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La confrontación generacional y la hiperseveridad del Superyó en la adolescencia

08/09/2008- Por Luis Kancyper -

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La confrontación generacional es un punto nodal, en el que confluyen las cuestiones más


importantes y diversas; se trata, en realidad, de un tema complejo en todas las etapas de la vida –
y fundamentalmente durante la fase de la adolescencia – para la adquisición y la plasmación y de
la identidad individual y social… La categoría adolescencia al igual que las categorías de niñez y
adultez son construcciones culturales que van cambiando de acuerdo al momento histórico. Cabe
preguntarse si las instituciones educativas y los docentes contemplan en sus prácticas
pedagógicas, lectura de los fenómenos de la realidad educativa e intervenciones, las
características que la contemporaneidad presenta marcada por la devaluación del Nombre del
Padre en términos de la decadencia de quienes se inscriben para la función y las consecuentes
manifestaciones adolescentes en relación a la transgresión y violentación de la ley.

“Es estimulante que la adolescencia esté activa y haga oír su voz, pero los esfuerzos
adolescentes que hoy se hacen sentir en todo el mundo deben ser enfrentados, deben cobrar
realidad gracias a un acto de confrontación. Ésta debe ser personal.

Los adultos son necesarios para que los adolescentes tengan vida y vivacidad.

Oponerse es contenerse sin represalia, sin espíritu de venganza, pero con confianza.... que los
jóvenes modifiquen la sociedad y enseñen a los adultos a ver el mundo de una manera nueva;
pero que allí donde esté presente el desafío de un joven en crecimiento, haya un adulto dispuesto
a enfrentarlo. Lo cual no resultará necesariamente agradable. En la fantasía inconsciente, éstas
son cuestiones de vida o muerte”.

D.W. Winnicott

Introducción

La confrontación generacional es un punto nodal, en el que confluyen las cuestiones más


importantes y diversas; se trata, en realidad, de un tema complejo en todas las etapas de la vida –
y fundamentalmente durante la fase de la adolescencia– para la adquisición y la plasmación y de
la identidad individual y social, cuyo estudio arroja mucha luz sobre nuestro acontecer anímico.

El desasimiento de la autoridad parental y fraterna es una operación necesaria pero también


angustiante del desarrollo humano, y puede ser denegado cuando en el vínculo padres e hijos
prevalecen relaciones de objeto de tipo narcisista y/o pigmaliónico, en las cuales el otro no es
considerado diferente ni separado. En estos vínculos, la alteridad y la mismidad quedan total o
parcialmente desmentidas con el objeto de garantizar la omnipotencia y la inmortalidad de los
progenitores y la cohesión del medio familiar.

Precisamente es la falta de ese otro discriminado lo que deniega el enfrentamiento y la


confrontación intergeneracionales, ya que nadie puede confrontar con el otro in absentia et in
efigies.
La confrontación generacional representa una de las vías principales para estudiar de qué manera
las relaciones de poder “fabrican” sujetos e instauran una multiplicidad de técnicas de constricción
reversibles, que se despliegan asimétricamente y en dos direcciones: desde los padres hacia el
hijo y desde éste hacia los progenitores. Una de estas técnicas estaría representada por el uso y
abuso del Eros, que sofoca el espacio discriminado del otro mediante un solapado manejo de
poder-seducción. Otra sería ejercer el poder-sumisión para rellenar toda carencia, toda falta, todo
apremio objetivo [Ananké] en los hijos, lo que impediría que manifestasen el odio y la agresividad.
El odio y la agresividad son dos emociones y mociones fundamentales que posibilitan la admisión
del objeto como exterior a uno, y que operan, además, como condición necesaria para que se
instale una tensión entre los opuestos y así se despliegue el movimiento dialéctico de la
discriminación y la oposición entre las generaciones.

El adolecer y la adolescencia de los padres del adolescente

Así como los padres son necesarios para que en el hijo se instituya el complejo de Edipo, también
lo son para que el vástago salga de él y pueda acceder a la elección de objetos sexuales, no
incestuosos ni parricidas, y a nuevos objetos vocacionales más allá de los mandatos parentales.
Este es un largo, difícil y tortuoso camino donde muchos se detienen antes de la línea de llegada.

Dolto señala que la adolescencia es un movimiento pleno de fuerza, de promesas de vida, de


expansión, y que no hay adolescentes sin problemas, sin sufrimientos; este es quizás el período
más doloroso de la vida.

