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Conceptos clave

en los estudios
de género
Volumen 1
Conceptos clave
en los estudios
de género
Volumen 1

Hortensia Moreno y Eva Alcántara


Coordinadoras

Universidad Nacional Autónoma de México


Programa Universitario de Estudios de Género
México, 2016
Este libro fue sometido a un proceso de dictaminación por parte de académicas externas al
Programa, de acuerdo con las normas establecidas por el Comité Editorial del Programa
Universitario de Estudios de Género de la Universidad Nacional Autónoma de México.

d.r. © 2016, Universidad Nacional Autónoma de México


Programa Universitario de Estudios de Género
Torre ii de Humanidades 7o piso, Circuito Interior
Ciudad Universitaria, 04510, Cd. Mx.

Diseño de la colección:
Estudio Sagahón/Leonel Sagahón y Marcela Morales
Cuidado de la edición:
Cecilia Olivares Mansuy
Corrección de estilo y de pruebas:
Alberto Alazraki y Gabriel Soto
Imagen de portada:
Rosana Mesa Zamudio
Formación, interiores y forros:
Alina Barojas Beltrán

Primera edición
Junio de 2016

isbn: 978-607-02-7927-0

Esta edición y sus características son propiedad de la unam. Prohibida la reproducción total
o parcial por cualquier medio sin la autorización escrita del titular de los derechos patrimoniales.

Impreso y hecho en México


Índice

9 Introducción
Hortensia Moreno y Eva Alcántara

15 Afectividad y emociones
Priscila Cedillo Hernández, Adriana García Andrade
y Olga Sabido Ramos

35 Ciencia y género
Fabrizzio Guerrero Mc Manus

51 Diferencia sexual
Karine Tinat

63 División sexual del trabajo: espacio público, espacio


privado, espacio doméstico
Myriam Brito Domínguez

77 Espacio y género: problemas, momentos y objetos


Paula Soto Villagrán

91 Familia: en resignificación continua


Lucía Melgar

105 Feminicidio
Mariana Berlanga Gayón

121 Feminismo y psicoanálisis


Cristina Palomar Verea

139 Feminismos
Ana Lau Jaiven

155 Género
Marta Lamas

171 Globalización
Griselda Gutiérrez Castañeda
187 Homosexualidad
Rodrigo Laguarda

197 Interseccionalidad
Nattie Golubov

215 Medios de comunicación y nuevas tecnologías


Aimée Vega Montiel

233 Poder: relación de fuerzas, enfrentamiento, lucha, batalla


María Inés García Canal

247 Pospornograf ía
Fabián Giménez Gatto

263 Prostitución/trabajo sexual


Pamela J. Fuentes

277 Representación
Adriana González Mateos

289 Teoría queer


Mauricio List Reyes

307 Trans
Alba Pons Rabasa y Eleonora Garosi

327 Transfeminismo(s)
Sayak Valencia

339 Violencia de género


Roberto Castro

355 Referencias complementarias

387 Semblanzas curriculares


A quienes han despertado nuestra curiosidad
y compartido sus respuestas.

Introducción

Hortensia Moreno
Eva Alcántara

Una de las tareas más importantes que se ha propuesto el Programa Uni-


versitario de Estudios de Género (pueg) de la unam es convertirse en
un espacio de interlocución, lo cual implica generar condiciones para la
discusión de los temas que constituyen el eje de su existencia. Entre los
factores que propician esta tarea figura, de manera sobresaliente, la pro-
ducción editorial. Desde el pueg se busca impulsar la publicación de textos
originales que den cuenta de un rico y diverso panorama de pensamiento
teórico y metodológico. Este libro pretende contribuir a la articulación
de la comunidad académica dedicada a la investigación, la docencia y la
extensión de los temas de género y feminismo.
Cuando la doctora Helena López, desde la Secretaría Académica del
programa, nos propuso coordinar este libro, lo imaginamos no como un
diccionario, sino como una colección de ensayos. Nuestro interés fue reunir
textos en los que se realizara una especie de mapeo temático que permitiera
entender el uso y la importancia de una serie de términos indispensables
para sistematizar una perspectiva teórico-metodológica en los estudios
de género dentro del contexto actual. Nos entusiasmó la posibilidad de
exponer ante el público de las ciencias sociales y las humanidades cuáles son
las herramientas teóricas que utilizamos para pensar una serie de temáticas
indispensables en este campo.
10 HORTENSIA MORENO Y EVA ALCÁNTARA

Un libro de esta naturaleza es una aventura editorial. El primer reto fue


la selección de los términos. Hicimos un primer acercamiento a partir de
la revisión cuidadosa de dos volúmenes (Evans y Williams 2013; Pilcher y
Whelehan 2004). Una primera lista de términos surgió a partir de la compa-
ración de los índices de estos dos libros. En esta fase notamos de inmediato
dos detalles dignos de mención. Primero, no había una coincidencia entre
las dos propuestas; esto puede deberse a su diferencia en el tiempo, pero
también a los diferentes aspectos que las autoras decidieron enfatizar y sus
respectivas orientaciones pedagógicas. Segundo, algunos términos que
a nosotras nos parecen importantes no aparecen en ninguna de las dos
colecciones. Con esta guía como punto de partida, elaboramos una lista
de palabras y tratamos de compaginarla con una lista de nombres propios.
Como toda selección de esta índole, la nuestra padece la intervención
de la suerte. Muy temprano en la empresa nos dimos cuenta de que no
tendríamos éxito si no lográbamos comprometer a un grupo muy nutrido
de personas que, con su participación, le dieran forma y contenido al pro-
yecto. Es decir, el libro no podía diseñarse desde la aspiración abstracta de
completar una lista ideal de conceptos, sino desde el compromiso concreto
de especialistas que brindaran su tiempo y tuviesen la disposición para
responder a nuestras principales preguntas.
De este modo, iniciamos la laboriosa tarea de invitar a nuestras y nues-
tros colaboradores por las vías que nos fue posible: con quienes coincidimos
en el tiempo y el espacio, hablamos directamente, pero la mayoría de las
invitaciones las hicimos por correo electrónico; para nuestra creciente sor-
presa, las personas a quienes invitamos respondieron casi en su totalidad de
manera afirmativa y entusiasta. Así, aunque la lista tuvo que reelaborarse
varias veces, en cierto momento tuvimos la certeza de que estábamos muy
cerca de satisfacer nuestras aspiraciones. Cuando la lista llegó a un total de
45 entradas y 48 colaboradores, decidimos dividir el libro en dos volúmenes
por motivos editoriales, administrativos y estratégicos.
El resultado ha sido más que satisfactorio. En un tiempo récord hemos
logrado conjuntar un total de 22 entradas para el primer volumen. Tenemos
un grupo selecto y diverso de especialistas que reúne a personas brillantes y
muy jóvenes con figuras de larga trayectoria y sólido reconocimiento, proce-
dentes de varias instituciones de educación superior. Pretendemos que los
textos sean de utilidad tanto para quienes realizan una primera exploración
INTRODUCCIÓN 11

del territorio como para quienes son expertas o expertos en algún sentido,
pero requieren una guía para abordar nuevos parajes. De esta manera, las
autoras y los autores que participan en este libro escribieron con la enco-
mienda de hacer un esfuerzo de síntesis sobre la temática de su especialidad.
Esto significa que el libro reúne verdaderos tesoros, pues quienes escriben
conocen a fondo la complejidad del territorio que recorren.
Es notable el esfuerzo de traducción y reflexión realizado por colabo-
radoras y colaboradores. Nos han entregado un conjunto muy rico de plan-
teamientos y discusiones, siempre desde un posicionamiento crítico en el
sentido definido por Foucault en “¿Qué es la crítica?”: “un proyecto que no
cesa de formarse, de prolongarse, de renacer en los confines de la filosof ía y
sus alrededores, contra ella, a sus expensas, en la dirección de una filosof ía
por venir, quizás en el lugar de toda filosof ía posible” (Foucault 1995: 5). El
pensador afirma que la actitud crítica se contrapone a la idea —originada en
Occidente alrededor de la pastoral cristiana— de que cada individuo debía ser
gobernado y dejarse dirigir hacia su salvación en una relación de obediencia.
De esta gubernamentalización —dice Foucault— no se puede disociar la
cuestión de cómo no ser gobernado; la actitud crítica implica entonces “una
especie de forma cultural general, a la vez actitud moral y política, manera
de pensar, etc., que yo llamaría simplemente el arte de no ser gobernado o
incluso el arte de no ser gobernado de esa forma y a ese precio. Por tanto
propondría, como primera definición de la crítica, esta caracterización ge-
neral: el arte de no ser de tal modo gobernado” (Foucault 1995: 7).
A partir de esta idea, más que textos llenos de citas y referencias a pie
de página, pedimos a quienes colaboraron en esta tarea que escribieran
ensayos. Elegimos este tipo de escritura porque invita a exponer de manera
libre, con estilo propio, algunas claves sobre el conocimiento acumulado
en torno a un tema. Cada texto traza una posible ruta de reflexión para
explorar el denso continente de los estudios de género. Con frecuencia, las
rutas de los textos se entrecruzan y muestran que el campo está conformado
por una red de términos y referentes. El libro propone mapas que invitan
a explorar un camino propio. Alentamos a quienes se acercan a este libro
a iniciar el trayecto por cualquiera de las entradas, para después explorar
los puentes que en él se sugieren o brincar a una nueva región, según pre-
fieran. Indicamos en letras negritas los términos que están presentes en el
conjunto, para orientar una primera aproximación. Pero el libro también se
12 HORTENSIA MORENO Y EVA ALCÁNTARA

puede leer en el orden en que se presenta, que es la disposición arbitraria


y azarosa del alfabeto.
En su recuento de las revoluciones científicas, Thomas Kuhn dice que
en los libros de texto, en cuanto vehículos pedagógicos, la historia de la
ciencia suele describirse como una empresa acumulativa, y que los cientí-
ficos como grupo —aunque no solo ellos— tienden “a ver el pasado de su
disciplina como un desarrollo lineal hacia su situación actual”. Es decir, una
buena parte de la escritura acerca de la ciencia tiene la función de disimular
el papel e inclusive la propia existencia de las revoluciones científicas, para
dar la impresión de que la ciencia avanza en una sola dirección y sin dema-
siados tropiezos. Por ese motivo, solo se refieren “a las partes del trabajo de
científicos del pasado que pueden verse fácilmente como contribuciones al
enunciado y a la solución de los problemas paradigmáticos de los libros de
texto” (Kuhn 1971: 215).
En contra de esta idea de avance lineal, los ensayos aquí reunidos re-
construyen —en la medida de lo posible— la genealogía de ciertos términos.
Entrar a una temática por este camino permite traspasar la frontera de su
familiaridad engañosa. Redescubrir que, más que conceptos, se trata de
significantes enlazados con debates apasionados que han mantenido la
vigencia de este campo particular. Por lo tanto, las entradas de este libro no
pretenden ocupar el lugar de las definiciones; más bien son un inventario
de vocablos que invitan a desentrañar su racionalidad.
No siempre es sencillo entender cuáles son los principales problemas
implicados en un campo temático. El discurso de la ciencia suele ocultar la
existencia de conflictos y contradicciones internas en el quehacer científico.
En contraste, el libro que presentamos se propone mostrar las transiciones
sucesivas de las temáticas desarrolladas, transiciones que —ya lo subrayaba
Kuhn— no son en absoluto pacíficas, sino profundamente perturbadoras
por su capacidad para modificar concepciones y, en última instancia, para
cambiar el mundo.
La historia de las ciencias sociales y las humanidades parece estar
signada de manera permanente por las crisis. En este libro se encontrarán
debates, discusiones e inclusive disputas teóricas, metodológicas y políti-
cas. Las entradas señalan con claridad algunas lagunas, preguntas primor-
diales y nudos conceptuales que mantienen vivo el tema que abordaron.
El territorio franqueado está en conflicto, pero eso no significa que sea
INTRODUCCIÓN 13

incomprensible. El trabajo cartográfico que realizaron nuestras y nuestros


colaboradores proporciona herramientas conceptuales inmersas sin duda
en una red de compromisos que, como dice Kuhn, aportan “a quien practica
una especialidad madura” las reglas para entender “cómo son el mundo y
su ciencia” (Kuhn 1971: 78).
Los términos aquí reunidos representan puertas de entrada que brindan
referentes fundamentales para identificar a autores clave o textos de con-
sulta imprescindibles. Cada autor y autora reunió además una lista extensa
de referencias que será de mucha utilidad para quien desee profundizar
en alguna de las áreas abordadas. Esta bibliograf ía se incluye al final del
volumen en el orden alfabético de su pertenencia temática.
El principal logro de este volumen es presentar una aproximación
descriptiva que permite descifrar los “paradigmas” que envuelven
nuestros principales modelos de investigación. Pensamos que, al final,
hemos cumplido con el objetivo de enunciar y definir los problemas y
los métodos de nuestro campo; y, sobre todo, de proponer los términos
de un lenguaje común, de modo que fortalezcamos la pertenencia a una
comunidad con la que se puede trabajar, dialogar y discutir. No se trata
de imponer, sino de compartir consensos, con la conciencia siempre
clara de que cualquier consenso es provisional y debatible. Sin embargo,
hacen falta puntos de partida y acuerdos razonables para llevar a cabo un
debate racional e informado dentro de los límites que proporciona este
andamiaje forzosamente artificial.

Referencias

Evans, Mary y Carolyn H. Williams (comps.). 2013. Gender / The Key Concepts, Londres
y Nueva York, Routledge.
Foucault, Michel. 1995. “¿Qué es la crítica? [Crítica y Aufklärung]”, en Daimon, revista
de filosof ía, núm. 11, pp. 5-25.
Kuhn, Thomas S. 1971. La estructura de las revoluciones científicas, México, Fondo de
Cultura Económica.
Pilcher, Jane e Imelda Whelehan. 2004. Fifty Key Concepts in Gender Studies, Londres,
Sage.
Afectividad y emociones

Priscila Cedillo Hernández


Adriana García Andrade
Olga Sabido Ramos

Introducción

¿Qué significa sentir? ¿Es algo cultural o biológico? ¿Qué efectos tienen los
otros en lo que sentimos y viceversa? ¿Cómo puede estudiarse aquello que
sentimos? Estas son solo algunas de las preguntas que se inscriben dentro
del denominado giro emocional y afectivo en las ciencias sociales, que he-
mos presenciado en años recientes. Si bien el interés por las emociones ha
estado presente en otros momentos de la historia intelectual de Occidente,
la conformación de un campo específico de investigación a este respecto
comenzó hacia 1970, cuando se renovó el interés por el significado y las
implicaciones de las emociones desde la perspectiva de disciplinas como la
filosof ía, la psicología y la sociología. Este viraje se profundiza en la década
de 1990 bajo otras coordenadas analíticas y disciplinarias: los llamados
estudios sobre el affect,1 provenientes no solo de la filosof ía o la psicología,
sino también de los estudios culturales y las neurociencias.
En este recuento de procedencias disciplinarias, los estudios feministas y
de género merecen mención aparte, ya que, por un lado, este giro emocional

1 La palabra affect se ha traducido como “afección”, ya que no es un equivalente de afectividad ni


de afecto, sino que se relaciona con la manera en que el cuerpo es afectado por los otros y puede
afectarlos emocionalmente. Sin embargo, debido a la complejidad del concepto y su multiplicidad
de definiciones, nosotras hemos optado por dejar el término en inglés.
16 PRISCILA CEDILLO, ADRIANA GARCÍA Y OLGA SABIDO

y afectivo tiene como antecedente las obras acerca de la vida y el trabajo


emocional de las mujeres realizadas por teóricas como bell hooks, Audre
Lorde y Arlie Hochschild en las décadas de 1970 y 1980 (Gorton 2007);
y, por otro lado, el diálogo fructífero —aunque a veces tenso— que han
mantenido respecto de dichas temáticas las estudiosas feministas, preocu-
padas en particular por señalar el papel que desempeñan las emociones y
los afectos en la reproducción de las jerarquías de género (Gorton 2007;
Pedwell y Whitehead 2012).
Este escrito tiene como objetivo no solo mostrar un breve panorama
de los estudios recientes sobre las emociones y la afectividad en ciencias
sociales, sino también exhibir la importancia de este viraje para algunos
problemas relevantes del feminismo y los estudios de género. Para ello,
plantearemos las condiciones sociales y analíticas que han posibilitado la
emergencia de campos de investigación distintos (estudios de las emociones
y affect studies), así como algunas discusiones conceptuales entre ambos. En
seguida daremos cuenta de ciertos temas que pueden ser fructíferos para
los estudios feministas. Finalizaremos con varios problemas a discutir en
el campo de la emoción y la afectividad, así como algunos trazos sobre lo
que ocurre en relación con este campo en nuestras latitudes.

Condiciones sociales y analíticas que influyeron en la aparición de


estudios sobre emociones y afectividad en las ciencias sociales

El reciente interés por las emociones y la afectividad en las ciencias sociales


dependió de ciertas condiciones sociales y analíticas. Sin ofrecer un ejercicio
exhaustivo, señalaremos algunas de las principales problemáticas sociales
y discusiones disciplinarias que consideramos necesarias para entender
este viraje.
Por lo que toca a las condiciones sociales, indudablemente el movi-
miento feminista de la década de 1960 (la segunda ola del feminismo), la
revolución sexual y los movimientos sobre diversidad sexual formaron
parte de los acontecimientos que marcaron este giro emocional y afectivo,
ya que en conjunto cuestionaron duplas centrales de la organización de las
sociedades occidentales como emoción-razón y público-privado. Con ello
hicieron del ámbito de lo íntimo y sus desequilibrios, jerarquías y exclusiones,
AFECTIVIDAD Y EMOCIONES 17

un problema público tanto en el amor y el placer como en las identidades


de género y las relaciones entre hombres y mujeres; en la organización del
trabajo doméstico y no doméstico, y, por supuesto, en el sexo, la sexualidad
y las identidades sexuales. Inclusive, la aparición de estos movimientos en el
ámbito político propició un vuelco hacia el estudio de las emociones. James
Jasper señala cómo las reivindicaciones otrora vergonzantes se convertirían
en material de orgullo desde muchas formas de protesta, como la marcha
lésbico-gay y el movimiento queer, entre otros (Jasper 2013: 51).
A lo anterior se sumaron las consecuencias de la epidemia del vih/sida
en la década de 1980. La movilización de grupos feministas y de la diversi-
dad sexual hizo visible2 un problema de salud pública que permanecía en
los márgenes. Resulta paradigmático el caso de la feminista Judith Butler,
quien ha insistido en que sus intereses académicos —como los del movi-
miento queer— son producto de la falta de atención pública a las víctimas
del vih. Según esta autora, la muerte de miles de personas a causa de esta
enfermedad (mayoritariamente varones homosexuales en los inicios de
la epidemia) la obligó a reflexionar sobre los mecanismos a través de los
cuales las sociedades distinguen a aquellos por quienes vale la pena llorar
de aquellos por los que no. Así, puso en evidencia cómo los rituales de
duelo públicos “olvidan” a quienes viven una vida precaria (Butler 2015).
Ahora bien, la impronta de los grupos feministas y de la diversidad
sexual para posicionar la dimensión afectiva y emocional de las problemá-
ticas que los movilizaron en el ámbito público se inscribe en un proceso
más amplio. Aquel que Elaine Swan denominó “emocionalización de la
sociedad” (v. Pedwell y Whitehead 2012: 116). Para Swan, en las sociedades
occidentales contemporáneas dicha “emocionalización” se observa a partir
de dos aspectos interrelacionados: el incremento de la importancia de las
emociones en la esfera pública, por una parte, y la representación de estas
como una vía de acceso a la “verdad” sobre los individuos y las relaciones
que mantienen entre sí, por la otra.
En este marco pueden enumerarse varios problemas sociales que, en
última instancia, no solo dieron origen a las preocupaciones de quienes

2 “Visible” en el sentido de Remi Lenoir, quien señala que los problemas sociales (en este caso,
de salud pública) cobran visibilidad gracias al trabajo de evocación y legitimación que distintos
actores llevan a cabo y que culmina con el reconocimiento público (estatal) de dichos problemas
(Lenoir 1993).
18 PRISCILA CEDILLO, ADRIANA GARCÍA Y OLGA SABIDO

investigan las emociones y los afectos, sino que subyacen a estas; entre
ellos están:

• El uso de las emociones para afianzar valores patriarcales y nacionalis-


tas, por ejemplo, a través de las contiendas políticas o de los medios de
comunicación masiva. Así, uno de los temas de discusión de los recien-
tes estudios sobre el affect entre las principales teóricas del feminismo
contemporáneo es la tergiversación del mantra feminista “lo personal es
político” por parte de grupos conservadores. Kristyn Gorton señala que
particularmente en Estados Unidos se han utilizado las emociones para
legitimar valores patriarcales y nacionalistas, por ejemplo, exacerbando
el odio contra prácticas sexuales que se califican como “anormales” y se
perciben como una amenaza para la nación (v. Gorton 2007).
• El posicionamiento de distintas formas de terapias como prácticas
cotidianas (psicoanálisis, grupos de doce pasos, etc.), así como el in-
cremento de los talk shows que dan cuenta de la creciente importancia
de las emociones y su manejo en el ámbito de lo público, y que se rela-
cionan con el aumento de trastornos psicológicos como la depresión
y el estrés (v. Gorton 2007).
• Las consecuencias afectivas del capitalismo trasnacional en la forma-
ción de las identidades; en particular, en el vínculo entre consumo y
expresión del yo que lleva aparejada la promesa de “felicidad” para
quienes consumen (v. Muñiz 2014).
• Los procesos migratorios, que enfrentan a los migrantes con modos
de existencia y sensibilidad distintos (v. Sabido 2012), así como el cre-
ciente carácter multicultural de las sociedades, el cual tendría efectos
similares a los de la migración.
• Los legados coloniales y de esclavitud, y los subsecuentes procesos de
reconciliación nacional, así como los procesos de (re)construcción
de la nación (v. Pedwell y Whitehead 2012) luego de las luchas por la
liberación colonial o en el marco de las guerras civiles (v. Gorton 2007).
En América Latina —pensamos en Colombia en particular— esto se
constata en los problemas asociados con la guerrilla y el narcotráfico
(v. Blanco 2014).

Sin ser un correlato de lo que ocurre en ciencias sociales —las cuales


operan con autonomía relativa—, estos problemas sociales han sensibilizado
AFECTIVIDAD Y EMOCIONES 19

a los investigadores para que presten atención a la dimensión afectiva y


emocional de las sociedades, e incluso para que los consideren como as-
pectos constitutivos de la vida social (cf. Bericat 2000). Con ello en mente,
pasemos ahora a las condiciones analíticas que marcaron este viraje.
Para empezar, es preciso señalar que el estudio de las emociones, los
sentimientos y el affect en las ciencias sociales está relacionado con el de-
nominado desdibujamiento de las duplas del pensamiento, cuyo referente
central ha sido el cuestionamiento al binomio cartesiano cuerpo-mente.
Pero en el terreno de las emociones y los afectos, otra de las duplas cues-
tionadas es la que opone la razón a la pasión, identificada por Susan Bordo
como “la masculinización cartesiana del pensamiento”, ya que circunscribe
el ámbito de las emociones y las pasiones a lo propio de “cuerpos histé-
ricos” femeninos (Williams y Bendelow 1996: 125). Al respecto, tanto las
ciencias sociales como algunas corrientes de las neurociencias convergen
en problematizar tales oposiciones para arribar a un mejor entendimiento
de lo que sentimos.
Por una parte, en las ciencias sociales se ha señalado que la emoción
está relacionada con procesos cognitivos, ya que representa “una forma de
tratamiento de la información, a veces más veloz que nuestra mente cons-
ciente” (Jasper 2013: 52). Incluso algunos autores señalan que referentes
aparentemente ideacionales y carentes de materialidad, como los “valores”,
no pueden entenderse si no es en relación con las emociones. Por ejemplo,
en sociología se señala que la legitimidad, la indignación moral, el ansia de
justicia y la solidaridad implican “valores embebidos de emoción” (Collins
2009: 28).
Por otro lado, en el amplio espectro de las neurociencias llama nuestra
atención el caso de Antonio Damasio, referente central de este viraje. En
El error de Descartes: emoción, razón y el cerebro humano (2005), Damasio
establece que la emoción “asiste al proceso de razonamiento” (Damasio 2005:
2). Para este autor, “cuando se eliminan por completo las emociones del plano
del razonamiento, como ocurre en determinados estados neurológicos, la
razón resulta ser todavía más imperfecta que cuando las emociones nos
juegan malas pasadas en nuestras decisiones” (Damasio 2005: 4).
Así pues, una de las premisas en la que convergen estas orientaciones
(sociales y naturales) del conocimiento, así como sus intentos de inter-
sección, se refiere a que asumen que las emociones se experimentan en el
20 PRISCILA CEDILLO, ADRIANA GARCÍA Y OLGA SABIDO

cuerpo y son resultado de una compleja interacción entre el organismo, el


cerebro y la sociedad.
En el denominado turn to affect (giro hacia el afecto), si bien existen
cruces con el estudio de las emociones, es posible agregar otros referentes.
Esta postura no solo toma como premisa el desdibujamiento de las duplas
cuerpo-mente y/o razón-pasión, sino que se beneficia de la “sociología
del cuerpo” de la década de 1980 (Blackman 2012: 2). Siguiendo los
pasos de la fenomenología merleau-pontiana, así como de sus relecturas,
los autores de los estudios sobre affect parten del hecho de que los cuerpos
no son entidades estables y fijas, sino que suponen procesos y relaciones
con otros cuerpos. Por lo mismo, tener un cuerpo y actuar con el cuerpo
supone que este afecta a otros y se ve afectado por estos (Blackman y Venn
2010: 9; Blackman 2012: 2). En esta tradición, affect se refiere a “aquellos
registros de la experiencia” que afectan al cuerpo (Blackman 2012: 17),
cuya intensidad los localiza fuera del “discurso de las emociones” o de la
“representación de los sentimientos” (Blackman y Venn 2010: 15).
Por último, una cuestión interesante es que tanto la contemporánea
sociología de las emociones como el giro afectivo coinciden en la necesi-
dad de establecer cruces transdisciplinarios con las neurociencias. En el
mismo sentido, insisten en generar lo que desde Dogan y Pahre podemos
denominar “conceptos híbridos” (Dogan y Pahre 1993) que den cuenta de
la co-determinación y co-emergencia de las otrora duplas del pensamien-
to (e.g., Donna Haraway y el concepto de naturaleza-cultura) (Blackman y
Venn 2010: 10).

Emoción y affect: diferencias conceptuales

Las discusiones teóricas a propósito de las emociones y el affect parten de


una primera consideración: no existe una definición clara de los contenidos
de estas palabras; incluso pueden encontrarse entremezclados el término
“emoción” con las palabras “sentimiento”, affect y “afectividad”. Por ejemplo,
Jonathan Turner y Jan Stets, en su libro La sociología de las emociones, de-
finen emoción como el concepto que “subsume los fenómenos denotados
por otras palabras como sentimientos [sentiments], affect, feelings, y otras
similares empleadas por teóricos e investigadores” (Turner y Stets 2005: 2).
AFECTIVIDAD Y EMOCIONES 21

Sin embargo, a pesar de la plasticidad de los conceptos es posible hacer


un mapeo de las dos grandes vertientes que en la actualidad estudian este
campo —y que hasta aquí hemos considerado—: la tradición de la sociología
de las emociones y la tradición del affect.
Aunque diversas categorías sociológicas clásicas tienen una carga
emocional, el desarrollo propiamente de una “sociología de las emocio-
nes” surge a partir de la década de 1970 en el marco de la sociología es-
tadounidense con algunos autores y autoras significativos como Theodor
Kemper, David R. Heise, Robert Plutchik, Arlie Hochschild y Thomas
Scheff (Turner y Stets 2005: 1; Bericat 2000).
En los desarrollos más recientes se pueden observar subramas de esta
disciplina, acordes con el grado en que se suponga que la emoción está
determinada biológica o culturalmente. Por un lado está la visión de las
“emociones básicas”, que supone emociones transculturales inscritas en
nuestro cuerpo y cerebro como producto de una necesidad de supervi-
vencia. En ese sentido, en las emociones básicas no solo se activan las
mismas regiones cerebrales, sino que hay correlatos faciales y sensoriales
específicos para cada emoción. Al decir de Ruth Leys (2014), la clasifica-
ción de Paul Ekman ha sido la más influyente, e incluye felicidad, tristeza,
enojo, miedo, asco y sorpresa. Hablar de emociones básicas supone afir-
mar que hay otras que no lo son y tienen un componente cultural o están
socialmente construidas. A menudo las emociones básicas se asocian con
la parte más primitiva del cerebro (la amígdala) y las secundarias con la
parte “más reciente” (el neocórtex) e implican un proceso cognitivo.
Otra subrama dentro del estudio de las emociones cuestiona la divi-
sión naturaleza-cultura y asume que todas están construidas socialmente.
Por ejemplo, Steven Gordon afirma que “a través del proceso de sociali-
zación los individuos aprenden un vocabulario emocional que les permite
nombrar sensaciones internas asociadas con objetos, eventos y relacio-
nes” (citado en Turner y Stets 2005: 3). De esta suerte, no existirían emo-
ciones totalmente biológicas.
Además de estos estudios, podemos hablar de una tercera rama que no
pone el acento en descifrar la emoción, sino en que se trata de un producto
relacional que aparece en situaciones específicas. Aquí podemos citar a
Randall Collins (2009), Margaret Wetherell (2012, 2014) y Norbert Elias
(1998, 1999). El primero destaca la energía emocional que aparece en los
22 PRISCILA CEDILLO, ADRIANA GARCÍA Y OLGA SABIDO

encuentros situacionales entre seres humanos, pero que puede propagarse


más allá del momento. Wetherell enfatiza que el affect es contextual, lo cual
supone no solo una cultura o momento histórico, sino a quiénes se encuen-
tran, con qué habitus (o maneras afectivas ritualizadas) lo hacen y qué se
produce en el momento en esa relación efectiva (y afectiva) entre dichos
participantes. Por su parte, Norbert Elias profundiza en la forma en que
las personas se enlazan formando redes cargadas de emociones y afectos.
Respecto de los estudios del affect, puede afirmarse que son mucho
más recientes que la investigación enmarcada en las emociones. El ”giro
afectivo” que surge desde la década de 1990 se centra en la noción del
affect, término que intenta designar una “disposición fisiológica general
que antecede a la emoción”, anterior a esta “teórica, temporal, filogenética
y ontogenéticamente” (Biess y Gross 2014). Es decir, se asume que es un
evento independiente y anterior a cualquier significado, creencia u opera-
ción de conciencia. Es decir, es algo que se percibe (awareness) y se siente
corporalmente, pero que es previo a los significados sociales. Además,
el concepto de affect, a diferencia del de emoción, incluye en sí mismo la
relación con el entorno. Es decir, el affect es la posibilidad de afectar y sen-
tirse afectado sensorialmente (a lo que posteriormente se le podrá atribuir
un sentido, razón o interpretación) por y en relación con otros cuerpos.
Margaret Toye (2015) afirma que, dentro de la tradición del affect, es
posible hacer una subdivisión a partir de la forma en que se define este
concepto. Una vertiente, preconizada por el psicólogo Silvan Tomkins y con-
tinuada por Eve Kosofsky Sedgwick, habla del affect como algo que puede
ser delimitado y nombrado, además de que se le pueden atribuir valencias
positivas y negativas. La otra, de herencia deleuziana y en principio desa-
rrollada por Brian Massumi, ve el affect como algo que escapa al lenguaje
y que sin embargo tiene efectos en el propio cuerpo y en la relación con el
otro (es algo que afecta). En contraste, para estos autores, las emociones
serían aquello que se puede definir culturalmente. Otra característica de
esta última vertiente es que recurre a una visión relacional del afecto y que,
a decir de Toye, tiene reminiscencias de la écriture feminine de Kristeva que
permite “una existencia que escapa al lenguaje falogocentrista” (Toye 2015).
AFECTIVIDAD Y EMOCIONES 23

Importancia de los estudios sobre la afectividad y las emociones para


la teoría feminista

Después de este breve panorama respecto a las discusiones teóricas sobre


emociones y affect habrá que señalar algunas de las referentes principales de
estos campos de estudio. Nos detendremos en Arlie Hochschild (sociología
de las emociones),3 Teresa Brennan y Sara Ahmed (affect studies), dada su
clara orientación feminista. En seguida, nos centraremos en la importan-
cia que revisten los estudios sobre emociones y afectividad para algunos
problemas relevantes del feminismo.
Respecto a Arlie Hochschild podemos decir que existen dos categorías
centrales en su propuesta: “reglas emocionales” (feeling rules) y “elaboración
de las emociones” (emotion management). Acerca de las primeras señala
que la sociedad dicta ciertas normas respecto a cómo, qué y cuándo sentir
(Hochschild 2008: 145-147); la elaboración de las emociones se refiere a
la capacidad de evocar o suprimir un sentimiento (Hochschild 2008:
141). El argumento central de esta autora es que en la sociedad tanto
las “reglas emocionales” como la “elaboración de las emociones” están
diferenciadas genéricamente y por ello hay una dimensión política en la
configuración social de las emociones. Una de las insistencias de Hochschild
es que existe una “explotación emocional” relacionada con ciertos trabajos
en los que, por lo general, se suele demandar a las mujeres un excedente de
trabajo emocional en comparación con los hombres (Hochschild 2008: 141).
Por su parte, Teresa Brennan y Sara Ahmed forman parte del grupo
feminista interesado en los estudios sobre el affect.4 Si bien ambas usan de
forma indistinta los términos affect y emoción, es notoria la cercanía con la

3 Otra socióloga que ha tratado el tema de las emociones recientemente, aunque desde otras
coordenadas, es Eva Illouz. Su propuesta no busca definir qué son las emociones en general,
sino qué papel desempeñan en la actualidad. Por ello, no la hemos incluido aquí. Sin embargo,
en varios de sus libros ha desarrollado la idea de que la psicología y el psicoanálisis se han con-
vertido en una parte estructural de las sociedades modernas, ya que al tematizar las emociones
y los intercambios emocionales han contribuido a que estos desempeñen un papel crucial en
lugares públicos como la empresa. Sin embargo, esto no ha significado una humanización del
capitalismo, sino una utilización y manipulación emocional para los propios fines del capital
(Illouz 2007).
4 Krystin Gorton (2007) también identifica como integrantes de este grupo a Lauren Berlant,
Anne Cvetkovich, Sianne Ngai, Elspeth Probyn, Denise Riley y Eve Kosofsky Sedgwick.
24 PRISCILA CEDILLO, ADRIANA GARCÍA Y OLGA SABIDO

primera tradición. En su revisión sobre el tema, Krystin Gorton considera


que ambas permiten abordar modelos de contagio afectivo en los cuales
se enfatiza qué hacen y cómo circulan los afectos, en particular cómo son
vividos a través del cuerpo (Gorton 2007).
Así, para Brennan —proveniente del psicoanálisis— el affect está
relacionado con los intercambios de energía (Toye 2015). En esa medida,
se interesa por la transmisión de los afectos. Si bien señala que en Occi-
dente se procura que el individuo esté a salvo de intrusiones emocionales
(v. Gorton 2007), Brennan insiste en que es posible “sentir la atmósfera”
y con ello captar los estados emocionales de los otros; por tanto, dejarnos
influir por ellos. Esta autora recurre a una explicación que combina factores
culturales, biológicos y neurológicos.
Por su parte, Sara Ahmed muestra cómo, al circular, las emociones
coadyuvan a configurar los cuerpos; por ejemplo, racialmente, pero
también genéricamente. Con ello Ahmed presta particular atención a
subjetividades corporizadas que se forman a partir del contacto con los
otros; es decir, parte de una perspectiva relacional en el abordaje de las
identidades. Asimismo, esta feminista hace hincapié en la forma en que
las relaciones espaciales (cercanía y distancia) afectan el modo en que sen-
timos (v. Gorton 2007).
Ahora bien, estas referencias forman parte de una recepción más
amplia, en el movimiento feminista, de las preocupaciones que subyacen
a los estudios sobre las emociones y el affect. Es importante señalar que
la recepción de los estudios del affect en el feminismo ha sido más bien
crítica. Autoras como Anne Cvetkovich y Ranjana Khanna se niegan a
utilizar dicho término, pues consideran que hace invisible el legado de
su propia tradición (v. Pedwell y Whitehead 2012). Sin embargo, nos
parece que hay algunos temas que han sido compartidos, rescatados y/o
discutidos por algunas feministas y que permiten observar la relevancia
del campo de las emociones y el affect para el feminismo.
En primer lugar, estos estudios (especialmente los del affect) apuntan al
desdibujamiento de duplas como cuerpo-mente y razón-emoción. Es decir,
reconocen la corporalidad de los seres humanos y su carácter sintiente, por
un lado, y las relaciones entre emociones, affect, conocimiento y poder.
En esa medida avanzan hacia una definición de cuerpo que se intersecta
con procesos cognitivos y emocionales y con la capacidad del primero
AFECTIVIDAD Y EMOCIONES 25

para afectar y ser afectado. Con esto, además, convocan a la colaboración


transdisciplinaria.
Asimismo, los estudios sobre el affect y las emociones hacen visible
una dimensión propia de la experiencia cotidiana, a saber, la afectiva, que
contiene una gama de emociones, afectos y sentimientos que vinculan a
unos seres humanos con otros y que excede su expresión discursiva y/o
individual; con ello, ofrecen la posibilidad de repensar la forma en que el
poder conlleva una carga emocional que le es constitutiva —en términos
de género, raciales y de clase—, por una parte, y cómo se construyen las
subjetividades a través de las relaciones afectivas, por la otra (v. Pedwell y
Whitehead 2012). En este sentido, exploran el papel de la afectividad en la
reproducción de jerarquías y exclusiones, pero también en sus posibilidades
para iniciar y consolidar procesos de solidaridad y resistencia.
Además, la perspectiva relacional que aparece en algunas propuestas
tanto de la sociología de las emociones (Collins, Wetherell y Elias) como de
los affect studies, al hacer hincapié en las relaciones más que en los individuos,
abre la posibilidad de pensar las repercusiones afectivas de las relaciones
sobre las acciones individuales; es decir, en cómo las acciones están guiadas
por la forma en que sentimos y el modo en que nuestros cuerpos responden
(v. Gorton 2007).
Finalmente, algunas teóricas feministas que se han dedicado a los estu-
dios del affect indagan sobre el papel que este desempeña en el lenguaje en
la conformación de un “yo afectivo” (Denise Riley), o sobre la forma en que
ciertas emociones —como la vergüenza o la ira— pueden tener una lectura
positiva y productiva, toda vez que la emoción misma devela aspectos de
las relaciones que mantenemos con los otros (Elspeth Probyn) (v. Gorton
2007 y Gould 2012).

Problemas conceptuales y metodológicos

En este apartado enumeraremos algunos problemas conceptuales, meto-


dológicos e incluso políticos que identificamos en los estudios sobre las
emociones y el affect.
El primer problema es de corte conceptual y tiene repercusiones me-
todológicas. Se refiere a que no hay una definición unívoca de emoción ni
26 PRISCILA CEDILLO, ADRIANA GARCÍA Y OLGA SABIDO

de affect. Inclusive, parecería que estas dos ramas, que tienen intereses
tan similares, carecen de interconexiones. Dentro del propio campo de
las emociones esta dificultad parece tener raíces en la diferenciación
entre emociones básicas y secundarias que sostienen una gran cantidad
de estudiosos del tema. La diferenciación no es meramente conceptual,
sino que supone una posición ontológica. Si asumimos que compartimos
emociones como especie, más allá de las particularidades culturales, admi-
timos a un ser humano apegado a la necesidad de reproducción biológica.
Desde esta perspectiva, el ser humano y sus acciones (emociones) existen
y aparecen siempre como consecuencia de la necesidad de la especie. Si,
por el contrario, asumimos que las emociones son significaciones cultu-
rales, entonces el ser humano es más que un ente biológico y sus acciones
tienen un sentido que trasciende a la especie y a la mera reproducción.
De este modo, si se está en uno de los extremos, no es necesario buscar
explicaciones más allá de lo biológico; por el contrario, desde la perspec-
tiva cultural, lo biológico es simplemente reduccionista y por ende poco
útil para la explicación de la vida social.
En el caso del affect, algunos autores afirman que está en la raíz de la
emoción (Tomkin); de ser así, la diferencia es conceptual: se trata de dos
partes del mismo proceso. Quizá por eso entre los sociólogos de las emo-
ciones ha aparecido la teoría del affect control como parte de la tradición.
Por el contrario, para Massumi y todos los que se refieren al affect como
excedente de sentido (o fuera del sentido social), emociones y affect son
distintos. El affect es algo que existe como totalidad, pero solo se delimita
en sus efectos o en sus registros conscientes. El affect parece tener más
relación con los actuales desarrollos de la neurociencia, que muestran
cómo la capacidad de procesamiento consciente es infinitamente menor a
la información recibida sensorialmente (Wetherell 2012: 63).
Así, las definiciones globales iniciales marcan la pauta para la gene-
ración de tradiciones de investigación que se comunican poco entre sí:
otro problema es que hay una deriva disciplinar o de especialización que
impide establecer puentes. Por ejemplo, la sociología de las emociones es
un campo en sí mismo en el que encontramos tradiciones tan distintas
como la mencionada affect control theory, que se aplica al estudio de los
movimientos sociales y la manipulación política; la teoría del ritual, que se
aplica al estudio de grupos y organizaciones, así como de las emociones ahí
AFECTIVIDAD Y EMOCIONES 27

generadas; la teoría de la identidad y las emociones; la teoría cultural y de


las emociones, y la posición del interaccionismo simbólico y las emociones.
Ahora bien, la multiplicidad de definiciones conceptuales en estos
estudios tiene implicaciones metodológicas (Jasper 2013: 49). Al respecto
podemos detectar al menos tres dimensiones problemáticas: su temporali-
dad, su comunicabilidad y su medición u observación metodológicamente
controlada. Para dirimir el problema de cómo identificamos un estado
emocional o afectivo, se han presentado tipologías basadas en la duración
de la experiencia emocional: de las más inmediatas a las más duraderas.
Por ejemplo, Jasper distingue entre las reacciones inmediatas al entorno,
como las pulsiones (urges) o emociones reflejas, y otros estados que se
caracterizan como “estados de ánimo” que perduran en el tiempo, como
amor, confianza, admiración, e inclusive “emociones morales” como la
indignación y la compasión (Jasper 2013: 50). No obstante, este autor se-
ñala que las emociones “aparecen mezcladas” e igualmente se encuentran
“secuenciadas” (de la decepción a la ira, por ejemplo), por lo que una
salida a este problema es el estudio de las emociones y estados de ánimo
en los grupos a largo plazo (Jasper 2013: 61). Es decir, el problema con-
ceptual deviene empírico: ¿una emoción duradera deja de ser emoción
para convertirse en estado de ánimo?; ¿es el affect un estado de ánimo
que transita a distintas emociones? Estas preguntas quedan sin resolver
por falta de precisión conceptual y por ende aparecen amplios márgenes
para la interpretación en cada autor y propuesta.
Otra dimensión tiene que ver con la comunicabilidad de la emoción,
esto es, con la manera en que se expresa una emoción o sentimiento y
cómo esto puede tener un registro en la investigación empírica. Respecto
de esta dimensión, Arlie Hochschild señala que existen reglas de expresión
emocional (expression rules) codificadas socialmente (Hochschild 2008).
Eduardo Bericat ha insistido en la relevancia de esta distinción, ya que
para él “la distinción entre experiencia emocional y expresión emocional”
tiene implicaciones en la investigación: “Metodológicamente implica que
es preciso tener en cuenta las sutiles formas en que la emoción es comu-
nicada. En culturas expresivas, la emoción es obvia, pero ello no significa
que no esté presente en culturas menos expresivas” (Bericat 2000: 161). El
problema metodológico es aquel al que se enfrenta cualquier estudio feno-
menológico: capturar la experiencia en el lenguaje supone una mediación
28 PRISCILA CEDILLO, ADRIANA GARCÍA Y OLGA SABIDO

que no alcanza a retratar lo sentido. Esto es mucho más relevante para el


caso del affect, que supone una experiencia más allá del lenguaje.
Para paliar esto se han diseñado técnicas como “la medición de la ener-
gía emocional” (Collins 2009: 183) provocada en una interacción, que va de
la introspección, la observación de posturas y movimientos corporales, y la
captación en videos y grabadoras de movimiento de ojos, tonos de voz y
expresión facial, hasta la prueba de “niveles hormonales” (Collins 2009: 189).
Respecto a esto último —a saber, el registro directo del estado corporal—,
se han planteado propuestas similares para el caso del affect; por ejemplo,
Julián Henriques, que estudia las vibraciones producidas en el salón de baile,
utiliza el espectrograma de frecuencia y aparatos para medir la sangre y el
pulso cardiaco (Blackman y Venn 2010: 15) para dar cuenta de un sentido
integral del movimiento corporal y cómo afecta y se ve afectado. Con todo, la
medición de la intensidad emocional o flujo afectivo (como flujo de energía
y/o como experiencia) sigue siendo un tema de discusión metodológica.
El segundo problema que identificamos tiene que ver con que algu-
nas subramas de los estudios de emociones parten del individuo como el
locus de la investigación, si bien hay algunas propuestas que parten de una
perspectiva relacional (como en Collins, Wetherell y Elias). Por ejemplo,
Turner y Stets afirman que la diferencia entre psicología y sociología es
que los sociólogos “colocan a las personas en un contexto y examinan
cómo las estructuras sociales y la cultura influyen en la aparición y flujo de
las emociones en los individuos”. Pero esto también resulta problemático
pues, como vemos, lo social está puesto en los contenidos culturales y los
contextos sociales, pero no en la interacción.
Por su parte, los estudios sobre el affect carecen de una perspectiva
histórica, aun cuando consideran las relaciones de los individuos entre sí,
e inclusive con objetos o actores no humanos. De ahí la fuerte crítica de
Margaret Wetherell a la propuesta sobre el affect de Sara Ahmed, porque
este aparece descontextualizado. Si solo se entiende la emoción como
“movimiento”, sin un actor con anclaje social, es poco probable compren-
der a cabalidad la dimensión afectiva en el contexto de la vida cotidiana.
Por ejemplo, el estudio de las emociones convencionales, como el odio en
textos racistas, no permite entender cómo es que dicha experiencia afec-
tiva se presenta en las prácticas cotidianas (Wetherell 2014: 21) y situadas
históricamente (agregaríamos nosotras).
AFECTIVIDAD Y EMOCIONES 29

Otro de los grandes problemas de los estudios del affect es su propuesta


transdisciplinaria. Aun cuando estos estudios abarcan disciplinas que van
de las neurociencias a las ciencias sociales y las humanidades, pasando por
los “estudios culturales”, hay que advertir sobre los límites y riesgos de una
colaboración transdisciplinaria (Blackman y Venn 2010), en particular, en
términos de la importación de conceptos provenientes de las neurociencias.
Papoulias y Callard señalan que pueden distinguirse dos usos de las neuro-
ciencias entre los teóricos del affect provenientes de disciplinas sociales o
humanistas: uno, que utiliza los argumentos neurocientíficos para legitimar
sus propias propuestas (según Papoulias y Callard, aquí estarían los trabajos
de Brian Massumi, William Connolly, Elizabeth Grosz y Elsbeth Probyn).
El segundo uso busca comprender las bases afectivas de las prácticas y la
forma en que esto coadyuva a entender su carácter movilizador entre perso-
nas, lugares, entidades y objetos (aquí estarían los trabajos de Sara Ahmed,
Lisa Blackman y Clare Hemmings). Si bien autores como Blackman y Venn
apuestan por esto último, no dejan de advertir los riesgos metodológicos
que conlleva, ya que el affect excede las metodologías representacionales
basadas en el lenguaje y la vista al atender a una dimensión inconsciente.
Finalmente, identificamos dos problemas políticos en relación con el
cruce entre estudios de emociones y affect con las discusiones feministas.
Primero, la reticencia de algunas feministas para hablar de emociones debido
a la asociación social y simbólica entre estas y lo “femenino”. Por otro lado,
quienes sí han hablado al respecto —particularmente en estudios sobre duelo,
trauma o depresión— ofrecen una salida voluntarista a una problemática
estructural (como ha señalado Bourdieu [2005] respecto a los grupos de
ayuda feministas), ya que convocan a la formación de redes de solidaridad
y resistencia que no logran paliar ni explicar las condiciones estructurales
del sufrimiento (en este caso, a propósito de la dominación masculina).

Reflexiones finales: emociones y afectividad en América Latina y


México

Como en muchos otros temas, son más visibles los trabajos sobre emo-
ciones y affect europeos y anglosajones; sin embargo, esto no quiere decir
que no existan trabajos al respecto en América Latina y México. De hecho,
30 PRISCILA CEDILLO, ADRIANA GARCÍA Y OLGA SABIDO

podemos apreciar un incipiente proceso de institucionalización a través de


asociaciones, revistas y redes. En 2007, se registró por primera vez la mesa
“Sociología de las emociones y del cuerpo” en la Asociación Latinoamericana
de Sociología (alas). En el siguiente congreso, realizado en Buenos Aires,
Argentina (2009), no solo se dio continuidad a esa mesa, sino que también
se anunció la edición de la primera revista electrónica especializada de la
región, Revista Latinoamericana de Estudios sobre Cuerpos, Emociones y
Sociedad (Relaces), y la conformación de la Red Latinoamericana de Es-
tudios Sociales sobre las Emociones y los Cuerpos (Sabido 2011). Destaca,
además, la Red Nacional de Investigadores en los Estudios Socioculturales
de las Emociones (Renisce), organizada por académicas y académicos de la
fes-Iztacala de la unam y del iteso-Guadalajara, que lleva ya cinco años
de funcionamiento organizando coloquios cada año, además de diversas
publicaciones especializadas.
Entre las publicaciones y líneas de análisis representativas destaca el
trabajo de Alicia Lindón, quien ha señalado que el estudio de la ciudad
en tanto experiencia afectiva supone la intersección de diversas discipli-
nas como la geograf ía humana, los estudios urbanos y las geograf ías de
género, entre otras. La autora muestra que es necesario explicar desde
las ciencias sociales la vivencia corporal del miedo en el espacio público
diferenciado por género (Lindón 2009: 9). También está el trabajo de
Paula Soto Villagrán (2013), que relaciona género, espacio y emoción; por
ejemplo, la forma en que el miedo urbano también tiene género. Por otro
lado destaca la investigación de Myriam Jimeno Santoyo, Crimen pasional.
Contribución a una antropología de las emociones (2004), donde la autora
da cuenta de la “ambigüedad de los principios culturales sobre el amor y
las relaciones de pareja” (Jimeno 2004: 245). A partir del análisis de las
representaciones del crimen pasional presentes en los códigos penales,
así como del uso de expedientes y testimonios, Jimeno explica cómo el
“crimen pasional” no es un “arrebato emocional instintivo”, sino que en su
ejecución participan “modelos sociales aprendidos” (Jimeno 2004: 240).
Por su parte, Helena López (2014) ha explicado el giro afectivo en ciencias
sociales, donde el feminismo queer define la emoción y el afecto como
un excedente de sentido que va más allá del discurso. La propuesta de
López pretende utilizar estas herramientas para el análisis de los efectos
del performance como espacio de protesta afectiva, por ejemplo. Se trata
AFECTIVIDAD Y EMOCIONES 31

aquí de reconocer el carácter corpóreo y sintiente de los seres humanos y


el impacto que pueden recibir de otros seres humanos en performativi-
dad (y viceversa). Y, aunque en una veta no necesariamente asociada con
el género, es importante incluir el relevante trabajo de Rossana Reguillo
acerca del miedo en la Ciudad de México, referente imprescindible en los
estudios sobre violencia en nuestro país.
Como esfuerzos colectivos, es importante hacer referencia a la colec-
ción titulada Emociones e Interdisciplina de la Renisce, coordinada por
Rocío Enríquez Rosas y Oliva López, cuyo primer volumen es el libro Las
emociones como dispositivos para la comprensión del mundo social (2014).
También el libro coordinado por Miguel Ángel Aguilar y Paula Soto Villa-
grán, Cuerpos, espacios y emociones (2013), que busca vincular la discusión
geográfica con la corporalidad y sus sentires. Finalmente está el volumen
colectivo Cuerpo y afectividad en la sociedad contemporánea. Algunas
rutas del amor y la experiencia sensible en las ciencias sociales, coordinado
y editado por Adriana García Andrade y Olga Sabido Ramos (2014), donde
se tratan líneas de investigación relacionadas con emociones, afectividad
y cuerpo, así como sus entrecruces. Desde diferentes trabajos las autoras
se orientan hacia un viraje de las emociones a los “vínculos afectivos” de
Norbert Elias.
Ciertamente, estos son solo algunos ejemplos de lo que se produce en
nuestras latitudes. Pero es muestra de cómo las emociones y el affect tras-
cienden fronteras y resultan imprescindibles para cualquier investigación
o aporte feminista en la actualidad.

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Ciencia y género

Fabrizzio Guerrero Mc Manus

Hace diez años, a comienzos de 2005, el doctor Lawrence Summers alcan-


zó fama internacional tras afirmar que los hombres eran biológicamente
superiores a las mujeres en las áreas de matemáticas y ciencias. Que lo
diga cualquier académico resulta vergonzoso, que lo diga quien entonces
era el rector de la Universidad de Harvard es francamente un escándalo.
Habría que añadir que el doctor Summers sostenía que dichas diferencias
eran explicables en términos netamente biológicos puesto que, según él, la
discriminación laboral por motivos de género ya no existía en la academia.
Para este investigador, por ende, las diferencias obedecían a causas genéticas
a las cuales se les sumaba una falta de compromiso por parte de las mujeres,
ya que estas temían ser incapaces de cuidar a sus hijos apropiadamente si
tenían largas jornadas de trabajo. Vale la pena hacer notar que durante el
periodo en que dicho investigador fue rector, el porcentaje de contrataciones
a mujeres disminuyó de 36 a 13% (Goldenberg 2005).
Más recientemente (en abril de 2015) se dio a conocer el caso de un
revisor anónimo que rechazó un artículo para una de las publicaciones de
Public Library of Science (plos) tras considerar que las autoras de dicho
texto necesitaban incorporar a un coautor varón para mejorar la calidad
de su argumentación, la cual, se dijo, estaba completamente invadida de
ideología y sesgos de género por parte de las autoras. Sumando injuria
a la ofensa, el revisor sostenía que quizás era un hecho natural que los
36 FABRIZZIO GUERRERO MC MANUS

estudiantes de doctorado varones pudieran escribir más artículos que


las estudiantes mujeres, así como también correr una milla más. Estas
declaraciones provocaron un escándalo que motivó la salida del editor
asociado que había llevado dicho proceso de arbitraje y que había pasado
por alto este hecho (Bernstein 2015).
En ambos casos, lo que observamos es básicamente la fuerte pre-
sencia de sesgos de género al interior de las ciencias, en concreto en las
exactas y naturales, aunque muy seguramente habrá historias similares
en ciencias sociales. Estos sesgos estarían operando en detrimento de las
mujeres y muy probablemente también en detrimento de las minorías sexo-
genéricas, aunque en estos dos ejemplos ello no se ilustre. La culminación
del absurdo se alcanza cuando se llega a sostener la ridícula posición de
que dichos sesgos no existen y que es, en todo caso, un hecho bruto del
mundo el que haya diferencias, lo cual se traduce en que aquellas perso-
nas que encuentran dicha posición altamente cuestionable son acusadas
de estar sesgadas al punto de haber puesto en jaque la objetividad de su
propio punto de vista.
A la luz de lo anterior podrían hacerse muchas preguntas; por ejem-
plo, qué tan frecuentes son dichos incidentes, qué tan lacerantes son para
las personas que los viven y qué efectos tienen en el grueso de esta em-
presa epistémica llamada ciencia. En el caso específico de este texto nos
concentraremos sobre todo en esta última pregunta, sin dejar de lado las
otras dos. Nuestro objetivo es, por tanto, ofrecer herramientas de análisis
que ayuden a caracterizar y problematizar situaciones como las descritas.
De manera particular, se busca ofrecer un aparato analítico que permita
distinguir diversas modalidades en las cuales podrían aparecer estos ses-
gos de género. De igual manera, se busca ofrecer una breve descripción
de sus posibles efectos para tomar una posición crítica que fundamente la
necesidad de una ciencia consciente de sus propias limitaciones y de sus
propios puntos ciegos.
Volviendo a los ejemplos, es interesante ver cómo en ambos casos
parecería posible distinguir tres niveles de análisis internos en las ciencias
mismas. Primero, parecería que hay un nivel propio de los contenidos de
las teorías científicas: por ejemplo, los contenidos de la genética o de las
ciencias biomédicas. Este nivel es particularmente complejo de evaluar,
porque suele interpretársele como si representara de forma especular al
CIENCIA Y GÉNERO 37

mundo, de tal suerte que lo que aquí se plasma queda fuera de toda duda
razonable, ya que “así es el mundo”. En el caso particular de las ciencias
biopsicosociales, este nivel es crítico, ya que nosotros mismos figuramos
en él como objetos/sujetos de investigación; lo que allí se dice de nosotros
puede, por tanto, interpretarse como una verdad indiscutible que, paradó-
jicamente, puede terminar por naturalizar diversos procesos sociales que
han conducido a la inequidad y quedan, de este modo, invisibilizados (a
este proceso se le ha denominado “the looping effect of human kinds” o “el
efecto bucle de las clases humanas” [Hacking 2001]).
Segundo, habría de igual modo un nivel institucional en el cual
lidiamos con universidades, revistas, sociedades científicas, etc.; en el
que elementos como la proporción de profesoras versus profesores son
puntos nodales de análisis, al igual que el número de posiciones de alto
rango que de hecho son ocupadas por mujeres —este problema se deno-
mina coloquialmente glass ceiling o “techo de cristal”, pues implica que
dicho límite es invisible y, sin embargo, representa un punto tras el cual
los varones ocupan el grueso de las posiciones. En este nivel es donde nos
interesa indagar si hay políticas institucionales dedicadas a atender las
necesidades específicas de algún sector (Etzkowitz et al. 2008).
A modo de ejemplo, esto último es particularmente importante porque
mucha de la inequidad que se encuentra tanto en la ciencia como en la so-
ciedad en general obedece a la confluencia cuasi paradójica de situaciones
en las cuales el trato no diferenciado entre hombres y mujeres conduce
a la discriminación. Esto es particularmente claro en lo que respecta a la
decisión de tener hijos y los costos asimétricos que ello tiene para hombres
y mujeres. Desafortunadamente, estos procesos suelen verse exacerbados
por el trato diferenciado en otros ámbitos. Por ello Etzkowitz et al. (2008)
consideran que, si bien la elección de tener hijos afecta la productividad de
forma diferenciada —dado que, en el caso de los varones, dicho efecto suele
ser mínimo—, este factor no logra explicar cabalmente la disparidad en las
contrataciones entre hombres y mujeres. Ello se debe, sostienen, a que los
factores son múltiples y obedecen tanto a procesos de trato diferenciado en
los que no debería haberlo como a procesos de trato no diferenciado donde
sí debería haberlo.
Finalmente, habría un tercer nivel que estaría conectando a las insti-
tuciones de la ciencia con los contenidos de sus teorías (ejemplo más cla-
38 FABRIZZIO GUERRERO MC MANUS

ramente ilustrado por el segundo caso referido). Este sería el nivel propio
de los mecanismos de evaluación y validación de los productos generados
por los profesionales de la ciencia.1 Este último nivel es estratégico, ya que es
ahí donde se seleccionan los contenidos que habrán de figurar en el primero
y es, por ende, el nivel en el cual la invisibilización de los sesgos institucio-
nales se traduce en mecanismos de evaluación sesgados que son incapaces
de eliminar de forma eficaz los contenidos sesgados. Y en la medida en que
dichos contenidos se usan para formar nuevas generaciones de profesio-
nales, su efecto se amplifica al presentar como un hecho bruto del mundo
un contenido que, dentro de un esquema de evaluación más robusto, no se
habría admitido como válido. Evidentemente este ciclo de retroalimentación
termina justamente por generar y propagar contenidos que fungen como
ideologías misóginas, sexistas o intolerantes ante la diversidad sexo-genérica.
Los efectos, como cabría esperarse, suelen traducirse en la naturalización
de un prejuicio que termina por fortalecer los sesgos institucionales, ya sea
al fomentar la entrada de aquellos favorecidos por el sesgo o al desmotivar
la entrada de aquellas o aquellos no favorecidos.
Todo lo anterior no niega, desde luego, que haya elementos de fondo
que no son propios de las ciencias sino del conjunto de las instituciones
y prácticas sociales dentro de las cuales se inserta, y que sin duda siguen
desempeñando un papel en nuestro análisis. Por ejemplo, las interseccio-
nes entre raza, etnicidad, lenguaje, clase social o capacidad f ísica no son
específicos a estos tres niveles; sin embargo, pueden hacerse presentes
de tal forma que una alta posición de clase, así como la pertenencia a un
grupo étnico, racial o lingüístico favorecido por encima de otros, puede
traducirse en que los mecanismos de exclusión se vean reforzados o mi-
tigados en función del resto de identidades, roles o posiciones sociales
que también se ocupan.

1 Trabajando desde una perspectiva feminista informada por herramientas de la filosof ía analítica,
Jennifer Saul (2013) ha desarrollado una poderosa crítica acerca de los efectos generados por
los sesgos implícitos. Su argumento consiste en señalar que dichos sesgos engendran un escep-
ticismo global que pone en tela de juicio nuestra responsabilidad como agentes epistémicos y
cuyo alcance no admite soluciones individualistas. La fuerza de su argumento radica en que, a
diferencia de los escepticismos globales más tradicionales, este escepticismo no puede ser ig-
norado en nuestra práctica cotidiana, ya que sus efectos rebasan la esfera de la epistemología al
generar diferentes formas de injusticia —incluida la injusticia testimonial—, pero que, en todo
caso, afectan la calidad de vida de otros seres humanos.
CIENCIA Y GÉNERO 39

En todo caso, lo que aquí se discute es el consabido problema de qué


es la objetividad en las ciencias y cómo se relaciona con las subjetividades
de quienes la elaboran. Nótese, sin embargo, que esta formulación del
problema puede parecer en primera instancia muy acotada, ya que al
construir la empresa científica como una tarea casi exclusivamente episté-
mica —es decir, centrada únicamente en generar conocimiento—parecería
que se dejan de lado tanto el aspecto tecnológico de la ciencia como sus
facetas ideológicas y políticas.
Empero esta apreciación es equívoca, porque pasa por alto que la obje-
tividad de las ciencias es justamente la condición de posibilidad de ejercer
lo que Michel Foucault (1978) llamó “efectos de verdad”, es decir, los efectos
que tiene que algo sea presentado justamente como un hecho bruto del
mundo. Esto es, en el corazón mismo de un análisis feminista en torno a
los usos ideológicos y políticos de la ciencia, en torno a su capacidad para
fungir como conocimiento con efectos prácticos sobre la vida de los seres
humanos, se encuentra justamente una indagación en torno a qué significa
sostener que la ciencia es objetiva y qué efectos, intencionales o no, tiene
dicha aseveración. Ello, desde luego, es algo que las epistemologías femi-
nistas han explorado y sobre eso versa la siguiente sección.

Epistemologías feministas

Las relaciones entre ciencia, género y objetividad se han desarrollado sobre


todo desde los estudios sociales de la ciencia —en especial por historiadoras,
sociólogas y filósofas— por un lado, y, por otro, por una rama del feminismo
que, al menos en el mundo anglosajón, ha terminado por conocerse como
feminismo analítico precisamente por su interés en incorporar elementos
tomados de la filosof ía de la ciencia definida en sentido amplio, y que
pertenece a la corriente analítica de la filosof ía del siglo xx (véase Garry
[2012] para una introducción al feminismo analítico).
Es importante señalar que las primeras aproximaciones que se dieron
en este ámbito, sobre todo bajo el rubro de epistemologías feministas, de-
fendían posiciones conocidas como epistemologías situadas o con perspec-
tiva (standpoint epistemologies). En dichas epistemologías se sostenía que
aquellos sujetos sociales que no ocupaban posiciones hegemónicas eran,
40 FABRIZZIO GUERRERO MC MANUS

en cierto sentido, capaces de tener un acceso privilegiado a los males de la


sociedad o institución evaluada y, por ello mismo, eran a la vez capaces de
ofrecer estrategias que podían remediar dichas dinámicas.2 Esta posición, sin
embargo, fue muy pronto cuestionada por autoras como Donna Haraway
(1999) quien, sin abandonar el proyecto de la epistemología situada, señaló
que resultaba ingenuo sostener que pudiera haber posiciones epistémica-
mente privilegiadas, por un lado, y posiciones fijas en las cuales los sujetos
se encontrasen sin transitar jamás a otras posiciones, por otro.
Gracias a esta doble crítica, Haraway articuló una nueva modalidad de
epistemología situada que reconoce toda perspectiva como eminentemente
parcial y limitada, pero en ello no encuentra una limitación sino, por el
contrario, una fuerza subversiva fundamental, por dos razones: primero,
porque nunca será el caso que tengamos perspectivas absolutamente idén-
ticas a las de otros, de donde se sigue que cada perspectiva será capaz de
aportar siempre una mirada novedosa incluso ante situaciones que parecen
haberse analizado a cabalidad; segundo, ningún ser humano ocupa una
perspectiva única ni a lo largo de su vida ni en un momento dado, porque
tenemos múltiples formas de concebirnos a nosotros mismos cuando
abordamos una situación (podemos, por ejemplo, hacer énfasis en nuestra
identidad de clase, nuestra etnicidad, nuestra lengua, nuestra identidad
de género, nuestra orientación sexual, etc.). En todo caso, de acuerdo
con Haraway, estos dos elementos aportan una fluidez casi inagotable a
la forma en la cual nos enfrentamos al mundo, en general, o a situaciones
específicas, en particular.
Vale la pena destacar en este punto que la epistemología situada de
Haraway es quizás el ejemplo más acabado de este tipo de epistemologías
feministas. Sus consecuencias no solo rebasan las relaciones entre mujeres
y ciencias, sino la relación entre género, en sentido amplio, y ciencia; y este
punto no es trivial, ya que las relaciones entre subjetividad y objetividad
no deberían dejar sin interrogar a las masculinidades. En todo caso, su
propuesta, por el contrario, se coloca como radicalmente interseccional
justamente porque no concibe que exista una perspectiva “femenina” o
“masculina”, sino que reconoce que cada perspectiva emanaría de las di-

2 Longino (2002) ofrece una descripción algo más extensa de estas posiciones y señala a algunas
de sus principales expositoras.
CIENCIA Y GÉNERO 41

versas formas en las cuales se pueden ocupar ambas posiciones. Por si fuera
poco, Haraway articula una de las defensas más agudas de la importancia
del feminismo, en general, y de la epistemología feminista, en particular,
ya que señala que, en el momento en que se cobra conciencia de la propia
posición de enunciación desde la cual se articula un saber o un discurso,
se abre, por tanto, la posibilidad de una profunda reflexión acerca de las
limitaciones de la propia perspectiva y de los posibles aportes de otras
perspectivas, ya sean posiciones que están presentes pero no habían sido
incluidas, o bien posiciones que se encuentran absolutamente ausentes de
la situación sobre la cual se reflexiona.
Al señalar que el conocimiento no se produce de forma descorporizada
sino bajo cierta posición de enunciación, Haraway hace ver que el feminismo
y las epistemologías situadas conducen justamente a un cuestionamiento
radical de las formas que gobiernan las dinámicas de inclusión y exclusión
de la sociedad y sus instituciones. La ciencia es un caso particularmente
central de estas últimas.
Ahora bien, a pesar de que Haraway adopta una posición abiertamente
crítica, su proyecto parece centrarse en cuestionar la pretensión de que la
objetividad de la ciencia emana de la cancelación de la posición de sujeto
desde la cual se enuncia. En este sentido, Haraway parece señalar que la
objetividad se construye justamente al incorporar perspectivas diferentes
que nos hacen a todos conscientes de nuestra propia condición en cuanto
sujetos situados. Asimismo, al menos para el caso de la primatología y las
ciencias de la conducta, Haraway (1989) ha establecido la importancia que
tiene la incorporación de nuevas perspectivas para evitar que las consecuen-
cias interpretativas asociadas con una perspectiva sesgada terminen por
considerarse como hechos brutos del mundo sobre los cuales se construye,
de forma posterior, una lectura acerca de la propia naturaleza humana.
Esta suerte de dialéctica entre el Sujeto que mira y el Objeto mirado
suele desencadenar la atribución de propiedades a dicho objeto, las cuales
son el resultado de los sesgos interpretativos del observador. Sin embargo,
una vez atribuidas, terminan por dotar al objeto con una suerte de agencia
en la cual —y recordemos que Haraway analiza sobre todo la primatología
y a sus sujetos de estudio: monos y primates— se presentan como una ma-
nifestación auténtica de una naturaleza precultural y ajena a lo humano.
Empero, dada la relación de filiación entre los seres humanos y los primates,
42 FABRIZZIO GUERRERO MC MANUS

esta naturaleza termina por postularse como algo que también está presen-
te en nosotros y de una forma por demás particular: por la vía de nuestra
propia pertenencia a la naturaleza. Así, este proceso sería característico de
la forma en la cual operan los sesgos de género o raza y que suelen verse
naturalizados por las ciencias biopsicosociales.
Reconocer esta dialéctica resultará por tanto fundamental para una
crítica feminista de los contenidos de nuestras teorías. De acuerdo con
Haraway, la mejor forma de abordar este riesgo es justamente reconocer
que la objetividad es intersubjetividad y que esta se forja en el encuen-
tro entre miradas siempre parciales pero fluidas, por esto último capaces
también de trascender sus propios chovinismos epistemológicos.
Sea como fuere, las epistemologías situadas no son las únicas episte-
mologías feministas. Un ejemplo notable de una epistemología feminista
que rebasa este ámbito es el proyecto desarrollado por la filósofa Helen
Longino, que puede caracterizarse como una epistemología social de cor-
te feminista que, si bien se centra en el individuo, lo concibe ya como so-
cializado e inmerso en redes de valores, instituciones y prácticas que tanto
guían y encauzan como acotan y limitan su agencia.
A diferencia de Haraway, Longino atiende a los tres elementos que
distinguíamos en la introducción de este texto, ya que su análisis incorpo-
ra una reflexión tanto de los contenidos de la ciencia como de las institu-
ciones que la generan y los procesos de evaluación que median entre estos
dos elementos. En su opinión, una perspectiva feminista requiere prestar
atención a estos tres niveles para asegurar así una noción de objetividad
que, si bien no puede fungir como garante de que hemos accedido a una
verdad eterna, sí puede garantizar que estamos ante contenidos que resul-
tan de un proceso confiable —aunque inacabable— en el cual los sesgos
son sistemáticamente combatidos.
Para ello, Longino señala la necesidad de construir mecanismos de
evaluación que obedezcan a las siguientes cuatro normas:

1. Deben existir conductos para la expresión y diseminación de la crítica.


2. Debe existir una respuesta a la crítica.
3. Deben existir estándares públicos que permitan una referencia ante la
cual se evalúen las teorías.
CIENCIA Y GÉNERO 43

4. Debe existir una paridad intelectual atemperada; por esto debe en-
tenderse que, si bien solemos darle cierto peso a la trayectoria de
aquellos expertos con más experiencia, ello nunca debe desembocar
en una confianza irrestricta en la cual el prestigio se vuelva el único
mecanismo de confianza.

Estos cuatro puntos se centran justamente en los mecanismos de vali-


dación del conocimiento que generan los diversos expertos que consti-
tuyen un campo científico. Evidentemente estas cuatro normas serían
inútiles si los sujetos al interior de un campo poseen perspectivas muy
semejantes. Por ello Longino argumenta que es necesario acompañar
dichas normas sobre la estructura de validación con un conjunto de vir-
tudes epistémicas que favorezcan la ampliación de los puntos de vista
presentes en la comunidad. Las virtudes son:

i. Adecuación empírica. Esta virtud es fundamental por dos razones. Primero,


porque las ciencias hablan de hechos del mundo, sea este natural o social,
y por ello es menester que busquen una representación mínimamente
adecuada del mismo. Segundo, puede ser, asimismo, una virtud feminista, ya
que en el corazón del combate a los sesgos se esconde justamente la denuncia
de que dichos sesgos no representan de manera mínimamente adecuada
al mundo, puesto que caracterizan de forma negativa a ciertos grupos en
función del prejuicio y no de un recuento metodológicamente sólido.

ii. Novedad. Esta virtud tiene el cometido de viabilizar posiciones que


cuestionen las preconcepciones que estructuran los valores y creencias
compartidos por la comunidad. En ese sentido, es una invitación para llevar
a cabo esa apertura hacia nuevas posiciones que se menciona al hablar de
las epistemologías situadas.

iii. Heterogeneidad ontológica. Esta virtud puede entenderse como un intento


de bloquear todo movimiento esencialista que conduzca rápidamente a sos-
tener que hay una única forma en la cual puede presentarse un fenómeno.
Especialmente en las ciencias biopsicosociales, tal actitud ha conducido al
menoscabo de la diversidad o a su absoluta denegación.
44 FABRIZZIO GUERRERO MC MANUS

iv. Multiplicidad de relaciones. Así como la virtud anterior enfatiza el reco-


nocimiento de la pluralidad de entidades que pueblan el mundo, en esta
virtud se busca un movimiento semejante en lo que respecta a las relaciones
que ocurren entre dichas entidades. Además, no solo busca subrayar que
esto último puede ocurrir, también evidencia que no hay entidad o proceso
determinado de forma unívoca por un único factor, sino que muy proba-
blemente sea el resultado de múltiples interacciones.

v. Atención a las necesidades humanas. Esta virtud busca criticar explícita-


mente el complejo de torre de marfil que suele caracterizar a la academia.
En oposición con esta actitud contemplativa, Longino recomienda intervenir
de manera positiva y no únicamente representar al mundo.

vi. Difusión del poder. Finalmente, la virtud anterior podría dar lugar a
formas de colonialismo francamente indeseables si no existiera esta última
virtud, que justamente tiene como objetivo enfatizar la importancia de
distribuir el poder, entendido no solo como conocimiento, sino como la
capacidad de intervenir exitosamente en nuestro mundo social y natural.3

En suma, estas seis virtudes buscan complementar las cuatro normas


anteriores. De esta forma no solo se ha generado una epistemología cen-
trada en los sujetos, sino también en los mecanismos sociales de valida-
ción del saber y en las virtudes que pueden impulsar una apertura hacia
nuevas perspectivas. Con ello se busca incidir en los tres niveles mencio-
nados al inicio: los contenidos, los mecanismos de validación y las insti-
tuciones; se rompe, asimismo, el bucle de retroalimentación negativa que
conducía a la naturalización de los sesgos.

3 El tema del poder no es menor, precisamente porque la ciencia y la tecnología inciden en la calidad
de vida de los seres humanos de múltiples formas y a niveles tanto materiales como simbólicos.
Por ello los estudios recientes sobre la ciencia han problematizado las injusticias asociadas a las
dinámicas de exclusión encontradas en dichas prácticas cognitivas, al señalar que no solo se afecta
la capacidad de acceder a los productos y contenidos de la ciencia sino que, asimismo, se imposi-
bilita la discusión de las axiologías que deben guiarlas —reduciendo, por ejemplo, estos debates
a problemas técnicos ajenos a la esfera de la democracia. Hoy en día se busca, por ello mismo,
fomentar una justicia conmutativa, distributiva, retributiva y contributiva como eje rector de
las prácticas científico-tecnológicas; sobre el tema, véase Guerrero Mc Manus (en prensa).
CIENCIA Y GÉNERO 45

Precisamente por lo anterior, Longino argumenta que el conocimiento


es siempre parcial y provisional, y está condicionado contextualmente. Este
contexto se define como el espacio en el cual es posible dar y pedir razones
bajo presupuestos comunes; más allá de él, la capacidad de justificar una
aseveración particular resulta inviable. En situaciones en que dicho con-
texto no existe, es menester retrotraer toda discusión a puntos comunes
que puedan servir de contexto y comenzar, desde allí, toda construcción
argumentativa hasta alcanzar el punto que originalmente buscaba discutirse.
Sea como fuere, el contexto se conforma por dos clases de asunciones: las
sustantivas, que enuncian cómo es el mundo en el cual habitamos, ya sea
en una formulación objetual o procesal; y las metodológicas, que incluyen
aquellas que dictan cuáles son los medios para acceder al conocimiento
y cuáles son los valores epistémicos relevantes (Longino 2000). Así, el
conjunto de elecciones metodológicas, compromisos y estándares puede
denominarse epistemología de la comunidad.
Dicha epistemología estaría así mediada por asunciones de fondo que
operan en muchos niveles y que otorgan relevancia particular a ciertos ele-
mentos de la experiencia. El proceso de indagar acerca de las limitaciones
de dichas asunciones de fondo es el proceso crítico mediante el cual dicha
comunidad científica posibilita justamente la visibilización de la multipli-
cidad de posiciones que encontramos en su interior.
Cierro esta sección señalando que las autoras citadas no agotan desde
luego el universo de las epistemologías feministas, pero que sí constituyen
dos de sus más destacados ejemplos. En el caso de Haraway estamos ante
una autora fuertemente influida por los estudios culturales de la ciencia y
el posestructuralismo; en el caso de Longino, por el contrario, nos hallamos
ante una filósofa que se autoconcibe como feminista analítica.

Conclusión

Si bien los ejemplos con los cuales comencé este texto se basan en problemas
que afectan a las mujeres científicas, las relaciones entre género y ciencia
no deben circunscribirse a esto. Una mirada feminista debe, en este sentido,
seguir las contribuciones de las epistemologías situadas que han articulado
pensadoras como Donna Haraway, y apostar por un análisis radicalmente
46 FABRIZZIO GUERRERO MC MANUS

interseccional que culmine justamente en la toma de conciencia del propio


carácter situado de aquellos sujetos que producen conocimientos científicos
mediante prácticas culturalmente circunscritas.
El mérito de este enfoque consiste justamente en hacer visibles tres
puntos importantes. Primero, el carácter situado del conocimiento implica
que los puntos de vista presentes en la elaboración y validación de los saberes
tienen la posibilidad de afectar heurísticamente a dichos saberes —esto es,
afectan el desarrollo futuro de la ciencia—, así como a las reconstrucciones
de su pasado —lo que conlleva la posibilidad de erigir historias excluyen-
tes y centradas en el culto a figuras heroicas que reproducen los valores y
estereotipos de los grupos hegemónicos. En una lectura algo más radical,
los contenidos mismos de las ciencias aparecerán sesgados. Esto, desde
luego, no es trivial, ya que los contenidos de las ciencias, en especial las
ciencias biopsicosociales, suelen conducir a efectos de bucle por la vía de
la dialéctica del sujeto-objeto anteriormente descrita. Este proceso, como
hemos visto, suele naturalizar justamente sesgos de género (los cuales son
múltiples y pueden incluir la misoginia, el heterosexismo, la transmisoginia,
el cissexismo,4 etc.), clase, raza, etnicidad, etcétera.
Segundo, dado que las epistemologías situadas enfatizan la sensibili-
dad ante la posición de enunciación de aquellos que forman parte de las
prácticas científicas, resulta necesario tener en cuenta que una posición
feminista demanda evaluar los efectos de los conocimientos producidos y
validados por las ciencias sobre el grueso de la sociedad. En otras palabras,
se necesita reconocer la dimensión fenomenológica y vivencial del cono-
cimiento científico, tanto en el interior como en el exterior de las ciencias.
Esto puede ilustrarse más claramente con un ejemplo. Pensemos en
cómo el grueso de las ciencias biopsicosociales suelen presentar la diver-
sidad sexual como un fenómeno que debe ser explicado, o —a modo de
segundo ejemplo— a menudo sostienen —sobre todo en embriología— que

4 El término cissexismo se introdujo recientemente para denotar las prácticas de discriminación y


exclusión que se ejercen contra las personas trans, justamente a causa de su identidad de género.
A dicho término le acompañaron los términos cismujer y cishombre, los cuales designan a aquellas
personas en que la identidad de género corresponde al sexo asignado al nacer. La relevancia de
introducir dichos términos radica justamente en que visibilizan el carácter construido de estas
posiciones de enunciación, también construidas por el aparato biomédico-psiquiátrico al no darles
un término específico y postularlas así como la norma.
CIENCIA Y GÉNERO 47

el cuerpo femenino se desarrolla por default, de tal modo que el cuerpo


masculino implica un excedente. En ambos casos, tales conocimientos re-
basan la esfera de la epistemología y terminan por erigirse como discursos
que estructuran la forma en que dichos sujetos se conciben a sí mismos,
ya sean pertenecientes a la diversidad sexo-genérica o cismujeres. Aquí es
menester inquirir no solo acerca del conocimiento en sí, sino acerca de cómo
se habita un cuerpo que todo el tiempo es colocado como una anomalía que
debe explicarse o que se representa como aquello que resulta de una falta.
Examinar esto último requiere tomar en cuenta que los saberes son
desarrollados por sujetos espaciotemporalmente situados, embebidos en
un contexto cultural e institucional y corporizados y socializados. Dichos
saberes, una vez generados, afectan en primera instancia a aquellos que
los han producido y que habrán de vivir bajo las lógicas que dichos sabe-
res gestan. Posteriormente, esos saberes habrán incluso de afectar a una
miríada de sujetos que, si bien no participaron en su elaboración, sí que
participan de sus efectos.
Tercero: precisamente por estas dimensiones, tanto naturalizadoras
como fenomenológicas del conocimiento científico, resulta fundamental
impulsar mecanismos que visibilicen, incrementen y hagan posibles —allí
donde esto aún no ocurre— las contribuciones hechas por mujeres y por
minorías sexo-genéricas. En suma, es estratégico hacer visible la posición
autoral de estas subjetividades, ya sea al modificar nuestros propios mo-
dos de citar —donde se ponen solo los apellidos y no los nombres de pila—,
de tal suerte que en general se presupone un autor masculino, o, yendo
aún más lejos, al oponerse a las dinámicas institucionales en las cuales
las mujeres y las minorías simplemente no tienen cabida.
Estas estrategias tendrían que atender a las epistemologías sociales
feministas alimentadas con miradas sociológicas interseccionales. Es me-
nester señalar que los mecanismos de exclusión, tanto de las instituciones
como de los modos de producción y evaluación, no afectan por igual a las
mujeres y a las minorías, ya que una posición de clase alta o media alta,
así como un modo de vida urbano y occidentalizado, entre otros muchos
factores, pueden conducir a que los mecanismos de exclusión discriminen a
subsectores de los grupos de interés. Cuando ello ocurre, será fundamental
reconocer que dichos mecanismos de exclusión no se pueden corregir sin
atender las conexiones entre diversas identidades y posiciones sociales.
48 FABRIZZIO GUERRERO MC MANUS

Puede incluso darse el caso de que los sujetos pertenecientes a


dichos grupos de interés que sí están dentro de la academia sean presa
justamente de ideologías de género, clase o cultura, de tal suerte que
su sola presencia no corrija los sesgos y sus efectos en los mecanismos
de generación y validación de los contenidos de la ciencia. Aquí es donde
resultará fundamental enriquecer las estrategias críticas con una visión
procesual del saber científico en el cual este se fortalece cuando sus me-
canismos de evaluación y sus instituciones operan bajo una lógica plural,
democrática y crítica.
Finalmente, y a modo de cierre, sería importante dejar en claro que no
hay un solo ámbito de las ciencias en el cual no pueda encontrarse alguna
aproximación de raigambre feminista (por ejemplo, en el ámbito de la
mecánica cuántica Karen Barad ha mostrado la posibilidad de incorporar
herramientas de análisis tomadas sobre todo del feminismo posestructu-
ralista); sin embargo, todavía no puede celebrarse la erradicación total de
los sesgos de género ni en un solo campo de las ciencias. Ello no debe
desalentarnos, sino constituir un horizonte de análisis y trabajo.

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Diferencia sexual

Karine Tinat

En una entrevista con Judith Butler en 1994, Gayle Rubin afirma que utiliza la
expresión diferencia sexual como sinónimo de diferentes prácticas sexuales.
Butler se asombra. Para ella, el marco conceptual de la diferencia sexual
remite a cierto uso del psicoanálisis, a una especie de posición simbólica
de lo masculino y lo femenino. Rubin insistió, recordando el surgimiento
de la cuestión de la diferencia sexual en pleno feminismo de la década de
1970; según ella, esta terminología designa lo que en otra parte se denominó
posteriormente “perversión, desviación sexual, variación sexual o diversidad
sexual” (Berger 2015). En este intercambio entre las dos teóricas, resalta el
carácter nebuloso e inestable de la expresión diferencia sexual, que siempre
genera vivas discusiones. Aquí quisiéramos restituir algunos elementos de
la historia y de la evolución del concepto: primero, contrastándolo con la
expresión diferencia de los sexos con la que muchas veces se ha confundido;
segundo, sumergiéndonos en el contexto del feminismo de la segunda ola y
la emergencia del concepto de género, y tercero, restituyendo algunas de las
ideas rectoras del famoso ensayo “¿El fin de la diferencia sexual?” de Butler.

Diferencia de los sexos, diferencia sexual

Antes de que se planteara la cuestión de la diferencia sexual, se contem-


plaron los efectos de la diferencia de sexos, lo cual se puede rastrear hasta
52 KARINE TINAT

los orígenes de la filosof ía occidental. En la Grecia antigua, Aristóteles


establece una distinción precisa entre la naturaleza del hombre y la de la
mujer: el macho proporciona el esperma, líquido en movimiento y fértil,
cuando la hembra solo aporta la materia inerte del embrión. La diferencia
de los sexos es, para él, una consecuencia de esta desigualdad biológica. Y,
más precisamente, establece una jerarquía entre los sexos al afirmar que la
hembra no es más que un macho “impotente” y “mutilado”.
A lo largo de los siglos, desde Platón hasta Rousseau, sin olvidarnos
de Spinoza, los filósofos tropiezan con el rol preeminente de las mujeres
en la reproducción y las distinguen del sujeto que habla, piensa y desea. En
la víspera del siglo de las luces, en 1673, Poulain de la Barre publica anóni-
mamente La igualdad de los sexos, discurso f ísico y moral, obra en la que
propone que hombres y mujeres tengan los mismos derechos, especialmente
en el campo de la educación. Al filósofo le debemos la célebre máxima:
“El espíritu no tiene sexo”. Más de un siglo después, en plena Revolución
francesa, lo siguen Condorcet y Olympe de Gouges con sus respectivos
escritos Sobre la admisión de las mujeres al derecho de ciudadanía y De-
claración de los derechos de la mujer y de la ciudadana (la segunda sufrirá
desgraciadamente una decapitación casi inmediata). Del otro lado de La
Mancha, el filósofo inglés Stuart Mill publica en 1869 El sometimiento de
las mujeres, donde propone que la mujer reciba educación —indispensable
para instruir bien a los hijos— y participe en la toma de decisiones dentro
del matrimonio. Aunque la diferencia de los sexos no sea un filosofema
ni un objeto de la filosof ía, es posible observar la presencia de los sexos y
descifrar su funcionamiento en textos filosóficos desde los tiempos más re-
motos. Más precisamente, en esos textos se observan los efectos jerárquicos
de la diferencia de los sexos, supuestamente derivados de “una naturaleza”
distinta y anclados en derechos desiguales.
A finales del siglo xix, Freud funda el psicoanálisis y ubica la diferencia
sexual en el centro de su reflexión. Demuestra que la sexualidad, presente
desde la infancia, no proviene de un instinto genital biológico, sino del in-
consciente, del complejo de Edipo y de la angustia de castración. Por lo tanto,
la diferencia sexual no es el fruto de una identidad sexual biológica, puesto
que cada quien negocia su propia posición subjetiva como ser sexuado y su
relación con otro ser sexuado. Para Freud, el falo ocupa un lugar central que
obliga a ambos sexos a experimentar la castración. Al descubrir que no todos
DIFERENCIA SEXUAL 53

los seres humanos tienen pene, el niño teme la castración de parte del padre, se
aleja de su madre y sustituye el afecto hacia ella por una mayor identificación
con el padre; por su parte, la niña no se siente amenazada por la castración,
pero sabe, y ha visto, que los niños tienen pene y quiere tenerlo. La envidia
del pene es, para Freud, el motor de la evolución hacia la feminidad. Nu-
merosas psicoanalistas —Karen Horney, Hélène Deutsch y Melanie Klein,
entre otras— criticaron esta visión, defendieron la idea de una feminidad
no reductible a la privación del miembro viril y lucharon por no definir la
sexualidad femenina en función de la sexualidad masculina. Heredero de
Freud, Lacan también cuestionó la exclusividad y la centralidad fálicas.
Este paso de la diferencia de los sexos a la diferencia sexual ha sido
objeto de interpretaciones, entre las cuales sobresale el modelo del sexo
único de Laqueur (1994). El historiador demuestra que, desde la Antigüedad
hasta el siglo xviii, a nivel anatómico, las diferencias entre hombre y mujer
no son importantes, ya que los órganos sexuales de la mujer aparecen de
manera invertida dentro del cuerpo, mientras que los del hombre están en
el exterior. En este modelo de sexo único, la mujer, macho menor, no existe
como categoría ontológicamente distinta del hombre. Ahora bien, esta
representación de lo biológico cambia en el siglo xviii cuando surge otro
modelo: el de la diferencia sexual. Los ovarios dejan de ser el equivalente
de testículos interiorizados y la vagina ya no es un pene invertido que sirve
como receptáculo de este. La menstruación se convierte en lo propio de la
mujer y la aleja de las actividades públicas. La diferencia sexual no es algo
dado, sino que es el imperativo de la cultura, o más bien de las relaciones
políticas hombre-mujer que dictan su funcionamiento.
Cabe aportar dos precisiones en esta conversión del modelo de sexo
único al de la diferencia sexual. Primero, los dos modelos no se han su-
cedido en orden lineal: el modelo de sexo único siguió suscitando repre-
sentaciones y reflexiones. La teoría freudiana de la sexualidad femenina,
que se define en función de la envidia del pene, no es más que una versión
moderna del modelo antiguo del sexo único, concluye Laqueur (1994).
Segundo —esta vez siguiendo a Preciado (2008)— es ineludible vincular
la aparición de la diferencia sexual con la sexopolítica disciplinaria del
siglo xix, es decir, la imposición de las técnicas de normalización de las
identidades sexuales. Inventadas en 1868, estas identidades se convierten
por primera vez en objeto de vigilancia y represión judicial; a la vez que se
54 KARINE TINAT

considera patológica la homosexualidad, se reprime la masturbación y se


persiguen las perversiones, se normaliza la heterosexualidad y se inventa
el sujeto sexual. El contexto del surgimiento del modelo de la diferencia
sexual en las sociedades occidentales del siglo xix es el de una política
impositiva y normativa sobre la sexualidad.
Aunque la expresión diferencia sexual prosperó desde el siglo xviii
y más tarde gracias a la fundación del psicoanálisis, no cayó en desuso
el término diferencia de los sexos. A principios del siglo xx, la disciplina
antropológica, floreciente en aquel entonces, comprueba que la categoría
de sexo no solamente es omnipresente en todas las sociedades estudiadas,
sino que se plantea, por una parte, como el principio por el cual se puede
pensar y dividir el mundo social. Se demuestra que las singularidades del
cuerpo, en particular de los órganos sexuales, están en el origen de las
dicotomías entre lo masculino y lo femenino a un nivel cosmogónico y
simbólico. Por otra parte, la categoría de sexo también se plantea como
el eje articulador de instituciones sociales tales como la filiación, la re-
ligión, el parentesco, el simbolismo, el trabajo y la política, entre otras;
al partir de lo biológico, se puede llegar a la explicación de sistemas de
representaciones y pensamiento.
De un contexto cultural a otro, el contenido de las características sociales
y psicológicas asignadas a uno u otro sexo puede variar mucho, tal como
lo demuestra Margaret Mead en sus trabajos (sobre todo en Masculino
y femenino 1949). Se destaca también que las fronteras entre los sexos, a
menudo bien separadas, pueden ser frágiles. Por ejemplo, los inuit reviven
a la persona de la que reciben el epónimo, independientemente de su sexo
biológico; educan a los niños/niñas de acuerdo con el sexo de la persona
epónima y solo después de la pubertad reintegran el género correspondiente
a su sexo biológico. Otro ejemplo, esta vez nacional y bien conocido, es el
de los muxes de Juchitán, Oaxaca. Se trata de hijos varones criados como
mujeres por sus familias; aceptados en los mismos espacios que las mujeres,
portan los vestidos típicos de la comunidad y se les educa para cuidar a sus
padres en la vejez. Pueden llegar a casarse con hombres de su región. Esta
práctica demuestra que la comunidad le da más importancia al rol social
que ejercen los muxes que a su sexo biológico.
Comprender la importancia del paso de lo biológico a lo social, del cuer-
po al sistema de representaciones y pensamiento o, dicho de otra manera,
DIFERENCIA SEXUAL 55

de la naturaleza a la cultura, es lo que prevalece como eje de análisis en la


antropología a lo largo del siglo xx. Al lado del término diferencia de los
sexos, han surgido muchas otras expresiones conceptuales. Se trabaja la
idea de “relaciones entre sexos”, con sus anclajes biológicos principalmente
ubicados del lado de la fecundidad y la reproducción, con sus características
sociales y culturales. Héritier propone “la valencia diferencial de los sexos”
para expresar una relación conceptual orientada, si no siempre jerárquica,
entre lo masculino y lo femenino, traducible en términos de peso, tem-
poralidad y valor. La noción de “sexo social” —que Mead desarrolla par-
ticularmente en sus investigaciones en Samoa— y el concepto de género
resultan imprescindibles para analizar los mecanismos de la diferenciación
social entre los sexos.

