bien grande lleno de
pinchos.
—Había que intentarlo —se resigna Marcos.
A continuación, pulsa el botón que detiene el ascensor. O que detendría
el ascensor de encontrarse este en movimiento. Creo que es el único botón
que yo no he presionado antes.
—¿Por qué has hecho eso?
—Quiero asegurarme de que no se pone en marcha mientras estamos
arriba. Los de fuera nos avisarán por el interfono cuando funcione de
nuevo. ¿Vamos a por el techo?
Ha sido una pregunta de cortesía, o retórica, o que se la suda mi
respuesta, porque sin esperar ni a que yo abra la boca para contestar, se sube
a pulso en la barra de metal que divide el espejo del ascensor en dos (un
movimiento nada sorprendente, por otra parte, dado que es un tío de
gimnasio) y palpa las láminas del techo. Parece encontrar una a su gusto y
arremete contra ella con uno de sus puños.
Golpea una segunda vez. Y una tercera y una cuarta.
Pum. Pum. Pum.
Pum. Pum. Pum.
Y el techo también cede.
Sin pensárselo, coloca las palmas a los lados, dentro del agujero que ha
dejado la lámina, y, una vez más, se impulsa hacia arriba. Desaparece por la
abertura para poco después asomar la cabeza y tenderme una de sus manos.
Y otra de sus sonrisas de conquistador nato. Este chico no descansa nunca.
—¿Vienes?
Yo tampoco me lo pienso. Acepto su ayuda y subo. Y siento cómo la
tensión que quedaba en mi cuerpo desaparece segundos antes de colarme
por el minúsculo hueco. Siento que el episodio de claustrofobia se diluye
como por arte de magia. Y, por último, siento el calor de la palma de su
mano. Curiosa la mente humana.
Nunca había estado en las «tripas» de un ascensor, por llamar a esto de
alguna manera. Y he estado en lugares francamente extraños. He estado en
las fauces de un tiburón blanco. Entre sus dientes puntiagudos y mortales. Y
vale que el tiburón no era de verdad, sino una maqueta, pero no por ello
deja de ser espeluznante. Mi primer profesor de submarinismo tenía sus
momentos. Un día, mi hermano le habló de su peor pesadilla y la más
recurrente: sufre un accidente de avión, cae al mar y sobrevive, pero poco
después, mientras espera a que lo rescaten, lo devora un tiburón. Casi nada.
La estrategia del profesor consistió en meternos a nosotros dos y al resto de
la clase dentro de la maqueta. La tenía en su casa. La boca se cerraba y
todo. Lo más sorprendente es que no sentí claustrofobia mientras estaba ahí
dentro. No la sentí ni de lejos. Tampoco años más tarde, cuando lo
rememoraba o cuando lo contaba como anécdota en las fiestas de ocasión.
Eso vino después. Muchos años después. Ahora sé que no podría volver a
meterme ahí dentro. Se me acelera el pulso al recordarlo.
Por suerte, el hueco del ascensor no tiene nada que ver. No hay dientes.
Sí hay cables; cuatro paredes de ladrillo y muchos cables. Marcos se pone
en pie e intenta alcanzar el siguiente piso. No lo consigue. Está demasiado
lejos.
Le agradezco todo lo que está haciendo.
—Gracias. No te preocupes, ya estoy bien. Aquí estoy bien.
Y me siento segura. Más que en cualquier otro lugar. Creo que es por
Marcos. Porque salta a la vista que sabe lo que hace. O porque se ha ganado
mi confianza ayudándome a estabilizar mi respiración. No lo sé.
—¿Has visto a qué sitios te traigo? —dice. Me he dado cuenta de que la
sonrisa pocas veces se borra de su rostro. Podría decirse que es un chico
jovial, pero no es una sonrisa de jovialidad. Es una sonrisa de sobrado. De
libertino, como diría mi madre. Típico de un tío guapo que sabe que lo es.
Le devuelvo el gesto y ambos nos sentamos sobre el techo del ascensor.
Rodeo mis rodillas con los brazos. Ahora toca esperar. Miro a Marcos, que
se ha sentado al otro lado como si estuviera tomando el sol en la playa, una
pierna totalmente estirada y la otra recogida. ¿Cómo no voy a sentirme
segura?
—Bueno, ¿y qué hace una chica de Bilbao como tú en un pueblo
alicantino como este?
Eso me pregunto yo también. Dos años evitando pisar una playa y el mar
y me planto en este pueblo, que es todo playa y mar. Todavía no sé qué
impulso neurótico me ha traído aquí. Quizá solo haya sido eso: un impulso.
Los impulsos no tienen demasiada explicación.
Sonrío, por lo manido de la pregunta, y respondo en el mismo tono.
—Pasaba por aquí.
—¿Pasabas o paseabas?
—¿Cómo?
—A ver, francamente, que me creo que una tía de Bilbao salga de su
casa a que le dé el aire y, paseando paseando, llegue hasta el Mediterráneo.
Aprieto los labios y le doy un leve empujón por el chiste fácil sobre los
vascos.
—Muy gracioso.
Él ríe conmigo. Recupera la postura y vuelve al ataque.
—¿No ha sido así?
—No. He venido en avión, listo. Un asunto en el trabajo me ha obligado
a viajar a Alicante y me he acordado de que mi familia y yo, hace años,
veraneábamos en este pueblo. Me apetecía pasar aquí unos días y recordar
tiempos bonitos.
—¿De verdad veraneabas aquí? ¿En qué zona?
—Mis padres solían alquilar una casa cerca de la playa del Arenal. —
Marcos agranda mucho los ojos—. ¿Qué?
—Me paso media vida en esa playa. Desde que tengo uso de razón. En
serio, podría vivir ahí. Lo mismo tú y yo nos hemos enrollado de verdad en
el pasado y no nos acordamos. ¿Te imaginas? ¿Cuántos años tienes? Te
calculo más o menos mi edad.
No me lo imagino, no. Me parece muy poco probable. Voy a replicar,
pero mi móvil vibra dentro del bolso que llevo en bandolera. Leo en la
pantalla que es mi hermano. Hay dos llamadas perdidas y unos cuantos
mensajes. Al momento, el teléfono de Marcos también comienza a pitar.
Bien. Acabamos de recuperar la cobertura. Él ignora sus notificaciones. Yo
leo los mensajes de Julen.
Willy Fog:
¿Ya has llegado? ¿Estás instalada?
Willy Fog:
Avísame cuando estés en la terraza del hotel.
Willy Fog:
Y mándame una foto de ese Peñón.
Willy Fog:
Acabo de darme cuenta de que lo echo de menos. ¿Cuántos años hace que no veraneamos en el
Mediterráneo?
Pues unos quince. Creo recordar que fue al cumplir los dieciséis cuando
tanto mi hermano como yo nos negamos a venir aquí en el mes de agosto;
preferimos quedarnos en casa con nuestros amigos, rollos, novios… Cosas
de adolescentes, supongo. Porque ahora me da pena que mis padres dejaran
de alquilar aquella casa tan acogedora. No la recuerdo mucho, pero sí me
acuerdo de que me gustaba.
Willy Fog:
¿Y por qué dejamos de hacerlo?
Willy Fog:
Vale, me estoy enrollando.
Willy Fog:
Estoy en la sala de espera para la audición y me aburro.
Willy Fog:
¿Por qué nunca me contestas cuando me aburro en las salas de espera?
Willy Fog:
Mierda. Entro.
Willy Fog:
Llámame cuando puedas.
Mencía:
He llegado bien. Me estoy adaptando a las instalaciones… por decirlo de alguna manera. Luego
te doy los detalles más escabrosos. Y suerte en esa audición.
Marcos
—«Lady, lady, lady, lady. Let me touch that part of you. You want me to.
Lady, lady, lady, lady. I know it's in your heart to stay».
—¿Qué cantas?
¿Yo?
No soy el gran defensor de los silencios, de hecho, ni siquiera me gustan.
Y no entiendo eso de los «silencios cómodos» que ahora está tan de moda.
Para mí no hay silencios cómodos. El silencio no es más que la ausencia de
ruido, o de voces. Y yo necesito escuchar las voces de mi gente alrededor
de mí constantemente. Me gusta escucharlos a todas horas. Y es posible que
de sus bocas no salgan más que frases sin ningún sentido, que se rían
conmigo por la última tontería que les he regalado a sus oídos o que no
atinen con un solo refrán, pero son sus voces y las prefiero al silencio,
porque significa que están ahí. Conmigo.
Quizá ese sea el motivo por el que he comenzado a tararear una canción
sin darme cuenta, no lo sé. Una canción que ni entiendo de dónde ha salido:
¿Lady, lady, lady, lady? ¿En serio? Debe de llevar tiempo almacenada en mi
cabeza, entre miles de recuerdos, imágenes, instantáneas, ídolos y huellas
de antiguas emociones. En mi vida he tarareado una canción, no es lo mío,
pero lo cierto es que ahora acabo de hacerlo. Raro.
—«Lady, lady, lady, lady. Let me touch that part of you. You want me to.
Lady, lady, lady, lady. I know it's in your heart to stay». Joder —chasqueo la
lengua—, paso demasiado tiempo con Dylan.
—¿Qué?
—Mi amigo canta. Canta a todas horas. ¿Conoces el término
«demasiado»? —No dejo que conteste—. Mi amigo canta demasiado. Y yo
paso demasiado tiempo con él.
—¿Por eso has cantado?
—Sí. Estoy casi seguro de que ese ha sido el motivo.
Silencio de nuevo y…
—«Lady, lady, lady, lady». Mierda. Otra vez. Párame, por favor.
—Háblame de ella.
—¿De quién?
—De la chica que estaba contigo en el ascensor. Tengo curiosidad.
¿Cómo se llega a estar a punto de mantener relaciones sexuales con una
exnovia en un ascensor?
En un ascensor o en cualquier sitio, joder. A ver cómo explico yo esto
sin delatarme.
—Hacía años que no hablábamos. Dos, para ser exactos. Nuestra ruptura
fue… dramática. Muy dramática. E imprevista. Tan imprevista como
quedarte atrapada en este ascensor. Nos debíamos un abrazo. O una
reconciliación. Y se nos ha ido de las manos.
—¿A ti o a ella?
—A los dos.
—¿Y ahora estáis bien?
—Vamos a intentar ser amigos. No sé si lo conseguiremos.
—No creo que yo me haga amiga de este ascensor.
—Yo tampoco.
Y otro silencio incómodo que nos hace compañía de manera inesperada.
Al menos ya no me mira con tanta desconfianza como al principio (lo que
no quiere decir que ahora me mire con confianza). Voy a acabar con él, con
el silencio, pero ella se me adelanta.
—¿Cómo te hiciste eso de ahí? —pregunta, señalando mi ceja izquierda
con los ojos. Sus brazos aún rodean sus piernas. Y aunque la escotilla
abierta nos separa, ella a un lado y yo al otro, se ha creado en torno a
nosotros una especie de cercanía incomprensible.
Sé a lo que se refiere, al recordatorio que luzco en la frente de que
continúo vivo; aun así, me hago el despistado.
—¿El qué?
—Esa herida en la ceja. Parece reciente. Debió de doler; es muy
profunda.
Tan profunda como un abismo en el fondo del mar. Tan profunda que no
parece tener fondo, así, con redundancia y todo. Nunca he sido un gran
poeta. Tampoco lo he pretendido.
—No tanto —le quito importancia—, es más aparatosa que nada.
—¿Una pelea en un bar? Antes no me han pasado desapercibidos los
hematomas a la altura de tus costillas.
No puedo evitar una carcajada.
—¿Tengo pinta de ser de los que se pelean en un bar?
—Aún no sé de qué tienes pinta.
—En mi defensa diré que ellos empezaron. —Le guiño un ojo y me
quedo tan tranquilo. Dios, no he colado tantas trolas seguidas a una misma
persona en mi vida. Ni a mi madre cuando llegaba cada fin de semana a
casa con chupetones en el cuello o cuando la liaba en los cumpleaños de los
colegas del pueblo a causa de los malditos: «A que no te atreves a…».
Hasta la policía apareció una vez que nos quedamos solos en casa y
trasladamos la fiesta de cumple al salón de mis padres…
—No es una herida que haya provocado un puñetazo. Ni veinte.
—No, no fue un puñetazo. Ni veinte. —Sonrío—. Fueron veintiuno.
Mencía sonríe también y niega con la cabeza. Sé lo que piensa: en esto
no me cree. Chica lista. Estoy a punto de meterle otra trola: que fue una
patada con una bota de punta de acero, muchísimo más creíble, por otra
parte, que la propia realidad (el coche en el que viajaba saltó por los aires a
causa de la detonación del vehículo delantero y mi casco reventó en mi
cabeza en la tercera vuelta de campana), pero entonces el ascensor se
mueve bajo nuestros traseros. Un bamboleo enérgico. Dos. Tres. Afianzo
las palmas en el suelo barra techo para no perder el equilibrio y espero a
que se detenga. El ascensor no va a subir ni a bajar mientras nosotros
sigamos aquí arriba, me he asegurado de ello.
Observo a Mencía; ella también me contempla con fijeza, los ojos muy
abiertos, pero sin estar asustada. Ya no. Asustada estaba antes, cuando se ha
visto encerrada, pero ahora, aquí arriba, se siente a salvo. Es una chica muy
valiente, lo sé.
Con un último chirrido estridente, y muy desagradable, el ascensor ceja
en su empeño de moverse.
—Ya pasó —le digo.
—¿Qué ha sido eso? —pregunta, más por curiosidad que por otra cosa.
No tengo ni idea, pero algo tendré que inventarme, dado que se supone
que soy experto en ascensores. Quizá se me fue un poco la mano con ese
asunto, pero me lo puso tan a huevo…
—Los chicos andan haciendo pruebas. —Estoy casi seguro de que he
acertado—. Están a punto de ponerlo en funcionamiento.
«¿Y qué vas a decirle cuando pasen dos horas más y no lo pongan en
funcionamiento, Marc? Bah, eso no va a ocurrir. Y, de todas formas, cada
fuego a su tiempo, joder, que no tengo veinte manos».
—Llevamos aquí casi una hora. ¿Cuánto suelen tardar estas cosas?
¡Y yo qué sé!
—Cada caso es un mundo —le explico con mi tono de entendido en la
materia—, imposible adivinarlo. Pero siempre se acaba arreglando. No te
preocupes. Espera, ¿qué es eso?
Mierda, me acaba de llegar un olor muy desagradable. Joder, que no sea
lo que estoy pensando. Por favor, por favor, QUE NO SEA LO QUE ESTOY
PENSANDO.
—¿Qué es qué?
—Ese olor.
—¿Qué olor?
—ESE OLOR.
Mierda, joder, es queso. Es puto queso. No me lo puedo creer. Me
levanto y comienzo a caminar en círculos dentro del minúsculo espacio del
que dispongo. Odio el queso. Lo odio con todas mis fuerzas. Es olerlo y
entrarme ganas de vomitar. No lo tolero. Creo que es lo único que no tolero
en el mundo.
—Huele a comida. Habrán abierto las cocinas para servir la cena del
bufet.
—Huele a queso —le aclaro, girando mi cuerpo para mirarla—. ¿Qué
comida ni qué comida? H.U.E.L.E.A.Q.U.E.S.O.
—¿Queso? —Olfatea con insistencia el ambiente—. Ah, pues sí, es
verdad. Huele a queso. Y a uno bastante fuerte; ahora me llega bien el olor.
Habrán preparado algún plato o algún postre a base de queso. Los hoteles
suelen organizar cenas temáticas. Quizá hoy toque un menú inspirado en la
gastronomía italiana.
—De puta madre.
—Oye —Mencía también se levanta y se acerca a mí—, ¿qué te pasa? Se
te ha ido hasta el color de la cara. Y estabas bien morenito.
—No me gusta el queso.
Una vez más, me mira con sorpresa.
—No te gusta el queso —afirma.
—No.
—¿Estás… estás así por el olor a queso?
—Lo odio. Se me está revolviendo el estómago, joder. —Qué puto asco.
Me pongo en cuclillas, con las manos sobre los muslos, y saco la cabeza por
el estrecho hueco que queda entre el ascensor y la pared de ladrillo—. En
serio, voy a vomitar.
—¿Vas a vomitar? Joder… —Mencía se sitúa a mi lado y se agacha
junto a mí. Pasa un brazo por mis hombros y me da suaves golpecitos en
señal de apoyo—. Jamás había presenciado una reacción así al queso.
Tienes pinta de estar pasándolo francamente mal. Eres al queso como
Superman a la criptonita.
—No te rías.
Ella carraspea.
—No me estoy riendo.
—Sí te estás riendo. —Se lo noto, joder. Y me cago en todo.
—Perdona, es que ¿en serio? ¿Queso, Marcos?
Giro la cabeza y la miro de muy malas maneras. Solo consigo que ella se
ría mucho más y mucho más fuerte. A carcajadas. Al menos tiene una
sonrisa bonita. Preciosa. Y los labios pintados de un rojo intenso. Me he
dado cuenta en cuanto ha entrado en el ascensor, pero no me ha parecido la
gran cosa, me he centrado más en su rostro en conjunto. Ahora creo que ese
color les queda de puta madre a sus labios. Y el contraste con los dientes
blancos y el pelo rubio es la hostia. Pero ¿por qué pienso en esto cuando
estoy a punto de vomitar? Serán los delirios que me provoca el queso. O
que la chica está realmente buena.
—¿No hay ninguna comida que no te guste?
—No como para descomponerme así y producirme náuseas con solo
olerla.
—Mi enhorabuena. —Ella se descojona con ganas. Oye, fenomenal—.
¿Y ahora qué te pasa?
—«Mi enhorabuena» —repite, imitando mi tono de voz. Le dirijo una
mirada letal—. Anda, levántate de ahí y comprueba por ti mismo que el olor
ha desaparecido.
—No ha desaparecido, te habrás acostumbrado a él.
—No, en serio. Ha desaparecido. Lo habrán usado para cocinar algo
puntual.
Levanto la cabeza y, con cuidado, con mucho cuidado, olisqueo el
ambiente. No se ha disipado del todo, pero es cierto que se ha rebajado
muchísimo, hasta límites tolerables. Vuelvo a respirar con normalidad.
Joder, qué mal rato he pasado. Puto queso.
Me pongo de pie con rapidez y Mencía hace lo mismo. No deja de
mirarme. No deja de mirarme ni de sonreír.
—¿Qué? —indago.
—Nada, solo imaginaba un apocalipsis a base de queso.
No sé la cara que pongo, porque no me la veo, pero Mencía, una vez
más, ríe a carcajadas. Yo primero la miro con fastidio y luego voy a por
ella. La abrazo por la espalda; emite un gritito muy gracioso y le revuelvo el
pelo, se lo revuelvo a conciencia para despeinarla. Eso, por las risitas. Que,
por cierto, no cesan. Pero ya no me importa, porque, joder, qué bien huele
esta chica. Me apremian las ganas de hundir la nariz en su pelo y
alimentarme de él; lo que sea con tal de eliminar el olor a queso.
Mencía para de revolverse y yo paro de revolverle el cabello. Gira la
cabeza hasta que quedamos cara a cara. Muy cerca. No dejo de abrazarla.
—¿Me estás olisqueando el pelo para camuflar el olor a queso?
Joder. Pillado.
—Mierda, sí.
Nos echamos a reír los dos, pero nos contenemos en cuanto escuchamos
voces al otro lado de la pared.
—¡Hola! ¡Hola!
La suelto al momento.
—Ha llegado la caballería —digo—. ¿Bajamos?
—Bajamos —acepta.
La intercepto justo antes de que descienda por la escotilla.
—No, espera.
Se me acaba de ocurrir una idea.
—¿Qué pasa?
—¡Hola! ¡¿Estáis ahí?!
Ignoro los gritos (¿dónde vamos a estar?), saco las llaves de uno de los
bolsillos del pantalón vaquero y se las enseño.
—Vamos a grabar nuestros nombres en el techo del ascensor. O en el
suelo, según como se mire.
—¿Perdona?
Se la ve genuinamente sorprendida. Me hace gracia. Inocente.
—¡Holaaa! ¡¿Eooo?!
—Para la posteridad —aclaro con una de mis mejores sonrisas. La
bajabragas.
—Pero ¿tú cuántos años tienes? Dejé de marcar mi nombre en los
árboles a los dieciocho. Y, además, no está permitido. Se considera acto
vandálico.
¿Acto vandálico? Anda, no me jodas.
—Oye, ¿qué pasa contigo? ¿Eres poli o qué?
Me río de mi propio chiste mientras niego con la cabeza, dado que soy
yo el poli, y comienzo a escribir un nombre en la superficie de metal. Su
nombre: Mencía. Con la tilde y todo. El chirriar del metal contra el metal es
un tanto desagradable, lo reconozco, pero cómo me gusta cometer estas
gamberradas. Me dan vida.
—¿Estás escribiendo mi nombre?
—No, ya he terminado. ¿Quieres escribir el mío? —Le ofrezco las
llaves.
Me las arrebata con mala cara. Sí, me las arrebata con mala cara, pero
escribe mi nombre: Marc…
—Vale. —La detengo un segundo antes de que escriba la vocal «o».
Mencía alza la mirada.
—¿Qué?
—Así ya vale. Marc está bien. Yo soy Marc.
—Marc —repite.
—Sí.
—Muy bien, pues Marc.
—Pues muy bien.
Dios, que no se dé cuenta de que le estoy vacilando con el «pues». Los
vascos y sus «pueses» para todo me hacen mucha gracia.
—¿Bajamos ya?
Pues no se ha dado cuenta. No te rías, Marc. No te rías, joder.
—Bajamos ya.
Pero no bajamos. Permanecemos uno al lado del otro, agachados junto a
la escotilla, mirándonos a los ojos con las cabezas muy juntas. Los suyos
son de un azul pálido, y me observan con curiosidad. Los míos… no tengo
ni idea de cómo la observan a ella.
—¡Holaaa!
6 Fuera
—¡Holaaa!
Pestañeo y regreso a la realidad. Me había perdido en el verde de los
ojos de Marcos, no por nada en especial, pero tienen un casi imperceptible
tono dorado que me ha llamado la atención. Creo que nunca había visto un
matiz así. O no me había fijado.
—Tienes los ojos amarillos.
—Pero qué cosas más bonitas me dices, titi. Para que luego digan que el
romanticismo ha muerto.
—Son ojos de lobo.
—Pero soy un lobo bueno. Un lobito. No muerdo, a no ser que me lo
pidas por favor. Y si me acaricias la colita, te traigo el periódico y todo lo
demás.
El tonteo le puede a este chico, es que le puede. Su vida debe de ser un
tonteo constante; a pesar de ello tengo que reconocer que me hace reír. Es
un tonteo sano, sencillo. Bonito. Le doy otro leve empujón y él finge perder
el equilibrio y casi caerse; nada más lejos de la realidad.
—Eso, por la guarranada de la colita —le aclaro.
—¿«Guarranada»? —Ríe a carcajadas—. ¿Es una palabra vasca o qué?
—¿No sabes lo que es una guarranada?
Marcos sonríe con socarronería, con el desafío dibujado en sus ojos
verdes y amarillos.
—La verdad verdadera es que no tengo ni pajolera idea. ¿Me lo
explicas? Y te pongo en antecedentes: soy muy fan de la Crítica de la razón
pura de Kant: primero la experiencia y luego, el conocimiento. Es mi…
razón para vivir. Pero volvamos a lo de la guarranada. Me gusta cómo
suena.
—¡HOLAAA!
Ambos nos dejamos de tonterías y nos miramos de nuevo a los ojos.
Expresan lo mismo: tenemos que bajar ya.
—Yo primero —se ofrece Marcos, dando por concluido el asunto de la
guarranada. No sé cómo sentirme al respecto. Creo que me apetecía
replicarle. Creo que habría alargado la conversación unas cuantas frases
más, aunque eso nos hubiera llevado a pasar más tiempo encerrados en este
ascensor. Me descoloca un poco, la verdad. Porque yo lo único que quiero
es salir de aquí.
Me aparto para cederle espacio y que pueda maniobrar. Se sienta y deja
caer las piernas por el hueco; apoya las manos a ambos lados y va
descendiendo poco a poco, despacio. Entonces brinca, y el propio ascensor
emite un quejido a causa del golpe. Y otro bamboleo. Asomo la cabeza para
fulminarlo con la mirada. ¿No podía dar un salto más comedido?
—¿Bajas o qué? —me pregunta desde abajo sin inmutarse.
Bajo. Comienzo a deslizarme de la misma manera en que lo ha hecho él.
Enseguida noto sus brazos rodeando mis piernas. Y es el toque menos
sexual que he sentido en la vida, pero, a pesar de ello, me envuelve el calor.
Me dejo caer y Marcos me baja hasta el suelo. Me suelta de inmediato y se
acerca a las puertas. Yo lo imito. Apoyo todo mi costado derecho en una de
ellas y aproximo la oreja. Marcos adopta la misma postura, pero con el lado
izquierdo de su cuerpo, los brazos cruzados.
—¡Estamos aquí! —grita en dirección al otro lado.
—Por fin. ¿Qué os ha pasado? Llevamos un rato llamándoos. ¿Todo
bien ahí dentro?
—Todo bien. Estábamos… —Marcos me mira con picardía y mueve los
labios. Creo que dice «haciendo guarranadas». Sí, por supuesto que lo dice.
Le respondo que «ni se te ocurra» a la vez que lo apunto con el dedo. Él me
guiña un ojo— desmayados.
—¿Cómo?
—Que casi nos desmayamos, joder, hace mucho calor aquí dentro.
—Os sacamos ya. El ascensor se ha bloqueado por motivos de
seguridad, no sabemos la causa. Hemos llamado a emergencias y el técnico
acaba de llegar al hotel; ha venido lo más rápido que ha podido. Dadnos
cinco minutos, ¿OK?
Marcos asiente con la cabeza y hace un gesto. Un gesto que repite
mucho. Es una especie de alzamiento de cejas fugaz, y viene a significar:
«Pues vale».
—Quizá sea tu padre —le digo.
—¿Perdona?
—El técnico. Que quizá sea tu padre.
—Ah. Mmm…, no lo creo. No trabajamos con esta casa.
—¿Marc? ¡Marc!
—¡Marc! ¿Estás ahí?
Marcos arruga la frente y afina el oído. Sonríe. Pero no con la
socarronería de siempre. Es… ¿ternura?
—Ahora sí que ha venido la caballería.
—¿Te están llamando?
—Sí, son unos colegas del pueblo. Había quedado con ellos en el bar del
último piso. Tiene unas vistas increíbles, y solemos venir a menudo a tomar
algo. —El mismo bar al que me dirigía yo—. También nos hemos colado en
la piscina alguna que otra vez. Yo, siempre obligado, por supuesto. Son
unos gamberros. ¡Tíos, soy yo, sí!
Al momento, a mi cabeza acude la imagen de un grupo de tíos colándose
en la piscina del hotel. Y Marcos lo lidera.
—Joder.
—¿Ves, Riv? Sabía que estaba dentro. Es que lo sabía. ¡Tío, sabía que
estabas dentro desde que nos hemos enterado de que se había quedado
atascado uno de los ascensores del hotel!
—Pero aun así llegaba tarde, así que deja de sacar la cara por él.
Marcos se crispa al momento.
—¡No llegaba tarde, capullos! —grita—. Llevamos dos horas aquí
encerrados.
Arqueo una ceja. ¿Dos horas? Ni de palo. Miro mi reloj: llevamos poco
más de una hora. Le ha sumado más de cuarenta minutos. Marcos advierte
mi gesto, me guiña el ojo otra vez y me pide silencio con un dedo en sus
labios. Este chico tiene mucha cara.
—Seguro.
—Claro que sí.
—¿Estás bien, Marcos?
Esa voz es de mujer. Es una voz cantarina y jovial.
—¡Gracias! Menos mal que alguien se interesa por mi integridad física.
Y, sí, estoy bien. Aunque ha habido un momento de mucha tensión.
Podría pensar que se refiere a mi episodio de claustrofobia. Pero no. Sé
que no se refiere a eso.
—¿Qué ha pasado?
—Voy a poner una queja en las cocinas. Tienen que controlar esa salida
de olores. Me parece inaudito que en un hotel de nueva construcción como
este pasen cosas así.
—Pero ¿qué dice?
—Yo qué sé. El encierro le habrá afectado a las neuronas.
—Es lo que le faltaba al poligonero.
—¿Por qué no contestabas a mis mensajes, Marc? Estaba empezando a
preocuparme.
—Ya salió el novio intenso y medio. Tampoco nos ha respondido a
nosotros. Y digo yo que iremos primero que tú.
¿Novio? Miro a Marcos y él hace un gesto con las manos para restarle
importancia. Me siento totalmente desubicada en la conversación. Marcos
la sigue sin problemas, reconociendo cada una de las voces. Está en su
hábitat.
—Cállate.
—Callaos todos.
—Chúpame un cojón. Tú no, Hug.
—Dos.
—Vale ya, ¿no?
—Yo tengo hambre.
—¿Otra vez?
—Sí, otra vez. Se llama «estar embarazada».
—Ya ves.
—¿Cuánto tiempo vas a explotar lo del embarazo?
—Nueve meses —apunta Marcos.
—Nueve meses —expresa alguien fuera, al unísono.
—Cómo me conoces, jefe. El otro día vi que habías apuntado la fecha
probable de parto en tu calendario de la clínica. Me emocioné; sé lo que
significa ese calendario para ti.
Marcos se desternilla de risa. Creo que en esa última frase hay más
ironía que sinceridad.
—Yo tengo que pasar más a menudo por esa clínica, debe de ser todo un
espectáculo. ¡Deberíamos trasladar los desayunos allí, Marc!
—¡Totalmente de acuerdo!
—El cuñado intenso habla poco, pero, joder, cómo las suelta cuando
quiere.
—Chúpame un cojón.
—No me robes la frase.
—Ya ves.
—¿Otra vez?
—Oye, Pris. —De repente, Marcos ha adoptado un tono solemne. Muy
solemne—. Tengo que decirte algo. Y a ti, Alex, ya que estamos. No
soporto guardármelo durante más tiempo.
—Eso suena a despedida.
—¿Es porque crees que no vas a salir de ese ascensor? Todo va a ir
bien, Marc.
—Nosotros también te queremos un montón, Marcos.
—Que no, joder —bufa exasperado—. Me he encontrado con Alicia.
—No me extraña que llegaras tarde. Te ha pasado de todo, macho.
—Y sin salir del pueblo.
—Dejad hablar al poligonero.
—No lo voy a contar aquí, delante de todo el mundo. Solo quería
recalcar que tengo algo que decir y así ya no puedo escaquearme.
—Qué intriga.
Eso mismo pienso yo.
—Si Marcos les confiesa un secreto a Pris y Alex, quedará entre ellos y
no va a llegar a nosotros. Se cierra el círculo.
—Claro que no se va a cerrar el círculo, principiantes. Marc no es el
núcleo. Pris se lo cuenta a Adri; Adri, a mí, y yo, a River. Fin del asunto.
—¿Y a mí cuándo me llega?
—Conmigo, Cat Cat.
—Si tú eres el último, ya puedo esperar sentada.
—A ti te llegaría mucho antes, a través de Dy.
—Cierto.
—Eso me gusta más. En nuestro grupo de WhatsApp. Porque si
esperamos a que nos lo cuente Alex…
—Podéis esperar sentados.
—Al menos lo corroborarás, ¿no, Alex? Que, en este grupo, lo del
teléfono estropeado es de juzgado de guardia.
—Alex.
—Qué.
—No me has contestado.
—¿A qué?
—Yo alucino con el nadador.
Marcos eleva los ojos al cielo y me hace un gesto con las manos que
viene a indicar: «Están un poco chalados, ¿qué le vamos a hacer?».
—Marcos, os sacan ya.
—Aleluya.
Marcos se aparta de la puerta y pulsa el botón de emergencia. Un
segundo es lo que tarda el ascensor en moverse. Levanto la cabeza hacia el
techo: por fin voy a salir de aquí. A Marcos no le pasa desapercibido mi
gesto y me da un suave apretón en el brazo.
—Lo has hecho muy bien. Deberías sentirte orgullosa.
—Gracias.
Ni siquiera sé por qué le doy las gracias. Tengo tantos motivos… Y uno
de ellos no es el halago que acaba de dedicarme. Yo no he hecho nada, nada
aparte de perder el control, en primer lugar, y dejarme llevar por él, en
segundo lugar.
Cuando el ascensor se frena, pienso por un segundo que no debería haber
cantado victoria tan rápido; se ha estropeado de nuevo. Pero no. Se ha
detenido porque hemos llegado a la cuarta planta. Las puertas se abren y…
y ahí fuera hay más gente que en la guerra. ¿De dónde ha salido? Gente que
se apresura a rodear a Marcos, internándose en el ascensor. No me
sorprende demasiado. A Marcos se le ve a leguas que es una persona
extravertida. El típico chico al que todos conocen y saludan por la calle.
Una. Dos. Tres. Cuatro. Cinco. Seis. Cuento hasta seis personas. Cuatro
chicos y dos chicas que, sin duda, son los que hablaban desde el otro lado.
Casi todos rubios. Me llama la atención. Sin embargo, soy incapaz de
reparar en nada más: sus rostros desfilan ante mis ojos como en una
nebulosa. Me resultan semejantes y diferentes a la vez. Sucede todo
demasiado deprisa.
Sus voces se solapan las unas a las otras, tanto que apenas distingo la de
Marcos entre ellas. Ni su figura.
Agarro mi pequeña maleta y abandono el ascensor del demonio. Ellos
parecen felices de haber entrado, pero lo único que yo quiero es salir.
Aunque la salida no es como me esperaba. No se me llenan los pulmones de
aire. Porque ya están llenos. No se me estabiliza el pulso. Porque ya está
estabilizado. Lo está desde hace mucho rato.
Dos empleados del hotel (los reconozco por el uniforme) se acercan a mí
y me preguntan si estoy bien. Asiento con la cabeza y a continuación se
dirigen tanto a Marcos como a mí. Sus amigos por fin han dejado de
acapararlo y han salido todos del ascensor.
—Lamentamos muchísimo lo sucedido y esperamos que no hayan
sufrido ningún percance.
—Estamos bien —asegura Marcos—. Se han pasado rápido las dos
horas.
—Marcos, que no cuela lo de las dos horas, ¡llegabas tarde! —dice una
de las chicas. Él la ignora.
—Bien —responde uno de los del hotel—. Vamos a realizar unas
pruebas con el ascensor. De momento lo dejamos fuera de servicio. Pueden
ustedes utilizar cualquiera de los demás.
—No, gracias —respondo yo al instante—. Mi maleta y yo subimos
andando.
Le pueden dar mucho por ahí a mi propósito de luchar contra mi
disparador fóbico. Yo no me monto en un ascensor en un año, por lo menos.
Y me voy directa a mi habitación. Mañana visitaré el bar.
—¿En qué piso te alojas? —me pregunta Marcos.
—En el veintiuno.
—Joder —exclama alguien por ahí.
—Los otros tres ascensores funcionan perfectamente, señorita.
—No, gracias.
—Pero son muchos pisos para subir por las escaleras.
Diecisiete; sé contar.
—Te acompaño para que no te aburras —me propone Marcos—.
Además, acabo de darme cuenta de que hemos estado dos horas encerrados
en un ascensor y no hemos hablado del tiempo. Increíble. Hay que ponerle
remedio o no me lo perdonaré en la vida. Luego os veo, gente.
Los amigos lo contemplan, y juro que cada uno de ellos lo hace de una
forma distinta. Uno se lleva los dedos a los lagrimales y niega con la
cabeza; otro resopla; otro sonríe; otro sonríe también, pero con otro tipo de
sonrisa. Una de las chicas levanta el dedo pulgar en señal de aprobación y la
otra le guiña un ojo. Es bastante bochornoso, pero Marcos ni se inmuta.
—¿Vamos? —me pregunta, abriendo la puerta que da a las escaleras de
emergencia.
Pues… vamos.
7 Dentro
Hemos tenido que hacer tres paradas por el camino. En la planta nueve, en
la quince y en la veinte. Hace dos años… hace dos años yo habría subido
sin descanso. Hace dos años. Hoy, no. Hoy me encuentro a menos del
cincuenta por ciento de mi forma física de antaño. No he dejado de hacer
deporte, pero ya no estoy en la élite.
El que sí parece estar en su cénit es Marcos. Apenas ha sudado, y solo se
ha detenido por mí, para darme un respiro. O tres. Y para hacer chistes de
vascos. Lo que ha desembocado en que yo, inevitablemente, riera y
malgastara más energía. Ha comenzado diciendo: «Una vez una vasca quiso
subir diecisiete pisos andando…». Hacía años que no reía tanto.
«Lady, lady, lady, lady». Y no dejo de tararear esa canción…
Saco la tarjeta magnética del bolsillo de mi pantalón y abro la puerta.
Marcos, al mismo tiempo, abre la boca, supongo que para despedirse, pero
lo freno con un gesto de la mano.
—Pasa, anda. Te daré una botella de agua. Acabas de subir diecisiete
pisos de escaleras.
—Me va la marcha. Y todavía no sé si tú eres acojonantemente ágil o
jodidamente vasca, digo cabezota. —Se interna en el dormitorio con total
confianza, como si fuera el suyo—. Guau. Menuda habitación. Nunca las
había visto por dentro.
Y no se conforma con quedarse en la entrada, sino que se adentra hasta
el fondo.
Echo un vistazo rápido: la verdad es que es una pasada. A la derecha hay
una cocina bastante amplia, blanca, impoluta. No la necesito, pero quería
una habitación en las alturas, y las de los últimos pisos vienen con cocina
incorporada. Después se abre un saloncito con un sofá, un televisor de
pantalla plana gigante, suspendido en la pared, y una mesa redonda de
cristal flanqueada por cuatro sillas. Y al otro lado de la pared de la que
cuelga el televisor, se encuentran la cama y el baño, ambos de tamaño
considerable. En conjunto, resulta diáfano. Y está todo muy nuevo. Es…
acogedor. Y cálido, a pesar de que el aire acondicionado está al máximo.
Transmite una sensación agradable, fresca y apacible.
Localizo el minibar enseguida y cojo una botella de agua. Marcos ha
salido a la terraza. Me desconciertan un poco las confianzas que se toma,
pero lo hace de una manera tan natural (o inocente, no lo sé) que es
imposible que me moleste. Lo sigo al exterior y el aroma del Mediterráneo
inunda mis fosas nasales en cuanto pongo el primer pie en la terraza. Me
encanta. Es tal y como lo ha descrito Marcos en el ascensor. O no. Mejor
todavía: es el olor de Marcos en el ascensor, pero elevado a la enésima
potencia. Casi puedo sentir la arena en mi piel y el salitre en el fino vello de
mis brazos. Y la suave brisa, tan cálida, a pesar de que el sol se haya ido a
dormir hace rato.
Aspiro con fuerza y me recreo en la figura de Marcos en medio de la
oscuridad. Ha cruzado los brazos encima de la barandilla y ha inclinado el
cuerpo hacia atrás con el culo en pompa. Me sitúo a su lado y sigo sus ojos:
el Peñón. Apenas se distingue su silueta en la penumbra, pero lo suficiente
como para saber que está ahí, imponente. Inmutable. Protegiendo a su
pueblo y a sus habitantes.