Pero, por otro lado, también representa la etapa de los duelos, las angustias y las alegrías más
intensos para los padres del adolescente, quienes deben enfrentar elaboraciones psíquicas
complejas, debido a la reactivación y resignificación de sus propias adolescencias, en muchos
casos de un modo patético, porque esta fase coincide con la llegada de la menopausia y la vejez.
Ellos sufren duelos y angustias por la resignación de los deseos narcisistas de inmortalidad y de
completud investidos en el hijo, y de sus deseos pigmaliónicos relacionados con las fantasías de
fabricación y moldeado del otro a su imagen y semejanza, para ejercer sobre él un poder
omnímodo y omnisciente. Debe, además, admitir la sexualidad floreciente y la potencia de
desarrollo en el hijo que crece, contrapuestas a las de ellos que se encuentran en franca
disminución.

Cada uno de los padres debe librar múltiples y simultáneas batallas en varios frentes para acceder
no sólo a la desmitificación del Narciso, el Pigmalión y el Edipo que se albergan en su alma en
diferentes grados, sino que además debe desmantelar a Cronos que devora a sus vástagos. Esta
tarea es intrincada y dolorosa para los padres, porque apunta a admitir la inexorable
irreversibilidad del tiempo y la prohibición definitiva de la reapropiación devorante de los hijos.

Pero, ¿qué sucede cuando el padre del adolescente no resigna su propia adolescencia y, por
ende, no puede ejercer su función paterna? ¿Cuando no puede realizar la elaboración de estos
variados duelos caracterizados por una compleja y múltiple causalidad? Entonces se produce el
borramiento de la diferencia generacional, y la necesaria rivalidad edípica deviene en una trágica
lucha fraterna y narcisista. En lugar de la confrontación, se instauran la provocación, la evitación o
la desmentida de la brecha generacional, con lo cual se altera el proceso de la identidad.
El padre “pendeviejo”

Mi papá es un pendeviejo. Se la pasa compitiendo conmigo en la ropa, en el corte de pelo, en los


deportes y hasta con las minas. Pero para mí es un padre cucharita porque no corta ni pincha.

Mi papá se pone a nivel nuestro. Yo parezco una persona adulta y él parece un pendeviejo,
parece mi hermano.

Yo no quiero un padre-hermano; quiero que cumpla el rol de padre. Quiero que sea más serio.
Siento que está invadiendo lo que me pertenece. No me gusta la competencia con él. Yo siento
que él la provoca. Él tiene 52 años y nos hace sentir que somos tarados, y con ironía nos dice: “Yo
corro ocho kilómetros y ustedes no hacen ningún deporte”.

Algo pasa que mis hermanos y yo nos borramos del club, y que además ninguno de nosotros está
en pareja. Él se cree que es el más piola. Me avergüenza mi papá.

El padre “cucharita que no corta ni pincha” en la dinámica familiar no instituye la función paterna;
como consecuencia no ejerce, por un lado, el corte en la díada madre-hijo, y por el otro, el
fraternizar el vínculo paterno-filial, impide que el hijo acceda al inevitable y necesario proceso de la
confrontación generacional, esencial para la adquisición de la identidad. En ese proceso se
despliegan duelos y reordenamientos identificatorios dentro de un campo dinámico compuesto por
los sistemas narcisistas, pigmaliónicos y edípico- parentales y filiales en pugna.

Su condición primera es la presencia de otro como una alteridad que no es blanda ni arbitraria, y
que posibilita la tensión de la diferencia entre los opuestos, si ambas partes admiten que
“oponente” no equivale a “enemigo”.

Este arco de tensiones activa el proceso dialéctico de las identificaciones-desidentificaciones-


reidentificaciones que se despliega durante toda la vida, en especial durante el período de la
adolescencia, etapa que se caracteriza por el definitivo desprendimiento mental de los padres a
través de la superación del complejo de Edipo y de la culminación del desarrollo sexual (Green,
1993).

Ejemplo clínico

Abel es un adolescente de 20 años que presenta un severo déficit de identidad. Es el hijo


preferido de sus padres y el nieto predilecto de los abuelos. Los negocios del padre llevan
únicamente su nombre de pila, y él ha efectuado una elaboración masoquista de su lugar y
condiciones preferenciales.

Estos son algunos de sus comentarios en sesión:

Yo no quiero vivir para zafar. Zafar es alejarse del sufrimiento o de la realidad en lugar de vivir
para encontrar significado a las cosas y para disfrutar lo que uno hace.

Cuando zafás no resolvés nada. Es como esconder la cabeza como el avestruz.


