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¿Podemos rehabilitar nuestra comprensión de la dignidad humana?

El ser humano, como ya lo advirtió Aristóteles en la Política es un ser dotado de lenguaje 2. Esta condición de
la existencia personal sigue maravillándonos aun hoy después de 2300 años de que el estagirita lo
demarcara como la característica que nos permite identificarnos respecto de otros seres vivos. Nuestro
lenguaje es en una forma muy especial, λογίσμοι (logismoi), es decir, razonamientos con los cuales damos
respuesta no solo al deseo de saber, sino también al impulso natural de convivir con otros hasta llegar a
configurar ciudades. Por supuesto, no podemos crear y articular razonamientos sin las palabras, o mejor
aún, sin los conceptos. Así que usamos conceptos para razonar, interactuando e intercambiando con otros
las propias vivencias. Por ejemplo, cuando alguien que se encuentra con un viejo amigo, tras ser
embargado primeramente por la sorpresa y alegría de toparse con él, se interesa por saber que ha sido de
su vida y cómo se encuentra en la actualidad, recurre a múltiples conceptos para propiciar el dialogo o una
conversación razonada. Esto lo podemos representar en el siguiente dialogo:

-- ¡Hola Juan! Que sorpresa verte por acá.

¡Hola Margarita! que casualidad que hayamos elegido el mismo sitio para
tomar café. Hace tiempo no sé nada de ti. ¿Cuéntame, cómo has estado?

-- Juan, no te imaginas todo lo que ha pasado desde la última vez que nos
vimos. Mi vida ha cambiado mucho. Actualmente me siento muy triste por la
muerte de mi padre. Tu sabes todo lo que él representaba para mí.

Como se aprecia, en esta conversación que en apariencia no tiene nada de filosófica, hay un uso de
conceptos que hace posible esta mínima forma de convivencia que es un diálogo de amigos. Conceptos
como sorpresa, casualidad, elección, tiempo, imaginación, vida, cambio, muerte, emoción, etc.

Todo el tiempo usamos conceptos, lo cual implica que también los transformamos mediante su uso o
desuso. Un riesgo inherente a estos procesos de uso-transformación es la posibilidad del desgaste. Las
palabras se pueden gastar de usarlas tantas veces, o más bien, de emplearlas mal repetidamente
convirtiendo el lenguaje en pura palabrería, sonidos vacíos, flatus vocis. Palabras como el amor, la verdad y
la vida entre otras, se encuentran terriblemente desgastadas o mal usadas, como cuando una persona
violenta, tras golpear a su victima le dice que lo hace por amor; o cuando una persona que ha mentido a
otra justifica su acto mendaz en un supuesto bien: “si le digo la verdad le haría daño, mejor le digo la
1
Texto Elaborado por Carlos Alberto Sampedro Gaviria, Docente de la Facultad de Filosofía y Ciencias Humanas de
la Universidad de La Sabana; Director del programa de Filosofía.
2
La razón de que el hombre sea un ser social, más que cualquier abeja y que cualquier otro animal gregario, es
clara. La naturaleza, pues, como decimos, no hace nada en vano. Sólo el hombre, entre los animales, posee la
palabra [lógon de mónon ánthropos ékhei tôn zôon]. La voz es una indicación del dolor y del placer; por eso la tiene
también otros animales [...]. En cambio la palabra existe para manifestar lo conveniente y lo dañino, así como lo
justo y lo injusto. Y esto es propio de los humanos frente a los demás animales : poseer de modo exclusivo, el
sentido de lo bueno y lo malo, lo justo y de lo injusto, y las demás apreciaciones. La participación comunitaria en
éstas funda la casa familiar y la ciudad. Política, I, 1553 a (Alianza, Madrid 1991, p. 43-44).
mentira que él quiere oír”. Los seres humanos, poseemos el lenguaje para buscar la verdad y para convivir
con otros, pero también lo empleamos indiscriminadamente dañando a otros. Esto es una terrible
ambigüedad, cuando no una gran contradicción.

Con la palabra dignidad ocurre algo parecido. La usamos tanto y de tantas formas en nuestra sociedad
actual, que ya no sabemos que queremos decir cuando la empleamos. Como la palabra y el concepto
dignidad están gastados, nuestros razonamientos también lo están. No logramos razonar ni ser razonables
cuando pensamos la dignidad humana y por ende, no tenemos el lenguaje para hablar de ello con otros.
Irremediablemente terminamos, a la manera de quien hace pasar la violencia como amor, haciendo pasar
por dignidad lo que no es más que su completa vulneración o negación.