—Estas vistas son espectaculares —me dice sin apartar la mirada,
detectando mi presencia—. Si yo fuera tú, dormiría en la terraza. Estar ahí
dentro es un desperdicio.
Me resulta muy tierno que alguien que vive aquí no se canse de admirar
la belleza del lugar. Marcos ve el Peñón a diario (supongo), y aquí está, sin
poder despegar la vista de él mientras me habla.
—¿Cuántas veces has subido al Peñón? —le pregunto.
—Pocas. Unas doscientas o trescientas. Quizá mil. No sé. ¿Tú? ¿Has
subido alguna vez?
—Yo pocas de verdad. Dos. Quizá tres.
—Joder, menos mal.
—Menos mal, ¿qué?
—Si me hubieras dicho que has veraneado aquí y no has subido, tendría
que haberte retirado la palabra para siempre. Por muy buena que estés.
Marcos sonríe y se incorpora. Sonrío con él sin poder evitarlo. Menuda
boquita tiene el chico. Y qué peligro. Es un conquistador de manual. Me
pregunto si le funcionará con las chicas a menudo. Le ofrezco el botellín de
agua y se lo bebe de un trago. Yo pestañeo y me quedo paralizada durante
unos segundos. Paralizada y sorprendida. Creo que es por la visión de sus
labios rojos, mojados, que provoca un deseo irrefrenable de… besárselos.
Sí, de besárselos. No recuerdo haber sentido antes un impulso así. O un
deseo así. ¿Querer besar a alguien de la nada? No, no lo recuerdo. ¿Es acaso
posible? Pues parece que sí. Y resulta bastante sorprendente. Y… no
desaparece. Supongo que no lo hará hasta que…
—¿Qué me miras?
«Con total sinceridad: lo bueno que estás». Marcos tiene una belleza a
primera vista, lo cual resulta paradójico, dado que yo no la vi en un primer
momento, pero es definitivamente una belleza a primera vista. Y si le
prestas atención, si te acercas a su nariz, rebosante de pecas de un color
muy tenue…, es aún más guapo. Y a mí siempre me han acusado de ser
demasiado impulsiva.
Me aproximo a su boca, despacio, antes de que el agua de sus labios se
seque. Antes de cerrar los ojos, vislumbro un atisbo de sorpresa en su
mirada. Y me gusta. Conecto nuestros labios y agradezco que su respuesta
no llegue de inmediato, porque eso me da el margen que necesito para
saborearlos bien. Están fríos por el agua, pero calientes a la vez. Suaves. Y
saben a… No sabría decir a qué. Atrapo el inferior entre los míos, y luego el
superior; absorbo el agua que aún contenían y levanto la mirada. Me doy de
bruces con sus ojos verdes y con su sonrisa de canalla. Una sonrisa que
quiero volver a besar.
Entonces es él quien me besa a mí. Y también lo hace despacio.
Probándome. Su lengua sale de su boca, tímida pero decidida, y me acaricia
los labios. Se recrea en mi sabor como si fuera un… un helado nuevo que
quiere paladear. Introduce la punta de la lengua, tanteando, y deja que le
llene la boca. Porque, ante un nuevo sabor, el mínimo contacto es suficiente
como para que se te llene la boca entera. Siempre.
Es un beso de ¿toma de contacto? No lo sé. Es un beso ¿de adolescentes?
Tampoco lo sé. Pero es un beso increíblemente sensual y tierno al mismo
tiempo. Y ya sé a qué me sabe. Me sabe a recuerdos que ni siquiera sabía
que conservaba. Me sabe a este pueblo. A verano. A arena. A playa. A brisa
marina. A un mar de aguas templadas. A andar descalza. A… helados de
mil gustos diferentes en el paseo marítimo.
Unos segundos después, su lengua ya no es tan tímida, pero continúa
siendo decidida, tremendamente decidida, y se cuela en mi boca hasta el
fondo, sin miramientos. Entrelazándose con mi lengua. Es cuando percibo
la electricidad. Y un ligero vuelco en el estómago. Y quiero más. Una de
sus manos se enreda en mi nuca y la otra se posa en mi mejilla. Yo llevo las
mías a su cabello y le revuelvo los cortos mechones atrapándolos en mis
puños; se me escapan, de lo suaves que son, así que los agarro con más
ímpetu.
Su mano me distrae cuando desciende en dirección a mi cuello, llega
hasta mi camiseta y me acaricia el pecho con suavidad pero sin titubear.
Caramba, qué rápido es. Casi tan rápido como la excitación que se propaga
por todo mi cuerpo. Como la mecha de un explosivo cuando la acercas al
fuego. Y ha surgido de la nada. El fuego ha surgido de la nada. O de sus
manos. Tanteando, encuentra mi pezón y comienza a pasar la palma de su
mano arriba y abajo, hasta que ambos notamos cómo se endurece. Emito un
gritito de placer. Un gritito suave. Agradable. Un gritito que tiembla en
nuestras bocas. Y las llena de calor. De más calor.
Marcos lleva entonces las dos manos a mis pechos y travesea con ellos.
Yo floto en el aire, en medio de la terraza; detrás de mí no hay nada. Solo
un espacio en blanco. Y podría caer en cualquier momento, pero mi cuerpo
se impulsa hacia delante, buscando sus manos. Buscando que no paren de
acariciarme. O que me toquen sin más.
Marcos baja de nuevo hasta posarlas en mi muslo. Y no deja de darme
besos suaves en los labios. Yo quiero absorberlo todo. Después quiero darle
besitos, y él, comérmelos con ansia. Nuestros dientes chocan. Él ladea la
cabeza para un lado y yo, para el otro. No nos ponemos de acuerdo. Me río.
Son besos torpes. Nos estamos besando como adolescentes, cuando te
pueden las ganas y el descontrol. O como yo recuerdo al menos de cuando
era una adolescente.
Me toca el trasero con las dos manos y aproxima sus caderas a las mías.
Siento su erección. Nos frotamos con ansia desmedida, al mismo ritmo que
nuestras respiraciones. Y no puedo dejar de pensar que esto también es muy
de adolescente. Y que a mí me encantaba esa época en la que tocarse no
tenía más pretensiones que esa: tocarse. Experimentar. Explorar. Sentir ese
hormigueo… Ese hormigueo inocente que irradia desde mis pechos hacia el
resto de mi cuerpo. Y lo siento a él tan cerca… Tan cerca.
Sin dejar de abrazarnos ni de besarnos, con más torpeza aún, nos
desplazamos por la terraza y entramos en la habitación. No llegamos
demasiado lejos. Marcos me apoya en la mampara de cristal y yo, por fin,
me dejo ir hacia atrás, sabiendo que ya no voy a caer, que algo me sujeta.
La unión de nuestras bocas se rompe, y Marcos esconde la cabeza en mi
cuello mientras no deja de embestirme contra el cristal. Y yo, a pesar de que
ya me siento desnuda, necesito desprenderme de mis vaqueros, que me
arden en las piernas. O quizá la que arda sea yo. También necesito quitarle
sus pantalones. Bajo la mirada, y es entonces cuando me doy cuenta de que
Marcos ya ha desabrochado el botón de mis vaqueros. ¡Y de los suyos!
Increíble. Su erección asoma por encima de la ropa interior. Por eso lo
sentía tan cerca. Por eso yo estaba combustionando.
—Joder —pronuncio asombrada.
—Danos unos minutos. Todo a su tiempo —replica sobre mi boca.
—Joder —repito. Noto que él sonríe—. Me has desabrochado los
pantalones y ni siquiera me he dado cuenta.
—Lo sé.
—¿Cuándo?
—Mientras me tirabas del pelo. La segunda vez.
Mierda. No lo recuerdo. Arrugo la frente y él sonríe de nuevo. Dios, qué
sonrisa más bonita. Y qué capullo.
—Capullo.
Me ha salido del alma. Él, como única respuesta, clava más fuerte sus
caderas en las mías, y es tal el calor que me trepa por la espina dorsal que
necesito quitarme la camiseta. O todo. Necesito quitármelo todo. Necesito
estar desnuda. Es alucinante cómo le sobra la ropa a cualquier ser humano
en un momento tan íntimo y deseado como este.
Nos vamos deshaciendo de las prendas de camino a la cama. Su camiseta
es lo primero en caer, y la mía se desploma justo encima. También mi
sujetador. Pero no llegamos a la cama. Nos quedamos anclados en la pared,
al lado de una de las mesitas. Entonces descubro de nuevo los hematomas
en su cuerpo, a la altura del esternón. Me detengo. No sé por qué, pero
ahora los veo de diferente manera a la primera vez. Ahora son más…
protagonistas, o más intensos para mí.
—Pero ¿qué te hicieron? —pregunto sin poder contenerme. Estas
lesiones no son ninguna tontería.
—Oh, deberías haber visto cómo quedaron ellos —responde fanfarrón.
Lo miro con mala cara—. Estoy bien. Ha pasado tiempo —me asegura con
una sonrisa más que adiestrada y volviendo a la carga. Yo me dejo envolver.
Acerca sus labios a mis pechos; se mete uno en la boca mientras me
acaricia el otro, y ahora sí soy consciente de enredarme en su pelo y de
bajar mis labios a su cabeza. Marcos no utiliza colonia, o yo no la detecto,
pero desprende un olor alucinante. Único.
Su lengua recorre mi cuerpo, mi cintura, mi pelvis, y me impregna con
su saliva mientras me baja los pantalones y las braguitas. Se deshace de
todo y sube directo a mi clítoris. De nuevo, sin titubear. Y, oh, Dios. Estiro
los brazos y los dejo apoyados, desmadejados, contra la pared. No puedo
dejar de mover las caderas. Ni de abrir las piernas. No puedo dejar de abrir
las piernas.
Sus manos me acarician por todas partes y siento su lengua muy suave,
más suave que en mi boca. Mi boca. Lo cojo del pelo y alzo su cabeza:
necesito tenerlo dentro de mi boca. Porque la boca… siempre será la boca.
Es la forma más profunda de sentirlo. De saborearlo. De tomarlo. Me gusta
su boca en mi boca. Me gusta más incluso que su lengua en mi entrepierna.
Le bajo con torpeza los pantalones mientras nos besamos, los bajo hasta
donde me dan los brazos, que no es mucho; por suerte, él acaba mi
cometido y se los quita del todo. Es entonces cuando comenzamos a
magrearnos de verdad. ¡A magrearnos! Él me acaricia con dos dedos y yo
introduzco la mano dentro de su ropa interior y accedo a su erección. Es
suave. Todo en Marcos es suave. ¿Por qué todo en Marcos es suave? ¿Por
qué, si estamos teniendo un tipo de sexo muy lejos de ser íntimo? Porque
¿qué otro tipo de sexo pueden tener dos desconocidos? Me refiero a que no
estamos haciendo el amor. Estamos follando. O, mejor, nos estamos
masturbando contra una pared. Y yo me siento como una cría de veinte
años, pero me gusta. Me encanta.
Unos minutos más de magreo y estoy al límite. Mis gemidos le dan a
entender a Marcos lo que está a punto de pasar, seguro. Se separa de mi
boca y nos miramos a los ojos. Y nos sostenemos la mirada. Creo que no
hay nada más excitante que dos personas mirándose a la cara mientras están
al borde de correrse. Y si antes me gustaba la boca abierta de Marcos, ahora
creo que es lo más bonito y lo más sensual que he visto. Tanto que me niego
a besarlo, aunque me muera de ganas. Necesito mirarlo. Pero algo me
distrae de nuevo. Otro movimiento. Bajo la mirada y veo dos de sus dedos
colarse en mi interior. Y de pronto siento la necesidad de acercarlo más a
mí, por eso dejo de masturbarlo y llevo mis manos a su trasero, por debajo
de sus bóxer. El trasero de Marcos es… es un buen trasero. Redondo y
firme. Lo acaricio; me vuelvo loca al sentir su erección en mi pelvis, arriba
y abajo. Pero no es solo su erección. Vuelvo a dirigir la vista hacia abajo.
Oh, Dios. Oh, Dios mío. Marcos se está masturbando. Con una mano me
toca a mí y con la otra se acaricia a sí mismo. Jadeo. Mi mirada se cruza
con sus ojos. Y ni lo preciosos que son puede evitar que mire de nuevo
hacia abajo. Hacia su mano experta bombeándose a sí mismo. Sus nudillos
rozan mi clítoris. Agarro su otra mano, que me estaba penetrando, y la llevo
a mi pecho. Dejo que sean esos nudillos, que tocan su erección, los que me
toquen también a mí.
El orgasmo me sacude un segundo después. Fulminante. Indiscreto. Y
me fallan las piernas. Marcos intenta sujetarme, pero yo no quiero que me
sujete. Quiero dejarme caer. Así que los dos nos deslizamos juntos, por la
pared, hasta el suelo. Marcos queda de rodillas, con el trasero apoyado en
los talones, y los calzoncillos tan descompuestos que no dejan nada a la
imaginación. Y la mía es desbordante. Y necesito más. Más sexo. Porque el
deseo aún no se ha apagado en mí. Y el sexo no es más que una cuestión de
deseo.
Poso las palmas en su torso y lo empujo con cuidado, para dejarlo justo
como lo quiero: sentado en el suelo con las piernas abiertas. Marcos no es
mi novio. Ni siquiera forma parte de mi vida. Acabo de conocerlo. Pero me
excita. Me excita muchísimo. Me atrae. Me atraen sus ojos, tan verdes
como la hierba recién mojada por la lluvia del norte. Me atraen las
arruguitas de sus párpados. Me atrae su boca entreabierta. Y la expresión de
su rostro. Por eso gateo hasta él y lo beso.
—Dime que llevas preservativos encima.
—Desde los catorce.
Me aparto de su boca al instante.
—¿Llevas el mismo preservativo en la cartera desde los catorce?
—No, joder.
Jamás pensé que se podría bromear así durante una sesión de sexo, pero
me ha salido solo y… ha salido bien. Me río y él me imita. Y en ningún
momento se nos enfría la excitación. Yo noto la mía en cada terminación
nerviosa, y la erección de Marcos no ha bajado ni un ápice.
—Sigue —le pido, observando su entrepierna. Lo entiende a la
perfección y comienza a masturbarse nuevamente mientras yo busco el
preservativo entre su ropa.
Alcanzo sus vaqueros y lo encuentro enseguida. Lo desenvuelvo sin
dejar de contemplarlo a él, no puedo, y me pierdo unos segundos de más en
admirarlo antes de decidirme a ponérselo. Me encanta que Marcos se toque.
Porque es natural. Una de las acciones más naturales que existen: darse
placer a uno mismo. Con renuencia, pero muerta de ganas al mismo tiempo,
le coloco el preservativo mientras él continúa masturbándose, ahora más
despacio. Me encaramo a sus muslos y nos miramos a los ojos justo antes
de que yo descienda despacio y él empuje las caderas. Nuestros cuerpos
entran en contacto. Ambos suspiramos de puro placer.
Comenzamos a movernos arriba y abajo, pero no al unísono. Lo
hacemos de manera desordenada. Un poco caótica.
—Ah —se queja de pronto.
Mierda. Me detengo. Creo que mis manos han apretado demasiado su
cuerpo herido.
—¿Estás bien?
—Sí, solo es una de las costillas. Sigue un poco magullada.
—Te metiste en una buena pelea.
—Me meto en peleas a diario. Continúa.
Dudo un instante, pero él me espolea con sus movimientos indecentes y
sensuales. La mezcla es explosiva. Me deleito con su visión, tan ágil,
sudorosa, mientras me revuelvo sobre su cuerpo. Lo abrazo por el cuello y
dejo mis pechos al alcance de su boca. Y entre intentar abarcarlo todo —
mis pechos, mi boca, mi interior— y la fuerza de nuestras embestidas, se
sale de mi interior. Dos veces. Reímos la segunda. Reímos a pesar del
desastre. Desastre que a mí me encanta, porque cada vez que él vuelve a
entrar es una gozada.
—¡Joder! —exclama Marcos a la tercera.
Creo que el hecho de que aún no se haya quitado los calzoncillos no
ayuda a la causa. ¿En serio no hemos encontrado ni un momento para que
desaparezcan de nuestra vista? Parece que no. Ni lo vamos a encontrar.
Me empuja por los hombros con suavidad y me conduce hasta el suelo;
se ubica encima y volvemos a empezar. Yo estoy a punto de explotar. Me
rozo con su abdomen y él mete la mano por dentro. Llega a mi clítoris en el
mismo instante en que el segundo orgasmo me devasta. Y nos corremos los
dos a la vez. Caemos desmadejados uno encima del otro poco después.
Increíble. Ha sido increíble. Un polvo de principiantes total. Torpe,
desde el principio, pero… maravilloso. Único. Abro los ojos cuando
Marcos junta su frente con la mía. Está todo sudado. Está increíble. Como
el polvo que acabamos de echar. Yo también sudo por todas partes, el
flequillo pegado a la frente. Me acaricia la nariz con su nariz y entonces…
—Guau —exclama.
—No te has quitado los calzoncillos.
—No me jodas. —Mira hacia abajo—. Hostias, increíble.
Me río por la coincidencia del adjetivo. Él sonríe. Y esa sonrisa, con esos
labios rojos magullados por los míos y esas mejillas sofocadas, con las
pecas más brillantes que nunca, la dejan a una embobada.
Me dejan a mí embobada.
Marc. Marc.
Ya sabía yo que eras un conquistador nato. Y te funciona. Vaya si te
funciona.
Marcos
Los pastelitos están de muerte. Me he comido cinco seguidos. Y el cruasán,
exquisito. Hasta el café está bueno. Nos zampamos más de medio desayuno
en un tiempo récord, una de mis mejores marcas. Follar es lo que tiene, que
da hambre.
—¿Ese sonido es tu móvil o el mío? —me pregunta Mencía.
—El mío.
Lleva un rato vibrando sin parar. Y yo reconozco la vibración de mi
móvil. Con cierta pereza, me decido a cogerlo. Puede ser importante.
Salto de la cama y rebusco entre la ropa tirada por el suelo. Se debió de
caer ayer mientras nos desnudábamos. Lo encuentro debajo de una de mis
deportivas. Tengo varias llamadas perdidas y un montón de mensajes. Voy
directo a los que hacen vibrar el teléfono en este momento, los que
conciernen a dos de mis cuñados.
Pongo los ojos en blanco. Si lo sé, no busco el teléfono. Pero ahora que
he leído los mensajes… ahora que sé que ellos están allí, esperándome, no
puedo dejarlo pasar. Quiero demasiado a mi familia. La quiero por encima
de todo. Por encima de la tía más guapa que he visto en mi vida.
Marcos:
Voy, capullos.
Marcos:
Lo de «capullos» es por interrumpir lo que acabáis de interrumpir.
Marcos:
Capullos.
Marcos
Casi impacto con mi hermano Adrián al entrar en el pub de Pedro.
—Hombre, el currante de la familia —me saluda cuando levanta la vista
del teléfono y descubre que soy yo quien casi le estampa el vaso de café
para llevar en la impoluta camiseta blanca.
Coloca su mano en mi hombro y lo aprieta con fuerza. Aquí hay mucha
historia. Ese gesto que parece simple y casual no lo es. Estoy harto de que
la gente de la calle diga que los geos solo trabajamos tres o cuatro veces al
año, cuando se nos requiere para operaciones especiales, porque es mentira.
Trabajamos más que cualquiera. Tenemos que estar disponibles veinticuatro
horas al día, trescientos sesenta y cinco días al año. Trescientos sesenta y
seis, si es bisiesto. Me faltan dedos en las manos para contar las ocasiones
en que he tenido que salir de mi cama a toda hostia en plena noche para
cubrir un operativo. Y mi familia lo sabe. Y lo odia cada día de su vida. La
frase predilecta de mis padres y de mis hermanos cuando están
especialmente nerviosos es: «La unidad y tú salís por la ventana cualquier
día» (la «unidad» es como nos llamamos entre nosotros). Luego se
arrepienten de decírmelo. Por eso se ríen de mí y me vacilan con que no
curro, porque es nuestra manera de restarle importancia a mi trabajo y a
toda la mierda que nos envuelve. Cada familia gestiona los asuntos como
puede, y este es nuestro método.
Pero la preocupación que se refleja en sus rostros cada vez que me tengo
que ir a trabajar, solo a trabajar, es de auténtico pavor. Ya ni hablemos de
cuando suena mi teléfono en su presencia y debo salir corriendo: es horrible
dejarlos en esas condiciones. Pero tengo que hacerlo. Porque amo mi
trabajo. Lo peor de este curro es la parte que concierne a la familia, porque
muchas veces no saben dónde nos encontramos, pero sí saben que podemos
estar a las tantas de la noche en medio del mar, en una misión un tanto
suicida, con delincuentes imposibles de predecir. Porque la gente normal
tiene miedo a morir. Pero no toda la gente es gente normal. Hay personas
que no temen a la muerte. Y esas son las más peligrosas. Esas son a las que
nos enfrentamos a diario.
Así que mi familia se queda tocada cada vez que me marcho. Pero no lo
dicen. No lo hacen, por mí. ¿Y yo? Yo, cuando estoy en casa, en el pueblo,
me paso el día entero con ellos, con quien sea, siempre. Si estoy en la calle,
estoy con alguno de ellos, y si estoy en casa, estoy con mi madre viendo la
televisión o incordiándola en la cocina. Lo que sea con tal de pasar las horas
con mi familia. Siempre con mi familia. Son mi máxima prioridad. Y nunca
estoy solo. No podría. La vida es demasiado corta como para desperdiciarla
lejos de la gente a la que uno quiere.
—¿Te vas? —le pregunto a mi hermano.
—Sí, a currar. Ahí te los dejo —responde, señalando a Alex y a Dylan.
—¿Has puesto orden entre los cuñados?
—Como si pudiera…
Cierto. Sonrío y le devuelvo el apretón antes de que se aleje del todo.
Adrián es… Adrián. Una de las mejores personas que habitan este planeta.
Adrián ama sin límites. Y siempre está pendiente de nosotros. Muchas
veces pienso que algo muy bueno habré hecho yo en otra vida para tener la
familia que tengo en esta, aunque no sé el qué.
Me aproximo a la mesa de siempre, la del fondo, donde Dylan y Alex le
hacen carantoñas a mi sobrino. Tropiezo con un ¿coche de bomberos? que
me resulta familiar y pego un buen resbalón; no me doy de bruces contra el
suelo porque tengo mis reflejos. O por pura suerte.
—¿Esta semana también estás de descanso? —me pregunta Pedro de
camino, interceptándome bandeja en mano, y recogiendo a la vez el juguete
del suelo. Es una máquina. Pedro no es solo el dueño del pub y uno de mis
mejores amigos en el pueblo. También es el tío que nos da de desayunar
casi a diario.
—Sí. Hasta el lunes que viene no empiezo.
Los geos trabajamos por semanas. Y descansamos por semanas. Mis
semanas de descanso se han visto incrementadas en los últimos tiempos tras
lo sucedido con la embajadora en Kabul, y que prefiero no recordar. Sin
embargo, a partir del lunes que viene, me reincorporo a tope. Me encuentro
perfectamente y tengo unas ganas tremendas de recuperar mi vida.
—¿Y todo bien con eso? —añade, escrutándome con la mirada.
—Todo bien.
Pedro es un buen tío. Muy buen tío. Y ni él ni, muchísimo menos, mi
familia (ellos serían los últimos en saberlo) saben lo que ocurrió realmente
en el accidente. Son conscientes del ataque terrorista en sí, pero ignoran los
detalles respecto a mi vivencia personal. Y así debe ser. Si les hablo de lo
que sentí cuando la bomba fue detonada y mi coche saltó por los aires, y no
me refiero solo a lo que sentí físicamente, los destrozaría. Yo sé manejarlo,
por eso soy lo que soy. Ellos, no. Si un adulto tuviese que explicarle a su
hijo de diez años el daño que se ha hecho al cortarse con un cuchillo,
intentaría paliarlo. Digo yo. O, al menos, es lo que yo haría: «Tranquilo,
chaval, no duele tanto, solo un poquito». ¿Dónde está el límite del engaño?
Francamente, no tengo ni idea. Solo soy un tío normal que intenta proteger
a su familia. Por eso, lo primero que hice en cuanto fui capaz, antes incluso
de cerciorarme de que estaba vivo y con todo en su sitio, fue buscar el
móvil y asegurarme de que supieran que estaba bien. River hizo el resto.
Llego a la mesa y tomo asiento en mi lugar habitual (aquí todos tenemos
nuestra silla), al lado de Alex y frente a Dylan. Los tres perros de mi
cuñado, que reposaban tan tranquilos junto a Dark (el perro de Alex y Pris),
enseguida vienen a chuparme los tobillos. Son muy revoltosos; Dark es más
tranquilo. Pedro no permitía perros en el pub hasta hace relativamente poco.
El trío calavera abrió la veda y, después, vino Dark.
Alex ha colocado a Álvaro entre Dy y él, en la trona que Pedro le
compró hace unos meses. No se lo ve demasiado contento. Y el suelo está
lleno de juguetes. No juguetes dispuestos estratégicamente, sino juguetes
lanzados con mucha mala hostia. Es la mezcla de sangre Cabana y St.
Claire que corre por las venas de mi sobrino.
—¿Qué tal el viaje? —le pregunto a Dylan; acaba de llegar hace escasas
horas. Por fin tiene un descanso de diez días dentro de la gira promocional
de su nuevo disco, en la que anda inmerso desde hace siete meses y medio.
Le queda poco más de uno y medio para terminar y recuperar su vida en el
pueblo. Tres conciertos. Tres ciudades. Está contando los días. Y mi
hermano Hugo, más, porque, por mucho que se empeñe en negarlo, ha
adelgazado por lo menos cinco kilos en los últimos meses. Y Dylan, como
continúe así, va a acabar consumido. Por eso me gusta que venga a
desayunar con nosotros: lo cebo sin que se entere. Y Hugo siempre se pasa
por aquí con cualquier excusa de mierda, así que también lo cebo a él. Y
todos contentos. Mi madre, la que más. En fin, que la gente normal «odia»
los días entre semana y ama los fines de semana. Para mi cuñado es al revés
porque, normalmente, los conciertos los da en fin de semana.
—Muy largo. ¿Y tú dónde andabas?
—Con una tía.
—¿Con la del ascensor?
Echo una mirada a Alex, arqueo de cejas incluido.
—Solo lo he puesto en antecedentes —se defiende a la vez que saca al
niño de la trona. Había comenzado a hacer pucheros, y eso es algo que
ninguno de nosotros permitimos bajo ningún concepto.
—Pásamelo —le pido a Alex, señalando al niño—. Y, sí, he pasado la
noche con la tía del ascensor, que, por cierto, es la tía más guapa que he
visto en mi vida.
Tenía que decirlo. Alex tuerce un poco el morro.
—No estaba mal, pero tampoco es para tanto.
—¿Que no estaba mal? No tienes ni idea.
—Descríbemela —interviene Dylan.
Lo hago mientras Pedro me sirve el desayuno y yo entretengo a mi
sobrino con carantoñas y mil chorradas más. Tampoco parece convencido:
solo quiere coger todo lo que hay sobre la mesa, pero ya hemos aprendido,
a base de vajilla rota y de ropa mojada, que no debemos dejarlo tocar nada.
—¿Rubia de ojos azules? —resopla Dylan tras mi descripción—. No
eres típico ni nada. Vamos, Marc, dame algo más.
—Mi hermano, y tu marido, es rubio de ojos azules.
Eso es lo que le doy. En toda la boca. Él chasquea la lengua y comienza
a defender a ultranza la belleza de mi hermano, pero lo freno enseguida,
porque yo he venido aquí a hablar de Mencía. Comparto con ellos la noche
que hemos pasado juntos, sin entrar en detalles. Les hablo de lo a gusto que
hemos estado. Empiezo por el principio, por el asunto del ascensor, Alicia,
nuestra conversación, su huida, la posterior llegada de la rubia de ojos
azules… Y termino acordándome de que se me ha olvidado pagar el
desayuno en la recepción del hotel. Mierda. Tendré que volver.
—Espera —me dice entonces Dylan.
—¿Qué?
—¿Y ya?
—Sí, ya. ¿Por qué?
—Me he perdido la parte en la que le pides el número de teléfono a la
rubia de ojos azules. —Alex y yo nos desternillamos de risa mientras
negamos con la cabeza. El número de teléfono, dice. Qué cachondo. Él nos
mira con el ceño fruncido—. ¿De qué os reís, sinsorgos?
—¿El número de teléfono? —exclama Alex—. ¿En serio? Tú no te has
enterado de nada.
—No, gracias —añado yo—. Así empieza todo. Por pedir el número de
teléfono. Y luego acabo en el altar, plantando a la novia. No va conmigo lo
de los números de teléfono. Definitivamente, paso.
—Marc nunca repite con la misma chica «D. A.» —le explica Alex.
—¿«D. A.»? ¿Después de Alicia?
—Correcto.
—Eso es una gilipollez. Si es la tía más guapa que has visto en tu vida,
tienes que pedirle el número de teléfono. A mí tu hermano me pareció el tío
más guapo que había visto en mi vida y me planté en la puerta de su casa
días después de conocerlo.
—¡Exacto! Y ahora estás casado con él. No, gracias. De momento, estoy
feliz como estoy.
—Así nunca vas a llegar a nada.
—Ahora empiezas a entenderlo. Oye —interrogo a mi sobrino; no ha
dejado de quejarse y de agitarse en mi regazo—, ¿y a ti qué te pasa?
—Quizá sea hambre.
Alex mira el reloj de su muñeca. Niega con la cabeza.
—Aún es pronto para el segundo biberón.
Ya, pues yo estoy de acuerdo con Dylan: parece querer lanzarse a por
mis tostadas con mermelada. Las mira con ojitos. Pobre criatura.
—Yo también creo que es hambre.
—Son las nueve de la mañana. Hasta las nueve y media no le toca
redesayunar.
—El niño no entiende de horarios, solo de que tiene hambre, Alex. Y es
media hora, no me jodas.
—Aunque es cierto que hoy ha desayunado menos que otros días.
—¿Ves? Ahí lo tienes. El crío tiene hambre. Y más aún si lleva aquí un
rato, viéndoos comer a vosotros.
Alex coge la mochila que cuelga del carrito de Álvaro, se levanta y se
dirige a la barra a que le calienten agua para el biberón. Si me lo sabré yo
ya. El niño, en un descuido mío, se abalanza sobre mi plato.
—Ey, ey. —Lo sujeto con fuerza—. Que esta no es tu comida.
—Dale un poco de tostada —sugiere Dylan—; se muere por comer algo.
Menudo padrazo, el nadador.
Estudio la cara del niño. Y no me lo pienso ni un segundo. Está
famélico. Le ofrezco la tostada con mantequilla y mermelada. Y cómo se la
come el tío. Se relame y todo. Dylan le roba el sitio a Alex para quedar más
cerca de nosotros y me ayuda a darle de comer. Álvaro se pringa la boca y
las manos, pero ahora sí se lo ve feliz. Si hasta salta e intenta aplaudir.
—Pero ¿¿qué hacéis?? —grita Alex cuando regresa con el biberón
preparado.
—Darle de comer.
—¿De qué sabor es esa mermelada?
Yo me fijo en el color rojo. Dylan la prueba con el dedo.
—De fresa —afirmamos al unísono.
—No me jodas. No le deis más. Joder…
Alex, un tanto enloquecido, comienza a rebuscar en la mochila del niño.
Saca unos papeles y los lee frenéticamente.
—¿Qué ocurre? —pregunto.
—¡Que todavía no ha probado la fresa! No le toca hasta la semana que
viene, que tenemos revisión. Joder, me voy al hospital.
—¿Nos estás vacilando? —pregunta Dylan. Me ha quitado la palabra de
la boca.
—No, el melocotón y las fresas son frutas superalergénicas para los
bebés. De momento solo le damos plátano, manzana, naranja y pera. ¿Y si
es alérgico? Cómo me la liais… Os lo he dejado un puto minuto, joder.
Priscila me mata. Voy a llamarla.
Miro una vez más a mi sobrino: está feliz de la vida en mi regazo. Parece
que quiere hasta darnos las gracias. Además, ningún Cabana sería alérgico a
las fresas. En todo caso, al queso.
—No llames a Pris, no la preocupes por nada; tengo una idea mejor —
propone Dylan. Levanta una mano y, con la otra, coge su teléfono y llama a
alguien—. ¿Babe? ¿Cómo va la mañana? Nosotros muy bien, aquí, sin nada
reseñable. Oye, estamos jugando a casos hipotéticos y, ya que tú eres un
hombre de ciencias, queremos preguntarte algo. Es por mera curiosidad.
¿Qué pasa si una persona alérgica come algo que le produce alergia?
¿Cuáles serían los síntomas? Y me refiero a la primera vez. ¿Cómo se daría
cuenta de que es alérgica? Eh… ¿persona adulta? —Dylan carraspea—. No,
persona adulta, no. Pongamos mejor el caso de un niño o… ¿de un bebé de
un año? Por decir algo. —Dylan arruga la frente y aleja el móvil de su oreja
para fijarse en la pantalla—. Se ha cortado. Estará liado.
—Te ha colgado —me carcajeo. Hugo es así. Chorradas, las justas, y
menos si está en horario laboral.
—¿Y ahora qué hago? —continúa Alex—. Yo me quedo más tranquilo si
lo llevamos al centro de salud en un momento.
Joder, el otro.
—A ver, solo ha probado un poco. Y es mermelada, tío. Yo no sé el
porcentaje que tiene esto de fruta auténtica.
En los siguientes minutos, Alex mete un dedo en la boca de su hijo para
limpiar los restos de mermelada (que no había ni uno, ya que estamos,
porque se la ha tragado pero bien); Dylan insiste en llamar a Hugo; Pedro
revisa en la etiqueta de la caja de las mermeladas el porcentaje de fruta, y
yo vigilo que en la cara de mi sobrino no aparezcan rojeces o manchas
extrañas. Entonces los cuatro perros se vuelven locos y salen corriendo de
debajo de la mesa, justo un segundo antes de que en el pub aparezca mi
hermano Hugo con mi otra cuñada, Catalina.
—¿Qué le habéis dado al niño? —nos acusa él mientras Cata, a su lado,
nos mira con los brazos cruzados, meneando la cabeza.
—Nada —alegamos los cuatro a la vez.
Álvaro se vuelve loco por la presencia de mi hermano y de Cata.
Después, Pedro trata de escabullirse con escaso disimulo. Capullo. Yo,
antes de que se vaya, le echo una mirada para que le traiga algo de comer a
Hugo. Y a Catalina, que está embarazada. Ya que han venido hasta aquí…
Hugo aproxima su rostro al del bebé, que sigue en mis brazos, y la ve. Es
una maldita y minúscula gota de mermelada, el único resto que ha quedado,
pero él la ha visto. Por supuesto que la ha visto. La coge con el dedo. La
prueba. Mira mis tostadas en la mesa, o lo que queda de ellas, y entonces
nos grita:
—¡¿Le habéis dado mermelada de fresa?!
—¿Vamos al centro de salud? —pregunta Alex al momento, preocupado.
Yo bufo. Qué rápido ha cantado.
—No —responde Hugo—. Pero dejad ya de experimentar con el niño.
Ceñíos a darle de comer lo que tiene que comer. No es tan difícil. Al final
se lo cuento todo a Pris. La semana pasada fue helado de vainilla; la
anterior, palmera de chocolate, y ahora esto.
Mmm, sí, cierto. Se me había olvidado lo del helado de vainilla y la
palmera de chocolate…
—¿Helado de vainilla y palmera de chocolate? —exclama Dylan,
haciéndose el indignado—. Ya os vale.
—Tú me has azuzado con la tostada —lo acuso. Aquí no se libra nadie
de la ira de mi hermano.
—Yo no azuzo. Jamás.
Hasta Hugo levanta una ceja, apartando por primera vez la vista de la
cara de nuestro sobrino.
—Tiene cacas —le anuncia a Alex.
—Marc, joder.
¿Perdona?
—¿Qué?
—Que lo has tenido encima todo el rato.
—¿Y? Yo qué sé si está cagado o no. Además, con todo este lío, nos
hemos desviado de la conversación. Y es que, ayer —informo a Hugo y
Cata—, conocí a la tía más guapa que he visto en mi vida.
Justo Pedro aparece con algo de comer para los recién llegados. Hugo
pasa. Bufo. Yo le meto una tostada en la boca, aunque sea por la fuerza.
Cata se sienta en la silla que queda libre:
—Yo voy a comer un poco. Que estoy agotada, embarazada y mi jefe me
explota. Increíble que la criatura que llevo dentro de mi vientre sea sangre
de su sangre. El hijo de su propio hermano. Y ahí me tiene todo el día, a
destajo.
Todo mentira; bueno, lo del embarazo, no, pero mi hermano no la
explota, ni muchísimo menos: la tiene en palmitas. Cata es feliz en su
trabajo, pero le encanta tocarle los huevos a Hugo. Y yo soy feliz siendo
testigo de esa especie de conexión que hay entre ellos.
Le paso el niño a Alex para que se ocupe de él y yo pueda encargarme de
mi otro niño: cojo una de las tostadas y se la ofrezco a Hugo. Le da cuatro
mordiscos rápidos y comienza a despedirse.
—Me voy a currar ya. Algunos tenemos que hacerlo. Vamos, Cata.
—Yo me quedo, jefe. Tengo un hambre voraz y alguien debe supervisar
a estos cuatro.
Se refiere al bebé y a nosotros tres, claro. Hugo resopla, aunque no
parece muy indignado, la verdad. Hasta yo entiendo que Cata quiera
quedarse con nosotros. Ha estado mucho tiempo separada de Dylan. Y son
íntimos. Ahora mismo se ponen ojitos el uno al otro. «Te he echado de
menos, Dy». «Y yo a ti, Cata». Bla, bla, bla…
—Al menos habrás desviado las llamadas de la clínica a tu móvil.
—Por supuesto, jefe. La duda ofende. Vete tranquilo, que yo los
controlo.
Hugo nos mira a los cinco. A Álvaro, que todavía se relame y busca con
la mano más tostada. A Alex, que mira fijamente a su hijo, en busca de
síntomas de una inexistente alergia. A Dylan, que ya se ha zampado tres
tostadas y está echando a su segundo café más azúcar del que cualquier
humano ingiere en un mes. A Cata, que nos señala a todos con cara de «os
estoy vigilando», y a mí, que acabo de darle a mi sobrino más mermelada
de estraperlo, aprovechando que Alex le examinaba con atención las piernas
y no la boca. Pero Hugo me ha pillado. Pongo cara de bueno.
—Dais mucho miedo los cinco juntos —dice—. Yo no quiero saber
nada. Me voy a currar.
Seis. Teniendo en cuenta el embarazo de Cata, en realidad, somos seis.
—Ey, ¿y mi beso? —se queja Dylan.