Diferencia sexual, género y feminismos

El conjunto de interpretaciones sobre la diferencia entre los cuerpos de los


hombres y de las mujeres cataliza el movimiento feminista de la década
de 1970, principalmente en el mundo anglosajón y europeo. Se pone en
tela de juicio la relación causa-efecto entre la anatomía y el conjunto de
los papeles sociales, por lo que el debate se centra entre lo biológicamente
adquirido y lo socialmente construido. A partir de ahí surge la categoría
de género para referirse a la simbolización que cada cultura elabora sobre
la diferencia sexual (Lamas 2002). Más precisamente, las feministas de la
segunda ola se apropian del término género para desnaturalizar la femi-
nidad, cuando este había sido creado en las décadas de 1950 y 1960 por
psicólogos estadounidenses —John Money y Robert Stoller— para tratar
casos de intersexualidad y transexualidad.
Una de las primeras definiciones feministas del género se encuentra
en los escritos de Rubin (1975); ella demuestra la importancia de la an-
tropología y el psicoanálisis para la elaboración de una epistemología y
política feministas, ya que ambos discursos toman en cuenta lo que ella
llama “sistema sexo/género”, es decir, “el conjunto de disposiciones por las
cuales una sociedad transforma la sexualidad biológica en productos de
la actividad humana”. Unos años más tarde, Rubin (1984) invita a liberarse
del concepto de género y restablece la diferencia sexual en el centro de
56 KARINE TINAT

su pensamiento; sin embargo, lo pluraliza y lo desprovee de la dicotomía


masculino/femenino, así como de la matriz conceptual heterosexual que
lo caracteriza. Para ella, no existen sexualidades normales o anormales,
sino diferencias sexuales o diferentes prácticas e identificaciones sexuales.
Más allá de los planteamientos de Rubin, o más bien tomándolos
como trasfondo de otras posturas feministas, Lamas (2002) ofrece una
amplia reflexión sobre la necesidad de cruzar los enfoques antropológico
y psicoanalítico para aprehender la diferencia sexual y distinguirla del
concepto de género. Para eso, recuerda e insiste en que la investigación
de género plantea que las mujeres y los hombres se definen a partir de
construcciones culturales simbólicas —y no de cuestiones biológicas—
que pertenecen al orden del lenguaje y las representaciones. Ahora bien, las
personas no están solamente configuradas por lo cultural y lo social, sino
que es imprescindible rescatar la parte psíquica y subjetiva que justamente
conlleva la diferencia sexual tal como el psicoanálisis lacaniano la concibe.
Esta rama del psicoanálisis considera que tanto la determinación sexual
como la estructuración del deseo se dan de manera inconsciente y que ni
lo femenino ni lo masculino remiten al referente biológico. Aun así, Lamas
recalca que muchas veces en la academia feminista se tomó la expresión
diferencia sexual como equivalente a diferencia de sexos y que el género se
convirtió en el concepto central y casi único del discurso feminista. Lo que
ella celebra es que empezó a reconocerse que la diferencia sexual no solo
remitía a anatomías distintas, sino a subjetividades diferentes. Insiste en
que es ineludible desentrañar los procesos psíquicos y culturales mediante
los cuales nos convertimos en hombres y mujeres dentro de una sociedad
que sigue apostando por la heteronormatividad y la complementariedad de
los sexos. Una nueva lectura de las relaciones sociales puede darse, opina
Lamas, si se mira el cuerpo como bisagra que articula lo social con lo
psíquico, más allá del hecho de que la construcción social de los sexos se
efectúe por lo cultural y lo simbólico.
Efectivamente, no siempre la academia feminista tomó en cuenta la
connotación psicoanalítica como elemento constitutivo de la diferencia
sexual. Es el caso, por ejemplo, de las teorías feministas universalistas, ale-
jadas del psicoanálisis, que casi consideran insignificante la diferencia entre
hombres y mujeres. Entre las reivindicaciones feministas que precedieron
e inspiraron la segunda ola figura El segundo sexo, De Beauvoir (2011), que
DIFERENCIA SEXUAL 57

demuestra hasta qué punto la diferencia de los sexos no es tributaria de una


realidad ontológica supuestamente “natural”, sino que está bajo el yugo de
una relación de dominación ejercida por los hombres sobre las mujeres.
Para las universalistas, la anatomía no explica las diferencias de compor-
tamiento ni la dominación; más bien, todas las diferencias se explican por
el prisma de la cultura y nada más. Las luchas de la corriente universalista
se enfocan en la obtención de los mismos derechos para los hombres y
las mujeres, la exigencia de igualdad en los diferentes campos de la vida
humana y ciudadana, así como en el cambio de mentalidades. Para hacer
que progresara la causa femenina, De Beauvoir abogó por la igualdad de
los sexos más allá de sus diferencias. La posición universalista ha tenido
mucha importancia en la formación del feminismo francés, no porque
De Beauvoir fuera francesa, sino porque aparece en filigranas la herencia
del racionalismo del siglo de las luces: casi se transparenta la fórmula “El
espíritu no tiene sexo”, de Poulain de la Barre.
Al lado de las universalistas, estalla la postura diferencialista que
sostiene que “hay dos sexos”, como lo afirma Fouque, aunque más tarde
se destacara con Fausto-Sterling que existen por lo menos cinco sexos. La
abolición de la dominación debe dar como resultado un mundo común
heterogéneo, enriquecido por ambas formas sexuadas de la humanidad.
Para las diferencialistas, lo que caracteriza lo femenino es su resistencia a
lo fálico, propio de lo masculino. “Ese sexo que no es uno”, de Irigaray, hace
referencia a un orden simbólico uterino que se opone al orden simbólico
fálico. Esta corriente diferencialista pretende un uso más armonioso de
las especificidades femeninas, opina que los dos registros sexuados de la
humanidad deberían desembocar en dos formas de organización ya no
jerárquicas, sino iguales y paralelas. La teoría diferencialista toma en
cuenta la connotación psicoanalítica de la diferencia sexual, aunque no
forzosamente concuerda con Lacan. En esta corriente figuran académicas
teóricas de la escritura y de la creación como Cixous y Kristeva; según
esta última, habría un “genio femenino” ahogado en la constitución de un
mundo dominado por lo masculino.
Si las corrientes universalistas y diferencialistas se desarrollaron en
la década de 1970, apostando respectivamente por un sexo (neutro) o dos
sexos, la postura posmoderna se formuló un poco más tarde, sobre todo en
los Estados Unidos, aunque con base en filósofos franceses como Deleuze,
58 KARINE TINAT

Lyotard y Derrida. El posmodernismo rompe con la lógica binaria de las


oposiciones (hombre-mujer, sujeto-objeto) y concibe que no se da una
forma concreta al sexo porque no es ni uno ni dos, sino un movimiento
continuo de diferir y hacerse diferente (Derrida 1992). Lo femenino recha-
za la alternativa esto o lo otro y la sustituye por la lógica esto y lo otro. En
esta perspectiva, lo femenino puede ser asumido por hombres y mujeres,
trascendiendo la dualidad sexual. Derrida opina que la diferencia sexual
constituye una herencia para nutrir la reflexión; conserva la diferencia
sexual pero la divide al infinito, escapándose de toda división binaria. Al
igual que Rubin, Derrida prefiere hablar de diferencias sexuales en plural.
Esta postura posmoderna conduce a la idea de desestabilización e
induce una política de los desplazamientos vinculada con el pensamiento
nómada, que retoma la expresión desarrollada por Deleuze y Braidotti. Ya no
hay ni un sexo ni dos, y esta postura da lugar al desarrollo ulterior de la
teoría queer, que se centra en la subversión de las identidades sexuales.
No se trata de reivindicar el derecho a la homosexualidad paralelamente
a la heterosexualidad, sino de indicar la porosidad de sus fronteras, tales
como las que separan a gays y lesbianas, hombres y mujeres, lo masculino
y lo femenino.

¿El fin de la diferencia sexual?

En el noveno capítulo de su libro Deshacer el género, Butler (2004) plan-


tea la vigencia de la noción de diferencia sexual para el feminismo, los
estudios de género y la sexualidad. Para ello empieza observando que las
feministas de hoy siguen batallando por obtener la igualdad para las mu-
jeres, así como una organización más justa de las instituciones políticas y
sociales. La noción de igualdad implica la cuestión del trato equivalente
entre mujeres y hombres, un punto que desemboca en otras interrogantes
relativas al contexto, la justicia, la libertad e incluso la propia definición de
mujer. En este inicio de siglo, el feminismo no ha logrado fijar acuerdos a
nivel conceptual y tampoco consigue liberarse de sus disensiones políticas
múltiples (lo que según Butler mantiene vivo el movimiento). La teoría y
el movimiento feminista se nutren mutuamente: la teoría estaría hueca
sin el movimiento, y este a su vez es un motor para elaborar la teoría. Esta
DIFERENCIA SEXUAL 59

última, no restringida al ámbito académico, surge de la reflexión colectiva,


lugar mismo donde nadan los conflictos.
Entre estos, Butler aísla el trío conceptual: diferencia sexual, género
y sexualidad. Su propósito no es anunciar el fin de la diferencia sexual y
tampoco abogar por ella; en realidad, no quiere contestar esta pregunta que
constantemente se hacen personas especialistas en género y/o sexualidad.
Más bien, Butler desea profundizar en las razones teóricas y prácticas por
las que usamos un marco de análisis en lugar de otro. Sostiene que no
es deseable ni posible que la realidad estructuradora de la diferencia sexual
desaparezca, porque es la base necesaria e ineludible para el pensamiento,
el lenguaje y el cuerpo. Se remite a Irigaray (1984), quien insiste en que la
diferencia sexual no es ni un cimiento ni la ineludible presencia de “lo real”
lacaniano, sino una “pregunta de nuestros tiempos” a vincular con un mo-
mento de incertidumbre en el lenguaje, con una dimensión histórica y de
la modernidad. Butler no se reconoce en esta referencia a la modernidad y
lamenta que los teóricos posmodernos desacrediten los conceptos juzgados
como caducos demasiado rápidamente. Analizar la diferencia sexual desde
una postura posmodernista remite, para Butler, a desacreditar el concepto:
ella prefiere colocarse en una línea entre la modernidad y la posmodernidad.
El cuestionamiento acerca de un término —cualquiera que este sea—
no debe desembocar en la prohibición de su uso y menos poner trabas al
análisis de la cultura política contemporánea. Butler observa la confusión,
por ejemplo, que rodea el término género: desde los estudios queer, se
tiende a considerar que, a nivel metodológico, el feminismo determina el
género como su objeto de análisis, mientras que los estudios gays y lésbi-
cos se enfocan en los conceptos de sexo y sexualidad. Butler se asombró
cuando el Vaticano argumentó que el término género debía eliminarse de
la Plataforma de Acción de Beijing, durante la iv Conferencia Mundial
sobre la Mujer de la onu, porque era una manera codificada de hablar
de homosexualidad y, por lo tanto, era preferible regresar a la noción de
sexo —rebiologizar la diferencia sexual— para preservar el vínculo entre
feminidad y maternidad como orden dado por la naturaleza y Dios. Más
inquietó a Butler constatar que sus colegas teóricas prefieren la noción de
diferencia sexual porque indica una diferencia fundamental, cuando el género
no marca más que un efecto construido y variable. Observa con curiosidad
que el Vaticano comparte finalmente ciertos principios con las personas
60 KARINE TINAT

dispuestas a convertir los estudios queer en una metodología distinta a la


de los estudios feministas. El Vaticano teme que la sexualidad desacredite
el rol reproductivo del sexo, mientras que los que aceptan la división meto-
dológica entre teoría queer y feminismo sostienen que la sexualidad puede
rebasar al género. Tanto el Vaticano como los teóricos de la metodología
queer desarticulan el género: el primero para rehabilitar la categoría de sexo
y los otros para poner la sexualidad en primer plano.
El término género se ha convertido en un lugar de debate y se usa de
manera distinta en función de los intereses (políticos, académicos, religiosos,
etc.). Muchas teóricas —entre las cuales Butler cita a Naomi Schor, Rosi
Braidotti y Elisabeth Grosz— se han opuesto al término género en nombre
de la diferencia sexual, ya que consideran que ha desplazado el estatus sim-
bólico de la diferencia sexual y de la especificidad política de lo femenino.
Sin embargo, al mismo tiempo, las corrientes dominantes de la teoría
queer no se identifican con la diferencia sexual, a la cual quieren disociar
radicalmente de la sexualidad. Incluso cuando la teoría queer demuestra
lo anacrónico del feminismo, este se describe como una perspectiva clara-
mente vinculada con la noción de género. Ni siquiera los estudios críticos
enfocados a la raza remiten a la diferencia sexual.
Butler se pregunta entonces en qué consiste la diferencia sexual. Si es
psíquica y social, cabe interrogar cómo interviene la estructura psíquica en
la dinámica del poder social. Lo que sugiere Butler es que todos los debates
acerca de la prioridad teórica de la diferencia sexual sobre el género, del
género sobre la sexualidad o de la sexualidad sobre el género, se ven atra-
vesados por otro tipo de problemas: los que plantea la diferencia sexual,
es decir, la dificultad para determinar dónde termina y dónde empieza
“lo biológico, lo psíquico, lo discursivo y lo social”. Butler insiste en que el
registro ontológico de la diferencia sexual siempre es dif ícil de determinar,
porque nunca está totalmente dado ni totalmente construido. Tal como ella
lo entiende, la diferencia sexual es el lugar en que la pregunta por la relación
entre lo biológico y lo cultural se plantea y vuelve a plantearse sin resolverse.
La diferencia sexual tiene dimensiones psíquicas, somáticas y sociales que no
pueden confundirse, pero que tampoco se distinguen. Butler se pregunta si
la diferencia sexual no se establece, finalmente, como una frontera flotante
que exige sin cesar una reformulación de sus términos. La diferencia sexual
sería una “exigencia de reformulación”.
DIFERENCIA SEXUAL 61

Butler se pregunta también cómo esta manera de pensar la diferencia


sexual interviene en nuestra comprensión del género, que podría ser la
parte social de la diferencia sexual; sin embargo, como ella misma resalta,
no hay que olvidar que la representación de género ha formado parte de la
normatividad heterosexista. Después de varios disensos en la onu, el término
género fue admitido, mientras que otros fueron excluidos, por ejemplo, el
de lesbiana. Este último fue desplazado hasta tener un estatus de otredad
innombrable. Butler menciona que presuponer que el término género es
una clave para la homosexualidad resulta una presuposición excluyente
y misógina, simplemente porque la lesbiandad no es un “nuevo género”.
El lenguaje “universal” que promueve la onu articula y rearticula el
consenso sobre cuáles son los límites de esa universalidad. Butler sostiene
que lo universal es un término en disputa, y que diversos gobiernos y varios
de los principales grupos de derechos humanos dudan de si los humanos gays
y lesbianas deberían incluirse en “lo humano” y de si sus supuestos derechos
encajan con las convenciones actuales que rigen el ámbito de los que se
consideran universales. Lo universal se está articulando continuamente
a partir de los desaf íos que formulan quienes están excluidos.
El género no fue la vía a través de la cual la homosexualidad o la orien-
tación sexual entraron en el lenguaje oficial de la onu. Fue el concepto de
libertad sexual el que unió a mujeres lesbianas y mujeres heterosexuales,
debido a que a través de este se valoró la autonomía y se rechazó la noción
esencialista de destino biológico. Butler cierra esta idea sugiriendo “que no
tomemos ninguna decisión sobre lo que es la diferencia sexual, sino que
dejemos la cuestión abierta, que se convierta en una pregunta preocupante,
sin resolver, propiciadora”.
Para concluir estas reflexiones sobre una cuestión que necesita seguir
abierta, diremos que la expresión diferencia sexual tiene una larga historia,
o más bien que se constituye a partir de varias historias, ya que depende
de los contextos —geográficos, políticos y feministas— en los que nos
ubicamos para abordarla. En la entrevista de 1994, Butler y Rubin tenían
toda la razón al preguntar de qué se habla cuando se hace referencia a la
diferencia sexual (Berger 2015). No se trata de un concepto homogéneo
procedente de una sola tradición disciplinaria o postura epistemológica (el
psicoanálisis y nada más). Ha atravesado tanto los siglos como las discipli-
nas. La han asociado y confundido con la “diferencia de los sexos”; ambas
62 KARINE TINAT

expresiones han sido el blanco de debates terminológicos a lo largo de


los últimos decenios. Vinculada con el concepto de género y la eclosión
de los movimientos feministas, definida por sus componentes biológicos,
psíquicos, discursivos y sociales, la diferencia sexual va a seguir siendo,
sin duda y durante mucho tiempo más, un concepto ineludible para los
estudios de género, del cuerpo y de la sexualidad.

Referencias

Beauvoir, Simone de. 2011 [1949]. El segundo sexo, Madrid, Cátedra.


Berger, Anne-Emmanuelle. 2015. “Los fines de un idioma o la ‘diferencia sexual’ ”, en
Revista Interdisciplinaria de Estudios de Género de El Colegio de México, año 1,
núm. 1, pp. 6-31. Disponible en <http://estudiosdegenero.colmex.mx/n1/anne-
emmanuelle-berger.html>.
Butler, Judith. 2004. Deshacer el género, Barcelona, Paidós.
Derrida, Jacques. 1992. Points de suspension: entretiens, París, Galilée.
Irigaray, Luce. 1984. Éthique de la différence sexuelle, París, Editions de Minuit.
Lamas, Marta. 2002. Cuerpo: diferencia sexual y género, México, Taurus.
Laqueur, Thomas. 1994. La construcción social del sexo. Cuerpo y género desde los griegos
hasta Freud, Madrid, Cátedra.
Preciado, Beatriz. 2008. Testo yonqui, Madrid, Espasa.
Rubin, Gayle. 1997 [1975]. “The Traffic in Women: Notes on the ‘Political Economy’ of
Sex”, en Linda Nicholson (ed.), The Second Wave: A Reader in Feminist Theory,
Nueva York, Routledge, pp. 27-62.
Rubin, Gayle. 1993 [1984]. “Thinking Sex: Notes for a Radical Theory of the Politics of
Sexuality”, en Henry Abelove et al. (ed.), The Lesbian and Gay Studies Reader,
Nueva York, Routledge, pp. 3-44.
División sexual del trabajo: espacio
público, espacio privado,
espacio doméstico

Myriam Brito Domínguez

La división sexual del trabajo es un concepto ampliamente utilizado por las


ciencias sociales en general para explicar la asignación diferenciada de ta-
reas, papeles, prácticas, funciones y normas sociales a mujeres y hombres.
Tal asignación —se piensa— está relacionada con el sexo de las personas,
bajo la presunción de que dota de características “diferentes” y supuesta-
mente naturales/biológicas a cada uno de estos dos grupos sociales. Los
estudios de género y la crítica feminista han demostrado que la asignación
de mandatos, tareas y funciones a que da lugar la división sexual del trabajo
no es inocua ni alude a una simple diferenciación de funciones, sino que
da lugar a graves y profundas desigualdades e injusticias, pues contribuye
ampliamente a crear condiciones para la subordinación femenina, lo que,
lejos de ser un fenómeno natural (en un sentido biologicista), es parte de
procesos sociales, culturales, económicos y políticos muy complejos, rela-
cionados con las formas en que opera la lógica de género en las estructuras
sociales, en los discursos sociales dominantes acerca de quiénes y cómo
deben ser las mujeres y los hombres, y en las interacciones y relaciones de
poder entre ambos.
Parece que todos los grupos humanos llevan a cabo un reparto de ta-
reas y mandatos específicos en relación con el sexo/género, el cual, por ello
mismo, es siempre jerárquico y desigual, pues las actividades que gozan de
mayor reconocimiento social son las que se asocian con lo masculino y los
64 MYRIAM BRITO DOMÍNGUEZ

varones, y las que carecen de prestigio y son consideradas inferiores son las
que se asocian con lo femenino y las mujeres. La antropología feminista y su
amplísimo trabajo etnográfico, realizado a lo largo de varias décadas, han
mostrado cómo opera esta lógica de género jerarquizada y desigual en el
reparto y asignación de labores, en una amplia gama de grupos humanos,
con distintos modos de producción, en diversas regiones del mundo y épocas
históricas. Las investigaciones al respecto son numerosas, pero habría que
apuntar el trabajo pionero realizado por la estadounidense Margaret Mead
en comunidades ágrafas de Papúa Nueva Guinea en las décadas de 1920 y
1930, vertido, entre otros, en el libro Sexo y temperamento (1935). Uno de
los principales aportes de las investigaciones de Mead es que muestran la
amplia variación de tareas, roles y prácticas que es posible encontrar entre
mujeres y hombres en diversos grupos humanos. Mead vio el contraste
entre las actividades que se consideraban “naturales” en la sociedad de la
que ella provenía (los Estados Unidos durante la primera mitad del siglo
xx) y las que se realizaban en las comunidades en las que estuvo, pero
también entre aquellas comunidades donde los trabajos, tareas, prácticas
y marcadores relacionados con el género presentaban muchas variaciones:

Si aquellas actitudes temperamentales que tradicionalmente hemos conside-


rado femeninas —tales como la pasividad, el conformismo y la complacencia
en el cuidado de los niños— pueden ajustarse fácilmente en una tribu como
modelo masculino, y en otra estar proscritas tanto para la mayoría de los
hombres como para la mayoría de las mujeres, ya no tenemos ninguna base
para considerar los aspectos de dicho comportamiento ligados al sexo (Mead,
citada en Rosaldo 1979: 154).

En la década de 1970, la antropóloga feminista Sherry Ortner muestra


que el reparto y la asignación de mandatos sociales diferenciados para
mujeres y hombres no solo no son naturales ni están determinados por el
sexo (biológico), sino que están profundamente relacionados con la cultu-
ra y la lógica de género que los subyace, lo cual los hace profundamente
jerárquicos, desiguales y excluyentes, de manera que producen muchas de
las condiciones para la subordinación femenina como fenómeno cultural
presente en todas las sociedades y grupos humanos conocidos, y en todos
los tiempos históricos. En su artículo “¿Es la mujer respecto al hombre lo
DIVISIÓN SEXUAL DEL TRABAJO 65

que la naturaleza respecto a la cultura?” (1979), esta autora plantea que la


subordinación femenina es un complejísimo problema de alcance universal,
del cual es imposible dar cuenta si buscamos explicaciones en sus manifes-
taciones concretas y específicas, pues estas han variado y varían de manera
sumamente amplia entre grupos humanos. De acuerdo con Ortner, hay
una lógica humana de pensamiento y significación binaria, estructural y
estructurante, que hace que lo femenino y las mujeres sean asociadas con
la naturaleza (a partir de ciertas características de su cuerpo sexuado) y por
esto se consideren como algo que debe ser controlado y dominado por la
cultura, entendida como orden humano y asociado con lo masculino y los
varones. Esta lógica, que estructura el género en forma binaria, produce
significaciones y asociaciones simbólicas jerárquicas, desiguales y exclu-
yentes que colocan a lo femenino y las mujeres en condiciones sociales de
inferioridad y subordinación respecto de lo masculino y los varones, lo
cual tiene múltiples y complejas consecuencias en las prácticas sociales y
los ejercicios de poder a los que da lugar, como la división y asignación de
deberes, papeles y tareas entre mujeres y hombres.
Si bien es cierto que esta forma de repartir y asignar labores y funcio-
nes sociales con base en una lógica de género binaria y jerárquica parece
estar presente en todos los grupos humanos como elemento estructural
(aunque se manifieste en formas concretas altamente variadas en diferen-
tes comunidades), la noción de división sexual del trabajo, así como la de
división social del trabajo que la acompaña, se elaboraron en el contexto
de transformación y construcción de las sociedades modernas, sobre todo
a partir del siglo xviii y a todo lo largo del siglo xix. En este contexto se
deben destacar tres autores importantes: Adam Smith desde la economía
clásica del siglo xviii, Émile Durkheim desde la sociología decimonónica y
Friedrich Engels desde la economía política marxista, también del siglo xix.
Adam Smith, uno de los principales representantes de la economía
clásica, afirma en su texto La riqueza de las naciones (1776) que el progreso
en el trabajo, la producción y la sociedad misma se debe a la división del
trabajo, ya que permite que más personas participen desarrollando habilida-
des específicas, mejorando la producción y obteniendo mayores ganancias
económicas. Recordemos que Smith escribe en el periodo en que la forma
de producción mercantil se está transformando en una capitalista, y si bien
da cuenta de muchos de los cambios socioeconómicos que están ocurrien-
66 MYRIAM BRITO DOMÍNGUEZ

do, su análisis considera siempre al trabajador como un varón, a pesar del


gran número de mujeres que participaban en el trabajo remunerado y no
remunerado desde los albores del capitalismo, y de lo cual Smith fue testigo
en las manufacturas, los oficios y la servidumbre pagada, por ejemplo. Y es
que la visión de Smith sobre el trabajo de las mujeres y sus aportaciones a la
producción económica ya se encontraba fuertemente influida por el modelo
de género que cobraba fuerza en su época y desde el cual dicho trabajo y
su importancia se hicieron invisibles. Este modelo considera a las mujeres
como seres supuestamente improductivos, ya que solamente las asocia con
las labores domésticas y el cuidado de la familia (aunque en los hechos no
fuera así), tareas devaluadas y que presumiblemente no aportaban nada a
la “riqueza de las naciones”.1
Desde la sociología clásica, otro trabajo relacionado con la noción de
división sexual del trabajo es el libro de Émile Durkheim, La división del
trabajo social (1893). En este texto, el sociólogo francés analiza la gran im-
portancia de la división del trabajo, no solo en términos económicos, sino
como parte de una nueva forma de organización y relaciones sociales que
se extendía a todos los ámbitos y espacios, produciendo cambios en ellos,
sobre todo en algunos asuntos sociales que eran motivo de gran interés y
preocupación para este autor: las formas de solidaridad, los vínculos socia-
les, la moralidad y la forma en que la división del trabajo los afectaba. Por
el tema que abordamos aquí, es importante señalar que para Durkheim la
división social del trabajo posibilita la solidaridad y cierto tipo de relaciones
sociales, de la misma forma que la división sexual del trabajo es la fuente de
la sociedad conyugal y establece relaciones de solidaridad y dependencia
(supuestamente) mutua entre las partes, lo cual hace que dicha sociedad
funcione, ya que su alcance es sexual, pero va más allá de lo sexual porque
tiene una función social y moral:

El trabajo sexual se ha dividido cada vez más. Limitado en un principio


únicamente a las funciones sexuales, poco a poco se ha extendido a muchas
otras. Hace tiempo que la mujer se ha retirado de la guerra y de los asuntos
públicos, y que su vida se ha reconcentrado toda entera en el interior de la
familia. Posteriormente su papel no ha hecho sino especializarse más. Hoy día,

1 Un buen análisis de este sesgo de género en el pensamiento de Adam Smith y la economía clásica
se puede encontrar en Mayordomo 2000.
DIVISIÓN SEXUAL DEL TRABAJO 67

en los pueblos cultos, la mujer lleva una existencia completamente diferente


a la del hombre. Se diría que las dos grandes funciones de la vida psíquica se
han como disociado, que uno de los sexos ha acaparado las funciones afectivas
y el otro las funciones intelectuales (Durkheim 1987: 68).

Como podemos ver, Durkheim también asocia la división del trabajo entre
mujeres y hombres a lo sexual, que para esta época ya tiene una connotación
claramente biologicista, como si las mujeres tuvieran en exclusiva funcio-
nes afectivas debido a sus supuestas naturaleza y esencia femeninas. Muy
lejos quedaba la posibilidad de que este autor realizara una lectura crítica
de dos hechos que él constató en sus investigaciones y en el contexto en
que vivió: uno, que las mujeres participaban en sociedades premodernas
en actividades como la guerra y la política (en sus palabras), y dos, que
de formas diversas lo seguían haciendo en su época. Durante el siglo xix
hubo, entre otros, dos grandes movimientos sociales en los que participa-
ron y se organizaron miles de mujeres, tanto en Europa como en los países
anglosajones: el sufragismo y el feminismo socialista, desde los cuales las
mujeres tomaron el espacio público a través de diversas formas de lucha
política por sus derechos.2
Desde la economía política marxista, El origen de la familia, la pro-
piedad privada y el Estado (1884), de Friedrich Engels, ha sido una referencia
de gran importancia sobre la noción de división sexual del trabajo y ha tenido
gran influencia en el tratamiento del problema desde el pensamiento feminista.
Se debe señalar que el feminismo socialista en general, tanto en su versión
clásica como en la marxista, realizó una aguda crítica del matrimonio
(burgués) y de la subordinación en que se encuentran dentro de este las
mujeres, y lo consideró una institución perniciosa que debía desaparecer
—junto con la burguesía y el orden capitalista— para crear una nueva so-
ciedad sobre nuevos cimientos. En un intento por mantener esta crítica,
una de las principales preocupaciones de Engels en este texto es mostrar
que la familia burguesa no es natural, sino producto de una historia que
también es la del origen de la propiedad privada y el Estado burgués. Su
análisis sobre los orígenes de la familia, desde la visión del materialismo
histórico, donde recupera las investigaciones antropológicas de su época,

2 Sobre la historia del sufragismo y el feminismo socialista, puede consultarse Anderson y Zinsser
1992: 396-458.
68 MYRIAM BRITO DOMÍNGUEZ

lo lleva a postular diversas formas de organización familiar que fueron,


desde su lectura, evolucionando hasta llegar a la forma dominante de la
familia burguesa. Así se fue perdiendo lo que el autor considera un estado
de igualdad originaria a partir de la división social del trabajo que acompañó
la evolución de la familia hasta llegar a la propiedad privada y el dominio
de la burguesía. Para Engels, la división social del trabajo que da origen a la
desigualdad entre clases sociales es un hecho histórico y no natural, salvo
la que considera como su forma originaria (y sí, natural): la que se produce
entre mujeres y hombres.

La división del trabajo no es en absoluto espontánea: solo existe entre los dos
sexos. El hombre va a la guerra, se dedica a la caza y a la pesca, procura las
materias primas para el alimento y produce los objetos necesarios para dicho
propósito. La mujer cuida de la casa, prepara la comida y hace los vestidos;
guisa, hila y cose. Cada uno es el amo en su dominio: el hombre en la selva,
la mujer en la casa. Cada uno es propietario de los instrumentos que elabora
y usa: el hombre de sus armas, de sus pertrechos de caza y pesca; la mujer,
de sus trebejos caseros (Engels 1955: 306).

El planteamiento de este autor es problemático en varios sentidos. Primero,


porque incorpora los discursos de género hegemónicos de su época, los
cuales naturalizan la división y asignación de mandatos, prácticas y espa-
cios sociales de manera jerárquica y excluyente entre mujeres y hombres,
al considerar que la división sexual del trabajo es la única división del
trabajo supuestamente natural, que en este contexto histórico —como ya
hemos mencionado— se entiende como una supuesta naturaleza biológica
en un sentido profundamente esencialista. Este argumento se utiliza para
justificar, más que para explicar, por qué lo hombres están destinados al
espacio del trabajo productivo y las mujeres al de la casa y la reproducción,
ya que este orden —de género— obedece a supuestas “funciones sexuales
naturales” de unos y otras, las cuales pareciera que siempre han sido las
mismas, desde el inicio de los tiempos humanos, según la línea de análisis
planteada por Engels.
Al hacer una lectura naturalizada y funcionalista de la división sexual
del trabajo, este autor desconoce que esta no es producto de la “natura-
leza”, sino que forma parte de complejos procesos históricos, los cuales
responden a una lógica de género que coloca a las mujeres en condiciones
DIVISIÓN SEXUAL DEL TRABAJO 69

de subordinación. Además, esta lectura de la división sexual del trabajo


invisibiliza su participación y aportaciones al trabajo, tanto pagado como
no pagado, y justifica su asignación/reclusión al espacio de la casa, donde
también prevalece un orden de género jerárquico y excluyente para ellas.
El segundo gran problema que se puede señalar en el texto de Engels
es el diagnóstico y solución que plantea respecto de la subordinación fe-
menina. El primero es que esta se produce porque las mujeres no forman
parte del trabajo productivo y pagado, pues deben cumplir con sus “deberes
naturales” en la casa y la familia, realizando labores que considera, desde
una visión muy reduccionista, improductivas. La solución para acabar
con ese estado de cosas es suprimir el capitalismo, la lucha de clases y la
burguesía, para asegurar una perfecta igualdad económica que, se suponía,
incluiría a las mujeres.
La noción de división sexual del trabajo que han utilizado gran parte de
los estudios de género y los feminismos para dar cuenta de la desigualdad
entre mujeres y hombres es heredera del tipo de visión y sesgo revisados
hasta aquí. Una de las explicaciones más o menos general a las que da
lugar es que la subordinación femenina se debe a que las mujeres están
excluidas del trabajo productivo y remunerado, y confinadas a las tareas
de reproducción de la fuerza de trabajo, generando plusvalor para la pro-
ducción del capital, y que la asignación de esta tarea se debe a las supuestas
características y funciones sexuales/biológicas de las mujeres como esposas,
madres y encargadas de la casa. Esta división de tareas y funciones también
interpreta a los varones como individuos “naturalmente hechos” para el
trabajo productivo, para ser cabezas de familia y los “únicos” proveedores
de la casa. Si las mujeres salen al mundo del trabajo remunerado, se suele
pensar que es solo para “complementar” el salario del varón, o bien cuando
tienen necesidad de hacerlo. Junto con estos supuestos, también está el
de que las mujeres “siempre” han estado en la casa y muy raramente en
el trabajo productivo.
El tipo de lectura a que da lugar esta forma de entender la división
sexual del trabajo es bastante problemático; primero, porque el fenómeno
de la subordinación femenina —en cuanto problema de amplio, profundo
e histórico alcance—, está relacionado y entretejido con diversos procesos
culturales, entre los cuales la autonomía económica de las mujeres es solo
uno de los factores necesarios para su transformación, pero no puede redu-
70 MYRIAM BRITO DOMÍNGUEZ

cirse a esta; se requieren amplísimos cambios y reconfiguraciones simbólicas,


políticas, económicas y sociales. En segundo término, como se ha señalado
a lo largo del texto, históricamente las mujeres han participado en todos
los ámbitos y niveles del trabajo productivo. Si bien su participación en la
generación de vida las asigna culturalmente como madres, los modelos de
maternidad han variado mucho a lo largo de la historia humana, incluso
dentro de las propias sociedades occidentales. La invisibilización de la
participación femenina y de los aportes de las mujeres al trabajo produc-
tivo, así como su asociación, desde los discursos de género hegemónicos
contemporáneos, exclusivamente a cierta forma de maternidad, se deben a
cierta lógica de género y a discursos sociales que se construyeron a partir
del siglo xviii, tomaron mucha fuerza y se radicalizaron en el xix, y apare-
cen como “naturales” en el xx y el xxi; asimismo, a la división de espacios
sociales que se estructuró paulatinamente en esos mismos siglos, afectada
por esa misma lógica de género jerárquica, desigual y excluyente.
Una definición de división sexual del trabajo que aspire a desnaturalizar
y cuestionar con mayores alcances las formas y consecuencias de la división
de trabajos y lugares en relación con cierto orden de género patriarcal re-
quiere tomar en cuenta dos elementos que se formaron y prevalecen aún en
las sociedades occidentales contemporáneas. Nos referimos, por un lado, a
la ficción doméstica como el discurso que produce la idea de que todas las
mujeres han sido “siempre y desde tiempos inmemoriales” esposas, madres
y amas de casa, a partir del modelo de la mujer doméstica. Por otro lado, y
en relación con lo anterior, también es necesario situar la división sexual del
trabajo de acuerdo con la separación de espacios sociales que se estructura
en estas sociedades y que da lugar no a dos, sino a tres grandes ámbitos: el
público, el privado y el doméstico.
La ficción doméstica se conformó a partir del siglo xviii, en gran medida
como reacción al feminismo que nació en esa época como crítica ética y
política de la desigualdad entre mujeres y hombres. La ficción doméstica
está formada por un amplio grupo de discursos y es también una práctica
discursiva desde la cual se afirma que todas las mujeres —no importa cuáles
sean sus características personales ni el lugar que ocupen en las jerarquías
y espacios sociales— son esencialmente seres domésticos, es decir, que
todas y cada una —lo cual evoca una supuesta naturaleza femenina— son
esposas, madres y amas de casa. Esta idea resultó tremendamente exitosa,
DIVISIÓN SEXUAL DEL TRABAJO 71

tiene aún gran fuerza de interpelación desde los imaginarios de género


modernos y se ha llegado a considerar como “natural y esencial” en to-
das las mujeres. Sin embargo, lejos de esto, se trata de un modelo que se
forma y toma fuerza en un tiempo histórico específico como parte de los
intensos cambios políticos, económicos y sociales que se producen en la
reconfiguración del Occidente moderno, entre ellos las luchas y acciones
de las mujeres.
En su libro Deseo y ficción doméstica (1987), Nancy Armstrong plantea
que estos discursos se producen en el contexto de los enfrentamientos y
disputas entre grupos nobles y burgueses en torno al ejercicio del poder
político: la creación de un nuevo modelo de mujer fue un elemento central
para el triunfo de los segundos sobre los primeros, mediante el cuestio-
namiento de la figura de la princesa como referente hegemónico de mujer
deseable, y como parte de la crítica al dominio de la aristocracia y todo lo
que representaba. Mientras que la doncella es exaltada por su belleza externa
y noble cuna, la idea de la mujer doméstica establece que lo más valioso en
una mujer es su belleza interior, que puede ser cultivada por cualquiera, sin
importar su figura ni origen social. Lo prioritario era crear un nuevo ideal
de feminidad que superara y desplazara los atractivos de la princesa y los
símbolos tradicionales de estatus asociados con ella, de modo que estos se
consideraran mucho menos importantes que la profundidad emocional y
moral que se le adjudicó a la mujer doméstica. Su triunfo, tanto cultural
como político, dependía, entre otras cosas, de mostrar que las diferencias
entre mujeres y hombres eran más importantes que las diferencias entre
clases sociales.
Frente al modelo de la mujer doméstica —creado mediante discursos
filosóficos, científicos, literarios y pedagógicos—, las mujeres de la nobleza
(y a través de ellas, la nobleza misma) parecían representar valores altamente
cuestionables. Por su parte, el ideal de mujer que se crea por medio de la
ficción doméstica exaltará con mucho éxito otro tipo de cualidades que em-
pezaron a considerarse como elementos de una supuesta esencia femenina
natural en todas las mujeres: sensibilidad, dulzura, modestia, obediencia,
abnegación, pero, sobre todo, las virtudes de ser esposa y madre volcada
por completo hacia el cuidado de la familia y la casa. La ficción doméstica
delinea con claridad el modelo de mujer deseable y el tipo de obligaciones y
tareas que se le adjudican como parte de esa supuesta naturaleza femenina:
72 MYRIAM BRITO DOMÍNGUEZ

crianza de hijas e hijos, atención del marido y cuidado del hogar. Uno de los
autores que contribuye de forma por demás importante a delinear la figura de
la mujer doméstica es Jean-Jacques Rousseau, sobre todo en su libro Emilio
o de la educación (1762), que ha sido un texto fundamental en la pedagogía.
El modelo de la mujer doméstica es uno de los discursos dominantes de
género más eficaces en las sociedades modernas. Opera como importantí-
simo referente en la conformación de las identidades de género, así como
en los mandatos, prácticas y relaciones desiguales entre mujeres y hombres
a que da lugar. Es posible además considerarlo un elemento central para la
justificación moderna de la subordinación femenina, como reacción a las
demandas y luchas del feminismo desde diversos frentes durante sus poco
más de tres siglos de existencia.3
Esta forma de pensar y definir a las mujeres como seres domésticos
influye de manera importante en la división sexual del trabajo, al producir
varias tensiones: la ficción doméstica borra de los imaginarios sociales de
género hegemónicos las características particulares de las mujeres, ya que
las homogeneiza y representa como si fueran la encarnación de una esencia
femenina en cuanto esposas, madres y amas de casa, asignadas obligato-
riamente al espacio que se considera el lugar ideal para que desarrollen
esa supuesta esencia doméstica. Sin embargo, las mujeres concretas son
de múltiples y sumamente variadas formas, pueden o no ser esposas, ma-
dres y amas de casa e históricamente nunca han estado ni están solo en el
“hogar”, sino en todos los espacios sociales, económicos y políticos, lo cual
puede acaecer de diversas, complejas e incluso contradictorias formas. En
algunos casos esa presencia puede ser irregular y recibirse de manera hostil.
Esta adscripción obligada y desigual de las mujeres a la casa está
relacionada también con la división de espacios sociales que se produce
en las sociedades modernas. El pensamiento político moderno en general
ha trabajado esta división de espacios a partir de la dicotomía público-
privado, que tiene como referente el pensamiento político grecolatino que
establece una división entre la polis como espacio de los iguales y el oikos

3 El feminismo nace como crítica ética y política contra la desigualdad entre mujeres y hombres
en los siglos xvii y xviii. Diversas plumas recuperan en esa época la demanda ética de igualdad y
libertad naturales para todos los seres humanos trazada por el pensamiento ilustrado, exigiendo
que esta se cumpla sin distinción de sexo. Al respecto se puede consultar Anderson y Zinsser
1992: 379-396; también Cobo 2009: 13-20.
DIVISIÓN SEXUAL DEL TRABAJO 73

como ámbito de la familia. Sin embargo, desde una perspectiva feminista


podemos advertir que esta distinción no es inocua, ya que el primero fue
el ámbito de los varones nobles y libres, y al segundo estaban adscritas las
mujeres, las niñas y los niños, la servidumbre, las esclavas y los esclavos.
Mientras que la polis se consideraba el espacio de la igualdad y la base del
gobierno democrático, en el oikos imperaba la forma monárquica de go-
bierno con la autoridad absoluta del pater familias, que tenía poder de vida
y muerte sobre los miembros de su casa, pues se consideraba el más apto y
virtuoso para mandar sobre quienes eran vistos como seres inferiores. El
oikos funcionaba como el espacio donde se realizaba el trabajo que permitía
la supervivencia diaria de la ciudad-estado, pero también representaba la
condición de posibilidad para la constitución de la polis, ya que permitía
afirmar la condición de igualdad entre sus ciudadanos, en cuanto varones
libres y amos absolutos de su casa y su familia.
Uno de los pocos pensadores que recupera la presencia y lógica de
funcionamiento del oikos es G. W. F. Hegel, quien además muestra con
bastante claridad que en las sociedades modernas se pueden distinguir
tres, y no dos, espacios sociales. En sus Principios de la filosof ía del derecho
(1821), este autor plantea la distinción entre el Estado, la sociedad civil y la
familia. Para las necesidades analíticas de este trabajo, diremos que esta
división de espacios sociales se puede establecer como una distinción entre
lo público como el ámbito para el ejercicio de la ciudadanía, la discusión
de los asuntos colectivos y la articulación y funcionamiento del Estado; lo
privado como el espacio de los individuos, de sus intereses particulares, la
competencia por obtener sus fines, el ámbito de resguardo de su intimidad
(individual), y también como el espacio del trabajo formal y reconocido; y
lo doméstico como el espacio de la casa y la familia, que opera bajo la mis-
ma lógica del oikos, es decir, como el lugar de las relaciones consideradas
naturalmente desiguales, donde el esposo/padre/cabeza de familia puede
ejercer el poder de manera vertical y autoritaria, y en el cual las mujeres
no son consideradas individuos, sino seres domésticos: esposas, madres y
amas de casa, sujetas a la autoridad masculina y constreñidas al ámbito de
la casa.4 Y es que esta división de espacios también adscribe diversos

4 Para profundizar sobre esta división de tres espacios sociales, la crítica a la dicotomía público-
privado y su importancia para el análisis feminista, véase Brito 2008.
74 MYRIAM BRITO DOMÍNGUEZ

sujetos modélicos a cada uno de ellos: el ámbito público tendrá al ciudadano,


el espacio privado, al individuo como trabajador, y el doméstico, por un
lado, al esposo/padre/cabeza de familia en una posición de mayor jerar-
quía como autoridad absoluta, y por el otro, a la mujer doméstica, esposa/
madre/encargada del hogar, en una posición de subordinación. Debido al
orden de género desigual y excluyente y a la manera en que afecta y modela
los imaginarios sociales dominantes, las mujeres quedarán en y desde estos
adscritas y asignadas solo al espacio de lo doméstico. Sin embargo, como
han mostrado ampliamente los estudios de género y la perspectiva femi-
nista, las mujeres han estado y están en todos los espacios en el tránsito
y conformación de las sociedades modernas; negadas, invisibilizadas, en
condiciones de exclusión de los espacios público y privado, pero presentes,
de diversas y complejas formas, a pesar de que en los imaginarios sociales de
género hegemónicos se asocien exclusivamente al espacio de la familia y lo
doméstico, como esposas, madres y amas de casa.
Si se toman en consideración la fuerza e importancia que sigue te-
niendo la ficción doméstica en las sociedades contemporáneas, así como la
visibilización del espacio doméstico como el ámbito al que están adscritas
las mujeres en los imaginarios de género de nuestro tiempo, y cómo ello
contribuye y forma parte de las condiciones de la subordinación femenina
moderna, la categoría de división sexual del trabajo puede dar cuenta de
problemáticas mucho más complejas.
La idea de que el sexo es el elemento determinante de dicha división,
como si fuera un hecho natural/biológico, se debe cuestionar, pues como se
ha intentado mostrar en este texto, dicha división está relacionada con un
orden de género jerárquico, desigual y excluyente que coloca a lo femenino,
a las mujeres y sus actividades en un lugar de inferioridad, donde carecen de
reconocimiento y prestigio sociales. En las sociedades modernas, la justifi-
cación de esta división del trabajo —que las asocia con la reproducción, la
familia y la casa— es parte de complejos procesos políticos y económicos,
y se realiza a través de la ficción doméstica, la cual afirma una supuesta
diferencia sexual esencial que afecta sobre todo la forma en que se define
a las mujeres y los mandatos de género que deben seguir.
La división del trabajo en el orden de género prevaleciente hace invisibles
tanto la participación y aportaciones de las mujeres en el trabajo pagado
como la gran importancia del trabajo doméstico, de crianza y cuidados (no
DIVISIÓN SEXUAL DEL TRABAJO 75

solamente de las hijas e hijos, sino también de personas mayores, enfer-


mas y/o con alguna discapacidad). Dicho trabajo, debido a la fuerza que
aún tienen los mandatos de género que surgen de la ficción doméstica, es
realizado mayoritariamente por mujeres y sostiene la economía de todos
los países. Desde la década de 1980, la crítica feminista en la economía ha
mostrado que las aportaciones de las mujeres a las economías del mundo
son muchísimo mayores de las que se registran en indicadores económi-
cos como el Producto Interno Bruto (pib), si se toman en cuenta tanto su
participación en el trabajo remunerado como sus aportaciones desde el
trabajo doméstico, de crianza y cuidados.5

Referencias

Anderson, Bonnie y Judith Zinsser. 1992. Historia de las mujeres: una historia propia,
t. 2, Barcelona, Crítica.
Armstrong, Nancy. 1991 [1987]. Deseo y ficción doméstica. Historia política de la
novela, Madrid, Cátedra/Universidad de Valencia/Instituto de la Mujer.
Brito Domínguez, Myriam. 2008. “Más allá de la dicotomía: la distinción entre lo
público, lo privado y lo doméstico”, tesis de maestría, México, Universidad
Autónoma Metropolitana-Iztapalapa. Disponible en <http://tesiuami.izt.uam.
mx/uam/aspuam/presentatesis.php?recno=14644&docs=UAMI14644.pdf>
(consultado el 1 de agosto de 2015).
Cobo, Rosa. 2009. “Otro recorrido por las ciencias sociales: género y teoría crítica”, en
M. Aparicio, B. Leyra y R. Ortega (eds.), Cuadernos de género: políticas y acciones
de género. Materiales para la acción, Madrid, icei-Universidad Complutense, pp.
11-52. Disponible en <eprints.ucm.es/9638/1/estudios_e_informes_nº_4.pdf>
(consultado el 1 de agosto de 2015).
Durkheim, Émile. 1987. La división del trabajo social, Madrid, Akal.
Engels, Friedrich. 1955. “El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado”, en
Obras escogidas, t. ii, Moscú, Progreso, pp. 168-325.

5 Sobre este tema se pueden revisar las investigaciones del Programa de las Naciones Unidas para
el Desarrollo (pnud): <http://www.undp.org/content/undp/es/home.html>; las investigaciones
de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal): <http://www.cepal.org/
es/areas-de-trabajo/asuntos-de-genero>, y el trabajo de la economista feminista Naila Kabeer
(Kabeer 2006).
76 MYRIAM BRITO DOMÍNGUEZ

Kabeer, Naila. 2006. Lugar preponderante del género en la erradicación de la pobreza y


las metas de desarrollo del milenio, México, Plaza y Valdés.
Mayordomo, Maribel. 2000. “Precursores: el trabajo de las mujeres y la economía
política”, ponencia presentada en las vii Jornadas de Economía Crítica,
Universidad de Castilla La Mancha, Albacete, 3-5 de febrero. Disponible en
<http://pendientedemigracion.ucm.es/info/ec/jec7/pdf/com3-7.pdf> (consultado
el 25 de julio de 2015).
Ortner, Sherry. 1979. “¿Es la mujer respecto al hombre lo que la naturaleza respecto a la
cultura?”, en O. Harris y K. Young (comps.), Antropología y feminismo, Barcelona,
Anagrama, pp. 109-132.
Rosaldo, Michelle Z. 1979. “Mujer, cultura y sociedad: una visión teórica”, en O. Harris y
K. Young (comps.), Antropología y feminismo, Barcelona, Anagrama, pp. 153-180.
Espacio y género: problemas,
momentos y objetos

Paula Soto Villagrán

Reconstruida día a día, la experiencia de los sujetos se arraiga en las tem-


poralidades y los lugares a los que pertenecen. Un lugar y un tiempo que
marcan el tejido de los procesos personales y colectivos. Un lugar y un
tiempo que tienen sentido no solo como realidad objetivada, sino también
vivida subjetivamente y compartida socialmente. Un tiempo y un espacio
marcados por la diferencia.
En efecto, el género en cuanto construcción simbólica de la diferencia
sexual ha sido fundamental en la configuración de espacios específicamente
para uno y otro sexo. Los límites simbólicos que se han impuesto cultu-
ralmente a las mujeres han tenido una correlación espacial: el lugar de la
mujer en términos de expresión topográfica ha estado ubicado en la casa,
en la cocina, en la iglesia, en el mercado, en las casas de prostitución, entre
otras. Cualquiera de estas espacialidades ha tenido como característica
principal la reclusión, la invisibilidad y el silencio. Unos límites dentro de
los cuales se han articulado espacialidades que han guiado los itinerarios
y recorridos de las mujeres como colectivo y que han influido sobre las
formas dispersas y fragmentadas de mirar, imaginar, habitar, disfrutar y
pensar el espacio.
En este trabajo nos interesa situar la reflexión en algunas perspectivas a
través de las cuales se han vinculado las divisiones espaciales y las divisiones
de género en diferentes espacialidades, bajo el supuesto de que el género
78 PAULA SOTO VILLAGRÁN

es simultáneamente social y espacial. Es decir, la estructuración espacial


de las sociedades se constituye en elemento decisivo para la producción y
reproducción de desigualdades de género en diferentes escalas. Para abor-
dar lo anterior, hemos trazado un camino analítico estructurado en tres
grandes apartados. Un primer apartado se orienta a reconstruir algunos
de los principales problemas a nivel teórico en la relación entre género y
espacio. En un segundo apartado se analizan los momentos en que se ha
estrechado este vínculo. Finalmente y a modo de cierre, se delinean algunos
objetos en torno a las escalas del cuerpo, la casa y la ciudad que esbozan
horizontes y posibles desaf íos analíticos.

Problemas

Pareciera que espacio y diferenciación de género no tienen relación entre


sí, que recorren ámbitos conceptuales inconexos. En efecto, hay varias difi-
cultades teóricas para integrar ambas categorías de análisis. La primera es
el tratamiento del espacio como neutro, homogéneo e indiferenciado, lo que
implica no reconocer las profundas diferencias que se dan entre los hombres
y las mujeres en la organización y la utilización del espacio. Así, el espacio
se nos presenta como el resultado de una sociedad sin diferenciación entre
hombres y mujeres, lo cual invisibiliza la experiencia espacial de las mujeres.
De esta manera se ha entendido que los hombres son la norma. De acuerdo con
ellos se explican los funcionamientos espaciales sin considerar la diversidad
de actores y funciones que participan en la vida urbana contemporánea. En
este sentido se toma el punto de vista masculino como criterio interpretativo
de la localización específica de hombres y mujeres en determinados lugares.
En segundo lugar, una peculiaridad del análisis espacial ha sido la
naturalización de las dicotomías geográficas, tales como público-privado,
calle-casa, ciudad-suburbio, trabajo-hogar, reproductivo-productivo, mente-
cuerpo, que han servido para reforzar roles y estereotipos sobre lo femenino
y masculino. Estos estereotipos se reflejan en representaciones ideológicas
más que en descripciones empíricas y afectan directamente, entre otros, al
ordenamiento urbano y la estructura espacial. En efecto, estas oposiciones
binarias han estado en el centro de los cuestionamientos sobre género y
espacio, pues lo femenino se asocia con la emoción, el cuerpo y lo privado;
ESPACIO Y GÉNERO 79

mientras la racionalidad, la mente y lo público quedan instituidos dentro


de los dominios de la masculinidad.
En tercer lugar, en estrecha vinculación con lo anterior, se ha planteado
que “aun cuando el sello masculino del espacio construido no necesariamente
condicione nuestras vidas de forma determinante, hay una serie de valores
simbólicos asociados a este, que influyen de forma directa o indirecta en
nuestro diario vivir” (Molina 2006: 14). Precisamente el origen patriarcal
de las representaciones espaciales de género se observa en las formas ar-
quitectónicas. En tal sentido, Liz Bondi plantea que la masculinidad estaría
asociada con lo grande, sólido y poderoso, con lo que es lineal y vertical, y
la feminidad con lo delicado, lo abovedado y lo curvo. La crítica al diseño
de la ciudad queda manifestada en la siguiente idea:

El diseño y la disposición de la ciudad, internos o externos, simbolizan el po-


der y la autoridad masculina, lo que legitima la ocupación de esos espacios.
Las calles, las plazas y los espacios que quedan entre ellas, las fachadas de
los edificios, el trazado interior de las salas donde se realizan las operaciones
comerciales reflejan y fomentan la idealización de un empleado masculino
(McDowell 2000: 214).

Lo que en definitiva implica una configuración espacial que no es solo


reflejo de las distintas formas de organización social y económica, o de
modelos culturales, sino que contribuye activamente a construir las desi-
gualdades de género y la exclusión urbana de las mujeres, pues implica
desventajas simbólicas que profundizan los límites de separación entre
los individuos y lugares.

Momentos

Distinguimos al menos tres momentos relevantes que estrechan las dis-


cusiones entre el espacio y el género. Un primer momento, que se ubica
temporalmente en la década de 1970, tuvo la intención de visibilizar la
experiencia femenina en el espacio. En este sentido, la incorporación del
sexo como una variable para el estudio de la población fue un enfoque
dominante que contribuyó a desagregar los datos demográficos y permitió
80 PAULA SOTO VILLAGRÁN

establecer patrones de comparación entre países y regiones considerando


variables como migración, fecundidad, composición familiar y trabajo. En
coincidencia con esta orientación, se puede constatar una disposición a
documentar las dificultades espaciales que enfrentan las mujeres, primor-
dialmente en el análisis diferencial de las pautas de desplazamiento, las
migraciones, el campo de acción, el conocimiento del entorno, el estatus
socioeconómico y la calidad de vida.
Otro enfoque característico de esa década será el marco de análisis
marxista, a través de cuyos planteamientos se exploraron los efectos de las
interconexiones entre el patriarcado y el capitalismo y sus consecuencias
en las relaciones de género, en diferentes lugares y tiempos. Existe una
clara tendencia a explicar la subordinación de la mujer desde una base
materialista relacionada con la producción y la reproducción, conjugadas
en un proceso inseparable. De ahí que una problemática fundamental de la
división del trabajo productivo-reproductivo sea la paradójica separación
entre los espacios de trabajo y el hogar porque el hogar puede ser al mismo
tiempo un lugar de reproducción y también de producción.
Un segundo momento, ubicado en la década de 1980, muestra un
florecimiento de temas y enfoques en las investigaciones que relacionan la
mirada de género con el espacio. El entorno urbano será privilegiado para
analizar los comportamientos individuales, la interiorización del espacio
exterior, la movilidad y la percepción de los espacios urbanos. Un trabajo
con carácter pionero en este contexto es el de García Ballesteros y Bosque
Sendra (1989) sobre la ciudad de Segovia, que muestra cuestiones intere-
santes en cuanto a las diferencias de género; por ejemplo, mientras que
los hombres perciben mejor los límites administrativos de la ciudad y los
amplían a las carreteras que confluyen en Segovia, las mujeres desarrollan
itinerarios que conducen insistentemente a sus alrededores. Si consideramos
la percepción de la distancia también se expresan diferencias. En este sentido
se ha constatado que las mujeres destinan mayor tiempo que los varones a
los mismos recorridos. Finalmente, las investigaciones de estos geógrafos
muestran que en el espacio subjetivo de las mujeres se expresa un espacio
vivido más reducido, más lineal y organizado alrededor de una sola calle.
Estas características deben verse con cuidado, pues existen otras categorías
que problematizan dichos resultados, como la condición socioeconómica,
la edad y el nivel de instrucción (Sabaté 1984).
ESPACIO Y GÉNERO 81

Muy ligado a lo anterior, en la década de 1980 resulta altamente sig-


nificativa la influencia de la geograf ía cultural-humanista, por la apertura
temática y de aproximaciones metodológicas que acarreó. La concepción
del espacio como experiencia desarrollada en el pensamiento anglosajón
por autores como Tuan (1974) abre la exploración hacia temas como las
diferentes formas de uso y apropiación del espacio por parte de los hom-
bres y las mujeres, y la indagación acerca de qué lugares son frecuentados
por unos y otros, qué lugares son valorados, con qué lugares se identifican
las mujeres y los hombres, y qué sentimientos asocian con estos lugares.
Por último, es necesario precisar dos cuestiones que se perfilan en esa
década y que servirán para alimentar la discusión del siguiente decenio. La
primera consiste en la manifestación de una clara cercanía con los métodos
cualitativos de investigación, pues se afirma que los métodos cuantitativos y
el uso de técnicas estadísticas están relacionados con formas de conocimiento
de tipo patriarcal que suelen reflejar jerarquías de valores en relación con
la posición de hombres y mujeres (Sabaté 1984). La segunda cuestión es la
idea que empieza a fraguarse de pensar las diferencias en las experiencias
de las mujeres: se cuestiona la idea de la mujer como categoría universal,
que por lo mismo no atiende a la diversidad.
Un tercer momento —que tiene continuidad hasta hoy— ha recibido
la influencia del movimiento intelectual denominado giro cultural (cultural
turn), que desde la década de 1990 plantea en términos generales que la
cultura deja de tener un carácter residual y aumenta el interés y sensibilidad
por la dimensión cultural de los objetos geográficos. Así, la incorporación
de lo inmaterial en el estudio del espacio y la espacialidad ha sido un
eje estructurador del giro cultural. Desde esta perspectiva el lugar no es
concebido como una simple localización material, sino como una posición
discursiva, un “mapa” de significados (Jackson 1989).
En este devenir, el concepto de lugar recupera presencia y se le reconoce
como privilegiado para observar las sutilezas de procesos culturales discretos,
fragmentados y a menudo contradictorios, ligados a la espacialidad del
género. Tal y como lo plantea Soja (2008), para estudiar el espacio es
necesario “el lugar”. Más allá de límites fijos, se abre paso así a la concepción
del lugar como dinámico, difuso y fluido. La microgeografía reposiciona
el cuerpo, la casa, la calle, el barrio, y con ello las mujeres como grupo son
revalorizadas en cuanto sujetos-agentes espaciales.
82 PAULA SOTO VILLAGRÁN

Objetos

Los debates teóricos que han acompañado a la reflexión sobre género y


espacio muestran un gran dinamismo y fertilidad en sus producciones.
Así, podemos identificar una multiplicidad de temas clave: la identidad,
el consumo, el paisaje, la masculinidad, la vida cotidiana, el sentido del
lugar, entre otros. Sin embargo, aquí queremos centrar el análisis en algu-
nas escalas espaciales a través de las cuales se articulan diversos objetos
de investigación en la actualidad. De acuerdo con lo anterior, la escala
representa un cúmulo de relaciones, procesos y elementos organizados
espacialmente. Entendemos la naturaleza situacional y multiescalar de la
realidad, pues las personas se extienden en el espacio de la misma manera,
formando redes.
El mapeo que trazamos a continuación no pretende ser exhaustivo,
más bien sitúa algunos puntos de partida para visualizar las agendas de
investigación actualizadas cuyo objeto es la relación entre género y espacio.
Indagamos específicamente en la escala corporal, la escala doméstica y la
escala urbana como emplazamientos materiales, simbólicos y de poder
que pueden analizarse como variaciones geográficas de la masculinidad, la
feminidad y sus significados (McDowell 2000). Al mismo tiempo, se ofre-
cen algunas pistas para comprender el momento en que se encuentran las
continuidades y las renovaciones de los estudios que atraviesan el espacio
y el género.

El cuerpo

Los enfoques feministas en geograf ía han sido pioneros en la introducción


y dinamización de los análisis socioculturales sobre el cuerpo. Esto resulta
relevante, ya que el saber geográfico que se sitúa en el terreno público ha
dejado frecuentemente lo privado y el cuerpo, sus atributos, su conducta y su
sexualidad fuera del análisis espacial. Así, han posicionado una idea central:
“el cuerpo es un lugar”, la primera escala geográfica, el espacio donde se
localiza el individuo y sus límites. Tal como sostiene Soja, “la ‘creación de
geograf ías’ comienza con el cuerpo, con la construcción y performance
del ser, del sujeto humano como una entidad particularmente espacial,
implicada en una relación compleja con su entorno” (2008: 34).
ESPACIO Y GÉNERO 83

En la geograf ía humanística también encontramos soporte para esta


idea del cuerpo como un lugar de la experiencia espacial. El cuerpo es un
objeto que ocupa espacio, que vive en el espacio, y a través de esa situación se
integran el ser humano y su ambiente en el mundo (Tuan 1974). El ser humano
construye un espacio relacional con los demás por su presencia, dibuja un
croquis sobre el espacio mediante la estructuración de ejes adelante-atrás,
izquierda-derecha, horizontal-vertical, arriba-abajo, que corresponden a
posiciones corporales que se anclan en la organización del espacio.
Las discusiones alrededor del cuerpo han tejido diferentes objetos de
investigación espacial. Uno muy significativo es el renovado interés por la
espacialidad corporal en su vínculo con las emociones,1 los sentimientos y
los afectos, lo que ha dado lugar a las denominadas geograf ías emocionales.
Estas enfatizan las interacciones afectivas entre la corporeidad2 y sus espacios,
entre la espacialidad y la temporalidad de las emociones y, más específica-
mente, la forma en que se vinculan alrededor y dentro de ciertos lugares.
En otro orden, se ha mostrado que el vínculo entre cuerpo, espacio
y sexualidad es altamente transgresor, en tanto que permite incrementar
la visibilidad de sexualidades disidentes. Tal y como han expuesto Bell y
Valentine (1995), los gays y lesbianas han luchado para oponerse a la exis-
tencia de espacios heteronormativos. Así, se han comenzado a estudiar los
barrios residenciales gays, los distritos comerciales gays o los lugares de
turismo internacional gay o lésbico como intentos de vincular la sexualidad
con algunas dinámicas propias del capitalismo. También se han realizado
otros estudios que han avanzado en el análisis de formas de resistencia
simbólicas de grupos homosexuales a través de la observación de pequeños
actos, como por ejemplo besarse en espacios públicos. Algunos autores han
interpretado estas prácticas como tácticas para subvertir la concepción de
espacios heterosexuales dominantes (Bell y Valentine 1995).

1 Al respecto existe en las ciencias sociales en general y en la sociología en particular lo que Olga
Sabido (2011) ha denominado un repunte a nivel mundial de los temas del cuerpo y la afectivi-
dad en la década de 1990, cuya relevancia ha dado lugar al affective turn o “giro afectivo” que se
expresa en este elevado interés por pensar e investigar las emociones y los afectos.
2 Aunque cuerpo y corporeidad en muchas ocasiones se toman como sinónimos, coincidimos con
McDowell (2000) en diferenciar ambos conceptos y considerar que la corporeidad tiene mayor
eficacia, en tanto que logra captar el sentido de la fluidez y las representaciones como elementos
imprescindibles en el momento de teorizar sobre la relación entre anatomía e identidad social.
84 PAULA SOTO VILLAGRÁN

A lo anterior se suma la preocupación por el cuerpo asociado con


el consumo como un núcleo de interés geográfico (McDowell 2000). El
cuerpo representado y deseado a través de ideales femeninos y masculinos
fomenta la idea de mercancía como una poderosa herramienta para reforzar
la naturaleza genérica de las culturas del consumo. En este mismo orden
de ideas, las identidades se perciben como construidas, como elegidas, y
promueven la idea de que las personas pueden construirse a sí mismas
en relación con ciertos espacios. La discusión sobre la identidad en estos
términos se ha ido espacializando; en vez de tratarse de esencias irreduc-
tibles, estas categorías se convierten en posiciones que asumimos o que
nos asignan (Bondi 1996). Siguiendo a esta autora, la metáfora espacial
podría utilizarse para comprender la identidad: “La pregunta ‘¿quién soy?’,
presente en algunas versiones de la política de la identidad, se convierte en
‘¿dónde estoy?’. De esta manera el lugar toma el papel de referente identitario.
La metáfora de la posición en este sentido es utilizada para capturar tanto la
multiplicidad como la fractura interna de las identidades” (Bondi 1996: 34).
Lo interesante de estos objetos es que la multiplicidad de experien-
cias corporales posiciona el cuerpo como el lugar donde todas las esferas
de poder se sedimentan, e incluso puede considerarse como un lugar de
resistencia. En este sentido, desde el cuerpo es posible generar discursos y
prácticas de resistencia.

La casa

La incorporación reciente de la escala doméstica dentro del análisis geográ-


fico ha tenido dos efectos significativos: por un lado, valida la microescala
como una esfera de interés geográfico; por otro, reafirma la presencia de
las mujeres en el debate. En este contexto, los espacios domésticos apare-
cen como espacios primarios, es decir donde las primeras experiencias del
cuerpo humano se desarrollan (Collignon 2010).
La casa como espacio está pautada y normada culturalmente. Esto
ha sido fundamental, porque ha evidenciado la distinción de los sujetos
en hombres y mujeres, a través de la imposición de límites. El espacio
doméstico fue recortado y fragmentado. Se reglamentó y normativizó su
interior para controlar a los individuos. Así, cada lugar en su interior fue
dividido, fragmentado, atribuido: “Territorios defendidos como la derecha
ESPACIO Y GÉNERO 85

o la izquierda de una cama compartida; ritmos y prioridades en el uso de


un lugar o de otro; cuidado y respeto del sueño masculino; exigencia para
la mujer de iniciar sus movimientos al alba y terminar su jornada cuando
ya todos duermen” (García Canal 1993: 51).
Se considera que esta situación de permanencia y confinamiento te-
rritorial de las mujeres en los espacios privados del hogar y el vecindario
resignifica el tema de la vivienda y con ello la organización interior de los
espacios habitacionales. Se afirma que los espacios domésticos que ocupa
la mujer están marcados por el ritmo y organización del trabajo cotidiano,
el número de integrantes, el ciclo vital familiar y los reducidos espacios de
la vivienda. Se desarrollan múltiples estrategias para hacer multifuncionales
los pequeños espacios y hacer habitables las viviendas.
De acuerdo con Molina (2006), factores como la propiedad de la vivien-
da, el grado de seguridad en el acceso a ella y las posibilidades de movilidad
dentro del mercado inmobiliario se conjugan en el momento de analizar
las condicionantes fundamentales para la autonomía de las mujeres en el
mercado inmobiliario y por tanto en el uso del espacio urbano. Asimismo,
se ha puntualizado que el déficit, financiamiento, tipología y características
de la vivienda (tamaño, estado, habitabilidad, seguridad, entorno f ísico y
social, entre otras) son fundamentales.
Pero también es necesario agregar los significados, prácticas y ex-
periencias sobre la vivienda que se construyen dentro de los procesos de
urbanización, en el entendido de que, además de ser un entorno afectivo
fundamental, es el espacio en que el individuo aprende una forma de con-
cebir y dar significado a la realidad. Esta última perspectiva tiene clara
coincidencia con un cambio de análisis de los espacios domésticos hacia
dimensiones más subjetivas.
En este contexto de redescubrimiento de la microescala es posible
conceptualizar los espacios domésticos como paisajes. En estos casos,
el paisaje no solo se analiza desde la perspectiva de lo exterior, sino que el
análisis penetra en lo interior, poniendo énfasis en la producción de sig-
nificados. Los paisajes interiores de las casas se estudian en cuanto a los
elementos que para las mujeres reflejan su sentido del lugar y despiertan
sentimientos específicos. Resulta innovador el examen de la dimensión
geográfica en las obras literarias escritas por mujeres. Un ejemplo es el aná-
lisis de tres novelas australianas en las que se rescata el valor de los paisajes
86 PAULA SOTO VILLAGRÁN

interiores en la búsqueda de la identidad personal (Monk y Hanson 1989).


Este análisis literario da cuenta de la forma en que la descripción detallada
de las habitaciones, la idea de la casa como un espacio abierto o cerrado, la
interacción entre paisajes interiores y exteriores, las aventuras más allá de
los paisajes suburbanos, la migración hacia otros países y la construcción
de paisajes imaginarios son vistos como búsquedas de autonomía y meca-
nismos para sobreponerse a la opresión: “Para todas ellas los interiores que
valoran se abren a un mundo más amplio y más salvaje donde encuentran
su verdadera identidad” (Monk y Hanson 1989: 38).
Como resultado de lo anterior, cada lugar en el espacio doméstico, con
su estilo, formas, métricas, imágenes, colores y texturas, luces y sombras,
habla de un conjunto de significados que ubican la presencia femenina
invisible en su interior y que refuerzan una distancia considerable entre
esta y las actividades de los hombres. Distancia social que se expresa en
que la casa ha tendido a institucionalizarse como el lugar privilegiado en la
conformación de la identidad de las mujeres.

La ciudad

Los espacios urbanos se han constituido como objetos primordiales de


análisis. En sus inicios se indaga sobre todo acerca de la forma en que las
condiciones materiales y la infraestructura contribuyen a la configuración
de las desigualdades de género, en la perspectiva de que:

Los hombres y las mujeres utilizan de forma distinta ese espacio exterior
según la división sexual del trabajo, lo que condiciona que sea la mujer
quien realice la mayor parte de movimientos por compras y servicios (como
asistencia a centros sanitarios, llevar a los niños a la escuela), con lo cual
la percepción del espacio será muy distinta para hombres y mujeres, con
independencia de que estas trabajen fuera del hogar o no (Sabaté 1984: 43).

Aquí la idea fundamental en juego es que la invisibilidad de las mujeres dentro


de las ciudades ha producido barrios, calles, transportes y servicios inapropia-
dos para sus necesidades. En efecto, la ciudad moderna está construida sobre
la base de la separación entre actividades de producción y reproducción,
de manera que áreas residenciales, lugares de trabajo y zonas comerciales
ESPACIO Y GÉNERO 87

y de servicios se localizan diferencialmente en el espacio, separadas unas


de otras. Esta disociación entre lugares de trabajo y hogar implica, para las
mujeres, dobles desplazamientos y hasta triples jornadas para cumplir con
sus tareas en el espacio público y en el privado (Molina 2006).
Ahora bien, si nos centramos en el tema de los desplazamientos hay
algunas cuestiones interesantes en cuanto a la dimensión de género. Estu-
dios recientes revelan que los tiempos de desplazamiento de las mujeres
pueden ser más o menos similares a los de los hombres; sin embargo, los
hombres viajan a velocidades significativamente más rápidas que las mujeres
cuando ellas viajan con hijos, ya que en estos casos la velocidad de despla-
zamiento es significativamente menor. Proporcionalmente, las mujeres se
desplazan más a pie y en transporte público que los hombres y tienen menos
licencias de conducir, por lo que conducen menos y viajan en coche como
pasajeras con mayor frecuencia. A esto se suma que las formas en que las
mujeres se mueven por la ciudad implican llevar a los hijos en brazos o
cargar paquetes cuando utilizan el transporte masivo. La finalidad de los
desplazamientos tiene que ver con tareas asociadas a la reproducción y al
cuidado, y hay cierta tendencia a buscar viviendas más cercanas a su lugar
de trabajo, lo que claramente evidencia que los patrones de movilidad son
diferenciales por género.
En otro orden, una temática clave ha sido la comprensión de las
prácticas y los significados desde la mirada de las mujeres que habitan los
espacios urbanos. Precisamente han surgido estudios que indagan cómo
se vive y se practica la ciudad, cómo se valora el entorno, las formas de
uso y apropiación de los espacios públicos, así como el uso del tiempo en
las ciudades (Ortiz 2006). En esta línea, se examinan las representaciones
sobre la ciudad en relación con los imaginarios y subjetividades femeni-
nas. En particular, en estos casos interesan las imágenes genéricas de los
espacios urbanos, como en el caso de la asociación entre lo femenino y
el barrio, imágenes vinculadas directamente con estereotipos y roles de
género: el análisis de la fronteriza ciudad de Tijuana (López 1998) mues-
tra, por ejemplo, la transformación de los procesos urbanos a partir de la
presencia de las mujeres. Estos trabajos muestran cómo la prostitución,
el trabajo femenino en la industria maquiladora y el trabajo ambulante
posicionan a las mujeres con un papel activo en la creación y recreación
de representaciones genéricas de la ciudad.
88 PAULA SOTO VILLAGRÁN

En esta misma línea de indagación, la relación entre el miedo a la vio-


lencia y el uso de los espacios públicos es uno de los problemas emergentes
y complejos más relevantes para acercarnos a las relaciones patriarcales que
se construyen en el territorio urbano. Es precisamente este temor urbano
el que configura un escenario de inseguridad sistemático que puede en
ocasiones llegar a limitar el libre uso y disfrute de los espacios públicos. Así,
los imaginarios femeninos del miedo son explorados en estudios recientes a
través de dos figuras territoriales: la experiencia agorafóbica (Bankey 2002)
y el confinamiento territorial (Rose 1993).
En este contexto las mujeres son reconocidas como grupo especial-
mente sensible a este temor. Por ello tienen una relación paradójica con el
espacio urbano que habitan, en el sentido de que el miedo como emoción
se filtra f ísicamente en los entornos sociales y en las experiencias subjetivas
de los individuos. En esta perspectiva, el espacio es una construcción a la
vez social y emocional, que se produce no solo a través de procesos eco-
nómicos y políticos, sino a través de las relaciones de poder presentes en
la vida urbana, dentro de las cuales se encuentran las relaciones de género.

Para cerrar

En este trabajo hemos intentado mostrar cómo la condición de género es


clave para interpretar la realidad espacial de nuestra sociedad. El interés
geográfico por las minorías, la renovada presencia del lugar, la inclusión de
aspectos de la vida social no abordados previamente (sexualidad, identidad,
deseo, entre otros), ha propiciado una creciente atención a la experiencia
espacial femenina y sus singularidades.
La incorporación del concepto de género marca una clara especificidad
en el análisis geográfico. En primer lugar, su introducción orienta el análisis
hacia la desnaturalización de las dicotomías clásicas como público-privado,
abierto-cerrado, centro-periferia, producción-reproducción. En segundo
lugar, la introducción del concepto de género ha permitido visibilizar entra-
mados de relaciones de poder que cruzan diferentes escalas espaciales, entre
las cuales el cuerpo aparece como el “nivel más elemental de penetración del
poder, el lugar donde todas las esferas de poder se concentran” (Bru 2006:
465). Pero más allá del cuerpo se multiplican los emplazamientos materiales
ESPACIO Y GÉNERO 89

y simbólicos del poder: el puesto de trabajo, los espacios domésticos, los


lugares de esparcimiento, los centros comerciales, el barrio, inclusive el Estado
nación, son configuraciones espaciales de la masculinidad y la feminidad.
En tercer lugar, la introducción del enfoque de género conlleva el supuesto
de que las identidades no contienen esencia femenina ni masculina.
Sin duda alguna, este trabajo aún deja un conjunto de tareas pendien-
tes y desaf íos disciplinarios. Quedan muchas preguntas e interrogantes
por resolver y realidades aún no documentadas. Hemos dibujado algunos
caminos analíticos, apenas “un mapa” que se propuso acercarse, de manera
particular y restringida, a la relación entre el género y el espacio.

Referencias

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García Canal, María Inés. 1993. “La casa: lugar de la escena familiar”, en Familias: una
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90 PAULA SOTO VILLAGRÁN

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Tuan, Yi Fu. 1974. “Space and Place: Humanistic Perspective”, en Progress in Human
Geography, vol. 6, pp. 213-252.
Familia: en resignificación continua

Lucía Melgar

Pilar de la sociedad, baluarte de valores sociales, unidad de producción,


refugio o centro de conflictos, la familia es hoy objeto de contención en el
discurso social. ¿Qué es la familia? ¿Por qué se la considera amenazada?
¿Por qué según vociferantes sectores sociales de México y otros países la
pluralidad amenazaría la estabilidad de la familia, de la sociedad y hasta de
la civilización occidental?1 ¿Por qué, en contraste, hay quienes reivindican el
valor de la familia en la diversidad y destacan su capacidad de adaptación?
Y, por otra parte, ¿qué ha cambiado —o no— para las mujeres en la historia
reciente de la familia?
Este ensayo se propone reflexionar acerca del significado de la familia
como organización social que se transforma en función de cambios eco-
nómicos, políticos, sociales y culturales. Dada la amplitud del tema, solo se
examinarán algunas implicaciones de cuestionamientos y cambios ocurridos
a partir del siglo xx, desde el feminismo y en términos de su pluralidad y
diversidad. Se planteará que dentro de la familia, en sus distintas moda-
lidades, persisten formas de relación, funciones y distribución de tareas
que corresponden a un sistema patriarcal marcado por desigualdades de

1 En este ensayo, las reflexiones acerca del concepto de familia se limitan al mundo occidental, lo
que ya implica una gran generalización, y se centran en particular en el caso mexicano, aunque
se alude también a otros contextos.
92 LUCÍA MELGAR

género muy arraigadas entre generaciones, lo que representa un desaf ío


en el camino hacia la igualdad de todas las personas.

La familia: conceptos y aproximaciones

Lejos de ser una formación “natural”, la familia es una organización social


histórica que, aun dentro del sistema patriarcal, ha pasado por distintas
etapas. Etimológicamente, la palabra familia remite al grupo de esclavos
de un patrón y, por extensión, a quienes comparten el hambre (la mesa),
según algunos, y/o el techo de una misma casa. La relación del patrón
(padre) con la propiedad no se limita a los esclavos o la servidumbre, sino
que incluye a la esposa y los hijos, si no siempre considerados como pro-
piedad, sí vistos como dependientes, incapaces (de autonomía y decisión
propia) y subordinados al paterfamilias romano, a su antecedente griego
o al patriarca judaico.
En su acepción actual, el concepto es más amplio. Se define por las
relaciones de parentesco y corresidencia o por la relación de parentesco
que une a distintas generaciones, presentes y pasadas. La relación de pa-
rentesco se refiere al concepto de unión consensual o contractual, es decir
en este caso, al matrimonio, codificado por normas religiosas o jurídicas.
La actual disputa por la resignificación del matrimonio, entendido en su
origen como unión heterosexual, se vincula directamente con la pugna en
torno a la resignificación de la familia.
La historia de la familia se vincula con formas de organización social
anteriores al surgimiento del Estado, con los sistemas de subsistencia,
económicos, y con la reproducción tanto de la especie como del orden
social y sus transformaciones. Los estudios sobre la familia son amplios y
variados y tienden a la interdisciplina, dada su complejidad y la necesidad
de aprehender tanto sus características formales y su funcionalidad para
el sistema socioeconómico y político como su dinámica y la condición de
vida de sus integrantes.
La llamada familia “tradicional” corresponde a la modalidad nuclear
del modelo patriarcal, cuya evolución como organización social se ha
trazado, a grandes rasgos, desde la horda, el clan y la familia extendida
hasta la familia conformada por padre, madre e hijos. Desde este ángulo,
FAMILIA 93

la familia ha sido objeto de estudios antropológicos y políticos; entre ellos,


El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado, de Engels (1986),
otorga gran relevancia a la división sexual del trabajo y las desigualdades
que conlleva; a la separación entre lo público y lo privado, y a la relación
entre familia y Estado. Con mayor rigor científico, los estudios de Lévi-
Strauss (1992) desde la antropología examinaron las relaciones de paren-
tesco. Desde la antropología feminista, Gayle Rubin (1986), entre otras,
problematizó el sentido del intercambio de mujeres como mecanismo para
establecer relaciones de solidaridad y alianzas entre grupos. La importancia
del parentesco se ha retomado en estudios sobre la familia contemporánea,
que lo examinan como base de sistemas de intercambio, apoyo económico
y afectivo, y de solidaridad, o como fuente de conflictos que involucran
tanto al género como al rango o la generación, por ejemplo, Robichaux
(2007) y González Montes y Tuñón (1997).
La historia y la sociología, a su vez, han estudiado a la familia como
unidad corresidente, en su variante nuclear o extensa. Un punto de referencia
básico en el mundo occidental es el modelo de familia patriarcal griego y
romano, así como el concepto de familia judeocristiano. Como se sabe, la
configuración de la familia en la Grecia antigua o en Roma remite, por un
lado, a la propiedad como sustento de la autoridad del paterfamilias, y, por
otro, a la separación de las esferas pública y privada. Mientras que en esta
reina la desigualdad, la primera es ámbito de igualdad entre los ciudadanos
(pares entre sí y patriarcas en su casa). Este modelo naturaliza la exclusión
de mujeres, menores y esclavos de la vida pública.
Del concepto romano, menos rígido pero igualmente excluyente, se
deriva el sistema de derecho patriarcal, actualizado en el siglo xix en el
código napoleónico, que subsiste hasta nuestros días en países como Mé-
xico o Francia. Hasta hoy, el derecho civil y familiar encumbra al padre y al
marido, y limita los derechos de los dependientes, aunque en años recientes
se ha reformado para prevenir o frenar la violencia y el abuso.
La sociología del siglo xix destacó la importancia de la familia como ám-
bito de socialización. En el siglo xx, el funcionalismo subrayó asimismo
su funcionalidad para la reproducción del orden social, con conceptos de
papeles poco flexibles. Desde la economía se la ha estudiado como fuente
de fuerza de trabajo y unidad de producción. La sociología contemporánea
se ocupa también de la dinámica dentro de los grupos familiares y con la
94 LUCÍA MELGAR

comunidad, tomando en cuenta las formas de convivencia que se dan en


su interior. La historia de la vida privada ha iluminado distintos aspectos
de la convivencia, las penurias y conflictos de la vida familiar; la historia de
las mujeres ha sacado a la luz las restricciones que la ley, la tradición y la
sociedad les impusieron, así como las realidades económicas de la mayoría,
imagen alejada de la falsa noción de que las mujeres empezaron a trabajar
en el siglo xx. Una aportación esencial de la mirada feminista y de los estu-
dios de género es la documentación de las distintas formas —diacrónicas
y sincrónicas— de ser hombre o mujer. En el contexto de las discusiones
actuales en torno a la familia, conviene recordar, entre otros aportes signi-
ficativos, los estudios de Ariès, quien ilumina el surgimiento del concepto
de infancia como construcción cultural del siglo xix, que aleja a la niña y el
niño de la imagen de adulto en miniatura, pero no lo inscribe como sujeto
de derechos. Por su parte, Elizabeth Badinter ha examinado las variaciones
del concepto de instinto materno y amor maternal desde el siglo xvii en
Francia, y ha planteado que este último es también un constructo cultural
que conlleva una serie de normas y expectativas respecto a la función de
la madre como educadora (Badinter 1980). Estas aproximaciones sugieren
que la incidencia de los afectos en la consolidación de la familia como es-
pacio de socialización, aprendizaje de los roles de género y reproducción
del sistema es un fenómeno relativamente reciente.
Pese a estos y otros estudios que demuestran el carácter histórico
de la familia nuclear, la temporalidad restringida del concepto de amor
romántico o de la madre abnegada dedicada al hogar persiste en secto-
res conservadores, en ciertos administradores de política pública y en el
imaginario social, una imagen más bien ahistórica de la familia. Esto se
debe en parte a la influencia de la religión judeocristiana (específicamente
católica en el caso de México), y se explica también porque sirve al man-
tenimiento del statu quo, así sea con un alto costo social.

