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Marián Martínez-Osorio

LA SOMBRA ILUMINADA

Testimonio de vida

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Introducción

Hay testimonios que entrañan verdades


como templos, que desmienten “dogmas”.

Testimonios necesarios. Urgentes.

Porque a veces la vida pesa demasiado y


parece el privilegio de otros. En ocasiones se
tiene la sensación errónea de que su luz no
existe para nosotros. Y duele. Y además
creemos que el dolor es ya para siempre, que
toda nuestra vida tendremos que caminar con
plomo sobre los hombros. Y en penumbra.
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Buscamos ayuda en los libros, en la
ciencia, en profesionales, cualquier asidero
que ilumine nuestra sombra, nuestra vacío
existencial, nuestra mortal incertidumbre, algo
que aplaque el sufrimiento mental del que
somos víctimas, el misterioso sufrimiento de
la mente humana.

Por eso es necesario que personas como


Iluminada nos cuenten su historia. Una
historia real preñada de sencillez y verdad.
Una historia que nos devuelve la esperanza y
nos ofrece la posibilidad, la grandiosa opción
de intentar la vida.

El testimonio de Iluminada demuestra


que la vida es posible. Y, además, puede ser
buena.

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El comienzo

Iluminada es una mujer que dedica su


tiempo a “ser”. Se levanta cada día agradecida
y expectante, plenamente consciente de la
grandiosa oportunidad que se le presenta por
el simple hecho de estar viva; sabe que todo
ha cambiado sutilmente durante la noche y
que es imposible ver por segunda vez las
mismas nubes ni la misma lluvia, como
también sabe que el sol no puede iluminar dos
veces del mismo modo.

Esta mujer de 76 años vive


permanentemente festejando la existencia.
Para ella, la vida es un juego en el que
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siempre gana y cada noche siente que el día
que concluye ha sido un gran día por el hecho
tan sencillo de haber amado, porque en ella el
amor no es un anhelo ni una palabra, sino un
estado natural del cuerpo y del alma, el lugar
donde habita el misterio que anhela
compartirse, el verdadero y único hogar al que
perteneció desde que nació.

Su manera de estar en el mundo es muy


similar a la que tenía cuando era niña, abierta
siempre al asombro y a las bondades naturales
que brotan cada día de los rincones más
insospechados, pero con una gran diferencia:
ahora es consciente de las cosas y su alegría
se ve multiplicada por el enriquecimiento del
aprendizaje adquirido a través de la
experiencia, una experiencia que la ha llevado

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a la plena conciencia del bellísimo patrimonio
personal que implica vivir y haber vivido.

Su rico patrimonio comienza en su


infancia, en el mismo momento de su
nacimiento, no solo por todo lo que ya de por
sí trae cualquier ser humano al nacer, sino por
lo que se encontró en su primera respiración:
el regazo de su madre y esas manos que jamás
la soltarían, como tampoco lo harían las de su
padre, tanto él como su madre dedicarían su
energía a amarla de manera íntegra,
respetando todas y cada una de sus
particularidades, su más pura esencia, y
potenciando con ello sus inclinaciones e
instintos naturales, algo que se vería
fortalecido por el hecho de haber nacido en un
pueblo y rodeada de naturaleza en estado
puro.

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Estos elementos favorecieron desde el
inicio de su existencia la plena expresión y
transformación de su sensibilidad, una
sensibilidad que, de forma espontánea, no
tardaría en decantarse por los asuntos
humanos, y más particularmente por el
sufrimiento.

De personalidad introvertida, tímida,


reflexiva, algo asustadiza y, tal vez, cándida,
Iluminada era una niña con una intensa vida
interior que, en muchas ocasiones, mientras
otras niñas jugaban, ella prefería pasar su
tiempo cuidando y acompañando a su abuela
enferma, o simplemente rezando al niño
Jesús, un ser cuya personalidad la cautivó
desde el primero momento, ya que, según
había escuchado, era el ser más bondadoso y

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activo jamás engendrado sobre la faz de la
Tierra.

Desde muy pequeña se sintió


fuertemente atraída por el estilo de vida de
este personaje, una vida llena de acción y
entrega incondicional hacia los seres que
sufrían. Sin ser consciente, ella anhelaba una
existencia parecida ya que sentía que las
células de su cuerpo estaban destinadas a
impregnarse sobre otros cuerpos para
reconfortarles. Y esto sucedía porque todo su
ser así se lo indicaba: la conmoción
provocada por un dolor ajeno hacía que, de
algún modo, también ella sintiera dolor, un
sufrimiento que sólo podría calmarse si
realizaba algún tipo de acción en favor de la
víctima que lo contrarrestara.

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En este punto, la religión católica a la
que pertenecía era en realidad bastante
idónea, ya que su líder Jesucristo y ella misma
tenían muchos puntos en común, era una
suerte poder adorar a este ser generoso y
altruista que había pasado por este mundo
socorriendo a los necesitados. En los
sermones de la Iglesia se repetían en cascada
palabras como amor, perdón, paz, compasión,
misericordia, etcétera, unas palabras muy
coherentes que para ella tenían todo el sentido
del mundo.

Era fácil, e incluso natural, pertenecer a


esta comunidad que decía profesar el amor al
prójimo como modo de vida, y por este
motivo, parecía lógico y adecuado obedecer
todas las reglas de la comunidad y aceptar el
combo completo de creencias, lo que

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significaba que, además de creer en el poder
divino y sobrenatural de este ser
extraordinariamente bello, también debía
aceptar todos los matices añadidos que
incluían la existencia del pecado y el
consiguiente castigo de Dios, así como la
aceptación de la autoridad conferida a los
ministros de la Iglesia como intermediarios
directos entre Dios y los hombres.

Iluminada no era una niña


particularmente activa a nivel físico, era
tranquila y mesurada, tenía para todas las
cosas un punto de timidez e inseguridad que
en muchas ocasiones frenaba sus impulsos, y
sólo en lo que respecta a la atención de las
personas que sufrían, permitía que sus
impulsos guiaran sus acciones sin reflexionar
demasiado sobre el asunto. Tenía como una

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especie de radar para el sufrimiento que
exigía una acción inmediata desde un rápido
instinto natural.

Sin que nadie se lo hubiera dicho ni


haberlo aprendido en ninguna parte, ella
acudía junto al sufriente del mismo modo que
acuden las plaquetas de la sangre a taponar las
heridas, guiada por una voz interior e
impulsada desde su sexto sentido, sin tener
que pensarlo siquiera. Cuidaba a su abuela
paralítica, ejercía de mediadora en los
conflictos, visitaba a enfermos de lepra y
tuberculosis y hablaba con ellos, les distraía,
les escribía, hacía cosas con sus hábiles
manos que después les regalaba, y en caso de
que las circunstancias no le permitieran
acción alguna, se limitaba a rezar por todo

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aquel que ella considerase podía estar
necesitando ayuda divina.

Cualquier radio de acción donde se


moviera era apto para poder ejercer su don
particular y seguir su instinto, ya que en todos
los lugares donde hay vida humana,
invariablemente, existen heridas abiertas. Por
otro lado, en este ambiente no había
limitación alguna de su personalidad que le
impidiera hacer estas tareas, de algún modo,
su ego dejaba de existir para dar paso a su
trascendencia.

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Primera crisis

Cuando tenía 21 años Iluminada tuvo


que trasladarse a vivir a Madrid para trabajar
como modista y ayudar así en la economía
familiar. A diferencia del pueblo, la ciudad

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era muy ruidosa, inquietante, frenética, pero
también deslumbrante y llena de posibilidades
para ejercer su vocación. De lunes a viernes
trabajaba cosiendo en diferentes casas, y los
domingos pasaba su tiempo visitando a
enfermos en el Hospital General. Durante una
temporada, además, aprovechaba la hora de la
comida para ir al hospital y hacer masajes a
una mujer que sufría fuertes dolores en las
piernas; por otra parte, cada dos meses
acompañaba a los enfermos de la leprosería
de Trillo, y, entre visita y visita, por las
noches y tras una larga jornada de trabajo, les
escribía cartas con el único fin de tratar de
aportar algo de afecto y distracción a los
enfermos, de mejorar, aunque fuera muy
levemente, su dolorosa existencia.

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Todas estas acciones humanitarias eran
la forma que tenía su naturaleza de
desenvolverse en la existencia, la respuesta
empática ante los estímulos percibidos, su
primera y gran necesidad vital.

El hecho de poder dar rienda suelta a su


inclinación natural, a su vocación, hacía que
la vida se mostrara benévola y serena, la
plenitud que le confería su actividad, su
constante acción creadora, permitía que todo
estuviera en su lugar y no había tiempo para
la nostalgia que podría haber provocado la
ausencia de las bondades de su pueblo natal,
al fin y al cabo, también en la ciudad había
cielo, árboles, pájaros, fuentes de agua y
flores en los parques, pero, sobre todo, había
personas que necesitaban ser reconfortadas y
ella estaba ahí para cumplir tal cometido.

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En cierta ocasión, una joven que conoció
en el hospital le comentó que un cura
dominico, una eminencia eclesiástica, estaba
confesando por aquellos días en una Iglesia
cercana. Con esto se presentaba una gran
oportunidad, no solo para expiar cualquier
pecado que pudiera haber cometido sino,
también, para exponerle todas aquellas dudas
o inquietudes personales que pudiera tener.
Sin duda alguna, este hombre importante, este
emisario de Cristo de altísimo rango,
perdonaría sin filtros todas sus faltas
cometidas y, ya de paso, escucharía las
maravillas a las que su vocación le había
llevado para con los seres que sufrían y los
planes de futuro que tenía a este respecto.

De modo que Iluminada se confesó con


el cura en cuestión y le habló de su dedicación

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a los enfermos, pero sucedió algo
completamente inesperado. Aquel hombre
escuchó, juzgó y dictaminó que todo aquello
era un error, que lo que buscaba en los
enfermos solo podría encontrarlo en un
convento de clausura, que era en ese lugar
donde desarrollaría su verdadera vocación.

En un primer momento Iluminada quedó,


más que ninguna otra cosa, desconcertada, no
comprendía nada, era muy extraño que aquel
hombre le dijera con tanta seguridad que su
destino estaba entre las rejas de un convento,
lejos del contacto humano. De modo que
regresó una segunda vez para una nueva
confesión con la esperanza y, casi seguridad,
de que rectificaría la sentencia. Pero esto no
sucedió, el cura volvió a dictaminar
exactamente lo mismo que la primera vez.

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En el seno de la Iglesia Iluminada
siempre se había sentido segura y a salvo, los
preceptos, las normas, los rituales y dogmas,
todo aquello formaba parte del hogar sagrado
al que pertenecía y, debido al aspecto aún
inmaduro de una personalidad insegura y
dependiente que necesita de la aprobación, en
este caso, de la autoridad eclesiástica para dar
cualquier paso adelante, no dudó de que las
palabras del cura solo podían ser ciertas, y
que de haber alguien equivocado, esa sería
ella. Este fue el momento en el que se
implantó una semilla en la mente de
Iluminada que no tardaría en germinar como
una mala hierba.

Hasta ahora, todo había parecido ser muy


claro y transparente, había resultado muy fácil
para ella saber lo que quería en la vida y hacia

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dónde dirigir sus pasos, siempre había sentido
que estaba en el camino correcto, sin
embargo, resultó que estaba completamente
equivocada.

Iluminada recibió la noticia como el


peor de los castigos, encerrarse en un
convento de por vida no se diferenciaba en
nada a estar encerrada en una prisión, lejos de
sus seres amados y privada de todo contacto
humano, de tal modo que se encontró con el
alma escindida, partida en dos: por un lado,
estaba el impulso de estar en contacto directo
con personas, ese instinto natural que la
movía a la acción y que, hasta entonces, la
había colmado; por otro, una conciencia
contaminada por la firme creencia de que
aquel hombre hablaba en el nombre de Dios y

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que no obedecerle tendría unas consecuencias
nefastas.

Así pues, el deseo impulsivo de lo


primero y la conciencia del deber y la
obediencia de lo segundo, sustentada por el
temor a las represalias divinas, iniciaron una
batalla campal en su interior. Esta batalla
emocional produjo en ella un gran
desequilibrio entre instinto y razón que
bloqueó y paralizó toda acción, lo que
provocó un alto nivel de estrés. La
sensibilidad malherida y su natural tendencia
reflexiva la arrastraron a una estancia
prolongada y fantasmagórica en su
imaginación. Proyectaba imágenes de un
futuro aterrador donde vivía encadenada y la
luz del sol que emana de los cuerpos amados
ya no existiría.