Hugo bufa de nuevo, pero va. Por supuesto que va. Hugo siempre va
cuando se trata de Dylan. Le da un beso rápido a su marido, les recuerda a
los perros que se porten bien y le hace un gesto cariñoso a Cata al pasar por
su lado: le acaricia la cabeza; parece imperceptible, pero no lo es. No para
mí, que lo conozco como si lo hubiera parido.
—Hala, venga, vete a levantar el país —lo despido.
—Hoy al desayuno invito yo. Corre a cuenta de la clínica —nos dice
Cata.
—¡Te he oído! —grita Hugo desde la distancia. Pero no dice nada más.
Solo se marcha.
—Al nene lo tenemos en el bote —le susurra Cata a Dylan.
—Pues claro —responde el otro con una sonrisa.
Pero totalmente, además.
—Vale —tercia Alex—, me lo he pensado mejor: de todo esto, ni una
palabra a Priscila.
—En serio, tíos —insisto yo—, es la tía más guapa que he visto en mi
vida.
—A ver —se interesa Cata—. Háblame de eso, poligonero.
Y empiezo de nuevo.
Dos semanas después…
10 Hola, lunes
No voy a negar que este lugar podría haber sido mi centro de trabajo
habitual. No voy a negar que siento un escalofrío cuando el taxi en el que
me traslado cruza la barrera blanca y roja de la entrada, una vez que
muestro mi documentación y recibimos la confirmación. Se me agolpan
tantos recuerdos e imágenes de tiempos mejores que no atino a fijarme en el
paisaje que me rodea, y para cuando quiero darme cuenta, ya me he bajado
del vehículo, he atravesado el patio y estoy abriendo la puerta del edificio
principal bajo un sol de justicia. Me detengo unos segundos en el escudo
dibujado en la puerta: un escudo negro, con un águila dorada capturando
una serpiente, en lo que representa un acto de fuerza.
El escudo de los geos, la unidad de élite del Cuerpo Nacional de Policía,
especializada en operaciones de alto riesgo.
Yo podría haber sido una de ellos.
Podría haber sido la primera mujer en formar parte de la unidad.
Podría.
Hace dos años.
Pero las cosas no siempre salen como una desea.
Me dirijo a la chica sentada tras un mostrador en la recepción y le
muestro mi documentación con un escueto: «Buenos días». Ella descuelga
el teléfono al momento y pronuncia en un susurro muy claro: «La de
Asuntos Internos ha llegado». Por supuesto, yo respondo con un: «Mencía
Irezabal».
«La de Asuntos Internos». Esa soy yo desde hace casi dos años. La gente
que me rodea en mi trabajo tiende a olvidarse de que tengo un nombre y un
apellido, como el resto de la humanidad. Un nombre y un apellido que
dicen quién soy. Porque yo soy Mencía Irezabal. Pero se empeñan en
llamarme «la de Asuntos Internos»; supongo que esas cuatro palabras
cobran más fuerza para ellos. Sin embargo, yo nunca me cansaré de
responder: «Mencía Irezabal».
La chica me ofrece asiento, pero apenas me da tiempo a observar el
vestíbulo por encima. Enseguida acude el comisario jefe, flanqueado por
dos hombres, a recibirme.
—Mencía. —Me tiende una mano y yo se la estrecho con seguridad—.
Bienvenida a la unidad. Te esperábamos.
Hago un esfuerzo titánico para tragar la bola de emociones que se ha
formado en mi garganta, como una pelota de hormigón, sin que se me note
un estremecimiento. Saludo del mismo modo a los otros dos. Los dos igual
de grandes. Los dos con el cabello oscuro y los ojos de idéntico color. Los
dos ataviados con el mismo uniforme de instructores. Me va a costar
distinguirlos, lo intuyo desde este momento. Sus nombres son Pablo y
Mateo, y creo que es lo único que los diferencia. Que seguro que hay
infinidad de contrastes entre ellos, pero hace tiempo que yo ya los veo a
todos cortados por el mismo patrón.
Quizá este sea un buen momento para explicar qué hago yo aquí. Desde
luego, es un momento como otro cualquiera.
Mi padre es policía nacional y ostenta un alto cargo dentro del cuerpo.
Yo he querido ser policía, como él, desde que tengo uso de razón. He
querido serlo a pesar de que todo mi entorno se llenaba la boca comentando
la niña tan guapa que era. Le decían a mi padre, a mi madre y a cualquiera
que me llevara de la mano que yo iba para modelo. Solo porque era guapa.
Y chica, claro. Mi hermano mellizo también ha sido guapo toda su vida (lo
sigue siendo); sin embargo, de él no decían que debía ser modelo, no. Él
tenía que convertirse en policía, como su padre. Paradojas del destino: él
siempre ha querido ser el modelo. Yo, la policía.
La inversión de papeles cayó como un jarro de agua fría sobre las
cabezas de nuestros progenitores. Mi padre es un buen hombre, y me adora,
pero conserva las ideas de la prehistoria y cree que a mí debe protegerme
más por ser mujer. Y mi madre, más de lo mismo. Por eso me gané una
buena bronca el día en que les di la noticia, en lugar de miradas de orgullo.
Aun así, aun con el morro torcido y la reticencia presente en cada célula de
su cuerpo por el peligro al que sabía que iba a estar expuesta el resto de mi
vida, mi padre siempre ha hecho todo lo que ha estado en su mano para
ayudarme. Hace dos años, cuando mi carrera dentro del cuerpo de policía se
fue por las cañerías de cualquier retrete al azar, mi padre me tomó de la
mano y me arrancó de aquel lugar. Y me «colocó» en Asuntos Internos. Es
bastante frecuente que los «hijos de polis» acabemos en este departamento.
Y aquí estoy. Ahora mismo, encerrada en un despacho colosal pero con
una iluminación precaria, rodeada por ellos tres, sentada a una mesa
redonda, de madera de caoba, repleta de papeles desordenados y vasos de
plástico con café. Y, lo reconozco, muy muy intrigada. Porque no tengo ni
idea de qué hago aquí. Hace tres semanas me avisaron de que tenía que
presentarme en las instalaciones, relativamente nuevas, de Alicante para
llevar a cabo una investigación de suma importancia. Hace dos semanas y
media, preparé las maletas con mi fondo de armario más estival y las
facturé a través de un transportista al apartamento que una amiga, la hija de
un compañero de mi padre, que vive en la ciudad, alquiló en mi nombre
para mi estancia aquí (no sé qué habría hecho sin su ayuda). Hace dos
semanas me monté en un avión y, al aterrizar, quise pasar por el pueblo
donde veraneé en mi infancia. El tiempo ha volado. Y ahora aquí estoy.
—Bien —comienza el comisario—, vayamos al grano, ¿os parece?
—Por favor —respondo con educación. No es una petición, es un «habla
ya».
—Hace cuatro semanas, una bomba en la carretera, justo debajo del
coche oficial que trasladaba a la embajadora de España en Kabul, acabó con
su vida y con la de dos de nuestros hombres.
Lo recuerdo; como para no hacerlo. La noticia eclipsó a todas las demás
en los medios de comunicación durante los últimos tiempos, y en mi casa
no se habla de otra cosa.
—Sí —afirmo—. Un ataque terrorista espeluznante.
—Pero no solo ha sido eso. Hay mucho más. —Hago una mueca. ¿Más?
—. Creemos que alguien dentro de la unidad colaboró.
Estoy segura de que la sorpresa se refleja en mis ojos y en mi boca.
Ahora entiendo que mi jefe no me haya puesto en alerta. Es el tipo de
asuntos que deben tratarse cara a cara, in situ.
—¿Hay un topo en el GEO?
Seis palabras que lo resumen todo. Una frase tan espeluznante como el
ataque a la embajadora.
—Sí. Y tu trabajo es encontrarlo —me anuncia Pablo con la rabia y la
decepción dibujadas en su rostro. A continuación, se levanta y se dirige a la
mesa principal del despacho. Coge una memoria USB y una carpeta llena
de papeles y me las entrega—. Aquí tienes toda la información; la he
reunido para que puedas hacerte una composición de lugar. Pídenos
cualquier cosa adicional que necesites. Lo que sea. Y no creo que haga falta
incidir en que nos urge llegar pronto a ese hijo de puta.
No. Entiendo la magnitud del problema.
—El topo se encuentra entre vosotros. Entre ellos. En sus misiones.
—Exacto. Esos chicos corren peligro a diario. Y ese peligro acaba de
elevarse a la enésima potencia.
—Y, por supuesto, todo esto es absolutamente confidencial —indica el
comisario.
—¿Quién lo sabe?
—¿Dentro de la unidad, te refieres?
—Sí.
—Solo nosotros tres. Mi secretaria sabe que perteneces a Asuntos
Internos, pero ignora el motivo de tu presencia aquí.
—Bien. Comenzaré con una entrevista personal con cada una de las
personas que trabajan en estas instalaciones. Y cuando digo «cada una», lo
digo literalmente. Quiero hablar con el personal de administración, con los
psicólogos, los entrenadores, las cocinas, la limpieza. Quiero hablar hasta
con los jardineros. Y, por supuesto, con los geos. Con las dos secciones: la
operativa y la de apoyo. Vosotros incluidos.
—¿Nosotros?
—También sois sospechosos. Desde este momento, la única persona que
está fuera de la investigación soy yo.
El comisario sonríe.
—Por supuesto que lo somos.
—¿Cómo vamos a enfocar el asunto? —pregunta Mateo—. ¿Qué vamos
a decirles a los chicos a propósito de la presencia de Asuntos Internos en la
unidad? No queremos que las alarmas se disparen.
—Nada —me adelanto—, no vamos a decirles nada. Yo me ocupo. Sabré
manejarlos.
—El culpable va a sospechar que estás aquí por él.
—Claro que lo va a sospechar.
—¿Puede eso darnos ventaja?
—Espero que no. Porque si es así, significa que no lo habéis entrenado
lo suficientemente bien para controlar sus emociones. Y eso supondría otra
brecha en la institución, además de la herida a corazón abierto que ya
tenemos entre manos.
El comisario sonríe de nuevo.
—Buena apreciación. Y, ahora, ¿te parece si vamos a conocer a nuestros
chicos? He convocado una reunión. Están todos aquí.
Cuando cruzo la puerta de la sala de reuniones, por delante del comisario y
de Pablo y Mateo, no me fijo en ninguna cara en particular, pero, al mismo
tiempo, cincelo cada una de ellas en mi memoria. Y a pesar de que todos en
estas instalaciones son sospechosos, un pálpito muy fuerte en las entrañas
me dice que el culpable está sentado en una de esas sillas conferencia de
color negro con mesita plegable incorporada, que ocupan más de la mitad
de la estancia. Me dirijo a la mesa junto a la pizarra y deposito ahí mi bolso
antes de girarme frente al público con los brazos cruzados.
—Caballeros, ¿estamos todos? —pregunta el comisario detrás de mí.
Ninguno emite respuesta, solo me miran con la desconfianza dibujada en
sus miradas entrecerradas. Pablo los cuenta con los ojos antes de hablar:
—Falta Cabana.
Increíble que alguien llegue tarde.
—Llámalo por teléfono —le ordena su jefe.
—Yo empiezo ya —anuncio en alto mientras Pablo coge su móvil y se lo
lleva a la oreja—. Ponedlo al día cuando se digne a venir a trabajar. Mi
nombre es Mencía Irezabal y pertenezco al departamento de Asuntos
Internos de la Policía Nacional. Y vamos a pasar un tiempo juntos en las
próximas semanas.
Dejo de hablar unos segundos para que asimilen la noticia y así me
presten toda su atención. En ese momento de silencio, Pablo establece la
llamada con el geo «rezagado» (por referirme de alguna manera educada a
su impuntualidad), y yo logro escuchar la conversación desde mi posición.
—¿Dónde estás?
—En la puerta.
—¿En qué puerta?
—En esta.
Su voz, tan clara para mí como el cristal más absurdamente cristalino,
llega a la vez que el sonido de la puerta de la sala, que se abre con estrépito.
Es inevitable que gire la cabeza para verlo. Claro que es inevitable. Y sé
quién es antes de que mis ojos colisionen con su rostro:
Marcos.
Mi cabeza formula tantísimas preguntas que creo que va a sufrir un
cortocircuito. ¿Cómo…? ¿Qué…? ¿Quién…? ¿Por qué…? ¿Cuándo…?
¡¿¿Y DÓNDE ESTÁ LA CÁMARA OCULTA??!
—Siéntate —le ordena Pablo, con afecto mal disimulado, señalando una
silla vacía en la primera fila. Y captarlo es mi trabajo. A pesar de que ha
llegado tarde, su instructor le habla con simpatía. Aquí tengo la primera
relación que analizar. Es importante que las identifique todas. «Eso es,
Mencía, tú céntrate en el trabajo».
Marcos toma asiento sin reparar en mí. Yo no retiro la mirada de su
rostro. No puedo. Igual que un acto íntimo ajeno que no puedes dejar de
mirar, a pesar de que sabes que tienes que dejar de mirar. Un par de
compañeros le guiñan un ojo y él responde con una sonrisa de las suyas. Y
entonces levanta la mirada, justo cuando yo hablo de nuevo, dirigiéndome a
él:
—Gracias por deleitarnos con tu presencia. ¿Puedo continuar?
Me reiría si la situación fuera para reírse. Me reiría de la cara de Marcos
(creo que él también busca la cámara oculta). Me reiría porque lo he dejado
sin palabras y, por lo poco que lo conozco, supone todo un logro. Me reiría
si no sintiera el impulso desesperado de llamar a mi hermano. Yo no siento
impulsos desesperados de llamar a mi hermano con frecuencia. Mis
impulsos respecto a él suelen ser serenos.
Me pellizco con disimulo por si acaso estoy soñando. No sería la primera
vez en las últimas semanas que ese chico con pecas en la nariz se infiltra en
mis sueños. Pero no es un sueño. O no lo parece. Porque no me despierto.
También me acuerdo de que tengo su ropa interior lavada en mi casa. Por
Dios.
—Me lo tomaré como un sí —pronuncio, dado que él continúa mudo—.
Repetiré mi presentación para el recién llegado. Mi nombre es Mencía
Irezabal y pertenezco al departamento de Asuntos Internos de la Policía
Nacional. Y vamos a pasar un tiempo juntos en las próximas semanas.
—¿Qué pinta Asuntos Internos en la unidad? —pregunta un geo de la
tercera fila.
Me paseo por la sala. No soy capaz de estarme quieta. Nunca soy capaz
de estarme quieta. Por eso no suelo llevar tacones. Los zapatos tipo
bailarina de punta redonda son mis favoritos del mundo entero.
—¿De verdad es necesario que lo explique? —Como ninguno de ellos
responde, lo hago. Por supuesto, no voy a decirles a la cara que
sospechamos que alguno de ellos ha dado muestras de un comportamiento
criminal. Por eso, los engaño un poco—. Os daré una pista. No he venido a
tomar el té de las cinco. Estoy aquí por ciertas… irregularidades que se han
detectado en la unidad.
La expresión de sorpresa es la misma en todos. Parecen calcomanías. El
único que marca la diferencia es Marcos. Y no es porque sea el único
vestido aún de civil. Es por otra cosa. Aunque no sé el qué.
—¿Irregularidades? —indaga otro.
—Sí. Irregularidades.
Echo un vistazo a la sala. Por fin me ha salido la famosa flor en el culo:
está repleta de libros; parece una especie de biblioteca, aparte de sala de
reuniones. Quizá la utilicen para formaciones. Localizo el Diccionario de la
Real Academia Española a la primera y lo cojo. Busco la palabra
«irregularidad» y reproduzco el texto literalmente, en voz alta:
—«Malversación, desfalco, cohecho u otra inmoralidad en la gestión o
administración pública, o en la privada».
Le tiendo el diccionario por la página correcta al geo en cuestión. Bueno,
más que tenderlo, lo dejo caer en su mesita plegable con un golpe seco.
Forma parte de mi faceta de «poli malo». Pero no es solo eso.
¿La verdad? Estoy cabreada como pocas veces en mi vida. Porque no es
fácil llegar a donde han llegado estos chicos, nadie lo sabe mejor que yo.
Pero han llegado. Se los ha instruido para ser los mejores. Se les ha
confiado la seguridad de los ciudadanos. Se les confió la seguridad de la
diplomática que regresaba a casa por el fallecimiento de su madre. Pero
ellos han preferido venderse al terrorismo por dinero. Es imperdonable. Y
deshonesto. Deplorable. Pienso encontrar al infractor.
—¿Irregularidades en la unidad? —pregunta el mismo chico.
Encuentro en las estanterías el Reglamento Interno y lo dejo caer encima
del diccionario con otro golpe seco.
—Sí, en la unidad. Y para que no haya duda, ahí tienes el Reglamento
Interno del Grupo Especial de Operaciones, conocido popularmente como
el GEO, la unidad de élite del Cuerpo Nacional de Policía especializada en
operaciones de alto riesgo. Puedes pasárselo a tus compañeros, para que os
familiaricéis con el término.
—Sabemos quiénes somos —se pica otro.
—Ya. —Claro, por eso hay un asesino entre vosotros—. Pero por si
acaso. Y poco más que añadir por mi parte: a partir de mañana mantendré
entrevistas personales con cada uno de vosotros. Permaneced a la espera, yo
os iré llamando.
—¿Alguien ha robado de la caja registradora?
Marcos. Ese ha sido Marcos, en un tono petulante que no me era
familiar. Cojo el diccionario de la mesa de su compañero y lo tiro sobre la
suya, mirándolo a los ojos.
—Irregularidades. Busca por la «i» —lo reto. Necesito dejar clara cuál
es mi posición y cuál es la suya. Y un aguijón muy afilado se me clava en el
estómago cuando pienso que Marcos podría ser el culpable. Porque esa es
una posibilidad que no puedo ignorar, por mucho que me haya acostado con
él.
—¿Griega o latina?
Joder…
—¿Tú eres el gracioso de la unidad? —le pregunto con sorna. No hemos
dejado de mirarnos a los ojos. Y a pesar de las palabras que salen por
nuestras bocas, nuestras miradas solo denotan confusión.
—Eso dicen.
No se me escapan las risitas de fondo.
—Pues no hagas planes para mañana por la noche. Vas a ser el último en
el interrogatorio. Va a ser un día muy largo para ti. Ven descansado a
trabajar. Y puntual.
Aparto la mirada y me dirijo a la mesa a recoger mi bolso.
—¿El último, como el postre?
—Más bien como el antiácido que voy a tener que tomarme después de
la zampada que me daré con tus compañeros —respondo sin girarme.
—«Antiácido» —repite con tonito—. Me han llamado cosas peores.
—No me cabe ninguna duda. Hasta mañana, caballeros.
Abro la puerta y salgo escopeteada, aunque con disimulo. Una vez fuera,
no sé a dónde ir; menos mal que tanto el comisario como Pablo salen detrás
de mí (Mateo permanece en la sala, aplacando las aguas, supongo). Me
acompañan al que va a ser mi despacho mientras me felicitan por mi
actuación: ha dado la impresión de que se trata de un tema administrativo
más que otra cosa.
En cuanto me dejan sola para que me ponga al día, no pierdo ni un
segundo en abrir la carpeta y buscar un listado con los nombres; es que ni
tomo asiento. Mucho menos me fijo en la estancia que va a ser mi segunda
casa en las próximas semanas. Encuentro el listado (estaba segura de que
habría uno) y rastreo su nombre. La expresión de su rostro cuando salí de la
sala no se borra de mi cabeza.
Leo su nombre casi al principio de la columna «Sección operativa»:
Cabana Nadal, Marcos.
Mierda. Es uno de esos geos.
Me dejo caer en la silla y me apoyo en el respaldo.
Joder…
11 El interrogatorio
Son las mismas preguntas una y otra vez. Y otra vez. Y la misma actitud
pasivo-agresiva frente a mí.
Nombre.
Apellidos.
Edad.
Ocupación dentro de la unidad.
Relaciones de todo tipo con cualquier otro empleado.
…
—Nombre.
—Nahia.
—Apellidos.
—Aguirre Cano.
—Edad.
—Treinta años.
—Ocupación dentro de la unidad.
—Responsable del departamento de informática.
—Relaciones de todo tipo con cualquier otro empleado.
—«La de Asuntos Internos» es una de mis mejores amigas.
Levanto la vista del papel.
—Nahia…
—¿Qué? ¿Tú no cuentas? —me pregunta con evidente guasa.
Nahia es la amiga que me ha encontrado un piso de alquiler y me ha
ayudado a mudarme, y, casualidad, trabaja aquí. Ayer, cuando me crucé con
ella por los pasillos, le faltó tiempo para arrastrarme al baño y comenzar el
tercer grado. Obvio: ella no estaba al corriente de que la labor que me han
asignado era en su centro de trabajo, a pesar de habernos pasado la tarde del
domingo poniéndonos al día mientras organizábamos mi nuevo hogar. Lo
comprendió y no me preguntó mucho más al respecto, sobre todo cuando
vio que no iba a sonsacarme nada por muy amigas que seamos (esta
investigación es demasiado importante), pero ahora se ríe de mí.
—No. Yo no cuento. Dame más. Y la conversación quedará grabada,
necesito que lo sepas. Es el protocolo. —Nahia adopta una expresión de
seriedad a la vez que esboza una mueca—. ¿Qué pasa?
—¿Te acuerdas del chico del que te hablé la otra noche? ¿Ese con el que
me enrollé hace unas semanas?
—Sí. ¿Qué ocurre con él?
—Es uno de los geos —confiesa sin titubear.
—No me fastidies —exclamo.
—Sí.
—¿Quién es?
—David.
Solo hay un David. Y pertenece al grupo de Marcos. De hecho, es el que
le ha vendado los ojos en la apuesta de antes en la zona de tiro. Genial.
—¿Ha pasado algo más?
—No. Fue… el momento. Los dos estábamos bebidos, cachondos y…
sucedió.
Suspiro. Mierda, Nahia.
—Oye, ¿no es incompatible que tú y yo seamos amigas ahora que estás
aquí en calidad de… investigadora de lo que sea?
—Lo es. Pero de momento nadie ha dicho nada.
Marcos
River Phoenix:
Marc, ¿dónde andas metido?
Marcos:
Saliendo del curro. A punto de coger el coche para ir a casa, por fin.
Adri:
Hoy se te ha hecho un poco tarde, ¿no?
Para que luego digan que no controlan mis horarios. Queda claro que lo
suyo no es el disimulo, aunque, la verdad, lo más probable es que Adrián ni
siquiera pretenda ser disimulado. Jamás lo ha sido.
Marcos:
Un poco. Ayer no os lo conté, porque no me apetecía una mierda, pero ha surgido un tema en el
trabajo.
River Phoenix:
Lo sabíamos. No el asunto en sí, pero sabíamos que pasaba algo.
La niña:
Sí.
Hugoeslaestrella:
Ayer estabas raro.
Adri:
Muy raro.
Adri:
Llegaste a casa y te fuiste a la cama. Me quedé solo en el sofá viendo Supernatural.
River Phoenix:
Y apenas contestaste a nuestros mensajes.
La niña:
Ni siquiera a los de Alex.
Adri:
Ya salió el otro. Es que no falla nunca.
Marcos:
Quizá solo estaba cansado, capullos.
Hugoeslaestrella:
Ya, claro.
Hugoeslaestrella:
Habría sido la primera vez en treinta y cuatro años.
Marcos:
Me gustas más cuando Dy se hace pasar por ti.
River Phoenix:
Justo.
River Phoenix:
Lo de Dylan, no.
River Phoenix:
Lo de tu extraño comportamiento.
Adri:
Creamos un grupo paralelo y todo para hablar de ello.
Adri:
De Dylan, no.
Adri:
De tu extraño comportamiento.
Marcos:
Qué cabrones.
Adri:
Spoiler:
Adri:
No sacamos nada en claro.
River Phoenix:
Bueno, al grano: ¿qué es lo que ha pasado entonces?
Marcos:
Ayer se presentó una tía en la unidad. Una tía de Asuntos Internos.
Marcos:
Y resulta que he follado con ella.
Marcos:
No me lo puedo creer ni yo.
Marcos:
Ya sabéis que odio mezclar el trabajo con el placer.
Marcos:
Exceptuando el cuarteto aquel del que os hablé. En el que, obviamente, influyó mi situación de
mierda con Alicia. Me pilló bajo. Pero sucedió en una cena de empresa, y con gente de la empresa,
así que lo he metido en el cajón de la unidad. Y no ha ido más allá. Los cuatro sabemos lo que fue.
La niña:
¿Cuarteto?
La niña:
A mí nunca me has hablado de ningún cuarteto.
Marcos:
Lo conté el día de la borrachera de River. Tú no estabas.
La niña:
Entiendo que no es un cuarteto de cuerda.
Marcos:
Entiendes bien, pequeñaja. Aunque cuerda tuve para rato.
La niña:
Acabo de quedarme ciega con la imagen que me ha venido a la mente.
La niña:
Corto y cambio.
Hugoeslaestrella:
¿Te estás follando a «la de Asuntos Internos»?
Hugoeslaestrella:
Eres increíble.
Marcos:
Gracias.
Hugoeslaestrella:
De nada.
Hugoeslaestrella:
Era ironía, por cierto.
Marcos:
Lo sé, capullo. Lo mío también.
Marcos:
Y no me la estoy follando. Lo hicimos una vez, cuando lo del ascensor.
Hugoeslaestrella:
¿Qué ascensor?
Hugoeslaestrella:
Joder.
Hugoeslaestrella:
¿La tía de Asuntos Internos es la misma que la del ascensor? ¿La de «es la tía más guapa que he visto
en mi vida»?
Marcos:
La misma que viste y calza. Playeras incluidas.
Marcos:
Sigue siendo la tía más guapa que he visto en mi vida.
Marcos:
También es una borde de pelotas.
Adri:
Acabas de desafiar los fundamentos de la probabilidad a lo grande.
Adri:
¿¿Playeras??
Adri:
¿Y qué pinta Asuntos Internos en el GEO?
Marcos:
Habrán pillado a alguien fumándose unos porros, yo qué sé.
Adri:
O vendiéndolos.
Hugoeslaestrella:
¿No habrás sido tú?
Hugoeslaestrella:
¿«Playeras» es una palabra clave?
Adri:
A mí me suena más a alguien que es muy de ir a la playa.
Marcos:
¡Gracias!
Alicia:
Hola, Marc.
Alicia:
Llevo mucho tiempo pensando en escribirte, pero siempre me resultaba forzado. Un hablar por
buscar hablar.
Alicia:
Hasta hoy.
Alicia:
Hoy he sentido el impulso y… eso.
Alicia:
Hola, Marc.
Joder…
Marcos:
Hola, tío. ¿Estás?
Alex:
Claro. Para ti, siempre.
Marcos:
La tía más guapa que he visto en mi vida trabaja en Asuntos Internos y está en la unidad
investigando vete tú a saber el qué.
Marcos:
¿Y sabes cuál es el problema?
Alex:
Que te gustó.
Marcos:
No.
Marcos:
Que me gustó mucho.
Marcos:
De hecho, sin saberlo, Dy y tú me salvasteis la vida con vuestros wasaps.
Marcos:
Me disteis una salida rápida.
Marcos:
Y aun así…
Marcos:
Aun así…
Alex:
Suéltalo, Marc. Soy yo.
Marcos:
Tuve que hacer un esfuerzo titánico para no pedirle el número de teléfono.
Marcos:
No me había pasado algo así desde…
Marcos:
No sé, ¿desde nunca? Siempre me han pedido el teléfono a mí.
Alex:
Sobrado.
Marcos:
Es la puta verdad.
Alex:
Lo sé.
Alex:
¿Qué vas a hacer?
Marcos:
No puedo saltarme mi norma más sagrada. Porque es mi norma más sagrada por alguna razón.
Alex:
Lo sé.
Marcos:
Voy a comportarme como un gilipollas. Eso es lo que voy a hacer.
Marcos:
Es la única manera de alejarla.
Marcos:
Porque lo he visto, tío.
Marcos:
He visto en sus ojos que ella también sintió la conexión esa noche.
Marcos:
Mierda de karma.
Marcos:
¿Qué le he hecho yo al universo?
Alex:
Drama queen.
Marcos:
Capullo.
Alex:
Ya sabes que te apoyaré decidas lo que decidas. Al final, no deja de ser una tía a la que conoces de
una noche.
Alex:
No tiene por qué ir a más.
Alex:
No te obsesiones, ¿vale?
Alex:
Y si te obsesionas, ya veremos qué hacer.
Marcos:
OK.
Marcos:
No obsesionarse.
Marcos:
Lo tengo.
Marcos:
Buenas noches.
Marcos:
Beso a Pris.
Marcos:
Y otro para ti, tontorrón.
Alex:
Tontorrón, tú.
Marcos:
No, tú.
Alex:
Tú.
Un mes después…
13 El simulacro
Marcos
Marcos:
Oye, tío, ¿tú sabes lo que es un SuperZing?
Marcos:
IMAGEN
Alex:
Ni puta idea.
Alex:
Pero ese muñeco no se lo acerques a mi hijo, que se lo traga.
Marcos :
Bien.
Alex:
De todas formas, ¿de dónde has sacado eso?
Marcos:
Del curro.
Alex:
¿¿¿???
Marcos:
¿Vosotros sabéis lo que es un SuperZing?
Marcos:
IMAGEN
La niña:
¿Un qué?
River Phoenix:
No.
Adri:
Ni idea.
Hugoeslaestrella:
Son unos juguetes coleccionables. Dylan está a punto de completar la serie 3.
La niña:
Eso no se lo acerques a Álvaro, que se lo traga todo.
Marcos:
Que no, joder.
Hugoeslaestrella:
IMAGEN
Marcos:
Y seguro que se los has comprado tú. No me lo malcríes tanto, Hugo, joder.
Hugoeslaestrella:
Pues no, idiota. Se los compra él.
Hugoeslaestrella:
La mayoría, al menos.
River Phoenix:
Ya, claro. La mayoría.
Marcos:
Te hemos pillado, Hug.
Adri:
Ja, ja, ja, ja, ja, ja, ja.
Adri:
Me descojono.
Marcos:
Puto Dylan.
Hugoeslaestrella:
Ese tono me lo controlas.
Marcos:
Dy, adivina lo que he ganado hoy en el trabajo.
Dylan:
Una bronca por llegar tarde.
Marcos:
No.
Marcos:
Capullo.
Dylan:
Un polvo con la rubia de ojos azules.
Marcos:
No.
Marcos:
CAPULLO.
Dylan:
Un reloj.
Marcos:
No.
Dylan:
Un viaje a Benidorm.
Marcos:
No.
Dylan:
Macho, me he quedado sin opciones.
Marcos:
IMAGEN
Marcos:
¿Lo tienes?
Dylan:
Bualaaa.
Dylan:
¿Y eso?
Dylan:
¡No lo tengo!
Dylan:
Y me da miedo preguntarte cómo te has hecho con él en tu curro…
Dylan:
Me da tanto miedo que no quiero saberlo.
Marcos:
Sí, mejor.
Marcos:
La semana que viene, cuando regreses, te lo llevo a tu casa.
Dylan:
Genial.
Marcos:
Que libro toda la semana.
Dylan:
Qué raro.
Marcos:
Capullo.
Dylan:
Pero no vengas de ocho a nueve de la tarde. Ninguno de los días durante las dos primeras semanas.
Marcos:
No quiero saber el motivo.
Dylan:
Sí, mejor.
Elevo los ojos al cielo y estoy a punto de apagar el móvil, pero me llega
un nuevo mensaje.
Alicia:
Hola, Marc. ¿Qué tal la semana?
Marcos
—¿A dónde vas? —me pregunta Adri cuando ya estoy saliendo de casa con
las llaves del coche bailando en mi mano.
—A casa de babe y Dy.
Adrián ríe por el apodo de Hugo. A mí me hace muchísima más gracia
cuando se lo digo en su cara. Y cuanto más tuerce el morro, más alto lo
grito yo. Me descojono mucho de Hugo. Es tan fácil tomarle la medida…
—Te acompaño. No tengo nada mejor que hacer.
Joder, el otro. Qué magnánimo es.
—Alabado sea el Señor.
—¿Qué dices?
—Nada. Que vamos en mi coche.
—Cómo no. Voy a empezar a darle la paga los domingos.
—Seguro que así te conviertes en su tío favorito —continúo con la
broma. Siempre. Adri solo resopla. Siempre.
Nos montamos en el coche y en un santiamén nos plantamos en la cuesta
que sube hacia el acantilado, donde viven mi hermano y Dylan desde hace
poco. Me conozco un atajo. El único semáforo que hay en la carretera salta
de pronto al color ámbar y yo decido detener el coche, que tengo que dar
ejemplo. Adri me mira y pone los ojos en blanco; yo le suelto un «qué» y
alzo los hombros, y él eleva de nuevo los ojos al cielo. Así nos
comunicamos. Y podríamos estar horas.
Entonces comienza a llover a lo grande y, un segundo después, a
granizar. Un granizo que rebota contra el cristal como pelotas de tenis. En
este pueblo las nubes se mueven más rápido que yo en una pista de baile.
—Joder —me quejo; me duele cada golpe—, se me va a agujerear el
coche.
No es ningún secreto que mi coche es lo que más quiero después de mi
familia, y que nadie me sople, que aquí cada uno tiene lo suyo: Priscila, sus
pompones; Adri, sus pinceles (con los que tropiezo a diario, ya que
estamos; ruedan por toda la casa); Hugo, sus animales, que también están
por todas partes y que cada vez son más, y River, sus aparatitos
electrónicos. Creo que fue el primer niño del pueblo en usar un cepillo de
dientes eléctrico, no digo más.
—Voy a tener que ser yo el que saque el tema, ¿verdad? —dice mi
hermano.
—¿Cuál?
—Ayer por la tarde quedaste con Ali para tomar un café.
—Correcto. ¿Y?
—Y volviste a casa y te sentaste a ver Supernatural sin pronunciar una
palabra. Han pasado veinte horas y aún no has dicho nada. Ni siquiera yo
soy inmune a eso. Estás raro, Marc.
—No pasó nada, Adri.
—Define «nada».
—No tengo un diccionario a mano.
Una imagen de Mencía con el diccionario se cuela en mis pensamientos.
¡Fuera, joder!
—Muy gracioso. Pero no te estoy preguntando por lo que pasó o no
pasó. Te estoy preguntando por lo que te ronda la cabeza con respecto a
Alicia.
Claro, la pregunta del millón. Una pregunta a la que hoy no me apetece
responder. Por suerte, eso puedo permitírmelo con Adrián. Porque Adrián
siempre nos da nuestro espacio.
—Bien, mañana te preguntaré de nuevo. Y pasado. Hasta que me
respondas.
—Por supuesto que lo harás.
—Marc, mira, mira. Mira eso —exclama de repente, con una carcajada.
Sigo la dirección de su mirada jubilosa (vamos, que se está descojonando
de risa) y veo a una chica vestida de amarillo chillón subiendo por la cuesta,
o más bien corriendo por la cuesta, por la acera a nuestro lado, con algo en
la cabeza, algo de color azul turquesa con muchos agujeros. Spoiler: no es
un paraguas.
—Hostias. ¿Qué coño lleva en la cabeza? —pregunto en voz alta.
—Ni puta idea.
—Espera, ya sé lo que es. ¡Es un bolso!
—¡Venga ya! ¿Eso es un bolso?
—Sí, uno de los que se llevan ahora. Es un bolso que no es un bolso.
Tiene dos partes: una es una cesta con agujeros, pero como se caería todo,
le han metido dentro un bolso de plástico. Vamos, que es una cesta con
agujeros y un bolso de plástico dentro. Mira, mira, ¿ves que el plástico lo
lleva en la mano?
Adri entrecierra la mirada.
—¿Y tú cómo sabes todo eso?
—El otro día Alex le compró uno a Priscila. Era el aniversario de no sé
qué mierdas de cuando eran pequeños, y yo lo acompañé a comprar el
regalo, claro.
—Claro. Vaya dos.
—¿No te recuerda a un traje de apicultor? Parece a punto de caer en un
panal de abejas.
—Hostia, qué bueno. Pítale.
Sin darme tiempo a reaccionar, Adrián presiona la bocina repetidas
veces.
Pi, pi, piiiiiiiiii. Pi, pi, piiiiiiiiii.
—¡Que no son abejas! —grito yo tras bajar la ventanilla del coche,
cuando la chica se gira para mirarnos, alertada por el bocinazo.
Adrián se muere de risa. Ella se detiene y nos enseña el dedo corazón
con mucha clase. Nosotros nos descojonamos más.
—¡Que es granizo! —grita entonces mi hermano sin parar de reír,
echándose encima de mí en un intento de sacar la cabeza por la ventanilla.
Yo le guiño un ojo a la chica. Ella nos saca el dedo corazón de la otra mano.
—Qué máquina, la chica. Me ha alegrado el día —digo cuando Adrián
regresa a su asiento. Y necesitaba algo así, la verdad. En los últimos
tiempos, el curro… el curro es una puta mierda con Mencía pululando a mi
alrededor. Continúo renegando de que el mundo sea tan JODIDAMENTE
pequeño. Y de que ella esté tan buena. Hasta la cara de borde le queda bien.
—Y a mí.
—Somos unos capullos.
—Un poco.
—¡No te mojes mucho, guapísima! —grito de nuevo. Y otro bocinazo.
Para compensarla por la broma de las abejas. Aunque nos lo ha puesto a
huevo. Lo que hacen las tías con tal de no mojarse el pelo.
—Pero si no le hemos visto la cara —me replica Adri.
—Tío, todas las mujeres son guapas, de una manera u otra.
—Qué intenso.
—Tengo mis momentos.
—Ya ves.
—Ya ves.
—No me parafrasees.
—Ya ves —repito, con otra carcajada. Es más fácil… En realidad, todos
mis hermanos son muy fáciles, les tengo tomada la medida desde los diez
años.
¡Pi, pi, pi! ¡Pi, pi, pi! Pero ¿qué? ¿Quién me está pitando? Ah, vale, el
coche de detrás.
—Luz verde, Marc.
—Joder, ya voy. Qué prisas. Todavía me bajo y le casco una multa. Está
prohibido usar la bocina en zona urbana.
Subo las ventanillas y arranco. La chica de las abejas desaparece por el
camino para peatones que lleva a la urbanización de Hugo; seguro que es
alguna vecina. Me descojono con ganas. Nosotros tenemos que dar la vuelta
a la manzana para acceder con el coche. Y eso hacemos. Y llegamos a casa
de mi hermano. Saco medio cuerpo del habitáculo y tecleo el código de
seguridad en la verja de la entrada; las barreras se abren y pasamos. Aparco
el coche en la entrada, junto al de Hugo. La moto de Dy no está; seguro que
mi hermano la ha cogido para ir a currar. Yo llevo tiempo detrás de ella, en
algún momento la conseguiré. En cuanto estos dos se despisten.
Llamamos al timbre, pero aquí no viene ni Dios a abrirnos. Lo
intentamos repetidas veces. Acerco mi cara a la cámara de vídeo y saco la
lengua. Insisto. No me pasa desapercibido que ya viven como diez gatos en
el jardín. Si es que lo de mi hermano con los animales no falla.
