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Aceves G.

Francisco de Jesús
"Medios de comunicación y gobernabilidad democrática. Notas para una discusión inaplazable,
en GOBERNABILIDAD DEMOCRÁTICA. Cultura política y medios de comunicación en México.
Universidad de Guadalajara, México, 2007.

Francisco de Jesús Aceves González


Departamento de Estudios de la Comunicación Social

MEDIOS DE COMUNICACIÓN Y GOBERNABILIDAD DEMOCRÁTICA.


Notas para una discusión inaplazable.

Introducción
En noviembre de 2005, en el contexto de un proceso electoral cuyos prolegómenos1
anticipaban el desarrollo de una contienda con un alto grado de confrontación y el
desencadenamiento del consecuente encono social, escribí una ponencia (Aceves,
2006), en la que pronosticaba que debido a una serie de acciones y de omisiones en los
sistemas político y comunicacional en México, se habían sentado las bases, que
prefiguraban en el horizonte postelectoral el desarrollo previsible de una crisis de
gobernabilidad.
Si bien, en la ponencia mencionada, solamente se dibujaban a manera de esbozo,
las consecuencias derivadas del comportamiento de los actores políticos, especialmente
su persistente omisión en dotar al país del marco regulatorio que fuera capaz de superar
dentro del marco institucional los desacuerdos y las confrontaciones ocasionadas por el
margen estrecho en el resultado electoral, los acontecimientos posteriores al la jornada
electoral del 2 de julio, han profundizado e intensificado los riesgos de ingobernabilidad
que el sistema enfrenta.
Sin embargo, más allá de la justeza –o no- de mis señalamientos, hubo un
aspecto que aunque se insinuó como marco analítico en la ponencia, no fue desarrollado
y quedó como una asignatura pendiente. Me refiero a la relación existente entre los
medios de comunicación y la gobernabilidad, más específicamente, al papel -o función-
que los medios desempeñan en la construcción –o no- de la gobernabilidad.
Desde el surgimiento y posterior popularización del término de gobernabilidad,
el concepto ha sido abordado desde diversas perspectivas teóricas y disciplinares, sin
embargo, en la revisión de literatura que hemos realizado, han sido escasos los trabajos
que mencionan a los medios en el contexto de la gobernabilidad y más escasos aún los
que abordan la relación entre los medios masivos de comunicación y la gobernabilidad.

1
Específicamente el intento de desafuero del Andrés Manuel López Obrador

1
El propósito del presente trabajo es realizar un acercamiento en esta dirección.
En la primera parte se abordan algunas de las definiciones más representativas sobre
gobernabilidad que se han elaborado desde diversas perspectivas, haciendo el intento
por detectar la posible vinculación entre la acepción de gobernabilidad y su relación con
el ámbito de la comunicación, particularmente con los medios masivos y sus modelos.
En el segundo apartado se intenta una clasificación de las diversas nociones sobre
gobernabilidad, con base en su alineamiento hacia determinado modelo de democracia.
En el tercero se pretende desarrollar una argumentación consistente para situar a la
opinión pública como un concepto central de la gobernabilidad democrática,
fundamental en el proceso deliberativo. Finalmente, con base en lo expuesto, analizar y
definir la importancia de los medios masivos en la construcción de la gobernabilidad
democrática.

Aproximación conceptual
Todos los autores coinciden en señalar que la emergencia del concepto de
gobernabilidad y su consecuente popularidad ocurrió en el segundo lustro de la década
de los setenta. Coinciden también en reconocer que el nacimiento del concepto se
enmarca en un contexto internacional caracterizado por la crisis del modelo neoliberal y
por la “expansión” de la participación política de los ciudadanos en las sociedades
democráticas. Cabe puntualizar que en el documento fundacional se alude a la
gobernabilidad como el dilema central de democracia (Crozier et al, 1975). Empero, ahí
terminan las coincidencias generales. En contraste, la diversidad y variedad de las
acepciones que se otorgan al concepto, los usos del mismo por ideologías de signos
opuestos, así como las explicaciones con las que desde una pluralidad de perspectivas e
intereses se trata de dar cuenta del fenómeno (Hewitt de Alcántara, 1998; Prats, 2003)
exhiben su dimensión compleja y la multiplicidad de significados.
Surgido como el problema central que enfrentaba la vigencia de la democracia
en las sociedades capitalistas más desarrolladas derivado de las tensiones que se
generaban por la sobrecarga de las demandas sociales frente al lento crecimiento de la
economía: “el producto nacional aumenta más lentamente que los costos de los
programas públicos y de las demandas salariales” (Rose citado por Pasquino, 1984:
194). Esta sobrecarga impactaba en la relación entre el gobierno y lo ciudadanos en dos
sentidos: 1) En la eficacia del gobierno para alcanzar los objetivos de de bienestar social
prometidos; y 2) En el comportamiento de los ciudadanos respecto a su disponibilidad

2
para aceptar las directrices gubernamentales, particularmente cuando éstas entraban en
contraposición con sus intereses inmediatos.
En virtud de que la discusión a profundidad sobre las vicisitudes del concepto
no es el propósito de este trabajo, nos remitiremos al acercamiento conceptual realizado
por Gianfranco Pasquino (1984) y Antonio Camou (1995), que a nuestro juicio exponen
con suficiente amplitud, la especificidad y alcance de las diversas acepciones sobre
gobernabilidad.
Aunque se abstiene en proporcionar una definición del concepto, debido a que a
su parecer el término que más se utiliza es el de “ingobernabilidad”, Pasquino señala
tres diferentes perspectivas a la que identifica con tres hipótesis, o intentos explicativos
sobre la ingobernabilidad. 1) La ingobernabilidad como producto de la sobrecarga de
demandas a las que el estado intenta dar respuesta mediante el incremento en sus
servicios, lo que “provoca una inevitable crisis fiscal. En este caso ingobernabilidad es
equivalente a crisis fiscal del estado” (Pasquino, 1984: 192). 2) La ingobernabilidad
como problema de naturaleza política. En palabras de Huntington, “la gobernabilidad de
una democracia depende de la relación entre la autoridad de las instituciones de
gobierno y las fuerzas de las instituciones de oposición” (citado por Pasquino, 1984:
192). 3) La ingobernabilidad es la expresión del producto de la crisis de la gestión
administrativa (crisis de racionalidad) conjuntamente con la crisis del consenso político
de los ciudadanos a su gobierno (crisis de legitimidad). De acuerdo con Habermas: “Las
crisis de salida tienen forma de crisis de racionalidad: el sistema administrativo no
logra hacer compatibles o manejar los mecanismos de control que le exige al sistema
económico. Las crisis de entrada tienen forma de crisis de legitimidad: el sistema
legitimatorio no logra mantener el nivel necesario de lealtad de las masas al actuar los
mecanismos de control que le exige el sistema económico” (citado por Pasquino, 1984:
192).
En resumen, Pasquino plantea que la ingobernabilidad está asociada en un grado
específico, dependiendo de cada perspectiva, a la crisis fiscal, la crisis política -
específicamente con relación a la legitimidad- y la crisis estructural del sistema político.
En los tres casos, el estado con sus instancias administrativas e ideológicas se ha
convertido en el referente principal de las actividades políticas de los grupos sociales,
aunque en cada uno de ellos su intervención adquiere rasgos particulares que deben ser
contemplados. En el caso de la crisis fiscal “el estado debe esforzarse por crear y
conservar condiciones idóneas para una rentable acumulación de capital, y por otro

