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Ejercicios Espirituales Con Don Bosco
Ejercicios Espirituales Con Don Bosco
TERESIO BOSCO
1
DIA PRIMERO
INFANCIA Y JUVENTUD DE DON BOSCO: EPOCA EN LA QUE NACEN LOS
ELEMENTOS ORIGINALES DE SU PERSONALIDAD
PRIMERA CHARLA
LA FAMILIA DE I BECCHI,
MANANTIAL DE LA PERSONALIDAD DE DON BOSCO
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Los sacó adelante con dulzura y firmeza. Cien años después los psicólogos dirán que el
niño necesita, para desarrollarse bien en la vida, el amor exigente y firme del padre, y
el amor dulce, gratuito y gozoso de la madre (E. FROMM, El arte de amar).
El amor paterno, exigente y firme, estimula al empeño en la consecución de las metas,
exhorta continuamente a ser «dignos del padre».
El amor materno, dulce, gratuito, sereno y gozoso, da la alegría de vivir por encima de
los resultados, consuela en los días de abatimiento, recuerda al hijo que alguien le
quiere bien «no por lo que hace», sino «por lo que es», sólo por el hecho de ser hijo.
Los psicólogos dirán que la orfandad lleva consigo el riesgo del desequilibrio afectivo
hacia una sola vertiente: para los hijos de mamá el de una molicie sin nervio y sin
estímulo para alcanzar grandes resultados; para los hijos de papá, el de una aridez
ansiosa de quien siempre se ve estimulado y se encuentra solo y rechazado en los días
de abatimiento.
Mamá Margarita encontró en sí misma un instintivo equilibrio que le hizo unir y
alternar la serena firmeza y la dulzura reconfortante. Era una madre dulcísima, pero
enérgica y fuerte. Los hijos sabían que su no, era no. Y no había caprichos que le
hicieran cambiar de parecer.
En un rincón de la cocina —recordaba Don Bosco— había una vara: un mimbre flexible.
No la usó jamás, pero nunca la retiró de allí.
Cuando un día hizo Juan una «gorda» (a saber cuántas veces se repetirá cada día este
episodio), Margarita señaló el rincón: «Juan, tráeme la vara.» El niño se retiró hacia la
puerta: « ¿Qué quiere hacer?» «Tráemela y verás.» El tono era decidido. Juan se la
llevó y le dijo ofreciéndosela desde lejos: « ¿Quiere medirme las espaldas?»... « ¿Y
por qué no, si me las haces tan gordas?» «Mamá, ya no lo haré más.» Y entonces la
mamá sonríe. No «mantiene el ceño», no «sigue con los nervios en tensión». Sonríe
ella, y sonríe también su hijo. Todo vuelve a estar tranquilo y sereno en la casita.
Este amor exigente y al mismo tiempo confortante es el primer valor que marca la
personalidad de Don Bosco y que permanecerá como plataforma fija en la base de su
personalidad. El no supo jamás por experiencia directa qué quiere decir tener un
padre y una madre. Tuvo una sola fuente de amor, materno y paterno a un mismo
tiempo. Y él mismo llegó a ser una idéntica fuente de amor para sus muchachos: un
amor que se manifiesta, al mismo tiempo y alternativamente, con firmeza serena y
gozo confortante, un amor paterno y materno. Y quiso que sus Salesianos fueran lo
mismo.
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El trabajo y el sacrificio
El segundo elemento que Juan Bosco absorbió de su madre hasta convertirlo en su
norma, fue el trabajo.
Ve a su madre trabajar. Los hijos le echan una mano según sus posibilidades. La vida
de la familia Bosco es una vida de pobreza. Entre las pocas casas de I Becchi, la de los
Bosco es la más pobre de todas: una construcción de una planta, que es habitación,
pajar y establo. En la cocina hay unos sacos de maíz, y al otro lado de una endeble
pared, rumian dos vacas. Pobreza verdadera, pero no miseria, porque todos trabajan,
y el trabajo del campesino rinde poco, pero rinde.
Los muros están desnudos, al blanco de la cal. Los sacos de trigo son pocos, pero se
van vaciando lentamente y acaban por ser suficientes. Por esto los chicos de la casa
Bosco no están amargados por la tristeza y menos aún por la agresividad. No hay nada
superfluo, pero sí lo necesario, porque todos echan una mano para seguir adelante. Y
este sentirse «todos» para conseguir lo necesario y alcanzarlo día a día, da un sentido
de satisfacción, un cachito de profunda felicidad.
Tenía Juan cuatro años cuando su madre le entregó las primeras tres o cuatro varas
de cáñamo macerado para deshilachar. Un trabajo pequeño, pero un trabajo. Entre los
ocho y nueve años empezó a participar más activamente en las faenas familiares,
trabajando de sol a sol como un pequeño labrador.
Por la tarde, cuando se va a dormir sobre el jergón, lleno de hojas de maíz, Juan
siente la satisfacción profunda de formar parte activa de la familia que va adelante,
que vence las dificultades porque también él echa una mano. «Sentido de pertenencia,
sentido de valorización y de dignidad», llamarán los psicólogos a esta satisfacción. Es
un conjunto de elementos que producen el gusto de vivir, y que Don Bosco transmitirá
ininterrumpidamente a sus muchachos y a sus Salesianos. Una de las palabras más
duras que se podrá dirigir a un joven en Valdocco será la de «holgazán». Porque será
sinónimo de «extraño a la familia», de «joven sin dignidad».
Indico solamente que, para Don Bosco, el trabajo va mezclado y casi fundido con aquel
otro gran valor cristiano que llamamos «el sacrificio». Su mentalidad campesina,
práctica, jamás comprendió el sacrificio como fin en sí mismo, el sufrimiento gratuito.
Vio siempre el sufrimiento, el sacrificio, como un precio necesario que hay que pagar
para hacer algún bien. Dirá más de una vez a sus Salesianos: «Nosotros no llevamos
cilicio, pero asistimos a los jóvenes después de la comida, cuando tenemos sueño.»
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Para nuestra reflexión
En la obra salesiana, ¿aprenden los muchachos el sentido del trabajo, del sacrificio?
¿Aprenden de nosotros que para hacer algún bien es necesario molestarse,
sacrificarse? Les acostumbramos a trabajar por su casa, por su clase, por su
oratorio? O por una falsa popularidad, ¿hacemos que lo encuentren todo fácil,
demasiado fácil? ¿Recordamos a los padres de nuestros alumnos que las
satisfacciones profundas, el gusto de vivir, el sentido de la dignidad, lo encuentran los
jóvenes en colaborar para ganarse lo que reciben? Vida fácil, dinero fácil, amistades
fáciles son el camino fácil para los fracasos humanos.
El sentido de Dios
El tercer elemento que, en orden cronológico, regala la familia de I. Becchi a Juan
Bosco es el sentido de Dios.
«Dios te ve» es, una de las palabras más frecuentes de mamá Margarita. Deja que sus
hijos vayan a corretear por los prados vecinos, y mientras marchan les dice:
«Recordad que Dios os ve' Si cree que están a punto de dejarse dominar por pequeños
rencores, o de soltar una mentira para salir del apuro, les dice: «Recordad que Dios ve
también vuestros pensamientos.»
Pero no es un Dios-guardia civil el que ella esculpe en la mente de sus pequeños Si la
noche es bella y el cielo está estrellado, mientras salen a tomar el fresco a la puerta
de casa, dice: «Es Dios el que ha creado tantas estrellas y las ha colocado allá arriba.»
Cuando los prados están cubiertos de flores, murmura: « ¡Cuántas cosas bellas ha
hecho el Señor para nosotros! »Después de la siega, después de la vendimia, mientras
beben un trago, tras la fatiga de la recolección, dice: «Demos gracias al Señor. Ha
sido bueno con nosotros. Nos ha dado el pan de cada día.»
También después del temporal y del granizo, que lo ha destruido todo, la madre invita
a reflexionar: «El Señor nos lo dio, el Señor nos lo quitó. Él sabe por qué. Pero si
somos malos, acordémonos de que con Dios no se juega.»
Junto a la mamá, a los hermanos, a los vecinos, Juan aprende de este modo a ver a
otra persona, Dios. Una persona grande. Invisible, pero presente por doquiera: en el
cielo, en los campos, en el rostro de los pobres, en la voz de la conciencia que dice:
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«Has obrado bien. Has obrado mal.» Una persona en la que su madre tiene una
confianza ilimitada, indiscutible. Es Padre bueno y providente, da el pan cotidiano, a
veces permite ciertas cosas (la muerte de papá, el granizo sobre la viña) difíciles de
comprender: pero «El» sabe el porqué, y esto basta.
Es éste el valor de la religiosidad normal que Juan absorbe de su madre y de su
ambiente, y con naturalidad transmitirá a sus alumnos.
Con el correr de los años, Juan se va transformando en adolescente, en joven. Y
Margarita lo ayuda a crecer también en la religiosidad, en el «sentido de Dios». Es
iletrada, pero sabe de memoria muchos pasajes de la Historia Sagrada y del Evan-
gelio. Y cree en la necesidad de rezar, es decir, de hablar con Dios, donde encontrar
fuerzas para vivir y hacer el bien «Mientras era pequeño —escribe Don Bosco— me
enseñó ella misma las oraciones. Me hacía arrodillar con mis hermanos por la mañana y
por la tarde, y todos juntos rezábamos las oraciones.»
El sacerdote estaba lejos, la iglesia más próxima era la de Morialdo. Ella no esperó a
que un sacerdote encontrase tiempo para ir a enseñar el catecismo a sus pequeñuelos.
He aquí algunas de las preguntas y respuestas del Compendio de la doctrina cristiana
que Margarita había aprendido de pequeña y que transmitió a Juan, José y Antonio.
Impresiona pensar que éstas fueron las primeras palabras que Juan Bosco aprendió de
memoria y que permanecieron siempre en su mente.
«D. — ¿Qué es lo que debe hacer por la mañana un buen cristiano al despertarse?
R. —La señal de la Santa Cruz.
D. —Una vez que se ha lavado y vestido, ¿qué es lo que debe hacer un buen cristiano?
R. —Ponerse si puede de rodillas delante de cualquier devota imagen y, renovando con
el corazón el acto de fe en la presencia de Dios, decir con devoción: Os adoro, Dios
mío...
D. — ¿Qué es lo que se debe hacer antes del trabajo?
R. —Ofrecer el trabajo a Dios.»
Pero el «sentido de Dios» para Margarita y, por lo tanto, para Juan no se paraba aquí
Mi había un enfermo grave en las casas vecinas, acudían a despertar a Margarita.
Sabían que no rehusaba echar una mano: ‗Y despertaba a uno de sus hijos para que la
acompañase. Decía: «Hay que hacer una obra de caridad.» «Hacer una obra de
caridad»: con estas sencillas palabras se expresaban, en aquellos tiempos, muchos
«valores» juntos que hoy llamamos generosidad, atención a los demás, altruismo,
servicio.
La caridad, en I Becchi, no se hacía por filantropía o por sentimiento, sino por amor
de Dios. El Señor era uno de casa en la familia Bosco. Entraba bajo las apariencias del
mendigo que pedía una sopa caliente, del evadido a las levas que huía de los guardias,
del viejecito que, por vergüenza a pedir limosna, iba a retirar el pucherito cuando
todo estaba oscuro.
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Para nuestra reflexión
¿Aprenden los muchachos de nosotros, los Salesianos, el «sentido de Dios»?
¿Aprenden con nuestro ejemplo, antes que de nuestra palabra, a ver, a juzgar, a obrar
como hijos de Dios? ¿Recordamos a los padres de los jóvenes su obligación de ser
«padres en la fe», de enseñar a rezar en familia? ¿Ven en el Evangelio el libro más
apreciado y utilizado por nosotros? ¿Aprenden de nosotros a ver a Dios en los demás?
¿En los otros más incómodos, como son los enfermos, los ancianos, amargados por la
soledad?
La razón
Cuando dos personas desean aclararse mutuamente un asunto, tratar sobre un tema,
se invitan ordinariamente diciendo: «Hablemos, discutamos, dialoguemos.» En el
dialecto piamontés todas estas expresiones se pueden manifestar con la sola palabra
«rasunúma», «razonemos». Razonar para los monferratinos no significa tanto
«profundizar con calma», cuanto «discutir» con cierta vivacidad. Es lo que
corresponde a la palabra moderna «confrontación».
Con este significado aparece la palabra «razón, razonar» en la niñez de Juan Bosco.
Margarita no es una madre que impone su parecer: «Es así y basta.» «Es así porque lo
digo yo.» Acepta, por el contrario, siempre que es posible, la discusión, la
confrontación con sus niños. Pretende que reconozcan sus razones, lo mismo que
reconoce también las de sus pequeños.
Discute con Juan, niño de pocos años, cuando éste llega a casa chorreando sangre
después de una partida a la «taba», y acepta que vuelva a jugar con los compañeros
«que se portan mejor cuando está Juan entre ellos». Discute con él cuando se le
presenta con un mimbre adornado diciéndole que «lo tiene merecido» porque ha roto
el vaso del aceite. Y se rinde a los argumentos de su hijo, que tenía unos diez años,
cuando, en casa de la abuela, quiere subir al granero para ver «qué diablo hace aquel
ruido». Juan le dice: «Y usted, mamá, ¿no tiene también un poco de miedo?» Y
Margarita reconoce que no puede, que no debe tener miedo porque es ella quien le ha
enseñado a no tenerlo... Y lo acompaña arriba, por la escalera, para descubrir al
«diablo» que era una pobre gallina asustada.
La palabra razón, en el sucederse de la obra educativa de Don Bosco, se cargará de
significados más vaporosos y profundos, pero en sus comienzos tiene este significado
específico: diálogo entre educador y educando, confrontación abierta, también vivaz,
de las respectivas posiciones; rechazo, por parte del educador, de imponer «a priori»
su postura, actitud de búsqueda del mejor modo de actuar, en el que el educador está
dispuesto a reconocer los argumentos del educando: porque entre los dos no existe
espíritu de rivalidad o de revancha, sino amistad, estima. Por eso el diálogo no acaba
con caras largas. Se reconoce la razón y el error y se vuelve a la alegría.
Don Bosco tendrá esta actitud profunda en toda su obra educativa. El muchacho
jamás será para él un sujeto pasivo, un ejecutor de órdenes. También con los primeros
Salesianos utilizará el ejemplo del pañuelo que se deja restregar entre las manos; no
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comprenderá jamás la «obediencia ciega», sino la «obediencia sacrificada» siempre,
pero razonable. Don Bosco somete a discusión el «cómo debemos hacer», solicita el
diálogo, y no «simula escuchar», sino que «verdaderamente escucha» el parecer de
sus jóvenes, dispuesto a cambiar si sus argumentos son válidos.
Están llenos de vida sus distintos diálogos con Domingo Savio que, con la
intransigencia del adolescente, quisiera más asistencia y disciplina en el Oratorio; con
José Buzzetti que le invita a «dar una buena lección» al maestro de obras que ha
provocado el derrumbamiento de un edificio apenas construido. Más vivas y abiertas
son aún las discusiones entre Don Bosco y los jovencísimos miembros del primer
Capítulo de la Congregación, que él ha formado desde niños, pero que no ha educado a
la aceptación callada, sino al diálogo respetuoso y al mismo tiempo abierto y vivo.
Don Ángel Amadei, refiriendo un diálogo entre Don Bosco y Don Domingo Belmonte en
Sampierdarena, escribía este inciso: «Don D. Belmonte, con aquella franqueza que
usaban
Los primeros Salesianos, dijo a Don Bosco...» Creo que son unas palabras muy
significativas.
Don Bosco, sobre las huellas de su madre, estará dispuesto no sólo a educar, sino a
«dejarse educar» por los suyos: es el marchamo del grande y genuino educador,
porque es un cúmulo de amor, estima por cada joven, confianza, lealtad, uniformidad
de carácter, carencia absoluta de voluntad de afirmación sobre el educando, respeto
pleno de su personalidad.
El valor
Margarita no es una madre aprensiva, insegura. Juan no se cría, por lo tanto, entre
miedos ni arrimado a las faldas. El valor crece en él más de prisa que la estatura. Le
gustan la aventura y el riesgo, y Margarita acepta todo lo que hay de razonable en
estos gustos: desde trepar por los árboles en busca de nidos hasta los juegos
acrobáticos sobre la cuerda con las inevitables caídas. Este «gusto por la aventura» y
falta de aprensión la tuvo Don Bosco con sus muchachos. Algunos biógrafos lo
atenuaron, lo hicieron casi desaparecer porque escribían en el período del máximo
desarrollo escolar salesiano, y en los colegios la disciplina uniforme era más estimada
que el valor arriesgado. Pero basta leer unas páginas de la Vida de Domingo Savio y
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algún relato sobre los paseos otoñales por el Monferrato para apreciar cómo
impulsaba Don Bosco las iniciativas valerosas y cuánto margen de iniciativa dejaba a la
fantasía de sus muchachos.
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encuentro familiar con sus muchachos «era el mejor plato de la cena».
Luis Orione recuerda que también en los últimos años, consumido por los viajes y las
deudas, con las piernas hinchadas y los ojos casi ciegos, Don Bosco no se separó jamás
de sus jóvenes. Verlos, sentirlos, dar unos pasos con ellos, le alegraba la vida después
de jornadas agotadoras, y los jóvenes, por decenas, por centenares se arracimaban en
torno a él, felices de escuchar aunque sólo fuera una palabra.
Es tal vez el caso de recordar para nuestra reflexión que nuestras Constituciones, en
el artículo tercero, afirman que nosotros somos eclesiásticos y laicos que llevamos una
vida común, y no sólo un trabajo común. Trabajar unidos sin vivir unidos, transforma la
sociedad de familia en empresa. Y los sufrimientos más amargos (si se lee la famosa
carta del año 1884) los experimentó Don Bosco cuando veía que su Comunidad se
deslizaba lentamente de la familia a la empresa.
Añado todavía, para encauzar vuestra reflexión, que hoy la familia puede degenerar,
no solamente en empresa, sino también en cuartel y copropiedad. Dicho más claro: la
empresa tiene por finalidad los balances activos. Trabajar, preocuparse todos de que
ningún balance acabe con números rojos y de que haya buenos dividendos. Acabado el
trabajo, cada uno se va a donde quiere, hace lo que quiere, tiene los amigos que quiere.
Y dichoso el que tiene la cartera bien repleta.
El cuartel, la vida militar, tiene como meta suprema sus objetivos. Estos deben
lograrse a cualquier precio. En guerra no se cuentan los cadáveres, se cuentan los
objetivos alcanzados. Al final se dan medallas a los caídos, pensiones a los mutilados y
a las viudas, pero lo único importante es «haber logrado los objetivos». No importa
que alguien haya enloquecido por esta causa, que haya perdido la salud, que haya muer-
to. Es el precio normal que hay que pagar.
La copropiedad, la ocupación de un apartamento en un edificio común, tiene como
palabra de orden «no estorbar». Cada uno puede hacer lo que crea conveniente,
incluso las cosas más estrambóticas, con tal de que no estorbe a los demás, a los
vecinos, que deben de poder hacer, también ellos, lo que quieran.
Familia, por el contrario, es quererse como hermanos, soportarse, ayudarse,
compadecerse. Trabajar por un fin coparticipado por todos, con la satisfacción de
estar juntos y de vivir juntos, con atención a las personas más que a los objetivos (por
muy importantes que ellos sean). Tenemos que preguntarnos con seriedad: ¿Cómo es la
Obra Salesiana, de la que formamos parte? ¿Alcanzan los jóvenes a ver en ella a una
familia? ¿Sienten que somos para ellos padres, hermanos o solamente superiores y
profesores?
He mencionado hasta aquí siete valores fundamentales que Juan Bosco asumió: amor
exigente y reconfortante, trabajo, sentido de Dios, razón, valor, gusto por trabajar
conjuntamente, gusto por estar unidos. Estos valores, absorbidos de la familia en la
que le tocó vivir, Don Bosco los transmitió naturalmente a la gran Familia Salesiana
que se convierte en la prolongación de la familia de I Becchi.
En la segunda charla trataré de examinar otros elementos que, en la preadolescencia
y en la adolescencia, saturan la personalidad de Don Bosco: elementos que ya no
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recibe de la familia, sino que fueron creciendo en él de modo muy original.
Ahora trataré de concluir esta conferencia.
Estoy firmemente persuadido de que la Sociedad Salesiana es una Congregación
inspirada por la Virgen y edificada por Don Bosco con seriedad y ejemplaridad.
También estoy profundamente persuadido de que, antes que una Congregación, la
Sociedad Salesiana es una familia. Don Bosco habla siempre «a sus queridos hijos» de
«cosas de familia», «como padre» antes que como superior. Dice y repite a sus
Salesianos que deben sentirse padres, hermanos, hijos, unidos estrechamente por el
amor fraterno antes que por el vínculo de los votos simples. En el lecho de muerte,
dijo muy despacio a Don Miguel Rúa y a Mons. Cagliero, después de haberles tomado
de la mano: «Quereos bien como hermanos. Amaos, ayudaos y so-portaos mutuamente
como hermanos... Prometedme que os amaréis como hermanos.»
En este clima la Congregación recibe un carácter familiar en todas sus
manifestaciones: los votos, las estructuras, las orientaciones de fondo, las decisiones
más importantes, la forma de construir las casas y de estructurar los horarios, etc.
El Salesiano mismo adquiere una fisonomía característica, original.
Si es exacta, al menos en parte, la reflexión que he hecho sobre la familia de I
Becchi, podemos hacer un primer balance sobre la figura del Salesiano.
Es, ante todo, padre y hermano.
Tiene como base, como resorte profundo de su actuación, un amor al mismo tiempo
exigente y reconfortante, paternal y maternal a la vez.
Es un trabajador que exhorta al trabajo, a encontrar en el trabajo, programado en
común, el sentido de pertenencia, de realización, de dignidad, que hacen satisfactoria
la vida. Tiene y transmite el sentido de Dios.
Como método de relación usa el razonamiento franco, no la política sinuosa. Sabe
hablar y escuchar.
No es aprensivo, sino animoso en suscitar iniciativas.
No es un solitario: siente y transmite el gusto de trabajar en unión y de estar unidos
los Salesianos entre sí y los Salesianos con los jóvenes.
Presta más atención a las personas que a los objetivos y a los balances (aunque sean
importantes).