—¿Dónde coño se ha metido este hombre ahora? —me quejo en voz alta
—. Cuando lo he llamado me ha dicho que iba a estar toda la tarde en casa.
—Los perros están dentro. Los oigo desde aquí.
No ha terminado de hablar y Dylan nos recibe al otro lado de la puerta
con una sonrisa radiante y un refresco en la mano; los tres perros salen
disparados a recibirnos. Dylan siempre ríe, es difícil verlo de mal humor.
Imposible, no. Solo difícil. Y ahora que por fin ha concluido su gira y se ha
instalado en el pueblo de forma permanente, está más feliz todavía. Todos
estamos felices, para ser sinceros: ya era hora de que Hugo y Dy
recuperaran su vida. O de que la empezaran.
—Hombre, dos Cabanas por el precio de uno —dice al vernos a Adrián y
a mí—, y uno de ellos, mi favorito de todos los tiempos. Hoy debe de ser mi
día de suerte, porque justo estaba pensando en ti, pollito. Me vienes que ni
pintado de amarillo.
Se ríe de su propio chiste, y yo con él. Qué labia tiene el cabrón. Dylan
siempre dice que Adrián es su Cabana favorito. Es muy de elegir favorito,
como Cata. Yo creo que no tienen ni idea ninguno de los dos. Lo que es
indiscutible es que Dylan se lleva a su terreno a todos mis hermanos. Ni
«babe» ni «pollito» le dicen nada por llamarlos de esa manera. Alucinante.
A mí ya me la habrían devuelto multiplicada por treinta. Cabrones. Y luego,
yo a ellos. Y así hasta el fin de nuestros días.
—¿Qué hacías? —le pregunto—. Hemos llamado al timbre como veinte
veces.
—Mear —responde sin pensárselo—. Vamos, venid, estoy en medio de
algo.
Miedo me da. Lo seguimos al interior de la casa, o, mejor dicho, al
interior del casoplón, y nos guía directamente al tercer piso, donde ha
instalado su estudio, o donde está en proceso de instalarlo; se ha adjudicado
la planta entera para él y sus juguetes. Se ha liado a tirar paredes y… joder.
Nos internamos en la estancia y, a pesar de que hay mierdas por todas
partes, cables, cajas, altavoces, micrófonos y un montón de instrumentos,
resulta impresionante. Impresionante de gigante e impresionante de…
soberbio.
—Guau —exclama Adrián—, vaya pinta va cogiendo esto. Y qué
claridad entra por el ventanal.
Me ha quitado las palabras de la boca. Como que el ventanal va desde el
suelo hasta el techo: es una pared entera. Las otras tres están cubiertas de
goma acústica de un color crema muy suave, excepto por un TE QUIERO
descomunal en una de ellas (reconozco la letra de Hugo) y una estantería
con forma de clave de sol en otra. Y el señorito tiene el valor de decirnos
que los que nos tomamos demasiado en serio el curro somos los demás.
—Sí, ¿verdad? Tengo al nene un poco loco, pero va a merecer la pena.
Las paredes ya están insonorizadas. Ahora solo falta que me llegue el
equipo.
Me creo eso de que tenga loco a mi hermano.
—¿El ventanal no se carga todo el asunto de la insonorización? —le
pregunto con una ceja alzada.
—Solo un poco; es un ventanal muy muy potente. —Me guiña un ojo
con descaro.
—Me gusta —opina Adrián con cara de satisfacción.
—Pues esas son tus tres paredes —le comunica Dylan.
—¿Mis paredes para qué?
—Para pintar. ¿Para qué va a ser? Te veo espesito hoy, pollito. Pero te
contrataré igual. Tienes libertad absoluta, por cierto. Déjate llevar y obra tu
magia. Me imagino que no será nada fácil pintar encima de gomaespuma,
pero confío en ti.
—¿Me vas a contratar?
—Claro. Eres el mejor pintor del pueblo y alrededores. Bueno, a ver, no
voy a pagarte ni un euro, pero contratado estás. Precio familiar.
—Qué morro tienes —alego yo. Adri no se queja; si es que es un
buenazo.
—Esa mierda no hay quien la arregle. —Adrián señala el «te quiero» de
Hugo. Se hace el indiferente, pero la realidad es que está encantado de
pintar estas paredes, como si lo viera; vamos, que se lo veo en la cara. Una
pared blanca para Adrián es como un océano para Alex. Como unos zapatos
con lazo para Priscila o como un ordenador lleno de datos para River. Un
paraíso.
—Uy, lo que ha dicho —responde nuestro cuñado, haciéndose el
ofendido—. Mira que yo, por defender el honor del nene, mato. MA.TO.
—Es que… ¿no podía Hugo haberme esperado antes de lanzarse a pintar
a lo loco la puta pared?
—Fue espontáneo. Surgió el momento hace un par de meses y me fue
imposible impedírselo.
—Ya, pues ahora me toca a mí arreg…
De pronto, escuchamos la cisterna del baño que hay al fondo del estudio.
—¿Está Hug en casa? —pregunto.
—No, está en la clínica, currando.
—Pues acaba de sonar la cisterna. O tus perros han aprendido a tirar de
la cadena, cosa que no me extrañaría nada, por la parte que te toca, o hay
alguien en tu baño.
—Hay alguien en mi baño —confirma como si fuera la mayor obviedad
del mundo—. Mi mánager.
—¿Tu mánager?
—¿Qué mánager?
—Mi nueva mánager. La ha pillado la granizada y se está secando. Os va
a encantar. —Justo se abre la puerta del cuarto de baño—. Os la presento.
—¿La?
Ese ¿la? se le atraganta a mi hermano en la garganta; al mismo tiempo
yo trago saliva. La chica que sale del baño, la chica que sale del baño
vestida entera de amarillo y con una toalla ahuecándose el pelo…, joder…
—Hostias, la del gorro de apicultor —suelto yo.
—Mierda, la de las abejas —suelta Adri al unísono.
—No me lo puedo creer —exclama ella, poniendo los brazos en la
cintura. Pero, mira, no me equivocaba. Está buena. Es bajita y menuda, pero
está buena. Pelirroja. Está muy buena.
—¿Qué pasa? —pregunta Dylan, confundido.
—Pasa que esos dos —explica ella, señalándonos— son los imbéciles
que me han increpado mientras venía hacia aquí.
—¿Los de «que no son abejas, es granizo»? ¿En serio?
—Y tanto.
Dylan comienza a partirse de risa. Yo tengo que tragarme la mía,
mordiéndome el labio inferior con fuerza. Maldita casualidad. O puto
karma. No me decido.
—Esto no me lo esperaba de vosotros, Cabanas —nos dice Dy—.
Bueno, la verdad es que un poco, sí. Dejadme adivinar. Mmm… Marc ha
dicho lo de «que no son abejas» y Adri lo del granizo, de coletilla. Como si
lo viera. En fin, será mejor que comencéis de nuevo, dado que a partir de
hoy vais a veros con frecuencia durante unas semanas. Dawn, te presento a
dos de mis cuñados. Tíos, ella es Dawn, mi mánager. Vida nueva, mánager
nueva. La conexión ha sido inmediata, y estamos deseando ponernos a
trabajar.
—Nice to meet you —saludo con un carraspeo. Con un carraspeo dentro
de mi perfecto inglés, claro. Aunque me doy cuenta al momento de que
cuando nos ha hablado en castellano lo ha hecho con una pronunciación
perfecta. ¿De dónde será esta chica?
Ella nos examina de arriba abajo y se acerca a nosotros con los ojos
entrecerrados. O, más bien, se acerca a Adrián, que no ha abierto la boca.
—Dylan me ha hablado de vosotros. Me ha hablado mucho. Mmm…,
esas manchas de pintura en los dedos… Tú debes de ser Adrián. Y, por
cierto, soy española.
¿En serio? ¿Dawn? Pero ¿qué nombre es ese y de dónde la ha sacado
Dylan?
—Pues no —responde mi hermano al instante. Ah, ¿no? Primera noticia.
Arrugo la frente—. Yo soy Marcos; un placer.
¿¿¿Perdona??? Pero este ¿qué dice? ¡Yo soy Marcos!
Me quedo con cara de gilipollas, más o menos como la que se le ha
quedado a Dylan. Y lo peor de todo es que la chica ahora me mira a mí,
esperando mi presentación.
—¿Y tú eres…?
Piensa rápido, Marc.
—Hugo.
NO TAN RÁPIDO, JODERRR. Mierda. A Dylan se le escapa el refresco por la
boca. La culpa es de las abejas. Ellas nos han metido en este embrollo. Le
tiendo la mano con una sonrisa y ella me devuelve el apretón con otra, que
es de todo menos sincera. El apretón también es más fuerte de lo
conveniente. Y tiene la mano helada.
—Así que Hugo, ¿eh? ¿Hugo Cabana? —pregunta con tonito. Yo, el
tonito de las tías, ya me lo conozco desde hace décadas. Carraspeo. Dylan
me observa divertido. Superado el impacto inicial, ahora se lo está pasando
en grande—. ¿Sabes? Conozco a Hugo Cabana. Es el marido de mi jefe y
vive en esta casa. Es más rubio que tú y tiene el pelo más largo. Y los ojos
azules. Pero casi cuela.
—Yo me piro —apunta Adrián. Y se larga, así, sin más. Con un par de
huevos. En su línea. Adrián no se sale nunca de su línea.
—Mmm…, yo también me tengo que ir. —A toda hostia, además—.
Tengo una reunión.
Soy incapaz de irme sin dar ninguna explicación. No es políticamente
correcto, joder. Salgo detrás de mi hermano, a ver si me explica qué coño
acaba de suceder. La chica contempla con los brazos cruzados y cara de
mala hostia cómo Adri desaparece, y Dylan me mira a mí con una sonrisa
muy suya.
—Mira que lo tenías fácil, ¿eh? —me susurra Dy al oído cuando paso
por su lado—. Yo soy Adrián. O incluso River, pero ¿Hugo? ¿En serio?
¿Hugo? —Chasquea la lengua y niega con la cabeza.
—Es el nombre más fácil de todos, corto y directo —me defiendo—.
Adrián cuesta pronunciarlo, con esa «r» en medio, y de River mejor no
hablo. Los más fáciles son Hugo y mi puto nombre.
Dylan se descojona y yo me largo. Bajo los dos tramos de escaleras a
todo correr con la certeza de que el cantante y la mánager siguen mis pasos,
y alcanzo la planta baja justo en el momento en que Hugo entra por la
puerta y Adrián sale. Se saludan y cada uno prosigue su camino.
—Mira quién ha llegado —exclama Dylan detrás de mí.
—Ese es Hugo —dice la chica detrás de Dylan.
—¿No me digas? —inquiero yo, girando la cabeza para mirarla.
—Hola, babe. Hoy llegas pronto. No he preparado la cena, que lo sepas.
—Hola, Hugo. —Retintín por parte de la mánager—. Por cierto, tu
hermano es un poco gilipollas, ¿lo sabías?
—Depende, ¿cuál de todos?
¿Y esas confianzas? Pero ¿desde cuándo existe esta chica y por qué yo
no la conocía? Es que no me cuentan nada, joder.
Dawn parece pensarse la respuesta unos segundos. Entonces mira hacia
la puerta y exclama sin atisbo de duda:
—Adrián.
Hugo frunce el ceño.
—¿Adri?
—Sí, ¿te extraña? ¿Esperabas otro nombre?
—La verdad es que sí. ¿Qué habéis hecho? —me pregunta a mí.
—¿Y a mí por qué me metes?
—La costumbre. Bueno, ¿qué habéis hecho?
—Nada. Me voy. ¡Adri! —grito—. Espera, joder.
Antes de cerrar, escucho a Dylan:
—Y luego el rarito soy yo. Con dos cojones, los Cabana.
Joder.
—¡Adri! —Llego a mi coche, donde mi hermano aguarda apoyado con
gesto tranquilo—. ¿Qué ha pasado ahí dentro?
—Que ha ido de sobrada y entonces yo he ido de sobrado.
—Joder… Las que me lías, pollito. La próxima vez avísame para ir en
sintonía.
Adrián se descojona de risa en respuesta, por lo que me queda claro que
la próxima vez tampoco va a avisarme.
—Mierda —exclamo entonces.
—¿Qué?
—No le he dado el SuperZing a Dylan. Mañana vuelvo. Por cierto, está
muy buena la pelirroja, ¿verdad?
—Sí. Muy muy buena.
A mi hermano le van mucho las pelirrojas. Y las morenas. En realidad,
cualquier mujer que no tenga el pelo rubio…
Marcos:
Mencía. Actualización nocturna número 34.
Marcos:
Hoy he pensado en ella fuera del curro. Por culpa de la palabra «diccionario».
Marcos:
Mal, Marc.
Marcos:
Muy mal.
Alex:
Cuéntamelo.
16 Ey, titi
Marcos
Marcos:
Mencía. Actualización nocturna número 40.
Marcos:
Creo que se me está yendo de las manos.
Marcos:
La veo en todas partes y me pongo borde con ella.
Marcos:
Luego me arrepiento por ponerme borde.
Marcos:
Y luego me arrepiento de arrepentirme por ponerme borde y me pongo más borde.
Marcos:
Dime tú si no es una locura, porque yo ya no controlo.
Alex:
Primero: son las siete de la mañana.
Alex:
Segundo: no retrocedas, Marc. En eso habíamos quedado cuando decidiste pasar tus días de guardia
en la unidad.
Alex:
Y llegados a este punto, solo puedo decir una cosa.
Alex:
¿En serio es tan malo?
Alex:
No lo de ponerte borde y entrar en bucle.
Alex:
Lo otro.
Alex:
Ella.
Marcos:
Ella es curro. Es mi norma más sagrada.
Alex:
No me refiero a eso. Y lo sabes.
Marcos:
No quiero que me guste tanto, Alex. Sería un desastre.
Marcos:
¿Por qué tiene que gustarme tanto?
Marcos:
Me dio un bocadillo. Había queso en el comedor y me quedé sin comer. Y ella me trajo un bocadillo.
Alex:
Te espero en el pub.
No odio los martes. Joder, en serio, no odio los putos martes, pero el de hoy
se me ha hecho interminable. Más que una semana entera sin desayunar con
Alex. No pasaban las horas. Como si las manecillas del reloj se hubieran
quedado sin pilas. Y yo, con ellas. Hasta ahora. Por fin.
Voy camino de los vestuarios, junto a algunos de mis compañeros, para
cambiarme de ropa e irme a casa, pero Pablo nos intercepta y sé lo que está
a punto de suceder antes de que suceda. Se lo veo en la cara: hoy no me voy
a casa. Joder. Puto martes. Si es que se me ha cruzado desde el lunes. Y el
puto queso de ayer en el comedor. Y luego ella. Ni siquiera sé por qué coño
vengo a la base: estoy en mi semana de guardia y puedo cubrirla desde casa.
—La Comisaría General de la Policía Judicial ha recibido un chivatazo
—informa muy serio—. Estamos preparando un operativo. Estad listos.
Ahí tienes la respuesta, Marc. Has venido a la base porque tenías el
presentimiento de que debías estar aquí.
—¿Un chivatazo de qué?
—Un barco pesquero cargado de droga a diez millas de la costa. Justo en
este momento. Uno de los tripulantes se ha puesto en contacto con la
policía.
—¿Por qué? —pregunto yo—. ¿Y a cambio de qué?
—Porque el chico se ha acojonado. Realmente no tenía ni idea de dónde
se metía. Y no me refiero al barco, me refiero a todo en general. Y ahora le
ha visto las orejas al lobo. Quiere que le dejemos la ficha limpia. Ya
veremos.
—¿Cuándo?
—No lo sé, pero lo antes posible. Y tenemos que hacerlo nosotros.
Estamos esperando a que el juez dé la orden y, mientras, preparándolo todo
para el asalto. ¿Dos, tres, cuatro horas? Permaneced atentos y en la base.
De puta madre. Nos dispersamos y nos preparamos cada uno a nuestra
manera. Yo me voy directo al gimnasio, porque necesito despejar la cabeza
y sudar un poco de adrenalina. Entreno varias horas a bajo nivel, hasta que
me quedo solo. Entonces, me voy a boxear un rato. Necesito boxear. Y es
cuando percibo el silencio.
Mi problema con el silencio no es el silencio en sí. Mi problema con el
silencio es… Joder, ni siquiera yo sé cuál es mi problema con el silencio.
Quizá que existe demasiado silencio en mi trabajo. O que el silencio
significa que estoy trabajando. No sé cuál de los dos llegó en primer lugar a
mi vida, la verdad. Pero qué más da. Tal vez sea que si yo estoy trabajando,
quizá no vaya a ver a mi familia nunca más. Es un riesgo que asumo cada
vez que participo en una misión. Por eso necesito las voces de mi gente
constantemente alrededor de mí. Porque significa que estoy vivo. Y a salvo.
Con ellos. ¿Los silencios? Los silencios no sé qué significan. Solo sé que no
me gustan.
Y ahora, a mi cabeza no se le ocurre otra forma de rellenar este maldito
silencio que con imágenes de Mencía y de mí la última semana. De nuestros
choques, que no han sido pocos. Hemos chocado hasta en las esquinas.
También es cierto que yo me quedé tocado después del bocadillo, lo
reconozco, y he estado un pelín más antipático de lo normal. Y me jode la
vida ser antipático en general, pero con ella en particular… me duele.
Mierda. Joder.
—¿Qué haces, Marc?
Tres palabras en medio de la nada. Retiro la mirada del saco de boxeo.
Y…
Ella.
Ella ha roto este silencio. El silencio de la sala, que no el de mi cabeza.
En el de mi cabeza ya estaba presente: se ha convertido en una especie de
reinado suyo. ¿Y esa cara de mala hostia que trae? Joder con la vasca.
Mencía
Cuando algo sucede en la base…, simplemente se sabe. Una especie de
revuelo. De agitación. O más ajetreo de lo habitual fuera de mi despacho.
No sé explicarlo. Solo… se sabe. O yo lo sé.
Llevo varias horas sin poder concentrarme en mi trabajo, incapaz de leer
una sola frase o escribir una palabra, desde que he sabido del operativo que
está a punto de comenzar a propósito del asalto al barco pesquero en el mar.
No estoy nada de acuerdo con esta misión; con ninguna, en realidad. La
actividad de los geos debería paralizarse hasta que encontremos al culpable.
La unidad está contaminada y todos corren peligro de muerte. He
informado a mi jefe de mis sospechas. Y él ha hecho lo propio con el
comisario jefe. Tres nombres encima de la mesa. Pero ninguna decisión. Y
así estamos.
He salido del despacho para airearme y tomar un café en la sala de
operaciones. Me gusta la sala de operaciones. Tengo acceso a todo. Pero
cada vez que mi vista se desvía, sin poder evitarlo, a la cámara de vídeo del
gimnasio, me preocupo más y más. Y me cabreo. Es superior a mí. En el
reparto genético, Julen se llevó la calma y yo, la mala leche. Por eso nos
compenetramos tanto. Pero con cierto geo… con cierto geo no me
compenetro para nada. Y ni siquiera sé por qué me importa. Supongo que le
he cogido ¿afecto? El roce hace el cariño, dicen. Y él y yo nos hemos
rozado.
Marcos lleva ahí dos horas, dos malditas horas, entrenando sin tregua. Se
está machacando demasiado, está soltando mucha energía. Energía que
tiene que reservar para el operativo de esta noche. Va a llegar agotado. Y
hay un topo en su equipo. Mierda.
Salgo escopeteada de mi despacho, directa a su encuentro. Debo ponerlo
a salvo.
—¿Qué haces, Marc? —le pregunto a las bravas. Estamos solos, así que
me lo permito.
—¿Perdona?
—¿Que qué coño estás haciendo?
—No te pillo, Mencía. Aunque tampoco es que me imp…
Ignoro mi nombre en su boca y vomito todo lo que llevo dentro. Toda mi
preocupación:
—Llevas horas entrenando sin descanso, y es muy probable que estés a
punto de salir hacia una misión. Deja de malgastar fuerzas, Marc; las vas a
necesitar ahí fuera.
—Si no me estuvieras tocando las pelotas a lo grande, señalaría en
mayúsculas y luces de neón el hecho de que sepas lo que llevo haciendo las
dos últimas horas, señorita Asuntos Internos Meto Mis Narices Donde No
Me Llaman. Pero como me estás tocando las pelotas a lo grande, prefiero
preguntarte algo: ¿te estás quedando conmigo?
—Mis narices están donde tienen que estar. Y te hablo muy en serio.
—Me hablas en serio —repite. Se quita los guantes de boxeo y me
enfrenta—. ¿Me hablas en serio? Bien, para tu información te diré, y que no
sirva de precedente, porque yo a ti no tengo que explicarte nada, que sé
hacer mi puto trabajo. Sé controlar mis emociones. Siempre. Mi vida
depende de ello. Gracias, y hasta luego. La puerta está por ahí. Una visita
encantadora. —Me señala la salida, como si yo fuera a irme a alguna parte
—. No vengas aquí a decirme cómo tengo que entrenar. Joder, esto es la
hostia.
—No me hables de hostias, que yo sé de hostias y la hostia eres tú.
—Vaya puta boca.
—¡Estás agotado, Marcos!
—¡No estoy agotado! Pero ¿de qué vas?
Coloca los brazos en la cintura y me mira con los ojos brillantes. Está
muy cabreado. Yo, también. Y frustrada.
—Por si no te has dado cuenta, intento ayudarte.
—Yo no te he pedido ayuda.
—Pues te la doy de todas formas.
PORQUE HAY UN TOPO EN TU EQUIPO, MARC. Hay un topo en tu equipo y
estás a punto de embarcarte en una misión con él. Y yo estoy preocupada.
Miro la cicatriz en su ceja. La herida ya se ha cerrado, pero esa cicatriz va a
acompañarlo toda la vida. Podría haber sido peor. Muchísimo peor. No sé
por qué, pero necesito… necesito protegerlo del hijo de puta que ya ha
matado a sangre fría a dos de sus compañeros.
—Lo que estás haciendo es tocarme los cojones. ¿Y quieres saber otra
cosa? Yo no me estaba machacando, estaba entrenando bien, pero tú te lo
has llevado a lo personal porque yo no soy un número para ti, soy Marc
para ti, y ahí es donde tú tienes un problema. Y ahora el problema también
lo tengo yo, porque esta discusión se me está yendo de las manos ahora, no
mientras entrenaba.
—Marcos, escúchame, tú…
Me detengo. ¿Qué haces, Mencía?
—Yo, ¿qué?
Estás haciendo lo que tienes que hacer. Avisar a una persona inocente de
que corre peligro. A la mierda el protocolo y a la mierda todo.
—Tú… tienes que vigilar tus espaldas. No puedes confiar en nadie. En
nadie, Marcos. Tenlo en cuenta cuando salgas ahí fuera.
—Pero ¿qué mierda me estás contando? ¿A qué viene esto? Yo trabajo
en equipo. ¡En equipo! En este curro, o trabajas en equipo o estás muerto.
¡Muerto! ¿Sabes lo que significa eso? ¿O no eres capaz de verlo desde tu
mesa de administrativa?
—Relájate, Marcos. Y ¿puedes hacer el favor de mirarme? Es una orden.
Marcos ríe, ríe sin ganas, y me apunta con el dedo.
—Tú a mí no me das órdenes.
—Ya lo creo que te las doy. ¿Quieres que te traiga el manual de la
Unidad de Asuntos Internos para que veas lo que puedo hacer o lo que no?
Mi trabajo es meter las narices en tu trabajo.
—Esto es la hostia —repite, elevando los ojos al cielo.
—La hostia es que estés agotado, con el peligro que vas a correr esta
noche en la misión.
—Estoy de puta madre, créeme. Conozco mi cuerpo, bastante mejor que
tú, y sé lo que tengo que hacer antes de salir a un operativo. Yo soy geo; tú,
no. —Eso ha dolido. Mucho. Pero yo ahora no importo—. Así que deja de
dar consejitos.
—Pues tengo más.
—Pues me importan una mierda.
—¿Por qué eres tan borde conmigo?
—No soy borde contigo.
—Ya lo creo que lo eres, Marcos, te pasas de borde.
—Tú también eres una borde conmigo.
—No tanto como tú. Y yo vengo de serie. Tú, no. Tú solo eres borde
conmigo.
Marcos mueve la cabeza y cierra los ojos. Los abre.
—No soy borde contigo.
—Ya, lo que tú digas. Solo quiero decirte que… que tienes que mirar
antes, Marcos.
—¿Qué coño significa eso?
—Que antes de saltar por el precipicio desde once metros de altura,
tienes que asomarte y mirar. Mirar lo que hay debajo de tus pies.
—¿Y por qué coño tengo que mirar? Si hay que saltar, se salta. De nada
sirve mirar primero.
—Porque quizá es solo un montón de rocas lo que te espera debajo.
Quizá no sea agua y no se deba saltar. Podrías abrirte la cabeza en mil
pedazos. Y tú no miras, Marcos. Tú nunca miras.
Eso es algo que enseguida he aprendido de él. Y si lo he aprendido tan
rápido es porque salta a la vista. Apenas he tenido que arañar la superficie.
Se lo ve muy dispuesto a replicarme, pero entonces la voz del comisario
retumba en los altavoces repartidos por la base. Nos envuelve como un
tercer espectador y dejamos de estar solos. Da unas breves instrucciones y
nombra a los doce geos que asaltarán el barco. Por supuesto, Marcos
Cabana está entre ellos. Y, por supuesto, mis otros dos sospechosos, Luis y
Miguel, también lo están. De maravilla.
Marcos ni me mira; se da media vuelta y sale pitando del gimnasio,
directo a los vestuarios, a prepararse para la misión. Yo lo sigo. Por
supuesto que lo sigo. Lo sigo durante el camino interminable que lleva a los
vestuarios. Marcos se quita la camiseta, empapada por el entreno, y abre la
puerta. El resto de geos ya debe de haberse preparado, así que, en cuanto
compruebo que está vacío, entro detrás de él. Al fin y al cabo, culo tenemos
todos. Y yo el suyo ya lo he visto.
Marcos lanza de mala manera la camiseta a un rincón y abre su taquilla
con brío.
—¿También vas a decirme cómo vestir? —pregunta mientras se quita los
pantalones.
—Si lo necesitaras, sí.
—Necesito que me dejes en paz. ¿Qué coño desayunas por las mañanas?
No imaginas lo difícil que es cabrearme a mí, pero tú acabas de sacarte un
puto máster exprés. Mi enhorabuena.
Mierda. Esto no está bien. Marcos está muy cabreado. No pienso entrar a
discutir conmigo misma quién de los dos lleva razón, aunque la balanza se
inclina hacia él más que hacia mí. Soy consciente de que no debería
haberme metido, porque no he valorado cómo entrenaban sus demás
compañeros, solo él, siempre él, pero eso tampoco voy a discutirlo conmigo
misma. Lo que voy a hacer es tragarme mi orgullo y pedirle perdón. Porque
Marcos está alterado por mi culpa, y ese es el peor estado en el que debe
encontrarse ahora mismo. Necesito tranquilizarlo, que la tensión se esfume
de su cabeza y que enfile hacia ese barco con la mente en blanco.
—Lo siento. Tienes razón. Lo siento, ¿de acuerdo?
—¿Ahora lo sientes? —Me mira con la ceja arqueada—. Eres increíble.
Continúa cabreado.
—Sí, lo siento. Me he metido donde no me llamaban. Supongo que es
deformación profesional. Me gusta meter las narices en todo. Y no tenía
razón.
—¿Eres bipolar o qué?
¿Bipolar, yo? Y que me lo diga él… manda narices. Tengo que hacer el
esfuerzo de mi vida por mantener la boca cerrada y no replicarle. No es el
momento.
—Quizá un poco… Todos tenemos lo nuestro.
—Jamás dudes de mi trabajo —afirma muy serio. El problema es que mi
trabajo consiste precisamente en eso. En dudar de su trabajo.
Marcos se agacha para atarse las botas, introduce el bajo de los
pantalones por dentro y ajusta las gomas especiales que utilizan para que no
se suelten; si tienen que hacer cualquier movimiento brusco, es más fácil
que tropiecen y caigan si llevan los pantalones por fuera. Coge su arma
corta y se la guarda en el uniforme. Ya casi está listo. Ha sido muy rápido.
Abandona el vestuario sin mirar atrás y yo lo sigo, una vez más. Lo
acompaño hasta la armería, donde se aprovisiona de armas largas, y luego a
la calle, a los coches que están a punto de partir hacia el puerto de Alicante.
—Marcos —lo llamo antes de que se monte en uno de ellos, como
copiloto. No me hace ni caso—. ¡Marcos!
—¡¿Qué?! —responde antes de cerrar la portezuela.
—Mira antes de saltar, por favor.
Pum.
Portazo.
Esa es su única respuesta.
Los coches arrancan y yo me quedo parada en el centro de la calle hasta
que desaparecen por la carretera. Cojo el móvil y hago uso personal, por
primera vez, de una información que ha llegado a mis manos gracias a mi
trabajo: su número de teléfono. Y también hago otra cosa que no he hecho
antes: tontear por el móvil con un tío. Es lo único que se me ocurre para que
Marcos olvide nuestro encontronazo. Dios, pero ¿cómo se tontea con un tío
por teléfono? Mencía, tú déjate llevar.
Mencía:
Suerte, Marc. A por ellos.
If you leave now, you will take away the biggest part of me.
Oooh, no, baby, please don’t go.
…
—Capullos.
Pablo sonríe, y hasta yo sonrío. La música avanza estrofa a estrofa al
mismo ritmo que nuestros chicos avanzan hacia el barco, sumergidos a más
de cinco metros en las profundidades del océano.
—Ya lo veo.
—Preparados. Procedemos al asalto por babor.
—¿Han echado la escala, como nos aseguraron?
—Afirmativo, señor.
—No la utilicéis. Proceded de la manera habitual para subir al barco.
—Sí, señor.
—Adelante.
—Mosquetones asegurados. Subimos.
Y todo sucede tan rápido que apenas me da tiempo a registrarlo en mi
cabeza. Los chicos dentro del barco, los susurros, las señales que imagino
que intercambian, los «manos arriba». El tiroteo que se escucha de repente.
No soy capaz de alejar los ojos de la pantalla, como esperando a que las
luces verdes pasen a rojo cuando… cuando uno de los nuestros caiga. Pero
no sucede. Nuestros chicos toman el control de la situación y nos informan
de que está todo bien. Los tienen.
—Situación, informad.
—Controlada.
—¿Los malos?
—Controlados.
—¿Todos?
—Afirmativo.
—No han dado apenas problemas. Solo dos de ellos han abierto fuego,
pero los hemos neutralizado enseguida.
—¿Habéis tenido que abrir fuego vosotros?
—Negativo.
—¿Heridos?
—Negativo.
—Hemos encontrado la droga.
—Joder, aquí hay mucho tema.
—Tema del apotema —escucho a Marcos de fondo. Y otra vez esa
imagen de él en la cama del hotel. De aquel desayuno, que ahora parece tan
lejano. Parece hasta irreal.
—Marcos, ¿lo tienes?
Marcos iba a por el jefe.
—Lo tengo.
—¿Problemas?
—Ninguno. Tú te vienes con nosotros para el puerto —escuchamos que
le dice—. Puedes ponerte los pantalones primero.
—Estamos listos, señor.
—Buen trabajo, chicos. Mi más sincera enhorabuena, una vez más. El
secretario judicial os espera en el puerto. Cambio y corto.
En la sala no se oyen más que suspiros y aplausos y celebraciones. Y yo
siento un orgullo tan grande por lo que hace esta gente que no me cabe en el
cuerpo. ¿Por qué ha tenido que infiltrarse el maldito veneno aquí? No es
justo.
—Joder —me dice Pablo—. He perdido cinco kilos por lo menos.
Y yo, joder. Y yo.
Mencía:
Enhorabuena por ese operativo.
Mencía:
No me has contestado antes.
Mencía:
Esto es lo último que te escribo ya.
Mencía:
Que sepas que antes he tonteado contigo a propósito para ponerte de buen humor.
Mencía:
Me refiero a que no habría tonteado contigo después de nuestra pelea si no hubiera necesitado
ponerte de buen humor para la misión.
Mencía:
Pues ya lo sabes.
Mencía:
Te lo cuento para que no sirva de precedente, como tú dices. Yo no tonteo.
Mencía:
Y el uniforme te queda bien, pero igual que a todos tus compañeros.
Mencía:
SOS.
Willy Fog:
¿Arroz? Pídele al vecino. Y así, de paso, te relacionas con alguien.
Mencía:
¿Qué demonios te has fumado? Que estamos a martes, Juls.
Willy Fog:
Hostias, vaya humor. ¿Qué te pasa?
Mencía:
¿Puedes hacer el favor de venir aquí y quitarme el teléfono de las manos? La estoy liando.
Willy Fog:
¿Qué ha pasado?
Marcos escribiendo…
Oh, joder.
Marcos:
¿¿Esa eras tú tonteando?? ¿Has comprobado el significado de la palabra en el diccionario?
Mencía:
Que te den.
Marcos:
Ja, ja, ja, ja, ja.
Será idiota.
Willy Fog:
Pero ¿qué ha pasado? Me preocupas, Rigodón.
Willy Fog:
¿Te llamo y escuchamos música juntos? Tengo temazos nuevos.
Por favor.
18 SOS
Marcos
—Marc, estás de coña —me dice River.
—Os juro que no —me defiendo, cruzando los dedos detrás de mi
espalda y desternillándome de risa. Me encanta contar batallitas a mi
familia, temas relacionados con mi trabajo, pero llevados al absurdo más
absoluto; más de la mitad me lo invento, pero, oye, hay una base sólida. Y
llevo media hora relatándoles mi última misión—. ¿A que no, Alex? A él se
lo conté en vivo y en directo. Puede considerarse testigo presencial.
Le guiño un ojo a mi cuñado para que me siga la corriente y tomo otro
sorbo de mi cerveza.
—No he escuchado en la vida una verdad más verdadera que esa.
—Seguro que no —le replica Adri. Adri siempre replica a Alex. Y
viceversa. Pero en el fondo se adoran.
—Pues no.
—Ya ves.
—Testigo presencial es redundancia.
—Desconecta un poco, Riv.
—Yo, lo que venga de los Marcalex, me lo creo a medias. Llamadme
escéptico.
—Tú pasas demasiado tiempo con tu marido —le digo a Hugo.
—Y hablando del rey de Roma —nos dice Jaime, señalando la entrada
del local con un movimiento de cabeza—, por la puerta asoma.
—Ni un puto chiste sobre el refrán quiero —nos advierte Hugo al
instante.
Y me mira a mí, claro, que ya tenía la boca abierta para hacer la gracieta
y descojonarme un poco de mi cuñado, pero Hug siempre me frena.
—Eres un aguafiestas. Contigo es imposible reírnos de tu marido.
—Cuánto lo siento.
Y cómo maneja la ironía, el hombre. Admirable.
Enfoco mi mirada hacia la puerta del pub y enseguida localizo a Dylan
(por mucha gorra hacia atrás y gafas de intelectual de pega que lleve, yo lo
reconozco sin dudar) dirigiéndose hacia nosotros, acompañado de su nueva
mánager: la pelirroja. Últimamente no se separan para nada, han empastado
bien. La chica se ha instalado en el pueblo con intención de quedarse unas
semanas, al menos hasta que el nuevo estudio de Dy arranque.
—Joder, no había un rincón más escondido donde meteros —protesta al
llegar—. Porque soy alto, que si no, cualquiera os encuentra.
—Buenas noches, cuñado —lo saluda River. Riv es muy educadito.
Cuando quiere y está de buen humor.
—Estaremos escondidos, pero tú has venido directo —le reclama Jaime.
—Ya te lo he dicho: porque soy alto. He visto las cabezas rubias de babe
y de pollito. Y el tupé de Riv. Que, por cierto, me ha contado Cata, en
absoluta confianza —«estricta, Dy, en estricta confianza»—, que te tiras un
rato frente al espejo acicalándotelo. Que no es natural. Una decepción así
no la sufría yo desde que cancelaron Buffy Cazavampiros.
—Lo sabemos —decimos Adri, Hugo y yo al unísono. Lo de Buffy, no.
Lo del tupé de nuestro hermano mayor. Todo empezó allá por el año 2000,
cuando Riv cumplió los veinte. Pobre hombre, sus rizos son un tanto
indomables. Mi madre, cuando va al supermercado, compra dos botes de
fijador, uno para ella y otro para su primogénito.
—Hay que joderse —exclama el aludido.
Dylan se posiciona en la barra, entre Hugo y yo, pero mucho más cerca
de Hugo (vamos, como siempre). Lo saluda con un guiño y una sonrisa de
las suyas.
—Hola, marido. ¿Cuánto me has echado de menos?
—¿En las dos horas que lleváis separados? Una barbaridad. No hemos
hablado de otra cosa —intervengo yo. Dylan me ignora, solo tiene ojos para
Hugo; le suele durar unos minutos.
—Hola a todos —dice la pelirroja con energía. Se ha parado frente a
nosotros, junto a Adri.
—Jaime —tercia Dylan—, creo que tú no te habías topado aún con ella.
Es Dawn, mi mánager. El resto ya la conocéis, ¿no? Habéis coincidido por
el pueblo en algún momento que otro.
Sí, en algún momento que otro… Yo prefiero no recordar el nuestro.
Todos asentimos con la cabeza mientras Jaime le da dos besos.
—El pelo, muy bien, por cierto —comento. Ella me mira mal, muy mal.
Alex reprime la risa; conoce la historia que hay detrás. Joder, que lo he
dicho en son de paz—. Me refiero a que te queda muy bien así, liso. Y seco.
Ni una onda se te ha escapado. Mi enhorabuena.
Carraspeo. Joder, no me extraña que me digan que estoy oxidado en lo
que a mujeres se refiere; menos mal que no me la quiero ligar. Mis
hermanos sueltan una carcajada, casi todos. Capullos. Me fijo en Adrián,
que no ha pronunciado ni una sola palabra y que tiene cara de bribonzuelo.
Este va a liar alguna.
—¿Por qué la has traído? —le pregunta directamente a Dylan—. Esto es
una quedada de tíos.
—¿Cómo no la iba a traer? Es lo mejor que me ha pasado en la vida y
suena como el acorde de Re mayor. Es una quinta. En la tonalidad del Sol.
Para vuestra información.
Hala, el otro.
—Joder, Dylan.
—A ver —exclama, cuando se da cuenta de lo que acaba de decir. Si es
que no filtra, el hombre…—, el nene es toda mi vida. A él no lo cuento.
—Ya, claro, ahora arréglalo.
—Hoy vas al sofá.
—Ey, ey, ey, Cabanas, no os alteréis.
—Sigo pensando que no deberías haber traído a la Barbie universitaria.
Es una quedada de tíos —insiste Adri.
—De hecho —añado yo—, teníamos que haberte vetado la entrada
incluso a ti, que te apuntas a las quedadas de las chicas y a las nuestras. No
puede ser. Elige bando, Dy. Y, espera, ¿has dicho «Barbie universitaria»? —
le pregunto a Adrián con la frente arrugada.