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En un principio, una serie de
limitaciones físicas le impidieron continuar
con su rutina de coser y visitar enfermos, las
dos actividades que hasta ese momento habían
sido el epicentro de su existencia, al mismo
tiempo, comenzó a fomentar el desapego
terrenal del amor a los suyos: no más besos, ni
caricias, ni abrazos, cuanto antes acabara con
todo eso menos sufriría después en el
convento. Ya no más amor mundano, en
adelante, solo habría espacio para el amor
celestial, un amor consumado, no con la piel,
sino con los dedos transparentes del alma.
Iluminada se preguntaba qué podrían tocar
aquellos dedos inmateriales, era difícil
imaginar la evanescencia de la materia, en
realidad, era imposible vislumbrar el amor sin
el reflejo de otra mirada, sin un gesto físico
que evidenciara su presencia y era del todo
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incapaz de comprender este extraño designio
de Dios, sin embargo, tenía muy claro que la
única opción aceptable era la obediencia.

Durante aquella época, sus padres habían


dejado el pueblo de manera forzada a causa de
la falta de trabajo del padre. Él, hasta
entonces, había sido el herrero del pueblo,
pero la modernidad hizo que este oficio ya no
fuera necesario, de modo que se trasladaron a
vivir a un piso en Aluche, un barrio humilde
de la ciudad de Madrid. Iluminada vivía con
ellos y les contó sus planes de hacerse monja,
algo que, en realidad, no les sorprendió en
absoluto, sin embargo, lo que no acabaron de
entender era la clausura, ya que su hija había
destacado desde siempre por su afán de estar
en contacto con personas que pudieran
necesitarla. A pesar de todo, apoyaron la

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decisión y en ningún momento sospecharon la
catarsis que por esta causa se estaba
produciendo en el corazón, cuerpo y mente de
Iluminada, entre otras cosas, porque la
inseguridad que dominaba su espíritu impidió
que jamás expresara abiertamente sus
sentimientos a este respecto.

Se compró tela para hacerse un hábito


con la intención de obedecer, pero en su fuero
interno, desde el instinto y la intuición, ella no
estaba en absoluto de acuerdo, y este
desacuerdo la avergonzaba profundamente, lo
que significaba que no compartiría con nadie
los motivos de su vergüenza y viviría
completamente sola este profundo y recién
estrenado dolor espiritual.

Es cierto que, hasta aquel momento, el


contacto previo más cercano que había tenido

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con el clero había sido con el cura de su
pueblo, un buen hombre con quien había
tenido largas conversaciones, alguien que
siempre había admirado y potenciado su
entrega incondicional hacia los necesitados.
En realidad, la iglesia y sus ministros no
habían sido discordantes con su instinto, pero
de pronto había aparecido este hombre
importantísimo y su decreto y con él, unas
fuertes interferencias entre su alma y su
conciencia.

Se estrenó así una nueva etapa en su vida


que prescindía de cualquier asomo de luz o
alegría. El aire se llenó de desasosiego e
incertidumbre, toda su inseguridad, timidez e
introversión irrumpieron de manera
arrolladora para empeorar aún más las cosas y
su pensamiento se fue llenando de argumentos

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encontrados, palabras, creencias, dudas, hasta
que poco a poco se fue distanciando de la
realidad.

Sea como fuere, y a pesar de haber


asumido desde la razón una vida de soledad y
clausura, el ingreso en el convento se demoró
hasta el punto de no llegar a producirse jamás.

Primero fue su cuerpo el que se resintió,


pasó cerca de dos años con múltiples
síntomas: adelgazó escandalosamente porque
apenas comía nada, se le cortó la
menstruación durante un año, vomitaba con
frecuencia, no dormía. Se hizo todo tipo de
pruebas médicas, pero nunca revelaron nada
concluyente.

Más adelante, también su mente se vio


afectada y la percepción de la realidad y su
interpretación sufrieron un cambio radical: en
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cierta ocasión, su sobrino tenía sarampión,
pero ella sabía con toda seguridad que lo que
tenía era lepra y que era ella quien se la había
contagiado; en otra ocasión, su madre tardó en
regresar a casa más de lo acostumbrado y ella
estaba convencida de que la habían
secuestrado para trata de blancas; a veces veía
los rostros de las personas con las que se
cruzaba desfigurados.

Todo lo que sucedía a su alrededor tenía


que ver directamente con ella, todo era algo
personal: los cables que veía por las calles no
estaban ahí por casualidad, estaban
conectados a ella para controlar sus
movimientos; cada vez que veía un avión
pensaba que venían a buscarla; en los
telediarios hablaban de ella y la gente en el
metro cuchicheaba y la criticaba; la policía

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rondaba las calles para vigilarla y perseguirla
por sus pecados; las palabras del sacerdote en
la homilía estaban descaradamente destinadas
a su conciencia.

En definitiva, el miedo y la culpa habían


constreñido completamente su alma y hacían
que viviera permanentemente bajo una fuerte
amenaza con un nivel de estrés excesivo y en
continuo estado de alerta.

Para Iluminada, esta nueva percepción


de la realidad era, no solo novedosa y
extremadamente inquietante y perturbadora,
sino también agotadora. Su mente escrutaba y
analizaba cada pequeña cosa que sucedía, de
algún modo, necesitaba explicarse a sí misma
el tremendo desbarajuste que se estaba
produciendo. Salía de casa con el pretexto de
visitar a alguien, pero, en realidad, lo que ella

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hacía era vagar por las calles para estar sola y
poder pensar; se sentaba en los bordillos de
las aceras y escribía, en ocasiones lanzaba al
aire los papeles donde escribía sus mensajes,
como queriendo encontrar a alguien que
pudiera rescatarla, porque se daba cuenta de
que ella sola no podía, estaba atrapada en un
laberinto mental y era del todo incapaz de
encontrar la salida. Trataba en balde de
ordenar lo que pasaba por su cabeza, una
cabeza reflexiva hasta el exceso y sembrada
de falsas creencias que no le daba tregua ni
descanso y, ni siquiera, le dejaba conciliar el
sueño.

Generalmente, los síntomas visibles de


un trastorno mental severo suelen ser tan
llamativos y, sobre todo, tan
escandalosamente extraños, incontrolables e

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impredecibles para lo que viene siendo la
“normalidad” de la conducta social que,
cuando estos aparecen, casi todos nosotros
fijamos la atención en ellos y nos nace como
una urgencia en eliminarlos, por este motivo,
muchas veces se corre el peligro de pasar de
largo del verdadero origen del conflicto, único
lugar desde donde se hace posible la
resolución de dicho conflicto.

En el caso de Iluminada, era muy visible


y evidente que había existido un antes y un
después de un hecho específico. A estas
alturas, sin embargo, la confesión con aquel
sacerdote, que fue la verdadera chispa que
desencadenó el grito, quedó invisibilizada
frente el ruido escandaloso que hacían los
aparentes desvaríos que se estaban
produciendo en ella.

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Ante el miedo y desconcierto que
generan unos síntomas incomprensibles, a
nadie se le ocurrió pensar que todo aquello
tenía un sentido, puesto que algo muy
concreto había desencadenado el caos físico y
mental de Iluminada. Nadie pensó que
aquellos síntomas eran solo una acción
protectora de su naturaleza ante una
interferencia perjudicial y que, en realidad, lo
que había que hacer era tratarlo desde esta
perspectiva y cortar de raíz el origen de la
gangrena que se estaba propagando, por el
contrario, todo el asunto fue interpretado,
como desgraciadamente sucede en
demasiados casos, como una enfermedad a la
que ella era propensa, quizás por su genética,
que había brotado de manera repentina, y la
única acción urgente que había que llevar a
cabo era eliminar, cuanto antes, aquellos
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síntomas que tanto asustan y desconciertan al
mundo en general.

Es cierto que Iluminada jamás expresó


en voz alta el dolor inconmensurable que le
habían causado las palabras del cura que la
confesó y sentenció, y no lo hizo, entre otras
cosas, porque el discurso de su juez interior,
éste que basaba todas sus sentencias en
creencias erróneas, la había declarado
culpable y ni siquiera tenía derecho a sufrir o
a pedir ayuda, sino que debía pagar por sus
faltas. Sin embargo, una escucha atenta y
empática, una mirada profunda y sagaz, no
habría tardado en asociar los hechos y en
darse cuenta de que, antes de que la palabra
“clausura” hubiera irrumpido en su vida, ella
vivía plenamente activa y estaba contenta.

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Iluminada se encontraba realmente muy
mal: delgadez extrema, caminar tambaleante y
desequilibrado, insomnio, vómitos, pesadez
en la cabeza, extrañas percepciones de la
realidad.

Como es de suponer, los padres y


hermanos sufrían inmensamente pues ella ya
no era la misma, a sus 23 años había perdido
completamente la alegría de vivir y ya no
podía coser ni visitar enfermos. En esta
situación, sólo había una cosa que ellos
pudieran hacer: ayudarla, de modo que se
dijeron “Si Iluminada está mal, habrá que
trabajar para que se ponga bien”.

De forma muy resumida, este fue el


sencillo planteamiento que se hizo la familia.
Esto, que puede parecer una gran simpleza, es
en realidad un factor muy importante que jugó

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a su favor. Tanto ella como su familia
desconocían, hasta entonces, la existencia de
la enfermedad mental; a diferencia de lo que
sucede ahora con la mayoría de nosotros, ellos
no tenían su pensamiento contaminado de
imágenes e historias truculentas, por lo tanto,
las acciones llevadas a cabo en este aspecto
eran, por encima de todo, impulsadas por el
amor hacia su hija y hermana, mucho antes
que por el miedo que podía provocar este
nuevo y desconocido territorio.

Por otro lado, la palabra “esquizofrenia”,


o lo que es lo mismo, enfermedad incurable,
condena de por vida, locura crónica, etcétera,
además de ser desconocida para ellos, jamás
fue mencionada por parte de nadie, lo que
significa que en ningún momento les fue
arrebatada la esperanza. Y no fue mencionada

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por la sencilla razón de que, durante aquella
época, el proceder del psiquiatra no exigía un
diagnóstico inmediato, ni siquiera estaban
obligados a entregar, una vez dado de alta el
paciente, un informe detallado. La prioridad
en aquel entonces no era poner nombre y
apellidos a las dolencias, sino tratarlas como
buenamente se pudiera. Todo esto hizo que la
palabra maldita, y lo que hoy en día trae
consigo, jamás ocupara un lugar preeminente
en el ánimo de ninguno de ellos.

Iluminada fue ingresada en la planta


psiquiátrica del Hospital Clínico de Madrid.
Al principio no comprendía gran cosa, estaba
tan desorientada y exhausta a nivel mental
que ni tenía noción de dónde estaba ni le
importaba. Los primeros días no le dejaron
ver a su familia, pero tampoco esto importaba,

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ya que, en el fondo, hasta resultaba un alivio
la incomunicación, pues en aquel momento no
sabía ni cómo hablarles ni qué decirles.

Poco a poco se fue dando cuenta de que


se encontraba en un hospital y estaba siendo
medicada, pero era un hospital extraño
habitado por seres igualmente extraños, vivía
rodeada de pacientes que hacían guiños,
muecas y gestos absurdos, seres de maneras
ridículas, atrofiadas y absolutamente carentes
de sentido. Definitivamente los médicos se
habían equivocado, pensó Iluminada.

Poco antes de caer enferma había estado


visitando a los leprosos de Trillo y lo único
que había sucedido era que se había
contagiado, por lo tanto, su mente le dijo que
ella no debía estar entre esos seres absurdos
del psiquiátrico y que debía ser trasladada,

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cuanto antes, a la leprosería, como tampoco
tenía ningún sentido tomar esas medicinas
sedantes que le administraban, pues no
servían para nada, de modo que, sin que nadie
la viera, se las sacaba de la boca, al fin y al
cabo, necesitaba estar bien despierta para
poder escaparse de ese lugar cuanto antes e
ingresar en el único lugar donde debía estar:
en Trillo.

En la habitación donde dormía había seis


camas vigiladas por un celador durante la
noche. Una madrugada, cuando el celador se
quedó dormido, se levantó de la cama sin
hacer ningún ruido y salió de puntillas de la
habitación, recorrió los pasillos del hospital
tratando de encontrar un uniforme de
enfermera o hábito de monja para poder
escapar. Dos monjas la encontraron en plena

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búsqueda, y ella, ingenuamente, les contó sus
planes de fuga. Como es lógico, la llevaron de
vuelta a su habitación y dieron cuenta al
doctor Álvarez de lo sucedido. Iluminada
confiaba en este médico porque, a diferencia
de la mayoría que la habían tratado, él
siempre la escuchaba y mostraba interés por
todo aquello que ella tuviera que contarle, de
modo que, en cierta ocasión, le explicó el
error que se estaba cometiendo con ella al
tenerla en ese hospital y no en el de Trillo y
que por este motivo no ingería las pastillas
que le daban.

