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Nuestra identidad en Cristo

Capítulo #1: El orgullo del pecado

“Conque Dios os ha dicho: ¿No comáis de todo árbol del huerto? Y la mujer
respondió a la serpiente: Del fruto de los árboles del huerto podemos
comer; pero del fruto del árbol que está en medio del huerto dijo Dios: No
comeréis de él, ni le tocaréis, para que no muráis. Entonces la serpiente dijo
a la mujer: No moriréis; sino que sabe Dios que el día que comáis de él,
serán abiertos vuestros ojos, y seréis como Dios, sabiendo el bien y el mal. Y
vio la mujer que el árbol era bueno para comer, y que era agradable a los
ojos, y árbol codiciable para alcanzar la sabiduría; y tomó de su fruto, y
comió; y dio también a su marido, el cual comió, así como ella”

(Génesis 3:1-6)

Restaurar es volver al diseño original que ha sido dañado, deformado y tergiversado.


Para ello, necesitamos volver al libro de los orígenes, Génesis, para entender cuál fue el
propósito original de Dios al crear al hombre y como el pecado distorsionó lo que era el
diseño original del ser humano, y como podemos volver a ello.

En primer lugar, Dios creó al hombre para su propia gloria. “Todos los llamados en mi
nombre; para gloria mía los he creado, los formé y los hice” (Isaías 43.7). Esto quiere decir
que el propósito de la existencia del ser humano no gira en torno a el mismo, sino en
torno a Dios. El nacimiento de cada ser humano da la gloria a Dios, pues muestra su
sabiduría, su conocimiento y su poder, tal y como lo expresa David en el salmo:

“Porque tú formaste mis entrañas; tú me hiciste en el vientre de mi madre.


Te alabaré; porque formidables, maravillosas son tus obras; estoy
maravillado, y mi alma lo sabe muy bien. No fue encubierto de ti mi cuerpo,
bien que en oculto fui formado, y entretejido en lo más profundo de la
tierra. Mi embrión vieron tus ojos, y en tu libro estaban escritas todas
aquellas cosas que fueron luego formadas, sin faltar una de ellas. ¡Cuán
preciosos me son, oh Dios, tus pensamientos! ¡Cuán grande es la suma de
ellos!”
(Salmo 139:13-17)

En segundo lugar, Dios creó al hombre para revelarse a si mismo. Recordemos que
Dios existe en una esfera más allá del entendimiento humano; pero al crear al hombre,
le hizo a imagen y semejanza suya, para darse a conocer en un reflejo:

“Entonces dijo Dios: Hagamos al hombre a nuestra imagen, conforme a


nuestra semejanza; y señoree en los peces del mar, en las aves de los cielos,
en las bestias, en toda la tierra, y en todo animal que se arrastra sobre la
tierra. Y creó Dios al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó; varón y
hembra los creó. Y los bendijo Dios, y les dijo: Fructificad y multiplicaos;
llenad la tierra, y sojuzgadla, y señoread en los peces del mar, en las aves
de los cielos, y en todas las bestias que se mueven sobre la tierra”

(Génesis 1:26-28)

Como reflejo del Creador, con una dignidad y autoridad delegada, el hombre fue
encargado de multiplicarse, administrar y cuidar de la creación de Dios. El Señor creó
al ser humano y lo colocó en el huerto de Edén para que lo cuidara y lo labrara. El ser
humano, creado tal y como fue diseñado por Dios, fue puesto en el huerto de Edén
para que use sus capacidades físicas, mentales y espirituales con el fin de optimizar el
huerto de Edén y todo lo que vivía allí: animales, plantas y todo debían estar bien
cuidadas y dar fruto abundante bajo la atenta mirada y administración del hombre.