—Sí —responde Dawn antes de que a mi hermano le dé tiempo a abrir la
boca—, ha dicho «Barbie universitaria». Es así de simple, el pollito.
—No me llames «pollito».
—No me llames tú «Barbie universitaria».
—No te lleves tú a trabajar una calculadora de color verde fosforito, rosa
y morado.
—No me mientas tú con tu nombre. Ahora no sé cómo llamarte. Y
«pollito» te pega. Más que Adrián, de hecho. ¿O era Marcos?
—Insisto, no te traigas al curro la calcu de la uni.
—¿«La calcu de la uni»? ¿Qué va a ser lo próximo? ¿Pim, pam, pum,
bocadillo de atún? Vuelve a las aulas, anda. A ver si maduras un poquito,
pollito.
—Soy mayor que tú.
—Me parece que no. Si acaso, más alto, pero poco más.
—Tengo veintinueve años.
—Y yo, treinta y tres.
—¡Ni de coña!
Podría quedarme horas viendo cómo se lanzan bolas rápidas el uno al
otro, y por la cara del resto, ellos también: es como un partido de tenis, lo
cual tiene su gracia, porque Adri es bastante máquina en el tenis. Y más
máquina todavía en el arte del ligoteo. Porque está ligando con la chica a lo
grande. Otra cosa es que ella se esté dando cuenta… Vamos, que lo mismo
se enrolla con él como le da una patada en el trasero.
Y me encantaría seguir disfrutando del espectáculo de ver a mi hermano
pequeño en acción, pero tengo que interrumpirlos. Es una necesidad. Me
puede la curiosidad.
—¿Cuándo ha pasado todo esto? —pregunto en general, señalando a los
contrincantes. Estos dos se han visto más veces. Vamos, dejo de ser poli si
no lo han hecho. Y, hablando de ser poli, me siento observado. Fijamente
observado.
—Han coincidido en un par de ocasiones en casa desde la primera vez
—comenta Dylan divertido; otro que sabe que mi hermano está ligando—.
Adri viene mucho, y Dawn prácticamente vive allí durante el día. Han
tenido sus momentos. Varios momentos, en realidad. No sé si sería capaz de
contarlos todos con los dedos de las man…
Levanto la vista antes de que Dylan termine de hablar, porque es posible
que no acabe nunca. Y entonces la veo. La veo al momento. Está lejos, pero
ese pelo rubio y ese flequillo son inconfundibles. Bueno, y esa cara y ese
todo, joder.
Mencía.
—Pero ¿qué coño he hecho yo últimamente para que el karma me dé así
de bien por el culo?
—¿Qué pasa? —pregunta River.
—¿Quién le está dando por el culo a mi poli favorito?
No contesto.
Mencía no está sola: Nahia, la informática de la unidad, está con ella. Y
me saluda con la mano. Levanto la mía por educación. Después, vienen
hacia aquí. Las dos vienen hacia aquí, y un chico con ellas. Joder, ¿ves? La
jodida educación…
—¡Hola, Marcos! Pero qué sorpresa, ¿no? Nunca habíamos coincidido
fuera del trabajo —dice Nahia al llegar.
—No salgo mucho de mi pueblo —contesto escueto.
Silencio sepulcral. Qué bien. Con lo que me gusta. La situación es la
siguiente:
Nahia observa a toda mi familia.
El chico desconocido observa a toda mi familia.
Mi familia observa a los recién llegados, una y otra vez; pasan de una a
otra y a otro en bucle. De izquierda a derecha y de derecha a izquierda.
Mencía me mira a mí.
Yo miro a Mencía. No he visto cosa más bonita en mi vida. Y ya, con la
mala leche que se gasta, es perfecta en todos los sentidos. Que Dios me
asista.
Ahora toda mi familia me escudriña a mí.
River carraspea.
Nahia aguarda las presentaciones.
El chico desconocido sonríe y se detiene en mí más de lo normal.
Alex entrecierra los ojos observando a mi rubia. Digo, a la rubia, joder.
Jaime sonríe.
Hugo me mira con la ceja arqueada.
Dylan me mira divertido.
Dawn mira a Adri.
Adri ya no mira a nadie. Bebe de su copa como si todo esto no fuera con
él.
Mencía continúa mirándome.
Y así estamos. Se ha parado hasta la música. Siguiente tema, por favor.
Gold, de Spandau Ballet, comienza a sonar. ¡Gracias!
—Hola, yo soy River, hermano de Marc. Uno de ellos.
Sabía que iba a ser el primero en presentarse. Y esto ya es imparable.
Aquí ya sale todo. Mi relación consanguínea y no consanguínea con todos
los presentes. La relación consanguínea y no consanguínea de Mencía con
Nahia y con el chico nuevo, que resulta ser su hermano mellizo, el modelo
de manos que tuvo una audición un domingo. Se dan un aire. Y debo
reconocer que con el tema «Dylan Carbonell» se contienen bastante. Nada
de fanatismo. Y, de repente, son todo presentaciones, nombres compartidos,
besos en las mejillas o manos entrelazadas en un saludo informal. Y muchas
sonrisas. Y yo, en el medio.
—Perdona —le dice de pronto Adrián a Mencía; ha salido de su mundo
particular—, ¿cómo has dicho que te llamas?
—Mencía.
—¿Y ese nombre?
—Es de Bilbao —explico yo. Y creo que con eso lo digo todo. Con los
de Bilbao siempre aceptamos pulpo. Como animal acuático y como lo que
sea.
—Aibalahostiapués —suelta Adrián.
Alex escupe la bebida. Literal. Alguno que otro se atraganta. Literal.
—Joder —exclama Alex—. El cuñado, cuando quiere, tiene su gracia.
—Un placer —continúa mi hermano de manera despreocupada, como si
no acabara de soltar lo que ha soltado por la boca—. Yo soy Adrián.
—Así que Adrián, ¿eh? Y a la primera. Ojiplática me quedo —espeta
Dawn. Me descojono. Bien de cera que le da.
Adri le guiña un ojo. A saco, va.
—¿Me estáis diciendo que en un grupo de ocho españoles hay un River,
un Dylan y una Dawn? —pregunta Nahia.
—Y eso que no anda Pris por aquí…
—Lo mío fue cosa del amor que mi madre sentía por River Phoenix
después de verlo por primera vez en la serie Siete novias para siete
hermanos.
Cierto.
—Lo mío fue cosa del amor que mi madre sentía por Bob Dylan. Y,
repito, por suerte me quedé con la parte de Dylan.
—Lo mío fue una apuesta de mis padres —nos cuenta la pelirroja—.
Ganó mi madre. Poco después se divorciaron, pero yo me quedé con el
nombre.
—Ese dato no lo conocía —le dice Adri.
—Ahora ya lo conoces.
—Dawn significa «amanecer» —añade Jaime—. Comienzo. O Alba. Es
bonito.
—Así que Albita… —canturrea Adrián.
—Ni lo pienses —lo amenaza ella.
—Esperad. ¿Tú eres la vasca de Marc?
Joder, puto Dylan. No se le escapa una. Y mira que estábamos
entretenidos con el tema de los nombres.
Mencía no contesta, o no lo hace en un primer momento. El resto de mi
familia, todos juntos, deciden abrir la boca a la vez y pronunciar en un
unísono perfecto:
—¿Tú eres la tía más guapa que ha visto en su vida?
Dios. Me los voy a cargar a todos. Lentamente. Ahora la contemplan con
muchísima curiosidad. Y yo me doy cuenta de que no les había dicho su
nombre; solo lo sabían River y Alex. Y han disimulado bastante bien.
Faltaría más. Mencía se sorprende, pero también se deleita. Y sé que estoy
perdido antes de que diga nada.
—¿Le has hablado de mí a tu familia? Qué sorpresa.
—Apenas.
No cuela, claro.
—Sabemos que eres la del ascensor y la de Asuntos Internos —la
informa Jaime—. Y yo solo soy un amigo de la familia. Así que imagínate
lo que sabrá el resto de la tribu. No te imaginas el nivel que hay.
—Yo ya dispongo de toda esa información y acabo de llegar —añade
Dawn. Alucino. Esta familia es la hostia, joder.
—Hombre, tú. Con esa calculadora no hay quien te pare —replica Adri.
—Eres un…
—¿Un qué?
—Mi buena educación no me permite contestar. Luego te mando un
correo.
Ya… Un correo. Esta también quiere tema.
—No os disperséis —los interrumpe Dylan—, que aquí hemos venido a
hablar de la vasca de Marc.
—No es mi vasca.
—Ya veo —dice ella—. Pues quizá me podéis explicar vosotros por qué
Marcos es un borde conmigo en el trabajo. Está a la que salta.
—No te tenía yo por una chivata —le digo con retintín, en un susurro.
Ella solo sonríe con suficiencia.
—¿Cómo que es un borde contigo? —pregunta Riv. Cabrón. No insistas
más, hombre—. Eso no nos lo ha contado. Últimamente está poco
comunicativo.
Entonces mi hermano me mira con duda en el rostro. Y los demás
también lo hacen. Yo solo miro a Alex. Alex, que todo lo sabe. Y el muy
cabrón sonríe.
—Pero si Marc es un salado —apunta Dylan—. ¿Qué le has hecho?
—¿Yo? Nada.
—¿Mezclar mi vida privada con mi vida laboral? ¿Os parece poco? —
me defiendo.
—Anda, no me jodas, Marcos.
—Tú eres idiota.
—La chica no te ha hecho nada.
—No, al menos voluntariamente. Pero es cierto que ha mezclado ambos
entornos.
—No saques la cara por él.
—Está muy buena, Marc —me susurra Dylan. Y me guiña un ojo. Joder.
—¿En serio es por eso? —pregunta Mencía—. ¿Todo lo que ha pasado
entre nosotros en el trabajo se debe a eso?
—A ver, donde tienes la olla, no metas la polla —sentencia Jaime.
Tan gráfico, no, por favor.
—Ni un puto chiste con el refrán.
—Ya lo habéis oído, capullos.
—Discúlpate, Marc, y empieza de nuevo. Es una orden.
—¿Me estáis vacilando?
—No. Discúlpate. Los Cabana no somos unos bordes.
—Excepto Hugo.
—Eso.
—Idiotas.
—Joder.
—Te permitimos que lo hagas en privado. Lo de disculparte.
—Yo tengo hambre —declara Dylan en uno de sus arranques
espontáneos.
—Acabas de cenar.
—Podemos pedir algo para picar.
—Aquí solo hay patatas de bolsa.
—Yo las como sin sal. —Esa es Dawn.
—No me jodas, unas patatas sin sal son como… —Y ese, Adrián.
—Como comer una pizza sin queso.
—No lo pillo —le digo al tal Julen—. ¿Qué tiene eso de malo?
—No les gusta el queso —le aclara Jaime.
—¿A ninguno?
—A ninguno.
—A mí me revuelve el estómago.
—Yo vomito, directamente.
—Yo podría comer un poco, si se tratara de vida o muerte.
—Yo no puedo verlo ni en pintura.
—Si es que —Dylan se parte de risa— a fuego con el curro vais siempre
los Cabana. Sois la hostia.
—Perdonad —nos interrumpe Nahia. Llevaba un rato largo sin abrir la
boca—, pero me he quedado anclada en lo del ascensor. ¿Vosotros dos ya os
conocíais?
Aiba la hostia, la otra.
Mencía y Julen bajan del escenario y los recibimos con más vítores. Lo
han hecho bien. Muy bien. Podría decir incluso que me siento orgulloso.
Pero eso es improbable, porque no experimento por ella un afecto como
para sentirme así.
Y otra ronda de chupitos para todos.
Y otra.
—Venga, vamos —me apremia Dylan un rato después, cuando el alcohol
navega por mis venas a sus anchas—; una canción, tú y yo.
No sé si es el alcohol el culpable o qué me pasa, pero mi respuesta es:
—Joder, vamos. Malo será que contigo de pareja lo haga mal. Es
imposible.
—Yo no tentaría a la suerte.
—Dylan canta bien hasta inconsciente —lo defiende su marido.
—Pero Marc, no.
—Capullos. Os vais a enterar. Vamos, babe. Pollito, ¿te animas?
—Para la próxima.
—La gente se va a dar cuenta de que eres tú —le recuerda River a
Dylan. Hasta ahora nos hemos mantenido ocultos en un rincón bastante
oscuro (la iluminación en este local brilla por su ausencia), pero una vez
que Dylan salga a escena, por mucha gorra que lleve puesta y muchas gafas
de intelectual… lo van a pillar.
—Aquí todos van muy pasados. —Sí, empezando por nosotros—. No
creo que lo reconozcan.
—Y si lo hacen, lo negaré.
—Vamos a salir en las noticias.
—Bienvenidos a mi mundo. —Hugo.
—Vamos, Marc.
—Espera, ¿qué canción has elegido?
—Tranquilo, te va a encantar.
Joder, qué miedo. Allá vamos.
20 Comienza el apocalipsis de la música
Ver a Marc subir al escenario con esa cara de susto, por mucho que él
intente hacerse el duro, es impagable, pero es que cuando empiezan a sonar
los primeros acordes de la canción y la identifico (Man! I feel like a
woman!, de Shania Twain)… Hacía tiempo que no disfrutaba tanto de…
nada. Yo pagaría por ver este espectáculo. Pagaría mucho dinero. Y se
desarrolla gratis frente a mis ojos.
Julen se sitúa a mi lado, cruza los brazos frente al pecho y compartimos
una mirada confidente. Volvemos a centrarnos en el escenario a la vez.
Try to be best.
‘Cause you're only a man.
And a man's gotta learn to take it.
Marc:
Imagínate un apocalipsis donde no pudiéramos hablar. Solo cantar y bailar.
Mencía:
Tú estarías perdido. No durarías ni media hora.
Marc:
Eh, que he dicho que también hay que bailar. Yo bailo de puta madre.
Mencía:
Está bien. Tú solo durarías dos días, pero ¿sabes qué?
Marc:
¿Qué?
Mencía:
Que yo te protegería.
Escribiendo…
Escribiendo…
Escribiendo…
Marc:
Contaba con ello.
Mencía:
¿Desde cuándo?
Marc:
Lady, lady, lady, lady. When will I ever hear you say.
Mencía:
I stay, I pray. See you in heaven far away.
Marc:
Buenas noches.
Mencía:
Buenas noches.
Marc:
Sigues siendo la tía más guapa que he visto en mi vida.
Marcos
La resaca de los treinta no es la misma que la resaca de los veinte. Eso es
así para un geo, para un poli y para todo hijo de vecino. Pero ni por toda la
resaca del mundo me pierdo yo un desayuno con mi familia. Además, como
hoy es domingo, se han apuntado casi todos. River y Hugo han venido con
la excusa de que alguien tiene que vigilarnos para que los desayunos no se
nos vayan de las manos (tarde), pero no es más que eso: una excusa. Nos
adoran. Y punto.
Tres mesas hemos tenido que juntar para sentarnos todos. Nueve adultos
y un bebé. Pris, Adri, Hug, Riv, Alex, Dy, Cata, Jaime, Álvaro y yo. Esto ya
es imparable.
—¿Desde cuándo hay tronas y un parque de juegos infantil en el pub? —
pregunta Priscila nada más entrar, empujando el carrito de mi sobrino.
Señala la trona de Álvaro en nuestra mesa y el pequeño espacio acolchado y
provisto de juguetes en un rincón. Y, por supuesto, Chas y aparezco a tu
lado, de fondo. Pues sí que hacía tiempo que la niña no pasaba por aquí.
—No hay tronas y un parque de juegos infantil, Pris —le explica Adri—.
Pedro ha comprado una trona para tu hijo y le ha asignado un espacio en esa
esquina para que los Marcalex, digo, para que tu marido y tu hermano
puedan desayunar tranquilos.
Correcto.
—Pero ¿qué me estás contando?
—Tal cual.
Priscila niega con la cabeza. Comprueba que Álvaro está dormido como
un tronco en el carro y se sienta en uno de los extremos de la mesa, con el
niño a su lado.
—Ahora entiendo que ni Alex ni el niño salgan de aquí.
—La casa se nos cae encima las horas que tú no estás, Reina del
Desierto. Hemos tenido que buscarnos la vida.
Pero qué morro tiene. Le guiño un ojo. Bien jugado, tío. No hay más que
ver la cara de complacencia de mi hermana. Si es que la niña se lo cree todo
a pies juntillas. Alex me devuelve el guiño.
—Oye —nos dice entonces Dylan—, ¿nadie va a comentar nada de los
M&M's? Yo muero por hablarlo en familia.
Joder.
—¿M&M's? —Pedro arruga el ceño. Acaba de llegar a la mesa, con
parte de nuestro desayuno en una bandeja—. ¿Los caramelos de chocolate?
—No, joder —le responde Dylan—. ¿M&M's? ¿Marvasca?
Pedro continúa sin entenderlo, aunque parece que se le enciende una luz.
Una luz incorrecta, me da a mí.
—Creo que son malvaviscos, no malvascas —le dice, colocando los
cafés uno a uno encima de la mesa—. Y de eso no tengo. Pero tengo otra
cosa que te va a encantar. Ahora te la traigo.
—Marcos y la vasca —aclara Dylan, como si fuera la mayor obviedad
del mundo.
Yo lo he pillado a la primera, que conste. Repito: paso demasiadas horas
con mi cuñado. El resto de mi familia también lo ha pillado a la primera.
—¿Qué ha pasado con la vasca? —me pregunta Pedro.
—Eso queremos saber todos.
Eso quiero saber yo también, estoy a punto de decirles. Pero me callo
por mi salud mental. Y hablando de salud mental: hoy he quedado con Ali
para tomar un café y no sé cómo sentirme al respecto. Es el cuarto café que
nos tomamos ya. No sé yo si estamos quedando demasiado últimamente.
Reconozco que la conversación es entretenida. Dos años de ponernos al día,
nada más y nada menos. Es increíble la cantidad de cosas que nos han
sucedido a ambos en el tiempo que hemos pasado sin hablarnos.
—Ay, sí —suplica Pris—. Ponedme al día. Por cierto, Alex llegó
superentero a pesar de las horas.
—Porque yo lo cuidé —le digo a mi hermana, desconectando del tema
de Alicia y nuestros cafés.
Ella me sonríe. Los demás me miran con la ceja arqueada; encojo los
hombros.
—¿Y a tu hijo qué le pasa? —le pregunta Pedro a Priscila. Se ha
quedado de charleta—. ¿Por qué está dormido a estas horas?
Joder.
—¿Cómo que por qué está dormido a estas horas? Es su hora de la siesta
de media mañana. La echa a diario.
Tanto Alex como yo lo miramos con un: «Pero ¡hombre!». Él reacciona
enseguida.
—Ah, claro, claro. Que me he despistado con el reloj. Qué bonito el País
Vasco, por cierto —me dice. Acto seguido, coge su bandeja y se refugia
detrás de la barra.
—Al grano, Marc.
Que no me da la gana, coño. No quiero pensar en Mencía. Con quince
horas al día es suficiente, gracias.
—Decidme si es maja, al menos —nos pide Pris—. Muero de la
curiosidad.
—Mucho ojo tú con tu curiosidad y con tu ardilla. Que luego lo largáis
todo.
Mi hermana escribe una columna de humor en el periódico de la familia
de Alex. Habla a través de su ardilla, Pristy, y tienen un peligro notable en
lo que consideran «noticias importantes de ámbito local».
—A ver cómo te lo explicamos de una manera rápida para que lo
entiendas —empieza Jaime—. Mencía es…
—O podemos dejar a la vasca en paz —digo yo.
—… es muy Hugo —suelta Jaime, ignorando mi queja—, pero en chica.
—¿Es Huga? —pregunta Cata.
Dylan se ríe y da un golpe en la mesa.
—Justo. Joder, qué buena.
Entonces ambos se parten de risa.
—Tú no cobras a fin de mes —le dice Hugo a Cata—. Y tú no follas —
le dice a Dylan.
Ahora el que se descojona soy yo.
—No puede hacer eso —se queja Dylan, mirándonos al resto.
—A mí, no, que soy trabajadora por lo legal. ¿A que no puede, Riv? Lo
tuyo, ya…
River no se pronuncia, solo intenta aguantarse la risa, como los demás.
—Y yo soy marido por lo legal. Babe… —Dylan mira a mi hermano con
cara inocente, pero sin dejar de reírse. No cuela.
—Abrimos investigación —añade Cata—. Si hay que hacerse abogados,
nos hacemos abogados.
—Venga —contesta el otro.
—Tú y yo, como en los viejos tiempos.
—Hecho. Hostias, babe: temazo.
Pedro acaba de poner Despacito.
—Dios, vigílame a Mulder y Scully de lunes a viernes, ¿vale? —le pide
River a Hugo.
Hugo lleva los ojos al cielo.
—Oye, ¿y qué me decís del vasco? —pregunta entonces Jaime.
—¿Qué vasco? —indaga Cata.
Joder con el vasco, la vasca y la madre que nos parió a todos.
Mencía:
Un apocalipsis donde los gatos se adueñan de la Tierra.
Mencía:
Millones de gatos.
Mencía:
¿Qué haces?
Marcos:
Darles atún.
Marcos:
Mencía. Actualización nocturna número 49.
Marcos:
Es muy buena con los apocalipsis, eso tengo que reconocérselo.
Alex:
¿Eso qué significa, Marc?
Marcos:
Que ese es el motivo por el que nos mandamos mensajes apocalípticos a todas horas.
Alex:
Marc…
Marcos:
Que estoy muy jodido.
Alex:
Correcto.
22 El ecuador. EL ECUADOR
Dame tu mano
y venga conmigo.
Vámonos al viaje para
buscar los sonidos mágicos
de Ecuador.
¡Escúchame!
¡Ahora sí!
¡Ecuador!
Marcos
Creaste el grupo “¿Cuántos se va a zampar?”
Añadiste a Alex
Añadiste a Dylan
Añadiste a Hugoeslaestrella
Añadiste a Adri
Alex:
Siete.
Adri:
Ja, ja, ja, ja, ja.
Adri:
Principiante.
Dylan:
Me meo con el nadador.
Adri:
Ya te digo.
Adri:
Once.
Dylan:
Doce.
Hugoeslaestrella:
Quince.
Marcos:
Hostias, apuestas fuerte, Hug.
Hugoeslaestrella:
Son muchas horas.
Marcos:
Trece.
Dylan:
Yo quiero cambiar mi apuesta. El nene tiene razón.
Marcos:
No se puede. Dijimos que una única opción.
Marcos:
Ahora apechugáis.
Alex:
¿Quién es el principiante ahora?
Alex:
Cantante de pacotilla.
Dylan:
Uy, lo que ha dicho.
Adri:
¡Insurrección!
Hugoeslaestrella:
Yo tengo que currar.
Hugoeslaestrella:
Os silencio.
Dylan:
¿No vas a defender mi honor?
Alex:
Parece que no, babe.
Dylan:
Joder con el nadador.
Adri:
¡Insurrección! ¡Insurrección!
Qué puto lío. Demasiada gente en este salón. Es imposible hacerse oír con
tantas voces pisándose unas a otras, y yo quiero expresar mi opinión. Adri
vio el otro día a nuestro primo Tomás enrollándose con una chica en la
playa y YO QUIERO EXPRESAR MI OPINIÓN. Pero no hay manera.
—Mamá, pon un poco de orden —exijo, intentando sobrepasar la voz de
Dylan, pero, claro, a ver quién coño es capaz de sobrepasar la voz de Dylan.
A no ser que…—. Saca ya el flan gigante.
Mi madre sonríe y se levanta, no por hacer callar a Dylan, sino por dar
de comer (todavía más) a sus queridísimos yernos. Mi padre, mis tíos y los
padres de Alex también se levantan. Les encanta ir juntos a la cocina, de
siempre. Yo creo que lo hacen para cotillear. Mi abuelo, porque se ha
quedado dormido en el sofá (demasiadas emociones para el hombre), que si
no, también se levantaría. La verdad es que somos un poco cabrones al
sacar el tema de Tomás delante de sus padres, pero en esta familia es lo que
hay.
—¿Qué mierda es esto? —pregunta Tomás de pronto, mirando su móvil.
—Bienvenido, Tommy —dice su hermana Eva—. Nos hemos dado
cuenta, después de la que has organizado con la chica esta en la playa, de
que ya eres todo un hombre hecho y derecho, y te hemos invitado a nuestro
grupo de hermanas en WhatsApp. Te lo has ganado. Ahora ya estamos
todos.
—¿Grupo de hermanas?
—Ahora, de hermanas y hermano.
—Uff —exclama Priscila.
—¿Cómo que «uff»? —intervengo yo—. Tendrás quejas tú de nuestro
grupo de hermanos.
—Yo os sufro cada día.
—Yo sí que os sufro cada día. —Alex.
—Pues yo me lo paso pipa. —Dylan.
—Es un grupo personal e intransferible.
—Claro, claro. Por supuesto.
—DEFCON, tíos. De una vez por todas, joder. Hugo a la calle.
—Pero ¿qué cojones he hecho yo ahora?
—¿Qué queréis decir con lo de «sufrir»? —pregunta Tomás—. No es
más que un grupo de WhatsApp, ¿no?
—Ya lo comprobarás tú mismo. Tiempo al tiempo.
—No creo que sea para tanto…
—Mmm…
—Yo quiero más polvorones —exclama Cata a mi lado. Está a la que
salta en lo que a comida se refiere. La cacofonía de voces familiares
continúa de fondo, alta y confusa, pero ella ha oído lo del flan y su
estómago ha respondido. El embarazo debe de conferir un oído prodigioso.
Digo yo. O que mi hermano no le da de comer.
—Te has comido ocho ya, Cat Cat —le dice River—. Te van a hacer
daño.
Se ha comido un montón, sí. Durante la cena, entre gamba y almeja,
polvorón que se llevaba a la boca. Ojo, que a mí me viene de puta madre.
Tenemos una apuesta entre manos desde hace semanas, porque Cata se
atiborra a polvorones desde hace semanas.
—Once —indica Adri—. Los que se come por debajo de la mesa para
que tú no la veas también cuentan.
—Chivato. —Cata le saca la lengua. Adri le guiña un ojo en respuesta.
—¿Once? —pregunta Alex—. ¿Ya? Mierda.
Uno que ha perdido. Su apuesta era de siete. Para toda la Nochebuena.
Inocente.
—Ni uno más, Cata —añade Adri—. Que te van a hacer daño.
Otro que va a perder, porque alguno más cae seguro.
—¿Por qué coño contáis los polvorones que se come mi mujer?
—Déjala vivir, Riv —responde Hugo—. Tiene un estómago a prueba de
bombas. Convivo con ella a diario y lo he comprobado.
Qué cara más dura tiene. Aunque es cierto que ya nos avisó de que el
estómago de Cata da para mucho. Él ha apostado por quince. Yo, por trece,
y Dylan, por doce. La cosa está entre nosotros tres.
River se lleva los dedos a los lagrimales.
—Joder —exclama—, habéis hecho una apuesta.
Intuitivo es un rato. Eso hay que concedérselo.
—¿¿Qué?? —pregunta Cata indignada—. ¡No os habréis atrevido,
Cabanas!
—Qué buena —apunta Tommy, encantado de que su escarceo haya
pasado a un segundo plano—. Yo, de mayor, quiero ser como vosotros.
—Qué peligro tiene el niñato —opina su hermana Carlota—. ¿Y ahora
cómo vamos a hablar de él a sus espaldas?
—Cread un grupo paralelo de hermanos. Hermanas, en vuestro caso.
—¿Un qué?
—No me lo puedo creer —nos regaña Priscila. Aquí, cada uno a lo suyo.
Vamos, como de costumbre—. No tenéis medida. ¿Tú también has
apostado? —le pregunta a su marido.
—A mí me obligaron.
—¡Estoy embarazada!
—De diecisiete semanas —coreamos mis hermanos y yo.
Lo sabemos.
—Yo no sé si de ahí dentro va a salir un bebé o un polvorón.
—Un bebé con un polvorón bajo el brazo.
—Pues no la habéis visto comer gofres.
—Uy, eso es cosa de Pris.
—Menuda panda de hermanos tienes —le dice Cata a su marido—. No
respetan nada.
—Toma, hija. —Ha llegado el flan y mi madre se lo ofrece directamente
a ella.
—Gracias —responde mi cuñada con su voz de niña buena.
—Mamá, no fastidies —le digo yo—. Que luego no va a tener hueco
para los polvorones.
Mi madre me ignora y regresa a la cocina a por el champán que mi padre
y mis tíos han abierto para tomarse entre ellos. No los conozco yo ya.
—Ey, ese es mi flan. —Dylan.
—¿Perdona? —exclama Alex indignado, señalando el flan y a Cata—.
¿En qué momento ha pasado esto?
Me descojono. Cada vez somos más, y el flan de mi madre es mucho
flan. Voy a ofrecerle un polvorón a Cata y entonces me doy cuenta de que
se está comunicando con Hugo en secreto. ¡No me lo puedo creer!
«Quince», dice mi hermano con los labios.
Cata alza el pulgar en respuesta.
—¡Tramposos! —grito, apuntándolos con el dedo—. Cata y Hugo se
están poniendo de acuerdo para ganar la apuesta.
—No digas tonterías —se defiende Hugo.
—Te he visto decirle «quince» a Cata. Y quince es tu apuesta.
—¿Quince, Hugo? —lo acusa River—. ¿En serio?
—Hablábamos de otra cosa —justifica Cata—. Pero es secreto. No os lo
puedo decir.
Sí, seguro. Mira cómo saca la cara por él.
—¿Qué habéis apostado? —nos pregunta Ariadna. Mis primos llevan un
rato riéndose.
—Nada —explica Adri. En su línea, claro.
—Bueno, nada… —lo corrige Hugo—. La satisfacción de ganar.
—Yo quiero sentir al bebé —dice mi prima Eva—. ¿Ya se mueve?
—Aún no. Me han dicho que tengo que darle algo dulce de comer.
—¿Más?
Hugo le lanza un polvorón y Cata lo coge al vuelo. Hugo le guiña un ojo
y Cata hace lo mismo. Así no vale.
Mis primos se levantan de sus sillas y se arremolinan alrededor de Cata
para tocarle la tripa. Nosotros hacemos lo mismo en todos los desayunos,
así que dejamos que ellos lo intenten, y justo suena el timbre de casa.
Miramos hacia la puerta.
—¿Quién llama a estas horas?
Son más de las doce de la noche.
—Algún vecino quejándose del ruido que metéis. Como si lo viera.
—El abuelo sigue dormido, así que tanto ruido no metemos, ¿no?
—Eso digo yo.
—Justo.
—Voy yo —ofrece Tommy al ver que nadie se levanta.
Y unos segundos después…
—¡Marc! Es para ti.
¿Para mí? Mis hermanos me miran extrañados y yo me encojo de
hombros. No he quedado con nadie. El primer nombre que me viene a la
cabeza es el de Alicia, y comienzo a sudar. Entonces, al escuchar pasos que
se acercan, me giro y veo a Mencía entrando en el salón de mi casa. A
Mencía.
—Vaya, sí que hay gente —exclama un poco avergonzada. Y qué guapa
está Mencía avergonzada.
Cierro los ojos y sacudo la cabeza. Estoy soñando. Tengo que estar
soñando, todo por culpa del orgasmatrón del otro día en la discoteca. Pero
no. Mencía continúa de pie en la entrada de mi salón. Y, ahora que me fijo
más atentamente, no tiene buen aspecto. Está preciosa, aunque no lleve
encima más que unos vaqueros estrechos y un jersey grueso de lana; son sus
ojos los que no tienen buen aspecto. Me levanto a todo correr y voy en su
busca. Y, de camino, me doy cuenta de que…, joder, que la echaba de
menos. Que llevaba horas evitando con todas mis fuerzas pensar en ella y
en lo que pasó la última vez que nos vimos.
—No sabía a dónde ir —me susurra, disculpándose.
Soy consciente de las miradas de toda mi familia sobre nosotros (y es
mucha familia la que tenemos hoy aquí), y del silencio que nos rodea,
porque todas las conversaciones han cesado. Veo de reojo a mi madre, que
me dice… me dice muchas cosas. Mi madre y yo solemos comunicarnos en
silencio. Y no tengo ni idea de lo que le ha sucedido a Mencía, solo sé
que…
—Has venido al lugar correcto.
24 El último lugar en la Tierra
En el centro de Bilbao
Mencía Irezabal salía con Xabier Zubicaray, el hijo pequeño de una de las
familias más importantes e influyentes de la gran villa, propietarios de
cinco de los hoteles más emblemáticos. Mencía y Xabier llevaban casi dos
años tonteando. Les iba bien. Nada serio, pero les iba bien. Formaban una
pareja ejemplar, como comentaban en su entorno más íntimo. Guapos.
Jóvenes. Con un futuro prometedor. Perfectos el uno para el otro. Él, con
ese traje negro de chaqueta y corbata, que lo hacía parecer un actor de
Hollywood, y ella, con ese vestido amarillo hasta el suelo, que le quedaba
de escándalo.
Los padres de Xabier habían confiado en su hijo pequeño la reforma del
nuevo hotel, el sexto, y, tras muchos meses de obras y preparativos, por fin
había llegado el momento de su apertura.
La familia Zubicaray, como representantes excelentísimos de la flor y
nata de la villa, invitaron a la inauguración a los miembros más selectos de
la sociedad. Y a Mencía. Una Mencía que, tras toda una vida de
preparación, acababa de superar las pruebas físicas y psicológicas para
ingresar en el GEO. Ya solo le quedaba por delante una entrevista personal
y estaría dentro. Ya estaba dentro. La primera mujer geo de la Historia.
Se encontraba eufórica. Necesitó varias copas de champán para
tranquilizarse. Y para celebrarlo. Porque también quería celebrarlo. Aunque
solo fuera consigo misma. Hasta que no pasara la entrevista personal, no lo
celebraría con la familia.
Durante horas, tuvo que sonreír, de la mano de Xabier, a todo aquel que
se acercaba a saludar al anfitrión.
Entonces, de pronto, comenzó a agobiarse. Fue como si toda la presión
de las pasadas semanas tomara el control de su cuerpo. Necesitaba espacio.
Necesita soltar la adrenalina que acumulaba dentro. Ella lo vio como algo
normal, algo humano; necesitaba expandirse después del duro
entrenamiento que había llevado a cabo durante tantos meses. Porque aún
tenía dentro toda la presión. Y se sentía mareada. Llevaba tantos meses sin
probar una gota de alcohol que el champán le había hecho mella. Tenía
calor.
Se disculpó con Xabier y con el grupo de turno, que lo felicitaba, y cogió
uno de los hielos de la primera cubitera que encontró. Se lo deslizó por el
cuello y por la nuca para refrescarse, sin fijarse en que todos la observaban;
luego se acercó a una ventana. La abrió y sintió el azote de la brisa de la
tarde-noche en el rostro.
—Dios, qué gusto.
Permaneció así unos minutos, hasta que regresó junto a Xabier. Él le
preguntó si estaba bien y ella le dijo que sí. Él insistió en que subieran a la
habitación en la que dormirían aquella noche (una de las suites más lujosas)
y ella aceptó. Continuaba mareada por el alcohol.
Si Mencía no hubiera estado tan distraída con la preparación de las
pruebas de los geo, se habría dado cuenta de que Xabier tenía otros
intereses para ella.
Si Mencía se hubiera tomado más en serio su relación, se habría dado
cuenta de que Xabier se tomaba muy en serio su relación.
Si Mencía no hubiera vivido durante meses en la burbuja de su carrera,
se habría dado cuenta de los detalles de su relación. De que Xabier pedía
por ella la comida en los restaurantes y no por un acto de amabilidad.
Si Mencía hubiera estado más atenta a su pareja, se habría dado cuenta
de que Xavier torcía la cara cuando ella era espontánea.
Si Mencía no hubiera estado tan ensimismada en sus asuntos, se habría
dado cuenta de que Xabier era un controlador. Y de que ella no tenía ni
idea. De que no lo conocía en absoluto.
Y entonces quizá no habría ocurrido lo que ocurrió:
—Pero ¿qué coño ha pasado ahí abajo? —le preguntó él en cuanto se
cerró la puerta detrás de ellos.
Mencía se sorprendió. Xabier no había dado muestras de que le hubiera
molestado… nada. Solo le había acariciado el brazo durante toda la noche,
como siempre hacía.
—Nada, me he agobiado un poco.
—¿Que te has agobiado? No me jodas, Mencía. ¿Sabes de lo que se va a
hablar mañana en todos los periódicos a propósito de la reforma del hotel?
Se va a hablar de que la novia del dueño, en quien por fin su padre ha
delegado, ha montado el espectáculo del siglo.
—Lo siento, necesitaba aire. Me he agobiado. Estoy agobiada. El mundo
se me ha quedado pequeño de pronto.
—Es ese curro de mierda que tienes. O que vas a tener.
—¿Perdona?
—Tú no necesitas aire, lo que necesitas es aprender a controlarte. Y ya
es hora de que yo tome las riendas.
Y la encerró en el armario.
Mencía ni siquiera lo vio venir, por eso no pudo defenderse. La agarró
del brazo y la metió dentro. La pilló desprevenida y borracha. Ella, en un
primer momento, golpeó la madera y le gritó que si estaba loco y que la
sacara de ahí. Pero entonces escuchó el ruido de la puerta de la habitación.
La había abandonado. La había dejado sola, encerrada en un armario en el
que apenas cabía. Le vino un pensamiento: aire. Y la falta de oxígeno en
sus pulmones se hizo patente. Y la opresión en el pecho. El miedo. Se
estaba ahogando. Comenzó a llorar.
No supo cuánto tiempo pasó. Perdió la noción de todo. Solo sentía que
se ahogaba. Que iba a morir allí dentro. Por más que golpeaba la puerta, no
conseguía salir. Y se quedó sin fuerzas.
Cuando, muchos minutos después, Xabier abrió el armario, Mencía
había perdido el conocimiento.
Se despertó en una cama de hospital.
Lo recordó todo.
A gritos, echó a Xabier de la habitación. A él y a sus disculpas.
Y le dio la bienvenida a la culpabilidad. Aquel episodio había sido culpa
suya. Y lo peor: no había estado a la altura.
Llamó a su hermano Julen.
Y, casualidades de la vida…
El mismo día. El mismo sábado. Unas horas antes. En un pueblo
alicantino…
Marcos
—Cuando Julen llegó al hospital, se tumbó junto a mí y me abrazó con
fuerza. Sin preguntas. Aún recuerdo la seguridad que me invadió por fin, a
pesar del susto que él tenía en el cuerpo. Y yo le mentí. Le expliqué como
pude que había sido un ataque de estrés, provocado por la presión a la que
había estado sometida los últimos meses. Quería protegerlo. Protegerlo de
sí mismo, de lo que sería capaz de hacerle a él, y protegerlo de las
imágenes de mí que no quería proyectar en su cabeza. Porque yo sabía que
lo perseguirían siempre, al igual que lo han hecho conmigo. Así sería
mucho más fácil para él.
