Está en la página 1de 16

ENTREVISTA PARA LA REVISTA LA BALANDRA

–¿Cuál fue tu primer vínculo con la idea de traducir un texto? ¿Cuál fue la razón, si es que la
hubo, que te llevó a ser traductor?
De niño yo creía en la cultura: era mi faceta “integrada”, que incluía la idea de que había que hablar
en lenguas, cuantas más mejor. Cuando en la adolescencia se afirmó mi lado “apocalíptico” –la
noción de que algo más vital se juega en los pliegues y quiebres del lenguaje–, apareció la
literatura como campo de esa dislocación. Me digo que acaso traducir haya sido, sin que me diera
cuenta, una manera de articular esas dos facetas mías. Pero el primer vínculo con la idea concreta de
traducir deriva de la gratitud, del cariño que uno le toma a aquel o aquella –en general un mero
nombre– que nos habilita los goces de un libro extranjero. Surge también de la admiración que
desde chico profesé por escritores de los que fui sabiendo –al interesarme en sus vidas o al tropezar
con sus versiones de otros escritores admirados– que también han sido traductores. Así, en la
prehistoria de este vínculo, como en todas las vocaciones, hay un movimiento de imitación. Me
acuerdo de un personaje de Saer –creo que en Cicatrices– que está traduciendo lenta y
parsimoniosamente un libro, para él nomás. Y yo primero lo intenté para mí mismo. Un tiempo
que viví en Uruguay, solo, a los veinte años, en una vieja casa que mi familia tenía allá, me puse a
traducir un libro que había leído muchas veces, es decir que ya estaba traducido: El extranjero, de
Camus. No tenía a mano un ejemplar en castellano, pero sí el librito en francés, que me habían
regalado, y quise volver a leerlo allí, cerca del mar, donde lo había descubierto a los quince años.
Traducir ayuda a fijar la lectura, cuando uno sostiene con dificultad las estructuras gramaticales al
mismo tiempo que va descifrando una a una las palabras que la informan. Además, quería averiguar
si era capaz de traducir. ¡Qué difícil, Camus! Pocos escritores más difíciles que los que parecen
fáciles. Y no tenía un buen diccionario a mano. Abandoné a las pocas páginas, con el amor propio
vapuleado. No estaría mal, hoy, treinta años después, volver a Camus.

–¿Tuviste maestros que hayan sido claves en tu desempeño profesional?


He tenido maestros de escritura, de periodismo cuando lo practiqué más, de edición al empezar a
hacer ese trabajo. Pero nunca tuve –al menos no cuando habría podido necesitarlos– acceso a los
consejos de un traductor chevronné, como dicen los franceses: un traductor curtido, que se ha
ganado sus “galones”. Uno de ellos, Víctor Goldstein, me ayudó a descifrar alguna vez un giro
oscuro. Pero no fue “clave” en el sentido de esta pregunta, porque yo ya estaba “en la mitad del
camino de mi vida” de traductor. Mis maestros de traducción son todos los escritores que he
leído, incluyendo a los que traduje.

–¿Cuál fue el primer texto que tradujiste y cómo surgió?


El primero que traduje profesionalmente, o más bien los dos primeros, ya que surgieron juntos,
fueron El diablo en el cuerpo, magnífica novela de Raymond Radiguet, y De París a Cádiz, una
crónica de viaje por España, autobiográfica, aunque muy à la mousquetaire, de Alexandre Dumas,
padre. Fueron encargos de Manuel Borrás, el mítico editor de Pre-textos, a quien yo había
entrevistado para la revista 3 puntos a fines de los 90. De caradura, y porque la charla me dio pie, le
dije: “Yo traduzco”. Era una vil mentira. O, como decía una amiga de entonces: “No es mentir, es
anticipar una verdad”. Borrás me pidió una muestra de traducción. Con mi pareja de esa época,
Patricia Minarrieta, preparamos dos fragmentos de El éxtasis material, el mejor libro de Le Clézio,
por entonces inédito en castellano. Parece que nuestra versión no estaba mal, porque Manuel,
aunque no pudo incluir a Le Clézio en sus planes, nos hizo esa doble contrapropuesta: Radiguet, un
lujo para dos principiantes como éramos, y Dumas, que era un libro gordo y complicado sobre todo
por la multitud de topónimos españoles que el autor transcribía erróneamente y que yo debí
verificar sobre un enorme atlas, lupa en mano. Admiro a la gente que traduce en tándem, como
hoy lo hacen espléndidamente Bárbara Belloc y Teresa Arijón. Yo, luego de aquellos dos primero
libros, he preferido traducir en solitario.

–Traducís tanto del inglés como del francés, ¿te sentís igual de cómodo con los dos idiomas o
preferís uno más que otro?
Cuando uno reconoce el tono, el ritmo, las intuiciones o la malicia de un autor, todo eso que
llamamos estilo y que conforma su idioma personal; cuando uno logra conectar esa fuente, a su vez,
con el almacén instantáneo de donde surge la propia expresión verbal, la capacidad poética de uno,
recién entonces el traductor puede estar “cómodo”, sea cual sea la lengua de la que traduce. Esos
momentos de “comodidad” son tan placenteros como puede serlo la propia escritura, cuando uno
está en vena. Ahora bien, sí: yo tengo más vocabulario, o mi vocabulario se me olvida menos, en
francés que en inglés, lo cual me hace menos dependiente, cuando traduzco del francés, de
diccionarios u otras herramientas. Eso me da mayor velocidad de crucero –útil para sobrevivir– y
colabora a un acceso más fluido a mis propias reservas creativas. Pero, aunque saboreo el francés,
no puedo decir que prefiero una lengua a otra: cuando traduzco varios libros franceses seguidos,
llego a extrañar la levedad musical del inglés, su plasticidad sintáctica, su poder de síntesis, que son,
a la vez, su mayor desafío.