Dios creó la tierra y sus habitantes para que fuese creada (Isaías 45:18). El Señor se
paseaba al aire del huerto de Edén, teniendo comunión con el ser humano y su
creación. Asimismo, Dios creó al primer ser humano, Adán, y a su compañera, Ishshah
(palabra hebrea derivada de Ish – varón – y que significa varona) para tener comunión
entre ellos y establecer una relación perdurable, conocida como matrimonio, y por
medio de ella fructificar y multiplicarse en la tierra. Entonces, desde su creación, el ser
humano ya tenía roles y un propósito designados por el Señor: criatura responsable
ante su creador, siervo responsable ante su Señor, esposo, padre, administrador de la
creación, vigilante sobre su propia vida y sobre aquello que el Señor Dios les otorgó.
Ahora vemos a la serpiente antigua, Satanás, acercándose a la mujer y tentándole a
desobedecer el mandamiento de su marido y del Señor, tomando y comiendo el fruto
del árbol del conocimiento del bien y del mal, que Dios les había advertido que no
deberían tomar para no morir.

“Y mandó Jehová Dios al hombre, diciendo: De todo árbol del huerto podrás
comer; más del árbol de la ciencia del bien y del mal no comerás; porque el
día que de él comieres, ciertamente morirás”

(Génesis 2:16-17)

Pero, ¿con que tentó Satanás a la mujer? Ella, junto con su esposo, tenían la
administración del huerto del Edén, tenían abundantes recursos, tenían una vida
hermosa y el privilegio de caminar al lado de Dios y tener comunión con El. ¿Qué seria
aquello que no tenían o no podían disfrutar para que Satanás les tentara? Satanás
miente a la mujer y desliza la idea de que Dios no les está diciendo todas las cosas, que
hay aspectos de la vida que Dios se reserva para El mismo y no las comparte con ellos.
Es decir, Satanás tienta a la mujer con la idea de que ella y Adán “no morirán, sino que
pueden ser como Dios, sabiendo el bien y el mal”. Satanás tienta a la mujer con la idea de
que ella puede vivir independiente de Dios y sus mandamientos y hacer su voluntad
sin estar sujeta al Creador y, dicho sea de paso, a su esposo también. Ella, al ver el fruto
del árbol lo ve agradable, lo ve como algo bueno y codiciable, y lo demás es historia. Lo
come y lo da a su marido, quien cae junto con ella. Se introduce la rebelión del ser
humano, el pecado y con él sus consecuencias, entre ellas la muerte y la desvirtuación
de todo lo que Dios había diseñado para el ser humano.

Adán y su mujer pierden la comunión con Dios. Dentro de poco serán echados del
huerto de Edén. Adán y su mujer están ahora muertos espiritualmente y dentro de
pocos años morirán físicamente. Adán y su mujer han perdido autoridad y ahora ya no
señorean sobre la creación de Dios. A partir de este momento ellos lucharán contra la
naturaleza para poder subsistir. Adán y su mujer han dañado su misión de glorificar a
Dios y a partir de ahora ellos y sus descendientes lucharan por buscar su propia gloria,
peleando y combatiendo entre ellos, buscando sus propios intereses en vez de buscar la
gloria de Dios quien los creó.
El pecado es la desobediencia a la voluntad expresada de Dios. Es la rebeldía contra la
autoridad del Señor y empieza en la historia del ser humano en el huerto del Edén. Y la
raíz del pecado es el orgullo, la vanidad de buscar la independencia de Dios. Desde el
pecado de Adán y su mujer, que a partir del pecado es llamada Eva por su esposo, el
ser humano es concebido en pecado y vive en pecado, separado de Dios, buscando una
vida independiente de Dios y de su Palabra.

Esto es lo primero que tenemos que entender en el camino de la restauración: es el


pecado el que nos aleja de Dios, de sus propósitos y de su sabiduría. El profeta Isaías lo
proclamó de la siguiente manera:

“He aquí que no se ha acortado la mano de Jehová para salvar, ni se ha


agravado su oído para oír; pero vuestras iniquidades han hecho división
entre vosotros y vuestro Dios, y vuestros pecados han hecho ocultar de
vosotros su rostro para no oír”

(Isaías 59:1-2)

David también expresó lo mismo en los salmos:

“Si en mi corazón hubiese yo mirado a la iniquidad, El Señor no me habría


escuchado” (Salmo 66:18)

Entendiendo esto, lo primero que tenemos que buscar es que, para ser restaurados,
debemos reconocer: (1) nuestros pecados delante de Dios, (2) los pecados que otros
pueden haber cometido contra nosotros, y (3) la manera como reaccionamos ante estos
pecados, la cual puede ser correcta o pecaminosa. Sea cual fuera el origen de ello, el
pecado nos aleja de Dios, nos debilita, destruye y contamina lo que toca, distorsiona
nuestra mente y llena nuestros corazones de odio, rencor y sentimientos negativos.

