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¿Es una virtud decir la verdad?

¿Lo es? ¿Es una virtud decir la verdad como afirmaron los maestros Aristóteles o
Kant, basados en sus especulaciones? ¿O, por el contrario, es una virtud mentir
como lo tiene programado nuestro cerebro, basado en experimentaciones durante
milenios?

Los maestros de la ética de la verdad, nada sabían de la evolución, de la selección


natural, de nuestros genes egoístas, de la progresiva construcción de nuestro
cerebro, de sus mecanismos neuronales, de nuestros orígenes, de la lucha por la
supervivencia, de la competencia en la que está basada la vida humana. A decir
verdad, no sabían nada de casi todo.

Nuestros maestros, conscientes de su ignorancia, construyeron teorías éticas


basadas en intuiciones y en los propios desengaños experimentados en su vida, en
los que la mentira de sus contemporáneos les llenaba de inquietud. Y fácilmente
llegaron a la conclusión de que un mundo en el que se erradicara la mentira era más
seguro, previsible y hasta estético.

Por el contrario, nuestro cerebro, fase última de una evolución exitosa, ha


construido empíricamente un modelo de actuación que es el que la neurobiología
está desvelando hoy: nuestra conducta está basada en la mentira sistemática,
fomentada incluso con el autoengaño; mentira sobre mentira, simulación, ocultación
y camuflaje; mentira social, mentira sentimental, política; que llega a la ciencia y al
pensamiento filosófico. Hasta que se nos descubre y tratamos de salir de la
confrontación con alguna nueva mentira.

El cerebro, más que los viejos maestros, se ha ganado nuestra credibilidad por su
larga ejecutoria dirigiendo la supervivencia de la especie. Poco se puede objetar a
estas alturas. Sin embargo, vivir sobrecoge siempre. Estamos condicionados a
mentir, pero nos repugnan las mentiras de los demás. Nos produce temor porque
nunca estamos seguros del éxito que tendremos. Al mentir, a pesar de actuar bajo
la licencia de seguir una conducta atávica, la mentira deja un rastro de derrota para
nuestro orgullo. Aborrecemos que nos mientan, aunque los que lo hacen estén
empujados por impulsos que reconocemos muy bien.

A pesar de su falta de fundamento, nos gusta la categórica descalificación de la


mentira, aunque el mundo no hubiera sido posible en su actual esplendor bajo un
estricto cumplimiento de la ética de esos maestros.

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