La familia tradicional: contra la libertad de las mujeres

Resulta arriesgado resumir en unos cuantos párrafos a qué nos referimos


con familia tradicional, pues aun en ella hay variantes. Sin embargo, la
imagen de familia que las fuerzas conservadoras consideran “natural” y
FAMILIA 95

contraponen como ideal a la reivindicación de los derechos de las mujeres


o de la igualdad para todas las personas, tiene algunos rasgos básicos de-
rivados de la imagen cristiana de la familia.
La familia ejemplar, católica y cristiana, está constituida por un
hombre, una mujer y sus hijos. Esta unión, heterosexual por definición y
consagrada para siempre por la iglesia (la ley civil es secundaria), debe estar
orientada a la procreación, finalidad que “santifica” (o limpia de pecado)
el ejercicio de la sexualidad, perversa en cualquier otra circunstancia. La
centralidad de la procreación en este sistema ideológico conlleva el con-
cepto de débito conyugal, coercitivo para las mujeres, y va de la mano con
un concepto de la vida como don de Dios, a partir del cual se equipara al
embrión con el ser humano, con derechos que se sobreponen incluso a
los de la mujer (Melgar y Lerner 2013).
El hombre, a quien pertenecen el poder y la autoridad, debe guiar a la
mujer y a los hijos. Esta, a su vez, ha de aceptar la voluntad divina, obedecer
al marido y transmitir a su descendencia valores religiosos y morales, como
la obediencia. Si el ideal femenino es la imagen de la Virgen María exaltada
a finales del siglo xix como instrumento ideológico contra el cambio social,
el ideal de familia es la imagen ahistórica de la “Sagrada Familia”. Como
puede notarse, la verticalidad de este modelo familiar reproduce la de la
iglesia católica (que excluye a las mujeres y margina a la disidencia) y la del
orden social patriarcal al que refuerza.
Si se toma en cuenta la rigidez de la visión católica (y cristiana) de la
vida y la familia, no es de extrañar que los argumentos conservadores contra
el aborto nieguen los derechos humanos de las mujeres. Tampoco sorpren-
de que la jerarquía católica, reacia al cambio y a la pérdida de poder que
puede significarle, se oponga furiosamente al matrimonio entre personas
del mismo sexo y a su derecho a la adopción. Modificar la definición del
matrimonio, en efecto, implicaría para la iglesia católica dejar de condenar
el deseo homosexual y la sexualidad sin procreación. Esto minaría la base
misma de su concepto de familia y pondría en cuestión su visión condena-
toria del cuerpo y el deseo. El dogma en efecto sustenta el autoritarismo
de estructuras interdependientes (el Vaticano/Estado autoritario/familia)
que garantizan la reproducción de un orden ideológico y social vertical.
Si bien en el siglo xxi el poder secular del clero ha disminuido y existen
versiones más progresistas dentro del catolicismo, este modelo de familia
96 LUCÍA MELGAR

es el que se actualiza en los discursos del papa (aci Prensa 2015), en los
debates actuales en torno a la familia en México y otros países; en los ser-
mones, discursos e iniciativas de ley contra el derecho al aborto y contra
los derechos de las parejas del mismo sexo.
La resistencia de las fuerzas conservadoras al cambio ha constituido,
como saben las feministas, un obstáculo para el avance hacia la igualdad
de las mujeres. La persistencia de imágenes falsas de la realidad social las
afecta directamente a través de estereotipos sexistas y expectativas irreales.
Las afecta también, en el neoliberalismo, a través del diseño de políticas
públicas enfocadas en “la familia” que no toman en cuenta la pluralidad y
diversidad que hoy caracteriza a las familias.

Familias: una realidad heterogénea

Tal vez la aproximación que mejor permite captar de un vistazo la diver-


sidad de las familias sea la sociodemograf ía, que examina los cambios en
la población a partir de “hogares” (con base en la residencia) y “arreglos
familiares”.
En México, desde el siglo xx, la composición de las familias ha cambiado
drásticamente. Las campañas de planificación familiar, desde la década de
1970, permitieron reducir la tasa de fertilidad de más de cinco hijos por
mujer al promedio actual de 2.1 (Conapo). Esto se debe tanto a políticas de
desarrollo como al deseo de las mujeres y las parejas de tener menos hijos,
ya sea porque no los ven más como inversión, porque prefieren darle más
a menos, por las crisis económicas, o porque las mujeres deciden reducir
las demandas de la maternidad o no quieren ser madres.
En cuanto a su composición, el divorcio o la separación, la migración, las
crisis económicas y los cambios culturales que inciden en la concepción de
los roles de género, entre otros, han favorecido el surgimiento de distintos
arreglos familiares, variantes de la familia extensa o de la nuclear biparental.
En México hay por lo menos 16 tipos de familia. Lo mismo que en
América Latina, la familia nuclear biparental se ha reducido (41.1% en Amé-
rica Latina en 2005, 44.8% en México en 2010) y aumenta el porcentaje de
familias nucleares monoparentales (10.9%); ambas coexisten con las extensas
(20.9%), con familias nucleares sin hijos (9.4%) y con familias sin núcleo
FAMILIA 97

conyugal. Los hogares unipersonales (que no se consideran familias) por


viudez, separación o preferencia propia, van en aumento. Existen además
familias a distancia o transnacionales, y otras recompuestas (por segundo
matrimonio, por ejemplo) (Arriagada 2010; Echarri 2010; Sedesol 2014).
En cuanto a la situación de las mujeres, un cuarto de las mexicanas son
jefas de familia, y un porcentaje considerable y creciente de mujeres forma
parte de la población económicamente activa. Por otro lado, la entrada de
las mujeres a la primera unión es más tardía, lo que incide en las dinámicas
de las relaciones de pareja y en la reproducción (Ojeda 2010). En contraste,
el aumento del embarazo adolescente plantea fuertes retos para el desarrollo
de las jóvenes y de sus familias.
Esta diversidad sugiere una gran capacidad de adaptación de la familia
como arreglo de convivencia, ámbito afectivo, unidad económica y modo
de organización social. Su fortaleza, sin embargo, no la exime de contra-
dicciones y conflictos.
Una comprensión más profunda de las familias requiere por tanto un
examen crítico del entorno social, económico y político, de los problemas
y retos que enfrentan y de su dinámica interna. Desde el feminismo cabe
preguntar además en qué medida las transformaciones de la estructura
familiar han sido favorables a las mujeres, qué inercias persisten y qué tipo
de retos enfrentan ellas.

Viejas y nuevas familias

La evolución de la familia como organización social conlleva no solo im-


portantes variaciones en su estructura, sino también transformaciones
en su dinámica interior. A lo largo del siglo xx y hasta el siglo xxi, se han
dado cambios legales, sociales y culturales que, aun dentro del modelo
patriarcal, han modificado algunos aspectos fundamentales de la inte-
rrelación entre los integrantes de las familias, así como la percepción de
lo que es o no es aceptable dentro de ella. En gran medida estos cambios
tienen que ver con las demandas de mujeres organizadas y feministas, y
con las transformaciones económicas y políticas en el mundo y en México,
que han favorecido una mayor igualdad —formal cuando menos— entre
mujeres y hombres.
98 LUCÍA MELGAR

Así por ejemplo, el derecho civil y familiar, particularmente resistente


al cambio, fue ampliando en el siglo xx los derechos de las mexicanas, que
hasta 1953 (cuando obtuvieron la ciudadanía plena) limitaba en distintos
grados la autonomía de las casadas en cuanto a la definición del domicilio
conyugal, la patria potestad, la custodia de los hijos e hijas y su acceso al
trabajo remunerado, entre otros aspectos fundamentales de la vida. En un
sentido, el reconocimiento de la igualdad de las mexicanas como ciudada-
nas obligó a reconocer también su igualdad en el ámbito privado, proceso
paulatino que culminó en la reforma al artículo 4º constitucional en 1974,
que inscribió la igualdad de mujeres y hombres y su derecho a determinar,
cada uno y libremente, “el número y espaciamiento” de sus hijos.
Las leyes, sin embargo, no bastan para modificar conductas arraigadas
en patrones culturales y normas y costumbres sociales. En el caso del uso de
la violencia disciplinaria hacia la niñez, por ejemplo, su reducción se debe
a cambios culturales que han modificado la percepción de la pedagogía y
desnaturalizado el maltrato como recurso de socialización. No obstante,
los derechos humanos de niños, niñas y adolescentes todavía no se reco-
nocen plenamente —como demuestran debates recientes en torno a sus
derechos sexuales y reproductivos— ni tampoco la recurrencia del abuso
sexual infantil, fuera y dentro del hogar.
En cuanto a la situación de las mujeres en la familia basada en la unión
heterosexual, la desigualdad de género persiste en los hechos. Por un lado,
se mantiene la percepción del trabajo doméstico y de cuidado como res-
ponsabilidad femenina, lo que implica —sobre todo en la actual crisis del
Estado de bienestar y la consecuente privatización del cuidado de menores,
personas mayores o enfermas— una sobrecarga para las mujeres. Pese a
la reducción del tamaño de las familias, las mujeres enfrentan dobles y
triples jornadas, tengan o no un trabajo remunerado. La naturalización de
esta situación beneficia a los hombres y, como ha señalado Silvia Federici
(Echeverría y Sernatinger 2014), es funcional al capitalismo.
Por otra parte, las mujeres siguen siendo objeto —dentro (y fuera) de
la casa— de violencia machista, aun cuando esta ya no se considere de-
recho del varón ni “asunto privado”. Los altos índices de violencia contra
las mujeres en los hogares (más de 50% en promedio en el país, según la
endireh [inegi 2011]) demuestran que ni la igualdad formal ni las leyes
contra la violencia hacia ellas son suficientes para modificar la tolerancia
FAMILIA 99

y justificación social de esta. Lo que se requiere es un mejor acceso a la


justicia para las mujeres y, sobre todo, un cambio profundo en la sociali-
zación de hombres y mujeres, que rompa con la discriminación, los este-
reotipos sexistas y otros factores que inciden en la construcción social de
una feminidad subordinada y de una masculinidad autoritaria y violenta
que en sus manifestaciones más agudas ve en las mujeres objetos de uso
desechables, como lo demuestra la dimensión del feminicidio en el país.
Aunque los cambios sociales y culturales son lentos y conllevan
tensiones, sobre todo cuando amenazan el statu quo, y se mantiene la
exaltación acrítica de la familia tradicional en sectores conservadores y
bajo gobiernos autoritarios, se han dado algunas transformaciones irre-
versibles en el camino hacia la igualdad sustantiva. Dos hitos en lo que se
ha llamado revolución silenciosa de las mujeres son el acceso a la píldora
anticonceptiva y la entrada masiva de las mujeres a la educación superior
y las profesiones en la década de 1970. La posibilidad de decidir sobre la
maternidad rompió con la naturalización de la reproducción como desti-
no. El acceso a mejores oportunidades de trabajo y desarrollo intelectual
abrió a las mujeres —sobre todo urbanas— nuevos caminos hacia la in-
dependencia económica y la autonomía, dentro y fuera de la casa. Con
esto no se disolvió de repente la equiparación de feminidad y maternidad,
ni esta perdió su valor social; de hecho, el desaf ío a la familia tradicional
que representa el derecho de las mujeres a decidir sobre su cuerpo y su
maternidad, incluyendo el aborto, ha provocado y sigue provocando una
feroz oposición conservadora en el país y en el mundo. Sin embargo, esta
doble revolución sí aceleró una transformación de la imagen y el lugar de
las mujeres en la sociedad, que se dio desde principios del siglo xx.
La liberación por la que las mujeres han luchado desde hace más de un
siglo no puede ser plena mientras persista el paradigma permeado de
violencia simbólica (en el sentido de Bourdieu) que prima en México y
en el mundo. En la medida en que se inscribe en un engranaje socioeco-
nómico que beneficia a poderosas élites, es dif ícil imaginar siquiera su
transformación, y menos su desaparición. No obstante, los cambios en
el concepto de derechos humanos y de derechos humanos de las mujeres
son significativos y pueden leerse como señales en un camino a seguir.
En lo que se refiere a las familias, persisten, como se ha visto, desi-
gualdad y violencia; subsisten y se reproducen, en mayor o menor grado,
100 LUCÍA MELGAR

expectativas, roles sociales e imágenes culturales que constriñen la vida


y la imaginación de las mujeres, y que también restringen a los hombres
al imponerles modelos de masculinidad autoritaria, rígida y violenta. Al
mismo tiempo, bajo el impacto de cambios culturales globales, han surgido
nuevas formas de ejercer la maternidad y la paternidad, y conceptos más
flexibles acerca de su significado. Esto tiene que ver con reajustes socioe-
conómicos y cambios en las mentalidades que, en gran medida, son más
evidentes entre las generaciones más jóvenes, que no se identifican con la
imagen tradicional de la familia, y conciben y exploran otros modos de ser
hombre o mujer en el mundo actual.
Nos encontramos, pues, en un momento de transición en que coexisten
distintas formas de ver la familia y de vivir en ella. Las viejas familias no son
(o no solo) las que mantienen una estructura nuclear heterosexual; son las
que preservan una división sexual del trabajo injusta y conceptos rígidos
de los roles y relaciones de género; las que siguen siendo funcionales a un
sistema socioeconómico basado en la desigualdad que se beneficia del trabajo
no remunerado de las mujeres, y que al integrarlas en el ámbito laboral no
deja de explotarlas. En contraste, las nuevas familias no serían (o no solo)
las que rompen con la heteronormatividad, sino, más bien, aquellas que
promueven la igualdad entre sus integrantes, donde se ejercen nuevas y
menos rígidas maternidades y paternidades, y donde se da una real apertura
a más amplios conceptos (y realidades) de género.

¿Hacia un nuevo concepto de familia?

Lo que está en crisis desde el siglo xx es entonces el tipo de familia pa-


triarcal, marcada por la desigualdad, la subordinación al padre, y definida
en su inicio por la unión conyugal o matrimonio, cuyo carácter excluyente
cuestionan hoy las demandas de igualdad de la población lgbtti.
Aunque el debate actual acerca de la familia se centra en gran medida
en quiénes forman o pueden formar una familia, desde el feminismo y los
derechos humanos se ha planteado, como he delineado, un cuestionamiento
más hondo a su estructura y dinámica.
En cuanto al desaf ío desde la diversidad sexual, su principal aportación
es la negación del sentido de la familia como centro de reproducción de
FAMILIA 101

la especie y como mecanismo de socialización que reproduce roles de


género unívocos. En la medida en que el matrimonio deja de ser solo hete-
rosexual, se arruina el modelo centrado en la reproducción biológica y la
perpetuación de esencialismos que equiparan feminidad y maternidad y
que favorecen la perpetuación de una masculinidad autoritaria y también
restrictiva para los hombres. Si hombres y mujeres pueden criar y educar
hijos o hijas, que crecerán con dos padres o dos madres, se resignificarán
necesariamente los conceptos de paternidad y maternidad, así como las
relaciones de hijos e hijas con sus progenitores.
En lo que respecta al cuestionamiento de la familia desde el feminis-
mo, este resulta tal vez más profundo, ya que no toca solamente el modelo
nuclear, sino todas y cada una de las modalidades de la familia patriarcal.
La radicalidad de la demanda de igualdad de las mujeres no es quizá tan
evidente para todos, ya que los cambios necesarios para lograrla son len-
tos, y en el ámbito público se han dado avances que dan una impresión
equívoca, en la medida en que son importantes y visibles, pero no afectan
todavía la base del sistema.
Como se ha visto, si bien se ha logrado una modificación del derecho
romano para ampliar los derechos de las mujeres, subsisten desigualdades.
Por otra parte, aunque las mujeres se han integrado de manera masiva al
trabajo remunerado y a las profesiones, la brecha salarial y el techo de
cristal limitan su desarrollo. Peor aún, los cambios en el ámbito público
no han transformado de base el ámbito privado. De hecho, factores como
el alargamiento de los horarios de la jornada de trabajo propician —o
exigen— fuertes desequilibrios entre vida personal-familiar y vida laboral.
Así, sea cual sea el arreglo familiar, las mujeres siguen cargando con la
mayor parte de las responsabilidades de cuidado (tanto del entorno como
de personas) en la casa, tengan o no pareja, convivan con una, dos o tres
generaciones. La funcionalidad para el sistema económico de la familia y
del trabajo no remunerado en ella explica, al menos en parte, la resistencia
social y cultural a un cambio más profundo en los roles de género y en la
valoración del trabajo de las mujeres.
El impacto del desaf ío al concepto tradicional de familia desde la diver-
sidad, por un lado, y la combinación de cambios e inercias en la condición
de las mujeres al interior de las familias en el sistema capitalista neoliberal
globalizado, por otro, constituyen dos facetas de una compleja transición
102 LUCÍA MELGAR

social y cultural. Paradójicamente, la reivindicación de los mismos derechos


para todas las personas ha revitalizado, en el ámbito secular, al matrimonio
y la familia, cuestionados como instituciones opresivas. El reconocimiento
de los matrimonios de personas del mismo sexo representa sin duda un
avance hacia la igualdad en términos legales, pero no debe llevar a idealizar
una estructura que hasta ahora se ha basado en la desigualdad —de género
y entre generaciones— y que forma parte de un sistema social permeado
todavía por la dominación masculina.
Por ello, sigue siendo vigente el cuestionamiento a la familia y otras
instituciones sociales que mantienen y reproducen la desigualdad estructural
de género. Para muchas mujeres, la familia (en sus diversas modalidades)
ha sido un ámbito restrictivo, conflictivo y hasta violento. Para niños, niñas
y jóvenes tampoco es en sí un ámbito de igualdad o libertad.
El reto conceptual y social que enfrentamos hoy es la resignificación y
reconfiguración de la familia desde la igualdad para todos sus integrantes,
o la construcción de otras formas de convivencia basadas en el reconoci-
miento de los derechos de todos sus integrantes. En el siglo xix se consolidó
el modelo actual de familia y se imaginaron alternativas utópicas. Quizás
sea el momento de imaginar nuevas utopías.

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Feminicidio

Mariana Berlanga Gayón

El asesinato y la desaparición de personas constituyen prácticas cotidianas en


el México actual. Además del clima de impunidad que prevalece, la violencia
contra las mujeres, los jóvenes, los indígenas y, en general, la población en
situación de precariedad económica ha adquirido un carácter espectacular
que los medios de comunicación reproducen haciéndolo aún más ostentoso.
La declaración de la llamada “guerra contra el narcotráfico” por parte del ex
presidente Felipe Calderón en 2006 marcó el inicio de la normalización de
la violencia: el horror dejó de ser excepción y se convirtió en regla.
El número de personas asesinadas en México durante la última década
es de alrededor de 100,000, aunque no existen datos confiables al respec-
to. El propio gobierno mexicano calcula que durante el sexenio de Felipe
Calderón —del 2006 al 2012— se registraron alrededor de 70,000 víctimas
mortales (cnn 2013: 1). De acuerdo con el Sistema Nacional de Seguridad
Pública, durante los primeros 20 meses de gobierno de Enrique Peña Nieto,
del 1 de diciembre de 2012 al 31 de julio de 2014, se registraron 57,899 ave-
riguaciones previas por homicidios dolosos y culposos (Sin Embargo 2014).
Además están las cifras de desaparecidos, es decir, de personas cuyo
paradero se desconoce. En febrero de 2013, el gobierno de Enrique Peña Nieto
reconoció que desde diciembre de 2006 más de 26,000 personas habían sido
denunciadas como desaparecidas o extraviadas (Human Rights Watch
2015: 1). Según el cálculo de Homero Campa, en el sexenio actual desaparecen
106 MARIANA BERLANGA GAYÓN

en promedio 13 personas al día; este periodista especifica que “solo durante


los primeros 22 meses de su sexenio, se extraviaron 9 mil 384 personas, lo
que equivale al 40% de los 23 mil 272 casos de desaparición oficialmente
registrados entre enero de 2007 y octubre de 2014” (Campa 2015: 8).
En cuanto a los asesinatos dolosos de mujeres, de acuerdo con cifras
del Instituto Nacional de las Mujeres, mueren siete mexicanas diariamente
a causa de la extrema violencia. Chiapas, Chihuahua, el Distrito Federal,
Guerrero, Jalisco, el Estado de México, Nuevo León, Oaxaca, Puebla y
Sinaloa encabezan el número de delitos contra las mujeres (Zamora 2015).
Sabemos, sin embargo, que el tema del feminicidio se caracteriza también
por una “guerra de cifras”, es decir, no hay datos confiables y cada depen-
dencia maneja un número distinto de casos.
En este contexto, cabe explicar la importancia del término feminicidio
y repensar cómo podemos entender las diferentes formas de violencia con
sus especificidades. ¿Cuál es el significado político de la palabra? ¿Cuál
es la diferencia entre los asesinatos de hombres y los de mujeres? ¿Cuál es la
pertinencia de ubicar fronteras entre las distintas formas de violencia?
Estas son algunas de las preguntas que intentaré responder a continuación.

Feminicidio: asesinato de una mujer por motivos de género

En México, grupos de feministas y activistas comenzamos a utilizar este


concepto a partir de los asesinatos seriales de mujeres que se registraron en
Ciudad Juárez, Chihuahua, y otras poblaciones fronterizas a partir de la dé-
cada de 1990. Estos asesinatos se han caracterizado por ser extremadamente
visibles. Los medios de comunicación comenzaron a darle cobertura al tema
cuando el paisaje fronterizo se cubrió de cadáveres femeninos con marcas
de violencia extrema. De hecho, era prácticamente imposible no verlos.
Estos crímenes, sin embargo, nos llevaron a mirar también aquellos
asesinatos de mujeres que aparentemente siempre han ocurrido, los in-
visibles, los que tienen lugar al interior de los hogares, en el terreno de lo
íntimo. Fue así como incorporamos el término feminicidio para referirnos a
los asesinatos de mujeres por motivos de género, es decir, los asesinatos
que no se explicarían si no fuera por la condición y el lugar que tienen las
víctimas en la sociedad en tanto mujeres.
FEMINICIDIO 107

Juárez ha sido un caso paradigmático, pero el problema reviste ca-


racterísticas regionales; tanto así que, en 2015, 16 países latinoamericanos
modificaron sus legislaciones para incluir un tipo específico de delito refe-
rido al homicidio de mujeres, ya sea como femicidio o como feminicidio. El
carácter regional del problema se evidenció el 18 de enero de 2006 cuando
distintas organizaciones no gubernamentales de varios países latinoame-
ricanos se dirigieron a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos
(cidh) con el fin de solicitar una audiencia sobre feminicidio en América
Latina, dentro del 124 Periodo Ordinario de Sesiones.
En dicha audiencia, las organizaciones peticionantes expusieron ante las
autoridades de la cidh su preocupación “por el creciente número de asesina-
tos de mujeres en la región y la falta de mecanismos eficientes y respuestas
adecuadas de cada Estado en la investigación de los mismos”. Se presentaron
las cifras sobre feminicidio recogidas en cada país y se identificaron elementos
comunes en todos estos casos, como “el odio, el desprecio y el menor valor
que se da a la vida de las mujeres, con la agravante de la tolerancia del Estado
ante estos hechos reflejada en la falta de investigaciones eficaces, así como la
falta de medidas de prevención y sanción adecuadas que aseguren que dichos
crímenes no queden impunes” (Salas y Sarmiento 2006).
A pesar de que hay un patrón común, en cada país el problema ha
tenido características propias. En Guatemala, por ejemplo, este tipo de
crimen en forma sistemática tiene una historia más larga, ya que fue ins-
taurado por el Estado como práctica contrainsurgente durante una guerra
civil que duró 36 años.
Legitimar el término nos ha llevado tiempo. Todavía en la primera
década del siglo xxi, funcionarios de los distintos niveles de gobierno afir-
maban que hablar de feminicidio era una exageración, que las cifras no eran
suficientemente alarmantes como para afirmar que estábamos presenciando
un problema, mucho menos un problema nuevo. Por otro lado, se cuestio-
nó que, al hablar de feminicidio, se estuviera dando más importancia a los
asesinatos de mujeres que a los asesinatos de hombres. En este sentido, el
argumento principal era que el número de hombres asesinados era mayor.
Esta crítica se ha reavivado en México en los últimos años, cuando la
violencia se desplazó hacia otros sujetos con una dimensión espectacular.
Incluso, en el ámbito académico se produjeron fuertes debates acerca
de la pertinencia del término. Lo cierto es que el uso de la palabra se fue
108 MARIANA BERLANGA GAYÓN

propagando poco a poco: en los medios de comunicación, en la academia,


por parte de la sociedad civil y en la legislación. Desde un punto de vista
académico, se consensuó la utilidad del término en el entendido de que
resulta necesario comprender la violencia con sus especificidades, lo cual
no quiere decir que algunas sean más importantes que otras.

Legitimación y tipificación del concepto

José Manuel Valenzuela Arce (2012), investigador de El Colegio de la


Frontera Norte en Tijuana y estudioso de la violencia contra los jóvenes,
reconoce la contribución del feminismo al introducir el término feminici-
dio, que a su vez incorpora el concepto de patriarcado, el cual explica una
serie de opresiones y desigualdades que no están contempladas en otras
categorías, como la clase social, la raza, etc. Las violencias son múltiples,
desde su punto de vista, y hay que entender las distintas lógicas que llevan
a prácticas que afectan directamente a los diferentes sujetos y, al mismo
tiempo, a la sociedad en general.
En 2007, la Ley General de Acceso de las Mujeres a una Vida Libre de
Violencia introdujo el término violencia feminicida, pero no fue sino hasta
2011 cuando el feminicidio se tipificó como tal, constituyendo un agravante
al crimen de homicidio, lo cual aumenta la pena para quienes cometen
este delito. La definición penal de feminicidio varía en cada estado de la
República, aunque el elemento común es que se trata de un crimen por
discriminación de género.
La ambigüedad de la ley no ha ayudado a que este tipo de crímenes se
consignen como feminicidios; tampoco lo ha hecho la falta de sensibilidad
de las autoridades, que suelen comenzar sospechando de la víctima: “¿cómo
iba vestida?”, “¿por qué estaba fuera de su casa?”, “se habrá ido con el novio”,
son frases con las que suelen enfrentarse las familias que denuncian la
desaparición o el asesinato de una hija.
La legitimación del concepto feminicidio y el reconocimiento del pro-
blema a nivel institucional, por lo tanto, no se han traducido necesariamente
en la reducción de las cifras de asesinatos dolosos de mujeres, que continúan
aumentando de manera preocupante. En este sentido, actualmente hay un
debate en relación con la pertinencia de su introducción en la ley, ya que
FEMINICIDIO 109

no se ven avances sustanciales en el acceso de las mujeres a la “justicia”.


Sin embargo, se reconoce la necesidad del concepto en la medida en que
es explicativo de las lógicas que producen y reproducen esta forma de vio-
lencia. Se reconoce, además, la implicación política de nombrar este tipo
de prácticas para desnaturalizarlas de manera gradual.

Historia y evolución del término

El origen del término se remonta al siglo xix en Inglaterra, cuando John


Corry lo utilizó en su obra A Satirical View of London at the Commencement
of the Nineteenth Century para referirse al “asesinato de una mujer”. En años
recientes, el término también ha tenido origen anglosajón; se le adjudica a
Jill Radford y Diana E. H. Russell, quienes en 1992 publicaron Femicide: The
Politics of Woman Killing (Feminicidio: la política del asesinato de mujeres).
De hecho, Russell ya había utilizado el término en 1976 cuando testificó ante
el Tribunal Internacional de Crímenes contra Mujeres en Bruselas, aunque
en esa ocasión no proporcionó una definición explícita de dicho concepto.
En 1990, junto con Jane Caputi, lo definió como “el asesinato de mujeres,
realizado por hombres, motivado por odio, desprecio, placer o un sentido
de propiedad de las mujeres” (Russell 2006: 77). En 1992, Russell y Radford
lo definieron como “el asesinato misógino de mujeres por hombres”.
Para dichas autoras, esta práctica sirve generalmente para controlar a
las mujeres al considerarlas una clase sexual y, en ese sentido, es esencial
para el mantenimiento del statu quo patriarcal. De esta manera, a las
mujeres cotidianamente se les advierte que no vivan solas, no salgan de
noche sin compañía (entendida como “sin un hombre”), no visiten cier-
tas zonas de la ciudad. Esta advertencia está encaminada a controlarlas,
estableciendo los límites a los que pueden llegar y la forma en que deben
comportarse en público, un recordatorio de que el espacio público es
masculino y la presencia de mujeres está condicionada a la aprobación
de los hombres.
El lugar de las mujeres, de acuerdo con la ideología patriarcal, está en
la casa. Pero ni siquiera ahí las mujeres están a salvo, y esta verdad es pocas
veces mencionada. De hecho, la casa suele ser el lugar más letal para las
mujeres que viven en núcleos familiares. Independientemente de los distintos
110 MARIANA BERLANGA GAYÓN

matices que habría que considerar, en la primera definición de Radford y


Russell se asume parte del bagaje teórico feminista, pues consideran que:

El feminicidio es el extremo de un continuo de terror antifemenino que in-


cluye una gran cantidad de formas de abuso verbal y f ísico como violación,
tortura, esclavitud sexual (particularmente en la prostitución), incesto y abuso
sexual infantil extrafamiliar, maltrato f ísico y emocional, hostigamiento sexual
(por teléfono, en las calles, en la oficina y en el salón de clases), mutilación
genital (clitoridectomía, escisión, infibulación), operaciones ginecológicas
innecesarias (histerectomías no justificadas), heterosexualidad forzada, es-
terilización forzada, maternidad forzada (mediante la criminalización de los
anticonceptivos y el aborto), psicocirugía, negación de alimentos a las mujeres
en algunas culturas, cirugía cosmética y otras mutilaciones en nombre de la
belleza. Siempre que estas formas de terrorismo resulten en la muerte, son
feminicidios (Caputi y Russell 2006: 57-58).

La traducción literal al español del término en inglés, femicide, sería fe-


micidio. Sin embargo, Marcela Lagarde, antropóloga y diputada federal
que presidió la Comisión Especial para Conocer y dar Seguimiento a las
Investigaciones Relacionadas con los Feminicidios en la República Mexicana
y a la Procuración de Justicia Vinculada, de la ix Legislatura (2003-2006)
de la Cámara de Diputados del Congreso de la Unión, propuso el término
feminicidio. En castellano, femicidio es una voz homóloga a homicidio y
significa asesinato de mujeres. Con el fin de diferenciarlo, eligió la voz
feminicidio para denominar así el conjunto de hechos de lesa humanidad
que implican los crímenes y desapariciones de mujeres. La definición que
da Lagarde es la siguiente:

El conjunto de delitos de lesa humanidad que contiene los crímenes, los


secuestros y las desapariciones de niñas y mujeres en un cuadro de colapso
institucional. Se trata de una fractura del Estado de derecho que favorece
la impunidad. Por eso el feminicidio es un crimen de Estado […] El femini-
cidio sucede cuando las condiciones históricas generan prácticas sociales
agresivas y hostiles que atentan contra la integridad, el desarrollo, la salud,
las libertades y la vida de las mujeres (Lagarde 2005: 155).

Marcela Lagarde agrega —y en este punto es importante detenernos— que


no todos los crímenes son concertados o realizados por asesinos seriales.
FEMINICIDIO 111

Sin embargo, todos tienen en común que las mujeres son utilizables, pres-
cindibles, maltratables y desechables. Desde luego, todos coinciden en su
infinita crueldad y son, de hecho, crímenes de odio contra las mujeres.
Es necesario destacar la importancia de la definición de Lagarde, no
solamente porque da cuenta de una realidad que a estas alturas es innegable
en nuestra región, sino porque señala a un responsable. Considero que esa
es la máxima aportación de Marcela Lagarde: afirmar que el feminicidio es
un crimen de Estado, ya que esta es una característica del fenómeno en
América Latina y se vincula directamente con la estrategia que debemos
seguir para contrarrestarlo. Por si fuera poco, nos revela su dimensión po-
lítica: los asesinatos de mujeres no solo no son casuales, sino que tampoco
corresponden meramente al ámbito privado, pues sucede que el Estado es
el principal responsable.
Desde mi punto de vista, este es un aspecto que no hemos problema-
tizado lo suficiente. Cuando Lagarde alude a los distintos tipos de asesinos
que participan en un feminicidio, abre un intenso debate en relación con el
tipo de homicidio cometido (destaco esto último, porque precisamente uno
de los contraargumentos que han esgrimido los gobiernos tanto federales
como estatales para no detener la ola de asesinatos de mujeres, es que la
mayoría de las muertes de estas son producto de la violencia intrafamiliar).
Cuando se introduce este término, se subraya que el asesinato ocurre en
el ámbito privado, dando a entender con ello que la autoridad no puede
ejercer una acción concreta.
El carácter público o privado, el móvil del asesinato, la planeación o
no de este al parecer no implican una diferencia sustancial en esta primera
definición, dado que igualmente constituyen atentados contra la integridad,
la salud, las libertades y la vida de las mujeres. Estoy de acuerdo con el razo-
namiento que lleva a ubicar todos estos asesinatos bajo una misma lógica,
porque lo público y lo privado no están disociados, como lo ha planteado
la teoría feminista. Sin embargo, desde un punto de vista estratégico, para
enfrentar los contraargumentos considero que debemos separar los asesinatos
que ocurren en estos dos ámbitos, para luego explicar la liga que los une.
Lagarde es muy clara al poner el énfasis en la responsabilidad del Estado,
sobre todo en el hecho de no garantizar a las mujeres el derecho a la vida. Su
aportación es de gran ayuda por el simple hecho de que perfila un marco en
que los asesinatos de mujeres pueden ser denunciados en su especificidad.
112 MARIANA BERLANGA GAYÓN

Julia Monárrez, investigadora de El Colegio de la Frontera Norte en


Ciudad Juárez, ofrece una clasificación que obedece —de acuerdo con la
propia autora— a que, si bien el feminicidio es una cuestión global, tiene
diferentes formas de presentarse. En este afán de diferenciarlos, identi-
fica —retomando la clasificación de Jill Radford, pero también la de las
costarricenses Ana Carcedo y Montserrat Sagot (2002: 77) y la suya pro-
pia (Monárrez 2005: 198)— los siguientes tipos: racista, íntimo, infantil y
sexual serial (que es justamente la categoría que ella propone para revertir
el fenómeno del feminicidio que ocurre específicamente en Ciudad Juárez).
Monárrez cita a Dworkin (1997), quien explica que el elemento común
en todas estas definiciones son “las modalidades en las cuales estos hom-
bres violentos hacen uso del derecho patriarcal de penetrar los cuerpos de
las mujeres y las menores, por medio del ejercicio de este poder de género
para someter el cuerpo de las otras, el cual subsiste a través de los siglos”
(Monárrez 2005: 128). Cabe recordar su definición de feminicidio:

Este fenómeno social está ligado al sistema patriarcal, que predispone en mayor
o menor medida a las mujeres para que sean asesinadas, sea por el solo hecho
de ser mujeres, o por no serlo de manera “adecuada”. La falta de adecuación
presupone que la mujer se ha “salido de la raya” y ha “traspasado los límites
de lo establecido” (Monárrez 2005: 200).

A partir de las reflexiones anteriores, se desprende que el feminicidio es el


resultado de un sistema patriarcal opresivo en sí mismo para las mujeres,
que requiere ciertas prácticas violentas reiteradas para sostener un tipo de
poder directamente ligado a la construcción del género.
La idea de un mundo binario, en el que masculino y femenino funcionan
como efectos opuestos, es necesaria para sostener un orden patriarcal. A este
sistema le es muy funcional el hecho de que a los hombres les corresponda
cierto comportamiento y a las mujeres otro. Así se sustentan la economía,
la religión, el Estado y el resto de instituciones propias de dicho orden.
En el momento en que una mujer se sale de la norma o deja de reproducir
fielmente lo que se considera femenino, puede ser juzgada (no por la justicia
formal, pero sí por un hombre o grupo de hombres) y castigada. Este castigo
será, de una u otra forma, justificado por la sociedad y/o las instituciones
del Estado que suscriben los mismos valores relacionados con el género. Se
FEMINICIDIO 113

trata de un asesinato misógino, porque no ocurriría (aparentemente) si no


fuera por la condición de mujer, que supone una situación de subordinación.
Quien castiga es, por lo tanto, quien tiene el poder, quien se erige
como autoridad, pero también quien tiene el reconocimiento del otro.
Los hombres se han arrogado la facultad de imponer su ley, por decirlo de
alguna forma, pero las mujeres refrendan dicho estatus otorgándoles ese
lugar de autoridad. El feminicidio, desde esta perspectiva, implicaría un
marco de visibilidad, una apreciación sobre quién o quiénes merecen vivir.
El feminicidio también estaría vinculado a una derrota: las mujeres pierden
su autonomía, lo que las lleva a perderlo todo, incluso la vida.
Rita Laura Segato, investigadora del Departamento de Antropología
de la Universidad de Brasilia, considera que los feminicidios son parte de
un código entre pares (mafias y grupos de delincuencia organizada), para
quienes el cuerpo de las mujeres representa el lugar de escritura en un
contexto en que las formas de la guerra han cambiado. En esta lógica, la
violencia no es meramente instrumental, sino sobre todo expresiva; en
otras palabras: el asesinato se lleva a cabo para emitir un mensaje, más
que para aniquilar a la víctima. Por eso el cadáver —con marcas de vio-
lencia aparentemente inexplicables— es sembrado, puesto en algún lugar
estratégico para ser visto.
Segato también ha manifestado que “en las marcas inscritas en estos
cuerpos, los perpetradores hacen pública su capacidad de dominio irres-
tricto y totalitario sobre la localidad ante sus pares, ante la población local
y ante agentes del Estado, que son inermes o cómplices” (2007: 43). Otro
elemento que ha destacado en su análisis son las afinidades entre cuerpo
femenino y territorio. En este sentido, analiza también lo que significa la
violación sexual:

Uso y abuso del cuerpo del otro sin que este participe con intención o volun-
tad compatibles, la violación se dirige al aniquilamiento de la voluntad de la
víctima, cuya reducción es justamente significada por la pérdida del control
sobre el comportamiento de su cuerpo y el agenciamiento del mismo por la
voluntad del agresor. La víctima es expropiada del control sobre su espacio-
cuerpo (2004: 4).

La violación adquiere ese significado, ya que, debido a la función de la se-


xualidad (en términos de cómo está planteada en el mundo que conocemos),
114 MARIANA BERLANGA GAYÓN

conjuga en un acto la dominación f ísica y moral del otro. La autora añade:


“No existe poder soberano que sea solamente f ísico”. Por esta razón una
guerra que resulte en exterminio no constituye victoria, porque “solamente
el poder de colonización permite la exhibición del poder de muerte ante
los destinados a permanecer vivos” (2004: 5).
Desde su punto de vista, el violador emite sus mensajes a lo largo de dos
ejes de interlocución y no solamente de uno, como generalmente se consi-
dera, pensándose exclusivamente en su interlocución con la víctima: en el
eje vertical, el agresor se dirige a ella y —yo agregaría— a sus otras posibles
víctimas, ya que, según Segato, “su discurso adquiere un cariz punitivo y el
agresor un perfil de moralizador, de paladín de la moral social porque, en ese
imaginario compartido, el destino de la mujer es ser contenida, censurada,
disciplinada, etc.” (2004: 6). Pero el eje horizontal es el más importante:

Aquí, el agresor se dirige a sus pares, y lo hace de varias formas: les solicita
ingreso en su sociedad y, desde esta perspectiva, la mujer violada se comporta
como una víctima sacrificial inmolada en un ritual iniciático; compite con ellos,
mostrando que merece, por su agresividad y poder de muerte, ocupar un lugar
en la hermandad viril y hasta adquirir una posición destacada en una fratría que
solo reconoce el lenguaje jerárquico y una organización piramidal (2004: 6).

Para Segato, los crímenes de mujeres en Ciudad Juárez deben interpretarse


a partir de esta lógica del proceso discursivo mediante el cual se produce la
coherencia masculina o masculinidad, por lo que no está de acuerdo con la
interpretación de que el odio a la víctima sea el factor fundamental en estos
feminicidios. Tampoco considera que debamos afirmar que el feminicidio
es un crimen sexual, ya que si bien hay evidencias de violación sexual en
casi todos los casos, lo determinante no es el deseo del victimario, sino el
deseo de poder y la posibilidad de representarlo, pero, sobre todo, de ha-
cerlo evidente frente a los otros que son como él. De hecho, para Segato la
víctima es el desecho del proceso, una pieza descartable. Eso explica que en
los feminicidios con el patrón de Juárez las víctimas suelan ser anónimas,
porque lo importante no son ellas como personas, sino lo que representan:
cuerpos-territorios apropiables.
La definición de feminicidio para Segato tiene que ver, entonces, con
esos códigos: “Los feminicidios son mensajes emanados de un sujeto au-
FEMINICIDIO 115

tor que solo puede ser identificado, localizado, perfilado, mediante una
‘escucha’ rigurosa de estos crímenes como actos comunicativos”. Segato
apuesta a que el autor del crimen es un sujeto que valora la ganancia y el
control territorial por encima de todo, incluso por encima de su propia
felicidad personal. A través de este tipo de crímenes, “le confirma a sus
aliados y socios en los negocios que la comunión y la lealtad del grupo
continúa incólume. Les dice que su control sobre el territorio es total, que
su red de alianzas es cohesiva y confiable, y que sus recursos y contactos
son ilimitados” (2004: 10).

Significado y pertinencia del concepto en el contexto actual

El feminicidio, por lo tanto, sería en este caso una forma de permanencia


del poder del hombre —cualquier cosa que entendamos por hombre— que
sirve al individuo en tanto que refrenda su poder invencible, pero sobre
todo, al colectivo que detenta esa posición, ese poder intangible, como llama
Michel Foucault al poder del soberano en la Europa anterior al siglo xix,
donde el suplicio a modo de espectáculo era la forma de castigo aceptada
por el aparato de justicia (Foucault 2009).
En el feminicidio se codifica el menor poder de las mujeres, que son los
sujetos susceptibles de castigo. En ese sentido, el feminicidio es un ritual
que refrenda y reproduce el orden patriarcal. Desde el momento en que
los actos violentos constituyen una suerte de lenguaje, es dif ícil romper el
ciclo. Por lo tanto, a mayor violencia, menor posibilidad de justicia. Puede
ser que los suplicios hayan sido útiles para perpetuar el poder del soberano,
pero no garantizaban la justicia social. Por eso los distintos sistemas penales
terminaron por cuestionar y transformar este tipo de pena.
En el caso del feminicidio, el castigo no tendría el cometido de aplicar
la sanción derivada de un juicio formal, pero sí de corregir, coadyuvando
a una normalidad que tiene que ver con los estereotipos de género. El
feminicidio, entonces, puede leerse como un principio normalizado desde
el suplicio, un castigo dirigido a las mujeres que se atreven a transgredir
la norma, pero también a cuestionar la autoridad del hombre en su papel
de soberano. Hay mujeres que por su simple adscripción de clase o raza
constituyen un cuerpo-territorio apropiable desde lo masculino.
116 MARIANA BERLANGA GAYÓN

Es verdad que hay distintos sujetos vulnerables: pobres, indígenas,


jóvenes; pero entre ellos las mujeres siempre son las más vulnerables. Basta
ver los índices de pobreza, de analfabetismo, de violación sexual. Por otro
lado, en las mujeres está la posibilidad de reproducción de la vida. En ese
sentido, no es casualidad que la dominación de un pueblo sobre otro pase
por la violación y/o asesinato de mujeres. Hay un significado social de la
feminidad que es determinante para ser el blanco de este tipo de violencia.
Esto no quiere decir que los hombres tengan el poder absoluto, pero
sí pueden tener indicios de la justificación social para matar a una mujer.
Existe un consenso mínimo implícito sobre la inferioridad moral de ciertas
mujeres y la necesidad de castigarlas. Por eso muchas veces las instituciones
encargadas de la impartición de justicia y la sociedad misma hacen un juicio
a priori al asumir que no se trataba de vidas dignas de ser vividas, y esto se
vincula directamente con la idea de las “vidas precarias” de Judith Butler.
El patriarcado y sus marcos normalizantes de violencia contra las muje-
res explican los niveles de impunidad que existen en los sistemas de justicia
latinoamericanos. Como muestran las informaciones en los diarios y las
sentencias de los jueces, detrás de cada mujer asesinada hay una sospecha
de índole moral: ¿qué habrá hecho esa mujer para merecer la muerte?
El feminicidio, por lo tanto, puede leerse como un suplicio: un ritual de
castigo dirigido a las mujeres por haber transgredido —o no— la norma
de género. Podemos leerlo como un acto performativo que realizan los
hombres cuando ven amenazada su masculinidad, cuando se arrogan el
derecho a juzgar el alma de ciertas mujeres, sobre quienes se erigen como
autoridad. En síntesis, se trata de un conjunto de prácticas normalizantes
que a su vez se inscriben en un marco de representación del valor de las
mujeres en nuestras sociedades.
El ritual del feminicidio —si lo vemos como tal— tiene dos funciones:
por un lado, refrendar la autoridad del hombre en su estatus de poder
respecto de otros hombres (función horizontal expresiva), es decir, para
hacer evidente su fuerza invencible; y, por el otro, impedir el desvío, sitiar
la transgresión de otros sujetos subalternos, en este caso, las mujeres, las
mujeres pobres o las mujeres subordinadas o en situación de precariedad,
ya sea por su situación migratoria laboral, su preferencia sexual, etcétera.
Al igual que Segato, creo que el feminicidio da cuenta de las nuevas
modalidades de la guerra y del papel que en ellas desempeña el cuerpo de
FEMINICIDIO 117

las mujeres. Desde esa perspectiva, habría que diferenciar el feminicidio


que presenta el patrón de Ciudad Juárez del resto de los asesinatos de
mujeres, aunque desde mi punto de vista no son formas de violencia tan
distintas. En otras palabras, me parece que desde un punto de vista legal
habría que separar los asesinatos de mujeres por parte de sus compañeros
sentimentales y el feminicidio con el patrón de Juárez, en el que existe
una sofisticación del crimen y donde, evidentemente, hay un despliegue
de recursos económicos y humanos.
Los asesinatos de mujeres a partir de la década de 1990 dieron pie a la
espectacularización de la violencia a la que asistimos en México. Años más
tarde, esta violencia se desplazó a otros cuerpos, sobre todo a los cuerpos de
jóvenes racializados en condiciones de pobreza. Este carácter espectacular
fue evidente en el caso paradigmático de los 43 estudiantes desaparecidos
de Ayotzinapa y los seis cadáveres entre los que se encontró el del joven
Julio César Mondragón con el rostro desollado. Desde mi perspectiva, ahí es
muy evidente la dimensión expresiva de la violencia. Había un mensaje en
ese rostro desollado que hablaba de lo que les puede suceder a los jóvenes
que se identifican con los estudiantes de Ayotzinapa. Pero considero que
lo más importante de esta violencia expresiva es asumir que el Estado no
es ajeno a ella, sino que tiene una participación activa.
Se sabe que en la persecución y desaparición de los estudiantes de
Ayotzinapa, que tuvo lugar el 26 y 27 de septiembre de 2014, la policía mu-
nicipal estuvo implicada. Testigos e investigaciones de periodistas afirman
que el ejército también estuvo involucrado. Los cuerpos de los estudiantes
fueron feminizados, porque se trata de jóvenes rurales, indígenas o con
rasgos indígenas, pobres. El feminicidio, en este sentido, fue el comienzo
de esta forma de violencia que presenta ciertas continuidades, pero que
se diferencia del feminicidio porque el significado de los cuerpos caídos
es distinto. Por ejemplo, a nadie se le ocurre cuestionar la vida sexual de
los normalistas de Ayotzinapa, aunque también sean estigmatizados por
otras razones.
Así, me parece que nuestras energías se han concentrado demasiado en
la aprobación de leyes que incluyan la figura del feminicidio sin tomar
en cuenta las variaciones que ha tenido la figura del Estado en términos
económicos, pero también en términos políticos. Seguimos pidiéndole
justicia al Estado sin considerar que es parte del entramado de violencia.
118 MARIANA BERLANGA GAYÓN

En 2009, la cidh responsabilizó al Estado mexicano en la sentencia del


caso del campo algodonero. Sin embargo, la actitud omisa y negligente de
las autoridades no ha cambiado desde entonces.
El feminicidio, en conclusión, sigue dando cuenta de una jerarquía para
la que hay cuerpos sacrificables o desechables que no importan; pero, sobre
todo, tiende a fijar el significado de las mujeres en una sociedad patriarcal.
La lógica de lo que ahora llamamos impunidad comenzó con el feminicidio;
por lo tanto, estamos hablando de un tipo de violencia específico, que a su
vez alimenta otras formas de violencia dirigidas a sujetos a los que también
se considera desechables.

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Feminismo y psicoanálisis1

Cristina Palomar Verea

El psicoanálisis

Hacer una descripción breve y precisa del psicoanálisis resulta en la actua-


lidad prácticamente imposible. No solamente porque el psicoanálisis no es
un concepto2 sino un campo de pensamiento complejo con implicaciones
específicas en la comprensión del mundo y de los fenómenos humanos, y,
sobre todo, porque dicho campo está lejos de ser un territorio unificado
y homogéneo. Es decir, la construcción teórica inicial ha derivado en una
multitud de hipótesis y prácticas que han supuesto el desarrollo de diversas
posturas teóricas y clínicas concretadas actualmente en múltiples institu-
ciones, cada una con sus propios mecanismos de transmisión y enseñanza,
lo cual impide una definición universal del psicoanálisis.
Sin embargo, afirmamos que los postulados freudianos del psicoaná-
lisis conforman, hasta hoy, la perspectiva teórica que puede dar cuenta
con mayor detalle de la constitución de la subjetividad y la sexualidad, así
como de los mecanismos con los cuales el sujeto lidia con la cultura (Lamas
1995). Por otra parte, entre quienes trabajan en el campo de la subjetividad
se considera que el psicoanálisis es el único discurso capaz no solamente de

1 Agradezco a Natalia Guillén y Antonio Sáizar la lectura de este texto y sus generosos comentarios.
2 Entendemos un concepto como un símbolo mental, una noción abstracta que corresponde a un con-
junto de características comunes a una clase de seres, objetos o entidades abstractas, y que determina
cómo son las cosas. Un concepto “expresa las cualidades de una cosa o de un objeto, determinando
lo que es y su significado e importancia” (http://www.significados.com/concepto/).
122 CRISTINA PALOMAR VEREA

ofrecer una teoría del inconsciente, sino que también logra explicar cómo
la estructuración psíquica se realiza fuera de la conciencia y de la racio-
nalidad de los sujetos, y cuya explicación de la sexualidad a partir de la
castración simbólica es fundamental para la comprensión del proceso de
estructuración de la identidad psíquica y de la subjetivación (Wright 2004).
El psicoanálisis es un campo de estudio del psiquismo construido por
Sigmund Freud (1856-1939), médico neurólogo vienés, quien, si bien era tribu-
tario de los principios de la ciencia moderna, logró renovar las explicaciones
de su tiempo sobre los fenómenos psicológicos y psicopatológicos, e incluso
sobre el ser humano en general (Laplanche y Pontalis 1981: xiii). Es decir,
aunque el psicoanálisis fue fruto de la confluencia de los saberes y discursos
de la época en distintos campos de la cultura y de la ciencia moderna, Freud
participó en la ruptura de las ideas en torno al sujeto de la modernidad y
fundó un campo inédito de pensamiento, útil no solamente para explicar
el funcionamiento psíquico individual y para desarrollar un procedimiento
clínico y técnico específico con el fin de atender el malestar emocional, sino
que también significó la apertura de una nueva vía para la investigación, así
como una manera nueva de leer y entender diversos fenómenos culturales,
religiosos, artísticos y de otros órdenes.
Las ideas de Freud nacen, de hecho, en un escenario dibujado por las
preocupaciones filosóficas de la época respecto al papel de la conciencia en
la determinación subjetiva. Tanto Karl Marx (1818-1883) como Friederich
Nietzsche (1844-1900) habían rechazado la idea de una conciencia trans-
parente y habían cuestionado el enorme poder atribuido a la razón para
gobernar tanto el destino individual como el de la humanidad en general;
Heidegger (1889-1976) trabajó después también en una manera nueva de
pensar la subjetividad.3
Freud confrontaba la idea del sujeto cartesiano —cuyos atributos
esenciales eran la razón y la autoconciencia, entendida esta como un acto
de voluntad— al postular la existencia de lo inconsciente. El psicoaná-
lisis puso en primer plano las dimensiones no racionales del psiquismo
(las pulsiones, el deseo, las fantasías) que, junto con la propuesta sobre
lo inconsciente, mostraban que las verdaderas causas de las conductas

3 En 1927 apareció el trabajo de Heidegger titulado Ser y tiempo, fecha de publicación de las obras
de Freud tituladas El porvenir de una ilusión y El malestar en la cultura.
FEMINISMO Y PSICOANÁLISIS 123

y los estados mentales eran desconocidas para el sujeto mismo, lo cual


implicaba que el yo consciente no podía considerarse más su único amo y
dejaba sin sostén al supuesto de que los enunciados hechos por el yo eran
verdades indudables. Freud se situaba así en oposición a la idea del sujeto
en dominio de sí mismo, de la naturaleza y del mundo, y movía al yo y a la
conciencia del lugar central que se les había concedido en la formulación
del sujeto cartesiano; en su lugar emergía la idea de un sujeto fragmentado
y subordinado a fuerzas desconocidas para sí mismo.
El avance de Freud en la construcción de la teoría psicoanalítica no
fue un proceso lineal y meramente acumulativo. De hecho, dicho proceso
tuvo en su base un modelo explicativo dual que introdujo un gran nivel
de complejidad conceptual característico del movimiento circular de todo
proceso creativo. El primer modelo, llamado primera tópica —consciente,
preconsciente, inconsciente—, se centraba en el concepto de inconsciente
y se apoyaba esencialmente en la relación sueño/relato del sueño/inter-
pretación. En cambio, el segundo modelo, llamado segunda tópica —yo,
ello, superyó—, derivado de la experiencia clínica y del reconocimiento de
las limitaciones del primer modelo, permitió hacer reconceptualizaciones
importantes a cuestiones tales como el papel de las pulsiones o la génesis del
superyó en la estructuración subjetiva. Por otra parte, el primer paradigma
que relacionaba entre sí neurosis-perversión fue reemplazado después por
el de neurosis-psicosis, lo cual tuvo implicaciones importantes en el trabajo
clínico y en las explicaciones del funcionamiento psíquico (Green 2010).
A pesar de las reticencias de los académicos y de la sociedad de la época
al trabajo de Freud, sus ideas fueron aceptadas por sus colegas interesados
en profundizar en los misterios de la psique que ni la neurología ni la psi-
quiatría de su tiempo podían explicar. Logró tener un grupo de alumnos y
discípulos que posteriormente se convirtieron en promotores y difusores
entusiastas de la joven disciplina, pero entre los cuales surgieron también
los primeros críticos y detractores. Algunos desarrollaron sus propias
posturas y aparecieron así las primeras divergencias teóricas o clínicas con
el maestro y, aunque seguían considerándose psicoanalistas, poco a poco
fueron abriendo vías distintas de pensamiento y de práctica.
Pronto se habló de un movimiento psicoanalítico para referirse a los
diferentes momentos de la difusión del psicoanálisis y de los particulares
procesos de institucionalización que tuvieron lugar en distintos países,
124 CRISTINA PALOMAR VEREA

primero en Europa, luego en América el Norte, y después en América


Latina y el resto del mundo. Los distintos factores culturales, históricos y
políticos de cada contexto impactaron en las concepciones originales y en
las formas de usar los conceptos freudianos, así como en otros aspectos
de la teoría y la técnica psicoanalíticas. Se comenzó a hablar de la escuela
inglesa o la escuela francesa de psicoanálisis, así como —posteriormente—
de la norteamericana. Una abundante producción bibliográfica contribuyó
a la consolidación y expansión de las ideas psicoanalíticas y al desarrollo de
nuevas escuelas en el mismo campo, así como a los inevitables conflictos
y luchas por arrogarse la legitimidad de las propuestas o por ostentar la
verdadera lealtad a los planteamientos originales de Freud.
Según Green (2010), el proceso de diversificación del campo psicoa-
nalítico posterior a la obra freudiana fue de tal magnitud que práctica-
mente se eliminó el consenso sobre el entendimiento psicoanalítico. La
apertura de cada vez más líneas de pensamiento, distantes de las ideas
originales de Freud en torno al psiquismo, ocasionó que en la actualidad
el vasto campo psicoanalítico se parezca más a una psicología pseudopsi-
coanalítica que a los planteamientos freudianos, según este autor. Entre
las primeras derivaciones se mencionan la llamada psicología del yo,4 las
concepciones de Melanie Klein y sus extensiones vistas a través de Bion y
Winnicott, el descubrimiento del self y el redescubrimiento del narcisismo
por Kohut, las perspectivas de las relaciones de objeto que incluyen desde
los trabajos de Fairbairn hasta los kleinianos y los de Kernberg, así como
el genetismo de Sandler y Fonagy (Green 2010: 322).
La diferencia más importante entre estas y otras derivaciones del
pensamiento freudiano radica, probablemente, en la manera de entender

4 A pesar de que actualmente la psicología del yo se vincula con la corriente estadounidense llama-
da contemporary freudians, es todavía una línea importante dentro del psicoanálisis anglófono,
particularmente el estadounidense. Su desarrollo ha tenido dos fases, la primera se inicia con
Hartmann y sus colaboradores que introducen entre 1950 y 1960 en Estados Unidos una línea de
pensamiento psicoanalítico que se apartaba en distintos aspectos teóricos de las ideas freudianas.
La segunda es la desarrollada a partir de 1960 por Arlow y Brenner con una perspectiva que se
distancia de la de Hartmann. Los elementos generales más significativos de la psicología del yo
son los siguientes: la noción de adaptación, el abordaje psicológico en psicoanálisis, el recono-
cimiento de una zona aconflictual y de funciones autónomas del yo, el rechazo de la noción de
pulsión de muerte, la introducción de la noción del self y el refuerzo de la perspectiva genética
en psicopatología (Tessier 2010).
FEMINISMO Y PSICOANÁLISIS 125

la sexualidad y su relación con la subjetividad a partir de premisas que a


veces llegan a ser radicalmente opuestas e incompatibles con los plantea-
mientos básicos del psicoanálisis. Por ejemplo, la corriente de la psicología
del yo, al dar preponderancia a dicha instancia considerándola autónoma,
totalmente consciente y representante de los intereses de la totalidad de la
persona, tiene implicaciones técnicas, ya que se busca el fortalecimiento
progresivo del yo, asumiendo la centralidad de las relaciones de objeto
que dicho yo establece en lo que se considera “la realidad objetiva”. Esta
postura ignora tanto la dimensión inconsciente en el yo como la impor-
tancia de la falta y de la lógica del fantasma y del deseo, elementos básicos
del pensamiento psicoanalítico. Otras posturas, que buscaban legitimidad
en las instituciones académicas y científicas, se acercaron a la psiquiatría
moderna y a la llamada “salud mental”, entrando en los debates objeti-
vistas acerca de los diagnósticos y las clasificaciones psicopatológicas, y
desarrollaron una técnica basada en esos elementos, distante de la técnica
psicoanalítica original.
Las transformaciones de la población de analizantes y la llamada
analizabilidad (Green 2010) también dieron lugar a debates en torno a la
adecuación de la técnica analítica al tratamiento de las nuevas clasificaciones
psicopatológicas y sobre los resultados que se puede esperar de esas ade-
cuaciones, los cuales duran hasta nuestros días, ya que cuestionan el valor
relativo de los resultados del análisis llamado clásico, mucho más exigente
y que requiere un tipo particular de analizante, cada vez más improbable
en el mundo actual.
En ese contexto de diversificación progresiva del psicoanálisis, surgió en
Francia el trabajo de Jacques Lacan (1901-1981), quien propuso un “retorno
a Freud” a partir de la consideración de que el psicoanálisis posfreudiano
se había desviado al caer en una lógica a veces biologicista u objetivadora
de la realidad, opuesta a las premisas freudianas originales. Promovía una
nueva lectura de la obra freudiana a partir del concepto de estructura e
incorporaba además nociones de origen lingüístico, filosófico y topológico,
todo lo cual derivó —paradójicamente— en la redefinición de muchos de
los principales conceptos psicoanalíticos y en la formulación de la tesis
por la cual se ha identificado la postura teórica lacaniana: “el inconsciente
está estructurado ‘como’ un lenguaje” (Lacan 1991a: 155). Este psicoanalista
articuló así una perspectiva que daba nueva proyección y mayor solidez a
126 CRISTINA PALOMAR VEREA

los desarrollos tanto acerca de la sexualidad como de la comprensión del


sujeto psicoanalítico.
Si el sujeto de la modernidad se fundó cuando Descartes enunció su
“pienso luego soy, y donde pienso allí existo”, el sujeto en Lacan se enun-
ciaba de la siguiente manera: “Pienso donde no soy; luego, soy donde no
pienso” (1975), congruente con la naturaleza escindida del sujeto propia
del psicoanálisis. Por otro lado, su trabajo resaltó la centralidad de la
lógica simbólica y posibilitó destrabar del plano imaginario las considera-
ciones simplistas acerca de la sexualidad y de la naturaleza de los vínculos
intersubjetivos. El deseo fue puesto en el lugar del cogito freudiano y se
ligó irremediablemente al fantasma.
Lacan desarrolló las fórmulas de la sexuación (1975) para explicar un
proceso de posicionamiento subjetivo que no se derivaba de la anatomía,
por lo que no había manera de establecer concordancias entre los sexos bio-
lógicos, la feminidad/masculinidad y las identidades de género. El cuerpo
se configuraba así como un territorio dibujado a partir de lo simbólico, por
el fantasma y el deseo, y el sexo era asumido como aquello que es parte de
lo real-imposible, es decir, aquello que se resiste a la simbolización.
El panorama tan apretadamente descrito muestra que no es sencillo
explicar qué es el psicoanálisis dada la diversificación del campo psicoanalí-
tico, las distintas posturas teóricas y escuelas surgidas de su fuente original,
y las diferentes técnicas derivadas de los procesos de institucionalización y
de los conflictos asociados a estos, así como de las nuevas propuestas que
hacen combinaciones de todo ello o adaptaciones a los requerimientos
contemporáneos de una época que ha sido llamada por algunos modernidad
líquida (Bauman 2003) y por otros sociedad de la transparencia (Han 2013).
Ambas descripciones de los tiempos actuales parecen decir que ya no hay
lugar para la teoría y la técnica freudianas. No obstante, en las primeras
décadas del siglo xxi se han abierto interesantes líneas de pensamiento
filosófico que, a partir de las preocupaciones que surgen justamente del
contexto actual, retoman algunos de los planteamientos psicoanalíticos
fundamentales para comprender la subjetividad contemporánea.
FEMINISMO Y PSICOANÁLISIS 127

Psicoanálisis y sexualidad

¿Por qué era nueva la óptica freudiana sobre la sexualidad, en relación


con los discursos científicos y culturales que privaban en esa época? ¿Qué
implicaciones tuvo dicha óptica para el feminismo y para los estudios de
la sexualidad y de género? Las novedosas ideas freudianas confrontaban
en esa época la concepción de la sexualidad como un instinto localizado en
la dimensión biológica del cuerpo, vinculado con un objeto específico
(compañero de sexo opuesto) y un fin particular (unión de los órganos
genitales en el coito), ambos relativamente fijos. La perspectiva de Freud
sobre la sexualidad no se refería solamente a las actividades y el placer
dependientes del funcionamiento del aparato genital, sino que obligaba a
hacer referencia a una serie de excitaciones y de actividades existentes desde
la infancia, vinculadas con un placer que no es reductible a la satisfacción
de una necesidad fisiológica fundamental y parte de la forma llamada “nor-
mal” del amor sexual (Laplanche y Pontalis 1981). De esta manera, Freud
mostró, entre otras cosas, las dificultades para establecer fronteras nítidas
y claras entre la llamada “sexualidad normal” y las llamadas perversiones,
ya que la sexualidad humana es difusa y tiene más que ver con el deseo,
la fantasía y las pulsiones —es decir, con la inscripción en lo psíquico de
fuerzas originadas en el organismo—, que con un plano biológico; ade-
más, no tiene un objeto definido ni preciso y no tiene un fin único. Para
Freud, en la infancia hay una situación de indiferenciación sexual, que
indica que los seres humanos no nacen sexuados, sino que devienen tales
con los avatares de su proceso subjetivo. Es decir, la posición en tanto ser
sexuado, la “identidad sexual” o la orientación del deseo solamente serán
modeladas a través de los procesos de identificación y por las exigencias de
la cultura (Tubert 1995). Todo esto, como se ve, significaba no solamente
una explicación distinta acerca de la sexualidad, sino que representaba la
construcción de un paradigma nuevo para entender la subjetividad.
En 1923, en un agregado a Tres ensayos para una teoría sexual 5 titu-
lado “La organización genital infantil”, Freud elevó el falo al estatuto de
fase y describió esa fase como la determinante universal de los avatares
del Edipo. Este aspecto de la teoría de la sexualidad, junto con el plan-

5 Las referencias a los escritos freudianos son de la edición de Amorrortu, Buenos Aires, 1976.
128 CRISTINA PALOMAR VEREA

teamiento respecto al masoquismo femenino, condujo a un gran debate


entre quienes habían iniciado el desarrollo de una consistente línea de
trabajo en torno a la sexualidad femenina, entendida como la sexualidad
de “la mujer”, es decir, para quienes afirmaban que ya antes del Edipo había
una subjetividad derivada de la diferencia anatómica de los sexos que se
alineaba así con los esquemas binarios propios de la cultura occidental
(Hiernaux 2001).
El supuesto de que la naturaleza de la sexualidad estuviera determinada
por el cuerpo —entendido como realidad biológica inmutable y definitoria
del objeto y el fin de la sexualidad— sostenía la creencia en una sexualidad
“masculina” en el cuerpo de los varones y una sexualidad “femenina” en el
cuerpo de las mujeres, así como la idea de que cada sexo buscaría —salvo en
casos “anormales”— un objeto sexual preciso “del sexo opuesto” con fines
también particulares, tales como el encuentro afectivo, el placer sexual o
la reproducción. Esta mirada ha tenido implicaciones teóricas y prácticas,
entre otras la idea de que hay una naturaleza esencial distinta en la subje-
tividad de hombres y mujeres, pero también dio lugar a la afirmación de
que son las mujeres quienes “saben más” sobre sí mismas y su sexualidad,
con su complemento político que señalaba que la “mirada masculina” había
atrapado la sexualidad de las mujeres, la cual solamente podría liberarse a
través del trabajo de ellas sobre sí mismas. De ahí que se considerara fun-
damental la entrada de las mujeres en el campo del trabajo psicoanalítico.6
Lou Andreas Salomé (1861-1937) había escrito en 1914 el ensayo titulado
"Sobre el tipo de mujer" (1914), donde reflexionaba sobre la feminidad y
el psicoanálisis. A partir de ahí, el tema de la sexualidad femenina tuvo
un gran desarrollo entre 1923 y 1935,7 con los trabajos de otras discípulas
freudianas, tales como Marie Bonaparte (1882-1962), Helene Deutsch

6 Mühlleitner (2000) rastreó detalladamente el progresivo proceso de inclusión de las mujeres


en el campo psicoanalítico. Según esta autora, las mujeres estuvieron presentes en el campo de
la práctica psicoanalítica desde sus inicios, no solamente como pacientes (Anna O., Emmy von
N., Miss Lucy R., Katharina…, Señorita Elizabeth von R.), sino también como colaboradoras de
Freud.
7 En ese periodo Freud publicó algunos ensayos relacionados de manera directa con el tema:
“El psicoanálisis y la teoría de la libido” (1923); “El problema económico del masoquismo” y “El
final del complejo de Edipo” (1924); “Algunas consecuencias psíquicas de la diferencia sexual
anatómica” (1925) y “Sobre la sexualidad femenina” (1931).
FEMINISMO Y PSICOANÁLISIS 129

(1884-1982) y Karen Horney (1885-1952);8 asimismo, con los desarrollados


por la posteriormente denominada Escuela Inglesa de Psicoanálisis, con
Ernst Jones (1879-1958) al frente, seguido por Melanie Klein (1882-1960),
quien, si bien no trabajó específicamente sobre la sexualidad femenina,
inspiró con su trabajo a otras psicoanalistas para que siguieran ese camino.9
A pesar de la fuerza de los trabajos de las primeras psicoanalistas en
torno a la sexualidad femenina, hubo otras pioneras que desarrollaron
trabajos en diferentes temas; por ejemplo, Sabine Spilrein (1885-1942) de-
sarrolló una teoría de la represión que ponía en primer plano la tendencia
a la destructividad que Freud asumió luego como antecedente de la pulsión
de muerte (Vallejo y Sánchez-Barranco 2003). Otras psicoanalistas que
hicieron aportaciones generales fueron Dorothy Burlingham (1891-1979),
Jeanne Lample-de Groot (1895-1987), quien también participó en los debates
sobre la sexualidad femenina de 1927, Marianne Kris (1900-1980) y Anna
Freud (1895-1982).
En Francia, la sexualidad femenina fue trabajada por otras mujeres psi-
coanalistas10 tales como Chasseguet-Smirguel (1928-2006), Lemoine-Luccioni
(1912-2005) y, posteriormente, Luce Irigaray (1932), quien hizo énfasis en el
cuerpo de la mujer y el cuerpo maternal, o Julia Kristeva (1941), quien dedicó
un gran esfuerzo a conceptualizar el espacio preedípico. Posteriormente,
Françoise Dolto (1908-1988) publicó en 1982 un libro titulado Sexualidad
femenina, en el cual desarrolló una perspectiva del tema desvinculándolo
de la patología.
Por otra parte, en los trabajos realizados en los Estados Unidos sobre
la sexualidad femenina fue más evidente el nexo entre el psicoanálisis y el

8 Helene Deutsch escribió diversos ensayos sobre psicología femenina, además de otras obras
generales; Marie Bonaparte escribió La sexualidad de la mujer, donde exploraba la naturaleza
de la mujer a partir de la idea de que esta tenía un componente viril yuxtapuesto que formaba la
condición bisexual de la mujer, vinculada con una especie de inadaptación en su funcionamiento
erótico. Karen Horney, por su parte, desarrolló el tema del complejo de castración en la mujer
en su trabajo titulado Psicología femenina.
9 Tal es el caso de Joan Rivière, quien fue su colaboradora y autora del ensayo titulado “La femini-
dad como máscara” (1929), donde describe la envidia de pene y el complejo de masculinidad en
ciertas mujeres y plantea que la feminidad fue utilizada como un medio para evitar la angustia,
más que como vía de goce sexual.
10 Aunque el tema también fue trabajado por psicoanalistas varones, entre ellos Lacan (1901-1981),
Granoff (1924-2000), Perrier (1922-1990) y Safouan (1921), entre otros.
130 CRISTINA PALOMAR VEREA

feminismo. En la década de 1970, Dorothy Dinnerstein (1923-1992) y Nancy


Chodorow (1944) trabajaron el tema a partir de la teoría de las relaciones
objetales. Estas autoras, junto con Jean Baker Miller (1927-2006) y Adrienne
Rich (1929-2012), colocaron la maternidad como causa fundamental de
la opresión de las mujeres y del malestar sexual en la cultura. La figura
de la madre se volvió central para el combate al falocentrismo, aunque no se
cuestionaba el contexto en el cual se desarrollaba la maternidad. Posterior-
mente tuvieron lugar los trabajos de Carol Gilligan (1936) y Jessica Benjamin
(1946), quienes les imprimieron su propio sello, pero compartían con los
anteriores las dificultades teóricas para retomar la teoría del inconsciente y
la escisión del sujeto como consecuencia de la represión, lo cual tenía con-
secuencias concretas en la explicación que asumían en torno a la sexualidad.

Psicoanálisis y feminismo

El desarrollo de los trabajos sobre la sexualidad femenina en el campo


psicoanalítico coincidió con los incipientes movimientos feministas de
comienzos del siglo xx que, más que representar una ideología clara o
una postura precisa, formaban un conjunto que en lo general buscaba el
reconocimiento de los derechos civiles básicos de las mujeres y planteaba
una rebelión contra las normas que definían la feminidad burguesa. En su
mayoría, estas primeras feministas entendieron que algunas explicaciones
psicoanalíticas se oponían a sus planteamientos emancipadores, entre
las cuales subrayaban el papel central atribuido al falo, el masoquismo
femenino, el complejo de castración y su importancia en el proceso de la
construcción subjetiva, la envidia de pene y la postulación de que la di-
ferencia de los sexos se configuraba en la etapa edípica y no antes. Según
las feministas, estos conceptos fundaban una explicación acerca de una
eterna actitud compensatoria de las mujeres frente a los varones, lo cual
las condenaba eternamente a la minusvalía. También cuestionaban que
Freud hubiera considerado la sexualidad femenina intrínsecamente enig-
mática, y su conclusión de que, debido a los avatares de su constitución
subjetiva, las mujeres tenían menor sentido de la moral que los varones.
Todo esto, según el feminismo, no hacía más que prestar fundamentos
falsamente científicos a las ideas acerca de la inferioridad de las mujeres
FEMINISMO Y PSICOANÁLISIS 131

frente al varón, lo cual reforzaba la crítica al psicoanálisis, al que se acu-


saba de patriarcal y falocrático así como de intentar una explicación de la
sexualidad femenina a partir de una visión androcéntrica. No obstante,
estos cuestionamientos partían de una comprensión literal y en un plano
estrictamente imaginario de lo planteado por Freud: el falo se traducía en
pene, el masoquismo femenino se tomaba como un rasgo definitorio de las
mujeres y la diferencia sexual como un hecho biológico ligado estrictamente
a la anatomía. Al instalarse en ese plano, las feministas reivindicaban la
llamada identidad femenina, elemento fundamental para el movimiento
político emancipatorio.
En la década de 1960, en el contexto del movimiento contracultural,
tuvo lugar la llamada segunda ola feminista que amplió los reclamos de
equidad y fortaleció la reivindicación de la feminidad y los discursos en
torno a la sexualidad de las mujeres. Aparecieron también en esa época los
trabajos originados en los llamados grupos de autoconciencia, en los cuales
las feministas buscaban adentrarse en el sí mismo femenino a partir de la ex-
ploración del propio cuerpo y de la propia sexualidad. Tanto el desarrollo de
una ciencia de la sexualidad —iniciada con los trabajos de Kinsey de 1953 y
los posteriores de Masters y Johnson de 1966— como la postura que partía
del supuesto de que nacer mujer garantizaba en sí mismo un saber sobre
la llamada sexualidad femenina se basaban en una visión de la sexualidad
como fenómeno biológico e imaginario.
Las críticas más conocidas y radicales de las feministas al psicoanálisis
fueron: en Francia, Simone de Beauvoir (1949); en Inglaterra, Juliet Mitchell
(1940), Germaine Greer (1972) y Eva Figes (1980), y en Estados Unidos, Betty
Friedan (1966), Kate Millet (1970) y Shulamith Firestone (1976). Todas ellas
compartían un punto de vista empirista que explicaba el malestar de las
mujeres a partir de las condiciones sociales, pero su crítica al psicoanálisis
se basaba en la incomprensión (Tubert 1995). Wright (2004) señala que
una de las críticas feministas más fuertes al psicoanálisis en la década de
1980 fue la elaborada por las psicoanalistas de la teoría de las relaciones
de objeto, centrada en las relaciones entre mujeres y fundamentalmente
entre madres e hijas, la cual ponía el énfasis en la plenitud más que en la
falta. Por otra parte, el debate acerca de qué es lo femenino a partir de
la discusión que encabezaba Hélène Cixous (1937) en torno a la llamada
escritura femenina también reforzó la línea de pensamiento que se basaba
132 CRISTINA PALOMAR VEREA

en la idea de subjetividades distintas de hombres y mujeres a partir de sus


distintas anatomías.
En América Latina, el interés en la temática de la sexualidad femenina
comenzó probablemente en Argentina con la influencia de Melanie Klein
y la escuela inglesa. Marie Langer, en la década de 1980, hizo en ese país
latinoamericano algunos trabajos al respecto, particularmente en relación
con la maternidad. No obstante, pronto aparecieron ahí mismo diversos
trabajos de otros psicoanalistas desde una perspectiva bastante híbrida en
términos teóricos, antes de que la entrada del psicoanálisis lacaniano gene-
rara una nueva óptica sobre el tema, tanto en Argentina como en México
y otros países de la región.
A finales del siglo xx comenzó a fortalecerse en diversos lugares una
postura psicoanalítica más cercana a la perspectiva lacaniana y a la
escuela posestructuralista que trascendía la lógica de lo imaginario para
explicar la sexualidad a partir de lo simbólico. Esta postura ha abierto
un debate fundamental en torno a qué es el sexo y cómo entender en la
actualidad la diferencia sexual en sí misma y en relación con otras dife-
rencias (de clase, de raza, etc.), y problematiza radicalmente el concepto
de identidad, dado que este fija al sujeto en definiciones precisas que
corresponden al orden social de género y no a procesos subjetivos vincu-
lados con la sexuación. El sujeto aparece como vacío cuando se asume
que es posible dejar de ser quien dice “yo” al advertir que lo que el yo dice
está dicho por algo más, desde otro lugar. Esta perspectiva representa la
postura más radicalmente escéptica frente al sujeto, además de mostrar
que no solamente la ciencia, la ley y la política son lugares vacíos (Lefort
2004), sino que también el sujeto lo es, con lo cual el psicoanálisis entra
en diálogo con la filosof ía política y otros campos de las ciencias sociales.

Psicoanálisis, género y diferencia sexual

En la década de 1990, un elemento conceptual parecía reunir las perspectivas


del feminismo sobre la diferencia y la igualdad aparentemente opuestas:
la diferencia sexual. A pesar de las opiniones políticas implicadas en
cada polo del feminismo, este concepto parecía significar una evidencia
empírica innegable. Si bien este supuesto es coherente con el feminismo
FEMINISMO Y PSICOANÁLISIS 133

de la diferencia, paradójicamente el feminismo de la igualdad también lo


integró en su discurso.
En el campo psicoanalítico, la postura del feminismo de la diferencia
fue compartida por quienes afirmaban que había que estudiar el tema de
la sexualidad femenina en sí misma para esclarecer qué es la mujer, sin
considerar la operación simbólica que interviene en la determinación de
las posiciones sexuadas (Tubert 1995). Se infiere que, desde esta postura,
un cuerpo de mujer está habitado por una psique femenina que explica la
sexualidad de las mujeres de una manera diferente a como lo hacen los va-
rones psicoanalistas. Algunas psicoanalistas se interrogaron incluso acerca
de la especificidad de la relación analítica mujer-a-mujer (Wright 2004), lo
cual tenía importantes implicaciones técnicas.
Muchos psicoanalistas (al igual que muchas feministas académicas
que retoman el psicoanálisis en sus trabajos) temen tomar distancia de los
planteamientos objetivistas en relación con la sexualidad femenina, tema
que suele discutirse en las instituciones psicoanalíticas con más precaución
mientras más fuerza ha tomado el pensamiento académico feminista.11
Para los más tradicionales, el feminismo no puede entenderse más que
como una expresión histérica que linda a veces con la psicosis al caer en
la forclusión de la diferencia sexual, es decir, cuando se plantea que dicha
diferencia no está en “la realidad”, sino que es el resultado de un esfuerzo
de simbolización que depende del proceso de sexuación.
Ferguson (2003) menciona tres escuelas de pensamiento feminista
psicoanalítico: el enfoque lacaniano, el de las relaciones objetales y el de
la diferencia sexual. Señala que la escuela de la diferencia sexual del
feminismo psicoanalítico francés e italiano parte de una base lacaniana
rectificada, “para dar cabida a un imaginario femenino más independiente”,
mientras que el feminismo de las relaciones objetales sitúa el desarrollo
del género en la fase preedípica, lo que implica asumir que la identidad de
género en las mujeres está más sólidamente asentada que en los hombres.
Por otra parte, la postura más reciente, basada en la idea de que el género
es interpretativo en relación con los imaginarios masculino y femenino

11 Al parecer, también hay una cuestión de identidades profesionales involucrada en estas discu-
siones y un temor a ser considerado “mal psicoanalista” por atreverse a cuestionar las posturas
institucionales en relación con el feminismo y los estudios de género, áreas que suelen ser vistas,
por la generalidad de los psicoanalistas, con mucha desconfianza y no poco desconocimiento.
134 CRISTINA PALOMAR VEREA

inconscientes estructurados por las normas heterosexuales, se presenta


como una variante posestructuralista del feminismo psicoanalítico.
El concepto de género no ha tenido mucha aceptación en el campo
del psicoanálisis. Aunque se reconoce su enorme resonancia en el pensa-
miento feminista, la sociología, la antropología y las ciencias sociales en
general, muchos psicoanalistas lo cuestionan por provenir del campo social
y ser, “por tanto, ajeno a lo psicológico” (San Miguel 2004).12 No obstante,
algunas feministas han hecho esfuerzos “por vincular el psicoanálisis a
los estudios de género para descifrar la construcción de la subjetividad
de mujeres y hombres a partir de una lectura crítica de la construcción
simbólica implicada” (Errázuriz s/f ), continuando la línea que plantea la
diferencia sexual como dato real que produce hombres y mujeres con
subjetividades distintas.
Ha sido Judith Butler quien, con sus trabajos iniciados en la década
de 1980 en torno a la identidad, la subjetividad y el género, ha logrado
acercar de manera más fértil el pensamiento feminista al psicoanálisis
francés en el marco de la filosof ía posmoderna. Esta autora reconoció el
papel central del psicoanálisis en la reflexión teórica de la política y la sub-
jetividad, y abrió una interesante polémica a partir de algunos supuestos:

la crítica al esencialismo de la totalidad, la deconstrucción de la categoría de


sujeto y su cuestionamiento en tanto origen de las relaciones sociales; una
concepción no representacional del lenguaje y el reconocimiento de su im-
portancia en la estructuración del orden social; la imposibilidad de clausura
de toda identidad y también de lo social como efecto de una falla constitutiva;
la contingencia de los efectos de las prácticas políticas y de las relaciones de
poder que, por lo tanto, no pueden determinarse a priori (Peller 2011).

Estos elementos han dado lugar a la apertura de un debate situado en la


intersección de distintos campos del pensamiento contemporáneo y han

12 Es notable que, a pesar de la reconocida confusión semántica que implica el término género
(Palomar 2015), algunos psicoanalistas le atribuyan un significado que critican como si este fuera
pleno y transparente, y hacen señalamientos que muestran más un afán autoafirmativo que un
conocimiento de los debates en el campo de los estudios de género (v. Gerber 2012). Vale la
pena señalar que el término fue utilizado por primera vez por John Money (psicólogo) y Robert
Stoller (psiquiatra y psicoanalista). Véase "género" en este mismo libro.
FEMINISMO Y PSICOANÁLISIS 135

construido quizá el puente más sólido para comunicar el campo psicoa-


nalítico actual con otros campos interesados en el tema de la subjetividad.
La discusión en torno al concepto de género y a la misma distinción
sexo/género abierta por Butler posibilitó replantear qué son la diferencia
sexual, la sexualidad, la mujer y la sexualidad femenina. Aunque no se ha
llegado aún a consensos generales, algunos pensadores contemporáneos
retomaron las propuestas de dicha autora —entre los cuales están Ernes-
to Laclau y Slavoj ŽiŽek (Butler et al. 2003) desde el marxismo, Jacques
Rancière (2007) desde la filosof ía política, James Donald (2003) desde los
estudios culturales y Joan Copjec (2006) desde los límites entre la filosof ía
y el psicoanálisis lacaniano— para cuestionar los supuestos involucrados
en torno a qué es el sexo, cuáles son los límites de la simbolización y qué
relación tienen tanto el sexo como la simbolización con lo real, centrales
en el campo del psicoanálisis.

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Feminismos
La crítica feminista también debería entender cómo las mismas estructuras de
poder mediante las cuales se busca la emancipación producen y restringen
la categoría “mujeres”, sujeto del feminismo.
Judith Butler (2001: 35)

Ana Lau Jaiven

El feminismo, o más bien los feminismos, considerados como movimientos


sociales, como práctica política y como disciplina que se enseña, tienen una
historia, una praxis propia y un caudal de presupuestos epistemológicos
que se alimentan día con día conforme se desarrolla su pensamiento y su
práctica, misma que se construye constantemente de acuerdo con el contexto
en que se desenvuelven las mujeres que se autodefinen como feministas.1
Los feminismos “son movimientos dinámicos y multifacéticos que
evolucionan y se transforman en respuesta a los problemas prácticos y
teóricos que enfrentan las mujeres” (Bowden y Mummery 2009: 8). Son
movimientos sociales, éticos y políticos que buscan que las mujeres como
grupo tomen conciencia de la opresión, dominación, subordinación y explo-
tación de que son objeto por parte del sistema social, económico y político
existente y se rebelen para cambiarlo.
Los feminismos cuestionan valores, creencias y normas arraigadas en
la sociedad que asignan a las mujeres roles subordinados respecto de los
varones. A lo largo del tiempo y a partir de nuevos planteamientos se ha
discutido acerca de las visibles diferencias existentes entre las mujeres que
se expresan en diversidad de reivindicaciones, en diferencias de clase social,

1 Hay que aclarar que los feminismos no representan a todas las mujeres ni a todas las clases
sociales, razas o edades. No todas las mujeres son feministas ni pertenecen a estos movimientos.
140 ANA LAU JAIVEN

étnica, de edad, de generación, de opción sexual, todas variables que cruzan


las relaciones de género; de ahí que encontremos múltiples feminismos y
un movimiento social que los arropa.

¿De dónde viene este vocablo?

El vocablo feminismo aparece ligado a la medicina.2 Beatriz Preciado afirma


que el médico francés Ferdinand Valére Faneau de la Cour fue el primero
en utilizar el término en 1871 para explicar que los varones enfermos de
tuberculosis mostraran signos tales como cabello fino, pestañas largas,
barba escasa, genitales pequeños, mamas voluminosas, lo que los hacía
tener rasgos infantiles y “feministas”. Por su parte, Geneviéve Fraisse
remonta el origen del término a la lucha de las mujeres de 1872, cuando
Alejandro Dumas hijo publicó L´homme-femme, escrito antifeminista
donde debate sobre el divorcio y el adulterio e introduce como neologis-
mo la palabra feminismo para denostar a las mujeres que luchaban por la
igualdad con los hombres.
A finales del siglo xix un grupo de mujeres en Francia se crearon
una identidad pública propia a través del término feminismo como marca de
identidad, tanto por medio de la escritura como a través de sus demandas.
Irrumpieron en la escena pública blandiendo por su cuenta la Declaración
de los Derechos del Hombre y la defensa de la causa para su sexo. Hubertine
Auclert retomó el término en 1881 para autodefinirse como feminista: mujer
que lucha por mejoras para su sexo. De ahí pasó a otros países.
En México, el término feminismo se empezó a emplear desde finales del
porfiriato. Entonces se definía como la lucha por la igualdad, la libertad y el
progreso de las mujeres. En 1891, Genaro García, prominente funcionario
e intelectual porfiriano, obtuvo el grado de abogado en la Escuela Nacional
de Jurisprudencia con una tesis titulada “La desigualdad de la mujer”, de
claro corte feminista. García mostró que la igualdad entre los sexos era
condición de libertad para la mujer y que la desigualdad debía conside-
rarse como la mutilación de esa libertad. Dedicó su obra a probar que la
mujer no era inferior al hombre, sino su igual, y que la naturaleza la había

2 Trayectoria similar que después tendrá la categoría de género. V. García Mina 2003.
FEMINISMOS 141

dotado con facultades semejantes. Afirmaba que las relaciones desiguales


entre los sexos en nombre de la ley son “malas en sí mismas” y obstáculo
para el progreso de la humanidad, de ahí que los males de la humanidad
desaparecerían al instaurarse el sistema de la igualdad. La inferioridad de
la mujer se debería desterrar en favor del progreso social ya que “el mejor
termómetro de civilización es tomar como medida la condición en que se
encuentra la mujer” (García 2007).
Sus detractores calificaban al feminismo como un “verdadero absurdo”.
Esto argumentaba Andrés Molina Enríquez, quien añadía que la sociedad
se perjudicaba con el trabajo de las mujeres, considerando que no eran
más que apéndices del hombre, por lo que debían ser dóciles y recatadas
(Molina 1979: 363).3
Esta postura sería compartida por Horacio Barreda, quien en 1909 pu-
blicó en La Revista Positiva una serie de artículos titulados “Estudio sobre el
feminismo”, que constituyen un alegato a favor de la condición tradicional
de la mujer y de aquellas costumbres que eran la piedra angular de todo
orden doméstico y civil. Barreda acusaba a las mujeres que se consideraban
feministas de masculinizarse y de que al salir al espacio público para tra-
bajar se debilitaba al cuerpo social, ya que desatendían su rol fundamental,
que era la maternidad. “De todo esto resulta que el hombre está destinado
para obrar y pensar, en tanto que el destino de la mujer consiste en amar”
(Alvarado 1991: 18).
En un primer momento, debido a que estaban relegadas de la educa-
ción superior, algunas mujeres exigieron entrar en las universidades. Esto
produjo enérgicas discusiones sobre lo que significaría para las familias y
para las mujeres que accedieran a ese ámbito. La necesidad de contar con
madres instruidas que educaran a sus hijos inclinó la balanza a favor de
que se les permitiera estudiar. En algunas instituciones se abrieron cátedras
exclusivas para mujeres, mientras que en otras se unieron a los varones, pero
con algunas restricciones y solo en ciertas disciplinas. Los primeros cinco
países latinoamericanos que incorporaron mujeres a los estudios universita-

3 El arzobispo primado de México, Norberto Rivera, en su homilía del 3 de agosto de 2015, dijo
que el costo —a pagar por los hombres— de que las esposas y madres trabajen “es muy alto, pues
conduce a una sociedad quizá mas rentable mecánicamente, pero menos rentable humanamen-
te”. V. “Exigen aplicar medidas legales contra arzobispo Rivera por discriminación”, La Jornada,
sábado 8 de agosto de 2015, p. 4.
142 ANA LAU JAIVEN

rios en nuestro continente fueron Brasil, México, Chile, Cuba y Argentina.


