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“Es estimulante que la adolescencia esté activa y haga oír su voz, pero los esfuerzos
adolescentes que hoy se hacen sentir en todo el mundo deben ser enfrentados, deben cobrar
realidad gracias a un acto de confrontación. Ésta debe ser personal.
Los adultos son necesarios para que los adolescentes tengan vida y vivacidad.
Oponerse es contenerse sin represalia, sin espíritu de venganza, pero con confianza.... que los
jóvenes modifiquen la sociedad y enseñen a los adultos a ver el mundo de una manera nueva;
pero que allí donde esté presente el desafío de un joven en crecimiento, haya un adulto dispuesto
a enfrentarlo. Lo cual no resultará necesariamente agradable. En la fantasía inconsciente, éstas
son cuestiones de vida o muerte”.
D.W. Winnicott
Introducción
Así como los padres son necesarios para que en el hijo se instituya el complejo de Edipo, también
lo son para que el vástago salga de él y pueda acceder a la elección de objetos sexuales, no
incestuosos ni parricidas, y a nuevos objetos vocacionales más allá de los mandatos parentales.
Este es un largo, difícil y tortuoso camino donde muchos se detienen antes de la línea de llegada.
Pero, por otro lado, también representa la etapa de los duelos, las angustias y las alegrías más
intensos para los padres del adolescente, quienes deben enfrentar elaboraciones psíquicas
complejas, debido a la reactivación y resignificación de sus propias adolescencias, en muchos
casos de un modo patético, porque esta fase coincide con la llegada de la menopausia y la vejez.
Ellos sufren duelos y angustias por la resignación de los deseos narcisistas de inmortalidad y de
completud investidos en el hijo, y de sus deseos pigmaliónicos relacionados con las fantasías de
fabricación y moldeado del otro a su imagen y semejanza, para ejercer sobre él un poder
omnímodo y omnisciente. Debe, además, admitir la sexualidad floreciente y la potencia de
desarrollo en el hijo que crece, contrapuestas a las de ellos que se encuentran en franca
disminución.
Cada uno de los padres debe librar múltiples y simultáneas batallas en varios frentes para acceder
no sólo a la desmitificación del Narciso, el Pigmalión y el Edipo que se albergan en su alma en
diferentes grados, sino que además debe desmantelar a Cronos que devora a sus vástagos. Esta
tarea es intrincada y dolorosa para los padres, porque apunta a admitir la inexorable
irreversibilidad del tiempo y la prohibición definitiva de la reapropiación devorante de los hijos.
Pero, ¿qué sucede cuando el padre del adolescente no resigna su propia adolescencia y, por
ende, no puede ejercer su función paterna? ¿Cuando no puede realizar la elaboración de estos
variados duelos caracterizados por una compleja y múltiple causalidad? Entonces se produce el
borramiento de la diferencia generacional, y la necesaria rivalidad edípica deviene en una trágica
lucha fraterna y narcisista. En lugar de la confrontación, se instauran la provocación, la evitación o
la desmentida de la brecha generacional, con lo cual se altera el proceso de la identidad.
El padre “pendeviejo”
Mi papá se pone a nivel nuestro. Yo parezco una persona adulta y él parece un pendeviejo,
parece mi hermano.
Yo no quiero un padre-hermano; quiero que cumpla el rol de padre. Quiero que sea más serio.
Siento que está invadiendo lo que me pertenece. No me gusta la competencia con él. Yo siento
que él la provoca. Él tiene 52 años y nos hace sentir que somos tarados, y con ironía nos dice: “Yo
corro ocho kilómetros y ustedes no hacen ningún deporte”.
Algo pasa que mis hermanos y yo nos borramos del club, y que además ninguno de nosotros está
en pareja. Él se cree que es el más piola. Me avergüenza mi papá.
El padre “cucharita que no corta ni pincha” en la dinámica familiar no instituye la función paterna;
como consecuencia no ejerce, por un lado, el corte en la díada madre-hijo, y por el otro, el
fraternizar el vínculo paterno-filial, impide que el hijo acceda al inevitable y necesario proceso de la
confrontación generacional, esencial para la adquisición de la identidad. En ese proceso se
despliegan duelos y reordenamientos identificatorios dentro de un campo dinámico compuesto por
los sistemas narcisistas, pigmaliónicos y edípico- parentales y filiales en pugna.
Su condición primera es la presencia de otro como una alteridad que no es blanda ni arbitraria, y
que posibilita la tensión de la diferencia entre los opuestos, si ambas partes admiten que
“oponente” no equivale a “enemigo”.
Ejemplo clínico
Yo no quiero vivir para zafar. Zafar es alejarse del sufrimiento o de la realidad en lugar de vivir
para encontrar significado a las cosas y para disfrutar lo que uno hace.
Una actitud típica de él es la siguiente: llega cansado y me dice: “¿Cómo te va? ¿Todo bien?