Termino dirigiendo a Don Bosco una breve oración: «Don Bosco, tú nos has querido una
familia. Nos has querido padres y madres. Has querido que en la base de nuestra vida
hubiera serenidad laboriosa, gusto de estar unidos bajo los ojos de Dios, que se
repitiese en nuestras casas el clima familiar de la casita de I Becchi, aquel clima de
familia que te dio la seguridad y el gozo de vivir. Tú sabes que hoy esto no es fácil.
Pero tú no nos has llamado solamente a cosas fáciles. Da inspiración a nuestra
fantasía, entusiasmo y constancia a nuestra voluntad para que en todas nuestras casas
desaparezca el frío de la soledad que nos amenaza, y retorne plenamente aquel clima
familiar que nos ha fascinado desde jóvenes y que debe absolutamente caracterizar a
nuestras casas por nuestro esfuerzo y con el auxilio que tú nos obtendrás de María
Auxiliadora.»
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SEGUNDA CHARLA
VALORES CARACTERISTICOS Y ORIGINALES
QUE DESTACAN EN LOS PRIMEROS AÑOS
DE JUAN BOSCO
En la primera charla enumeré los siete elementos fundamentales que asimiló Juan
Bosco: amor exigente y reconfortante, trabajo, sentido de Dios, razón, valor, gusto
de trabajar en equipo, gusto de vivir unidos. Decía que estos valores Juan Bosco los
absorbió prácticamente de un modo inconsciente del ambiente en que le tocó vivir. Le
fueron regalados, si podemos expresarlo así, por su madre, por su familia, por el con-
texto humano en el que se desenvolvió su vida.
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Un mirlo simpático.
Pero una mañana el mirlo no lo saludó con sus silbidos. Un gato había destrozado la
jaula y se lo había comido. Sólo quedaba un mechón de plumas ensangrentadas. Juan
empezó a llorar. Su madre trató de calmarlo, diciéndole que podría encontrar mirlos y
nidos por los alrededores. Pero Juan no comprendió estas palabras de su madre: a él
no le importaban nada los otros mirlos. Era «aquél que estaba allí», su pequeño amigo,
el que había muerto, y al que no volvería a ver.
El pensamiento de que podría encontrar en las colinas muchos otros pájaros, no podía
atenuar su sufrimiento: porque no cambiaba el hecho de que habían matado a su
pequeño amigo y que ya no volvería a verle saltar alegremente.
Es ésta la primera manifestación del «amor personalizado» de Juan Bosco. Afecta a
un pajarillo, pero no es por ello banal o poco significativo. Juan Bosco no se aficionó
jamás a ninguno «de una manera general». Todos los muchachos del Oratorio se
sentían amados personalmente por él, no como componentes de un grupo o de una
comunidad, sino como personas. Y el sufrimiento de cada uno se convertirá en un
sufrimiento suyo personal.
Entre los jóvenes de Don Bosco no existirán las pequeñas envidias que rodean a
ciertos educadores, que surgen en torno a los «preferidos». Don Bosco quiere a todos
sus jóvenes: no quiere a uno «más» que a otro porque quiere para todos «todo el bien»
que tiene. Lo dirá con una comparación muy simple: « ¿A qué dedo de mi mano quiero
más? A todos. Cualquiera que fuese el dedo que me arrancaran, sentiría un profundo
dolor.»
Don Bosco quiere a todos sus muchachos, y los quiere tal y como son: un Rúa reflexivo,
un Cagliero impulsivo, un Savio diligentísimo, un José Buzetti tranquilo y sereno, un
Pablo Albera delicado y tímido.
En el episodio casi insignificante del mirlo, se advierte —según mi opinión— otra
particularidad que descubre las características originales del amor de Juan Bosco, de
este valor que es fundamento de su personalidad. Dice el biógrafo que «estuvo triste
durante varios días y que nadie lograba alegrarlo. Finalmente —son palabras de
Lemoyne— se paró a reflexionar sobre la vanidad de las cosas mundanas, y tomó una
resolución superior a su edad: propuso no apegar jamás el corazón a nada de esta
tierra».
Leyendo las vicisitudes de la vida de Don Bosco, nos damos cuenta de que la misma
«resolución» la formuló algunos años después, a la muerte de un amigo muy querido, y
muchas otras veces. Y todos comprendemos que una resolución se repite muchas
veces cuando sólo se ha conseguido practicarla muy pocas.
A mí me agrada mucho constatar que éste fue el propósito que Juan Bosco no logró
nunca cumplir. También era él como nosotros, con un corazón que tiene necesidad de
amar las cosas pequeñas y las grandes. Llorará, con el corazón hecho pedazos, a la
muerte de Don José Calosso, de Luis Comollo, a la vista de los primeros muchachos
encerrados entre las barras de una prisión. Sus jóvenes darán testimonio de él con
una insistencia impresionante: «Me quería bien.» Muchísimos repetirán una afirmación
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que llevaban consigo en la vida como un tesoro: «Don Bosco me dijo: soy un pobre
sacerdote, pero te quiero tanto que, si un día tuviera solamente un pedazo de pan, lo
partiría contigo.» El primero que escuchó estas palabras fue Carlos Gastini, el
barberillo a quien se le murió su madre y arrojó el patrón de su casa. Después se las
oyeron repetir Buzzetti, Enría, Rúa... Yo mismo, siendo muchacho, en el país de Santa
María, cerca de Penango, he conocido a un viejo sacerdote que había sido algunos años
alumno de Don Bosco. Recordaba pocas cosas de Valdocco, el presbítero Corte, pero
aquella frase la recordaba muy bien y nos la repetía frecuentemente a nosotros, que
éramos aspirantes: «Don Bosco me dijo: te quiero tanto que, si un día tuviese
solamente un pedazo de pan, lo partiría contigo.»
Y los muchachos sentían que no eran sólo palabras: era la sencilla verdad. Uno de ellos,
Luis Orione, llegará a ser padre de una Congregación con Oratorios y casas para
chicos paupérrimos, y pensando en Don Bosco, dirá: «Caminaría sobre carbones
ardiendo para verlo todavía una vez más y darle las gracias.»
La ascética de aquellos tiempos enseñaba que «apegar el corazón a la criaturas» era
un mal. Era mejor no arriesgarse, era mejor amar poco.
La ascética más evangélica del Vaticano II nos dirá que no hay que transformar las
criaturas en ídolos, que es necesario purificar nuestro corazón, pero que Dios nos ha
dado el corazón para que amemos sin miedo. El Dios de los filósofos es impasible, pero
el Dios de la Biblia, nuestro padre y nuestro modelo, no: El ama y se enoja, sufre y
llora, se estremece de gozo y sonríe de ternura.
La tierra en que nació Don Bosco le ha dado las características de su raza: la
resistencia, el espíritu práctico, la solidez, el buen sentido, la paciencia y hasta la
testarudez. Pero Dios le dio también un corazón grande que ama a lo grande. Un
corazón que no se resignará ante los jóvenes humillados por la ignorancia, ante la
gente tarada por la miseria, ante las personas resecas por la falta de Dios. Yo creo
que «el carisma», el don especial que se le asignó a Don Bosco fue un corazón total,
que no conoce las medias tintas.
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en pastores, y las palabras que tranquilizan sus lágrimas de turbación: «A su tiempo lo
comprenderás todo.»
En torno a este sueño se enciende la discusión de la pequeña familia. Cuarenta y nueve
años más tarde, en los dos gruesos cuadernos de las Memorias del Oratorio, Don
Bosco escribirá: «La abuela, que no sabía mucho de teología, que era totalmente
analfabeta, dio su sentencia definitiva diciendo: "No hay que hacer caso de los
sueños." Yo era del parecer de mi abuelita; sin embargo, no me fue posible quitarme
de la mente aquel sueño. Las cosas que expondré a continuación darán algún
significado a esto» (Memorias del Oratorio, Ceria, p. 25).
Es la primera irrupción de lo extraordinario en la vida de Juan Bosco. A los valores
que le regaló su madre, a los originales que crecen en él, se añade en este momento la
voz de Dios
que hace surgir en él un valor nuevo: la predilección por los jóvenes pobres. «El sueño
de los nueve años —escribe Pedro Stella— condicionó todo el modo de vivir y de
pensar de Don Bosco» (Don Bosco en la historia de la religiosidad católica, I, 31).
El campo educativo de Don Bosco está iluminado con resolución:
1. Se le indica el estilo: «No con golpes, sino con mansedumbre y con caridad deberás
ganarte a éstos tus amigos. Ponte inmediatamente a hablarles sobre la fealdad del
pecado y sobre la hermosura de la virtud.»
2. Se le indica de forma clara el carácter cristiano, casi sagrado, de su acción
educativa: «Yo soy el Hijo de Aquella a quien tu madre te enseñó a saludar tres veces
al día... Yo te daré una Maestra, bajo cuya guía llegarás a hacerte sabio.»
3. Se le asignan los sujetos de su acción educativa, y casi se le trazan los límites
dentro de los que debe actuar: «Una muchedumbre de jóvenes que jugaban entre
alborotos y risas; algunos blasfeman.» E inmediatamente después, con imagen
simbólica: «Una multitud de cabritos, perros, gatos, osos y varios otros animales...,
animales feroces.» Y la Señora de majestuoso aspecto le dice: «He aquí tu campo, es
ahí donde tienes que trabajar. Lo que ves que sucede en este momento con estos
animales, tú lo harás con mis hijos.» La predilección por los jóvenes pobres,
desheredados, abandonados, le es ordenada y consagrada de este modo. Don Bosco
fue rígidamente fiel a esta orientación venida de lo alto. Causa asombro añadir a este
sueño el testimonio de Esteban Castagno, un joven que participó en la vida del
Oratorio de Valdocco hacia el año 1848. Sus palabras parecen la traducción del sueño
a la realidad: «Don Bosco era siempre el primero en los juegos, el alma de los
recreos... No sé cómo hacía, pero se le encontraba siempre en cualquier rincón del
patio, en medio de todo grupo de muchachos. Con la persona y con los ojos los seguía a
todos. Nosotros íbamos desgreñados, a veces sucios, éramos importunos, caprichosos.
Y él sentía gusto en estar entre los más miserables. Tenía afecto de madre con los
más pequeños. Con frecuencia reñíamos, nos pegábamos. Y él nos separaba. Levantaba
la mano como para pegarnos, pero no lo hacía jamás, nos separaba a la fuerza,
agarrándonos por los brazos» (cf. MB III, 126 ss.). 26
15
Para nuestra reflexión
¿Nuestro estilo de educadores es el delineado por la Virgen: «no con golpes, sino con
mansedumbre..., hablar de la fealdad del pecado, de la belleza de la virtud»?
¿Creemos prácticamente en el carácter cristiano, casi sagrado de nuestra acción
educativa? ¿Nos sentimos enviados a los jóvenes más por la «Maestra» que por el
encargado de estudios? ¿Nuestra predilección verdadera, de hecho es para los
jóvenes pobres, desharrapados, abandonados? ¿O con uno de los argumentos infinitos
que tenemos a nuestra disposición, nos atrevemos a razonar una situación de
predilección práctica con los acomodados, con los muchachos «cómodos»?
La alegría
En Chieri, Juan Bosco hizo su primera experiencia educativa: funda y dirige la
«Sociedad de la Alegría». Se gana la amistad de los compañeros ayudándoles en sus
deberes. Exagera, incluso, pasando por debajo del banco traducciones enteras. (En un
examen será descubierto durante una de estas maniobras, y sólo podrá salir bien
parado gracias a la amistad de un profesor que le hará repetir la traducción del latín.)
«Con este medio —escribe— me gané la benevolencia y el afecto de mis compañeros.
Empezaron a venir y a buscarme durante los recreos por los deberes, después para
escuchar mis cuentos, y al final sin ningún motivo.»
Reunidos se está bien. Formamos una especie de pandilla y Juan la bautiza con el
nombre de «Sociedad de la Alegría». El reglamento es sencillísimo: no hacer ni decir
nada que pueda avergonzar a un cristiano; cumplir los deberes religiosos y escolares;
estar alegres.
El nombre de «Sociedad de la Alegría» y el tercer punto del reglamento: estar
alegres, nos hace fijar la atención sobre un valor que emerge en la vida de Don Bosco:
la alegría.
La alegría será siempre una de sus ideas fijas. Domingo Savio, uno de sus mejores
alumnos, llegará a decir: «Nosotros hacemos consistir la santidad en estar siempre
alegres. Tratamos solamente de evitar el pecado que nos roba la gracia de Dios y la
paz del corazón» (Domingo Savio, Ceria, p. 126). Para Don Bosco, campesino, la alegría
es la medicina de los pobres. Para Don Bosco, cristiano y sacerdote, es la profunda
satisfacción que nace de saberse en manos de Dios, y por lo mismo en buenas manos.
Es la palabra pobre con la que se indica un valor muy grande, la «esperanza cristiana».
En los primeros años en los que Don Bosco da comienzo a su Oratorio, muchos
sacerdotes, cerca y lejos de él, tienen el mismo empeño: hacer el bien a los
muchachos pobres. Su actitud tiene una característica común, que podemos llamar
«afabilidad seria». Basta leer los reglamentos de San Luis Pavoni, fundador de los
Oratorios de Brescia, los Manuales de los Hermanos de las Escuelas Cristianas, el
Reglamento que Monseñor Gastaldi dio al Seminario de Turín. Hay que ser amables con
los jóvenes pero no permitir que alcen demasiado la voz, que tengan una alegría
rumorosa. Hay que imponerles silencio, recogimiento; de lo contrario, se desencadena
en los muchachos la «fierecilla».
16
La amabilidad de Don Bosco tiene una característica diversa: es «alegre». El, que ha
correteado de niño por las colinas de I Becchi, que, de joven, ha hecho excursiones
por las colinas de Turín, conoce el valor de la alegría rumorosa, del desenca-
denamiento alegre de las energías encerradas en aquel cartucho explosivo al que
llamamos juventud. El mismo invita a los jóvenes con las palabras de Felipe Neri:
«Jugad, saltad, armad jaleo. A mí, sólo me interesa que no cometáis pecados.»
El aire libre, el patio donde se puede correr a porfía, son el ambiente ideal para Don
Bosco. Asiste a sus jóvenes, ciertamente, para que no hagan ni se hagan daño. Pero es
una asistencia no mortificante, sino estimulante. Intuye que el educador no debe
permanecer ajeno a la alegría de los jóvenes. Debe participar, debe organizarla
cuando no nace espontánea e impedir todo lo que pueda destruirla.
17
plenitud, entre ellos. ¿Por qué?
Creo muy útil la respuesta a esta pregunta para descubrir una actitud fundamental de
Don Bosco, es decir, para comprender cómo Don Bosco pensaba su sistema educativo.
Me atrevo a responder, buscando los elementos de la respuesta en la vida de Don
Bosco.
Los jóvenes de familias acomodadas, ricas, tienen dinero (o lo tiene papá, que es lo
mismo). La relación entre educador y educando se convierte normalmente en relación
de cosas, más que en relación entre personas. Yo te doy buenos cuartos y tú, a
cambio, me das una buena clase, una buena instrucción, una sala de juegos bien
equipada para mi recreo. Y todo acaba aquí. Puede surgir una relación de amistad, pero
no es posible el reconocimiento. Lo que domina es una relación de justicia: yo te doy
dinero y tengo, por ello, derecho a recibir esto de ti.
El sistema familiar de Don Bosco es algo completamente distinto. Se basa en el
intercambio de afecto y de servicio, prestado gratuitamente y gratuitamente
recibido, en una relación de familia.
En la familia, los hijos no dan dinero a la mamá para pagar sus servicios, ni pagan
mensualmente al papá la educación que reciben. La relación es de amor y de
reconocimiento, no de dinero. Lo mismo sucede en una Obra Salesiana. Yo, Salesiano,
sólo tengo una sala de juegos desconchada, pero la pongo a tu disposición con amor;
sólo tengo una salita pobre, pero me siento contento de que vengas y te encuentres en
tu casa; no tengo un título universitario, pero te ayudo a aprender quebrados y a
hacer una redacción, exactamente como un padre ayuda a su hijo, aunque sólo sea un
mecánico. En el fondo no te doy una sala de juegos, una salita, unos repasos: te doy mi
vida, mi persona. Todo tiende inevitablemente a convertirse en una relación de cosas:-
yo te doy dinero y, por consiguiente, tengo derecho a recibir de ti servicios
cualificados. Cuanta mayor relación se establezca con el dinero, en una obra salesiana,
tanto más decaerá salesianamente y no alcanzará el clima de familia. El profesor sólo
es profesor. El director es la cabeza de una empresa que funciona. El encargado del
Oratorio es el gestor de un campo de fútbol con sus señalizaciones a punto y el bar
bien abastecido.
En el sistema salesiano, por el contrario, el profesor es el hermano y amigo, el
director es el padre de una familia, el encargado del Oratorio, el organizador de la
alegría de una banda de muchachos. Tiene que haber dinero, como en toda familia,
pero, como en toda familia, tiene un papel secundario con respecto al amor. El papá, el
hermano, trabajan por amor, gastan su vida por amor. El dinero necesario se buscará
de cualquier forma, pero la relación es de personas y no de cosas.
En el año 1872 vio Don Bosco a un muchacho excelente, Eusebio Calvi, de Palestro,
preocupado y triste. Le preguntó el motivo y el joven le respondió: «Los míos no
pueden pagar la pensión y me veo obligado a interrumpir los estudios.» Don Bosco le
dijo: « ¿Cuál es hasta hoy tu pensión?» Respondió Eusebio: «Doce liras mensuales.» Y
concluyó Don Bosco: «Escribe a tu papá diciéndole que la fijamos en cinco. Y que
pagará si puede. Ven a mi despacho que te voy a dar un papel para el ecónomo.»
18
En 1873 otro excelente joven, Francisco Piccollo, se encontró en la misma situación.
Escribe él mismo: «Estaba en la clase segunda y me avisan que ha llegado mi madre.
Voy al locutorio y la encuentro llorando: "Mira, Paquito —me dice—, nosotros somos
pobres y el ecónomo me ha dicho que, si seguimos sin pagar la pensión, tendrá que
mandarte a casa." Teniendo que regresar a clase, la dejé llorando. Pero, al volver la
encontré alegre y sonriente. Me dijo: "Escucha, Paquito: he estado con Don Bosco y
me ha dicho: Buena mujer, diga a su hijo que, si el ecónomo lo manda a la calle por la
puerta, que entre por la iglesia y venga a verme. Don Bosco jamás lo mandará a casa."
Aquella tarde me llamó el ecónomo, y yo, asustado, fui a ver a Don Bosco. "Ven", me
dijo. Tomó un papel: "¿Cuántos meses debe tu madre de pensión?" Le dije el número, y
Don Bosco, con delicadeza, escribió el recibo de la pensión por todo el año.» Don
Angel Amadei, el biógrafo, se apresura a añadir: « ¡Cuántos miles de muchachos
recibieron estos testimonios de afecto de parte de Don Bosco! »
Quisiera que reflexionásemos sobre estos dos episodios, sin dejarnos llevar por la
primera impresión superficial.
Eusebio Calvi, Francisco Piccollo y tantos otros muchachos no vieron en el
comportamiento de Don Bosco un «bello gesto», el gesto —para entendernos— de un
príncipe que puede disponer de mucho dinero y con grandeza de alma condona las
tasas.
Eusebio Calvi sabía que las doce liras mensuales eran la mitad del mínimo necesario
para su mantenimiento. La pensión de los colegios de la clase popular era de
veinticuatro liras al mes. Las siete liras que se le quitaban de la pensión y las doce que
le faltaban, Don Bosco tendría que ir a mendigarlas, regresando con las piernas
hinchadas a fuerza de subir escaleras, llamando a muchas puertas, tragándose
respuestas mortificantes. Y esto no lo sabe solamente Eusebio Calvi, sino muchos
otros jóvenes a quienes Don Bosco envía a rezar a la iglesia en los momentos difíciles,
mientras él sale a pedir limosna a los ricos.
Francisco Picollo sabe que el papelito de «pagado» que Don Bosco le entrega para el
ecónomo, no es sólo la frase de una carta: es el sudor, las fatigas, las humillaciones
que su Don Bosco volverá a soportar de buen grado por él, porque le quiere bien.
Este es el motivo por el que estos gestos calan hasta lo más hondo del corazón de los
jóvenes, despertando su amor hacia Don Bosco y el deseo de corresponderle.
Francisco Piccollo continúa escribiendo su testimonio con estas palabras: «Pasaron
otros tres años. Ya estaba en el quinto curso. Un día, llamando aparte a Don Bosco, le
susurré al oído: "Quiero hacerle un regalo. Creo que le gustará." Don Bosco le dijo:
"¿Qué regalo quieres hacerme?" Francisco respondió: " ¡Tómeme!‖ Don Bosco sonrió:
"¿Qué quieres que haga con una buena pieza como tú?" Pero inmediatamente se puso
serio y me dijo: "Gracias, Francisco. No podías hacerme ningún regalo mejor. Yo lo
acepto, no para mí, sino para ofrecerte y consagrarte al Señor y a María
Auxiliadora"».
Francisco Piccollo se hizo Salesiano, Eusebio Calvi se hizo Salesiano, muchos otros
jóvenes, ayudados por el sacrificio y el amor de Don Bosco, se hicieron Salesianos:
19
porque había nacido en ellos el reconocimiento y querían corresponder. Habían
recibido como regalo la vida de Don Bosco, y le daban su propia vida: « ¡Tómeme! »
Había saltado la relación entre cosas; la relación familiar de Don Bosco, por el
contrario, había llegado a su cumplimiento. A mí me parece éste el valor más original
que brota de Don Bosco: educación como donación recíproca, gratuita, total de afecto
y de persona.
Binomio amistad-confianza
Día 3 de noviembre de 1837. A los veintidós años cumplidos, Juan Bosco comienza los
estudios de Teología en el Seminario de Chieri. Ha vivido hasta el presente una
juventud difícil pero alegre. Ha tenido a su lado espléndidos amigos a quienes el
cristianismo vivido en profundidad no les ha impedido una vida sana, alegre, divertida.
Los desafíos a los saltibanquis y los entretenimientos de «magia blanca», con los que
se ríe a espaldas de los tímidos bobalicones, nos revelan un Juan Bosco que mira la
vida con alegre optimismo.