Mi papá no sabe cuándo tengo que dar un final en la facultad, ni con quién me voy de viaje.

Una actitud típica de él es la siguiente: llega cansado y me dice: “¿Cómo te va? ¿Todo bien?
¿Todo en orden?”, y sigue caminando con su teléfono celular en la mano sin darme tiempo para
que yo pueda contestarle, y se encierra en su pieza. Allí tiene su baticueva y esconde todo. Él vive
ocultando y yo vivo para zafar. Mi papá no se permite muchas cosas y yo tampoco; ¡cuántas
cosas en común tengo con él!

Él tiene una actitud con la gente que me revienta. Quiere quedar bien con todos y no hace lo que
quiere. Y yo a veces hago igual que él. Pero mi papá además es un capo para hacerte sentir un
inservible.

En mi casa nadie se permite estar mejor que el otro. Todos nos nivelamos siempre para abajo. No
nos permitimos tener una buena reunión familiar, y tampoco yo me permito nivelarme para arriba
porque me sentiría diferente. Pero yo me quiero diferenciar y no asemejarme a los demás. Pero al
diferenciarme de mis padres y de mis hermanos me siento mal. Me da pena y culpa ver que mis
padres son un fracaso, que mi hermano, que es mayor que yo, está tirado en la cama y que el
más chico está perdido en el mundo.

Pero yo sé que puedo ser diferente, que tengo buena materia prima. Pero en mi casa es difícil ser
diferente. Llega un momento en que todos somos mozos. Todos servimos a todos y nos
nivelamos para abajo, y entonces la conversación empieza a girar en derredor de las desgracias y
de los problemas [pausa].

A mí me gustaría desnivelarme para arriba, pero el peligro es estar solo. No estar solo
físicamente, porque sé que el amor de mis padres es incondicional, pero solo simplemente por
querer ser diferente.

Abel está mejor dotado física e intelectualmente que sus hermanos, y participa de una alianza
narcisista con la madre en contra del padre.

Se ha posicionado en el rol de regulador de la homeostasis familiar, como el doble ideal e


inmortal, para que el padre, al contemplarse en él, recupere su propia imagen de una belleza
inmutable que niega el paso del tiempo, y para aprehender, al espejarse en el hijo, la evanescente
inmortalidad. Y el hijo, en lugar de enfrentar al padre y situarse en la antítesis de la propuesta
identificatoria que proviene del “otro”, para efectuar una síntesis propia en un nuevo
reordenamiento identificatorio, que termina finalmente fundido y mezclado con las historias que
conciernen a los progenitores y con demandas inalcanzables que provienen de la desmesura de
su Ideal del Yo y de un superyó exageradamente severo.

En una nota al pie de página en El malestar en la cultura, Freud cita a Franz Alexander que se
refería a los dos principales métodos patógenos de educación: la severidad excesiva y el
consentimiento.

El padre “desmedidamente blando e indulgente” ocasionaría en el niño la formación de un superyó


hipersevero, porque ese niño, bajo la impresión del amor que recibe, no tiene otra salida para su
agresión que volverla hacia dentro. En el niño desamparado, educado sin amor, falta la tensión
entre el yo y el superyó, toda su agresión puede dirigirse hacia fuera. Por lo tanto, si se prescinde
del factor constitucional, es lícito afirmar que la conciencia moral severa es engendrada por la
cooperación de dos influjos vitales: la frustración pulsional, que desencadena la agresión, y la
experiencia de amor, que vuelve esa agresión hacia adentro y la transfiere al superyó (Freud,
1930).

Nasio señala la presencia de dos tipos opuestos y coexistentes de superyó. Primero, reconoce un
superyó asimilado a la conciencia en sus variantes de conciencia moral, conciencia crítica y
conciencia productora de valores ideales. Este superyó-conciencia corresponde a la definición
clásica, que designa a la instancia superyoica como la parte de nuestra personalidad que regula
nuestras conductas, nos juzga y se ofrece como modelo ideal. Así el yo, bajo la mirada de un
escrupuloso observador, respondería a las exigencias conscientes de una moral a seguir y de un
ideal a alcanzar. La actividad conciente, generalmente considerada como una derivación racional
del superyó primordial, se explica por la incorporación en el seno del yo no sólo de la ley de
prohibición del incesto, sino también de la influencia crítica de los padres y, de modo progresivo,
de la sociedad en su conjunto. Este superyó, considerado a la luz de sus tres roles de conciencia
crítica, de juez y de modelo, representaría la parte subjetiva de los fundamentos de la moral, del
arte, de la religión y de toda aspiración hacia el bienestar social e individual del hombre. Y un
segundo superyó, cruel y feroz, causa de una gran parte de la miseria humana y de las absurdas
acciones infernales del hombre (suicidio, asesinato, destrucción y guerra).