3
lado, por crear y conservar condiciones idóneas para la armonía social” (O’Connor
citado por Pasquino, 1984: 195). Conforme a la interpretación de Pasquino, el análisis
de la crisis fiscal se concentra en el aspecto económico y no se consideran “en absoluto
el papel de los aparatos ideológicos y de legitimación simbólica” (Ibid: 195), es decir,
que esta perspectiva, que ejemplifica con Norteamérica, no concede importancia a los
llamados aparatos ideológicos2, entre los cuales ocupan un lugar prominente los medios
masivos de comunicación, en los temas relacionados con la gobernabilidad.
Con respecto a la crisis política y de legitimidad, se subraya que la
ingobernabilidad está relacionada la disminución de la capacidad de la “autoridad
política” para responder “institucionalmente” a las demandas de de una sociedad más
organizada y participativa. En expresión de Huntington: “La vitalidad de la democracia
de los años sesenta (manifestada en el aumento de participación política) generó
problemas para la gobernabilidad de la democracia en los años setenta (derivados de la
disminución de confianza del público en la autoridad del gobierno)” (citado por
Pasquino, 1984: 196). En contraste con la perspectiva de la “crisis fiscal”, quienes se
inclinan por la “crisis política, reconocen que entre las causales de este fenómeno habría
que señalar a “las transformaciones culturales de amplio alcance que culminaron en los
años sesenta en un tipo de sociedades altamente escolarizadas, expuestas a los medios
de comunicación de masas, tendientes a la participación reivindicativa, lanzadas a
desafiar a la autoridad en todos los campos y en todas las instituciones, de la familia a la
escuela, de la fábrica a la burocracia” (Ibid: 196). La solución que se planteaba a la
crisis, mas que incentivar acciones de carácter no democrático, se inclinaba por
establecer algunos frenos al proceso de democratización: “Se hace necesario sustituir
una menor marginación de algunos grupos con una mayor autolimitación de todos los
grupos” (Huntington Ibid 197). O sea transformar la marginación de los grupos
mediante el acotamiento de su participación dentro de los límites establecidos por ellos
mismos. Se podría inferir, que esta “autolimitación” en el caso de los medios de
comunicación debería materializarse en una autorregulación en el campo de sus
intereses informativos, así como en la asimilación de sus criterios editoriales a los
requerimientos de la “autoridad política” para la preservar la gobernabilidad.
Desde esta perspectiva el papel de los medios de comunicación resulta crucial en
la construcción o no de la gobernabilidad. El alcance de la “autolimitación” depende de

2
Revisar Louis Althusser "Ideología y Aparatos Ideológicos de Estado" en La filosofia como arma de la
revolucion, Cuadernos de Pasado y Presente 4, México, 1982.

4
los criterios editoriales de cada medio, los que a su vez están determinados por una serie
de factores, tales como: a) El marco jurídico legal establecido para el funcionamiento de
los medios masivos; b) El régimen de propiedad de las organizaciones de medios; c) El
desarrollo tecnológico. Bajo este supuesto, el desarrollo de las prácticas
comunicacionales de los medios masivos se ajustan a las especificidades de la estructura
de la comunicación masiva existente en cada país. Sin embargo, en todos los casos se
trata de la implementación de una política informacional definida con un objetivo
previamente establecido que ajusta la actividad mediática a los requerimientos de los
intereses gubernamentales. Si bien no se puede hablar, en estricto sentido, de un
sometimiento de los medios por el estado, resulta evidente el establecimiento de una
“orientación” precisa en la confección y suministro de su material informativo.
Finalmente, respecto a la crisis estructural del sistema político, Habermas
sostiene que el principio organizador de las sociedades del capitalismo “tardío”,
contiene una contradicción fundamental. El estado se encuentra obligado a justificar y
proteger la propiedad privada debido a que cumple funciones sociales, al mismo tiempo
que se manifiesta incapaz de mantener la integración social. Sin embargo, a juicio de
Pasquino, aunque la tesis de la “crisis de racionalidad” capta los nexos entre las diversas
esferas que posibilitan explicar la ingobernabilidad, “por su misma pretensión de
omnicomprensividad, se coloca en un nivel excesivamente elevado, haciéndose
necesaria una traducción en términos operativos” (Ibid: 199). En abierta polémica con la
teoría sistémica de Luhmann rechaza la solución basada en “la creación de un estado
administrativo protegido por los partidos y por la opinión pública, inmunizado respecto
a una participación demasiado incidente” (Ibid: 198). Aunque en el texto de Pasquino,
no se advierte la posición de Habermas frente a los medios de comunicación, su
polémica con Luhmann acerca de la opinión pública y su función de protección en un
estado administrativo, resulta en un adelanto a la polémica sobre el papel de los medios
en la construcción democrática que abordaremos más adelante.
Por su parte, Antonio Camou (1995) asume de entrada una definición de
diccionario según la cual gobernabilidad significa, “calidad, estado o propiedad de ser
gobernable”. A partir de estos elementos establece las diferencias entre las diversas
acepciones sobre el término a partir del “énfasis en ciertos elementos que acercan su
definición a una propiedad, una cualidad, o un estado de la relación de gobierno” (pag
:16). En el primer caso, la gobernabilidad en tanto propiedad enfatiza la “dimensión de
la eficacia/eficiencia en el ejercicio del poder político”. Por su parte, quienes hacen

5
énfasis en su calidad destacan “la conexión necesaria entre legitimidad y ejercicio del
poder”. Por último, situado entre ambos extremos, se encuentran aquellos que ponen su
atención en el tema de la estabilidad, es decir, en “la capacidad de adaptación y mayor
flexibilidad institucional respecto de los cambios de su entorno nacional e internacional,
económico, social y político”.
Esta diversidad de acepciones, producto del énfasis hacia un elemento
determinado del concepto, resulta conveniente para ilustrar las diferencias respecto a la
relación medios de comunicación y gobernabilidad. En rigor, lo que nos interesa no es
encontrar las similitudes en las diferentes versiones del concepto, sino por el contrario,
nos interesa atender a sus diferencias, porque es a partir de las diferencias en como se
piensa la gobernabilidad, que se pueden apreciar los distintos niveles de participación
que se concede a los medios masivos de comunicación en la construcción de la
gobernabilidad.
El significado de gobernabilidad como propiedad se encuentra directamente
vinculado a los factores de “eficacia/eficiencia” en el ejercicio de la gestión
gubernamental. En palabras de Rial, “la capacidad de las instituciones… de avanzar
hacia objetivos definidos de acuerdo con su propia actividad y de movilizar… las
energías de sus integrantes para proseguir esas metas previamente definidas… la
incapacidad para obtener ese… ‘encuadramiento’ llevaría a la ingobernabilidad”. (Rial,
citado por Camou 1995: 16). Se trata pues de asimilar la gobernabilidad a la eficacia y
eficiencia de la gestión gubernamental, con el agregado, de que el resultado positivo de
la gestión, depende del “encuadramiento” de los grupos sociales a las decisiones
gubernamentales. Dicho encuadramiento solo puede ser garantizado en la medida en
que sean abatidos o disminuidos aquellos núcleos de oposición y discrepancia, lo que
supone a su vez, un estricto alineamiento de las organizaciones de medios y una
subordinación de sus criterios editoriales a los requerimientos políticos de la autoridad
gubernamental. El modelo comunicacional que subyace en esta definición corresponde
a un modelo unidireccional y vertical.
Quienes identifican a la gobernabilidad como una cualidad enfatizan el factor de
legitimidad. En este caso la gobernabilidad es la “cualidad propia de una comunidad
política según la cual sus instituciones de gobierno actúan eficazmente dentro de su
espacio de un modo considerado legítimo por la ciudadanía, permitiendo así el libre
ejercicio de la voluntad política del poder ejecutivo mediante la obediencia cívica del
pueblo” (Arbós y Giner citados por Camou, 1995: 17). En este caso la gobernabilidad

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de la gestión gubernamental no se mide solo por su eficacia sino que requiere también,
como componente fundamental, que se encuentre “legitimada” por la sociedad. A la
acción gubernamental le corresponde una sanción de la sociedad. Es decir, la gestión de
gobierno sometida al escrutinio de la opinión pública. El modelo comunicacional
correspondiente es un modelo caracterizado por la circulación de multitud de mensajes
y de procesos comunicativos. La existencia de medios de comunicación independientes
del estado, ejercicio irrestricto de la libertad de expresión y de información.
Finalmente, la visión de la gobernabilidad como estado la adjudica a los autores
del Reporte Trilateral, para los cuales “el dilema central de la democracia [residen en
que] las demandas sobre el gobierno crecen mientras que la capacidad del gobierno
democrático se estanca” (Crozier et al. citado por Camou, 1995: 17). Para estos autores
el factor clave es la estabilidad. Para lograrlo es preciso evitar que las demandas
sociales se conviertan en una “sobrecarga” a la capacidad de respuesta del gobierno, y la
crisis de gobernabilidad devenga en una crisis política, en los términos que plantea
Pasquino. De aquí la propuesta de “autolimitación” a observar por los grupos sociales.
Autolimitación que en términos comunicacionales significa auto-regulación. El modelo
mediático que resultaria más adecuado es el que se caracteriza por el acotamiento, sin
llegar a la autocensura, de la información hacia alguna de las áreas susceptibles de
crítica de la actividad gubernamental –particularmente las relacionadas a la corrupción
administrativa- excluyendo o relegando en la agenda de los temas noticiosos, los
conflictos y denuncias de carácter social.