–¿Cómo surgió el proyecto de traducir Mecánica de François Bon y cuál sentís que fue la
mayor dificultad?
Fue una propuesta de Damián Tabarovsky, editor de Mardulce. Yo no conocía al autor, pero el libro
me cautivó enseguida. Las dificultades son de dos órdenes. Por un lado, el léxico técnico propio del
mundo de la mecánica automotor, más específicamente francesa, de las décadas del 50 al 70. A esa
nomenclatura pertenecen las piezas de evocación por las cuales, como un Proust de garaje, el autor
va recobrando un tiempo de su vida, de la vida de su familia, de la vida de una clase social
extinguida. La otra dificultad del libro, inseparable de su encantamiento, es su agramaticidad, su
brutal incorrección, una escritura como la erupción de un volcán que escupe fragmentos de mundo y
que no se detiene a reponer el orden preciso del discurso normalizado. Eso que otorga al libro su
fuerza, su pregnancia, su ritmo, al mismo tiempo siembra en él una indecidibilidad que el traductor
debe respetar sin sucumbir a ella. Y conseguir, al menos como efecto, el ritmo que en el caso del
autor ha estado del lado de las causas.

–¿Cómo trabajaste con los tecnicismos presentes en la novela?


Aparte de diccionarios visuales multilingües, apelé a herramientas que, con paciencia de sabueso,
uno encuentra en Internet: planos de los fabricantes de autos, textos y léxicos de facultades de
ingeniería o de escuelas técnicas, foros de fanáticos de la mecánica, manuales del usuario. Indicios
mínimos y a veces casuales te pueden revelar tesoros enchastrados en aceite de motor. También le
hice preguntas a mi ex-mecánico (ex, porque vendí mi auto viejo y soy definitivamente peatón). El
gran Beto antes fue odontólogo, estudiante de medicina, docente de anatomía: a él se le dan muy
bien, los léxicos técnicos.
–¿Considerás que las residencias de traducción ayudan a hacer avanzar un proyecto o
aportan a la dispersión?
Sí a lo primero, sí a lo segundo: según las circunstancias y el estado mental del traductor, sus ganas
de pasear, su plazo para terminar el libro, etc. Hay un equilibrio posible entre el deslumbramiento
con el lugar o la gente con la que uno se relaciona y el sereno éxtasis del trabajo. Yo tuve dos
experiencias muy distintas, pero positivas en ambos sentidos. La primera me abrió incontables
puertas a la geografía, la gente, la lengua y la literatura francesas: y todo eso me constituye como
traductor. La segunda –con el libro de Bon, precisamente– me permitió concentrarme y revisar el
libro muchas veces más de las habituales, y contar con excelentes consultores lingüísticos que hoy
son mis amigos.

–¿Cómo ves la relación entre traductor y lengua particular del escritor?


Creo que ya contesté a esa pregunta. Añadiría que para hallar el camino hacia la lealtad que el
traductor le debe a la lengua del autor, debe proceder con rigor e inspiración a partes iguales. Sin
pretender definir esta palabra tan denostada, creo que la inspiración supone siempre una apertura,
una empatía, el ejercicio de un viaje o translación, desde el otro, o lo Otro, hasta uno: toda
inspiración es, pues, un modo de traducción.

–¿Hay algún/a traductor/a contemporáneo/a en particular a quien admires?


Son muchos: ya nombré a Víctor Goldstein, están Carlos Gardini, Marcelo Cohen, Amalia Sato.
Aurora Bernárdez, que acaba de fallecer. Otros difuntos, como Enrique Pezzoni, con su maravilloso
Moby Dick o sus traducciones de Nabokov; Cortázar, obviamente, por Poe, por El inmoralista de
Gide. Entre los españoles, Carlos Manzano, Miguel Sáenz o Julia Escobar (que tiene un excelente
Michaux). Pero la mejor tradición la tenemos aquí, y está más muy viva.

–¿Tenés algún proyecto “soñado” que querrías traducir, sólo que aún no tuviste la
oportunidad?
Mis proyectos “soñados” se acumulan, porque los editores del mundo se confabulan para preferir
encargarme siempre otras cosas y postergar la oportunidad. Algunos no es oportuno mencionarlos,
aunque sea por cábala. Hay uno, acaso el más anhelado, Sens plastique de Malcolm de Chazal, del
que traduje algunos botones de muestra para el número 6 de Las ranas, y sigo buscándole editor.
Otro es Henri Roorda, del que hoy me doy el gusto de ofrecerle a este número de La balandra
algunos textos inéditos.
EL DESEO DE TRADUCIR A HENRI ROORDA

[Disponible en línea y con fotos:


https://www.infobae.com/america/cultura-america/2019/11/14/viaje-a-la-literatura-de-henri-roorda-
el-autor-sensible-y-satirico-que-tuvo-el-peor-final/ ]

