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PARTE A

Analice los rasgos de la tipología textual descriptiva, según corresponda, presentes en el


pasaje propuesto.

TEXTO 1

Día de domingo

Contuvo un instante la respiración, clavó las uñas en la palma de sus manos y dijo, muy rápido:
«Estoy enamorado de ti». Vio que ella enrojecía bruscamente, como si alguien hubiera golpeado sus
mejillas, que eran de una palidez resplandeciente y muy suaves. Aterrado, sintió que la confusión
5 ascendía por él y petrificaba su lengua. Deseó salir corriendo, acabar: en la taciturna mañana de
invierno había surgido ese desaliento íntimo que lo abatía siempre en los momentos decisivos. Unos
minutos antes, entre la multitud animada y sonriente que circulaba por el Parque Central de
Miraflores, Miguel se repetía aún: «Ahora. Al llegar a la avenida Pardo. Me atreveré. ¡Ah, Rubén, si
supieras cómo te odio!». Y antes todavía, en la Iglesia, mientras buscaba a Flora con los ojos, la
10 divisaba al pie de una columna y, abriéndose paso con los codos sin pedir permiso a las señoras que
empujaba, conseguía acercársele y saludarla en voz baja, volvía —a decirse, tercamente, como esa
madrugada, tendido en su lecho, vigilando la aparición de la luz: «No hay más remedio. Tengo que
hacerlo hoy día. En la mañana. Ya me las pagarás, Rubén». Y la noche anterior había llorado, por
primera vez en muchos años, al saber que se preparaba esa innoble emboscada. La gente seguía en
15 el Parque y la avenida Pardo se hallaba desierta; caminaban por la alameda, bajo los ficus de
cabelleras altas y tupidas. «Tengo que apurarme, pensaba Miguel, si no, me friego.» Miró de
soslayo alrededor: no había nadie, podía intentarlo. Lentamente fue estirando su mano izquierda
hasta tocar la de ella; el contacto le reveló que transpiraba. Imploró que ocurriera un milagro, que
cesara aquella humillación. «Qué le digo, pensaba, qué le digo.» Ella acababa de retirar su mano y
20 él se sentía desamparado y ridículo. Todas las frases radiantes, preparadas febrilmente la víspera, se
habían disuelto como globos de espuma.
—Flora —balbuceó—, he esperado mucho tiempo este momento. Desde que te conozco sólo pienso
en ti. Estoy enamorado por primera vez, créeme, nunca había conocido una muchacha como tú.
Otra vez una compacta mancha blanca en su cerebro, el vacío. Ya no podía aumentar la presión: la
25 piel cedía como jebe y las uñas alcanzaban el hueso. Sin embargo, siguió hablando,
dificultosamente, con grandes intervalos, venciendo el bochornoso tartamudeo, tratando de describir
una pasión irreflexiva y total, hasta descubrir, con alivio, que llegaban al primer óvalo de la avenida
Pardo, y entonces calló. Entre el segundo y el tercer ficus, pasado el óvalo, vivía Flora. Se
detuvieron, se miraron: Flora estaba aún encendida y la turbación había colmado sus ojos de un
30 brillo húmedo. Desolado, Miguel se dijo que nunca le había parecido tan hermosa: una cinta azul
recogía sus cabellos y él podía ver el nacimiento de su cuello, y sus orejas, dos signos de
interrogación pequeñitos y perfectos.
TEXTO 2

Él era un clérigo cerbatana, largo sólo en el talle, una cabeza pequeña, los ojos avecindados en el
cogote, que parecía que miraba por cuévanos, tan hundidos y oscuros que era buen sitio el suyo para
tiendas de mercaderes; la nariz, de cuerpo de santo, comido el pico, entre Roma y Francia, porque
se le había comido de unas búas de resfriado, que aun no fueron de vicio porque cuestan dinero; las
5 barbas descoloridas de miedo de la boca vecina, que de pura hambre parecía que amenazaba a
comérselas; los dientes, le faltaban no sé cuántos, y pienso que por holgazanes y vagamundos se los
habían desterrado; el gaznate largo como de avestruz, con una nuez tan salida que parecía se iba a
buscar de comer forzada de la necesidad; los brazos secos; las manos como un manojo de
sarmientos cada una. Mirado de medio abajo parecía tenedor o compás, con dos piernas largas y
10 flacas. Su andar muy espacioso; si se descomponía algo, le sonaban los huesos como tablillas de
San Lázaro. La habla hética, la barba grande, que nunca se la cortaba por no gastar, y él decía que
era tanto el asco que le daba ver la mano del barbero por su cara, que antes se dejaría matar que tal
permitiese. Cortábale los cabellos un muchacho de nosotros. Traía un bonete los días de sol
ratonado con mil gateras y guarniciones de grasa; era de cosa que fue paño, con los fondos en caspa.
15 La sotana, según decían algunos, era milagrosa, porque no se sabía de qué color era. Unos, viéndola
tan sin pelo, la tenían por de cuero de rana; otros decían que era ilusión; desde cerca parecía negra y
desde lejos entre azul. Llevábala sin ceñidor; no traía cuello ni puños. Parecía, con esto y los
cabellos largos y la sotana y el bonetón, teatino lanudo. Cada zapato podía ser tumba de un filisteo.
Pues ¿su aposento? Aun arañas no había en él. Conjuraba los ratones de miedo que no le royesen
20 algunos mendrugos que guardaba. La cama tenía en el suelo, y dormía siempre de un lado por no
gastar las sábanas. Al fin, él era archipobre y protomiseria.

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