Decía el pensador italo-alemán Romano Guardini, que los grandes valores al tiempo que son grandes son
también los más frágiles3. El rostro de la persona humana, que es epifanía de su dignidad, es igualmente
manifestación de su vulnerabilidad. Levinas decía que el rostro es una suerte de imperativo, “no me
mates”4, pero esto precisamente se hace imperativo ético porque la condición mortal de la persona
humana hace posible que su vida sea arrebatada por la fuerza. Nuestra época ha hablado de dignidad como
ninguna otra, pero es al tiempo época de profundas incertidumbres y angustias respecto de la identidad
humana y sobre todo de seres humanos conculcados. La historia de Colombia, aquella que nos resulta tan
cercana, es una muestra fidedigna de este drama.

¿Por qué ocurre esto? y sobre todo, ¿qué podemos hacer? Son dos preguntas que nos deben estimular
para hacer filosofía. No una filosofía que se ahogue en los textos de su basta tradición, sino una que,
precisamente bebiendo de lo más refinado de ella, enfrente los retos del hombre, de su circunstancia y
asuma la tarea de salvarla5. Que, “dignidad humana” sea un concepto malgastado no debe tomarse como
razón para la desesperanza. Por el contrario, es motivo para ponerse en camino, porque la filosofía es
bienandanza o por lo menos la búsqueda confiada en que la verdad, el bien y la belleza se pueden realizan
en la existencia humana. Como decía Julián Marías 6, la filosofía hay que hacerla, cada uno debe hacerla
puesto que es un quehacer personal. No se puede filosofar en tercera persona porque lo que se haría no es
más que repetir la filosofía de otros, o en el mejor de los casos, repasar la historia de la filosofía. Cada uno,
si quiere rehabilitar el concepto de “dignidad”, puede hacerse en primera persona de estas preguntas:
¿Qué entiendo yo por dignidad? ¿Tiene rigor o es razonable aquello que pienso sobre la dignidad? ¿Qué
sucede hoy respecto de la dignidad de las personas? ¿Qué tengo que ver yo en todo esto que ocurre con la
dignidad? Y finalmente, como plateamos más arriba, ¿Qué puedo hacer frente a su panorama actual? Este
breve texto es una invitación a que se recorra ese camino.

Nos convoca entonces el propósito de rehabilitar el concepto de dignidad, pero dado que este lo
encontramos desgastado, nos resulta inconveniente partir de él. Debemos buscar otro punto de partida en
el que podamos fundar nuevamente nuestros razonamientos sobre la dignidad y luego contrastarlo con la

3
Cfr. Guardini. R. (2000) Mundo y Persona. Madrid, Encuentro.
4
“El rostro es lo que no se puede matar o, al menos, eso cuyo sentido consiste en decir: no matarás”. Levinas, E.
(2015) Ética e infinito. Madrid, Antonio Machado.
5
Ortega y Gasset en sus meditaciones del quijote, escritas ya hace más de 100 años decía que: “yo soy yo y mi
circunstancia. Sino la salvo a ella, no me salvo yo”
6
Cfr, Marías, J. (1954) Introducción a la Filosofía. Madrid, Revista de occidente.
tradición filosófica para que nuestra concepción al respecto deje de ser δόξα (doxa - opinión)7 y se
convierta en αλήθεια (alétheia - verdad), en desvelamiento y apertura a lo que se muestra respecto de la
dignidad. Este comienzo o principio será la experiencia, aquella que pueda comprobarse como nuestra, o
por lo menos nos resulte cercana por que la veamos en otros y nos apropiemos de ella vicariamente. Para
partir de la experiencia nos resulta conveniente usar la narrativa. Las experiencias se narran, se convierten
en relatos que pueden ser asimilados, transmitidos, discutidos e incorporados en la propia vida. Nosotros
podemos pensar conceptualmente, como cuando hacemos abstracción de algo; pero comúnmente
pensamos narrativamente, porque las cosas que pensamos son aquellas con las que hacemos nuestra vida,
aquellas que nos pasan o aquellas en las que nos encontramos. Con la narración el pensamiento habita la
realidad. Pero aun debemos decir algo más, la “dignidad” parece no ser precisamente una cosa, sino algo
profundamente humano, algo en lo que nos vemos referidos en tanto personas. Y esto nos pone más
claramente en la necesidad de partir de la narración, pues la persona y lo personal no se puede definir sin
más como se define un objeto, ni siquiera un ser vivo cualquiera. La persona y lo personal debe ser
incorporado en la razón por la vía de la razón narrativa o de la capacidad de contar relatos 8. Es lo que
ocurre cuando queremos responder a la pregunta ¿quién soy? Podemos partir de definiciones universales
como soy varón, o soy mujer, soy un ser racional, etc. Pero al final para responder quien soy debo terminar
en lo más particular, en aquello que es precisamente mi biografía, aquello que se compone de mi pasado,
mi presente y mi futuro y para ello no tengo más remedio que contar mi vida, mi trayectoria y el horizonte
de mis proyectos vitales.