Matilde Montoya fue la primera médica mexicana, titulada en 1887; ade-
más de las médicas, también hubo graduadas en derecho y odontología.
Debido a las exigencias de progreso de los nuevos Estados nación, las
transformaciones en las políticas de educación se acompañaron de un
acceso más igualitario a las universidades. La educación como derecho
fue un reclamo de largo alcance, seguido por la exigencia de participar
en política en igualdad de condiciones.
A la par de la aparición de los términos feminismo y feminista se ma-
nifestaron facciones que recurrían a diversas teorías que servían al mismo
tiempo para la lucha y contribuían a desarrollar nuevas temáticas. Es entonces
cuando —considero— se inicia la clasificación de los diversos feminismos.
Hacia 1900 había feministas de la familia, liberales, radicales, socialistas.
Para entonces las feministas socialistas difamaban a las burguesas, y unas y
otras se endilgaban motes distintos. Además, cada una peleaba por estable-
cer quién podía considerarse feminista y quién no. Las liberales burguesas
buscaban igualarse con los hombres a través de la legislación y lo seguirían
haciendo en las décadas siguientes. Las socialistas insistían en que solo a
través del socialismo se podrían mejorar las vidas de la inmensa mayoría de
las mujeres; para ellas poco significaba la igualdad legal. Este feminismo se
centró en cambiar las condiciones laborales de las trabajadoras, aumentar
los salarios y reducir la jornada de trabajo.
Al tiempo que algunas mujeres accedían a la educación, enfocaban sus
baterías a ser reconocidas como ciudadanas con plenos derechos a través del
voto y el acceso a la vida pública. Cuestionaron la división entre el mundo
público en contraposición al privado y lo que para ellas representaba la
discriminación, la marginación y la subordinación.
La primera mitad del siglo xx fue el escenario de la lucha de las feministas
sufragistas por el reconocimiento de la ciudadanía política para las mujeres.
Se dieron numerosos debates en cuanto a la pertinencia de reconocer el voto
para las mujeres, ya que se consideraba que no estaban preparadas ni para
alcanzarlo ni para ejercerlo; para ello habría que capacitarlas. Para la década
de 1960, la mayoría de los países occidentales habían reconocido el derecho de
votar y ser votadas para las mujeres; no obstante, su inclusión en la vida
política fue lenta. Este reconocimiento no menguó la teoría que se construía
gradualmente para entender y analizar la subordinación de las mujeres.
FEMINISMOS 143

El movimiento de liberación de la mujer

Al término de la Segunda Guerra Mundial —después de un periodo en que


habían estado visiblemente activas en el mundo público— se regresó a las
mujeres al hogar para que “gozaran” de los avances logrados: los electrodo-
mésticos y los bienes de consumo; es decir, se las relegó a la domesticidad
obligatoria. Ya no cabían en el mercado de trabajo, había que devolver a
los hombres sus ocupaciones. Ello implicó un descontento que se conoció
como “el problema que no tiene nombre”, a decir de Betty Friedan, quien
también lo caracterizó como un problema político (Friedan 2009).
La insatisfacción se transformó en descontento para algunas mujeres,
quienes se unieron a los movimientos contraculturales —contra la guerra,
contra el racismo, el estudiantil y por la paz—, derrumbaron algunas ba-
rreras sexuales y morales, replantearon el modelo de familia imperante y
esgrimieron demandas que giraban en torno del lema “haz el amor y no la
guerra”. La importancia que adquiere el discurso sobre la sexualidad y el
cuerpo femenino a través de la demanda por la despenalización del aborto
y contra la violencia y la violación se inicia en este punto.
La aparición y lectura de textos como El segundo sexo, de Simone de
Beauvoir, Política sexual, de Kate Millet y La dialéctica del sexo, de Shula-
mith Firestone, ofrecieron los elementos teóricos necesarios para el debate
sobre el patriarcado en cuanto sistema de dominación masculina, la casta
sexual como una experiencia común para todas las mujeres y el género
como construcción social de la diferencia sexual. Asimismo, volvieron a
plantearse las diferencias de puntos de vista entre las feministas: liberales,
radicales, marxistas. Cada una aportó conceptos fundamentales al pensa-
miento feminista.
Compuesto por mujeres con intereses y referentes teóricos heterogé-
neos, un nuevo movimiento de liberación de la mujer hacía su aparición
en los albores de la década de 1960 en México. Para esos momentos y cir-
cunstancias, la teoría y la práctica se entrelazaron con la lucha. Las mujeres
salieron a las calles, se organizaron en pequeños grupos de concientización,
se aliaron, leyeron y cuestionaron la relación existente entre sexo y género,
lo público y lo privado, masculino y femenino, igualdad y diferencia.
Conformados por académicas de diversas disciplinas en los Esta-
dos Unidos, desde la década de 1970 surgieron los women’s studies (estudios
144 ANA LAU JAIVEN

feministas o estudios de la mujer, hoy estudios de género) como una


disciplina académica estructurada para pensar la teoría en términos de
praxis política. Estos estudios se iniciaron como el “brazo teórico” para
el avance de los movimientos.
En México, las feministas —mujeres urbanas jóvenes de clase media
provenientes de la capa intelectual y las universidades, estudiantes, profe-
sionistas, artistas y periodistas fuertemente influidas por la academia esta-
dounidense— se unieron para reflexionar y analizar la condición femenina,
la maternidad, la doble jornada de trabajo, la sexualidad, el aborto y todas las
manifestaciones de la violencia hacia las mujeres. Por su extracción social y
por la actividad que desempeñaban tenían acceso a los medios de comunica-
ción, lo que permitió difundir y conocer artículos referentes al movimiento
y a la situación de la mujer en el mundo y en el país.
Las lecturas de las feministas mexicanas se apoyaron en algunos de
los textos iniciáticos, algunos traducidos. Las categorías de análisis que se
discutían eran similares: el patriarcado y sus consecuencias, la opresión, la
violencia, la sexualidad, el ejercicio del poder. Hacia la década de 1980 se
agregó, como herramienta de investigación, la categoría de género.
La estrecha relación de las feministas con la academia posibilitó la
creación de ámbitos de estudio de la condición femenina. Se abocaron a
la construcción de espacios que las hicieran visibles. El Foro de la mujer,
espacio abierto por la poetisa y escritora Alaíde Foppa en 1972 en Radio
unam, fue el primer programa en América Latina que dio voz a los te-
mas que las feministas demandaban, un modo de ver los problemas de
las mujeres desde las propias mujeres. Los primeros cursos y seminarios
que se impartieron se ofrecían con denominaciones generales que no
mostraban su adscripción al feminismo, para lograr que fueran acepta-
dos. Foppa fundó la cátedra “Sociología de las minorías”, primera en su
tipo, en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales, donde, al igual que
en la radio, se debatían las categorías que la teoría feminista aportaba
a las ciencias sociales. Le siguió en 1976 el seminario “Ideología y for-
mación social”, impartido por la filósofa Eli Bartra en la Escuela Nacional
de Antropología e Historia. También se ofrecieron seminarios como el de
Graciela Hierro sobre educación en la Facultad de Filosof ía y Letras de la
unam y el de Marcela Lagarde, “Antropología feminista”, en la Benemérita
Universidad Autónoma de Puebla. Un hito importante en este recorrido
FEMINISMOS 145

fue la aparición, en octubre de 1976, de la revista Fem, la cual se publicó


ininterrumpidamente por 29 años.
Las feministas mexicanas buscaron ocupar un lugar tanto en la vida
social y cultural como en la dimensión política. Se organizaron a partir
de grupos de autoconciencia. Esgrimiendo el lema radical “lo personal es
político”, mostraron que lo que ocurre en el ámbito privado tiene conse-
cuencias en el orden social y es ahí donde se desarrollan las relaciones de
poder. Los grupos se conformaban y desarticulaban constantemente, y sus
integrantes circulaban entre los grupos o formaban nuevos (Lau 2002).
Una característica del primer periodo fue la negativa a relacionarse con los
partidos políticos y con el Estado, cuestión que en las décadas siguientes
habría de repensarse y modificarse.
A lo largo de los años han aparecido nuevos grupos, organizaciones
feministas de la sociedad civil vinculadas alrededor de diferentes reivindi-
caciones y espacios académicos de análisis. La creación del pequeño grupo,
sin determinación de jerarquías en su seno y un profundo rechazo hacia
las formas de organización tradicionales, predominante en los primeros
años, dejó de ser útil.
Algunos hechos sociales y políticos, como las movilizaciones popu-
lares, la celebración en 1975 de la Primera Conferencia Mundial del Año
Internacional de la Mujer, o la Reforma Política de 1977 —que legalizó a
los partidos de oposición e inició un proceso de transición democrática
que daría origen al pluripartidismo—, cuestionaron la praxis feminista y su
aislamiento de la política. El terremoto de 1985 mostró el escaso trabajo de
acercamiento que se había realizado con las trabajadoras. Por un lado, se
abrió la preocupación por un mayor acercamiento a las “masas” de mujeres;
por el otro, la necesidad de unión entre sí y de alianza con los partidos a
fin de consolidar el movimiento y abrirlo a la sociedad en general. Otro eje
de acción se constituyó a partir del intento por democratizar al país que
se gestó en la coyuntura electoral de 1988.4 La exigencia de transparencia,
de mayor participación política de los grupos de la oposición, de la reac-
tivación del papel del Estado y de su legitimación fueron demandas que
agruparon al activismo feminista y lo impulsaron a integrarse y participar

4 La candidatura de Cuauhtémoc Cárdenas agrupó a mujeres de diversos sectores populares y a


muchas feministas que desplegaron su actividad en diversos campos sociales y políticos.
146 ANA LAU JAIVEN

al lado de otros grupos sociales. Las feministas llevaron a cabo acciones


colectivas y plantearon una agenda política con reivindicaciones de género
en la que incorporaron, además de las demandas propias, la defensa de los
derechos humanos.
Otro hito que marcó a los feminismos y los forzó a definirse ante ex-
presiones que no tenían raíces meramente urbanas fue la aparición en 1994
del ezln y de las demandas de sus mujeres, que pusieron al descubierto la
problemática de las mujeres rurales e indígenas. Estas trataban de hacer
oír su voz al reivindicar exigencias específicas de género que se intersectan
con la clase y la etnia.
Las respuestas feministas a estas coyunturas fueron de distinta índole,
pero principalmente se dieron mediante el establecimiento de coaliciones,
frentes, redes y coordinadoras que proponían unir distintas corrientes de
pensamiento para luchar por demandas conjuntas. Esta forma de operación
tuvo sus éxitos y fracasos. Las exigencias, sin embargo, continuaron siendo
de carácter urbano: aborto libre y gratuito, contra la violación y el maltra-
to hacia las mujeres. A estas demandas se han añadido la lucha contra la
violencia hacia las mujeres (los feminicidios) y el respeto a los derechos
sexuales y reproductivos.
Ante los tropiezos en el terreno de la unidad política y organizativa
mostrados en los años anteriores, el movimiento buscó nuevas formas de
expresión y de inserción social que le dieran nuevos aires y respiro para
su desarrollo. Hay autoras que califican a estos grupos como pertene-
cientes a un feminismo social (Espinosa 2009) porque están integrados
por militantes sociales y de partidos políticos de izquierda que trabajan
con enfoque feminista. La crítica a la igualdad como excluyente —por-
que equipara a las mujeres con los hombres— llevó a subrayar que la
diferencia sexual debía ser el vehículo para liberarlas de la opresión
(Osborne 2007: 215). Esta es la etapa en que el feminismo se institucionaliza
y se convierte en asociación civil con financiamiento. En algunos aspectos
se vuelve asistencialista y apoya a sectores populares; es, además, crítico
de las relaciones de género.
Entre los cambios que se dieron a lo largo de los años, uno fue el
abandono de los grupos de autoconciencia con el fin de intentar el “trabajo
hacia afuera”. La autonomía de la que presumían las feministas se diluyó
cuando el dinero de agencias internacionales comenzó a fluir y financiar
FEMINISMOS 147

proyectos académicos y productivos, lo que creó problemas dentro de


los grupos y entre las mujeres, así como enfrentamientos debidos a la
competencia y el protagonismo.
Estos experimentos de enlace expresan el momento de los feminismos
mexicanos en que, si bien la organización y la presencia de las mujeres son
amplias, no existe la capacidad de enarbolar demandas comunes, de esta-
blecer ejes de lucha ni de ventilar adecuadamente las diferencias políticas,
de edad, estado civil, clase social u opción sexual.

Corrientes teóricas de los feminismos: del pensamiento liberal al


poscolonial

Hay que hacer un paréntesis para explicar someramente las corrientes


seguidas por los diversos feminismos a lo largo del tiempo, y para ello
es necesario analizar las diferencias entre ellas, así como sus demandas.
Hay que subrayar que en la década de 1980 surge un cambio a partir de
la institucionalización de los feminismos y su relación con el Estado, lo
cual implicará una mayor producción teórica y una menor movilización
de las mujeres. No obstante, considero que algunas de las corrientes fe-
ministas continúan activas y se diversifican de acuerdo con los contextos
nacionales y regionales, aunque con menor presencia pública.
En primer término, encontramos a quienes se adscriben a los feminismos
de la igualdad, los cuales consideran que las mujeres deben ser tratadas con
igualdad legal y social en relación con los hombres. Estos feminismos tienen
sus bases en el pensamiento de Mary Wollstonecraft, Harriet Taylor y John
Stuart Mill, quienes esgrimían la igualdad de oportunidades y derechos
para las mujeres en la sociedad a fin de que pudieran acceder a la política,
la educación y el empleo en condiciones igualitarias.
Los feminismos socialistas, por su parte, se apoyaron en un inicio en
Federico Engels y su libro El origen de la familia, la propiedad privada y el
Estado para apuntar que la subordinación de las mujeres tiene su origen en el
capitalismo, y que es a través de la reproducción de la mano de obra dentro
de la familia como se generan nuevos individuos. Analizan la opresión de las
mujeres en términos económicos a partir del materialismo histórico —que
defiende la igualdad entre hombres y mujeres en términos materiales— y
148 ANA LAU JAIVEN

la socialización de los medios de producción. Para las socialistas, el poder


tiene sus raíces en la clase social y en el patriarcado.
Los feminismos radicales, por su parte, plantean que la dominación
y opresión de las mujeres responde fundamentalmente al ejercicio del
poder masculino que se encuentra presente en todos los contextos de la
vida, públicos y privados. Denuncian la situación de opresión de las mu-
jeres guiadas por la noción de patriarcado como sistema de dominación
masculina que determina la subordinación de las mujeres (Kate Millet, La
política sexual y Shulamith Firestone, La dialéctica del sexo).
Los feminismos de la diferencia pugnan por identificar y defender las
características propias de las mujeres en todos los órdenes simbólicos;
argumentan que el lugar que ocupamos en el mundo y que nos define está
determinado también por el cuerpo femenino con su estructura y sus ci-
clos vitales, los cuales determinan de alguna forma nuestra mirada sobre
el mundo. Entre sus exponentes se encuentran Luce Irigaray, Luisa Muraro
y el colectivo filosófico Diótima.
Si bien estas fueron las tendencias más representativas, la produc-
ción teórica desarrollada por las feministas de la academia influida por el
pensamiento posmoderno subrayó la pluralidad de las mujeres, la cual es
ahora analizada desde sus diferencias de clase, raza, etnia, edad, preferencia
sexual, etc. Es entonces cuando vamos a encontrar una variedad de pos-
turas teóricas en las que se han insertado las feministas. Los feminismos
poscoloniales, que apuestan por visibilizar las lógicas sexistas, racistas
y clasistas argumentan, como dice Cacace, “que las mujeres del sur, las
mujeres de color o del tercer mundo, son presentadas por las mujeres
blancas como una ‘categoría indiferenciada de sujetos oprimidos que no
tiene medios para oponerse en primera persona a su opresión’ ”. Aparecen
también los feminismos lesbianos, los ecologistas o ecofeminismos, los
feminismos autónomos radicales, los populares y otros más (v. Espinosa
y Lau 2013).

La institucionalización y el género

En los inicios de la década de 1980 se inauguraron los primeros programas


institucionalizados de estudios sobre la mujer en el Colegio de México, la
FEMINISMOS 149

uam-Xochimilco, el Colegio de Posgraduados en Chapingo y la unam, to-


dos ellos en la Ciudad de México, pero pronto se irradiaron hacia algunas
entidades federativas.
Estas feministas académicas, armadas con un bagaje teórico, analizaron
“la opresión femenina como una relación entre el capitalismo y la domi-
nación patriarcal. El debate residía en esclarecer qué era lo innato y qué lo
adquirido en las características femeninas o masculinas de las personas”
(Lamas 1986: 79). La controversia sobre la dicotomía entre naturaleza versus
cultura contribuirá a formular las distinciones entre género y sexo.
Producto de la teoría feminista es el concepto de género. En la década
de 1980 esta categoría se estableció como una herramienta explicativa de las
causas, formas y mecanismos de la subordinación de las mujeres. La idea
de que la producción del género está normada por las prácticas atribuidas
a la masculinidad y a la feminidad, y es el resultado de fuerzas sociales e
históricas, ha contribuido a la comprensión de que “el género siempre es
relativo a las relaciones construidas en las que se determina” (Butler 2001: 43).
Las ciencias sociales se han enriquecido con las discusiones y los cues-
tionamientos sobre las relaciones de poder, la identidad, la experiencia y
la performatividad en cuanto prácticas reguladoras y normas coherentes
que desarrolla la teoría feminista.

Un nuevo siglo, ¿nuevos feminismos?

En los últimos años de praxis feminista los sujetos del feminismo se han
transformado y unido a los movimientos por la democratización del país, al
tiempo que se ha dado una reorganización de los grupos y de sus corrien-
tes. El feminismo se vuelve elitista y su campo de acción se concentra en la
academia. De todos modos, el terreno en el que se mueven las feministas
se ensancha, su influencia simbólica permea conciencias y acciones de in-
numerables personas, y por fin sus propuestas se conocen, aunque también
se las despoja de contenido y se las despolitiza. La plataforma de acción
de Beijing (1995) permitió que las demandas de género se difundieran en
todos los ámbitos al recomendarse la creación de mecanismos estratégicos
para eliminar las formas de discriminación, aunque la categoría de género
perdió su potencial transformador.
150 ANA LAU JAIVEN

Encontramos a las feministas ocupadas en la academia o en organi-


zaciones no gubernamentales y últimamente en la política formal y en el
movimiento popular de mujeres tratando también de incidir en la agenda
gubernamental y de transformar su vida cotidiana.
Desde el inicio del siglo xxi y con el arribo a la presidencia de la Re-
pública de candidatos procedentes de un partido “de derecha”,5 la actividad
feminista se ha visto obstaculizada —como en años anteriores— a causa de
la abierta oposición del gobierno a las reivindicaciones feministas, apoyada
en su alianza con la alta jerarquía de la iglesia católica. Este retroceso es
palpable en todos los ámbitos de lucha: la violencia contra las mujeres se
ha exacerbado,6 las políticas de salud reproductiva se han detenido y pro-
liferan los grupos que se oponen a los avances de las mujeres. Asimismo,
se ha desatado una ola de declaraciones y manifestaciones que buscan
cambiar el discurso feminista por uno más tradicional y contrario al que
las feministas han esgrimido.
En este sentido, la labor de retroalimentación feminista ha vuelto a
recaer sobre las organizaciones de la sociedad civil, la academia y las lla-
madas feministas independientes, que intentan paliar los discursos de la
oposición mediante la difusión intermitente de las reivindicaciones. Estas
organizaciones trabajan desde diversos frentes con los temas que ocupan
a los feminismos. Entre estos destacan los que buscan incidir en la salud
reproductiva mediante la defensa de los derechos sexuales y reproducti-
vos y la lucha porque el aborto sea legal a nivel nacional; la defensa de los
derechos humanos de las mujeres, y la búsqueda del proceso de ciudada-
nización femenina.
Respecto al aborto hay que señalar que por la presión de las feministas
se logró que se reconociera como un problema de salud pública. En 2000 se
despenalizaron tres causales para abortar: por inseminación artificial no
consentida, por grave daño a la salud de la mujer y cuando el producto

5 En el país se dio una alternancia en el gobierno: Vicente Fox y Felipe Calderón resultaron electos
presidentes. Provenían del Partido Acción Nacional. Estas administraciones tuvieron una clara
influencia de las organizaciones de la iglesia y de la ultraderecha. Se llevaron a cabo acciones en
contra de las conquistas logradas por los movimientos sociales.
6 Los asesinatos y desapariciones de mujeres ocurren con mayor frecuencia en todos los estados
de la República. Con diferencia de un mes se declararon alertas de género en el Estado de México
y en Morelos, lo que muestra cómo ha escalado la violencia hacia las mujeres.
FEMINISMOS 151

presenta malformaciones congénitas o genéticas graves (gire 2008). La


insistencia y lucha persistente de muchas feministas, aliadas con repre-
sentantes de la Asamblea del Distrito Federal, llevó a que el 24 de abril
del 2007 se aprobara la ley de Interrupción Legal del Embarazo (ile), que
despenaliza el aborto en el Distrito Federal. El 26 de abril apareció publicada
en la Gaceta Oficial del Distrito Federal el “Decreto por el que se reforma
el Código Penal para el Distrito Federal y se adiciona la Ley de Salud para el
Distrito Federal” con las modificaciones relacionadas con el aborto y los
servicios de salud (v. gire 2008).
Asimismo, se logró que se expidiera la Ley General de Acceso de las
Mujeres a una Vida Libre de Violencia, el 1 de febrero de 2007, instrumento
en el cual se tipifican las modalidades de violencia hacia las mujeres, se
establecen políticas públicas para garantizar el derecho a las mujeres a vivir
sin violencia y se especifican las sanciones respectivas con el fin de propiciar
su erradicación. Se señalan las acciones gubernamentales de emergencia a
través de la “Alerta de violencia de género” con el fin de erradicar la violencia
feminicida en un territorio determinado.7
Por último, una nueva generación de jóvenes militantes se ha incorpo-
rado al movimiento feminista con nuevas maneras de ser feminista, las que
tienen su justificación en la posmodernidad, donde la diferencia se ha vuelto
la marca de identificación de la multiplicidad y diversidad de mujeres que
integran los feminismos. La teoría feminista hoy se adscribe a la interseccio-
nalidad con la raza, la clase, la edad y el género; con ello incorpora nuevos
elementos a la crítica social y se separa de los fundamentos tradicionales en
los que se apoyaba (Zubiaurre-Wagner 1995: 88).
Una evaluación de estas décadas nos lleva a pensar que los problemas
y los temas planteados siguen vigentes. La praxis feminista ha tenido sus
bemoles y las tácticas elegidas no siempre han sido las adecuadas para
posicionarse en el escenario público y establecer un diálogo con el Estado
y con la sociedad en general; no obstante, su presencia es fundamental para
condenar a las instancias que siguen siendo sexistas. Si bien el discurso
feminista ha logrado incidir en algunos organismos estatales, otros lo han

7 En 2015, la presión social y de los grupos feministas obligó a que se emitiera la “Alerta de género”
en algunos municipios del Estado de México y de Morelos, v. <www.inmujeres.gob.mx/inmujeres/
images/stories/normatica/legislacion2014>.
152 ANA LAU JAIVEN

retomado y cooptado para explotarlo a su antojo y conveniencia. El reto


para las feministas debiera ser convertirse en una fuerza política capaz de
interlocución para plantear políticas públicas que beneficien a las mujeres.
En estos 45 años, los feminismos se han institucionalizado, incorpora-
do de lleno a la academia, participado en la política formal por medio de
consultorías a organismos gubernamentales o comisiones de trabajo con
funcionarias y militantes políticas. También proliferan las organizaciones
no gubernamentales, a las cuales se integran feministas que desarrollan
trabajos de promoción, producción y salvaguarda de los derechos hu-
manos de las mujeres. Aparece un fenómeno singular que caracteriza al
activismo feminista: cada vez más mujeres que están en el movimiento,
se integran a los organismos gubernamentales y de la sociedad civil que
trabajan con variedad de tópicos —como la salud sexual y reproductiva—;
y están aquellas que se incorporan a la militancia en partidos políticos, y
las académicas, que se convierten en asesoras y transmisoras de las ideas
feministas. Además, se empieza a crear una clientela feminista compues-
ta por jóvenes mujeres y algunos hombres que ingresan a laborar en las
instituciones y organismos gubernamentales, y que están convencidos de
que impulsan la perspectiva de género. Estas mujeres establecen vías para
empezar a reconocerse socialmente como interlocutoras en la política.
¡Los feminismos siguen vivos!

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FEMINISMOS 153

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Letras Modernas, vol. 7, México, itam/unam.
Género

Marta Lamas

Entre los logros significativos del activismo feminista resalta la cada vez
más amplia inserción de la categoría de análisis social género tanto dentro
del discurso político como del académico. Este concepto, que ha logra-
do permear también los ámbitos oficiales, literarios y populares, ha ido
adquiriendo poco a poco fuerza, pues obliga a reflexionar sistemática y
constantemente sobre un tema que no puede ni debe ser esquivado: las
relaciones de desigualdad entre las mujeres y los hombres.
En estas páginas recupero y reviso reflexiones que he desarrollado en
distintas oportunidades, y que he planteado a distintos públicos, con el
propósito de contribuir —acaso con nuevos matices— a un debate cuyo
único propósito es reforzar, cada vez más, el desciframiento de la compleja
construcción de la diferencia sexual.

Género y sexo

Si no es tarea sencilla esclarecer las arraigadas suposiciones de que las


diferencias universales entre los sexos existen por virtud de la naturaleza
o por voluntad divina, aún más problemático parece aclarar la confusión
entre los términos género y sexo.
156 MARTA LAMAS

Por cuanto se refiere específicamente a la palabra género (del latín genus


y eris, “clase”) en lengua española (Moliner 1992), abordaré brevemente
las diferencias entre sus tres principales acepciones, para desarrollar in
extenso la definición que hoy ha dado pie a conceptos como perspectiva
de género o problemas de género. La primera es: clase, tipo o especie (“el
género musical”; “el género humano u homo sapiens”; “este género de con-
ducta”), que para los angloparlantes es genre. La segunda es la tradicional,
que implica sexo (en inglés: gender). Y la tercera es una nueva significación
que se refiere al conjunto de creencias, atribuciones y prescripciones
culturales que establecen “lo propio” de los hombres y “lo propio” de
las mujeres en cada cultura, y que se usa para comprender conductas in-
dividuales y procesos sociales, así como para diseñar políticas públicas
(también gender, en inglés).
Si bien es complicado que dos conceptos distintos, como genre y gen-
der, se traduzcan con el mismo término de género, el asunto se enreda aún
más porque gender tiene a su vez dos acepciones: la tradicional de sexo
biológico y la nueva de simbolización cultural. Hoy el uso cotidiano del
término género circula en la vida social con las tres acepciones; y, aunque
con los tres homónimos puede aludirse a las diferencias entre mujeres y
hombres, todavía hay poca claridad respecto de su uso conceptual. Esto
explica por qué las disertaciones anglófonas navegan sin conflicto entre las
dos acepciones de gender (como sexo y como simbolización), mientras que
en lenguas romances se dificulta la distinción entre gender y genre.
El más reciente significado de género al que me refiero alude a la
simbolización que se hace de la diferencia anatómica, que es construida
culturalmente e internalizada en el psiquismo de los seres humanos. Esta
acepción de género revela una lógica cultural, omnipresente en todas las
dimensiones de la vida social, que condiciona las normas sociales y el sis-
tema jurídico, y tiñe la construcción de la identidad psíquica.
Cuando se usa el concepto diferencia de género se apunta hacia la dife-
rencia entre hombres y mujeres; aquí, entonces, género puede utilizarse como
sinónimo de sexo y también como referente para las diferencias sociales.
De manera universal, los seres humanos registran un hecho idéntico:
la diferente sexuación de los machos y las hembras. Cada cultura otorga
significados a esa diferencia anatómica y en cada cultura esta simbolización
de la sexuación estructura los usos y costumbres particulares, además de
GÉNERO 157

que determina las relaciones de poder entre mujeres y hombres. Existen


múltiples simbolizaciones de esa constante biológica universal que es la
sexuación, las cuales llevan a contrastar los mandatos culturales sobre “lo
propio” de los hombres y “lo propio” de las mujeres en cada cultura. Baste
comparar las visiones de países escandinavos, orientales y latinoamericanos
para observar que —si bien la sexuación es igual— las simbolizaciones que
se han desarrollado respecto a lo que las mujeres y los hombres deben ser
y pueden hacer resultan muy diferentes.
La atribución de características, sentimientos y habilidades diferenciadas
responde a una serie de prohibiciones simbólicas. Por ello, el género fun-
ciona simultáneamente como una especie de “filtro” cultural con el cual se
interpreta al mundo, y también como una especie de freno —al que en otras
ocasiones he llamado armadura— con el que se constriñen los deseos, las
acciones, las oportunidades y las decisiones de las personas, dependiendo
de si tienen cuerpo de mujer o cuerpo de hombre.
El género, esa lógica cultural con consecuencias psíquicas que existe en
todas las sociedades, es un mecanismo principalísimo para la reproducción
social, y es el medio más potente para el mantenimiento de la desigual-
dad socioeconómica entre las mujeres y los hombres. Sin embargo, otras
condiciones —como la clase social, la pertenencia étnica o la edad— se
articulan y mezclan (intersectan) con el género, potenciando ciertos fe-
nómenos o características que producen formas específicas de opresión,
marginación o subordinación. Por ende, el género no es el único elemento
que determina el acceso a las oportunidades económicas, políticas y so-
ciales; tampoco es la principal causa de las desventajas o desigualdades
que padecen los seres humanos.
La nueva acepción de gender, creada para distinguir lo que se deriva de
la biología de lo que se construye en lo social, tiene un famoso antecedente.
A finales de la década de 1940, Simone de Beauvoir esbozó el significado
de género con la frase que inauguró la forma moderna de comprender la
problemática femenina: “No se nace mujer, se llega a serlo” (1999: 207). Esta
filósofa francesa planteó que lo que hace que las hembras humanas lleguen
a ser “mujeres” no es su biología, sino el conjunto de procesos culturales y
psicológicos que las marca con determinadas atribuciones y prescripcio-
nes; y sostuvo que los datos biológicos del sexo solo cobran significación a
través de sistemas culturales de interpretación. Así, De Beauvoir concluyó
158 MARTA LAMAS

que las características humanas consideradas “femeninas” son adquiridas


por las mujeres mediante un complejo proceso individual y social, en vez
de derivarse “naturalmente” de su anatomía.
En la década de 1950, el psicólogo estadounidense John Money esta-
bleció la nueva acepción de gender en oposición al hecho biológico del sex.
En su investigación sobre hermafroditismo e intersexualidad se vio en la
necesidad de desarrollar un discurso más preciso sobre la construcción de
las identidades femeninas y masculinas. Las reflexiones de Money con los
médicos Jean y John Hampson (1955, 1957) fueron el punto de partida para
esa nueva distinción entre sexo y género. Estos especialistas del Hospital
Johns Hopkins de la Universidad de Baltimore acuñaron el concepto de rol
de género (gender role) para referirse a todo lo que una persona dice y hace
para mostrarse como niño u hombre, o niña o mujer.
Más tarde, quien retoma la propuesta conceptual de distinguir entre
sex y gender, y trabaja con la nueva definición, es el psicoanalista y médico
psiquiatra Robert Stoller, de la Gender Identity Research Clinic (girc) de
la Universidad de California en Los Ángeles (ucla). Stoller fue muy claro
al usar el término gender: “[también] se puede aludir a la masculinidad y la
feminidad sin hacer referencia alguna a la anatomía o a la fisiología” (1968:
viii-ix). De manera que “aunque para el sentido común sexo y género son
prácticamente sinónimos, y en la vida cotidiana parecen estar inextrica-
blemente ligados […] su relación no es unívoca, sino que cada cual puede
seguir un camino independiente” (1968: ix).
Desde la perspectiva de Stoller, que posteriormente será retomada en
el campo de las ciencias sociales, en la categoría género se articulan tres
instancias básicas: i) la asignación (rotulación o atribución) de género, que se
establece a partir de la apariencia externa de los genitales en el nacimiento;
ii) la identidad de género, que se determina aproximadamente al adquirir
el lenguaje (entre los 2 y 3 años de edad), y no implica un conocimiento
de la diferencia anatómica entre los sexos: las niñitas de esas edades se
saben “niñas” y los niñitos, “niños” (de acuerdo con cada código cultural),
y son capaces de elegir ropa y juguetes de acuerdo con su identidad social,
aunque desconozcan la diferencia relativa a los genitales; y iii) el papel o
rol de género, que se forma con el conjunto de normas y prescripciones
que transmite la sociedad sobre el comportamiento femenino o masculino:
algunas son explícitas y otras están entretejidas en la cultura.
GÉNERO 159

La definición conceptual de la diferencia entre sexo y género resultó


muy útil en muchos sentidos y, poco después de la discusión psicomédica, la
nueva acepción de gender entró en el campo de las ciencias sociales. Desde
mediados de la década de 1970 se realizaron investigaciones y elaboraciones
teóricas con el fin de comprender mejor el entramado de la simbolización
y su impacto en la vida de los seres humanos.
Dos ensayos clave enmarcan la exploración de la construcción del
concepto de género en su contexto social y cultural: por un lado, el de Gayle
Rubin (1975) que produjo posteriores reflexiones, pues definió al “sistema
sexo/género” como el conjunto de acuerdos a partir de los cuales una socie-
dad transforma la sexuación en un producto de la actividad simbolizadora
humana; con este “producto cultural”, cada sociedad establece un conjunto
de normas a partir de las cuales la materia cruda del sexo humano y de la
procreación es moldeada por la intervención social, y se satisface de una
manera que se considera “natural”, aunque a ojos de otras culturas se vea
extraña.
Por otro lado, Joan W. Scott (1997) consolidó la definición de género
como una forma primaria de relaciones significantes de poder. Scott planteó
los cuatro elementos que lo constituyen: i) los símbolos y los mitos cul-
turalmente disponibles y sus representaciones múltiples (los arquetipos
culturales de los dos sexos son la madre y el guerrero, con característi-
cas de género como abnegación, ternura y pasividad, por un lado y, por
el otro, agresividad, fuerza y violencia); ii) los conceptos normativos que
manifiestan las interpretaciones de los símbolos y se expresan en doctrinas
religiosas, educativas, científicas, legales y políticas para afirmar categórica
y unívocamente el significado de varón y mujer, masculino y femenino;
iii) las instituciones y organizaciones sociales de las relaciones de género
(el sistema de parentesco, la familia, el mercado de trabajo segregado por
sexos, las instituciones educativas, la política), y iv) la identidad, tanto la
individual como la colectiva. Su ensayo abrió nuevos cauces a la investiga-
ción histórica y a la teorización feminista, pues subrayó la historicidad de
la categoría “mujer”, que se suele tomar como una realidad autoevidente.
Además, Scott introdujo una reflexión sobre la intencionalidad y la moti-
vación inconsciente presentes en el campo sociopolítico.
160 MARTA LAMAS

La ampliación del debate

Entre finales de la década de 1980 e inicios de la de 1990, el debate inte-


lectual sobre el género cobra un impulso sustantivo con intelectuales de
la talla de Derrida, Giddens, Habermas y Rorty, quienes se involucran en
discusiones con las feministas. Por su parte, Pierre Bourdieu, quien llevaba
tiempo trabajando una reflexión específica sobre el género como lógica
cultural, analiza cómo los habitus de la masculinidad determinan las
prácticas de los hombres, y los de la feminidad las prácticas de las mujeres;
así se reproduce el orden social y simbólico: la dominación masculina. Su
primer ensayo al respecto data de 1990 (Bourdieu 1995), y en 1999 publicó
el libro La domination masculine, que al año siguiente apareció traducido
al español (Bourdieu 2000).
Paulatinamente se va instalando en el campo intelectual una compren-
sión del género como un conjunto de expectativas y creencias sociales que
troquela la organización de la vida colectiva y que produce desigualdad
respecto a la forma en que las personas valoran y responden a las acciones
de los hombres y las mujeres. Precisamente el género hace que mujeres y
hombres sean los soportes de un sistema de reglamentaciones, prohibiciones
y opresiones recíprocas, marcadas y sancionadas por el orden simbólico.
Al sostenimiento de tal orden contribuyen por igual mujeres y hombres,
reproduciéndose y reproduciéndolo, con papeles, tareas y prácticas que
cambian según el lugar o el tiempo, pero que mantienen la oposición entre
“lo propio” de los hombres y “lo propio” de las mujeres.
En la década de 1990 irrumpe la reflexión de Judith Butler con un giro
clave en donde “el género resulta ser performativo, es decir, que constitu-
ye la identidad que se supone que es” (1990: 25). Butler toma distancia de
la diferenciación ya consolidada entre sexo y género y plantea al género
como un acto performativo, en el que el significado es construido por los
mismos términos que participan en su definición. Por eso la persona in-
terpreta las normas de género recibidas de tal forma que las reproduce y
organiza de nuevo. Esta filósofa desarrolla un alegato sobre la construcción
de la identidad y la simbolización de la diferencia anatómica donde reto-
ma el pensamiento de Freud y Lacan para reivindicar la flexibilidad de la
orientación sexual que, por la fuerza del inconsciente, se resiste a aceptar
el mandato cultural heterosexista.
GÉNERO 161

Butler problematiza las creencias esencialistas en torno a qué es ser


mujer u hombre y, siguiendo a Foucault, define el género como el efecto de
un conjunto de prácticas regulativas complementarias que buscan ajus-
tar las identidades humanas al modelo dualista hegemónico: la matriz
heterosexual. Su propuesta coincide con la formulación de habitus de
Bourdieu, que es al mismo tiempo un producto (el entramado cultural) y
un principio generador de disposiciones y prácticas. El género es central en
el proceso de adquisición de la identidad y de estructuración de la subjeti-
vidad: en la forma de pensarse, en la construcción de su propia imagen, de
su autoconcepción, los seres humanos utilizan las categorías y elementos
hegemónicos de su cultura, presentes en los habitus y en el lenguaje. Por
eso las prácticas humanas no son solo estrategias de reproducción deter-
minadas por las condiciones sociales de producción, sino que también son
producidas por las subjetividades.
A partir de la década de 1990, la nueva acepción de gender se instala en
el discurso político. La onu y el Banco Mundial exigen que los proyectos
gubernamentales y las políticas públicas tengan perspectiva de género, o
sea, que contemplen los condicionantes culturales que establecen pautas
diferenciadas y reproducen la desigualdad social entre mujeres y hombres.
La propuesta de gender mainstreaming se traducirá como “transversalización
del género”, y se entenderá como la instalación de dicha perspectiva en todas
las instancias de gobierno, además de la elaboración de los presupuestos
con ese enfoque.
El género se construye mediante la operación universal, aunque con
contenidos distintos, que otorga sentido simbólico a la diferencia sexual.
Esta simbolización, que opone “lo propio” de las mujeres a “lo propio”
de los hombres (lo femenino y lo masculino), se refleja en el conjunto de
oposiciones que organizan el cosmos, la división de tareas y actividades, y
los papeles y lugares sociales (Héritier 1996). La manera en que las perso-
nas aprehenden esa división que precede a su nacimiento es mediante la
crianza, el lenguaje y las actividades diarias, es decir, mediante la cultura y
las prácticas cotidianas. Ya establecidas como un conjunto objetivo de re-
ferencias, las ideas culturales sobre lo “propio” de las mujeres (lo femenino)
y lo “propio” de los hombres (lo masculino) estructuran la percepción y la
organización concreta y simbólica de toda la vida social. Así la cultura, por
la vía del lenguaje y los habitus, inculca en las personas normas y valores
162 MARTA LAMAS

de género profundamente tácitos, al grado de que las propias personas los


consideran “naturales”. Este trabajo de inculcación, a la vez sexualmente
diferenciado y sexualmente diferenciador, impone lo que se considera
“masculino” a los machos humanos y lo que se considera “femenino” a las
hembras humanas. Con la lógica cultural de género se articula la confi-
guración de las relaciones entre mujeres y hombres, y los seres humanos
vuelven subjetivas las relaciones sociales e históricas.
Las oposiciones entre “lo propio” de cada sexo se sostienen mutua,
práctica y simbólicamente, al mismo tiempo que los esquemas de pensa-
miento de los seres humanos las registran como diferencias “naturales”. Esto
dificulta que las personas tomen conciencia de la relación de dominación
que está en la base. Los habitus encarnan la relación de poder, y eso lleva
a que se conceptualice la relación dominante/dominado como natural.
Por eso Bourdieu advierte que el orden social masculino está tan profun-
damente arraigado que no requiere justificación: se impone a sí mismo
como auto-evidente, y es considerado como “natural” gracias al acuerdo
“casi perfecto e inmediato” que obtiene de estructuras sociales tales como la
organización social del espacio y el tiempo y la división sexual del trabajo.
Por otro lado, dicho orden simbólico es internalizado en las estructuras
cognitivas inscritas en los cuerpos y en las mentes. Este autor señala que
la socialización tiende a efectuar una “somatización progresiva de las rela-
ciones de dominación” de género, y de ahí que hable de una “subjetividad
socializada” (Bourdieu 1995: 87).
De la misma forma que las mujeres y los hombres son “producidos”
por los habitus, por el lenguaje y las prácticas y representaciones sim-
bólicas dentro de formaciones sociales dadas, también existen procesos
inconscientes que moldean las identidades con elementos de género.
Por ello, para comprender cabalmente qué es el género hay que tomar en
consideración el proceso de constitución de la identidad. El ser humano
es más que una anatomía o más que una construcción social: también es
psiquismo (inconsciente, pulsión, deseo). Somos seres biopsicosociales y
en esas tres dimensiones (la biológica, la psíquica y la social) se inscribe el
género. La identidad de género se construye en la subjetividad cultural y
psíquica, y hay que tomar en cuenta que parte del proceso de estructura-
ción psíquica es inconsciente. Los seres humanos nos vamos constituyendo
como mujeres u hombres dentro de sistemas de significado, rodeados de
GÉNERO 163

representaciones culturales que, a su vez, están inscritas en jerarquías


de poder. La fuerza simbólica de la sexuación, especialmente su aspecto
procreativo, propicia que los habitus y los mandatos culturales se vean
como disposiciones “naturales”.
Hoy en día circulan diversos interrogantes en relación con la compleji-
dad de vivir dentro de un esquema simbólico que piensa que hay dos tipos
de seres humanos y que son complementarios. El concepto de género sirve
para esclarecer los procesos psíquicos y culturales mediante los cuales las
personas nos convertimos en hombres o mujeres dentro de un esquema
que postula la complementariedad de los sexos y la normatividad de la
heterosexualidad.
Pero no basta el género para comprender la condición humana. Hay
que tomar al género como un componente en interrelación compleja con
otros sistemas de identificación y jerarquía que producen opresiones, desi-
gualdades y discriminaciones de distinto tipo. De ahí lo imprescindible
de contar con una perspectiva que analice cómo el género se intersecta
con otros determinantes, como la clase social, la edad, la pertenencia
étnica, etc., en los términos que desarrolla Kimberlé W. Crenshaw (1989)
cuando analiza el caso de las mujeres afroamericanas y la violencia en
un texto que constituye el referente básico para el desarrollo teórico de
la interseccionalidad. Asimismo, la interseccionalidad del género con
otras desigualdades está actualmente en el centro de la teoría política
feminista (McCall 2005).
Entre las críticas al concepto de género, destacan principalmente tres:

a) La crítica a su uso reduccionista


Plantea que con frecuencia se habla de la construcción de género como
si solo fuera el resultado de prescripciones culturales y lo psíquico no
tuviera nada que ver. Se suele pensar que sobre el cuerpo biológico se
establecen una serie de atribuciones, y que el género es algo que se hace,
como un estilo corporal, casi voluntario, aunque arraigado profunda-
mente en mandatos culturales, pero no se toman en consideración ni
los procesos inconscientes ni el imaginario. La identidad de género
de los seres humanos no se desprende en automático ni de la biología
ni del mandato cultural, sino que se estructura a partir de la manera
en que se elabora —inconsciente e imaginariamente— la diferencia
164 MARTA LAMAS

sexual. Precisamente por su operación en el inconsciente hay distintas


formas de simbolización y, por lo tanto, distintas identidades. La con-
dición transexual es el ejemplo paradigmático de cómo el psiquismo
puede entrar en contradicción con el esquema cultural, pues implica
un proceso de identificación de género contrario al que corresponde
culturalmente por la anatomía. La comprensión del género muestra
la complejidad que provoca la adquisición del mandato cultural en
cuerpos sexuados y con inconsciente.
Otra forma de reduccionismo es considerar que solo usando el
concepto se puede comprender cómo han sido inscritas, representadas
y normadas la feminidad y la masculinidad en determinada cultura,
clase social o grupo étnico. Algunos autores, ejemplarmente Bourdieu,
exploran e interpretan ese proceso sin utilizar el concepto “género”.
Desde la perspectiva de este pensador, las mujeres y los hombres
reproducen el conjunto de relaciones históricas “depositadas” en
sus cuerpos individuales en forma de habitus; y advierte que estas
disposiciones, estructuradas de manera no consciente, regulan y
armonizan sus acciones y reproducen el poder masculino. Según él,
las estructuras mentales de las personas toman forma (“se encarnan”)
en la actividad de la sociedad y el habitus se convierte en un mecanis-
mo de retransmisión de las creencias y prácticas de la feminidad y la
masculinidad. Desde una posición epistemológica, con consecuencias
políticas, Bourdieu desenmascara las premisas fundantes del género
sin usar el concepto.

b) La crítica sobre su capacidad heurística


Varias autoras han cuestionado la imprecisión de una categoría que se
usa para hablar de las mujeres, del sexo o de una lógica de la cultura.
Tal vez lo más común es tomar género por mujeres, pero también es
cierto que, en el discurso académico, género se usa demasiado am-
pliamente y alude a un montón de cuestiones. En este sentido destaca
la crítica de Mary Hawkesworth (1997) al apuntar que se usa género
para analizar la organización social de las relaciones entre hombres y
mujeres; para referirse a las diferencias humanas; para conceptualizar
la semiótica del cuerpo, el sexo y la sexualidad; para explicar la distinta
distribución de cargas y beneficios sociales entre mujeres y hombres;
GÉNERO 165

para aludir a las microtécnicas del poder, y para explicar la identidad


y las aspiraciones individuales.
La misma Hawkesworth brinda una laboriosa bibliograf ía que re-
corre desde las primeras investigaciones formuladas por las feministas
en torno al género —donde se repudia el determinismo biológico y se
comprueba la gama de variaciones en las construcciones culturales de la
feminidad y la masculinidad— hasta trabajos posteriores que emplean
el género para analizar la organización social de las relaciones entre
hombres y mujeres.
Entre las muchas connotaciones de género, ella describe cómo lo
usan varias autoras: como un atributo de los individuos, como una
relación interpersonal, como un modo de organización social, como
estatus social (papeles [roles] sexuales y estereotipos sociales), y
como relaciones de poder expresadas en dominación y subordinación.
También se concibe como producto del proceso de atribución; como
consecuencia de la socialización; como resultado de las prácticas
disciplinarias o de las tradiciones; como efecto del lenguaje; como
cuestión de conformismo conductual; como característica estructural
del trabajo, el poder y la catexis, y como modo de percepción.
Luego de mostrar tal amplitud de sentidos, Hawkesworth hace un
señalamiento crítico: “el género se transforma de una categoría analítica
en una fuerza causal” (1997: 42). Es decir, pasa de ser una herramienta
a un explanans (explicación de un fenómeno).

c) La crítica a su fetichización
Además de las definiciones amplias y/o ambiguas de género, el
concepto se ha vuelto también un fetiche dentro de los campos aca-
démico y político. La fetichización suele petrificar lo que está vivo
y en transformación, y quienes usan género como un fetiche para
interpretar la complejidad de las relaciones entre mujeres y hombres
lo reifican como algo inamovible; por ejemplo, las mujeres siempre
son víctimas y los hombres siempre victimarios o verdugos. Además,
se usa el fetiche género para establecer una “explicación” tautológi-
camente reiterativa: todo lo que ocurre entre mujeres y hombres es
producto del género.
166 MARTA LAMAS

Leslie McCall (2005) considera que el género es una categoría ana-


lítica insuficiente para lo que se propone la teoría feminista —explicar
la condición de los seres humanos— y argumenta a favor de la inter-
seccionalidad como una herramienta teórica más precisa. Privilegiar
siempre el género como el eje de desigualdad más relevante es erróneo,
ya que toda persona vive varias formas de opresión o discriminación, y
está marcada por múltiples condicionantes sociales. Hay que tomar en
consideración cómo se articulan (intersectan) las diferentes desigualda-
des. El enfoque de la interseccionalidad critica el uso fetichizante de
la perspectiva de género, ya que ese uso no visualiza la forma en que las
distintas desigualdades son mutuamente constituyentes y reproducen
los mecanismos de poder existentes entre los grupos (Ferree 2009). En
especial, lamenta que la mentada perspectiva de género se haya vuelto
un fetiche en la administración pública y en el diseño y la gestión de
políticas públicas, pues usualmente se la interpreta como “poner la
mirada sobre las mujeres”.

Como los mandatos culturales de género tienen un papel crucial en nuestra


conciencia y nuestro inconsciente, y afectan nuestro modo de vivir de for-
ma muy profunda, en las ciencias sociales el concepto género ha supuesto
una herramienta para ahondar en la forma en que los seres humanos nos
concebimos a nosotros mismos y, por lo tanto, cómo formamos lazos y
relaciones con los demás, o sea, cómo construimos sociedad.
Muchas investigaciones especializadas exploran las diferencias de
conducta y de carácter que se notan entre mujeres y hombres, y el género
ayuda a diferenciar lo que antes se interpretaba como derivado de la bio-
logía (Fine 2010; McKinnon 2012). Puesto que todavía se dan situaciones
de discriminación y opresión en función de si la persona tiene cuerpo de
mujer o cuerpo de hombre, con la perspectiva de género se intenta explorar
los mecanismos que producen —y que permiten que sigan reproduciéndo-
se— problemas que resultan de las creencias culturales sobre “lo propio”
de los hombres y “lo propio” de las mujeres, y que generan discriminación
para ambos.
La comprensión del género ha sido fundamental para investigar y
abordar graves problemas sociales calificados como “patologías del vínculo
social” (Fitoussi y Rosanvallon 1997), como el debilitamiento de la cohesión
GÉNERO 167

intergeneracional en la familia, la descomposición de identidades colectivas


tradicionales, la violencia intrafamiliar, la drogadicción, el aumento en la
delincuencia juvenil y la violencia sexual.
Ahora bien, aun cuando el género remite a una lógica cultural mile-
naria, no es inmutable. Las relaciones de género se han ido transformando
históricamente y varían según las tradiciones de las diversas civilizaciones,
ubicadas en distintas regiones geográficas. Muchas investigaciones exploran
las diversas expresiones de los mandatos y prácticas de género en otros
tiempos y culturas. Además, la reflexión en torno al género como instancia
de formación de poder (político, militar, eclesiástico y económico) ha de-
rivado en cientos de investigaciones no solo en los campos de las ciencias
sociales, la psicología o la historia, sino también en la literatura, las artes,
la educación, la comunicación, la medicina, la arquitectura y el derecho,
disciplinas donde existen multitud de estudios y teorizaciones que inves-
tigan cómo las creencias y mandatos de género marcan el terreno sobre el
que ocurren los demás.
El debate contemporáneo sobre género tiene grandes afinidades con el
proyecto deconstructivista del posestructuralismo. Como el género propone
una comprensión de la determinación situacional y relacional de los seres
humanos, impulsa un cambio de paradigmas cognitivos. Al entender cómo
los seres humanos aprehenden como subjetivas relaciones que también son
sociales e históricas, es posible visualizar la existencia de un yo relacional
que produce sentimientos, percepciones y conocimientos filtrados por la
operación simbólica que otorga significados diferentes al hecho de tener
cuerpo de mujer o cuerpo de hombre. Por consecuencia, en el debate se
revisa cómo las prácticas de las mujeres y de los hombres no se derivan de
esencias, sino que son construcciones culturales y psíquicas relacionadas
con el orden del lenguaje y las representaciones.
Gran parte del debate se centra en derrumbar concepciones biologicistas
y subrayar la importancia sociopolítica de comprender que tener identi-
dad de mujer, posición psíquica de mujer, “sentirse” mujer y ser femenina
—o sea, asumir los atributos que la cultura asigna a las mujeres— no son
procesos inherentes al hecho de tener determinados cromosomas. Ello
tampoco ocurre para los hombres. La biología, per se, no lleva a asumir
en automático las prescripciones de género y los atributos femeninos o
masculinos, como bien muestra el caso de las personas transexuales. La
168 MARTA LAMAS

comprensión del género facilita entender que las mujeres y los hombres no
son un reflejo de la anatomía, sino el resultado de una producción histórica y
cultural basada en el proceso de simbolización y de internalización psíquica.
Hoy en día, cuando las vidas de mujeres y hombres se están igualando
en terrenos laborales, políticos y culturales, resulta sospechoso que las
simbolizaciones derivadas de la diferencia sexual persistan y cobren tanta
importancia. Justamente cuando la ciencia y la tecnología han tenido un
desarrollo espectacular, la diferencia relativa a la diferencia sexual se quiere
presentar como algo irreductible, casi como una “esencia” distinta de cada
sexo. Las personas que desaf ían los límites culturales, resistiéndose al com-
portamiento tradicional de género, socavan la idea de que la normatividad
hegemónica sea el estado natural de la condición humana. Los impresionantes
cambios en las actitudes de género a nivel macro, y las resistencias a nivel
micro, documentan que las personas cruzan constantemente los límites de
género. En el discurso social, el nuevo concepto de género se ha convertido
en un recurso estratégico para desnaturalizar concepciones esencialistas
sobre las mujeres y los hombres y, por ende, sobre la inevitabilidad de la
desigualdad en sus roles laborales y políticos, sexuales y afectivos. Esta
es una ardua labor, ya que la sexuación del cuerpo es el dato que produce
género. La sexuación no es una convención humana; sin embargo, el hecho
de que la diferencia anatómica no sea una forma producida por la cultura,
no implica en lo absoluto que los cuerpos escapen a la inscripción histórica
y cultural: los cuerpos están marcados por el género, la pertenencia étnica
y la clase social, entre otros aspectos, y el dato corporal se entreteje con
elementos imaginarios y simbólicos.
Finalmente, hablar de género es referirse a un tamiz cultural, a una
identidad y a un conjunto de prácticas, creencias, representaciones y
prescripciones sociales. La exigencia de la reflexividad —entendida como
la manera en que las personas procesan datos y hacen uso de sus recursos
de cognición— para reconocer la presencia del género obliga a revisar
nuestra propia mirada, más allá de pensar al género como un constructo
epistemológico. Si bien en los esquemas del conocimiento científico la cate-
goría género sigue movilizando elaboraciones teóricas, debates intelectuales
y cuestionamientos políticos, también en la vida cotidiana se ha vuelto
una herramienta que sirve para explicar muchos de los conflictos que se
viven en sociedad y en las relaciones interpersonales. Por ende, no basta la
GÉNERO 169

comprensión de la manera en que la simbolización de la diferencia sexual


estructura la vida material y simbólica, sino que es necesario comprender el
género como un habitus que tiñe la forma en que internalizamos al mundo
y condiciona nuestras respuestas a él.

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Globalización

Griselda Gutiérrez Castañeda

El análisis y la discusión sobre la envergadura y especificidad de las trans-


formaciones económicas, políticas, sociales y culturales que hoy se pre-
sentan en el orden mundial, si bien producen posicionamientos múltiples
e incluso contrapuestos, coinciden en el uso del término globalización
para denominarlos. Uno de los puntos en que se contraponen, con mayor
o menor sustento, es si la complejidad de las tendencias globalizadoras
cancela toda posibilidad de intervención y participación en el curso de
los procesos sociales y la toma de decisiones o, por el contrario, posibilita
nuevas oportunidades para las y los agentes sociales, así como formas or-
ganizativas potencializadas por la flexibilización de los flujos de interacción
y los nuevos recursos tecnocientíficos y comunicacionales (Luhmann y de
Georgi 1993; Zolo 1994; Held y McGrew 2003). El asunto no es menor, dado
que en ello va en juego la posibilidad de inclusión o exclusión, y por ende
el acceso a oportunidades y condiciones de elección, así como la calidad
de estas opciones y la salvaguarda y afirmación de derechos.
Pronunciarse en cualquiera de estos sentidos exige un diagnóstico so-
bre cuál es la naturaleza de los cambios y la vigencia de nuestros recursos
teóricos para su adecuada interpretación, condiciones indispensables para
determinar cuál es la especificidad y densidad de los retos sociales y qué
posibilidades tenemos de enfrentarlos.
Para el movimiento feminista estas son tareas ineludibles, en razón de
sus reivindicaciones de igualdad, libertad y justicia. Lejos de haber cubierto
172 GRISELDA GUTIÉRREZ CASTAÑEDA

estas asignaturas, el feminismo enfrenta ahora una descolocación: ya no


basta con denunciar las promesas incumplidas del diseño político moder-
no en su vertiente democrático-liberal y gestionar su cumplimiento, ni la
tarea que se antoja inacabable de deconstrucción de los patrones culturales
misóginos que han caracterizado a nuestras sociedades. Estas asignaturas
pendientes no se han abandonado, pero enfrentan ahora nuevos retos, en
tanto que los procesos globalizadores se traslapan con patrones generiza-
dos, dando lugar a un reciclamiento de viejas formas de discriminación y
expoliación contra las mujeres, a la vez que reconfiguran esas formas con
nuevas caras, como la feminización de la pobreza, la feminización laboral
y la migratoria. A esto hay que agregar que los escenarios y las reglas del
juego para diseñar formas de intervención han mutado.

La globalización: una aproximación a través de sus tendencias


principales

A efectos de caracterizar la especificidad de la globalización, un primer


punto consiste en descartar toda posible asimilación de este fenómeno
a las anteriores formas de interrelación entre los Estados a nivel interna-
cional. Hoy en día, un aspecto definitorio del nuevo orden mundial es el
desplazamiento de la dimensión espacial o territorial de los países a sus
formas de organización e interacción; el referente espacial cede su lugar a
las pautas “de actividad, interacción y ejercicio del poder interregional y
transcontinental” (Held 1996: 380-381). El desplazamiento de dicho refe-
rente es relevante, ya que una de las condiciones fundacionales del Estado
moderno fue la unificación territorial y la delimitación de las fronteras, a
partir de lo cual se instituyeron sus atribuciones y competencias sustentadas
en el principio de soberanía en el marco de los límites territoriales. Por ello
su rebasamiento tendrá efectos decisivos en la función reguladora de los
sistemas políticos nacionales, así como en el procesamiento de decisiones
de sus instancias de autoridad.
De manera destacada, una de las tendencias que impulsa los cambios
es la revolución en la comunicación, vale decir, en el plano de la infor-
mática, la robótica y los medios masivos de comunicación, cuyo alcance
delinea e intensifica el empleo de recursos tecnológicos, organizativos
GLOBALIZACIÓN 173

y administrativos. Con base en tales recursos se genera la ampliación


e intensificación del movimiento de capitales y bienes a nivel mundial.
Esto provoca un trastocamiento de los marcos institucionales jurídico-
políticos de los Estados, una creciente complejidad e intensificación de
las interdependencias, y profundos cambios sociológicos y culturales
estimulados por el flujo de la comunicación, la interconexión de culturas
y el intenso tránsito y migración de personas; así como por los efectos de
las interacciones que permean todos los planos de la actividad: económico,
político, tecnológico, militar, legal, cultural y medioambiental.
El término globalización es pertinente porque prácticamente ningún
país se sustrae a las nuevas dinámicas, pero lejos de significar un conjunto
de tendencias uniformes que reconfiguran los procesos organizativos a
nivel mundial, plantea formas específicas de cruces e impactos diferentes
en los diversos Estados nación, con base en la desigual situación nacional y
regional de los diferentes países, así como el lugar que ocupan en la división
internacional del trabajo. Hoy en día prevalece una internacionalización de la
producción y de los flujos financieros que, conforme a los flujos del comercio,
inversión y migración, requiere y retroalimenta condiciones de flexibilidad
que traspasan cualquier regulación local o nacional; que son ajenas a las
condiciones y necesidades locales o regionales e incluso las violentan, y
que con base en los nuevos recursos tecnológicos y comunicacionales
borran fronteras e intensifican interconexiones.
Lejos de que el modelo de producción posindustrial desplace formas
de producción tradicional o formas de la industria de la transformación
que puedan favorecer el crecimiento interno de los países, profundiza
la desigualdad en la distribución regional de dicha industria. Al mismo
tiempo, favorece la expansión de formas maquiladoras y de servicio, con
base en las cuales se reconfiguran las condiciones de trabajo expresadas
en flexibilidad, movilidad y desregulación —aspecto, este último, sobre
el que cabe hacer precisiones—. También redefine el perfil de habili-
dades y competencias de la fuerza de trabajo, que puede ser el de altos
niveles de especialización técnica, científica, de planeación y gestión, o
prácticamente su ausencia en los sectores maquiladores, de servicios y
del trabajo informal.
Cabe apuntar que la globalización posibilita, pero no instituye, la
tendencia de desregulación en los procesos de interconexión económi-
174 GRISELDA GUTIÉRREZ CASTAÑEDA

cos, políticos y jurídicos, tanto a nivel internacional como local. En otras


palabras, si bien los recursos tecnológicos claves en los procesos globali-
zadores —como se destacó anteriormente— producen el desplazamiento
del referente espacial y dan lugar a interconexiones transfronterizas y
transnacionales, también han contribuido a reconfigurar el referente
temporal. En efecto, recursos como la informática —con su capacidad
de acumulación y procesamiento de datos, sus rangos de velocidad, su
potencial de distribución, la plasticidad de su aplicación, y su modalidad
de red, que tiene alcance global a través del internet— son factores que,
aplicados a la ejecución de proyectos, intercambios comerciales, científicos
y tecnológicos, entran en tensión con el marco de rutinas, normativas y
procedimientos establecidos. Estas formas regulatorias y procedimentales
operan con temporalidades que se contraponen al potencial y velocidad
de las tecnologías mencionadas, con lo cual dichos marcos se ven tras-
pasados por el valor oportunidad, que ahora es el código para definir el
referente tiempo. La apropiación de estos recursos por parte de políticas
económicas neoliberales es la que “institucionaliza” —a manera de oxí-
moron— la desregulación, al priorizar la lógica del mercado y reducir las
políticas de intervención y regulación por cuenta del Estado.
Entre los múltiples efectos de estas transformaciones cabe resaltar
la intensificación del desarrollo desigual en las regiones, la precarización
del empleo, la desprotección e inseguridad de las personas en calidad de
trabajadoras, la fragmentación y dispersión de iniciativas de organización y
la desarticulación de los actores colectivos tradicionales. A esto se suma la
cuasi dilución del Estado como referente de demandas,1 ante el descentra-
miento de sus atribuciones y el adelgazamiento de su capacidad resolutiva,
que resulta de las interdependencias y la multiplicación de focos de poder
y decisión, como pueden ser los estados hegemónicos, las instituciones
transnacionales, las corporaciones lucrativas legales y las ilegales.2

1 En efecto, las condiciones de inestabilidad laboral y formas de subcontratación van de la mano


de una significativa reducción de formas de organización sindical. En los casos en que los sin-
dicatos conservan alguna presencia, el Estado ha dejado de ser una instancia mediadora y de
interlocución que ponga límites a los abusos del sector empresarial.
2 La lista de los nuevos actores es amplia y diversa en sus alcances y competencias; por citar solo
algunos: Banco Mundial, Fondo Monetario Internacional, Organización Mundial de Comercio;
corporaciones lucrativas legales en ámbitos estratégicos como el energético, comunicacional,
GLOBALIZACIÓN 175

Por ello no se puede menos que coincidir con Garretón respecto de


la forma en que este nuevo contexto tiende a desplazar las modalidades
y la centralidad de dos ejes de la organización y la inclusión sociales:
el del trabajo y el de la política, en las formas de trabajo productivo y
de política adscrita al Estado nación (Garretón 1997). Esto porque la
economía transnacional cambia la lógica de los procesos y las reglas
del juego, de manera que el trabajo como elemento estructurador de la
existencia y como pivote de las movilizaciones y la organización de ac-
tores colectivos por inclusión, movilidad y redistribución, que sitúa al
Estado como interlocutor al ser el blanco de las demandas, parece una
experiencia agotada.
Otro efecto relevante de estas transformaciones es que la propia
política pierde su centralidad por múltiples razones. Una de ellas son
los propios déficits de representación y legitimidad tanto del sistema de
partidos como de la institución estatal, que operan con una dinámica au-
torreferente, vale decir, restringen sus tareas institucionales y sus políticas
“democráticas” al cumplimiento de la mera conservación de la estabilidad
y complejidad del sistema social, al margen de los requerimientos sociales
de sus gobernados conforme a criterios de justicia y equidad. Estos défi-
cits se profundizan por la subsunción de dichas instancias a la lógica del
subsistema económico —que responde a los criterios del mercado en su
vertiente neoliberal— y a los criterios de consumo, información y comu-
nicación del modelo posindustrial.

La construcción social del género en la globalización

Esta primera aproximación al análisis de la globalización a través de tenden-


cias definitorias como complejidad, interconexión, flexibilidad, movilidad,
interdependencia y desregulación requiere, para la cabal comprensión de

alimentario, farmacéutico, y corporaciones ilegales de la delincuencia organizada; organismos


como Naciones Unidas, con instancias como el Consejo de Seguridad o la Corte Internacional de
Justicia; organizaciones de la sociedad civil como Oxfam, Amnistía Internacional, Greenpeace; o,
como destaca C. T. Mohanty —quien además nos remite a Eisenstein—: “De las economías más
fuertes del mundo, 51 resultan ser corporaciones y no países, y Amnistía Internacional ahora
incluye también corporaciones y no solo países en sus informes” (Mohanty 2003: 423-424).
176 GRISELDA GUTIÉRREZ CASTAÑEDA

las lógicas que la estructuran, el análisis tanto de los efectos sistémicos que
se producen en los distintos ámbitos de la vida social como de las pautas
que estructuran en un sentido sistémico la inserción de las y los agentes
sociales en tales procesos; entre estas últimas, la construcción social del
género es un activo crucial —parafraseando a Sassen— en la propia forma-
ción y viabilidad no solo de la economía global (Sassen 2003: 80), sino en
la redefinición de patrones de identidad, de construcción de subjetividad,
de formas de interacción y relaciones sociales.3
Son muchas las voces que desde el feminismo comparten la tesis de
que la comprensión de la complejidad de la globalización no es posible
sin la incorporación de la construcción de género, tanto en su carácter de
“significante de las relaciones de poder [como en] el (re)ordenamiento del
sistema en los niveles locales y globales”, de acuerdo con Marchand y Runyan
(2010: 1-2 y 223). Estas autoras proponen el uso del término reestructuración
de la globalización como estrategia teórica para captar el carácter multidi-
mensional, los distintos ritmos y el carácter inconsistente que suponen las
tendencias de la globalización en los fenómenos políticos, económicos y
culturales. Esa misma estrategia teórica permite analizar las variadas formas
de interseccionalidad de la identidad de género, racial, étnica, nacional,
sexual, de edad y religión, que explicaría cómo hombres y mujeres se insertan
e inciden en el proceso de reestructuración global.
En el contexto de los cambios expuestos es frecuente el uso del término
feminización, que anuncia un amplio universo problemático con múltiples
aristas. Su aplicación, lejos de agotarse en la mera determinación del dato
cuantificable o visible del incremento del número de mujeres en el ámbito la-

3 Cabe precisar el significado que se atribuye a algunos términos empleados, como lógica sisté-
mica o efectos sistémicos. En los estudios actuales sobre las sociedades posindustriales, en las
que destacan una amplia división del trabajo y ámbitos funcionales diferenciados (económico,
político, jurídico, científico, etc.) que se regulan con códigos operativos específicos, la interde-
pendencia de estos ámbitos funcionales o subsistemas alcanza niveles de complejidad que ya
no responden en sentido estricto a intervenciones calculadas e intencionales por parte de los
agentes sociales, sino que son procesos que responden a una dinámica propia a la manera de un
sistema que autorregula sus propios equilibrios. De manera que al hablar de una lógica o de
efectos sistémicos, más que referirnos a regularidades circunstanciales o contextuales, hablamos
de tendencias, de conexiones con base en las cuales opera la dinámica del sistema social, y que
posibilitan su viabilidad y continuidad. Si a ello sumamos que dentro de la globalización esas
interdependencias e interconexiones se proyectan a nivel interregional e internacional, cobra
sentido el que dichas tendencias permitan hablar de un sistema-mundo.
GLOBALIZACIÓN 177

boral o en los procesos migratorios —que no son asuntos menores, desde


luego—, remite a explicar las pautas de la lógica de la economía mundial
que estimulan la demanda de esa mano de obra en ciertos sectores, y de la
connotación del significante femenino en relación con los efectos estruc-
turales que desencadena.
Al respecto consideremos los siguientes factores: la flexibilidad, un
criterio definitorio del actual régimen de acumulación capitalista —que
obedece a la lógica del mercado más que a la lógica de la producción—,
resultado del dinamismo y complejidad de los mercados, de las nuevas
tecnologías y de mayores presiones competitivas e incertidumbre, desplaza
formas tradicionales de producción, privilegiando la terciarización y con
ello la ampliación del sector servicios; a lo anterior se suman la descen-
tralización y mercantilización en la organización de las empresas, y con
ello se amplía la heterogeneidad de las formas de empleo, todo lo cual se
traduce en precarización de salarios, de la estabilidad en el trabajo y de las
condiciones en que se desarrolla este (Yáñez 2004).4
La articulación de flexibilidad, desregulación y movilidad de las
inversiones, que son las pautas que troquelan las “reformas laborales”
en el mundo, tiene su mejor insumo en el sector social de las mujeres.
Estas tendencias favorecen el incremento de la mano de obra femenina
en trabajos rutinarios que requieren escasa especialización, y se pueden
desarrollar en condiciones precarias conforme a pautas de flexibilidad
horaria, adaptación a sobrecargas de trabajo y diversidad de tareas, falta
de estabilidad y bajos salarios. La desregulación posibilita una mínima
inversión en seguridad y salubridad, así como inversión prácticamente
nula en cuanto a garantías laborales, lo cual se acentúa al prevalecer con-
diciones de inestabilidad en el empleo y falta de experiencia organizativa.
Esto repercute en niveles de sobreexplotación garantizados.

4 Tanto la competencia como los vínculos que enfrentan las empresas en relación con los merca-
dos interno y externo, en aras tanto de la eficiencia como de la productividad, da lugar a que se
fragmenten en unidades operativas que ya no responden a instancias de control centralizado y
jerárquico. De manera creciente se segmentan muchos de los procesos de producción, que son
ejecutados por compañías o unidades externas mediante la subcontratación o outsourcing —meca-
nismo que representa una importante reducción de gastos—, lo cual implica una reestructuración
del modelo organizativo de las empresas, que es a lo que alude el término terciarización. De igual
manera, el término servicios remite a que muchas de las formas de trabajo se realizan de manera
independiente sin vínculos contractuales claros, e incluso fuera de los espacios y horarios que
tradicionalmente se concentraban en el espacio fabril o empresarial.
178 GRISELDA GUTIÉRREZ CASTAÑEDA

Con meridiana claridad, Richard Gordon denomina a esta reestruc-


turación del trabajo “economía del trabajo casero” o “economía del trabajo
doméstico”, que implica:

El término “feminizado” significa ser enormemente vulnerable, apto a ser


desmontado, vuelto a montar, explotado como fuerza de trabajo de reserva,
estar considerado más como servidor que como trabajador, sujeto a horarios
intra y extrasalariales que son una burla de la jornada laboral limitada, llevar
una existencia que está siempre en los límites de lo obsceno, fuera de lugar y
reducible al sexo. [Una modalidad...] en que la fábrica, el hogar y el mercado
están integrados en una nueva escala (Gordon 1983).

Con base en lo anterior se puede apreciar que, desde el modelo econó-


mico, la feminización contribuye a la productividad de la inversión y, de
manera importante, al desmantelamiento de las condiciones laborales
enmarcadas en políticas de protección vigentes hasta hace unas déca-
das. Pero enfocada a partir de su deriva en términos sociales y culturales
conlleva una articulación perversa, en tanto la tradicional devaluación
del trabajo femenino incide en la propia devaluación económica del tipo de
trabajo, pero no como un efecto parcial, sino generalizado, es decir, es
irrelevante si lo realizan hombres o mujeres.
No ceñirse a regulaciones laborales y al respeto a los derechos de esta
índole genera un deslizamiento entre trabajo y servicio que, al borrar su
especificidad, contribuye a los efectos enumerados y además propicia el
crecimiento de fenómenos de violencia y acoso sexual en el propio es-
pacio de trabajo. De ahí que pueda sostenerse que hay un cruce entre las
dinámicas características de la economía posindustrial y la construcción
social del género, al punto de hablar de la feminización laboral como un
efecto sistémico propio de la globalización, argumento en el que coincido
con Sassen.
Hoy en día, cuando enfrentamos el aniquilamiento de las políticas de
bienestar frente a la internacionalización de políticas de ajuste neoliberal —y
con ello el repunte de las tasas de desempleo—, se aprecia cómo el desarrollo
desigual de las regiones se acentúa a la par que los efectos fragmentadores
en los países pobres. En este contexto, se observa la tendencia de migración
masiva y, de manera destacada, de feminización de la migración.
GLOBALIZACIÓN 179

El abordaje de este asunto requiere la consideración de distintos fac-


tores: en el plano metodológico, la teoría transnacional de la migración,
que la concibe como un sistema (Castles y Miller 2003), parece el recurso
apropiado, ya que articula tanto los factores objetivos como los sociales y
subjetivos. En el primer caso se trata de recursos técnicos como los trans-
portes y la comunicación, que facilitan la movilidad, y factores económicos
que, más allá de simplificaciones, explican la vinculación entre “expulsión”
y “atracción” conforme a la idea de “migración circular”. La lógica de la
migración circular es “gana-gana-gana”, y se aplica tanto al país que im-
porta trabajadoras(es) para hacer más rentable la inversión con base en
fuerza de trabajo ilegal y sobreexplotada, como a los países de origen, ya
que obtienen remesas y baja la presión del desempleo, y finalmente a los
propios migrantes que remedian la sobrevivencia propia y la de los hogares
transnacionales, por la vía de las remesas (Castles 2008: 3). En el segundo
caso se consideran los vínculos previos resultantes de la colonización, que
incluyen ligas culturales, redes familiares y sociales, o las representaciones
colectivas de oportunidades que abre el lugar de destino.
Otra dimensión relevante para el tema que nos ocupa es la forma en
que ha crecido de manera crucial el nexo entre clase, etnicidad y género
en los flujos migratorios de esta segunda “era de la migración” —al decir
de Castles y Miller—, aun cuando el nexo entre migración y clase en la
movilidad laboral internacional sigue presente. Un entramado que, como
apuntan dichos autores, más allá de las visiones optimistas respecto a las
posibilidades de la movilidad, obliga a centrar la atención en la migración,
para la que el eje de la desigualdad y la discriminación es crucial.
Entre los factores objetivos cabe añadir que la flexibilidad y desregulación
acentúan la permeabilidad f ísico-territorial de las fronteras, cuya fragilidad
propicia la intensificación de los cruces y la circulación de personas, a la
par que la de bienes y servicios, punto al que contribuye la reducción de
restricciones y regulaciones domésticas.
De esta manera, el engarce de precariedad, desregulación, y devaluación
del trabajo formal e informal conforme al modelo del trabajo feminizado es
lo que explica la alta demanda de fuerza de trabajo femenina y la moviliza-
ción legal e ilegal de masas de migrantes. Estos grupos enfrentan crecientes
grados de vulnerabilidad, la cual afecta de manera particular a las mujeres,
y además se constata que en el proceso de movilidad y expulsión es cada
180 GRISELDA GUTIÉRREZ CASTAÑEDA

vez más débil la línea que distingue los flujos migratorios del fenómeno de
la trata de personas.
Por ello resulta programática la tesis que invita a “abordar el género
como una estrategia para repensar las migraciones y a la vez abordar las
migraciones como una estrategia para pensar el género” (Bedolla 2012: 5),
en cuya línea hay múltiples aportaciones significativas. Al respecto, Sassen
realiza análisis muy productivos, al dar cuenta del nuevo modelo de orga-
nización urbana que representa la “ciudad global”, organizada como red
que integra funciones de innovación, coordinación con espacios transfron-
terizos y funciones de comando. Y que, además de tecnologías avanzadas
y sectores profesionalizados, requiere para su funcionamiento trabajo no
calificado (agricultura y maquila) y trabajo en las áreas de servicios y cui-
dado (ventas; mantenimiento; servicios en las industrias turística y sexual;
trabajo doméstico y de cuidado), rubros en que destaca la incorporación de
mujeres e inmigrantes. A su juicio, estos circuitos alternativos o contrageo-
graf ías son una dimensión fundamental para entender la globalización y su
complejidad, ya que tienen conexiones sistemáticas con la productividad y
la rentabilidad de la economía global —al tiempo que son circuitos alter-
nativos de sobrevivencia en los que se vinculan la economía productiva y
la reproductiva—, y condiciones de laxitud en las que coexisten el trabajo
formal con el informal, la legalidad con la ilegalidad.
Esta dimensión del fenómeno migratorio pautada por las tendencias
sistémicas globales se vuelve más compleja debido a las políticas neolibe-
rales de ajuste estructural y la incorporación de estrategias carcelarias y
perspectivas conservadoras como formas de gobernanza. La complejizan,
asimismo, las políticas militares que, particularmente después del 9/11, han
estimulado el nacionalismo, el racismo y la xenofobia, y en alguna medida
han contribuido al repunte del fundamentalismo y el terrorismo (Mohanty
2003; Yuval-Davis 2009; Marchand y Runyan 2010). Son tendencias que en
conjunto contribuyen a que los sectores de migración económica legal e
ilegal, los de migración política y los desplazados por las guerras, enfrenten
en los países de destino condiciones de inserción marcadas por la hostilidad,
la discriminación y la marginalidad.
Aunque el uso del término feminización de la pobreza es objeto de
debate entre los especialistas, no se pueden eludir cuestiones como la seg-
mentación y precarización del tipo de trabajo al que pueden acceder las
GLOBALIZACIÓN 181

mujeres, las mayores cargas de responsabilidad familiar ante el incremento


del desempleo y la reducción de cobertura de servicios por el desmante-
lamiento de las políticas sociales, además de las acciones predatorias en
términos ambientales por parte de empresas y gobiernos, que despojan o
contaminan el entorno de las viviendas y los espacios de trabajo.

Retos y estrategias del feminismo frente a la globalización

El terreno descrito es el marco en el que numerosas investigaciones feminis-


tas e iniciativas de intervención realizan diagnósticos sobre la generización
de los patrones socio-globales, y se plantean la necesidad de reorganizar la
agenda feminista, e incluso el reto de redefinir y reestructurar el feminismo.
Aun cuando los recursos conceptuales e interpretativos son diversos —al
igual que los matices y énfasis— por razones teóricas e incluso ideológi-
cas, los aglutina el compromiso y la perspectiva feministas —que tienen
como eje central en el debate el tema de la agencia,5 de suyo fundamental
para el proyecto crítico y de transformación feminista—, por cuanto los
diagnósticos sobre la complejidad de la globalización mantienen abierta la
polémica, como se señaló al principio.
Está a debate cuál es la calidad práctica y/o política de la acción
respecto de las formas de integración de las y los agentes conforme a
tendencias funcionales de la dinámica de los sistemas sociales, y hasta
qué punto las conductas son una reacción a condiciones adversas en las que
transforman desengaños y escasez de oportunidades en aprendizaje, vale
decir, en conductas adaptativas (Luhmann y de Giorgi 1993). También se
analiza en qué medida la aventura de la migración se explica como una
opción decidida o como un efecto de la expulsión hacia otros territorios
o confines del propio país, conforme a la lógica económica, política o
bélica. Todo indica que las condiciones para la libre decisión y la autoor-
ganización son adversas, en tanto que la precariedad y la fragmentación
no estimulan la solidaridad como condición de movimientos y acciones

5 La agencia como pilar que sustenta el horizonte sociopolítico de la modernidad, el cual concibe
el trabajo productivo y la política como las vías de afirmación por excelencia. El feminismo como
heredero de dicha tradición recupera el papel de la agencia por su potencial crítico y emancipa-
torio.
182 GRISELDA GUTIÉRREZ CASTAÑEDA

colectivas, y en caso de haber tales iniciativas cabe preguntarse sobre su


calidad y potencial.
Las anteriores son cuestiones teóricas y objetivas que no se pueden
obviar; por ello hay que sopesar con sentido realista qué tan significativas
son las prácticas de las mujeres en condiciones de pobreza y/o migración
que Sassen caracteriza como contrageograf ías de la globalización, al regis-
trar la formación de redes alternas de solidaridad (Sassen 2003: 23). Mu-
chas feministas coinciden en el cuestionamiento de aquellos diagnósticos
que conciben la globalización como una suerte de destino. La propuesta del
concepto reconstrucción de la globalización apunta a la afirmación “de las
múltiples formas de agencia humana en términos tanto de construcción
como de resistencia” (Marchand y Runyan 2010: 223); al mismo tiempo,
manifiesta el carácter paradojal y los efectos ambiguos de los procesos
globalizadores que, más allá de los costos sociales y la “victimización” de
las mujeres, plantea vías para generar alternativas de afirmación.
En tal sentido se analizan algunos fenómenos debido a su potencial,
como el incremento de la participación de mujeres en actividades re-
muneradas que, pese a la persistencia de formas de segregación sexual
en el mercado de trabajo y condiciones laborales desfavorables, generan
experiencias de ingresos, desarrollo y vías de empoderamiento que re-
percuten en reconfiguraciones en el orden de género, en redefiniciones
de la subjetividad de los roles de género en el plano relacional y en el
propio núcleo familiar.
También se analiza cómo se gestan, por una parte, formas de presencia
pública en las que desde la carencia de poder y estatus formal de ciudada-
nía, grupos de indocumentados —con una participación significativa de
mujeres— pugnan por su legalización; y, por otra, formas de participación
en actividades cívicas con fines de inserción, reconocimiento y pertenen-
cia. Asimismo, se examina el fenómeno de las amas de casa que, aun en su
condición de indocumentadas, gestionan servicios ante las instituciones de
seguridad social para sus familias; y, en términos estratégicos, la significa-
tiva incorporación de recursos de comunicación electrónica, que permite
la articulación en redes y con ello formas de organización e iniciativas de
solidaridad con alcance local y global.
Estos fenómenos se interpretan como expresiones de sujetos políticos
emergentes en proceso de constitución, que apuntan desde la “informalidad”
GLOBALIZACIÓN 183

a formas de ciudadanía “efectiva”, hacia nuevas características de ciuda-


danía “desnacionalizada”, en función de las transformaciones del propio
concepto de nación y la pluralización de las formas de ciudadanía (Sassen
2003: 107-109, 125-129). Asimismo, se explican como nuevos repertorios
de acción y organización.
A tono con la consideración del “histórico carácter internacionalista de
los feminismos de la primera oleada” y de las primeras formas de ejercicio
ciudadano global de las feministas en la década de 1990, “ ‘disputando’ con-
tenidos y perspectivas… a través de las cumbres y conferencias mundiales
sobre temas de actualidad democrática global” (Vargas 2002: 1, 3), lo que
actualmente se presencia es una intensa producción y debate sobre los retos
de un feminismo transnacional.
Se puede calibrar la densidad de estos retos si se considera la vas-
tedad de su agenda, que lo mismo incluye temas de pobreza, laborales,
migratorios, racismo, violencia, trata de personas, derechos sexuales y
reproductivos, derechos políticos, derechos humanos y justicia, entre los
más destacados. Los temas de la agenda además van de la mano con un
trabajo basado en la construcción de nuevas coaliciones locales, nacionales,
regionales y mundiales; y es de destacar la generación de sinergias entre
organizaciones feministas profesionalizadas (osc), grupos de mujeres
de sectores vulnerables —en pobreza extrema, desplazadas de guerra,
trabajadoras domésticas, sexoservidoras— y grupos organizados de mu-
jeres negras, indígenas, ambientalistas, lgbtti, de partidos políticos y
cooperativas productivas.
La plataforma del feminismo transnacional se sustenta en la perspectiva
de producir un impacto importante en espacios políticos transnacionales,
comprometido con agendas de construcción democrática, y en la claridad
de que la agenda feminista no tiene fronteras. Tal empresa está llena de
tensiones y contradicciones en función de perspectivas diversas y sectores
heterogéneos, la presencia de instancias internacionales y las resistencias
conservadoras de instituciones y grupos de interés.
Ante tales desaf íos se encara la necesidad de replantear la agenda
feminista en términos estratégicos mediante una política transversal
de alcance práctico y epistémico; una política que, más allá de agudizar
fragmentaciones y el aislamiento en políticas de identidad (propias de las
etapas de definición y afirmación de autonomía del movimiento feminista),
184 GRISELDA GUTIÉRREZ CASTAÑEDA

permita diseñar estrategias creativas y pluralistas: “La política transversal


es la práctica creativa de cruzar y (re)definir fronteras que marcan los
significados politizados de las diferencias. Esto significa empatía sin im-
plicar semejanza o identidad, cambiar sin renunciar a las propias raíces”
(Cockburn y Hunter 1999: 2).
Tal como lo define Nira Yuval-Davis, entre otras autoras, se trata de un
nuevo tipo de política que, siguiendo la inspiración de las feministas italianas
R. Lambertini y E. Dominini, se basa en valores feministas emancipatorios
comunes, es de naturaleza dialógica, cuenta con la participación amplia de
feministas a nivel transnacional y se orienta a la formación de coaliciones
y solidaridad transversal de carácter democrático y pluralista. Una polí-
tica que articula a nivel epistemológico el carácter situado e inacabado
del conocimiento y requiere el diálogo para su construcción, así como el
reconocimiento de las diferencias en términos conceptuales y políticos, lo
que implica trabajar entre “posiciones, ubicaciones, identidades y valores”.
Una política que esté, a su vez, abierta a distintas formas de trabajo polí-
tico y modalidades de organización y, desde luego, a posiciones político-
ideológicas diversas: democrático-liberales, socialistas, anticapitalistas y
antiglobalización (Mohanty 2003).
La política transversal en la reorganización de la agenda feminista
también contribuye a la participación en el debate teórico-político sobre
la reconfiguración de la ciudadanía, los derechos y la migración conforme
a pautas generizadas (Sassen 2003; Yuval-Davis 1997, 2009); además de ser
la base para analizar formas de construcción de subjetividad y agencia, así
como de justicia global. Para ello se ha trabajado en una línea metodoló-
gica de investigación interseccional que, con base en las diferencias —de
orientación sexual, género, etnia, raza, nacionalidad, religión, clase, ciclo
de vida, referentes de ubicación, cuotas de poder—, permite el análisis de las
formas en que estos referentes se traslapan en la construcción de relaciones
de poder —con base en sistemas de significados, prácticas e instituciones—,
así como de los modos en que impactan en la experiencia y formas de la
subjetividad. A la vez, constituye una plataforma de intervención para
enfrentar la desigualdad; una perspectiva a la que de manera temprana
han contribuido el feminismo negro y el poscolonial.
En la reorganización de la agenda para enfrentar la complejidad
de viejas y nuevas desigualdades, así como las cargas (pero también las
GLOBALIZACIÓN 185

alternativas) de la globalización,6 estos feminismos sopesan el papel de


las experiencias de construcción y resistencia en los lugares más insospe-
chados; prácticas que retan el marco de la reflexión feminista occidental
—como las formas institucionalizadas de ciudadanía, del espacio público
y de los derechos—, encarando así la necesidad de una redefinición de
esos supuestos. Pero adicionalmente, la redefinición y reestructuración
del feminismo al confrontar experiencias de mujeres que, a través de
acciones de presencia, negociación y resistencia, perfilan nuevas formas
de agencia política en calidad de “amas de casa”, operan desde espacios
otrora privados como “el hogar”, sin que medie su identificación con el
feminismo y sus señas de identidad: secular, crítico, emancipatorio. No
obstante, contribuyen a la reestructuración de patrones de género (Mar-
chand y Runyan 2010: 224-225; Sassen 2003: 109, 125).
Como se puede apreciar en este somero recuento, la globalización
plantea al movimiento feminista y su perspectiva crítica innumerables tareas
y retos en aras de no resultar parcial u obsoleto, así como la exigencia de
diagnósticos realistas y propuestas creativas y posibles.

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Cockburn, Cynthia y Linette Hunter. 1999. “Transversal Politics and Translating
Practice”, en Soundings. A Journal of Politics and Culture, núm 12, verano.

6 Alternativas en nuevos escenarios, nuevas formas de interacción y nuevas formas de movili-


zación mundial, con base en recursos electrónicos, que corren por la vía del cruce de fronteras
nacionales y culturales.
186 GRISELDA GUTIÉRREZ CASTAÑEDA

Garretón, Manuel Antonio. 1997. “Las transformaciones de la acción colectiva en


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Zolo, Danilo. 1994. Democracia y complejidad. Un enfoque realista, Buenos Aires,
Nueva Visión.
Homosexualidad

Sin embargo, cuanto más investigo en este trabajo, más


me doy cuenta de que el mundo de la sexualidad humana
es infinito y complejo. En el sexo no existe una única felicidad.
Quiero que los lectores recuerden bien este último punto.
Yukio Mishima, Música

Rodrigo Laguarda

La palabra

El término homosexualidad fue acuñado por los saberes médicos ilustrados;


esto es, a grandes rasgos, por el mundo moderno que dio a la ciencia un
lugar privilegiado como medio para descifrar el universo. Es dif ícil ima-
ginar que en el devenir de la especie humana haya existido un espacio o
un tiempo en el que no se dieran prácticas sexuales entre dos hombres
o dos mujeres. Sin embargo, fue a partir del siglo xix, dentro del mundo
occidental, cuando el término homosexualidad englobó dentro de una
categoría a quienes dirigían su interés sexual, erótico o afectivo, hacia
personas de su mismo sexo. Este concepto se propagó por un mundo que
había comenzado a someterse a la cultura occidental desde el siglo xv. Tal
proceso de colonización, emprendido de manera notable por España en el
marco de una sociedad teológica, continuaba, en su fase secular, encabezado
por Gran Bretaña y, posteriormente, por los Estados Unidos, una nación
de habla inglesa que en el siglo xx se convertiría en la principal potencia
económica y cultural. Sin embargo, el imperialismo moderno no podía
prescindir de las raíces cristianas y, por tanto, universalistas, que le dieron
origen. Así, el concepto homosexualidad, originalmente acuñado en Ale-
mania en 1869 (Halperin 2000: 109), sería difundido por una modernidad
destructora de mundos y constructora de la realidad en que vivimos. Tal
categoría no solo cobró vida, sino que hoy continúa siendo utilizada en la
188 RODRIGO LAGUARDA

cotidianeidad, dentro de la medicina, la psicología y la psiquiatría, así como


en las instituciones académicas dedicadas a estudiar los asuntos a los que
alude este concepto en todo el globo.
A decir verdad, este fenómeno no es excepcional, ya que la socie-
dad —en particular la moderna— requiere medios para categorizar a las
personas con base en ciertos atributos que estas poseen; confiere a cada
una de ellas múltiples identidades sociales por las que pueden definirse
en distintas situaciones cotidianas. Las identidades sexuales, nacionales,
religiosas o profesionales, por mencionar algunos ejemplos, se han cons-
truido mediante un proceso y dan sentido a la existencia de los sujetos en
nuestra sociedad; esto es, los constriñen al asignarles un lugar social y, a la
vez, les permiten moverse con la legitimidad de quien, a ojos de los demás,
puede ostentarse como parte de determinado grupo social y actuar desde
ese lugar históricamente construido.

