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“Perdóname, reverendísimo padre en Cristo y príncipe ilustrísimo, que yo, hez de los

hombres, sea tan temerario, que me atreva a dirigir esta carta [a vos, arzobispo de
Magdeburgo] [...] [y os informo de que] bajo tu preclarísimo nombre, se hacen circular
indulgencias papales […], en las cuales yo no denuncio las exclamaciones de los
predicadores, pues no las he oído, sino que lamento las falsísimas ideas que concibe el
pueblo por causa de ellos. A saber: que las infelices almas, si compran las letras de
indulgencia, están seguras de su salvación eterna […]; que no hay pecado por enorme
que sea que no pueda ser perdonado, aunque uno hubiera violado –hipótesis imposible–
a la misma Madre de Dios; y que el hombre queda libre, por estas indulgencias, de toda
pena y culpa. […] Desde Wittenberg, 1517, en la vigilia de Todos los Santos.”
Carta de Martín Lutero al obispo de Magdeburgo, 1517 [adaptación propia].

“Señor Dios, Tú me has puesto en tarea de dirigir y pastorear la Iglesia. […] Deseo
enseñar al pueblo […]”.
Oración de Lutero [adaptación propia].

“[…] cuando el papa habla de remisión plenaria de todas las penas, [y esto] significa
simplemente el perdón de todas ellas […], yerran aquellos predicadores de indulgencias
[clérigos u hombres de Iglesia que hablaban sobre las indulgencias] que afirman que el
hombre es absuelto a la vez que [queda] salvo [es decir, salvado] de toda pena, a causa
de las indulgencias del papa.
[…] Por esta razón, la mayor parte de la gente es necesariamente engañada por esa
indiscriminada y jactanciosa promesa de la liberación de las penas.
[…] Serán eternamente condenados, junto con sus maestros, aquellos que crean estar
seguros de su salvación mediante una carta de indulgencias.
[…] Debe enseñarse a los cristianos que el que ve a un indigente y, sin prestarle
atención, da su dinero para comprar indulgencias, lo que obtiene en verdad no son las
indulgencias papales, sino la indignación de Dios.
[…] Los tesoros de las indulgencias son redes con las cuales ahora se pescan las
riquezas de los hombres.”
Martín Lutero, Noventa y cinco tesis: 20, 21, 24, 32, 45 y 66. Wittenberg, 31 de octubre
de 1517 [adaptación propia].
“[…] Más bien, como dice con razón san Agustín, nuestro Redentor Jesucristo, en
cuanto hombre es un resplandor clarísimo de la predestinación y de la gracia de Dios,
puesto que la naturaleza humana que ha asumido no pudo conseguir por mérito alguno
precedente de obras de fe ser lo que es.
[…] Según lo atestigua san Pablo, nosotros somos reconciliados por la muerte de Cristo.
Evidentemente, no hay lugar a reconciliación si no ha precedido alguna ofensa […];
cuando decimos que la gracia nos ha sido adquirida por los méritos de Jesucristo,
entendemos que hemos sido purificados por su sangre, y que su muerte fue expiación de
nuestros pecados. […] Los apóstoles afirman también claramente que Jesucristo ha
pagado el precio del rescate para que quedásemos libres de la obligación de la muerte.
[…] creyendo en Cristo somos justificados de todas las cosas de que no pudimos serlo
por la Ley de Moisés.
[…]
Libro II, Capítulo XVII

“[…] los réprobos [impíos, malos cristianos] […] no son iluminados con la fe, ni
sienten de veras la virtud y eficacia del Evangelio como los que están predestinados a
conseguir la salvación; […] aunque hay gran semejanza y afinidad entre los elegidos y
los que poseen una fe pasajera, sin embargo, […] no existe más que en los elegidos.
[…] Hay además otra cosa, y es que los réprobos jamás experimentan más que un
sentimiento confuso de la gracia de Dios, […] porque el Espíritu Santo no sella
propiamente más que en los elegidos la remisión de los pecados […]; no obstante, se
puede decir con toda razón que los réprobos creen que Dios les es propicio, porque ellos
aceptan el don de la reconciliación, aunque de una manera confusa y sin una recta
resolución.”
Juan Calvino, Institución de la religión cristiana, Libro III, Capítulo II, 1536.

“Yo […], absolutamente testifico y declaro en mi conciencia que Su Alteza, la reina


[Isabel I de Inglaterra] es el único gobernador supremo de este reino y de todos sus otros
dominios y países, así como en todas las cosas espirituales o eclesiásticas o causas como
temporal, y que no hay príncipe extranjero [por ejemplo, el papa] […] que tenga o deba
tener […] poder [en Inglaterra] […]; y prometo que, de ahora en adelante, voy a tener la
fe y la verdadera lealtad a Su Alteza, la reina, sus herederos y sucesores legítimos, y mi
poder será ayudar y defender a todas las […] prerrogativas […] que pertenecen a Su
Alteza, la reina […]; con la ayuda de Dios y por el contenido de este Libro [la Biblia].”
Juramento a la reina Isabel I, cabeza de la Iglesia anglicana, establecido por el Acta de
Supremacía de 1559.

“[…] es tanta […] la multitud de errores que hay en nuestro tiempo acerca de la
penitencia, que [es necesario] […] que quede clara y evidente la verdad católica […].
[…] Dios […] conoció nuestra debilidad [el pecado]; [por eso] estableció también
remedio para la vida de aquellos que después se entregasen [al] […] pecado, y al poder
o esclavitud del demonio. […] Fue […] necesaria la penitencia en todos [los] tiempos
para conseguir la gracia y justificación a todos los hombres que hubiesen incurrido en la
mancha de algún pecado mortal.
[…] son falsas […] todas las doctrinas [de la Reforma] que extienden perniciosamente
[la creencia de que las autoridades para administrar la penitencia] […] no sean obispos
ni sacerdotes […].
[…] no debe tener el penitente tanta satisfacción de su propia fe, que aunque no tenga
contrición [arrepentimiento] alguna, […] [considere] que queda verdaderamente
absuelto […] por sola su fe; pues ni ésta le alcanzaría perdón alguno de sus pecados sin
la penitencia; ni habría […] su salvación […]”.

Concilio de Trento, Doctrina del Santísimo Sacramento de la Penitencia, Capítulos I y


VI, 1545 – 1563. Disponible en http://www.intratext.com/IXT/ESL0057/_PP.HTM

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