¿Todo en orden?”, y sigue caminando con su teléfono celular en la mano sin darme tiempo para
que yo pueda contestarle, y se encierra en su pieza. Allí tiene su baticueva y esconde todo. Él vive
ocultando y yo vivo para zafar. Mi papá no se permite muchas cosas y yo tampoco; ¡cuántas
cosas en común tengo con él!
Él tiene una actitud con la gente que me revienta. Quiere quedar bien con todos y no hace lo que
quiere. Y yo a veces hago igual que él. Pero mi papá además es un capo para hacerte sentir un
inservible.
En mi casa nadie se permite estar mejor que el otro. Todos nos nivelamos siempre para abajo. No
nos permitimos tener una buena reunión familiar, y tampoco yo me permito nivelarme para arriba
porque me sentiría diferente. Pero yo me quiero diferenciar y no asemejarme a los demás. Pero al
diferenciarme de mis padres y de mis hermanos me siento mal. Me da pena y culpa ver que mis
padres son un fracaso, que mi hermano, que es mayor que yo, está tirado en la cama y que el
más chico está perdido en el mundo.
Pero yo sé que puedo ser diferente, que tengo buena materia prima. Pero en mi casa es difícil ser
diferente. Llega un momento en que todos somos mozos. Todos servimos a todos y nos
nivelamos para abajo, y entonces la conversación empieza a girar en derredor de las desgracias y
de los problemas [pausa].
A mí me gustaría desnivelarme para arriba, pero el peligro es estar solo. No estar solo
físicamente, porque sé que el amor de mis padres es incondicional, pero solo simplemente por
querer ser diferente.
Abel está mejor dotado física e intelectualmente que sus hermanos, y participa de una alianza
narcisista con la madre en contra del padre.
En una nota al pie de página en El malestar en la cultura, Freud cita a Franz Alexander que se
refería a los dos principales métodos patógenos de educación: la severidad excesiva y el
consentimiento.
Nasio señala la presencia de dos tipos opuestos y coexistentes de superyó. Primero, reconoce un
superyó asimilado a la conciencia en sus variantes de conciencia moral, conciencia crítica y
conciencia productora de valores ideales. Este superyó-conciencia corresponde a la definición
clásica, que designa a la instancia superyoica como la parte de nuestra personalidad que regula
nuestras conductas, nos juzga y se ofrece como modelo ideal. Así el yo, bajo la mirada de un
escrupuloso observador, respondería a las exigencias conscientes de una moral a seguir y de un
ideal a alcanzar. La actividad conciente, generalmente considerada como una derivación racional
del superyó primordial, se explica por la incorporación en el seno del yo no sólo de la ley de
prohibición del incesto, sino también de la influencia crítica de los padres y, de modo progresivo,
de la sociedad en su conjunto. Este superyó, considerado a la luz de sus tres roles de conciencia
crítica, de juez y de modelo, representaría la parte subjetiva de los fundamentos de la moral, del
arte, de la religión y de toda aspiración hacia el bienestar social e individual del hombre. Y un
segundo superyó, cruel y feroz, causa de una gran parte de la miseria humana y de las absurdas
acciones infernales del hombre (suicidio, asesinato, destrucción y guerra).
El “bien” que este superyó salvaje nos ordena encontrar no es el bien moral (es decir, lo que está
bien desde el punto de vista de la sociedad), sino el goce absoluto en sí mismo; nos ordena
transgredir todo límite y alcanzar lo imposible de un goce incesantemente sustraído. EL superyó
tiránico ordena y nosotros obedecemos sin saberlo, aun cuando con frecuencia ello conlleve la
pérdida y la destrucción de aquello que nos es más caro.
Precisamente, es éste el sentido de la fórmula propuesta por Lacan: “El superyó es el imperativo
del goce. ¡Goza! El yo, acosado por el empuje superyoico, llega a veces a cometer acciones de
una rara violencia contra sí mismo o contra el mundo”.
Esta autoridad interna tan desenfrenada en sus intimidaciones, tan cruel en sus prohibiciones, tan
sádica en su dureza y tan celosamente vigilante, confunde en su insensata omnisciencia odio con
destrucción, y como consecuencia de esta confusión, niega el inexorable derecho de odiar para
liberar la agresividad de la continua servidumbre a la tiranía del superyó.
Agresividad que opera como la precondición necesaria para el despliegue del acto de la
confrontación parento-filial y fraterna propiamente dicha, y no la provocación ni su desmentida.
Con respecto a la hiperseveridad del superyó, intentaré oponer la teoría estructural a la teoría
económica freudiana. Emplearé el concepto de dialéctica de las identificaciones, basado en el
modelo hegeliano: no hay síntesis posible sin antítesis:
Síntesis: “Quiero ser yo, semejante a mi padre”, que significa adquirir de él algunos aspectos y
modificarlos en una diferente y renovadora reestructuración.