A partir de estos hechos, el equipo


médico tomó medidas drásticas: se le cambió
y aumentó la medicación y le fue aplicado un
primer electroshock de los cinco que recibiría
en total. Al despertar, ella no recordaba

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apenas nada, pero sintió que de algún modo le
habían succionado el alma, como si hubiesen
sacado todo lo que tenía dentro y la hubieran
desnudado dejando al descubierto todos y
cada uno de sus rincones y sentía por ello una
gran vergüenza. Sin embargo, el “reseteado
cerebral” y el aumento de la medicación
habían hecho su efecto y el objetivo deseado
por parte de los médicos se había logrado:
Iluminada se volvió dócil y obediente, se
tomó todo lo que le dijeron y ya no trató más
de escapar.

Es muy llamativo el pensamiento y


proceder de Iluminada durante todo este
tránsito de dolor y enfermedad. A simple
vista, podía dar la impresión de que su
conducta era desvariada, sin embargo, una
visión simple puede llevarnos a conclusiones

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precipitadas e incompletas que podrían
confundirnos, pues, en medio de todo este
caos insano, había en ella una parte de su
naturaleza perfectamente sana y combatiente.

Los leprosos de Trillo, que podían


parecer una obsesión delirante, en realidad
representaban la última acción que su
vocación había llevado a cabo, una acción
que, de hecho, aún no había terminado, pues
todavía quedaban muchas cosas pendientes
por hacer y mucho bálsamo por entregar, aún
había que cambiar, aunque fuera levemente, la
triste realidad de aquellos seres sufrientes, por
esta razón, unos días antes de ser ingresada en
el hospital, de manera rápida e instintiva, se le
ocurrió una solución que le permitiría seguir
llevando a cabo su vocación, algo que
necesitaba tanto como el agua: una mañana

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salió a buscar por las tiendas del centro una
fuerte y áspera soga de esparto para llevarla
consigo allá donde fuera, en alguna parte
había leído que los santos sacrificaban con
cilicios sus cuerpos y ofrecían al Altísimo su
sufrimiento para favorecer a otras personas.

Así pues, Iluminada, en su habitación


del hospital, se ataba a la cintura aquella soga
de esparto con la convicción de que aquel
gesto tendría sus frutos y habría personas
beneficiándose de su sacrificio.

28 días después de haber sido ingresada


fue dada de alta. La medicación y los
electroshocks habían ayudado a que los
síntomas paranoides desaparecieran, pero no
solo habían desparecido los síntomas, también
una gran parte de sí misma parecía haberse
evaporado, había cosas y personas de su vida

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que en aquellos momentos no podía recordar,
sus propios pensamientos sanos y naturales
parecían no estar más en ella, daba la
impresión de que se los hubieran arrebatado y
se hubiesen quedado en algún cajón del
hospital.

Algo más había cambiado en su


existencia, en este caso algo muy positivo
que, sin duda, favorecería el inicio de su
restablecimiento: la supresión del miedo y el
insoportable estrés que había provocado el
inminente ingreso en el convento, esto era
algo de lo que ya estaba eximida pues ahora
ella era una enferma cuya prioridad era
recuperarse en lugar de vestir un oscuro
hábito de monja para pasarse los días orando
y haciendo dulces y se sentía, por ello, mucho
más liviana y liberada.

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Al salir del hospital y a causa de la fuerte
dosis de medicación se encontraba ausente,
lenta, aturdida, los primeros meses le costaba
un esfuerzo extremo mantener cualquier
conversación, no entendía nada de lo que
decían los demás, era incapaz de asociar ideas
y la imagen que veía reflejada en el espejo le
hacía preguntarse qué había pasado con ella,
pues aquella figura y rostro no tenían nada
que ver con la imagen que recordaba de sí
misma.

Ahora llevaba el pelo corto, tenía la cara


hinchada porque toda esa cantidad de pastillas
que tomaba la habían hecho engordar 18
kilos, y, lo peor de todo, esa mueca extraña en
la boca, ese gesto absurdo y atontado tan
parecido al de las personas del psiquiátrico
(reparemos en este detalle: la mirada

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extraviada, la expresión de estar como ida, la
extraña mueca en la boca, todos estos gestos
físicos tan visibles y particulares no
aparecieron en ella hasta que estuvo altamente
medicada y de manera continuada con
psicofármacos). Pensó que aquel ser en el
espejo no era ella y que en adelante tendría
que trabajar para hacer regresar a la verdadera
Iluminada, pues, sin duda alguna, en algún
lugar estaba.

Sus padres y hermanos, Jesús, Concha y


Demetrio, cumplieron el propósito de
ayudarla por encima de todo. Recordemos que
la supresión de toda esperanza no se había
producido, ellos eran conscientes de que algo
muy serio había sucedido y que, por este
motivo, tendrían que ser muy pacientes y
esperar lo que hiciera falta para que Iluminada

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volviera a ser la que siempre había sido. A
pesar del dolor inmenso que les producía
verla tan extraña, dedicaron todo su esfuerzo
y tiempo a amarla íntegramente, respetando
su estado, sus dolencias, sus ausencias, sus
decisiones, sin recriminaciones, ni exigencias,
ni impaciencia, ni desesperación, tratando de
agradarla con pequeñas cosas que le gustaban.

Su hermana iba a visitarla cada domingo


para preparar el chocolate que tanto le gustaba
y salir a pasear, toda la familia la animaba
para que volviera a coser, ya que era algo con
lo que siempre había disfrutado y que además
hacía muy bien, y trataban en todo momento
de colmarla de alegría con bromas y música.

Todo este bálsamo constante fue, sin


duda, más reparador que cualquier otra clase
de medicina.

48
Iluminada, convaleciente, se dejaba
hacer y al mismo tiempo, consciente del
sufrimiento que la enfermedad había generado
en sus padres y hermanos e impulsada por el
amor que sentía por ellos, se esforzaba lo
indecible para disminuir su angustia.

De modo que, a pesar de que el peso en


su cabeza no le permitía seguir el hilo de una
conversación y todavía no estaba preparada
para el mundo, ella comenzó a salir con sus
amigas con el único fin de volver a ver el
rostro sereno y complacido de sus padres y de
darles una mínima alegría a cambio de tanto
dolor y preocupación. De hecho, en cierta
ocasión, incluso aceptó la invitación de pasar
unos días de vacaciones en un pueblo de
Asturias, en la casa de la embajadora para la
que, tanto ella como su madre, habían

49
trabajado. Allí salió con chicas y chicos de su
edad, empezó a irse de fiesta, a fumar y a
beber, y sintió en el alcohol un escape
liberador a la presión de su mente, pero no
duró mucho aquella pequeña incursión en
algo que, justificadamente, podría haberse
convertido en una adicción, ya que su cuerpo
reaccionó con intolerancia, probablemente por
la cantidad de medicación que estaba tomando
durante aquellos días.

Acudía a la consulta del psiquiatra


regularmente y fue en la sala de espera donde
su radar se reactivó al ver a aquellas personas
que, como ella, padecían trastornos mentales
y sufrían por ello. Su impulso y creatividad no
tardaron en ponerse en acción, aprovechó la
circunstancia que a todos ellos les había unido
en ese lugar y en ese instante, y trató de

50
reconfortarles hablando de su propia
experiencia y de todo aquello que a ella le
ayudaba a estar un poquito mejor.

Una vez que se encontraba dentro de la


consulta, frente al doctor, le comentaba
entonces sus progresos, pero no siempre le
decía la verdad, de hecho, la noche anterior a
la cita le costaba conciliar el sueño pensando
en lo que le diría al médico al día siguiente,
pues, dependiendo del contenido de su
discurso, éste aumentaría o disminuiría la
medicación, y ella, por encima de todo, quería
dejar de tomar aquellas pastillas que, no solo
la aturdían, sino que, además, le estaban
provocando fuertes ácidos en el estómago
que, a su vez, generaban serios problemas en
su boca.

51
Avanzaban los meses e Iluminada se iba
sintiendo mejor, había recuperado su figura y
se veía más guapa, más mujer, más persona,
se había esforzado mucho para regresar a la
vida y lo estaba logrando. Las dosis de
medicación fueron disminuyendo hasta que
finalmente fue capaz de reanudar su trabajo
como modista y, poco a poco, se fue
reconectando con la vida, y, aunque aún no se
sentía con fuerzas para volver a visitar
enfermos, esto era algo que tenía colocado en
el primer plano de su horizonte y tarde o
temprano retomaría esta actividad que tanto la
había colmado y confería un profundo sentido
a su vida.

52
53
Segunda crisis

54
Tenía entonces 24 años y un anhelo
recién estrenado: en los pliegues de su falda
de vuelo habían nacido unas mariposas de
colores para hablarla de amor, intuyó
entonces la belleza de compartir la vida junto
a un hombre y de ser madre, y se preguntó si,
a pesar de la enfermedad, esto podría suceder,
al fin y al cabo, llevaba ya mucho tiempo sin
miedo ni delirio de ninguna clase. Trasladó
esta inquietud al doctor Álvarez y éste dio su
aprobación, dijo que, si las cosas iban bien en
su vida, lo sucedido anteriormente no tendría
por qué repetirse y podría llevar una vida
como la de cualquier otra mujer de su edad, y
esto incluía casarse y tener hijos.

Jamás pensó que lo que estaba por llegar


tendría una sustancia tan absoluta. Conoció a
David en un baile cuando tras varios intentos

55
infructuosos de conocer a un hombre había
decidido guardar el vestido de fiesta para
reanudar la visita a los enfermos. Aquella
última tarde de baile, justo cuando ella ya se
estaba marchando, David la invitó a bailar y
desde ese preciso instante, y durante mucho
tiempo, ya no habría más mundo que aquel
hombre bellísimo y perfecto, aquel ser
deslumbrante en todos los aspectos que, al
mirarla, había atravesado todos y cada uno de
los átomos de su cuerpo.

Iluminada y David iniciaron un noviazgo


de ensueño que tan solo duró ocho meses,
hasta que se casaron. Ya en la segunda cita,
ella le contó que hacía un tiempo había estado
muy enferma de la cabeza y que aún estaba
tomando una pequeña dosis de medicación,
pero esto a David no le afectó lo más mínimo

56
y siguió adelante con un amor solícito y
atento para colmarla de regalos, paseos,
fiestas, caricias, besos y flores.

Las mariposas entonces se multiplicaron


y encendieron a su paso todas las luces
nocturnas. Ningún verso quedaba ya por
escribir, sin duda alguna, este era el lugar
donde culminaban las canciones de amor, esta
era la tierra prometida: la contemplación del
amado, el cuerpo colmado por su piel, el
deseo consumado, ese color con el que se
estrenaba el mundo cada amanecer y que en la
noche se intensificaba, ¿cómo era posible
aquella estancia en el cielo?

Iluminada vivió su cuento de hadas


abrazada a la estrella que más brillaba en el
firmamento mientras le fue posible y, durante
un tiempo, tuvo la convicción de que no había

57
más cima que alcanzar, de alguna manera
había hecho su aparición un nuevo dios, y con
él un nuevo hogar sagrado al que pertenecer
de modo incondicional y donde, mientras este
nuevo dios-marido la amara, siempre estaría a
salvo.

A nivel emocional todo era intenso en


ella, de modo que, en lo que se refiere al amor
pasional, toda esa intensidad, toda esa fijación
en el ser amado alrededor del cual orbitaba,
hizo que se olvidara de sí misma hasta el
peligroso punto de anularse y, desde su
enajenado y dependiente amor, con entrega y
sumisión, acató todo lo que le fue impuesto.

Anularse a uno mismo significa borrarse,


dejar de existir en gran medida, y lo malo es
que no te borras del todo, que hay una parte
de ti que sigue existiendo y que es puro vacío

58
y soledad, un vacío profundo que duele, y una
soledad de ti mismo que, poco a poco, te
mata.

Puede suceder que cuando “amamos”


tanto como Iluminada amaba a su marido,
tengamos la falsa creencia de que es un amor
inmortal y poderoso, y que todas las renuncias
en su favor siempre valen la pena. No importa
que ese amor te exija olvidarte de quién eres y
de las cosas que te gustan, incluso tampoco
importa que, en ocasiones, tu sensibilidad se
vea malherida si el otro queda complacido.
Todo lo aceptas y lo perdonas hasta el punto
de que un mal día, de pronto, te despiertas y
ya no puedes sonreír porque resulta que todo
eso que estabas haciendo no lo impulsaba ese
sublime amor, sino la inseguridad, el miedo a
perder a la persona amada o a las

59
consecuencias de no hacer lo que se esperaba
de ti. En realidad, el miedo más ancestral y
común a todo ser humano: el de no ser amado
y aceptado.

Anularse a uno mismo es, por lo tanto,


un error inconsciente y fatal que trasgrede la
primera ley de la Naturaleza que a todos se
nos impone al llegar al mundo: la de estar
vivo, y puede ser, por este motivo, un
detonante para la caída en picado de nuestra
salud emocional y mental.

Y esto fue exactamente lo que le sucedió


a Iluminada.