El “bien” que este superyó salvaje nos ordena encontrar no es el bien moral (es decir, lo que está
bien desde el punto de vista de la sociedad), sino el goce absoluto en sí mismo; nos ordena
transgredir todo límite y alcanzar lo imposible de un goce incesantemente sustraído. EL superyó
tiránico ordena y nosotros obedecemos sin saberlo, aun cuando con frecuencia ello conlleve la
pérdida y la destrucción de aquello que nos es más caro.

Precisamente, es éste el sentido de la fórmula propuesta por Lacan: “El superyó es el imperativo
del goce. ¡Goza! El yo, acosado por el empuje superyoico, llega a veces a cometer acciones de
una rara violencia contra sí mismo o contra el mundo”.

Esta autoridad interna tan desenfrenada en sus intimidaciones, tan cruel en sus prohibiciones, tan
sádica en su dureza y tan celosamente vigilante, confunde en su insensata omnisciencia odio con
destrucción, y como consecuencia de esta confusión, niega el inexorable derecho de odiar para
liberar la agresividad de la continua servidumbre a la tiranía del superyó.

Agresividad que opera como la precondición necesaria para el despliegue del acto de la
confrontación parento-filial y fraterna propiamente dicha, y no la provocación ni su desmentida.

El ejercicio de la libertad y de la confrontación que posibilita una vida creativa requiere un


constante proceso de liberación de las amarras ominosas del superyó y de los obstáculos que
provienen del medio ambiental y social.

La confrontación generacional y la hiperseveridad del superyó

Con respecto a la hiperseveridad del superyó, intentaré oponer la teoría estructural a la teoría
económica freudiana. Emplearé el concepto de dialéctica de las identificaciones, basado en el
modelo hegeliano: no hay síntesis posible sin antítesis:

Tesis: “Tienes que ser como tu padre”.

Antítesis: “Quiero ser cualquier cosa, salvo como mi padre”.

Síntesis: “Quiero ser yo, semejante a mi padre”, que significa adquirir de él algunos aspectos y
modificarlos en una diferente y renovadora reestructuración.

El adolescente debe rechazar ciertas identificaciones para acceder a otro nivel de identificación
que le permita lograr una posición independiente. Pero ese logro no se obtiene por la simple
operación de ejercer el rechazo por el rechazo mismo de los modelos identificatorios que le
ofrecen sus progenitores, sino que este tipo de rechazo promueve un efecto diverso: él rechaza lo
establecido de la tesis parental, para realizar un proceso de separación interna, con la finalidad de
despojarse de lo que hasta ese momento ha tomado del objeto. Es como si el sujeto, para
desidentificarse, tuviera que efectuar en el segundo movimiento – el de la antítesis –, una suerte
de autonomía (Baranger y otros, 1989) y se encontrara, por lo tanto, como mutilado de los
modelos otrora admirados, valorados y no cuestionados, y así acceder al tercer movimiento – el
de la síntesis – en el que aparecen sentimientos de esperanza y vivencias de renacimiento, como
consecuencia del nuevo producto que surge del reordenamiento identificatorio a partir del acto de
la confrontación.

Pero los padres “adolescentizados” mantienen vínculos mezclados con sus hijos, que fluctúan
entre la fraternización y la infantilización y eclipsan, por ende, el despliegue de la confrontación
generacional.

Los padres “blandos”

El padre “blando” promueve la inversión de la función paterna. El hijo ocupa su lugar y paternaliza
a sus progenitores. Porque el arco de la tensión vertical entre la tesis y la antítesis queda
paralizado, y el hijo, al permanecer finalmente fundido con su padre, no puede efectuar la síntesis
de su propio reordenamiento identificatorio.

Transcribo un fragmento del discurso de Raúl, de 42 años, que había consultado por padecer
trastornos en su identidad. No podía mantenerse en un trabajo estable, cambiaba frecuentemente
de casa, mantenía una ambigua relación con su pareja y no podía asumir su función paterna.
Vivía deprimido y colérico, cautivo de una relación de objeto narcisistas y parasitaria.