Comencemos nuestro quehacer en torno a la dignidad con una historia, un relato que tiene como
protagonistas a doce jóvenes entre los 11 y los 17 años que integraban el equipo de futbol los Jabalíes
Salvajes. Esta historia tiene lugar en Tailandia en el año 2018 y transcurre en la provincia de Chiang Rai. Tras
su entrenamiento habitual, el grupo decide ir a visitar la cueva Tham Luang que era especialmente atractiva
para ellos por el sentido de aventura que implicaba adentrase en ella. En dos ocasiones ya habían realizado
este viaje, pero lo que cambiaría sus vidas en esta tercera visita seria la temporada de lluvias que azotaba a
la región. Estando en el interior de la cueva, se desata una tempestad que termina por inundar la salida
dejando a los doce jóvenes a y su entrenador atrapado en su interior a más de un kilómetro de bajo tierra y
a cuatro kilómetros de la salida. Para ellos era imposible salir por sus propios medios. Una guardabosque se
percata de la situación al ver las bicicletas de los jóvenes afuera de la cueva y alerta a las autoridades. El
gobernador de la provincia no duda en organizar un plan de rescate y movilizar los mejores recursos para
salvarlos. Los busos de elite de la mariana real de Tailandia comienzan la operación sin mayor éxito, así que
convocan a busos expertos de diversas partes del mundo con experiencia en el buceo de cuevas. Tras una
semana de fallidos intentos por dar con el paradero de los doce jóvenes y su entrenador y justo cuando
habían pedido la esperanza de encontrarlos con vida, son divisados en la recámara número 9 de la cueva, el
7
Δόξα (doxa) del griego antiguo, proviene del verbo δοκεῖν (dokein) significa esperar, aparecer, parecer, pensar,
aceptar. Se trata de la opinión popular o creencia común acerca de algo.
8
“En otras ocasiones he comparado lo que dice un diccionario de tres realidades bien distintas: por ejemplo,
«pentágono», «lechuza», «Cervantes». Del pentágono, objeto ideal, da el diccionario una definición; de la lechuza,
objeto real, cosa en el sentido usual de la palabra, da una descripción; de Cervantes, realidad personal, cuenta una
historia. El diccionario da la «esencia» del pentágono: polígono de cinco lados; dice qué es la lechuza, cómo es, qué
hace, cómo se comporta —se entiende, «la» lechuza, «cada» lechuza—-; pero al hablar de Cervantes, nos hace una
narración, nos cuenta dónde y cuándo nació, adonde viajó, donde residió, con quién se casó, qué escribió, dónde y
cuándo murió”.
lugar más profundo y lejano. El encuentro de los busos con los integrantes de los Jabalíes Salvajes quedo
grabado en video e inmediatamente se hizo viral. El mundo se enteró de lo sucedido y diferentes países y
empresas se movilizaron para disponer sus recursos humanos y logísticos para sumarse a la iniciativa de
rescate. La situación era sumamente dramática pues durante esos días no paraba de llover y el nivel de
agua dentro de la cueva crecía amenazando con inundarlo todo. Era una tarea de rescate contra reloj y con
un alto nivel de peligro, tanto que durante la operación un marín y buso retirado de las fuerzas tailandesas
perdió su vida. Finalmente, y tras dos semanas de intensas labores y de angustia, los doce jóvenes y el
entrenador fueron rescatados con vida no sin antes haber superado dificultad tras dificultad. Se estima que
en toda la operación se vieron involucrados más de 100 busos, rescatistas de 100 agencias
gubernamentales distintas, 900 agentes de policía y 2.000 soldados y otros voluntarios que llegaron a
formar una red de colaboradores que supero las 10.000 personas. Toda la operación requirió de 700
cilindros de oxígeno para buceo, helicópteros, ambulancias y toneladas de insumos y alimentos. Esta
historia ha sido llevada las pantallas en películas, series y documentales y también a libros que reseñan uno
u otro aspecto de la tremenda hazaña.