¿Qué hay en la escritura de Henri Roorda que activó en mí el deseo imperioso de traducirlo? El
deseo de traducir es siempre un poco enigmático: se parece al deseo de escribir y al de leer, pero al
mismo tiempo es otro deseo. [Son traductores sin enigma.]
Traer a lo real aquellas intuiciones que preanuncian un texto, el cual hasta el momento no existe
sino en potencia, como deseo acumulado y enervado, como presentimiento de acción y
desencadenamiento, como inminencia de una verdad subjetiva, y hacerlas vivir una cierta vida
nueva, es quizá lo propio de toda escritura.
En el acto de traducción, por una parte ya hay texto, uno que pertenece a otra tradición de lengua, y
que contiene, pre-ensambladas por así decir en una configuración artística propia y definida –esto
es, en una escritura–, todas aquellas intuiciones. Pero el problema persiste: esas intuiciones, que se
hallan confinadas, en latencia, dentro de la relativa opacidad de la lengua del otro, aún deben
encontrar su despliegue y su voz en mi propia lengua; la iluminación, por así decir, de una nueva
escritura, de una nueva configuración que active, en la lengua de destino, el mayor quantum de
aquellas potencialidades que el deseo de traducir ha sido capaz, precisamente, de intuir o discernir
en el original.
El deseo de traducir es deseo de escribir un libro siguiendo minuciosamente el rastro del fantasma
de otro libro, que lo precede; y el traductor –ese “momento” en que la traducción se realiza a través
de su cuerpo– es, él mismo, el ámbito de invocación. Algo del médium, pues, debemos tener los
traductores.
¿Qué es lo que me conmueve tanto, en Henri Roorda, como para que suscite este deseo de
invocarlo, de traerlo de nuevo a la vida? ¿Qué hay en él que moviliza mi solidaridad más profunda,
como para querer encontrar su voz en la mía, o viceversa? ¿Quién fue, para comenzar, ese escritor
de quien casi nadie entre nosotros conocía la existencia –el noventa y cinco por ciento de su obra
permanecía inédita hasta ahora en castellano–, de quien circulan escasísimas traducciones a otras
lenguas y que hasta hace pocos años estaba olvidado incluso en su propia patria, Suiza?
Henri Roorda se suicidó en 1925, abrumado por una profunda incompatibilidad con el orden
material del mundo, con el sistema que nos exige entregar al dios del trabajo y el dinero nuestro
único don y sustancia, el tiempo; y que así devora el sentido de nuestras vidas dejándonos de ellas
tan solo un residuo hueco, un envase gastado. Hay muchos suicidas en la historia del mundo y en la
de las letras en particular, se me dirá; no pocos de entre ellos sucumbieron precisamente por causa
de una especial sensibilidad a lo que tantos seres humanos, menos lúcidos o mejor equipados para
esta guerra, soportamos con entereza, incluso con alegría.
Y precisamente la clave, creo, está en la alegría: Roorda era un delicado humorista, un amante de la
vida, un gran desprejuiciado que durante los 55 años que duró su viaje –la edad que yo tengo ahora–
no hizo otra cosa que intentar abrir los horizontes de lo posible, y no solo para sí mismo, sino
también para los otros: como librepensador, como escritor, como reidor, como espíritu crítico, como
libertario, como pedagogo, como profesor de matemáticas, como padre, como amigo, este perplejo
caminante jamás perdió el asombro ante el espectáculo, por lo general absurdo y no menos
conmovedor, que constituye el prójimo –y para empezar, ese “prójimo” entrañable que es uno
mismo–, ni dejó de afilar el arma suprema de la risa para desactivar paradigmas e imperios. Era uno
de quien, con todo derecho, habrían podido decir, muchos de sus contemporáneos: es el mejor de
nosotros.
En alguna parte escribe Vladimir Nabokov, con palabras que no recuerdo y que no voy a ponerme a
buscar ahora, que la tragedia –y por extensión todo buen libro, aún si se trata de un libro
esencialmente cómico– debe sucederle a uno de “los mejores” para que pueda producir en nosotros
la esperada catarsis. En otras palabras: ni aún el más noble o el más sabio o el mejor dotado ha
podido evitar las trampas que los dioses, el destino, la suerte, el concurso de las circunstancias o sus
inclinaciones más secretas le tendieron con ladina saña: he allí lo que tienen de consuelo, esas vidas
ejemplares, para nosotros.
Henri Roorda estaba equipado con toda la lucidez de su “pesimismo alegre”, con el don del humor,
con la más sutil capacidad de observación, con un invencible amor a la vida. Y sin embargo, fue
devorado. Él mismo intenta “explicarlo” en ese portentoso librito suyo titulado Mi suicidio donde,
un poco a la manera de aquel corresponsal de guerra –un camarógrafo, que filmó su propia muerte–,
el sujeto Roorda retrata hasta las últimas consecuencias al sistema que lo aniquila, pero al mismo
tiempo muestra todo aquello por lo que vale la pena vivir, amar, luchar, gozar y reír.
La primera noticia que tuve de él, el primer libro suyo que leí, hace unos veinte años, es
precisamente ese último que escribió, literalmente en las vísperas del tiro del final. Y sus escasas
cuarenta páginas de deslumbramiento inicial y definitivo activaron en mí uno de los motores
básicos de toda creación (porque la traducción es una de las formas de la creación literaria): la
curiosidad. Quise saber quién había sido, qué más había escrito el paradojal “profesor de
