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Autor: Santiago Collado
Publicado en: F.J. Soler Gil – M. Alfonseca (coords.), "60 preguntas sobre ciencia y fe
respondidas por 26 profesores de universidad". Madrid: Stella maris, pp. 169-75
Fecha de publicación: 2014
Noción de alma
El ser vivo, en cambio, se concibe y es ser vivo desde el mismo momento en que es
concebido. Mientras un ser está vivo, incorpora materiales del exterior y los aprovecha
para crecer. Es como si su construcción fuera equivalente a su estar vivo. A diferencia
de lo que ocurre con lo que no está vivo, cuando se detienen movimientos como crecer
o alimentarse, cuando ese cuerpo deja de formarse, sobreviene la muerte, ese ser vivo
deja de existir. Es como si, al dejar de construir un edificio, éste se derrumbase.
En la naturaleza podemos encontrar también sistemas o seres que no son vivos y que
pueden crecer: un pantano, una nube, un cristal, un copo de nieve, etc. En estos casos el
crecimiento está asociado con un aumento de tamaño. En el caso de los seres vivos,
crecer puede asociarse también con un aumento de tamaño, pero significa mucho más.
Para un ser vivo, crecer implica, principalmente, una diferenciación orgánica que se
realiza de acuerdo con una unidad. Crecer implica incorporar nuevos materiales al
organismo, lo que exige una unidad que no se rompe con dicha incorporación, sino que
más bien se fortalece.
¿Qué es lo que hace que un ser vivo pueda realizar ese tipo de movimientos u
operaciones? Los pensadores griegos consideraron que se debía al tipo de unidad que
manifiesta el viviente. Mientras se mantiene esa unidad, el animal puede ejercer sus
operaciones o funciones características. A dicha unidad vital es a lo que los clásicos
llamaron alma. Sabemos que un ser es animado, que tiene alma, cuando está vivo,
cuando es capaz de realizar las operaciones propias de los animales o las plantas.
Alma humana
Los griegos consideraron también al ser humano como un viviente muy peculiar. Su
alma, el tipo peculiar de unidad que ostenta, le permite realizar operaciones que ningún
otro ser vivo puede ejercer. En la terminología clásica, se dice que los animales pueden
ver porque tienen una facultad, la vista, que les permite ejercer las operaciones
correspondientes. El entendimiento y la voluntad son los nombres que recibieron las
facultades asociadas con la capacidad humana de pensar y querer.
Aristóteles consideraba que la inteligencia humana era tan extraordinaria, que veía en
ella un destello de la inteligencia divina. Las propiedades que hacían a los hombres
distintos del resto de los seres vivos se consideraban la expresión de un principio que
trasciende la unidad de lo orgánico, aunque también sea su causa. A dicho principio lo
llamamos espíritu. La reflexión filosófica encontró, por tanto, razones para afirmar que
el alma humana no sólo es expresión de la peculiar unidad vital del cuerpo humano,
como ocurre con el resto de los animales, sino que es también principio de otras
facultades exclusivas suyas, que parecen ir más allá de lo que puede dar de sí lo
puramente orgánico: el lenguaje simbólico, la cultura, las matemáticas, etc. Por esto,
cuando nos referimos al hombre, es más apropiado decir alma espiritual. No es que el
espíritu se superponga al alma, entendida como unidad vital, sino que el alma humana,
al otorgar la capacidad de ejercer esas operaciones tan peculiares, manifiesta su
diferencia respecto a otros tipos de vida. No podemos detenernos aquí a analizar el
alcance y las implicaciones que tiene lo que conocemos como espíritu humano o alma
espiritual.
El cristianismo reforzó esta idea de trascendencia del espíritu sobre la materia dando a
la palabra espíritu un sentido más rico y preciso. El hombre está llamado a la
inmortalidad, a la comunión con Dios, que es eterno. Por su modo de ser, el hombre es
el único viviente con cuerpo material, y consiguientemente mortal, que puede dirigirse a
Dios tratándole como otro yo, y que está destinado a participar de la propia vida divina.
Dualismo cartesiano
Desde esta perspectiva, el ser vivo no humano es una máquina sin alma. Pero si decir
alma es decir espíritu no se puede distinguir, salvo en el hombre, lo que es vivo de lo
que no lo es. La distinción estará entonces en el número de elementos que componen al
ser vivo y el grado de complejidad que presentan las relaciones entre ellos.
