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Hugo Gola. Tono y atmósfera.

Siento mucho placer en esta mañana de marzo, en Saint Nazaire. Tal vez se deba al lugar,

tal vez ese placer tenga que ver con otras mañanas vividas hace mucho, muchísimos años,

en Santa Fe. Sentado a una mesa de café, con una taza vacía, estoy envuelto en humo y en

el rumor extraño de voces que llegan hasta mí, dichas en una lengua que entiendo sólo a

medias. Afuera frío y niebla, adentro un ambiente cálido y amable, rostros de color,

francos, de hombres que están ahí para hacer sus apuestas a las carreras de caballos.

Fumadores, bebe- dores, jugadores, gente que me gusta. Difiere mucho de la que uno

encuentra en las calles. Si tuviera que elegir con cuáles convivir, no hay duda que optaría

por los que ahora están conmigo en el café. No obstante ser un lugar nuevo me siento como

en otro tiempo, hace muchos años, en mis lugares habituales. Aunque no pueda leer me

acompañan las voces, los gestos, un entusiasmo contagioso.

El ruido de fondo de un café, su persistente murmullo, son casi siempre para mí un estímulo

que no logro obtener en otro sitio. Recuerdo ahora lo que cuenta Pavese con relación a un

hombre que, al pasar frente al ojo de buey de un barco, entraba en estado de gracia. No es

que me suceda lo mismo. Lo que pasa es que el café me predispone favorablemente. La

ausencia de ruidos estridentes, o de una música agresiva, son para mí virtudes que aprecio.

La fluidez de los murmullos provenientes de la conversación me acompaña y aísla, y en

muchos momentos me permite leer, por ejemplo, con una concentración excepcional. Casi

nunca he podido leer o escribir sentado a un escritorio o a una mesa de trabajo. Tampoco, y

quizá por lo mismo, he podido hacer nunca anotaciones en cuaderno su- puestamente
destinados a ese fin. Tal vez haya una correspondencia entre estas dos situaciones.

Estoy muy a gusto en un café de los tantos que hay en Buenos Aires, frente a una plaza,

vacía casi, en una mañana indecisa de finales de otoño. Aunque es otoño hace frío. El cielo

está manchado de nubes estáticas, más bien bajas, y hay un sol que apenas calienta como si

ya estuviéramos en invierno. El lugar es muy agradable y el ritmo vertiginoso de la calle no

llega a perturbar. La gente que me rodea se distrae tomando café o leyendo los diarios de la

mañana, una costumbre muy difundida. Se está bien en un sitio tan cálido. Claro, el café

está ubicado en un barrio bastante especial de Buenos Aires. La gente pareciera estar, en

este lugar, más distendida que en otras zonas. De todos modos, es este un espacio accesible

a cualquiera, los precios no difieren mayormente de los de otros cafés. Además, hay diarios

disponibles para los clientes. Como muchos otros de la ciudad, éste es también un lugar de

encuentro, de diálogo. Esta vez encontré a la ciudad más abierta y a su gente bastante mejor

dispuesta.

Un amigo, con quien hablamos largamente en días pasados, me hizo saber, con cierto

alivio, que se sentía, después de aquella charla, un poco mejor. Es posible que la palabra

consiga a veces, si no curar –aun- que también lo logre en algunos casos–, sí, atenuar

padecimientos y pesares. Esos trastornos, en ocasiones, tienen origen en un choque de

palabras, quiero decir en un desencuentro de lenguajes. El diálogo con otra persona, cuando

se acierta en el tono, puede destrabar los disturbios, desatar el nudo y hacer que el agua

vuelva a correr. Aquello que se inició por un choque de palabras, y de ideas, es posible que
el lenguaje mismo logre subsanarlo. Importa encontrar la palabra justa, el momento preciso,

y esto sólo se da de vez en cuando. En este caso parece que el diálogo dio en el blanco.

Claro que un alivio momentáneo es apenas un síntoma. Quizá otra conversación ayude otro

poco. Ésta, entre otras, es una de las virtudes de la amistad.

Borges tiene muchos continuadores en todas partes. Lo que no se encuentra fácilmente es

esa gravitación interna que da a la escritura de Borges una intensidad, un tono y un ritmo

que no tiene que ver con las llamadas “virtudes estilísticas”. Su estilo no deriva de una

intención expresa de “escribir bien”, sino de una peculiaridad inherente a su talento, a su

deseo de precisión y aún diría, de claridad. Los que, sin poseer estas virtudes, repiten sólo

las modalidades externas de la escritura borgeana, terminarán en un fracaso. Tanto el tono

como la andadura rítmica de esa escritura, proviene de un identidad intransferible y única.

Dice Cioran: “Si se quiere dar vivacidad al estilo, hay que rozar la incorrección en todo

instante”. ¿Qué es la incorrección? Pienso que es la natural alteración de los procedimientos

escolarmente aprendidos para la lengua escrita. Sujeto, verbo, predicado. Si uno vigila su

escritura para que ésta fórmula sea respetada, el rasgo personal de la expresión se irá

diluyendo. El ritmo, el pulso, el aliento de un texto, no proviene de la observación de las

reglas gramaticales, sino de la atención al tempo interior del escritor, su apego

incondicional a éste.
*De una entrevista con Alfredo Núñez Lanz, egresado de la Ibero y editor.

ANL: Trabajaste como docente durante muchos años, ¿cuál sería el método más preciso de

acercamiento a la literatura desde tu perspectiva?

HG: Lo que puedo deducir, ahora que ya no soy docente, es que lo importante en un trabajo

de enseñanza de la literatura es aproximar a los estudiantes a la experiencia viva de la

literatura. No a la rutina de las academias y las universidades, sino a la presentación

desnuda de lo que está vivo, lo que se va creando permanentemente tanto en la poesía,

como en la narrativa, como en la música, como en la pintura, como en el cine para

sensibilizar a los estudiantes ante una experiencia nueva que les puede dar un sentido a la

propia existencia. Que el estudiante no vaya a aprender cuatro fórmulas, sino que reciba en

los estudios el estímulo para que él busque por sí mismo. En realidad lo que hay que hacer

es despertar la inquietud. Como diría Aldo Pellegrini, un poeta argentino, contribuir a la

confusión general. Crear en el estudiante una especie de sacudimiento para que, por sí

mismo, empiece a hacer su propio recorrido. No repetir lo que el maestro le da, sino

apoyándose en algunos de los elementos que tal vez reciba en la clase, pueda iniciar su

propio camino. Despertar la necesidad de la lectura, de conocimiento y de formación […].

El problema de la escritura de no creo que sea un problema de oficio o un problema de

habilidad, sino una dimensión interior y una relación con el lenguaje que debe ser siempre

nueva.

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