optimismo” que puntuó su larga nota de suicidio con desconcertantes estocadas de humor e
irreverente amor humano. Y me encontré con un enorme corpus de crónicas (o viñetas, como las
calificó, quizás con más justeza, Horacio González durante la presentación del libro, hace pocos
días) que, además de contar un mundo y echar sobre su época la mirada más cálida y crítica de su
“razón jocunda” (la expresión se la tomo prestada a otro de los presentadores, Rafael Cippolini),
ofrecía al apetito del traductor una serie interminable de breves desafíos de estilo. Se estaba
preparando esa inmersión en el otro que es la traducción: fuga de uno mismo y, por eso mismo,
espejo para encontrarse.
De ese vasto corpus elegí Tómelo o déjelo, un libro en que el propio autor compiló, en 1919, unos
setenta textos breves escritos durante el período de la Gran Guerra y originalmente publicados en
revistas satíricas de su época. Con su inusual punto de vista, su pluma elegantísima y su anarco-
hedonismo (González dixit), Roorda se hace cronista de los ecos de la guerra en ese país pequeño y
marginal –solo en apariencia alejado del conflicto bélico por su proverbial “neutralidad”–, donde
sin embargo se cruzan todas las energías que nutren tanto la conflagración como la savia creadora
de Europa: desde hace siglos, Suiza es la caja fuerte del mundo donde se guardan muchos botines,
pero también un refugio de originales, de exiliados, de librepensadores. Traduje buena parte de esos
textos bajo el nevado invierno helvético, gracias a una beca que, entre otras andanzas, me permitió
darme una vuelta por las calles de Lausana que un siglo antes recorrió Roorda, entrañable flanneur.
Con mis compañeros de residencia en la Casa de traductores Looren, hicimos una performance
pública de lectura. Casi disfrazado del bueno de Henri, leí dos de sus crónicas más cómicas y, a la
vez, más melancólicas. Debí ajustar muchas veces los textos que elegí para que resistieran la
oralidad, y estoy seguro de que eso modificó mi manera de “oír” no solo aquellos dos sino todos los
textos que terminarían por componer el volumen.
Cuando hace pocos días Rafael Spregelburd “encarnó” a Roorda en la presentación, fue él quien se
convirtió en su médium para entregarnos algunos fragmentos de la “conferencia sobre el suicidio”.
Pude confirmar entonces que el trabajo para la oralidad que se me había impuesto en Suiza tan solo
para un par de crónicas había acabado por contaminar, para su bien, el resto del libro. Es cierto que
durante la etapa de revisión releí para mí mismo en voz alta, muchas veces, buscando la fluidez y la
naturalidad. Ese actor extraordinario que es Rafael pudo incorporarse el texto y darle voz sin ningún
ripio, como si lo sacara de sí mismo. La traducción y la actuación son dos formas de interpretación,
dos formas de invocación.
A las crónicas o viñetas de Tómelo o déjelo y al singularísimo Mi suicidio, decidí añadir un ensayo
que Roorda consagró al humor y que publicó el mismo año de su muerte: La risa y los que ríen. Ese
texto funciona como una bisagra e ilumina a los otros dos, proveyendo una articulación entre el
humor y el sentido trágico según la visión de Roorda, y al mismo tiempo un sensible retrato de su
propio genio. “Voluble, diverso y demasiado cambiante, [el humorista] no puede fijar su atención
por mucho tiempo en un mismo aspecto de los fenómenos. […] La natural agilidad de su espíritu le
permite franquear, sin darse cuenta, las fronteras que los hombres han puesto entre aquellas cosas
que son ‘serias’ y aquellas que no lo son. Y él puede estar, simultáneamente, alegre y triste.”
Han sido veinte años de espera y de paciente deseo de traducir, que ahora se consuman en la
publicación de este libro. Valió la pena, más allá de los resultados que al lector le tocará juzgar,
porque cuando el libro por fin se materializó, lo hizo con oportunas ayudas, con hermosas
complicidades, con exquisitas compañías. Rara vez un libro traducido suscita la acogida y el amable
revuelo que este provocó en las redes, hace pocos días: “Te felicito y me alegra mucho que seas el
primer responsable de semejante quilombo”, me escribió uno de mis colegas residentes en Looren.
Pocas veces, de hecho, un libro traducido es objeto de una presentación pública, como sí suele
suceder con las novedades editoriales locales. Pocas veces recibe, como ocurrió la noche del 17 de
octubre en Caburé libros, el espaldarazo de unas miradas tan agudas, tan diversas y a la vez
complementarias como las de sus tres presentadores: González, Cippolini y Liliana Heer. Pocas
veces el traductor está allí con ellos, alrededor de la mesa de los espíritus, para sumarse a la
invocación y a la fiesta. Ahora estoy seguro de no haberme equivocado: Roorda “revive” a su
manera entre nosotros, gracias a nosotros, y creo que para quedarse. Hay para ello poderosas
razones. Como dijo deliciosamente Liliana Heer en la noche del Caburé: “Roorda parece decirnos:
acepten pero hasta ahí, practiquen la objeción, perforen apariencias, encuentren ejemplos alojados
en los bordes, continúen las líneas, atraviesen, sumen siempre algún detalle”. Todavía queda mucha
escritura inédita de Henri Roorda, todavía hay muchos divinos detalles a los que dar vida en
castellano, todavía hay mucho deseo de traducirlo para que nos ayude a perforar, gracias al arte de
la objeción, las apariencias.
NOTA SUELTA