20
Su relación con los jóvenes está sólidamente edificada sobre el binomio amistad-
confianza.
Los dos primeros años del Seminario no han enturbiado esta manera de «ver» la vida y
a los jóvenes. Los estudios teológicos, desarrollados sobre los manuales de la época,
significan un duro ataque a su visión de la vida. Cito a Pedro Stella:
«La teología dogmática de entonces situaba todas las cosas bajo la luz de la cuenta
que hay que dar al juez divino, en espera de la vida o de la muerte eterna...
La teología moral lo centraba todo en la relación de la ley divina con la libertad,
educaba a considerar las obras propias como responsable adecuación con la ley
divina...
Incluso la oratoria sagrada para los seminaristas contribuía a alimentar el estado de
angustia que podía germinar en almas religiosas muy sensibles. Argumentaba... sobre la
rigurosa cuenta que el divino soberano habría de exigir...» (op. cit., p. 61).
Dogma, moral, oratoria sagrada contribuían, por lo tanto, a abandonar todo optimismo
en lo que respecta a la vida y a alimentar, por el contrario, el miedo por la cuenta
rigurosa que habrá de rendirse a Dios. El hombre se encuentra casi aplastado por esta
visión continua y amenazadora del juicio divino, y su estado de pecador es una de las
realidades que más reclaman su atención.
También el joven sale con una fisonomía alterada en esta visión antropológica: se
siente un hombre «inclinado al mal», que hay que erradicar con severidad, más que un
hijo de Dios que debiera crecer en la confianza del Padre. Había que educar, por lo
tanto, con rigor, vigilar con desconfianza porque era constante la posibilidad de
perderse.
El instinto optimista de Juan Bosco, su visión de los jóvenes con amistad-confianza,
fueron sometidos a dura prueba. Su buen sentido campesino jugó un papel importante
para atenuar ciertas posiciones rigoristas, pero ciertamente Don Bosco fue un
hombre normal, y los estudios teológicos incidieron y, de algún modo, debieron
condicionarlo.
Don José Cafasso, en los primeros años de su sacerdocio, le tendió una mano válida
para remover todo esquema rigorista en su acción sacerdotal, pero en ciertas pláticas
de Don Bosco sobre la confesión, en ciertas narraciones de sueños es difícil no
apreciar (además de las preocupaciones de un educador que ha reunido en breve
espacio centenares de jóvenes) un eco de aquellos estudios que intentaron formarle
en el rigor.
Pero toda la vida de Don Bosco está allí, ante nosotros, para decirnos cuán
rápidamente los acontecimientos, el contacto vivo con sus muchachos, la reflexión
continua sobre sus experiencias lo ayudaron a vencer las sugestiones rigoristas que
los estudios teológicos le habían insinuado, y a volver al binomio amistad-confianza.
La confesión que el joven Luis Orione hace con él en octubre de 1886 (apenas
dieciséis meses antes de su muerte) es la manifestación más clara de cómo había
prevalecido este binomio en la personalidad educativa de Don Bosco. Ante aquel
muchacho serio, turbado, angustiado, que ha consultado formularios y ha llenado tres
21
cuadernos de pecados, Don Bosco sonríe, toma los cuadernos, los rompe y dice a Luis:
«Ya está hecha la confesión. No vuelvas a pensar más en cuanto has escrito.» Y
mirándolo con dulzura le susurra: «Recuerda que nosotros dos seremos siempre
amigos.»
La vida vivida junto a sus muchachos, las largas horas pasadas en el confesonario, le
enseñaron que es un error el rigor en la confesión-tribunal, que ciertos esquemas que
presentan los libros de moral no sirven de hecho en la vida de sus muchachos porque
los conducen por el camino peligroso del complejo de culpabilidad.
El Don Bosco que confiesa a Luis Orione es el educador que ha llegado a la plena
madurez, en la que la amistad y la confianza lo llenan todo, también porque se ha
dejado educar por la vida concreta de sus jóvenes.
Conclusión
Cinco de junio de 1841. Juan Bosco se ha ordenado sacerdote. La imposición de las
manos del Obispo fijan definitivamente su paternidad: no de sangre, sino de espíritu y
de corazón, no encerrada en el radio de una pequeña familia, sino abierta a todos los
jóvenes que encontrará en su vida.
Las intuiciones educativas fundamentales se dan prácticamente todas en él: religión
liberadora; amor personalizado que es confianza, respeto, clima de familia; razón que
es diálogo y mutua relación educativa; laboriosidad que es sentido de dignidad; alegría
que es esperanza cristiana; pobreza que anula las relaciones de dependencia y exalta
las relaciones personales.
Ahora comienza para Don Bosco el choque con una ciudad desconocida que le presenta
problemas completamente nuevos, la lucha contra los obstáculos de la vida concreta y
cotidiana, el constante tirar de la cuerda, con un ambiente que • quisiera verle
sumergido en una tranquila mediocridad. Esto será objeto de las reflexiones de
mañana.
Ahora trato de concluir. Al final de mi primera charla decía que si era exacta, al
menos en parte, mi reflexión sobre la familia de I Bechi podíamos hacer un primer
balance sobre la figura del Salesiano, del que Don Bosco sigue siendo el modelo
fundamental.
Ahora podemos enriquecer este balance sobre la figura del Salesiano.
Es un hombre que juega su vida sobre el amor de los jóvenes: amor purificado, pero
amor verdadero, profundo, que alcanza a todos los jóvenes, los respeta y no se resigna
jamás a su fracaso.
Es un educador que no utiliza los castigos, sino la mansedumbre, que cree en el
carácter cristiano y sagrado de su misión educativa, que tiene predilección por los
jóvenes pobres, desaliñados, abandonados.
Es alegre y educa para una vida llena de alegría. Una alegría no vacía, sino nacida del
saber que se está en las manos de Dios, y por lo tanto, en buenas manos.
Elimina lo más posible, entre la obra salesiana y los jóvenes, la relación dependiente
22
del dinero, y establece una relación gratuita y total de afecto y de personas, seguro
de que entre los muchachos pobres, a los que alcanza esta relación, surgirán las
vocaciones que continuarán la obra de Don Bosco.
Para él, el muchacho no es ante todo un «inclinado al mal» que hay que enderezar con
severidad, sino un hijo de Dios que debe crecer en la confianza del Padre. Su
asistencia defiende del mal, pero no es mortificante: es un estímulo de alegría y un
tiempo de relaciones familiares.
Si queremos que Don Bosco nos repita todas las cosas sobre las que hemos
reflexionado esta mañana, releamos su carta-sueño del año 1884. La encontraremos
en el apéndice de nuestras reglas. Sentiremos no solamente su voz, sino también su
llanto que nos exhorta a caminar por esta senda como única senda auténtica del
Salesiano.
SEGUNDO DIA
PRIMERA CHARLA
23
estadística publicada en el periódico Armonía en el año 1853, núms. 5 y 9, transcrita
por Tomás Chiuso en el vol. IV, pág. 183 de su obra La Iglesia en el Piamonte, había,
sin rodeos, ¡un sacerdote por cada veintidós habitantes! ) Muchos, demasiados. El
Arzobispo Monseñor Chiaverotti (predecesor de Monseñor Fransoni) estaba
seriamente preocupado. Porque hacerse sacerdote quería decir correr el riesgo de la
desocupación; pero sobre todo porque la preocupación principal de tantos jóvenes sa-
cerdotes era la de buscar un puesto, de comenzar una carrera, no la de empezar un
ministerio pastoral. Muchos de estos sacerdotes (cito las pláticas de Don José
Cafasso), ni siquiera rendían examen de confesión, ni tampoco pedían licencia para
predicar. Se convertían en «sacerdotes de familia» (una especie de ornato de las
familias cristianas acomodadas), en profesores o en empleados municipales. Muchos se
aficionaban a la política, a la vida de café, vivían entre vasos de vino y chismorreos.
Don Bosco, ordenado sacerdote, ¿qué hará?
24
Las posibles opciones
Todas estas «cualidades» de Juan Bosco cuentan para las posibles «opciones de vida»
de Don Bosco.
Como sucedía con toda ordenación de un sacerdote bueno y pobre, en aquellos
tiempos, los amigos se preocupan para que no corra el riesgo (al menos durante los
primeros años) de encontrarse sin ocupación. Una familia de nobles genoveses
(interesada con toda probabilidad por los amigos) lo solicita para profesor de sus
hijos, ofreciéndole un sueldo bueno (aunque no excesivo) de mil liras anuales (cerca de
tres millones y medio en 1982; trescientas mil liras al mes). Sus paisanos, en la
barriada de Morialdo, que se encuentran en ese momento sin capellán, le ofrecen la
capellanía subrayando que por él harán el esfuerzo de duplicar el estipendio ordinario.
El párroco de Castelnuovo, Don Antonio Cinzano, que ha experimentado ya su
capacidad pastoral entre los jóvenes, le ofrece convertirlo en su vicario,
garantizándole «buenas entradas».
Todas estas intervenciones son hijas de la amistad, pero hemos de observar que
también lo son de una preocupación común: hacer que Juan Bosco disfrute de un
«buen puesto», en el sentido de garantizarle un estipendio digno y principio de una
carrera acomodada. Era normal, y no causaba ningún escándalo; llegar a ser sacerdote
se consideraba «un puesto socialmente elevado» que debía traducirse
económicamente en un dinero que compensase los trabajos afrontados por el joven
sacerdote y por su familia.
Sólo mamá Margarita, la mujer que siempre ha tenido que dividir el céntimo en dos
para hacer cuadrar sus cuentas, le recuerda con duras palabras: «Si llegases a ser
rico, no pondría jamás los pies en tu casa.»
La toma de posición de esta mujer analfabeta de cincuenta y tres años es de una
sabiduría y de una profundidad que asombran. Cavando la tierra y acudiendo a la
iglesia una vez a la semana, esta madre de familia ha comprendido la crisis de la
Iglesia del Piamonte, de los sacerdotes piamonteses; era la mayor crisis de la era
moderna que estaba comenzando. Lo ha comprendido de un modo tal vez no muy
científico, pero total.
La Iglesia que se proyecta en este momento sobre la figura del sacerdote está
entrando en una crisis que llevará en los próximos decenios a centenares de
sacerdotes y de religiosos a abandonar clamorosamente su vocación y su misión. Si en
el año 1841 hay un sacerdote por cada cien habitantes en Turín, en 1870 (veintinueve
años después) habrá tan sólo un sacerdote por cada trescientos noventa habitantes.
Una pérdida brusca del setenta por ciento. Un vacío clamoroso en las filas
sacerdotales, debido precisamente al hecho de que el dinero, la carrera, el «puesto
honorable» eran los primeros peldaños de los motivos que impulsaban al sacerdocio. En
cuanto (después del año 1848) el ser sacerdote no proporcione estas ventajas
económicas y sociales (sino que, por el contrario, ocasione persecuciones e
incomodidades por la conocida ley de confiscación de los bienes eclesiásticos), las
25
filas del clero quedarán desiertas.
He dicho que la analfabeta mamá Margarita intuyó también la crisis más vasta de
nuestra época, que estaba comenzando en aquel momento, y en la que todavía estamos
inmersos hasta el cuello. Erich Fromm, con una simplificación clarísima, afirma que la
crisis del mundo occidental se puede resumir en un trágico cambio de verbos: hemos
dado importancia absoluta al tener, creyendo que la felicidad humana consiste en
producir cosas, poseer cosas, consumir cosas. La felicidad del hombre, por el
contrario, consiste, dice Fromm, en ser. Ser más responsables, más amigos, más
padres, madres y educadores de los propios hijos. En una palabra: ser más personas
humanas. Charles Chaplin, en su Autobiografía, tiene una frase simple y trágica.
Escribe a su hermano Sidney después de los primeros éxitos cinematográficos: «Hoy
soy un hombre que vale cien dólares por semana. Pero, si esto sigue así, pronto seré
uno que vale mil dólares por semana.» Es una expresión lingüística corriente, me dicen,
en el lenguaje americano: un hombre vale el dinero de su sueldo, el dinero de que
puede disponer. Creo que existen pocas expresiones humanas menos antievangélicas
que ésta... Si fuese verdad, todos los enfermos del Cottolengo no «valdrían nada»,
todas las personas que trabajan por una misión y no por un estipendio, no «valdrían
nada». La vida de Jesucristo, por lo pronto, no «valdría nada». Y esta forma de
valorar las cosas, dice Erich Fromm, que nos está llevando a la ruina, nos crea
ejércitos de frustrados, de infelices.
Mucho antes que Fromm, Jesús había dicho: «Hay más gozo en dar que en recibir.»
Partiendo de esta afirmación de
Jesús, nosotros, los cristianos, podemos corregir y completar a Fromm. El verbo más
importante para la felicidad humana no es ciertamente tener. Pero tampoco ser (que,
sin embargo, es importantísimo y es un verbo muy cristiano: ser más hombres, más
hijos de Dios). El verbo más importante es dar. Tú vales, eres feliz, te sientes
realizado (si queremos utilizar esta expresión moderna y ambigua) no cuando tienes,
ni tampoco cuando eres, sino cuando das: te das a ti mismo, tu tiempo, tus cualidades,
tu vida. Fromm mismo lo admite en otra obra suya famosa, El arte de amar: «El acto
de dar... me colma de gozo. Me siento rebosante de vida y de felicidad. Dar
proporciona más alegría que recibir, no porque es privación, sino porque en aquella
acción me siento vivo... No es rico el que tiene mucho, sino aquél que da mucho» (op.
cit., p. 38).
No me parece forzar demasiado las palabras afirmando que mamá Margarita en su
sabiduría campesina, no refinada, pero profunda, había intuido muchas de estas cosas
y las había expresado con aquella dura frase: «Si llegaras a hacerte rico, no pondría
jamás los pies en tu casa.» Tal vez no sabía explicarlo, pero comprendía que si llegaba
a ser rico, su Juan hubiera sido un sacerdote fracasado, y si hubiera explotado su
sacerdocio para hacerse rico, hubiera sido un fracasado incluso como cristiano.
26
Algunas preguntas sencillas para nuestra reflexión
¿Como educadores, sobre qué ideales insistimos? ¿Qué género de vida ideal
presentamos? ¿El que se basa sobre el tener: «Si estudias, si recibes el diploma,
tendrás»; o el cristiano fundamentado sobre el ser, y más aún sobre el dar: «Si
estudias, si recibes el diploma, serás más responsable, podrás dar más, servir mejor a
tus hermanos»? ¿Al vernos ir frecuentemente a las casas de nuestros exalumnos, las
palabras de mamá Margarita no corren el peligro de convertirse en una farsa?
Juan Bosco no prestó oídos a la familia genovesa, ni a sus paisanos, ni al párroco de
Castelnuovo. Prestó oídos a su madre. Debemos dar gracias a esta madre, por haber
alejado bruscamente a Don Bosco de posibles «opciones de vida» distantes de aquellas
a las que Dios le llamaba.
Para truncar toda vacilación, Don Bosco va a Turín, a ver a Don José Cafasso, y le
pregunta: « ¿Qué debo hacer?» Y Don José Cafasso, aquel sacerdote menudo, medio
jorobado, que apenas tiene cuatro años más que él, le dice: «Déjelo todo. Venga aquí a
la Residencia sacerdotal para aprender a ser sacerdote.» No era un modo de hablar.
El que salía del seminario, en aquellos tiempos, difícilmente «sabía obrar como
sacerdote», y menos aún «sabía actuar como tal en aquellos tiempos nuevos y difíciles
que estaban comenzando».
Turín es una ciudad que está creciendo: barrios nuevos, tiempos nuevos, problemas
nuevos. El aspecto más clamoroso es la llegada a la ciudad de nuevos y continuos
personajes liberales que llegan desde todos los puntos de Italia, que en el espacio de
pocos años darán comienzo al «Risorgimento», un acontecimiento que planteará
problemas nuevos y urgentes a la Iglesia. El aspecto menos clamoroso, pero que incide
más en profundidad, es el comienzo de la revolución industrial.
Llegan los primeros capitales extranjeros y nacen las primeras fábricas (notables las
de armas en las riberas del Po). El desarrollo es rapidísimo. En diez años, de 1838 a
1848, la población pasa de ciento diecisiete mil a ciento treinta y siete mil habitantes,
con un aumento del diecisiete por ciento. En las barriadas periféricas que se
ensanchan a ojos vistas, se instalan siete mil nuevas familias. Jóvenes solos y familias
pobres acuden de los valles piamonteses, de la baja Lombardía. La periferia
(especialmente la periferia norte, con Borgo Dora y Borgo Valdocco) comienzan a
convertirse en «cinturones negros» donde estalla regularmente el cólera cada dos o
tres años. El cuarenta por ciento de la población es analfabeta. Y esto no quiere decir
que no sea capaz de leer Los novios, sino que no es capaz de leer un contrato de
trabajo, de controlar las cuentas del patrón y del panadero, de conocer los propios
derechos y de defenderse de las condiciones infrahumanas, que acaba aceptando
como una fatalidad. León XIII, en la Rerum Novarum, condensará el pavoroso costo
27
humano de la primera revolución industrial en dos líneas: «Una exigua minoría de
grandes ricos impuso una verdadera esclavitud a una muchedumbre infinita de
proletarios.»
La Residencia sacerdotal para jóvenes sacerdotes había sido fundada, junto a la
iglesia de San Francisco de Asís, en el año 1817, por el teólogo Luis Guala: un
sacerdote de profunda piedad, de carácter inflexible y de una inteligencia verdadera-
mente rara (tomo estas notas de la primera biografía de Don José Cafasso, escrita
por Ribolant). Desde el año 1836, Don Luis Guala tuvo como ayudante en la Residencia
sacerdotal a Don José Cafasso, y junto con él dio vida a un verdadero «plan a largo
alcance» para preparar sacerdotes dignos y adiestrados para los nuevos tiempos en la
diócesis de Turín. No preparados para las novedades políticas, sino para las necesi-
dades pastorales de los nuevos tiempos.
Ya desde los seminarios, los mejores clérigos eran seguidos y ayudados por Don Luis
Guala y Don José Cafasso. Dos Luis pagó algunas anualidades de Don Bosco en el
Seminario de Chieri. Inmediatamente después de la ordenación, unos treinta
seminaristas habían aceptado (a veces solicitado) participar en el bienio de la
Residencia sacerdotal.
La fuerza de Don Luis Guala y la dulzura de Don José Cafasso incidían profundamente
en la mentalidad de estos jóvenes sacerdotes. No se trataba de adoctrinamiento ni de
lavado de cerebro, sino de una cuidadosa preparación espiritual y pastoral, fundada
sobre algunos postulados. Enumero tres:
— gran comprensión de la gente, del pueblo (desmantelando toda rigidez moral
que podía descorazonar y alejar del cristianismo);
— fidelidad absoluta al Papa (contra la tendencia de la Universidad de Turín a una
cierta «independencia» de Roma);
— apertura a nuevas formas de apostolado. La oleada del crecimiento popular
exigía que la vida pastoral no cristalizase en las dieciséis parroquias de la ciudad, sino
que se inventasen esquemas nuevos, caminos distintos, apostolados volantes por
almacenes, oficinas y mercados. Los cuarenta y cinco sacerdotes de la Residencia
sacerdotal estudiaban moral durante varias horas al día, pero eran conducidos
lentamente por Don José Cafasso al trabajo pastoral en las cárceles, hospitales,
centros de beneficencia, palacios, casas particulares, buhardillas. Predicaban en las
iglesias, iban a trabajar entre los enfermos del Cottolengo, asistían y daban
catecismo a los jóvenes trabajadores, atendían a los enfermos y ancianos. De este
modo es como aprendían a «trabajar como sacerdotes».
La historia del grupo de sacerdotes que salieron en aquellos años de la Residencia
sacerdotal, y que, junto con el Cottolengo, el canónigo Anglesio y el reverendo Cocchi,
hicieron cambiar la vida pastoral de Turín, está todavía por escribir. Pero estoy
convencido de que significó uno de los momentos más válidos en la historia de la
Iglesia italiana.
28
Don Bosco quiere mucho a los jóvenes, por eso va a conocerlos en su situación
concreta, dedicándose a los pobres
29
Tomo los datos de Castellani (el gran biógrafo de Don Leonardo Murialdo): la jornada
laboral dura entre quince y diecisiete horas; la edad media de la vida de los obreros
de Turín es de diecinueve-veinte años; los jóvenes comienzan a trabajar en los
talleres de la ciudad a los ocho-nueve años, llevando cal y ladrillos por las escaleras de
mano.
Don Bosco traza un proyecto concreto, realista, para salvar a los jóvenes
Después de haber visto esta realidad, Don Bosco echó sus cuentas. Hoy nosotros
decimos: trazó su proyecto educativo. Un buen proyecto educativo —nos enseñan los
expertos— tiene que tener en cuenta las exigencias sociológicas, psicológicas y
cristianas del joven. Don Bosco no conocía estas condiciones, pero concluyó que
aquellos jóvenes:
— tenían necesidad de una escuela y de un trabajo protegido que garantizase su
porvenir más seguro (exigencias sociológicas);
— tenían necesidad de ser jóvenes, es decir, tenían necesidad de un clima de
familia donde sentirse protegidos y amados, y de tiempo de juego donde desfogar su
deseo de correr y de saltar sin aburrirse en las aceras y sin agotar toda energía con
el trabajo productivo (exigencias psicológicas);
— tenían necesidad de encontrarse con Dios para descubrir y realizar su dignidad
de hijos de Dios, para darse cuenta de que su vida tenía sentido (exigencias
cristianas).
En teoría, su proyecto educativo, o mejor dicho, de «salvación de los jóvenes», estaba
trazado. Pero se trataba ahora de ponerlo en práctica. Como Don José B. Cottolengo
catorce años antes, como los jóvenes sacerdotes de la Residencia sacerdotal, sus
amigos, Don Bosco advirtió que ahora llegaba verdaderamente lo difícil. Había que
30
lanzarse, más aún quemarse, dejarse girones de vida para salvar a estos jóvenes.