Sin duda, llama la atención esta capacidad logística movilizada por tantos actores para llevar a cabo este
rescate. Pero para nuestro propósito, debemos preguntarnos el porqué de todo ello. ¿qué inspira tal
esfuerzo y disposición de recursos? ¿Por qué actuar contra toda probabilidad de supervivencia y aun de
rescate? ¿Por qué no simplemente renunciar a este esfuerzo y esperar a que la cueva este en condiciones
de sacar los restos mortales de los jóvenes? ¿Tiene sentido invertir tanto dinero en tan pocas personas?
¿Por qué poner en riesgo la vida de 100 busos para rescatar un número menor de personas?

Desde el punto de vista del costo-beneficio, no tiene sentido que tantas personas, más de diez mil, tengan
que organizar su tiempo y recursos para rescatar a tan solo 13 personas. Mucho menos sentido tiene
invertir ese dinero en tan pocas cabezas cuando esos mismos recursos podrían ser entregados a un hospital
pobre para salvar una cantidad mayor de vidas. Desde el punto de vista de las vidas de los rescatistas,
podría ser irresponsable pedirles que ingresen a la cueva teniendo en cuenta que un buso experto murió.
¿Si esto ocurrió a una persona experimentada, que podría pasarle a las demás? También podría decirse a
modo de critica que es injusto haber rescatado a estos 12 adolescentes tailandeses y dejar morir ahogados
a tantos que intentar cruzar desde África hacia las costas españolas, francesas o italianas en busca de una
mejor vida.

Ciertamente esta lógica del costo-beneficio no permite que entendamos a profundidad el sentido de esta
experiencia relatada, pues lo que está en juego no es un bien útil que son perfectamente estimables bajo
esta racionalidad instrumental. De igual manera un análisis comparado con otras situaciones similares que
han podido tener desenlace falta es inútil, puesto que la ausencia de medidas de rescate para con unos, no
es justificación para no rescatar a otros. Ningún padre o madre que haya perdido a un hijo en eventos si
acaso similares, iría ante las autoridades a incitarlas a no hacer nada para salvar la vida de los hijos de otras
personas, con la excusa que, al haber muerto su hijo, los hijos de los demás también lo deberían hacer.

Sin embargo, el que este acontecimiento y la forma en que se configuró y se resolvió mediante un rescate
exitoso no se acomoden a estos paradigmas de racionalidad instrumental o venganza, abren la oportunidad
para encontrar en ello las claves para rehabilitar nuestra noción de dignidad. Miremos lo que esta historia
pone de manifestó acerca de la persona humana y su dignidad. Lo primero que salta a la vista es la
vulnerabilidad y el riesgo inherente de la vida. Los doce adolescentes y su entrenador experimentan de
primera mano como la vida puede cambiar en cualquier instante y quedar expuesta. La vida y condición
humanas se muestran en toda su fragilidad y finitud. Por otra parte, está el empeño de los rescatistas, que
deja entrever la voluntad heroica de lograr su cometido. La vulnerabilidad humana tiene su correlato en la
voluntad de servicio y sacrificio heroico. También se pone de manifiesto la relación de medios y fines. Se
dice que la prudencia es la recta razón que ordena los medios a los fines en la adecuada proporción y en el
momento justo. En la sociedad vemos repetidamente que los fines se subordinan a los medios hasta llegar
a invertir los papeles, así vemos que el poder que es un medio para el bien común se convierte en el fin de
la política. Pero lo que este rescate deja ver, es que hay fines que reclaman no escatimar en medios, y que
superar el cálculo o balance es lo prudente. Tendríamos serios problemas para justificar que los más de diez
mil voluntarios estuviesen desvariando y siendo imprudentes al querer donar su tiempo, capacidades y
hasta poner en riesgo su vida sólo por salvar a otros. La prudencia aparece en esta circunstancia no como
proporción, sino como discernimiento y generosidad de medios. Pero hablar de vulnerabilidad, heroísmo y
prudencia parece no decirnos algo acerca de la dignidad, aunque si nos revela aspectos antropológicos que
nos pueden conducir a ella.