Me froto los ojos con fuerza y rabia. Con la misma fuerza y rabia con la
que he apretado el móvil contra mi oreja desde que Mencía me llamó,
media hora después de salir de mi casa. Podría reventarlo ahora mismo. He
tenido que disimular cuando mis padres se han levantado de la cama y han
pasado por la cocina a comprobar por qué yo continuaba despierto. Les he
asegurado que todo estaba bien con la mano y se han marchado a dar su
tradicional paseo del día de Navidad, desayuno con los St. Claire incluido.
Y yo me he quedado sentado en una de las sillas, con la vista perdida en la
ventana, y el resto de los sentidos, en la llamada.
—Tú habrías hecho lo mismo por los tuyos —continúa—. Tú has hecho
lo mismo por los tuyos. Protegerlos de la verdad para que no sufran.
—¿Y tus padres? —consigo preguntar.
—Horas después, cuando llegué a casa de la mano de Julen, les conté la
misma mentira. El entrenamiento me había superado y me había pegado la
hostia más grande de mi vida. Ellos me apoyaron. Me cuidaron y me
mimaron a su manera. Una semana después, tuve la entrevista personal con
uno de los instructores en Guadalajara. Rompí a llorar al cabo de diez
minutos. Me derrumbé a la primera de cambio, como una campeona. No la
pasé. Y así mis sueños se fueron a la mierda. Todo mi esfuerzo. A mi familia
le dije que había fracasado. Que estaba equivocada. Que es necesario
mucho más que un gran aplomo para ser geo. Después de todo, quizá
debería haber sido modelo.
Mencía se viene abajo por segunda vez y rompe a llorar. Jamás me he
sentido más impotente.
—Titi…
—Tuve que acudir al psicólogo una vez a la semana desde entonces, y
durante casi dos años —continúa, interrumpiendo lo que yo estaba a punto
de decirle—, porque desarrollé una claustrofobia muy jodida. Tú la
presenciaste. Y yo nunca había sentido claustrofobia. O peor: nunca pensé
que en algún momento de mi vida me sentiría limitada por ello. Cuando
éramos pequeños, Julen y yo fuimos al monte de excursión con el colegio;
había… había una especie de cueva muy estrecha, un pasadizo que te
llevaba al otro lado; solo cabían niños, y únicamente si tenían una
constitución muy muy delgada. Julen y yo entramos los primeros sin que los
profesores se dieran cuenta. Pasamos. Y repetimos tres veces más. Era uno
de mis mejores recuerdos. Ahora es uno de los peores. Sufro pesadillas con
él una de cada veinte noches. Me despierto de madrugada porque me he
quedado atrapada y no puedo pasar. Qué cosas, ¿verdad? Cosas de la vida,
supongo. El día del ascensor… yo subía por las escaleras, pero eso era
darle alas a la fobia. Así que me obligué a montar en el ascensor. Suelo
hacerlo a menudo. Desafiarla. Y ahí estabas tú. Sin camiseta y «a punto
de» haber follado con tu exnovia.
Yo… solo quiero gritar. Gritar y colarme en esa pesadilla para darle la
mano y rescatarla de la cueva. Lo haría por el otro lado, para que viera que
podía pasar sin problemas. Y salir a la calle, claro. También quiero salir a la
calle. Sobre todo, en las partes del relato en las que ella se ha venido abajo
y no ha podido evitar sollozar. Es tanta la impotencia que siento. Es
asfixiante.
—Fuiste muy valiente —susurro. Y no me refiero solo al ascensor—.
Eres la tía más valiente que he conocido nunca.
—¿Sabes cuál iba a ser mi especialidad dentro de la unidad?
Sí. Lo deduzco de inmediato. Esa fobia a meterse en el agua…
—Submarinismo.
—Sí. Julen y yo practicamos submarinismo desde que tengo uso de
razón. Mi padre nos llevaba todos los fines de semana cuando éramos
pequeños. El mar era toda mi vida. Podía pasar horas y horas debajo del
agua y jamás me cansaba. Cuando no superé la entrevista personal, la
rabia me consumió. La frustración. Me enfadé con el universo. Con el mar.
Lo pagué todo con él. Sumergirme no solo sería un recordatorio constante
de lo que no había conseguido, sino que… ni siquiera era capaz de poner
un pie dentro, Marcos. Ni de intentarlo. Me daba terror sentirme
encerrada. Porque sería como sentirme encerrada en mi propia casa. Se me
fue la vida a la mierda. El pensamiento de no poder volver a hacer
submarinismo me mató por dentro. Así que le di la espalda. Y vivo frente al
mar. Todas las mañanas, durante los siguientes dos años, me despertaba,
levantaba la persiana y veía el mar. Y me daba media vuelta. Se me había
olvidado incluso su olor. Hasta que estuve contigo en la terraza de aquel
hotel. Tú olías a mar. Hueles a mar, Marc.
Aprieto los párpados de nuevo.
—¿Qué pasó con él?
¿Sigue vivo?
—Cortamos. Punto. Nadie supo nunca nada. Me daba vergüenza. Yo
había estado a punto de ser geo y él no era más que un niñato pijo y
consentido. Una cara bonita sin demasiado cerebro. Y fue capaz de
encerrarme en un armario sin apenas esfuerzo. Me ganó la partida.
—Estabas borracha y te pilló por sorpresa —susurro de nuevo,
conteniendo la rabia.
—No es excusa. Y lo sabes. Creo que… a fin de cuentas yo no tenía
madera para ser geo. Y mejor descubrirlo en ese armario que en mitad de
una misión, arriesgando la vida de mis compañeros. Arriesgando tu vida.
—¿Cómo has dicho que se llama el tipo?
—No te lo he dicho, Marcos. Ni te lo voy a decir.
—Vamos. —Sonrío sin ganas, intentando disimular—. No voy a hacer
nada. Solo quiero saberlo. Simple curiosidad.
—No necesitas saberlo.
Sí, necesito saberlo.
—Mencía…
—Jamás te lo diré. Y tú no lo busques, Marc. Esta no es su historia. Es
mi historia. Mis errores. Mi culpa. —Y una puta mierda—. Ahora tengo
que colgar. Porque mi hermano también se merece escuchar todo esto. Ayer,
cuando llegamos a Bilbao…, él estaba allí. En mi casa. Con mis padres. Me
bloqueé y me largué en el coche, dejando a mi hermano atrás. Tengo que…
tengo que hablar con él.
—Men…
—Agur, Marc. Gracias por escucharme.
La llamada se corta. Ha colgado sin darme opción a réplica. Ni siquiera
intento llamarla de nuevo. Sé que no va a contestarme. Lanzo el teléfono
contra la mesa de la cocina y echo a correr hacia las escaleras. Las subo y
me dirijo a la última habitación de la izquierda; mi puño toca a la puerta sin
ninguna deferencia. Ahora mismo me da todo igual. Todo menos ella.
Es Cata quien me abre, en camisón; River aparece por detrás poniéndose
unos pantalones de pijama.
—¿Marc? —pregunta ella—. ¿Qué te pasa?
—River. —Encaro a mi hermano.
—Joder, ¿qué pasa?
—Necesito algo. Con urgencia.
—¿Ahora?
—¡Sí, ahora!
—¿Qué coñ…?
Se abre la puerta de enfrente y aparece Alex con cara de querer matarnos
a todos.
—Pero ¿qué cojones pasa con vosotros? Me vais a despertar al crío con
tanto grito.
—Vuelve a la cama —le digo—. Esto es con River.
—¿Marc? —Priscila sale de su dormitorio detrás de Alex—. ¿Qué pasa?
—¿Marcos? —me llama Alex. Acaba de verme la cara. Viene hacia mí y
me coge del brazo. Yo tiemblo—. ¿Estás bien?
—¡Que os metáis todos dentro, joder! —exploto—. ¡Todos, menos
River!
Mi grito produce un efecto rebote, y, en lugar de volver todos a sus
respectivas habitaciones, salen Hugo y Adrián de las suyas.
—¿Marcos? —Hugo—. ¿Qué está ocurriendo aquí?
—Joder.
—Macho —Adrián—, a gritar te vas a tu puta casa. Me has despertado.
—Estoy en mi puta casa. Y podéis iros todos a dormir o a hacer lo que
os dé la puta gana. Repito: esto es solo con River. Dejadnos solos.
—¿Qué le has hecho? —le pregunta Adrián.
—¿Yo? Nada.
—¿Qué pasa aquí? —Dylan—. ¿Estamos de reunión familiar? Porque
me he acostado hace como cuatro horas y me estáis tocando mucho los
huevos.
—No pasa nada, Dylan —digo, más calmado. Ellos no tienen la culpa—.
Vuelve a la cama. Volved todos a la cama, ¿OK?
Por supuesto, nadie hace amago de regresar a su dormitorio. Suspiro y
me rindo. Hoy no tengo tiempo para esto. Hablo con River como si el resto
de mi familia no estuviera presente. Porque sé que él lo sabe. Lo ha sabido
todo este tiempo.
—¿Por qué no me lo dijiste antes? —le pregunto con dolor—. ¿Por qué
cojones no me lo dijiste antes, Riv?
River se acerca a mí, confundido.
—¿Decirte qué?
—El nombre y el apellido de ese tío.
—¿De qué tío?
—¿Qué tío? —Hugo.
—¿Qué tío? —Alex.
—Un tío, joder.
Hostia, ya.
—¿Qué tío, Marcos? —River de nuevo. Pero más serio. Y sin apartar su
mirada de la mía.
—Sabes perfectamente qué tío.
River suspira y se lleva los dedos a los lagrimales. Ahora ya sabe de qué
estamos hablando. Bien. Porque he perdido demasiado tiempo.
—Yo no me estoy enterando de nada.
—Ni falta que te hace.
Me arrepiento de contestarle a Priscila de esa manera tan brusca en
cuanto las palabras salen de mi boca. Alex me lo recrimina con los ojos y
yo acepto mi culpa. Me he pasado. Lo siento. Estoy muy nervioso.
—No, Marcos —dice entonces River.
—¿Perdona?
—No te voy a dar ese nombre.
—Es una broma, ¿no? —Sonrío sin ganas una vez más.
—No.
—River, no estoy jugando.
—Yo tampoco, Marc. Tú no te ves como te estoy viendo yo. No te voy a
dar una mierda.
—¡Dame el puto nombre!
—Ey, ey. —Hugo se acerca a imponer un poco de paz. Me sujeta del
brazo y se coloca frente a mí, eclipsando a River—. Tranquilo, ¿vale?
Vamos a calmarnos un poco. ¿Qué nombre es ese? ¿Qué pasa?
Y yo se lo digo. Se lo digo porque necesito que River me dé el puto
nombre y largarme de aquí de una vez.
—Alguien ha hecho daño a Mencía. Y yo tengo que averiguar quién es.
No necesitas saber más. River, el nombre.
La expresión de Hugo muda de confundido a esclarecido. Como si
acabara de despertarse del todo. Me observa de arriba abajo y después se
gira hacia River.
—River, no —dice con autoridad—. Ni se te ocurra dárselo.
—¿Perdona? ¿Cómo que no? ¿De qué coño vas, Hugo?
Estoy flipando. ESTOY PUTO FLIPANDO.
—Eso digo yo —exclama Dylan, acercándose también—. ¿Cómo que
no? Dáselo.
—Tú no te metas en esto —responde Hugo de mala hostia—. Vuelve
dentro, esto no es…
—Como se te ocurra decir que un problema de tu hermano no es asunto
mío —lo interrumpe Dylan—, te juro que lo nuestro acaba en divorcio hoy
mismo.
—Muy bien, Dylan, ¡muchas gracias! Tú, como siempre, a lo tuyo.
¡Facilitando las cosas!
—¡Dale el puto nombre! —grita Dylan a River.
—Cállate, Dylan.
—Que no me mandes callar, tú menos que nadie.
—Chicos —Cata, agobiada, sale del dormitorio y se sitúa entre Hugo y
Dylan—, por favor, no discutáis así. River —se gira hacia su marido—,
dale el nombre.
Él la mira con mala cara. Y suspira.
—Gracias, Cata —ironiza Hugo—. Muchas gracias.
—Tú también querrías el nombre si alguien le hubiera hecho daño a
Dylan.
—No es eso lo que estamos discutiendo aquí.
—Es que aquí no hay nada que discutir —indica River—. No se lo voy a
dar.
—Riv —Alex llama a mi hermano, pero me mira a mí. Y nos
comunicamos en silencio. «Necesito ese nombre». Alex cierra los ojos—,
dáselo.
River y Hugo miran a Alex con los ojos desorbitados. Y decepcionados.
Yo le doy las gracias.
—¿Adrián? —pregunto. No ha articulado ni una palabra, como de
costumbre. Pero ahora necesito que se pronuncie, ya que, por lo visto, esto
se ha convertido en una puta votación.
Adrián me escruta con la mirada unos segundos antes de contestar:
—Dáselo.
—Me cago en todo —exclama Hugo—. Pero ¿de qué vas, Adrián?
—Ganamos por mayoría —le digo a River—. Dámelo.
—Ni de coña —exclama Hugo.
—No —lo secunda River.
—Yo paso mucho de todo esto —masculla Adrián.
Se da media vuelta y se adentra de nuevo en su dormitorio. Cierra de un
portazo. Pues muy bien. De puta madre.
—¿Sabes qué? —le digo a River—. No hace falta que me des una puta
mierda. Puedo buscarme la vida. —Me dispongo a largarme, pero antes
entro en su habitación a por algo que sí necesito. Las llaves de su puto
coche. Las cojo sin que pueda impedírmelo y, antes de irme, les muestro el
dedo corazón a Hugo y River, por ser dos hermanos de putísima madre—.
Que os jodan a los dos.
—¡Marcos!
—¡MARCOS!
Bajo las escaleras a toda leche y me calzo las primeras botas que
encuentro en la entrada; no sé ni si son mías, pero me la suda. Tampoco me
molesto en ponerme una chaqueta. Salgo de casa en pijama, en pantalones
de cuadros y camiseta blanca de manga corta, y me importa una mierda.
Estaba a punto de acostarme cuando Mencía me ha llamado.
Arranco el coche de River y salgo pitando hacia Alicante. Recuerdo
dónde vive Mencía; la acompañé una noche después del trabajo. Me salto
todos los controles de velocidad y, en media hora, me planto en su casa.
Aparco justo al lado y aprovecho que una señora sale del portal para entrar
yo. Voy directo a los buzones. Nervioso. Temblando.
«Mencía. Mencía. Mencía. ¿Dónde coño estás? Mencía. Mencía.
Mencía».
No hay ningún «Mencía», pero sí un buzón sin nombre. «Te tengo. 6C».
Decido subir por las escaleras porque es mucho más rápido que esperar
el puto ascensor en el día de Navidad. Ni siquiera sé con lo que voy a
encontrarme. Me detengo a pensar un momento en cuanto llego al rellano.
¿A pensar en qué? A pensar en nada. Llamo de forma insistente a la puerta.
Es ella quien me abre. Con los ojos hinchados de llorar y la sorpresa
dibujada en su cara.
Y yo… Yo no lo aguanto ni un minuto más.
El ascensor. La conexión.
La unidad. La necesidad.
La discoteca. La realidad.
El Ecuador. La mecha. La puta mecha que nos quemó por dentro antes
de explotar.
Esta mañana, ella y yo juntos. La explosión.
Y una última detonación. Una urgencia demasiado grande. Me lanzo a
sus brazos y la beso con la fuerza de un tsunami. Sin vuelta atrás.
26 Continuamos siendo dos adolescentes
con demasiadas ganas el uno del otro
Marcos
—Tu hermano River está ahí abajo —me dice Mencía.
Me quedo paralizado. ¿Qué coño hace River aquí? Joder… Suspiro y
echo a andar hacia la ventana para asomarme. Y ahí está: apoyado en su
coche, con las piernas y los brazos cruzados y jugueteando con el móvil.
Puede que yo me halle en un sexto, pero reconocería la figura de mi
hermano (la de todos mis hermanos) a veinte pisos de altura.
—Baja. —Mencía me acaricia el brazo.
Suspiro por segunda vez y comienzo a vestirme. Bueno, vestirme… Solo
tengo unos jodidos pantalones de pijama que ponerme. Encuentro mis botas
por ahí tiradas (en realidad, creo que son de Adrián) y me las calzo sin
molestarme en atar los cordones. Encuentro también en el suelo las llaves
del coche de Riv y las recojo.
—Ahora vuelvo.
—O no. Haz lo que tengas que hacer, Marc.
—Ahora vuelvo —repito, y le doy un beso rápido en los labios. Lo
necesitaba.
Abandono la vivienda y bajo por las escaleras con parsimonia; no tengo
ninguna prisa. Abro la puerta del portal. River se endereza y guarda el
móvil en el pantalón en cuanto me ve salir.
—Hola —me saluda. Me coloco frente a él, con los brazos cruzados.
—¿Cuánto tiempo llevas aquí?
—Bastante.
—¿A qué has venido?
—¿Tú qué crees?
—¿A darme su nombre?
Oye, tenía que intentarlo.
—No, Marc. No he venido a eso y lo sabes. No pienso darte ese nombre
cuando aún estás así, en caliente. Porque estás muy caliente. Eres puro
fuego, y si yo te doy esa información, destruirías tu vida en un parpadeo. Y
no hablo solo del plano laboral. Y lo peor es que no valdría una mierda,
porque no arreglarías nada. Lo que pasó pasó.
—Le arreglaría la cara a ese puto psicópata de mierda.
—El mal ya está hecho. Matarlo a hostias no ayudará a Mencía. Ni a ti.
Yo te voy a dar ese nombre cuando estés frío, cuando sepas qué hacer con la
información. Dentro de una semana o de diez años, no lo sé. Depende de ti.
—¿Crees que no soy capaz de encontrarlo por mí mismo?
—Confío en que no lo vas a lograr.
—Si le hubiera pasado a Cata, si un hijo de puta le hubiera hecho eso a
ella, ¿cómo habrías actuado tú, eh, Riv?
River exhala antes de hablar, se separa del coche, se acerca a mí y apoya
sus manos en mis hombros. Me mira a los ojos.
—Le habría agradecido al cielo, y a todo lo que conozco, tenerte a ti a
mi lado para detenerme. Para impedirme cometer una locura.
—Joder.
Llevo mi frente a su hombro y me abandono del todo. No puedo más. No
puedo pelear más conmigo mismo. Ni con él. Esto es una puta mierda.
Siento cómo me acaricia y me revuelve el pelo, y la presión en mi pecho se
diluye un poco. Vale. Suficiente. Me enderezo hasta apoyarme yo en el
coche, en la misma postura que exhibía él hace un rato. River me imita.
—¿Cómo ha ido la comida de Navidad? —pregunto. Porque, joder, hoy
es Navidad. La primera Navidad que paso lejos de ellos.
—Me la he perdido.
—No me jodas. Pero ¿cuánto tiempo llevas aquí?
—Bastante —repite—. ¿Cómo crees tú que ha ido, Marcos?
—¿La verdad? Tal y como he dejado las cosas, supongo que ha sido un
puto desastre.
—«Puto desastre» lo define bien, sí. He hablado con Cata hace un rato y
me lo ha contado. Papá y mamá han llegado de la calle felices de la vida,
con chocolate con churros para todos, y se han encontrado el panorama.
—¿Y cuál era el panorama?
—Muy variopinto. Todos sus hijos discutiendo por la casa. Dylan
discutiendo con Hugo. Adrián discutiendo con Hugo. Alex discutiendo con
Hugo. Cata discutiendo con Hugo. Hugo discutiendo con todos. Dylan
discutiendo con todos por ir a la yugular de Hugo. Priscila intentando poner
orden.
—Te has largado y has dejado solo a Hugo ante el peligro.
—Sabe defenderse solo.
—Sí.
—Marc, Hugo solo pretendía… Su corazón quería ponerse de tu lado
porque eres su hermano y te quiere con locura, pero su cabeza le decía que
lo mejor que podía hacer era frenarte los pies. Y la mía también.
—Ya lo sé.
—Tenías que haberte visto, Marcos. Ibas a matarlo.
—No lo habría hecho. No habéis confiado en mí. Ninguno de los dos.
River ríe sin ganas.
—Vamos, Marc. Alex, Adri, Dylan, Cata… Les ha podido el corazón. La
confianza ciega que tienen en ti. Pero ni tú mismo confiabas en ti. Por eso te
has largado y no me has insistido más. Por eso no te has molestado en
hacernos entrar en razón a Hugo y a mí. Porque en el fondo sabías que
llevábamos razón.
No pienso admitirlo.
—¿Ya está todo bien? —le pregunto, golpeando el asfalto con la punta
de la bota—. En casa, digo.
River suspira de nuevo.
—Lo último que sé es que, en mitad de la comida de Navidad, Hugo se
ha puesto en pie, ha gritado: «Os podéis ir todos a tomar por el culo» y se
ha pirado dando un portazo. Aún no ha regresado.
Joder.
—¿Lo tienes controlado?
—Claro. Está donde siempre. Lo que no sé es si Dylan lo va a recibir
con dos besos o con dos gritos y otro portazo. Tal vez un poco de todo.
¿Vienes a casa conmigo? Aún podemos recoger a Hugo y llegar a la cena.
—No me apetece cenar en familia.
—Contaba con ello. Por cierto, bonito atuendo. —Señala mi pijama y las
botas—. Cuando salgamos de esta crisis Cabana, te vamos a vacilar de lo
lindo. Eres consciente, ¿no?
Sonrío.
—Soy consciente.
—Y otra cosa: ¿te importa que me lleve mi coche de vuelta a casa? —Le
tiendo las llaves que guardo en la mano. Venía preparado—. Gracias.
—¿Dónde has dejado el mío?
—No he venido en tu coche, me ha traído mi jefe. Ha venido al pueblo a
entregarme unos papeles y he aprovechado su viaje de regreso.
—¿Ha ido a casa a entregarte algo el día de Navidad? ¿No tiene familia
propia o qué le pasa?
River me guiña un ojo y me da una palmadita en el hombro. También me
entrega mi teléfono móvil. Joder, lo había olvidado.
—Llámame si necesitas algo. —Rodea el coche y abre la puerta del
conductor—. Jaime viene ahora a por ti, por si quieres volver al pueblo con
alguien que no sea yo y que no vaya a darte el sermón todo el viaje.
Regresaba hoy de Valladolid y le he pedido que nos haga el favor y se
desvíe.
—OK.
—Chao.
—Adiós, Riv.
Me quedo unos minutos más contemplando la carretera vacía una vez
que mi hermano dobla la esquina. Estoy a punto de dar media vuelta y
regresar a casa de Mencía cuando lo escucho. Una bocina y una voz
sobradamente conocida para mí, que me llama.
—¡Rubio! ¿Me estabas guardando el sitio o qué?
Sonrío al ver a Jaime aparcar en el hueco libre que ha dejado mi
hermano. Me agacho y sitúo mi cabeza a la altura de la ventanilla del
copiloto, abierta.
—Tienes una puta suerte que no te la crees ni tú —le digo.
Jaime apaga el motor, baja del coche y me da un abrazo.
—Me han dicho por ahí que ha habido crisis Cabana. Y que me habéis
machacado al Rubio Número Uno.
—No lo defiendas tanto.
—A mí las injusticias me pueden. Oye, tío, te has dado cuenta de que
estás en pijama, ¿no?
—Hostias —exclamo. Me llevo las manos a la cabeza, burlándome de él.
—Hostias, la mala hostia que tenéis todos. ¿Qué? ¿Te cambias y nos
vamos?
—Voy a despedirme de Mencía.
—Bien, te espero en el coche.
—Sube conmigo, anda, así te despejas un poco.
Acepta de buena gana. Jaime no está muy acostumbrado a conducir
tantas horas seguidas; se cansa con facilidad.
—¿Cuántas veces has parado?
—Que te den.
—¿Cinco?
—Que te den.
Sí, cinco. En un viaje de menos de seis horas.
Llamo al interfono y Mencía me abre sin preguntar; entramos juntos en
el portal. Voy a subir a pie, pero Jaime me frena con el brazo.
—¿No pretenderás arrastrarme por las escaleras?
—Eres un vago.
—Y con orgullo.
Llamamos al ascensor y esperamos a que baje. Si es que las escaleras
son muchísimo más rápidas, joder. Por fin llega, y entramos. Están a punto
de cerrarse las puertas cuando reconozco una figura accediendo al portal. Es
Julen. Detengo el ascensor con las manos. Y no hace falta que se acerque a
nosotros para darme cuenta de que tiene la cara destrozada.
—Ey —le digo cuando llega al ascensor.
—Joder, ¿y a ti qué te ha pasado en la cara? —le pregunta Jaime con
preocupación—. No tiene buena pinta.
—Nada —responde, indiferente.
Pero yo ato cabos. Mencía le ha contado lo que sucedió. Y él sí sabe el
nombre y el apellido de ese hijo de puta. Y lo ha encontrado. No se ha
curado las heridas. Tiene una brecha justo encima de la ceja y otra en el
labio, aún abiertas, y no se ha molestado en hacer nada al respecto. Ha
cogido el coche y ha conducido hasta aquí según ha salido de la pelea. Sin
pasar por la casilla de salida. Yo habría hecho lo mismo por cualquiera de
mis hermanos. Sin pensarlo. Yo quería hacer lo mismo por Mencía.
—¿Ese cabronazo te ha hecho eso? —pregunto de mala hostia mientras
subimos al sexto.
—¿Qué cabronazo?
—¿En serio, Julen? —Pongo los brazos en jarras y lo miro a los ojos.
Julen chasquea la lengua. Y confiesa:
—Él y sus cuatro amigos. No estaba solo cuando he ido a buscarlo a su
casa. Me ha sudado la polla. Se ha llevado sus buenas hostias. Aunque no
me he quedado a gusto. Ni de lejos. Tendré que volver.
Me acerco a Julen, lo agarro del pelo y aproximo mi boca a su oído.
—No va a salir ganando. Te lo juro.
Voy a retirarme, pero entonces es Julen el que me agarra a mí del pelo.
—Prométeme que vamos a meterlo entre rejas. O a hundirlo en la
miseria. Prométemelo, Marcos.
—Te lo prometo —le aseguro, sin apartar mi mirada de la suya. Sus ojos
son idénticos a los de Mencía. De diferente color, pero idénticos. Mencía es
rubia de ojos azules. Julen es castaño de ojos marrones. Y a pesar de ello,
son igualitos.
Las puertas del ascensor se abren. Mencía nos espera fuera. Se lleva las
manos a la cabeza en cuanto ve las heridas de su hermano. Y rompe a llorar
un segundo después, tocándolo por todas partes para cerciorarse de que está
bien. Lo metemos en casa y lo sentamos en el sofá. «En el cuarto de baño»,
le digo a Jaime, que me entiende a la primera y enfila directo el pasillo, en
busca del botiquín de primeros auxilios que he visto antes. Mencía y yo nos
sentamos con Julen. Mencía pasa por varios estados emocionales. Una vez
que comprueba que su hermano está bien, aparte de tener la cara como un
puto cromo, le echa en cara que haya incumplido su promesa.
—Te mentí —le contesta—. Algo que parece ser la nueva tónica entre
nosotros. Yo no lo sabía, pero ahora lo sé. Y he actuado en consecuencia.
Está a punto de estallar la tercera guerra mundial cuando aparece Jaime
con el botiquín. Tomo a Mencía del brazo y la levanto del sofá para que
Jaime se siente junto a Julen. Podría curarlo yo, pero Jaime tiene un pulso
de la pera y es bueno con las manos. Y yo prefiero sujetar la de Mencía y
permanecer a su lado.
—Tienes dos heridas abiertas. Hay que limpiarlas para que no se
infecten. —Intenta acercarse a una de ellas, pero…
—Estoy bien —le contesta el otro de mala hostia, apartándole la mano.
—¿Y quién ha dicho lo contrario?
—No necesito que me limpies nada.
—Yo creo que sí. Esto es un puto desastre.
—¿Y qué sabrás tú? ¿Eres médico?
—De familia. ¿No te lo había dicho?
—No. Y no me lo creo.
—Haces bien, pero no te preocupes, aprendí macramé en el colegio.
—El macramé es para hacer pulseras.
—¿En serio? Pues estás jodido, entonces. No vas a volver a ser un
guaperas en tu vida. ¿Sobrevivirás?
—No pienso dejar que te acerques a mí a menos de…
—Cállate y obedece —interviene su hermana—, que bastante has hecho
ya. Y, por si fuera poco, has conducido seis horas seguidas sin curarte eso.
No se ha infectado de milagro.
Julen mira a su hermana, dispuesto a iniciar un nuevo enfrentamiento,
pero se calla en el último momento y reposa la cabeza en el respaldo del
sofá. Yo le aprieto la mano a Mencía. «Calma, titi. Todo va a estar bien».
—He seguido varios cursos de primeros auxilios a lo largo de mi vida.
Tuve que aprender a defenderme desde muy pequeño y a… —Jaime duda y,
aunque yo no conozco esa parte de su historia, sé lo que viene a
continuación— curarme. Cierra los ojos —le dice a Julen.
Julen obedece; tampoco le ha pasado desapercibido el comentario. Jaime
comienza a limpiarle la cara con un algodón empapado en suero fisiológico,
desde el centro hacia los bordes. Los algodones manchados de sangre se
acumulan en la mesa con rapidez. Julen aprieta los párpados de vez en
cuando; le debe de escocer mucho.
—No son heridas muy profundas. Voy a ponerte puntos de sutura
adhesivos. Intenta quedarte quieto, ¿vale?
Julen no contesta y Jaime se pone a ello. Con el rostro muy cerca del de
Julen, le coloca la primera tira justo en el centro de la herida que tiene
encima de la ceja, y desde allí pega las demás hacia los bordes. Repite la
operación con la herida del labio, pero Julen se revuelve inquieto y no lo
deja hacer. Jaime chasquea la lengua.
—Duele, ¿vale? —explica el vasco.
—Y a mí me importa una mierda —responde el otro, indiferente—.
Estate quieto.
Diez minutos después, ha acabado todo. Jaime se levanta y va al baño a
lavarse las manos, y Mencía se sienta de nuevo con su hermano. Niega con
la cabeza mientras lo coge por la barbilla y le examina el rostro.
—Estoy bien, Rig —dice él con cariño.
Mencía apoya la cabeza en su hombro y yo sonrío. Me parece a mí que
los vascos se desinflan tan rápido como se inflan. Yo ya lo he comprobado
con Mencía en alguna que otra ocasión. O quizá sea solo cosa de los
Irezabal. Menudo par.
Jaime regresa, coge un cuaderno y un bolígrafo que hay encima de la
mesa y comienza a garabatear a toda velocidad. Termina en un minuto.
Arranca la página y se la ofrece a Julen.
—Toma. Para ti.
—¿Qué mierda es esto? —le dice el otro, cogiéndolo.
—Te has portado muy bien, campeón —se mofa—. Y no tengo piruleta
para regalarte, así que te he hecho un dibujo. De nada, por cierto —añade
ante el silencio que sigue a sus palabras.
—¿Acabas de dibujarlo? —pregunta Mencía, sorprendida—. Es una
pasada.
—Gracias. ¿Nos vamos ya? —Jaime se dirige a mí.
Echo un vistazo a los hermanos. Necesitan hablar a solas. Yo necesito un
millón de cosas más, y todas tienen que ver con Mencía, pero ahora es su
momento. Y yo tengo que pensar.
—Sí —acepto.
Me despido de Mencía con la mano, porque no sé qué otra puta cosa
puedo hacer. Ella me responde con una sonrisa y yo me encamino a la
puerta. Yo me encamino vacío a la puerta.
—Oye —me dice Jaime—, pero quítate el pijama y vístete, ¿no?
—He venido así.
—La hostia —exclama—. Los Cabana no tenéis medida.
Ya.
—Adiós —me despido de los hermanos antes de salir.
—Agur —responden al unísono.
Mencía y yo nos quedamos mirándonos unos instantes. Joder. Sin
discutirlo conmigo mismo, regreso sobre mis pasos, me acerco al sofá, me
agacho y le doy un besazo de los buenos en los labios. Y ahora sí, me voy.
Mencía
Julen se queda dormido en el sofá. Yo me quedo pensando en mil cosas. Y
las mil tienen que ver con solo dos personas.
Julen.
Y Marcos.
Estoy a punto de llamarlo por teléfono, pero entonces se despierta mi
hermano.
—Hola —dice, al verme a su lado.
—Hola. ¿Qué tal estás?
—Bien.
Reviso las heridas. Tienen mejor pinta que antes.
—Has sido un poco borde con Jaime —le reprocho.
—Me da igual.
—A mí también. Solo lo dejaba patente.
Se hace el silencio entre nosotros y yo cuento los segundos que va a
tardar mi hermano en…
—¿Tienes su número?
Sonrío. Lo sabía. Julen no es ningún desagradecido. Solo necesita su
tiempo.
—Puedo conseguirlo.
Y eso hago. Le mando un mensaje a Marcos y le pido el número de
Jaime. Me lo pasa sin rechistar y se lo transmito a mi hermano, que
comienza a teclear en su teléfono con rapidez. La velocidad y el dominio de
Julen para mandar mensajes no son ni medio normales. Lo dejo hacer hasta
que lo escucho bufar.
—¿Por qué bufas?
—Mira esto. —Me muestra la pantalla de su móvil.
Leo:
Julen:
Gracias.
Jaime:
¿Y tú eres?
Julen:
Julen.
Jaime:
Ah, ¿el de la brecha abierta en la ceja y en el labio, pero estoy bien y no necesito puntos?
Julen:
El mismo.
Jaime:
¿Y las gracias?
Julen:
¿A qué te refieres?
Jaime:
Que por qué me das las gracias.
Julen:
Por haberme curado.
Jaime:
OK.
Julen:
¿OK?
Jaime:
OK.
Marcos:
Un apocalipsis donde para sobrevivir haya que saberse de memoria el diccionario de la Real
Academia Española.
Mencía:
No vas a olvidarlo nunca, ¿verdad?
Marcos:
Jamás de los jamases.
28 Sorpresas que se lleva uno el día de
Navidad por no llamar a la puerta
Marcos
Marcos:
Mencía. Actualización número 76.
Marcos:
Necesito hablar contigo.
Marcos:
¿Alex? ¿Estás?
Mierda. Estará liado con el crío. Valoro mis opciones mientras me quito
las botas en el recibidor de mi casa. Puedo esperar a que conteste o puedo ir
a buscarlo, pero no me apetece moverme. Acabo de llegar. A una casa
vacía, por cierto. En el puto día de Navidad. ¿Dónde está todo el mundo?
¿No se supone que iban a cenar juntos? Subo las escaleras y voy a la
habitación de Adri. Fijo que él sí está: he visto luz en su habitación desde la
calle. Y Adri no es de los que se dejan las luces encendidas. Si fuera otro…
Comienzo a gritar, exponiendo mi problema antes de llegar a su
dormitorio, y abro la puerta de un empujón. En mi familia no tenemos
costumbre de tocar a las puertas ni de cerrar con pestillo, lo reconozco. Tal
vez deberíamos empezar a llamar. Y a poner pestillos.
—Adri, no he tenido el mejor día de mi vida, ¿OK? Pero ha pasado algo
con Mencía y necesito olvidarme de la mierda de discusión de esta mañana
y… Hostias. —Hay alguien escondido detrás de la cortina—. ¿Tienes a una
tía escondida detrás de las cortinas?
—¿Qué tía? —pregunta con parsimonia, parado en medio de la
habitación. Con dos cojones. Como si no se apreciara el bulto de una
manera escandalosa. Que la policía no es tonta y yo estas cosas las pillo al
vuelo. La leche. Qué hombre.
Entonces me fijo en el mechón pelirrojo que no está oculto. La chica no
se ha tapado bien. Me descojono.
Y me largo; el chico está ocupado. Casi cierro la puerta tras de mí, pero
regreso sobre mis pasos y asomo la cabeza en la habitación. Espera.
¿Pelirroja? Me la voy a jugar. Todo al rojo.
—¿Dawn?
Adrián chasquea la lengua y la chica saca la cabecita entera y sale de su
escondite. Me saluda con la mano, muerta de la vergüenza, con la cara más
colorada que su pelo.
—Hola, Marc. —Carraspea—. ¿Qué tal?
—Muy bien. ¿Y tú? ¿Admirando las vistas?
Al menos está vestida.
—Sí. —Adri.
—No. —Dawn.
Levanto una ceja.
—¿Qué estabais haciendo?
—Hablar —responden al unísono. Ahí los dos están de acuerdo.
—¿Y por qué te has escondido si solo hablabais?
—La verdad es que no lo sé —dice ella. Mmm, parece sincera.
—¿Y qué haces en el pueblo, por cierto? ¿Tú no estabas en Madrid?
—Acabo de llegar. He comido con mi familia y he venido lo antes
posible para mañana despertar aquí y aprovechar el día. Voy a trabajar toda
esta semana desde casa de Dylan y ya me vuelvo a Madrid de manera
indefinida.
¿Acaba de llegar y lo primero que hace es ver a mi hermano?
Interesante. Entonces me fijo en la tristeza en sus ojos. Aquí está pasando
algo. Mejor me marcho.
—Bueno, pues os dejo para que habléis.
—¡Espera! —Adri me intercepta.
—¿Qué?
—¿Estás bien, Marc? Habías venido a abrir un paréntesis en lo que ha
pasado esta mañana y a decirme algo de Mencía.
—No quiero molestar.
Mentira. Pero es lo que toca, ¿no? Que los he pillado en plena faena o
discusión o conversación o lo que sea que hayan tenido, joder. La culpa ha
sido de Jaime, que ha conducido a toda leche.
—Ya habíamos acabado, en realidad —alega ella. Y carraspea—. Yo me
voy ya.
—Te acompaño a la puerta —se ofrece mi hermano.
—No, no te preocupes. Conozco la salida. Adiós, Adrián —se despide.
Y sonríe con pena. Es una sonrisa pequeña. No sé lo que ha pasado entre
estos dos, pero al menos no se están tirando los trastos a la cabeza.
—Adiós, Dawn. ¿Amigos? —le tiende la mano.
—Amigos —acepta ella, mucho más animada. Adri le da un tirón en el
brazo y la acerca para besarla en la mejilla.
Yo entro de nuevo en la habitación cuando ella se marcha y espero en
silencio a escuchar la puerta de la calle.
—¿¿Qué ha pasado??
Adri suspira, pero me lo cuenta. No las tenía todas conmigo.
—No voy a entrar en detalles, pero nos liamos la noche del karaoke.
—Se veía venir. ¿Y?
—Y un par de veces más desde entonces. Ahora ella tiene que regresar a
Madrid. Pretendía que siguiéramos viéndonos. A distancia. —Oh, oh—. Ni
de coña quiero mantener una relación a distancia, o comenzarla, o lo que
sea. Antes muerto. Nos hemos liado, ha estado bien, muy bien, pero ya.
Ahora, cada uno por su lado. Yo no sirvo para las relaciones, Marc. No
sirvo para otras personas. No funciono bien.