Catorce años antes Don José B. Cottolengo se había metido entre los viejos aban-
donados en la mayor miseria. Había arrojado la esclavina de seda y las hebillas de
plata de canónigo (que llevaba desde hacía nueve años) y se había ido a recoger a los
piojosos por las buhardillas, a recibir los garrotazos de los protectores a los que
dejaba sin muchachas humilladas por «el trabajo» y a respirar el tifus de los
moribundos. Había adquirido incluso la fama de «medio desequilibrado» entre los
otros canónigos que defendían «la dignidad del sacerdote, el cual —decían—no puede
descender a ciertos niveles». Por parte de muchos sacerdotes tenía que verificarse
un largo trabajo de «conversión», de «cambio de mentalidad» para ver en el Santo
Cottolengo, no un sacerdote que ha renunciado a la dignidad sacerdotal, sino un
verdadero santo que ha comprendido dónde se encuentra la «verdadera dignidad
sacerdotal».
Lanzarse entre los jóvenes, como se había arrojado Cottolengo entre los enfermos y
los viejos, quería decir probablemente quemarse, ser considerado como un
desequilibrado o medio loco, alcanzar fama de haber «olvidado su dignidad sa-
cerdotal». Este es el obstáculo grande, concreto, con el que Don Bosco (y otros
sacerdotes menos conocidos que él, como Cocchi, Ponti, Borel) tuvo que tener en
cuenta.
En la ciudad hay dieciséis parroquias. Su trabajo es de gran valor, esencial. El
entramado pastoral de la ciudad exige estas instituciones que, dentro de la comunidad
católica, presiden el culto, proclaman la palabra de Dios, piensan en estructurar los
grupos y las organizaciones de apostolado y de caridad. Por parte de los párrocos y
vicarios, abandonar la vida parroquial para dedicarse a un apostolado volante, sería
arriesgado. Cuando en 1980 entrevisté a Don Luis Ciotti, el fundador del Grupo Abel
que dedica su vida a los alejados, a los marginados, a los drogadictos, oí que me decía:
«Diga a los Salesianos que hagan funcionar las parroquias, los oratorios, las
organizaciones católicas. Cada vez que deja de funcionar una parroquia, un oratorio,
se multiplican por las calles los jóvenes desarraigados.»
Pero más allá de los sacerdotes, empeñados en las parroquias, la masa de sacerdotes y
de religiosos, que se contaban por millares en Turín, no veían lo que estaba
sucediendo, el aluvión que había que afrontar con toda urgencia. En las disertaciones,
más o menos académicas, se deploraban los «bellos tiempos» en los que los jóvenes
emigrados llegaban con la carta del párroco de origen, que tenían que presentar en la
parroquia a la que iban a trabajar. No se daban cuenta de que ante la oleada del
crecimiento popular, aquellos esquemas de comportamiento se habían roto. No había
que «lamentar los tiempos», sino «marchar con los tiempos», superando el esquema
fijo y cómodo de Misa-Sacramentos-Catecismo cuaresmal obligatorio. Este esquema
sólo llegaba a una parte de la gente y con eficacia bastante discutible.
Muchos jóvenes sacerdotes de la Residencia sacerdotal que, exhortados por Don José
Cafasso, hacían esfuerzos de fantasía y de buena voluntad, eran tenidos por ingenuos
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fervorosos y extravagantes. Don Bosco será pronto considerado como el más ingenuo
y el más extravagante de todos.
Las tentaciones que vence Don Bosco para realizar su proyecto de salvación
Don Bosco sentirá que le repiten muchas veces, las personas mejor intencionadas de
este mundo, los motivos por los que debería quedarse quieto, ir despacio, no exagerar.
Motivos de buen sentido, de prudencia adoptada por la mayor parte de los sacerdotes.
Estos argumentos, que trataban de modificar la opción de fondo de Don Bosco,
podemos dividirlos tranquilamente en dos grupos muy distintos: «Impulsos a una
opción más prudente y decorosa» y «tentaciones de mediocridad». Voy a enumerar
siete. Las expongo con palabras de hoy, pero quien conoce la vida de Don Bosco sabe
que no son forzadas. Helas aquí:
— En Turín hay un Arzobispo y muchos sacerdotes prudentes. Si ellos no hacen
ciertas cosas, ¿qué quieres probar tú, pobre chorlito?
— ¿Tienes que hacer tú todo el bien del mundo? En fin de cuentas no eres más
que un pobre hombre, con poca salud, con posibilidades limitadas.
— Mejor poco y bien que intentar una aventura que no se sabe dónde acabará.
— Se necesita prudencia y moderación también para hacer el bien. No debemos
exagerar.
— ¿Por qué arruinar una carrera segura para lanzarse a una empresa insegura?
— ¿Un sacerdote en aquel alboroto continuo? ¿A dónde va a parar la dignidad del
sacerdocio? Se acaba o en la prisión o en el manicomio.
— Pobrecitos. Estos jóvenes me causan verdadera pena. ¿Pero yo qué puedo
hacer?
Don Bosco era un hombre joven, fervoroso, tenaz, pero siempre un hombre.
Precisamente por esto creo que también habrá dudado, también él, alguna vez, ante
estos argumentos. Elegir el camino ancho, recorrido por todos, respetado por todos,
el camino de una tranquila y prudente mediocridad. Rezar el breviario, dar limosna,
predicar la caridad desde los púlpitos, decir con compasión «pobrecitos». Y después
retirarse a una casa confortable a descansar. Durante nueve años Don José B.
Cottolengo, que era el Cottolengo, no había podido vencer esta tentación. También en
Don Bosco parece entreverse esta tentación sutil, que quizá retornó varias veces, en
la amargura de ciertas líneas de sus Memorias: «Todos se mantenían alejados de mí.
Mis colaboradores me dejaron solo. Estaba solo, extenuado de fuerzas, con la salud
quebrantada.»
La pregunta que más acucia mi mente en este momento (y que quisiera fuese también
vuestra «pregunta») no es «cómo hizo Don Bosco para no abandonar su opción de
dejarse arruinar la vida para salvar a los jóvenes abandonados», sino «cómo tantos,
verdaderamente tantos hombres de Dios no han hecho, también ellos, una opción igual
a la de Don Bosco», que es además la de Jesucristo: lanzarse, quemarse, arruinar la
vida para salvar a la gente que andaba a la deriva.
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En el capítulo veinticinco de San Mateo, Cristo-juez dice a los de su izquierda: «Tuve
hambre y no me disteis de comer, era forastero y no me alojasteis en vuestra casa.»
Y aquéllos caen de las nubes: « ¿Pero cuándo, Señor, te hemos visto y no te hemos
ayudado?» Tomada en sentido positivo, aquella frase afirma: «Pero, Señor, nosotros
no te hemos visto jamás, ¡jamás te hemos encontrado! »
Monseñor Carlos M. Martini, en su segunda meditación sobre San Mateo, tiene una
página espléndida y dura, comentando estas palabras. Trataré de condensarla:
«Señor, yo no te he sentido, yo no te he visto cerca de mí pobre, cansado, enfermo,
encarcelado. Soy como el sacerdote de la parábola, que pasa junto al herido, pero es
tal su costumbre, que no lo ve. Cada vez que medito esta página, digo: "Está bien,
ahora he comprendido." Pero después, cuando torno a la vida cotidiana, no veo, no
siento, no comprendo. Mis relaciones con el prójimo son de defensa, tratan de esta-
blecer distancias, que son mis privilegios. Siento la situación como un riesgo excesivo,
como una necesidad de hacer valer mis derechos. Toda nuestra vida no es un
reconocimiento del Señor, sino una relación de dar y recibir para recorrer mi camino,
tal vez sin oprimir a los otros, pero poniéndome siempre a mí mismo por delante.
Señor, no será por esta meditación por lo que en adelante abriré los ojos.
Instintivamente, en las situaciones agresivas todavía me retiraré. Toda mi vida está
hecha de pequeñas agresiones frente a las que tomamos posición, nos distanciamos,
nos armamos sabiamente. Señor, tengo ojos y no te veo, tengo oídos y no te oigo. No
te veo donde verdaderamente estás, sino donde me es cómodo verte, donde la
costumbre, la tradición, el hábito me enseñan a verte, y basta. Todavía no he
convertido mi corazón al Evangelio.»
Es una meditación dura, despiadada. Pero creo que debemos hacerla todos.
¿Caminamos detrás de Don Bosco o detrás de aquellos que le aconsejaban que no
exagerase?
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1. Don Bosco arroja por la ventana el egoísmo. De forma total, radical. Una
particularidad que salta inmediatamente a la vista es que Don Bosco de ahora en
adelante, incluso en los momentos más negros, no se preguntará jamás: « ¿Qué será
de mí?», sino « ¿qué será de mis jóvenes?». Es, según creo, una particularidad
importantísima. No le importa nada su persona, su carrera, incluso su salud. Para él
sólo existen los jóvenes que hay que salvar. Con palabras modernas, podríamos decir:
busca su realización, en el único sentido cristiano de esta palabra: ser siervo de sus
jóvenes.
No le veremos, ni en los comienzos ni nunca, tomarse algún tiempo para sí a lo largo de
la semana, para sus «hobby». Su tiempo de distensión consiste en subir a los andamios
de los albañiles y en entrar en los talleres para encontrar a sus muchachos. Su
«retirarse periódicamente» a un lugar tranquilo lo provocarán solamente dos motivos:
rezar (siente necesidad de hacerlo) y escribir libros para sus jóvenes con suficiente
concentración.
En las duras contrariedades que le amargan los primeros años, jamás descarga sus
desilusiones, sus disgustos sobre los jóvenes. Lo amargo se lo guarda para sí, lo dulce
para ellos.
2. Don Bosco hace opciones de fondo que en su tiempo van contra corriente, pero no
es ni un imprudente ni un contestatario. Franco Molinari ha escrito de Monseñor
Montini, que después fue Pablo VI, dos líneas que creo definen también a Don Bosco:
«Frente a la Iglesia, no fue ni un obediente servil ni un desobediente rebelde. Fue un
obediente creativo.» Don Bosco no hizo jamás cabezonadas. Tuvo como director
espiritual no una cabeza caliente, sino a Don José Cafasso, consejero espiritual del
Arzobispo de Turín y de por lo menos cinco Obispos piamonteses. Con Don José
Cafasso discutió todas sus opciones y todas sus decisiones. Alguna vez su línea de
acción fue distinta de la preferida por Don José Cafasso, pero al exponerle los
motivos de conciencia que lo llevaban por otro camino, manifestó tal prudencia que
Don José Cafasso dijo de él: «Dejadle hacer. Don Bosco es un misterio, pero dejadle
hacer.» Y en otra ocasión dijo: «No se debe juzgar a los santos.»
3. Don Bosco, antes de tomar una decisión, reza. Hago notar este particular. Después
del trauma de las prisiones, donde ve «a jovencitos de doce a dieciocho años, sanos,
robustos, de ingenio despejado, ociosos, comidos por los insectos», ruega a Dios:
«Decidme qué debo hacer.» Cuando está preparado para decir la Misa y encuentra en
la sacristía al primer muchacho, aquel Bartolomé que será el comienzo de todo, no
retrasa la celebración para hablarle, sino que le dice: «Ven a oír Misa. Después he de
hablarte de un asunto que te gustará.» Al acabar la Misa, Bartolomé lo espera y Don
Bosco «da gracias» y después le habla. Y tras el coloquio cordial (« ¿sabes cantar?,
¿sabes silbar?»), comienza el primer catecismo con un «Avemaría», recitada de
rodillas. Don Bosco no es un ángel bajado del cielo. Es un hombre con las cualidades de
su tierra: la prudencia, la desconfianza por la aventura, el sentido realista. Pero
también con las virtudes del verdadero cristiano: un amor grande a Dios y a los hijos
de Dios. Un corazón que no descansará jamás después de haber dicho «pobrecitos»,
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después de haber expresado un sentimiento de compasión. Un corazón que, por el
contrario, lo empujará sin tregua al trabajo, a la entrega, a deshacerse, a dejar hecha
jirones su vida. Don Bosco es un piamontés de su tiempo, exactamente como somos
nosotros hijos de nuestra tierra y de nuestro tiempo. Pero es también (y aquí está tal
vez la diferencia más profunda entre él y nosotros) un cristiano hasta la médula.
Conclusión
SEGUNDA CHARLA
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de educador salesiano y de salvador de los jóvenes. Los cuatro momentos que vamos a
considerar son: el encuentro con Bartolomé Garelli, el primer Oratorio en el cobertizo
Pinardi, la grave enfermedad que contrae Don Bosco en julio de 1846 y el comienzo
del internado. (Al hacer esta selección olvido otros momentos importantes, como el
impacto de los jóvenes en las cárceles, pero es necesario abreviar.)
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La sacristía fría ( ¡era el 8 de diciembre!) de San Francisco de Asís (y me parece que
no fuerzo las palabras al decir esto) se convierte de este modo en familia, escuela,
Iglesia. La respuesta de Dios al «decidme qué es lo que debo hacer» ha llegado con
plenitud. Hela aquí: «Devuelve a este muchacho la familia, la escuela, la Iglesia.» Es el
camino por el que
marcharon siempre Don Bosco y los auténticos Salesianos: una amistad que hace
sentirse en familia, una escuela que da el sentido de la dignidad, una Iglesia que hace
encontrar a Dios y hace sentir la paz profunda de ser sus hijos.
Me atrevo a preguntar: ¿estamos marchando también nosotros por este camino?
¿Nuestra amistad se traduce en afectuoso interés? ¿Somos amigos así de nuestros
jóvenes? ¿Conocemos, no por oficio, sino por amistad, las condiciones de familia, de
escuela, de Iglesia de nuestros jóvenes? ¿O conocemos solamente el equipo del que
son hinchas? ¿Sienten en nuestra amistad, no al profesor, sino al hermano que quiere
su bien sobre todas las cosas? Nuestra escuela, ¿da confianza a la inteligencia?
¿Desarrolla la dignidad del hombre? ¿Nuestros jóvenes se sienten parte de la Iglesia?
¿Hijos de Dios?
Añado dos detalles.
En el coloquio con Bartolomé, Don Bosco dice: « ¿Quieres que comencemos en
seguida?» Era miércoles aquel día 8 de diciembre. Hubiera podido decir: «Entonces
nos veremos el domingo», y tal vez la Obra Salesiana aún no habría comenzado hoy.
Aquel «inmediatamente» es para mí muy importante. El noventa por ciento de las
cosas buenas que no hemos hecho inmediatamente, no las hemos hecho jamás.
Los domingos siguientes se añadieron otros jóvenes. Don Bosco recordaba: «Eran
Carlos Buzzetti, Germano, Gabilondo» (MB II, 76): pequeños albañiles lombardos que
permanecerían a su lado durante treinta-cuarenta años, a los que todos conocían en
Valdocco. Un día entra Don Bosco en la iglesia donde un joven sacerdote predica
desde el púlpito con entusiasmo. Sobre las gradas de un altar, algunos pequeños
albañiles duermen, apoyados unos en las espaldas de los otros. Don Bosco los
despierta, pregunta en voz baja: « ¿Por qué dormís?» Uno le contesta: «No
comprendemos nada»; otro dice: «Ese sacerdote no dice nada para nosotros.» Don
Bosco enseña a aquellos muchachos, pero esta vez es él quien recibe su lección: los
sacerdotes hablan muy difícil, no hablan para ellos (¿quién sabe para quién hablan?).
Como todo educador de raza, Don Bosco está pronto para dejarse educar por sus
muchachos, para escuchar sus lecciones. Y aprende a hablar para ellos.
Una pregunta más para someterla a nuestra reflexión: el «inmediatamente», ¿existe
en nuestro modo de actuar? ¿O sabemos camuflar, detrás de la pereza, el deseo de ir
abandonando, de que no se nos moleste? ¿Sabemos escuchar las lecciones de nuestros
jóvenes? Un bostezo aburrido durante una plática, una hora de clase, ¿lo tomamos
como una ofensa o como una lección? ¿Cómo una invitación a aprender a hablar para
ellos?
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El oratorio en el cobertizo Pinardi
El 12 de abril de 1846 fija establemente su Oratorio en el cobertizo del señor
Pinardi, después de haberlo transformado en capilla. En cinco páginas de sus
Memorias recuerda el Oratorio tipo que continuó durante muchos años. Un Oratorio a
través del cual, de forma transparente, podemos constatar lo que entendía él por
«Oratorio». He aquí sus mismas palabras:
«En los días festivos, muy de mañana se abría la iglesia y se comenzaban las
confesiones que duraban hasta la hora de la Misa. Esta se fijaba para las ocho; pero a
fin de satisfacer a los muchos que deseaban confesarse, no pocas veces se difería
hasta las nueve y hasta más tarde. Alguno de los sacerdotes, cuando los había, dirigía
las oraciones y se hacía cargo de la masa. En la Misa comulgaban los que estaban pre-
parados. Acabada la Misa y quitados los ornamentos, subía yo a un púlpito, nada alto
por cierto, a explicar el Evangelio. Por aquel entonces, en vez de homilía, comenzamos
a narrar ordenadamente la Historia Sagrada. Estas narraciones, hechas en forma
sencilla y popular y revestidas con datos de las costumbres de los tiempos y de los
lugares correspondientes y complementadas con los nombres geográficos y su versión
actual, gustaban mucho a los pequeños, a los adultos y a los mismos eclesiásticos
presentes A la plática seguía la clase, que duraba hasta el mediodía.»
Como se ve, una mañana llena, vivida enteramente entre la Iglesia y la escuela. «A la
una de la tarde —prosigue Don Bosco, que aquí se concedía como máximo una hora
para la comida y para respirar— comenzaba el recreo con bochas, zancos, fusiles y
espadas de madera y con los primeros aparatos de gimnasia. A las dos y media
empezaba el catecismo. La ignorancia era, en general, grandísima. Me ocurrió muchas
veces comenzar el canto del "Avemaría" y, entre cerca de cuatrocientos jóvenes allí
presentes, ni uno era capaz de continuar si yo callaba.
Terminado el catecismo, como por entonces aún no se podían cantar las vísperas, se
rezaba el rosario. Al cabo de un año ya fuimos capaces de cantar las vísperas de la
Virgen. Seguía a estas prácticas una breve instrucción, que consistía de ordinario en
un ejemplo, en el que se hacía resaltar un vicio o una virtud. Todo acababa con el canto
de las letanías y la bendición del Santísimo Sacramento.
Al salir de la iglesia, comenzaba el tiempo libre, durante el cual cada uno podía
divertirse a su gusto. Unos continuaban la clase de catecismo, otros la de canto o
lectura; pero la mayor parte se entregaba a saltar, correr, divertirse en diversos jue-
gos y pasatiempos. Los que se reunían con intención de saltar, hacer carreras y
dedicarse a juegos de manos o de habilidad sobre cuerdas y barras, como yo todo eso
lo había aprendido en mis tiempos de saltibanqui, lo practicaban bajo mi dirección. De
este modo podía frenar a aquella muchedumbre, de la que en buena parte se podía
decir: "Sicut equus et mulus, quibus non est intelectus" ("Son como el caballo y el
mulo, que no tienen inteligencia"). Y es a estos muchachos a los que Don Bosco hace
redescubrir la dignidad del hombre, del hijo de Dios.
He de decir, por otra parte, que en medio de tan gran ignorancia, pude admirar
siempre un gran respeto por las cosas de la Iglesia y sus sagrados ministros, y un gran
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entusiasmo por aprender las verdades religiosas.
Es más, yo me servía de aquellos ruidosos recreos para insinuar a mis muchachos
pensamientos espirituales e invitarles a la frecuencia de los sacramentos. A unos, con
una palabrita al oído, les recomendaba más obediencia, mayor puntualidad en sus
deberes; a otros, que frecuentasen el catecismo y se viniesen a confesar; y cosas
semejantes.
Para mí aquellas diversiones eran un modo eficaz de hacerme con una multitud de
jóvenes, que cada sábado por la tarde o cada domingo por la mañana viniesen a
confesarse con el mejor deseo del mundo.
A veces apartaba de los mismos juegos a algunos para llevármelos al confesonario,
pues me había percatado de que andaban un tanto rezagados en el cumplimiento de
tan importante deber. Contaré un hecho de entre muchos. Había insinuado muchas
veces a uno que cumpliese con Pascua; cada domingo me lo prometía, pero no acababa
de cumplir. Un día de fiesta, terminadas las funciones sagradas, se puso a jugar con
frenesí. Mientras corría y saltaba por todas partes, todo bañado en sudor, y con tal
entusiasmo que no sabía si estaba en este mundo o en el otro, lo llamé a toda prisa,
rogándole que viniera conmigo a la sacristía, pues me iba a hacer un encargo. Él quiso
venir tal como estaba, en mangas de camisa.
—No —le dije—; ponte la chaquetilla y ven.
Ya en la sacristía, lo conduje al coro, y entonces le dije:
—Arrodíllate en este reclinatorio.
Lo hizo, pero con ademán de tomarlo y llevarlo a otro sitio.
—No —añadí---; el reclinatorio déjalo donde está. —Entonces, ¿qué quiere?
—Pues confesarte.
—No estoy preparado.
—Eso ya lo sé.
—Entonces, ¿qué?
—Entonces que te prepares y te confesaré después.
—Bueno —exclamó—; no está mal la cosa; en realidad necesitaba hacerlo, tenía
verdadera necesidad; hizo bien en cazarme de este modo; de otra forma, por miedo a
mis compañeros, no hubiera venido todavía a confesarme.
Mientras yo recé una parte del breviario, él se preparó un poco; después se confesó
de buena gana y dio gracias con mucha devoción. A partir de aquel momento fue uno
de los más asiduos en el cumplimiento de los deberes religiosos. Cuando él contaba la
anécdota a sus compañeros solía terminar diciendo:
—Don Bosco empleó una buena estratagema para cazar al pájaro y meterlo en la jaula.
Cuando anochecía, un toque de campana reunía a todos en la iglesia. Allí se hacía un
poco de oración o se rezaba el rosario con el "Angelus", y terminaba todo con el canto
del "Alabado siempre sea el Santísimo Sacramento".
A continuación seguía la alegre y conmovedora escena de la separación que todos
conocemos: Don Bosco, levantado a hombros, era llevado cantando y riendo hasta el
Rondó, y allí, en medio de mi silencio "que se hacía general" auguraba a todos una
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buena noche y una buena semana.»
Me permito hacer algunas reflexiones:
1. Los tiempos han cambiado, el tiempo libre se ha hecho más largo, pero creo que
sería desnaturalizar profundamente y traicionar un Oratorio Salesiano (tal vez es
mejor decir «toda Obra Salesiana») que no ponga en primer lugar a Dios y la vida de la
Iglesia de Dios.