David era un buen hombre que se casó


con ella profundamente enamorado, pero
además de amor y bondad, él arrastraba
consigo una fuerte influencia materna y una
educación patriarcal que ejercieron un poder
60
muy negativo sobre la idílica relación de la
pareja.

A Iluminada se le prohibió volver a


trabajar como modista, nunca más volvería a
coser mientras David ganara lo suficiente para
mantener la economía familiar y con esto se
vio privada de un canal muy necesario a
través del cual solía derramar su creatividad y
ejercer su habilidad con las manos. Hay que
añadir que su acción creadora y vocacional en
favor de los necesitados estaba en este
momento eclipsada por este amor arrollador y
aparentemente absoluto. A partir de ahora,
solo le estaría permitido dedicarse, casi
exclusivamente, a las tareas de su hogar.

Iluminada aceptó las reglas de esta nueva


vida del mismo modo que en su día había
acatado las normas de la Iglesia, y no se
61
planteó siquiera la posibilidad de contradecir
las palabras y deseos de su marido. Desde el
principio de su matrimonio tuvo muy claro
que por nada del mundo haría algo que
pudiera alejarle de ella y asumió que su papel
en esta historia era, principalmente, el de
complacerle y obedecerle, tenerle siempre
conforme y contento y, desde luego, iba a
merecer la pena todo intento y sacrificio si
con ello conseguía ser amada por el único
dios que ahora importaba.

Existe, además, otro factor determinante


que, de algún modo, la catapultó en una nueva
recaída de la enfermedad mental: la relación
con su suegra. La madre de David era una
mujer víctima de sus propios miedos e
inseguridades y le costaba aceptar que los
ojos de su hijo se posaran con devoción sobre

62
otra mujer que no fuera ella, lo que significó
una dura y constante crítica hacia todo aquello
que hiciera o dejara de hacer. En cierta
ocasión, Iluminada intentó expresar a David
su descontento en este sentido, pero él no
reaccionó bien y ella no tardó en darse cuenta
de que expresar sus sentimientos respecto a
esto solo conseguiría que él se alejara de ella.

La sola idea de que esto sucediera la


aterrorizaba de tal manera que jamás se
atrevió a decir, ni a David ni a nadie, el
profundo dolor que le causaba no ser aceptada
por esta mujer y hasta qué punto le estaba
afectando el rechazo, muy al contrario, trató,
no solo de agradarla y complacerla, sino
también, de ocultarse a sí misma su propio
sufrimiento pretendiendo que no existían
afrentas, que todo estaba bien y que podía

63
adaptarse y renunciar a todo aquello que
hiciera falta con tal de poder permanecer para
siempre al lado de su gran y definitivo amor.

Creía de verdad que todos los intentos y


renuncias valdrían la pena y quiso aferrarse a
su estrella sin atisbar en ningún momento las
consecuencias de esta insana e incondicional
entrega y concesión de su esencia más íntima
y profunda.

Vinieron tiempos muy complicados, a


causa de una fuerte lesión en la pierna que
había brotado de manera espontánea y exigía
mucho reposo, el embarazo de su primera
hija, Ana, fue extremadamente duro. Dormía
poco y mal y se alimentaba sin ganas, a su
madre le habían detectado un cáncer, su
suegra se convirtió en un juez implacable.
Así, desde la insana renuncia de sí misma y el

64
consiguiente aumento del sentimiento de
culpabilidad que se estaba gestando en ella,
poco a poco, el miedo y una extrema
inseguridad se fueron instalando de nuevo en
su corazón para convertirse en el motor que
impulsaría sus acciones en adelante hasta
llegar a gobernar completamente su vida.

Y del mismo modo que sucedió tiempo


atrás, también esta vez fue arrasada por un
continuo sobreesfuerzo mental nutrido de
ideas, argumentos, palabras, conceptos,
creencias que se enfrentaban en una nueva
batalla campal contra los sentimientos e
impulsos naturales, batalla que, una vez más,
la obligó a pasar un tiempo insano y excesivo
en su mente, y al mismo tiempo generó una
continua tensión y estrés por aparentar
públicamente que todo estaba bien.

65
Así pues, este ambiente fue el caldo de
cultivo para una nueva recaída de la
enfermedad mental cuyos tentáculos, aún
invisibles, estaban empezando a germinar.

Iluminada dio a luz a su hija y por muy


breve espacio de tiempo se vio colmada de
una nueva alegría, una felicidad brillante y
fugaz cuya estela no tardaría en desaparecer.
Poco después se quedó embarazada de nuevo,
pero la ilusión por el nacimiento de su hijo
David quedó completamente eclipsada ante el
deterioro de su propia madre, cuyo cáncer ya
la estaba devorando. Cada día de los últimos
tres meses de su embarazo, Iluminada estuvo
cuidando a su madre y viendo cómo la vida se
iba llevando trocitos de esa mujer amada que
yacía en la cama, ese montón de huesos de
amor que aún respiraban, y había que besar

66
esos huesos, había que colmar aquella piel
desvanecida y poner los dedos en el centro de
su corazón.

Aún no había tiempo para la locura, las


voces y los fantasmas tendrían que esperar
hasta el último suspiro de la mujer más
hermosa, su madre.

El día 17 de mayo nació su hijo David y


el día 19 su madre falleció. La vida y la
muerte se encontraron frente a frente y se
fusionaron casi en el mismo instante. Dos de
las experiencias vitales más extremas fueron
vividas a la vez por Iluminada, su naturaleza
entonces rompió la tregua que, hasta ese
momento, aún tenía amordazada y contenida a
la sombra enajenada y decidió que había
llegado la hora de apagar la luz de todas las
cosas.

67
Tras la muerte de su madre, el cerebro de
Iluminada reaccionó y en un acceso de
agotamiento extremo, sin pedir permiso a su
voluntad, dijo “basta ya”. Un cura derramaba
el agua bautismal sobre la frente de su hijo,
mientras ella rompía a reír y a llorar de
manera indistinta y descontrolada, como el
reflejo involuntario de la vida y la muerte
recién experimentados en su ánimo. Nadie, ni
siquiera ella misma, comprendía esta extraña
e inoportuna conducta, a la que se sumaba una
absoluta dejadez y despreocupación por las
cosas del mundo, incluidos sus dos hijos.

Iluminada se encontraba en plena


escisión interior, su cuerpo y su mente habían
dejado de caminar juntos de la mano,
exactamente igual a como había sucedido la
vez anterior, sin embargo, en esta ocasión

68
convertirse en una persona enferma no iba a
liberarla de ninguna prisión, tal y como había
supuesto en su día el ingreso en el convento,
esta vez tenía dos hijos y su instinto materno
no iba a permitir tan fácilmente que se
apagara del todo el botón de su voluntad.

Así pues, se inició un durísimo viaje a


caballo entre la conciencia y la inconsciencia,
entre la realidad de una vida que no se podía
tocar con los dedos ni respirarla y la intuición
de una vida mejor, entre el deseo de atrapar la
vida y el de abandonarla de una vez y para
siempre, una solitaria y estremecedora agonía
donde hasta el mismo Dios se ausentaba y, a
veces, sólo a veces, reconocía en el
Crucificado a su viejo amigo de la infancia,
con quien ahora compartía idénticas lágrimas.

69
Por su parte, para David, la incursión en
la enfermedad mental suponía un novedoso e
inquietante paisaje muy difícil de transitar, no
sabía cómo gestionar tanta extrañeza en la
conducta de su mujer, toda esa ausencia que,
entre otras cosas, la incapacitaba para atender
debidamente a sus hijos, razón por la cual la
envió junto a los niños a vivir durante una
temporada con sus padres en Barcelona con la
esperanza de que ellos pudieran manejar
mejor la situación, y confiando, quizás, en que
un cambio de aires podría hacer que
Iluminada recobrara un espíritu que parecía
haber emigrado de su cuerpo.

Estaba lejos de su casa, de su padre, de


sus hermanos, en una ciudad nueva y extraña,
en un hogar hostil. Poco antes de marchar a
Barcelona, el psiquiatra le había dado una

70
nueva medicación muy fuerte cuyos efectos, o
al menos así lo percibía ella, hacían que viera
los rostros de las personas aterradoramente
desfigurados.

El miedo era de tal magnitud que,


durante la noche, las campanadas de la
Sagrada Familia sonaban a todas horas para
recordarle lo asustada que estaba. En su
pensamiento se agolpaban de manera ingente
toda clase de ideas e imágenes confusas de las
que necesitaba desprenderse, como arañas
recorriendo los túneles de su cerebro y, por
esta razón, escribía incesantemente tratando
de sacar todo aquel torbellino de ideas y
palabras que le impedían descansar ni apreciar
ninguna clase de belleza.

Necesitaba ayuda, alguien que la salvara


de aquella dolorosa sombra. Del mismo modo

71
que la primera vez había lanzado al viento sus
gritos de auxilio escritos en pequeños papeles,
esta vez vagaba por las calles de la ciudad
hasta llegar al rompeolas y esperar al ilusorio
marinero que había de regresar en un barco
para rescatarla.

Quizás hubiera sido bueno que la


fantasía de Iluminada se hubiera hecho
realidad y que una tarde se hubiera acercado
por fin el marinero para, sencillamente,
decirle que no había nada que temer, que todo
lo que estaba pasando en su mente era tan
solo fruto del exceso de miedo; hubiera sido
bueno que el sabio marinero se hubiese
quedado un largo rato junto a ella, sonriente y
sereno, para hacerla sentir que había alguien
en el mundo que no se asustaba de sus
rarezas, alguien que sabía que, únicamente,

72
eran reacciones de su naturaleza buscando
protección y luchando por su supervivencia,
alguien que, en definitiva, pudiera
acompañarla en el viaje oscuro del alma para
que ella dejara de sentirse tan peligrosa y
mortalmente sola.

Y es que el aislamiento y la consecuente


soledad en la que viven la mayoría de las
personas que padecen un severo trastorno
mental no es algo caprichoso ni voluntario,
tan solo es el resultado de una lúcida
conciencia que percibe, casi físicamente, el
miedo ajeno, un miedo que no hace sino
multiplicar el propio miedo. Es como si a un
ser envenenado le diéramos más veneno.
Muchas veces fingen y se ocultan, entre otras
cosas, porque no quieren asustarnos, temen
nuestro miedo y por esta razón se quedan muy

73
solos (“De lo que tengo miedo es de tu
miedo”. William Shakespeare).

Sería bueno para todos, en general, que


nos enseñaran a convivir con la extrañeza,
desde la aceptación de que, sea lo que sea lo
que está sucediendo, y aunque no podamos
comprenderlo ni controlarlo, debe de tener
algún sentido, pues siempre lo tiene, y que, en
realidad, no hay nada que temer. De este
modo, nos sería más fácil ayudar a lavar el
estómago de cualquier envenenado.

Como era de esperar, los padres de


David no se hicieron con la situación y éste se
vio obligado a llevar a su familia de vuelta a
Madrid. Durante el camino tuvo que escuchar
por parte de Iluminada toda clase de
sinsentidos que dejaron a David sumido en un
gran desconcierto y a merced del pánico;

74
comprendió que la mujer de la que se había
enamorado se estaba marchando, ya que aquel
ser que tenía junto a sí era completamente
extraño a sus ojos.

David, vulnerable y presa del miedo,


estaba lejos de imaginar que ella seguía donde
siempre había estado y que estaba luchando
justo ahí adentro, en ese cuerpo amado cuyo
acceso a su alma le había sido vetado por
alguna razón enigmática y aparentemente
perversa.

Aún con todo, Iluminada se quedó


embarazada de su tercer hijo, Jose. En aquel
momento había en ella muchos síntomas de la
enfermedad mental y estaba siendo por ello
altamente medicada, por esta razón temía que
su hijo naciera mal o que ni siquiera llegara a
nacer, y sus temores, de hecho, se vieron

75
confirmados una vez que el niño nació, ya que
su frágil vida era un hilo casi inmaterial a
punto de romperse y tuvo que permanecer
durante dos meses en la incubadora, luchando
entre la vida y la muerte. Como secuela, tuvo
una parálisis braquial que requería una
atención continuada, y David, al ver el estado
en el que se encontraba Iluminada, decidió
llevar al pequeño a Barcelona para que sus
padres se hicieran cargo de su cuidado. Allí
permaneció durante un año, hasta que la
propia y siempre consciente Iluminada
suplicó que le trajeran de vuelta para que no
creciera separado de sus hermanos.

Iluminada vivió la primera infancia de


sus hijos mordida por el aire. Por más que ella
estirase los brazos para tocarles, sus hijos eran
tan solo tres rayitos de ternura que sus dedos

76
apenas podían alcanzar y los besos que les
daba se le caían de los labios antes de llegar a
sus mejillas.