Le doy a mi hermano un abrazo muy potente. Él me lo devuelve; es
nuestra forma de comunicarnos y apoyarnos. Las relaciones a distancia y
Adri… Es un tema duro para él, y muy complicado. En toda su vida solo ha
tenido una relación que funcionara, y desde que terminó se ha enrollado con
muchísimas chicas indiscriminadamente. Ha intentado sacar un clavo con
otros trescientos, ¿y qué? Bien por él. Cada uno sobrevive como puede. Con
la pelirroja de Alex y Pris parecía que había algo, pero al final fracasó.
Fracasó por lo que fracasó, porque Carmen se portó fatal con mi hermana,
pero yo creo que fue fruto de la casualidad. Habrían terminado de todas
formas aunque no hubiera ocurrido nada con Priscila. Todas las relaciones
de mi hermano están destinadas a naufragar, y a mí me rompe el corazón
que piense que el problema es suyo. Pero su habitación huele a pintura. Su
habitación siempre huele a pintura. El día que no lo haga es cuando me
preocuparé de verdad.
—¿Lo sabe Dylan? —pregunto.
—No. ¿Por qué tendría que saberlo?
—Porque es tu cuñado del alma. Cuéntaselo y que se entere de lo que
hay. Aunque Dawn y tú no habéis acabado mal. Pero por si acaso.
—OK. Y ahora cuéntame tú qué es lo que te pasa.
Entonces me tumbo en la parte inferior de la cama. Cruzo los brazos
detrás de la cabeza y los apoyo en la pared.
—Alex no me contesta a los mensajes. Y yo necesito hablar; estoy hecho
un lío.
—Habla.
Suspiro y arranco:
—No sé… no sé qué está pasando con Mencía.
—No sabes qué está pasando con Mencía —repite—. Ya. ¿Quieres mi
opinión, Marcos?
—No. Eres demasiado intuitivo y me toca los huevos.
—¿Y entonces qué quieres?
—No lo sé. Tengo un montón de cosas dentro que quiero gritar, pero en
el último momento me callo. ¿Tiene sentido?
—Sí, bastante. Con ella, ¿bien?
Sonrío sin poder evitarlo.
—Con ella, de puta madre.
—¿Está bien? —me pregunta con seriedad. Giro la cabeza y leo la
preocupación en sus ojos.
—Sí, ella está bien. Gracias por lo de esta mañana, Adri.
—No me des las gracias. Eso sí, la próxima vez que la líes a lo grande,
no salgas huyendo, y mucho menos sin el puto móvil encima. Ni te
imaginas la que se ha organizado aquí. A eso súmale la preocupación que
teníamos todos por tu bienestar.
—Lo siento, ¿vale? No me machaques.
—Y podrías haber llamado una vez que has llegado a casa de Mencía.
Nos hemos enterado de que estabas bien por River, siete horas después. Y te
has llevado mis botas.
—¿Algo más?
—No. Aplícate el cuento y ahora dime qué ocurre con la vasca.
Me descojono.
—Hablas como Dylan. Pasáis mucho tiempo juntos.
—La vasca, Marc.
—Pues que no sé qué va a pasar la semana que viene en el curro. ¿Qué
hago cuando la vea? ¿Le digo «hola», le doy un beso en la mejilla, en la
boca…? Ella continúa siendo «la de Asuntos Internos», pero para mí no lo
es en absoluto. Para mí es solo… —«titi»— Mencía. Pero tengo algo aquí
dentro —me señalo el pecho— que me frena a ratos. A veces a ratos cortos
y a veces a ratos largos.
—Haz lo que te salga, Marc. ¿Qué te sale?
—Todo. Con ella me sale todo. Y el caso es que me prometí a mí mismo
que no volvería a engancharme a una tía, no a corto-medio plazo, y ahora
llega la vasca y tengo la cabeza hecha un lío. Pero ¿sabes qué? Que, si me
la cruzo en el curro, yo la pillo por banda y le planto un besazo en toda la
boca.
Adrián se ríe. Joder, Marc, quién te ha visto y quién te ve.
—Y a todo esto, ¿qué opina ella?
—No lo sé.
—¿No habéis hablado?
—No.
—Pero ¿qué coño pasa en esta familia?
—Joder, y que me lo digas tú, Adri… Manda huevos.
—Chúpame un cojón.
—Claro, claro. Los dos, si quieres. En fin. —Me levanto de la cama y
me estiro. Estoy contraído, joder—. Ahora sí me voy. Voy a mandarle unos
mensajes apocalípticos a Mencía. Gracias por la charla, hermano.
—De nada. Oye, y no te cases con ella cuando la veas en el curro. Espera
un poco.
Me giro hacia Adri y lo miro con diversión.
—Qué gracioso.
—Ya ves.
—Por cierto, ¿dónde está todo el mundo?
—Cenando en el Mama Nostra. Mamá ha sugerido que necesitábamos
airearnos. Yo voy ahora.
Genial. Mi madre siempre sabe lo que hay que hacer en todo momento y
siempre acierta. Aunque la comida que han cocinado para hoy me la voy a
estar comiendo yo hasta Semana Santa.
Entro en mi habitación y me tiro en la cama boca arriba.
Marcos:
Un apocalipsis donde las avispas tomen el control de la Tierra.
Mencía:
Flojo.
Marcos:
¿Perdona?
Marcos:
¿Crees que puedes mejorarlo?
Mencía:
Un apocalipsis donde avispas gigantes e inteligentes tomen el control de la Tierra.
Hostias.
Marcos:
Mencía. Actualización número 77.
Marcos:
Alex.
Marcos:
Estoy enamorado, joder.
29 Yo no te pido la luna…
Creo que jamás he tenido tantas ganas de regresar al trabajo después de las
vacaciones de Navidad, y eso que se me han pasado en un abrir y cerrar de
ojos. Porque lo único que he hecho, fuera de mis compromisos familiares,
ha sido trabajar sin descanso. Tengo que encontrar al topo de una vez por
todas, no puedo permitir que ni Marcos ni el resto de los chicos corran
peligro de muerte por más tiempo. He repasado toda la información de la
que dispongo (toda la que he podido sacar de la unidad; la documentación
confidencial la revisaré de nuevo en cuanto llegue). No puedo esperar. Hay
mucho en juego. Vidas en juego. Voy a repasarlo todo desde el principio, y
no solo lo concerniente a esa misión y sus predecesoras, sino todas las
misiones de los últimos cinco años, con el punto de mira en Luis y en
Miguel. Porque es uno de los dos. Llevo semanas siguiendo cada uno de sus
pasos y no hay nada sospechoso en ellos, pero todos cometemos errores.
Voy a buscar debajo de las piedras si es necesario. Voy a encontrarlo y a
neutralizarlo.
Marc y yo no nos hemos visto en una semana y media, pero sí nos hemos
mandado decenas de mensajes y hemos hablado (o tonteado, de una manera
preciosa) por teléfono; él ha estado ocupado reconciliándose con su familia,
y yo he estado enredada hablando con la mía, explicándoles muchas cosas.
Julen y yo fuimos a Bilbao a pasar con nuestros padres el último día del año
(fue mucho mejor de lo que me esperaba) y regresamos ayer, después de la
comida de Reyes. Julen desapareció en cuanto llegamos y no ha dormido en
casa.
El día de Navidad, por la noche, después de que se fueran Marc y Jaime,
conectó con un chico a través de una red de citas (un tal @osopandaypunto)
y quedó con él al día siguiente, así, con la cara como un cromo y el cuerpo
magullado, a pesar de mis protestas. Pero él necesitaba «echar un polvo
rápido con un desconocido y desconectar». Y no le dolían las heridas, según
dijo. Es cierto que volvió más relajado. Aunque con el morro torcido.
Así que he pasado esta noche sola, sumida en el último apocalipsis que
me propuso Marc. Marc… Ay, Marc.
Cojo el portátil, el bolso, compruebo que llevo todo y corro hacia la
salida; he quedado para desayunar antes de entrar a trabajar. Abro la puerta
de casa movida por las prisas e impacto con el cuerpo de mi hermano.
Auch. Vaya golpe.
—Eyyy. —Me froto la nariz y emito otro quejido—. ¿Estás bien?
—Joder, Mens. ¿Quieres rematarme o qué?
Lo miro de arriba abajo: menuda pinta trae. La ropa, mal puesta; los
cordones de las playeras, sin atar; los rizos, más revueltos que en una tarde
de galerna en La Galea; legañas en los ojos; el jersey retorcido a lo Sope (es
la manera en que llevamos los jerséis en mi pueblo, a la espalda y atado por
debajo del brazo)… Este ha salido escopeteado según se ha despertado en la
cama de un extraño. Como si lo viera. Aunque no es tan extraño: hasta
donde yo sé, han quedado ya dos veces y se han enviado algún que otro
mensaje.
—Esta noche, bien, ¿no? —pregunto con guasa.
—Me quedé dormido después de follar. Estaba agotado del viaje y de
todo. Qué puto desastre.
—No lo digas así, tampoco es el gran drama, Juls.
—Un poco, sí.
—¿Vienes a desayunar conmigo? He quedado con el tío Leo.
Julen lo sopesa unos segundos, se examina de arriba abajo y tuerce más
el morro, pero acaba cediendo.
—Venga, vale.
Cierro la puerta de casa y nos encaminamos juntos al ascensor.
—Súbete la bragueta antes, anda.
—Joder, las prisas.
Yo no te pido la luna
Tan solo quiero amarte.
Quiero ser esa locura
Que vibra muy dentro de ti.
Mencía:
Un apocalipsis donde haya que utilizar frases hechas para sobrevivir.
Marcos:
Mira cómo mola, se merece una ola.
Mencía:
Dios, eres el mejor.
Marcos
Ali:
Hola, Marc.
Ali:
Esta semana estás de guardia en el trabajo, ¿no?
Ali:
¿Comemos juntos?
Marcos:
Creo que se nos están yendo de las manos las quedadas, Ali.
Marcos:
Alicia, la chica del ascensor, mi exnovia, acaba de besarme.
Mencía:
Te quiero aquí ya.
Marcos:
Calma, fierecilla. Ha sido un beso de mierda.
Marcos:
Ha sido una despedida.
Marcos:
Me siento bien. ¿Y sabes qué?
Mencía:
¿Puedo ser sincera contigo?
Marcos:
Claro. Yo también quiero ser sincero. Necesito decirte algo.
Mencía:
Ahora mismo lo último que me importa es que te beses con tu exnovia. Créeme, lo último.
Marcos:
Vale, te he cabreado; lo siento. No debería haber empezado diciendo que me he besado con Ali.
Debería haber empezado por decir que solo quiero besarme contigo.
Mencía:
Te quiero en la oficina en una hora. Ya sé que estás en tu semana de guardia, pero esto es una citación
oficial.
Mencía:
Para que vengas. Ya.
Marcos:
Joder, qué mala hostia te gastas.
Mencía:
Ni te lo imaginas.
Marcos:
Titi…
Mencía:
Una hora, Marcos.
De: Administración
Para: Policía Empleados
Asunto: Tu opinión es importante. Completa la Encuesta de Entorno
Laboral 2019
Buenos días.
No he podido completar la encuesta por el siguiente error:
El enlace a la encuesta no es válido.
Un saludo.
Buenos días.
Creo que estos correos no son para mí. Yo he hecho la encuesta sin
problemas.
Un saludo.
Buenos días.
¿Podéis, por favor, dejar de usar el botón: «Responder a todos»?
Gracias.
Por Dios.
XDDDD.
Por favor, no es coña. Dejadlo ya, hay gente que está trabajando.
Esto es surrealista.
31 Intenta impedírmelo
Ey, titi. Ya he quedado con Isidro. A las doce, entrada sur. ¡Nos vemos!
Mencía:
Te quiero aquí ya.
Necesito hablar con él. Ahora mismo no puedo pensar en nada más. Solo
necesito hablar con él. Necesito tenerlo frente a mí.
Marcos:
Calma, fierecilla. Ha sido un beso de mierda.
Marcos:
Ha sido una despedida.
Marcos:
Me siento bien. ¿Y sabes qué?
Y otro vuelco al corazón al leer esa palabra que siempre sale de sus
labios y que acaba de adquirir un nuevo significado para mí.
Mencía:
Una hora, Marcos.
Marcos
Subir al helicóptero y concentrarme en la misión mientras llegamos a Soria:
es lo único que puedo tener ahora mismo en la cabeza. Lo contrario podría
suponer mi muerte o la de alguno de mis compañeros, así que no me lo
puedo permitir.
Fuera Mencía. Fuera el dolor y la decepción.
Fuera mis recuerdos de aquel día de mierda. Los recuerdos del
compañero que se metió debajo del coche para revisarlo y que ahora camina
a mi lado. El compañero al que le he confiado mi vida infinidad de veces, y
él a mí la suya.
Nos dividimos en tres grupos de cinco y subimos a los E-135, donde ya
nos esperan los pilotos. Echo un vistazo involuntario por la ventana antes de
que el helicóptero despegue y veo a Mencía montarse en uno de nuestros
todoterrenos con Pablo. Ellos llegarán más tarde. Les calculo menos de
cuatro horas, a una media de ciento sesenta kilómetros por hora.
Despliego el mapa de Soria que he guardado en el bolsillo y lo estudio a
conciencia durante el trayecto. Cada travesía. Cada camino. Las vías
rápidas. Las secundarias. Los más de quinientos núcleos de población. Los
ciento ochenta y tres municipios. Todo. Necesito poder desenvolverme por
allí como si fuera mi pueblo.
Llegamos a Soria y tomamos el control del atraco y de las
negociaciones, siguiendo las instrucciones que nos transmiten por radio.
Nuestros compañeros están pactando con los atracadores, que van
disfrazados de superhéroes. Y yo me cago en las putas series de la
televisión. De momento no hay heridos. Ni los va a haber. Esto no es más
que un distractor. ¿Para qué atracar cinco bancos al mismo tiempo, tres de
ellos localizados en pequeñas provincias? Para que los geos nos tengamos
que dividir y ellos cuenten con una vía más fácil de escape. Con rehenes,
saben que nosotros tenemos que estar aquí, por mucho que en el maldito
banco no haya más de diez mil euros. La clave son los rehenes. Los bancos
que de verdad guardan el dinero son los dos de Madrid. Pretenden que les
demos vía libre para salir con el dinero y que nos mantengamos al margen.
Ya, claro. Eso no va a pasar.
Adopto mi posición de francotirador en una de las azoteas del edificio de
enfrente, junto a dos compañeros, y mantengo el ojo en el objetivo de mi
fusil de asalto durante las siguientes tres horas. Los negociadores llegan a
un trato con los asaltantes y estos dejan salir a un rehén cada media hora.
Tienen siete. Mantienen cautivo al último de ellos para asegurarse la huida.
Y ya les toca. Empieza la marcha.
—Salen ya. Estad preparados. Será una operación limpia y solo se
abrirá fuego en caso de extrema necesidad, ya sea en defensa propia o para
garantizar la seguridad del rehén.
—¿Y qué va a pasar con él? —pregunto.
—Hemos pactado media hora de huida. Luego lo soltarán en medio de
la nada.
—Hijos de puta.
En ese momento, salen los dos atracadores con sendas caretas de
Spiderman y Batman, con el rehén en primera línea: un joven de no más de
veinticinco años. Me tengo que morder la lengua para no soltar de todo por
la boca, y tengo que reprimirme para no salir corriendo a por ellos.
Sin apartar mi ojo del punto de mira, con el dedo más que preparado en
el gatillo para disparar en caso de que sea necesario, sigo sus avances desde
que salen del banco hasta que se meten en uno de los coches elegidos al
azar, impotente por no poder hacer más, todos mis músculos tensionados.
No hemos podido poner ningún dispositivo de seguimiento.
Tres segundos transcurren desde que el coche arranca hasta que yo suelto
el arma, activo el cronómetro en mi reloj (media hora) y me uno a mis
compañeros para estudiar de nuevo el mapa de la zona.
—En media hora pueden haber alcanzado cualquier punto de la
provincia —dice uno de mis responsables a través del pinganillo, desde su
posición en el banco.
—Tenemos que movernos nosotros también —respondo—, cubrir todas
las alternativas.
—Aún tienen al rehén.
—Podemos utilizar coches de civiles. No sabrán que somos nosotros.
—Es muy peligroso.
—Si esperamos la media hora, los vamos a perder —añade un
compañero—. Deben de tener algún escondite, de lo contrario, habrían
intentado conseguir más tiempo de huida.
—Llevan al rehén con ellos. No pueden dejarle ver su escondite.
—Lo van a dejar tirado en cualquier parte.
—Joder…
—Es imposible que nos detecten con vehículos de civiles. Nos quitamos
la ropa si hace falta.
—Mierda, joder.
—Vamos, dinos que sí. ¡Vamos!
—Está bien, joder. Bajad de ahí. Nos ponemos a ello.
—¡Sí!
Estamos montados en los vehículos en menos de diez minutos, de uno en
uno y sin uniforme de cintura para arriba, solo con la camiseta interior
blanca. Voy a encontrarlos, así tenga que buscarlos debajo de las piedras.
Nos desplazamos por la comarca durante quince minutos, cubriendo la
zona entre todos y con el único objetivo de que los atracadores cumplan con
su parte del trato y liberen al rehén.
Pi, pi, pi. Pi, pi, pi. Pi, pi, pi.
Mi reloj. Es la hora. Acelero con la esperanza de no estar alejándome de
ellos y cagarla del todo. Recorro unos cuantos kilómetros y me mantengo a
la espera hasta que escucho a lo lejos el sonido de uno de nuestros
helicópteros.
Y unos minutos después:
—Lo tenemos. Tenemos al rehén sano y salvo. Procedemos a la
extracción.
Freno el coche con un derrape.
—¿Dónde? —pregunto, a la vez que despliego el mapa de nuevo.
Mis compañeros y yo escuchamos las indicaciones, cada uno desde las
coordenadas en las que se encuentra. Dos compañeros y yo estamos cerca.
Arranco de nuevo.
—Voy —anuncio.
—El coche ha sido abandonado. Nos lo acaba de confirmar el
helicóptero.
—Han ido a pie.
—Pero ¿a dónde? Están en medio de la nada.
—A esconderse en algún lugar.
—¿Qué les queda cerca?
Repaso el mapa en mi cabeza y calibro las diferentes alternativas. Y me
viene una al instante. Una muy buena. Y una corazonada. Joder.
—La laguna Marigómez de Duruelo. Si la cruzan, entrarán en el bosque
y, de ahí, vete a saber a dónde. Será difícil rastrearlos con el helicóptero.
—No podemos estar seguros.
—El helicóptero está recogiendo al rehén. No han visto a nadie en la
laguna. Se los vería cruzar.
—Estarán aguardando a que el helicóptero se marche. Me la juego.
Tengo un pálpito. Voy de camino.
Arranco y aumento la velocidad, superando los límites, directo a la
laguna.
—Marcos, joder.
—Te sigo —me dice uno de mis compañeros—. Si estás en lo cierto,
necesitarás refuerzos.
—Marcos, soy Pablo. Vamos para allá. El resto, dispersaos por la zona.
Enseguida identifico el vehículo abandonado a lo lejos y me detengo
antes de llegar. Bajo del coche solo con mi fusil, una linterna (ya es noche
cerrada) y el pinganillo en la oreja, y corro a toda hostia hacia la laguna.
Joder, puto frío que hace: estaremos a unos diez grados bajo cero y yo, en
camiseta de manga corta. Cuando estoy a punto de llegar, descubro que la
superficie está congelada. Y lo mejor: los dos atracadores cruzan por
encima del hielo. Puedo apreciarlo a pesar de la oscuridad. Se han
cambiado de ropa, pero sé que son ellos. Corro más rápido.
—¡Los tengo! —informo por radio sin aminorar la velocidad—. Están
cruzando el hielo.
—Marcos, va el helicóptero de camino.
—Tarde. Están a punto de alcanzar el otro lado. Voy tras ellos.
—Marcos —me dice Pablo—, el lago está congelado y van armados. Tú
estás desprotegido. El helicóptero está de camino. Espera. Es peligroso.
—¡Se nos escapan, joder!
Llego a la laguna y…, simplemente, la cruzo. Pongo mis pies en el hielo
y continúo corriendo. Sé que debería dar pasos cortos para no resbalar, pero
no bajo el ritmo. Voy a perderlos. Tengo la sensación de caminar sobre una
capa de hielo muy muy fina, y probablemente así sea. Los golpes de mis
botas contra el agua congelada resuenan en todo mi cuerpo. Es una
sensación extraña, pero enseguida me acostumbro a ella. Solo espero que no
se resquebraje bajo mis suelas. Resbalo. Y estoy a punto de caer. Dos veces.
Miro hacia el suelo un segundo y distingo millones de burbujas, de todos
los tamaños. La sensación de que están a punto de engullirme es
abrumadora.
Entonces grito:
—¡¡ALTO!!
Los atracadores se dan la vuelta, asustados, y yo levanto el arma antes de
que puedan apuntarme con las suyas. Me acerco poco a poco a ellos.
Comienzan a andar hacia atrás.
—Alto u os juro que disparo. No me obliguéis. No voy de farol. Y soy el
mejor francotirador de toda la jodida unidad.
Necesito que no se confíen por la distancia de más de quince metros que
aún nos separa. Se miran entre sí. Comunicándose. Debatiendo qué hacer.
No tienen demasiadas opciones. Rendirse. O rendirse.
—¡Marcos! —Es Pablo—. Hemos llegado.
Oigo el ruido del helicóptero de fondo. Y, de pronto, suceden un montón
de cosas a la vez. En cuestión de segundos, pero unos segundos en los
que…
Los atracadores tratan de huir. Se hallan apenas a diez pasos del bosque.
Yo vuelvo a gritarles que no se muevan, los amenazo con abrir fuego, pero
no me hacen caso. Por eso disparo. Para disuadirlos, asustarlos y frenarlos,
y para ganar tiempo hasta que el helicóptero llegue. Disparo al hielo, lejos
de ellos. Se sobresaltan, y yo aprovecho la distracción para acercarme más.
El helicóptero sobrevuela nuestras cabezas.
—Tirad las armas y rendíos. Estáis rodeados.
Varios todoterrenos y coches de la Policía Nacional aparecen detrás de
mí. Y entonces:
Crash. Crash. Crash.
El hielo. El hielo acaba de resquebrajarse bajo mis pies.
—Se va a romper el hielo —informo por radio—, asegurad a los
atracadores.
—Marcos, no te muevas. Ni un solo músculo. Vamos en tu busca.
Pero… tarde.
CRASH. CRASH. CRASH.
Antes de que me dé tiempo a mirar de nuevo hacia el suelo, el hielo se
abre y yo caigo.
—¡¡MARCOS!!
El ser humano puede llegar a imaginar lo que sentiría al caer en una
laguna helada. Puede llegar a imaginar el agua congelada acribillando su
piel. Privándolo de todo movimiento. La falta de aire en los pulmones. El
entumecimiento. El hundimiento. El pánico.
Nada se asemejará jamás a la realidad.
Nunca pensé que mis manos golpearían el hielo en busca de la salida.
Pero sucede. Cuando consigo nadar hacia arriba, el agujero por el que he
caído ha desaparecido. Estoy atrapado. Palpo el hielo, pero solo encuentro
eso: hielo. Y más hielo. Una pared de hielo. Y una oscuridad absoluta.
«Mantén la calma, Marc», me repito. «Mantén la calma si quieres
sobrevivir».
Mi cuerpo entra en shock por el frío. Contengo la respiración sin dejar de
golpear el hielo; es la única pista que van a tener mis compañeros para
encontrarme aquí abajo.
De repente, dejo de sentir frío. Es extraño. Me estoy quedando sin aire
en los pulmones. Y la he escuchado a ella justo antes de caer. A Mencía. Ni
siquiera sé por qué pienso en ella en estos momentos. Pero lo cierto es que
lo hago.
Cuando creo que voy a morir aquí abajo, oigo gritos. Me llaman. Busco
desesperado el orificio y lo encuentro por fin. Asomo la cabeza e intento no
llenar mis pulmones de golpe, pero es imposible evitarlo. Me agarro al
borde del hielo y veo que mis compañeros me lanzan una cuerda. O tal vez
son alucinaciones. Quizá ya he muerto.
—¡Marcos! El hielo está a punto de romperse. ¡Coge la cuerda!
Me la lanzan, pero… estoy mareado, no coordino y solo quiero dormir;
no consigo cogerla. Vuelvo a caer al agua. Me hundo. No puedo más. Estoy
congelado.
Alguien sumerge medio cuerpo en el agua y me agarra por los hombros.
La placa sobre la que se apoya se rompe y cae conmigo, pero a
continuación ambos salimos del agua. Es Pablo. Y lleva una cuerda atada a
la cintura. Sonrío. O lo intento. Tumbados como estamos, nuestros
compañeros nos arrastran hacia el bosque.
Estoy temblando. Un temblor muy intenso. Y no puedo reprimirlo.
—Marcos, vas a estar bien. Te vas a poner bien. —Intento hablar, pero
no puedo—. No hables. Tienes hipotermia. Vamos a hacer que entres en
calor. Vas a estar bien, ¿OK?
Creo que asiento. Después, pierdo el conocimiento.
—Marcos. ¡Marcos!
Son más de las once de la noche y acabo de llegar a casa de los Cabana.
Podría decir que ha sido un día intenso en el trabajo, pero me quedaría
corta. Demasiado corta.
He llamado a mi jefe en cuanto me he bajado del todoterreno para
concertar una videollamada de urgencia y, a partir de ahí, todo se ha
descontrolado. Y se ha descontrolado en el más absoluto silencio, lo cual no
ha resultado fácil; no podíamos levantar sospecha alguna.
Ha sido un día de papeleo, conversaciones, acusaciones, tensión,
decepción, más papeleo, más llamadas y, por último: la detención de Luis y
de Nahia, que no se esperaban. Y he tenido que encargarme yo en persona;
respaldada por los geos, por supuesto, pero he tenido que hacerlo yo. Ha
sido una de las experiencias más duras que he vivido. Y pensé que iba a ver
a otra Nahia, a una más violenta o enfadada o con una mirada diferente,
pero no. Ha sido ella. Aunque no me haya dicho una sola palabra. O una
sincera, al menos.
«¿Por qué, Nahia?», ha sido lo primero que le he preguntado.
«No sé de qué me hablas».
«De matar personas. Matar. Personas. Nahia».
«Yo no he matado a nadie».
«Sí lo has hecho. No hay que apretar el gatillo para cometer un
asesinato».
«Laura Carral se mató a sí misma. Lo hacía día tras día con su actitud.
Así es la política, Mens. Y no tenéis pruebas contra mí».
«Creo que… creo que no sé quién eres. Y tu error fue pensar que podías
utilizar mi conexión con Marcos para inculparlo. Ahí patinasteis Luis y tú.
Es cierto que Luis era mi principal sospechoso, pero el movimiento contra
Marc… Ese correo no era prueba suficiente. Supongo que os visteis contra
la espada y la pared y actuasteis con rapidez. Los correos corporativos, la
oportunidad de colarte en mi ordenador y la presencia inesperada de Marcos
en la unidad. Actuar con prisas nunca es la solución. Una lección que ya no
olvidarás jamás. Aunque, si te sirve de consuelo, habría encontrado indicios
contra Luis tarde o temprano».
«Sigo sin saber de lo que me hablas, Mens».
Me quedé mirándola con dolor, incapaz de contestar, porque aquella era
mi amiga Nahia. La conozco desde que éramos unas niñas, o eso pensaba
yo.
«Búscate un buen abogado, Nahia. Podéis llevárosla».
Emocionalmente, estoy destrozada.
He renunciado a mi puesto. He presentado la dimisión ante mi jefe hace
apenas dos horas, una vez que ha acabado todo. Él no quería aceptarla, pero
no hay vuelta atrás. Yo quería ser geo. Yo quería ser submarinista. AMABA
ser submarinista. Yo no quería pertenecer a la unidad de Asuntos Internos.
No quiero pertenecer a Asuntos Internos. No es lo mío. Lo he hecho lo
mejor que he podido, y estaré infinitamente agradecida a mi padre y a toda
la unidad por la oportunidad que se me brindó, pero esto que ha sucedido ha
servido para que mi cabeza asumiera algo que mi corazón ya sabía desde
hace tiempo: no me gusta mi trabajo. No me llena. No me completa. No me
produce un cosquilleo en las entrañas. Y no tengo ni idea de lo que voy a
hacer con mi vida a partir de ahora, solo sé que tengo muchísimas ganas de
empezar de cero y de buscar ese cosquilleo. ¿Lo encontraré? Tampoco lo sé.
Pero de eso trata la vida, ¿no?
Y aun con tantas emociones en mi interior, no podía dejar de venir a ver
a Marcos. Me consta que ya han hablado, tanto con él como con Miguel,
por teléfono, y que mañana ambos tienen una reunión a primera hora, así
que es muy probable que Marcos ya esté en la cama, pero… no podía dejar
de venir a verlo.
Y aquí estoy. Tomo aire y lo expulso antes de tocar el timbre de la
puerta. Si quiero encontrar ese cosquilleo, tendré que empezar por buscar a
la persona que me lo agita todo por dentro simplemente al estar a su lado.
Me di cuenta de que estaba enamorada hasta las trancas de Marcos
cuando lo vi caer en el hielo y corrí para tirarme a buscarlo. De cabeza.
Tuvieron que frenarme entre dos geos. Tuvieron que sujetarme entre sus
brazos. Supongo que las situaciones al límite, tanto las positivas como las
negativas, son las que nos ponen en perspectiva.
La puerta se abre de pronto y me recibe Dylan con una sonrisa. Me
saluda y me invita a pasar. Y yo quiero estar dentro de esta casa el resto de
mi vida. Y quiero a Marcos en la mía. Nunca lo había sentido antes. Quiero
que vea con sus propios ojos dónde me he criado. Dónde me hice mi
primera brecha. Dónde crecí y me convertí en la mujer que soy ahora.
—Gracias.
—Arriba —me señala las escaleras—, segunda puerta a la izquierda.
¡Alex! —grita a continuación, dirigiéndose a la cocina, una cocina llena de
gente incluso a estas horas de la noche—. ¡Te he visto! Ese trozo es mío. Si
es que no me puedo descuidar ni un solo momento contigo…
Saludo a todos con la mano y con una sonrisa tímida, y subo al piso
superior. A cada escalón, mi corazón late más fuerte. Estoy nerviosa. Creo
que me resultaba más fácil lanzarme de cabeza al hielo. «Segunda puerta a
la izquierda. Segunda puerta a la izquierda». La última vez que estuve en
este pasillo solo llegué a la primera puerta a la derecha.
Me detengo frente al dormitorio de Marcos. ¿Me tiemblan las piernas?
Por Dios. Llamo un par de veces con los nudillos, pero no abre nadie.
Inhalo de nuevo y me decido a entrar por mi cuenta. Entorno la puerta muy
despacio, asomo la cabeza y… Y no hay nadie dentro. Me adentro del todo
y miro alrededor. Sonrío sin poder evitarlo: esta habitación es Marcos
Cabana al cien por cien. Aspiro el aire que me rodea. Todo huele a él. Me
acerco a una de las estanterías; no me puedo creer que tenga una foto de su
coche en primera fila. Menos mal que también tiene varias con sus
hermanos: no todo está perdido. ¿Y Marcos con tres años? Está para
comérselo. Acaricio el nórdico de la cama: más coches. Algo en el techo
capta mi atención. Guau. Otra pintura de Adrián. El Sistema Solar en visión
nocturna. Este chico es una máquina. Es como si me hallara a bordo de una
nave espacial con las paredes de cristal, de viaje por la Vía Láctea.
Una corriente de aire me estremece y consigue distraerme. Es la ventana;
está abierta. Recuerdo lo que me dijo River esta mañana. Me asomo, pero
no logro ver nada; está todo muy oscuro. Sí distingo un alféizar lo bastante
ancho como para transitar por él. O como para sentarse a admirar las vistas.
Enciendo la linterna del teléfono móvil y allá voy.
Menos mal que siempre calzo zapato plano; aun así, el ruido que emiten
las suelas al posarse en el tejado atrae la atención de alguien.
Clang.
—¿Alex?
Es la voz de Marc.
—No. Soy yo.
De pronto, una luz me deslumbra: es la linterna de su móvil. Me llevo las
manos a los ojos y ahí está él, a un par de metros de distancia, hacia la
derecha.
—¿Qué haces tú aquí?
«He venido a decirte que te quiero». Me acerco con cuidado de no
resbalar y partirme la crisma. Creo que es la primera vez que camino por un
tejado.
Clang. Clang. Clang.
—Intentar no matarme, lo primero.
Clang. Clang. Clang.
—No estamos tan lejos del suelo como para matarte; como mucho te
rompes una pierna.
—Vaya, gracias. Eso me tranquiliza mucho.
—¿Necesitas ayuda?
Sonrío en la oscuridad. Clang. Clang. Clang.
—No, ya estoy.
Me agacho despacio y me siento a su lado, muy cerca de él. Nos
rozamos. Y él no se aparta. Nos miramos a la cara y juro que sus ojos
brillan en la oscuridad. La luz de la farola que está justo debajo de nosotros
se proyecta en la mitad de su rostro. Nos quedamos en silencio. Soy yo
quien lo rompe:
—Podías haberte quedado más cerca de la ventana. Esto es un peligro.
—La habitación de Riv es la que mejores vistas tiene. Privilegios de
primogénito…
No creo que sea el momento de decirle que es de noche, noche
cerradísima, y que no se ve una mierda. «No, Mencía, no es el momento. Tú
solo dile que lo quieres». Quizá es el momento de tontear con él. Soy tan
mala tonteando que tal vez le saque una sonrisa. Quiero sacarle una sonrisa.
O cientos de ellas. Él también habrá tenido un día de mierda.
—¿Cómo estás?
—De puta madre.
Vale.
—¿Te han contado todo lo que ha ocurrido hoy en la oficina?
—Sí.
Creo que odio los monosílabos.
—¿Y qué opinas?
—Bah.
Sí. Los odio.
—¿Nada más? Me gustaría hablar contigo.
—¿Hablar de qué?
—De cómo te encuentras, Marc. Acabamos de detener a uno de tus
compañeros. Uno que ha estado muy próximo a ti durante muchos años.
—Cosas que pasan.
—Ya.
—Por cierto, ¿cómo lo has sabido tú de un día para otro? —me pregunta
con verdadero interés. Bueno, algo es algo—. Ayer el culpable era yo.
Vale, faltaba la puntillita. Me la merezco.
Sopeso muchísimo la respuesta. Porque no quiero que parezca lo que no
es. No quiero justificarme. No quiero explicarle que en realidad nunca dudé
de él. Que fue un desliz. La casualidad de que justo entrara en mi despacho.
No. No es lo que quiero.
—Me lo ha contado River esta mañana.
—De puta madre —masculla—. Le advertí que no se metiera en mis
asuntos. Pero él siempre se mete en mis asuntos.
—Tú hermano trabaja en el CNI. Él y su jefe me abordaron en medio de
un paso para peatones, con un todoterreno y un paraguas.
—Sí, eso es muy típico de Riv. Espera —se interrumpe—, ¿con un
paraguas?
—Llovía.
—Vale.
Creo que lo de que mi tío Leo sea el jefe de River se lo explicaré en otro
momento. Me aproximo un poco más a él y nuestras piernas entran en
contacto por completo. Necesito acercarme a él físicamente, porque lo
siento más lejos de mí que nunca. Su cuerpo está cálido y yo estoy
congelada, y no lo entiendo, porque estoy más que acostumbrada al frío.
—Tu hermano me hizo una pregunta y, según la respuesta que le diera,
me contaría lo que sabía o no.
—¿Qué te preguntó?
—Si yo de verdad creía que tú eras el culpable.
—De puta madre —masculla de nuevo—. Resulta que River se mete
demasiado en mis asuntos. Desde los doce.
—Supongo que fue él quien te habló de mí.
—Supones bien. A veces te pasa.
También me lo merezco. Lo peor de todo es que hasta este Marcos borde
y enfadado me gusta. Debo de estar loca. Claro, loca por él. Así que esto es
el amor…
—Lo siento mucho, Marc.
Siento haberme aturullado. Siento haberte gritado. Siento haber
cuestionado tu honestidad. Siento que tu compañero haya resultado ser uno
de «los malos». Siento que hayas tenido que pasar por esto. Siento haberte
decepcionado. Siento no haber estado a la altura en mi investigación. Siento
haber puesto tu vida en peligro.
—Yo también lo siento —dice. Y lo creo. Por supuesto que lo creo. Se
hace el silencio. Voy a romperlo de nuevo, pero él se me adelanta—: ¿Tú
cómo estás?
—Lo superaré.
—Nahia era tu amiga.
—Es mi amiga. Aún la considero mi amiga. No puede dejar de serlo en
veinte horas. Y yo he tenido que detenerla y decirle que se busque un
abogado. Estoy… furiosa con ella. Muy furiosa, Marc. Y con el sistema.
Estoy furiosa con el mundo. Sus padres me han llamado por teléfono; no he
podido descolgar. Su padre también es policía. Es… es horrible todo.
—No es culpa tuya.
—No debí haber confiado en nadie y, sin embargo, a ella nunca la
consideré una sospechosa. Nunca. Ese fue mi primer error. Después vino el
resto, hasta sumar el millón.
—No te machaques.
¿Y si me coges la mano? ¿Por favor? La suya está tan cerca que yo solo
deseo estrecharla con fuerza y no soltarla jamás. Pero no me atrevo. Y me
entran unas ganas acuciantes de llorar. Porque estoy enamorada de él y
tengo la sensación de que lo he perdido.
—Jamás entenderé el comportamiento humano —digo en voz alta.
Marcos me mira con la frente arrugada. Estoy a punto de confesarle que
he dejado mi trabajo. Y que lo quiero.
—Mira, ¿ves aquella casa de allí? —me pregunta, apuntando con el dedo
hacia la lejanía—. ¿La última de la calle?
No demasiado, pero algo veo.
—Sí.
—Es mía.
—¿Cómo que tuya?
—La compré hace años, mientras salía con Alicia, como una inversión.
Nunca me mudé. Me gusta vivir con mi familia. Me gusta esta casa. Y ni
me planteé trasladarme cuando acepté la propuesta de matrimonio de Ali.
Dimos por hecho que viviríamos en su casa de alquiler. Ella ni siquiera
sabía que yo me había comprado una casa. Solo lo sabe mi familia. Está
impoluta. Por dentro y por fuera. Solo falta meter los muebles. Ahí tienes
otro comportamiento humano extraño. Para que te entretengas.
Sonrío y le susurro al oído:
—He tenido entretenimiento contigo desde que he entrado en tu
habitación y he visto la foto de «Tomatito» en la balda.
Marcos se estremece. Yo estoy a punto de besarlo en el cuello y de
decirle que lo quiero (¡díselo ya!), pero me echo atrás en el último
momento. No quiero asustarlo.
—Fueron los capullos de mis hermanos.
Sonrío de nuevo. No cuela.
—Mentira.
Él también se ríe. Y volvemos a guardar silencio. No quiero moverme.
Jamás voy a querer apartarme de su lado, pero tampoco deseo agobiarlo.
Hoy no es el día. Por eso me levanto y emprendo el regreso hacia su
ventana. No me detiene.