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Primer domingo de julio de 1846. Después de la agotadora jornada pasada en el
Oratorio, bajo un sol de fuego, mientras regresa a su habitación junto al Refugio, Don
Bosco se desmaya. Lo llevan a su lecho en estado grave. «Pleuritis con fiebre alta,
hepmotisis.» Conjunto de enfermedades gravísimas en aquellos tiempos y para aquel
enfermo que ha tenido vómitos de sangre.
«En pocos días me creyeron en peligro de muerte.» Se le administró el Viático y la
Unción de los enfermos. Sobre los andamios de los jóvenes albañiles, en los talleres
de los aprendices mecánicos, la noticia se difundió rápidamente: «Don Bosco se
muere.»
He aquí cómo cuenta Don Bosco, en sus Memorias, lo que entonces sucedió:
«Al esparcirse la noticia de que mi enfermedad era grave, se produjeron tales
muestras de sentimiento que no es posible explicar. Constantemente llamaban a la
puerta hileras de jovencitos llorosos, que preguntaban por mi enfermedad. Cuantas
más noticias les daban, más insistían en sus preguntas. Yo oía los diálogos que tenían
con el criado y me emocionaba. Después supe de qué fue capaz el afecto de mis
jóvenes. Espontáneamente rezaban, ayunaban, oían misa, ofrecían sus comuniones. Se
alternaban para pasar la noche y el día en oración ante la imagen de Nuestra Señora
de la Consolación. Por la mañana encendían velas, y hasta la última hora de la tarde
había siempre un número considerable de ellos rezando y suplicando a la augusta
Madre de Dios que conservase a su pobre Don Bosco.
Algunos hicieron voto de rezar el rosario entero durante Un mes; otros, durante un
año, y hasta llegó a darse que algunos lo hicieran por toda la vida. Tampoco faltaron
quienes prometieran ayunar a pan y agua durante meses, años y mientras vivieran. Me
consta que hubo albañiles peones que ayunaron a pan y agua semanas enteras, aun sin
disminuir sus pesados trabajos de mañana y tarde.
Más aún, si tenían un rato libre, iban presurosos a pasarlo delante del Santísimo
Sacramento.»
Don Bosco, al escribir estas palabras, siente una emoción profunda y concluye, casi
con un nudo en la garganta, con tres solemnes palabras: «Dios los oyó.»
A finales de aquel mes de julio, estando tan débil que tenía que apoyarse en un bastón
( ¡tiene treinta y un arios!), Don Bosco se encamina hacia el Oratorio. Los jóvenes
volaron a su encuentro. Los mayores lo obligaron a sentarse en un sillón, lo alzaron en
hombros, y lo llevaron en triunfo hasta el patio. Cantaban y rezaban los pequeños
amigos de Don Bosco, y él lloraba.
Entraron en la pequeña capilla y dieron gracias todos juntos al Señor. En el silencio
tenso, que se hizo a continuación, Don Bosco acertó a decir algunas palabras:
—Os debo mi vida. Pero estad seguros: de ahora en adelante la derrocharé toda por
vosotros.
Estas son para mí las palabras más importantes que Don Bosco dijo en su vida. Son el
«voto solemne» con el que se consagró para siempre a los jóvenes y sólo a ellos.
Estoy convencido de que la vida de Don Bosco nos la han regalado ellos, los pobrecitos
albañiles que ayunaron a pan y agua bajo el sol de julio, los jóvenes mecánicos que
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pasaron las noches luchando con el sueño, arrodillados ante Nuestra Señora de la
Consolación. Y estoy convencido de que sería un delito, un sacrilegio, si en las casas de
Don Bosco, de los Salesianos, ya no hubiera sitio para ellos, si las barreras de
nuestras pensiones, de nuestros registros y de nuestros «test» los dejaran fuera de
nuestra puerta. Será un duro golpe, pero si así fuera, creo que también Don Bosco se
iría del otro lado de nuestras puertas. Preferiría estar con ellos antes que con nos-
otros. Y también nosotros nos sentiríamos profundamente insatisfechos.
También estoy convencido de que aquellas palabras «derrocharé toda mi vida por
vosotros» son una lección para nosotros. No puede pensarse que un Salesiano «que
trabaja ocho horas» (si las trabaja), después se aparte, se evada, se dedique a «sus
cosas». Tiempo para «hobby», para actividades geniales, para amistades cultivadas
fuera de casa. «Derrocharé toda mi vida por vosotros» me parece que es el secreto
de nuestra fecundidad, de nuestra felicidad.
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deberes sacrificados, hacia una vida con sentido.
Y los muchachos aprendieron pronto, como hombrecitos, a gustar de la vida dura que
tenía sentido: el sentido de gastarse para salvar a los demás, como hizo Jesús.
Crecen en torno a Don Bosco, Miguel Rúa, Juan Cagliero, José Buzzetti, Domingo
Savio, Juan Bonetti, Juan Bautista Francesia... Están dispuestos a arriesgar su vida
para curar o para abrir las puertas del cielo a los atacados por el cólera del año 1854.
Se asocian en la Compañía de la Inmaculada el año 1856 para «echar una mano a Don
Bosco» y ayudarle a implantar la bondad y erradicar el egoísmo en el corazón de sus
compañeros de Valdocco. Y en los años siguientes, uno tras otro, piden a Don Bosco (o
aceptan su invitación) «quedarse con él» y gastar la vida, como él la está gastando,
con los jóvenes faltos de pan, de ciencia y de Dios.
Este es el vértice del éxito educativo de Don Bosco. Y éste es el vértice de nuestro
éxito educativo. Lo aman tanto estos jóvenes, han palpado con su mano de tal modo
que «vale la pena» vivir como él vive, que quisieran «llegar a ser como él». Aquí está
todo el problema de su vocación. Todavía no saben bien qué es lo que significa, tanto
que se asustan cuando Don Bosco les habla abiertamente de votos y de congregación.
Pero superan también este último obstáculo. Concluyen con Juan Cagliero: «Fraile o no
fraile, yo me quedo con Don Bosco.» El camino educativo toca a su término. En el
límite (como hoy se dice) Don Bosco podría también desaparecer: quedan sus
exmuchachos que se han transformado en otros tantos Don Bosco. Han nacido los
Salesianos.
Conclusión
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Una brevísima oración conclusiva:
«Señor, tu Espíritu es Espíritu de paz: haz que en la paz reconozcamos lo que somos y
lo que no somos; lo que Tú en tu amor nos has llamado a ser para que podamos tener el
gozo de llegar a ser lo que Tú quieres que seamos.
Danos autenticidad y verdad. Haz que no tengamos miedo de las decisiones que
pueden derivarse de esta autenticidad. Ayúdanos a hacer aflorar en nosotros todas
las dudas rechazadas, todas las situaciones cerradas, todas las perspectivas que por
tranquilidad hemos marginado. Enciende en nosotros un amor grande que, como el de
Don Bosco, elimine todo egoísmo, cerrazón, ceguera, opacidad interior para que te re-
conozcamos en las verdaderas exigencias de los jóvenes.
Te lo pedimos al mismo tiempo que a tu Madre y a Don Bosco.»
DIA TERCERO
LA VIRGEN
EN LA VIDA DE DON BOSCO
PRIMERA CHARLA
Día 29 de octubre de 1835. Juan Bosco tiene veinte años. Hace cuatro días que ha
vestido el hábito clerical, y dentro de veinticuatro horas debe encontrarse en el
Seminario de Chieri.
Mientras prepara el pequeño baúl, se le acerca su madre y, después de alguna
indecisión, le dice (cito de las Memorias de Don Bosco): «Cuando viniste al mundo te
consagré a la Santísima Virgen. Cuando comenzaste los estudios te recomendé la
devoción a esta nuestra Madre. Ahora te digo que seas todo suyo, Juan.»
Sigue un intenso momento de emoción. «Cuando terminó estas palabras —escribe Don
Bosco— mi madre estaba conmovida y yo lloraba. Madre —respondí—, le agradezco
todo lo que usted ha hecho y dicho por mí; sus palabras no caen en el vacío y serán
todo un tesoro a lo largo de mi vida.»
Detengámonos en las primeras palabras de Margarita: «Cuando viniste al mundo, te
consagré a la Santísima Virgen.» Era una costumbre muy difundida en los pueblos
campesinos por aquellos tiempos. Las estadísticas dicen que de cada cien niños,
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sesenta morían en los cinco primeros años de vida. La consagración a la Virgen era, por
tanto, un acto de religión y de miedo, de confianza en una persona poderosa que
salvase la vida del niño y la protegiese de todo mal. Si queremos, podría mezclarse la
superstición con la devoción: la consagración era en muchos casos una tentativa de
captación del poder de la divinidad, que no podría dejar que pereciera una cosa que
había sido declarada suya.
En la vida se comprobaría si en aquel acto hubo sólo miedo supersticioso o verdadera
fe. Y la vida de Juan Bosco está toda allí, abierta y deshojada, para decirnos que en
aquel acto de mamá Margarita existió ciertamente la aprensión de todas las madres,
pero especialmente una cota altísima de verdadera, de extraordinaria fe.
El sueño de los nueve años es el acontecimiento que marca profundamente la vida del
hijo y de la madre, que nos da la medida exacta de cómo está presente la Virgen, ya
desde los comienzos, en la vida de Juan Bosco. Es conveniente que lo leamos una vez
más, no en resúmenes o elaboraciones acomodadas, sino en la edición original, escrita
por la mano de Don Bosco en sus Memorias. Son cincuenta y seis líneas impresas, dos
páginas escasas.
«En el sueño me pareció estar junto a mi casa, en un paraje bastante espacioso, donde
había reunida una muchedumbre de chiquillos en pleno juego. Unos reían, otros
jugaban, muchos blasfemaban. Al oír las blasfemias, me metí en medio de ellos para
hacerlos callar a puñetazos e insultos.
En aquel momento apareció un hombre muy respetable, de varonil aspecto, noblemente
vestido... Un blanco manto le cubría de arriba abajo; pero su rostro era luminoso,
tanto que no se podía fijar en él la mirada. Me llamó por mi nombre y me mandó
ponerme al frente de aquellos muchachos, añadiendo estas palabras:
—No con golpes sino con la mansedumbre y la caridad deberás ganarte a estos tus
amigos. Ponte, pues, ahora mismo a enseñarles la fealdad del pecado y la hermosura de
la virtud.
Aturdido y espantado dije que yo era un pobre muchacho ignorante, incapaz de hablar
de religión a aquellos jovencitos. En aquel momento los muchachos cesaron en sus
riñas, alborotos y blasfemias y rodearon al que hablaba.
Sin saber casi lo que decía, añadí:
—¿Quién sois vos para mandarme estos imposibles?
—Precisamente porque esto te parece imposible, debes convertirlo en posible con la
obediencia y la adquisición de la ciencia.
—¿En dónde? ¿Cómo podré adquirir la ciencia?
—Yo te daré la Maestra, bajo cuya disciplina podrás llegar a ser sabio, y sin la cual
toda sabiduría se convierte en necedad. —¿Pero quién sois vos que me habláis de este
modo?
—Yo Soy el Hijo de aquella a quien tu madre te acostumbró a saludar tres veces al
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día.
—Mi madre me dice que no me junte con los que no conozco sin su permiso; decidme,
por tanto, vuestro nombre. —Mi nombre pregúntaselo a mi Madre.
En aquel momento vi, junto a Él, a una Señora de aspecto majestuoso, vestida con un
manto que resplandecía por todas partes, como si cada uno de sus puntos fuera una
estrella refulgente. La cual, viéndome cada vez más desconcertado en mis preguntas y
respuestas, me indicó que me acercase a Ella, y tomándose bondadosamente de la
mano:
—/Mira! —me dijo. Al mirar me di cuenta de que aquellos muchachos habían
desaparecido, y vi en su lugar una multitud de cabritos, perros, gatos, osos y varios
otros animales—. He aquí tu campo, he aquí en donde debes trabajar. Hazte humilde,
fuerte y robusto, y lo que veas que ocurre en estos momentos con estos animales, lo
deberás hacer tú con mis hijos.
Volví entonces la mirada y, en vez de los animales feroces, aparecieron otros tantos
mansos corderillos que, haciendo fiesta al Hombre y a la Señora, seguían saltando y
bailando a su alrededor.
En aquel momento, siempre en sueños, me eché a llorar. Pedí que se me hablase de
modo que pudiera comprender, pues no alcanzaba a entender qué quería representar
todo aquello. Entonces Ella me puso la mano sobre la cabeza y me dijo:
—A su debido tiempo, todo lo comprenderás.
Dicho esto, un ruido me despertó y desapareció la visión.
De aquí, y no de las reelaboraciones a veces fantásticas de los biógrafos, puede
desprenderse nuestra correcta reflexión.
El Hombre venerando le dijo: «Yo soy el Hijo de Aquella a quien tu madre te enseñó a
saludar tres veces al día.» Estas palabras nos revelan por primera vez una costumbre
constante de Juan Bosco. Por la mañana, a mediodía y por la tarde (exhortado por su
madre) tenía la costumbre de saludar a la Virgen con la oración del «Angelus»: una
oración tradicional en aquellos tiempos que narra, en la primera parte, de forma
sencillísima, la Encarnación del Hijo de Dios y su morada entre nosotros por la
aceptación de María; en la segunda parte se dirige al Padre pidiéndole poder recorrer,
juntamente con Jesús, la pasión y la muerte para poder llegar a la gloria de la
resurrección.
No debió ser una costumbre infantil prontamente olvidada cuando la encontramos de
nuevo en la vida de Juan que hace de criado (de los doce a los catorce años) en la
alquería Moglia.
El viejo José, tío del patrón, regresaba un día del campo empapado en sudor y con la
azada al hombro. Era mediodía, y desde Moncucco llegaba el sonido de las campanas.
El viejo, cansado, se sentó sobre el heno a resollar. Cerca vio a Juan, también sobre el
heno, pero de rodillas: recitaba el «Angelus».
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Medio en broma, medio en serio, José murmuró:
— ¡Está bien! Nosotros, los amos, nos gastamos la vida trabajando mañana y tarde
hasta no poder más. Y el criado se lo toma con calma y reza en santa paz.
Juan, también medio en serio, medio en broma, respondió:
—Cuando se trata de trabajar, tío José, sabéis que no me echo atrás. Pero mi madre
me ha enseñado que cuando se reza, de dos granos nacen cuatro espigas; si, por el
contrario, no se reza, de cuatro granos solamente nacen dos espigas. Es mejor, por lo
tanto, que rece un poco también usted.
Quisiera que reflexionásemos sobre el sentido que este hecho, repetido todos los
días, da a la vida de un joven campesino. La Virgen no se convierte para él en un objeto
festivo, de lujo, una flor que se pone en el ojal cuando se deja el trabajo y se va a la
procesión, a la fiesta mayor con los amigos. No es una joya que se guarda en el
armario, junto con el vestido de fiesta, apenas se vuelve a la vida ordinaria, concreta
y gris, molesta y desgarrada por la lucha constante.
Para Juan Bosco la Virgen se convierte, desde los primeros años, en la «madre de
todos los días». Juan aprende a cavar, a segar la hierba, a manejar la podadera, a
ordeñar las vacas. Un verdadero campesino que va de un campo a otro con los pies
descalzos y que a la noche duerme sobre el jergón repleto de hojas de maíz. Y la
Virgen es la madre de todos los días,1 que él encuentra por la mañana cuando canta el
gallo y hay que vencer el sueño y la pereza, porque el día se presenta todo, lleno de
trabajos; a mediodía, en la pausa relajante que el campesino transcurre sobre la
hierba con la alegría de comer el pan y destapar una botella; por la tarde cuando el
cansancio se ha hecho agobiante y el regreso hace en entrar de nuevo el gozo sencillo
de la casa, del hogar encendido, de los seres queridos reunidos alrededor de la mesa.
Después de la cena, en la larga pausa al fresco de la noche estival o al calor del
establo en el invierno, en todas las familias se reza el rosario. También los niños lo
rezan, sentados en la falda de la madre o sobre las rodillas de los abuelos, en una
pausa de recogimiento verdaderamente «sagrado». Desgranando las cuentas del
rosario, el pensamiento de los viejos labradores se dirige a la Virgen, a los hijos, a los
campos, a la vida, a la muerte. Este momento cotidiano fue siempre muy importante y
lo vivió con intensidad. En la alquería Moglia, la señora Dorotea, admirada de su
recogimiento, lo invitó muchas veces a guiar el rezo del rosario. Juan comenzó a
hablar de este modo a la Virgen con las palabras del «Avemaría», con el recuerdo de
los misterios que cada día imprimían en su mente los grandes acontecimientos de la
vida del Señor y de su Madre. Y sabía que la Virgen estaba allí, que lo escuchaba, que
pensaba en él.
Para confirmárnoslo existe en el sueño de los nueve años un gesto que me parece muy
significativo. Don Bosco dice: «Viéndome desconcertado, me indicó que me acercase a
Ella y me tomó amablemente de la mano.» Es el mismo gesto que tiene con él tantas
veces mamá Margarita, por ejemplo, cuando regresa del mercado y lo ve turbado con
la vara adornada en la mano porque ha roto el vaso del aceite.
Este es el sentido primero, primordial de la devoción a la Virgen que Juan Bosco
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asimila con naturalidad. La Virgen es la madre, la madre de todos los días, que está a
su lado mientras trabaja, mientras reza. La madre que piensa en él y está junto a él en
las fatigas, en las penas y en las alegrías de cada día. La que en los momentos difíciles
lo toma de la mano. El «Avemaría» aparece con naturalidad antes y después de sus
divertidas lecturas en el establo invernal, antes y después de sus juegos sobre la
cuerda en el estío. Es la señal de una presencia continua.
Esta es la devoción que Don Bosco transmitirá a sus jóvenes. No el adorno precioso
para ponerse en los días de fiesta, para guardarlo durante la semana, sino el
encuentro ordinario, doméstico, familiar con la «madre de todos los días».
Domingo Savio y tantos otros jóvenes abrirán o cerrarán la página de sus deberes (es
decir, de su trabajo cotidiano) con ingenuas efusiones de amor a la Virgen: María,
ayúdame. Trono de la sabiduría, ruega por mí. Exactamente como Juan Bosco abría y
cerraba su trabajo en los campos con la oración a la Virgen.
Preguntémonos: ¿Cómo es nuestra devoción a la Virgen? ¿Es la que enseñamos a los
jóvenes? ¿Ordinaria o festiva? ¿Un conjunto de funciones y de cantos que acaban con
la fiesta, o una presencia continua de una madre con la que se habla, a la que se pide
ayuda, que nos toma de la mano para levantarnos o sostenemos...?
Maestra
En el sueño de los nueve años hay otra particularidad que no debemos olvidar para no
correr el peligro de desfigurar el sentido de esta maternidad. El Hombre venerable
dice a Juan: «Yo te daré una Maestra bajo cuya disciplina (= guía fuerte, robusta)
podrás llegar a ser sabio.» Y la Virgen comienza inmediatamente a enseñar, a ser
«maestra» de Juan: «He ahí tu campo. He ahí donde debes trabajar. Hazte humilde,
fuerte y robusto. Lo que veas que sucede en este momento, tú deberás hacerlo con
mis hijos.»
Cuatro frases, tres de las cuales son de viva exhortación, casi mandatos. Con estas
cuatro frases, lo dijimos el primer día— la Virgen presenta a Juan los sujetos, y casi
traza los límites dentro de los que deberá actuar en su labor educativa. Le anticipa
que para su trabajo necesitará humildad, fortaleza y robustez. Le indica la meta de su
misión: cambiar a aquellos jóvenes en dóciles hijos de Dios.
No acostumbrados a los libros, corremos el peligro de equivocarnos ante la palabra
«maestra». Para nosotros, maestro es aquel que transmite una cultura intelectual, de
nociones y conceptos. Para un campesino como Juan Bosco, era, por el contrario, el que
transmitía, antes que todo, una experiencia de vida, el que enseñaba a hacer, el que
trazaba una línea de acción, el que enseñaba a evitar errores de conducta. La Virgen
no será jamás para Don Bosco una maestra que sube a la cátedra, sino que, por el
contrario, sugiere, inspira, ayuda a comprender y a resolver, y guía con fuerza por el
camino que hay que recorrer. Una maestra que enseña más actitudes que conceptos,
una maestra de vida más que una maestra de doctrina.
Condensando: la Virgen es, ante todo, madre. Una madre que, sin embargo, no sólo
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consuela y estimula, sino que enseña, traza el programa de Juan, y le indica el modo de
actuarlo. Durante toda la vida durará esta enseñanza. Y Don Bosco le será fiel,
también cuando le cueste mucho. Tendremos que volver sobre ello al hablar de la
Virgen «fundadora de la Congregación». Al final Don Bosco podrá decir: «Nunca
hemos dado un paso que no nos haya sido trazado por la Virgen» (MB XII, 169; XVIII,
436; 531).
Reina
Madre, Maestra. Para ilustrar el tercer aspecto inicial de la Virgen en la vida de Don
Bosco, «reina», tenemos que subrayar otra particularidad del sueño de los nueve años.
«Señora de majestuoso aspecto —escribe Don Bosco— vestida con un manto que
resplandecía por todas partes como si cada uno de sus puntos fuera una estrella
refulgente.» Algún comentarista ha visto en estas dos líneas un recuerdo del
Apocalipsis: «Señora que parecía vestida del sol, con una corona de doce estrellas en
la cabeza, y la luna bajo sus pies.»
Esta comparación a mí me parece forzada. Y si pienso que a los nueve años Juan no
conocía seguramente el Apocalipsis, me parece que la impresión narrada por el
muchacho (sin contar con las palabras que después le sirvieron para expresar esta
impresión) es la clásica de una reina.
En las fábulas, en los cuentos, en los poquísimos libros que conocía, uno de los cuales
era los Reyes de Francia, la descripción típica de la reina era precisamente aquella:
revestida de perlas, de joyas, que esparcían luz, que daban visiblemente el sentido de
majestad y de poder. Es fácil encontrar en la literatura popular de la época las dos
comparaciones complementarias: «La reina era bella como una Virgen», «La estatua de
la Virgen, llevada en procesión, era bella como una reina».