Miguel Sáenz, gran traductor de Kafka, de Bernhard, de Grass, sostiene que un traductor «es un
falsario, porque intenta vender como original algo que no lo es; y es un creador (en el mejor de los
casos), si consigue vender algo que vale igual». Yo pienso que existen tantas lenguas como
escritores. La operación de traducir se realiza también en el lector, que se deja invadir por la lengua
extranjera del autor y a la vez se apropia de ella. La traducción es una escritura que intenta suscitar,
al término del viaje desde otra lengua a la propia lengua, un valor igual al de la escritura original,
valor medido en sentidos, connotación, ritmo, belleza, extrañamiento. La lengua de destino es
siempre una nueva lengua. El que traduce se traduce, así como el que lee se reescribe. Como en el
río de Heráclito, no es posible sumergirse dos veces en el mismo libro.

[No sólo no traducimos del portugués, traducimos lenguaje, discurso, poética. Pero no traducimos al
español: traducimos a una lengua-otra, una tercera lengua.
]
CANTO VS SALINAS

Recuerdo que cuando era chico, en una época de mi vida en que leía mucha literatura traducida y
aceptaba tragarme versiones muy españolas de los libros que pensaba que tenía que leer, abordé
muy esperanzado la traducción de [Pedro] Salinas, que venía envuelta en las resonancias líricas del
nombre del autor de La voz a ti debida: una traducción hecha por semejante poeta no podía ser
mala. Pero resultó una gran decepción, que me alejó durante bastante tiempo de la lectura de Proust.
El Proust de Salinas viene como envuelto en plumas, con el gracejo de un orador que tiene cautiva a
su audiencia, es como si todo el tiempo estuviera tomando atajos, haciendo rubato, preocupado por
mantener el ritmo de su propia música, y nos da un Marcel excesivamente cantábile, con cascabeles.
En cambio, en Proust, no es el lector el que está cautivo, sino el narrador, que sostiene y sostiene
estoicamente su discurso sin buscar dorar la vida sino iluminarla con la luz de la ecuanimidad, que
es la de la memoria. La memoria, a pesar de la variedad de color del mundo que alberga, considera
toda esa experiencia bajo una misma luz, como si tuviera un único sabor, como lo sugieren ciertas
ideas de Bergson que están en la base del pensamiento de Proust. Por eso, me parece, la lengua del
escritor es más seca y parca: es una lengua que honra la prosa, que no quiere hacer poesía o que
deja que la poesía se abra paso por sí sola, por decantación. Es una lengua que se toma su tiempo
para todo, jamás se impacienta, no le tiene miedo a ser una lengua lenta, que no está hecha para ser
bailada, porque confía en la profusión de sus ideas, en la minuciosidad de sus descripciones, en la
precisión de sus elucidaciones. Necesita ser seguida con parsimonia y en eso no la ayuda que el
lector se vea tentado a ponerse a zapatear porque el ritmo de la traducción lo arrebata: eso es lo que
pasa con Salinas, incluso para quien esté dispuesto, como yo en aquella época, a asimilar el léxico
peninsular.
Con la traducción de Canto sucede todo lo contrario: ella sigue a Proust con toda fe, a través
de sus valles y montañas, no se apresura, no acentúa lo bello, no poetiza lo triste, no se pone a
cantar las frases y a forzar, para ello, la métrica interna. Hay un ritmo, pero es el ritmo de la prosa.
Estela Canto lee a Proust sin dejarse arrebatar por su propio entusiasmo lírico, lo lee paso a paso,
sin hacer de su recuperación del tiempo una especie de himno (el equivalente musical o poético de
las estatuas), sino que lo restituye con una total irreverencia, con paciente curiosidad, de igual a
igual, que es la mejor manera del respeto a un escritor.
Por supuesto que además sus elecciones léxicas son más afines a nuestro oído rioplatense,
pero eso es secundario. También la traducción del español Carlos Manzano consigue apegarse a la
parsimoniosa parquedad de la lengua de Proust y al sabor de la memoria. Hay varias otras
traducciones realizadas en España desde el momento en que Proust pasó a dominio público. Pero no
se comparan a la de Manzano y a la de Canto. Muchas veces traté de decidir con cuál de las dos me
quedaba, las dos me parecen traducciones brillantes, casi inmejorables.
ESTO VA A ESTAR MAL ESCRITO

Esto va a estar mal escrito, al menos para mis propios parámetros, y seguramente, después, ahora,
también será mal leído. Hoy no tengo ganas de escribir bien, de distraerme con el estilo. Porque mi
capacidad de concentración está en su límite inferior. De modo que van a tener que disculparme y
aceptar esto como un puñado de apuntes inconexos. Hoy no tengo ganas de hablar de la traducción
considerada como una tecnología cultural, o como una tecnología lingüística, porque desconfío
más que nunca de la técnica como instrumento de una acción deliberada sobre el mundo.

Tampoco tengo ganas de hablar de los gajes del oficio, de la situación del traductor, de su estatuto.
Y ni siquiera tengo ganas de hablar de la traducción como el vehículo de un estilo, del mismo modo
que no tengo ganas de hablar o de pensar con estilo. Eso está bien, para mí, en general, pero no hoy.
La razón de todo esto es que tengo un sentimiento de urgencia, que gana incluso este rato que he
logrado apartar, contra viento y marea, de las fuerzas aniquiladoras del tiempo, y dedicarlo a esto:
mi profesión, el tema que me apasiona, la revista que amo, mis amigas y amigos compañeros de
ruta.
Este sentimiento de urgencia viene de algún lugar muy viejo en mí, probablemente; pero se
acrecienta en estos días porque alguien cercano está combatiendo a la parca, naturalmente, con
todas las de perder. Ni siquiera es un amigo tan amigo o tan querido, pero su situación particular me
ha colocado en el lugar donde confluyen una serie de resonancias, por así decir, que tienen mucho
que ver, me parece a mí, con la situación del traductor como mensajero, como cuerpo colocado a
disposición del otro –uno traduce con su mente, con su voz, con sus manos, con su cuerpo–, el
traductor como materia maleable, como materia adaptable.
Por primera vez pensé esto, que tal vez no sea ni muy original ni muy preciso: cuando traduzco al
otro, en realidad me traduzco a mí.

El ABC de traducir es la idea de formular en otra lengua, la lengua de destino, aquello que estaba en
la lengua de origen, langue source et langue cible, dicen los franceses, lengua fuente y lengua
blanco, como si uno lanzara una flecha a la distancia en dirección a un blanco, con los círculos
concéntricos del acierto relativo y de la chambonada potencial, que consistiría en dar en el margen
exterior, o en el montón de paja que sostiene al blanco, o en la frente del desafortunado instructor de
tiro.
No me satisface esta idea, porque supone, en primer lugar, que el blanco, es decir aquello a lo que
voy, el lugar al que traduzco, es decir, el lugar al que traslado el texto de origen, es ya de por sí un
texto que está implícito, algo así como escrito en tinta invisible, en esa página en blanco, en ese
blanco hacia el cual disparo.