De la democracia gobernable a la gobernabilidad democrática


Así como sobre el concepto de gobernabilidad existen diversas acepciones que destacan
en su definición a diferentes componentes como el elemento central que la configura -
propiedad, cualidad, estabilidad- así también la relación que se establece entra la
noción de gobernabilidad y el concepto de democracia, da lugar a una diversidad de
acepciones que transitan, como lo veremos en el presente apartado, de la democracia
gobernable a la gobernabilidad democrática.
De entrada, la noción de gobernabilidad solamente adquiere sentido en el seno
de una sociedad democrática. En contraste con los sistemas democráticos que requieren
el consentimiento ciudadano para la aplicación de las políticas gubernamentales los
sistemas políticos autoritarios no requieren para su funcionamiento de la aprobación de
los ciudadanos a quienes se impone mediante la dominación. Pero, aunque en el sustrato

7
de las definiciones que se han formulado sobre gobernabilidad se encuentra la cuestión
de la democracia, las diferencias explícitas e implícitas que se expresan entre ellas
revelan que las concepciones sobre la relación entre democracia y gobernabilidad
transita a lo largo de un amplio abanico, en cuyos extremos se ubicarían quienes definen
la relación como una “democracia gobernable”, por un lado y en el opuesto, a quienes
prefieren utilizar el término de “gobernabilidad democrática”. No se trata tan solo de
otorgar al concepto de gobernabilidad el papel de sustantivo o adjetivo en la ecuación,
tampoco esta diferenciación se remite a lo que se ha denominado como “grados” de
gobernabilidad3, sino que tiene que ver con cuestiones más sustantivas y cualitativas.
Específicamente, tiene que ver, con el peso y la importancia que le otorgan a la mayor o
menor participación de los ciudadanos, en tanto “sociedad civil”, en las definición de las
decisiones políticas del aparato gubernamental.
En el primer caso, el concepto de “democracia gobernable”, enfatiza la actividad
política del Estado y gobierno como el elemento determinante en la ecuación. Sin
embargo, no se trata de una concepción monolítica y categórica sino que entre sus
exponentes se advierten diversos enfoques en los que se aprecian matices a esta
determinación. Desde quienes consideran que la gobernabilidad ha sido introducida por
los organismos internacionales en la agenda de la reforma del Estado, considerado éste
junto con las elites públicas, como el factor decisivo en la definición de la hegemonía,
hasta quienes reivindican el establecimiento de “alianzas sociales” para abonar a la
construcción de la gobernabilidad. Un concepto acuñado y diseminado recientemente
por los adherentes a esta última perspectiva, es el concepto de “gobernanza” que se
encuentra vinculado fuertemente a las nociones de “buen gobierno” y “buena
gobernabilidad”.
En el primer caso, la gobernabilidad reside en la capacidad del Estado para
construir su hegemonía en un contexto de globalización:
Estado y elites públicas son… actores primordiales en la inserción internacional
y en la economía, la sociedad y el sistema político. Se autoconstruyen y se
autodesarrollan, con una realidad y una lógica propias, se dotan de aparato, de
institucionalización y de un espacio autonomizado. Uno y otras se imponen a
una “sociedad gelatinosa”, incapaz de autorregulación, y a las mayorías sin
participación ni representación propia en un mercado político restringido. Son

3
Camou distingue cinco grados: a) Gobernabilidad “ideal”; b) Gobernabilidad “normal”; c) Déficit de
Gobernabilidad; d) Crisis de gobernabilidad; y e) Ingobernabilidad.

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factor decisivo en la definición de la hegemonía. Se diferencian relativamente de
la nueva oligarquía, la coproducen y coorganizan, se integran en parte con ella, a
partir y a través del control del aparato gubernamental y de sus modalidades de
uso. Las elites públicas construyen el Estado y lo dotan de un ordenamiento
político y militar, de una legalidad y una institucionalización que rigen y
garantizan la adquisición y el ejercicio del poder, la solución-fórmula de la
hegemonía, la democratización relativa y las garantías de gobernabilidad.
(Kaplan, 2001: 105)

Por una parte un Estado cuya hegemonía deriva de la alianza entre las elites
publicas y la oligarquía, por el otro una “sociedad gelatinosa” con escasa participación y
representación. En este sentido, el Estado “como proveedor de legitimidad y consenso a
los acuerdos y delegaciones de poderes, se vuelve soporte material, actor, articulación o
pivote entre ellas y las fuerzas y actividades subnacionales” (Kaplan, 2001: 140), se
convierte en el protagonista fundamental en la conservación de una sociedad
gobernable.
En contraste a la perspectiva de un Estado hegemónico Couffignal (2005)
menciona, que si bien la transición a la democracia en América Latina, había sido
exitosa en la realización de reformas económicas y la creación de instituciones políticas,
desarrolladas básicamente mediante el acuerdo entre las elites, el surgimiento de un
neopopulismo en diversos países representaba una amenaza a la gobernabilidad.
Aduce como una de las causas principales de este resurgimiento, al incremento
de la desigualdad social como consecuencia de “la elección gubernamental de
privilegiar la regulación macro-económica [que] había menospreciado el hecho de que
las políticas sociales son los instrumentos esenciales de la cohesión social”. (Couffignal,
2005: s/n) La reacción hacia esta política generó un conjunto de demandas sociales que
obligaron a los estados a realizar una serie de reformas de “segunda generación” –
educación, salud, protección social, aparatos judiciales, preservación del orden- las
cuales requerían de la construcción de “alianzas políticas, movilizar apoyos, buscar
consensos, es decir, construir una legitimidad fundada menos sobre la justicia de la
decisión4 que sobre el compromiso de los principales actores de su elaboración”.
Tomando como ejemplo a Chile, a la que el autor considera un caso excepcional, resalta

4
cursivas mías

9
la importancia que las instancias gubernamentales chilenas han otorgado –en la
construcción de la legitimidad- a la implementación de mecanismos de concertación con
los partidos de oposición, pero además “con los actores que cuentan en la sociedad,
especialmente la Iglesia Católica, los militares, los empresarios, las asociaciones
sindicales o corporativistas”. Si bien es cierto, que desde esta perspectiva se concede
importancia a la incorporación de diversos grupos sociales en la decisión
gubernamental, habría que apuntar que su inclusión se relaciona más por la necesidad de
establecer un compromiso hacia determinada decisión, que por las consideraciones
particulares que los grupos implicados asuman sobre la justicia de la misma. Para el
autor el caso chileno ilustra en forma perfecta situación que Przeworski califica como
“buen gobierno”, al que define como aquel gobierno “que se autoriza a inventar en la
economía, permite a los hombres políticos controlar a los burócratas y permite a los
ciudadanos controlar al gobierno”. (citado por Couffignal, 2005: s/n)
Esta noción de “buen gobierno” al que diversos autores, pero especialmente los
organismos internacionales equiparan con la de gobernabilidad, e incluso
gobernabilidad democrática, ha sido traducida en tiempos recientes como “gobernanza”.
Vale la pena, detenerse un poco en esta transmutación terminológica y analizar con
detenimiento las consecuencias, respecto a su posición hacia la democracia, que se
derivan de las variaciones en la conceptualización.
En la Declaración de Santiago de 2003, la Organización de Estados Americanos
(OEA) planteaba que
El fortalecimiento de la gobernabilidad democrática requiere la superación de la
pobreza y de la exclusión social y la promoción del crecimiento económico con
equidad, mediante políticas públicas y prácticas de buen gobierno que fomenten
la igualdad de oportunidades, la educación, la salud y el pleno empleo. (OEA,
2003) (cursivas mías)