“Porque todo lo que hay en el mundo, los deseos de la carne, los deseos de
los ojos, y la vanagloria de la vida, no proviene del Padre, sino del mundo. Y
el mundo pasa, y sus deseos; pero el que hace la voluntad de Dios
permanece para siempre”

(1 Juan 2:16-17)

Abandonar el orgullo de buscar una vida independiente de Dios es fundamental para


abandonar el pecado y ser restaurados. Abandonar el pecado no solo se trata de dejar
de hacer cosas malas: se trata de abandonar toda una dirección de vida que hemos
seguido en la que hemos buscado hacer nuestros propios deseos lejos de Dios.

“Deje el impío su camino, y el hombre inicuo sus pensamientos, y vuélvase a


Jehová, el cual tendrá de él misericordia, y al Dios nuestro, el cual será
amplio en perdonar”
(Isaías 55:7)

Abandonar el orgullo se trata de someternos a la autoridad de Dios como nuestro


Creador, Sustentador y Señor. Un corazón orgulloso es mas propenso a caer en pecado
por causa de su independencia. Un corazón humilde es necesario para formar la
obediencia que nos lleva a la santidad y a la restauración del diseño de Dios que se
perdió en el huerto del Edén.

“Humíllense delante del Señor, y él los exaltará” (Santiago 4:10)

“Antes del quebrantamiento se eleva el corazón del hombre, y antes de la


honra es el abatimiento”

(Proverbios 18:12)

“¿Con qué me presentaré ante Jehová, y adoraré al Dios Altísimo? ¿Me


presentaré ante él con holocaustos, con becerros de un año? ¿Se agradará
Jehová de millares de carneros, o de diez mil arroyos de aceite? ¿Daré mi
primogénito por mi rebelión, el fruto de mis entrañas por el pecado de mi
alma? Oh hombre, él te ha declarado lo que es bueno, y qué pide Jehová de
ti: solamente hacer justicia, y amar misericordia, y humillarte ante tu Dios”

(Miqueas 6:6-8)
Capítulo #2: La importancia de la confesión

¡Cuán bienaventurado es aquel cuya transgresión es perdonada, cuyo


pecado es cubierto! ¡Cuán bienaventurado es el hombre a quien el Señor no
culpa de iniquidad, y en cuyo espíritu no hay engaño! Mientras callé mi
pecado, mi cuerpo se consumió con mi gemir durante todo el día. Porque
día y noche tu mano pesaba sobre mí; mi vitalidad se desvanecía con el
calor del verano. (Selah)

Te manifesté mi pecado, y no encubrí mi iniquidad. Dije: Confesaré mis


transgresiones al Señor; y tú perdonaste la culpa de mi pecado. (Selah)

Por eso, que todo santo ore a ti en el tiempo en que puedas ser hallado;
ciertamente, en la inundación de muchas aguas, no llegarán estas a él. Tú
eres mi escondedero; de la angustia me preservarás; con cánticos de
liberación me rodearás. (Selah)

Yo te haré saber y te enseñaré el camino en que debes andar; te aconsejaré


con mis ojos puestos en ti. No seas como el caballo o como el mulo, que no
tienen entendimiento; cuyos arreos incluyen brida y freno para sujetarlos,
porque si no, no se acercan a ti. Muchos son los dolores del impío, pero al
que confía en el Señor, la misericordia lo rodeará. Alegraos en el Señor y
regocijaos, justos; dad voces de júbilo, todos los rectos de corazón.