Lo que esta historia nos revela de la dignidad se encuentra precisamente en el punto intermedio entre la
vulnerabilidad humana y la donación heroica que se traduce en servicio al prójimo en peligro. Los seres
humanos tenemos una predisposición a valorar, es decir, a asignar valor o significación a las cosas y en
general a la realidad. Esto ocurre cuando se descubre el valor, se reconoce y se adopta, pero también
cuando se crea valor, como de hecho ocurre en la economía. La respuesta al valor es una de las condiciones
que nos permiten diferenciarnos de los demás seres. Somos capaces de responder a la justicia, a la belleza,
a la valentía y a la bondad por mencionar algunos valores. No significa esto que siempre respondamos al
valor como una determinación, quizás la mayoría de las veces nuestra respuesta al valor no se hace
efectiva. Pero lo importante, más allá de la falibilidad moral, es que podemos responder existencial y
operativamente. Teniendo en cuenta esto, debemos considerar que, entre la fragilidad de las personas
atrapadas en la cueva y el heroísmo de los rescatistas se abre la encuentra “el valor de la persona”. Los
rescatistas, los funcionarios, los habitantes de la región, y todos los que movidos por algún interés siguieron
el desenlace los hechos, han percibido dicha carga de valor y se han movido a la acción en la medida que
esta carga ha resonado en la interioridad de cada uno. Esa “intuición” de que las trece personas merecían
ser rescatas, incluso que si sólo hubiese una persona atrapada también lo merecería, es la respuesta y
puerta a la dignidad: tal sacrificio solo es posible por algo que valga incondicionadamente, es decir, que su
significación no dependa de nada diferente o externo. Algo que vale por sí mismo, por ser lo que es. Esos
trece hombres no valen por ser varones, o por ser jóvenes, por su condición económica, ni siquiera por su
nacionalidad. Esos hombres valen porque “son”. Las cosas que valen por sí mismas las llamamos fines. La
persona humana es ella misma un fin irremplazable. Esto significa que no tiene equivalente. Ninguno de los
trece hombres atrapados en la cueva es intercambiable por otro. Esto mismo lo expresó el filósofo Kant de
manera formidable en su obra la Fundamentación de la metafísica de las costumbres:

Yo sostengo lo siguiente: el hombre y en general todo ser racional existe como un fin en sí
mismo, no simplemente como un medio para ser utilizado discrecionalmente por esta o
aquella voluntad, sino que tanto en las acciones orientadas hacia sí mismo como en las
dirigidas hacia otros seres racionales el hombre ha de ser considerado siempre al mismo
tiempo como un fin […] los seres cuya existencia no descansa en nuestra voluntad, sino en
la naturaleza, tienen sólo un valor relativo como medio, siempre que sean seres
irracionales, y por eso se llaman cosas; en cambio los seres racionales reciben el nombre de
personas porque su naturaleza los destaca ya como fines en sí mismos 9.

Ese valor personal, que hemos definido como el carácter teleológico de la persona, ser fin en sí mismo
también lo podemos denominar dignidad. Con esto apenas nos hemos acercado a la realidad de la dignidad
de la persona humana. Esta rehabilitación de nuestro lenguaje acerca de la dignidad por vía de la
experiencia de otros lo podríamos también ver desde el punto de vista de la primera persona, desde el yo.
Si yo fuese uno de esos chicos atrapados en la cueva de Tham Luang, también quisiera ser rescatado. Pero,
aunque nunca estuviese en una situación similar, tampoco me estaría dispuesto a ser tratado como un
mero instrumento de alguien. Cada uno también quiere reconocerse y ser reconocido como fin incluso
cuando no haga lo mismo con los otros. Parafraseando a San Agustín: He conocido a muchos hombres que
atropellan la dignidad de los demás, pero a ninguno que quiera ser conculcado en su dignidad.

El camino para recuperar nuestros razonamientos y lenguaje en torno a la dignidad apenas queda
esbozado. Es tarea de cada uno, con ayuda de la filosofía, contribuir a la liberación del desgaste y mal uso
que damos la palabra dignidad.

