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Desidentificación: ¡no soy lo que veo en mí!

¿Estás en un momento de desgarro y te duele desaferrarte de algunas cosas?


Cuando todo resulta caótico, auto observarnos nos ayuda a ordenar el universo
que nos rodea, pero también el desorden que nos habita.
Dijo el delicioso poeta Walt Whitman: “Todo esto está en mí; no sé qué es, pero
está en mí”. Cuando uno mira hacia adentro (alguien que intente
autoobservarse, meditar, o cualquier práctica que implique ver qué se mueve
en uno mismo), es muy común que encuentre mucho ruido: algo así como
entrar a un galpón desordenado y lleno de cosas, unas prescindibles y otras de
gran valor.
O, más complicado todavía: el galpón está a oscuras y uno no llega a distinguir si
los sonidos que escucha provienen de adentro o de afuera, si aquello con lo que
tropieza es propio o de otro, si lo que hace cosquillas en el estómago es
enamoramiento o los arañazos que produce carencia de amor, reclamando
meramente a “tener un alguien” que le ame…
Ver qué es qué resulta ser el fruto de una gran proeza humana, gestada por uno
mismo y cuyo fruto es, como se le llama la Psicología Vedanta, la Suprema Joya
del Discernimiento (Viveka). Porque mirar allí dentro requiere de la valentía
suficiente como para sostenerse en medio de la confusión, de la no certeza…
Pero quien persiste en el propósito de ver se vuelve acreedor de esa joya: con la
práctica de la autoobservación correctamente implementada, poco a poco su
confusión se vuelve claridad; su caos se vuelve un cosmos. Ésa es la más
preciada búsqueda de las psicologías de Oriente, pues para que haya sabiduría
debe haber discernimiento… y tal discernimiento implica ir aprendiendo a
desidentificarnos de todo eso que se mueve en nosotros que no somos
nosotros, aunque necesitemos humanamente hacernos cargo de ello.

Pero… ¿qué significa “desidentificarse”?

Creo que una de las mejores definiciones está dada por vía de metáfora en un
antiguo proverbio taoísta: “Si te identificas con el leño, cuando lo hachen serás
cortado“. Identificarse implicaría “fijar la identidad” en eso que no soy: fijo mi
identidad en objetos externos (que si pierdo o no llego a alcanzar me generan
sufrimiento); fijo mi identidad en roles (que si ya no puedo ejercer me dejan al
desnudo, o para sostenerlos hipoteco mi salud); fijo mi identidad en contenidos
internos (emociones, pensamientos, sensaciones…) que son mutables,
impermanentes, como las vaporosas nubes lo son respecto del cielo.

Simplificando, podría decirse que somos el cielo, pero lo olvidamos, y creemos


ser la nube, y sufrimos con cada evaporación, con cada lluvia, con cada cambio
de forma de eso evanescente.

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Considerémoslo de esta manera: nuestra esencia (el Sí Mismo al cual aludía Carl
G. Jung) encarna para vivir la experiencia humana, como lo señalan tradiciones
espirituales de diversos tiempos y culturas. Al nacer va siendo obstruida por
múltiples condicionamientos: va quedando dormida, como la princesa de
diferentes cuentos antiguos. El príncipe valiente deberá, con su espada, abatir
todo obstáculo, llegar hasta ella y, con un beso, despertarla nuevamente.

Pero el verdadero príncipe no está fuera de nosotros, sino dentro.

De hecho, “príncipe” significa “principio”: el inicio de una nueva identidad, con


nuestra esencia más despierta, ya no maniatada por las sogas de los
condicionamientos. Ese beso es la metáfora de lo masculino y lo femenino
integrándose dentro nuestro, lo cual nos hace más libres, sin estar ya
desbordados por el anhelo de hallar esa integración afuera.
Y esa espada, que puede separar lo que está enredado (como las hiedras que
cubrían el palacio de la Bella Durmiente) representa la habilidad del
discernimiento. “Discernir” y “cernidor” tienen la misma raíz: el cernidor es ese
objeto que permite colar cualquier elemento para separarlo de las impurezas.

Claves para desaferrarnos

Para que ese despertar sea posible el camino implicará, en un continuo proceso,
darse cuenta de nuestra identificación con esto o lo otro… y procurar
desidentificarnos: redescubrir la naturaleza impermanente de los estados
internos y de la realidad toda, y nuestra propensión a aferrarnos a esto y
aquello, aferramiento que solo puede producir dolor.

Reconociéndolo, podemos desaferrarnos, expandiendo nuestro margen de


libertad interna.

Para ser sabio no hace falta estar en una ermita en medio de la montaña; el
monasterio más arduo puede ser la vida común, ejerciendo en medio de ella un
propósito permanente de discernimiento y de desidentificación; eso implicará el
reconocimiento vivencial de nuestra esencia respecto de sus condicionamiento:
del cielo respecto de las transitorias nubes, de lo inmutable respecto de lo
impermanente.

Ese reconocimiento puede darse particularmente, sí, en los momentos de


meditación, cuando observamos los contenidos de nuestra mente. Pero
también puede acontecer practicando ante los desafiantes eventos de la vida, lo
cual suele ser más difícil y requiere de un comprometido entrenamiento en la
contemplación de sí mismo.

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Ojalá haya podido ser, aunque sea un poquito, clara en un tema que es tan
hondo de abarcar, pues es la clave de la libertad. Y con la misma honestidad con
que ni hace falta que diga que no estoy iluminada (¡con tanto “maestro” suelto,
por si acaso vale la pena aclararlo!), también puedo decir que el propósito de la
práctica de la desidentificación es mi norte cotidiano desde mis 17 años de
edad.

Por eso conozco su relevancia en la vida cotidiana, en los procesos terapéuticos,


o en los momentos de desgarro en los que se hace imperioso desaferrarse, para
no sufrir o no hacer sufrir a otros. Es más: cuando lo que nos toque en nuestro
tránsito por este mundo sea partir —y claro está que no sabemos en qué
momento eso pueda acontecer o bajo qué circunstancias—, lo que mejor puede
pasarnos es estar entrenados en desidentificarnos, porque la tarea será
despedirnos de todas las nubes (las algodonosas y las amenazantes, las densas y
las más sutiles) para poder asumir nuestra identidad esencial hacia la cual
estaremos volviendo, y ser, radicalmente, ese cielo inmutable que está detrás
de las volátiles nubes.

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