Una identidad

Ahora bien, imaginar las relaciones erótico-afectivas como uno de los asun-
tos centrales en la vida de un sujeto, tal como ocurre hoy en día, muestra
que una identidad homosexual específica ha sido, en efecto, construida
(Altman 1996: 83) y consolidada, de manera creciente, gracias al proceso
que comúnmente denominamos globalización (Altman 2001: 86). Una vez
superado el contenido patológico que esta noción tuvo, en gran medida,
dentro del mundo de la psiquiatría, historiadores con muy distintos enfo-
ques han considerado la creciente aceptación y visibilización de las y los
homosexuales como uno de los cambios más significativos en el mundo
moderno durante las últimas décadas; en particular, a partir de 1970. Desde
el campo de la historia cultural, podemos mencionar a Phillipe Ariès (1987:
103-104), y desde una postura neomarxista, son notables las afirmaciones
de Eric Hobsbawm (1995: 335).
El paso, complejo y en curso, de la marginación a la conformación
de un grupo capaz de reivindicar sus derechos y conquistar espacios
sociales gracias al sentido de pertenencia que la categoría homosexual
posibilita, es notable y da cuenta de la centralidad de dicha noción dentro
de la sociedad en que vivimos. En efecto, la aparición de este concepto
HOMOSEXUALIDAD 189

posibilitó, con el paso del tiempo, la consolidación de una identidad que


suscitó sentimientos de pertenencia comparables a los que experimentan
quienes se adscriben a una “etnia” dentro de una sociedad más amplia en
la que se reconocen como una minoría. En particular, es innegable que
a lo largo del siglo xx (Adam 1998: 227) el o la homosexual —que, como
cualquier categoría identitaria, no implica que todos los que se adscriben
a ella sean idénticos, sino que abarca una gran diversidad de personajes
que se reconocen parcialmente en ella— pasó de ser una figura marginal y
exótica a convertirse en un actor social que ha conseguido grandes conquis-
tas. El establecimiento de redes sociales desafió un contexto de opresión,
demandando la libertad para vivir la sexualidad conforme a los deseos de
cada sujeto social (D’Emilio 1990: 457) lejos de los ideales tradicionales en
los que el amor, el erotismo o la familia solo eran pensables en el contexto
de las uniones entre personas de sexos opuestos; esto es, entre un hombre y
una mujer —en ese orden, dada la muy frecuente relación de subordinación
de la segunda frente al primero (tema abordado con mayor profundidad
en varios de los conceptos tratados en esta obra, como diferencia sexual,
equidad, feminismo, género, heterosexualidad o violencia de género).

La academia

La conquista de espacios por parte de las y los homosexuales ha sido una


lucha que también ha tenido lugar en la academia, particularmente en la
del mundo de habla inglesa, desde la década de 1980, y posteriormente en
múltiples lugares, lo que incluye, por supuesto, nuestra región cultural. En
el mundo de habla hispana, los trabajos al respecto, realizados desde las
ciencias sociales, tuvieron que esperar a la década de 1990 para comenzar
a ser aceptados por nuestros medios académicos. Y son todavía escasos
en comparación con los de la academia del mundo de habla inglesa, que
estudia las homosexualidades no solo en sus sociedades, sino en todo el
planeta. Esto responde, de manera general, a las resistencias de ciertos
sectores académicos para admitir temas distintos a los que se han tratado
tradicionalmente desde las ciencias sociales. Sin embargo, es notable la
manera en que nuevos estudiosos se han ocupado de las homosexualidades
de manera creciente y comienzan a hacerlo como estudiantes de posgrado,
190 RODRIGO LAGUARDA

pese a que sus trabajos son comúnmente tachados de faltos de seriedad por
gran parte de sus colegas. Particularmente, las posibilidades de realizar
estas indagaciones se han dado en México, España o Argentina, los países
de habla hispana que tienen un mayor número de instituciones dedicadas
a la investigación.
Una figura central, en este sentido, es la de John Boswell (1992), quien
comenzó a utilizar el concepto homosexual dentro del mundo de la inves-
tigación. En su libro Cristianismo, tolerancia sexual y homosexualidad
—publicado originalmente en 1980—, que se ha convertido en un clásico,
utilizó dicho término para mostrar distintos momentos de mayor aceptación
o rechazo hacia quienes se involucraban en prácticas homosexuales durante
la era cristiana, desde sus orígenes hasta el siglo xiv. Este trabajo mostró
el valor heurístico (esto es, como herramienta dentro de la investigación
social) que el concepto podía tener. Para Boswell, la homosexualidad alude
a un fenómeno general del erotismo entre personas del mismo sexo que
puede encontrarse, en términos generales, en todos los espacios y tiempos.
Al usarlo, pretende ser lo más cuidadoso posible para evitar proyecciones
del presente en el pasado y respetar las diferencias que nos separan de mun-
dos distintos al que nos ha tocado vivir; es decir, muestra un gran respeto
por los que ya no pueden hablar. A la vez, expresa su preocupación por no
exagerar las diferencias entre otras sociedades y las nuestras. Este asunto
implicaría, para quienes nos preocupamos por ello, el peligro de poner en
duda la noción de humanidad y convertir al otro en un ser incomprensible
con el que no es posible establecer el más mínimo diálogo. John Boswell
fue una figura que sin duda inspiró la proliferación de estudios sobre la
homosexualidad y uno de los interlocutores más importantes para los
investigadores que habrían de ocuparse de temas afines. Sin embargo, no
estuvo exento de interesantes críticas.
Una figura que representa muy bien las críticas realizadas a John Boswell
y a quienes se inspiraron en gran medida en él para construir un campo
específico de indagación es Michel Foucault, quien también ha tenido gran
número de seguidores, si bien no todos asumen las afirmaciones sostenidas
en sus textos hasta sus últimas consecuencias, sino que a menudo las utilizan
para problematizar y complejizar sus propios trabajos de investigación. De
manera notable, en una de sus multicitadas obras, Historia de la sexuali-
dad. 1. La voluntad de saber [1976], muestra que, como se ha descrito al
HOMOSEXUALIDAD 191

principio de estas páginas, el término homosexualidad es una construcción


decimonónica que, desde su perspectiva, no puede emplearse para estudiar
realidades de sociedades ajenas a la occidental. De aquí se desprenden crí-
ticas al uso del término para describir otros tiempos y lugares ajenos a esta
noción. El punto central de la crítica se basa en el concepto de anacronismo;
esto es, la utilización de términos de una época para aproximarse a otra.
Sin embargo, es pertinente considerar que, con las debidas precauciones y
aclaraciones, todos los científicos sociales utilizan conceptos del presente y
de su entorno para estudiar realidades relativamente distintas a la suya. Los
críticos del término homosexualidad también emplean nociones descono-
cidas por las sociedades o grupos específicos que estudian. De esta forma,
no hay manera de escapar a los conceptos provisionales que se acuñan y
resignifican en nuestros medios académicos con el propósito de dar cuenta
de los otros, en medio de una tensión entre los saberes que le dan sentido a
nuestra disciplina y el intento de no violentar las formas de dotar de sentido
al mundo que atesoran, muchas veces sin saberlo, los sujetos de estudio.

Una herramienta

En el esfuerzo por entender las prácticas sexuales entre personas del mismo
sexo, cualquier investigador enfrenta dificultades. En el mundo moderno,
es evidente que estas prácticas ocurren en ciertos espacios sin que ello
implique que quienes las practican puedan ser definidos o definidas como
homosexuales; por ejemplo, en lugares donde no existe la presencia de
personas del sexo opuesto, como cárceles, internados, monasterios o bar-
cos. También, durante periodos específicos de la vida, como la pubertad,
en los que suelen ocurrir juegos sexuales entre sujetos del mismo sexo ante
la dificultad de encontrar mayor cercanía con personas del otro, como la
generalidad de los partícipes desearía. Hay otro tipo de situaciones excep-
cionales marcadas por la curiosidad, el abuso sexual, el uso de drogas, la
necesidad de afecto, que no nos permiten hablar de sujetos homosexuales,
sino de prácticas sexuales entre hombres o mujeres.
Una vía para pensar lo que hoy denominamos prácticas homosexuales
en tiempos anteriores a la existencia de este término (“antes del siglo xix
la ‘homosexualidad’ existía pero el ‘homosexual’ no”, sugiere Jeffrey Weeks
192 RODRIGO LAGUARDA

[1998: 208]) consiste en evadir el uso de este concepto por tratarse de una
invención moderna que, como se ha dicho, comenzó a proliferar en el
mundo durante la segunda mitad del siglo xix e inicios del xx. Sin embar-
go, como ocurre con las grandes cuestiones del mundo —y ciertamente
de la investigación— no hay respuestas definitivas o fáciles, ya que otros
términos como homoerotismo u homosociabilidad, que son utilizados por
muchos académicos, tienen su origen en la categoría homosexual. Es cierto
que dicho concepto es, claramente, una construcción lingüística. Sin em-
bargo, esto ocurre con todas las palabras de cualquier lengua del mundo,
lo que no necesariamente significa que su uso sea arbitrario, pues podemos
pensar en un referente externo: hombres y mujeres que se han involucra-
do primordialmente (pese a vivir en sociedades en las que se enfrentaron
a mayores o menores restricciones y, por tanto, a riesgos derivados de su
conducta) en relaciones eróticas o afectivas con personas de su mismo sexo
y que han sido comúnmente percibidos como sujetos que transgreden las
normas sociales. Aun si ciertas prácticas homosexuales fueron institucio-
nalizadas en determinadas sociedades, como la Grecia clásica, la antigua
Roma o Japón antes de la apertura forzada al mundo moderno en el siglo
xix —por mencionar algunos de los ejemplos más famosos—, también hubo
sujetos que, siguiendo sus deseos, se atrevieron a desafiar los espacios de
permisión o las reglas sociales establecidas para mantener dichas prácticas,
y continuaron sosteniéndolas. Se enfrentaron, entonces, al riesgo de sufrir
algún tipo de sanción social, de acuerdo con cada época y lugar del devenir
humano; desde la burla o el escarnio hasta la muerte en condiciones que
hoy consideraríamos brutales.
La organización contemporánea de la homosexualidad, en específico de
las identidades construidas a partir de dicho término y en torno a las comu-
nidades gay (en el caso de los sujetos de sexo masculino) y lésbicas (en el del
sexo femenino) a partir de la segunda mitad del siglo xx, ha posibilitado
el establecimiento de relaciones exclusivamente homosexuales para los ac-
tores sociales involucrados, la construcción de redes entre personas afines y
la creación de un sentimiento de pertenencia a una comunidad más amplia
y con la suficiente fuerza y conciencia de su propia existencia como para em-
prender la lucha por sus derechos y buscar la creación de una sociedad más
equitativa para todos. En este sentido, si bien se han logrado reivindicaciones
cruciales a partir de la década de los setenta, existen regiones del globo donde
HOMOSEXUALIDAD 193

las prácticas homosexuales son castigadas con la cárcel (como sucede en la


India) o la muerte (como ocurre en Irán o Arabia Saudita).

El diálogo

Desde la academia del mundo de habla inglesa —en especial a partir de la


década de 1990, si bien en el mundo de habla hispana dichas reflexiones se
han adoptado con mayor fuerza solo en años recientes— algunos teóricos
postulan la necesidad de suprimir la utilización del término homosexual
y, por consiguiente, gay o lesbiana, considerando, a grandes rasgos, que
no abarcan todas las posibilidades que los sujetos sociales han vivido o
imponen una categoría, de antemano, a ciertas situaciones sobre las que
se pretende indagar. Me refiero, principalmente, a las implicaciones de
la reflexión en torno al término queer, o de ciertas interpretaciones de
este (término abordado en el apartado correspondiente dentro de este
mismo libro). No está de más señalar que en los medios académicos, llenos
de creatividad, traslapes conceptuales y diversas apropiaciones por parte de
los investigadores que plantean sus indagaciones construyendo su propia
arquitectura teórica conforme a su visión del mundo, muchos utilizan el
término queer, como ocurre en las referencias bibliográficas que propor-
ciono para un mayor conocimiento del término homosexual, asimilando,
como una vertiente más de esta categoría, las identidades posibilitadas por
ella a partir de la segunda mitad del siglo xx, en especial, la gay o lésbica.
Los defensores del uso de la categoría homosexual (gay o lésbica) han
sostenido, en general, que todas las sociedades categorizan el mundo y que
es imposible imaginar una sociedad donde tal cosa no ocurra. Incluso las
nociones que pretenden desmontar tales conceptos terminan convirtién-
dose en nuevas categorías que, inevitablemente, dan forma a la vez que
explican ese consenso construido por el lenguaje que llamamos realidad.
Recapitulando, el término homosexualidad aparece, entonces, como la
categoría que en la sociedad moderna, en principio a escala occidental,
después global, se eligió para nombrar y reconocer cierto tipo de relacio-
nes específicas, y que se refiere a individuos cuya actividad sexual, deseos
eróticos o inclinaciones afectivas se han dirigido de manera predominante
hacia personas de su mismo sexo en cualquier tiempo o lugar.
194 RODRIGO LAGUARDA

Está claro que en el mundo contemporáneo, a pesar de que ciertos


sectores de la academia se oponen al uso de este término, el uso de la
categoría homosexual está bastante extendido y crece cada día, irradiado
por las grandes metrópolis que lo han adoptado como propio. En este sen-
tido, es destacable que tal concepto aporta a los sujetos que se adscriben
a él la posibilidad de aludir a una red de apoyo social que la mayoría no
quiere que se disuelva; un sentido de comunidad que posibilita la lucha
por objetivos comunes, sobre todo, la reivindicación de ciertos derechos.
Así, resulta evidente que desde la década de 1970 ha ocurrido un proceso
en el que gays y lesbianas, cuyas identidades están incluidas en el término
homosexualidad, se han concebido como un grupo minoritario legítimo
que lucha contra la discriminación ejercida por otros grupos o institu-
ciones sociales y se atribuye ciertos derechos conquistados de manera
paulatina. Para estos sujetos sociales, tal identidad es tan real como los
espacios sociales que ha creado y como cualquier otra adscripción identitaria
(laboral, nacional, religiosa) cuya existencia permite la acción política de
un conjunto de personas que, si carecieran de una categoría compartida
que las dotara de sentido de pertenencia, no podrían organizarse para
emprender cambios sociales como los que se han logrado (Epstein 1998:
135; Fraser 2008: 262; Murray 2000: 382-383). Estos cambios abarcan des-
de la despatologización del término homosexual a escala global hasta el
matrimonio entre personas del mismo sexo, concebido por sus impulsores
como un elemento importante en la búsqueda de igualdad de derechos para
todos. A decir verdad, desde esta perspectiva parece haber una escisión
entre un sector de la vida académica y la vida cotidiana de ciertos sujetos
sexuales; entre quienes viven y defienden su condición sexual como una
de sus más preciadas pertenencias y quienes pretenden luchar contra el
término homosexual negando sus cimientos, aunque lo compartan en el
plano del sentido práctico.

Una posibilidad

Desde la década de 1970, activistas, académicos, artistas, diseñadores o


empresarios homosexuales han creado espacios dentro de las ciudades
que viven como una conquista social y les permiten alejarse de grupos
HOMOSEXUALIDAD 195

conservadores, convencionalismos o ciertos sentidos sociales considerados


opresores. Estas comunidades se desarrollaron en principio en el mundo
de habla inglesa, seguidas por el resto de la humanidad. Las comunidades
homosexuales, conformadas por redes de lesbianas o gays, han prolifera-
do hoy en lugares tan diversos como Nueva York o San Francisco, en un
principio, y después Toronto, Sídney o Londres, que siguieron los pasos de
las dos ciudades del mundo de habla inglesa pioneras en la lucha por los
derechos homosexuales en la segunda mitad del siglo xx. Posteriormente
se construyeron comunidades identificadas con las ya mencionadas en
otras urbes con distintas lenguas, por ejemplo Ámsterdam, Berlín, Madrid
o Tokio. Hoy, las comunidades inspiradas en el término homosexual han
construido un sentimiento de pertenencia compartido, elementos culturales
comunes más allá de las fronteras nacionales y símbolos reconocibles a
escala global. Se trata, entonces, de una red social dinámica que se impone
a discusiones terminológicas, al menos ante la evidencia del mundo actual
o de la historia del presente; de una construcción colectiva anclada en el
término homosexual que no se refiere al sexo casual o excepcional entre
dos hombres o mujeres, sino a quienes identifican esa orientación como
predominante en sus deseos y definitoria en sus vidas (Villamil 2004: 67-68).
Ya que el trabajo desde las ciencias sociales o las humanidades no
obedece a un dogma, sino a distintas formas de plantear una indagación y
al diálogo que pueda surgir alrededor de esta, considerando que distintos
enfoques pueden iluminar asuntos diferentes, queda en la honestidad y
coherencia personal de cada investigador el reto de elegir las categorías
que considere adecuadas para mostrar de la forma más pertinente la
evidencia que rastrea o construye conforme a su postura personal, siempre
y cuando el texto que resulte sea coherente. El uso del término homosexua-
lidad es una opción, ya que con las debidas aclaraciones según el contexto
que se aborde, su valor heurístico permite construir universos en estudio
o dar cuenta de una porción del mundo sobre la que se desea indagar. A
la vez, no amenaza los logros de décadas de trabajo durante las cuales se
han realizado grandes esfuerzos por cambiar las relaciones asimétricas;
esfuerzos inspirados en el feminismo y contrarios a las desigualdades de
género que siguen imperando en nuestras sociedades.
196 RODRIGO LAGUARDA

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de las ciencias sociales, México, El Colegio de México, pp. 199-221.
Interseccionalidad

Nattie Golubov

A diferencia de muchos otros conceptos retomados y adaptados por el


feminismo para estudiar a las mujeres, interseccionalidad es una he-
rramienta heurística que introdujo Kimberlé Crenshaw, una académica
afroestadounidense especializada en estudios críticos del derecho, con el
claro propósito de incorporar a las “mujeres de color”1 a la reflexión teórica
y el quehacer político del feminismo y del activismo antidiscriminatorio
afroestadounidense. Desde 1989, el concepto ha adquirido gran populari-
dad, tanto así que Leslie McCall se anima a decir que es “la contribución
teórica más importante que hasta el momento han hecho los estudios de
la mujer, junto con otros campos de estudio afines” (2005: 1171); Jasbir
Puar afirma, por su parte, que es la “aproximación que más prevalece en la
teoría queer” (2012: 49).2 Algunas feministas consideran que la intersec-
cionalidad es una metodología (MacKinnon 2013), para otras es un nuevo
paradigma de investigación (Hancock 2007), pero dado que se ha utilizado
como concepto en una amplia gama de disciplinas con metodologías de
investigación propias, es más bien una herramienta útil para detectar las
múltiples discriminaciones que se entrecruzan de tal forma que cotidia-

1 Women of color es un término adoptado en 1977 con motivos políticos para sustituir la palabra
minoría y demostrar la solidaridad entre mujeres de diversos orígenes: no se trata de crear una
identidad colectiva a partir de la raza o etnia sino de crear una presencia política para las mujeres
minorizadas.
2 Todas las citas que en el texto original están en inglés han sido traducidas por mí.
198 NATTIE GOLUBOV

namente producen la subordinación y la marginación de las mujeres, en


distintos niveles de la vida pública y privada.
En sus dos textos más conocidos, Crenshaw denunció que las mujeres
negras eran excluidas del movimiento y la reflexión teórica feministas de
la década de 1980 en los Estados Unidos porque ese “nosotras”, que su-
puestamente representaba a todas las mujeres por las que se luchaba y que
eran objeto de la reflexión, únicamente incluía a mujeres blancas y de clase
media, “borrando” a muchas otras. La experiencia particular de las mujeres
afroestadounidenses tampoco era visible en los estudios críticos de la raza
(critical race studies) porque se subsumía a la experiencia de los hombres
negros de tal manera que “los intereses particulares de las mujeres negras
quedan relegados a la periferia de la discusión de las políticas públicas acerca
de las supuestas necesidades de la comunidad negra” (Crenshaw 1989: 163).
En su primer artículo, “Demarginalizing the Intersection of Race and
Sex: A Black Feminist Critique of Antidiscrimination Doctrine, Feminist
Theory, and Antiracist Politics”, Crenshaw anuncia su intención de criticar
la tendencia tanto de la “política antirracista” como de la “teoría feminista”
de emplear marcos de análisis de un solo eje, ya sea la raza o el género, como
si fuesen categorías de la experiencia y del análisis exclusivas, discretas e
incluso opuestas. En ambos casos, se pasan por alto las diferencias entre
mujeres y entre afroestadounidenses. Si, como dice el título de una antología
publicada en 1982, Todas las mujeres son blancas, todos los hombres son
negros, pero algunas de nosotras somos valientes, ¿cuál sería la experiencia
de las valientes mujeres negras? ¿Qué consecuencias políticas, sociales y
personales tiene su omisión? ¿Cómo se explica su discriminación y margi-
nación si se mira a partir del cruce entre la raza, el género y la clase? ¿Cómo
son representadas y cómo pueden representarse a sí mismas?
El problema que identificó Crenshaw no era nuevo: ya se había discu-
tido el hecho de que las mujeres afroestadounidenses sufren de tres tipos
de dominación, opresión y marginación que estructuran o determinan sus
identidades. En un manifiesto del Combahee River Collective de 1977, “A
Black Feminist Statement”, las autoras declaran su compromiso con la lucha
contra “la opresión racial, sexual, heterosexual y de clase y vemos como
nuestra tarea particular el desarrollo de un análisis y una práctica integrada
basada en el hecho de que los principales sistemas de opresión se entretejen”
(1983: 210). Más adelante reconocen la dificultad de “separar la raza de la
INTERSECCIONALIDAD 199

opresión de clase y sexual porque en nuestras vidas generalmente se viven


simultáneamente” (213). En 1980 la poeta y activista Audre Lorde, en una
plática intitulada “Edad, raza, clase y sexo: las mujeres redefinen la diferencia”
argumenta, desde un lugar de enunciación interseccional ejemplar (lesbia-
na, negra, feminista, socialista con 49 años de edad, madre de dos y en una
relación interracial), que la discriminación no surge de las diferencias entre
personas, sino de “nuestra renuencia a reconocer esas diferencias” (1984: 115)
sin jerarquizarlas, desvirtuarlas ni medirlas a partir de una sola norma. Como
feministas, “al rehusarnos a reconocer la diferencia es imposible ver los diver-
sos problemas y las trampas que enfrentamos como mujeres” (118). Por otro
lado, en nombre de la solidaridad ante la experiencia compartida del racismo,
en las comunidades afroamericanas se borran las diferencias de género, de
clase y de diferencia sexual; incluso las mujeres afroamericanas pueden ser
homófobas porque en su mayoría únicamente reconocen la diferencia de
género. El resultado de este rechazo a aceptar las diferencias entre mujeres
es que no “podemos relacionarnos en igualdad” (122). Para lograr esto hace
falta transformar las “estructuras de la opresión” que hemos internalizado
y elaborar otras formas de relacionarnos “a través de la diferencia”, idear
maneras “para usar las diferencias entre nosotras para enriquecer nuestras
visiones y nuestras luchas conjuntas” (122). Más recientemente, en 1990,
Patricia Hill Collins confirmó que el pensamiento feminista negro propone
un cambio paradigmático en el estudio de la opresión porque rechaza la
noción de que existe un solo sistema de opresión —el de género— al que
se suman otros (etarios, raciales, religiosos, de clase):

Ver las relaciones de dominación contra las mujeres negras de cualquier


contexto sociohistórico determinado como algo que se estructura mediante
un sistema que entrelaza la opresión de raza, clase y género, expande la pers-
pectiva de análisis de una mera descripción de las similitudes y diferencias
que distinguen estos sistemas de opresión y presta mayor atención a cómo se
interconectan. Al asumir que cada uno de estos sistemas necesita de los otros
para funcionar, se crea una postura teórica distinta que estimula el replan-
teamiento de los conceptos básicos de las ciencias sociales (Hill 1991: 222).

Desde entonces, como señala Floya Anthias, además de interseccionali-


dad, han proliferado los términos que nombran esta situación en la que
convergen múltiples sistemas de opresión: triple opresión, interconexiones,
200 NATTIE GOLUBOV

interacción, sistemas entrelazados de opresión, identidades fracturadas,


ensamblajes, sistemas superpuestos, opresiones simultáneas (2012: 126). La
propia Anthias propone translocalidad, que se enfoca a la ubicación social
de los grupos estudiados más que a los grupos mismos, desesencializando
las diferencias que distinguen a los grupos porque permite el estudio del
proceso de diferenciación.
Es dif ícil explicar el éxito del concepto que introdujo Crenshaw, so-
bre todo entre públicos que no necesariamente son afroestadounidenses.
Kathy Davis sugiere que se debe a que el concepto se ocupa de uno de
los problemas fundamentales del feminismo, a saber, el reconocimiento
de las diferentes diferencias que hay entre mujeres y el legado histórico de
las exclusiones del movimiento (2008: 70). También señala que Crenshaw
reconcilió dos tendencias que en ese momento reflexionaban acerca de las
identidades y el problema de las opresiones múltiples y simultáneas: por
un lado, la teoría feminista posestructuralista que desarmó la categoría
de mujer y sus usos esencialistas y universalizadores, así como la idea de
que existe una identidad común o experiencia de la subordinación com-
partida por todas las mujeres por igual y, por otro lado, la teorización de
las mujeres de color que rechazaban los supuestos del feminismo de las
mujeres blancas: “En un sistema de poder patriarcal”, dice Audre Lorde, “en
el que el privilegio de la piel blanca es un puntal importante, las trampas
empleadas para neutralizar a las mujeres negras y a las mujeres blancas
no son las mismas” (1984: 118).
Según Davis, el concepto de interseccionalidad logró reunir estas
dos tendencias —la reflexión de las mujeres de color acerca de los efec-
tos materiales del sexismo, el racismo y el clasismo en las mujeres más
marginadas, con una metodología crítica inspirada en la teoría feminista
posmoderna— de tal forma que se resolvieron las incompatibilidades
entre ambas: la crítica radical del feminismo posmoderno propuso que
las identidades no son estables ni coherentes porque son relacionales y
múltiples, asignadas y asumidas, así que las categorías mismas —género,
raza, clase— deben ser analizadas y abandonadas. Esta perspectiva recupera
la naturaleza situada de las identidades porque analiza las consecuencias
sociales y materiales de las categorías como hechos profundamente arrai-
gados en contextos histórico-sociales concretos con efectos materiales en
las vidas de las mujeres. Para las mujeres de color, esto significa que no se
INTERSECCIONALIDAD 201

puede partir del supuesto de que existe una identidad negra o de género
que preexista a su representación y operación en las relaciones sociales y la
experiencia, sino que es en las interacciones donde se producen y reafirman
las identidades. Más adelante retomaremos este tema para proponer que un
análisis interseccional analiza el contingente y provisional punto de sutura
entre distintas identidades —o, más precisamente, de los materiales culturales
con los que se forma una amalgama identitaria— que se manifiesta cuando
el sujeto es interpelado en un lugar concreto.
De acuerdo con este concepto de identidad, la interseccionalidad sería
resultado de un conjunto de procesos distintos pero interrelacionados, más
que un estado, y por ello se rechaza la noción aditiva de la identidad, que
sería aquella que suma identidades de tal manera que una de ellas sobrede-
termina a las demás. La pregunta sería, más bien, cuántas diferencias deben
incorporarse en una investigación; cuándo, dónde y cómo son relevantes,
y cuándo no lo son (Anthias 2012: 128).
Ante las potencialmente ilimitadas diferencias que podrían incorporarse
al análisis de algún grupo o persona, Nira Yuval-Davis propone la siguiente
solución: en situaciones históricas específicas y en relación con personas
concretas hay algunas divisiones que son más importantes que otras para
la configuración de las posiciones sociales de grupos y personas. Asimis-
mo, hay algunas divisiones como el género, la etapa en el ciclo de vida,
la etnicidad, la clase, que inciden en la vida de las personas en una buena
cantidad de situaciones sociales, mientras que otras divisiones —como
aquellas relacionadas con la pertenencia a una minoría étnica, el estatus
de los refugiados o de los migrantes— globalmente afectan a menos per-
sonas (2006: 203). Añadiría a esta sugerencia la puntualización de Anthias:
el grado de importancia de cualquier diferencia y el tipo de intersección
variará de acuerdo con el ámbito social, como lo sería una institución o la
familia, así como de acuerdo con las fuerzas sociales en juego en diferentes
tiempos y lugares (2012: 129). Esto significa que posiblemente una categoría
sea predominante y se manifieste más visiblemente que otras en un lugar
particular. Hay que tener en cuenta, además, que los procesos de diferen-
ciación operan de maneras diversas, así podríamos examinar:

Cómo la raza y el género utilizan tecnologías de categorización y control


diferenciadas, disciplinan los cuerpos de distintas maneras, y aglutinan (o coli-
202 NATTIE GOLUBOV

sionan) en formaciones particulares en ciertos momentos históricos, sociales,


culturales, representacionales, legales y tecnológicas. Al analizar raza y género
en tanto procesos co-constitutivos y en tanto tecnologías de categorización
distintas e históricamente específicas, las estudiosas de la interseccionalidad
serán capaces de ofrecer entendimientos que exceden por mucho la raza y el
género que se imaginan como inextricablemente entrelazados (Nash 2008: 13).

Cuando Crenshaw introdujo la categoría de interseccionalidad lo hizo


precisamente con la intención de contrastar la multidimensionalidad de la
experiencia de las mujeres negras con los análisis que privilegian un solo
eje de la discriminación —la clase, la raza, el género— en sus explicaciones
sobre la subordinación y la marginalidad. Hoy en día es insuficiente y sim-
plista postular que el género es el único eje de análisis importante cuando
se investiga a las mujeres y las múltiples relaciones sociales que negocian
cotidianamente. Pero para investigar la compleja relación entre distintas
formas de opresión, no basta con sumar la raza o alguna otra diferencia
al análisis de género, porque la “experiencia interseccional es más que la
suma del racismo y el sexismo” (Crenshaw 1989: 140); más bien, resulta de
la interacción de ambas, creando así un tipo de subordinación exclusivo de
las mujeres afroestadounidenses. Desde su perspectiva, tanto los hombres
negros como las mujeres blancas serían grupos con privilegios relativos,
cuya experiencia no es representativa de otros grupos de mujeres, porque
no viven múltiples determinaciones (o al menos no de la misma manera):
a las mujeres blancas las discriminan por género y a los hombres negros
por raza, mientras que las mujeres negras son discriminadas por la com-
binación de ambas.
A manera de ejemplo de cómo los análisis de un solo eje discriminan
a las mujeres afroestadounidenses, en su ensayo de 1989 Crenshaw pre-
senta varios procesos judiciales en los que la condición interseccional de
las demandantes negras no es reconocida y como resultado ellas no están
protegidas por la ley. En el caso DeGraffenreid vs. General Motors, cinco
mujeres negras demandaron a la empresa porque el sistema de antigüe-
dad establecido para los empleados perpetuaba los efectos de la antigua
discriminación contra las mujeres negras. Las demandantes presentaron
evidencia de que la empresa no había contratado a mujeres negras antes
de 1964 y que las mujeres contratadas después de 1970 habían perdido el
empleo porque durante una recesión fue despedido el personal de acuerdo
INTERSECCIONALIDAD 203

con su antigüedad. La Corte de Distrito descartó la demanda argumen-


tando que no había evidencia de que las mujeres negras constituyeran
una “clase” especial:

Las demandantes no han podido citar ninguna decisión que haya establecido
que las mujeres negras son una clase particular que debe ser protegida contra
la discriminación. El propio estudio de la Corte no ha podido revelar que haya
una decisión judicial semejante. Las demandantes claramente tienen derecho
a una reparación si han sido víctimas de discriminación. Sin embargo, a las
demandantes no se les debe permitir combinar reparaciones de ley para crear
una nueva “súper reparación” que les daría una compensación más allá de lo
que fue la intención del legislador. De esta manera, esta demanda debe ser
examinada para ver si establece una causa de acción por discriminación racial,
discriminación sexual, o cualquiera de las dos por separado pero no por una
combinación de ambas (Crenshaw 1989: 141).

La Corte de Distrito decidió —basada en el hecho de que la empresa había


contratado mujeres (blancas)— que no procedía la demanda por esa vía;
por otro lado, sugirió que el caso de las demandantes se acumulara a otro
caso de discriminación racial en contra del mismo empleador, negando así
la particularidad de su situación.
A partir de este y los otros dos casos que presenta Crenshaw es evi-
dente que las demandantes padecen las consecuencias de la combinación de
la discriminación racial y sexual, una experiencia que no es reconocida
como distinta a la experiencia de las mujeres blancas ni a la de los hombres
negros, lo que significa que están protegidas “solo en la medida en que sus
experiencias coincidan con aquellas de cualquiera de los otros dos grupos”
(1989: 142). Crenshaw introduce la metáfora de la intersección para ilustrar
que la discriminación de las mujeres negras puede tener distintas causas
identificables, pero que por lo general no se reconoce su acción simultánea:

Consideremos una analogía con el tráfico en una intersección, que viene y


va en las cuatro direcciones. La discriminación, como el tráfico que atraviesa
la intersección, puede fluir en una dirección y puede fluir en otra. Si sucede
un accidente en una intersección, puede ser resultado de automóviles que
van en un sinnúmero de direcciones y, en ocasiones, desde todas. De igual
manera, si una mujer negra sufre una lesión porque está en la intersección,
204 NATTIE GOLUBOV

su lesión podría resultar de la discriminación sexual o la discriminación


racial (1989: 149).

Crenshaw complica la analogía cuando señala que no siempre es fácil re-


construir las causas de un accidente en una intersección porque

a veces las marcas de los derrapes y las lesiones simplemente indican que
sucedieron simultáneamente, frustrando los esfuerzos por determinar
qué conductor causó el daño. En estos casos la tendencia parece ser la de no
responsabilizar a ningún conductor, no se administra ningún tratamiento y
las partes involucradas se meten en sus autos y se van (1989: 149).

Anthias señala que la metáfora sugiere que hay puntos específicos en los
que se encuentran las categorías para producir desigualdades, pero que en
la realidad las categorías ya están formadas y constituidas mutuamente y
se expresan de formas diversas de acuerdo con los “panoramas del poder”
en los que operan, incluyendo los panoramas políticos y económicos que
no pueden reducirse a ninguna de las categorías (2012: 129). Por esto sería
muy dif ícil rastrear los orígenes de cada tipo de discriminación indepen-
dientemente. Por otro lado, Yuval-Davis señala que las divisiones sociales
están vinculadas con procesos muy distintos, de tal manera que algunas
son más importantes que otras, quizá no desde la perspectiva de la expe-
riencia vivida, pero sin duda sí para las políticas públicas y los discursos
institucionales. Algunas —la clase, la etnia y el género— suelen permear
la vida de mucha gente, mientras que otras, como la ubicación geográfica
(rural o urbana) resulta más significativa para unas que para otras. La
comparación de Crenshaw es un tanto engañosa: en el caso de un choque
entre dos autos puede ser relativamente fácil reconstruir las trayectorias
de los acontecimientos y sus consecuencias, pero en la vida cotidiana es
bastante más dif ícil discernir de qué prejuicio se trata cuando se vive un
acto discriminatorio.
Lo que sugiere la metáfora de Crenshaw es que las mujeres negras pueden
vivir la discriminación de manera similar y diferente a la experiencia de
las mujeres blancas y los hombres negros. En ocasiones la experiencia
de distintos tipos de discriminación es simultánea, en otras puede des-
tacar una identidad sobre otras. Esto significa que puede haber muchos
INTERSECCIONALIDAD 205

lugares de la subordinación, muchas marginaciones, incluso posiciones


sociales contradictorias. Retomando la metáfora de la intersección, hay
momentos en que coinciden todos los autos que vienen de diferentes di-
recciones, otros en los que son solo dos, unos van a toda velocidad y otros
lentamente. En este caso, ¿cómo podemos deducir a partir del lugar del
siniestro qué conductores son los responsables, a qué velocidad conducían
y de qué dirección venían? Desentrañar los acontecimientos que dieron
pie a esta colisión es tarea de una perspectiva interseccional, que no pue-
de suponer nada de antemano: necesitamos reconstruir las causas de los
perjuicios a partir del acontecimiento y de su regularidad. Floya Anthias
también pregunta si todas las categorías de la diferencia operan de forma
equivalente, sobre todo en relación con el ejercicio del poder, o si habrá
que diferenciar entre ellas.
La interseccionalidad, entonces, es un concepto que nos permite
identificar las interacciones entre el género, la raza, la clase, la edad, la
sexualidad y otros vectores de la diferencia y de la discriminación mutua-
mente constitutivos que marcan las relaciones sociales y las identidades,
en distintos niveles de análisis: en la experiencia individual y la vida pri-
vada; dentro y entre grupos sociales; en instituciones, organizaciones
y los discursos que en ellos circulan y los justifican; en representaciones
culturales y políticas públicas, así como en la sistematicidad de esos cruces;
en los mecanismos por medio de los cuales se forman y perpetúan las
clasificaciones de las personas y los grupos sociales; en los regímenes de
desigualdad; en quienes se benefician de la exclusión de ciertos grupos;
en la manera en que se distribuyen los recursos (simbólicos, materiales),
y cuándo y dónde se intersectan dos o más vectores de la discriminación.
Desde esta perspectiva, ninguna identidad es natural ni indivisible, de tal
forma que la identidad de género estaría entrelazada con la identidad
racial o de clase y esta articulación daría como resultado distintas formas
de subordinación y explotación, de allí que la identidad esté construida
mediante las relaciones entabladas en contextos espacio-temporales
específicos. En otras palabras, las relaciones de desigualdad existen en
tanto que las acciones desembocan en la discriminación y la opresión o
marginación que con frecuencia están institucionalizadas y sancionadas.
No hay que olvidar que las posiciones que ocupan las personas a raíz
de sus diferentes pertenencias (las impuestas y las asumidas) pueden ser
206 NATTIE GOLUBOV

contradictorias. Por ejemplo, una mujer que es discriminada por motivos


de género en unas circunstancias, en otras puede tener ventajas y ejercer
dominio sobre hombres y mujeres por motivos de clase, pero en una ubi-
cación geográfica distinta podría ser discriminada por motivos de raza, del
mismo modo que las personas que ella discrimina en su lugar de origen.
La interseccionalidad en este sentido sería resultado de un proceso —o de
varios— más que una condición, menos una teoría de la identidad que una
estrategia interpretativa que nos permite analizar cómo y por qué ciertas
identidades son relevantes en situaciones o eventos particulares que per-
petúan la desigualdad.
Leslie McCall (2005) ha identificado tres aproximaciones principales
al estudio de la interseccionalidad en cuanto fenómeno complejo de la
vida social. El primero —y quizás el menos empírico— es el de la comple-
jidad anticategórica, porque se dedica a la deconstrucción analítica de las
categorías a partir no de la identidad, sino del proceso de producción de
la diferencia y de su naturalización. Ante la irreducible complejidad de la
sociedad, esta perspectiva parte del supuesto de que cualquier categoría
más o menos fija es una ficción social simplificada que produce desigual-
dades en el proceso de producción de la diferencia. Rastrear la genealogía
de las categorías y de sus supuestos normativos es una de sus estrategias
metodológicas principales, tarea que permite ver la categorización como
resultado de procesos sociohistóricos que instalan y mantienen jerarquías
y fronteras entre grupos.
La segunda postura que presenta McCall es la complejidad interca-
tegorial, que requiere la adopción temporal y estratégica de las categorías
existentes para documentar las relaciones de desigualdad entre diferentes
grupos sociales y los cambios en las configuraciones de la desigualdad en
sus muchas dimensiones, incluso aceptando que puede haber desigualda-
des de distinta intensidad porque “quizá las desigualdades que en alguna
ocasión fueron grandes ahora son pequeñas, o en un lugar son grandes, y
pequeñas en otro” (2005: 1785). Esta perspectiva suele basarse en estudios
de las desigualdades entre grupos ya constituidos.
La última postura es la intracategorial, cuyo punto de partida es al-
guna identidad marginada para de allí interrogar el proceso de creación e
implementación de exclusiones con base en la experiencia vivida; se acepta
la existencia de las categorías por su impacto en la situación de las mujeres
INTERSECCIONALIDAD 207

más marginadas y se analizan sus repercusiones. Quienes trabajan desde


esta perspectiva suelen estudiar un solo grupo para exponer su experiencia
concreta y visibilizar la diversidad y la diferencia en su interior, generalmente
en comparación con algún grupo hegemónico estandarizado y homoge-
neizado. Las posturas de la complejidad anticategórica e intracategórica
destacan el origen cultural del género y demás categorías identitarias con
las que se intenta definir (y por tanto controlar) a las mujeres. No obstante
el poder que tienen las instituciones y discursos para imponer sus sistemas
de clasificación, exclusión e inclusión, estas posturas demuestran que de
hecho una amplia gama de experiencias, identidades y ubicaciones sociales
no encajan perfectamente en ninguna categoría principal. En otras pala-
bras, ninguna categoría agota la experiencia, pese a que indudablemente
se imponen órdenes simbólicos a realidades sociales complejas: “aunque
las grandes estructuras de desigualdad raciales, nacionales, de clase y de
género tienen un impacto y deben ser discutidas, no determinan la compleja
textura de la vida cotidiana para los miembros individuales del grupo social
que se estudia, sin importar cuán detallado sea el nivel de desagregación”
(McCall 2005: 1782). En esta disyunción entre las categorías estables y la
experiencia vivida —que incluye la autodefinición y desidentificación— es
donde ubicamos la posibilidad de cambio. Las categorías identitarias más
hegemónicas no necesariamente se acoplan perfectamente a la corporali-
dad, el afecto y los deseos, de tal forma que los sujetos podrían no sentirse
interpelados por alguna instancia ni ubicarse necesariamente en el lugar
que se les asigna. Esto es, aunque una institución apele al género de una
mujer, ella no necesariamente se identificará con ese lugar plenamente
porque ninguna representación da cuenta de la complejidad de su expe-
riencia de género.
Los niveles de análisis propuestos por Floya Anthias pueden orientar la
investigación interseccional para que sea posible vincular la experiencia de
género y demás diferencias con las estructuras de la desigualdad. El primer
nivel se ocupa de lo que denomina “ontologías sociales” (2013: 6), esto es,
las representaciones disponibles culturalmente de los diferentes ámbitos
del mundo y de las maneras en que está organizado. Estas representaciones
funcionan como mapas sociales que ubican conjuntos de relaciones que
se manifiestan en categorías y se materializan en las relaciones concretas.
Estos ámbitos dan pie a la creación de categorías de género, clase, etnicidad,
208 NATTIE GOLUBOV

sexualidad y edad que funcionan en dos niveles, uno concreto y otro abs-
tracto. Las categorías sociales tienen criterios particulares para clasificar a
las personas, pero estas clasificaciones no necesariamente coinciden con la
forma en que esos grupos se describen a sí mismos. Por ejemplo, una mujer
puede identificarse como mexicana, pero para una institución u otro grupo
social pertenece a una minoría étnica o a una ciudad particular. Esto abre la
posibilidad de que los miembros de un grupo de personas no se reconozcan
en ninguna de las clasificaciones disponibles, pero que tengan que asumirlas
estratégicamente para interactuar en algún contexto particular. En palabras
de Crenshaw, “El proceso de categorizar —o, en términos de la identidad,
de nombrar— no es unilateral. Las personas subordinadas pueden participar
y de hecho lo hacen —en ocasiones hasta lo subvierten— en el proceso de
nominación, de manera que se empoderan” (1991: 1297).
En el segundo nivel de análisis, de acuerdo con Anthias, conviene pre-
guntar qué rasgos comparten las categorías sociales que entran en juego en
la situación de las mujeres discriminadas, pese a que no son equivalentes.
Ya lo había dicho Yuval-Davis: “Ser negra o mujer no es solo otra forma de
ser obrera” (2006: 200). Todas las categorías sociales establecen fronteras y
jerarquías, ya que esencialmente disponen a las personas en el mapa social
a partir de sus diferencias y similitudes de tal forma que unos grupos tienen
más poder económico, político y simbólico que otros. Al establecer fronteras
entre grupos, las categorías ofrecen versiones binarias de la diferencia y la
identidad, homogeneizan a los miembros de los grupos sociales y los dotan
de atribuciones colectivas con las cuales se determina lo que se considera
“normal” y lo que no lo es. En este sentido, “las categorías parecen operar
de manera independiente, es decir, tienen una influencia dinámica en tanto
representaciones y en tanto reclamos identitarios y atribuciones, pero de
manera fluida y situada en un contexto espacio-temporal” (Anthias 2013: 7).
La manera en que aparecen las categorías en los discursos y en la práctica
cambia históricamente; también varía la manera en que se manifiestan en la
práctica de acuerdo con los contextos locales y específicos de las relaciones
sociales y en la experiencia de las personas. De ahí que sea necesario aten-
der al contexto y la variabilidad del significado de esas categorías, porque
tienden a ser naturalizadas.
El tercer y último nivel de análisis sería el de la concreción de las cate-
gorías en las relaciones sociales. A diferencia de los niveles anteriores, que
INTERSECCIONALIDAD 209

se ocupan de la producción de la diferencia, las jerarquías y el valor, este


nivel investiga las relaciones sociales concretas por medio de las cuales se
crea la desigualdad. Los grupos sociales se forman constantemente, no
existen como entidades finitas e inmutables, y este proceso de formación
ocurre en diversos ámbitos de la vida social, desde el jurídico hasta el ima-
ginario. Los grupos no existen como tales, nos dice Anthias, porque son
resultado de un proceso de formación en el que intervienen las categorías.
Un ejemplo de esto es el siguiente: una categoría étnica (en tanto forma de
categorizar poblaciones) no equivale al grupo étnico. Aunque la cultura y el
origen son con frecuencia las razones para delimitar el grupo e identificar a
sus miembros, no significa que las dinámicas de este grupo sean producto
únicamente de la categoría étnica. Por el contrario, la formación del grupo
probablemente sea resultado de un conjunto de procesos y relaciones so-
ciales que incluyen las de género y clase, así como procesos económicos y
políticos no relacionados directamente con la etnia. Es en este momento
cuando la interseccionalidad resulta de utilidad, porque en la práctica es
dif ícil separar los vectores de la discriminación, ya que se manifiestan
simultáneamente, aunque operan de forma diferente para producir la desi-
gualdad, la marginación y los efectos del racismo, el sexismo y otros tipos
de prejuicios dañinos. Vale la pena añadir que estas agrupaciones, por muy
inestables que parezcan, tienen un papel importante en la participación
social y la política pública, así como en las luchas por el reconocimiento
de sus miembros.
Uno de los problemas del análisis interseccional es que puede contribuir
a la esencialización de las identidades al darlas por sentadas como punto
de partida para la investigación. Otro problema al que se enfrenta son las
explicaciones deterministas de las ubicaciones interseccionales al establecer
una relación no mediada entre los mecanismos y procesos macrosociales
y la experiencia individual para vincular el material empírico con procesos
económicos, políticos y sociales más generales. Es importante reconocer que
estos niveles están mediados por una gran cantidad de procesos y actores.
Anthias, ampliando los tres tipos de análisis interseccional que propuso
Crenshaw (1991), logra subsanar parcialmente estas distancias cuando sugiere
que una investigación de este tipo debe enfocarse en las siguientes cuatro
áreas interrelacionadas: 1) la organizacional, que se centra en cómo las cla-
sificaciones poblacionales se organizan en el contexto de las instituciones
210 NATTIE GOLUBOV

y sistemas como el educativo, jurídico, médico, policiaco, etc. Las prácticas


sociales y las configuraciones identitarias asociadas con ellas están marca-
das por las estructuras sociales e instituciones; 2) la representacional, que
incluye configuraciones discursivas, símbolos, imágenes, datos, etc.; 3) las
prácticas intersubjetivas y la experiencia de las interacciones incluso con
actores como la policía o la burocracia. Abarcaría dimensiones afectivas y
corporales de la interacción social, así como el efecto de lo que otros pien-
san de las personas y sus comunidades y lo que estas piensan de otros, sus
prejuicios y actitudes; 4) el nivel vivencial, que se centra en las narrativas con
las que se le da sentido a la experiencia y que incluyen las representaciones
de los procesos de identificación y distinción, así como el de convertir a las
personas en el otro (Anthias 2013: 11). En este nivel es interesante descubrir
cómo se describen las personas a sí mismas en relación con otros, quiénes
son esos otros, con quiénes se identifican y por qué, y qué categorías e in-
tersecciones son relevantes para el posicionamiento social de los sujetos,
cuáles entran en conflicto y cuáles predominan.
Para establecer las interrelaciones entre estas dimensiones del análisis
interseccional podemos retomar la propuesta metodológica de Winker y
Degele. El paso final del análisis integra las interrelaciones y los diferentes
énfasis de la desigualdad y las relaciones de poder. En el nivel estructural
se empieza por identificar qué clasismos, heteronormatividades, racismos
y sexismos son reconocibles en la investigación y cómo se entrelazan entre
sí. Después se examinan sus efectos al nivel de la identidad. En el siguiente
paso sería necesario preguntar de qué manera las configuraciones identi-
tarias apuntalan o desajustan las estructuras. También podemos usar las
representaciones simbólicas contextualizadas como punto de partida para
examinar cómo estabilizan o perturban las normas y valores establecidos.
¿Con qué imágenes se identifican los sujetos y cuáles rechazan o simple-
mente no registran? Finalmente, es indispensable examinar la relación entre
los sistemas estructurales de relaciones de poder y las representaciones
simbólicas en dos direcciones:

A partir de las estructuras, nos preguntamos primero dónde y cómo los hechos
estructurales afectan las normas y las ideologías y cómo las representaciones
simbólicas se presentan a sí mismas en concordancia. En sentido contrario,
analizamos si y cómo las normas y los valores mencionados afectan el nivel
INTERSECCIONALIDAD 211

estructural y cómo estos cambian las relaciones estructurales de poder (Winker


y Degele 2011: 62).

Idealmente, con esto sería posible discernir cómo las estructuras y las re-
presentaciones se estabilizan mutuamente.
La metodología expuesta es solo un posible camino para una investiga-
ción interseccional entre muchos otros, pero sigue el modelo de Crenshaw
que podemos identificar como sistémico porque asume que la sociedad está
estructurada de acuerdo con divisiones sociales más o menos identificables
y estables. El género, la raza y la clase se conciben como sistemas de domi-
nación, opresión y marginación que determinan o estructuran identidades.
Esto significa que las categorías identitarias dominantes subordinan por
medio del ejercicio jerárquico y unilateral del poder material y simbólico-
discursivo, y que las personas están constituidas en estos sistemas de do-
minación: al emerger como sujetos, están ubicadas ya en lugares sociales
y en cierto sentido son portadoras pasivas de las categorías sociales y sus
significados. Floya Anthias y Yuval-Davis tienen una perspectiva más rela-
cional y dinámica, la cual enfatiza la ubicación social de los grupos —que
siempre es relacional— más que las estructuras de dominación.
Más recientemente, Jasbir Puar, a partir de la noción de ensamblaje, ha
problematizado la aproximación interseccional porque supone la existencia del
sujeto, que es su punto de partida, mientras que otro marco analítico destaca
las fuerzas que hacen que la formación del sujeto sea tenue, “si no imposible
e incluso indeseable” (2012: 49). Puar sugiere que la interseccionalidad como
herramienta política debe suplementarse con la noción del ensamblaje, tér-
mino prominente en la obra de Gilles Deleuze y Felix Guattari, aunque ella lo
retoma de Brian Massumi. Ensamblaje, explica Puar, es una traducción del
francés agencement, que significa diseño, distribución, organización, arreglo
y relaciones: “el enfoque está no en el contenido sino en las relaciones, las
relaciones de configuraciones” (2012: 57). Desde esta perspectiva, los con-
ceptos adquieren sentido a partir de sus conexiones con otros conceptos; los
conceptos no prescriben las relaciones, sino que las anteceden porque, más
bien, es de las relaciones de fuerza, conexión, resonancia y configuración de
donde surgen los conceptos. En otras palabras, el ensamblaje se refiere no a
un estado de cosas ni a un arreglo, sino al incesante proceso productivo de
dispersión y unión que organiza cuerpos heterogéneos, cosas o conceptos
que conectan entre sí antes de desunirse.
212 NATTIE GOLUBOV

Puar reinterpreta el ejemplo de la intersección del tráfico de Kimberlé


Crenshaw a partir de la noción de ensamblaje y deduce que la identifica-
ción es un proceso, la identidad, “un encuentro, un acontecimiento, un
accidente, un hecho. Las identidades son multicausales, multidireccionales,
liminales; las huellas no siempre son manifiestas” (2012: 59). Encuentra en
la analogía un énfasis en el movimiento más que en el atasco, muestra cómo
este movimiento produce la necesidad de fijar el sentido y (la necesidad de)
que intervengan la ley y otras instituciones por medio de la “normatividad
social y administración disciplinaria” (2012: 63). No obstante, indica que
esta noción de interseccionalidad “permanece atrapada en la lógica de
la identidad” (2012: 60). Esto significa que la identidad sigue siendo un
hecho dado que antecede al evento en el que se manifiesta el entramado
de identidades de tal forma que, para seguir con la analogía, el perito que
llega a la escena del accidente necesita conocer y estabilizar las identidades
incluso para reconstruirlas retrospectivamente, tal y como se reconstruye
un accidente. Además, la identidad no explica ni es la causa de una buena
cantidad de efectos materiales del ejercicio disciplinario del poder. Por
ejemplo, a partir de la identidad no podemos saber cómo “se materializa
el cuerpo” porque nos centramos únicamente en cómo significa. Puar
expone su crítica a la interseccionalidad en más detalle, así como una
alternativa metodológica en su libro Terrorist Assemblages: Homonatio-
nalism in Queer Times (2007), pero para efectos de este ensayo podemos
recuperar de su lectura la advertencia de que la interseccionalidad, más
que una teoría de las identidades como hechos, es una herramienta que
nos permite percibir y analizar esos momentos o eventos de estabilización
y fijación (de simultaneidad) en los que emerge cuando son interpeladas
las identidades de las mujeres.

Referencias

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INTERSECCIONALIDAD 213

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Women’s Studies, vol. 13, núm. 3, pp. 193-209.
Medios de comunicación
y nuevas tecnologías1

Aimée Vega Montiel

Un recorrido histórico

La crítica feminista a los estudios en comunicación tiene el objetivo de


transversalizar la investigación en medios y nuevas tecnologías. Más allá
de buscar la incorporación de los estudios feministas como una línea más de
este campo disciplinario, lo que persigue es motivar “una ruptura epis-
temológica y metodológica” (Sánchez y Reigada 2007: 14) que provoque
una reformulación de los objetos de estudio y la forma de abordarlos.
Hasta hace muy poco, los paradigmas dominantes dentro de la inves-
tigación en comunicación no consideraban la perspectiva feminista ni sus
dimensiones para el análisis de los procesos comunicativos, lo cual se hacía
imperativo para develar la desigualdad de género. Es la propia teoría crítica
feminista la que establece el puente con los estudios de comunicación.
El diálogo entre la investigación feminista y la comunicación —que
forma parte de la historia de la investigación feminista en otras discipli-
nas— ha tenido, desde sus inicios en la década de 1960, una doble voca-
ción: es científica al tiempo que política, ya que busca la construcción de
nuevo conocimiento y la transformación social. En este sentido, la que se

1 Este artículo se desarrolló en el marco del proyecto de investigación PAPIIT UNAM IN300214,
“Género, poder y comunicación. La influencia de las mujeres en los procesos de toma de decisión
en las industrias de comunicación”.
216 AIMÉE VEGA MONTIEL

ha constituido como la línea de investigación en género, medios y nuevas


tecnologías en el campo académico, consiste en una aproximación crítica
al análisis de las relaciones entre género, poder y comunicación, y la for-
ma en que estas se combinan con otras jerarquías de poder como clase,
nacionalidad, etnia y edad. A nivel político, esta investigación promueve la
igualdad de género y los derechos humanos de las mujeres.
El inicio de los estudios feministas en comunicación estuvo ligado a
la segunda ola del feminismo. El análisis de los estereotipos sexistas en
la representación y los contenidos se colocó como un tema fundamental
en la agenda de investigación. Influida por el psicoanálisis, Laura Mulvey
(1975) acuñó conceptos como mirada masculina y cosificación para develar
el orden patriarcal existente en la industria del cine. Gaye Tuchman (1978)
se refirió a la aniquilación simbólica de las mujeres en el discurso mediático
a través de la omisión, la trivialización y la desaprobación.
Los estudios culturales sirvieron como marco a las académicas fe-
ministas para estudiar la relación entre medios, representaciones e iden-
tidades de género. La política del placer y la importancia que tienen en las
vidas de las mujeres los géneros (genres) populares como las telenovelas y
las revistas de romance, mostraron cómo estos discursos les sirven como
herramientas para su empoderamiento y de qué forma, como audiencias,
tienen una participación activa en la producción de sentido del discurso
mediático.
La identificación del consumo de géneros mediáticos asociados a la
identidad genérica —acentuados por las clasificaciones de la industria,
evidente en las revistas para mujeres y las revistas para hombres— adquirió
relevancia. En este contexto, se ha documentado que, de todos los medios
de comunicación, la televisión ocupa un lugar clave en la vida cotidiana de
la mayoría de las mujeres adultas, seguida de la radio, la prensa y las revistas,
así como el internet entre mujeres más jóvenes. Los hábitos de recepción
que involucran a las mujeres se definen por la percepción que tienen del
espacio doméstico como lugar de trabajo. Así, por ejemplo, la práctica de
mirar televisión se ve interrumpida constantemente por actividades asociadas
con el trabajo doméstico. En este tenor, la mayoría de las mujeres experi-
menta la dificultad de construir un tiempo y un espacio propios dentro de
su hogar —además de sentir culpa— porque su presencia es demandada
permanentemente por los integrantes de la familia.
MEDIOS DE COMUNICACIÓN 217

También en el marco de los estudios culturales, otros trabajos han


puesto la atención en uno de los elementos clave que involucra la recepción
televisiva en el hogar desde una perspectiva de género: el poder. Este media
desde la elección de los programas televisivos que se ven a la prensa que se
lee en el hogar (elección que mayoritariamente corresponde a los hombres),
pasando por el monopolio sobre el uso del control remoto. Estos medios
contribuyen a fortalecer las posiciones de televidentes en tanto integrantes
de la familia y sus respuestas a lo que ven en ellos sirven para validar su
competencia intelectual o sus posiciones de autoridad.
En otra línea, la economía política feminista de la comunicación
(epfc) ha centrado su análisis en la estructura económica y política de las
industrias mediáticas con el fin de entender de qué forma el capitalismo
patriarcal reproduce, a través de los medios, la desigualdad de género. De
acuerdo con esta perspectiva, puesto que el patriarcado constituye el primer
constructo social y dado que se basa en relaciones de poder y dominación
de hombres sobre mujeres, la clase no es genéricamente neutra. Por esta
razón, el capitalismo no tiene las mismas implicaciones para hombres que
para mujeres: el capitalismo y el patriarcado reproducen, juntos, injusti-
cias sociales (Riordan 2002: 7). Desde esta perspectiva, los medios y las
nuevas tecnologías no son un efecto natural del desarrollo de la sociedad,
sino producto de intereses hegemónicos que basan sus beneficios en la ex-
plotación de la fuerza de trabajo (Martin 2002: 54). Tampoco son entidades
neutrales, puesto que están definidas por estructuras de poder genérico
que representan a la cultura masculina.
En el contexto de la comunicación digital, la economía política fe-
minista ha llamado la atención sobre la brecha digital de género para
señalar que los costos de esta no son los mismos para los hombres que
para las mujeres. Esta línea de investigación ha evidenciado que dicha
brecha constituye una de las desigualdades más significativas en el mundo
contemporáneo, cuya expresión es evidente en el porcentaje de mujeres
usuarias de tecnologías de la información y la comunicación (tic), que
es menor tanto en países desarrollados como en aquellos en desarrollo.
En la mayoría de los países de la Organización para la Cooperación y el
Desarrollo Económicos (ocde), los hombres acceden a las tic al menos
5% más que las mujeres. Asimismo, las condiciones de pobreza, margina-
ción y violencia de género determinan el uso que las mujeres hacen de
218 AIMÉE VEGA MONTIEL

las tecnologías digitales. En países en desarrollo, la cifra de mujeres que


acceden a internet es de 600 millones, es decir, 200 millones menos que los
hombres. La brecha de género asciende a 23%.
De acuerdo con un informe publicado por Intel & Dalberg Global De-
velopment Advisors en 2012, en 2009, 69% de las mujeres en los Estados
Unidos accedían a internet. Esto significa que en ese país la oportunidad de
acceso para las mujeres a esta tecnología es tres veces mayor que en países
en desarrollo. De acuerdo con este reporte, las cifras del acceso a internet
por región son las siguientes:

• En América Latina asciende a 36% en la población de mujeres y a 40%


en la de hombres, lo que resulta en una brecha de género del 10% (en
promedio).
• En Europa y Asia Central, asciende a 35% de usuarias y 49% de usuarios
(brecha de 29%).
• En Asia del Este y el Pacífico, a 29% de usuarias y 37% de usuarios
(brecha de 20%).
• En el sur de Asia, a 8% de usuarias y 11% de usuarios (brecha de 33%).
• En Oriente Medio y el norte de África, 18% de usuarias y 28% de usua-
rios (brecha de 34%).
• En el África subsahariana, 9% de usuarias y 16% de usuarios (brecha
de 43%).

Por su parte, la Comisión Económica para América Latina y el Caribe


(Cepal) ha documentado las cifras en América Latina. El acceso a inter-
net desde el hogar se ha incrementado en los últimos años en Argentina,
Chile, Costa Rica y Uruguay, países que tienen los porcentajes más altos
de conectividad y la brecha digital de género más reducida. En cambio,
Bolivia, Ecuador, El Salvador y Honduras tienen los índices de acceso
más bajos en la región.
Aunque el número de usuarias de nuevas tecnologías se ha incre-
mentado, hay una segunda brecha digital de género que evidencia que
no todas las mujeres participan en el escenario digital con los mismos
recursos de conocimiento ni materiales. En este punto, la ocde ha creado
una clasificación de usuarias/os de las tic para diferenciar sus aptitudes.
Esta clasificación considera tres categorías: especialistas, usuarias/os
MEDIOS DE COMUNICACIÓN 219

avanzadas/os y usuarias/os básicas/os. Los hombres dominan en todas


las categorías. Las mujeres constituyen cerca de 60% de los usuarios bá-
sicos, 25% de los usuarios avanzados y de 10% a 20% de los especialistas.2
De acuerdo con un trabajo de 2015 (v. Vega Montiel 2015), la brecha
digital de género evidencia que las desigualdades en el uso de las tic
están asociadas con la construcción social de género y se ven acentuadas
por variables como la clase, la edad, la etnia y el capital educativo:

• Mientras que la mayoría de las mujeres se identifican como usuarias del


internet, los hombres se identifican como productores de contenido.
• La brecha digital de género es más amplia entre el grupo de adultos
mayores que entre el de jóvenes y personas de edad adulta.
• Mientras que para la mayoría de los hombres el internet es una herra-
mienta de trabajo y ocio, para las mujeres es de trabajo, ocio y consu-
mo de servicios relacionados con las necesidades de la familia (salud,
educación, alimentos, cuidados y viajes).
• En general, los hombres pasan más tiempo en línea y acceden diaria-
mente al correo electrónico. Además, consumen otros productos, como
juegos, fotograf ías, videos y música, mientras que las mujeres pasan
menos tiempo en línea y principalmente usan el internet para acceder
al correo electrónico y las redes sociales.
• Estudios recientes sobre redes sociales muestran que las mujeres in-
vierten en promedio cinco horas a la semana en estas redes, 36 minutos
más que los hombres. Las mujeres jóvenes de 16 a 20 años de edad usan
las redes sociales 6.8 horas en promedio.
• El uso del internet a través del teléfono celular se ha incrementado entre
mujeres jóvenes y adultas de clase media y alta. Las mujeres adultas lo
utilizan principalmente con propósitos laborales y las jóvenes por motivos
educativos, de entretenimiento y de socialización mediante las redes.
• En países como México, Egipto, India y Uganda, las mujeres que no han
accedido a la educación formal no están familiarizadas con el internet.

2 Se considera como especialistas de las tic a aquellas personas con conocimientos y habilidades
para desarrollar, operar y dar mantenimiento a estas tecnologías y suministrar software y hard-
ware. Se considera como usuarias/os avanzadas/os a aquellas personas competentes en el uso
de herramientas de software. Usuarios básicos son aquellas personas competentes en el uso de
herramientas básicas (Word, Excel, Outlook) para el desarrollo de su trabajo o estudios.
220 AIMÉE VEGA MONTIEL

• Puesto que el desarrollo de la comunicación digital está concentrado


en áreas urbanas, el acceso de las mujeres a las nuevas tecnologías en
zonas rurales es muy bajo.

Por otro lado, la epfc ha evidenciado la desigualdad de género pre-


valeciente y las dificultades que enfrentan las mujeres que laboran en las
industrias de comunicación y en el sector de las tic, donde predomina la
participación de hombres en todos los niveles, desde la propiedad hasta
la dirección, pasando por los niveles profesional y técnico y los puestos
de toma de decisiones. Algunas expresiones de esta desigualdad son las
siguientes:

• En los Estados Unidos, solo 9% de mujeres dirige alguna empresa


pequeña de telecomunicaciones o de comercio electrónico; en Europa,
solo 12% de los puestos ejecutivos son ocupados por mujeres (Byerly
y Ross 2006).
• En los Estados Unidos, las mujeres ocupan apenas 24% de los puestos
directivos en televisión y 20% en la radio.
• De acuerdo con el Global Report on the Status of Women in the News
Media, publicado en 2011, 73% de los directores de industrias perio-
dísticas en el mundo son hombres y solo 27% mujeres. En cuanto a la
producción periodística, los hombres concentran dos tercios de los
puestos de trabajo como periodistas y reporteros, comparado con 36%
ocupados por mujeres.
• El acoso sexual y el sexismo son problemas que las periodistas identifican
como dominantes en estas instituciones: en los Estados Unidos, entre
40 y 60% de las periodistas han sido objeto de acoso sexual.

Por otra parte, el mercado laboral de la comunicación digital también


reproduce desigualdades de género. La mayor parte de las mujeres que se
incorporan al sector, acceden a las posiciones más bajas y peor remuneradas,
tales como procesadoras de datos y capturistas. Conforme más elevada es
la posición, menos mujeres acceden a ella.
De acuerdo con las Naciones Unidas, las mujeres constituyen 9% de
las trabajadoras en los niveles más altos de las industrias de tecnologías
de la información, 28.5% son programadoras de computadoras y 26.9%
MEDIOS DE COMUNICACIÓN 221

son analistas de sistemas. Las mujeres representan 85% de los capturistas


y procesadores de datos.
En México, la situación es desalentadora. Una investigación que hemos
desarrollado en el Centro de Investigaciones Interdisciplinarias en Ciencias y
Humanidades (ceiich) de la unam, que da cuenta del acceso y participación
de las mujeres en las industrias de televisión, radio y prensa, así como de las
circunstancias que enfrentan para llegar a los puestos de toma de decisión
en este sector, arrojó los datos que se describen a continuación.
En la industria televisiva, las mujeres no constituyen más de 1% de
quienes tienen la titularidad de una concesión, todas asociadas a la empresa
Televisa. En la radiofónica, las mujeres constituyen apenas 13% del total de
los propietarios. En este punto hay que tomar en cuenta que la mayor parte
de las concesiones de radio son propiedad de 15 grupos o familias, por lo que
varias de las titularidades pertenecientes a mujeres lo son por herencia, lo
que significa que probablemente no ejerzan el poder como las propietarias
reales. En el caso de la industria periodística, la exclusión es contunden-
te: ninguna mujer figura como propietaria de alguno de los principales
grupos que controlan el sector en México. El origen de esta marginación
encuentra su explicación en la desigual distribución del poder que prima
en las relaciones de género, y en la inequidad y opresión que ello origina.
Otra dimensión de la epfc es el análisis de las políticas de comunicación
con perspectiva de género. Aunque numerosos gobiernos están reformando
sus leyes y políticas por la convergencia de los medios tradicionales con
la nuevas tecnologías, la mayoría de estas normas y estrategias no incor-
pora la promoción de la igualdad de género y los derechos humanos de
las mujeres, con lo cual no se atiende uno de los llamados principales del
capítulo iii-j, “Mujeres y medios de difusión”, de la Plataforma de Acción
de Beijing (pab) de 1995.
En este punto, debemos mencionar que una de las conquistas más
importantes de las feministas especialistas en género y comunicación fue
la inclusión de ese capítulo, en el cual se reconocen los medios de comu-
nicación como una de las 12 áreas estratégicas para la igualdad de género y
los derechos humanos de las mujeres. Este capítulo señaló que los estados
miembros y los propietarios de medios de comunicación y empresas de
telecomunicaciones, así como las agencias internacionales, organizaciones
civiles y universidades, tienen la responsabilidad de impulsar el avance de las
222 AIMÉE VEGA MONTIEL

mujeres en los medios y las tic. Los objetivos estratégicos J1 y J2 apuntan


al acceso de las mujeres a los puestos de toma de decisiones en el sector y
la erradicación de estereotipos sexistas de los contenidos, respectivamente,
como acciones clave.
A 20 años de la pab, los avances registrados son incipientes y, en todos
los casos, insuficientes. Esto se debe principalmente a la resistencia de los
industriales de los medios a promover la igualdad de género en y a través
de sus empresas; y también a que los estados miembros no han asumido
con seriedad esta agenda. En respuesta, en 2013 la unesco y más de 500
organizaciones internacionales constituyeron la Global Alliance on Media
and Gender (gamag), que se propone impulsar cambios al nivel de políticas,
regulaciones, programas educativos y de investigación en género, medios
y nuevas tecnologías.
Las aproximaciones contemporáneas al análisis de los medios y las
nuevas tecnologías incluyen referencias al feminismo poscolonial y trans-
nacional. Estas perspectivas estudian temas como la hipersexualización de
las mujeres y las niñas en el discurso del internet y la representación de las
masculinidades. Sin embargo, las preguntas de investigación provenientes
de la década de 1960 continúan en el centro de la teoría y la investigación.
¿Por qué? Porque “nos encontramos ahora, en 2015, en un periodo de
contragolpe a los derechos humanos de las mujeres” (Gallagher 2015). Asi-
mismo, porque la comunicación digital —internet, telefonía celular— ha
exacerbado algunos de los problemas existentes y ha creado nuevos desaf íos
que demandan atención, como trata y tráfico sexual a través de las nuevas
tecnologías, videojuegos, violencia de género y pornograf ía en internet.
Por ello, en la investigación feminista en medios y nuevas tecnologías
todavía se debate acerca de las cuestiones más básicas: poder, derechos,
valores y representación (Gallagher 2002: 5).

La batalla por el reconocimiento académico

Lograr el reconocimiento en los estudios de comunicación en este ámbito


no ha sido tarea fácil. En Francia, Michelle Mattelart (2007) identifica como
un momento clave la creación en 1960 del Centre D’études des Commu-
nications de Masses con intelectuales notables en su seno, como Barthes,
MEDIOS DE COMUNICACIÓN 223

Morin y Friedmann, sin que los estudios en esta línea recibieran atención
especial. En Gran Bretaña fue particularmente notable el trabajo de los
estudios culturales, pues, con la inauguración del Center of Contemporary
Cultural Studies, en 1964, y acorde con su intención política de reivindicar
las prácticas de las subculturas, entre las cuales figuraba el feminismo,
dio un importante impulso a los estudios feministas en comunicación. La
relevancia que tuvieron los estudios culturales en esta línea impactó en las
agendas de investigación de otras regiones. En los Estados Unidos, el im-
pulso fue creciente, al grado de que muy pronto —apenas en la década de
1980— los programas de estudios sobre las mujeres se institucionalizaron
en la mayoría de las universidades.
Aunque en México los primeros trabajos se registran desde la déca-
da de 1960, podemos afirmar que la perspectiva feminista se introduce y
mantiene en los estudios de comunicación a partir de la segunda mitad de
la década de 1980. La institucionalización en este campo se inició con la
creación de los primeros programas académicos en estudios de género,3
el lanzamiento de publicaciones especializadas,4 y la emergencia de semi-
narios y conferencias.
Durante la década de 1990 las líneas de investigación sobre repre-
sentación y contenidos, acceso de las mujeres a la planta laboral en los
medios de comunicación, participación de las mujeres en los puestos de
toma de decisiones, audiencias y recepción y nuevas tecnologías regis-
traron una producción importante (Vega Montiel y Hernández 2008). De
acuerdo con el diagnóstico realizado por estas autoras, las preocupaciones
de las comunicólogas en México se han centrado principalmente en los
siguientes ejes:

• Representación de las mujeres en el discurso de los medios de comu-


nicación tradicionales (prensa, cine, televisión y radio) y de los nuevos
medios (internet).
• Interacción de las audiencias femeninas con los contenidos mediáticos:

3 Entre ellos se cuentan el Programa Interdisciplinario de Estudios de la Mujer (piem), el Pro-


grama Universitario de Estudios de Género (pueg), el Programa de Estudios de la Mujer de la
uam-Xochimilco y el Programa de Investigación Feminista (pif) del Centro de Investigaciones
Interdisciplinarias en Ciencias y Humanidades de la unam (Oliveira y Ariza 1999).
4 Un ejemplo son las publicaciones Debate feminista, La Revuelta, Fem y Doble Jornada.
224 AIMÉE VEGA MONTIEL

• Participación de las mujeres en la estructura de los medios de


comunicación (como propietarias, productoras, creadoras o tra-
bajadoras).
• Participación de las mujeres en la sociedad de la información: en
los procesos de apropiación de las nuevas tecnologías de la infor-
mación y de la comunicación, y en su trabajo como propietarias,
productoras, creadoras o trabajadoras.
• Importancia de los movimientos de mujeres que buscan reformar
las industrias de prensa y medios electrónicos (en su estructura y
agendas) y contar con los medios de comunicación como herra-
mienta para democratizar el mundo.

Como la investigación feminista surge interdisciplinariamente —ya que


se deriva de experiencias de intervención científica y política provenien-
tes de distintas disciplinas—, los estudios de género y comunicación
son también de naturaleza interdisciplinaria. La investigación feminista
en comunicación ha obligado a dialogar con la historia, la sociología, la
antropología, la economía, el derecho, la ciencia política y la psicología.
Los estudios en esta línea también son holísticos, en la medida en que
han desarrollado aproximaciones cualitativas y cuantitativas con el objetivo
de comprender la naturaleza de los procesos comunicativos y su influencia
en la igualdad de género y los derechos humanos de las mujeres, así como
de incidir a nivel político. Acorde con lo anterior, la investigación en este
campo ha puesto en perspectiva la importancia política de la investigación
cuantitativa para informar y/o convencer a quienes están al frente de la
toma de decisiones para el desarrollo de políticas de comunicación con
perspectiva de género. Una experiencia reciente en México es la influen-
cia del Programa de Investigación Feminista del ceiich de la unam en la
redacción de la Ley de Telecomunicaciones y Radiodifusión de 2014, que
hoy incluye nueve artículos que promueven la igualdad de género.
MEDIOS DE COMUNICACIÓN 225

Violencia de género en y a través de los medios y las nuevas


tecnologías

La violencia de género en la representación y los contenidos es un tema


prevaleciente en la revisión de la investigación feminista en comunicación,
al igual que la perpetrada contra las mujeres que laboran en estas industrias.
La representación de la violencia sexual en los contenidos de los me-
dios fue uno de los primeros temas en esta agenda de investigación. Las
académicas demostraron empíricamente que a través de la cosificación de
los cuerpos de las mujeres, los contenidos de las revistas, el cine y las no-
ticias contribuyen a la normalización del acoso sexual, la violación y otras
formas de violencia sexual que promueven la desigualdad de género. A esta
primera etapa le siguió el análisis de otras formas específicas de violencia
contra las mujeres. La cobertura de la violencia doméstica en las noticias
atrajo especial atención, dado su incremento en todo el mundo.
Desde una perspectiva holística, la investigación contemporánea incluye
el análisis de diferentes formas y modalidades de violencia de género en el
discurso mediático —sexual, f ísica, psicológica, económica y feminicida,
en los ámbitos familiar, institucional, laboral, escolar y comunitario— y su
influencia en los públicos. Estos análisis han evidenciado la forma en que
dichos contenidos promueven la violencia de género en la sociedad.
La investigación feminista también ha demostrado de qué forma las
nuevas tecnologías son hoy parte del ambiente de violencia de género
prevaleciente en todas las sociedades del mundo.
Un problema central asociado a las tecnologías digitales es el incre-
mento en la circulación de pornograf ía. Las estadísticas muestran que
existen 4.2 millones de páginas electrónicas que difunden pornograf ía, es
decir, 12% del total de páginas electrónicas en el mundo. De ellas, 100 mil
ofrecen pornograf ía infantil. La pornograf ía en línea genera ganancias de
97.06 billones de dólares al año, lo que supera las de Microsoft, Google,
Yahoo, Amazon, Netflix y Apple juntas (Feminist Peace Network 2006).
Por otro lado, los videojuegos también son parte de la violencia de
género en la comunicación digital. Algunos de los más populares pro-
mueven sexismo, violaciones de mujeres, prostitución y feminicidios.
Tal es el caso de uno de los productos más famosos de la industria, Grand
Theft Auto. De acuerdo con la organización Feminist Frequency, de los 76
226 AIMÉE VEGA MONTIEL

nuevos videojuegos lanzados en 2015, solo 9% tiene como protagonistas a


mujeres. Por otro lado, y dado que se trata de una industria predominan-
temente masculina, la participación de mujeres como desarrolladoras de
videojuegos se enfrenta a la discriminación y la violencia de género. La
organización Feminist Frequency ha documentado que únicamente 22%
de los desarrolladores de videojuegos son mujeres; todos los líderes de los
grandes consorcios del sector —Nintendo, Sony, Microsoft, Activision
Blizzard, entre otros— son hombres . Desarrolladoras y activistas han sido
víctimas de violencia, como es el caso de Anita Sarkeesian, Zoe Quinn y
Brianna Wu, quienes han recibido incluso amenazas de muerte.
Finalmente, el tráfico sexual de mujeres, niñas y niños se ha potenciado
con el internet. Lo que algunas especialistas denominan tráfico virtual se
refiere a las implicaciones del internet y otras tecnologías de la informa-
ción en el tráfico sexual (Maltzahn 2006). Con el desarrollo de las nuevas
tecnologías, las plataformas para la transferencia de datos —correo elec-
trónico, chat de texto y voz, videoconferencia, transmisión de video— se
han multiplicado. Estas herramientas son explotadas por traficantes para
comunicarse con otros traficantes, reclutar víctimas, promover la prosti-
tución de mujeres, niñas y niños, y consolidar el tráfico como un negocio
global (Maltzahn 2006).
El tráfico virtual opera principalmente en lugares que carecen de
regulación para el internet, lo cual sucede en la mayoría de países en
desarrollo, donde hay un alto porcentaje de población femenina pobre.
Esto demuestra que la clase coloca a las mujeres en condiciones de alta
vulnerabilidad.
Otra dimensión de la relación entre violencia de género y medios de
comunicación es la evidencia aportada por la investigación feminista sobre
el incremento de violencia contra las mujeres que trabajan en los medios,
la mayoría de ellas periodistas. Las formas incluyen violencia sexual, f ísica,
psicológica, económica y feminicida. Esto sucede en países en conflicto
en los que los derechos humanos de las mujeres periodistas se han vuelto
más vulnerables. Y ocurre con el consentimiento de los Estados, en am-
bientes en los cuales las industrias periodísticas no garantizan condiciones
de seguridad para que las periodistas puedan realizar su trabajo. Por esta
razón, la unesco junto con el International News Safety Institute (insi)
lanzaron hace algunos años la Encuesta Global sobre Violencia contra
MEDIOS DE COMUNICACIÓN 227

Mujeres Periodistas, junto con otras iniciativas del insi, como publicaciones
y capacitaciones a mujeres que trabajan en los medios.
En este contexto, también debemos mencionar la violencia contra muje-
res que trabajan en medios comunitarios, que son cruciales para garantizar
el derecho humano de los miembros de una comunidad a comunicarse. En
particular, los medios comunitarios se han convertido en herramientas para
el empoderamiento de las mujeres en comunidades rurales. Sin embargo,
durante décadas, la mayoría de estas mujeres se han visto obligadas a
operar sus estaciones de radio incluso en la ilegalidad, dada la ausencia de
regulaciones oficiales para medios comunitarios e indígenas (en México,
la reforma de 2015 los contempla por primera vez). Esta circunstancia ha
coexistido con un contexto de violencia de género que prevalece en dichas
comunidades y que coloca a las mujeres en condiciones de alta vulnerabilidad.
Finalmente, una nueva dimensión que se añade a la violencia de género
en la comunicación es el incremento de actos de violencia y discriminación
contra mujeres activistas que difunden contenidos en el internet. En todo
el mundo se repiten los casos de mujeres que se han visto obligadas no solo
a cerrar sus páginas electrónicas y clausurar sus perfiles en redes sociales,
sino a exigir medidas de protección por parte del Estado.
Por lo anterior, es posible afirmar que los medios de comunicación
tradicionales y las nuevas tecnologías promueven en conjunto la violencia
de género contra las mujeres y las niñas, sin olvidar que, paradójicamente,
representan un potencial transformador para su vida y su libertad.

Apunte final

En conclusión: ¿por qué es importante la investigación feminista en co-


municación?
En primer lugar, porque el ambiente comunicativo es cada vez más
complejo, dada la convergencia entre los medios tradicionales —radio, te-
levisión, prensa y cine— y la comunicación digital, lo que demanda nuevos
conceptos y el desarrollo de una mirada holística.
En segundo lugar, porque la investigación feminista provee herra-
mientas para construir evidencias empíricas basadas en marcos teóricos y
metodológicos firmes. Dichas evidencias son necesarias para informar a
228 AIMÉE VEGA MONTIEL

quienes están a cargo de la toma de decisiones. En este sentido, citando a la


feminista Nancy Hafking: “Sin datos no hay visibilidad; sin visibilidad no
hay prioridad” (Hafking 2003: 1).
La investigación feminista ha evidenciado la desigualdad de género
en todos los niveles de la agenda de género y comunicación: contenidos,
acceso y uso, empleo y toma de decisiones y políticas. Sin embargo, no deja
de insistir en la importancia de los medios y las nuevas tecnologías para
el impulso de los derechos humanos de las mujeres y su empoderamiento.
¿Qué acciones ayudarían a eliminar las desigualdades de género en el
ámbito de la comunicación y la información?

En cuanto al acceso y uso


• Es necesario que las políticas de “acceso universal” eliminen las ba-
rreras de género.
• Es necesario incrementar el acceso de las mujeres a recursos financieros
y tecnológicos para su desarrollo pleno en los medios tradicionales y
la comunicación digital.
• Es importante desarrollar tecnologías y software de bajo costo y de uso
abierto para facilitar el acceso de las mujeres y las niñas a las nuevas
tecnologías de la información y la comunicación (ntic).
• Es fundamental que el Estado y los dueños de los medios se compro-
metan a garantizar condiciones laborales dignas para las mujeres y a
impulsar políticas de igualdad de género.
• Es central que los dueños de los medios promuevan la paridad de género
en todos los niveles laborales, así como en la producción de contenidos.
• En el citado contexto, estos actores tienen la obligación de garantizar
que las mujeres puedan desarrollar su trabajo en condiciones de plena
seguridad que no pongan en riesgo su vida y su libertad.

Respecto a contenidos
• Promover el incremento de contenidos producidos por mujeres y por
ong, con la garantía de que serán difundidos a través de los medios
—comerciales y públicos— y de las ntic.
• Promover el desarrollo de contenidos relevantes para las mujeres.
• Impulsar regulaciones y políticas que erradiquen la difusión de estereo-
tipos sexistas y otras formas de violencia de género en los contenidos.
MEDIOS DE COMUNICACIÓN 229

• Impulsar regulaciones y políticas que erradiquen el uso de los medios


y las ntic para el tráfico sexual y la difusión de pornograf ía.

En el área del empleo


• Promover oportunidades equitativas para mujeres en los medios, las
telecomunicaciones y las nuevas tecnologías, en los niveles de entre-
namiento y oportunidades laborales.
• Dar incentivos a mujeres para que desarrollen sus propios negocios a
través de plataformas digitales.
• Impulsar la propiedad de servicios de comunicación por parte de las
mujeres —incluidas las estaciones de radio y la televisión digital.
• Garantizar condiciones de seguridad a mujeres periodistas para el
desarrollo de su trabajo.

En el ámbito de la toma de decisiones


• Es crucial que las mujeres puedan participar de manera paritaria en
todos los niveles de estas industrias, incluyendo los puestos de toma de
decisiones. Ello podría facilitar la entrada de otras mujeres a estos sec-
tores, y también aseguraría que los principios de género estén presentes
en las leyes, regulaciones y políticas de comunicación e información.

En las leyes, regulaciones y políticas


• Es imperativo que la perspectiva de género permee todas las dimensiones
de las agendas legislativas de medios y nuevas tecnologías.

Todas estas acciones requieren que cambiemos nuestra perspectiva.