El pecado es el terrible y gran enemigo del ser humano. Sin Cristo somos esclavos del
pecado y estamos condenados por El. En Cristo aun somos afectados por el pecado. En
ambos casos, necesitamos confesar nuestro pecado, apartarnos de Él y buscar la gracia
y el favor que Dios promete por la fe en Jesus, para darnos perdón gratuito y una
nueva oportunidad para vivir una vida como Dios quiere.

Hay bendición cuando confesamos nuestro pecado (v. 1-4)


¡Cuán bienaventurado es aquel cuya transgresión es perdonada, cuyo
pecado es cubierto! ¡Cuán bienaventurado es el hombre a quien el Señor no
culpa de iniquidad, y en cuyo espíritu no hay engaño! Mientras callé mi
pecado, mi cuerpo se consumió con mi gemir durante todo el día. Porque
día y noche tu mano pesaba sobre mí; mi vitalidad se desvanecía con el
calor del verano. (Selah)

Este salmo 32 es posterior cronológicamente al salmo 51, el famoso salmo de


arrepentimiento del rey David por su pecado con Betsabe, mujer de Urías (2 Samuel
capítulos 11 y 12). Este salmo nos enseña claramente que existen bienaventuranzas
cuando Dios perdona nuestro pecado somos declarados justos delante del juez de toda
la tierra. Sin embargo, hay dolor, quebranto y ruina cuando callamos y no confesamos
nuestro pecado. Nuestra conciencia, nuestra alma y aun nuestro cuerpo sufren los
efectos del pecado. Recordemos que el pecado es, en esencia, una trasgresión a la Ley
de Dios, es injusticia y es una ofensa directa al Señor y Dios nuestro. Dios lo ve como
algo terrible y lo llama maldad, abominación e iniquidad delante de sus ojos. Por ende,
solo Dios puede perdonar el pecado y solo Dios puede condenar el pecado.

¿Cómo nos afecta el pecado?

 A nivel físico nos consume y afecta


 A nivel emocional nos agota y abate
 A nivel espiritual nos separa del Señor y nos debilita

¿Cómo debo responder al pecado?

 No debo callar sino confesar mi pecado


 No debo gemir de dolor sino clamar a Dios
 Debo inmediatamente buscar el perdón de Dios
 Debo ser intencional antes de perder el vigor

¿Cómo Dios trata con el pecado?

 El lo perdona cuando somos humildes y nos arrepentimos, produciendo paz


por el restablecimiento de nuestra comunión con El que había sido rota.
 El lo cubre cuando corremos a Él, no condenándonos, sino recibiéndonos y
perdonándonos con misericordia
 El no culpa de maldad al pecador arrepentido, sino que lo declara inocente,
dándole libertad y librándolo de la culpa y la vergüenza

Por lo tanto, si hemos pecado o estamos viviendo en pecado constante, debemos


arrepentirnos, buscar al Señor y no callar ni ocultar nuestro pecado. De todos modos,
Dios ya lo conoce y quiere perdonarnos y restaurar nuestra comunión perdida con El,
llevándonos a un lugar de bendición, gozo y paz; pero esto no sucederá si no hay
confesión y arrepentimiento. Por el contrario, si callas y tratas de vivir con el pecado a
cuestas, sufrirás las consecuencias de este y la lejanía de Dios porque el Señor no tiene
comunión con el pecado.

Hay libertad cuando Dios perdona nuestro pecado (v. 5-7)

Te manifesté mi pecado, y no encubrí mi iniquidad. Dije: Confesaré mis


transgresiones al Señor; y tú perdonaste la culpa de mi pecado. (Selah)

Por eso, que todo santo ore a ti en el tiempo en que puedas ser hallado;
ciertamente, en la inundación de muchas aguas, no llegarán estas a él. Tú
eres mi escondedero; de la angustia me preservarás; con cánticos de
liberación me rodearás.

(Selah)

Recordemos una vez más, ¿cuál debe ser nuestra respuesta ante el pecado?