Unas voces en su cabeza empezaron a


llamarla por su nombre y le decían “ven”, y
ella iba para encontrar nada más que el vacío
de un fantasma. De nuevo, el mundo entero se
ocupaba de vigilarla, ahora vivía en una
bonita casa con jardín y piscina en un pueblo
de las afueras de Madrid donde sus habitantes
se reunían en la Iglesia para decir, todos
juntos y en voz muy alta, su nombre y sus
faltas: “Iluminada, lo hemos visto todo,
sabemos lo que piensas y lo que haces, y no
está bien. Iluminada, ven.”

De alguna manera inexplicable, toda


aquella gente veía todos sus movimientos y,
lo peor de todo, podían verla desnuda cuando

77
se duchaba; por otra parte, tenía la convicción
de que todo el mundo, incluida su suegra,
creía que era una prostituta porque en su
subconsciente se había quedado a vivir una
impresión recibida años atrás: una noche,
mientras esperaba sola en la calle a sus
padres, un hombre se había acercado y le
había preguntado cuánto cobraba por su sexo,
algo que en aquel momento causó un fuerte
impacto en su sensibilidad y que ahora había
tomado forma.

El peso de su pensamiento era tan


excesivo que tenía que aligerarlo como fuera
para poder soportar la incomprensible
condena que estaba padeciendo, de modo que,
en ocasiones, se iba a la planta baja de la casa
para llorar y gritar, tratando con ello de vaciar
su angustia y emulando, de algún modo, el

78
extremo padecer de santa Teresa de Jesús, un
personaje que en aquel momento la tenía
obsesionada y cuyo dolor identificaba como
propio. También, había veces en las que tenía
que gritar muy fuerte a sus hijos para callar
las voces de su cabeza, unas voces canallas
que le hablaban con crueldad de todo tipo de
suposiciones y sospechas sobre continuas
infidelidades de su marido, así como frases
lapidarias que la condenaban por todos y cada
uno de sus actos infames e irresponsables.

Hay que añadir que no todos los delirios


se presentaron siempre aterradores, durante
algún tiempo, Iluminada fue una princesa
agasajada para la que ondeaban a su paso
todas las banderas y en las tiendas podía
disponer de todas las cosas que deseara, pues
estaban ahí expuestas para su deleite y

79
complacencia. Pero esto último solo eran
lapsus del tránsito mental, la mayor parte del
tiempo lo pasó anclada entre una dolorosa
vida imaginaria y una imposible, inalcanzable
y aún más dolorosa realidad.

Ella se daba perfecta cuenta de todo,


pero no podía hacer nada por evitarlo. Veía,
por ejemplo, que su hija iba al colegio con un
calcetín de cada color, y sabía que aquello no
estaba bien, pero el colapso mental era de tal
magnitud que no podía tomar ninguna acción
al respecto.

La vida parecía empeñada en no querer


pararse, los días exigían ritmo y atención, y
debía levantarse de la cama cada mañana para
hacerse con un hogar que no era capaz de
habitar, debía hacer algo tan difícil como
vestirse, o colocar en su lugar la ropa que

80
planchaba, o regresar a casa cuando salía. Su
hijo David apenas comía nada y al pequeño,
Jose, había que ayudarle a recuperar la
movilidad; por su parte, Ana, la mayor, era
consciente de que su madre estaba mal y que
su padre sufría en exceso, el gran
desequilibrio de fuerzas que gobernaba su
casa hacía estallar a la niña en accesos de
cólera fruto de la pura impotencia que le
provocaba ver, casi físicamente, cómo el
abrazo y el consuelo de su madre trataban de
alcanzarla para no llegar jamás.

No obstante, Iluminada sabía que tenía


que salvar la vida de sus hijos y agarraba
como podía sus manitas, pero también veía
cómo estas se le escurrían entre los dedos.

Alguien había colocado plomo en sus


doloridos miembros y ella tenía plena

81
conciencia de que cada día perdía una batalla
y que la adversidad había sido más fuerte que
su voluntad y sus ganas, como también era
consciente de que el gran amor de su vida se
estaba marchando, pues el plomo que ella
arrastraba consigo estaba aplastando, al
mismo tiempo, el corazón de su amado.

A pesar de saber que esto último estaba


sucediendo, Iluminada se negaba
rotundamente a que ocurriera e intentaba con
todas sus fuerzas seguir aferrada a su estrella,
no concebía estar en la vida de otro modo que
no fuera al lado de David, entre otras cosas,
porque había llegado a desarrollar una gran e
insana dependencia respecto a él y la sola idea
de imaginarse su vida lejos de David suponía
el mayor desamparo imaginable, el abismo,

82
por lo que luchaba permanentemente para
evitar que algo así pudiera suceder algún día.

Durante todo este calvario, siempre


estaba presente la sempiterna y solitaria
súplica: “ayuda, por favor, que alguien me
ayude a salir de todo esto, que alguien me
coja de la mano y me saque de este laberinto
de incertidumbre y sufrimiento, mis hijos me
están buscando y no pueden encontrarme, no
pueden alcanzar mi piel. Ayuda, por
favor…”.

David se encontraba en el límite de sus


fuerzas y era presa, no solo de un miedo
paralizador, sino también de la más absoluta
desesperación, él no podía siquiera vislumbrar
esta súplica que subyacía en cada uno de los
gestos de Iluminada, y lo único que tenía a su
alcance para tratar de acabar con esta

83
insoportable situación era llevarla a los
mejores médicos, pero tampoco ellos fueron
capaces de hacer gran cosa, ninguno de los
psiquiatras que la trató pudo agarrar la
suplicante mano y tirar fuerte en contra de la
enfermedad, ya que su proceder casi siempre
consistía, únicamente, en pasar de la
administración de un medicamento a otro, a
ver si, por casualidad, daban con alguno que
ayudara a normalizar esta existencia
sumamente alterada, pero pocas veces se
paraban a escuchar hondamente la anhelante
súplica.

En Iluminada siempre habitó la lúcida


idea de que la vida no podía limitarse a todo
este trance de enfermedad, a todo este dolor, y
que aquello debía tener algún sentido, aunque
en este momento no tuviera la más remota

84
noción de cuál podría ser. De algún modo, a
pesar de no ser siquiera capaz de ponerle a su
hija dos calcetines iguales, en el fondo de su
pensamiento encontraba absurdo el hecho de
venir al mundo con el único fin de sufrir
como un condenado, no tenía ninguna razón
de ser nacer y conservar la capacidad de amar
para estar enterrada en vida con todas y cada
una de las células del alma estériles y
doloridas. Pensaba que, quizás, con todo ese
sufrimiento algún día se podría hacer algo
bueno, como si el mismo éter tuviera el poder
de transformar el gusano del dolor en una
bella mariposa.

Esta clase de intuiciones y pensamientos


lúcidos hacía que, por momentos, recuperase
la ilusión y la esperanza en el advenimiento
de días mejores, por muy pedregoso y difícil

85
que se presentara el camino que estaba
transitando, y, al mismo tiempo, la refrenaban
para no caer en la más absoluta desesperación.

Por otra parte, a ella le habría encantado


poder confiar plenamente en la medicina, pero
su experiencia le había demostrado que, en
este aspecto, la ciencia médica estaba algo
desorientada. Era muy consciente del
desconocimiento por parte de los médicos de
su dolencia y tratamiento, incluso en cierta
ocasión le preguntó abiertamente a uno de los
psiquiatras que la trataba si las medicinas que
le daban eran prescritas un poco al azar, a ver
si con alguna había suerte y sonaba la flauta,
algo que el médico, por su parte, no pudo
negar. De manera que por cuenta propia
decidió anotar en un cuaderno todos y cada
uno de los síntomas y efectos que cada nuevo

86
medicamento provocaba en ella con el único
fin de arrojar algo de luz sobre las ciegas
lagunas del médico para que éste pudiera
ayudar mejor, no sólo a ella, sino a todos los
pacientes que se encontraban en su misma
situación.

Este tipo de gestos eran muy frecuentes


en ella y solían darse cuando se trataba de
ayudar a otras personas, mucho más que de
ayudarse a sí misma con plena conciencia,
algo de lo que era del todo incapaz. Parecía
como si ese férreo don no pudiera
abandonarla nunca, y el feroz instinto que la
empujaba hacia los necesitados prevaleciera
con fortaleza frente a todo lo demás en
muchos casos.

Y es que, en aquel momento, un ser


necesitado podía ser cualquier persona que se

87
cruzara en su camino, desde una mujer
anciana cargada con bolsas hasta un hombre
incómodo en el autobús. Podía andar perdida
por la ciudad y vagando errante sin saber
cómo regresar a su casa pero, si se encontraba
con alguien en el más mínimo apuro,
recobraba de pronto todo su centro y su
cordura y no dudaba en socorrerle, aunque
después siguiera sin tener la más mínima idea
de dónde se encontraba; cuando caminaba por
la calle, por ejemplo, recogía las colillas que
veía en el suelo para aligerar el trabajo de los
barrenderos urbanos; en su casa se arrodillaba
para limpiar la alfombra y ahorrarle a la mujer
que trabajaba para ella esta incómoda tarea; al
jardinero le dejaba algo de dinero escondido
entre las flores de una maceta, pues pensaba
que aquel buen hombre padecía apuros
económicos.
88
Hay, además, un par de gestos muy
significativos que reflejan su acusada empatía
y la fuerte necesidad de hacer algo con ella:
durante uno de sus ingresos en el hospital
compartía habitación con una mujer que se
encontraba en estado de absoluta ausencia
vital y era incapaz de hacer cualquier cosa. El
día que a Iluminada le dieron el alta, al
despedirse de su compañera se dejó olvidado
el abrigo intencionadamente sobre la cama,
con la esperanza de que aquella mujer se diera
cuenta, despertara de su letargo y reaccionara,
como de hecho así ocurrió, ya que cuando
Iluminada estaba en el pasillo, la mujer salió
de su estado de total mutismo y ausencia y,
desde la puerta, sonriente y con el abrigo en la
mano, la llamó por su nombre para decirle
que se le olvidaba.

89
En otra ocasión, paseaba con su hijo por
la calle, estaban en un paso de cebra junto a
un hombre en silla de ruedas al que le costaba
un gran esfuerzo avanzar, de manera que dejó
que el hombre les adelantara el paso a
propósito y en voz alta, para que éste la oyera,
le dijo a su hijo: “¡mira, este hombre con la
silla nos ha adelantado!”, como tratando con
este gesto de hacerle sentir capaz de avanzar a
pesar de su limitación.

Iluminada siempre, hasta en los


momentos más oscuros y difíciles, tuvo activa
su acción creadora en favor de los
necesitados, y, de algún modo inconsciente,
esta acción daba un sentido a su vida.

Este fuerte instinto con el que había


nacido no llegó a abandonarla prácticamente
nunca y, aunque no siempre lo lograra, en

90
todo momento trató de darle un destino, una
razón de ser, un lugar concreto donde
depositar esa cosa llamada amor y que era
más grande y trascendente que ella misma.

Sin embargo, todo tiene un límite y


parece que, a pesar de todo este poderoso
instinto natural, la lágrima eterna, tarde o
temprano, había de llegar.

Sucedió cuando todo ese amor que la


ocupaba no tuvo ya la opción de ser
derramado. Su hijo David estaba siendo
tratado por un psicólogo porque tenía serios
problemas alimenticios. En cierta ocasión,
mientras estaban en la sala de espera,
Iluminada vio a todos aquellos niños que, por
diferentes causas, estaban sufriendo. Como
era habitual en ella, sintió las punzadas de su
dolor como propio y trató de hacer algo por

91
ellos, tal y como había hecho siempre: un
juego, una sonrisa, cualquier cosa que
eximiera a aquellos niños de su sufrimiento y,
al mismo tiempo, liberarse del propio. Pero
esta vez, ni su cabeza ni sus manos
respondieron al impulso del corazón y cayó
en un estado de gran impotencia y frustración.

A partir de este momento, Iluminada


comenzó a llorar y permaneció en ese estado
durante 13 meses. Lloraba cada lágrima ajena,
cada pequeño alfiler que atravesara cualquier
alma traspasaba profundamente también la
suya propia, además, ahora ya conocía de
primera mano lo que era el auténtico
sufrimiento y pensaba que todos sufrían tanto
como lo hacía ella.

Se sentaba sobre el borde de la bañera


mientras la llenaba y miraba hacia la ventana,

92
de pronto aparecía frente a sus ojos, como un
espectro, aquella joven epiléptica que había
conocido, Iluminada lloraba; la mujer que
trabajaba limpiando en su casa echaba de
menos a sus padres porque estaban lejos,
Iluminada lloraba; una mujer en el autobús
comentaba a otra que su hijo estaba enfermo,
Iluminada lloraba; en África la gente moría de
hambre, Iluminada lloraba.