¡De ninguna manera! No hay un texto potencial preexistente en la lengua de destino, así como
ni siquiera lo hay en la de origen. Es más, tampoco existe, en sentido estricto, tal cosa como una
“lengua de destino”.

El texto sólo vive en el mensajero: ya sea el traductor o el lector, o para el caso el autor mismo,
considerado como indisoluble emisor/receptor de su propio texto.

¿Cómo llegué hasta aquí, partiendo de mi amigo hospitalizado, desesperadamente necesitado de


mucha hospitalidad? ¿Cómo fue que volví a la traducción desde pensar que me pasaba algo
demasiado urgente como para ponerme a hablar de oficio o de literatura? No puedo reconstruir la
cadena de ideas de manera ordenada, y aquí es donde paso a los apuntes inconexos, al ejercicio de
memoria, para “levantar”, por decir así, todas las notas que no tomé desde hace dos o tres semanas,
y sobre todo desde hace dos o tres días, porque no tuve tiempo ni siquiera para eso.

Me encuentro en el lugar del mensajero, tratando de traducir el lenguaje médico, de interpretar el


espíritu de un amigo, las ilusiones de un amigo, las alucinaciones de un amigo, el balance que en la
lengua de su cuerpo manifiestan las fuerzas contrarias, las pulsiones de vivir o de morir. He sido
testigo de una batalla ideológica entre el discurso médico de mi amigo, él mismo una suerte de
sanador naturista, contra el discurso y el poder fáctico de la medicina, donde aquel ha resultado
derrotado por humillación. Veo a mi amigo, que durante años trató de traducir a ese cuerpo suyo –y
la tentación de decir que en eso fracasó olímpicamente es demasiado fácil y simplista– un cuerpo de
experiencias y lenguajes milenarios que provienen de otras culturas. He tenido que traducir la
situación “realista”, “pragmática” (permítanme pasar estas palabras así, sin análisis, por esta vez) al
lenguaje de sus otros amigos, una especie de comparsa variopinta de orientalistas convencidos y a
veces ingenuamente bienintencionados. He tenido que traducir los códigos de esa tribu a nociones
más elementales y universales –ecuménicas por decir así, o mejor: empáticas– de solidaridad, de
ayuda lisa y llana.
He tenido que interpretar la situación y he tenido que adaptarme yo mismo a ella: el cuerpo es el
mensaje, me digo, porque incluso me duele la misma zona del mío sobre la cual el mal avanza en el
cuerpo de él. Y he llegado a temer que la presión de todas estas transmisiones, de todas estas
traducciones, termine por matar al mensajero.

Entonces me acuerdo de que cuando era adolescente –ya imaginarán cuán neurótico era el
adolescente que fui– escribí en una libreta la siguiente frase-aforismo (pensaba así, con aforismos,
en aquella época, porque leía mucho a Antonin Artaud y tenía como unos trances de escritura). La
frase decía: “Supongo en los otros un discurso inamovible que me obliga a ser yo quien se traduce”.
Bien entendido, había en eso tanto un principio de autocomplacencia –de autocompasión– como un
cierto, incipiente, tímido, inconsecuente movimiento de autocrítica: “Supongo”, decía, y con esta
palabra abría la puerta a la sospecha de que los demás también se traducían para encontrarse
conmigo, aunque yo creyera lo contrario. Esta era mi manera de reflexionar sobre una condición
camaleónica que me angustiaba. Me sentía un perfecto Zelig: quién era yo si siempre me
adaptaba a los otros, quién era yo si era alguien distinto con cada persona con la que me
relacionaba, quién era yo si estaba siempre en tránsito, siempre en estado de traducción.
Presumo que era mi manera un poco exacerbada de ser adolescente: nada grave. Pero me llama la
atención que en mi aforismo ya estuviese presente el verbo traducir, cuando yo no imaginaba ni
remotamente que esta iba a ser mi profesión.

(Cuando pienso ahora en mi aforismo, me acuerdo de un librito de Derrida que nunca he leído
entero, pero que ya en el título me anuncia que tiene algo para decirme: El monolingüismo del otro.
Y el título de otro librito de Derrida: De la hospitalidad, obviamente.)

Y he pensado esto: cuando tomo el texto del otro, es cierto que lo traigo a mi propia lengua. Pero no
como si mi lengua fuese el blanco al que lo arrojo. Primero: mi propia lengua es tan
problemática, inestable, indeterminada, informe, provisional, problemática, improbable como
el nuevo texto que voy a producir mediante esta operación de fusión llamada “traducción”.
No digamos ya el castellano o español, como prefieran, sino mi idioma (es decir, toda mi
experiencia maleable y camaleónica, plásticamente volcada en un lenguaje). Segundo: es tan lícito
pensar que traduzco un texto a “mi idioma”, como pensar que traduzco “mi idioma” al mundo del
texto.
Siempre que voy a buscar al otro, allí donde se supone que él está, para traerlo hacia aquí donde se
supone que estoy yo (¿pero dónde viene a ser este aquí?), necesariamente vamos el uno hacia el
otro.