Al mismo tiempo señala que la necesidad de fortalecer a los partidos políticos


“como intermediarios de las demandas de los ciudadanos en una democracia
representativa es esencial para el funcionamiento del sistema político democrático”
(ibid) en tanto que delimita la promoción de participación ciudadana en el sistema
político “para aumentar la credibilidad y confianza en las instituciones democráticas,
incluyendo el apoyo a las organizaciones de la sociedad civil”. (ibid) Por su parte, en su
Declaración del Milenio los estados miembros de la Organización de la Naciones

10
Unidas (ONU) se pronunciaron por el apoyo a la ampliación de la gobernabilidad
democrática y participativa, que “expresa claramente que las Metas del Milenio para el
Desarrollo deben alcanzarse mediante el buen gobierno dentro de cada país y en el
plano internacional”. (PNUD, 2001)
A la par de la asimilación de gobernabilidad con el concepto de “buen gobierno”
se ha venido abriendo paso un nuevo concepto al que algunos autores consideran
equivalente al de gobernabilidad democrática: el concepto de gobernanza. Si bien el
concepto ha sido sometido a un amplio debate sobre su significado y sus alcances
respecto a la gobernabilidad democrática, (Hewitt, 1995; Preciado, 2002; Solinís, 2002;
Hermet, 2002; Lecay, 2005; Pascual, s/f) su inclusión resulta útil, en la medida que
ilustra con cierta eficacia, la gama de matices que se mueven en torno a la noción de
“buen gobierno”, pero también para establecer las diferencias entre éstas y la
gobernabilidad democrática.
Surgido en el segundo lustro de la década de los noventa, en un contexto de
globalización económica y financiera caracterizado por el auge de los organismos no
gubernamentales frente a la disminución de la capacidad del Estado para definir las
estrategias de desarrollo, que lo obligan a interactuar en forma creciente con una
diversidad de actores sociales, desembocó, de acuerdo con algunos autores, en “la
necesidad de una profunda revisión de los conceptos a partir de los cuales en el pasado
se analizaba el escenario político. Es en este sentido que ya no sólo se habla de
gobernabilidad, sino que en forma creciente los autores se refieren cada vez más a
términos como gobernancia y gobernanza”. (Solinís, 2002). De acuerdo a este punto de
vista, la razón que justificaba la nueva categoría radica en que el concepto de
gobernabilidad se encuentra “demasiado restringido al análisis clásico de lo político-
institucional” y no responde ya a los profundos cambios experimentados en el escenario
mundial.
En contraste a esta postura que asimila el concepto de gobernabilidad al de
gobernanza, diversos autores insisten en la necesidad de establecer sus diferencias. Para
Preciado, una diferencia sustancial radica en que ambos conceptos devienen de
enfoques divergentes sobre el análisis de los procesos de desarrollo. En este sentido “la
governance theory, que es aplicada a los asuntos del ‘buen gobierno’, bajo criterios
eminentemente relacionados con la eficiencia administrativa de las políticas públicas en
la escala nacional, o con el desempeño institucional en los asuntos relativos a la política

11
económica y a la inserción nacional en el mercado global”, (Preciado, 2002) enfatiza el
“peso decisivo” del estado en la toma de decisiones.
Sin embargo, el modelo de flujo descendente (top-down) en las decisiones que se
observa en la definición anterior, contrasta con el que se encuentra implícito al
significado de governance como “un nuevo estilo de gobierno, distinto del modelo de
control jerárquico y caracterizado por un mayor grado de cooperación y por la
interacción entre el estado y los actores no estatales al interior de redes decisionales
mixtas entre lo público y lo privado”. (Mayntz, 2000: 35) La gobernanza se sustenta
pues en los procesos de interaccion entre los actores públicos y privados, para
“solventar problemas sociales o crear oportunidades sociales, preocuparse por las
instituciones sociales en las que estas actividades de gobierno tienen lugar y formular
los principios de acuerdo con los que estas actividades se llevan a cabo” (Kooiman,
2004: 172).
De esta manera, bajo el rubro de democracia gobernable se ubican posiciones
que identifican a la gobernabilidad con el mantenimiento de un estado hegemónico
constituido sobre las bases de una alianza entre las elites públicas y privadas, en un
extremo que linda con los regímenes autoritarios; y por otra parte, posiciones que
reconocen la necesidad de interactuar con diversas instancias de la sociedad civil para el
desarrollo de la actividad gubernamental. Empero, en ambos casos, la concepción sobre
la democracia en que se sustentan corresponde, específicamente, al modelo democrático
denominado como democracia representativa, si bien, el matiz aquí sería, que mientras
en el caso del estado hegemónico la participación de los ciudadanos se limitan a la
elección de sus representantes mediante el sufragio, en el caso de la gobernanza, esta
participación se extiende a la posibilidad que diversos organismos de la sociedad civil
tienen de interactuar, exponiendo sus intereses y demandas, con las instancias
gubernamentales.
Por su parte, tampoco respecto a la noción de gobernabilidad democrática existe
consenso, por el contrario, lo que hay es un amplio debate sobre el alcance y las
características de su significado, que abarca desde la posición que destaca la naturaleza
conflictiva de la relación entre democracia y gobernabilidad, hasta la aquellos autores
que asocian la construcción de la gobernabilidad con la instauración de procesos más
democráticos.
En el primer caso, Michael Coppedge afirma que

12
la gobernabilidad y la democracia están basadas en principios antagónicos, y
por lo tanto se hallan en inevitable conflicto. La gobernabilidad requiere la
representación efectiva de los grupos en proporción a su poder; la democracia
requiere la representación de los grupos en proporción al número de adherentes
que cada grupo tiene. La gobernabilidad respeta la lógica del poder, mientras
que la democracia respeta la lógica de la igualdad política. (citado por Camou,
1996: 145)
Para esta perspectiva, la gobernabilidad depende de las relaciones que se
establecen entre los que denomina “actores estratégicos” que son aquellos que tienen
capacidad para influir en el proceso político5. Actores con capacidad incluso de vetar
decisiones. En este caso, la noción de gobernabilidad democrática se asemeja
poderosamente al concepto de gobernanza, al enfatizar el peso de las instituciones,
específicamente de las relacionadas con la “representación política” sobre la
participación de los ciudadanos, a quienes limita a la condición de emisores del sufragio
electoral.
En contraste, un enfoque que vincula democracia y gobernabilidad es el de
Arbós y Giner, en el que establecen cuatro niveles que condicionan la cualidad de la
gobernabilidad democrática.
El primer nivel se refiere al dilema entre legitimidad y eficacia del gobierno; una
tensión que plantea la necesidad de incluir una cultura política plural y
participativa, que transforme los mecanismos de decisión "de arriba hacia abajo"
(top-down), que incorpore y concilie las iniciativas sociales "desde abajo"
(bottom-up), como ingredientes básicos de la gobernabilidad democrática…
El segundo nivel propone una identificación realista de las presiones y demandas
vis-à-vis el entorno gubernamental, lo cual supone una distribución de las
responsabilidades, en términos de la relación Estado-sociedad…
El tercer nivel…, es la manera en que se dé la regulación para alcanzar acuerdos
que lleven, a su vez, a establecer un pacto social consensuado…
Un cuarto nivel plantea que la gobernabilidad democrática está vinculada con los
temas del desarrollo y muy particularmente con la expansión y el cambio
tecnológicos, ya que éstos tienen repercusiones demográficas, ecológicas y
sociales, las cuales han sido subestimadas en cuanto a las limitaciones y
posibilidades que ofrecen para la democratización de las relaciones Estado-
sociedad a partir del combate a la desigualdad, la recuperación del Estado social
y la reasignación de responsabilidades en el marco del proceso de
globalización… (Preciado, 2002)

5
Tales actores son los partidos políticos, las Fuerzas Armadas, los gremios, los sindicatos, la Iglesia, los
medios de comunicación y el propio gobierno.