¿Cómo podrías tu intentar rehabilitar nuestro lenguaje sobre la dignidad de la persona humana? ¿Qué tipo
de experiencias nos ponen de manifiesto que la persona es digna? ¿Cómo definirías la dignidad?

9
Kant, I. (2002) Fundamentación de la metafísica de las costumbres. Madrid, Alianza. p. 134
Anexo A: para reflexionar sobre la filosofía y su praxis

La Visión Responsable

La filosofía no se puede dar nunca por supuesta; en la medida en que así acontece, deja de
funcionar como filosofía. Esto explica un extraño fenómeno histórico: la detención o
interrupción de la filosofía en algunas sociedades en ciertos momentos de la historia, sin
que se vean razones eficaces que lo justifiquen. A la filosofía se llega; en rigor, se está
siempre llegando. Consiste primariamente en un cambio de óptica o perspectiva, pero lo
interesante es que luego se cae en la cuenta de que, a lo largo de toda su existencia, la
filosofía mantiene los caracteres de la perspectiva cuando cambia; si se quiere una
expresión sencilla, diríamos que siempre está empezando a mirar.

El que entra en la filosofía, cuando realmente ha penetrado en ella hace la experiencia de lo


que es la desorientación; penetrar en la filosofía significa perderse; pero luego descubre que
antes estaba desorientado: desde la desorientación que es la filosofía, el anterior estado
«normal» se le presenta como una desorientación más profunda y radical, porque ni
siquiera se da cuenta de sí misma. El origen inmediato, vivido, de esa desorientación
filosófica es que se cae en la cuenta de que las cosas son más complejas de lo que se
pensaba, y sobre todo que están en conexiones recíprocas; por tanto, que hay que tenerlas
en cuenta a la vez. Por tres veces ha recurrido, en diferentes fórmulas, la palabra «cuenta»
en pocas líneas; pronto veremos la significación filosófica de esos giros de la lengua hablada.
Se advierte que hay, en lugar de la estructura lineal con que usualmente procede el
pensamiento, una estructura circular: cada uno de los elementos o ingredientes, ni tiene
sentido por sí solo, ni se apoya solo en los «anteriores», sino también en los «posteriores»,
con lo cual pierde sentido claro esta noción de anterioridad y posterioridad. Esa estructura
circular —que habrá que llamar en su momento sistemática—• impone un movimiento de
ida y vuelta o, mejor aún, un constante recorrido de la realidad. Por eso, la mirada filosófica
nunca se queda quieta, va y viene, tiene que justificarse. La verdad filosófica no sirve si no se
está evidenciando, si no exhibe sus títulos o porqué. Podríamos decir que ninguna verdad es
filosófica si no es evidente.

Esto reclama un esfuerzo como parte integrante de toda relación con la filosofía, aun
aquella que renunciase a todo carácter creador. La pasividad es incompatible con la filosofía,
la cual consiste en pensar y repensar; apropiarse de una doctrina ajena significa seguir aquel
movimiento interno por el cual pudo ser originada y hacer así, de paso, que deje de ser
ajena. La condición de recorrer la realidad, en que consiste, como vimos, la mirada filosófica,
tiene una consecuencia: el carácter «transitable» de toda doctrina filosófica, y por tanto la
posibilidad de usarla creadoramente. Más aún: yo diría que todo uso filosófico de una
doctrina es necesariamente creador, porque si no lo es, no es un uso filosófico. Tener acceso
filosófico a una filosofía cualquiera es transitar por ella, vivirla ejecutivamente, usarla como
se usa una lengua, moviéndose, en un caso y en otro, en la realidad.

Puede entenderse la permanente desconfianza frente. a la filosofía, que con raras