(Aquí no puedo evitar pensar en todos los migrantes que mueren ahogados en este mismo momento,
mientras tratan de traducirse unilateralmente de sur a norte, sin que el norte vaya hacia ellos, sin que
el norte se deje malear por ese encuentro, cuando el encuentro se produce.
Aquí mismo no puedo evitar pensar que Estados Unidos, el país que supuestamente conduce los
destinos del mundo y cuya injerencia se siente de distintas maneras y en distintos grados en todos
los demás países, es el país donde menos se traduce en todo el planeta. Estamos hablando del 1 ó 2
ó 3 % de su industria editorial, contra porcentajes que van del 30 al 80 % en países periféricos,
alcanzando algo así como el 90 % en un país lingüísticamente solitario como Finlandia.
No puedo evitar pensar en esa diferencia: Argentina es un país de inmigrantes, al igual que Estados
Unidos, pero aquí traducimos frenéticamente. El imperio, en cambio, ha decidido –y no es sólo
una política de Estado, sino también una cultura del monolingüismo– que no vale la pena
ejercitar la empatía aprendiendo la lengua del otro, que no hay razón para traducir, para leer
al otro, para ir hacia el otro que viene hacia Uno. ¿Cómo podría entonces esperarse de ese país una
hospitalidad profunda?
Pero no quiero ponerme abierta y enojadamente político, si es que es posible evadir esa ruta. Sólo
trato de señalar, de paso, un eco geopolítico de esta especie de improvisada antropología de la
traducción.)

En los años 80, abracé sin demasiado análisis –o mejor, abracé sin demasiada lealtad hacia mi
propio instinto– la idea estructuralista de que todo es lenguaje. El lenguaje es el bombardeo de
protones de lo real. El lenguaje es la sustancia del mundo.

No, no lo creo, por la simple razón einsteiniana de que una teoría del mundo debe ser bella, y esta
no me gusta. Es un mundo pixelado, y por lo tanto, rígido, le falta plasticidad, indeterminación
poética.

En este tiempo en que los traductores empezamos a reivindicar económica, social, políticamente
nuestra tarea, se empieza a oír por ahí que la traducción es el nuevo paradigma: que la traducción
nos ayudaría a pensar las relaciones entre los individuos, las relaciones entre individuo y mundo, las
relaciones entre los pueblos, y así hasta el infinito. Confieso que no me tomé el trabajo de indagar
en esta teoría ni tampoco sé a ciencia cierta quiénes la postulan. Pienso que seguramente me
resultará muy halagadora, pero desconfío un poco. Temo que tenga un fondo demasiado
estructuralista. Sería una vuelta de tuerca al “todo es lenguaje”: “todo es traducción”.

¿Cómo puedo compatibilizar la noción de una belleza plástica de la experiencia, de una experiencia
no pixelada y por ende no exclusivamente lingüística, no esencialmente lingüística del mundo, con
la evidencia de que toda relación entre individuos pasa por los lenguajes y supone operaciones
constatables de traducción?

Me digo: la experiencia no es puro lenguaje. Mi propio idioma, “mi patria”, sólo existen en contacto
con los idiomas o patrias de los demás. “La patria es el otro”, decía hace no tanto una locuaz
gobernante. Posiblemente. Yo más bien diría: “El lenguaje es el otro”. Y esto, por razones tanto
positivas como negativas. Las razones negativas: porque la experiencia muere precisamente allí
donde empieza el lenguaje, es decir, donde empieza el otro. La experiencia se hace lenguaje en el
otro, y con ello fatalmente se enajena. Las razones positivas: toda relación con el otro es un hecho
de traducción. Menos mal que no estamos solos, menos mal que la traducción, que la transacción,
que la transmisión, son posibles e inevitables, aun en su precariedad, aun en su inexactitud, aun si
tantas veces el mensaje va a clavarse en un montón de paja.

Un sueño, para terminar. Íbamos por el río, nadando o flotando cada quien en su bote, en su
flotador, en su aura. Avanzábamos con dificultad y una cierta alegría, porque íbamos todos más o
menos juntos, especie de pacífica escuadra acuática. Me alcanzaron una guitarra, en su estuche: la
guitarra del amigo, que era preciso proteger. Verifiqué que el estuche fuese estanco, que flotara, que
no le entrara agua, para no dañar la guitarra. Sin transición, mi gesto de pellizcar el plástico del
estuche para verificar su resistencia al agua, se convirtió en el mismo gesto de verificación, pero
sobre mi propio bote o flotador: resultó ser de un plástico negro, parecido al del estuche, pero
mucho menos resistente, “friable”, como dicen los médicos. No soportó la presión de mis dedos y
comenzó a desmenuzarse, a hacer agua. Me hundí en el acto en un río profundo, marrón pero no
viscoso, del que supe instantáneamente que no saldría vivo.

El traductor pone el cuerpo, y está en peligro, tiene que ponerse en peligro, porque de ese peligro,
de esa inestabilidad atómica entre su idioma y el mundo del otro nace la posibilidad de la fisión. No
quiero que andar salvando guitarras de otros termine por hundirme a mí, por borrar mi idioma o mi
mundo. Me pregunto: ¿cómo hago para que la empatía no me borre, en un mundo donde la omisión
de empatía nos aniquila?
Me parece que todavía puedo salvarme si pienso que la experiencia, intransferible y no
necesariamente lingüística, late más acá del lenguaje que ella alumbra en la fisión con los otros. ¿He
allí, tibia, trémula, una reivindicación del silencio por debajo de las corrientes del lenguaje?

No sé si la traducción es el nuevo paradigma. No sé si tenemos razón cuando decimos que todo


buen traductor es un autor. No sé si el traductor está justificado porque va contra la corriente de la
historia, al dedicarse en cuerpo y alma a colisionar mundos, a pasar mensajes. Sólo sé que no es
casual que yo sea traductor, y que cuando decimos “lengua de destino”, podríamos decir también:
“mi destino es la lengua”.

El año que estudié antropología me impresionó un texto de un tal John Leach, que leímos en un
práctico. Decía que el ser humano, en su babélica complejización de los mensajes, había dejado de
compartir universalmente la seña única que los miembros de una misma especie animal emiten de
manera instintiva para mostrarle al otro, potencialmente su enemigo o su competidor, esa condición
de iguales, de compatriotas, de miembros de la misma especie. Parece que hay un gesto por el que
dicen: de acuerdo, tú ganas pero no me mates, yo también soy un león, yo también soy un antílope,
yo también soy un tero o un pez espada.
Levanto mi pata, mi trompa y mi copa a la salud de los traductores, esperando que sus módicos
gestos ayuden un poco a que la humanidad recupere el antiguo gesto olvidado.