13
En este caso, además de la representación efectiva en el ámbito institucional, se
insiste en una participación más intensa de la sociedad civil tanto en la transformación
de los mecanismos de decisión –de “abajo” hacia “arriba”-, en la instauración de un
pacto social consensuado, así como en su inserción en la democratización de las
relaciones Estado-sociedad derivadas de los temas de desarrollo.
Por otra parte, en América Latina la noción de gobernabilidad estuvo desde su
gestación asociada a los problemas de la transición democrática y de su consolidación.
La preocupación de lograr democracias “gobernables” que evitaran la regresión a los
regimenes autoritarios (Prats, 2003), ha estado presente en el debate latinoamericano
sobre gobernabilidad.
No es lo mismo tener democracia que gobernar democráticamente. Una vez
conquistado un “nivel mínimo” de democracia de cara al autoritarismo, deviene
preocupación prioritaria la gobernabilidad, o sea, las condiciones de posibilidad
de gobernar en el marco de las instituciones y procedimientos democráticos. La
gobernabilidad democrática es problemática no tanto por un supuesto exceso de
demandas sociales (como suponían los críticos neoconservadores) como por la
mencionada transformación de la política. (Lechner, 1997: 22)
De lo antes expuesto, se desprende que existen diferencias sustanciales respecto
a la relación entre democracia y gobernabilidad, entre los estudiosos que han abordado
el tema. La más importante, radica en el papel que los autores otorgan a la participación
activa de la sociedad civil en la definición de las políticas gubernamentales. Así,
mientras que la democracia gobernable se identifica con la democracia representativa, la
gobernabilidad democrática se vincula con la construcción de un modelo de democracia
deliberativa y participativa, en virtud de que, como lo sugiere Preciado, la
gobernabilidad democrática contrapone a los mecanismos propios de la democracia
procedimental, “formas deliberativas propias de un nuevo debate democrático”.
Vale la pena detenerse un momento para realizar un breve análisis sobre el
concepto de sociedad civil, al que en la mayoría de trabajos sobre gobernabilidad, se le
adjudica un papel más pasivo que participante. Surgida como una categoría política, el
concepto de sociedad civil devino ser considerada como “terreno puramente neutral de
intercambios privados entre particulares” (Arditi, 2004). En efecto, en el esquema
tripartito del pensamiento liberal –Estado, sociedad política y sociedad civil- la sociedad
civil quedaba marginada de la esfera de la política constituida por “el gobierno, el
legislativo, las elecciones, las relaciones entre partidos políticos y las relaciones

14
gobierno-oposición”. Es hasta la segunda mitad del siglo XX, en el contexto de la
dominación soviética en los países de Europa del Este y la instauración de regímenes
militares en el cono sur de América Latina, “que fueron clausurando o contrayendo los
espacios públicos, desmantelando el sistema de partidos y la representación política, y
persiguiendo y asesinando a los disidentes” (12), cuando organizaciones de civiles
abanderan la causa de los derechos humanos, transformando el contenido ético de la
reivindicación en una demanda política. En este proceso, de acuerdo con Arditi, el
concepto de sociedad civil recobra su acepción de categoría política.
La emergencia de la sociedad civil, en la esfera de la política, a través de
múltiples movimientos sociales, ha venido a trastocar la centralidad de la actividad
partidaria, que los teóricos de la gobernabilidad establecen como supuesto fundamental
en la construcción de la misma. Pero además en la medida, que estas manifestaciones
se reproducen en diferentes países, en el contexto de la globalidad, la sociedad civiel en
tanto concepto trasciende sus límites territoriales. En palabras de Arditi
Los derechos humanos no tienen fronteras, como tampoco la tienen las grandes
cadenas de noticias globales o la Internet, que van creando las condiciones de
posibilidad de una opinión pública realmente global por primera vez en la
historia. Tanto es así que algunos hablan de una “sociedad civil global”. (Arditi,
2004: 17)

Opinión pública, democracia y gobernabilidad


De alguna manera el tema de la incidencia de la sociedad civil en la esfera política en el
contexto de las sociedades democráticas, nos conduce al tema de la relación entre la
opinión pública, la democracia y la gobernabilidad.
Aunque el concepto de gobernabilidad se encuentra desde su nacimiento
asociado con el problema de la democracia, hemos visto que existen diferencias
sustanciales entre lo que aquí se ha denominado como democracia gobernable y la
gobernabilidad democrática. En su definición mínima de democracia, Norberto Bobbio
(1986) enuncia el derecho de los ciudadanos para participar en la toma de decisiones en
un marco establecido de reglas de procedimiento, y señala como condición necesaria la
existencia de alternativas reales para los electores y la posibilidad de elegir entre una u
otra. Pero además, apunta que para que dicha condición se realice, se precisa que
a quienes deciden les sean garantizados los llamados derechos de libertad de
opinión, de expresión de la propia opinión, de reunión, de asociación, etc., los

15
derechos con base en los cuales nació el Estado liberal y se construyó la doctrina
del Estado de derecho en su sentido fuerte, es decir, del Estado que no solo
ejerce el poder sub lege, sino que lo ejerce dentro de los límites derivados del
reconocimiento constitucional de los llamados derechos ‘inviolables’ del
individuo. (Bobbio, 1986: 26)
Esta condición que generalmente se omite por quienes acuden a la definición de
Bobbio, resultan fundamentales en la medida que destaca como condiciones necesarias
para el ejercicio de la democracia, la existencia de la libertad de opinión y la libertad de
su expresión. Por su parte, Robert Dahl, coincide al señalar entre los atributos de una
sociedad democrática añade a la libertad de expresión, la disponibilidad de información
alternativa y la libertad de asociación.
Cuando Sartori (1992) afirma que la opinión pública es “el fundamento esencial
y operativo” de la democracia, no solamente encuadra la importancia de la opinión
pública en la conformación de la democracia, sino que proporciona un indicador valioso
para la verificación del grado de calidad democrática existente. Si bien habría que
reconocer que la diversidad de definiciones que circulan sobre el concepto de opinión
pública supera ampliamente al de gobernabilidad, la relación intrínseca que existe entre
opinión pública y democracia resulta crucial para nuestro estudio.
En efecto la amplia diversidad de significados con los que se asocia al concepto
de opinión pública6 ilustra la magnitud de los riesgos que el estudioso debe afrontar
para evitar ahogarse en la espesura. Por lo que asumiendo que tanto quienes la definen
como “la suma de opiniones individuales sobre una cuestión de interés público”
(Davison, 1968) como quienes destacan que su principal función es el control social
(Noelle-Newmann, 1995) utilizan con legitimidad el concepto y reivindican alguno de
los aspectos que caracterizan el fenómeno, delimitaremos nuestra aproximación
conceptual hacia aquellos autores que enfatizan la conexión entre opinión pública y
democracia.
De nuevo, en este punto no existe una coincidencia categórica, sino que los
acercamientos conceptuales presentan matices, que como en el caso del concepto de
gobernabilidad, entrañan diferencias sensibles respecto a la noción de democracia. Con
base a éstas, algunos estudiosos (Sartori, 1992; Price, 1994) identifican la existencia de
dos modelos básicos: el modelo de la Ilustración y el modelo democrático-utilitarista. El