—Marc —lo llamo antes de entrar.
—Qué.
—Eres el hombre más leal que he conocido en mi vida.
—Me hubiera gustado que lo pensaras cuando leíste aquel maldito
correo.
—Lo sé, titi. Lo sé. Agur.
—Adiós.
Cruzo la ventana, salgo del dormitorio sin mirar atrás y bajo las
escaleras. Al pie se encuentra la familia Cabana casi al completo, formando
un círculo. Hablan entre sí hasta que me ven aparecer.
—¿Cómo ha ido? —pregunta River.
—No le he dicho que lo quiero —me sale del alma—, pero tengo un
plan.
—Anda, ven y cuéntanoslo —invita Dylan, cogiéndome del brazo y
llevándome a la cocina—. Te ofrecería un trozo de flan, pero el nadador se
lo ha comido todo.
—He sido rápido. —Alex me guiña un ojo.
—Punto para el cuñado intenso.
—Hombre, gracias.
—No te acostumbres.
Llegamos a la cocina y me sientan a la mesa. Catalina, con una sonrisa
radiante, me ofrece un donut de chocolate. Le falta un trozo. Hay un
mordisco justo en el centro. ¿Quién ofrecería un donut mordisqueado?
Alguien que no te considera un extraño.
—Háblanos de ese plan —propone Hugo.
Y eso hago.
35 De regreso en el maldito ascensor
—Deséame suerte —le ruego a Julen antes de apearme del coche. La voy a
necesitar en cantidades industriales.
Ha venido a buscarme al trabajo y me ha traído al pueblo de Marc. Se lo
agradeceré hasta el infinito y más allá. Ha aparecido por sorpresa en el
aparcamiento de la unidad, y no podía haber elegido un mejor momento. Yo
necesitaba un abrazo. Necesitaba su abrazo.
Hoy ha sido otro día duro en el trabajo. Traspasar la documentación del
caso. Ver el nombre de Nahia en todas partes. Hacerme a la idea de que su
nombre está ahí por un motivo de peso. Uno feo. Recoger mis cosas.
Rechazar mil veces la oferta de mi jefe de reconsiderar mi renuncia.
Despedirme de todos. Aún me quedan un par de semanas antes de dejar del
todo Asuntos Internos, pero la unidad de los geos la he abandonado hoy. Sin
vuelta atrás. También he visto a Marc de refilón. No tenía buena cara. Mi
chico. Mi titi. Le he dicho adiós con la mano. Creo que él lo ha interpretado
como un «hola», porque no ha hecho el mínimo intento de despedirse. Me
hubiera encantado poder haber hecho algo más por él. Empotrarlo contra
una pared y darle un beso de amor para que supiera que estoy ahí. Para
siempre. Creo que los besos demuestran lo que las palabras u otros actos a
veces no pueden.
—De «deséame suerte», nada —responde Julen, apagando el motor—.
Voy contigo. ¿O te crees que he aparcado para volver a marcharme?
—Pensé que lo hacías por puro civismo, por no incordiar al resto de
coches en doble fila mientras yo me despedía de ti y me animaba a salir de
aquí.
—No me jodas, Rigodón. Civismo, dice. Venga, vamos.
Se baja del coche sin demora y yo lo hago con él. Llueve. Igual que
aquella vez. Cruzamos la carretera y accedemos al recibidor del hotel a
través de las gigantescas puertas giratorias. Me recibe una especie de
cosquilleo. Un burbujeo en el estómago. La primera vez que entré aquí,
conocí a Marc. Comienzo a temblar. Yo creo que este plan hace aguas por
todas partes, pero allá voy.
Me dirijo a los ascensores y allí aguardan los Cabana al completo, Jaime
incluido. Retienen el ascensor del fondo.
—Por fin —me dice Hugo—. Tienes suerte de que estemos en enero y
no en agosto. Hacer esto en pleno verano habría resultado complicado.
—Pero lo habríamos conseguido también —aclara River.
—Por eso he dicho «complicado» y no «imposible».
—Pris podría haber simulado un desmayo —añade Jaime. Priscila
sonríe, en total acuerdo con su amigo—. O Cata.
—O Dylan. Eso sí que habría bloqueado los ascensores durante horas.
—O tú, nadador. Que también estás muy bueno.
—¿Qué tendrá que ver una cosa con la otra? Me refería a que tú eres
famoso.
—Yo tenía que decirlo, guaperas. —Dylan le guiña un ojo a Alex y yo
río, aunque creo que es de puros nervios. Me habría reído de cualquier cosa.
—Tíos —indica River—, Marc está a punto de llegar. Todos a sus
puestos.
—¿Cómo lo sabes? Solo han pasado quince minutos desde que
quedamos con él. Yo creo que aún tenemos margen.
—Me lo ha chivado uno de mis chicos. Está vigilando la calle. Vamos.
Alza el dedo pulgar hacia mí y se lleva al resto de su familia en dirección
a las escaleras, incluido mi hermano, que me lanza un beso y me manda
ánimos con la mano. Me meto en el ascensor y pulso el botón que mantiene
las puertas abiertas. Pues aquí estoy. El plan es que los Cabana suban ahora
al segundo, tercer y cuarto pisos y llamen al resto de los ascensores para
retenerlos ahí. Cuando Marc llegue, solo va a poder entrar en este. Y aquí
voy a estar yo. Ay, Dios.
Escucho la conversación Cabana mientras mi cuerpo se descompone por
momentos.
—¿Te has traído a un tío del curro para que vigile la calle?
—Claro.
—No tienes medida, Riv.
—El chico lo hace encantado. Es entrenamiento. Se han peleado por
venir. He tenido que echarlo a suertes.
—Tú dispones a tus chicos en las esquinas y a mí me pones a cien. ¿Os
he dicho que desde que estoy embarazada ando cachonda todo el día?
—¡¡¡Sííí!!!
—Dios, mis oídos.
—Catalina, joder…
—Eso, eso…
…
Sus voces se pierden por las escaleras. Apoyo la cabeza en el panel y
cojo aire tres veces seguidas. El silencio que reina en este hotel es brutal. El
silencio del invierno es brutal. Solo se oye el hilo musical, y es muy muy
tenue. Y unos pasos apresurados que se acercan. Mi corazón salta. Es Marc.
Sé que es Marc. Me enderezo, me retiro al fondo del ascensor, me reclino
contra la pared y espero. Uno, dos y…
—¡Espera! —grita justo antes de llegar, cuando las puertas ya se están
cerrando.
Espero. Espero por ti el tiempo que haga falta.
Marc entra mirando el móvil y no me ve. Hasta que levanta la mirada.
—Hostias.
No le doy tiempo a que diga más, ni a que dé media vuelta y salga
corriendo. Pulso el botón y detengo el ascensor. Con dos ovarios. No sé si
mi psicóloga, de verme, estaría orgullosa de mí o me mandaría directa al
psiquiátrico. Desde luego, si esto no es una demostración de amor, ya
pensaré en otra cosa.
—Pero ¿qué haces?
—Es una prueba de amor.
Dios mío. Soy pésima con el tonteo.
—¿Y por eso nos encierras aquí?
—Es para que no escapes y me escuches. No te preocupes, está todo
controlado.
Pulso de nuevo el botón para que vea que no hay problema, pero… el
ascensor no se mueve. Vuelvo a darle. Nada. Sonrío nerviosa. Esto no
puede estar pasando. Miro hacia el techo. ESTO NO PUEDE ESTAR PASANDO.
Pulso de nuevo. Ocho veces más; las dos últimas, desesperada.
—Ay, Dios. Ay, Dios.
Comienzo a hiperventilar.
—Deja de aporrearlo, te lo has cargado.
—Esto no tenía que suceder así. Confío tanto en ti que me he encerrado
aquí contigo, pero arréglalo, por Dios. Sácame de este ascensor maldito.
—Repito: ¿cómo quieres que te saque del puto ascensor si te lo has
cargado? —replica, manipulando el panel.
—Voy a morir aquí dentro.
Me apoyo en la pared y me arrastro hasta el suelo. Solo necesito
tumbarme. Me recojo el pelo. Me muero de calor. Estoy aquí con Marc.
Con el hombre de mi vida. Todo va a estar bien. No te agobies, Mencía. No
te agobies. Tienes que enfrentarte a esto de una vez por todas. Tú mandas.
Intento controlar mi respiración.
—La que has liado, titi. —Marc niega con la cabeza. Sonrío sin ganas—.
¿Quieres que abra el techo?
—Por favor —le suplico.
—O también puedo… —Marc se agacha y se coloca encima de mi
cuerpo, exactamente como la otra vez. Yo gimo. No sé si de terror o de
tranquilidad— distraerte. Soy bueno con las distracciones.
—¿Vas a besarme?
Ríe.
—No. Lo siento, pero tengo novia. Voy a contarte algo importante.
—¿Has vuelto con Alicia? —le pregunto, horrorizada.
—Shhh, calla. ¿Sabes? Es cierto que River jamás te habría entregado las
pruebas contra Luis y Nahia sin la certeza de que tú confiabas en mí. River
hace las cosas bien o, si no, no las hace. Siempre y cuando no se trate de su
mujer, claro. Mi duda era si tú habías confiado en mí antes o después del
hielo. Antes o después de analizar todo lo que había pasado. He llegado a
una conclusión. Creo que, con lo profesional que has demostrado ser
respecto a tu trabajo, jamás te habrías abierto en canal para contármelo todo
si no confiaras en mí. Creo que te aturullaste. Que tuviste miedo. Y que solo
necesitabas un «yo no he sido» por mi parte. Pero no te lo di. Me cabreaste
como nadie. Y también me aturullé. Porque acababas de soltarme la bomba
de que uno de los nuestros era un traidor. Y me estabas interrogando.
—Lo siento —susurro.
—Shhh. Yo también lo siento. Y adivina qué.
—¿Qué?
—Ya respiras con normalidad. Esta vez ha sido más fácil que la anterior.
Lo beso. Porque ¿qué más puedo hacer si lo tengo encima de mí,
respirándome en la boca y abrazándome como solo él sabe abrazarme?
Te quiero, Marcos Cabana. Te quiero con locura.
Marcos
Gimo sobre la boca de Mencía y, ahora que la tengo debajo de mí, no
entiendo cómo he podido aguantarme las ganas de besarla durante tantas
horas. Tenía que haberla besado ayer en cuanto salió por mi ventana;
después seguiría debatiendo conmigo mismo sobre su proceder, pero lo
primero era lo primero. No soy de enfado fácil, pero cuando me cabreo de
verdad, entro en bucle. Y solo me cabreo de verdad con la gente a la que
quiero. Y yo a Mencía la quiero. La quiero con todas mis fuerzas.
También he tenido que escuchar el discurso barra bronca barra amenaza
que me ha echado mi madre esta mañana a primera hora. Se ha sentado en
mi cama y me ha dicho: «Vamos a hablar tú y yo, jovencito». He temblado.
Lo reconozco. Esas siete palabras, en boca de mi madre, siempre me han
acojonado. Desde la primera vez que la lie en el cumpleaños de un colega,
cuando se me ocurrió llenar unos globos de agua y tirarlos por la ventana.
Teníamos cinco años. No llegamos a lanzar ninguno, pero la que armamos
en el baño para llenarlos fue épica.
Esta mañana, mi madre me ha hablado de Alicia. De Mencía. Y de mí.
Y…, joder, adoro a mi madre.
—Perdóname —dice Mencía contra mis labios. Temblando entre mis
brazos.
—Perdóname tú. Y, a propósito, ¿cuál era tu plan maestro al encerrarme
aquí?
—Iba a decirte que te quiero. —Se tapa la boca—. Mierda, se supone
que no iba a decírtelo así. Quería que fuera más romántico.
—Eres un desastre tonteando, titi.
—Maite zaitut.
Las recuerdo. Recuerdo esas palabras.
—Maite zaitut yo también.
Se ríe en mi boca y comienza a brillar. Todo su rostro comienza a brillar.
—Lo siento por tu novia.
—Tú eres mi novia. Iba a asaltarte mañana en tu despacho. En tu mesa.
Mencía adopta un semblante más serio y se acomoda entre mis brazos.
Me acaricia la frente y el cabello.
—No tengo trabajo. Renuncié ayer por la noche. Justo antes de ir a tu
casa.
—¿Qué? ¿Va en serio?
—No era feliz, Marc. Y necesito encontrar lo que me haga feliz.
—Joder, ¿y tenías que renunciar de la noche a la mañana? La hostia con
los vascos.
Mencía sonríe. Y es la sonrisa más bonita del mundo.
—Puedes ir acostumbrándote.
—¿Estás bien?
—Estoy más que bien. Hacía mucho tiempo que no me sentía tan bien.
Estoy sin trabajo y no sé qué voy a hacer con mi vida, pero me siento bien.
—Eso es porque estás entre mis brazos.
—No lo dudaba.
—¿Has visto cómo se tontea? Voy a tener que enseñarte algunos trucos
infalibles.
—También vas a tener que enseñarme otras cosas. Quiero volver a
bucear, Marc. ¿Me ayudarás?
Sonrío. El corazón no me cabe en el pecho de lo orgulloso que estoy de
ella.
—No voy a soltarte la mano nunca.
La beso con la firme intención de desnudarla y hacerle el amor aquí
mismo, pero…
—¡Hola! —nos grita una voz desde fuera—. ¿Estáis bien ahí dentro? No
sé qué les pasa a estos ascensores últimamente.
—¡De puta madre! —grito en respuesta—. Largaos.
Volvemos a lo nuestro. A besarnos. No pienso levantarme de aquí en un
buen rato. Ya puede irse el mundo a la mierda. Un apocalipsis de avispas
gigantes asesinas o de mosquitos lanzallamas. Me es indiferente.
—¿Perdona? Creo que no te he entendido. ¿Estáis bien?
—Marc, sigue a lo tuyo, nosotros lo entretenemos.
Ese es Alex. Mi familia está ahí fuera. ¿Cómo se han enterado tan rápido
de que nos habíamos quedado encerrados en el ascensor? Se supone que me
esperaban en el bar del último piso.
—Perdone, señor, ¿a qué se refiere?
—Váyase a tomar un café; nosotros le cuidamos el fuerte.
Desconecto. Que estoy besando a mi novia, joder. Me da igual lo que
hagan ahí fuera. O de lo que hablen.
—Yo tengo hambre.
—¿Otra vez? Acabas de meterte un donut de chocolate entre pecho y
espalda.
—Y otros dos antes de que tú vinieras.
—Estoy embarazada. Y venden tres por uno en la cafetería junto a la
clínica.
—Ese tres por uno lo han puesto por ti.
—Yo no sé qué llevas ahí dentro, si un bebé o una hiena.
—Si es que tiene razón Dylan, Hugo, a ti el curro te puede.
—A ver, que ayer estuvimos viendo El rey león, tiene excusa.
—Señor, ¿puede traerme un sándwich o algo de la cafetería? Y que
tenga queso. Montañas de queso.
—Primero debo llamar al técnico de ascensores.
—Riv, saca tu carné y pon orden; el DNI, no, el otro. Ya sabes, ese con el
que me dejaste embarazada mientras jugábamos a polis y a cacos.
—Cat Cat…
—¿Utilizaste tu identificación para preñar a tu mujer?
—¿Preñar? Hugo, por Dios.
—Ay, mis ojos.
—Préstale el carné ese a Hugo, cuñado. Y encima pone Cabana, ¿no?
Buah, se sale. ¿Qué quieres ser tú, babe? ¿Poli o caco?
—Estáis todos de atar.
Espera, esa voz…
—¿Está tu hermano aquí? —le pregunto a Mencía. Ella asiente con la
cabeza—. ¿Estabas compinchada con mi familia para encerrarme en el
ascensor?
—Sí —responde ufana—, lo planeamos ayer en la cocina de tu casa.
—El ascensor se ha bloqueado de verdad.
—¿Qué?
Me cago en todo.
—¡River! —grito—. ¿Has bloqueado tú el maldito ascensor?
Lo oigo carraspear.
—Era para darle más realismo. Estaba todo controlado para activarse
de nuevo si tú la cagabas. Os doy cinco minutos, por cierto.
—Pero ¿ustedes de dónde han salido?
Eso digo yo.
—De la urba, casi todos.
—¿Son tus amigos? —me pregunta entonces Mencía.
—Son mi familia. ¿Quieres conocerlos?
—Sí, quiero.
Dieciocho años atrás…
Verano de 2001
Érase una vez un chico. Un chico mediterráneo de pelo rubio, que todos los
días jugaba al fútbol con sus hermanos y sus amigos en las pequeñas
porterías instaladas en la playa de su pueblo. Y todos los días se fijaba en la
chica que tomaba el sol muy cerca de allí. La reconocía por la toalla: era de
color amarillo. Como su pelo.
Érase una vez una chica. Todos los días bajaba a la playa y extendía la
toalla en el mismo sitio. Al principio lo hacía sin darse cuenta. Hasta que
comenzó a fijarse en uno de los chicos que jugaban en bañador al fútbol, a
pleno sol. Y ya no pudo dejar de hacerlo. De mirarlo. Ni de tumbarse en ese
mismo lugar. Eran buenas vistas.
Poco tardó el balón en rodar directo hasta la toalla de ella. Y siempre era
el mismo chico el que iba a recogerlo. Sonreía a la chica. Era todo un
conquistador.
Otras veces se acercaba a pedirle la hora. Hacía días que dejaba su reloj
en casa, olvidado a propósito.
Y el verano pasó. O lo hizo el mes que ella se quedaría en el pueblo.
La última noche, salió a dar un paseo con su hermano y a jugar un rato
en la sala de recreativos, hasta que se les acabara el dinero que les habían
dado sus padres. Se toparon de bruces con el chico en la pequeña plaza
fuera de esta. Se saludaron. Jugaron a las máquinas cada uno por separado.
Después, se sentaron a charlar muy cerca, en los bancos de la plaza, ella con
su hermano y él con su pandilla, hasta que llegó la hora de marchar. La
chica se levantó.
El chico, que no le quitaba el ojo de encima, también se levantó y fue
hacia ella, muy decidido.
—Hola.
—Hola.
—¿A dónde vas?
—A casa.
—¿Mañana te veo en la playa?
—No. Mañana nos marchamos.
—¿A dónde?
—A nuestra casa. Solo estamos aquí de veraneo.
El chico se acercó a la chica.
—En ese caso, te acompaño.
—Nuestro apartamento está justo ahí. —Ella señaló una vivienda a
menos de veinte metros de distancia.
—No importa. Te acompaño.
El hermano torció el morro, pero ella aceptó. Él se despidió de su
pandilla (risitas por parte de todos; el chico masculló un «capullos») y
caminaron los tres juntos. Cuando el hermano de la chica se metió en el
portal, llegó el momento de la despedida entre ellos. Entonces el chico,
simplemente, se acercó y la besó en la boca. Un beso muy cálido y muy
suave. Era el primero para ella.
Ambos sonrieron.
—Adiós.
—Agur —dijo ella justo antes de meterse en el portal, sonrojada de pies
a cabeza.
No se había cerrado la puerta cuando escuchó el grito:
—¡Tíos! Es la chica más guapa que he visto en mi vida.
El chico se llamaba Marcos Cabana.
La chica se llamaba Mencía Irezabal.
No volverían a encontrarse hasta muchísimos años después, en un
ascensor estropeado de ese mismo pueblo.
Y no se reconocerían.
O quizá algún día lo recordaran.
Quién sabe.
Epílogo
Abril de 2019.
Algo más de tres meses y medio después.
Marc:
Hasta luego, titi.
Mencía:
Agur.
Marc escribiendo…
Marc:
Las relaciones a distancia apestan un poco, ¿no?
Mencía:
Un poco.
O un mundo entero.
Dejo el móvil en la mesita al lado de la cama y clavo la mirada en el
techo blanco de mi habitación. He observado más este techo en los últimos
meses que en toda mi vida. Y eso que nunca me contesta.
Hace cuatro meses, dejé el apartamento que tenía alquilado en Alicante y
regresé a Bilbao a arreglar las cosas en mi trabajo. A dejar mi trabajo.
Y luego, ¿qué?
Luego permanecí horas en la misma postura que tengo ahora mismo, con
la mirada perdida en el techo y la cabeza en el eterno pensamiento de qué
voy a hacer con mi vida.
Y en Marcos.
Necesito distraerme y cambiar el rumbo de mis pensamientos, porque
estoy a punto de mandarlo todo a la mierda e ir en busca de Marcos, así, en
bragas (literal y metafóricamente) y sin trabajo. Y… ¿sería tan malo?
¿Dejar todo atrás por amor? Julen me dice que sí. Que sería malo. Que el
amor no vale tanto como para renunciar a tu vida.
Suspiro. Cojo el móvil de nuevo y reflexiono acerca de la noticia que ha
aparecido en todos los periódicos esta mañana; la leo de nuevo. Han
descubierto importantes irregularidades fiscales en el hotel de Xabier y se
enfrenta a una multa de escándalo. Su padre lo ha apartado de inmediato de
la gestión y hoy no se habla de otra cosa en Bilbao. Debería estar feliz por
su desgracia, pero me falta algo. No consigo sentirme completa. O feliz. Ni
siquiera la dulce venganza (aunque no haya dependido de mí y haya sido
fortuita) me hace sentir completa. Me da igual lo que le pase a Xabier, si le
va bien o si le va mal; no pierdo ni un solo segundo de mi tiempo en pensar
en él. Porque pensar en él no me llena. Y ya sé lo que me falta.
Me falta Marc. Mierda, me falta Marc.
Él vive allí.
Yo vivo aquí.
Él tiene a su gente allí.
Yo tengo a mi gente aquí.
Él tiene su trabajo allí.
Yo no tengo trabajo. Pero estoy en ello. El problema es que… no sé qué
quiero hacer. No sé qué quiero ser. No sé quién quiero ser.
Solo sé que las relaciones a distancia apestan un mundo entero.
Un objeto volador no identificado entra por mi ventana y aterriza en el
suelo. Pero ¿qué…?
Me levanto con rapidez y me agacho para recogerlo. Arrugo la frente; es
un viejo reproductor de casete con una cinta dentro. Me asomo a la ventana,
pero no veo a nadie.
¿Qué está pasando aquí? Dudo unos instantes, pero acabo pulsando la
tecla «play». La cinta comienza a dar vueltas y una voz masculina
distorsionada lo inunda todo:
Buenos días, señorita Irezabal. La división de actividades especiales del
Centro Nacional de Inteligencia cuenta con un grupo de expertos que
trabajan en la sombra para salvaguardar la seguridad nacional.
Considerando las cualidades que ha demostrado y su relación con nuestra
organización, estamos seguros de que sus habilidades podrían aportar un
gran valor a nuestros cometidos.
Su primera misión, si decide aceptarla, consistirá en utilizar todos los
medios a su alcance para trasladarse a la oficina de Alicante del CNI,
ponerse a las órdenes del increíble y carismático River Cabana y aguardar
instrucciones. Si usted o cualquier miembro de su equipo es capturado o
muere durante el desarrollo de una misión, el ministerio de Interior negará
conocimiento alguno de sus acciones. Buena suerte, Mencía. Este mensaje
se autodestruirá dentro de cinco segundos.
No soy capaz de reaccionar, así que pasan los segundos.
Uno.
Dos.
Tres.
Cuatro.
Cinco.
Plof.
La cinta explota en una minidetonación, sin apenas ruido, y comienza a
salir humo. Estoy flipando. Estoy flipando mucho. Y solo se me ocurre una
cosa, claro. No es que la frase «ponerse a las órdenes del increíble y
carismático River Cabana» me haya dado una pista de las gordas.
—¿River? —tanteo en voz alta, girando sobre mí misma en la
habitación.
—Hola.
Salto y todo del susto, a pesar de esperármelo. Me llevo la mano al
corazón. La cabeza de River ha aparecido en el hueco de mi ventana.
—¿Qué haces ahí?
Me ofrezco a ayudarlo a entrar, pero no necesita ayuda.
—¿Qué puedo decir? —alega, una vez dentro—. Soy un auténtico
experto en trepar a ventanas de mujeres rubias.
—¿Cuánto tiempo llevas ahí?
—Un buen rato. No quería interrumpirte mientras estabas tan pensativa.
Por cierto, buenas noticias, ¿no? —Señala la noticia sobre Xabier, que se ha
quedado congelada en la pantalla de mi teléfono. Y entonces mi cabeza
hace clic. No sé cómo no lo he pensado antes.
—¡¿Has sido tú?!
—Rotundamente no.
En el poco tiempo que hace que conozco a River, he llegado a distinguir
algunas cosas. Una de ellas es la sonrisita de suficiencia que esboza cuando
está jugando conmigo. Voy a reformular la pregunta, porque me temo lo
peor.
—¿Habéis sido Marc y tú?
—Rotundamente sí.
Oh, Dios.
—Dime al menos que el fraude es real y que no os lo habéis inventado.
Se hace el ofendido y todo. Muy fuerte. No sé cómo sentirme al
respecto. Creo que… emocionada. Sí, emocionada de que hayan hecho esto
por mí. Aunque jamás lo reconoceré delante de River. No quiero darle más
munición para que continúe metiéndose en mi vida.
—Claro que el fraude es real. Nosotros solo hemos buscado la mierda. Él
la ha cagado solito. Por cierto, ¿puedo pasar? Necesito hablar contigo de
algo importante.
Pero qué morro tiene.
—Ya estás dentro. Y ahora, explícame qué es esto. —Señalo el casete
chamuscado.
—Una pequeña broma. Siempre he querido hacerlo. Pero la oferta
laboral es auténtica. Si decides aceptarla.
—¿Queréis que me una al CNI?
—Correcto.
—¿Por qué?
—Porque mi jefe cree que lo vales. Y yo también. —El rostro de River
se torna serio, y apoya medio cuerpo en mi escritorio—. Esto no tiene nada
que ver con Marc. Hemos visto una oportunidad y hemos ido a por ella. Te
aseguro que lo hemos pensado mucho. Lo hemos pensado durante cuatro
meses. También te he investigado. Más todavía. Para ver si cumplías el
perfil. Lo cumples; de lo contrario, yo no estaría aquí, obviamente. ¿Qué
me dices? ¿Quieres unirte a nosotros? Serías agente de campo. Formarías
parte de la acción. Ya hemos comprobado que la investigación —carraspea
— no es lo tuyo.
—Eres un imbécil.
Sonríe.
—Lo sé. Y tu jefe, a partir de ahora.
—Aún no he dicho que sí.
—Pero quieres hacerlo. Lo intuyo. Y, además…, hay cierto Cabana por
ahí que se va a poner muy muy contento. Efectos colaterales que me vienen
de puta madre. Lo tengo lloriqueando todo el día por las esquinas. Apenas
desayuna. Está enamorado.
Ahora soy yo la que sonríe. Mi Marc.
—Eso es jugar sucio.
—Siempre juego sucio. Entonces, ¿aceptas?
Lo más increíble es que no tengo ni que pensármelo. Y no solo por
Marcos: es adrenalina, es algo en mi interior que me dice que sí. Cero
dudas. Alguien me dijo una vez que las decisiones que te cambian la vida
hay que tomarlas sin dudas y, sobre todo, sin miedo. Y lo último que yo
siento ahora es miedo. Quiero hacerlo. Se me escapa una carcajada de pura
emoción.
—Acepto.
—Por fin —exclama, mirando hacia la ventana—. Te quedaba menos de
un minuto.
—¿Menos de un minuto para qué?
—Shhh. —Coloca un dedo en sus labios—. Alguien está trepando por tu
ventana; alguien que no tiene ni idea de lo que ha pasado en esta habitación
ni de que yo me encuentro en ella. Me dijo que venía hacia aquí y he tenido
que adelantarme. Guárdame el secreto. Nos vemos en casa.
—¿Cómo que alguien está…? —No he terminado de formular la
pregunta cuando ya ha salido por la puerta.
Miro hacia la ventana y, segundos después, otra cabeza asoma por el
vano. Y no una cabeza cualquiera. La cabeza de Marcos.
—¿Marc? ¿Qué… qué haces aquí?
Se introduce en mi habitación y me da un beso rápido a modo de saludo
antes de contestar. Un beso que pretendía ser rápido, porque nos quedamos
enganchados unos segundos de más. Es intenso. Es necesitado. Es lento.
Es… nosotros.
Cuando nos separamos, sonreímos uno contra otro.
—He venido a buscarte. O a quedarme. O lo que sea. No aguanto más.
Las relaciones a distancia son una puta mierda. Tú y yo tenemos que estar
juntos aquí o en el espacio sideral, me da igual, pero juntos. ¿Qué me dices,
mi vasca? Ya nos buscaremos la vida como sea y donde sea.
A pesar de que su proposición me pilla por sorpresa, hace cinco minutos
le hubiera dicho que sí con los ojos cerrados. Pero ahora…
—Acabo de recibir una oferta laboral —confieso, sin apartarme de sus
labios.
—¿Ahora mismo?
—Sí. Hace cinco minutos.
—¿Dónde?
—Aquí, en mi habitación.
Marcos rompe a reír.
—Me refiero a que dónde es la oferta.
Ah, vale. Ay, madre. Los nervios.
—En Alicante.
Marcos se aleja unos centímetros de mi boca.
—En… ¿en Alicante?
—Sí, en Alicante. En tu Alicante. —No puedo ocultar la emoción.
—¿Un trabajo de qué?
—No puedo decírtelo.
Da un paso atrás y frunce el ceño.
—¿Por qué no?
—Porque tendría que matarte.
—¿Tendrías que…? Joder. —La revelación acude a su rostro—. Puto
River. Ya decía yo que olía a su colonia aquí. Cata dice que se echa
demasiada, y tiene toda la razón. Cuando has dicho que te han hecho la
oferta laboral aquí, en tu habitación, te referías a físicamente aquí, ¿verdad?
No a que tú estabas aquí y te han llamado por teléfono.
Me río a carcajadas.
—Has dado en el clavo.
—Puto River. ¿Has aceptado?
—Sí.
—¿Por qué?
—Porque lo he sentido así.
—¿Estás segura?
—Tan segura como de que te quiero con todo mi corazón.
Marcos sonríe y me da de nuevo un beso rápido, en esta ocasión, rápido
de verdad.
—¿Dónde vas a vivir?
—Aún no lo sé.
—Yo… yo tengo una casa, ¿sabes?
—No me digas.
—Sí. Y mi madre me ha lanzado indirectas para que me mude de una
vez. También ha dicho algo sobre mi vasca.
—¿Tu vasca?
—Yo también tengo una vasca.
—Por supuesto que la tienes.
—Y he venido a buscarla.
Sonrío de nuevo. Pero qué enamorada estoy.
—¿Cuánto te quedarás aquí?
—Lo que me dejes. Venía dispuesto a plantar una tienda de campaña en
tu jardín, pero los acontecimientos han cambiado.
Ya lo creo que han cambiado.
—Vamos a empezar por el principio y luego ya veremos. Creo que mis
padres quieren conocerte. Y Julen andará por aquí también.
—Julen está en la cocina con tus padres, desayunando. Los he visto
mientras subía por la pared. Parecen simpáticos.
Ay, madre…
—Anda, vamos.
Le cojo la mano y lo guío a nuestra cocina. Se conocen de oídas, incluso
han hablado en más de una ocasión por teléfono, pero nunca en persona. El
encuentro entre ellos y el abrazo que comparten despierta algo cálido en mi
interior. Tener a Marc aquí, en mi casa, con mis padres y con Julen, es… es
muy guay.
Dedica un verso a cada uno de los Cabana y a cada una de las parejas de
los Cabana. Y a sus hijos. No solo deja sin palabras a Adam, sino también
al resto de la familia. Pero el rockero/abogado enseguida se recupera y lo
acompaña con la melodía. Bueno es él. Incluso entona algunos versos
hablando de Ariadna Cabana. Todos baten palmas al unísono. Hasta que
Marcos se mete en medio y comienza a cantar. A cantarle a Mencía. Es algo
inconcebible.
Poco después, Francisco y María comienzan a sacar las bebidas y los
bocadillos de las mochilas y miran a sus hijos con orgullo.
A River, que está levantado, con los brazos cruzados y un pie encima de
una roca, al lado de donde está sentada su mujer, todavía riéndose de
Marcos a causa del pulso perdido con el rockero y todavía alucinada por lo
que han hecho juntos Dylan y Adam.
A Marcos, sentado en el suelo, en el centro del corro, con la espalda
apoyada en el pecho de su mujer y al lado de su cuñado Julen; se tapa los
oídos con las manos en un intento de ignorar las pullas de sus hermanos.
A Hugo, sentado en la roca, con el pie de River al lado y su marido,
Dylan, abrazándolo por detrás; se descojona de la risa y secunda todo lo que
dicen en contra de Marcos. También continúa aturdido por los versos de la
canción.
A Adrián, sentado cerca de Marcos, tratando de dar un sorbo a la botella
de agua que tiene en las manos, cosa que no consigue porque no deja de reír
y de hablar.
A Priscila, tumbada en la roca con los ojos cerrados, con su hijo mayor
apoyado en ella. No habla, pero disfruta solo con escuchar las voces de su
familia. Y con Jaime a su lado. Con Jaime siempre a su lado.
Y a Alexander St. Claire, el vecino de la casa de enfrente, que cierra el
corro y toca con sus pies los de su mujer mientras observa a los Cabana con
una sonrisa perenne en el rostro.
Después, Francisco y María se miran entre sí, comunicándose en
silencio.
«Lo hemos hecho bien».
«Sí. Lo hemos hecho muy bien».
Fin
Agradecimientos
El 2020 no fue un año fácil. Y, lo sé, no he descubierto la pólvora por
decirlo. Pero comencé a escribir la historia de Marcos y Mencía en febrero
de 2020 y, de pronto, me vi inmersa en una pandemia sin precedentes para
mí. Así que este libro siempre será «el que escribí en el confinamiento». O,
mejor dicho, «después del confinamiento», porque estuve mucho tiempo sin
poder escribir. No es algo ni malo ni bueno; es solo un hecho.
Y recuerdo un día, un día (el dos de mayo de 2020), cuando por fin
pudimos salir a la calle a correr, en que me puse mi música en los
auriculares y me calcé las deportivas (como siempre en mi vida antes de la
pandemia), y Marcos, Mencía y el resto de los Cabana arrasaron en mi
cabeza. Con sus historias. Con sus vidas. Con sus interacciones. Con sus
bromas. Y, entonces, mientras los músculos de mis piernas y mis pulmones
despertaban de tanto retardo, me di cuenta de algo: estaba bloqueada.
Llevaba dos meses bloqueada y ni siquiera me había dado cuenta. Lo
atribuía todo a: «Es que son días raros y tengo la cabeza en otro lado». Yo
soy calle, soy pisadas sobre el asfalto, soy música, soy brisa que azota en el
rostro y soy movimiento. Y estaba bloqueada. Es otro hecho.
Marcos es uno de los Cabana más familiares; tampoco creo que esto sea
descubrir la pólvora. Ya lo habréis comprobado en este libro. O casi seguro
ya lo sabíais antes de comenzar a leer su historia. Una vez crucé las
semanas de la incertidumbre y vi un poco de luz al final del túnel, ellos me
ayudaron a reír, a soñar y a sumergirme de nuevo en su mundo. Así que mi
primer gracias es para ellos. Por esperarme. Por comprenderme. Por estar
listos cuando yo lo estaba. Por responderme. Qué locura, ¿verdad? Ni
siquiera son personas reales. Ya…
Gracias a Alberto, Daniel y Ariane por formar parte de mí y por
ayudarme a ver lo realmente importante en la vida. Es decir: ellos.
Gracias a Raquel y Vanessa por formar parte de mí y por ayudarme a ver
lo realmente importante en la vida a pesar de los muchos kilómetros que
nos separaban.
Gracias a Alejandra y Abril por su ayuda incondicional. Siempre.
Gracias a Virginia por haber entrado en mi vida en el momento exacto.
Siempre he pensado que en los momentos buenos, bonitos, es muy fácil ser
feliz y estar ahí. Pero ¿y en los malos? Los malos te unen como nada y te
demuestran muchas cosas. Demasiadas.
Gracias a todos vosotros, Cabaners, por vuestro apoyo diario. Contra
viento y marea. Los Cabana son vuestros.
Y gracias a ti, lector, por haber llegado hasta aquí.
Susanna Herrero
Susanna Herrero nació en Bilbao en 1980. Es licenciada en Derecho
Económico y su trabajo la obligaba a pasar muchas horas en el coche.
Tantos viajes en solitario confabularon con su gran imaginación para crear a
los personajes que, más tarde, se convertirían en los protagonistas de su
primera saga: Los saltos de Sara. Apasionada de la lectura desde que a los
diez años leyó por primera vez La historia interminable, nunca pensó en
escribir sus propias narraciones, pero tampoco ha sido capaz de darles la
espalda a sus personajes. Ahora ha cambiado de manera indefinida los
viajes en coche por las letras, desde que su pasión por el mar Mediterráneo,
cierto pueblo alicantino y un folio en blanco la hicieron volar sin remedio a
la serie Cabana, compuesta por Aquel último verano, El chico de la última
fila, La última vez que vi llover y El último lugar en la Tierra y en la que
todavía anda sumergida junto con nuevos proyectos. En el año 2020 su
novela Y el mundo no dejaba de girar ganó el Premio Jaén de Narrativa
Juvenil, lo que supuso un gran reconocimiento a sus letras y un punto de
inflexión en su carrera.
Puedes encontrarla en su blog, su página de Facebook, en Twitter como
@susanmelusi, en Instagram y en Pinterest.
Otras novelas de la serie
Índice
Sinopsis
Prólogo
1 ¿Y tenía que ser en un maldito ascensor?
2 La tía más guapa que he visto en mi vida
3 Si es que estas cosas solo me pasan a mí
4 Arriba
5 No me puedo creer que siga dentro de este maldito ascensor y que se
hayan puesto a cocinar
6 Fuera
7 Dentro
8 Doble desayuno
9 El quinteto desayuno
Dos semanas después…
10 Hola, lunes
11 El interrogatorio
12 «La de Asuntos Internos»
Un mes después…
13 El simulacro
14 El SuperZing
15 Yo soy Hugo. ¡Mierda! La culpa es de las abejas
16 Ey, titi
17 La gran discusión. Y el asalto en el mar
18 SOS
19 Lo que puede dar de sí una noche…
20 Comienza el apocalipsis de la música
21 El desayuno es la comida más importante del día
22 El ecuador. EL ECUADOR
23 Navidad Cabana
24 El último lugar en la Tierra
Dos años atrás…
25 La explosión Cabana
26 Continuamos siendo dos adolescentes con demasiadas ganas el uno
del otro
27 Tenerte a ti para detenerme
28 Sorpresas que se lleva uno el día de Navidad por no llamar a la
puerta
29 Yo no te pido la luna…
30 ¿Por qué no me dejas decirte lo que quiero decirte?
31 Intenta impedírmelo
32 Crash, crash, crash
33 El tío Leo
34 Dile que lo quieres
35 De regreso en el maldito ascensor
Dieciocho años atrás…
Epílogo
Epílogo 2
Agradecimientos
Susanna Herrero
Otras novelas de la serie