Para la gente, especialmente para la gente del campo, donde el poder del rey se hacía
sentir casi exclusivamente en dos ocasiones, el cobro de los impuestos y la entrada en
caja de los jóvenes para la leva militar, la reina era la mujer afortunada y buena que lo
conseguía todo del rey, que podía mitigar sus decisiones más duras. Tener una
«recomendación» de la reina era el sueño imposible de toda familia en los momentos
más difíciles: sólo ella podía arrancar las «gracias» del soberano, como, por ejemplo,
hacer regresar al hijo de la guerra. En la mente de la gente del campo piamontés del
1700 y de la primera mitad del 1800 la misericordia es propia de la reina, como la
justicia es propia del rey.
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Estas imágenes populares del rey y de la reina, en aquellos tiempos culturalmente
pobres, quedaron indudablemente reflejadas en las figuras de Jesús y de la Virgen.
Fueron proyectadas de manera tan diáfana que a veces se rozó la herejía.
También en los «cánticos» que Don Bosco recogió en su Joven Instruido (hoy El Joven
Cristiano, libro de oraciones para los jóvenes) y que se cantaron durante tanto tiempo
en Valdocco y en las casas salesianas, existían estos riesgos de burda confusión
teológica. Los letristas de aquella época habían olvidado el Reino de Dios, predicado
por Cristo, la parábola del Hijo pródigo y de Jesús, el buen samaritano. En el dialecto
monferratino no existe distinción entre Dios y Jesús. Todo se funde en la palabra «'1
Signúr», el Señor. Dios volvía a ser el vengador airado de su pueblo o del alma que le
había traicionado. Y María reina, era la que salvaba de la ira divina. En la canción
«Pecadores deseosos» (que se cantaba todavía por los años cuarenta) se leen estas
estrofas:
«Somos reos de mil errores,
Y el cielo es nuestro enemigo
De sus muy justos rigores,
¿quién nos defenderá?
He aquí, pues, pecadores,
de salvación el camino :
Sed amantes de María
y María os salvará.»
si Luzbel cual león rugiente
día y noche os hace guerra
no temáis, que Ella, la tierra
con su pie le hará morder.
Venid que María os brinda
Sus favores celestiales,
Dulces como los panales
De la más fragante miel.
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serán protegidos por Ella, mientras llevan una vida desordenada y libertina. Para ser
devotos de este modo es mejor no serlo... Sé tú siempre de los verdaderos devotos de
María imitando sus virtudes, y probarás los dulces efectos de su bondad y de su
amor.»
Pero, además de estas precisiones, necesarias para despejar la mente de toda
sospecha de que la devoción de Don Bosco fuese de algún modo supersticiosa, tenemos
que reafirmar con fuerza que la Virgen es para Don Bosco la Reina majestuosa,
poderosa, que puede obtenerlo todo de Jesús porque es su Hijo: puede mitigar las
decisiones de la justicia, puede conseguir las gracias más difíciles, los verdaderos
milagros, como leemos en la página del Evangelio que narra el milagro de Caná. En esta
actitud de reina poderosa y misericordiosa, Don Bosco quiso que fuese retratada en el
cuadro gigantesco de su santuario.
Preguntémonos: ¿Existe en nosotros alguna indecisión para pedir la ayuda de la Virgen
en las necesidades? ¿Consideramos este género de oración propio de mujercitas
devotas y de viejecitas ignorantes? O reflexionando sobre el Evangelio de Cana, ¿no
tenemos miedo de parecer chiquillos que piden que interceda por nosotros ante Jesús
para cambiar nuestra agua en vino? ¿El agua de nuestra inconstancia, frialdad, pereza,
sensualidad, en el vino de una vigorosa vida religiosa y sacerdotal?
51
problemas muy serios. Ante todo la pobreza. No quería cargar sobre las espaldas de
su madre los gastos de sus estudios. Además temía, al entrar en el seminario, que
pudiera llegar a ser un mal sacerdote. El excesivo número de candidatos, en aquellos
años de Restauración, llevaba al seminario aires de mundo y muchos consideraban el
sacerdocio como «un atajo» para un buen puesto retribuido de enseñanza o de empleo
estatal. Juan decidió resolver entrambos problemas entrando en la Orden
Franciscana. Pero un sueño extraño le disuadió, y el confesor, consultado, no quiso
aconsejarle ni en un sentido ni en otro.
Entonces se confió a su amigo Luis Comollo y recibió el consejo clásico de un santito
como él, todo espiritualidad fervorosa y sobrenatural: hacer una novena, escribir una
carta a un tío suyo, párroco, y después obedecer ciegamente.
«El último día de la novena —recuerda Don Bosco— hice, acompañado por él, la
confesión y la comunión, luego oí una Misa y ayudé otra en el altar de la Virgen de las
Gracias. Vueltos a casa, encontramos una carta del reverendo Comollo (el tío de Luis)
que decía: "Considerándolo todo, yo aconsejaría a tu compañero que no entrase en el
convento. Que vista el hábito clerical, y no tenga miedo a perder la vocación. Con el
retiro y las práctica de piedad superará todos los obstáculos."»
Juan aceptó el consejo, y como para agradecer a la Virgen el haberle indicado con
seguridad el camino, con ocasión de su vestición clerical, escribió siete propósitos.
Después «me postré ante una imagen de la Bienaventurada Virgen —escribe en sus
Memorias—, se los leí y, después de una oración, hice formal promesa a mi Celestial
Bienhechora de cumplirlos a costa de cualquier sacrificio».
Traigo a colación tres frases de Don Bosco que, en su sencillez, son impresionantes.
26 de enero de 1854: «La Virgen quiere que comencemos una sociedad. Nos
llamaremos Salesianos.» 1864, después de narrar el sueño de la pérgola de rosas: «Es
la Virgen la que quiere nuestra Congregación.» En 1862, a Juan Cagliero: «María
Santísima es la fundadora y será la sostenedora de nuestras obras» (MB VII, 334).
Esta convicción absoluta de Don Bosco no aparece de improviso, sino que crece poco a
poco según se van verificando los acontecimientos ordinarios y extraordinarios en los
que toca con mano la intervención de la Virgen.
Trataré de enumerar los que me parecen más importantes.
El primero es el encuentro con Bartolomé Garelli, que tiene lugar en la mañana del 8
de diciembre de 1841, festividad de la Inmaculada Concepción. Don Bosco, después de
haber logrado hacerle sonreír, se arrodilla y reza un «Avemaría». Cuarenta y cinco
años después, sólo a dos años de la muerte, en el tren en que regresa del último viaje
triunfal de España, dice: «Todo es obra de la Virgen. Todo procede de aquella
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"Avemaría" recitada con un muchacho con fervor y recta intención.»
Tres años después de aquel primer encuentro, el 12 de octubre de 1844, Don Bosco
tiene que hacer el primer traslado de su Oratorio: del patio de San Francisco de Asís
a la franja de tierra que flanquea la obra de la marquesa Barolo, en el barrio de
Valdocco. Está pensativo. No sabe si los jóvenes aceptarán el traslado o si se
dispersarán por la ciudad.
«La incertidumbre del lugar, de los medios, de las personas, me tenían sobresaltado el
corazón —escribe—. En aquella noche tuve un nuevo sueño, que me parece un apéndice
del tenido en I Becchi a los nueve años.»
Vi todavía la jauría de lobos. Quise huir. Pero «una señora, en figura de pastorcita, me
hizo señas de que acompañara a aquel extraño rebaño, mientras ella nos precedía.
Hicimos tres paradas. A cada parada muchos de aquellos animales se cambiaban en
corderos. Oprimido por el cansancio, quería sentarme, pero la pastorcilla me invitó a
continuar el camino. Y he aquí un gran patio, con pórticos alrededor y una iglesia al
fondo. El número de los corderos se hizo grandísimo. Llegaron de improviso varios
pastores para guardarlos. Pero se quedaban pocos. Entonces sucedió algo maravilloso.
Muchos corderos se transformaban en pastorcitos, que se hacían cargo de los otros.
La pastorcita me invitó a mirar hacia el mediodía. Observando vi un campo... "Mira
otra vez", me dijo... Vi una iglesia grande y maravillosa... En el interior de la iglesia
había una franja blanca sobre la que estaba escrito con caracteres cubitales: Hic
domus mea, inde gloria mea (Esta es mi casa, de aquí saldrá mi gloria)».
Después de otros diez renglones, Don Bosco concluye: «Creía poco. Pero comprendí las
cosas a medida que se fueron verificando. Más aún, este sueño, junto con otro, me
sirvió de programa para mis decisiones.»
El otro sueño lo contó a Don Julio Barberis y a Don Juan Bta. Lemoyne, que lo pusieron
inmediatamente por escrito o (puede leerse en el segundo volumen de las Memorias
biográficas, en la p. 298), es en buena parte una repetición variada del primero. Narro
solamente un elemento característico:
«Una Señora me dijo: "Mira." Vi una iglesia pequeña y baja, un patio chiquito y muchos
jóvenes... Resultando ya estrecha esa iglesia, recurrí de nuevo a Ella y me mostró otra
iglesia bastante más grande y con una casa al lado... Me vi rodeado de un número
inmenso de jóvenes y vi una grandísima iglesia, con muchos edificios alrededor, y con
un hermoso monumento en el medio.»
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Don Bosco se derrumba de repente —lo hemos recordado—y en pocas horas se halla
en trance de muerte. Vómitos de sangre. Sus jóvenes, pobrecitos, rezan y conjuran a
la augusta Madre de Dios. Se turnan de noche en el Santuario de Nuestra Señora de
la Consolación (y llegan de una jornada que supera las doce horas de trabajo). La
«gracia» se consigue. Don Bosco ha conservado la vida por María Santísima y por
aquellos pobres jóvenes-trabajadores. No debemos olvidarlo jamás.
El sueño de la pérgola de rosas
En el año 1847 Don Bosco tuvo un sueño fundamental que ha pasado a la tradición
salesiana con el nombre de «sueño de la pérgola de rosas».
Con él la Virgen le traza «el programa —son palabras de Don Bosco— de las cosas que
tiene que hacer para fundar la Congregación». Lo contará solamente en el año 1864,
en su antecámara, a los primeros Salesianos, entre los que se encuentran Don Miguel
Rúa, Don Juan Cagliero, Don Celestino Durando, Don Julio Barberis. Lo condenso de
una manera muy sucinta.
«Un día del año 1847, después de haber meditado mucho sobre la manera de hacer el
bien a la juventud, se me apareció la Reina del cielo (expresión muy rara en Don Bosco.
Ordinariamente dice: he soñado con una señora bellísima...) y me condujo a un jardín
encantador. Había un hermoso pórtico con plantas trepadoras, cargadas de hojas y de
flores. Este pórtico conducía a una pérgola preciosa, flanqueada y cubierta de
maravillosos rosales en plena floración. También el suelo estaba todo cubierto de
rosas. La Bienaventurada Virgen me dijo:
—Quítate los zapatos, y echa a andar bajo esa pérgola: es el camino que debes seguir.
Me gustó quitarme los zapatos; me hubiera sabido mal pisotear aquellas rosas.
Comencé a caminar, pero advertí en seguida que las rosas escondían agudísimas
espinas. Me vi obligado a detenerme.
—Aquí hacen falta los zapatos —dije a mi guía.
—Ciertamente —me respondió— hacen faltas buenos zapatos.
Me calcé y me puse de nuevo en camino con cierto número -de compañeros que
aparecieron en aquel momento, pidiendo caminar conmigo.
Muchas ramas descendían de lo alto como adorno. Yo no veía más que rosas a los lados,
rosas encima, rosas delante de mis pies. Pero mis piernas se enredaban en las ramas
esparcidas por el suelo y se llenaban de rasguños; removía una rama transversal y me
pinchaba, sangrando por las manos y por todo el cuerpo. Las rosas escondían una
enorme cantidad de espinas.
Todos los que me veían caminar decían: " ¡Don Bosco camina siempre entre rosas!
¡Todo le va bien! ―No veían cómo las espinas laceraban mi pobre cuerpo.
Muchos clérigos, sacerdotes y laicos, invitados por mí, se habían puesto a seguirme
alegres, atraídos por la belleza de aquellas flores; pero se dieron cuenta de que había
que caminar sobre espinas y comenzaron a gritar: " ¡Nos hemos equivocado"! No pocos
retrocedieron. Me quedé prácticamente solo. Entonces comencé a llorar. "¿Es posible
que tenga que andar este camino yo solo?", me preguntaba.
Pero pronto hallé consuelo. Vi llegar hacia mí un tropel de sacerdotes, de clérigos, de
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seglares, que me dijeron: "Somos tuyos. Estamos dispuestos a seguirte." Poniéndome a
la cabeza reemprendí el camino. Sólo algunos se descorazonaron y se detuvieron. Una
gran parte de ellos llegó conmigo a la meta.
Después de atravesar la pérgola, me encontré n un hermoso jardín. Mis pocos
seguidores habían enflaquecido, estaban desgreñados, ensangrentados. Se levantó
entonces una brisa ligera y, a su soplo, todos quedaron sanos. Corrió otro viento y,
como por encanto, me encontré rodeado de un número inmenso de jóvenes y clérigos,
seglares coadjutores y también de sacerdotes que se pusieron a trabajar conmigo
guiando a aquellos jóvenes. Conocía a varios por su fisonomía, pero a muchos no los
conocía.
Entonces la Santísima Virgen, que había sido mi guía, me preguntó:
— ¿Sabes qué significa lo que ahora ves y lo que has visto antes?
— ¡No!
—Has de saber que el campo por ti recorrido entre rosas y espinas significa el
trabajo que deberás realizar en favor de los jóvenes. Tendrás que caminar con los
zapatos de la mortificación. Las espinas significan los obstáculos, los padecimientos,
los sinsabores que tienes que sufrir. Pero no pierdas el ánimo. Con la caridad y con la
mortificación lo superaréis todo y alcanzaréis las rosas sin espinas.
Apenas terminó de hablar la Madre de Dios, volví en mí y me encontré en mi
habitación.
Os he contado esto —concluyó— para que cada uno de vosotros tenga la seguridad de
que es la Virgen la que quiere nuestra Congregación, y para que nos animemos cada vez
más a trabajar para la mayor gloria de Dios.»
Conclusión
Termino aquí esta primera parte. Es consolador saber que es la Virgen quien nos
quiere. Si esto es así, ciertamente que quiere hacer con nosotros cosas grandes.
También conforta el ánimo tener casi un parámetro, un medio sencillísimo para
comprender que nos encontramos en el camino trazado por la Virgen a Don Bosco y a
sus hijos: las espinas. Si no las sintiéramos podría significar que ya no caminamos por
el sendero justo. Pero el remedio es sencillo: basta retornar al camino de las espinas:
pobreza, viajes incómodos, trabajo duro, jóvenes pobres y molestos. Que la Virgen,
que se encuentra aquí a nuestro lado, como estaba al lado de Don Bosco, nos ilumine y
nos ayude como le iluminó y le ayudó a él.
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SEGUNDA CHARLA
En mayo de 1847 inicia Don Bosco el internado para los jóvenes que le piden
permanecer con él porque no saben dónde alojarse.
El primer muchacho (lo hemos recordado ya) es un huérfano de Valsesia obligado a
llamar a su puerta por la lluvia que caía a cántaros.
El segundo es un chico de doce años desahuciado por el patrón porque había muerto su
madre y nadie le pagaba el arriendo. Luego llegaron José Buzzetti, Carlitos Gastini y
muchos más.
Para aquellos primeros muchachos que viven con él, Don Bosco transforma en
dormitorio dos habitaciones con capacidad para ocho camas, un crucifijo, una imagen
de la Virgen y un cartelito, en el que se lee «Dios te ve».
Fue el primer esbozo de una casa salesiana. Por la mañana, bien temprano, Don Bosco
decía la Misa y los muchachos la oían rezando las preces de la mañana y, por expreso
deseo suyo, el rosario. Don Bosco se mostrará siempre decididamente partidario de
esta práctica de piedad mariana. Llegará a romper su amistad con el marqués Roberto
d'Azeglio (una de las personas más representativas del catolicismo turinés) por
defender «esta antigualla». Para él el rosario es el momento de recogimiento y de
meditación de sus jóvenes, es una pausa sencilla pero auténticamente contemplativa
en la sucesión vertiginosa de la jornada. Aquellas palabras, que expresan del modo más
sencillo y esencial el misterio cristiano, aquella invocación atribulada: «Ruega por
nosotros pecadores... en la hora de nuestra muerte», repetidas una y otra vez en los
momentos en que, acaso el sueño trata de traicionarnos, se adentran en la mente, se
convierten en plataforma de la mentalidad donde permanecerán para toda la vida. Si
el beato Luis Griñón de Monfort, muy de moda en aquella época, habla de «cadenas
con las que ligarse a la Virgen» para obtener la salvación, para Don Bosco el rosario es
esta cadena.
En septiembre de aquel año, Don Bosco compró la primera estatuita de la Virgen. Le
costó veintisiete liras. Todavía está allí, en la capilla Pinardi. Quien entra, la descubre
en la penumbra, a la derecha. Los muchachos del internado y del Oratorio la llevaban
en procesión por los alrededores cuando se celebraban las «grandes fiestas» de la
Virgen. Los «alrededores» eran algunas casas; la taberna de la «Jardinera», con sus
acostumbrados borrachos rumorosos; dos acequias para regar los campos y los
huertos; una callejuela, flanqueada de moreras (calle de La Jardinera), que atravesaba
diagonalmente el patio actual al borde de la Basílica de María Auxiliadora.
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En sus comienzos, la «casa del Oratorio» acoge especialmente a jóvenes aprendices.
Cada año llegan por docenas. Serán treinta y seis en el año 1852, setenta y seis en el
53, ciento quince en el 54. Después, junto con los aprendices, acepta también a
jóvenes estudiantes. El mismo los escoge con cautela, con el fin explícito y manifiesto
de preparar vocaciones sacerdotales para las diócesis y para la Congregación que
piensa fundar. Los estudiantes son doce en el año 1850, treinta y cinco en el 54,
sesenta y tres en el 55 y ciento veintiuno en el 57...
Con los jóvenes aprendices Don Bosco no era muy exigente en materia espiritual, en
cambio llegó a ser muy intensa la atmósfera espiritual que rodeó a los jóvenes
estudiantes. Estos eran los brotes delicados de las futuras vocaciones sacerdotales, y
Don Bosco quería que estuviesen inmersos en un clima de religiosidad sacramental,
mariana, eclesial.
La confesión era una costumbre semanal o quincenal en todos ellos. Cada día Don
Bosco confesaba durante dos o tres horas. En la vigilia de las fiestas lo hacía también
durante toda la tarde. La fama muy difundida de su capacidad para «leer los pecados»
animaba a una confianza absoluta. La Comunión ya era un sacramento cotidiano, a los
pocos años de iniciarse el internado, para muchos jóvenes. Eran poquísimos los que no
recibían la Eucaristía al menos una vez por semana.
Se respiraba la devoción a la Virgen. Alcanzó una intensidad espléndida en los años de
Domingo Savio.
El año 1854 tuvo lugar el primer encuentro entre Don Bosco y Domingo Savio. Era el
año del terrible cólera que tuvo su epicentro en Borgo Dora, a cuatro pasos de
Valdocco, y los muchachos del Oratorio se habían hecho acreedores al reconocimiento
y a la admiración de toda la ciudad por su abnegación en servir a los enfermos.
Domingo Savio entró en el Oratorio el 29 de octubre de aquel año 1854, veinticinco
días antes de que fuese declarada oficialmente finalizada la emergencia por el cólera.
Casi de inmediato se encontró inmerso en un clima de devoción mariana muy especial.
Pío IX había anunciado desde Roma que aquel 8 de diciembre definiría solemnemente
el dogma de la Inmaculada Concepción de María. En todo el mundo católico se avivaba
el amor a la Virgen y se preparaban grandiosos festejos.
Don Bosco hablaba de ello todas las noches a sus jóvenes, y la novena se vivía con gran
fervor. Hablando en el patio o en su despacho preguntaba a los muchachos qué es lo
que querían «regalar a la Virgen» en el día de su fiesta. Domingo Savio le había
contestado: «Quiero hacer una guerra implacable al pecado mortal y quiero pedir
ardientemente al Señor y a la Virgen morir antes que cometer un pecado.»
Era la repetición de un propósito que había hecho en su primera Comunión: «Antes
morir que pecar.» No era una frase original, inventada por él, sino las últimas palabras
del Acto de contrición que, en aquella época, se recitaba después de la confesión.
Muchos jovencitos se lo fijaban como empeño de su primer encuentro con Jesús-
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Eucaristía. Es curioso encontrarlo incluso entre los «propósitos» sugeridos por la
reina al príncipe heredero Humberto de Saboya (luego rey Humberto I), casi
contemporáneo de Domingo Savio (nacido el año 1842, y Humberto en el 1844). Lo que
provoca una intensa admiración es que otros miles de jovencitos olvidaron aquel
empeño entre los juegos de la infancia; Domingo, por el contrario, fue heroicamente
fiel hasta la muerte.
Día 8 de diciembre. Pío IX, ante una muchedumbre imponente de Cardenales y
Obispos, proclama como dogma de fe que María, desde el primer instante de su
existencia, fue preservada de la mancha del «pecado original».
Domingo Savio, en una pausa de aquella festiva jornada, entra en la iglesia de San
Francisco, se arrodilla delante del altar de la Virgen, saca del bolsillo un papel sobre
el que ha escrito algunos renglones. Es su consagración a la Madre de Dios, una breve
oración que se hará famosa en todo el mundo Salesiano: «María, os doy mi corazón.
Haced que sea siempre vuestro. Jesús y María, sed siempre mis amigos. Pero, por
favor, haced que muera antes de que me ocurra la desgracia de cometer un solo
pecado.»
Esta brevísima oración, que Don Bosco publicará en la Vida de Domingo Savio, volará
de casa en casa salesiana, millones de jóvenes la repetirán con fervor, será fuente de
recio empeño cristiano y de fervorosas vocaciones religiosas. Tiene ciertamente un
límite teológico preciso: fija intensamente la atención sobre la lucha contra el pecado;
no hace otro tanto sobre el empeño de trabajar por los demás, de «entregarse sin
reservas en nombre de Dios». Podemos, sin embargo, afirmar que los límites existen
en todas las épocas de la espiritualidad. En las oraciones que circulan actualmente en
labios de los jóvenes, por ejemplo, hay un límite teológico y humano opuesto, y tal vez
más grave. Se fija la atención sobre el «darse a los demás», pero se olvida que para
dar hay que tener algo que dar, y para darse a sí mismo es necesario que este «sí
mismo» sea una persona que se haya empeñado con toda seriedad en la amistad con
Jesús y María y que se haya purificado con una larga disciplina de lucha contra el
pecado, es decir, contra el egoísmo, la sensualidad, el poder y la indiferencia.