6
Hacia 1965 H. L. Childs había compilado 48 diferentes definiciones (Price, 1994)

16
primero, sustentado en las ideas de Rousseau afirmaba que la opinión pública es la
manera de realizar la voluntad común mediante el involucramiento del pueblo en un
debate razonado e igualitario sobre los asuntos de interés público. En contraste, el
modelo democrático-utilitarista inspirado en los escritos de Bentham y Mill establecía
que el individuo tenía como interés principal la satisfacción de sus deseos y que en la
búsqueda por la satisfacción de sus intereses particulares, se confrontaba con otros
individuos lo que había obligado a la creación de un mecanismo que mediara entre los
intereses enfrentados. La opinión pública, así considerada se expresaba como la suma de
los intereses agregados de los individuos. La definición del Estado como árbitro y la
instauración del gobierno de la mayoría, establecido mediante un proceso electivo, fue
la solución al problema.
Las diferencias entre ambos modelos son sustanciales y están lejos de haberse
resuelto, aunque las evidencias empíricas nos indican que la “institucionalización de la
opinión pública” en palabras de Sartori, se adapta al modelo democrático-utilitarista
relegando la discusión racional sobre los asuntos públicos, al principio de la elección de
representantes mediante el sufragio. Por una parte la opinión pública producto del
debate argumentativo entre los ciudadanos que participan en las decisiones del
gobierno; por el otro, el ciudadano que delega en sus representantes el debate de los
asuntos públicos y las decisiones del gobierno. La diferencia entre ambas concepciones
corresponde a la distancia que se extiende de la democracia participativa a la
democracia representativa. Así, a juicio de Sartori, para la democracia es suficiente la
existencia de una opinión pública conformada por opiniones sustentadas en el sentido
común y las creencias -“a la democracia le basta la doxa”- con lo que asimila al
concepto de opinión pública con la democracia representativa.
Respecto la opinión pública y la gobernabilidad su vinculación tiene que ver,
principalmente, con la incidencia de la opinión pública en la toma de las decisiones
políticas del Estado. En un sugerente trabajo referido a la “provocación” de Luhmann
sobre la opinión pública, Aguilar Villanueva (1987) nos recuerda que en su sentido
originario, conforme a los autores de la filosofía política, la opinión pública era
considerada como una “institución propia y necesaria en el ordenamiento jurídico del
Estado”.
En una primera aproximación, el problema que la opinión pública pretendió
plantear y resolver fue, en sentido estricto, el de la formación de la decisión
política de Estado y, más específicamente, bajo cuáles criterios la decisión

17
política de Estado puede ser justificada como decisión políticamente válida.
Dicho de otro modo, fue el problema del gobierno del Estado o de la
“gobernabilidad”, pero con un planteamiento del problema que entendió la
posibilidad de gobierno coincidente con la validez de gobierno. (Aguilar, 1987:
99)
De la cita anterior destaco dos cuestiones: a) que la opinión pública se encuentra
estrechamente relacionada con la validez (legitimidad) de las decisiones políticas del
Estado; y b) que esta validación determina la gobernabilidad del ejercicio
gubernamental. Pero además, esta gobernabilidad se establecía mediante el consenso.
Es decir, que de acuerdo a esta concepción originaria, la opinión pública constituía la
instancia en la que se conectaban “los sujetos racionales demandantes de la sociedad
civil con las respuestas resolutorias del gran sujeto de la política nacional, el Estado de
Derecho”. (101) Sin embargo, en la medida que esta concepción correspondía a un
estadio de lo social regido por el Estado de derecho, las transformaciones
experimentadas desde entonces, específicamente el desplazamiento del Estado de
derecho por el Estado social, caracterizado por la irrupción de las masas y la
confrontación entre los intereses privados de los ciudadanos, que hizo necesario
sustituir el consenso por la “regla de la mayoría”, dinamitó, de acuerdo a diversos
autores, el sentido de esta concepción originaria e hizo impostergable la necesidad de su
resignificación.
En la medida que la opinión pública representa el marco en el que interactúan las
demandas de la sociedad civil, mediante las voces ciudadanas, con las decisiones del
Estado, y en la medida que los resultados de este intercambio impactan en la
gobernabilidad, resulta ineludible indagar sobre la forma en que dicha resignificación
impactaría en la relación entre opinión pública, democracia y gobernabilidad. A nuestro
juicio, son dos los autores cuyos trabajos sobre la resignificación del concepto que
ilustran con meridiana claridad las posiciones divergentes acerca de esta relación:
Luhmann y Habermas.
En el capítulo final de su clásico estudio Habermas (1981) afirmaba que el
concepto de opinión pública, dependiendo de la perspectiva desde donde se le abordara,
adoptaba un doble significado: por una parte se convertía en la “ficción
institucionalizada del estado de derecho”, y por la otra se diluía en “un rótulo que
designaba el análisis socio-psicológico de los procesos de grupos”. En el primer caso,
citando a Landshut recuerda que “las instituciones constitucionales de la democracia de

18
masas estatal social cuentan con una opinión pública intacta, puesto que ésta sigue
siendo la única base reconocida de la legitimación del dominio político” (Habermas,
1981: 262). Sin embargo, en la medida que la opinión se encuentra sometida a los
procedimientos parlamentarios y la intermediación de los partidos políticos, deja de
existir como tal, y en su carácter ficticio se convierte en el referente legitimador del
estado de derecho. La asimilación de la opinión pública a los mecanismos de
“representación” política, específicamente a la subordinación de la opinión que para
constituirse en tal precisa de la intermediación de los partidos políticos, “la opinión no
pública solo adquiere credenciales de opinión ‘pública’ en la elaboración que de ella
hacen los partidos” (Ib: 264) ha degradado los alcances del concepto. Aunque en el
texto referido el autor adelantaba que la existencia de una opinión pública solo podría
producirse en la medida en que los ámbitos formales e informales de comunicación
estuviesen “mediados por la notoriedad pública crítica”, ha sido en Facticidad y
Validez en el que destaca la importancia de la opinión pública como elemento clave para
la construcción de una política deliberativa como “una alternativa para superar los
déficits democráticos de las políticas contemporáneas” (Boladeras, 2001). En palabras
de Habermas
Si la soberanía comunicativamente fluidificada de los ciudadanos se hace valer
en el poder de discursos públicos que brotan de espacios públicos autónomos,
pero que toman forma en los acuerdos de cuerpos legislativos que proceden
democráticamente y que tienen la responsabilidad política, entonces el
pluralismo de convicciones e intereses no se ve reprimido, sino desatado y
reconocido tanto en sus decisiones mayoritarias susceptibles de revisarse como
en compromisos. Pues entonces la unidad de una razón completamente
procedimentalizada se retrae a la estructura discursiva de comunicaciones
públicas y tiene su asiento en ella… En el rebullir, en el torbellino e incluso
vértigo de esta libertad no hay ya puntos fijos si no es el que representa el
procedimiento democrático mismo, un procedimiento cuyo sentido se encierra
ya en el propio sistema de los derechos. (Citado por Boladeras, 2001: 68)
Es decir, que para Habermas la noción de opinión pública asume su sentido en
tanto se encuentra intrínsecamente relacionada con la democracia deliberativa. En este
modelo, la “soberanía ciudadana” se refiere a la libre formación y expresión de las
opiniones individuales, las cuales se transforman en opinión pública mediante su
interacción discursiva en un “espacio público autónomo”, que por una parte, constituye

19
el sustento de los acuerdos surgidos en las instancias de “responsabilidad política”, y
por la otra, ejerce vigilancia sobre dichos resolutivos.
A contrapelo, Luhmann impugna la pertinencia de su definición histórica y plantea
la necesidad de resignificar el concepto. De entrada, el autor ubica al concepto de opinión
pública, en el mismo rango que otros conceptos elaborados por la filosofía política, como
Estado, derecho, poder, advirtiendo que "tales conceptos no fueron construcciones
científicas sino sobre todo respuestas de una conciencia aguda y concreta de
problemas".(Aguilar, 1987: 97) Se pregunta si el problema político que se intentó resolver
mediante la opinión pública se mantiene vigente, o por el contrario, se manifiesta una
inadecuación entre el objeto y el concepto.
En su sentido originario, la opinión pública se concebía como un componente
necesario en la formación del Estado moderno. El problema de la validez política de las
decisiones políticas del Estado, se resolvió mediante la opinión pública. Esta representaba
el punto en que se conectaban, las demandas racionales de la "sociedad civil", con las
decisiones políticas del Estado de derecho. Las condiciones históricas, en las que surgió el
concepto, se caracterizaban por la consideración "del individuo como el sujeto de todos
los procesos sociales y la separación entre sociedad civil y Estado". (ibid: 102) En este
contexto

la opinión pública no era solo la libertad de opinar públicamente sobre la decisión


pública ni solo la exigencia de que la decisión pública fuera coincidente con la
opinión pública. Los dos reclamos eran levantados sobre la base de que la opinión
pública no era un promedio arreglado y negociado de las opiniones empíricas
emitidas por la multiplicidad de los sujetos diferentes, sino que ella era el
"consenso general", la opinión unitaria del público ciudadano respecto de la ley a
promulgar y de la decisión a tomar.(Ibíd.: 106)

Esta posibilidad de consenso, se lograba en virtud de la separación entre la esfera


pública y el ámbito privado, consagrada por el Estado de derecho, sin embargo, al
modificarse estas circunstancias, con la aparición de las masas y el advenimiento del
Estado social, desapareció también la opinión pública como lugar del consenso. Con la
pluralidad política y la competencia entre partidos, el consenso se sustituyó con "la regla
de la mayoría", poniendo en crisis la vinculación directa entre opinión pública y decisión
política. La provocación teórica de Luhmann radica en que "descoyunta" ambos
elementos. Desde una perspectiva "sistémica", Luhmann resignifica la noción tradicional,

20
concibiendo a la opinión pública "no como dominio (racional) del dominio (político) sino
como principio de selección de la decisión (comunicación) política". (Ibid: 115)

la opinión pública no puede dominar y ni siquiera sustituir al detentador del poder.