El adolescente debe rechazar ciertas identificaciones para acceder a otro nivel de identificación
que le permita lograr una posición independiente. Pero ese logro no se obtiene por la simple
operación de ejercer el rechazo por el rechazo mismo de los modelos identificatorios que le
ofrecen sus progenitores, sino que este tipo de rechazo promueve un efecto diverso: él rechaza lo
establecido de la tesis parental, para realizar un proceso de separación interna, con la finalidad de
despojarse de lo que hasta ese momento ha tomado del objeto. Es como si el sujeto, para
desidentificarse, tuviera que efectuar en el segundo movimiento – el de la antítesis –, una suerte
de autonomía (Baranger y otros, 1989) y se encontrara, por lo tanto, como mutilado de los
modelos otrora admirados, valorados y no cuestionados, y así acceder al tercer movimiento – el
de la síntesis – en el que aparecen sentimientos de esperanza y vivencias de renacimiento, como
consecuencia del nuevo producto que surge del reordenamiento identificatorio a partir del acto de
la confrontación.
Pero los padres “adolescentizados” mantienen vínculos mezclados con sus hijos, que fluctúan
entre la fraternización y la infantilización y eclipsan, por ende, el despliegue de la confrontación
generacional.
El padre “blando” promueve la inversión de la función paterna. El hijo ocupa su lugar y paternaliza
a sus progenitores. Porque el arco de la tensión vertical entre la tesis y la antítesis queda
paralizado, y el hijo, al permanecer finalmente fundido con su padre, no puede efectuar la síntesis
de su propio reordenamiento identificatorio.
Transcribo un fragmento del discurso de Raúl, de 42 años, que había consultado por padecer
trastornos en su identidad. No podía mantenerse en un trabajo estable, cambiaba frecuentemente
de casa, mantenía una ambigua relación con su pareja y no podía asumir su función paterna.
Vivía deprimido y colérico, cautivo de una relación de objeto narcisistas y parasitaria.
Mi papá vivió apoyándose en mí. Acá hubo un robo. Robaron mi vida. Se apropiaron de lo que no
les correspondía y yo tampoco tuve carácter de dominio. Les fue fácil robar lo que no tenía dueño.
Porque yo tampoco supe defender mi vida, para mí lo más jodido de mi viejo fue que no me dio un
buen modelo para poder reflejarme. En el fondo mi papá no es un adulto responsable y yo
tampoco lo fui, ni lo soy.
Raúl había desempeñado el rol de padre vicario, porque su propio padre había padecido de una
enfermedad vascular irreversible. Su padre, enfermo, era demasiado blando como para que le
posibilitara el despliegue de la dialéctica del juego de oposiciones que requiere el proceso del
reordenamiento identificatorio. No podía efectuar la antítesis necesaria que lo condujera a la
síntesis de una posición discriminada y autónoma del modelo parental. Así, Raúl permaneció en el
primer movimiento, en la tesis con el padre y mezclado una unidad dual con él, en una suerte de
simbiosis. El padre lo esclavizó, obligándolo a tomar su función paterna y a completarlo y Raúl
aceptó participar de esa connivencia narcisista.
Raúl había sido colocado en el lugar de Zeus como el portador deificado que tenía como misión
preservar a ambos progenitores de la locura y del desamparo. También la madre de Raúl operaba
como una suerte de pseudópodo narcisista del hijo. Dependía económica y psíquicamente de él. Y
Raúl estaba condenado a vivir eternamente la experiencia de errancia.
Mi papá nunca me acompañó, siempre me pidió. Siempre sentí la exigencia de tener que cumplir
el rol de un prestador permanente e incondicional. Mi vida quedó entrecruzada con la vida de mi
padre.
Siempre me preocupé por él y eso, en gran medida, dificultó la posibilidad de ocuparme de mis
cosas.
Yo siempre viví con mis cosas a medias, transitorias y no permanentes. Creo que no hay peor
enfermedad que el desarraigo.
Los padres blandos y los padres “pendeviejos”, como hemos visto, generan un fenómeno
particular caracterizado por la reversión de la demanda de dependencia (R.Z. de Golstein).
Esta reversión surge por el desvalimiento y la necesidad de los propios padres, que inducen
precozmente a hijo a operar como soporte y rêverie de los progenitores, con la finalidad de poder
garantizar la homeostasis de la dinámica familiar. Esta situación inviste al hijo de una elevada
carga narcisista y masoquista de omnipotencia e idealización y promueve la hiperseveridad del
superyó.
En el caso de Abel, su padre había quedado huérfano de padre a los 17 años y su madre padecía
de una patología narcisista grave. Ella fomentaba connivencias con el hijo para descalificar al
padre, que permaneció detenido en un interminable duelo adolescente.