Creo que será muy interesante notar una total diferencia entre Don Bosco y sus
contemporáneos con respecto a María Inmaculada.
En la segunda mitad del año 1800 los católicos estaban angustiados porque la fe se
hallaba asediada por las herejías modernas del indiferentismo, de la irreligión, del
odio contra la Iglesia, el Clero y el Papa. Los ojos del que contempla a la Inmaculada se
fijan especialmente en sus pies que aplastan a la serpiente infernal. La Inmaculada en
la variada producción devocional de este tiempo, en las cartas pastorales de los Obis-
pos y en las oraciones que se rezan en las parroquias, es invocada como aquella que
vencerá la herejía, que hará que vuelva pura e íntegra la fe en el mundo cristiano.
Entre los muros de Valdocco, la devoción a la Inmaculada asume, por el contrario, un
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significado más íntimo. Don Bosco, hablando a los jóvenes, señala en ella la «Madre de
la pureza», la «Madre purísima que odia todo lo que es contrario a la pureza». Y repite
que la devoción equivale a un mayor fervor y un mayor empeño en practicar el bien.
Podemos decir que la devoción a la Inmaculada es uno de los principales medios
educativos empleados por Don Bosco para hacer florecer la gracia de Dios y las
vocaciones religiosas en su obra.
En aquel mismo año de 1854 sucedió en Valdocco un acontecimiento casi secreto. El
veintiséis de enero, un día muy frío, Don Bosco había llamado a su cuarto a cuatro
jóvenes: Rúa, Cagliero, Rocchietti y Artiglia, y les había dicho: «La Virgen quiere que
comencemos una sociedad. He pensado durante mucho tiempo qué nombre darle. Y he
decidido llamarnos Salesianos.»
La Compañía de la Inmaculada
Domingo Savio se hizo muy amigo de Rúa, Cagliero y Rocchetti, aunque tenían, por
término medio, cuatro años más que él. Con toda probabilidad Domingo Savio no supo
nada de la «Sociedad Salesiana» de la que había comenzado a hablar Don Bosco desde
comienzos del año 1854. Pero en la primavera de 1856 tuvo, juntamente con otros, una
idea que habría de ser, sin él saberlo, la «prueba general» de la Sociedad Salesiana.
¿Por qué no unirse, pensó Domingo, todos los jóvenes más voluntariosos en una
«sociedad secreta», con el fin de llegar a ser un grupo compacto de pequeños
apóstoles en medio de los demás? Habló con algunos. Gustó la idea. Se decidió llamar a
la sociedad «Compañía de la Inmaculada».
Don Bosco dio su permiso, pero sugirió que no se precipitaran las cosas: que probasen,
que hicieran un pequeño reglamento. Después se volvería a hablar de ello.
Probaron. En la primera «reunión» se decidió el invitar a inscribirse. Serían pocos, de
confianza, capaces de guardar el secreto.
La asamblea encargó a tres de los inscritos para esbozar el reglamento: Miguel Rúa,
de diecinueve años; José Bongiovanni, de dieciocho años, y Domingo Savio, de catorce
años. Don Bosco afirma, sin embargo, que el que escribió el texto fue Domingo Savio.
Los otros lo retocaron.
El pequeño reglamento constaba de veintiún artículos. Los socios se empeñaban en ser
los mejores, bajo la protección de la Virgen y con la ayuda de Jesús-Eucaristía; a
ayudar a Don Bosco convirtiéndose, con prudencia y delicadeza, en pequeños apóstoles
entre los compañeros; a difundir alegría y serenidad a su alrededor.
El artículo veintiuno, el conclusivo, condensaba el espíritu de la Compañía en estas
palabras: «Una sincera, filial, ilimitada confianza en María, una ternura especial para
con Ella, una devoción constante harán que superemos toda suerte de obstáculos,
tenaces en nuestras resoluciones, inflexibles con nosotros mismos, amables con el
prójimo y exactos en todo.»
La Compañía se inauguró el 8 de junio de 1856 ante el altar de la Virgen en la iglesia
de San Francisco. Cada uno prometió ser fiel a su propósito.
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La «Compañía de la Inmaculada» funcionó muy bien. Se convirtió en la levadura del
Oratorio. Dio a la devoción mariana un tono concreto y sólido de vida cristiana.
Transformó a chicos corrientes en pequeños apóstoles y se trasplantó a todas las
casas salesianas. En las cuatro páginas de consejos que Don Bosco dio a Don Miguel
Rúa, que iba a fundar la primera casa salesiana fuera de Turín, en Mirabello (apuntes
que Pedro Stella define «una de las mejores síntesis de su sistema educativo», y que
se entregarán a. todo nuevo director Salesiano), se lee esta frase: «Procura fundar la
Compañía de la Inmaculada Concepción» (MB VII, 526).
Me atrevo a manifestar un deseo: que en las cartas de obediencia que se dan a los
Directores, se reproduzca esta frase: «Procura fundar la Compañía de la Inmaculada
Concepción.» Creo que se daría un gran paso adelante para resolver el problema de las
vocaciones.
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Auxiliadora de los Cristianos».
Precisamente en una ciudad de Umbría, Espoleto, centro geográfico de Italia, ocurrió,
según voz popular, un extraordinario milagro. En marzo de 1862, desde una antigua
imagen, conservada en una iglesia derruida, la Virgen habló a un niño de cinco años y
curó a un joven campesino. Comenzaron a llegar peregrinos a la derruida iglesia.
El Arzobispo de Espoleto, Monseñor Arnaldi, envió una entusiasta relación de los
hechos al periódico católico de Turín, Armonía. Hablaba de imponentes
peregrinaciones de Todi, Perusa-Foliño, Nocera, Nursia.
El mismo Arzobispo, en septiembre de 1862, lanzó la idea de levantar un gran templo
en el lugar de los milagros, dando a la imagen de la Virgen (llamada hasta hoy «Virgen
de la Estrella») el nombre oficial de Auxilio de los Cristianos, Auxilium Christianorum.
Don Bosco leyó el relato de Monseñor Arnaldi a sus muchachos «con gran
satisfacción». Y precisamente por aquel tiempo tuvo el grandioso sueño de las «dos
columnas» que narró el 30 de mayo: la nave de la Iglesia, guiada por el Papa, navega
segura entre el ímpetu de las olas y los proyectiles lanzados por numerosas naves
enemigas. Y encuentra finalmente refugio junto a dos columnas entre las que el Papa
lanza el ancla: la primera columna está rematada por la Eucaristía, la segunda por una
estatua de la Inmaculada que lleva la inscripción Auxilium Christianorum.
Este conjunto de «tiempos calamitosos» y de grandes esperanzas constituye un
motivo fundamental para determinar a Don Bosco a comenzar la empresa del santuario
y darle el título de «María Auxilium Christianorum».
Con el rollo de los proyectos bajo el brazo, Don Bosco se presentó en el municipio para
pedir la aprobación. No se hicieron observaciones sobre los planos; más aún, se le
prometió (sólo «de palabra») extender a esta iglesia el subsidio extraordinario de
treinta mil liras que el municipio concedía para la construcción de iglesias
parroquiales.
Lo que, en cambio, les hizo fruncir el ceño fue el título: Iglesia de María Auxiliadora.
Los sucesos de Espoleto, la carta de los Obispos de Umbría, las polémicas en el
periódico Armonía, hacían sospechar a las autoridades municipales. El nombre les
parecía contestatario.
—¿No podría cambiar ese título? Llámela iglesia del Rosario, de la Paz, del Carmelo...
¡La Virgen tiene tantos títulos!
Don Bosco se echó a reír:
—Ustedes, apruébenme el proyecto. Ya nos pondremos de acuerdo sobre el nombre.
Pero no se puso enteramente de acuerdo: lo dejó tal cual.
Todos conocemos el episodio de los cuarenta céntimos entregados al maestro de
obras, Buzzetti, como anticipo de los trabajos, y las protestas del ecónomo Don Angel
Savio ante las gravísimas cargas financieras que se comenzaban sin una lira en la casa
de Valdocco.
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Las dificultades económicas fueron verdaderamente graves, pero precisamente
comenzaron entonces a realizarse las afirmaciones categóricas de Don Bosco sobre la
intervención directa de la Virgen: «La Virgen pensará en hacer que llegue el dinero
necesario» (al maestro de obras, Buzzetti); «cada ladrillo de esta iglesia es una gracia
de la Virgen» (a los Salesianos). Y comenzaron también aquellos gestos de confianza
afectuosa que descubrieron, entre Don Bosco y la Virgen, una familiaridad que pocos
habían sospechado hasta entonces. Re-acuerdo el momento en que Don Bosco, no
pudiendo conseguir limosnas, bate las manos, y en dialecto dice: «Comencemos a
conceder gracias.» Y recuerdo especialmente la curación del banquero Cotta,
conseguida de manera asombrosa.
Mientras yacía enfermo el senador de ochenta y tres años, sin que los médicos le
dieran ninguna esperanza, Don Bosco fue a visitarlo. El enfermo pudo decirle con un
hilillo de voz:
—Sólo quedan unos minutos; después hay que partir para la eternidad.
—No, senador —respondió alegre Don Bosco—. La Virgen todavía le necesita en este
mundo. Usted tiene que vivir para ayudarme a construir su iglesia.
—Ya no hay esperanza... —suspiró el anciano.
Don Bosco, tranquilo, casi chanceando, replicó:
—¿Y qué haría si María Auxiliadora le concediese la gracia de curar?
El senador sonrió, recogió fuerzas y apuntó dos dedos hacia Don Bosco:
—Dos mil liras. Si sano pagaré dos mil liras durante seis meses para la iglesia de
Valdocco.
—Pues bien, yo voy a hacer rezar a mis muchachos y le espero completamente curado.
Tres días después el senador acudió, efectivamente, curado.
—Aquí estoy —dijo a Don Bosco—. La Virgen me ha curado y he venido a pagar mi
primera deuda.
Si el «pobre Don Bosco» pudo superar todas las dificultades lo debió a la ayuda de la
Auxiliadora que se puso «a hacer por sí misma las cuestaciones más fructuosas». La
voz de as «gracias» pequeñas y grandes que la Virgen concedía a quienes ayudaban a
construir la Iglesia, se difundió rápidamente por Turín y por muchas partes de Italia.
Y no se trataba de piadosas leyendas o de éxitos supersticiosos. Tenemos la prueba,
no sólo en los relatos, sino en el hecho de que Don Bosco mismo se encontraba con
frecuencia turbado por el problema de conciencia de si debía continuar alimentando
aquel halo de santidad que iba dibujándose en torno a su persona o si debía
interrumpir la petición de oraciones y las bendiciones.
Monseñor Bertagna era en aquellos tiempos uno de los más renombrados moralistas de
Italia. Y en el proceso de beatificación de Don Bosco atestiguó bajo juramento:
«Durante una tanda de Ejercicios Espirituales en San Ignacio, Don Bosco me pidió si
debería continuar bendiciendo a los enfermos con las imágenes de María Auxiliadora y
del Salvador porque, decía, iba creciendo el rumor por las muchas curaciones que
ocurrían y que tenían visos de prodigiosas. Bien o mal, yo creí conveniente aconsejar a
Don Bosco que prosiguiese sus bendiciones.»
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Qué entendía Don Bosco por Auxiliadora
En los primeros meses del año 1865, la mente de Don Bosco está absorbida por el gran
cuadro de María Auxiliadora que debería campear en el santuario. Encarga la
ejecución al pintor Lorenzone y trata de comunicarle todo lo que «quiere ver» en
aquel cuadro:
—En lo alto, María Santísima entre ángeles; en torno a Ella, los apóstoles, los
profetas, las vírgenes, los confesores. En la parte inferior, los pueblos de las
distintas partes del mundo, que tienden hacia Ella las manos, pidiendo su auxilio.
Es así como Don Bosco ve a la Virgen Auxilio de los Cristianos: corazón de la Iglesia y
auxilio de la cristiandad universal.
Lorenzone lo deja terminar, y después le dice:
—¿Y dónde vamos a colocar este cuadro?
—En la nueva iglesia.
—¿Cree que cabrá? ¿Y dónde encontrar una sala para pintarlo? Para hallar un espacio
con las dimensiones que usted se imagina, ¡se necesitaría la plaza del Castillo!
Don Bosco tuvo que reconocer que el pintor llevaba razón. Se decidió, entonces, que
en torno a la Virgen se pintarían solamente los apóstoles y los evangelistas. A los pies
del cuadro se colocaría el Oratorio.
En el año 1867 se colocó sobre la cúpula una gran estatua de la Virgen. Al describirla
en un folleto, Don Bosco nos ofrece una variante sobre lo que él entiende por María
Auxilio de los Cristianos:
«La estatua tiene cuatro metros —escribe— y está coronada por doce estrellas. Es de
bronce dorado. Resplandece luminosa a los ojos de quien la contempla desde lejos en
el momento en que reverberan los rayos del sol. Parece que habla y que quiere decir:
yo estoy aquí para acoger las plegarias de mis hijos, para enriquecer de gracias y de
bendiciones a los que me aman.» Auxilio, no solamente de la Cristiandad, sino también
de cada cristiano, porque es su hijo.
El santuario de María Auxiliadora fue consagrado el 9 de junio de 1868.
A las diez y media subió al altar mayor para decir la primera Misa el Arzobispo de
Turín, Monseñor Riccardi. Inmediatamente después celebró la Misa Don Bosco,
asistido por Don Juan Bta. Francesia y Don Juan Bta. Lemoyne. Se hallaban presentes
en la iglesia mil doscientos muchachos.
Fue un momento de intensa emoción para todos. Las «locas profecías» de Don Bosco
eran una realidad concreta ante los ojos de todos. La «grandiosa y alta iglesia» se
había levantado como un milagro sobre el «campo sembrado de maíz y de patatas».
Alrededor de la cúpula había una franja blanca «en la que con caracteres cubitales
estaba escrito: Hic domus mea, inde gloria mea». El altar estaba «rodeado de un
número extraordinario de jóvenes».
Alguien lo dijo en alta voz aquel día como si quisiera compensar a Don Bosco de todas
las amarguras que había tenido que soportar durante aquellos años. Y él respondió con
sencillez: «Yo no soy el autor de estas obras. Lo son el Señor y María Santísima, que
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se dignaron servirse de un pobre sacerdote para llevarlas a cabo.»
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Desde aquel 1868, el mes de mayo en Valdocce e convirtió en una de las funciones
religiosas más concurrid s de la ciudad y del Piamonte. Muchos acudían también desde
más lejos y quedaban extasiados escuchando los nutridos coros polifónicos dirigidos
por el maestro De Vecchi, por Don Juan Cagliero y finalmente por el maestro Dogliani;
la «Misa del Papa Marcello» de Palestrina o la de Rossini, el vibrante Tu es petrus o
las movidas evocaciones de la batalla de Lepanto con clangores de trompas y
superposición de ondas sonoras.
Espoleto declinaba, se convertía en un santuario local —cito a Pedro Stella—, perdía
incluso el título popular de Auxilio de los Cristianos y volvía a llamarse nuevamente
«Virgen de la Estrella». El santuario de Valdocco, por el contrario, se convierte en un
centro de irradiación a escala cada vez mayor: santuario local y santuario mundial.
Para los Salesianos, que partían a las misiones, resultaba inolvidable la función de la
imposición de crucifijos a los pies de María Auxiliadora. Las Hijas de la Inmaculada de
Mornese se transformaban en Hijas de María Auxiliadora y se desparramaban,
también ellas, por el mundo partiendo del solar sagrado de Valdocco. A la muerte de
Don Bosco eran ya trescientas noventa, con un centenar de novicias y cincuenta casas.
Constituyen —según el pensamiento de Don Bosco— el monumento vivo a la
Auxiliadora, del mismo modo que el de Valdocco es el monumento de piedra.
Con el correr de los años y el declinar de su salud física, Don Bosco aparece cada vez
más ante las gentes como «el santo de la Auxiliadora», hasta provocar un cambio en
los términos para decir que la Auxiliadora es «la Virgen de Don Bosco».
Pero todo esto no es un mito, ni un halo de leyenda. Quien está cerca de él y registra
sus palabras y sus actuaciones nota que cada vez son más estrechas las relaciones
familiares entre el Santo y la Virgen.
En el apoteósico viaje a París del año 1883, cuando le pedían un milagro «suyo»,
responde: «Yo soy un pobre pecador, rezad por mí. Pero dirijamos juntamente nuestra
oración a la Virgen Auxiliadora. Ella es la que cura, la que acoge, la que comprende, la
que compadece. Ella responde desde el cielo. Yo solamente puedo invocarla.» Pero
cuando la llama este «pobre pecador», la Virgen responde siempre. Parece que está
allí, a su lado, a su disposición. Las manos del sacerdote de Valdocco devuelven la salud
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como el agua de Lourdes.
En la entrevista que mantuvo en Roma en el año 1884 (sólo faltaban cuatro años para
su muerte), el columnista del Journal de Rome le pregunta entre otras cosas:
—¿Con qué milagros ha podido fundar usted tantas casas en países tan distintos del
mundo?
—He podido hacer más de lo que podía esperar —responde—, pero el cómo ni yo mismo
lo sé. La Santísima Virgen, que conoce las necesidades de nuestros tiempos, es la que
actúa.
El periodista hace alusión a los «milagros» que él ha obrado, pero Don Bosco le corta
en seco:
—Yo solamente he pensado en cumplir con mi deber. He rezado y he confiado en la
Virgen.
La última pregunta es ésta:
—¿Qué piensa de las condiciones actuales de la Iglesia en Europa, en Italia y en su
porvenir?
—Yo no soy profeta —responde—. Solamente Dios conoce el porvenir. Sin embargo,
humanamente hablando, hay que pensar que el porvenir será difícil. Mis previsiones
son muy pesimistas, pero no temo nada. Dios salvará siempre a su Iglesia, y la Virgen,
que protege visiblemente al mundo contemporáneo, sabrá hacer surgir los redentores.
Don Bosco tiene sesenta y nueve años y es un hombre destruido por los muchos
trabajos, y se nota en esta respuesta. Pero también cuando tenía veintiséis años y
arribaba por vez primera a la Turín preindustrial, se le presentaba sombrío el
porvenir. Pero sus reacciones fueron muy distintas: se lanzó a las calles, a las
cárceles, a los barrios. No pronunció ni siquiera una palabra de lamentación; empleó
toda su energía para preparar un tiempo mejor. Ahora también Don Bosco es un
viejecito cansado, y mirando al porvenir siente angustia, tiene presentimientos
tristes. Paga su tributo a la edad como todo hombre, arrugado y encorvado por la vida.
Pero inmediatamente prevalece su fe, su confianza en la Virgen toma la delantera. Por
esto sus últimas palabras me resultan conmovedoras. «La Virgen sabrá suscitar
nuevos salvadores.» El ya no se encontrará físicamente entre los activos redentores
de la nueva generación. Lo fue de la suya y ahora tiene que rendirse a la ley inexorable
del tiempo. La Virgen sabrá hacerlos surgir exactamente como lo hizo surgir a él hace
setenta años de una colina perdida en los campos de I Becchi.
Entre los años 1884 y 1885 sucede como una ulterior profundización en la familiaridad
de Don Bosco con la Virgen. Por primera vez da la impresión de que la siente, de que la
ve físicamente presente en sus obras y de que por esto se emociona hasta las
lágrimas.
Dictando en Roma, en mayo de 1884, el sueño sobre su «antiguo Oratorio», rompe a
llorar pronunciando esta frase que tiene el valor de un juramento: «Delante de Dios os
digo: basta que un joven entre en una casa salesiana para que la Virgen Santísima lo
tome inmediatamente bajo su especial protección.»
En agosto de 1885, Don Bosco fue a Niza-Monferrato para la imposición de hábito y
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profesión de las Hijas de María Auxiliadora. Estaba tan acabado que solamente pudo
dar la comunión a algunas Hermanas. A la imposición de hábito y a la profesión
solamente asistió, sentado en un sillón. Pero quiso decir unas palabras. Tenía la voz
muy débil, y Don Juan Bonetti, a su lado, «hacía de altavoz» repitiendo las frases que
no se entendían.
—Queréis que yo os diga algo. Si pudiera hablar, ¡cuántas cosas os quisiera decir! Pero
soy viejo, viejo achacoso, como veis. Sólo quiero deciros que la Virgen os quiere
mucho, mucho. Sabed que Ella se encuentra aquí, en medio de vosotras...
Don Juan Bonetti dijo en alta voz:
—Don Bosco quiere decir que la Virgen es vuestra madre, y que os guarda y os
protege.
—No, no —replicó Don Bosco—. Quiero decir que la Virgen está verdaderamente aquí,
en esta casa, y que está contenta de vosotras...
Don Bonetti dijo, una vez más:
—Don Bosco os dice que, si sois buenas, la Virgen estará contenta de vosotras.
Entonces Don Bosco trató de recoger sus fuerzas, extendió los brazos y dijo:
—No, no. Quiero decir que la Virgen está verdaderamente aquí, ¡aquí en medio de
vosotras! La Virgen se pasea en esta casa y la cubre con su manto.
Es tal vez ésta la declaración que más nos tiene que hacer pensar. La Virgen no es sólo
la fundadora de la Obra Salesiana, sino que se encuentra en medio de nosotros.
Camina por nuestras casas, por los patios donde juegan nuestros jóvenes, está en las
aulas, en las iglesias. Nos contempla. Nos habla: madre, maestra, reina, para nosotros
como lo fue para Don Bosco.
¿Lo sentimos así? ¿Creemos que cada muchacho ha sido conducido a nuestra casa por
la mano de la Virgen? ¿Que ha sido tomado bajo su especial protección?
Si los años nos doblegan y nos hacen sentir inquietud por el futuro (y es natural que
así sea), ¿sabemos reavivar nuestra fe? ¿Tener el coraje y el optimismo de la fe?
En los últimos meses, mientras el cuerpo de Don Bosco se va desmoronando
despiadadamente por la mortal enfermedad, se diría que cada elemento de su
personalidad, ligado a una cultura o construido a fuerza de voluntad, se deshoja y cae,
dejando al descubierto las raíces más profundas de su identidad humana.