Mujeres y hombres necesitamos trabajar en favor de la igualdad de género.
Si lo hacemos, alcanzaremos la paz, la diversidad y la justicia social como
principios de realidad social.
230 AIMÉE VEGA MONTIEL

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Poder: relación de fuerzas,
enfrentamiento, lucha, batalla

El poder no es solo una cuestión teórica,


sino que forma parte de nuestra experiencia.
Michel Foucault

María Inés García Canal

El poder no es solo una cuestión de orden conceptual, de índole teórica;


impregna y atraviesa nuestros cuerpos, nuestra cotidianidad, nuestro día
a día, nuestro presente, nuestra actualidad, nuestros actos, acciones y
comportamientos; está presente en lo que pensamos, en lo que decimos
y en las maneras de decirlo; se inscribe en nuestros afectos, sentimientos y
afecciones, en nuestros deseos más recónditos y oscuros, en nuestros anhe-
los y esperanzas… Esta presencia inexorable evidencia la imposibilidad de
acceder a la comprensión y reflexión alrededor del género y sus efectos sin
el análisis de sus formas, ya sea en las maneras que asume su ejercicio, ya en
los estilos codificados o espontáneos de resistir, de hacerle frente, de escapar
a su insidiosa acción. Y ello, en cada acontecimiento, en cada institución, en
cada discurso, en cada acto, en cada pensamiento…
Si pensamos el poder desde esta perspectiva, desde las prácticas
singulares y concretas de sujetos ubicados en un espacio y un tiempo,
no podemos soslayar las reflexiones desarrolladas a partir de la década
de 1970 por Michel Foucault, las cuales abrieron perspectivas inusitadas
en la comprensión del poder, ya que hicieron posible pensarlo fuera de
los registros conocidos hasta el momento: el Estado, la soberanía y las
instituciones; el derecho, la prohibición y la ley; la economía, las relacio-
nes de producción y la dominación de una clase; la figura del amo y los
mecanismos de represión; la ideología y la alienación de la conciencia.
Nueva lectura crítica que, sin abandonar las miradas anteriores, las sometió
234 MARÍA INÉS GARCÍA CANAL

a una nueva clave de lectura: la guerra, la cual asumirá formas singulares


en cada situación histórica concreta y específica, en cada momento del
enfrentamiento, en cada batalla.
Se trata, entonces, de renunciar al punto de vista de la ley para cen-
trarse en los objetivos estratégicos perseguidos en la lucha. Abandonar la
prohibición y tener presente en todo momento la eficacia táctica de los
instrumentos utilizados. No enfocar al poder desde los conceptos de sobe-
ranía o de dominación global, sino analizar las formas de funcionamiento
y las respuestas múltiples de las fuerzas enfrentadas en un campo pródigo
en disputas y rico en movilidad y transformaciones; en el cual, sin duda
alguna, se producen efectos globales de dominación, aunque esos efectos
no serán nunca total ni permanentemente estables.
Imposible, entonces, analizar el poder fuera de su ejercicio y las formas
que asume; de las estrategias y tácticas de las que hacen uso las fuerzas en-
frentadas en cada momento de la lucha; vinculado siempre a la urgencia
de la acción política. Ejercicio dirigido a otros, a quienes objetiva para
transformarlos en blanco de observación, de ataque y de conducción, y
que podrán o no responder de múltiples formas, de incontables, y aun
inesperadas, maneras. He aquí la lucha, el enfrentamiento, los diferentes
ritmos de las batallas con sus propios tiempos de tregua, de alianzas y de
paz en los que se desenvuelve cualquier guerra.
Se tratará, entonces, de analizar el poder de manera más empírica,
mucho más relacionada con el acontecer actual y la situación presente y
localizada. Más referida al cómo de su ejercicio que a las distintas maneras
de conceptualizarlo; más cercana a las formas en que los sujetos se resisten
a su ejercicio que a las maneras estructurales y fatalistas de una dominación
permanente e inamovible. En función de ello, habrá que observarlo en las
formas creativas y propias en que actúa en las relaciones entre individuos
y/o grupos en el ámbito de las más variadas interrelaciones que atraviesan el
campo de lo social en su totalidad: “conjunto de acciones que se inducen y se
siguen unas a las otras” (Foucault 1994) sin un orden ni secuencia predeter-
minada. He ahí, por lo tanto, su creatividad y su singularidad histórica, que
exigen una mirada puntual y pormenorizada que al mismo tiempo atienda
sus diversas conexiones, encadenamientos y campos adyacentes. No será el
estudio del poder, cual si fuese una sustancia o una materia a ser apropia-
da, sino el estudio de las maneras en que se llevan a cabo, aquí y ahora, las
PODER 235

relaciones de poder, en cuanto relaciones de fuerza, de múltiples fuerzas,


siempre móviles y no igualitarias, en sus más diversos e insospechados en-
cadenamientos, alianzas, consentimientos y enfrentamientos. Las relaciones
de poder son inmanentes a todas las relaciones existentes en el orden de lo
social; provocan escisiones, particiones y desigualdades entre los sujetos, al
tiempo que son efecto inmediato de esas particiones.
El ejercicio del poder no es simplemente una relación entre “parejas”, ya
sean individuales o colectivas; es un vínculo entre los sujetos que sustentan
y vivencian la relación; se trata, entonces, de un modo de acción de unos
sobre las acciones de los otros. Es una relación actuante, solo existente en
acto, en el aquí y ahora de su misma ejecución, allí donde está ocurriendo;
apoyada, a veces —para que esa acción sea eficaz— en estructuras de ca-
rácter permanente que coadyuvan a que la relación de poder se imponga
como victoriosa. Todo ejercicio del poder busca, sin duda, la victoria; para
ello, estará obligado a observar y conocer las incesantes y variadas formas
de respuesta de aquellos a quienes se dirige y sobre los cuales actúa, a fin de
elaborar, a su vez, respuestas eficaces que refuercen y reproduzcan el domi-
nio, determinadas siempre por el cálculo: de allí que no habrá ejercicio
del poder sin una serie de objetivos y metas a perseguir que se constituyen
en su misma racionalidad. Y es a partir de esa racionalidad que el poder
puede y debe pensarse.
En cuanto relación actuante, en cuanto vínculo, “no hay poder sin
resistencia”. El poder, entonces, no será más que un “conjunto de acciones
sobre otras acciones”. El ejercicio del poder busca incesantemente ac-
tuar sobre las acciones de aquellos hacia quienes se dirige, intentando
conocer las formas, actuales y posibles, que aquellos a los cuales se dirige
buscan para resistir a su acción. Por ello el ejercicio del poder se propone,
más que la confrontación, el gobierno de los otros, el modo eficiente de
dirigir las conductas de los individuos o grupos que se encuentran bajo su
acción e influencia; busca, por lo tanto, estructurar de manera eficiente el
campo posible de las acciones de los otros para ser capaz de actuar sobre
sus acciones, no solo sobre las acciones presentes, sino también sobre las
posibles, abriéndose al ámbito de la prevención y de la intervención, y
buscando el éxito en el cumplimiento de sus objetivos estratégicos.
Se hace imprescindible el intento de despejar el sentido mismo de las
relaciones de poder, para así diferenciarlas de lo que comúnmente se conoce
236 MARÍA INÉS GARCÍA CANAL

como relaciones de violencia, por un lado, y de consentimiento y consen-


so, por el otro, con las cuales tienden a confundirse, al ser entendidas la
violencia y el consentimiento como formas extremas del poder desde una
perspectiva cuantitativa (“a más poder, mayor violencia; a menor poder,
mayor consentimiento”); como si el poder fuese una línea tensa entre dos
polos contrarios y antagónicos: en un polo, la violencia descontrolada que
conduciría a la forma sin tapujos de un autoritarismo dictatorial y que el
poder no hace más que esconder y disimular; y, en el otro, el consenti-
miento como la forma de un ejercicio atemperado y legítimo del poder en
búsqueda de un consenso al que aspira toda democracia. Si bien la violen-
cia, el consentimiento y el consenso son instrumentos que están presentes
en el ejercicio del poder, no son constitutivos de la relación. La violencia
no puede considerarse la parte soterrada, oscura y oculta del poder, ni el
poder puede tomarse como el resultado de un consenso producto de un
pacto o contrato. El poder, en cuanto relación, es el conjunto de acciones
de unos sobre las acciones de otros, sean estas acciones presentes, actuales,
eventuales o futuras; juego constante y permanente que —valga la contra-
dicción— niega toda permanencia y estabilidad, sin lograr jamás resultados
definitivos. Serie de efectos en cadena que exigen un análisis continuo de
sus cambios, modificaciones y desplazamientos.
Sin duda, en algunos momentos, el ejercicio del poder puede ser acep-
tado, lograr el consentimiento o el consenso de los otros hacia los cuales
va dirigido, lo que le otorgará cierta estabilidad y efectividad. También
puede llegar a utilizar la violencia; pero es necesario no perder de vista que,
cuando esta aparece, la relación de poder se desvanece, encuentra en la
violencia su propio límite, deja de ser una relación de poder para trans-
formarse en simple y llana coacción que actúa de manera directa sobre
los cuerpos —o ciertas materias con ellos relacionadas— para forzarlos,
quebrarlos, destruirlos, aniquilarlos, de tal manera que el uso de la coac-
ción minimizará y acallará la capacidad de resistir: no podrá haber más
respuesta que la pasividad.
En toda relación de poder interviene un elemento de suma importancia:
la libertad, ya que el poder solo se ejerce sobre sujetos libres y en la medida
en que lo son. La libertad es, por lo tanto, condición de existencia del poder;
sin ella su ejercicio no opera, ya que requiere siempre y en todo momento
del otro polo de la relación: un sujeto con capacidad de resistir. Por ello se
PODER 237

abre un campo de múltiples posibilidades: oponerse al poder, enfrentarlo,


sustraerse a su acción, hacerle trampas, producir alianzas…
De esta manera, el ejercicio del poder y la rebeldía de la libertad no
pueden separarse: late, en las entrañas mismas del poder como relación, la
obstinación de una voluntad que se niega a ser conducida y la intransitividad
de una libertad que no puede ni quiere ser delegada. A esta obstinación de la
voluntad que no cede ni concede, y a esa libertad que no busca ser delegada,
Michel Foucault le dará el nombre de resistencia. Para que la voluntad y la
libertad entren en juego ha sido imprescindible el reconocimiento del otro:
se le reconoce como capaz de resistir y enfrentar el ejercicio del poder. El
otro como posible.
La relación de poder funciona en tanto las cartas estén echadas y todavía
haya juego. Es el mismo juego el que asegura la existencia y permanencia
de la relación. Si el juego se atasca, si sus posibilidades se encuentran satu-
radas, la relación de poder se estanca para transformarse, en ciertos casos,
en una relación de violencia, en simple coacción. No hay relación de poder
si el otro se encuentra encadenado; aquí el juego ha llegado a su fin; se ha
negado al otro y se le ha transformado en objeto de goce, de uso, abuso y
aun de exterminio y aniquilación.
Sin embargo, existen algunas situaciones en que las relaciones de poder
se han vuelto fijas, han logrado cristalizarse en formas cada vez más dif íciles
de revertir o subvertir. En estos casos, si bien hay juego todavía, aunque
mínimo, las relaciones se bloquean, se hacen rígidas por el uso de instrumen-
tos, ya sea económicos, políticos o militares: estados de dominación —los
denomina Michel Foucault— en que las fuerzas que componen la relación
se hallan en posiciones disimétricas de manera permanente, lo que sofoca,
y aun llega a impedir, la posibilidad de juego: las cartas están marcadas, las
tiradas reglamentadas, se repiten los mismos resultados sin alteración.
Con el juego atemperado, los márgenes de libertad se vuelven estrechos
y cada vez más limitados… el ejemplo más evidente se puede encontrar
en las estructuras conyugales tradicionales: el ejercicio del poder recae
permanentemente en el hombre, y la capacidad de resistir de la mujer es
mínima y siempre reglada, cuando no nula o casi. No importa qué accio-
nes pueda, en este caso, realizar la mujer, ninguna será lo suficientemente
eficaz como para modificar los términos de la relación, y se mantendrá y
reproducirá la disimetría.
238 MARÍA INÉS GARCÍA CANAL

Si el juego se rigidiza, las relaciones de poder se cristalizarán para


erigirse en estados de dominación, que logran sostenerse y permanecer
mediante la utilización de una serie de instrumentos, de un conjunto de
tecnologías de gobierno; es decir, los diversos e innumerables instrumentos
y mecanismos por medio de los cuales se le facilita al poder el ejercicio
de guiar las conductas, gracias a los cuales es posible sostener, mantener
y reproducir sin grandes esfuerzos las relaciones disimétricas de poder.
En cuanto a la cuestión de género, surge como necesidad, en cada caso
concreto, investigar si las maneras en que se experimentan las relaciones
de género, siempre relaciones de poder, en ese espacio y en ese tiempo,
pueden considerarse relaciones de poder en sentido estricto en las que se
manifiesta la capacidad de resistir; o bien, se constituyen en estados de
dominación, en los cuales las respuestas y formas de resistencia se hallan
regladas y pautadas de antemano. Es necesario, también, indagar el tipo
de instrumentos que se utilizan, ya sea la violencia o el consentimiento y
el consenso; o ambos a la vez: relaciones de violencia en algunos ámbitos,
de consentimiento o de consenso en otros... sin olvidar nunca que la pre-
sencia de la violencia pone fin a la relación de poder. Conocer, también, el
conjunto de mecanismos de gobierno que hacen factible y exitoso el soste-
nimiento y permanencia de los estados de dominación, al igual que las muy
diversas formas de resistencia, aun las minimizadas, regladas y opacadas
por el ejercicio del poder de un sexo sobre otro: es decir, de la experiencia
del poder en las prácticas cotidianas de ambos sexos, en cada momento de
la batalla, en cada impasse de la guerra. Hacer de las prácticas de mujeres
y hombres signados por el género el objeto privilegiado de análisis: sus
prácticas concretas, aun las más rutinarias y repetitivas.
El análisis de las relaciones de poder es una tarea política imprescrip-
tible en el proceso de constitución de los sujetos en cuanto tales y como
sujetos políticos, ya que en ellos se juega la obstinación de una voluntad y
la intransitividad de la libertad. Distinguir, entonces, en cada relación de
poder en que los sujetos estén involucrados, el sistema de diferenciaciones
que dicha relación promueve y exige: no existe relación de poder que no
promueva diferencias, sean jurídicas, de estatus o de privilegios; económicas,
de acumulación de riquezas y de bienes; de lugares, en cuanto al lugar que
ocupan en la producción de bienes, servicios y/o información; de destrezas
y capacidades; genéricas, de raza y color de piel. Las relaciones de poder
PODER 239

siempre son disimétricas, si bien pueden modificarse o, al menos, pueden


ser resistidas, cuestionadas, denunciadas, puestas en evidencia…
Distinguir también los objetivos estratégicos que se persiguen a través
del ejercicio del poder; es decir, lo que se busca obtener en esa relación:
mantener los privilegios, acumular ganancias, socavar o nulificar ciertas
formas de resistencia… Analizar, a su vez, los instrumentos utilizados, sea
en sus formas más violentas —el uso de las armas o la implementación
de sistemas policiacos de control y vigilancia— o bien en sus formas más
atemperadas —el uso del discurso y de los sistemas de información—; al
igual que las más variadas formas de simulación, de uso de la mentira, el
secreto o el ocultamiento y, aun, de convertir situaciones diferenciales
en efectos de naturaleza: naturalizar las diferencias para que se trans-
formen en irreversibles.
Observar las formas de institucionalización que dichas relaciones produ-
cen, preconizan y ponen en funcionamiento a fin de lograr su reproducción
y permanencia; el conjunto de aparatos que ponen en acción tendientes a
constituir dispositivos que faciliten y promuevan un determinado tipo de
ejercicio, en conexión y encadenados con muchos otros que se distribuyen
en la totalidad del conjunto social.
Y, finalmente, analizar si en la relación de poder existen formas de
racionalización, tanto de los objetivos perseguidos como de la eficacia de
los instrumentos puestos en juego, así como el costo económico y político
de su puesta en funcionamiento. Evaluar las estrategias y tácticas utilizadas
en el juego de la guerra y las batallas: “El ejercicio del poder no es un hecho
bruto, un dato institucional, ni es una estructura que se mantiene o se rompe:
se elabora, se transforma, se organiza, se provee de procedimientos que se
ajustan más o menos a la situación” (Foucault 1994: 242).
Las relaciones de poder adquieren inteligibilidad al ser leídas e in-
terpretadas desde la noción de guerra, desde los avatares de la batalla.
Aparecen, entonces, atravesadas, moldeadas, dirigidas, y aun incentivadas,
por consideraciones de índole estratégica: estrategias en la elección de los
medios para conseguir un fin, en los objetivos perseguidos por la lucha;
estrategias en la búsqueda de las acciones eficaces para obtener una ventaja
sobre el adversario; estrategia, también, a fin de lograr la victoria sobre el
adversario, aunque ello signifique su aniquilamiento, obligándolo entonces
a renunciar a la lucha y someterse a los términos del vencedor.
240 MARÍA INÉS GARCÍA CANAL

Las estrategias son siempre la búsqueda de soluciones ganadoras; sin


embargo, poseen un carácter distinto y diferenciado en tanto que son ela-
boradas por el ejercicio del poder, o bien producidas desde la resistencia y
la lucha. Dos estrategias diferenciadas: por un lado, las estrategias de poder,
ese conjunto de tecnologías, medios y mecanismos para hacer funcionar o
mantener y sostener determinados dispositivos de poder, tendientes a re-
producir cierto tipo de relaciones en los mismos términos. Y, por el otro, las
estrategias propias de las relaciones de poder o estrategias de enfrentamien-
to, que implican los modos de acción sobre la posible, eventual y supuesta
acción de los otros; aquellas estrategias que se elaboran en el momento de
la respuesta del adversario, que responden a la ocasión, y que también, sin
duda, buscan la victoria; es decir, buscan modificar las formas en que se
experimenta y vivencia esa relación de poder en un momento determinado.
Unas estrategias encuentran en las otras su propio objetivo, su límite
y su suspensión. Las estrategias de enfrentamiento hallan su límite con la
aparición de mecanismos estables capaces de reemplazar los antagonismos
de las fuerzas: uno de los adversarios ha logrado la victoria y, a partir de
ahí, será posible conducir y dirigir las conductas de los otros, de manera
constante y de forma cierta, al menos por un tiempo. Toda estrategia de
enfrentamiento tiene como objetivo constituirse en relación de poder, y
toda relación de poder busca, a su vez, constituirse en una estrategia victo-
riosa que le hará posible cristalizarse, institucionalizarse y, de esta manera,
repetirse y sostenerse en el tiempo.
La relación de poder, ante determinados acontecimientos, se trans-
forma en enfrentamiento abierto; y, en otros momentos de la lucha,
abandona el enfrentamiento y construye y edifica mecanismos por medio
de los cuales se estabiliza y reproduce.
Se está ante una doble lectura de las relaciones de poder, ya sea desde
los “dispositivos de poder” o bien desde la “historia misma de los enfren-
tamientos”. Un mismo hecho histórico con dos lecturas diferentes; en el
entrecruzamiento de ambas existirá la posibilidad de aprehender los fenóme-
nos de la dominación en su conjunto. La dominación con sus mecanismos,
tecnologías y dispositivos existe sin lugar a dudas; pero también, sin ninguna
duda, el tejido social se encuentra atravesado por múltiples formas de lucha
y enfrentamientos. Por lo tanto, será imprescindible observar el poder en
cuanto relación de fuerzas en tensión, desde estas dos dimensiones: desde
PODER 241

los términos de la lucha, el enfrentamiento, la batalla; y, a su vez, desde


las formas de gobierno, las maneras de controlar y dirigir las conductas
de manera repetida y estable. Gobierno logrado gracias a la utilización de
tecnologías específicas y a la implementación de mecanismos y dispositivos
a fin de fijar, bajo ciertos parámetros y determinado tiempo, los términos de
la lucha. Dispositivos de poder que, aunque sea por un instante, silenciarán
el fragor de la batalla e impondrán el silencio de la paz.
La multiplicidad de relaciones de fuerzas puede codificarse, ya sea desde
la guerra, ya desde la política, si es que se desea mantener la diferencia y
distancia entre estos dos campos por momentos indiferenciados, ya que
estas dos estrategias se deslizan una en la otra, buscando la segunda inte-
grar y homogeneizar las relaciones de fuerza que se presentan siempre en
desequilibrios, heterogéneas, inestables y en continua tensión. Por lo tanto,
la función del poder político consiste en reinscribir esas desigualdades en
el funcionamiento de las instituciones, en el goce de los bienes económicos
y de la producción, en el lenguaje, en el acceso a la educación y el saber, y
también, sin duda, en los cuerpos.
Analizar, entonces, el poder en su funcionamiento, en sus mismas
prácticas y en sus efectos; ya que es imposible olvidar que el poder “es el
nombre que se presta a una situación estratégica compleja en una sociedad
dada” (Foucault 1976: 123).
Será imprescindible preguntarse por los efectos que ese conjunto
de relaciones de fuerzas enfrentadas y en continua tensión producen en
los cuerpos, en los gestos, en los comportamientos de aquellos hacia los
cuales se dirige y que se constituyen en su blanco y campo de aplicación.
Indagar cómo se constituyen los seres humanos, poco a poco y de manera
concreta, en sujetos, en todo el sentido del término: sometidos a otros por
el control, la vigilancia y las formas más o menos exitosas de gobierno; y
sometidos a sí mismos a través del autoconocimiento y la consciencia de
sí. El sujeto, entonces, surge como uno de los primeros y fundamentales
efectos del poder, de tal manera que no podrá advenir sino en su relación
con el poder, que modelará su forma y le impondrá límites a su acción. Todo
límite puede ser desplazado; por lo tanto, dado el límite, se abre el campo
de su franqueamiento posible.
Al entender al sujeto como efecto mismo de las relaciones de poder,
el término poder se vuelve extensivo al ámbito de las conductas humanas;
242 MARÍA INÉS GARCÍA CANAL

engloba, con modalidades diferentes, las prácticas divisorias, las relaciones


de saber y el campo de la ética o de la constitución del sujeto como objeto
para sí mismo. El gobierno de los otros y el gobierno de sí.
Las prácticas divisorias, dirigidas directamente a los cuerpos, preconizan
e implantan la distinción, nominación, separación y aun exclusión y reclusión
de algunos cuerpos marcados por la diferencia; producen y generan la dife-
rencia y la otredad. La producción de cuerpos generizados y su consecuente
valorización serán, entonces, producto de la puesta en juego de tecnologías
de diferenciación normativa que caracterizan la manera en que los seres
humanos son gobernados unos por otros, conforme a múltiples normas que
establecen y preconizan el modelo a seguir. Las normas, por lo tanto, serán
actuadas por los sujetos en cuanto agentes de la acción (Butler 2002), y las
prácticas divisorias serán las encargadas de distinguir en los cuerpos los
signos de la desviación, hacer de ellos cuerpos marcados por la diferencia.
La relación de género asume, entonces, el carácter mismo de una
relación de poder, en cuanto relación disimétrica de fuerzas en tensión y
enfrentamiento, que responden a normativas sociales y, al mismo tiempo,
a determinados saberes productores de discursos de diferente índole. La
conformación de los cuerpos generizados requiere de las normas sociales
imperantes en cada espacio y en cada tiempo; normas que proponen un
estilo de comportamiento y exigen la repetición de una serie de actos que
manifiestan y expresan la diferencia genérica marcada por la norma.
Cada acto generizado que se repite en el tiempo reafirma y confirma la
norma al reproducir en las prácticas y en los cuerpos la versión propuesta
por la sociedad, que busca imponer un estilo propio a cada género. Proceso
de estilización de los cuerpos y de producción de una gestualidad que será
la propia de uno y otro género, en cada espacio y en cada tiempo. Serán,
también, los mismos cuerpos los que evidenciarán el éxito o el fracaso
total o parcial de la implantación de la norma al mostrar su interpretación
imperfecta, en su sentido más teatral. Cada cuerpo adquiere su género por
medio de una serie de prácticas iterativas: conjunto de actos repetitivos que
actúan y actualizan el género y que son renovados, revisados y consolidados
en el tiempo (Butler 1998).
Por su parte, el discurso de las ciencias humanas, al hacer del ser
humano su objeto de estudio e indagación, lo constituye como sujeto que
vive, habla y trabaja; y también implanta, por medio del discurso médico-
PODER 243

clínico, la diferenciación sexual y la escisión en géneros. Esos discursos, a


su vez, conminan a los sujetos a una nueva experiencia tanto de sí mismos
como del mundo en que viven. Al mismo tiempo que se comprometen con
determinados procesos de conocimiento referidos a un dominio dado de
objetos y a los juegos de verdad que emergen de esos discursos científicos,
se constituyen a sí mismos como sujetos generizados. Proceso simultá-
neo mediante el cual se transforman tanto en sujetos como en objetos
de conocimiento. Las ciencias humanas han incentivado y promovido la
conformación de una nueva subjetividad y, al unísono, han trasformado al
ser humano en objeto de conocimiento.
Las relaciones de saber se entrecruzan con las de poder, de tal manera
que no hay relaciones de saber que no se encuentren atravesadas por relacio-
nes de poder. Saber y poder entrelazados y que actúan de manera conjunta
y dirigen, marcan, conducen los procesos mismos de subjetivación:“la for-
mación de procedimientos por los cuales el sujeto es llevado a observarse
a sí mismo, a analizarse, a descifrarse, a reconocerse como dominio de un
saber posible” (Foucault 1976: 633).
Los procesos de subjetivación, el campo mismo de la ética, se hallan
atravesados, también, por relaciones de poder; si bien ahora esas relaciones
tienen lugar entre el sujeto y su sí mismo: una manera de constituirse en
sujeto moral, para lo cual busca conocerse, controlarse, probarse. Ello lo
conducirá a modificarse en su propia interioridad. Le exigirá la realización
de un trabajo sobre sí; una manera de objetivarse a sí mismo, siguiendo
ciertas normas y procedimientos éticos sugeridos, inducidos o impuestos
por las normas sociales, que podrá, o no, asumir como propios y com-
prometer en ellos su creencia. Si el rechazo a las normas aparece, los
sujetos resistentes serán signados por la diferencia y la desvalorización.
Así, los cuerpos marcados por la diferencia sentenciada y repudiada por
las normas sociales se vuelven blanco preferente del castigo social y aun
de la exclusión y la reclusión; esto posibilita la resistencia de aquellos
señalados por el ejercicio del poder. Se abre, entonces, un nuevo espacio
de conflicto en que esos cuerpos marcados lucharán por la reivindicación de
su diferencia, el reconocimiento social y su protección legal.
Se juegan, entonces, en la conformación de los sujetos y en el trabajo
ético que realizan sobre sí mismos, las normas y prescripciones sociales
referidas al género y a sus comportamientos esperados; de tal manera que
244 MARÍA INÉS GARCÍA CANAL

también prescriben y validan cierto tipo de goce en el ejercicio de la se-


xualidad y en el uso de los placeres de sus propios cuerpos. Por lo tanto, las
relaciones de poder cruzan los cuerpos y comportamientos generizados, el
ejercicio y goce de la sexualidad a fin de someterlos a procesos de norma-
lización. Aquellos que violentan esas normas —históricas, concretas— se
vuelven cuerpos abyectos, cuerpos que no importan, al decir de Judith Butler.
La relación ética del sujeto consigo mismo se centra, entonces, alre-
dedor de cuatro ejes: el eje material, la relación del sujeto con su cuerpo,
el modo de cuidarlo, de preocuparse de él, de hacer uso de sus placeres, de
responder a sus deseos; el eje ético, la relación con las normas que estruc-
turan sus conductas y pensamientos; el eje del saber, la forma de buscar la
verdad sobre sí mismo, la manera de descifrarse y saberse, y, finalmente,
el eje de lo esperable, donde se inscriben sus anhelos, deseos y esperanzas.
Diálogo y lucha que entabla el sujeto consigo mismo entre sus deseos,
necesidades y exigencias, y los códigos, prescripciones, normas y valores
propuestos, exigidos, prescritos e impuestos en el espacio y tiempo en
que cada sujeto vive su experiencia. Las prescripciones de género forman
parte, sin duda, de las normas propuestas por el orden social.
El sujeto ético, surgido durante los siglos xviii y xix en las sociedades
occidentales, fue inducido y dirigido, por medio de los discursos biológico,
médico y clínico, a elaborar su sexualidad como sustancia ética a trabajar,
construida por sofisticados mecanismos que transformaron el sexo en
materia a conocer, a descifrar y a interpretar, ya que se consideraba que
en él se escondía la verdad misma de su identidad y su existencia.
A la vez, el sexo, resultado del discurso biológico y médico-clínico, se
convirtió en el objeto privilegiado de los procesos de normalización de las
poblaciones, ya que permitía controlar y regular la reproducción social y,
con ella, lograr una administración eficiente de las poblaciones. La sexua-
lidad —dispositivo conformado por prácticas, estrategias y discursividades
de múltiple carácter: biológico, médico-clínico, moral, pedagógico, étnico,
económico y político— se constituyó en el campo fundamental en que se
ejerce el poder sobre la vida en sus formas más diversas, para lo cual utili-
za una serie de tecnologías: la anatomía política del cuerpo, que se lleva a
cabo mediante prácticas divisorias; una serie de discursos científicos que
lograron estatuto de verdad y tomaron como objeto de análisis los cuerpos
generizados, sus sexos y la sexualidad, y el trabajo ético del sujeto sobre sí
PODER 245

mismo. Por medio de un sinf ín de discursos de muy diferente índole, el sexo


se constituyó en el objeto de atención y trabajo del sujeto sobre sí mismo y,
al mismo tiempo, en verdadero asunto de Estado, ya que este buscó, a través
de prácticas, técnicas y discursos, intervenirlo, controlarlo y administrarlo.
Las relaciones de poder son imprescindibles en el análisis del género
y la sexualidad. El sujeto no adviene sino en su relación con el ejercicio del
poder y en su capacidad de resistencia. Al mismo tiempo, el trabajo del su-
jeto sobre sí mismo solo podrá realizarse en el interior de dichas relaciones
y de las normas que adquieren vigencia como resultado de la victoria de
una de las partes enfrentadas en la lucha. Las normas están siempre en dis-
cusión, ya sea para imponerlas, consensuarlas, rigidizarlas o flexibilizarlas.
La lucha tiene como objetivo modificar las formas en que se llevan a cabo
las relaciones; si bien esas relaciones están siempre presentes, las formas
varían como consecuencia y resultado de cada momento de la lucha, de cada
batalla enfrentada. “La relación de poder puede, bajo ciertas condiciones,
ser a la vez fuente de placer y fuente de crecimiento” (Chevallier 2014: 39).
Si las relaciones de poder jamás son estables ni definitivas, aparece
siempre la posibilidad de una apertura a nuevos campos de experiencia,
de tal manera que los estudios alrededor del género y la sexualidad —en
el entendimiento de que tanto uno como la otra se hallan permanente-
mente atravesados por relaciones de poder— no deben tener como único
objetivo descubrir lo que somos, sino rechazar eso que somos. Práctica
eminentemente política y fundamentalmente crítica de eso que somos
en función de las marcas impuestas por las normas sociales, forjadas a
partir de las diferenciaciones exigidas por el lugar que cada uno ocupa,
o está compelido a ocupar, en lo social, en función de su atribución de
género, de etnia o de color de piel; de su ubicación en una clase social o
económica. Y también en función de hacer propios ciertos pensamientos,
discursos y prácticas en los que compromete su creencia. Es en relación
con esas ubicaciones que todo sujeto asume, consciente o inconscien-
temente, una posición subjetiva que tiñe su experiencia, sus prácticas y
pensamientos, y le otorga, a su vez, su singularidad. Posición subjetiva
por la que deviene sujeto de su propia enunciación y de su propia práctica.
Apertura de una escena pública, de un desafío, en que el sujeto compromete
lo que piensa en lo que dice y hace; y da testimonio de la verdad de lo que
piensa en la enunciación de lo que dice y hace.
246 MARÍA INÉS GARCÍA CANAL

Una sociedad “sin relaciones de poder” no puede ser más que una
abstracción (Foucault 1994); por lo tanto, toda actitud crítica debe actuar
siempre al interior de dichas relaciones y de las normas que imponen, las
cuales el sujeto acepta, consiente, resiste, denuncia, rechaza, fragiliza o con-
testa, sin deshacerlas jamás. Solo podrá imaginar otras formas, diseñarlas
bajo otras coloraciones, trabajar para su modificación en aquello en lo que
han devenido inaceptables, reducirlas en su intensidad. La actitud crítica
es en sí misma una actitud política.

Referencias

Butler, Judith. 1998 [1990]. “Actos performativos y constitución del género: un ensayo
sobre fenomenología y teoría feminista”, en Debate feminista, año 9, vol. 18, pp.
296-314.
____________. 2002 [1993]. Cuerpos que importan. Sobre los límites materiales y
discursivos del "sexo", Buenos Aires, Paidós.
Chevallier, Philippe. 2014. Michel Foucault. Le pouvoir et la bataille, París, puf.
Foucault, Michel. 1976. “iv. Le dispositif de sexualité”, en Histoire de la sexualité i. La
volonté de savoir, París, Gallimard, pp. 99-173.
____________. 1994 [1982]. “Le sujet et le pouvoir”, en Dits et Écrits. 1954-1988, t. iv,
París, Gallimard, pp. 222-243.
____________. 1994 [1984]. “Foucault”, en Dits et Écrits. 1954-1988, t. iv, París,
Gallimard, pp. 631-636.
____________. 1994 [1984]. “Polémique, politique et problematisations”, en Dits et Écrits.
1954-1988, t. iv, París, Gallimard, pp. 591-598.
____________. 1997. “Cours du 7 de janvier 1976” y “Cours du 14 de janvier 1976”, en Il
faut défendre la société. Cours au Collège de France 1976, París, Gallimard-Seuil,
pp. 3-36 (Hautes Études).
Pospornografía

Fabián Giménez Gatto

Camp, porno-chic, posporno

“Películas pornográficas vistas sin lujuria” es uno de los ejemplos —propues-


tos por Susan Sontag (1990: 278)— a la hora de enumerar los heteróclitos
objetos que conforman el canon de lo camp. El camp será, para Sontag, una
suerte de mirada irónica, irreverente y estetizante, sobre las textualidades
más infames, artificiosas, extravagantes o de mal gusto, que pululan en
nuestra entrañable cultura visual; en este sentido, la sofisticada sensibilidad
camp —así como los efectos de glamur que habitualmente la acompañan—
tendrá mucho que ver con la emergencia de lo que hoy conocemos como
porno-chic. Según Brian McNair, si bien el término surge a inicios de la
década de 1970 y forma parte del léxico de la época dorada del porno, no
deberíamos reducir el fenómeno del porno-chic, o la pertinencia del término
que lo nombra, exclusivamente al éxito comercial de películas como Deep
Throat, Behind the Green Door o The Devil in Miss Jones. Más allá de su
sentido originario, y a partir de la década de 1990, la expresión designará
una especie de coqueteo de la teoría, el arte y la cultura de masas con la
iconograf ía y las convenciones retóricas de la pornograf ía como género.
De acuerdo con el planteamiento de McNair, esta metadiscursividad
no coincide con su lenguaje-objeto:
248 FABIÁN GIMÉNEZ GATTO

Porno-chic no es porno, sino la representación de lo porno en el arte y la cultura


no-pornográfica; el pastiche y la parodia de, el homenaje y la investigación
del porno; la transformación posmoderna del porno en un artefacto cultural
mainstream para una variedad de propósitos, incluyendo publicidad, arte,
comedia y educación (McNair 2010: 61).

De esta forma, sería posible distinguir entre lo pornográfico, tal como sur-
ge en la modernidad —es decir, como un género bien definido y con una
documentada historia que se remonta a los orígenes de la fotograf ía— y,
por otra parte, sus representaciones no pornográficas, encarnaciones de
la discursividad hardcore en clave soft, arty, chic, glam, camp, alt, indie
o punk (estas categorizaciones no pretenden ser exhaustivas y deberían
acompañarse de un dilatado etcétera).
En el terreno del arte contemporáneo, las cosas no son muy diferentes.
También a inicios de la década de 1990, Annie Sprinkle retomará, en el con-
texto de su espectáculo multiperformance “Post-Porn Modernist”, el término
acuñado por el artista holandés Wink van Kempen y definirá la pospornografía
como “un nuevo género de material sexualmente explícito que es, quizás,
visualmente más experimental, político, humorístico, ‘artístico’ y ecléctico
que el resto” (Sprinkle 1998: 160). De esta forma, el gesto fundacional de
Sprinkle inaugura nuevos devenires de lo pornográfico en la cultura visual
contemporánea, emergencia de una discursividad pospornográfica en que
la inclusión de los códigos de la representación pornográfica en el registro
artístico problematizará el estatuto de la imagen sexualmente explícita.
Desde entonces, arte y pornograf ía dejarán de ser términos opuestos, dan-
do lugar a una serie de desterritorializaciones, derivas e hibridaciones, que
prefiguraban las coordenadas de un nuevo territorio, mucho más complejo,
incierto y fascinante.
La deriva, nos dirá Roland Barthes, “adviene cada vez que no respeto
el todo” (1995: 32). En este sentido, suspender el carácter unario de la
representación pornográfica, trazar sus líneas de fuga, establecer otras
líneas de visibilidad que conformen otras figuras del deseo, nos remite,
creo yo, a la singularidad de ciertas prácticas teóricas y artísticas, derivas
de la escritura y la visualidad en los márgenes del dispositivo pornográ-
fico, más allá de sus agenciamientos de deseo, de sus codificaciones del
placer, de sus efectos masturbatorios. Parafraseando a Barthes, la deriva
POSPORNOGRAFÍA 249

pospornográfica surge cada vez que la pornograf ía me "abandona", o


bien, cada vez que yo la abandono, en lugar de abandonarme a las líneas
de visibilidad que la definen. Es decir, en el momento en que la mirada
se aparta de los tropos de la retórica del hardcore y de sus significantes
despóticos, cuando la pulsión escópica —asentada en estas figuras fuer-
temente codificadas y brutalmente enmarcadas— es sujeta a una especie
de ascesis, descentrándose en una suerte de estrabismo divergente, un
voyerismo de signo contrario, una exotropía arrojada a los contornos,
más o menos invisibles, del dispositivo pornográfico.
Así, podemos delinear provisionalmente los espacios estratégicos
de una tensión y, quizás, de una ruptura: por una parte, la pornograf ía
entendida como dispositivo de la sexualidad (un entramado de visibili-
dades que delinean objetos de deseo, de saberes en torno al placer y de
tecnologías que intentan representarlo, de relaciones de fuerza inscritas
en cada gesto, postura y práctica sexual, de subjetividades que se dibujan o
desdibujan en las imágenes y se encarnan en los cuerpos); y, por otra parte,
las derivas, las discontinuidades, los descentramientos y las fracturas en las
líneas de visibilidad de ese dispositivo, lo que me gustaría nombrar, sin más
preámbulos, pospornograf ía. Así, dispositivos pornográficos y visualidades
pospornográficas trazan el plano de inmanencia de una agonística que atañe
a la visibilidad del placer y a la puesta en escena del deseo. La cartograf ía de
ciertas estrategias pospornográficas, emergentes en las prácticas artísticas
contemporáneas, intenta trazar ciertas coordenadas para el análisis de un
territorio que, por su complejidad, no termina de adquirir la visibilidad que se
merece. Las formas extremas de la mirada pueden, aunque suene paradójico,
pasar desapercibidas, tornarse invisibles, perderse como lágrimas en la lluvia.
En Latinoamérica, el posporno —sin la t al final del prefijo, graf ía que
lo distingue del postporno español— ha alcanzado, afortunadamente, su
masa crítica. Desde hace unos años, un número significativo de artistas1 e
intelectuales2 han producido, desde sus condiciones geopolíticas específicas,

1 Quisiera mencionar, adelantando una disculpa por el desliz autobiográfico, a un puñado de ar-
tistas que considero, en lo personal, referentes clave del posporno latinoamericano: Rocío Boliver
(México), Felipe Osornio (México), Felipe Rivas San Martín (Chile) y Nadia Granados (Colombia).
2 Entre las producciones teóricas y ensayísticas más interesantes, en el contexto latinoamericano,
quisiera destacar los trabajos de Naief Yehya (México), Alejandra Díaz (México), Laura Milano
(Argentina) y Roberto Echavarren (Uruguay).
250 FABIÁN GIMÉNEZ GATTO

lo que podríamos esbozar, a grandes rasgos, como una especie de archipié-


lago de teorías y visualidades críticas de la pornograf ía. Desde la escritura
y la práctica artística, el posporno latinoamericano adquiere, a partir de la
presente década, no solamente una visibilización cada vez mayor, sino cierto
lenguaje común, un parecido de familia. En este sentido, Laura Milano nos
ofrece, desde una mirada feminista y regional, una aproximación bastante
sugerente a este efecto de constelación:

Desde hace un tiempo, diferentes artistas y activistas feministas trabajan


desde múltiples plataformas para dar forma a las expresiones de la sexualidad
femenina vinculadas a nuestras culturas e historias latinoamericanas. […] En
este marco —y tras la llegada de la teoría queer y el posporno europeo a estas
tierras— empezaron a surgir, tanto desde el ámbito activista como desde el
campo del arte contemporáneo, producciones artísticas críticas del discurso
hegemónico del porno y reivindicativas de las disidencias sexuales. Tales
producciones son las que hoy nombramos como pospornograf ía latinoame-
ricana (Milano 2014).

Ahora bien, cabe preguntarse acerca de las condiciones de posibilidad de


este nuevo régimen de visibilidad de lo sexual. Las páginas que siguen pre-
tenden explorar, en el registro del retrato hardcore, la emergencia de una
serie de estrategias pospornográficas tendientes a subvertir, suspender o,
al menos, problematizar los códigos representacionales de la pornograf ía.

Retratos vúlvicos

Antes de concentrarnos en el retrato hardcore, valdría la pena detenerse


unos instantes en una serie de regularidades discursivas al interior de una
economía escópica dominante como la pornograf ía, en la representación
de la desnudez femenina. Como bien señala Linda Williams (1999: 58), el
“show genital” —es decir, la exhibición, en primer plano, del sexo femeni-
no— se remonta a los orígenes de la imagen pornográfica. Baste recordar
los numerosos daguerrotipos estereoscópicos de Auguste Belloc, producidos
durante la segunda mitad del siglo xix; en ellos, la genitalidad femenina es
encuadrada en un plano cerrado, a la manera de L’origine du monde (1866)
de Gustave Courbet, una diáfana alegoría pictórica de las obsesiones
POSPORNOGRAFÍA 251

escópicas de la fotograf ía licenciosa. Las imágenes de Belloc inauguran, en


el registro fotográfico, una serie de convenciones representacionales que se
mantienen hasta nuestros días, entre ellas el split beaver, el clásico encuadre
pornográfico donde el sexo femenino, enmarcado por unas piernas abiertas
y desarticulado auráticamente de la dimensión del rostro —como puro valor
de exhibición, parafraseando a Walter Benjamin—, se abre ante nuestra
mirada en una suerte de apertura ginecológica, muchas veces facilitada
por las propias modelos, quienes, originalmente, subían su vestido con
una mano mientras cubrían su cara con la otra.
Un daguerrotipo estereoscópico de Belloc, de alrededor de 1860, es
el paradigma, en clave pornográfica, de esta noción de la feminidad como
mascarada. Una suerte de coquetería simmeliana, de afirmación y negación
simultánea, doble proceso de ocultamiento y desocultamiento: la modelo
levanta su falda con la mano derecha para develar su sexo, mientras su
mano izquierda oculta su rostro, un gesto dual que condensa, en una mi-
cropolítica del cuerpo, toda la tiranía del sexo sobre el rostro. En resumen,
el precio de esta puesta en imagen del sexo es, en la economía visual del
porno, la obliteración de la subjetividad. Doble movimiento de negación de
lo femenino, paralela desposesión de su placer y de su subjetividad.
Me parece que toda la historia de la pornografía moderna, no solamente
su origen sino también su destino, está contenida en un puñado de fotografías
de Auguste Belloc; un imaginario diagramado por líneas de visibilidad de
una sinecdóquica violencia, donde la desnudez femenina parece coincidir
con una suerte de alienación genital, es decir, una corporalidad reducida a
unos pocos centímetros cuadrados de anatomía y un erotismo confinado
al monte de Venus y sus alrededores. Proceso paralelo a una normalización
del placer escópico masculino —disculpen el pleonasmo— erigido a partir de
una cartograf ía erógena de vulvas, piernas y nalgas anónimas. Qué lejos
estamos, en este monolítico imaginario venéreo, prefigurado por Belloc en
los orígenes de la pornograf ía moderna, de la afirmación de Luce Irigaray
de que “la mujer tiene sexos prácticamente en todas partes” (2009: 21).
El artista John Hilliard ha parodiado, en Close-up (1994), esta autono-
mización escópica de la genitalidad femenina que termina clausurando al
propio cuerpo como espacio de subjetividad y deseo. Paradójica desnudez
sin intersticios, plena, unaria —sin vacilaciones, desdoblamientos o acce-
sorios—, convertida en una suerte de voraz agujero negro. Esta suerte de
252 FABIÁN GIMÉNEZ GATTO

visibilidad amplificada suele leerse, sobre todo en las diatribas psicoanalí-


ticas contra la pornograf ía, como la anulación de toda subjetividad, como
el agotamiento de todo deseo. El propio Jean Baudrillard, a pesar de su
genialidad —que, entre otras cosas, lo ubica en las antípodas del psicoa-
nálisis—, no está libre, a la hora de abordar lo pornográfico, de cierto tono
apocalíptico: “Desmultiplicación fractal del cuerpo (del sexo, del objeto,
del deseo): vistos muy de cerca, todos los cuerpos y los rostros se parecen”
(Baudrillard 1994: 37).
Yo no estaría tan seguro. Quizás la afirmación de Baudrillard sea
válida al interior del universo pornográfico; sin embargo, si analizamos el
despliegue de singulares formas de exhibición genital en el contexto de lo
pospornográfico —lo que me gustaría llamar retrato vúlvico—, tendríamos
que invertir la fórmula: visto muy de cerca, ningún sexo se parece. En el
pasaje del split beaver al retrato vúlvico, el sexo adquiere la significancia
de un rostro. Al contrario del anonimato pornográfico, rostrificar un sexo
es dotarlo de una inmanente singularidad.
Los dípticos de la serie Pussy Portraits (2009), de Frannie Adams,
articulan, en su intermitencia, esta resonancia del sexo y del rostro. Sus
close-ups genitales van acompañados de un retrato, en plano cerrado, del
rostro de sus modelos. El efecto de rostrificación genital se potencia,
metalépticamente, a manera de un contrapunto de detalles anatómicos,
de un encadenamiento sutil entre las peculiaridades de una topología
fisonómica y genésica. Efectos de superficie, fotogenia, oscilación de la
mirada, cartograf ías de una rostridad que emerge del cruce de dos coorde-
nadas cartesianas, en el plano trazado por la sonrisa y la "sonrisa vertical" de
las modelos. No está de más señalar que el retrato vúlvico opera una suerte
de desterritorialización anatómica de la imagen-afección, tal y como la
concibe Gilles Deleuze en sus estudios sobre cine (Deleuze 1984: 151). El
primer plano, como encuadre de lo expresivo, enmarca al sexo —ya no
únicamente al rostro— como espacio de significación, en una topología
fotográfica de subjetividades genitalizadas.
En el terreno de la imagen en movimiento, el cortometraje Face to Panty
Ratio (2011), de Richard Kern, explora, durante poco más de dos minutos y al
ritmo de una melodía de T. Moore, los gradientes de la relación entre el rostro
y la ropa interior. Esta topología erótica es abordada desde un voyerismo de
signo contrario, es decir, desde una mirada que oscila entre el fetichismo
POSPORNOGRAFÍA 253

de la lencería y la fascinación por el rostro femenino, complicidad de lo ob-


jetual y de la subjetividad en un delicado equilibrio, contrapunteándose en
una sucesión de tomas que se posan sobre el rostro y sobre el sexo, apenas
aludido, de sus modelos. Kern explora los gradientes del retrato vúlvico a
partir de la reversibilidad del placer escópico, es decir, una escopofilia no
limitada a lo genital, capaz de erogenizarse ante el mínimo detalle indu-
mentario, gestual o facial. Esto gracias a una edición que articula, desde un
erotismo de la intermitencia, 53 tomas de bragas, 41 tomas de rostros y 11
tomas que conjugan el rostro y las bragas en el mismo cuadro, en una suerte
de voyerismo rapsódico, sincopado, vertiginoso.
En el otro extremo del espectro, la serie Deux mille photographies du
sexe d’une femme (1969-1972), de Henri Maccheroni, se ubica en las antí-
podas de esta especie de juego combinatorio y relacional propuesto por
Kern, siendo, quizás hasta hoy, uno de los proyectos más fascinantes de
retrato vúlvico, más que nada por una especie de decadentismo escópico,
de fascinación por la repetición, de obsesión monotemática, puesta en
abismo de un sexo femenino fotografiado hasta el infinito. El tour de force
de Maccheroni, el obsesivo registro fotográfico del sexo de una mujer por
un lapso de alrededor de cuatro años, parece rebasar el puro voyerismo del
fotógrafo o el exhibicionismo de su modelo, para conducirnos a una especie
de embriaguez escópica, de deseo, más o menos delirante, de llevar el acto
fotográfico hasta sus límites. Fotografiarlo todo, en este caso, una vulva,
desde todos los ángulos, todas las condiciones de luminosidad, todas las
posturas. En fin, ni más ni menos que el empecinamiento poético de un
hombre enamorado, en una variante fuertemente genitalizada del viejo
tema de la musa.
En esta línea, los retratos vúlvicos de Beth B. que integran la exhibición
Portraits and Playthings (1996), al igual que las fotograf ías de la serie The
Y Project Collection, de Petter Hegre, parecen subvertir las prácticas más
asentadas de escopofilia. El minimalismo de ambas series —su simplicidad
y elegancia formal, sus coqueteos con la abstracción— contrasta con la
fetichización microrrealista que suele acompañar, en el limitado espectro
del registro pornográfico, la representación de la genitalidad femenina.
Siguiendo las huellas de Maccheroni, los retratos vúlvicos de Beth B. y Peter
Hegre encuentran su lógica en la pasión por la abstracción formal; en su
caso, ya no un sexo singular fotografiado en infinidad de maneras, sino una
254 FABIÁN GIMÉNEZ GATTO

multiplicidad de sexos fotografiados de idéntica manera, un sutil encade-


namiento de figuras que produce, de nuevo, un efecto de singularidad, de
repetición con diferencia, a la manera de las esculturas vaginales del artista
británico Jamie McCartney, cuyo proyecto más ambicioso hasta la fecha, el
políptico escultórico The Great Wall of Vagina (2011), se compone de moldes
de yeso de cuatrocientas vulvas, sobriamente distribuidos en diez paneles,
en una monumental escultura de pared de nueve metros de extensión. Los
retratos vúlvicos de McCartney —el registro escultórico de algunas de las
infinitas variaciones anatómicas del sexo femenino— producen una suerte
de estremecimiento pataf ísico. El monolítico espacio representacional de la
genitalidad femenina es subvertido a fuerza de indicialidad y acumulación.
De este modo, el análisis de estas estrategias representacionales disími-
les sugiere, al menos, la aparición de una incipiente taxonomía del retrato
vúlvico, capaz de incluir, en su despliegue, nuevos delirios clasificatorios,
inéditas cartograf ías escópicas de los paradójicos modos de ver el horror del
nada que ver. Pero no olvidemos lo esencial: desde la risa de Deméter ante la
exhibición genital de Baubo, el sexo femenino ha sido invisibilizado, o bien,
sujeto a una visibilidad encubierta. Quizás el retrato vúlvico produzca, entre
la documentalización anatómica y la abstracción formal, nuevas líneas de
visibilidad en torno a la desnudez femenina. Recordando a Irigaray, quién
sabe cuántos sexos se oculten, todavía, en el cuerpo de una mujer.

Retrato hardcore

El split beaver funciona, canónicamente, como la pose pornográfica por


excelencia, a partir de la exhibición de una desnudez en reposo, de una
genitalidad detenida en el gesto de su mostración. A su vez, la figura porno-
gráfica, entendida, barthesianamente, como “el gesto del cuerpo sorprendido
en acción, y no contemplado en reposo” (Barthes 1993: 13), encontrará su
lógica representacional en el meat shot, en la exhibición, en plano cerrado,
de la penetración vaginal. Pasaje de la exhibición genital al acontecimiento
genital donde, según Linda Williams (1999: 58), el meat shot (el primer
plano de la penetración genital) opera, iterativamente, como evidencia
visual de la “realidad” de la actividad sexual, reducida a la mecánica de los
genitales en acción. De la pose a la figura, de la mostración a la penetración,
POSPORNOGRAFÍA 255

una misma obsesión genital atraviesa los tropos de la discursividad triple


equis. Ahora bien, así como el split beaver encuentra su contrapartida en
el retrato vúlvico, el meat shot, como representación canónica del número
sexual, encontrará su contrapunto pospornográfico en el retrato hardcore.
Las representaciones sexualmente explícitas que rebasan las obsesiones
genitales de lo pornográfico serían —a riesgo de apresurarnos demasiado—
la fórmula elemental del retrato hardcore. En este sentido, los registros
fotográficos de prácticas sexuales, de individuos, parejas y, ocasionalmente,
algún trío o cuarteto, producidos por Michael A. Rosen —en particular,
aquellos recogidos en sus libros Lust and Romance: Rated X Fine Art Pho-
tographs (1998) y Vanilla Sex: Explicit Fine Art Photographs (2007)— se
distinguen, a pesar de su carácter explícito, de los lugares comunes de la
representación pornográfica. Esto a partir de tres rupturas que funcionan
a manera de subversiones de los clichés pornográficos.
A nivel formal, no estaría de más señalar ciertos aspectos que destacan
más allá de lo obvio —fotograf ías de estudio, en blanco y negro, iluminadas
cuidadosamente y elegantemente compuestas—: por una parte, los primeros
planos brillan por su ausencia, siendo sustituidos por planos completos y
de conjunto; una suerte de efecto de completud, de continuidad erótica,
contrasta con la fragmentariedad de la mirada pornográfica. Por otra parte,
los puntos áureos suelen posarse sobre los rostros, produciendo una especie
de pregnancia de la rostridad sobre la genitalidad. La ecuación se invierte:
pasaje de una visibilidad del sexo puramente fisiológica, documental, a una
visualidad que conjuga, bajo la lógica del retrato, lo sexual con lo expresivo.
Repliegue del sexo, paralelo a un despliegue del afecto.
En cuanto a los contenidos, pensemos al sexo, en principio, como el
tema de estas fotograf ías. Ahora bien, las prácticas sexuales retratadas re-
basan el reducido repertorio heteronormativo presente en la pornograf ía
mainstream, recorriendo, transversalmente, buena parte de sus subgé-
neros más populares; sin embargo, la mirada fotográfica de Rosen opera
una subversión en la subgenerofilia pornográfica. Las prácticas sexuales
más diversas son presentadas sin solución de continuidad y sin pretensión
clasificatoria. Es decir, frente a la codificación pornográfica y sus fórmulas
estereotipadas, la representación del sexo adquiere un carácter peculiar,
una especie de idiosincrasia propia del retrato. No olvidemos que los mo-
delos de Rosen no son profesionales de la industria del entretenimiento
256 FABIÁN GIMÉNEZ GATTO

para adultos, sino parejas reales. Los rituales amatorios parecen investirse
de cierto manierismo, un efecto de singularidad acompaña cada gesto de
placer, cada estremecimiento de goce. Estaría tentado a pensar esta sin-
gularidad en términos de lo que Deleuze llamaba el encanto: “En la vida
hay una especie de torpeza, de fragilidad f ísica, de constitución débil, de
tartamudeo vital, que constituye el encanto de cada uno” (Deleuze y Parnet
1980: 9). Me parece que esta desnudez expuesta en su fragilidad, en su vul-
nerabilidad irrepetible, constituye el punctum, más o menos inconfesable,
de los retratos sexualmente explícitos de Michael Rosen.
Por último, arribamos a la dimensión más significativa del retrato
hardcore, sugerida en las dos primeras rupturas: lo que podríamos llamar,
simplemente, Eros, esto es, siguiendo a Barthes, “un compromiso, ya se-
ductor, ya repulsivo, con el afecto” (2001: 145). El afecto traza el plano de
inmanencia del retrato hardcore, su agenciamiento de deseo. En este sen-
tido, podríamos pensar al afecto como una suerte de esbeltez en la imagen
sexualmente explícita, un estado de gracia donde la maquinaria represen-
tacional necesita, en términos visuales, muy poca energía para crear efectos
de significación: bastará el roce de los cuerpos, un estremecimiento, una
mirada, una sonrisa. Nos dirá Jean-Luc Nancy, a propósito del afecto —es
decir, a propósito de afectar y ser afectado, tocar y ser tocado— lo siguiente:

El “contacto” —la contigüidad, la fricción, el encuentro y la colisión— es la


modalidad fundamental del afecto. Ahora bien, lo que el tocar toca es el límite:
el límite del otro —del otro cuerpo, dado que el otro es el otro cuerpo, es decir
lo impenetrable (penetrable únicamente a través de la herida, no penetrable
en la relación sexual en que la “penetración” es nada más un tocar que empuja
el límite más allá) (Nancy 2007: 51).

En esta línea, el retrato hardcore opera una problematización escópica


de la penetración, deconstrucción de la modelización tiránica de un
sexo genitalizado a partir de la discreta aparición del otro como límite
(un cuerpo antipornográfico, obtuso e impenetrable). Pasaje del para-
digma visual porno-moderno de la penetración a uno del tacto —en su
plurivocidad radical, en tanto sugiere una estética de la existencia como
toque y como delicadeza en el tocar—, o bien del contacto como modelo
pospornográfico del cohabitar.
POSPORNOGRAFÍA 257

Retratos de la pequeña muerte

A diferencia de la obviedad —en términos representacionales— del orgasmo


masculino, el orgasmo femenino constituye, por así decirlo, el punto ciego
de la mirada pornográfica. Esta miopía frente al placer femenino reproduce,
en el orden de lo visible, lo que Rachel Maines define, en el registro de la
scientia sexualis, como el modelo androcéntrico de la sexualidad:

La definición androcéntrica del sexo como una actividad reconoce tres pasos
esenciales: preparación para la penetración (“juego previo”), penetración y
orgasmo masculino. La actividad sexual que no involucra al menos los dos
últimos no ha sido popularmente, médicamente (y si vamos al caso, legalmente)
vista como “la cosa real”. Se espera de la mujer que alcance el orgasmo durante
el coito, pero si no lo hace, la legitimidad del acto como “sexo real” no queda
disminuida (Maines 1999: 5).

Pareciera que Rachel Maines estuviera describiendo nuestros cansinos


placeres escópicos frente a cualquier número sexual de cualquier película
porno convencional. Resulta impresionante constatar que el modelo an-
drocéntrico funciona, como anillo al dedo, a la hora de definir el carácter
“sexualmente explícito” de la pornograf ía como género. Es decir, oponemos
alegremente, en la jerga de la crítica cinematográfica, el “sexo simulado”
del cine erótico al “sexo no simulado” del cine pornográfico, cuando, de
hecho, esta significación de lo “explícito”, de lo “no simulado”, en definiti-
va, del “sexo real” —algo así como el inconsciente óptico del dispositivo
de la sexualidad, operando en buena parte de las prácticas discursivas en
torno al sexo mediatizado— ignora, olímpicamente, la representación del
orgasmo femenino. Deberíamos preguntarnos: ¿acerca del sexo explícito
de quién hablamos, cuando hablamos de pornograf ía?
Linda Williams es bastante elocuente al deconstruir, desde la genealogía
foucaultiana y la teoría feminista, las fantasías de la imaginería pornográ-
fica a la hora de solicitar aquello de lo que nunca estará segura, esto es, de
acuerdo con ella misma (1999: 50), no el performance voluntario del placer
femenino, sino su confesión involuntaria. De esta forma, Williams ubica la
figuración del orgasmo femenino —al menos, al interior de la visualidad
pornográfica— en la dimensión de lo irrepresentable. Tal vez ello explique,
258 FABIÁN GIMÉNEZ GATTO

en términos compensatorios, la hiperbolización representacional del or-


gasmo masculino como suplemento de un goce femenino, por lo menos,
incierto, amenazado perpetuamente por la posibilidad de su fingimiento.
Por su parte, desde la medicina del sexo, nos encontramos con fantasías
y temores atávicos igualmente delirantes. Un ejemplo espeluznante, no tan
lejano en términos históricos —pensemos en la iconograf ía del hospital
parisino de La Salpêtrière en las postrimerías del siglo xix—, es el del or-
gasmo femenino convertido en “paroxismo histérico”. Una patologización
del placer femenino en el registro de la histeria, donde, según Maines, “la
sexualidad femenina fue representada como una patología y el orgasmo
femenino, redefinido como la crisis de la enfermedad, fue producido clíni-
camente como una terapia legítima” (1999: 7). Pareciera que ni la sexograf ía
ni la pornograf ía, en la constelación temporal de lo moderno, supieron qué
hacer con el orgasmo femenino, al menos, desde la invención del vibrador
electromecánico en 1880, como herramienta clínica para el tratamiento
de la histeria, hasta la reivindicación no patologizante de la masturbación
femenina y del orgasmo clitoridiano, de la mano de Betty Dodson, en la
década de 1970. En fin, tal vez los saberes y las prácticas cambiaron conside-
rablemente en el transcurso de un siglo; sin embargo, las representaciones
del placer femenino —a pesar de los cataclismos setenteros en la episteme
sexual— siguen siendo, todavía, bastante victorianas. Quizá sea el momento
de hacerlas tambalear.
Volvamos, entonces, al registro del retrato hardcore, a un retrato de
la pequeña muerte, ahora, desde una sintomatología del placer femenino.
Moment, un cortometraje experimental de Stephen Dwoskin, filmado en
Londres en 1969, enmarca, durante doce minutos y medio, el rostro de Tina
Frasier, mientras fuma y se masturba hasta llegar al orgasmo. Este tour de
force visual en torno al autoerotismo femenino participa en los “placeres
solitarios” de Tina Frasier desde una mirada libidinal no objetualizante,
alejada del voyerismo y de la fetichización pornográfica.
Moment refleja, entonces, el deseo de acompañar, en tiempo real y
tras la lente, el despliegue de una progresión de signos transitivos, agen-
ciamiento del deseo en un encadenamiento de discretos placeres, desde
el primer gesto de la modelo, reconociendo la presencia de la cámara
—asintiendo con la cabeza, mientras sus ojos permanecen cerrados—,
pasando por los sutiles gradientes de un crescendo masturbatorio, hasta
POSPORNOGRAFÍA 259

llegar a los signos elocuentes del paroxismo sexual, del momento orgásmico
y de su resolución. Esta “instancia de intimidad”, de “participación” o de
“diálogo” (expresiones usadas por el director a la hora de reflexionar sobre
las condiciones de posibilidad de este cuadro sintomatológico del placer
femenino) lo colocan en la posición de un participante involucrado más
que de un mirón anónimo, o bien en el lugar de un retratista más que de
un pornógrafo (me atrevería a decir, un retrato de la pequeña muerte que
funciona más en el registro del amor que en el del sexo).
Esta suerte de compromiso con el afecto no ha hecho más que po-
tenciarse en la visualidad contemporánea, a través de una multiplicidad
de aliteraciones de la fórmula de Dwoskin. Va un apresurado recuento. El
cortometraje feminista Come Together (2006), de Mia Engberg: una explo-
ración de la hermandad femenina en una oda visual a la amistad, a la mas-
turbación y al orgasmo, a partir del montaje de seis autorretratos hardcore
realizados, por Engberg y cinco de sus amigas, con teléfonos celulares. La
serie de cortometrajes Hysterical Literature (2012), de Clayton Cubbit: un
divertido experimento orgásmico-literario en torno a la confesión involun-
taria del placer femenino durante sesiones de lectura en voz alta, gracias
a los incontrolables efectos erotizantes del célebre masajeador de espalda
Hitachi Magic Wand. Por último, pero no menos importantes, son las re-
sonancias digitales del placer escópico prefigurado por Moment, en sitios
electrónicos como Beautiful Agony (en línea desde 2004), donde una suerte
de empoderamiento femenino parece articularse, desde la autenticidad del
placer, con la visibilidad orgásmica en el espacio de la rostridad. Síntomas,
todos ellos, de una “ética de la mirada antivoyerística” (Crimp 2005: 180),
es decir, de placeres visuales no pornográficos.

Coda

A manera de conclusión, me gustaría abordar una singular modulación


escópica del retrato hardcore, presente en Fuses —un cortometraje expe-
rimental de la artista feminista Carolee Schnemann, exhibido por primera
vez en 1967— y en Pornscapes —una serie fotográfica de Pierre Radisic
publicada en 2006—; en ambas propuestas visuales, estos artistas exploran
la relación íntima con sus parejas —James Tenney y Anne Bernard, respec-
260 FABIÁN GIMÉNEZ GATTO

tivamente— ubicándose a mitad de camino entre el retrato del amante y el


autorretrato. Así, esta puesta en escena de la intimidad parece desvanecer
la línea que separa el registro de la musa, como objeto de deseo, y el re-
gistro, más o menos narcisista, del sujeto en la autorrepresentación. Esta
forma híbrida se ubica, entonces, en el espacio de nadie del encuentro de
los cuerpos, más allá del sujeto y del objeto, líneas de visibilidad iluminan
un particular agenciamiento del deseo, una suerte de interretrato hardcore.
Detengámonos en el prefijo inter-: esta forma particular de representación
explícita hace del “hay de la relación sexual” —retomando el título de un
libro de Nancy— su campo privilegiado de exploración escópica, el “entre”
de los cuerpos, o bien, las modalidades de contacto y de continuidad erótica
entre el artista y su otro significativo.
Ni retrato ni autorretrato, interretrato. Desdibujamiento del sujeto de la
representación ante la caricia del otro, ante las concavidades o convexidades
del otro sexo, melting pot libidinal donde los cuerpos parecen escapar de sí
mismos, puesta en suspenso del carácter discontinuo y disciplinariamente
genitalizado que signa buena parte del universo representacional de la cor-
poralidad y sus placeres. En este sentido, creo que valdría la pena retomar las
reflexiones de Michel Foucault al repensar la representación de los cuerpos
más allá de lo que él llamaba un erotismo disciplinario —más allá de Sade y
el sadismo—: “Se trata de una desmultiplicación, de una efervescencia del
cuerpo, una exaltación en cierto modo autónoma de sus mínimas partes,
de las menores posibilidades de un fragmento del cuerpo […] el cuerpo
vuelto enteramente plástico por el placer: algo que se abre, que se alarga,
que palpita, que sacude, que abre” (Foucault 1993: 23).
Tanto Fuses de Schneemann como Pornscapes, de Radisic, rebasan la
fetichización de los cuerpos, desmantelando la objetualización del placer
presente en lo pornográfico. Esto, como bien señalaba Foucault, a partir “de
un encuentro a la vez calculado y aleatorio entre los cuerpos y la cámara,
descubriendo algo, haciendo levantar un ángulo, un volumen, una curva,
siguiendo un trazo, una línea, eventualmente un pliegue” (Foucault 1993:
23). Alegorías de la intimidad, devenires y metamorfosis, imágenes de placer
liberadas de la mímesis pornográfica, montajes que desorganizan el cuerpo
y trastocan la linealidad narrativa del deseo.
Esta visualidad háptica, esta mirada táctil —líneas de visibilidad que
diagraman las formas de “la contigüidad, la fricción, el encuentro y la
POSPORNOGRAFÍA 261

colisión” en el espacio del afecto— define el estilo de una multiplicidad


de estrategias visuales que, en las últimas dos décadas, resisten, desde la
trinchera del arte, frente al monopolio pornográfico en la producción y
circulación de imágenes sexualmente explícitas. Este gesto de resisten-
cia común, así como sus parecidos de familia —que los distinguen de la
normalización del sexo presente en el dispositivo pornográfico—, prefi-
gura el corpus de lo que me gustaría llamar retrato hardcore. Podríamos,
entonces, imaginar la regla de oro del retrato hardcore: desterritorializar
el sexo, trazar las líneas de visibilidad de un agenciamiento del deseo en el
afecto. Pasaje de las cansinas representaciones pornográficas de un sexo
unidimensional —mercantilizado, autónomo y genitalizado— enmarcado
en los estrechos confines del meat shot, a la exploración escópica de las
potencialidades de una sexualidad concebida en términos de contacto,
visualidades pospornográficas que hacen de la intimidad una cuestión
de piel.

Referencias

Barthes, Roland. 1993. Fragmentos de un discurso amoroso, México, Siglo xxi Editores.
____________. 1995. El placer del texto, México, Siglo xxi Editores.
____________. 2001. La Torre Eiffel. Textos sobre la imagen, Barcelona, Paidós.
Baudrillard, Jean. 1994. El otro por sí mismo, Barcelona, Anagrama.
Crimp, Douglas. 2005. Posiciones críticas. Ensayos sobre las políticas de arte y la
identidad, Madrid, Akal.
Deleuze, Gilles. 1984. La imagen-movimiento. Estudios sobre cine 1, Barcelona, Paidós.
Deleuze, Gilles y Claire Parnet. 1980. Diálogos, Valencia, Pre-textos.
Foucault, Michel. 1993. “Sade, sargento del sexo”, en Relaciones, núm. 115, Montevideo,
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Irigaray, Luce. 2009. Ese sexo que no es uno, Madrid, Akal.
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Prostitución/trabajo sexual

Pamela J. Fuentes

La prostitución y su significado han sido objeto de discusiones de larga data.


No obstante, a cada momento histórico ha correspondido una preocupación
particular, así como la preponderancia de una u otra postura al respecto. Los
debates en torno a este tema han involucrado a diversos actores sociales:
la iglesia católica, los distintos gobiernos a nivel local y federal, médicos,
jueces, vecinos, organismos internacionales, grupos feministas y, en menor
medida, personas dedicadas a esta actividad.
De manera amplia, la prostitución puede definirse como la compra-
venta de contactos sexuales. Es necesario, sin embargo, tomar en cuenta
que este vocablo se utiliza ampliamente de forma denigratoria y conlle-
va un fuerte estigma. Por ello, ha variado a lo largo del tiempo y se han
utilizado otros términos para resignificar esta transacción en contextos
laborales, por ejemplo, sexoservicio o trabajo sexual, cuando se lleva a
cabo de manera consensuada. A lo largo de esta reflexión se utilizará el
término prostitución varias veces, con el objetivo de evitar anacronismos,
más que por perpetuar su carga negativa.
Asimismo, la prostitución ha estado íntimamente relacionada con
debates en torno a la trata y el tráfico de personas con fines de explotación
sexual. En estos casos, se niega la connotación laboral o electiva y se con-
sidera una forma de violencia contra las mujeres. Es necesario, además,
apuntar que la prostitución se inserta en una industria de comercio, la
cual involucra una amplia gama de actividades que incluyen, además del
264 PAMELA J. FUENTES

trabajo sexual, la producción de pornograf ía, los video chats, acompañantes


o escorts, bailes eróticos, sexo telefónico, shows de sexo en vivo, etcétera.
La conceptualización de la prostitución/trabajo sexual y la explotación/
trata de personas implica tanto al libre albedrío como al crimen. La primera
supondría una decisión tomada en libertad para dedicarse a un oficio: el
intercambio de labores sexuales a cambio de dinero. En este caso, quien
vende su cuerpo podría decidir de qué manera y a quién ofrece sus servicios
y en qué gasta sus ganancias, además de poseer autonomía de movilidad y
sobre el uso de su tiempo cuando no esté desempeñando dicho trabajo. No
hay que olvidar, sin embargo, que esta actividad involucra a personas que
se desenvuelven en distintos estratos sociales, que ingresan o se mantienen
en el trabajo sexual por razones muy diversas. Así, dentro de este espectro
amplio de posibilidades, existe quien encuentra esta ocupación liberadora y
la elige por las generosas ganancias económicas que deja a quien la desem-
peña en ciertos espacios de élite, mientras que en otros casos, la iniciación
en el trabajo sexual está relacionada con la desesperación económica, las
drogas o situaciones violentas en el entorno familiar. En muchos de estos
últimos casos, el trabajo sexual es una actividad de sobrevivencia, vivida
de manera precaria, que despierta sentimientos de culpa o vergüenza en
quien la desempeña (Lamas 2014: 167).
Por su parte, en la trata/explotación sexual no hay una valoración
del mercado laboral por parte de la persona cuyo cuerpo es puesto en
venta. La mayoría de las veces hay un engaño premeditado por parte de
un enganchador, e incluso una red criminal de hombres y mujeres, que a
través del secuestro o falsas promesas laborales, de amistad o amorosas,
generalmente remueven a mujeres jóvenes de su entorno social y familiar
para trasplantarlas a un encierro forzado, en el que son obligadas a tener
relaciones sexuales sobre las que no tienen ninguna opinión ni ganancia.
Actualmente, la industria del sexo emplea a individuos de diferentes
géneros y preferencias sexuales. Sin embargo, la distribución de género
dentro de la prostitución ha involucrado una abrumadora mayoría de
mujeres que venden sus servicios y una mayor proporción de hombres
que pagan por ellos. Por esa razón, han sido ellas quienes han estado
bajo el escrutinio médico, legal, moral y regulatorio, mientras que los
clientes han escapado del mismo por siglos. No obstante, en años recientes se
ha enfatizado el papel que desempeñan los consumidores de servicios
PROSTITUCIÓN/TRABAJO SEXUAL 265

sexuales en los debates internacionales en torno al tema. Para explicar


esta disparidad entre hombres y mujeres dentro del comercio sexual se
han desarrollado algunas hipótesis que apuntan a la inequidad de género
que opera en contextos laborales, sociales y culturales. En la mayoría de
los países, las mujeres conforman el grupo más amplio en desventaja
económica y social. Reflejo de esto son las estadísticas que demuestran la
disparidad de salarios entre hombres y mujeres, los obstáculos para que
ellas accedan a altos puestos gerenciales y de mando —mientras que son
mayoritariamente empleadas en puestos administrativos o de servicios—,
la distribución desigual de los quehaceres domésticos dentro de la familia,
así como la enorme cantidad de jefas de familia que viven en situación
de pobreza o pobreza extrema. Si bien las condiciones de las mujeres en
el comercio sexual son variadas, muchas de aquellas que se involucran
en esta actividad son pobres, jóvenes y con pocos o nulos estudios. A
esto se suma que en muchos de los contextos actuales las mujeres son
concebidas como inferiores respecto a los hombres, lo cual repercute
en la marginalización, el estigma, el acceso inequitativo al poder y los
estereotipos negativos a los que se enfrentan las mujeres en general y las
trabajadoras sexuales en particular (Satz 1995: 74-81). Antes de examinar
los principales argumentos en torno a la prostitución y el trabajo sexual
que sostienen las discusiones actuales y las voces que los enuncian, es
necesario mirar atrás y detenerse en los cambios más importantes que ha
sufrido tanto el término prostitución como las actividades y percepciones
asociadas al mismo en México.
Aunque de origen antiguo (del latín prostituere, estar a la vista, colocado
al frente), los términos prostitución y prostituta comenzaron a utilizarse
en la capital de la Nueva España a principios del siglo xviii. La estructura
comercial de la sexualidad se había establecido con anterioridad, pocos
años después del triunfo español sobre los aztecas, con el establecimiento
de la primera casa de mancebía en 1538 (Núñez 2002: 25). Sin embargo, a las
mujeres que trabajaban en estos lugares se les llamaba “rameras” o “mujeres
públicas”, siguiendo la usanza española, o macehual, mujer perdida o aman-
cebada, de acuerdo con la denominación indígena (Muriel 1974: 16). En las
sociedades prehispánicas también existieron formas de intercambio sexual
por bienes materiales, pero aún no hemos alcanzado a dimensionarlas, pues
la mayor parte de los testimonios que existen al respecto fueron escritos
266 PAMELA J. FUENTES

por los frailes y conquistadores, quienes impusieron su propia concepción


sobre la sexualidad a los relatos e interpretaciones originarios.
Las tres centurias coloniales dieron cobijo a una sociedad que se ri-
gió por los patrones implantados desde la península ibérica; por ello, las
interacciones sociales estuvieron primordialmente reguladas por la iglesia
católica. Dentro de ese contexto, las autoridades eclesiásticas trataron de
controlar a las mujeres que se dedicaban a la prostitución, más con el obje-
tivo de combatir el pecado y el escándalo público que representaba que por
expresar un rechazo a los burdeles o un combate a la costumbre masculina
de frecuentarlos. En las llamadas mujeres públicas recaía tanto la honra de
las mujeres de familia como la responsabilidad por el extendido contagio
de sífilis, que se consideraba un castigo de Dios (Núñez 2002: 22-24).
El pecado como elemento definitorio de la prostitución en la sociedad
novohispana fue desplazado por el reglamentarismo y la higiene hacia me-
diados del siglo xix. El ojo vigilante de la iglesia cedió paso a la mirada de
los médicos, quienes auscultaron los cuerpos de las mujeres que ofrecían
servicios sexuales en burdeles de diferentes categorías, calles y accesorias.
La instauración del sistema reglamentarista en la década de 1860 puso en
manos de las autoridades civiles el control del comercio sexual de la Repú-
blica. El también llamado “sistema francés” tenía tres principios básicos:
registro, inspección y encierro. Las mujeres que quisieran abrir casas con
ese propósito o involucrarse en la compraventa de servicios sexuales debían
inscribirse ante la Inspección de Sanidad. Allí recibían un libreto que las
autorizaba a trabajar, siempre y cuando estuvieran libres de enfermedades
venéreas. Por ello, debían asistir a chequeos médicos regulares. En caso
de confirmarse el contagio, eran encerradas en el hospital Morelos, lugar
que fue testigo de numerosas protestas por parte de las internas, quienes
se quejaban de estar allí en contra de su voluntad (Núñez 2002: 162-165).
Una fuerza policiaca especial estaba a cargo de aplicar el reglamento y
presentar a las autoridades médicas a aquellas mujeres que trabajaran fuera
del control establecido.
A principios del siglo xx, médicos y juristas debatieron ampliamente a
favor y en contra de la prostitución reglamentada. Después de varias décadas
de haberse instaurado el sistema, no había demostrado su efectividad para
evitar la propagación de los males venéreos. En otros países ya se habían
llevado a cabo airadas protestas en contra de las medidas que buscaron la
PROSTITUCIÓN/TRABAJO SEXUAL 267

regulación del comercio sexual. En ellas, la participación feminista fue


destacada. Nombres como Josephine Butler o Clara Campoamor fueron
mencionados por aquellos mexicanos que debatían sobre el tema. La ma-
yoría de los abogados o doctores que escribieron al respecto citaron, en
ocasiones, algunas voces del feminismo europeo. Por ejemplo, llegaron
a sostener que era inadmisible castigar a las mujeres por una conducta
en la que, necesariamente, había una participación masculina, opinión
heredada del feminismo británico de mediados del siglo xix que buscó
eliminar la regulación de la prostitución en aquel país.
Los intelectuales porfiristas, no obstante, se apegaron más a una discu-
sión estrictamente jurídica que al feminismo. En sus debates nunca inclu-
yeron opiniones de feministas mexicanas y a las europeas las citaban más
bien con el objetivo de argumentar una discusión de derechos individuales
versus derechos colectivos y no por un interés directo en el bienestar de las
mujeres dedicadas al comercio sexual. A través de sus voces no buscaron,
tampoco, castigar a los clientes, sino validar la intervención estatal en el
ordenamiento de esta actividad ya que, consideraban, las prostitutas no
podían defenderse del sistema en el que estaban inmersas debido a que
tenían una capacidad mental inferior.
Después de la instauración del Estado posrevolucionario, el debate entre
aquellos que deseaban mantener el sistema reglamentarista y los que pug-
naban por su derogación continuó. En este contexto, México formaba parte
de una discusión transnacional sobre el tema en la que el feminismo tuvo
un papel fundamental. En el seno de la Liga de Naciones, la preocupación
por lo que en un principio se denominó “trata de blancas” comenzó a cobrar
mayor importancia. Se creó un comité que analizaría el tráfico de mujeres
y niños a escala global. En 1927 se publicó un reporte sobre la situación del
comercio sexual en las principales ciudades de 28 países, incluido México.
En aquel momento, el país aún no formaba parte de este organismo inter-
nacional y su participación en las conferencias internacionales o la firma de
sus acuerdos era prácticamente nula. En 1926, el presidente Plutarco Elías
Calles firmó el que sería el último reglamento federal para el ejercicio de
la prostitución (Bliss 2001: 2).
El informe de la Liga de Naciones puso especial énfasis en la existencia
o no de casas de prostitución legales, debido a que un grupo importante
de feministas dentro del comité consultivo sobre el tráfico de mujeres
268 PAMELA J. FUENTES

y niños pugnó por la abolición de la prostitución reglamentada, con el


argumento de que la existencia de burdeles autorizados facilitaba la explo-
tación sexual de mujeres en beneficio de los hombres y el Estado (Pliley
2010: 91). Algunos estudios recientes han señalado que, en gran medida,
esta preocupación estuvo impulsada por el incremento de la migración de
mujeres europeas que viajaban solas hacia el continente americano como
consecuencia de la tensión surgida durante el periodo de entreguerras. Por
esa razón, países que se consideraban importantes destinos migratorios
estuvieron bajo el escrutinio de la Liga de Naciones. El pánico moral
que causaba el hecho de pensar que mujeres europeas se prostituyeran
en burdeles extranjeros, con hombres de diferentes razas, influyó en las
demandas que el comité consultivo solicitaba a los diferentes países desde
Ginebra (Guy 2000: 23).1
El gobierno mexicano derogó la prostitución reglamentada en 1940.
Con esta medida, que hacía eco del abolicionismo internacional, se prohi-
bieron los burdeles. Algunos años antes ya se habían dado algunos pasos
en este sentido. El código penal señalaba como lenones a aquellos que
sin autorización legal se beneficiaban del ejercicio de la prostitución. A
partir de la supresión de la regulación, el lenocinio englobó a cualquiera
que obtuviera ganancias del comercio sexual ajeno. Las casas de prosti-
tución fueron el principal blanco de las redadas policiacas, las cuales se
prolongaron durante algunos años. Debido a que la inmensa mayoría de
las personas que manejaba dichos establecimientos eran mujeres, esta
medida tuvo un claro impacto de género. El cierre de las casas de pros-
titución llevó a que las medidas jurídicas se aplicaran, mayormente, a las
dueñas y encargadas de estos sitios.
Aunque la prostitución no se consideró un delito, muchas de las mu-
jeres que trabajaban en las casas de prostitución eran llevadas a declarar
ante el juez. En numerosas ocasiones expusieron que trabajaban en estos
sitios porque así lo habían decidido, pese a que tenían que dar una cantidad

1 El concepto de pánico moral se fundamenta en la idea de que las aseveraciones sobre un hecho
pueden ser interpretaciones desproporcionadas, imaginarias o a modo de la evidencia existente.
Su difusión tiene el objetivo de encuadrar un fenómeno dentro de un esquema moral cuya rup-
tura ocasionaría daños irreparables a la sociedad. Como parte de este proceso, grupos sociales,
características f ísicas o culturales, así como ciertos lugares se señalan como amenazas para los
valores e intereses de todo el conjunto (Goode y Ben-Yehuda 2009: 17).
PROSTITUCIÓN/TRABAJO SEXUAL 269

importante de sus ganancias a las dueñas y encargadas. Estas declaraciones


no hicieron mella en la decisión federal ni en las sentencias de cada caso.
En cartas que no tuvieron mucho éxito, las “mujeres galantes” expresaron
su temor a quedar, con esta medida, en manos de la extorsión policiaca o
de los lenones que manejaban el comercio sexual callejero. A pesar de que,
para este momento, el concepto de explotación había desplazado a la higiene
y la contención del contagio venéreo, las medidas que adoptó el gobierno,
particularmente en la capital mexicana, no afectaron a los hombres que
recibían ganancias de las prostitutas en cantinas, bares y cabarets o en las
calles de la ciudad. Los también llamados padrotes no fueron objeto de
redadas, solo se presentaban frente al juez por acusación de las afectadas y,
frecuentemente, recibían condenas más laxas o eran eximidos de las acusa-
ciones, mismas que, además del lenocinio, incluían otros delitos violentos,
como golpes o amenazas (Fuentes 2014).
En el contexto de la Segunda Guerra Mundial, además de la ex-
plotación, el gobierno federal argumentó a favor del cierre de casas
de prostitución por cuestiones de seguridad nacional. Los burdeles se
consideraron centros de sedición, además de que las enfermedades que
podían contraerse dentro de ellos minarían la salud masculina, conside-
rada prioritaria en tiempos de guerra. A pesar de que el gobierno exhortó
a los gobiernos de todas las entidades federativas a instaurar la medida,
esta no fue adoptada de forma unánime. De hecho, un estudio jurídico de
1972 señalaba que, además de la implantación de los mandatos federales
en la Ciudad de México, solo Baja California Sur, Quintana Roo, Nayarit
y Tabasco habían reformado la reglamentación local a favor del abolicio-
nismo (Franco Guzmán 1972: 130).
En las décadas de 1950 y 1960, el imparable crecimiento urbano que se
había iniciado años atrás, aunado a la preocupación por el impacto de la
modernidad en la moralidad de las familias de clase media y alta, influyó
directamente en las medidas relacionadas con la prostitución. En la ca-
pital del país, el equipo que conformó Ernesto P. Uruchurtu, regente de
la ciudad de 1952 a 1966, emprendió una campaña con un fuerte acento
moralizador. La prostitución de las calles, que se incrementó a partir del
cierre de los burdeles, se persiguió de manera permanente y sistemática.
Durante aquellos años, se derribó la zona roja del centro de la ciudad para
dar paso a grandes proyectos de urbanización. Como consecuencia, las
270 PAMELA J. FUENTES

prostitutas se concentraron en áreas como La Lagunilla o La Merced. A pesar


de que existieron intentos por desplazarlas de estas zonas, como cuando
se construyó el nuevo mercado de La Lagunilla en 1957, la compraventa
de servicios sexuales continuó y se toleró en esa parte de la ciudad.
Más que regular el comercio sexual, las autoridades tuvieron como
objetivo invisibilizarlo y circunscribirlo a zonas alejadas de la mirada de las
clases medias y altas de la capital. Por ello, las acciones gubernamentales se
concentraron en el comercio sexual callejero y pusieron menos atención a
los burdeles que operaban en la clandestinidad. Para justificar algunas de
sus acciones, como la desaparición de la zona roja del primer cuadro del
centro, la regencia capitalina invocó varios acuerdos internacionales en
contra del tráfico de mujeres a los que México se había suscrito. Debe
señalarse, además, que la ganancias procedentes de la extorsión sufrida
por las prostitutas en las calles, también llamadas “de rodeo”, aunada a la
corrupción de oficiales de diversos rangos, perpetuó las redadas y arrestos
que se incrementaron desde 1940 (Luna Elizarrás 2015: 1-4).
Durante buena parte de la historia que se ha descrito, las mujeres que
comerciaban con su cuerpo echaron mano de varias estrategias legales con el
objetivo de proteger su ocupación. Cartas, peticiones o recursos de amparo
fueron algunas de ellas. Sin embargo, fue en 1978 cuando se tuvo noticia
por vez primera de la intención de formar un sindicato que protegiera sus
derechos laborales. En voz de Irene Vergara, las mujeres asociadas deman-
daban una legislación adecuada para terminar con la extorsión, así como
la posibilidad de constituir una caja de ahorro y una clínica que otorgara
servicios médicos tanto para ellas como para quienes dependían de ellas
(Madrid et al. 2015: 147).
La década de 1980 implicó una nueva epidemia que repercutió direc-
tamente en la dinámica del comercio sexual. En México, el primer caso de
sida se registró en 1983 y en 1988 el gobierno creó el Consejo Nacional para
la Prevención y el Control del Sida. En ese mismo año, algunas prostitutas
entraron en contacto con organizaciones gubernamentales y feministas para
formar grupos de trabajo que buscaban establecer servicios de información
y detección del vih, así como hacer campañas de sensibilización respecto
de la enfermedad.
A pesar de los esfuerzos de algunas trabajadoras sexuales por evitar
el contagio del sida entre sus colegas mediante el uso del condón, las
PROSTITUCIÓN/TRABAJO SEXUAL 271

investigaciones mostraron que las campañas fueron solo parcialmente


exitosas. En su mayoría, los clientes se negaban al uso del preservativo y,
peor aún, ofrecían pagos extra a las mujeres que estuvieran dispuestas a no
utilizarlo. De acuerdo con algunos reportes, la competencia entre mujeres
y el creciente número de travestis trabajando en las calles de la ciudad ha
hecho que muchas prostitutas decidan arriesgar su salud con el objetivo
de conseguir más clientes (Lamas 1993).
En esos años, una medida gubernamental obligó a las trabajadoras
sexuales a hacerse pruebas para detectar enfermedades de transmisión se-
xual o sida cada tres meses. Si el resultado era negativo, funcionarios del
gobierno de la ciudad sellaban una credencial. En caso de resultar positivas
a alguna enfermedad, se enviaba a los hoteles un boletín en el que aparecía
su nombre y fotograf ía para que nadie las contratara. Los oficiales revi-
saban la credencial diariamente. Olvidarla o no contar con ella era causa
de arresto o extorsión (Krizna 2014). En este contexto se formó la Brigada
Callejera de Apoyo a la Mujer “Elisa Martínez”, una organización civil que
impartía talleres jurídicos, de prevención del sida y de derechos humanos a
trabajadores sexuales hombres, mujeres y transgénero. Buscarían negociar
con funcionarios públicos y políticos, pero no permitirían que ellos tuvieran
ninguna participación dentro de la organización.
Uno de los mayores logros de la Brigada Callejera fue ganar el reconoci-
miento por parte del gobierno de la ciudad, de las y los trabajadores sexuales
como “trabajadores no asalariados”. La resolución de la juez Paula María
Villegas Sánchez Cordero, en febrero de 2014, fue el resultado de una serie
de recursos y trámites jurídicos que duró varios años. El fallo otorgó a los
trabajadores sexuales la posibilidad legal de defender su trabajo mediante
la formación de sindicatos, así como el derecho a acceder a servicios de
salud, vivienda y educación que proporciona el gobierno. Ha transcurrido
poco tiempo desde esa decisión legislativa y los resultados a mediano y largo
plazo aún están por verse. No obstante, es la victoria más importante de
la Brigada Callejera en su lucha para lograr el reconocimiento laboral del
comercio sexual en la ciudad, un objetivo que ha tenido esta organización
desde hace varios años.
De forma casi simultánea a la incorporación de quienes integran la
Brigada Callejera a las marchas de cada 1 de mayo, comenzó una fuerte
campaña en contra de la trata de personas a nivel nacional e internacional.
272 PAMELA J. FUENTES

La guerra contra las drogas que el gobierno federal declaró en 2006 ha


repercutido en el incremento del trabajo y la prostitución forzados en México
en manos del crimen organizado. Organizaciones nacionales e internacio-
nales, políticos y feministas abolicionistas y regulacionistas han discutido
el tema en diversos foros, visibilizando la importancia de este problema.
La lucha contra la trata de mujeres ha tenido consecuencias negativas
para quienes se dedican al comercio sexual de manera voluntaria. Bares,
table dances y varias calles de la ciudad han sido escenarios de operativos
policiacos antitrata. Algunos han tenido gran difusión en los medios de co-
municación y han logrado recuperar a muchas mujeres que eran explotadas
sexualmente, aunque también muchas trabajadoras sexuales y bailarinas han
asegurado, ante la Comisión de Derechos Humanos del Distrito Federal, que
trabajaban por decisión propia y que en la delegación fueron coaccionadas
para declarar que estaban siendo obligadas a prostituirse y a señalar a alguien
como culpable. Estas mujeres, además, han expresado su desacuerdo con
las autoridades cuando utilizan como evidencia para fincar responsabilidad
en los delitos de trata de personas, lenocinio o incitación a la prostitución
los condones que encuentran durante el operativo. Si los condones se usan
como prueba, entonces los clientes pueden negarse a usarlos.
Actualmente hay dos posturas encontradas en torno al trabajo sexual.
Ambas se relacionan de manera estrecha con debates y organizaciones
internacionales. Por un lado, se considera que la compraventa de servi-
cios sexuales, en cualquier modalidad, es sinónimo de explotación sexual,
además de ser denigrante y violatoria de los derechos de las mujeres, por
lo que debe prohibirse y erradicarse. Esta perspectiva encuadra a la pros-
titución dentro del contexto amplio de la desigualdad de las relaciones de
género en la sociedad, enfatizando los mecanismos sociales que otorgan
a los hombres el control sobre el cuerpo de las mujeres. Desde finales de
la década de 1980, una de las principales líneas de esta postura ha defini-
do a la prostitución como una ocupación que, dentro del contexto de los
intercambios capitalistas, otorga a los hombres privilegios de acceso a la
sexualidad y los cuerpos femeninos a través de un intercambio económico.
Como consecuencia, estos cuerpos se conciben como una mercancía que
no se distingue de cualquier otra en las transacciones mercantiles y, como
tal, refuerza tanto la explotación como los privilegios tácitos de los hombres
dentro de una estructura patriarcal (Pateman 1995: 260-299).
PROSTITUCIÓN/TRABAJO SEXUAL 273

El feminismo abolicionista apoya el llamado “modelo nórdico”, que


busca suprimir la prostitución mediante la criminalización de quien
compra el sexo, no de quien lo vende, además de prohibir el lenocinio y la
propiedad de burdeles. La instauración de estas medidas ha preocupado
a las trabajadoras sexuales, principalmente por la nula diferenciación entre
las actividades relacionadas con el comercio sexual y aquellas relativas al
tráfico de personas. La organización internacional más importante que
apoya este modelo es la Coalition Against Trafficking in Women (catw).
Sus integrantes y simpatizantes han sostenido, en diversas ocasiones,
que el concepto trabajo sexual es una invención de la industria sexual
y de aquellos que la apoyan con el objetivo de normalizar la violencia,
deshumanización y degradación inherentes a la prostitución. Consideran,
además, que el trabajo sexual es incompatible con los derechos humanos
o la legislación internacional, y aseguran que ninguna persona se involu-
craría en esta actividad por elección propia.
En el lado opuesto están quienes plantean que el comercio sexual tiene
diversos matices que van desde la explotación abierta hasta el intercambio
consensuado entre adultos, por lo que cada una de estas transacciones
debe categorizarse y regularse. Los partidarios de esta idea proponen que
los gobiernos castiguen a aquellos que obtengan ganancias de la prostitu-
ción forzada, que se proteja a las sobrevivientes y que se reconozca como
trabajadoras a quienes hayan decidido dedicarse al comercio sexual. Esta
corriente es la defendida por la Global Alliance Against Traffic in Women
(gaatw), a la cual está afiliada la Brigada Callejera.
A pesar de que recientemente los debates en torno a la prostitución/
trabajo sexual han ocupado diferentes espacios en los medios de informa-
ción, la atención a las aterradoras historias relacionadas con el tráfico sexual
de mujeres y niñas es significativamente mayor a la que puede ocupar la
postura en pro de la regulación del trabajo sexual. Lo mismo ocurre con el
financiamiento a los grupos en contra de la trata. Esta postura, además, ha
ganado espacios significativos en el terreno político nacional e internacional-
mente. Por ejemplo, en 2013, la Coalición en Contra del Tráfico de Mujeres
y de Niñas en Latinoamérica y el Caribe (catwlac, por sus siglas en inglés)
presentó, en conjunto con el Instituto Nacional de las Mujeres del Distrito
Federal, un diagnóstico para identificar las causas de la explotación sexual
en la Ciudad de México y proponer un plan de acción. En este informe se
274 PAMELA J. FUENTES

asegura que 99% de las mujeres que practican el comercio sexual en áreas
como La Merced son explotadas por redes criminales. En gran medida,
esta cifra puede explicarse por la postura de quienes escribieron el reporte,
pues el libre albedrío no forma parte de esta perspectiva.
Los números que se utilizan para justificar la lucha contra el tráfico
de mujeres han sido cuestionados a nivel internacional (Bernstein 2014;
Weitzer 2014). Si bien no es posible negar la existencia ni la gravedad de este
problema, tampoco debe anularse la opinión que los trabajadores sexuales,
cualquiera que sea su sexo, tienen sobre la actividad que desempeñan. La
instauración de medidas coercitivas con el fin de presentar cifras positivas en
el combate a la trata ha tenido como consecuencia deportaciones, arrestos
y una fuerte oposición a leyes que protegen la salud y seguridad de quienes
han decidido dedicarse a la compraventa de servicios sexuales por dinero o
incluso en detrimento de las mujeres consideradas como víctimas. Quizá
uno de los mayores retos del feminismo actual sea conciliar las medidas
que ayudan a erradicar la trata de personas con el respeto a la provisión de
servicios sexuales que necesitan una legislación adecuada. Sobre todo, será
necesario hablar con las personas involucradas en el trabajo sexual más que
hablar de ellas o en su nombre.