Mi papá vivió apoyándose en mí. Acá hubo un robo. Robaron mi vida. Se apropiaron de lo que no
les correspondía y yo tampoco tuve carácter de dominio. Les fue fácil robar lo que no tenía dueño.
Porque yo tampoco supe defender mi vida, para mí lo más jodido de mi viejo fue que no me dio un
buen modelo para poder reflejarme. En el fondo mi papá no es un adulto responsable y yo
tampoco lo fui, ni lo soy.

Raúl había desempeñado el rol de padre vicario, porque su propio padre había padecido de una
enfermedad vascular irreversible. Su padre, enfermo, era demasiado blando como para que le
posibilitara el despliegue de la dialéctica del juego de oposiciones que requiere el proceso del
reordenamiento identificatorio. No podía efectuar la antítesis necesaria que lo condujera a la
síntesis de una posición discriminada y autónoma del modelo parental. Así, Raúl permaneció en el
primer movimiento, en la tesis con el padre y mezclado una unidad dual con él, en una suerte de
simbiosis. El padre lo esclavizó, obligándolo a tomar su función paterna y a completarlo y Raúl
aceptó participar de esa connivencia narcisista.

El desarraigo de Raúl nos remite a la constelación binaria idealizada de la simbiosis padre-hijo, en


la que ambos configuran una relación centáurica. El hijo funciona como la cabeza de un ser
fabuloso y el padre lo continúa con su cuerpo y viceversa; corolario de una situación persecutoria
extrema, que se asemeja a la función maternante y paternante que mantenía Zeus con Dionisio,
descrito por Eurípides en la tragedia Las bacantes.

Raúl había sido colocado en el lugar de Zeus como el portador deificado que tenía como misión
preservar a ambos progenitores de la locura y del desamparo. También la madre de Raúl operaba
como una suerte de pseudópodo narcisista del hijo. Dependía económica y psíquicamente de él. Y
Raúl estaba condenado a vivir eternamente la experiencia de errancia.

Alternaba su vagabundeo entre fantasías heroicas, de reivindicación y de redención. Buscaba un


lugar propio, una tierra para detenerse y construir. Una espacialidad psíquica discriminada de las
necesidades, las demandas y los deseos parentales que reanimaban a la vez sus propias
fantasías de omnipotencia infantil.

Mi papá nunca me acompañó, siempre me pidió. Siempre sentí la exigencia de tener que cumplir
el rol de un prestador permanente e incondicional. Mi vida quedó entrecruzada con la vida de mi
padre.

Siempre me preocupé por él y eso, en gran medida, dificultó la posibilidad de ocuparme de mis
cosas.

Yo siempre viví con mis cosas a medias, transitorias y no permanentes. Creo que no hay peor
enfermedad que el desarraigo.

Los padres blandos y los padres “pendeviejos”, como hemos visto, generan un fenómeno
particular caracterizado por la reversión de la demanda de dependencia (R.Z. de Golstein).

Reversión de la demanda de dependencia

Esta reversión surge por el desvalimiento y la necesidad de los propios padres, que inducen
precozmente a hijo a operar como soporte y rêverie de los progenitores, con la finalidad de poder
garantizar la homeostasis de la dinámica familiar. Esta situación inviste al hijo de una elevada
carga narcisista y masoquista de omnipotencia e idealización y promueve la hiperseveridad del
superyó.

En el caso de Abel, su padre había quedado huérfano de padre a los 17 años y su madre padecía
de una patología narcisista grave. Ella fomentaba connivencias con el hijo para descalificar al
padre, que permaneció detenido en un interminable duelo adolescente.

El padre “pendeviejo”, además de no posicionarse como un espejo adulto que confirma la


identidad del hijo, mantenía una lucha narcisista con él; entre ambos se establecía una demanda
de dependencia revertida: el padre buscaba espejarse en el hijo para hallar en él, y con júbilo, una
efébica imagen corporal totalizadora acompañada de una nostálgica protección parental. Y el hijo
permaneció narcisísticamente sobreinvestido en un lugar idealizado con excesivas e inalcanzables
demandas superyoicas, que lo condujeron finalmente a generar severos conflictos entre su
idealidad y la pulsionalidad en las dimensiones intrasubjetiva e intersubjetiva.

Yo parezco una persona adulta y él parece un pendejo, parece mi hermano.

Yo no quiero un padre-hermano. Quiero que cumpla el rol de padre.


La modalidad de pensamiento y de accionar de los padres “pendeviejos” se halla, además,
favorecida en la actualidad por la ideología imperante del individualismo post-moderno, que al
entronizar el culto del cuerpo-imagen y el permanente entusiasmo de una juventud eterna,
narcisiza los vínculos y desmiente la diferencia generacional.

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