El inconmensurable dolor del mundo,


todo este paisaje desolador que suponía el
sufrimiento universal, se condensó por entero
en su propio ser y no había forma de
aligerarlo, su cabeza ya no le permitía
ninguna acción creadora que lo contrarrestara
y de lo único de lo que disponía era su llanto,
unas lágrimas estériles que no consolaban a
nadie, sino todo lo contrario, y ella sabía que

93
si sus lágrimas no servían para envolver una
única lágrima ajena, entonces no servían para
absolutamente nada, y esto sí que privaba a la
vida de todo su sentido.

Cabe pensar que todo ese llanto no fuera


más que la respuesta de una naturaleza que, a
causa de sus miedos e inseguridades, llevaba
demasiado tiempo viviendo en contra de sí
misma y había llegado al límite, pues no hay
peor ausencia ni mayor duelo que la pérdida
del ser más necesario y amado: uno mismo.

Durante todo este tiempo acudía


semanalmente a un psiquiatra y a una
psicóloga, pero en la consulta se limitaba a
estar callada y observar los cuadros que
estaban colgados en las paredes, en cualquier
caso ¿qué podía contarles? Si les decía que no
paraba de llorar, que escuchaba las voces de

94
todo el pueblo reunido en la Iglesia gritando
su nombre a la vez, que no sabía dónde
colocar la ropa que planchaba o que su marido
tenía una hija con otra mujer, sin dudarlo un
segundo, el psiquiatra aumentaría aún más la
dosis de medicación y ¿para qué tomar más
esas pastillas que no la ayudaban en nada?
Con ellas los síntomas delirantes no
desaparecían ni tampoco lograban aligerar el
sufrimiento, por el contrario, la hacían sufrir
aún más porque sentía que aquellas cosas que
ingería la estaban anulando y arrebatando su
creatividad y esencia, además del tremendo
cansancio que suponía levantarse cada
mañana, todo ese peso en la cabeza que
ralentizaba sus movimientos y la agotaba
hasta el extremo desde el primer suspiro del
alba.

95
Ella era muy consciente de que no podía
salir sola de este estado y que necesitaba
ayuda urgentemente, se sentía del todo
incapacitada para las tareas cotidianas de su
vida y suplicaba un ingreso, quería estar en el
hospital para no tener que hacer siquiera el
esfuerzo sobrehumano que suponía levantarse
de la cama, o vestirse, o cocinar cualquier
cosa.

No le importaba en absoluto todo lo que


quisieran hacer con ella, que la ataran, que le
pusieran fuertes inyecciones, que le hicieran
curas de sueño, electroshock, ella estaba
dispuesta a cualquier cosa antes que tener que
seguir respirando cada día sola e imploraba
ser atendida y cuidada de alguna manera que
no fuera únicamente con aquellas pastillas

96
que, hasta ahora, no parecían servirle para
gran cosa.

Aunque bien mirado ¿por qué no


utilizarlas a su favor? ¿Y si cogiera un buen
montón de ellas y las transformara en el más
fuerte grito de socorro? ¿Entenderían todos,
de este modo, que ella ya no podía más con la
vida?

Tomar una sobredosis de medicación


era, sin duda, una acción arriesgada, pero era
un riesgo que había que asumir si no quería
permanecer indefinidamente en ese estado
que no solo la estaba destruyendo a ella, sino
también, y, sobre todo, a sus hijos y a David.
De manera que un día se armó de valor y
tomó sus 20 pastillas de golpe, aunque lo
único que logró fue que le hicieran un lavado
de estómago y la mandaran de regreso a casa.

97
Así pues, fue necesario un segundo intento
para que la dejaran ingresada.

Por fin, después de mucho tiempo


implorando, se encontraba entregada a los
cuidados de unas monjas delicadas, solícitas y
atentas en la clínica San Miguel, un centro de
recuperación mental muy elitista al que había
tenido acceso gracias al seguro médico del
trabajo de David.

Obediente, cansada, entregada, con una


disposición y actitud impecable,
despreocupada de las imposibles tareas
rutinarias de su vida doméstica, sin tener que
soportar la presencia física de la infelicidad
constante en los ojos de su marido y sus hijos,
sin tener que escuchar los juicios de su suegra
y los comentarios y las miradas asustadas de
unos y de otros, Iluminada permaneció

98
ingresada un total de 20 días que supusieron
un retiro para su alma.

En esto jugó un papel muy importante el


buen trato, el respeto y el cariño con el que
fue atendida en todo momento por parte del
personal de la clínica, lo cual le permitió vivir
una pequeña tregua en el pulso de su corazón
que hizo que, por primera vez desde hacía
mucho tiempo, vislumbrara en el horizonte
los colores de la vida y se sintiera levemente
capaz de intuir la alegría.

A pesar de todo, la recién nacida


esperanza no tardaría mucho en desvanecerse,
en vano trató de cerrar las rendijas por donde
pudiera colarse el desánimo, ya que pocos
días después de regresar a casa, escuchó una
conversación entre su hermana Concha y

99
David en el que éste decía que ya no
soportaba más la situación, y se marchaba.

Escuchar aquello supuso un impacto


devastador para Iluminada, su dios la
repudiaba ¿Dónde estaba el sentido de su
respiración? ¿Cómo iba a asumir aquello que
tanto había estado temiendo desde hacía
mucho tiempo? Ahora ya no tenían ninguna
razón de existir los intentos de vida ni las
pequeñas conquistas que pudieran devolverla
a su ser, de alguna manera, durante el tiempo
que habían estado juntos, Iluminada había
seguido aferrándose con los dedos a su
estrella, pero ahora sabía que debía soltarse y
dejarse caer para habitar, en adelante, una
existencia imposible que a sus ojos se
presentaba como abismal y carente de luz.

100
El principio del fin

Habían pasado cerca de diez años desde


la recaída de su dolencia anímica y el
consiguiente trastorno mental, años tratando
en vano de ser quien no era, arrasada por
continuas amenazas y temores, subiendo y
bajando, años de soledad luchando por David,
por sus hijos, por su suegra, años de tensión al
filo de lo imposible, pero las circunstancias
obligaron a Iluminada a abandonar su cruzada
y, por primera vez desde que todo comenzara,
germinó en ella la idea y el fuerte deseo de
101
morir, cayendo en un estado absoluto de
incapacidad, razón por la cual tuvo que ser
nuevamente ingresada.

Encerrada en su habitación, sin querer ni


poder comprender ya nada y entregada sin
restricciones al profundo dolor de su pérdida,
Iluminada se despreocupó por todo lo que
implicara la palabra vida, ya que ésta había
perdido toda su sustancia y el mundo no
parecía ser un buen lugar donde quedarse.

Permanecería en la clínica San Miguel


durante nueve meses, tiempo más que de
sobra para que la amorosa Naturaleza pudiera
obrar a su favor a partir de la aceptación
fundamental (que hasta ahora no se había
producido) de que aquello por lo que había
estado luchando tocaba a su fin y había

102
llegado el momento de rendirse ante las
evidencias de la realidad.

En la clínica tenía una habitación para


ella sola y disponía de libertad para, salvo las
horas de las comidas, hacer a lo largo del día
lo que ella quisiera. Durante los primeros días
no quiso saber nada de nadie, fumar un
cigarrillo tras otro y rumiar su desgracia a
todas horas era toda su ocupación.

Es cierto que Iluminada había perdido la


voluntad de vivir, pero para ella había todo un
equipo de rescate empeñado en devolvérselo,
un equipo dotado de la herramienta más
eficaz y poderosa: el amor y la aceptación, el
de su padre y hermanos, por un lado, y el del
personal vocacional de la clínica por el otro,
un amor sustentado en todo momento, y por

103
todas las partes, por la esperanza de una vida
plena de salud.

Tanto su padre como sus hermanos la


visitaban con mucha frecuencia, unas visitas
preñadas de aliento que siempre la
reconfortaban; por otra parte, el personal se
ocupaba a conciencia de orientar sus pasos en
todo momento hacia la más que posible
recuperación de su salud mental, tanto con sus
palabras como con sus acciones. Con
paciencia, cariño y suma delicadeza
respetaron su ritmo, su duelo, su singularidad,
su particular manera de atravesar el tránsito
de su sufrimiento, y entre unos y otros
lograron que, poco a poco, su mirada
empezara a ir más allá del centro de su
miseria.

104
En aquel momento las cosas en sí
mismas carecían de todo significado para
Iluminada, pero en ella seguía viviendo un
amor latente que hacía que no perdiera de
vista a aquellos que la rodeaban. Se daba
cuenta y valoraba el esfuerzo continuo que
hacían tanto su padre como sus tres hermanos
por ayudarla, como también valoraba la
dedicación y el cariño de las monjas.

Es cierto que no podía hacer gran cosa


por ellos, pero sí estaba en su mano devolver
algo de todo aquel esfuerzo, y lo hacía
tratando de no defraudarles con su pasividad y
desinterés. De manera que, a pesar de su
desmotivación y, una vez más, movida
únicamente desde la gratitud y el amor
presente que tenía a su alcance, poco a poco
se fue integrando en la cotidianidad de los

105
días y saliendo de su aislamiento. Comenzó a
hablar con otras pacientes y emprendió
pequeñas labores artesanales con las que
pasaba gran parte de su tiempo.

Iluminada se dejaba acariciar por la


amabilidad y bondad de unos y de otros, se
sentía a salvo y segura, tenía además un
hermoso jardín por donde pasear y sentarse
bajo el cálido sol y una capilla a su
disposición donde poder contemplar la
imagen crucificada de su viejo amigo.

Así, su estado parecía ir mejorando


sensiblemente según pasaban los días. En ella
ya no había rastro de psicosis, ni delirios ni
alucinaciones, tanto su acción como su
discurso reflejaban un gran equilibrio a nivel
mental, sin embargo, había caído en una
profunda depresión. David ya no estaría más

106
en su vida y cada día que pasaba acrecentaba
en ella la convicción de que tanto él como los
niños ni la querían ni la necesitaban. El hecho
de que nunca fueran a visitarla hacía que se
afianzara en ella esta idea desoladora, sin
embargo, el psiquiatra solo veía progreso y
mejoría y consideró que quizás sería capaz de
ir retomando las riendas de su vida, de manera
que decidió darle el alta a modo de prueba.

Era Semana Santa, David tenía planeado


irse con los niños a Barcelona, él ya
focalizaba su horizonte en una nueva vida
junto a otra mujer, lejos de toda enfermedad y
locura, lejos de ella, sin embargo, Iluminada
había sido dada de alta inoportunamente y
había vuelto a casa.

Fueron unos días terriblemente duros e


imposibles ya que David y los niños parecían

107
haber construido una nueva vida en la que ella
estaba excluida y pasados los días tuvo que
regresar a la clínica arrasada en lágrimas y
con la cabeza hundida sobre el pecho.

Esto sucedió en repetidas ocasiones, por


lo que llegó a tomar plena conciencia de lo
mucho que su existencia perjudicaba a sus
hijos, ya que cada vez que estaba con ellos
presenciaba su sufrimiento, un dolor del que
solo ella era responsable y del que solo se
librarían si dejaba de existir.

¿Qué sentido tenía seguir viviendo? ¿no


sería mejor terminar de una vez y liberar a sus
seres más queridos de la pesada carga que
suponía su mera existencia? La tentación del
suicidio empezó a rondar su pensamiento y a
cobrar fuerza, y así, en cierta ocasión, estando
en casa de su hermana, salió a la terraza del

108
quinto piso donde vivía y estimó que la altura
era idónea para tirarse, pero le salvó la
campana de alguien que llamó a la puerta en
ese instante aparentemente último y
definitivo. En otra ocasión, sentada frente a la
vía del metro, imaginó nuevamente el vacío
de la muerte, pero los rostros de sus tres hijos
aparecieron para rescatarla y contuvo el
impulso.

Estas tentativas solo sucedían cuando


estaba fuera del hospital, pues una vez que
regresaba, y pasado un breve espacio de
tiempo de adaptación, regresaba también la
sensación cálida de seguridad que este lugar
le proporcionaba y con ello desaparecía la
urgencia de quitarse de en medio.

Iluminada nunca le habló al psiquiatra


sobre la tentación de la muerte que la estaba

109
rondando y de cómo esta tentación se
fortalecía cada vez que salía del hospital,
razón por la cual, conforme pasaba el tiempo,
él solo veía mejoría en su estado, ya que tanto
su conversación como sus acciones indicaban
que se estaba recuperando, que el trastorno
mental parecía haber remitido y que, por lo
tanto, no había motivo para retenerla por más
tiempo en la clínica y había llegado el
momento definitivo de regresar a casa.
Iluminada, por su parte, con el fin de no
defraudar al médico y a todos aquellos que la
alentaban y hablaban de su visible
recuperación, una vez más aceptó la decisión
del psiquiatra.

Era evidente que nadie, salvo ella


misma, sabía que fuera del hospital no había
sitio para ella; ella era la única que

110
comprendía, con plena convicción, que su
desaparición era la única opción posible, ya
que, entre otras cosas, haría más fácil y
liviana la vida de los suyos, y más
particularmente la de sus hijos, pues ya no
tendrían que soportar más la condena de tener
una madre siempre enferma que lo único que
había aportado a sus vidas era dolor y
desequilibrio, ellos merecían tener un camino
abierto a la esperanza, al sosiego de una vida
equilibrada y serena.