excepciones domina la historia y reaparece en formas distintas, que sería sugestivo explorar
y filiar. Una «historia del recelo y la hostilidad frente a la filosofía» iluminaría todo un lado
de la realidad humana. El filósofo es un hombre inquieto e inquietante. Tiene, claro es, una
enorme audacia; su riesgo permanente e ineludible es la soberbia; pero esta se cura solo
con que el filósofo siga siéndolo, con que acepte su condición y su destino hasta sus últimas
consecuencias; entonces desemboca en la más radical humildad, en la única verdadera
humildad: aceptar la realidad. El filósofo no parte nunca de la ignorancia, sino del saber: de
un repertorio de interpretaciones y creencias recibidas, en las que estaba instalado y que
resultan insostenibles o insuficientes; por eso la fórmula general de la tesis filosófica no es
nunca del tipo «A es B», sino «A no es B, sino C». Lo mejor sería —quién lo duda— no tener
que hacer filosofía; solo se justifica la inevitable, la irremediable. Mientras la vida fluye, no
hace falta. El hombre sabe siempre muchas cosas, va haciendo su camino sobre la tierra,
pero está rodeado de oscuridad. Esto no importa demasiado; cuenta con ello, lo toma como
parte de su vida, como ingrediente de ella. Lo patente —una breve isla de presente
manifiesto— está rodeado de un océano de latencia: lo que está más allá, lo recóndito, lo
olvidado, lo futuro, lo posible. Physis kryptesthai philel (la naturaleza gusta de ocultarse),
decía Heráclito. La contrapartida es la revelación de lo latente, cuando quiere, mediante los
oráculos o la moira. En todo caso, el hombre es llevado, conducido dentro de una unidad, la
sociedad tradicional, en cuyo seno viaja, encapsulado en la cual cruza la vida. No quiere esto
decir que no tenga problemas, preguntas, decisiones que tomar; pero todo eso queda
localizado en el interior de una gran certidumbre primaria, que le permite saber a qué
atenerse.

En este contexto es donde aparece con claridad la significación de los términos que presiden
el nacimiento de la filosofía en Grecia: la “dóxa” y la “alétheia”, que suelen traducirse
«opinión» y «verdad». Voy a tratar de emplear las menos palabras griegas y los menos
neologismos posibles. Los «términos», definidos o estipulados, son en rigor lo contrario de
las palabras, que no son resultado de ninguna convención sino que, por el contrario,
preexisten a toda situación locuente, de manera que nos encontramos ya con ellas y con su
significación. La palabra debe abrirse y derramar su significación, que es lo contrario de la
función del término o del neologismo forjado. La palabra hermética, la «palabra-quiste», es
lo inverso de la filosofía. Otra cosa es que una palabra siga derramando nuevas
significaciones, como el rostro que siempre se puede seguir mirando y es siempre nuevo.
Intentemos abrir esas dos palabras griegas. El origen de dóxa es el verbo dokéo, que quiere
decir primero «esperar», y solo secundariamente parecer; dóxa, en la lengua homérica,
significa «expectativa»: (oud' apó dóxes) (II. X. 324; Od. XI. 344) quiere decir «no de otro
modo que como se esperaba». Solo después de Homero viene dóxa a significar «noción»,
«opinión», «juicio», sea o no bien fundado, sea o no verdadero. De ahí se pasa al sentido de
«mera» opinión o conjetura; en forma más específica, opinión de los mortales (ton brotón
dóxa, Parménides); o bien opinión de los demás, es decir, estimación, reputación, fama; un
paso más es el sentido de gloria o esplendor (dóxa en hypsístois theó = gloria in excelsis
Deo). La dóxa es lo que se esperaba, aquello con lo que se cuenta. El sentido de «opinión»
es posterior al fallo de la dóxa o expectativa: cuando no pasa lo que se esperaba o las cosas
no son como se esperaba se empieza a opinar. El correlato de esta actitud es, por parte de la
realidad, el «parecer»: parece que algo es de cierto modo, pero acaso no: la inseguridad se
desliza en el seno de lo real y en el comportamiento mental y vital del hombre con ello.

Entonces es cuando se hace necesario llegar a la verdad; es la actitud que se inicia con
Hecateo de Mileto y, sobre todo, Parménides; es el momento en que el hombre se cree
capaz de echar mano a la realidad y arrancarle el velo que la cubre, que la hace estar
latente, que hace también que «parezca» una cosa y «sea» otra; lo que es de verdad, “en
aletheía” es lo que ahora se manifiesta: es el desvelamiento, descubrimiento, patentización,
el «quitar de un velo o cubridor» que dijo Ortega en 1914, al iniciar la utilización filosófica
del concepto de alétheia en nuestro tiempo, después del hallazgo de la significación
etimológica de esta palabra griega por Leo Meyer y Gustav Teichmüller en el último cuarto
del siglo XIX (véase sobre todo esto mi Ortega. Circunstancia y vocación. Madrid 1960).