No le puede prescribir el modo con el cual él debe ejercer el poder. Su relación con
el ejercicio del poder no es una relación de causa y efecto, sino de estructura y
proceso, Su función no consiste en afirmar la voluntad -la voluntad popular, esa
ficción del pensamiento causal elemental- sino en el dar orden a las operaciones de
selección. (Luhmann citado por Aguilar, 1987: 115)

De esta manera, para Luhmann, el problema al cual se refiere el concepto de


opinión pública es "el de la contingencia de lo posible jurídica y políticamente", y el
ámbito en el cual el problema encuentra su resolución, es el proceso de comunicación
política. En su propuesta teórica, resulta crucial el establecimiento de dos distinciones: la
distinción entre "temas" y "opiniones" y la distinción entre "reglas de atención" y "reglas
de decisión". Sobre ambas, Luhmann reconstruye el concepto de opinión pública.
La importancia de la opinión pública, no reside, entonces, en buscar el consenso
entre las opiniones sino principalmente en el establecimiento de "temas" capaces de
suscitar la "atención" pública. Lo que sigue entonces es un proceso de comunicación
política, que como todo proceso comunicacional presupone además de un lenguaje común,
otros dos aspectos: "la elección de un tema y la articulación de las opiniones relativas al
tema". El tema constituye la estructura de la comunicación política, y por tanto condiciona
el intercambio de opiniones. Por otra parte, el establecimiento de temas cumple una doble
función. La primera consiste en "despertar y capturar la atención política y de esta manera
poner en movimiento la comunicación política"; la segunda es "desencadenar las muchas y
variadas opiniones sobre lo que se debe decidir o la manera como se debe instrumentar la
decisión". Aunque habría que agregar que solamente se convierten en temas, aquellos
asuntos que adquieren son considerados relevantes por las instituciones.
Esto hace suponer que el sistema político, en cuanto se funda en la opinión pública,
no debe ser absolutamente integrado por las reglas de decisión sino por las reglas
de atención. (Luhmann citado por Aguilar, 1987: 122)

Para Luhmann el funcionamiento de la opinión pública se limita, entonces, a las


opiniones emitidas sobre un tema y su función política última es la de elencar las
elecciones políticas posibles. Es decir, que aunque en su planteamiento se reivindica la
participación de los individuos y actores sociales mediante la emisión de sus opiniones
sobre asuntos relevantes, la definición de la decisión política ya no es atributo de la opinión
pública. Aunque el nexo establecido entre la sociedad política y la sociedad civil, asume la

21
forma de un proceso de comunicación política, la formulación de las decisiones
corresponde exclusivamente a la sociedad política.
Esta cuestión resulta crucial respecto al modelo de democracia que subyace en el
planteamiento luhmanniano. Porque si bien las decisiones gubernamentales no son
arbitrarias en la medida en que están referidas a temas sobre los cuales diversos actores
sociales manifestaron opiniones, ninguna de éstas predetermina el sentido de la decisión
final. Su legitimidad no reside en una “representatividad general inalcanzable” sino en el
hecho de que no es “arbitraria, y de que sus prestaciones se orientan en el sentido de los
temas debatidos”.
La legitimidad de su rol ya no depende del estado que guarda la opinión pública,
sino más bien la de los procesos electorales de selección del líder y de la
comunicación entre líder y temas de opinión. (Aguilar, 1987: 124)
Luhmann, por tanto, ajusta su concepto de opinión pública a las características
propias de la democracia representativa, enfatizando el papel del liderazgo político en la
toma de decisiones y limitando la participación de la sociedad civil a la elección de éste.
Desde esta perspectiva, la diferencia entre las concepciones de Luhmann y Habermas es
sustancial. Mientras que Luhmann descoyunta la relación entre las demandas de la
sociedad civil y las decisiones políticas del Estado, al restringir a la opinión pública al
espacio en el que se emiten y difunden las opiniones, dando por sentado que las mismas no
ejercen efectos directos sobre la determinación de la decisión política, para Habermas la
opinión pública es la instancia de deliberación de los actores sociales sobre los asuntos de
interés público, supone por tanto un debate argumentativo que conduce, en una sociedad
democrática, a la formulación de las decisiones políticas. Respecto al modelo de
democracia, la diferencia radica en que la propuesta de Luhmann se sustenta en la
democracia representativa, en tanto la visión de Habermas se inclina por la democracia
deliberativa, o sea la diferencia entre una sociedad civil acotada por el sufragio y una
sociedad civil ampliamente participativa. En términos de gobernabilidad, la posición de
Luhmann se pronuncia por una democracia gobernable, en tanto que Habermas alienta a la
construcción de una gobernabilidad democrática.
Sin embargo, al margen de estas diferencias, ambos autores coinciden en que los
medios masivos de comunicación desempeñan un papel fundamental en la conformación
de los procesos de la opinión pública.

22
Medios de comunicación y gobernabilidad democrática
Habermas (1981) documenta que dos hechos resultaron fundamentales en la emergencia
de la esfera pública a finales del siglo XVII. Por una parte el desarrollo de la prensa
periódica y por otra el surgimiento en países como Francia, Inglaterra y Alemania de
nuevos centros de sociabilidad7 a la que concurrían individuos privados que constituidos
como público interactuaban discursivamente y manifestaban libremente sus opiniones.
Se trataba de la conformación de una esfera pública que no formaba parte del Estado
sino que se erigía como una instancia crítica hacia él. Pero además, dicha esfera pública
constituía el espacio de manifestación de la opinión pública.
La existencia o inexistencia de las opiniones dependía de la publicidad8 que
recibían en el entorno del espacio público, en el cual los medios de comunicación son el
conducto que vincula a la sociedad civil con las instituciones del estado.
El grado de publicidad de una opinión se mide según la medida en que provenga
de la publicidad interna a un público compuesto por miembros de
organizaciones; y también por la magnitud que alcance la comunicación entre
una publicidad interna a las organizaciones y una publicidad externa, formada
en el tráfico publicístico, vehiculado por los medios de comunicación de masas,
entre las organizaciones sociales y las instituciones estatales.9 (Habermas, 1981:
273)
Por su parte para Luhmann, los medios de comunicación de masas tienen un
papel fundamental en la selección de los temas y la circulación de las opiniones. Al
hablar de la opinión pública como selección de autodescripciones10 señala que
la autodescripción de la sociedad moderna… ya no se transmite oralmente como
doctrina de sabiduría… sino que se ajusta a las normas de los medios masivos de
comunicación… Esto lleva a una clara selección de lo que puede comunicarse y,
más aún, a una selección de lo que puede comunicarse bien (sobre el plano
periodístico o de la técnica televisiva). (Luhmann y De Giorgi, 1993: 432)
Es decir que la selección de los temas, elemento central en la conformación de la
opinión pública, se encuentra determinada por las características técnicas y las normas de

7
Las casas de café en Inglaterra, los salones de París y las sociedades de mesa en Alemania
8
Publicidad aquí se refiere de acuerdo a la acepción de Habermas a cuestiones relacionadas con la “vida
social pública”, es decir a publicitar (hacer público) asuntos relativos al interés público.
9
Cursivas mías.
10
Por autodescripcipciones Luhmann se refiere a los “textos con los cuales el sistema se indica a sí
mismo”.