A esta causa hay que añadir, además, la


absoluta incapacidad de afrontar una vida sin
David. Por lo tanto, morir se impuso como un
acto necesario y urgente.

Finalmente, tras presenciar un fuerte


arrebato de cólera en su hija, Iluminada
ingirió de golpe 90 pastillas.

111
Después de seis horas en coma y tres
días sin conocimiento se despertó y con ella
también lo hizo un fuerte instinto de
supervivencia; el instinto, a su vez, despertó
levemente a su voluntad, una voluntad de
vivir que parecía aletargada de manera
indefinida, casi muerta. Fue solo a partir de
esta incipiente voluntad que, poco a poco, se
fueron abriendo los ojos a las posibilidades de
la belleza y, de pronto, todas las palabras de
ánimo y aliento que había estado recibiendo
fueron resonando en su interior y cobrando
significado para ella.

Exteriormente el panorama no había


cambiado en nada, las circunstancias
permanecían idénticas, sin embargo, la
percepción interior de las mismas era
diferente: Iluminada parecía haber aceptado

112
finalmente, desde su mente, cuerpo y corazón,
que David ya formaba parte del pasado y que
en adelante solo habría un presente donde
habitar, un presente donde él no estaría.

No en vano el ángel de la muerte la había


visitado, aquel que siempre que aparece, sopla
y pasa, no se marcha sin antes habernos
contado una importante revelación. En esta
ocasión, el aliento de la muerte le había
revelado la necesidad de seguir respirando, la
urgencia de superar aquel trance sola, sin
David para, entre otras cosas y, por encima de
todo, devolver a sus hijos la presencia de una
madre demasiado tiempo ausente.

Los primeros quince días tras el intento


de suicidio estuvieron exentos de pesadez en
la cabeza, fueron días de lucidez y claridad
mental en los que no se le administró ningún

113
tipo de medicación y sentía una inusitada
energía. Por el momento no le fue permitido
salir de la clínica los fines de semana ya que
el objetivo principal de todas las partes era
alimentar la recién nacida confianza en sí
misma, y así, pequeños retos y
responsabilidades que hasta ahora habían sido
impensables comenzaron a formar parte de la
rutina cotidiana.

Era verano, la monja que se ocupaba del


jardín se marchaba de vacaciones y le propuso
a Iluminada que se hiciera cargo de las
plantas. Algo aparentemente tan simple y
anodino hizo que germinara en ella una
inesperada alegría, el hecho de ver cómo
aquellos seres vivos seguían adelante gracias
a su acción la ayudó a creer nuevamente en
sus capacidades y a albergar una nueva

114
esperanza, pensó que aquellas plantas bien
podrían ser algún día sus propios hijos.

Palabras como futuro, trabajar, salir,


vivir, etcétera, al fin iban cobrando sentido,
aunque aún no tuviera la más remota idea de
cómo iba a lograrlo. Volvió los ojos a su
amigo de la infancia, aquel hombre que había
consagrado su vida al amor más puro y
desinteresado, y de su corazón brotó una
plegaria que durante mucho tiempo repetiría
día tras día: “Jesús, ya que se va David, por
favor, que yo pueda tener la cabeza bien para
estar con mis hijos”.

En el fondo, esta plegaria albergaba la


clave de su recuperación: la aceptación
serena, aunque siempre triste, de la marcha de
su marido.

115
A pesar del miedo inconmensurable que
le provocaba la sola idea de salir del recinto
del hospital, llegó un momento en el que tanto
el médico como las monjas consideraron que
debía empezar a dar pequeños pasos en esta
dirección, de modo que le propusieron salir
durante el día para regresar a dormir a la
clínica.

El vértigo era descomunal, pero la


voluntad era aún más grande, e Iluminada
accedió. Cada noche, las monjas anotaban en
un papel la receta de la comida que prepararía
al día siguiente a sus hijos, y ella lo hacía, lo
lograba, entonces regresaba por la noche al
hospital para contar su proeza. Y así, poco a
poco, se fueron sucediendo pequeños logros
que la ayudaban a recuperar, aunque fuera

116
muy levemente, una autoestima perdida
mucho tiempo atrás.

En el mes de octubre David iba a ser


operado y, en contra de lo acostumbrado, en
esta ocasión sus padres no pudieron venir
desde Barcelona para hacerse cargo de los
niños, por lo que fue ella la que tuvo que
asumir su cuidado, una circunstancia que,
repentinamente y de forma inesperada, la
puso en el exacto lugar donde quería estar.
Con la ayuda de una mujer y el apoyo de su
hermana logró hacerse con la situación y
cuidó de sus hijos tal y como lo había hecho
con las plantas del jardín del hospital, para
comprobar, entre otras cosas, que aquellos
tres cuerpos amados encajaban perfectamente
en su regazo.

117
Iluminada ahora contaba con el refuerzo
de una incipiente autoestima que había sido
trabajada a conciencia durante los nueve
meses que había estado ingresada en el
hospital; antes de este periodo de tiempo, su
psique había sido alimentada durante muchos
años por constantes críticas y juicios, tanto
ajenos como propios, el mensaje continuo que
había estado recibiendo estaba nutrido de la
idea de que no hacía nada bien, que no era
capaz de ser lo único que se esperaba de ella:
madre, esposa, amante, en definitiva, que no
era apta para la vida. Sin embargo, durante su
estancia en el hospital había sido alentada
continuamente para vivir a pleno rendimiento
a partir de su potencial, su mirada había sido
dirigida hacia sus capacidades, a sus
posibilidades, y no a sus carencias o

118
debilidades, día tras día había estado
recibiendo aliento y aplausos.

Indudablemente, todo esto eran semillas


que ahora estaban despuntando a la vida y que
le permitían asumir sus responsabilidades con
una confianza en sí misma que hasta ahora no
había podido tener.

De la misma manera que en su momento


fue necesario desechar la idea de vivir en un
convento de clausura, también en esta ocasión
se imponía como urgente llevar a término la
idea de salir de esta clausura en la que se
había convertido su matrimonio, un lugar
donde hacía mucho tiempo que ya no se podía
respirar. Que David llegara al límite de lo que
podía soportar y decidiera marcharse fue, en
realidad, lo mejor que podía pasar, ya que
Iluminada, encerrada en la celda de sus

119
limitaciones psíquicas, había entrado en un
círculo vicioso que jamás le permitiría tomar
ninguna decisión ni hacer nada por sí sola.

Ahora las cosas se presentaban muy


diferentes: había aprendido a mirarse a sí
misma con algo más de justicia y
benevolencia y, de manera fundamental, a
centrarse en su propia mirada a expensas de
miradas ajenas.

La recién adquirida voluntad, la


aceptación de la marcha de David y el
significado profundo de su plegaria diaria de
poder estar con sus hijos hicieron posible que
Iluminada volviera a la vida, como una
especie de renacimiento, pero en esta ocasión
se trataba de un nacimiento consciente que la
hacía enfrentarse a la conquista apasionante
de lo que la vida le ofrecía cada día: preparar

120
un plato de comida, ir a comprar algo, acostar
a sus hijos o hablarles, enseñarles, vestirles,
decidir qué ropa ponerse, descubrir su cuerpo,
su presencia, o, sencillamente, descubrir el
azul en el cielo o la verde sustancia de los
árboles. Todo absolutamente se presentaba
con una grandeza inusitada y cada cosa
lograda adquiría una importancia descomunal.

El camino solo acababa de empezar y,


desde luego, no sería un camino fácil, pero
podía transitarlo, ahora sí. Tenía asideros
donde agarrarse, y, sobre todo, un fuerte
propósito de vida: ser madre para sus hijos, e
iba a intentarlo todo con tal de lograrlo.

Había mucho que aprender, mucho por


hacer. Durante un tiempo daría sus pasos
como quien camina sobre un trapecio,
insegura y temerosa, como un niño que está

121
aprendiendo a andar; se caería mil veces, pero
las mismas se levantaría y descubriría al
alzarse del suelo nuevas chispas de aliento, de
fuerza y ánimo, porque ahora, al fin, tenía el
viento a su favor y sabía que había
posibilidades de lograr aquello hacia donde su
instinto la empujaba con más fuerza: la vida.

David rehacía su vida junto a otra mujer


que tenía sus propios hijos, e Iluminada le
pidió encarecidamente que los niños vivieran
con ella, al menos que le permitiera intentarlo.
No era fácil que David accediera, hasta hacía
muy poco tiempo él estaba convencido de su
absoluta incapacidad y de la cronicidad de su
enfermedad, sin embargo, terminó por ceder a
los ruegos de Iluminada al observar, tras un
tiempo de prueba, que los niños estaban
perfectamente atendidos.

122
Iluminada y sus hijos se instalaron a
vivir en la casa familiar del barrio de Aluche,
junto a su padre, un ser que jugó un papel
elemental para la recuperación y estabilidad
de su salud mental. En realidad, no pudo tener
a su lado a alguien más perfecto para coger su
mano durante esta etapa ascendente de su
reconstrucción.

Este hombre siempre la había respetado


y aceptado íntegramente, no importaba si la
sopa que preparaba era pobre e insípida, para
él, todo lo que ella hiciera estaba bien; llegado
el momento de enfrentarse a la costura de
nuevo, él la animó alegando que en el mundo
no había mejor modista que ella, como
también la apoyó en la decisión de ir dejando
la medicación, entendiendo que nadie mejor
que ella sabía lo que le hacía bien o mal.

123
Indudablemente, recibir este tipo de
confianza y aliento a domicilio las 24 horas
del día, todos los días, era una gran y efectiva
terapia que fortalecía la autoestima y
aumentaba la fe en sí misma.

Como es de suponer, Iluminada salió del


hospital con una dosis altísima de
psicofármacos y, como ya es sabido, los
efectos secundarios suponían una gran
limitación a la hora de actuar: el cansancio
extremo con el que amanecía, la lentitud de
sus acciones, el ralentí del pensamiento, el
peso físico que sentía en la cabeza a todas
horas, etcétera.

Recordaba la energía y lucidez que había


tenido durante los quince primeros días
exentos de pastillas tras el intento de suicidio,
como también recordaba la revelación de un

124
fraile que la había ido a visitar mientras
estuvo en el hospital: en su conversación
habían hablado de un medicamento muy
fuerte del que tenía que tomar dos pastillas
antes de irse a dormir, una especie de bomba
que aniquilaba todos los sentidos, el buen
fraile le contó que, coincidentemente, él
tomaba esa misma medicación como un
sedante muy suave que le ayudaba a conciliar
pacíficamente el sueño, pero solo un cuarto de
pastilla. Iluminada almacenó este dato en su
cerebro en el lugar donde se guardan las cosas
importantes que algún día podrían hacerle
falta, y ese día había llegado.

De manera espontánea, y sin previa


consulta médica, comenzó a disminuir sus
dosis, lenta y progresivamente, con mucho
cuidado, experimentando, anotando los

125
efectos, las mejoras, y únicamente cuando se
sintió fuerte y segura, se atrevió a comentar al
psiquiatra lo que estaba haciendo, quien
respondió que, si ella se sentía bien así, no
había ningún problema y podía seguir
adelante.

Aproximadamente dos años después de


haber salido del hospital, prácticamente ya no
tomaba apenas nada, hasta el día de hoy.

Iluminada fue recuperando su centro, su


fuerza, fue reconstruyendo los pedacitos rotos
de su alma y descubriendo quién era. Empezó
a experimentar desde la más profunda
honestidad para consigo misma: qué cosas o
que personas le hacían bien o mal, qué
palabras decirse, hasta donde podía llegar o
dónde y cuándo debía parar, qué cosas le
gustaban de verdad y cuáles no, probaba,

126
tanteaba. Aprendió a aceptar sus emociones
de manera natural, sin combatirlas, a convivir
con la tristeza que había supuesto su ruptura
matrimonial, pero ya no franqueaba el camino
hacia delante, y aprendió también algo muy
necesario: a no necesitar la aprobación de
nadie para dar cualquier paso adelante y a
fiarse, por encima de todo, de su intuición y
de su instinto.

Pasados los años, cuando se sintió del


todo fuerte y recuperada, regresó a ella de
manera natural su primera y más potente
inclinación natural: dar rienda suelta a la
acción de su fuerte empatía.

Aunque siempre había intuido el sentido


profundo del sufrimiento, en este momento la
intuición se convertía en una certeza
demostrada. Su experiencia, sus innatas

127
particularidades, junto al justo y lúcido
autorreconocimiento de su ser profundo,
pusieron en marcha la maquinaria de su
potencial, descubrió que ahora disponía de un
inmenso arsenal de herramientas que le
permitirían volcar todas sus ganancias
personales, no solo en ella misma, sino
también en los demás.