Perdonen ustedes si me fui un poquito de tema.


RESPUESTAS A LA REVISTA TÉLAM, “¿PUEDE UNA TRADUCCIÓN MEJORAR EL
ORIGINAL?”

No estoy seguro de que cuadre responder a la cuestión: “¿puede una traducción mejorar el
original?”. Sospecho que antes cabe preguntarse: “¿debe una traducción mejorar el original?”. Y yo
creo que la respuesta es no, no debe. Pero, en caso de que debiera, ¿con qué criterio discernir lo que
sería mejorar? ¿Cómo juzgar, por ejemplo, si Borges mejoró o empeoró Bartleby, the Scrivener?
¿Mejor para quién, para el original de Melville o para la traducción de Borges? Mejorar puede a
veces ser un modo de empeorar, cuando lo específico de un texto se juega en su heterodoxia. Pero
no hay autoridad que detente la ubicua jurisdicción necesaria para dictaminar de qué lado del bien
estamos. Igual que sumar uvas con sandías (o pedirle peras al olmo), comparar el texto de origen
con el texto de destino solo es posible en términos relativos. Desde el punto de vista del texto
original, el texto traducido es siempre peor, puesto que es otro. Antoine Berman contabilizó los
modos de “deformación” por los que la traducción “destruye” su fuente: son numerosos y, en buena
medida, inevitables. Para decirlo en un lenguaje menos catastrófico, si una traducción fuera juzgada
en términos de imitación, tal como la ejercen muchos actores, sería sin duda un producto fallido: un
imitador que ni siquiera habla la lengua de su modelo, ¡dónde se ha visto! He allí tal vez el
parentesco entre parodia y traducción: en El gran dictador, Chaplin “traduce” el discurso de odio de
Hitler en la glosolalia de su personaje, Adenoid Hinkel. La imitación produce risa; la traducción
aspira en cambio a encender una trama de efectos compatible con la que suscita el original… ¿Será
eso el “aura” de un texto? No sabría decirlo. El único traductor cien por ciento fiel, el único
triunfante, que sin duda no mejora ni empeora el texto fuente, es Pierre Menard, autor del Quijote
que pergeñó Borges, seguramente desvelado por preguntas análogas a las nuestras. Los demás
traductores, los de carne y hueso, debemos asumir las infinitas formas de la pérdida, siempre
guiados por el deseo utópico de conservarlo absolutamente todo, y por la deontología resultante. Por
eso tal vez sea más sensato hablar de “interpretación”: el traductor no debe prometerse reponer
exactamente a Kafka, a Duras, a Lispector, sino intentar reescribirlos, interpretarlos según su leal
saber y entender, inevitablemente subjetivos. Queda dicho: la traducción es una de las formas de la
reescritura, como por otra parte también lo es la lectura. Todo lector se apropia impunemente del
texto que lee y lo recrea, lo crea a nuevo, pero paga por esa apropiación con su propia identidad:
soy otro porque he leído. Más allá de la problemática del etnocentrismo, toda lectura y toda
traducción nos colocan en la doble posición de conquistadores y conquistados: como dos países que
se invadieran mutuamente –y con ello se transformaran ambos–, o dos brujas que se hechizaran una
a la otra, o dos enamorados que al imantarse –no falla– se destruyen. Ningún libro existe sino en el
espacio de la consciencia de su lector, y no hay dos lectores iguales: jamás dos personas leyeron un
mismo Quijote; jamás una persona leyó dos veces el mismo Fausto.
¿A quién le pasa el tiempo: al libro o al lector? Una gran traducción no tendría por qué
envejecer más que el gran libro del que deriva. Tampoco necesariamente menos: la suerte de ambos
no está atada de una manera lineal. La necesidad o el deseo de re-traducción no necesitan ampararse
únicamente en un presunto envejecimiento de la/s versión/es predecesora/s. Aunque tales puedan
ser, desde luego, las razones del mercado. También hay otras razones: pensar que puedo hacerlo
mejor; pensar que puedo hacerlo de otro modo; pensar que puedo hacerlo para mi época o para mi
territorio lingüísticos, para mi estado de la lengua, a la luz de otra sensibilidad o de acuerdo con una
interpretación distinta.
Borges o Cortázar no solo tradujeron en el sentido literal, profesional del término –como lo
hicieron, respectivamente, con Faulkner o con Yourcenar, con Henri Michaux o con Poe–, sino que
también trasladaron, en tanto que escritores, tradiciones literarias y filosóficas enteras desde un
ámbito histórico-lingüístico a otro: hermosas traiciones que requieren profunda lealtad, una lealtad
antropófaga, como siempre que se funda una nueva tradición. Si entre autores el plagio es robo,
entre culturas el contrabando es ley. Y creo que pocas cosas pueden enseñarle más a un escritor,
pocas pueden llenar su caja de herramientas a rebalsar de recursos, de intuiciones, de
procedimientos y de atajos; pocas pueden impregnar su memoria sensible y darle una mayor
plasticidad retórica; pocas pueden afinar su instrumento y preparar sus dedos y su oído para las
escalas, los arpegios, los tempos y silencios expresivos; pocas pueden cambiarlo, arrasarlo,
inspirarlo y constituirlo en tanto que autor, como el ejercicio sostenido y diverso de la traducción.
No es garantía de talento, pero una lengua bien elongada, una imaginación bien informada, un tono
bien temperado, por esa gimnasia a la vez improbable y gozosa que es la traducción, sin duda
deberían ayudar.

También podría gustarte