 Arrepentirnos del pecado


 No encubrir más el pecado, sino reconocerlo
 Confesar nuestros pecados al Señor por medio de la oracion sincera
 Orar a Dios para evitar mayores consecuencias desastrosas por el pecado
 Clamar a Dios para librarnos de la angustia de haber hecho lo malo
 Confiar en el perdón de Dios y su gracia que nos libra de la culpa y nos justifica
El gran problema del ser humano es que, por causa de su orgullo y dureza de corazón
no queremos reconocer nuestro pecado, nos vemos justos a nuestros propios ojos, y no
queremos humillarnos delante del Señor. Pero esto es una gran maldad, puesto que el
perdón de nuestros pecados no es gratuito. Dios juzgó nuestros pecados en la persona
de su propio Hijo Jesucristo. El bebió la copa de la ira de Dios hasta el fondo para
salvarnos en la cruz del calvario. El llevó nuestro castigo y la condena por nuestro
pecado. Sabiendo esto, ¿perseveraremos en el pecado?

El pecado distorsiona nuestra percepción de la realidad. Nos engaña y nos lleva a vivir
justificando y racionalizando una conducta que es completamente opuesta a lo que la
Biblia manda y enseña. Dios promete perdonar nuestro pecado y darnos libertad
cuando nos acercamos a Él con un corazón contrito y humillado, arrepentidos y
poniendo nuestra fe en el Señor Jesús.

Hay gozo cuando Dios nos libra de nuestro pecado (v. 8-11)

Yo te haré saber y te enseñaré el camino en que debes andar; te aconsejaré


con mis ojos puestos en ti. No seas como el caballo o como el mulo, que no
tienen entendimiento; cuyos arreos incluyen brida y freno para sujetarlos,
porque si no, no se acercan a ti. Muchos son los dolores del impío, pero al
que confía en el Señor, la misericordia lo rodeará. Alegraos en el Señor y
regocijaos, justos; dad voces de júbilo, todos los rectos de corazón

¿Qué promete Dios cuando abandonamos el pecado?

 Él nos da dirección y sabiduría para la vida


 Él nos rodea de misericordia cuando confiamos en El
 El nos resguarda y bendice con su presencia cuando le obedecemos
 El nos lleva en victoria cuando seguimos sus mandamientos

¿Qué nos advierte Dios?

 No seas necio al rechazar la dirección de Dios


 No seas insensato que necesites un trato más duro del Señor para reaccionar
Puedes pecar, vas a pecar; pero no tienes por qué vivir en pecado. Hay terribles
consecuencias para quien vive en el pecado y no tiene temor de Dios; pero el que confía
y busca a Dios por el perdón la misericordia le rodeará. Dios nos da una nueva
oportunidad para empezar de nuevo.

“¿O no sabéis que los injustos no heredarán el reino de Dios? No os dejéis


engañar: ni los inmorales, ni los idólatras, ni los adúlteros, ni los
afeminados, ni los homosexuales, ni los ladrones, ni los avaros, ni los
borrachos, ni los difamadores, ni los estafadores heredarán el reino de Dios.
Y esto erais algunos de vosotros; pero fuisteis lavados, pero fuisteis
santificados, pero fuisteis justificados en el nombre del Señor Jesucristo y en
el Espíritu de nuestro Dios”

(1 Corintios 6:9-11)

Dios quiere guiarnos en este mundo de maldad, dándonos sabiduría para escoger lo
bueno delante de Él y así poder disfrutar de sus bendiciones. Acerquémonos pues
confiadamente al trono de Dios, al trono de la gracia, al trono de la misericordia, para
hallar favor y perdón abundante.

 No sigas viviendo en el pecado y la maldad.


 Ora a Dios para que te libre del pecado, aun de los que te son ocultos y no
reconoces
 Oye la exhortación y el consejo de quienes Dios ha puesto en tu vida y sobre tu
vida
 Confiesa tu pecado delante del Señor, no seas necio
 Apártate de la maldad y busca la sabiduría que Dios da
 Confía en el Señor, abandona la culpa y la vergüenza
 Confía en Cristo, quien pagó por tu pecado y resucitó para tu justificación.
 ¡Alégrate porque Dios te ha lavado y te ha justificado!

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