23
los medios. Lo opinión pública se configura en torno a ellos. Los temas seleccionados se
reflejan como opinión pública, pero a su vez
la opinión pública actúa como un espejo, cuya superficie posterior está constituida
también por un espejo. Quien da la información ve en el medio de la información
corriente a sí mismo y a otras fuentes que emiten información. Quien recibe la
información se ve a sí mismo, así como a otros que reciben informaciones, y
aprende, poco a poco, ante qué cosas debe actuar de modo altamente selectivo para
poder actuar en el contexto que, de vez en cuando, se le presenta (ya sea la política,
la escuela, los grupos de amigos y los movimientos sociales). El espejo mismo es
opaco. (Luhmann y De Giorgi, 1993: 433)

La concepción tradicional de la función "mediadora" de los medios, adquiere aquí


una nueva dimensión. Más que un canal utilizado en forma instrumental, para la
transmisión de significados entre un emisor y un receptor, los medios se convierten en
instancia clave en el proceso de comunicación política, es decir, en el lugar donde toma
cuerpo la opinión pública.
Si bien en su etapa originaria la esfera pública se caracterizaba por una
interacción comunicativa basada fundamentalmente en el diálogo cara a cara, con el
desarrollo de los medios de comunicación, este carácter comunicacional experimentó
profundas transformaciones. “Con el desarrollo de de los medios de comunicación –
escribe Thompson- el fenómeno de la publicidad se ha desvinculado del hecho de la
participación en un espacio común. Se ha des-espacializado y ha devenido no-
dialógica, a la vez que se ha vinculado crecientemente a la clase específica de
visibilidad producida por los medios de comunicación (especialmente la televisión) y
factible a través de ellos” (Thompson, 1996: 95)
Esto quiere decir que en las sociedades contemporáneas el debate deliberativo
sobre los asuntos públicos, elemento sustantivo de la comunicación política, no
solamente se desarrolla en el marco de los medios de comunicación sino que se ajusta a
los códigos establecidos por ellos, como apunta Castells
La política de los medios no es toda la política, pero toda la política debe pasar a
través de los medios para influir en la toma de decisiones. Al hacerlo, queda
fundamentalmente encuadrada en su contenido, organización, proceso y
liderazgo por la lógica inherente del sistema de medios, sobre todo por los
nuevos medios electrónicos. (Castells, 1997: 349)
Pero la importancia de los medios hacia la opinión pública no se limita a la
centralidad (Aceves, 2002) que ejercen en la esfera en donde se desarrollan las
deliberaciones, sino también en el papel que juegan en la conformación de la propia

24
opinión pública. Numerosos estudios realizados desde diversos enfoques teórico-
metodológicos como la agenda-setting (McCoombs y Evatt, 1995), y el priming
(Iyengar y Kinder, 1993) han documentado en forma prolija, la enorme influencia que la
información mediática despliega sobre sus usuarios respecto a la percepción de su
entorno, no solamente en el establecimiento de los temas relevantes de la agenda
pública, sino también en la definición de los tópicos y atributos que los caracterizan.
Al prestar atención a ciertos aspectos a expensas de otros, y al sugerir ciertas
soluciones o respuestas en lugar de otras, los mensajes de los medios de difusión
influyen en algo más que en los temas, influyen en el modo en que la gente
piensa sobre esos temas. (McCoombs y Evatt, 1995: 31)
No obstante la centralidad de los medios masivos en la esfera pública
contemporánea, así como de su innegable papel en la conformación no solo de la
opinión pública sino también por su decisiva intervención en la socialización y en la
cultura política,11 pero sobre todo por constituirse en el espacio central de la
deliberación de los asuntos públicos entre los actores de la sociedad civil y las
instituciones gubernamentales, los estudiosos de la gobernabilidad han puesto escasa
atención a la importancia de las instituciones mediáticas en la construcción de la
gobernabilidad.
Por eso resulta particularmente significativo que Michael Coppedge los incluya
en la lista de los actores estratégicos, que son “aquellos que cuentan con recursos de
poder suficiente para impedir o perturbar el funcionamiento de las reglas o
procedimientos de toma de decisiones y de solución de conflictos colectivos”
(Coppedge citado por Oriol Prats, 2003). Lo que no señala el autor, es que mediante su
recurso de poder específico que reside en el “control de la información y las ideas” los
medios no solamente pueden determinar la visibilidad de los temas sino también puede
–y frecuentemente lo hace- administrar y dosificar la visibilidad pública de los demás
actores estratégicos (Ejército, legislativo, presidencia, cúpulas empresariales, grupos de
activistas, partidos políticos, iglesias…)
Sinembargo, existen algunas señales de que finalmente el papel de los medios en
la construcción de la gobernabilidad ha comenzado a ser observado con seriedad entre
los estudiosos. Así, el pasado 3 de mayo en el marco de la conmemoración del Día de la
Libertad de Prensa, Dani Kaufmann director de Gobernabilidad Global en el Instituto

11
Ver en este mismo texto los trabajos de Armando Ibarra y Marco Antonio Cortés.

25
del Banco Mundial reconocía que el acceso a la información y el desarrollo de medios
de comunicación más libres, constituían la clave para lograr una buena gobernabilidad.
Aún más, anunciaba que la institución apoyaba iniciativas para “el desarrollo de
indicadores nacionales, e internacionalmente comparables, de libertad de los medios de
comunicación y gobernabilidad” (Kaufmann, 2006). Asuntos como la propiedad de los
medios de comunicación, la libertad de expresión y el marco legal y normativo de los
países así como la competencia entre las instituciones medíaticas, serían elementos a
observar para determinar “la eficacia y viabilidad de medios de comunicación libres y
abiertos”.
Aunque esta posición, representa un avance sustancial, al incorporar a los
indicadores tradicionales para medir la gobernabilidad el carácter autónomo de los
medios de comunicación y la libertad de expresión, hay que señalar que se ubica en los
parámetros de la “buena gobernabilidad”, es decir, en lo que aquí hemos denominado
como democracia gobernable, con lo que esto tiene de limitante a la participación de la
sociedad civil, vale decir de la opinión pública. Empero, el desafío consiste en incidir en
las organizaciones de medios insuflándoles un vigoroso aliento democratizador.
Retomando lo expresado en el primer apartado, enfatizar el aspecto de calidad de la
gobernabilidad sobre sus acepciones como propiedad y estabilidad. Transitar de los
espacios subordinados a los intereses del Estado, hacia un espacio público mediático
colonizado por la pluralidad de una multitud de mensajes ciudadanos. Vale de nuevo
decir, que los medios se constituyan en el motor impulsor del paso de la democracia
gobernable a la gobernabilidad democrática.

A manera de conclusión
Que las condiciones histórico-políticas son pródigas en hechos que ilustran las
dificultades y los obstáculos para llegar al objetivo, se confirma con un somero examen
de la apropiación privada que sobre el espacio mediático impera en la mayoría de los
países. Solamente en el caso de México, el espacio televisivo es monopolizado por dos
empresas privadas.12
En la introducción del capítulo decía que la coyuntura electoral había suscitado
nuestro interés por el tema de los medios y la gobernabilidad. Casi un año después, la
crispación política y la confrontación social existente han puesto en evidencia la

12
Ver el capítulo de Enrique Sánchez Ruiz en este mismo texto

26
incapacidad del sistema político para procesar el conflicto en el marco institucional. El
deterioro de la credibilidad ciudadana hacia estas instituciones y el rechazo de un
importante sector de ciudadanos hacia la legitimidad de los resultados, constituyen dos
elementos que revelan el riesgo de ingobernabilidad. En esta coyuntura el papel de los
medios resultará fundamental en la resolución del dilema entre preservar la incipiente
vida democrática o la restauración del autoritarismo. Por eso es que la discusión del
papel de los medios en la construcción de una gobernabilidad democrática resulta
inaplazable. Por eso.

Referencias
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