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Satz, Debra. 1995. “Markets in Women’s Sexual Labour”, en Ethics, vol. 106, núm. 1, pp.
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Weitzer, Ronald. 2014. “El movimiento para criminalizar el trabajo sexual en Estados
Unidos”, en Debate feminista, año 25, núm. 50, pp. 189-219.
Representación

Adriana González Mateos

Según la definición más sencilla de representar, que puede hallarse en el Dic-


cionario de la Real Academia Española, este término significa “hacer presente
algo con palabras o figuras que la imaginación retiene”, es decir, presentar
de nuevo algo que ya pasó o también, algo ausente. Alude a la capacidad de
utilizar algo perceptible a los sentidos (un objeto, sonido, imagen, acto,
gesto, etc.) para sustituirlo por algo distinto, estableciendo una relación
de referencia. El concepto de representación engloba otros similares de
significados más específicos, como significación y simbolización, cuyas
definiciones suelen entrecruzarse. Así, por ejemplo, el Diccionario de re-
tórica y poética, de Helena Beristáin, define signo como “todo fenómeno u
objeto que representa algo que generalmente es distinto, a lo cual sustituye
al referírsele” (Beristáin 2010: 462). Como se verá en las páginas siguientes,
la discusión de este concepto está íntimamente ligada a las reflexiones y a las
luchas feministas sostenidas en los últimos dos siglos, pues la representa-
ción ha sido y es un instrumento del dominio patriarcal, pero también un
ámbito de rebelión y réplica.
Poco después del fin de la Primera Guerra Mundial, Freud narró en
Más allá del principio del placer (Jenseits des Lustprinzips, 1920) el proce-
so a través del cual se elaboran las primeras representaciones, por medio
de la observación de un juego inventado por un niño de año y medio que
está aprendiendo a hablar y se divierte tirando objetos, el llamado juego
fort-da. Esta acción va acompañada por la interjección “o-o-o-o-o”, que
278 ADRIANA GONZÁLEZ MATEOS

Freud y la madre del niño interpretan como fort (“ido”, “se fue”). El juego
se complica cuando el niño consigue un carrete atado a una cuerda, de
manera que puede hacerlo desaparecer (“o-o-o-o-o”) y aparecer de nuevo,
lo cual se acompaña de un jubiloso da. El niño repite el juego con su pro-
pia imagen en el espejo y, por fin, saluda con la misma exclamación a la
madre que regresa. Freud concluye que el juego fort-da es una manera de
aceptar la ausencia de la madre, que desaparece y vuelve a aparecer; el niño
compensa la obligación de renunciar a la satisfacción instintiva que siente
junto a ella con un juego que repite su pérdida, pero también su regreso.
La satisfacción del juego radica en la sensación de dominio, que sustituye
al sufrimiento pasivo; el niño tiene la impresión de controlar el proceso.
En una segunda interpretación, complementaria de la anterior, también
de acuerdo con Freud, el niño se desquita de la madre que se va: en vez de
sufrir su abandono, es él quien lo ordena y ejecuta. La repetición del juego
es entonces una manera de afirmarse frente a un suceso amenazante, pero
siempre contiene el recuerdo de la experiencia dolorosa que le dio origen; el
niño se acostumbra a la ausencia de la madre, la recuerda y la sustituye con
otras cosas (los objetos, el carrete, su propia imagen en el espejo), símbolos
que la evocan, le permiten sobrevivir sin ella y constituyen el principio de
incorporación del lenguaje y de la cultura, así como de la constitución del
yo, pues con ellos se inicia la distinción entre el niño y la madre. El proceso
de simbolización está, por dichas razones, emparentado con el duelo, y el
juego fort-da es también una manera de evocar y negar la amenaza de la
muerte. Es importante recordar que el niño en cuestión era nieto de Freud,
y la madre del relato, su hija Sophie, quien murió de influenza durante la
escritura de ese libro (Bronfen 1992: 15-35).
Esta descripción de los procesos psíquicos involucrados en la repre-
sentación se publicó poco después de otra que también tuvo enorme in-
fluencia. En 1916 apareció el Cours de linguistique générale, de Ferdinand
de Saussure, quien describió la composición del signo lingüístico como
una estructura dual integrada por el significante (imagen acústica) y el
significado (imagen mental) cuya relación con su referente es arbitraria,
es decir, establecida culturalmente. Este modelo es parte de una teoría que
describe la estructura del lenguaje, sus unidades mínimas y la manera en
que se articulan entre sí dentro de un sistema de oposiciones binarias que
las definen y permiten su funcionamiento: lengua y habla, paradigma y
REPRESENTACIÓN 279

sintagma, sincronía y diacronía. El significado se establece por medio de


la diferencia entre un elemento y otro.
La reflexión de Saussure había sido precedida por otros esfuerzos teó-
ricos encaminados a clasificar los signos según la relación que establecen
con su referente, es decir, con la cosa que designan. Así, según Charles
Sanders Peirce (1839-1914), el signo puede ser un icono (si tiene una relación
de similitud con lo representado, tradicionalmente considerada una rela-
ción metafórica), un índice (si la relación es de contigüidad o metonimia)
o un símbolo (si la relación es arbitraria o convencional) (Beristáin 2010:
466). Según Peirce, estas relaciones pueden existir simultáneamente en
las representaciones; muchas contienen elementos icónicos, indicativos
y simbólicos más o menos predominantes en su composición (Beristain
2010: 469). Saussure utiliza estas palabras en sentido opuesto, pues para
él la diferencia entre signo y símbolo radica en que la relación del símbolo
con su referente no es arbitraria (Beristáin 2010: 469), mientras que el signo
lingüístico, definido como se ve en términos muy distintos a los de Peirce,
es el centro de su sistema.
La teoría de Saussure fue adoptada por otras disciplinas (la antro-
pología, el psicoanálisis, la crítica literaria, la filosof ía) y dio origen al
estructuralismo, tendencia dominante en el pensamiento europeo y es-
tadounidense hacia mediados del siglo xx. En este marco, la lingüística
es considerada parte de la semiótica, ciencia que, según la definición de
Saussure, se propuso el estudio de los signos dentro de la vida social. Así,
se llegaron a entender como signos muchas otras representaciones, desde
signos visuales relativamente simples (señales de tránsito) hasta sistemas
más complejos y dif íciles de describir satisfactoriamente en términos es-
tructuralistas, como la moda (Systeme de la mode, de Roland Barthes). La
crítica al estructuralismo desarrollada a partir de la década de 1960 supuso
una evolución en la manera de entender las representaciones: si en la teoría
de Saussure se considera que el signo tiene una relación con su referente,
los postestructuralistas, y ante todo Foucault, dirigen su atención a las
reglas que gobiernan el discurso (es decir, un sistema de saber-poder que
define las condiciones necesarias para que algo se considere verdadero) y
permiten la construcción del conocimiento, considerado como un efecto
del discurso más que una descripción de la realidad. En otras palabras, las
representaciones están atravesadas por el poder, al que legitiman y hacen
280 ADRIANA GONZÁLEZ MATEOS

viable. A su vez, este define las condiciones que hacen posible e inteligible
una representación, pues saber y poder están inextricablemente unidos.
La representación, entonces, es un efecto de prácticas culturales que
determinan las condiciones para que esta sea comprensible y aceptable,
pero también construyen las categorías de seres u objetos designados
como referentes; el proceso de representación los agrupa, los distingue;
estructura la percepción. El discurso hegemónico de una cultura estable-
ce los límites de lo que es posible pensar y vivir dentro de ella. De esta
manera se establece, por ejemplo, la estructura de género, que en las
culturas occidentales produce hombres y mujeres. En la representación
intervienen actores o emisores que recurren a prácticas determinadas por
el contexto histórico, social y cultural, pero también receptores que las
comprenden o interpretan en otras circunstancias también determinadas
por el contexto. Esto implica que una representación puede significar
algo distinto para quien la emite y para quien la recibe; además, puede
llegar a distintos receptores en contextos diferentes, por lo que será re-
significada continuamente. Tal como quien elabora una representación
puede estar expresando cierto mensaje explícito junto con otros más o
menos ocultos, es decisiva la intención de quien recibe e interpreta una
representación, pues puede estar buscando acatar el significado que busca
quien la produjo, pero también puede entenderla con otras intenciones.
Hay numerosos ejemplos: hacia mediados del siglo xx, en países donde la
homosexualidad debía practicarse de maneras clandestinas —o al menos
discretas— los públicos homosexuales aprendieron a descifrar significados
alusivos a su sexualidad en representaciones aparentemente ajenas a ella,
como la interpretación de Over the Rainbow realizada por Judy Garland
en The Wizard of Oz o, en el contexto mexicano, las actuaciones de ar-
tistas como Chavela Vargas (Sontag 1964: 5-7). El análisis de la recepción
fue cobrando cada vez mayor importancia durante la segunda mitad del
siglo xx. La crítica de las representaciones y las distintas maneras en
que ocurre su recepción es una de las áreas del trabajo de Stuart Hall,
fundador de la New Left Review y miembro del Centro para los Estudios
Culturales Contemporáneos de Birmingham. Esta institución, de la que
también formaron parte Raymond Williams y Richard Hoggarth, fue
sede de importantes esfuerzos por analizar el impacto de las culturas
populares y de los productos de la industria cultural en la formación de
REPRESENTACIÓN 281

las mentalidades de la clase trabajadora. Interesado en el análisis de la


hegemonía política, para el que siguió las ideas de Gramsci, Hall dirigió
su atención a la formación de subculturas, así como a las identidades
ligadas a diferencias étnicas o de género.
En una nueva mirada a la descripción del juego fort-da, es evidente la
desigualdad de género entre los tres personajes de la historia. Mientras el
niño y Freud tienen papeles activos que les permiten acceder a la capa-
cidad de representar, el primero gracias a ese juego, y el segundo como
autor de la descripción y de la teoría, Sophie desaparece de la escena. Es la
inspiradora del proceso, el referente cuya ausencia será aceptada y suplida
gracias a la representación. Mucho más importante que esa mujer concreta
es la reflexión que origina, la autoría masculina de Más allá del principio
del placer. El capítulo dedicado al juego fort-da ni siquiera menciona ex-
plícitamente que “la madre del niño” se llamaba Sophie Freud-Halberstadt
y era hija del psicoanalista. Queda borrada por varias razones. En primer
lugar, porque su ausencia echa a andar el juego fort-da y la necesidad de
representar. Más tarde, en el curso del drama edípico, la madre quedará
prohibida como objeto de deseo sexual, pero ya antes se ha convertido en
una metonimia de ese estado previo a la representación, al que es preciso
renunciar. El estado anterior al nacimiento, del que ella también sirve
como metonimia, se asocia con la muerte. Se ha argumentado que el én-
fasis concedido por Freud al conflicto edípico y a la diferencia sexual es
una manera de evadir el análisis de la amenaza de la muerte, padecida por
todos los humanos, sea cual sea su género. Esta evasión implica también
una nueva borradura de la madre y su identificación con lo irrepresentable,
pues, según Freud, es imposible imaginar la propia muerte (Bronfen 1992:
33-34). Aunque la representación se inicia para evocarla, la hace invisible,
sustituida por otros objetos de deseo, por otros significantes que, si bien la
aluden, la borran, como sucede con Sophie Freud en este ejemplo. En cierto
sentido, toda representación implica una muerte del referente, pues sustituye
su complejidad móvil e inestable. Más tarde, la amenaza de castración y el
conflicto edípico sitúan al niño como sujeto dentro de un orden de prohi-
biciones y prácticas culturales, un denso tejido de representaciones que
reiteran el poder del padre. Este sirve como metonimia de la ley, por lo
que su posición dentro del registro simbólico queda establecida claramente
(Bronfen 1992: 34). La madre (y por ende la mujer) desaparece tanto por la
282 ADRIANA GONZÁLEZ MATEOS

doble necesidad de renunciar a ella (al separarse de la unidad preedípica


y al quedar prohibida como objeto sexual) como por su asociación con la
muerte (Bronfen 1992: 35). Tras un cuidadoso análisis de las representa-
ciones de la muerte femenina en el arte europeo del siglo xix, Elisabeth
Bronfen observa que, a pesar de su enorme, casi obsesiva frecuencia, el
cadáver femenino que representan tiende a ser pasado por alto, pues es
percibido como símbolo de algo más.
Por todo lo anterior, no es sorprendente que la representación y los
problemas implicados en ella hayan sido temas ampliamente discutidos por
autoras y grupos feministas. Es importante abordar aquí el significado
político de la palabra: la representación es también un mecanismo por
medio del cual una colectividad elige o designa a una persona encargada
de hablar o actuar en su nombre frente a las instancias gubernamentales
pertinentes. Las luchas por lograr el derecho a esta forma de represen-
tación, es decir, el derecho a votar y a ser votadas, fueron emprendidas
desde mediados del siglo xix por grupos de mujeres en muchos países
distintos; la íntima relación entre la representación política y la represen-
tación simbólica empezó a discutirse muy pronto entre ellas.
Muchas décadas de reflexión y discusión feminista se resumieron bri-
llantemente en A Room of One’s Own (Una habitación propia), publicado por
Virginia Woolf en 1929. Vale la pena recordar que en Gran Bretaña el sufragio
femenino había sido conquistado apenas el año anterior. Woolf parte de una
pregunta aparentemente sencilla: ¿qué necesita una mujer para escribir
una novela? Al hacer un recuento histórico que le sirve para construir una
genealogía de precursoras (Jane Austen, Charlotte y Emily Brontë, George
Elliot), observa que la literatura inglesa ha sido escrita por hombres, en
épocas en que las mujeres no tenían acceso a la educación, a las universi-
dades ni a las bibliotecas. Imagina la suerte que hubiera corrido una mujer
si hubiera querido escribir en la época de Shakespeare, y concluye que
esa hermana imaginaria, Judith, se hubiera suicidado sin lograr escribir,
publicar o ver representadas sus obras. Woolf señala otros obstáculos: la
desigualdad económica entre hombres y mujeres, que se sintetiza en el
título del libro (una mujer necesitaría independencia económica para pagar
un cuarto propio donde escribir); la discriminación contra las mujeres
en los medios literarios y editoriales dominados por hombres; el privile-
gio de los valores, puntos de vista e intereses masculinos, considerados
REPRESENTACIÓN 283

estéticamente superiores, únicos o universales. El dominio masculino


de la literatura ha impedido una representación literaria adecuada de las
vidas, los intereses, los sentimientos, los valores de las mujeres. Woolf
termina su ensayo imaginando un futuro en el que Judith Shakespeare
podrá escribir gracias al esfuerzo acumulado de muchas mujeres que ya
en ese año de 1929 están conquistando espacios y libertades (Woolf 1945).1
En Le Deuxieme Sèxe (1949) Simone de Beauvoir afirma que las mujeres
han estado siempre relegadas al lugar del otro, el término negativo dentro
de una oposición en la que lo masculino es al mismo tiempo lo positivo y
lo universal. El hombre se plantea como sujeto y desde esa posición define
a la mujer en relación con él. Las mujeres no pueden revertir esta situación
para plantearse como sujetos porque carecen de los medios para hacerlo,
porque viven su subordinación como una necesidad o una inferioridad y
no pueden imaginar la reciprocidad y, por último, porque al encarnar la
otredad muchas de ellas evaden la angustia y la responsabilidad de ser libres
(De Beauvoir 2005).
Simone de Beauvoir analiza los mitos que rigen las representaciones
de la mujer en la cultura europea: se le identifica con la naturaleza que debe
ser dominada por intervención masculina (en este caso, el hombre es iden-
tificado con la cultura, con la civilización, con la técnica, con herramientas
que fácilmente son percibidas como símbolos fálicos). La mujer es la tierra,
la luna, el agua, dentro de pares en los que el hombre es el cielo, el sol o el
fuego. Ella es el cuerpo que se opone a la mente, la oscuridad que retrocede
frente a la luz. Es fácil ver cómo estas metáforas van configurando la imagen
del útero húmedo y oscuro que es también una cueva y una tumba. Mujer
es un nombre para decir madre y para decir muerte. Pero ya que el otro (la
otra) se define por su contraste con el sujeto, la mujer también puede ser
representada en términos opuestos a los descritos, como sucede cuando la
imagen de la madre se reinterpreta en términos benéficos, como en el mito
del ángel del hogar: en este caso, la mujer simboliza la pureza, la abnegación,
el sacrificio de quien se reconoce subordinada y secundaria. Es el eterno
femenino de Goethe, que “nos atrae hacia lo alto”. Sus representaciones son

1 A Room of One’s Own trae a la memoria la defensa de la educación de las mujeres y su derecho
a leer y escribir que hace Sor Juana Inés de la Cruz en su Carta a Sor Filotea. Aunque esta obra
fue escrita en un contexto histórico y cultural muy distinto, lo que impidió que Virginia Woolf
incluyera a Sor Juana entre sus precursoras, vale la pena observar esta coincidencia.
284 ADRIANA GONZÁLEZ MATEOS

múltiples, pues cambian si el sujeto quiere erigirse como el conquistador de


una alteridad hostil y poderosa o como el aliado de otra amigable y dócil.
Un ejemplo ayuda a esclarecer estos problemas, así como la dificultad
de discutirlos en un idioma que es también un instrumento del dominio
patriarcal: en los párrafos anteriores, el género gramatical de la palabra sujeto
es masculino. Aunque el drae reconoce la existencia de la variante feme-
nina, sujeta, el uso de la forma masculina es el más común en discusiones
filosóficas y políticas, precisamente porque en ese uso se le considera una
palabra abstracta, no marcada por el género. Incluso en su acepción gra-
matical, el sujeto de una oración suele ser designado en masculino, aunque
se trate del nombre propio de una mujer (“Ana es el sujeto de la oración”).
En cambio, la variante femenina, sujeta, es usada muy rara vez. Ya que el
uso no le ha dado un significado filosófico, se asocia con facilidad con otro
distinto, aunque af ín: sujetada. Se ha discutido mucho esta predominancia
masculina incorporada al idioma español, que a veces parece una invitación
a modificarlo y subvertirlo, pero también dificulta una redacción neutral o
feminista para tratar cuestiones de género.
A finales de la década de 1960, varias feministas francesas emprendieron
una profunda crítica del sistema falogocéntrico, es decir, el sistema cultural
centrado en el falo y en el logos (la palabra utilizada —por los hombres—
como instrumento del pensamiento). Si De Beauvoir había mostrado que la
mujer es representada como otro, Luce Irigaray sostiene que, al ser falogo-
céntrico, el lenguaje no puede representar a la mujer ni a lo femenino, que
son una ausencia que revela la falsedad del discurso masculinista. El sujeto
masculino se proyecta y se refleja en un sistema de representaciones que
elimina la diferencia, sirve como un espejo (speculum) que solo lo repre-
senta a él, a lo mismo; tanto el sujeto como el otro son categorías opresivas
creadas por ese sistema. Las mujeres viven atrapadas en una cultura que
no las representa, no les proporciona los elementos para representarse y
las obliga a desempeñar papeles que corresponden al deseo masculino, a
actuar una feminidad fabricada. De acuerdo con Irigaray, todo el sistema
de representación occidental hegemónico puede criticarse desde ese lugar
no designable, excluido, irrepresentable de “el sexo que no es uno” (pues
las mujeres tienen un sexo difuso que abarca senos, pubis, clítoris, labios,
vagina, útero) a partir del cual se podría elaborar un sistema de represen-
taciones distinto, un imaginario femenino, un parler femme. Por su parte,
REPRESENTACIÓN 285

Julia Kristeva señaló que el lenguaje no se limita a las dimensiones del sig-
nificante y el significado señaladas por Saussure, sino que está atravesado
por elementos sensoriales, huellas significativas rudimentarias ligadas a la
etapa preedípica, que para ella constituyen el ámbito de lo semiótico. En
su ensayo “Stabat Mater” (1983) desarrolló un análisis crítico del mito de
la Virgen María como representación hegemónica de la maternidad, en
contraste con notas sobre su propia experiencia del embarazo, señalando
así la importancia de representar en un lenguaje propio las experiencias
femeninas. Esta necesidad de escribir el cuerpo femenino es el centro de
la écriture féminine propuesta por Hélène Cixous.
Aunque estas escritoras elaboraron una crítica muy profunda del sistema
de representación falogocéntrico, se ha señalado que argumentaron en torno
a una idea del cuerpo femenino que no es necesariamente común a todos los
seres agrupados dentro de la categoría “mujer” y en cambio corresponde a
cierta cultura y posición social, lo cual se hace evidente a la luz de los trabajos
de Foucault, quien discute la producción histórica y cultural de los cuerpos.
En la misma época surgieron feminismos que señalaron la importancia de
las diferencias de clase y origen étnico entre mujeres, con las dificultades de
representación asociadas con estas desigualdades, entre ellas, desde luego, la
tendencia de algunas mujeres colocadas en situaciones de privilegio a hablar
en nombre de otras, contribuyendo así a invisibilizarlas. Las oportunida-
des y los problemas para escribir desde el lugar fronterizo de las chicanas,
por ejemplo, fueron expresados por Gloria Anzaldúa en Borderlands/La
Frontera. The New Mestiza (1987), un libro escrito en inglés, en español, en
espánglish, que combina narraciones autobiográficas, poemas y secciones
ensayísticas en su esfuerzo por representar la experiencia de alguien que se
vive como extranjera en los lugares fronterizos entre las culturas mexicana y
estadounidense, a las que no pertenece del todo, desde una sexualidad diversa
de la hegemónica, rebelde y habitante de los márgenes. Junto con Cherríe
Moraga, Anzaldúa es la editora de This Bridge Called my Back. Writings by
Radical Women of Color (1981), un libro crucial en el surgimiento de femi-
nismos comprometidos con la investigación, la escritura y el activismo desde
sexualidades, situaciones sociales y orígenes étnicos que problematizan la
universalización de una categoría como “la mujer”.
La compleja relación entre la representación simbólica y la represen-
tación política es uno de los ejes de Gender Trouble (El género en disputa)
286 ADRIANA GONZÁLEZ MATEOS

(1990), de Judith Butler. Como puede verse en la discusión anterior, la


comprobación de que las mujeres no están debidamente representadas en
el sistema simbólico implica serios problemas para su representación polí-
tica, pues ¿quién sería el sujeto de esa representación? ¿Basta con cambiar
la palabra sujeto para decir sujeta, o bien la crítica feminista desmonta ese
concepto y lo denuncia como opresivo? ¿Existe una categoría tal como “la
mujer” que requiera de visibilidad y legitimidad por medio de la represen-
tación? ¿Seguir hablando de “mujer” es una manera de reiterar el sistema
falogocéntrico y la heterosexualidad obligatoria que la produce?
Butler introduce el concepto de performatividad de género para explicar
la manera en que se producen cuerpos con género. La palabra performance
se conserva en inglés debido a la dificultad de traducirla, pues quiere decir
a la vez actuación, desempeño, ejecución, realización, pero también obra
teatral, es decir, un significado más de la palabra representación (Prieto
Stambaugh 2009: 207). Judith Butler explica que el género es un perfor-
mance realizado en la superficie del cuerpo, cuyo desarrollo y repetición
generan la ilusión de una identidad. En esto continúa la formulación de
Simone de Beauvoir: “No se nace mujer, se llega a serlo”. Según Butler, ser
mujer es una actuación (performance) desarrollada en conformidad con
normas culturales muy estrictas, cuya desobediencia conlleva un castigo.
Así se producen “cuerpos que importan” y merecen consideración, respeto
y duelo, mientras otros cuerpos no llegan a importar, son desechables y
están expuestos a la violencia impune. Tal como observa Butler en Undoing
Gender (Deshacer el género), el nacimiento de cuerpos intersexuales es
corregido quirúrgicamente por la institución médica encargada de vigilar
que solo nazcan niños y niñas, de acuerdo con el pensamiento binario
característico del sistema falogocéntrico.
Aunque la performatividad de género implica la posibilidad de cambiar
lo que significa ser hombre o mujer —pues se trata de una representación que
utiliza el cuerpo para expresar significados, llevada a cabo cotidianamente
por medio de conductas, gestos, maneras de vestir y moverse, actitudes, etc.,
y por ello puede romper con la norma social y cultural—, Butler subraya
el poder de coerción que pesa sobre ella, obligando a las personas a seguir
citando en su actuación de género las normas opresivas de la cultura. Un
ejemplo trágico de lo anterior puede encontrarse en el empleo de la violen-
cia como un performance característico de la masculinidad, una manera
REPRESENTACIÓN 287

de transmitir mensajes. Estudiosas feministas como Rita Laura Segato han


argumentado que la violación sexual y el asesinato de mujeres a manos de
hombres son recursos para transmitir tanto a la víctima como a otros hombres
el mensaje del poder y el dominio del perpetrador (Segato 2006).
Como puede verse, la crítica de la representación, tanto en su sentido
simbólico como en el político, ha tenido enorme importancia en el desarrollo
del pensamiento feminista, que empieza por comprobar la ausencia de las
mujeres en el sistema de representación hegemónica y llega a desmontar la
noción de mujer, junto con otros conceptos centrales como sujeto o iden-
tidad, al revelarlos como piezas del engranaje de dominación patriarcal.
No se puede pasar por alto que al elaborar textos críticos radicales, como
los de Cixous o Kristeva, las escritoras utilizan recursos experimentales
empleados también por escritores como Lautréamont, Joyce, Artaud o
Bataille, que se habían propuesto subvertir y desmontar las convenciones
de la literatura, pero se sirven de ellos para inventar pensamientos y lengua-
jes que aquellos autores no sospecharon. El proceso de crítica, rebelión y
creación de alternativas no se detiene. Cualquiera que se proponga escribir,
pintar, hacer cine o incursionar en cualquiera de las artes, participar en la
discusión pública, intervenir en la política, debería estar consciente del peso
y la importancia de la tradición de predominio masculino que es, al mismo
tiempo, el lenguaje disponible, dotado de enorme riqueza y complejidad;
su intervención oscila entre la mera confirmación de esa herencia y la
complicidad con ella —lo que puede originar creaciones muy brillantes— o
bien la decisión de modificarla y explorar las posibilidades de representar
lo que tradicionalmente le ha sido inaccesible.

Referencias

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288 ADRIANA GONZÁLEZ MATEOS

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Woolf, Virginia. 1945. A Room of One’s Own, Londres, Penguin Books (en español, Una
habitación propia, trad. Laura Pujol, Barcelona, Seix Barral).
Teoría queer

Mauricio List Reyes

En 1990, Teresa de Lauretis convocó en la Universidad de California a un


coloquio sobre “teoría queer”. Lo que proponía en ese momento era, por
un lado, reconceptualizar las sexualidades gay y lesbiana como configu-
raciones culturales y sociales emergentes, representadas como formas de
resistencia a la homogeneización cultural; y, por otro, problematizar la
manera en que se habían desarrollado los estudios lésbico-gays, conside-
rando sus interseccionalidades con dimensiones como la raza y la clase,
entre otras (de Lauretis 2010).
Este evento, si bien se planteó como una ocurrencia —pues, como
afirma Didier Eribon (2003), tal teoría no existía en ese momento—, no se
puede entender de forma aislada, sino que debe ubicarse en un contexto
específico en que los debates acerca del género y la sexualidad en el ám-
bito internacional habían adquirido enorme importancia y se abordaban
en gran número de foros tanto académicos como políticos.
Particularmente el feminismo, desde sus diversas vertientes, analizaba
sus propios posicionamientos, incluyendo la mirada crítica de las feministas
negras y chicanas, de las lesbianas, de quienes asumían posturas posco-
loniales, etc.; posiciones que en general partían de un cuestionamiento al
feminismo blanco desarrollado fundamentalmente en los Estados Unidos.
En esas discusiones surgieron planteamientos que darían soporte al desa-
rrollo de la teoría queer a lo largo de la década de 1990.
290 MAURICIO LIST REYES

Por otro lado, los movimientos por el reconocimiento de derechos de


diversos sectores sociales habían visibilizado a lesbianas, homosexuales
y personas trans, quienes inicialmente habían luchado por acabar con
la represión por parte del Estado y posteriormente se abocaron a la pre-
vención y atención de personas que vivían con vih. Necesariamente, las
diversas expresiones de homofobia y el ejercicio de la sexualidad frente a
la pandemia obligaban a realizar análisis más finos en torno a la sexualidad
en términos teóricos.
Esos debates han generado numerosos volúmenes, en los que autores
de múltiples disciplinas y tradiciones teóricas han polemizado acerca del
sentido y el alcance de la propuesta queer, por lo que sería pretencioso
hacer una revisión de todos ellos en unas cuantas páginas. Por tal razón,
en este texto únicamente se expondrán aspectos muy generales que per-
miten acercarse a la comprensión de algunas ideas asociadas con lo queer.
Lo que se presenta en este artículo es una breve referencia al término y
la dificultad de su incorporación a la discusión teórica en países hispanoha-
blantes. En seguida se presenta una breve revisión de las discusiones sobre
género y sexualidad que permitieron el desarrollo de la teoría queer. Más
adelante se hará referencia a algunos de los cuestionamientos que desarrolla
el pensamiento queer, particularmente en lo relativo a la desestabilización
de las identidades. Finalmente se presentarán algunas de las reflexiones
más importantes relativas a dicho pensamiento.
Antes de proseguir es importante señalar que la discusión que aquí
se plantea abreva de manera importante en los planteamientos de Michel
Foucault —cuyo pensamiento resulta fundamental en la constitución de
dicha propuesta teórica, que no se agota en sus ideas respecto del ejerci-
cio del poder o la historia de la sexualidad como elementos centrales en
la configuración del sujeto— y de Judith Butler, cuyas ideas respecto a la
performatividad de género y la materialidad de los cuerpos permiten en
principio el desarrollo de esta propuesta teórica.

Antecedentes

El término inglés queer significa bizarro, extraño, enfermo, anormal. Por mucho
tiempo quiso decir, de modo algo anodino, que alguna cosa era “un tanto bizarra”,
TEORÍA QUEER 291

que un comportamiento era “excéntrico”. En el inglés del Reino Unido, queer


tuvo por largo tiempo —y hasta la fecha— el sentido cotidiano de “enfermo”
[…] Hacia finales del siglo xix, queer empieza a tomar paralelamente (en el
Reino Unido, pero también en Estados Unidos) una connotación sexual. En
esta acepción, corresponde a todo lo que no se ajusta a la norma sexual, todo
lo que no es “normal”. Por esta razón, desde entonces se le utiliza cada vez más
para designar, de modo injurioso, a los gays y a las lesbianas (Eribon 2003).

Como se puede apreciar, el vocablo queer se ha utilizado por largo tiempo


en los términos que menciona Eribon en países de habla inglesa. Lo que
cambió principalmente, en el contexto estadounidense, es el sentido que le
dieron los sujetos aludidos. Quienes eran insultados con esa expresión la
resemantizaron para hacer de ella un término reivindicativo. No obstante,
en el contexto anglosajón, el término queer mantiene el sentido peyorativo
que se aplica en la violencia homofóbica para agredir al que se sale de los
modelos normativos de sexualidad y género. En ese sentido, si bien se ha
dado una popularización del término en múltiples contextos, el escaso co-
nocimiento que hay respecto de su contenido y alcance genera suspicacias
en cuanto a sus posibilidades teóricas, en lo que se ha denominado el “sur
global”.
Hay que señalar que, en contextos hispanohablantes, su introducción
ha tenido problemas distintos, debido a que el término no tiene un sentido
claro. En general, fuera de los contextos de disidencia sexual y de género, el
concepto es prácticamente desconocido y, aun dentro del campo, su conte-
nido teórico ha sido escasamente discutido y analizado, a pesar de que cada
vez hay más referencias al respecto. Asimismo, desde enfoques poscolonia-
les y decoloniales, han surgido voces que denuncian un neocolonialismo
teórico que no toma en cuenta las particularidades socioculturales de la
sexualidad y el género en diversos sectores sociales que en muchos casos
tendrían que considerar dimensiones de clase, etnia y raza, por lo menos.
Lo que se ha encontrado en el contexto de la investigación en Méxi-
co y América Latina es una incursión muy limitada en esta discusión. Es
claro que se trata de una propuesta con cierta complejidad teórica, que no
mantiene ejes y límites claros en su argumentación, pues suele incorporar
elementos diversos relativos a la constitución del sujeto. Esta complejidad
supone la existencia de múltiples interpretaciones que se han expresado en
los diversos foros académicos en los que se ha discutido. Uno de los retos
292 MAURICIO LIST REYES

más grandes que suelen presentarse en términos teóricos reside en cues-


tionar los modelos binarios que esencializan y naturalizan aspectos clave
en esta discusión, como el sexo y el género. Deconstruir las categorías a
partir de las cuales hemos reflexionado la constitución del sujeto se vuelve
un desaf ío que dif ícilmente se logra superar. En todo caso, con frecuencia se
cuestionan los modelos normativos sin que se alcance a romper el binarismo
que los hace inteligibles. En general se ha encontrado —particularmente
en los contextos académicos— que son investigadores jóvenes quienes se
muestran más receptivos a dicha propuesta.
Es importante señalar que los estudios sobre sexualidad en la región
se desarrollaron propiamente a partir de la década de 1990 en las ciencias
sociales y, a pesar de que ha habido un interés creciente y que algunos países
han tenido un avance considerable en materia de investigación en estos
temas, se puede afirmar que se trata de un campo aún poco desarrollado.
Para entender el alcance y sentido del planteamiento queer es necesario
considerar algunos antecedentes que se dieron fundamentalmente en la
segunda mitad del siglo xx y que permitieron sentar sus bases teóricas y
políticas. Se hará referencia entonces a los procesos sociopolíticos y acadé-
micos que llevaron a entender cuerpo, género y sexualidad como productos
culturales, es decir, desnaturalizando estas categorías.
La manera en que se dio en Occidente la construcción del conocimiento
y el desarrollo de las ciencias llevó a establecer compartimentos estancos
en los cuales se situaron determinados objetos de investigación. Cuerpo y
sexo fueron considerados objetos privilegiados de las ciencias de la salud,
específicamente de la medicina. Las ciencias sociales no perdieron de vis-
ta estas dos dimensiones, como lo muestran, por ejemplo, los tempranos
trabajos de Marcel Mauss (“Las técnicas corporales”, 1979 [1934]) y de
Bronsilaw Malinowski (La vida sexual de los salvajes, 1979 [1932]), lo que
permitió una incipiente visión sociocultural de ambos aspectos.
Entender esas dimensiones culturales incidió en la manera misma de
constitución del sujeto. La investigación mostró que el sujeto no podía expli-
carse solo a partir de su naturaleza o su biología; que los comportamientos
no responden a instintos, sino a una serie de imperativos culturales, y que,
por tanto, había que incorporarlos a la discusión.
Múltiples autores mostraron ese sentido cultural e histórico del cuerpo
y de la sexualidad. En un momento dado, incluso desde la medicina, por
TEORÍA QUEER 293

ejemplo, surgieron argumentos para comprender dicha base cultural.


Podemos tomar como paradigma el trabajo de Robert Stoller (psicoana-
lista) realizado en la década de 1960, y el de John Money y Anke Ehrhardt
(psicoendocrinólogos) en la siguiente década, quienes a partir de la inves-
tigación sobre intersexualidad y transexualidad plantearon la identidad
de género como elemento cultural, diferenciado del sexo, que se entendía
estrictamente en términos biológicos (Haraway 1995: 225).
Esta división entre naturaleza y cultura resultó fundamental para la
construcción de una visión en torno al sujeto que claramente diferenciaba los
ámbitos en los que se podía desarrollar su análisis, además de que permitía
mantener una visión binaria sobre la que la modernidad había establecido
su propio sentido de existencia.
A partir de esa visión binaria se estableció igualmente una corres-
pondencia directa entre sexo y género y se fijaron esas distinciones a
través del cuerpo.

Género y sexualidad como conceptos normativos

Se parte de que sexo, género y sexualidad son conceptos normativos, es


decir, su constitución ha ido en el sentido de normar los comportamientos
mediante una serie de prescripciones, las cuales toman como punto de
partida una visión binaria que distingue hombre de mujer. El pensamien-
to feminista de las décadas de 1970 y 1980 sería muy importante en esta
discusión, pues abrió la posibilidad de pensar a los sujetos fuera de los
rígidos esquemas a los que nos hemos referido. En este contexto, resulta
fundamental la discusión que plantearon Adrienne Rich (1978) y Monique
Wittig (1980) en torno al sentido de la heterosexualidad obligatoria. Si
bien cada una planteó el asunto a su manera, no hay duda de que ambas
propuestas coinciden en ciertos aspectos.
Para Rich, la heterosexualidad es una de las instituciones de control
de las mujeres, ya que a través suyo se define la inevitabilidad de la mater-
nidad, la explotación económica de las mujeres y la familia nuclear, todos
ellos aspectos que han moldeado la feminidad en la vida social.
Monique Wittig, por su parte, no solo denunció la opresión de que eran
objeto las mujeres, sino que colocó en el centro de la discusión lo que deno-
294 MAURICIO LIST REYES

mina pensamiento heterosexual (the straight mind), parafraseando el título


de la conocida obra de Lévi-Strauss, El pensamiento salvaje. En su ensayo, la
autora centra su discusión en cómo este pensamiento establece la existencia
ontológica de la oposición binaria hombre-mujer.
Evidentemente, la autora no se detiene en la oposición entre hombres
y mujeres; hay un reconocimiento de que los sujetos tienen muchas otras
diferencias importantes más allá del sexo, las cuales generan jerarquías,
producen dominación e igualmente pueden estar determinadas por as-
pectos tan dispares como raza, orientación sexual, clase social, etnia, etc.
La autora termina su artículo con una célebre frase: “Las lesbianas no son
mujeres” (Wittig 2006: 57). Esta última afirmación fue muy importante
precisamente porque planteó de manera muy clara el hecho de que los
sistemas normativos de género y sexualidad, al establecerse en sistemas
binarios, perpetúan las formas de dominación a través de los cuerpos.
Se trata entonces de transgredir esas normas y reafirmarse al margen de
ellas. Con ello ubica a las lesbianas fuera del marco binario del sexo. Esta
discusión es un antecedente fundamental de la teoría queer, pues cuestiona
tanto la existencia ontológica de hombre y mujer como su existencia en
cuanto oposición binaria.
Como estas autoras, otras feministas lesbianas cuestionaron las con-
diciones de opresión por género y orientación sexual, sin perder de vista
otras dimensiones igualmente importantes. Tanto las chicanas como las
feministas negras resaltaron aspectos que desde el feminismo blanco no
se tomaban en consideración. Ángela Davis (2005) destaca, por ejemplo,
que en el estudio de la esclavitud negra en los Estados Unidos, las mujeres
no son consideradas, y en el estudio de las mujeres, las negras no cuentan.
Las aportaciones de este sector de feministas fueron fundamentales para
evidenciar que incluso dentro de la referencia de género hay múltiples
diferencias que establecen jerarquías.
En este contexto, una primera referencia clara de autodesignación
como sujeto queer es la de Gloria Anzaldúa, escritora chicana y lesbiana:

Hay algo atractivo en ser tanto hombre como mujer, en poder entrar en
ambos mundos. Contrario a ciertos principios psiquiátricos, los mita' y mita'
no sufren de una confusión de identidad sexual, ni siquiera de una confusión
de género. De lo que sufrimos es de una dualidad déspota absoluta que dice
TEORÍA QUEER 295

que solo podemos ser uno u otro. Se afirma que la naturaleza humana es
limitada, que no podemos evolucionar hacia algo mejor. Pero, al igual que
otras personas queer, soy dos en un solo cuerpo, tanto hombre como mujer.
Yo soy la encarnación del hieros gamos: la conjunción interna de cualidades
opuestas (Anzaldúa 2015: 77).

Este sentido que adquiere lo queer en el texto de Anzaldúa sin duda resulta
transgresor de los modelos naturalizados sobre el sexo —los cuales sostie-
nen que el género se construye en torno a este— y, hay que recalcar, es una
idea que se mantiene vigente inclusive entre ciertos sectores feministas.
Así se cuestionan los modelos convencionales ampliamente aceptados que
asimilan sexo y género como una misma dimensión.
La discusión feminista no se centró en el género, sino que tomó otros
aspectos igualmente importantes, entre los cuales hay que recuperar particular-
mente el relativo a la sexualidad. Así, el cuestionamiento a la heterosexualidad
obligatoria fue un asunto central, pero no el único en esta discusión. En sus
“notas para una teoría radical de la sexualidad”, Gayle Rubin (1989) plantea
la manera en que las sociedades establecen jerarquías respecto al ejercicio
de la sexualidad que responden a un modelo heterosexual, monógamo y
con fines reproductivos, rechazando toda otra forma de expresión sexual.
Resulta particularmente importante su discusión acerca del pánico moral1 en
los Estados Unidos frente a la emergencia de sectores diversos reconocidos
por sus formas de vulnerar la heterosexualidad obligatoria, y que permiten
reconocer una amplia diversidad de formas en las que se expresa el deseo.
Por supuesto, no solo desde el feminismo surgieron planteamientos
críticos en torno a la sexualidad. Sin duda, los trabajos de John Boswell
(1992) y Jeffrey Weeks (1998) resultaron fundamentales al plantear el
sentido histórico-cultural de la sexualidad, lo que permitió reconocer a la
heterosexualidad como producto cultural y no como una forma natural
de relación entre los sexos.
No se puede pasar por alto la obra de Michel Foucault cuando se de-
sarrolla la discusión histórica y teórica de la sexualidad. Para este autor, se

1 Roger Lancaster afirma que el pánico moral “se puede definir en términos generales como
cualquier movimiento de masas que surge en respuesta a una falsa, exagerada o indeterminada
amenaza moral a la sociedad, y para hacerle frente a esa amenaza se establecen medidas punitivas
más severas, la llamada ‘cero tolerancia’, la instauración de nuevas leyes, la vigilancia comunitaria
o violentas purgas en el contexto social” (Lancaster 2011: 23).
296 MAURICIO LIST REYES

trataba de “estudiar la constitución del sujeto como objeto para sí mismo”.


Así, su trabajo ha marcado muchos de los debates en torno a ese sujeto
que muchos autores han tratado de definir a partir de dimensiones como
el género y la sexualidad. Desde este punto de vista, habría que considerar,
para una revisión de la obra de Foucault, lo que Jorge Álvarez Yágüez llama
El último Foucault, es decir, la Historia de la sexualidad en tres tomos, y
algunos elementos de los cursos que dictó en el Collège de France de 1975
a 1984. Hay dos obras que resultan fundamentales: Las tecnologías del yo
y Hermenéutica del sujeto, en las que el autor discute, a partir del análisis
de las formas antiguas de subjetivación, el proceso por el cual ocurre esa
constitución del sujeto.
Foucault se interesó en estudiar las reglas, deberes y prohibiciones de
la sexualidad, y para ello se refirió a las técnicas o tecnologías, entendidas
como procedimientos a través de los cuales opera el poder. Entre estos con-
sideró, de manera principal, las tecnologías del yo, es decir, aquellas que
el sujeto puede utilizar “con el fin de alcanzar cierto estado de felicidad,
pureza, sabiduría o inmortalidad” (Foucault 1990: 48).
Esta noción es sin duda importante en el contexto de esta discusión, ya
que permite comprender la posibilidad de acción del sujeto sobre sí mismo.
El autor, a lo largo de su trabajo, fue considerando los múltiples aspectos
que de manera compleja se articulan, para con ello comprender “ciertas
relaciones de sujeto-objeto en la medida en que estas son constitutivas de
un saber posible” (Álvarez 2013: 22).
Ahora bien, a Foucault le interesa de manera fundamental el análisis
del poder en la constitución del sujeto; en este sentido, resulta esencial
comprender su relación con la sexualidad cuando postula la existencia de
una “tecnología del sexo” mucho más compleja y positiva que la prohibi-
ción. No se trata de negar la existencia de la prohibición, sino de encontrar
los elementos que, más allá de ella, tienen incidencia sobre la sexualidad.
“Lo importante quizá no resida en el nivel de indulgencia o la cantidad
de represión, sino en la forma de poder que se ejerce” (Foucault 1991: 54).
Indudablemente, el tema del poder ha sido complejo de abordar, y se han
desarrollado amplios debates para considerar cómo tendría que entenderse.
Para el planteamiento que aquí se desarrolla, es importante señalar que una
de las cualidades más importantes de la noción de poder en Foucault es su
sentido productivo. Este supuesto es muy importante, porque establece cuál
TEORÍA QUEER 297

es el lugar de la sexualidad en las sociedades contemporáneas y la forma en


que la autoridad se establece sobre ella, como se verá en seguida.
De acuerdo con Foucault, el poder no es la presencia de una policía o
de un control coercitivo de la sexualidad; más bien se trata de ciertos proce-
dimientos que los sujetos aprenden e interiorizan para mantenerse dentro
de los ámbitos de reconocimiento social dentro de la heterosexualidad.
Entonces no serán los castigos a través de la ley los que permitan la per-
sistencia de la norma, sino más bien los discursos a través de instituciones
que mantienen el orden heterosexual.

Si es verdad que la “sexualidad” es el conjunto de los efectos producidos en los


cuerpos, los comportamientos y las relaciones sociales por cierto dispositivo
dependiente de una tecnología política compleja, hay que reconocer que
ese dispositivo no actúa de manera simétrica aquí y allá, que por lo tanto no
produce los mismos efectos (Foucault 1991: 154).

Esto es muy importante. Lo que plantea el autor no es una relación mecá-


nica que opere en un solo sentido y produzca un tipo de efecto en todos
los casos, sino que se trata de procesos culturales que por lo tanto corres-
ponden a ciertos contextos en determinados momentos históricos. Si bien
Occidente ha tenido una historia común, es un hecho que muchos de los
procesos culturales son propios de determinados grupos sociales con sus
particularidades étnicas, raciales, entre otras, en momentos específicos.
Teresa de Lauretis lo reconoció en 1986 en su artículo ya clásico so-
bre las tecnologías de género, cuando señalaba el problema político que
representaba universalizar a hombres y mujeres. Al plantear la existencia
de esas tecnologías de género, la autora no solo recuperaba el concepto de
Foucault acerca de las tecnologías del yo, sino que estaba problematizando
el sentido del género. De hecho, insistía en la necesidad de pensar en la
existencia de algo más complejo que la dicotomía sexual entre hombres
y mujeres, y de pensar de una manera más compleja el género, no como
dicotomía sino como un sistema múltiple que opera como representa-
ción y autorrepresentación, producto de diversas tecnologías sociales
(de Lauretis 1991: 234).
El planteamiento de Teresa de Lauretis abre nuevas perspectivas para el
análisis y comprensión de esta clase de problemas, ya que permite explorar
298 MAURICIO LIST REYES

muchos planos a través de los cuales se reproducen relaciones jerárquicas:


no solo las relaciones interpersonales, sino también el papel que desem-
peñan esas tecnologías en las formas de actuar en los ámbitos diversos en
que se mueve el sujeto:

De esta manera podríamos afirmar que, como ocurre con la sexualidad, el


género no es una propiedad de los cuerpos ni algo existente desde el origen
de los seres humanos, sino que es “el conjunto de efectos producidos en los
cuerpos, los comportamientos y las relaciones sociales”, en palabras de Foucault,
por el despliegue de “una compleja tecnología política” (de Lauretis 1991: 234).

Es importante destacar su planteamiento respecto del género como represen-


tación y autorrepresentación, pues de ahí deviene su construcción, y aunque
cambien muchos aspectos culturales e históricos, dicha representación
no deja de tener fuerza. Cuando de Lauretis hace estas afirmaciones, le da
un nuevo sentido a la normalización del género en contextos específicos.
Dado que —como ella afirma— se trata de un “destilado discursivo”, es un
elemento contingente que se va a presentar de manera distinta en cada
contexto, no corresponde de manera directa a la diferencia sexual y está
atravesado por múltiples dimensiones como clase, raza, etnia, etcétera.
Teresa de Lauretis plantea una limitación del análisis de Foucault: no
haber incorporado la dimensión de género en su estudio de la sexualidad,
lo cual hubiera permitido comprender aspectos más finos que quedan in-
visibilizados. Es significativo además su señalamiento de que todos estos
elementos, que pasan por la construcción y representación del género, se
encuentran circunscritos al contrato heterosexual. Este no es un elemento
menor; por el contrario, muchos de los planteamientos aquí reseñados hacen
ese reconocimiento, pues es claro que la heterosexualidad conlleva relacio-
nes de género sobre las cuales se sostienen ciertos discursos normativos. El
paso que dio de Lauretis en esta discusión, encaminado al planteamiento de
la teoría queer, es importante porque aporta el sentido de la representación
de género en su construcción y permite ver la manera en que actúa el poder
en dicha representación; a la vez, considera su arbitrariedad y, por tanto,
las múltiples maneras en que puede darse.
Ahora bien, la discusión en torno al género y la sexualidad incorporó
la noción de identidad. El hecho de pensar en términos identitarios por
TEORÍA QUEER 299

supuesto modifica la forma en que se entendía el ejercicio de la sexualidad


y la forma en que los sujetos asumen el género. Pensar estos aspectos en
términos identitarios implica incorporar una dimensión política a través
de la cual los sujetos se reconocen y por tanto se asumen explícitamente.
Si bien Foucault ya se había referido al hecho de que en el siglo xix la
ciencia médica estableció las clasificaciones y nominaciones de los diversos
comportamientos sexuales, plantearlos claramente como identidades marca
un cambio cualitativo fundamental, principalmente porque implica una
aceptación, una mirada afirmativa por parte de los sujetos que las asumen.
Vale la pena recordar el planteamiento de Jeffrey Weeks al respecto:

La identidad no es un destino, sino una elección. Pero, en una cultura donde


los deseos homosexuales —femeninos o masculinos— siguen siendo exe-
crados y negados, la adopción de una identidad lesbiana o gay constituye
inevitablemente una elección política. Estas identidades no son expresiones
de esencias concretas. Son autocreaciones, pero creaciones en términos no
elegidos libremente, sino establecidos históricamente. Así, las identidades
homosexuales ilustran la relación entre la restricción y la oportunidad, la
necesidad y la libertad, el poder y el placer (Weeks 1993: 333).

El sentido histórico al que se refiere Weeks también permite comprender


el efecto que puede tener la constitución de una identidad en función de
la orientación sexual y el autorreconocimiento en términos de género en
diversos contextos y circunstancias. En este sentido, se tiene que reconocer
el poder que una identidad podía tener a principios de la década de 1970,
cuando ocurrieron procesos afirmativos y de visibilización a nivel inter-
nacional, en contraste con lo que sucede frente a la lucha que se desarrolla
actualmente en diversos países por el reconocimiento de derechos como el
matrimonio igualitario y la adopción para parejas del mismo sexo, el cual
reproduce el modelo heterosexual que décadas atrás se había cuestionado.
Cabe insistir en el sentido histórico cultural de la sexualidad y en cómo
operan determinados discursos en la definición de las agendas políticas
de los movimientos de disidencia sexual y de género.
Por otra parte, pensar los comportamientos sexuales como identidades
implica necesariamente constituirlos en términos normativos, en función
de que solo es posible reconocerse en el otro a partir de ciertos elementos
compartidos y definitorios de determinados sujetos o grupos sociales. Leo
300 MAURICIO LIST REYES

Bersani muestra el sentido paradójico de la identidad: “el intento de esta-


bilizar una identidad es en sí mismo un proyecto disciplinario” (Bersani
1998: 15), cuestión que está presente con demasiada frecuencia y lleva a
hacer afirmaciones del tipo “¡eso es muy gay!”, exclamación que pretende
fijar el sentido de dicha orientación y frente a la cual suele reaccionarse
cuestionando lo que se ha llamado un modelo “homonormativo”, con la
consecuencia, según Bersani, de “desgayzar” la “gaycidad”, lo cual fortalece
la opresión homofóbica.
En consonancia con ello, y retomando el planteamiento de Eve K.
Sedgwick (1998), el armario sigue siendo una referencia fundamental, aun
para quienes asumen abiertamente su orientación sexual, pues en ciertas
circunstancias se le llega a considerar un elemento estratégico. En los con-
textos contemporáneos, independientemente de la valoración social espe-
cífica hacia los sujetos que transgreden los órdenes normativos de género
y sexualidad, incluso en ámbitos de gran visibilidad, se dan expresiones
de homofobia y algunas veces de extrema violencia, pues la transgresión
no suele considerarse como un asunto de competencia individual, sino
de trascendencia social, que de alguna manera incide en un entorno en el
que se manifiestan fuertes reacciones de rechazo frente a esas expresiones
transgresoras.
La emergencia de otros actores sociales, escasamente considerados con
anterioridad en las reflexiones teóricas, le dio complejidad a las discusio-
nes. Particularmente importante me parece la consideración de los sujetos
trans e intersex, así como la atención que Foucault y otros pusieron en la
sexualidad bdsm2 en sus reflexiones en torno al género y la sexualidad.
Ello permitió repensar la estabilidad de las nociones de cuerpo y sexo, y
reflexionar sobre la genitalización de la sexualidad, aspectos que la teoría
queer ha abordado de manera central.
La propuesta de Judith Butler de 1990 aportó nuevos elementos a la
discusión, ya que definió la manera en que se vinculan cuerpo, género y
deseo. Al igual que muchas otras teóricas, Butler acudió a la obra de Fou-
cault y se apoyó en sus ideas para desarrollar su propia argumentación.
Uno de los aspectos que interesaron a la autora fue, según sus palabras,
cómo se desestabiliza el género en cuanto categoría de análisis a través de

2 Bondage (disciplina), dominación, sumisión, masoquismo.


TEORÍA QUEER 301

la práctica sexual: “En condiciones de heterosexualidad normativa, vigilar


el género se usa a veces como una manera de afianzar la heterosexualidad”
(Butler 2001:13). La autora señala que el género puede volverse ambiguo sin
trastocar la sexualidad normativa, por lo que no se puede establecer una
correlación entre ambos. La idea es desnaturalizar tanto el género como
la heterosexualidad para ubicarlos en su contexto cultural.
En uno de sus planteamientos básicos, afirma: “Foucault señala que
los sistemas jurídicos de poder producen a los sujetos que después llegan a
representar” (Butler 2001: 34). Esta idea del sentido productivo del poder
—al que ya nos habíamos referido— es un elemento básico en la propuesta
de Butler, ya que permite comprender su papel en las formas normativas de
género y sexualidad. Para la autora, los sujetos se forman, se definen y se
reproducen de acuerdo con los requerimientos de las estructuras de poder.
Ello permite comprender los problemas que implica cierta categorización
que utilizamos, que precisamente determina la identidad del sujeto. Por
ejemplo, ciertas marcas, como la de género, pueden fijar al sujeto, negando
la posibilidad de comprender los elementos que están en concordancia
con la clase y la etnia, por ejemplo: “La tarea consiste en formular, dentro
de este marco construido, una crítica de las categorías de identidad que
crean, inutilizan e inmovilizan las estructuras jurídicas contemporáneas”
(Butler 2001: 37).
Butler insiste en un asunto que sin duda resulta clave para esta discu-
sión: “Los géneros ‘inteligibles’ son aquellos que en algún sentido instituyen
y mantienen relaciones de coherencia y continuidad entre sexo, género,
práctica sexual y deseo” (Butler 2001: 50). Este planteamiento permite
comprender cómo se define el sentido de abyección que desarrolla más
adelante, cuando afirma que es producto de la pérdida de coherencia entre
estos elementos, lo cual implica que algunas identidades no pueden exis-
tir: aquellas que no mantienen esa coherencia: “Si es posible hablar de un
‘hombre’ con un atributo masculino y entender ese atributo como un rasgo
feliz pero accidental de ese hombre, entonces también es posible hablar de
un ‘hombre’ con un atributo femenino, cualquiera que este sea, aunque se
siga afirmando la integridad de género (Butler 2001: 57).
Esta coherencia requiere una heterosexualidad estable y de oposición,
pues se es inteligible en función de que se es heterosexual y se cumple
con la norma de género. En este sentido, la autora retoma el concepto de
302 MAURICIO LIST REYES

performatividad y con él desarrolla un planteamiento que resulta medular


para la teoría queer:

el género resulta ser performativo, es decir, que constituye la identidad que


se supone que es. En este sentido, el género es siempre un hacer por parte
de un sujeto que se pueda considerar preexistente a la acción […] no hay una
identidad de género detrás de las expresiones de género, esa identidad se
construye performativamente por las mismas expresiones que, según se dice,
son resultado de esta (Butler 2001: 58).

Para Butler es importante preguntarse por la vinculación entre la perfor-


matividad del género, la materialidad del cuerpo y el papel del sexo en esa
fórmula. Para ello, parte de la premisa de que la categoría sexo es normativa,
de acuerdo con Foucault, y de que produce los cuerpos que controla, de
acuerdo con una visión productiva del poder.
Para desarrollar estas ideas parte del planteamiento de la performa-
tividad, no como un “acto” singular y deliberado, sino como una “práctica
reiterativa y referencial mediante la cual el discurso produce los efectos
que nombra”:

Lo que, según espero, quedará claramente manifiesto en lo que sigue es que


las normas reguladoras del sexo obran de una manera performativa para cons-
tituir la materialidad de los cuerpos y, más específicamente, para materializar
el sexo del cuerpo, para materializar la diferencia sexual en aras de consolidar
el imperativo sexual (Butler 2002: 18).

Más adelante afirma que “el sexo no es algo que uno tiene o uno es, es
una de las normas por las cuales uno puede llegar a ser viable” (Butler
2002: 19). El sentido que le da a esta expresión va en consonancia con el
planteamiento anterior. Ser viable es precisamente ser inteligible, lograr
una “coherencia” entre los elementos planteados, lo cual le da sentido al
sujeto a partir de que asume los elementos normativos de sexo y género.
En este punto será muy importante su consideración acerca de la distin-
ción que señala entre los cuerpos que importan y los cuerpos abyectos.
Los sujetos trans, intersex, los caracterizados por su diversidad funcional
son definidos en estos términos.
TEORÍA QUEER 303

Una noción que ha dado sentido a esta idea es la de camp que, de


acuerdo con Susan Sontag, “no es un modo natural de sensibilidad, supo-
niendo que tal cosa exista. Es más, la esencia de lo camp es el amor a lo no
natural: al artificio y la exageración. Y lo camp es esotérico: tiene algo de
código privado, de símbolo de identidad incluso, entre pequeños círculos
urbanos” (Sontag 1996: 355). Más adelante señala:

No solo hay una visión camp, una manera camp de mirar las cosas. Lo camp
es también una cualidad perceptible en los objetos y en el comportamiento de
las personas. Hay películas, vestidos, canciones populares, novelas, personas,
edificios camp... Esta distinción es importante. Cierto que la mirada camp
tiene el poder de transformar la experiencia. Pero no todo puede ser percibi-
do como camp. No todo está en la mirada del espectador (Sontag 1996: 357).

Esta última afirmación de Sontag me parece útil en el sentido de que permite


pensar la posibilidad de la autocreación a través de lo que llama “el artificio
y la exageración”, con lo cual el sujeto establece sus propias definiciones que
no necesariamente son autónomas; muchas de ellas responden a ese mismo
poder productivo del que he hablado. Los sujetos en muchas ocasiones
retoman elementos que aparentemente estarían en contradicción entre sí
y la razón de ello muchas veces tiene que ver con aspectos biográficos. Si
pensamos la identidad como carente de contenido preestablecido o fijo,
los sujetos tendrían que dotarla de este. La identidad entonces se vuelve un
referente ambiguo, un elemento que no necesariamente sirve para adscribirse
a un grupo, para reconocerse en el otro; es una suerte de individualismo en
el que no cabe generalizar los elementos que definen a cada sujeto.
Todas las reflexiones y críticas que se han señalado desde el feminismo
y los estudios en sexualidad adquieren sentido en tanto permiten la cons-
titución de un sujeto cuestionando los moldes y normas preestablecidos,
reivindicando cierto artificio y exageración, sin perder de vista que nos
encontramos inmersos en el contexto histórico cultural donde adquiere
sentido esa autocreación.
Quisiera cerrar este texto señalando que la teoría queer, esa ocurrencia
que tuvo Teresa de Lauretis hace veinticinco años para repensar el género y
la sexualidad, no es un asunto acabado y resuelto; por el contrario, estamos
ante propuestas de discusión complejas para —siguiendo a Foucault— re-
304 MAURICIO LIST REYES

pensar la constitución del sujeto, un proceso que necesariamente conlleva


las dimensiones de género y sexualidad.
Se trata de cuestionar los marcos normativos de género y sexualidad
para pensar en sujetos múltiples, independientemente de los rasgos que
han devenido jerarquías normalizadoras para excluir a un gran número de
otros que no se ajustan a los modelos dominantes. Desde mi punto de vista,
se trata de una propuesta muy importante en términos epistemológicos y
teóricos, que obliga a hacer a un lado las certidumbres que Occidente ha
establecido sobre la constitución del sujeto, y abrir la posibilidad de una
mayor acción del sujeto sobre sí mismo sin tener que responder necesaria-
mente a rígidos marcos normativos.

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Trans

Alba Pons Rabasa


Eleonora Garosi

Introducción

Este texto propone una lectura crítica y feminista de lo trans y de las


categorías sexo, género y sexualidad que lo sustentan, basada en un
desplazamiento epistemológico fundamental. No nos interesa analizar lo
trans en cuanto fenómeno social ahistórico, ni mucho menos reducirlo a
categorías identitarias estables como transexual, transgénero y travesti
entre otras geopolíticamente situadas. Nuestro propósito es investigar su
genealogía, los dispositivos y tecnologías que lo han ido produciendo y
reconfigurando en cuanto categoría diagnóstica e identitaria. La versión
de lo trans como condición identitaria patológica, frecuentemente deno-
minada transexualidad o transexualismo, se configura como dominante
en la mayoría de los contextos occidentales, pero es importante destacar
su polisemia y su multiplicidad localizada.
Una vez planteado lo anterior, pretendemos ofrecer herramientas para
la aprehensión de estas experiencias sexo-genéricas de una forma compro-
metida, crítica, rigurosa y, sobre todo, situada. Este propósito nos obliga
a historizar los términos mediante los cuales se representa la experiencia,
tomando las categorías de análisis como contextuales, disputadas y contin-
gentes (Scott 1992). Entendemos la experiencia como un “proceso continuo
por el cual se construye semiótica e históricamente la subjetividad”, efecto
de la interacción con el mundo. Se trata de un “engranaje continuo del yo
308 ALBA PONS RABASA Y ELEONORA GAROSI

sujeto con la realidad social”, de la subjetividad y la práctica, del mundo


interior y el exterior, cuyos efectos son entonces recíprocamente constitu-
tivos (de Lauretis 1992: 251-294).
Partiendo de estas premisas, en un primer momento presentaremos
una genealogía crítica de lo trans, que hoy en día se sigue patologizando.
En esta genealogía no se abordan las experiencias trans, sino las con-
ceptualizaciones de las mismas que ha producido la medicina en cuanto
tecnología fundamental de producción de subjetividad, así como los cos-
tos sociales, políticos, subjetivos y corporales que supone esta forma de
objetivación de la experiencia. En un segundo momento abordaremos lo
que hemos denominado “otros discursos de lo trans”, otros campos desde
los cuales se han definido estas experiencias, como el discurso activista
en Estados Unidos y la campaña internacional por la despatologización
de las identidades trans.
Hemos privilegiado estos campos tomando en cuenta el impacto
global que han tenido en términos sociales y políticos. Estamos conven-
cidas de que hoy la mayor parte de las experiencias trans que se dan en
las ciudades están atravesadas de alguna forma por todos los discursos
aquí analizados que, además, circulan globalmente por internet. Por eso
es importante conocerlos y tratar de analizar cómo se articulan con otros
discursos locales de lo trans.
A continuación de los puntos mencionados presentaremos los debates
feministas en torno a lo trans. Sin lugar a dudas, tales debates, que final-
mente tienen una relación directa con la manera en que se ha definido el
género desde las ciencias sociales, pueden arrojar luz sobre la forma en
que se puede abordar lo trans desde la investigación y con qué objetivos.
Ahora bien, otras referencias teóricas imprescindibles dentro del
abordaje analítico de lo trans son las que provienen de los estudios trans-
género (trangender studies). Por ello hemos dedicado el siguiente apartado
a describirlos e historizarlos, así como a plantear algunas de las grandes
aportaciones de esta rama de estudios. Estamos convencidas de que serán de
gran utilidad, pero invitamos a que se lean críticamente, teniendo en cuenta
la dimensión geográfica, histórica y políticamente situada del género. De
hecho, parte de la vigilancia epistemológica que consideramos necesaria
cuando trabajamos esta cuestión tiene que ver con el riesgo de abordarla
solamente con referencias teóricas anglosajonas.
TRANS 309

Por este motivo añadimos a continuación una mirada a lo trans desde


América Latina, comentando algunas referencias teóricas relevantes y si-
tuándolas en su contexto político. A pesar de no ser numerosos los trabajos
en habla hispana, hay que destacar el papel de Latinoamérica en relación
con la lucha por el reconocimiento de la identidad de género desde una
perspectiva no patologizante.
Finalmente, pondremos punto final a este texto con una propuesta con-
creta que comprende ciertas premisas fundamentales para entender y abor-
dar lo trans sin objetivar, universalizar u homogeneizar estas experiencias,
sino asumiendo su heterogeneidad, complejidad y multidimensionalidad.

Genealogía crítica de lo trans

Es posible encontrar los orígenes de la transexualidad en el proceso


histórico de construcción de la normalidad sexual y sus desviaciones en
Occidente, el cual data de finales del siglo xvii. De acuerdo con Foucault
(1998), se produce, en diversos ámbitos (medicina, biología, política,
moral, etc.), una multiplicación de discursos sobre el sexo. Esto origina
la creación de una “verdad sobre el sexo” que, por un lado, establece lo
que se considera normal y lo que se considera patológico, y, por el otro,
instituye el “dispositivo de sexualidad”, que pretende producir sujetos
conformes a los cánones hegemónicos de la sexualidad.
En este contexto surge la categoría médica “homosexual”. Asimismo,
a finales del siglo xix se empieza a definir en el ámbito psiquiátrico una
específica “desviación sexual” que se caracteriza por la identificación de los
pacientes con el “sexo opuesto”. Las primeras representaciones de lo trans
como patología se pueden rastrear en los trabajos del psiquiatra Krafft-
Ebing, quien, en 1877, en sus estudios sobre la homosexualidad, identifica
una categoría especial de homosexuales que sufren de “metamorfosis sexual
paranoide”: se identifican fuertemente con el sexo opuesto y quieren alterar
sus características sexuales.
El sexólogo Magnus Hirschfeld, otro de los expertos que contribuyen
a crear un campo de estudios sobre la transexualidad al investigar las expe-
riencias de los travestidos, utiliza por primera vez, en la década de 1920, el
término “transexualismo del alma” (seelischer transexualismus), que hace
310 ALBA PONS RABASA Y ELEONORA GAROSI

referencia a las personas que sienten íntimamente “pertenecer al otro sexo”.


El término transexual aparece por primera vez en un artículo publicado por
David Caldwell en 1949, “Psychopathia Transexualis”. Pero será a partir de
la década de 1960 cuando se asista a la invención del “fenómeno transexual”,
con un cambio de paradigma en las prácticas de disciplinamiento de lo trans
debido a la introducción de tecnologías de modificación corporal, como las
terapias hormonales y las operaciones de reasignación sexual (Preciado
2008). Harry Benjamin es reconocido como el padre de las modernas teo-
rías médicas sobre la transexualidad. En 1966 publica su famoso texto The
Transsexual Phenomenon, donde define a la persona transexual como el
sujeto que quiere vivir f ísica, sexual y mentalmente como si perteneciera
al sexo opuesto. En él critica la ineficacia de las terapias psicológicas y
psiquiátricas para tratar a las personas transexuales, propone el uso de
hormonas del “sexo opuesto” para obtener la masculinización de las hem-
bras y la feminización de los varones. El psicólogo y psicoanalista Robert
Stoller es otra de las figuras clave en la construcción de la transexualidad.
En 1975 publica Sex and Gender, Volume 2: The Transsexual Experiment,
donde introduce la distinción entre sexo (dimensión biológica), género
(dimensión social) e identidad de género (dimensión psicológica). En su
trabajo sostiene que la identidad de género constituye un núcleo inmuta-
ble del ser humano y que, en el caso de las personas transexuales, dada la
imposibilidad de modificar su identidad de género, es necesario aplicar
tratamientos quirúrgicos y/u hormonales que modifiquen el cuerpo para
restablecer la “natural” correspondencia entre cuerpo sexuado e identidad
de género. Finalmente, a partir de la década de 1980, la transexualidad es
codificada como un trastorno mental por una de las instituciones médicas
más poderosas a nivel mundial: la Asociación Americana de Psiquiatría, que
publica periódicamente el Manual Diagnóstico y Estadístico de Trastornos
Mentales (dsm, por sus siglas en inglés). En 1980 se introduce por primera
vez en el dsm-iii el diagnóstico de “transexualismo”, definido como un
trastorno en la esfera sexual que se caracteriza por un persistente males-
tar con el sexo asignado y una constante preocupación por modificar las
características sexuales primarias y secundarias, adquiriendo las del otro
sexo, a través de tratamientos hormonales y quirúrgicos. En la década de
1990, los sistemas internacionales de clasificación de patologías mentales, en
específico el dsm-iv-r y la Clasificación Internacional de Enfermedades-10
TRANS 311

(cie-10), (elaborada por la Organización Mundial de la Salud), sustituyen


el término “transexualismo” por el de “trastorno de identidad de género”.
La última versión del dsm —el v, publicado en mayo de 2013— modifica
nominalmente la definición psiquiátrica “trastorno de identidad de género”
por “disforia de género”, sin cambios sustanciales. Es más, se incluyen nuevos
criterios diagnósticos, diferenciados en función de la edad —niños, niñas
y adolescentes, adultos/as— en los que también se puede llegar a incluir a
personas diagnosticadas con un trastorno del desarrollo sexual (disorder of
sexual development, dsd), llamadas en ocasiones intersex.
El discurso dominante en el campo médico construye como natural y
normal la correspondencia entre cuerpo sexuado e identidad de género;
todas las experiencias que no encajan en este esquema son definidas, de
alguna forma, como patológicas, y se vuelven objeto de procesos de nor-
malización con la finalidad de restablecer el “orden natural” entre sexo y
género. Debido a la legitimidad social de la medicina se produce una verdad
hegemónica sobre lo trans: por un lado, se presentan estas experiencias
como un estado patológico que puede ser diagnosticado (y curado) y, por
el otro, se construye lo trans como una condición identitaria esencial e
inmutable (transexual, transgénero y travesti).1
Desde nuestro posicionamiento crítico y feminista, cuestionamos
este discurso que no solo patologiza las experiencias trans, sino que tien-
de a borrar la multiplicidad y la fluidez de las experiencias de género. La
adscripción subjetiva y corporal de estos discursos científicos ofrece a las
subjetividades interpeladas una suerte de “promesa de normalización” que
obviamente contiene ciertas ventajas en términos sociales, pero a su vez
oculta sus costos subjetivos, corporales y políticos, entre los cuales está
la subordinación identitaria a través de lógicas como la patologización, la
estigmatización, la invisibilización y la infantilización.
Por ello proponemos utilizar el término trans como una estrategia
inclusiva de la variabilidad humana en el campo del género, ya que: 1) per-
mite preservar la multiplicidad de las experiencias subjetivas y corporales

1 También la categoría travesti es codificada como trastorno mental. En el dsm-v se le define


como una parafilia, un trastorno sexual, en referencia a aquellas personas que utilizan prendas
del género opuesto para obtener placer sexual. La medicina se ha apropiado del término trans-
género, surgido en el marco de los movimientos sociales, y el dsm-v lo utiliza para referirse a
todas aquellas personas que no se identifican con el género que les fue asignado al nacer.
312 ALBA PONS RABASA Y ELEONORA GAROSI

de género, haciendo referencia más a un movimiento, un proceso, o un “ir


más allá de”, que a una condición o identidad preexistente, pues “el tránsito
no es esencia” (Preciado 2002: 68); 2) no resalta las definiciones médicas
patologizantes; 3) no tiene por qué asumir como referencia el sistema binario
sexo-género; 4) se configura como un posicionamiento crítico desde donde
analizar los procesos de producción de ficciones identitarias, y 5) constituye
una lente a través de la cual se puede analizar la realidad social. Cabe resal-
tar la propuesta de utilizar el término trans con un asterisco (trans*), una
aportación del activimos trans, en concreto, de Mauro Cabral (2009), cuyo
objetivo es destacar la variabilidad y pluralidad de experiencias situadas
cultural y políticamente que se pueden enmarcar dentro de lo trans.

Otros discursos sobre lo trans

Además del ámbito médico, en otros espacios también se han abordado las
experiencias trans. Es importante destacar que difícilmente podemos realizar
cortes radicales entre discursos producidos dentro de unos campos y otros,
porque son narrativas que de alguna forma se tocan, se contagian, se articulan,
y son utilizados estratégicamente en términos individuales y colectivos por
las mismas subjetividades a las que interpelan.
La emergencia del concepto transgénero (trangender) en los Estados
Unidos data de la década de 1970. Varios autores estadounidenses reconocen
a Virginia Prince la autoría del término transgenderist que se adjudicaba a
sí misma y que definía como una “tercera vía” entre la transexualidad y el
travestismo. Para ella, ser transgenderist era vivir plenamente en el género
contrario al asignado a la hora del nacimiento —el sexo registral— sin
necesidad de recurrir a lo que la medicina llama “cirugías de reasigna-
ción genital o sexual”. De hecho usó este concepto para autonombrarse
en 1979, cuando ya se había sometido a tratamiento hormonal y realizado
electrólisis para eliminar su vello facial. Antes de ese año, Prince había
utilizado diferentes categorías como femmiphile, true transvestite o femme
personator. Es importante destacar todo el trabajo de investigación, difu-
sión y organización comunitaria que llevó a cabo entre la comunidad tv
(abreviatura de transvestite) y en relación con médicos clave, como Harry
Benjamin. Su definición de transgenderist se refería solamente a aquellos
TRANS 313

sujetos varones heterosexuales que experimentaban un fuerte amor a


lo femenino y deseaban vivir como mujeres. En todos los proyectos que
Virginia Prince llevó a cabo, como revistas (Transvestia, Femme Mirror)
o incluso organizaciones sociales como la Foundation for Full Personality
Expression, excluyó tanto a personas homosexuales como a transexuales.
Sería en la década de 1990, en el contexto académico y activista de los
Estados Unidos, cuando el término transgénero sería reformulado por va-
rias activistas y teóricas fundamentales de los estudios transgénero. En esta
redefinición se destacaría su potencial crítico hacia posturas esencialistas
y binarias en relación con el género, como las que habían definido históri-
camente la transexualidad. De hecho, a través de trabajos como los de Holly
Boswell (1991), Sandy Stone (1991) y Leslie Feinberg (1996), el concepto trans-
género se convirtió en una especie de paraguas que acogió la pluralidad de
experiencias que cuestionaban la coherencia, la estabilidad y la correspon-
dencia entre género, cuerpo y deseo en las que se sustenta el binarismo de
género significado culturalmente por la matriz heterosexual. Sin duda esta
redefinición se pensó como crítica a la mirada biomédica, pero la extensión
de su uso y mediatización provocó que fuera asimilada de nueva cuenta por
el dispositivo médico y reformulada en sus propios términos. De hecho, hoy
en día, el protocolo médico más utilizado a nivel internacional para atender
los procesos de reasignación de género es el de los Standards of Care de la
World Professional Association of Transgender Health (wpath), anteriormen-
te Harry Benjamin International Gender Dysphoria Association (hbigda).
En la segunda década del siglo xxi, en el contexto europeo, emerge la
Campaña Internacional por la Despatologización de las Identidades Trans,
Stop Trans Pathologization 2012, influida por los discursos activistas que en
su momento entendieron que las experiencias trans eran plurales, hetero-
géneas y tan dif ícilmente objetivables como las experiencias de hombres,
mujeres y otros géneros. Tanto la construcción de este “otro” discurso sobre
lo trans como la internacionalización de esa campaña han sido posibles
gracias a la emergencia del internet, que ha sido la principal herramienta
de difusión y coordinación utilizada por la campaña, pero que a su vez ha
permitido conocer pluralidad de maneras de vivir las experiencias trans
en otros contextos.
En 2006, en Barcelona, el colectivo Guerrilla Travolaka —influido por
las luchas del movimiento de la antipsiquiatría y articulado con colectivos
314 ALBA PONS RABASA Y ELEONORA GAROSI

feministas y transfeministas autónomos— denunciaría públicamente el tra-


tamiento psiquiátrico para el trastorno de identidad de género o disforia de
género, apostándole así a la despatologización de la transexualidad mediante
la visibilización de cuerpos trans no normativos y experiencias trans que no
se definen a través del diagnóstico. En 2007 se realizó la primera marcha de
lucha transexual, transgénero e intersex, que marcaría el inicio de la Red
Estatal por la Despatologización Trans, a la cual se unieron colectivos de
diferentes ciudades de la geograf ía española. En 2009, cuando Guerrilla
Travolaka ya había cambiado su nombre a Transblock-Piratas del Género, la
Red lanzó una convocatoria a nivel internacional que tuvo un éxito rotundo,
pues cuarenta ciudades se unieron a sus objetivos de reivindicación. Así se
creó Stop Trans Pathologization 2012. El año hace referencia a la previsión
de la Asociación Americana de Psiquiatría respecto al lanzamiento de su
nueva versión del dsm, que sería la quinta.
Lo que esta campaña solicitaba era el retiro de la categoría diagnós-
tica de “trastorno de identidad de género” —que en la actualidad ha sido
sustituida por “disforia de género”—, así como el respeto al derecho a la
atención a la salud transicional sin necesidad de un diagnóstico psiquiátrico.
El impacto internacional de la campaña ha supuesto un cuestionamiento de
la hegemonía de la definición médica y psiquiátrica de la transexualidad, un
recurso de reivindicación en ámbitos locales y la difusión de otras formas
no patologizantes de entender lo trans.
Una de las críticas que ha recibido es que, si bien ha sido y es un recurso
que se puede utilizar para la reivindicación del derecho al propio cuerpo,
a la autonomía y a una identidad de género no definida ni biológica ni
médicamente, esta utilización conlleva riesgos, entre los cuales se encuen-
tran: 1) la homogeneización de la experiencia y la invisibilización de las
múltiples formas que tiene de ser vivida, encarnada, sentida y presentada;
2) la universalización de una representación específica —europea, blanca
y occidental— de lo trans, y 3) el desplazamiento de una experiencia par-
ticular enmarcada en contextos geográficos y culturales específicos a una
categoría identitaria fija y globalizada (como la gay).
De hecho, si entendemos lo trans como experiencia que va más allá
de las categorías identitarias de hombre y mujer en relación con el género,
encontramos que en diferentes culturas ha habido conceptos que intentan
representar vivencias subjetivas y corporales diferentes al binarismo de
TRANS 315

género. Desde la antropología se han estudiado contextos en los que los


sistemas de género incluyen otras categorías además de las de hombre y
mujer, como muxe en la población zapoteca de Juchitán, ciudad del istmo
de Tehuantepec (Oaxaca, México), omeggid en el pueblo kuna de Panamá,
hijra en la India, o two spirits en pueblos amerindios de los Estados Unidos
y Canadá, entre otras. Consideramos que sería importante rastrear cómo
estas categorías y las vivencias que intentan representar se articulan con el
flujo de información globalizada existente sobre diversidad sexual y género,
obviamente asumiendo siempre la tensión existente entre representación
social y experiencia, y la pluralidad y heterogeneidad de esta última.
Tanto la genealogía crítica planteada, como los otros discursos que
hemos presentado —los cuales definen de determinadas formas lo trans—
muestran la polisemia de los conceptos/representaciones y la pluralidad y
complejidad de las experiencias particulares. Esto nos obliga a ser extre-
madamente cuidadosas con los términos que utilizamos —que deben estar
geográfica y políticamente contextualizados— y con los conceptos teóricos
que usamos en la investigación, los cuales deben mostrar esa pluralidad y
complejidad corporal y subjetiva que conllevan las experiencias trans —como
todas las experiencias de género.

Debates feministas en torno a lo trans

Lo trans no ha sido históricamente un tema clave del feminismo. No lo


abordó hasta tiempos recientes y no deja de ser una cuestión controvertida
en el marco de los debates contemporáneos sobre sexo, género y sexualidad.
Está en juego la legitimidad de lo trans como sujeto político del feminismo.
A muy grandes rasgos, en este contexto se distinguen tres posiciones
diferentes sobre lo trans, vinculadas con las distintas formas de definir el
género y el sexo: 1) las feministas radicales, que consideran la biología como
destino y niegan la legitimidad de la experiencia trans (Raymond 1979;
Jeffreys 2003); 2) las estudiosas que consideran la biología como soporte
material para el desarrollo del género, entendido este como un conjunto de
elementos culturales, simbólicos y/o socialmente construidos a partir de la
diferencia sexual, para quienes lo trans evidencia los procesos sociales
de producción del género (Kessler y MacKenna 1978), y finalmente 3) las
316 ALBA PONS RABASA Y ELEONORA GAROSI

teóricas queer, quienes consideran que tanto el sexo como el género son
productos de la ideología binaria de género y de la matriz heterosexual,
y promueven el cuestionamiento y apertura a lo trans como sujeto polí-
tico del feminismo (de Lauretis 1987; Butler 2002, 2007; Haraway 1995;
Halberstam 1998; Preciado 2002, 2008).
En el marco del feminismo radical, Janice Raymond, en su controver-
tido The Transsexual Empire. The Making of the She-Male (1979), sostiene
que la biología determina el género, y que las mujeres trans (que denomina
male-to-constructed female), aunque se hayan sometido a modificaciones
quirúrgicas y hormonales, siguen siendo hombres que quieren infiltrarse
en los espacios de mujeres y feministas con el objetivo de ejercer poder
sobre ellas, controlarlas y cuestionar el movimiento feminista. De la misma
manera, las lesbofeministas radicales, como Sheila Jeffreys, critican a los
hombres trans por traicionar su naturaleza femenina y su pertenencia a la
comunidad lesbiana.
En la línea que comprende el género como construcción social, dentro
del ámbito de las ciencias sociales, destaca el trabajo publicado en 1978
por Kessler y MacKenna, Gender: An Ethnomethodological Approach,
en el cual analizan los procesos de atribución y reproducción del géne-
ro en el marco de la vida cotidiana, tomando como referente el trabajo
etnometodológico de Harold Garfinkel.2 Las autoras, que no cuestionan
aquí el binarismo de género sino el determinismo biológico, se enfocan a
las personas trans porque su transición de género visibiliza las prácticas
cotidianas a través de las cuales los individuos construimos, a diario, el
género, como una realidad que tiene sentido para todos. El género no
se considera una propiedad natural de los sujetos, sino un proceso de
actuación constante y de reproducción de normas sociales naturalizadas.
Las tesis más innovadoras para reflexionar sobre lo trans vienen, quizá,
de la teoría queer. Se trata de un conjunto de aportaciones que no necesa-

2 Harold Garfinkel, en su famoso artículo “Passing and the Managed Achievement of Sex Status
in an ‘Intersexed’ Person” (1967), explicita el proceso a través del cual Agnes (que nació varón y
fue paciente de Robert Stoller) desarrolla su pertenencia al género femenino. El estudio muestra
los esfuerzos de Agnes para aprender a ser mujer, reproduciendo las normas sociales dominantes
(en su tiempo) sobre la feminidad. Garfinkel trata el género como un performativo, que se hace
continuamente a través de la repetición de narrativas y prácticas compartidas (por ejemplo, el
hecho de que por ser mujer una tiene que tener una vagina es una narrativa compartida entre
Agnes y los médicos que la operaron).
TRANS 317

riamente abordan de manera directa lo trans, pero ofrecen herramientas


útiles para analizarlo. Esta propuesta teórica aporta una interpretación
profundamente antiesencialista no solo del género, sino también del sexo
y de la sexualidad.
Por un lado, la correspondencia entre sexo, género y deseo no es con-
siderada como algo natural, sino como el producto de un discurso hegemó-
nico que Monique Wittig (1992) define como “pensamiento heterosexual”
y Judith Butler (2007) como “matriz heterosexual”. Por otro lado, sexo,
género y deseo no son prediscursivos y actúan, más bien, como tecnolo-
gías de producción de subjetividades que se definen a través de ficciones
reguladoras (Butler 2007) o biopolíticas (Preciado 2002).
De Lauretis es reconocida como la primera feminista en utilizar el
término queer en el ámbito académico, concretamente en un taller deno-
minado “Queer Theory: Lesbian and Gay Sexualities”, que se llevó a cabo en
1990 en la Universidad de California en Santa Cruz. Retomando los análisis
de Foucault sobre los procesos de subjetivación, esta autora considera el
género como una tecnología con la función (que lo define) de construir
individuos concretos como varones o como mujeres (de Lauretis 1987).
Judith Butler publicó algunos textos considerados fundacionales de la
teoría queer: Gender Trouble (1990) y Bodies that Matter (1993), donde
entiende lo trans/drag como una oportunidad para pensar el género en
cuanto performativo, poniendo de manifiesto su estructura imitativa/
citacional. Su tesis es que no existe algo que se pueda considerar “natural”,
ya que todo sujeto entra en el mundo social a través del lenguaje, inter-
pretándolo y siendo interpretado. Por lo tanto, sostiene Butler, no solo el
género es la simbolización social de la diferencia sexual, sino que: 1) la
misma diferencia sexual es el efecto de prácticas discursivas que cons-
truyen un orden “natural” de dos sexos; 2) el género es una “cita” —de la
cual no hay original— de normas y actos que culturalmente simbolizan
la diferencia sexual; 3) la identidad de género no es un espacio psíquico
interior, sino el efecto de esa repetición de actos —se trata de una ficción
reguladora que produce sujetos conformes a los mandatos de la matriz
heterosexual.
La teoría queer se configura como una postura crítica hacia los proce-
sos históricos y políticos de construcción de las identidades sexo-genéricas
binarias (hombre/mujer, varón/hembra, masculino/femenino, homosexual/
318 ALBA PONS RABASA Y ELEONORA GAROSI

heterosexual, transgénero/biológico), así como de los procesos de normali-


zación de las mismas. Esta perspectiva, en la que se detectan las influencias
de cierto feminismo lésbico radical (Monique Wittig, Adrienne Rich), negro
y chicano (Gloria Anzaldúa, Audre Lorde), critica la universalidad del sujeto
“mujer”, abriendo espacios de legitimidad para otros sujetos políticos del
feminismo, como lo trans, las mujeres negras o las lesbianas, y para formas
de acción política no identitarias.