No quisiera repetirme; en la Introducción a la Filosofía mostré hace muchos años cómo las
tres grandes interpretaciones históricas de la verdad —la griega o alétheia, la latina o
veritas, la hebrea o emunah—, que corresponden en cierto sentido y exagerando las cosas
al presente, el pasado y el futuro, si se quiere, a la ciencia, la historia y la profecía,
corresponden a los tres sentidos de la verdad y la falsedad en la vida del niño, es decir, en la
forma más elemental y menos teórica de la vida humana. En Biografía de la Filosofía me
ocupé también con bastante detención de cómo la variación o cambio, la kínesis, en
conexión con la pluralidad de creencias verdaderas, de opiniones que pueden ser ciertas,
llevaba a la necesidad de saber radicalmente a qué atenerse, lo cual requería una forma
nueva de saber. De la instancia credencial o mítica había que pasar —de esto se trata— a
otra que es la de la razón, entendida como “lógon didónai” «dar cuenta» o, como decimos
en español, con duplicación quizá no innecesaria, «dar cuenta y razón». El examen de
oráculos que hace, con mentalidad racionalista, Creso, antes de «creer» en ellos; la
conducta de Jenofonte, en contra de la evidencia y la convicción racional, frente a los
oráculos; todo ello muestra la crisis interna de una manera de instalación en el mundo, las
dificultades de un lento y penoso tránsito —lleno de vacilaciones y retrocesos— a otra
manera de vivir.

La filosofía aparece así como una forma radical de nacimiento, como un desgarramiento de
la placenta originaria que es la sociedad tradicional, para vivir a la intemperie y —de un
modo nunca dado hasta entonces— desde uno mismo. Lo decisivo es que la verdad
filosófica no consiste solo en el momento de la alétheia, el descubrimiento o patentización
y, por tanto, la visión; requiere al mismo tiempo el afianzamiento o posesión de esa realidad
vista; la filosofía es descubrir y ver, poner de manifiesto; si una filosofía no es visual, deja de
ser filosofía —o es la filosofía de otros—; pero no basta con ver: hace falta además «dar
cuenta» de eso que se ve, dar razón de sus conexiones. Por eso propuse hace algún tiempo
una «definición» de la filosofía: la visión responsable.

Esto sucedió en Miíeto, en el Asia Menor, a fines del siglo vil o quizá comienzos del siglo vi
antes de Cristo; pero sería un error creer que simplemente «sucedió»: sigue sucediendo
siempre que alguien nace a la filosofía, siempre que la filosofía vuelve a existir. Y lo más
grave es que la filosofía consiste en que ese doloroso nacimiento no ocurre solo al principio:
tiene que estarse renovando instante tras instante, y eso es lo que quiere decir «dar razón».
Filosofar es estar renaciendo a la verdad; es no poder dormir,

Marías, J. (1971) Antropología Metafísica. Madrid, Revista de Occidente. Pags 11 – 16


Anexo B: para reflexionar sobre la dignidad

Reino de los fines, dignidad y moralidad

Un ser racional pertenece al reino de los fines como miembro si legisla universalmente dentro del
mismo, pero también está sometido él mismo a esas leyes. Pertenece a dicho reino como jefe cuando
como legislador no está sometido a la voluntad de ningún otro […] En el reino de los fines todo tiene o
bien un precio o bien una dignidad. En el lugar de lo que tiene un precio puede ser colocado algo
equivalente; en cambio, lo que se halla por encima de todo precio y no se presta a equivalencia
alguna, eso posee una dignidad. Cuanto se refiere a las universales necesidades e inclinaciones
humanas tiene un precio de mercado; aquello que sin presuponer una necesidad se adecua a cierto
gusto, esto es, a una complacencia en el simple juego sin objeto de nuestras fuerzas anímicas, tiene un
precio afectivo; sin embargo, lo que constituye la única condición bajo la cual puede algo ser fin en sí
mismo no posee simplemente un valor relativo, o sea, un precio, sino un valor intrínseco: la dignidad.
Ahora bien, la moralidad es la única condición bajo la cual un ser racional puede ser un fin en sí
mismo; porque sólo a través suyo es posible ser un miembro legislador en el reino de los fines. Así
pues, la moralidad y la humanidad, en la medida en que ésta es susceptible de aquélla, es lo único que
posee dignidad.

Kant, I. (2002) Fundamentación de la metafísica de las costumbres. Madrid, Alianza. p. 147-

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