Durante un tiempo estuvo visitando a los


enfermos mentales de la clínica San Miguel y
del hospital Clínico de Madrid, más adelante
dedicó su esfuerzo a ayudar a inmigrantes,
también enseñó a coser a las presas de una
cárcel de Madrid y llegó a desarrollar una
habilidad sorprendente para hablar con
cualquier persona que se cruzara en su camino
y contarle cualquier cosa que su intuición le
dijera que podía hacerle bien.

128
A partir de su experiencia como
“enferma mental” su inclinación se decantó
por este campo y desde hace un tiempo hasta
la actualidad forma parte de la asociación
Nueva Psiquiatría, allí se reúne con personas
diagnosticadas y familiares para hablar de su
propia experiencia y de cómo es posible, en
contra de lo que se diga, superar cualquier
clase de trastorno mental.

La terapia más efectiva: la esperanza

129
A lo largo de nuestra vida pueden
pasarnos muchas cosas a nivel mental, como
de hecho nos pasan. Dependiendo de la
persona y las circunstancias, podemos padecer
desde estados de ansiedad y pánico hasta
dolencias más severas o visiblemente
escandalosas, todas ellas limitantes y casi
siempre incompatibles con las tiránicas
exigencias de nuestra sociedad.

Resulta que para cada una de estas


dolencias existe una palabra, una etiqueta de
clasificación muy generalizada que por el
mero hecho de existir parece que la convierte
en una verdad irrefutable (bien mirado, y si
fuéramos del todo honestos, en caso de que se
nos adjudicara alguna etiqueta, esta debería
llevar únicamente nuestro nombre, ya que,
debido a nuestra innata singularidad, es

130
imposible encontrar dos dolencias o trastornos
anímicos o mentales idénticos).

El problema de las etiquetas (o de las


palabras en general) es el gran poder que les
hemos otorgado, parecen poderosos e
inquebrantables dogmas de fe, mucho más
que útiles herramientas de comunicación, de
hecho, cualquier etiqueta con la que se nos
asigne o con la que nos asignemos a nosotros
mismos tendrá un enorme y desproporcionado
poder sobre nuestro ánimo por la sencilla
razón de que creeremos en ella, en su verdad.

Pero cuidado, las creencias no tienen


nada que ver con nosotros, no somos
nosotros. Debemos partir de la aceptación de
que todo aquello en lo que creemos podría ser
falso y, si así fuera, no tendría ninguna
importancia, ya que nada de lo que creamos o

131
dejemos de creer podría cambiar la silenciosa
verdad que habita en la Naturaleza, ni
tampoco sus leyes.

Sin embargo, hemos aprendido a


manejarnos a través de las palabras y las
creencias, desoyendo al silencio, nos hemos
aferrado a ellas porque es lo que nos han
enseñado a hacer, de tal modo que, a la
esencia natural de nuestra materia, hay que
sumarle las creencias que cada uno hemos
adquirido y se han quedado a vivir en nuestro
pensamiento y ánimo.

Es innegable que nos sentimos a salvo y


seguros con nuestras creencias, ellas son
nuestros guías, caminamos de la mano de los
dogmas de manera abusiva sin sospechar que
esta manera de proceder tiene sus
consecuencias y la magnitud de su gravedad

132
dependerá de las circunstancias y
particularidades de cada persona.

En el caso de Iluminada, queda más que


patente que, en un momento dado, su
naturaleza y sus creencias tuvieron un fuerte e
impactante desencuentro en su alma que
afectó tanto a su salud física como mental.

Pero esto no sucedió por el hecho de


creer en determinadas ficciones, sino por
someter su acción a la tiranía de las mismas,
por forzar la máquina en contra de la propia
naturaleza para vivir acorde a las falsas
creencias.

En su primera crisis fue arrasada por la


psicosis en el momento en el que aceptó como
una verdad irrefutable que las palabras del
sacerdote eran las palabras de Dios y había de
obedecer el mandato de apartarse de los seres
133
amados para vivir en un convento, cesando
con ello todas las actividades saludables que
hasta este momento habían sido su principal
ocupación; en la siguiente, la alteración
sucedió cuando dejó de coser y abandonó,
incluso olvidó su vocación para vivir
sometida a las reglas impuestas por su suegra
y su marido, creyendo que era su obligación
ceder a los deseos ajenos.

En ambos casos se pone de manifiesto


que el punto de partida es una personalidad
aún inmadura, insegura y dependiente que
necesita sentirse a salvo bajo un ala
aparentemente protectora, aunque para ello
tenga que vivir en contra de su propia
naturaleza, y solo salió de su estado psicótico
cuando adquirió seguridad en sí misma y
conquistó su libertad e independencia.

134
El intento de vivir en contra de uno
mismo siempre tiene un alto precio y en el
caso de Iluminada desembocó, como solo
podía suceder, en un estrepitoso y doloroso
fracaso que la dejó atrapada en un peligroso e
insano círculo vicioso.

A día de hoy y pasados ya más de 40


años lejos de toda enfermedad mental, la
recuperación de Iluminada es indudable y,
visto desde la distancia y con objetividad, nos
damos cuenta de que no hay grandes
diferencias con cualquier otro tipo de
reconstrucción. Simplemente fue cuestión de
disponer de las herramientas apropiadas para
dicha reconstrucción y hacer uso de ellas,
poco a poco, probando, experimentando,
desarrollando técnicas de aprendizaje,
intentándolo todo con la confianza de que no

135
había nada que perder y sí mucho que ganar y,
sobre todo, de que era posible.

Es cierto que siempre contó con muchos


elementos a su favor para poder restablecer su
salud. Para empezar, ella no había sufrido
ningún trauma durante la infancia, como ya se
ha dicho, siempre fue amada y respetada en
todos sus aspectos, por este motivo contaba
con una larga y fructífera experiencia antes de
haber caído enferma y, de algún modo, su
cuerpo tenía memorizada esta experiencia,
esta manera saludable de estar en el mundo.

Hay que tener presente además que se


trata de un ser particularmente puro e intuitivo
que nunca albergó sentimientos incapacitantes
y contraproducentes tales como el
resentimiento o el odio, de hecho, a todas
aquellas personas que a lo largo de su vida la

136
habían herido, aunque fuera de modo
inconsciente (el cura dominico, su suegra, su
marido, etcétera), ni siquiera tuvo la
necesidad de perdonarles nada, pues ella
nunca les consideró culpables.

Muy posiblemente, aparte de la gran


liberación que supone no depender vitalmente
de ninguna autoridad, otra clave definitiva de
su recuperación fue la ausencia de una farsa
muy perversa de la que actualmente son
víctimas la mayoría de las personas
diagnosticadas con “esquizofrenia” (aquí
volvemos al inmenso y, a veces, peligroso
poder de las palabras): la sentencia a cadena
perpetua, el cronificar como una patología
incurable un estado anímico y mental que,
como en el caso de Iluminada, bien podría ser
pasajero.

137
Iluminada fue afortunada y se libró de la
etiqueta, ella solo conoció su diagnóstico de
“esquizofrenia paranoide” pasados muchos
años, cuando hacía tiempo que todo había
quedado atrás y tuvo que pedir su informe en
el hospital para una gestión burocrática. Ella
tuvo la gran fortuna de no quedar atrapada en
las redes de un sistema social que psiquiatriza
por defecto cualquier alteración a nivel mental
ya que su enfermedad nunca fue cronificada,
nadie habló jamás de la pérdida definitiva de
sus facultades, por lo tanto, el camino hacia
una salud plena jamás fue bloqueado, algo
que fue fundamental para poder llegar al
punto donde ha llegado.

Como ya ha sido expuesto, ni Iluminada


ni su familia fueron aplastados por esta
condena de por vida, jamás nadie les dijo tal

138
cosa y, más aún, siempre se trabajó a
conciencia en el sentido opuesto, en la
recuperación de sus plenas facultades con el
objetivo de que pudiera retomar su vida al
cien por cien, y no una vida de discapacidad y
mala calidad.

El hecho de no verse a sí misma como


una enferma crónica y discapacitada le
permitió, no solo trabajar para recobrar la
salud de manera íntegra, sino que, una vez
recuperada, fue capaz de mirar atrás y
observar lo sucedido desde la distancia, no
como una fatalidad del destino, sino como una
parte integrada y aceptada de su ciclo vital.

Iluminada llegó a entender, a aceptar que


una cosa había llevado a la otra y que todo
formaba parte de lo mismo: de su historia. Su
experiencia había sido una escuela y a cada

139
una de las lágrimas derramadas, a cada
quejido, a cada estertor de su espíritu le había
sacado un beneficio, pues todo le había
conducido a dos cosas fundamentales de la
condición humana: el autoconocimiento y
autoaceptación primero, y a partir de estos, la
aceptación íntegra de los demás, desde la
comprensión profunda de su sufrimiento y el
reconocimiento de que, tanto ellos como
nosotros, formamos parte de un mismo cuerpo
cubierto por una misma piel.

Respecto al tratamiento con


psicofármacos hay que decir que Iluminada
siempre había sido muy escéptica en este
punto, ella no solo padecía sus efectos
adversos, sino que era muy consciente de
ellos, de los cambios que se producían en su
cuerpo y mente cuando los ingería de manera

140
excesiva y continuada, por lo tanto, nunca
aceptó como un dogma incuestionable la
asociación de las palabras vida/medicación,
aunque también es cierto que este asunto
nunca fue expuesto de este modo por parte de
los médicos.

A lo largo de su vida, Iluminada ha


llegado a conquistar un espacio en el que
poder ser libre a pesar de las circunstancias,
algo que solo ha sido posible a partir de la
neutralización de los miedos y de la
comprensión silenciosa y profunda de que el
amor no es algo que se pueda ni se deba
esperar, ni tampoco algo que se deba dar, sino
algo que, como el aire, se respira.

141
142
Epílogo

143
Los trastornos mentales parecen
revelarse, en la mayoría de los casos, como
desacuerdos de nuestra naturaleza con nuestro
estilo de vida, un estilo de vida insano que
podemos haber adquirido sin darnos cuenta
por miles de razones distintas.

Cuando somos víctimas de dichos


trastornos la Naturaleza nos da un fuerte
toque de atención: “eh tú, para, rectifica,
reconduce, reinventa...”, y nos lo dice a través
de nuestros síntomas, que variarán según la
singularidad de cada uno y nuestras
circunstancias: unos serán presas de ataques
de ansiedad o pánico, otros se deprimirán,
otros soñarán despiertos creyendo que sus
sueños son reales, otros dejarán de dormir, o
de comer, o lo contrario, o se esconderán del

144
mundo, y así un largo etcétera de diferentes
síntomas.

Pero el síntoma no es el problema de


base, solo es su consecuencia, y es justo en lo
que hay detrás de ese síntoma donde debemos
fijar nuestra atención y realizar cambios.

En todos los casos caeremos en un pozo


oscuro que más parece una maldición que otra
cosa. Sin embargo, ese pozo no es ninguna
maldición, es solo un tránsito, una
desagradable y dolorosa parada en el camino
que, de manera inconsciente e involuntaria, va
a abrir un acceso directo a nuestra
espiritualidad y va a hacer aflorar de golpe
nuestra necesaria e innata intuición,
ayudándonos con ello a reconducir,
reinventar, rectificar, a renacer y empezar de
cero si es preciso.

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En ese pozo nos pasarán cosas a nivel
espiritual de las que, en ocasiones, ni siquiera
seremos conscientes, pero una vez que
salgamos de ahí, cuando al fin tengamos
capacidad para mirar las cosas con una nueva
luz, nos daremos cuenta de que podemos ver
y sentir todo eso que ha sucedido mientras
estuvimos en el pozo, empezaremos entonces
a caminar con una especie de mano invisible
que nos sostiene y nos devuelve la confianza
en nuestras posibilidades, para demostrarnos
con ello una gran y necesaria verdad: que
después de todo, la vida es posible, y puede
ser buena.

En conclusión, que nos pasen cosas a


nivel mental no significa que seamos
categórica y crónicamente “enfermos” o
“bipolares” o “esquizofrénicos”, significa, por

146
encima de todo, que somos humanos, y
nuestra protectora naturaleza, con sus fuertes
y a veces escandalosos toques de atención,
nos está ayudando a recobrar la salud perdida.

147
148
Agradecimientos

Gracias Iluminada, por compartirte.

Gracias, Javier Álvarez (psiquiatra y, por


encima de todo, humano) por tu lúcida visión
sobre la enfermedad mental.

149
150
ÍNDICE

Introducción…………………….....……...5

El comienzo………………………………..7

Primera crisis…………………………….17

Segunda crisis…………………………….53

El principio del fin………………………..99

La terapia más efectiva: la esperanza….127

Epílogo…………………………………...141

Agradecimientos.......................................147

151
152

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