El ser humano se entiende entonces como una máquina conectada de alguna manera con
un espíritu. El alma –espíritu– posee entonces existencia propia e independiente del
cuerpo. Cuerpo y alma estarían unidos de una manera que, en términos clásicos, podría
llamarse accidental. En sentido estricto, el espíritu y el cuerpo no se requieren
mutuamente. El cuerpo es utilizado por el espíritu gracias a su superioridad. Con estos
presupuestos no parece difícil explicar por qué el alma humana es inmortal. Incluso
parece más sencillo explicar por qué el hombre es imagen y semejanza de Dios. Si Dios
es inmaterial, el hombre es el único que se parecería a Dios, puesto que es, ante todo,
sustancia espiritual unida al cuerpo.
Ciencias y alma
Los éxitos de la ciencia y la tecnología en los dos últimos siglos pueden deberse, en
gran medida, a que desde ellas se observa la naturaleza con una visión que podríamos
llamar cartesiana: los científicos han conseguido encontrar, explicar y describir muchos
de los mecanismos que rigen el comportamiento de la naturaleza. Los beneficios de esta
perspectiva son patentes. Además, el éxito de la ciencia ha llevado consigo,
especialmente desde mediados del siglo XIX hasta nuestros días, que la racionalidad
científica y tecnológica haya pasado a ser dominante. En este contexto cultural, la
noción de alma parece una reliquia de otros tiempos.
Por una parte, se ha consolidado una comprensión del alma más próxima a la cartesiana
que a la clásica. Esto hace que cuando se habla de alma se piense en el espíritu. No es
extraño, por tanto, que las referencias de Juan Pablo II al alma de los animales, en una
alocución del año 1990, sonaran escandalosas para unos y ridículas para otros. Por otra
parte, la autolimitación cientificista de la razón, tan lúcidamente delatada por Benedicto
XVI en diversos escritos1, centra su atención en la res extensa cartesiana y lleva a una
comprensión de la naturaleza basada en mecanismos que hay que descubrir y explicar.
El éxito que no tuvo Descartes con esta visión, todavía muy ingenua, lo ha conseguido
la ciencia contemporánea. Con una descripción de lo natural basada en mecanismos y
leyes con las que estos se explican, parece innecesario acudir nociones externas a la
naturaleza material. La ciencia es suficiente para explicar cómo son las realidades
naturales: no es necesaria el alma. Más aún, parece que debería rechazarse si, como
ocurre en no pocos casos, la noción del alma se identifica con la del espíritu como
principio independiente y externo a lo material: dualismo.
El alma de la ciencia
En resumen, el alma es la unidad propia y específica de cada ser vivo. Dicha unidad le
permite ejercer operaciones que son también específicas de los vivientes. En el caso del
hombre, su alma espiritual no es sólo expresión de su unidad orgánica, sino de su
trascendencia.
El problema, por tanto, es doble: por una parte, se identifica lo vivo con la mera
manifestación de una complejidad pensada al nivel de la conjunción de mecanismos.
Por otra, es problemático identificar el alma con el espíritu. Las dos identificaciones
llevan a una comprensión deficiente de la vida, una comprensión útil pero limitada.
También conducen a la conclusión de que el espíritu es innecesario para explicar la
realidad, incluida la humana, sobre la que siempre se puede razonar en términos
exclusivamente científicos. Esta es una consecuencia curiosa, que probablemente no
habría previsto Descartes: considerar que la única diferencia del hombre respecto a otros
animales es su complejidad. El hombre es también una máquina que un día podrá ser
imitada y quizás sustituida por máquinas, por androides.
Esto no quiere decir que la filosofía y las ciencias sean conocimientos opuestos, antes
bien lo contrario. La actividad científica, al descubrirnos la extraordinaria complejidad y
unidad de los seres vivos, ha puesto de manifiesto de manera más intensa que existe una
diferencia neta entre los vivientes y los que no lo son. Esa peculiaridad de lo vivo es
abordada por las ciencias desde sus propios métodos, que no hacen sino confirmar la
existencia de la realidad que se quiso expresar en la tradición clásica con la noción de
alma.
Referencias