Estudios transgénero

Los estudios transgénero (transgender studies) desarrollados por académic*s


y activistas trans a partir de la década de 1990, evidencian la urgencia para
las personas trans de “hacer” su propia historia, de visibilizarse, contrarres-
tando los efectos negativos de ciertos discursos feministas y médicos (Stone
1991; Bornstein 1994; Feinberg 1996; Prosser 1998; Stryker y Whittle 2006).
Susan Stryker los define como un campo académico multidisciplinario que
se enfoca al análisis de la transexualidad y el travestismo, en las expresio-
nes culturales de la “atipicidad” del género; en general, se interesa por la
diversidad genérica humana. Como recuerda la misma autora, es oportuno
tener en cuenta que se trata de un campo de estudios desarrollado en un
contexto anglófono (los Estados Unidos y Europa) y que la misma categoría
transgénero dif ícilmente puede utilizarse para explicar otros sistemas de
género en contextos no eurocéntricos.
Entre las pioneras de los estudios transgénero cabe recordar a Sandy
Stone, quien publicó en 1991 el Post-transsexual Manifesto, en respuesta al
texto de Janice Raymond. En particular, elabora una crítica de la práctica
del passing (vivir y ser reconocid* como un miembro del “otro” sexo), pro-
movida tanto por las personas transexuales como por el aparato médico
y psicológico. El passing borraría las múltiples expresiones de género po-
tencialmente expresables por las personas. Critica, entre otras cosas, el uso
de expresiones como “nacer en el cuerpo equivocado”, ya que presupone
solamente la legitimidad de los cuerpos conformes a las normas de género
hegemónicas. Stone invita a ser “post-transexual”, es decir, a rechazar las
praxis que definen el proceso de transición de género como conformidad
con los modelos dominantes de feminidad (y masculinidad).
TRANS 319

Otr*s autor*s que es necesario mencionar son Leslie Feinberg, autor* de


Stone Butch Blues, Transgender Warriors y Trans Liberation, que impulsa un
nuevo uso del término transgender para significar el conjunto heterogéneo
de sujetos que presentan alguna variación en relación con el modelo domi-
nante de género y sexualidad; y Kate Bornstein, autor* de Gender Outlaw:
on Men, Women and the Rest of Us (1994), que defiende las experiencias
de fluidez del género, rechazando ser categorizad* como mujer u hombre.
Una de las aportaciones académicas más elaboradas es la de Jay Prosser,
que publica en 1998 Second Skins: the Body Narratives of Transsexuality,
donde analiza los procesos de incorporación del género y construcción
de identidad a través de las narrativas de personas trans. En particular,
contrasta la idea de la transexualidad como invención de la medicina,
afirmando que antes de las prácticas tecnológicas y discursivas de cons-
trucción de l*s transexuales existían subjetividades activas que producían
narrativas de “cambio de sexo”. En el texto presenta una articulada crítica
a la teoría queer (en particular de Eve Sedgwick y Judith Butler) por su
utilización de la figura del drag y del transgender para demostrar la per-
formatividad del género y desestabilizar los confines de las categorías de
sexo, género y sexualidad. Según la interpretación de Prosser, la teoría
queer presenta la experiencia transgénero como práctica subversiva que
pone en evidencia la no necesidad de la matriz heterosexual, etiquetando
implícitamente la figura del transexual como esencialista y conservadora,
ya que reproduce las normas de género dominantes. Prosser argumenta,
en cambio, que también los sujetos transexuales ponen de manifiesto los
procesos performativos de producción de género. Critica, además, el
concepto de performatividad de género porque parece implicar un acto
voluntarista de elección del género; y el de matriz heterosexual porque
atribuir al lenguaje la producción de sexo, género y sexualidad borraría
la materialidad de los cuerpos.
Las reflexiones más recientes en el marco de los estudios transgénero
ofrecen algunas novedades relevantes y muestran cierta influencia de la
teoría queer, en primis el giro antidentitario que, en resumidas cuentas,
entiende las identidades trans como producto de ficciones reguladoras y
abre la posibilidad de agencia desde posicionamientos no identitarios. Las
experiencias trans ya no son tematizadas como identidades coherentes,
sino entendidas como una lente a través de la cual se analiza la realidad
320 ALBA PONS RABASA Y ELEONORA GAROSI

social, como una posición epistemológica desde la cual se produce conoci-


miento crítico. Otro tema central es la transnormatividad —que construye
categorías de sujetos trans legítimos y abyectos— y los efectos que tiene en
temas de reconocimiento de derechos y ciudadanía. Finalmente, se analizan
los efectos disciplinarios —sobre las vidas de las personas trans— de otras
tecnologías, como los sistemas legales y estatales (Stryker y Aizura 2013).

Una mirada a lo trans desde América Latina y el Caribe

Si en el discurso académico lo trans ha llegado a funcionar como paradig-


ma antidentitario, en la arena política ha sido declinado a menudo como
identidad estratégica para promover el reconocimiento de derechos para
las personas trans, fenómeno que se ha dado de forma pionera en el con-
texto latinoamericano, donde destacan el enfoque despatologizante de la
identidad trans y el paradigma de los derechos humanos.
En Argentina, en 2012, se abrió un nuevo imaginario posible, al pro-
moverse una ley nacional de reconocimiento de la identidad de género
totalmente despatologizada, es decir, que desvincula el diagnóstico y tra-
tamiento médico de lo trans, de los derechos de ciudadanía. A su vez, esta
ley contempla la atención a la salud transicional así como la posibilidad
de que dicho reconocimiento sea otorgado a personas menores de edad.
En el contexto de la capital mexicana, en febrero de 2015 se aprobó
una reforma legislativa al Código Civil y de Procedimientos Civiles que
modifica la norma aprobada en 2008 que posibilitaba, a través de un jui-
cio especial, el cambio de nombre y género en el acta de nacimiento. La
modificación actual despatologiza y desjudicializa el cambio del género
registral y del nombre, así como la terminología utilizada, ya que desplaza
“la reasignación por concordancia sexo-genérica” —paradigma biomédi-
co— por el reconocimiento de la identidad de género —paradigma de los
derechos humanos—; además, elimina el requisito de juicio y de peritajes
médicos. No es una reforma de alcance federal —solo es aplicable en la
Ciudad de México— ni reconoce la identidad de género a menores de 18
años; tampoco hay una legislación sanitaria que garantice la atención a
la salud transicional, a pesar de que la transfobia sí está tipificada como
delito desde 2014.
TRANS 321

En Colombia, el Ejecutivo emitió un decreto en junio de 2015 para des-


judicializar y despatologizar el procedimiento para el cambio de nombre y
género en los documentos oficiales. Dicho decreto es de alcance nacional.
El hecho de que Latinoamérica (y no los Estados Unidos o Europa)
sea la primera región en reformular la cuestión de la “ciudadanía trans”
—desde el paradigma de los derechos humanos y la despatologización—
rompe con el imaginario imperialista que vincula el respeto de los derechos
humanos con el desarrollo, así como la democracia con la emancipación
sexo-genérica.
En el terreno de la producción de conocimiento sobre lo trans en
América Latina, cabe recordar los trabajos en Argentina del activista
trans e intersex Mauro Cabral (2009), de las activistas travestis Lohana
Berkins (2007) y Diana Sacayán3 (2010) y de la académica feminista Jo-
sefina Fernández (2004).
En México no son numerosas las investigaciones sobre lo trans, pero
destacan los trabajos pioneros de Erica Sandoval (2008) y María Fernanda
Carrillo (2008), seguidos de las aportaciones de la antropóloga feminista
Marta Lamas (2009). Cabe señalar que en este contexto la mayoría de las
investigadoras/es no son activistas trans: no se trata de una crítica a su
producción teórica, sino de una observación acerca de las dificultades de
acceso a la formación superior y al ámbito laboral de este colectivo.
En Colombia se encuentran los trabajos del latinoamericanista Manuel
Roberto Escobar (2013), que ha trabajado la cuestión del “cuerpo trans”
centrado en el análisis de ciertas lideresas transgénero de Ciudad de Mé-
xico y de Bogotá.
Finalmente, en la región hay otras investigadoras especializadas en el
tema, entre las que sobresale la brasileña Berenice Bento (2006), quien ha
realizado un análisis profundo de la patologización de la transexualidad y
de la experiencia transexual con la intención de cuestionarse sobre cómo
nos convertimos en hombres y en mujeres.

3 Diana Sacayán fue torturada y asesinada en su domicilio del barrio de Caballito en Buenos Aires
el 13 de octubre de 2015. La comunidad trans, travesti y feminista de Argentina denuncia este
hecho, que aún se está investigando, como un crimen de odio.
322 ALBA PONS RABASA Y ELEONORA GAROSI

Apuntes feministas para el estudio de lo trans: de género(s) y


experiencia(s)

Para estudiar lo trans es necesario un desplazamiento epistemológico radical


relativo a una de las dicotomías clásicas que subyacen a la investigación:
sujeto-objeto. Principalmente nos interesa promover el cuestionamiento
a la oposición ficticia que separa a un sujeto investigador neutro de su
objeto de investigación, a partir, por un lado, de la propuesta feminista
del conocimiento situado, y, por el otro, de la asunción de que todo sujeto
tiene género, sexualidad, y cuerpo, es decir, es encarnado, y como tal mira
al resto del mundo desde un lugar concreto y específico; sitio a partir del
cual produce un tipo de conocimiento que nos interesa potenciar desde la
perspectiva feminista.
Lo trans —entendido ya no tanto como identidad, sino en el sentido
más literal de “ir más allá de” la identidad, del género, de lo normal— pone
en evidencia la arbitrariedad de lo que entendemos como “normalidad”
cultural, corporal y subjetiva, así como la naturalidad y la originalidad
de la misma. Al mismo tiempo, nos permite observar de una forma clara
cómo el género sujeta a los sujetos, es decir, los constriñe; pero a la vez, la
manera en que los sujetos elaboran estrategias, prácticas y resignificacio-
nes que les permiten cuestionarlo en cuanto representación, aunque sea
de forma no consciente. De hecho, el estudio de la manera en que lo trans
se ha ido configurando desde la medicina nos permite observar que hay
una tensión constante entre la representación “objetiva”, “fija”, “estable”,
que esta produce, y la experiencia de los sujetos, que están constituidos
por esta representación, pero que, a su vez, la tuercen, la subvierten, e
inevitablemente la reformulan.
Adoptar la categoría y definición de lo transgénero proveniente de la
medicina, o incluso la que se propone desde el movimiento transgénero
de los Estados Unidos, por ejemplo, sería imponer una representación al
campo que investigamos, a no ser que este campo sea justamente la defini-
ción médica de lo transgénero o el movimiento transgénero estadounidense.
Hablar de lo trans como algo coherente, homogéneo, estático, al margen
de la norma, o incluso, que la transgrede, es simplificarlo, re-alterizarlo y
objetivarlo. Pensemos en la categoría identitaria a la cual nos adscribimos
y hagámonos las mismas preguntas: ¿corresponde mi experiencia como
TRANS 323

mujer a la categoría identitaria mujer y su definición social?; ¿responde mi


manera de pensar, sentir y actuar en el mundo a las características sociales
adjudicadas a esta representación?; ¿todas las mujeres somos iguales?;
¿cómo atraviesan estas definiciones sociales de las categorías identitarias
la sexualidad, la clase, la racialidad, las capacidades corporales y la edad?
A partir de estas preguntas podemos afirmar que es necesario recuperar
el potencial cuestionador de la teoría queer. Consideramos fundamental
la crítica que realiza a los procesos de normalización y de asimilación de lo
trans que se presentan en los contextos occidentales y occidentalizados, así
como las herramientas que nos ofrece para entender que las experiencias
sexo-genéricas están atravesadas por la clase, la racialidad, la edad y las
capacidades corporales y, por tanto, moldeadas de formas particulares.
De hecho, este marco feminista posestructuralista es el que nos ofrece
una mirada teórica crítica con la identidad de género en cuanto concepto
analítico y político, mirada que deviene cardinal para abordar lo trans desde
la investigación, pero que también ha dejado abiertas ciertas preguntas
importantes en torno al carácter político de la representación. ¿De qué
manera podemos articular una lucha por el reconocimiento si no cons-
truimos una representación colectiva de lo trans? ¿Qué otras herramientas
de lucha podemos activar? Quizá apelar a una identidad como estrategia de
lucha —pero desde un lugar crítico de la misma y conscientes de los costes
que implica— puede ser una opción, aunque obviamente encierra una para-
doja dif ícilmente resoluble y que ha sido largamente debatida dentro de los
feminismos en la reflexión sobre el sujeto político de dichos movimientos.
Consideramos que los estudios transgénero son referentes imprescin-
dibles para trabajar lo trans; sin embargo, estamos convencidas de que es
necesario aunar esfuerzos para impulsar la producción teórica desde América
Latina. A la vez, creemos que no hace falta ser trans, en el sentido más ex-
tendido del término, para investigar lo trans, pero sí es necesario pensarnos
desde lo trans para estudiar lo trans. Por ello proponemos enfáticamente la
perspectiva parcial y el conocimiento situado (Haraway 1995) como forma
de abordar las experiencias trans desde la investigación, asumiéndonos
como sujetos encarnados, para así desafiar las fronteras disciplinarias y, a
la vez, desestabilizar las fronteras del género.
324 ALBA PONS RABASA Y ELEONORA GAROSI

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Transfeminismo(s)
Los gurús de la vieja Europa colonial se obstinan en querer
explicar a lxs activistas de los movimientos Occupy, 15M,
a las transfeministas del movimiento tullido-trans-putx-maricx-bollerx-intersex
y postporn que no podemos hacer la revolución porque no tenemos una ideología.
Dicen “una ideología” como mi madre decía “un marido”. No necesitamos
ni ideología ni marido. Lxs transfeministas no necesitamos un marido porque no
somos mujeres. Tampoco necesitamos una ideología porque no somos
un pueblo. Ni comunismo ni liberalismo. Ni la cantinela católico-musulmano-judía.
Nosotrxs hablamos otras lenguas.
Beatriz Preciado, “Decimos revolución”, 2013

Sayak Valencia1

El término transfeminismo busca enunciar una actualización crítica so-


bre la forma tradicional de interpretar y gestionar el sistema sexo-género
y la sexualidad que afectan al sujeto político del feminismo. Es decir, el
transfeminismo pone en el centro del debate la necesidad de articular
de forma interseccional la norma heterosexual como régimen político
y económico que da pie a la división sexual del trabajo y a su vez ori-
gina las desigualdades estructurales entre los sexos, los cuales están
atravesados por especificidades de raza/etnia, clase y disidencia sexual
con nuevos elementos como la no exclusión y despatologización de los
cuerpos trans, la legalización del trabajo sexual, la reapropiación de
la representación pornográfica (pospornograf ía feminista), la crítica al
amor romántico, la diversidad funcional2 y la crítica corpo-decolonial del

1 También conocida como Margarita Valencia Triana.


2 El movimiento por la diversidad funcional es aquel liderado por personas con capacidades di-
versas, tanto motrices como neurológicas, que han decidido disentir del término discapacidad
propuesto por el sistema capacitista para legitimar ciertos cuerpos por encima de otros. Respecto
al capacitismo, tomamos la reflexión de Lucas Platero: “El capacitismo es la creencia de que algunas
capacidades son intrínsecamente más valiosas, y que quienes las poseen son mejores que el resto;
que existen cuerpos capacitados y otros no, unos tienen discapacidad o diversidad funcional y otros
carecen de ellas, siendo esta una división nítida […] (Toboso y Guzmán 2010). El capacitismo está
conformado por una noción medicalizada del ‘cuerpo normal’ y un patrón de belleza normativa
que es central para la sociedad capitalista, basada en la heterosexualidad obligatoria y los valores
328 SAYAK VALENCIA

movimiento fat power.3 Diversos colectivos en el Estado español y en


América Latina están reivindicando esta incorporación de elementos a
las agendas feministas.4
La nomenclatura transfeminismo no se propone como una superación del
feminismo, sino como repolitización crítica5 de los movimientos feministas
g-locales,6 en contraofensiva al feminismo de Estado y la institucionalización
del movimiento lgtttbi. La metodología de acción del transfeminismo
parte de una relación intersticial entre lo corporal y lo virtual, la práctica y
la teoría, el arte y la política, la militancia y la academia.
En este sentido, el transfeminismo nacido en el ámbito de las socie-
dades de la información se teje en alianzas g-locales móviles y recom-
binables que crean espacios tecnológicos libres (hacklabs) y utilizan
también las tecnologías de la información y la comunicación, así como
las redes sociales alternativas y mainstream para organizarse y distribuir
sus mensajes, porque está consciente de la importancia de hacer inter-
ferencias contravisuales para crear una economía subjetiva y simbólica
que difunda sus objetivos.

occidentales de lo aceptable, incluyendo nociones racistas o de clase sobre el cuerpo racializado”


(Platero 2013: 212).
3 El movimiento Fat Power o del Orgullo Gordx, lucha contra la discriminación social, laboral y
médica. Su objetivo no es hacer apología de la gordura, sino visibilizar como deseables y hermosxs
cuerpos que no entran en el estándar occidental ni por peso ni por talla. Dicho movimiento
propone una crítica corpo-decolonial a la estética-política de la diferencia corporal/racial que
utiliza la estandarización, legitimación y comercialización de un fenotipo caucásico neoliberal
para distribuir subjetividades capitalísticas que se adscriban consumistamente, desde cualquier
geopolítica, al modelo de la modernidad/colonial.
4 Mencionaré brevemente el trabajo del movimiento transfeminista del Estado español, de Ecuador
y de México; esto no busca invisibilizar el trabajo desarrollado por otros grupos transfeministas
latinoamericanos. Mencionaré a algunos colectivos del Cono Sur, aunque no profundizaré en
sus trabajos.
5 Con repolitización crítica me refiero a un cuestionamiento antidogmático de aquellos movimientos
feministas heteronormados e institucionalizados que no cuestionan de manera interseccional
y situada al sujeto del feminismo y lo esencializan en cuerpos identificables como cisgéneros y
cuyos cromosomas corresponden con el xx.
6 Término que conjunta los conceptos de globalización y localización, con el cual se apela a un
proyecto global de intercambio de saberes y prácticas feministas que partirán del conocimiento
situado localmente, el cual no se repetirá o aplicará acríticamente en cualquier contexto, sino
que tomará en cuenta la singularidad de su producción para su aplicación en contextos distintos
al de su creación.
TRANSFEMINISMO(S) 329

Así, las interrelaciones entre arte y política del transfeminismo, herederas


del ciberfeminismo7 y de las guerrillas de la comunicación,8 se expresan a
través de campañas gráficas, memes, videos, performance, documentales,
relatos de ficción, manifiestos, diseños de webs, blogs, revistas en línea,
artículos académicos, libros, antologías, páginas de facebook y cuentas de
twitter. Sin embargo, el terreno de acción no se encuentra descorporizado;
por el contrario, los colectivos transfeministas se articulan en relación con
la proximidad f ísica local a través de seminarios, coloquios, jornadas de
reflexión, manifestaciones, exposiciones artísticas, fiestas políticas, círculos
de reflexión y activismos. La principal diferencia con el feminismo insti-
tucional es que el transfeminismo vuelve a poner en la palestra procesos
intensivos contra la normalización y asimilación de los movimientos fe-
ministas y las disidencias sexuales a través de un entramado de estrategias
que conectan y ponen a dialogar las luchas decoloniales con la disidencia
sexual y los feminismos en plural.
Hago hincapié en que el transfeminismo, como herramienta episte-
mológica, no se desliga del feminismo ni se propone como su superación,
sino como una red capaz de abrir espacios y campos discursivos en todas
aquellas prácticas y sujetos de la contemporaneidad y del devenir minoritario
que no habían sido considerados como parte del sujeto del feminismo por
el feminismo blanco y/o institucional.
El transfeminismo crea una propuesta disidente que busca hacer alianzas
entre distintos grupos desplazados y vulnerados dentro del orden hegemónico,
tejiendo puentes entre nuestras afectaciones comunes frente a los diseños
globales neoliberales que nos precarizan existencial, emocional y econó-
micamente, y cuyas consecuencias son fácticas, encarnadas por nuestros
cuerpos a nivel g-local. Dichas afectaciones imposibilitan la sostenibilidad
de nuestras vidas en el terreno de la supervivencia económica, la distribu-
ción de cuidados y la legitimidad de los cuerpos y las vidas que importan.

7 El ciberfeminismo es un movimiento asociado a la tercera ola del feminismo que nació a inicios
de la década de 1990 y tomó impulso a partir de la aparición de las tecnologías de la información
y la comunicación. Su referente más importante es el Manifiesto cyborg, de Donna Haraway.
8 Se refiere a las técnicas empleadas por distintos colectivos que cuestionan el orden del discurso
dominante del capitalismo y lo intervienen para que el receptor lo reciba distorsionado a fin de
despertar la crítica a la cultura dominante. Estas técnicas se asocian a una intervención lúdico-
crítica que despertará la reflexión en sus receptores.
330 SAYAK VALENCIA

Hasta este punto he anotado algunas de las nociones comunes que


articulan los movimientos transfeministas. En el apartado siguiente esbo-
zaré una breve genealogía del término y de su despliegue en colectivos del
Estado español, Ecuador y México.

Breve genealogía transnacional (forward and rewind)

El término transfeminismo tiene distintos significados y varias genealo-


gías. En el contexto estadounidense su “invención” se le atribuye a Diana
Courvant, quien lo utilizó por primera vez de manera pública en 1992
durante un evento en la Universidad de Yale. En ese mismo contexto,
Diana Courvant y Emi Koyama lanzaron una página web en 2000 llamada
trasfeminism.org, creada para difundir el Transfeminism Anthology Project,
que tenía como objetivo introducir el término transfeminismo en la academia,
así como encontrar y conectar a personas que estuvieran trabajando sobre
él o sobre temas relacionados, con el fin de editar una antología al respecto.
El concepto también ha sido usado por Robert Hill (2002), quien lo define
como la incorporación del discurso transgénero al discurso feminista.
Sin embargo, hay evidencia anterior de la necesidad de integrar una
crítica profunda a la transfobia que ha habitado por mucho tiempo (y lo
sigue haciendo) dentro de los movimientos feministas, especialmente en
aquellos que consideran que incluir a las identidades trans (transgénero,
transexuales, travestis, etc.) supondría un debilitamiento del sujeto del
feminismo: las mujeres (cisgénero y cisexuales). Prueba de estas críticas
y de la necesidad de diálogo entre lxs sujetxs trans y el feminismo son el
manifiesto “The Empire Strikes Back”, de Sandy Stone, publicado en 1987
y el libro Gender Outlaw de 1995 escrito por Kate Bornstein, así como la
temprana fundación (en 1970), del colectivo Street Transvestite Action
Revolutionaries (star), encabezado por las activistas drags de color Sylvia
Rivera (legendaria por su participación en los motines de Stonewall) y Mar-
sha P. Johnson. Este grupo introduciría también la necesidad de revisar la
blanquitud del movimiento feminista y su racismo implícito hacia personas
trans y drags de color, a quienes no incluían dentro de sus demandas. A
esta crítica al racismo, clasismo y euro-anglo-centrismo se unirían también
las voces de las feministas del tercer mundo estadounidense: feministas
TRANSFEMINISMO(S) 331

chicanas, afroamericanas y asiático-americanas que romperían el silencio,


en la década de 1980, para complejizar el diálogo e interpelar el copyright
del Feminismo con mayúscula.
Si bien es cierto que la invención del término se atribuye al ámbito
anglófono estadounidense, no debemos obviar los contextos sociopolíti-
cos, pues el reacomodo económico a nivel global y las estrategias de lucha
y supervivencia que se fraguaron durante las décadas de 1970, 1980 y 1990
darían como resultado lo que hoy conocemos como globalización, es decir,
un contexto actual heterogéneo donde la identidad de género, el contrato
sexual y sus roles han sufrido modificaciones sustanciales, al tiempo que
nuestras nociones sobre el trabajo, el espacio-tiempo, la migración, la femi-
nización de la pobreza, la disidencia sexual, la precarización de la vida y el
trabajo de cuidados convergen con el desarrollo de las nuevas tecnologías
de la comunicación y la información, complicando la ecuación y haciendo
necesaria la identificación crítica de estas nuevas relaciones de poder g-
local en las que nos encontramos insertxs.
Este nuevo marco será el caldo de cultivo para el surgimiento de nue-
vos feminismos,9 entre los cuales se encuentra el transfeminismo. En este
punto es necesario anotar que el desplazamiento geopolítico del término al
Estado español10 obedece a una resignificación de los postulados queer y su
imbricación con luchas feministas críticas que germinaron en el contexto
español durante la primera década del siglo xxi y que consideraron impor-
tante conservar el vocablo feminismo a fin de visibilizar una postura que
no se desligaba de aquel, pero que incorporaba los tránsitos entre cuerpos,
sexualidades y nacionalidades.
En este contexto, el término transfeminismo aparece por primera vez
en las i Jornadas Feministas Estatales, celebradas en Córdoba en 2000.
Se abordó en dos ponencias: la primera, titulada “El vestido nuevo de la

9 Para profundizar en el tema de los nuevos feminismos en el Estado español consúltese el libro
de Silvia L. Gil (2011).
10 Utilizo el término Estado español en lugar de España porque muchxs de lxs activistas transfemi-
nistas se distancian críticamente de la idea de España como nación, por considerarla conservadora,
monárquica y fascista, además de que sus trayectorias de vida están en conflicto con esa idea
de nación que niega la posibilidad de hablar desde la singularidad de los distintos territorios (y
sus lenguas) que fueron englobados por medio de la ficción política de “España”, especialmente
durante la dictadura franquista, por ejemplo, el País Vasco, Cataluña, València o Galicia, entre
otros territorios.
332 SAYAK VALENCIA

emperatriz”, fue presentada por el Grup de Lesbianes Feministes, de Ca La


Dona de Barcelona; la segunda, “¿Mujer o trans? La inserción de las tran-
sexuales en el movimiento feminista”, estuvo a cargo de la activista trans
granadina Kim Pérez.
No obstante, se podría hablar de un contexto precedente de rupturas
y discontinuidades críticas dentro de los movimientos feministas españoles
que sentarían las bases para el surgimiento del movimiento transfeminista
desde mediados de la década de 1980 hasta la primera del siglo xxi, y se re-
flejarían en la formación de distintos colectivos y grupos artivistas, activistas
y de investigación. Estos se dieron a la tarea de reflexionar, producir saberes
geopolíticamente situados, planear estrategias de acción y propiciar encuentros
para el debate que se plasmaron en distintas jornadas, exposiciones, mani-
festaciones y publicaciones (muchas de ellas autogestionadas) en las que se
debatió y dialogó con autoras fundamentales y rupturistas como Teresa de
Lauretis, Donna Haraway, Chela Sandoval y Gloria Anzaldúa, entre otras.11
Así, las disidencias dentro del movimiento feminista en el contexto
español se reflejaron en la ruptura con el feminismo heterosexual/cisgé-
nero y en el acercamiento a la perspectiva de la disidencia sexual crítica
que de finales de la década de 1980 a la primera del siglo xxi (y como
consecuencia de la crisis del sida) se articuló en el movimiento queer
español. Estas rupturas se acompañaron de la formación de distintos
colectivos12 que dieron cuerpo al desarrollo de un sujeto “ex-céntrico”.

11 Recomiendo consultar la timeline transfeminista de Genderhacker, que va de 1985 a 2013 y da


noticia de los acontecimientos históricos, la formación de colectivos, las manifestaciones, los
seminarios y jornadas de reflexión, las publicaciones y traducciones, los documentales y videos,
así como las exposiciones artísticas que sentaron las bases para el surgimiento del transfeminismo
a través de todo el Estado español (Genderhacker 2013: 335-349).
12 Grup de Lesbianas Feministas, Barcelona (1986); Transexualia, Madrid (1986); Lumatza, Iruñea
(1990); La Radical Gai, Madrid (1991); lsd, Madrid (1993); Erreakzioa/Reacción, Donostia y
rqtr, Madrid (ambos de 1994); Hetarira, Madrid y Plazandreok, Donostia (ambos de 1995); La
Eskalera Karakola, Madrid (1996); Les Atakás, Barcelona y Towanda, Zaragoza (ambos de 1999);
Grup de Transexual Masculins de Barcelona y Medeak, Donostia (los dos de 2000); o.r.g.i.a,
Valencia (2001); Girls Who Like Porn, Barcelona (2002); Post-Op, Barcelona y El Hombre
Transexual, Madrid (ambos de 2003); Toma Kandela, Granada, Go Fist Foundation, Barcelona,
Ideasdestroyingmuros, Milán/Valencia (todos del 2005); Guerrilla Travolaka, Barcelona y 7 menos
20, Gasteiz, Feministas Nómadas, Málaga, Maribolheras Precarias, A Coruña, Bricolaje Sexual,
Barcelona (todos de 2006); mdma, Donostia, Pornoterrorismo, Barcelona, La Acera del Frente,
Madrid, Ex-Dones, Barcelona, Colectivo Garaipen de mujeres migrantes y vascas, Donostia (todos
del 2007); Queer Ekinza, Bilbao, Genderhacker, Barcelona (ambos de 2008); dildo, Valencia,
TRANSFEMINISMO(S) 333

Resulta complicado privilegiar ciertos acontecimientos por encima de


otros, pero para rastrear las pautas que darían origen a la publicación del
Manifiesto para la Insurrección Transfeminista, que apareció el 1 de enero
de 2010, es necesario marcar ciertos hitos.
En 2003 tuvo lugar en el macba, en Barcelona, el ciclo feminista de
videos Maratón Posporno enfocado a la pospornograf ía,13 organizado
por Paul B. Preciado (cuya obra ha sido un referente importante para el
transfeminismo). Destaco este suceso porque a partir de él se encontraron
algunos colectivos feministas y se formaron otros que utilizarán la pos-
pornograf ía como herramienta de crítica e interferencia visual contra la
heterocolonialidad del ver.
En este sentido, la pospornograf ía feminista o posporno (como se ha
popularizado) es una reapropiación crítica de las tecnologías del género
y los recursos del imaginario pornográfico a fin de producir una (auto)
representación disidente que dialoga con las luchas anticensura y por la
autogestión del cuerpo, emprendidas por las feministas pro-sexo de la
década de 1980. Es importante destacar también que el movimiento trans-
feminista articulado al posporno es un movimiento artivista transnacional
que realiza muestras de video, arte y performance pospornográfico en casi
todos los países de Iberoamérica, siendo el Estado español, México, Chile,
Brasil, Perú, Ecuador, Colombia y Argentina donde tiene mayor difusión.
En 2006 ocurren dos acontecimientos relevantes para el movimiento: el
primero es la Manifestación del Orgullo Migrante en Madrid, y el segundo
es la fundación del colectivo La Guerrilla Travolaka en Barcelona, quienes
serían pionerxs en la fundación del movimiento prodespatologización
de las identidades trans y quienes reivindicarán un movimiento trans
af ín al feminismo que se centrará en luchas micropolíticas g-locales y
posidentitarias.

TransBlock, Barcelona, Nación Scratch, Barcelona, Migrantes transgresorxs, Madrid (todos de


2009); y los más recientes: Asamblea Transmarikabollo de la Plaza del Sol 15M, Madrid (2011);
Pandi Trans, Madrid (2012).
13 Annie Sprinkle (ex estrella porno y figura iniciática del posporno estadounidense) define el
posporno como un giro feminista en las representaciones sexuales del porno, donde el despla-
zamiento de la representación se centra no en el consumidor masculino y heterosexual, sino en
la visibilización de otras corporalidades, géneros en tránsito y prácticas sexuales no normativas
cuya intención no (siempre) es provocar excitación sexual.
334 SAYAK VALENCIA

Donde la centralidad es la creación de un espacio común para la


transformación de la realidad opresora, lo trans se extenderá no solo a los
cuerpos en tránsitos de género, sino también a los cuerpos inmigrantes
que se encuentran en el territorio español; a esto se suman los cuerpos
inmigrantes que se encuentran en transición de género. Cabe destacar que
la perspectiva de lxs inmigrantes feministas permea todo el espectro del
transfeminismo del Estado español.
De esta convergencia entre cuerpos trans y feministas surge en 2009
la Red stp (Stop Trans Pathologization) 2012, la cual buscaba que la
transexualidad saliera del manual de psiquiatría dsm-v y se convirtió en
una red transnacional de gran alcance que sigue vigente y congrega en estos
momentos a miles de personas en todo el mundo.
En 2009 aparecen también el documental Mutantes, de Virginie Des-
pentes, y el libro Devenir perra, de Itziar Ziga, los cuales son dos referentes
para comprender la travesía del movimiento transfeminista y sus posicio-
namientos a favor del sexo, del placer no heteronormativo, de la legaliza-
ción del trabajo sexual y de la desestigmatización del término puta, para
construir alianzas efectivas con los movimientos de trabajadoras sexuales.
En diciembre de 2009 se realizan en Granada las Jornadas Feminis-
tas Estatales “30 años después”, que fueron un punto de (des)encuentro,
pues en las mismas se negó la entrada a lxs activistas trans; a partir de esa
censura, las transfeministas cisgénero que tuvimos acceso a las jornadas
introdujimos la necesidad de ampliar el sujeto del feminismo, y las jorna-
das resultaron en largas y extenuantes charlas que no siempre llegaron a
un consenso, pero sentaron las bases para diálogos futuros con múltiples
grupos feministas. En este contexto se escribió y publicó el Manifiesto para
la insurrección transfeminista, que apareció en la red —de manera global
y viral, en distintos idiomas— el 1 de enero de 2010.
Este manifiesto puede entenderse como la cristalización de distintas
discusiones sostenidas a lo largo de la década de 2000, que se articularon
como un llamamiento político, con el objetivo de tejer alianzas entre los
distintos feminismos a través de la enunciación y el reclamo de un cambio
de perspectiva en la cual se pudiera hablar también de lxs inmigrantes,
las mujeres racializadas, lxs trabajadorxs sexuales, los cuerpos trans, lxs
heterodisidentes, las mujeres que portan velo, lxs sin papeles y las marikas.
El manifiesto decía claramente: “El sujeto político del feminismo ‘mujeres’
TRANSFEMINISMO(S) 335

se nos ha quedado pequeño, es excluyente por sí mismo” y estaba firmado


por muchxs de nosotrxs que nos habíamos articulado bajo el nombre de
Red PutaBolloNegraTransfeminista.
Tras la publicación del manifiesto tuvieron lugar, a lo largo de todo
2010, una serie de encuentros en seminarios y jornadas para reflexionar y
pensar en conjunto la articulación del transfeminismo como movimiento.
Así se rescataron tres puntos centrales de la lucha en nuestras agendas:
1) la visibilización y el reconocimiento no victimista de los cuerpos trans
e intersex; 2) la reivindicación del trabajo sexual y la necesidad de su
legalización; 3) la no renuncia a nombrar las violencias que atacan a los
cuerpos minoritarios como violencias machistas, pues forman parte cen-
tral del régimen de control del heteropatriarcado machista y capitalista.
Ahora bien, en los siguientes años el transfeminismo como movimiento
se articuló con otras luchas, por ejemplo el 15-M, en el cual tuvo presencia a
través de la Asamblea Transmaribollo, asentada en la acampada de la Plaza
del Sol. Esta asamblea continúa en funcionamiento y ha formado parte activa
en la incorporación de la perspectiva transfeminista en el movimiento de
base ciudadana por el que atraviesa el Estado español desde 2011 y que ha
cristalizado en el triunfo en Madrid y Barcelona de dos alcaldesas feministas
cercanas a los movimientos posidentitarios.
En América Latina, un ejemplo paradigmático de transfeminismo es
el articulado en torno al Proyecto Transgénero de Ecuador, encabezado
por la abogada Elizabeth Vázquez, quien junto con Ana Almeida empieza
a trabajar en 2002 en la ciudad de Quito desde la perspectiva y la práctica
transfeminista, y cuyo objetivo fundamental es la lucha por los derechos
de las poblaciones trans y de las trabajadoras sexuales.
Las transfeministas ecuatorianas del Proyecto Trangénero, a través de
un continuado artivismo y del uso de ciertos intersticios del derecho, han
logrado algunos avances para las poblaciones trans, por ejemplo, la tipifi-
cación de crímenes de odio en 2004; la conquista, vía litigio, del derecho
a la identidad trans en las cédulas de identificación en 2007; la introduc-
ción del procedimiento policial género-sensible en 2009, y el desarrollo de
proyectos microempresariales para la inserción laboral de personas trans
(Fierro 2009: 73-74).
Sin embargo, dicha práctica transfeminista puede no ser coincidente
con otras prácticas transfeministas de crítica radical, que se sitúan más
336 SAYAK VALENCIA

bien desde la autogestión y la disidencia sexual, en las cuales se hace


un llamado a articularnos políticamente como multitud, es decir, como
“pluralidad que huye de la unidad política, que no firma pactos con el
soberano, no porque no le relegue derechos, sino porque es reacia a la
obediencia, porque tiene inclinación a ciertas formas de democracia no
representativa” (Virno 2003: 1).
En cuanto al transfeminismo mexicano, podemos apuntar que se en-
cuentra en gestación a partir de 2011 y articula distintos colectivos14 que se
autodefinen como transfeministas repartidos en algunos estados del país, y
sobre todo en la Ciudad de México. Estos grupos intersectan problemáticas
fundamentales para el transfeminismo con problemáticas del contexto local
mexicano, como el endorracismo y la necropolítica.
En este último punto podría hablarse también del desarrollo de la
perspectiva transfeminista a través de trabajos académicos como el que
he realizado a través de un análisis del capitalismo gore y la necesidad de
decolonizar, desnecropolitizar y desneoliberalizar el género en favor de una
modificación en las coreograf ías sociales que desemboque en una mo-
dificación sustancial de las violencias contra las mujeres y los devenires
minoritarios de nuestro país.
En el resto de América Latina se puede hablar de grupos transfeministas
como cuds en Chile, Mujeres Al Borde y Perrxs Furiosxs de Colombia, y
Corporalidades Impropias de Argentina.
Estas formas de disidencia son también formas de supervivencia que no
se basan en la impostura, sino que son respuesta directa a los procesos de
precarización, (des)ciudadanización y desposesión global instaurados por la
maquinaria “democrática” en contubernio con el neoliberalismo depredador.
Las prácticas colectivas del transfeminismo disienten también de los
proyectos de revolución tradicional izquierdista que siguen haciendo pac-
tos —al parecer indisolubles— con el patriarcado machista y heterosexual.
Finalmente, es necesario resaltar que el espectro de las luchas del
transfeminismo, tanto en el Estado español como en América Latina, es

14 Entre los colectivos de México que se identifican como transfeministas están: Bloque Rosa (Cd.
Mx., Puebla, Edo. de México, Pachuca); Laboratorio_de_interconectividades (Puebla); Red de
Juventudes Trans México (Cd. Mx., Veracruz y Guadalajara); morra (Cd. Mx.); Casa Gomorra
(Cd. Mx.), Hysteria Revista (Cd. Mx.); Colectiva Transchangas (Cd. Mx.); Colectiva Manfloras
(Querétaro); Colectivas Gafas Violetas (Cd. Mx.); Invasorxs (Cd. Mx.), entre otros.
TRANSFEMINISMO(S) 337

más amplio y más situado de lo que he podido expresar en este breve texto.
Sin embargo, los movimientos transfeministas se fundan en estrategias y
modos relacionales que no buscan solo representación, sino formas de
transformación del pensamiento y la acción tangibles para sostener la vida
y combatir la violencia exacerbada (f ísica, económica, política, simbólica y
medial) que afecta de manera común a todos nuestros cuerpos.

Referencias

Fierro Echeverría, Samuel. 2009. “Las expansiones subversivas de lo transfeminista


en Ecuador. Un recorrido por el Proyecto Transgénero/Casa Trans y las auto-
representaciones de sus activistas”, en Ecuador debate. Cuerpos y sexualidades,
núm. 78, diciembre, Centro Andino de Acción Popular, pp. 73-88.
Genderhacker. 2013. “Timeline. Una línea del tiempo transfeminista”, en M. Solá y
Elena Urko (comps.), Transfeminismos. Epistemes, fricciones y flujos, Navarra,
Txalaparta, pp. 335-349.
Gil, Silvia L. 2011. Nuevos feminismos. Sentidos comunes en la dispersión. Una historia
de trayectorias y rupturas en el Estado Español, Madrid, Traficantes de Sueños.
Platero, Raquel (Lucas). 2013. “Una mirada crítica sobre la sexualidad y la diversidad
funcional: aportaciones artísticas intelectuales y activistas desde las minorías
tullidas (crip)”, en M. Solá y Elena Urko (comps.), Transfeminismos. Epistemes,
fricciones y flujos, Navarra, Txalaparta, pp. 211-223.
Preciado, Beatriz. 2013. “Decimos revolución”, en M. Solá y Elena Urko (comps.),
Transfeminismos. Epistemes, fricciones y flujos, Navarra, Txalaparta, pp. 9-13.
Virno, Paolo. 2003. Gramática de la multitud, Madrid, Traficantes de Sueños.
Violencia de género

Roberto Castro

Genealogía del concepto1

Género es una de las categorías centrales del pensamiento feminista. Su


objetivo es criticar —no solo describir— el conjunto de relaciones socia-
les que presuponen y perpetúan una realidad social jerarquizada a partir
de la valoración diferencial de los sexos y de los atributos y mandatos que
se les presumen concomitantes. Género no es un concepto para referirse
a las mujeres ni una noción que haga referencia a la simple comparación
estadística entre hombres y mujeres. Es, en cambio, una categoría que
ilumina una de las formas fundamentales de la desigualdad en los sistemas
sociales:2 aquella que se produce históricamente (es decir, con variaciones
temporales, estructurales y culturales) en las relaciones entre los indivi-
duos, las instituciones y el Estado, mediante la arbitraria instauración y
reproducción de la dominación de los varones y lo masculino sobre las
mujeres y lo femenino.

1 Esta sección es un resumen de un trabajo más detallado sobre la misma temática publicado en
Riquer y Castro (2008).
2 El concepto de sistemas sociales se refiere a individuos que interactúan entre sí, directa o indi-
rectamente, en un contexto delimitado f ísica o simbólicamente. Por tanto, podemos reconocer
como sistemas sociales a grupos de dos personas (parejas, médico-paciente, etc.), a grupos más
numerosos (familias, escuelas, instituciones, etc.) y a lo que conocemos como “la sociedad” en
su conjunto.
340 ROBERTO CASTRO P.

La noción de violencia de género se refiere a la violencia que se ejerce


contra las mujeres por el hecho de ser mujeres. Esto es, todas las formas
de violencia que perpetúan el control sobre las mujeres, o que imponen o
restablecen una condición de sometimiento para las mujeres. Constituye,
así, la expresión más extrema de la desigualdad y la opresión de género. El
término describe un tipo de violencia de carácter social, lo que significa que
su explicación no se encuentra en los genes ni en la psique masculina, sino
en los mecanismos sociales que hacen de la diferencia sexual el sustento
de la subordinación de las mujeres.
Sin embargo, contra lo que pudiera pensarse, el debate sobre género
ha transitado, salvo excepciones, por un sendero distinto al de la discu-
sión sobre las causas y consecuencias del fenómeno de la violencia contra
las mujeres. La violencia contra las mujeres es un problema que reveló
el feminismo de la segunda ola en la década de 1970. Durante casi dos
décadas (1970-1980), los principales desarrollos teóricos tuvieron lugar en
el contexto del debate feminista anglosajón, principalmente en los Estados
Unidos. En países como el nuestro, la violencia contra las mujeres fue, por
más de dos décadas, un problema ante el que los grupos feministas actuaron
por dos vías: la de la atención directa a mujeres víctimas de violencia y
la de propuestas en el ámbito jurídico. En México no se desarrolló una
vertiente académica que teorizara e investigara empíricamente sobre la
violencia contra las mujeres sino hasta muy recientemente.
Cabe diferenciar tres términos que han dominado momentos distintos
del debate y el accionar ante la violencia de género. En una primera etapa
—de inicios de la década de 1970 a mediados de la de 1980— en la que el
actor principal fue el feminismo estadounidense, el término dominante fue
violencia sexual. En una segunda etapa —de mediados de la década de 1980
a mediados de la de 1990—, en la que salta a la palestra el feminismo de los
países del tercer mundo, empezarían a resonar las expresiones violencia contra
las mujeres, violencia machista, violencia patriarcal, violencia masculina. En
la tercera etapa —que va de mediados de la década de 1990 a la fecha—, por
un lado, toman la batuta organismos internacionales de Naciones Unidas y,
por otro, el feminismo se institucionaliza y la temática cobra relevancia en el
medio académico. En esta etapa el término dominante es violencia de género.
De la primera etapa —década de 1970 y parte de la siguiente— hay que
destacar que en el feminismo estadounidense tuvo lugar una doble discu-
VIOLENCIA DE GÉNERO 341

sión. Por una parte, la de las feministas académicas que debatieron sobre
el origen, las causas y las formas de reproducción de la subordinación
femenina, junto con la de las militantes que se refirieron a la violación.
En dicho debate, la violencia contra las mujeres no tuvo un lugar central
en la comprensión del patriarcado. El instrumento por excelencia del pa-
triarcado, se pensaba entonces, era la violencia simbólica, entendida como
un conjunto de dispositivos que permitían mantener la subordinación de
las mujeres sin usar la fuerza f ísica.
Por otra parte estaba la discusión de la vertiente militante del feminismo,
interesada en actuar ante la violencia contra las mujeres. En esa vertiente,
la violación ocupó un lugar central, pues se la concibió como el mecanis-
mo por excelencia de control de las mujeres por parte de los hombres. En
esa perspectiva, la violación no es un acto de gratificación sexual, sino un
ejercicio de poder y de intimidación, posible en virtud de las diferencias
anatómicas entre hombre y mujer (Griffin 1971; Brownmiller 1975).
Si bien la violación fue el tema central de la década de 1970, práctica-
mente desde los inicios de la discusión las feministas se interesaron en la
violencia doméstica circunscrita al fenómeno denominado “esposa golpea-
da” o battered wife (Dobash y Dobash 1979). También, hacia el final de esa
década, emergió la temática del hostigamiento sexual (McKinnon 1979).
En suma, en los primeros años del debate en torno a la violencia contra
las mujeres, la noción dominante fue violencia sexual. Por violencia sexual
se entienden las acciones ejercidas contra las mujeres (de cualquier edad)
que conllevan el uso de la fuerza, la coerción, el chantaje, el soborno, la inti-
midación o la amenaza para realizar actos sexuales o acciones sexualizadas
no deseadas, no buscadas ni consensuales. La violencia sexual integra la
violación, el abuso sexual de menores y el hostigamiento sexual, las rela-
ciones sexuales bajo coacción en el matrimonio y en las citas (date rape),
las violaciones sistemáticas durante los conflictos armados, la prostitución
forzada y la trata de personas, actos violentos contra la integridad sexual
de las mujeres como la mutilación genital (infibulación) y las inspecciones
obligatorias de virginidad.
Probablemente los primeros desarrollos en torno a la violencia contra
las mujeres adolecían de la misma confusión entre diferencia sexual y
desigualdad social fundada en esa diferencia que ha caracterizado el de-
bate sobre género. Esta confusión impidió ver que el hecho de que el sexo
342 ROBERTO CASTRO P.

femenino (anatomofisiológico) sea el pretexto para someter a las mujeres


u obtener “algo” de ellas por coerción o por la fuerza, no significa que la
diferencia sexual explique la violencia contra las mujeres. Ello equivaldría
a tratar de explicar la violencia que se ejerce contra diversos grupos étnicos
o raciales por el color de la piel.
A partir de la década de 1980, el debate en el medio estadounidense
sobre la violencia contra las mujeres se empata con una suerte de reapro-
piación del problema por parte de las feministas latinoamericanas. Ejemplo
de ello es la declaración —en el i Encuentro Feminista Latinoamericano
y del Caribe realizado en 1981 en Bogotá— del 25 de noviembre como Día
Internacional contra la Violencia hacia las Mujeres, que en 1999 se retoma
en la 54a sesión de la Asamblea General de Naciones Unidas para instaurar
esa fecha como Día Internacional de la Eliminación de la Violencia contra
la Mujer.
En la Conferencia Internacional de la Mujer celebrada en Nairobi en 1985,
diversas feministas del tercer mundo plantearon que la violencia del cónyuge
contra su esposa parecía asociada al temor de los varones a la “liberación”
que presuponía que se incorporaran a una actividad extradoméstica por
un ingreso. En dicho señalamiento había una intuición muy importante: la
de que la violencia contra las mujeres en el terreno de la relación de pareja
tiene que ver fundamentalmente con romper, intentar romper o suponer
que se romperá con la división sexual del trabajo dentro del hogar.
Finalmente, a partir de la segunda mitad de la década de 1990, el
activismo del movimiento feminista logró que la Organización de Na-
ciones Unidas (a partir de la Conferencia Internacional sobre Población
y Desarrollo de El Cairo, 1994, y la iv Conferencia Mundial de la Mujer,
Beijing, 1995) incorporara la perspectiva de género en sus principales
documentos, reconociera la violencia contra las mujeres como un pro-
blema de derechos humanos y formulara directrices a nivel mundial para
prevenir, atender y erradicar este problema. A partir de esta institucio-
nalización de la lucha feminista se formula el concepto de violencia de
género. Este se define como:

Todo acto de violencia basado en la pertenencia al sexo femenino, que tenga o


pueda tener como resultado un daño o sufrimiento f ísico, sexual o psicológico
para la mujer, así como las amenazas de tales actos, la coerción o la privación
VIOLENCIA DE GÉNERO 343

arbitraria de la libertad, tanto si se producen en la vida pública como en la


vida privada (Economic and Social Council 1992).

Se trata de la definición de violencia de género más ampliamente utilizada


a nivel mundial, justamente por ser la adoptada por Naciones Unidas. Es la
que se usa en la Ley General de Acceso de las Mujeres a una Vida Libre de
Violencia bajo el nombre de “violencia contra las mujeres”. De ella deriva
también la interpretación de que violencia de género es la que se ejerce
contra las mujeres por ser mujeres. Esta última es una noción fundamen-
tal, pues ilumina el carácter relacional de este tipo de violencia: se ejerce
fundamentalmente con fines de control y sometimiento.
Sin embargo, la legítima preocupación por “medir” la violencia contra
las mujeres le dio un sesgo empiricista al conocimiento del fenómeno.
Los escasos acercamientos teóricos se desarrollaron sin recoger los resul-
tados de las mediciones o sin dialogar con los “datos”. En otros trabajos
hemos llamado a este divorcio empirismo ciego y teoría sin datos (Castro
y Riquer 2003).
Paradójicamente, al tiempo que empezaron a tomarse en cuenta las
violencias contra las mujeres en ámbitos como el laboral y el escolar (ade-
más de la violencia sexual), se empezó a gestar una suerte de sinonimia
que llevó a equiparar, en el imaginario colectivo, violencia contra las mu-
jeres con violencia de pareja. Hay que señalar, sin embargo, que atender
la violencia doméstica o intrafamiliar no necesariamente es hacerle frente
a la violencia de género. Además, reducir la teorización de la violencia de
género a la violencia doméstica no contribuye a una mejor comprensión o
explicación del fenómeno.
Desde el inicio del debate sobre la violencia contra las mujeres (década
de 1970), las feministas empezaron a cuestionar la pertinencia del término
violencia doméstica, habida cuenta de que la violencia que se quería visi-
bilizar era la que el varón ejerce contra su pareja, fuera en el noviazgo o
en la relación conyugal. Nombrarla como violencia doméstica conlleva el
riesgo de invisibilizar la desigualdad de género que está en la base de los
actos de violencia del varón contra su pareja. El término violencia intra-
familiar, usado a veces como sinónimo de violencia doméstica, tampoco
resuelve el problema.
Para que el concepto de violencia de género realmente cuente con
una perspectiva feminista, debe desnaturalizar cualquier forma de vio-
344 ROBERTO CASTRO P.

lencia contra las mujeres y apuntar hacia los mecanismos de género


subyacentes a la producción de la opresión a partir del sistema de rela-
ciones sociales vigente. En ese sentido, las estadísticas sobre violencia
contra las mujeres no necesariamente se refieren a la violencia de género
(aunque muchas veces así lo pregonen), sobre todo cuando muestran
simplemente una suerte de diagnóstico criminológico o epidemiológico,
semejante en esto a las estadísticas sobre secuestros o incidencia del saram-
pión. La verdadera perspectiva de género la da la estrategia que se adopte
en la producción de esos datos y el análisis que se haga de los mismos, la
cual debe mostrar de qué manera tales expresiones de violencia son parte
del sistema de dominación masculina.
Como decíamos más arriba, de un tiempo para acá la representación
colectiva de la violencia contra las mujeres se ha vuelto casi sinónimo de
violencia de pareja. Una contribución del enfoque feminista, retomada en
la Ley General de Acceso de las Mujeres a una Vida Libre de Violencia, de
alcance nacional, es el señalamiento de que la violencia de género se presenta
en diversos ámbitos y bajo diversas modalidades. Así, la mencionada ley
distingue tipos de violencia (psicológica, f ísica, patrimonial, económica y
sexual) y modalidades o ámbitos de la violencia (familiar, laboral, docente,
institucional y en la comunidad). Este enfoque es relativamente congruente
con el carácter sistémico que la teoría postula como propio de la desigualdad
y de la violencia de género.

Mapa para entender el uso y la importancia del término

La bibliograf ía internacional distingue al menos los siguientes tipos de


violencia de género propiamente dicha:

• Selección del sexo en la etapa prenatal (descarte de niñas).


• Acoso sexual en el trabajo.
• Explotación de las trabajadoras domésticas.
• Violencia f ísica y/o emocional por la pareja (noviazgo o parejas que
cohabitan).
• Violencia doméstica e intrafamiliar.
• Matrimonio infantil.
VIOLENCIA DE GÉNERO 345

• Esterilización forzada u otro tipo de prácticas reproductivas coercitivas.


• Tráfico de niñas y mujeres.
• Rapto de mujeres adolescentes en combate.
• Rapto de la novia.
• Violación (por un conocido —date rape— o por desconocidos).
• Violencia sexual como arma de guerra.
• Crímenes cometidos en nombre de la pasión y el honor.
• Quema de novias y esposas, y otras formas de violencia relacionadas
con la dote.
• Mutilación genital femenina.
• Feminicidio.

No todas estas formas de violencia se registran en México o en América


Latina. Particularmente, el aborto selectivo, la quema de novias y esposas
y la mutilación genital femenina parecen registrarse en otros contextos.
Sin embargo, nos engañaríamos si pensáramos que tampoco nos con-
ciernen las formas de violencia relacionadas con escenarios de guerra.
Varias investigaciones han comprobado que el desarrollo de conflictos
entre grupos criminales en México ha tenido repercusiones muy claras en
relación con la violencia contra las mujeres. El caso paradigmático, desde
luego, es el de los feminicidios en Ciudad Juárez. Segato (2011) mostró que
la dinámica de los feminicidios en esa ciudad puede explicarse a partir de la
existencia de un “estado” (criminal) paralelo al oficial, donde los cuerpos
de las víctimas son el código mediante el cual las bandas criminales se
comunican entre sí. El cuerpo de las mujeres y el ataque sexual a las
mismas es el medio a través del cual se afirma la destrucción moral
del enemigo, dice la autora. Menos crudamente, también es observable
un patrón de género en el análisis de los homicidios de mujeres a nivel
municipal en este país en el contexto de la “guerra contra el narcotráfico”.
Mientras que las tasas de homicidios de hombres pueden explicarse en
relación con variables socioeconómicas y regionales, los homicidios de
mujeres siguen un patrón diferenciado que no responde a esas variables
y sí a una lógica propia en la que se advierte un incremento de los medios
más crueles para privar de la vida, así como un efecto de “contagio” entre
municipios a partir del aumento de los homicidios de hombres en una
circunscripción determinada.
346 ROBERTO CASTRO P.

Desde una perspectiva feminista, es crucial no perder de vista el carácter


sistémico de la violencia de género. Al explorar sus diversas expresiones,
es preciso preguntarse de qué manera se articula cada una de ellas con las
demás, y en qué sentido todas constituyen piezas de un sistema de relaciones
que reproduce eficazmente la dominación masculina. Ello, en el entendido
de que no todas las mujeres son víctimas de violencia de género (aunque
las afecta a todas) ni todos los hombres la ejercen (aunque los beneficia a
todos). Es indispensable, por tanto, adoptar el enfoque de la intersecciona-
lidad, es decir, un enfoque que permita dilucidar cómo diferentes formas
de dominación y discriminación (clase, raza, región, generación, etc.) se
articulan con la propia desigualdad de género.

Principales problemas del campo3

El concepto de violencia de género, así como la lucha por erradicarla, se


asocia con problemas de diversa índole. De manera más o menos esque-
mática, resaltamos aquí los principales:

i. La investigación feminista enfrenta cierta dificultad para progresar en


la explicación acerca del origen y la dinámica de la violencia de género.
Es claro que el origen último de la violencia de género es la desigualdad
y la opresión de género, pero no es del todo claro cómo se da esta ar-
ticulación. Del lado de la investigación teórica, las dificultades se refieren
incluso a cuáles son los principales conceptos que se deben utilizar. Por
ejemplo, el concepto de patriarcado se utilizó inicialmente en la década
de 1970 y después, sujeto a severas críticas por su aparente universalidad y
ahistoricidad, se le dejó de lado hasta hace poco en que se han propuesto
nuevos argumentos para resucitarlo. Para enfrentar la crítica de que se le
daba un carácter muy general, algunas autoras (Hunnicutt 2009) pro-
ponen hablar de “sistemas patriarcales” que existen tanto a niveles macro
(burocracias, gobiernos, leyes, mercado, religión) como a niveles micro (in-
teracción social, familias, organizaciones), es decir, en estrecha relación

3 Un análisis más detallado de los problemas que se describen en esta sección puede consultarse
en Castro 2012.
VIOLENCIA DE GÉNERO 347

con el carácter específico de los diversos sistemas sociales. No es menor


la discusión en torno a esta noción porque lo que se busca justamente
es rescatar la capacidad crítica del pensamiento feminista en torno a la
violencia. El problema estriba en no perder de vista el carácter específico
de la violencia de género, aquella que “restablece el orden de género”; la
que sirve, valga la expresión, “para poner a las mujeres en su lugar”.
Por su parte, la investigación empírica se ha concentrado en el desarrollo
de instrumentos de medición de la violencia: su frecuencia, su severidad
y las variables socioeconómicas que se le asocian. Pero a menudo ello se
ha hecho con el costo de ignorar (activa o pasivamente) el carácter especí-
fico, relacional, de la violencia de género. No sorprende, entonces, que la
investigación sobre violencia contra las mujeres sea mayoritariamente de
corte psicológico y médico, con una clara declinación, al paso de los años,
de los estudios más feministas y sociológicos (Jordan 2009).

ii. Un segundo problema se refiere a la falacia metodológica que caracte-


riza la mayoría de los estudios empíricos cuantitativos (encuestas) sobre
violencia contra las mujeres, y que consiste en sostener que se adopta una
perspectiva o enfoque de género (porque el problema en estudio, la violen-
cia, es un problema de género) y al mismo tiempo centrar la investigación
en variables individuales de las mujeres y, a veces, de sus parejas e hijos.
De esta manera se obtiene mucha información sobre las diversas formas de
violencia que sufren las mujeres, junto con información acerca de su nivel
socioeconómico y educativo, condición laboral y migratoria, etc. Los
resultados que se ofrecen no pueden sino identificar asociaciones entre
estas variables y las diversas experiencias de violencia. Se traiciona, así,
el postulado feminista fundamental de que la violencia de género tiene
su origen en cierto tipo de relaciones y procesos sociales que explican
la subordinación de las mujeres, para dar paso a un modelo explicativo
que sostiene que la violencia se debe a la presencia de ciertos atributos
individuales y a la relación entre ellos.
En el mejor de los casos, este tipo de investigaciones presupone que
tales asociaciones son una expresión de lo que se dejó de investigar, es
decir, de las relaciones de dominación que estructuran las interacciones al
interior de los diversos sistemas sociales. Esto no constituye un auténtico
avance en el conocimiento ni en la teorización sobre la materia sino, a
348 ROBERTO CASTRO P.

lo más, la mera constatación acerca de la frecuencia y la severidad de la


violencia.

iii. La investigación en torno a la violencia contra las mujeres se da en


medio de muy importantes debates académicos, que en sí mismos no son
un problema (los debates son saludables para la ciencia); pero ocurre que
se debate hasta la naturaleza misma del problema. Por ejemplo, si debemos
hablar de violencia de género (lo que deja de fuera otros tipos de violencia)
o de violencia contra las mujeres (lo que obliga a incluir no solo violencia
de género). Se discute también cuál es el mejor encuadre para este tipo de
investigación: si el enfoque de la violencia familiar (que, sin despreciar los
enfoques de género, propone que la violencia contra las mujeres debe estu-
diarse en el marco de otras formas de violencia en el interior de la familia,
tales como la violencia contra los adultos mayores, contra los niños, etc.) o
el enfoque feminista (que propone que la violencia contra las mujeres dentro
de la familia debe estudiarse en el marco de las otras formas de violencia
contra ellas, por tratarse de un problema sistémico).
Otro debate importante tiene que ver con la tensión que surge entre
el postulado de la determinación sistémica de la violencia (que señala que
los hombres ejercen violencia no por razones biológicas ni psicológicas,
sino por un conjunto de determinaciones de género) y la necesidad de
que los hombres asuman su responsabilidad ante este problema. En otras
palabras, es necesario apuntalar la tesis de que el origen de la violencia de
género debe rastrearse al nivel de las características de los diversos siste-
mas sociales, sin por ello dar paso a una representación de los hombres
como si fueran meros autómatas que no tienen control sobre sus deter-
minaciones y a los que, por tanto, no se les puede llamar a cuentas. De
alguna manera, el grueso de la investigación y de las políticas públicas en
torno a la violencia contra las mujeres se ha mantenido silente respecto
de los varones, salvo contadas excepciones en el campo del estudio sobre
masculinidades. La presencia de los hombres en la raíz del problema de la
violencia de género se da por sentada, pero por lo mismo suele asumirse
la existencia de un hombre genérico, no diferenciado ni debidamente
ubicado en un contexto relacional específico.
En este mismo tenor está el debate acerca de la reciprocidad o simetría
de la violencia de pareja y en el noviazgo. La mayoría de los estudios que
VIOLENCIA DE GÉNERO 349

miden la violencia ejercida por las mujeres y la sufrida por los hombres
registra tasas similares para ambos sexos. Incluso en México, las encues-
tas que han medido la violencia ejercida tanto por hombres como por
mujeres, como la Encuesta Nacional sobre Violencia en el Noviazgo 2007
y las Encuestas de Exclusión, Intolerancia y Violencia de la Secretaría de
Educación Pública, registran tasas de victimización equivalentes en mu-
jeres y varones. Si bien es evidente que las mujeres se llevan la peor parte
en términos de daños a la salud y muertes, se objeta al enfoque feminista
no reconocer la agresividad de las mujeres y se le critica su deliberada in-
tención de no preguntar a las mujeres acerca de las violencias que ejercen,
en una especie de ánimo de mejor no enterarse (o “para no dar elementos
a las posturas antifeministas”).
Como contraargumentación se ha señalado que, si bien hay mujeres
que recurren a la violencia, dicha violencia se ejerce mayoritariamente en
defensa propia. Pero los teóricos de la simetría han ido más lejos y han co-
menzado a documentar empíricamente que también las mujeres inician la
violencia (no solo se defienden) y también lo hacen con fines de control (no
solo los hombres, como sostiene el feminismo) (Straus 2010). En realidad,
desde una perspectiva feminista, la principal línea de defensa en este sentido
es que la violencia que ejercen las mujeres no forma parte de un sistema
más general de dominación y control, como sí ocurre con la violencia que
ejercen los hombres sobre las mujeres (Gondolf 2014).
Este es sin duda uno de los más encendidos debates que tienen lugar
en este momento en el mundo anglosajón. Johnson (2011) ha propuesto una
solución que permite darle su lugar a ambas posturas: señala que una cosa
es el terrorismo patriarcal que ejercen mayoritariamente los hombres con
fines de control sobre sus parejas, y que es el que se registra sobre todo en
los refugios de mujeres, los hospitales y las agencias del ministerio público;
y otra es la violencia situacional (la que miden las encuestas), que ejercen
ambos sexos por igual sin fines de sometimiento, sobre todo en contextos
en que un conflicto ordinario se sale de control. Los críticos del feminismo
han señalado a su vez que la de Johnson es más bien una solución política
y no una respuesta científica (Dutton 2005; Dutton y Nicholls 2005). Y el
debate continúa.
En todo caso, es importante no perder de vista que la disputa se desa-
rrolla en el marco de la violencia de pareja. Las objeciones antifeministas
350 ROBERTO CASTRO P.

nada tienen que decir respecto del conjunto de violencias de género men-
cionadas en el apartado anterior, cuya existencia y gravedad son incuestio-
nables. Pero es urgente que la investigación feminista se ponga al corriente
en este debate, articulando debidamente nuevos desarrollos conceptuales
y pruebas empíricas, o se correrá el riesgo de perder, o de no saber cómo
ganar, una discusión científica internacional de primera importancia y con
obvias consecuencias políticas.

iv. Un último problema se refiere al papel que desempeñan el derecho y


la salud pública en relación con la violencia de género. La definición femi-
nista de violencia de género se relaciona con, pero no es lo mismo que, las
definiciones jurídicas ni las de salud pública de violencia contra las muje-
res. Desde luego, la elaboración y promulgación de leyes que identifican
las diversas formas de violencia contra las mujeres son logros de primera
importancia para el movimiento feminista, máxime que algunas de ellas
están elaboradas con un enfoque de género. Los códigos jurídicos, dice Rita
Segato (2011), constituyen la narrativa maestra de las naciones y acceder
a ellos —por ejemplo, mediante el reconocimiento de que se puede ser
objeto y víctima de violencia de género— es alcanzar una suerte de plenitud
ontológica, un estatuto de ser-entre-los-otros que a su vez valida la lucha
por el acceso a la justicia y a la protección que debe propiciar y brindar el
Estado. Es lo que se llama la “eficacia nominativa de la ley”.
Sin embargo, en este tenor una de las críticas más serias contra el enfoque
feminista es que al mismo tiempo que denuncia el sistema de dominación
de género y llama a su transformación, hace una alianza implícita con las
soluciones más represivas, propias del Estado, al exigir la criminalización y
sanción de la violencia contra las mujeres. Se trata de un debate muy complejo
que no debemos trivializar aquí. Baste señalar que desde el feminismo se
ha postulado la importancia de hacerse del derecho como una herramienta
más en la lucha. A los efectos del problema de la violencia de género, este
debate impacta, por ejemplo, en la discusión de si debe introducirse en
la ley un nuevo tipo de violencia, la llamada violencia obstétrica, y sobre
todo si debe privilegiarse la vía jurídica o no para erradicar el autoritarismo
médico que da lugar a la violencia obstétrica.
Al mismo tiempo que ha dado preeminencia a las definiciones legales
(que privilegian daños objetivos sobre la base de los cuales se pueda con-
VIOLENCIA DE GÉNERO 351

figurar el delito a perseguir), esta juridización de la violencia de género ha


favorecido que las instituciones oficiales encargadas de hacer investigación
sobre la materia adopten, por mandato de ley, dichas definiciones en sus
estudios. De lo que, desafortunadamente, resulta que el núcleo de la in-
vestigación feminista y sociológica sobre violencia de género —las propias
definiciones— termina siendo dictado desde el campo del derecho.
Algo similar ocurre con las definiciones de salud pública (que privi-
legian los riesgos y los daños a la salud, sobre la base de los cuales puedan
elaborarse programas preventivos). En diversos escenarios se considera un
logro político, y ciertamente lo es, el hecho de haber colocado el problema
de la violencia contra las mujeres como una prioridad de salud pública, pues
ello implica una obligación del Estado para prevenirlo y atender sus conse-
cuencias. Sin embargo, el análisis de la forma en que se ha ido integrando
el problema a la agenda de la salud pública muestra también que el tema
ha sido expoliado de la teoría crítica feminista, dando lugar a una suerte
de neutralización del enfoque radical y emancipador que le dio origen,
para dar paso a una versión más epidemiológica y a un uso trivializado y
domesticado del concepto de violencia de género.
En realidad, este no es un efecto inesperado o que sorprenda. Así ocurre
cuando una agenda de lucha civil es retomada por el Estado e incorporada
a su acción política. El triunfo de una causa —en este caso, la instituciona-
lización de la lucha contra la violencia hacia las mujeres— inevitablemente
va acompañada de una cierta cooptación o mediatización de la agenda que
la impulsa.

Conclusión

Como hemos visto, el enfoque feminista exige enfatizar el carácter sistémico


y relacional de la desigualdad de género e identificar, desde ahí, las teoriza-
ciones sociológicas adecuadas para la violencia de género. Florinda Riquer,
en un texto en el que tuve el privilegio de trabajar como coautor, escribió:

Quizá hemos descubierto que las distintas expresiones de la violencia de género


responden a distintas lógicas desde las que se organiza y reproduce la domi-
nación masculina. Esto podría significar que, mientras la violencia en la pareja
352 ROBERTO CASTRO P.

probablemente responde a la lógica social de la reproducción del parentesco,


de los grupos domésticos y de la familia, el acoso y el hostigamiento sexual
responden a la lógica de producción y reproducción de las instituciones en
las que se enmarcan, en concreto, las productivas; y la violación y el femini-
cidio quizá responden a la lógica social de producción y reproducción de las
relaciones de poder con mayúsculas (Riquer y Castro 2008: 26).

Se trata de una dirección muy prometedora de investigación, que exige hacer


un esfuerzo teórico por articular el problema de la desigualdad de género
con el de la violencia de género y que debería, de resultar exitosa, nutrir
de manera muy sustancial la lucha contra la violencia de género, a partir de
políticas y programas de cambio sustentados en las lógicas específicas de los
ámbitos donde se desea intervenir.
Por otra parte, es indispensable impulsar la investigación sobre vio-
lencia de género en áreas poco exploradas hasta ahora, como la violencia
contra mujeres con discapacidad, mujeres migrantes, mujeres no hete-
rosexuales (con pareja y en otros contextos), mujeres indígenas, mujeres
víctimas de trata de personas y esclavitud sexual, pues en todas esas áreas
se requieren políticas y programas de intervención eficaces. También es
mucho lo que aún hay que conocer sobre violencia contra mujeres por
parte de las ex parejas, así como sobre las motivaciones de los agresores,
sus estrategias y justificaciones. Y, en el contexto actual de un creciente
número de estados de la república que presentan una solicitud de decla-
ración de alerta de género, es urgente impulsar estudios que permitan
identificar mejor, desde un enfoque de género como el que hemos de-
lineado aquí, el carácter sistémico de los feminicidios que reportan los
estados y la manera en que se vinculan con la dominación masculina y la
reproducen en esas entidades.

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Semblanzas curriculares

Eva Alcántara. Licenciada en Psicología por la unam, maestra en Estudios


de la Mujer por la uam y doctora en Ciencias Sociales en el área de Psicología
Social de la uam. Diplomada en pensamiento contemporáneo (Instituto 17
de Estudios Críticos), en psicoanálisis (uam) y en bioética (unam). Ha sido
becaria de Fundación Telmex, Conacyt y Fundación Ford. Desde 2006 es
profesora-investigadora de tiempo completo adscrita al Departamento de
Educación y Comunicación en la Universidad Autónoma Metropolitana-
Xochimilco. Su línea de investigación es teórica y clínica, en ella aborda los
problemas y dilemas en torno a la asignación sexual e identidad de género
en la infancia. Es integrante del Área de Investigación Básica y Transdis-
ciplinaria en Ciencias Sociales del dec/uam y del Cuerpo Académico
denominado Subjetividad, sexualidad y política, inscrito en Promep/sep.
Ha publicado numerosos trabajos en libros y revistas académicas.

Mariana Berlanga Gayón. Profesora-investigadora de la Academia de


Ciencia Política y Administración Urbana, de la Universidad Autónoma
de la Ciudad de México. Doctora y maestra en Estudios Latinoamericanos
por la unam. Licenciada en Periodismo y Comunicación por la Escuela de
Periodismo Carlos Septién García. Sus líneas de investigación son femi-
nicidio, feminismo, género, violencia, memoria y cultura visual. Durante
los últimos diez años, ha investigado el feminicidio en Ciudad Juárez,
así como su vínculo con los asesinatos de mujeres en América Latina,
específicamente, en Guatemala. También ha analizado la relación entre
el feminicidio y la violencia generalizada, desatada en México a partir de
2007, en el contexto de la llamada guerra contra el narcotráfico, a partir
de las categorías de género y raza. Ha publicado numerosos artículos en
libros y revistas especializadas.

Myriam Brito Domínguez. Licenciada en Sociología, maestra en Fi-


losof ía Política y doctorante en el posgrado de Sociología, todo por la
Universidad Autónoma Metropolitana. Docente e investigadora en teoría
388 SEMBLANZAS

política, pensamiento feminista, perspectiva de género y diversidad sexual


en Congenia Construcción y Análisis de Género Centro de Investigación y
Docencia a. c. (Reniecyt 5438), desde 2008. Docente eventual en el Progra-
ma Universitario de Estudios de Género pueg-unam, desde el año 2010.

Roberto Castro. Sociólogo (unam, 1983); maestro en Estudios de Pobla-


ción (Exeter, Inglaterra, 1986); doctor en Sociología Médica (Universidad
de Toronto, 1993). Investigador titular “C” del crim. Miembro del Sistema
Nacional de Investigadores, nivel iii), y miembro de la Academia Mexicana
de Ciencias. Ha realizado investigación sobre los determinantes sociales de
la experiencia subjetiva de la salud, violencia contra las mujeres, violencia
en el noviazgo, violencia contra la infancia en México, y sobre la génesis
social de la violación de derechos reproductivos de las mujeres en los
servicios de salud. Ha publicado libros y artículos académicos.

Priscila Cedillo Hernández. Socióloga (fcpys-unam). Maestra en Estudios


Políticos y Sociales por la unam. Colaboradora del proyecto de investiga-
ción “Cuerpo y afectividad en la sociedad contemporánea. Una observación
desde la sociología” (Conacyt/uam-a). Tiene diversas publicaciones en
libros y revistas académicas.

Pamela J. Fuentes. Doctora en historia por York University (Toronto,


Canadá). Realizó estudios de maestría en Historia en la unam y la licen-
ciatura, también en Historia, en la uam-Iztapalapa. Ha recibido diversas
distinciones, entre las que se encuentran la Beca Teixidor del Instituto de
Investigaciones Históricas de la unam (2012) y la Beca para estudiantes
distinguidos del Instituto Nacional de las Revoluciones de México (2007).

Adriana García Andrade. Profesora-investigadora titular C en el Departamen-


to de Sociología de la Universidad Autónoma Metropolitana-Azcapotzalco.
Doctora y maestra en Filosofía de la Ciencia por la uam-Iztapalapa y licenciada
en Sociología por la uam-Azcapotzalco. Es integrante del Sistema Nacional
de Investigadores, nivel i. Ha publicado en libros y revistas académicas.
CONCEPTOS CLAVE EN LOS ESTUDIOS DE GÉNERO 389

María Inés García Canal. Nació en Mendoza, Argentina; es profesora


e investigadora en la División de Ciencias Sociales y Humanidades de la
Universidad Autónoma Metropolitana-Xochimilco; es maestra en Cien-
cias Políticas y Sociales por la unam y doctora en Ciencias Sociales con
especialidad en Psicología Social de Grupos e Instituciones por la uam-
Xochimilco. Sus trabajos forman parte de numerosos libros individuales y
colectivos; ha escrito artículos publicados en diferentes revistas nacionales
y extranjeras; lleva a cabo, desde 1976, una importante labor docente en
diferentes universidades de América Latina.

Eleonora Garosi. Socióloga (M.A.) y doctora (Ph.D.) en criminología crítica


por la Universidad de Trento (Italia). Durante más diez años ha trabajado
como investigadora social en diferentes universidades (Trento, Florencia,
Torino), colaborando con varios grupos de investigación en numerosos
proyectos nacionales e internacionales, financiados por el Ministerio
Italiano de la Universidad (miur) y por la Comisión Europea (Programas
stop y Daphne). En particular, ha trabajado en investigaciones con
un enfoque de género sobre temas como transexualidad, migraciones
femeninas, prostitución y tráfico de seres humanos. Ha publicado varios
artículos sobre transexualidad y sobre migraciones, en libros y revistas,
además de una monograf ía sobre prostitución en Italia. En los años 2011
y 2012 hizo una estancia académica en el pueg-unam, donde realizó un
trabajo de investigación sobre lo trans en la Ciudad de México.

Fabián Giménez Gatto. Profesor de Filosof ía por el Instituto de Profesores


Artigas, maestro y doctor en Filosof ía por la Universidad Iberoamericana.
Profesor-investigador de tiempo completo de la Facultad de Bellas Artes de
la Universidad Autónoma de Querétaro, donde coordina las actividades del
Cuerpo Académico Estudios Visuales y desarrolla el proyecto de investi-
gación “Pospornograf ía y cultura visual”. Ha publicado libros y artículos
académicos.

Nattie Golubov. Doctora en Letras Inglesas por la Universidad de Londres,


es actualmente investigadora del Centro de Investigaciones sobre América
del Norte, en la unam, adscrita al Área de Estudios de la Globalidad. Desde
1995 es profesora en la Facultad de Filosof ía y Letras, donde ha impartido
390 SEMBLANZAS

diversas materias sobre literatura en lengua inglesa y teoría literaria y cultural


en el Colegio de Letras Modernas y el Posgrado en Letras. Ha publicado
libros y artículos en revistas especializadas, entre los que se encuentran
La crítica literaria feminista. Una introducción práctica (ffyl-unam,
2012) y El circuito de los signos: una introducción a los estudios culturales
(cisan-unam/Bonillla Artigas, 2015). Forma parte del Comité Editorial
de Debate feminista.

Adriana González Mateos. Doctora en Literatura Comparada por la Uni-


versidad de Nueva York e integrante del Sistema Nacional de Investigadores.
Es profesora investigadora de la Universidad Autónoma de la Ciudad de
México. Ha recibido el Premio Nacional de Literatura Gilberto Owen por
Cuentos para ciclistas y jinetes (Aldus 1995), el Premio Nacional de Ensa-
yo Literario José Revueltas por Borges y Escher (Aldus 1996) y el Premio
Nacional de Traducción de Poesía por La música del desierto, de William
Carlos Williams (en colaboración con Myriam Moscona, Aldus 1996). Ha
publicado y traducido numerosos trabajos.

Fabrizzio Guerrero Mc Manus. Estudió Biología en la Facultad de Cien-


cias de la unam y posteriormente realizó una maestría y un doctorado en
Filosof ía de la Ciencia, también en la unam. Al finalizar el doctorado llevó
a cabo una investigación posdoctoral en la Facultad de Ciencias acerca de
la historia de la homosexualidad y las instituciones biomédicas en México
bajo una perspectiva perteneciente a los Estudios Sociales sobre la Cien-
cia. Sus áreas de especialidad son la filosof ía e historia de la biología, la
biología evolutiva y la filosof ía e historia del sujeto (con especial énfasis
en la filosof ía e historia del género, la raza y la sexualidad). Es investigador
asociado C en el ceiich desde 2013 y profesor de asignatura en la Facultad
de Ciencias desde 2006. Tiene diversas publicaciones en revistas arbitradas
y de divulgación, así como en libros técnicos y de divulgación. Es miembro
del Sistema Nacional de Investigadores, nivel i.

Griselda Gutiérrez Castañeda. Doctora en Filosof ía por la unam, espe-


cializada en Filosof ía Política clásica y contemporánea y Filosof ía Política
con Perspectiva de Género. Profesora titular “C” en la Facultad de Filosofía
y Letras de la unam. Investigadora Nacional dentro del Sistema Nacional
CONCEPTOS CLAVE EN LOS ESTUDIOS DE GÉNERO 391

de Investigadores, nivel ii. Coordinadora del Macroproyecto de Investi-


gación: “Diversidad, Cultura Nacional y Democracia en los Tiempos de la
Globalización: las Humanidades y las Ciencias Sociales frente a los Desaf íos
del Siglo xxi”, dentro del Programa Transdisciplinario de Investigación y
Desarrollo en Facultades y Escuelas de la unam (2005-2012). Titular de la
Cátedra Especial Samuel Ramos (ffyl), con la línea de investigación: “Cul-
tura política y secularización” (2012-2014). Investigadora y coordinadora del
equipo de la unam dentro del Proyecto Marie Curie Actions-International
Research Staff Exchange Scheme (irses) de la Comunidad Europea titulado
“Philosophy of History and Globalisation of Knowledge. Cultural Bridges
Between Europe and Latin America”, worldbridges (2014-2018). Autora
y colaboradora de múltiples libros y artículos.

Rodrigo Laguarda. Profesor-investigador del Instituto Mora. Es doctor


en antropología por el ciesas. Ha publicado diversos trabajos en revistas
y libros especializados y tres libros de su autoría: Ser gay en la ciudad de
México, Lucha de representaciones y apropiación de una identidad, 1968-
1982 (2009; ciesas/Instituto Mora); La calle de Amberes: Gay street de la
Ciudad de México(2011; ceiich-unam/Instituto Mora) y De Sur a Norte.
Chilangos gays en Toronto (2014; Instituto Mora).

Marta Lamas. Doctora en Antropología. Investigadora de tiempo completo


de la Coordinación de Humanidades, adscrita al Programa Universitario de
Estudios de Género de la unam. Profesora del Departamento de Ciencia
Política del itam. Pertenece al Sistema Nacional de Investigadores, nivel ii
y es integrante del Comité Editorial de Antropología del Fondo de Cultura
Económica. Ha publicado seis libros y más de 40 ensayos, entre los que se
encuentran Cuerpo, sexo y política (Océano, 2014) y El largo camino hacia
la ile. Mi versión de los hechos (pueg-unam, 2015).

Ana Lau Jaiven. Doctora en Historia por la Universidad Iberoamericana.


Profesora investigadora en la Universidad Autónoma Metropolitana-
Xochimilco. Pertenece al Sistema Nacional de Investigadores. Sus áreas
de investigación giran en torno a historia del feminismo mexicano y de las
mujeres del siglo xx, ciudadanía y política e historia oral. Ha publicado
dos libros como autora única y múltiples artículos y ensayos en libros
392 SEMBLANZAS

colectivos y revistas académicas sobre historia de las mujeres en México


sobre temas realtivos a la participación de las mujeres en la Revolución
mexicana y la historia del feminismo mexicano. Actualmente se ocupa
del examen de los grupos que pugnaron por el sufragio.

Mauricio List Reyes. Doctor en Antropología por la Escuela Nacional de


Antropología e Historia (enah), profesor-investigador de tiempo comple-
to en la licenciatura y maestría en Antropología Social de la Benemérita
Universidad Autónoma de Puebla, miembro del Sistema Nacional de In-
vestigadores nivel ii. Ha publicado numerosos trabajos en libros y revistas
académicas. Es miembro de la Red Temática Estudios Transdisciplinarios
del Cuerpo y la Corporalidad financiada por Conacyt. Actualmente coordina
el proyecto de investigación colectivo titulado Violencia de género, en el
campus universitario de la buap, financiado por Conacyt.

Lucía Melgar. Doctora en literatura por la Universidad de Chicago, con


maestría y licenciatura en ciencias sociales, con amplia experiencia en
estudios de género; es crítica cultural y profesora e investigadora indepen-
diente. Sus líneas de investigación incluyen los conceptos, representaciones
y prácticas de la violencia, en particular violencia contra las mujeres en
México, y literatura y política. Ha publicado numerosos trabajos en libros
y revistas académicas.

Hortensia Moreno. Profesora, escritora y editora feminista. Es doctora en


ciencias sociales por la Universidad Autónoma Metropolitana-Xochimilco
con la tesis “Orden discursivo y tecnologías de género”, que ganó el primer
premio en el concurso Sor Juana Inés de la Cruz convocado por Inmujeres
(2010). Es integrante del Sistema Nacional de Investigadores. Ha publicado
novelas, relatos, libros para niños, reportajes e investigación, además de
artículos periodísticos en diversos medios de la prensa mexicana.

Cristina Palomar Verea. Psicóloga (iteso, 1982), psicoanalista (Círculo


Psicoanalítico Mexicano, a. c., 1993) y doctora en Ciencias Sociales con
especialidad en Antropología Social (ciesas, 2002). Fundadora del Cen-
tro de Estudios de Género en la UdeG (1994) y directora de este en dos
periodos (1994-1997 y 2002-2008), así como de la Revista de Estudios
CONCEPTOS CLAVE EN LOS ESTUDIOS DE GÉNERO 393

de Género. La Ventana (1995), la cual dirigió hasta 2007. Actualmente,


profesora-investigadora titular “C” del Departamento de Estudios en Edu-
cación de la misma universidad, especializada en el campo de los estudios
de género en conexión con los estudios de la subjetividad y de la cultura
institucional de las instituciones de educación superior. Docente en la
maestría de Investigación Educativa y el doctorado en Educación. Miembro
del Sistema Nacional de Investigadores desde 2002, actualmente con el nivel
ii. Es autora de varios libros y artículos académicos.

Alba Pons. Diplomada en Trabajo social y maestra en Etnograf ía y Antro-


pología Social por la Universidad de Barcelona. Actualmente lleva a cabo
su tesis doctoral “Transformaciones sociales y micropolíticas corporales:
un estudio de los procesos de normalización de lo trans* en la Ciudad de
México”, en el Posgrado de Ciencias Antropológicas de la Universidad
Autónoma Metropolitana. Becaria del Conacyt. Ha cursado formación
complementaria sobre estudios de género y metodología de la investiga-
ción feminista tanto en la Universidad de Barcelona como en la unam, en
el Programa Universitario de Estudios de Género donde en el 2013 realizó
una estancia académica. Cuenta con varias publicaciones individuales y
colectivas en revistas y un libro. Actualmente es coordinadora del Área
de Estudios Críticos del Género que comparten el 17 Instituto de Estudios
Críticos y el Instituto de Liderazgo Simone de Beauvoir; y participa del
proyecto de investigación sobre regulaciones del sexo/género en la infancia
con Eva Alcántara de la uam-x.

Olga Sabido Ramos. Es profesora-investigadora en el Departamento de


Sociología de la Universidad Autónoma Metropolitana-Azcapotzalco. Doc-
tora en Ciencias Políticas y Sociales por la unam. Es miembro del Sistema
Nacional de Investigadores nivel i. Sus líneas de investigación son: teoría
sociológica y cuerpo y afectividad en la sociología. Desarrolla el proyecto
“cuerpo y afectividad en la sociedad contemporánea. Una aproximación
desde la sociología”, en la uam-Azcapotzalco. Ha publicado libros y artículos
en revistas académicas.

Paula Soto Villagrán. Maestra y doctora en Ciencias Antropológicas por


la Universidad Autónoma Metropolitana-Iztapalapa. Realizó una estancia
394 SEMBLANZAS

de investigación posdoctoral en Geograf ía Humana en el Departamento de


Sociología de dicha universidad. Actualmente es profesora-investigadora
titular del Departamento de Sociología de la División de Ciencias Sociales
y Humanidades en la uam-Iztapalapa, donde participa en el área de inves-
tigación Espacio y Sociedad y es docente en la licenciatura en Geograf ía
Humana. Su principal línea de investigación es la geograf ía de género,
género, espacio y vida cotidiana, y género y ciudad.

Karine Tinat. Doctora en Estudios Hispánicos y Ciencias de la Información


y Comunicación. En El Colegio de México es profesora-investigadora del
Centro de Estudios Sociológicos (ces) adscrita al Programa Interdiscipli-
nario de Estudios de la Mujer (piem), del cual fue coordinadora de 2012 a
2015. De 2008 a 2012 coordinó la Maestría en Estudios de Género y de 2007
a 2010 coordinó la Cátedra Simone de Beauvoir. Forma parte del Sistema
Nacional de Investigadores en el nivel ii. Ha publicado numerosos trabajos
en libros y revistas académicas.

Sayak Valencia. Es doctora en Filosof ía, Teoría y Crítica Feminista, con


mención europea, por la Universidad Complutense de Madrid. Es profesora-
investigadora titular “A” del Departamento de Estudios Culturales en el
Colegio de la Frontera, Sede Tijuana. Pertenece al sni. Es autora de varios
libros y ha publicado diversos artículos en revistas de España, México,
Argentina, Chile, Colombia y los Estados Unidos sobre sus temas de inves-
tigación: violencia estructural y económica, la construcción dicotómica del
género, la violación de los derechos humanos, la disidencia sexual, teoría
queer/cuir, la perspectiva decolonial y los feminismos/transfeminismos.

Aimée Vega Montiel. Feminista mexicana. Comunicóloga. Doctora y


maestra en Periodismo y Comunicación de la Universidad Autónoma de
Barcelona. Maestra y licenciada en Ciencias de la Comunicación de la
Universidad Nacional Autónoma de México. Investigadora del Programa
de Investigación Feminista del ceiich de la unam. Especialista en derechos
humanos de las mujeres y medios de comunicación. Coordina la investiga-
ción “Género, comunicación y poder” (Programa unam papiit). Acreedora
del Reconocimiento Universidad Nacional para Jóvenes Académicos 2013,
en el área de Investigación en Ciencias Sociales de la unam. Pertenece
CONCEPTOS CLAVE EN LOS ESTUDIOS DE GÉNERO 395

al Sistema Nacional de Investigadores. Fue Presidenta de la Asociación


Mexicana de Investigadores de la comunicación, en donde actualmente
co-coordina el grupo de investigación sobre “Género y Comunicación”. Es
vicepresidenta de la International Association for Media and Communica-
tion Research (iamcr). Actualmente, es representante de esta asociación
ante la Unesco en la Global Alliance for Media and Gender y coordinadora
del Comité de Investigación del International Steering Committee de esta
alianza. Cuenta entre sus publicaciones con libros, artículos científicos y
ensayos periodísticos.
Conceptos clave en los estudios de género. Volumen 1
-editado por el Programa Universitario de Estudios
de Género de la Universidad Nacional Autónoma de
México- se terminó de imprimir el 23 de junio de 2016,
en Gráfica Premier S. A. de C. V. con domicilio en 5 de
Febrero 2309, Metepec, Edo. de México.

Se utilizó la tipografía de la familia Warnock,


en su versión Pro, diseñada por Robert Slimbach;
así como la Univers, diseñada por Adrian Frutiger.

La edición consta de 500 ejemplares.

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