También su relación con la Santísima Virgen subyace en esta operación que puede ser
definida tanto de decaimiento como de purificación.
Sobre su lecho de agonía no es la invocación Inmaculada o Auxiliadora la que florece
sobre sus labios que se contraen, sino la invocación de Madre; una, dos y más veces:
Madre, Madre... María Santísima, María, María...
María está presente en aquello que es lo más esencial para todo católico. Es la que
ruega por nosotros en la vida y en la muerte; la que abre las puertas del paraíso
juntamente con su Hijo. Así, precisamente, la invocó entonces Don Bosco: «In manus
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tuas, Domine, commendo spiritum meum... Oh Madre... Madre... abridme las puertas
del paraíso» (MB XVIII, 537). Y así espero que la invocaremos también nosotros.
DIA CUARTO
PRIMERA CHARLA
EL ELEMENTO CARACTERISTICO
Y LAS CONVICCIONES CRISTIANAS
DE DON BOSCO
Qué es la espiritualidad
No en el desierto como los monjes, ni en tierras lejanas como los misioneros, sino
precisamente allí, en aquellos patios y en aquellos edificios se desarrolló y maduró la
espiritualidad de Don Bosco. Espiritualidad es una palabra compleja, pero significa
solamente «el modo de ser cristiano», «el modo de vivir como hijo de Dios» (F.
DESRAMAUT, Don Bosco y la vida espiritual) que tiene cada uno de nosotros. El modo
con el que yo, vosotros, cada cristiano, logra vivir como cristiano, está condicionado
por el tiempo, por la salud, por la cultura, por las circunstancias concretas en las que
nos encontramos.
En los orígenes, en la raíz de la espiritualidad de cada cristiano, especialmente de
cada santo (que son los cristianos mejor logrados), existe, en general, un elemento que
da un marchamo particular a esta espiritualidad. Por ejemplo, en el origen de la
espiritualidad de San Felipe Neri se encuentra el gozo de saberse hijo de Dios. En la
raíz de la espiritualidad de San Ignacio de Loyola está la convicción de ser un soldado
de Jesucristo. En la raíz de la espiritualidad de San José B. Cottolengo se encuentra
el abandono total en la Divina Providencia. Resulta fácil comprender que el modo de
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ser cristiano de San Felipe, de San Ignacio, de San José B. Cottolengo, ha recibido un
sello especial del elemento que se encuentra en la raíz de su espiritualidad. San Felipe
ha sido un hijo de Dios alegre, optimista incurable, sucediera lo que sucediera. San Ig-
nacio fue un decidido estratega de las batallas de la Iglesia, el forjador de una
compañía, que ha exigido a esta compañía una obediencia de soldados de Dios. San
José B. Cottolengo tuvo tal confianza en Dios que prohibió, en los últimos años,
registrar las limosnas y contar a los acogidos: «Son cosas de la Providencia —decía—.
Nosotros no debemos pensar en ello.»
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ofensas a Dios como ofensas a sí mismo. Se ve también claramente que no se para a
calcular si él es más chico o mayor, si él está solo y los otros son muchos. Quiere de
verdad al Señor y por eso pasa a los hechos concretos para defenderle. El hombre
majestuoso del sueño no le dice que esta actitud es equivocada, sino solamente que
debe traducir su amor a Dios en hechos distintos: no golpear, sino enseñar «la fealdad
del pecado y la hermosura de la virtud».
Por los mismos años, Segundo Matta, un muchacho de una alquería próxima, baja con él
al valle para pastorear dos vacas. Lleva en su mano la comida del pobre: un pedazo de
pan negro. Juan, que lleva un pedazo de pan blanco, no le dice: « ¡pobrecito! », sino
«por favor, cambiémonos el pan». Y esto, según el testimonio del señor Matta,
«durante temporadas enteras». También aquí Juan quiere verdaderamente a su
compañero de trabajo y, por consiguiente, pasa a los hechos concretos para ayudarlo.
Al hablar de amor, traicionamos un poco la idea. Amor es una palabra que ha perdido
su valor. Querer bien a Dios y a los demás puede ser sólo un sentimiento. Querer «el»
bien de Dios y de los demás es algo más sustancioso, concreto, duradero, aunque
pueda parecer frío. Es necesario que el sentimiento vaya unido a la sustancia, el
«querer bien» al «querer el bien»: se convierte entonces en una actitud que se siente
y se ve. Tal vez la palabra más próxima al concepto es la palabra benevolencia, que
indica «querer bien» y «querer el bien». Si aclaramos así los términos, podemos
afirmar que la benevolencia es el elemento que se encuentra en el origen de la
espiritualidad de Don Bosco.
Pero, más allá de las palabras, lo que importa es entendernos, y los hechos de la vida
de Don Bosco nos hacen comprender que el elemento que marca toda su espiritualidad
es el amor que puede muy bien expresarse con las palabras «amabilidad» y
«benevolencia». Ya he recordado el testimonio repetido y convencido de sus
muchachos. «Me quería bien.» Y de ellos, Luis Orione, escribía: «Caminaría sobre
carbones ardiendo por verlo todavía una vez y decirle: ¡gracias! »
De los que hacían daño a sus jóvenes, decía Don Bo con rabia contenida: «Si no fuera
pecado (y aquí se ve todo su amor a Dios) los estrangularía con mis manos» (y aquí es
todo su amor a los jóvenes).
Domingo Savio, que arde de fiebre en la enfermería (cito del Proceso de
Beatificación), siente que le pregunta Don Bosco: « ¿Hay alguna cosa que pudiera
proporcionarte alguna satisfacción en este momento?» Y él, que contemplaba a los
albañiles por la ventana, contestó: «Me gustaría beber agua en cubo de los albañiles.»
Don Bosco se echa a reír como de una extravagancia. Baja allá y retorna con el cubo
goteante y le de beber.
Don Bosco no tenía «una técnica», no buscada triquiñuela; para revelar su amor.
Quería bien, sencillamente. No hacía ningún esfuerzo para ocultarlo ni para
manifestarlo. Y los muchachos lo sentían hasta el punto de serles más grato un ni"
suyo que un sí dicho por otros: puesto que sentían que se 19 decía porque les quería
bien.
69
Una reflexión sobre el amor de Don Bosco: ¿distinción o fusión?
Es lícito hacerse una pregunta: el amor a Dios y el amor a los demás, ¿son en Don
Bosco dos elementos distintos o un elemento único? Yo creo que son un elemento
único.
Mientras en otras personas el amor a Dios y el amor al prójimo se encuentran
bastante separados y puede notarse prevalece uno u otro, en Don Bosco están
fundidos, compenetrados, inseparables. Forman una bondad única.
Si en Don Bosco prevaleciese el amor a Dios, casi destacado del amor al prójimo, la
oración que de él brota sería una oración de alabanza, de contemplación. En cambio,
precisamente porque en él el amor de Dios forma un todo con el amor al prójimo, su
oración (y la que enseña a sus jóvenes) es casi toda una oración de petición. El padre
Desramaut llega a escribir: «Se ve que Don Bosco practicaba casi exclusivamente la
oración de pura súplica... Su simplicidad era la del pobre que pide al Señor su ayuda en
las dificultades cotidianas y en el fatigoso progreso hacia la eternidad» (Don Bosco y
su vida espiritual).
Luis Comollo, su amigo del seminario, practicaba otro género de oración porque tenía
otro estilo de espiritualidad: Dios solo. Existía el prójimo, pero estaba lejos,
esquematizado, únicamente en las manos de Dios. Recuerda Juan en sus Memorias (p.
94): «Interrumpía, no pocas veces, mi recreo. Me tomaba por la manga de la sotana y,
diciéndome que lo acompañara, me llevaba a la capilla.» Allí Comollo se siente en su
casa, y sus ingenuas efusiones no acaban nunca: visitas al Santísimo, oraciones por los
agonizantes, rezo del rosario, oficio de la Virgen, y más rosarios... Juan siente una
profunda fascinación, casi nostalgia, por esta piedad de puro ardor, de abandono en
Dios. La ascética desencarnada de Comollo, aquel refugiarse suyo en Dios,
despreciando casi todo valor terreno, dejando en sus manos el cuidado del mundo y de
la gente, lo llenan de admiración. Vive en él por mucho tiempo la fascinación por Luis
Comollo y por esta santidad que se abrasa rápida, apuntando directamente al cielo.
Pero su espiritualidad, su camino hacia Dios continuará siendo muy distinto: será una
espiritualidad más encarnada, la que se realiza en el amor concreto a Dios y al
prójimo, un prójimo no esquematizado como el de los «agonizantes», no lejano como
«las almas del purgatorio», sino presente, vociferante, imprevisible. Una santidad que
se realiza en las urgencias de sus muchachos, en los problemas acuciantes y concretos
que brotan de su querer mucho a la gente.
Podemos rumiar ahora esta observación. Si en Don Bosco fuese prevalente el amor al
prójimo, si este amor estuviera casi desligado de Dios, él buscaría ante todo el pan, el
trabajo para sus muchachos. Por el contrario, lo primero que desea para todos los
suyos es la salvación del alma. Esta palabra, «salvación del alma», es quizá la más
repetida en su vida. El pide a Dios para sí y para los demás (y hace pedirlo a sus
jóvenes) la salvación, la santidad, la virtud, la gracia, la ciencia, el éxito en los
estudios, la salud, la perseverancia final.
Creo poder concluir esta reflexión sobre el amor en Don Bosco, afirmando que
70
nuestro Fundador encontró la fuerza para trabajar por el prójimo en el amor de Dios.
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ocasión: «Para ir a salvar un alma estoy dispuesto a descubrirme incluso delante del
diablo.» Dos expresiones populares, pero llenas de significado: por las almas está
dispuesto a sacrificar la salud e incluso la estima de los bien pensados.
Debemos advertir, sin embargo, que si Don Bosco habla siempre de almas, en realidad
su acción (y la de los Salesianos) se orientarán a salvar a toda la persona humana: él y
los Salesianos fundarán escuelas y talleres, orfanatos y oratorios para brindar una
familia a quienes se sienten privados de afecto, una dignidad a quienes se sienten
humillados en su propia inteligencia, una humanidad plena a quienes corren el riesgo de
marchitarse en el egoísmo.
Los ejemplos los conocemos por docenas. Recuerdo como paradigma el encuentro que
tuvo lugar en la estación de Arezzo en abril de 1887. Sólo faltan ocho meses para su
muerte, y Don Bosco baja a Roma, ya agotado de fuerzas, para la consagración de la
iglesia del Sagrado Corazón. En la estación de Arezzo el jefe de estación, apenas le
ve, corre hacia él, lo abraza, y, llorando, le dice: «Don Bosco, ¿no se acuerda de mí? Yo
era un rapazuelo en Turín, sin padre ni madre. Usted me recogió, me instruyó, me
quiso mucho. Ahora, si tengo una maravillosa familia y este puesto, se lo debo a
usted.»
Uno de tantos «salvados», no solamente en el alma, por Don Bosco y por sus primeros
Salesianos.
2. Si son pocos los que se preocupan de procurar la salvación de la juventud
abandonada y en peligro, del pueblo sin instrucción, de los paganos, privados del
Evangelio, su amor lo empuja con fuerza en esta dirección, y con tanto más ardor
cuanto más siente la marginación de alguno de sus hermanos, El jamás consideró a
ninguno como un deshecho, ¡jamás!
Cuando vio a los primeros jóvenes en las cárceles, en aquel terrible estado que lo
trastorna, no piensa: «pobrecitos, son irrecuperables». Piensa, por el contrario: «la
culpa es de la, situación en que se encontraron. Si fuera de aquí encontrasen un buen
amigo, que se interesase por ellos, se convertirían en buenos chicos. Yo seré ese
amigo».
Cuando encuentra jóvenes marginados en la periferia de Turín o culturalmente
pobrísimos en las colinas del Monferrato, no piensa: «pobrecitos, es fatal que tenga
que haber marginados». Piensa, por el contrario: «pueden llegar a ser buenos
cristianos y honestos ciudadanos. Muchos, incluso, buenos sacerdotes. Tengo que
ayudarles, trabajar por ellos».
El aspecto activo de este amor y estima hacia los más abandonados, la actitud que le
encarna en la vida de todos los días es la razón (el tercer elemento de la fórmula con
la que Don Bosco sintetiza su sistema educativo). Si tú amas y aprecias a los jóvenes,
aunque sean ignorantes, maleducados, si les razonas, les persuades, entonces no te
impones, no pegas, no haces de domador.
3. La tercera convicción fundamental, según hemos dicho, es la grandeza de la misión
del apóstol que lleva a la gente abandonada la salvación de Dios.
Don Bosco afirma docenas de veces: «De las cosas divinas, la más divina es cooperar
72
con Dios a la salvación de las almas.» Es la conclusión lógica de su amor a Dios y al
prójimo. El ama a Jesucristo, el Hijo de Dios, que muere para salvar las almas. Y esta
muerte le revela la grandeza, la hermosura de las almas de sus jóvenes y de todo el
mundo, y la grandeza de aquellos que llevan a su cumplimiento la obra de Jesucristo. Y
toda su actividad se centrará en ser apóstol y en fundar una congregación de
apóstoles para llevar la salvación a la parte más olvidada de la gente.
73
(y con la ayuda de los seminaristas de Lyon), ha trazado un cuadro de la espiritualidad
de Don Bosco en las doscientas veinticuatro páginas centrales del ya citado libro Don
Bosco y la vida espiritual. Pedro Stella, para darnos un cuadro, lo más completo
posible, basado no sólo en los escritos, sino en los muchísimos testimonios, empleó
unas quinientas páginas: quince capítulos que van desde lo que Don Bosco pensaba de
Dios, del hombre y el pecado hasta la oración, los Sacramentos y los hechos extra-
ordinarios.
Su apreciadísimo volumen Mentalidad religiosa y espiritualidad de Don Bosco, es el
segundo de su obra, ya citada.
Concluyo tratando de decir unas palabras sobre la oración de Don Bosco. Aquella
oración y aquel estilo de oración que nos ha dejado en herencia.
Decía que el padre Desramaut, con una frase un poco arriesgada, escribe: «Se veía en
Don Bosco casi exclusivamente la oración de pura súplica.» Quien vivía codo a codo con
él podía tener a veces la impresión de que la oración no le ocupaba mucho tiempo.
Tanto que aquel Monseñor de la Curia, que tuvo que estudiar los testimonios de su
proceso de beatificación, presentó la famosa objeción que consternó a los Salesianos:
«Pero ¿cuándo rezaba Don Bosco»
Otro sacerdote, en cambio, Don Aquiles Ratti, que llegaría después a ser Papa con el
nombre de Pío XI, había visitado a Don Bosco en el año 1883. Con su aguda inteligencia
y con una sensibilidad que generalmente no tiene el que vive en el ajetreo de la vida de
todos los días, había contemplado en pocas horas la atmósfera de oración que
transpiraban todas las acciones de Don Bosco. Mientras se encontraba en Valdocco,
se hallaban también presentes los directores de las casas salesianas. Después de la
comida, Don Bosco estaba de pie, apoyado sobre la mesa y ellos venían a exponerle sus
dificultades. Don Aquiles Ratti quería retirarse, pero extrañamente le dijo Don Bosco:
«No, no; quédese.» Cuarenta y nueve años más tarde, Pío XI, hablando de Don Bosco a
los seminaristas romanos, narró aquel hecho y dijo: «Había gente que llegaba de todas
partes, quién con una dificultad, quién con otra. Y él, de pie, como si se tratase de
asuntos de un momento, lo escucha a todo, lo recogía todo, respondía a todo. Un
hombre que estaba atento a todo lo que sucedía a su alrededor y al mismo tiempo se
habría dicho que no ponía atención a nada, que su pensamiento se hallaba en otro
lugar. Y era verdaderamente así: se hallaba en otro lugar, estaba con Dios. Y tenía la
palabra exacta para todo, de modo que causaba maravilla. Esta es la vida de santidad,
de constante oración que Don Bosco llevaba entre continuas e implacables
ocupaciones.»
Esta oración, que se convierte en atmósfera, que circunda toda acción sin interrumpir
el ritmo de la actividad, será llamada de diversas maneras. Nuestro actual Rector
Mayor, repitiendo las palabras de San Francisco de Sales y de Don Felipe Rinaldi,
gusta llamarla «el éxtasis de la acción».
74
No es una característica exclusiva de Don Bosco, sino de muchísimas personas que en
todo tiempo han trabajado y se han fatigado humildemente por Dios. La encontramos
descrita, sin ambajes, por San Juan Crisóstomo, hace mil quinientos años. He aquí sus
palabras, que la Iglesia hace leer a sus sacerdotes el viernes después de Ceniza:
«La oración no debe circunscribirse a determinados tiempos y horas, sino que debe
florecer continuamente, noche y día.
No solamente hay que levantar nuestra alma a Dios cuando nos entregamos con toda el
alma a la oración. Es necesario que también, cuando estamos ocupados en otros
asuntos, ya sea cuidando a los pobres, ya sea en otras actividades, tengamos el deseo
y el recuerdo de Dios para que todo, impregnado de amor divino, como de sal, todo se
convierta en alimento gustosísimo al Señor del universo. Podemos gozar
continuamente de esta ventaja por toda la vida, si dedicamos el mayor tiempo posible
a este tipo de oración... que es un deseo de Dios, un amor inefable que no proviene de
los hombres. Si el Señor concede a alguien este modo de oración, es una riqueza que
hay que valorar, es un alimento celestial que sacia al alma. Quien lo ha gustado se
enciende en deseos celestiales por el Señor, como si se tratase de un fuego
ardentísimo que inflama al alma.»
Pío XI dice: «Un hombre atento a todo, y al mismo tiempo su pensamiento estaba
puesto en Dios.» San Juan Crisóstomo escribe: «Es necesario que cuando estamos
ocupados en otros trabajos tengamos el deseo y el recuerdo de Dios.»
Es algo más que las jaculatorias que puntean un día de trabajo. Es un día de trabajo
inmerso en el recuerdo y en el pensamiento de Dios. Mientras doy clase, o hago
funcionar una máquina, pongo al día un registro, sufro, juego, consigo éxitos y
fracasos, mi estado de alma es siempre el mismo: «Dios está aquí, a mi lado. Estoy en
las manos de Dios.» Y así, en todas las cosas que suceden, que parecen tan pobres e
insignificantes, se cumple el Reino de Dios.
Cuando entrevisté a Carlos Carretto, oí que me decía: «Esta es la verdadera oración
de contemplación, y yo la he encontrado en tantas viejecitas campesinas que rezaban
su rosario despacito, al atardecer, envolviendo en el recuerdo de Dios la casa, los
parientes, los niños, el campo, los vivos y los muertos.» Yo creo que Don Bosco
absorbió esta oración de contemplación (o «éxtasis de la acción», como prefiramos
llamarla) de su madre. Esta gran mujer maduró su espiritualidad entre el heno y el
grano de la siega, harapos que remendar, coladas y pucheros. En aquellos humildes
trabajos tenía el deseo y el recuerdo de Dios, y la jornada más gris estaba
«impregnada de amor divino como de- la sal».
Pidamos a esta verdadera madre de la Congregación Salesiana que nos obtenga,
también a nosotros, una espiritualidad fundada sobre este amor grande que vio crecer
en su hijo, sobre el deseo de consumirse por la salvación de los más humildes, y sobre
aquella atmósfera de oración que envolvió sus días y los de su hijo.
75
SEGUNDA CHARLA
LA ESPIRITUALIDAD POPULAR
DE DON BOSCO
San Benito, en la época oscura de las invasiones bárbaras, trató de reconstruir algo
del imperio romano que se caía a pedazos. El, aunque noble, no se rodeó de nobles para
restaurar un orden de cosas ya caducado, comido por la historia. Con los adelantos de
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las villas romanas construyó sus monasterios. Con los hombres desorganizados y
vueltos a la selva por las invasiones bárbaras hizo a sus monjes. Con aquellas ruinas,
con aquellos elementos humanos tan pobres, construyó una civilización, construyó una
espiritualidad elemental, esencial (trabajo-oración), absolutamente adaptada al
tiempo de crisis y de miseria que estaba viviendo Occidente.
Don Bosco, con los jóvenes marginados por la primera revolución industrial, con los
campesinos crecidos en una tierra desolada por las guerras y por la carestía, con
aquellos medios humanos paupérrimos, construyó su Congregación, creando una
espiritualidad elemental, esencial (amabilidad, razón, religión y luego trabajo y
templanza), totalmente adaptada a los tiempos de crisis que estaban comenzando,
adaptada a la «clase popular», a las masas, al Tercer Mundo.
Partiendo de una estima grande, absoluta, al pueblo llano, no trató de hacer de estas
gentes personas refinadas, aristocráticas, sino que valoró los elementos evangélicos
de los que estas gentes son portadoras: la sencillez, la solidaridad, la capacidad de
sacrificio, la alegría rumorosa, la capacidad de dividir el pan con los que son todavía
más pobres, la capacidad de encontrar el gozo en las cosas pequeñas, de esperar en un
mundo más justo que debe alcanzarse con la ayuda de Dios, pero también con el
trabajo de nuestras manos y el sudor de nuestra frente.
Demostró que también sobre humildísimos elementos de cultura se puede construir
una espiritualidad floreciente que puede llegar a la santidad de los altares. No me
agrada que al
publicar las cartas de Madre Mazzarello, las Hijas de María Auxiliadora hayan hecho
desaparecer todas las faltas de ortografía (Cartas de Santa María D. Mazzarello).
Afortunadamente en los grandes cuadros, preparados para el centenario de su
muerte, nadie ha querido hacer otro tanto y todos podían leer frases como ésta:
«Rompamos los cuernos al diablo, a esta mala bestia.» Esta gran mujer aprendió a
escribir cuando ya era Madre General para poder comunicarse con sus hijas es-
parcidas por el mundo. En sus cartas aflora una sabiduría profunda y sencillísima, en
medio de errores gramaticales y ortográficos que cierta cultura llamaría
«mortificantes». Pero a la secretaria, un tanto preocupada, que le hacía observar al-
gunos de estos errores, Madre Mazzarello le preguntó con sencillez: «Pero ¿se
comprende lo que quiero decir?» Y ante su respuesta afirmativa, añadió: «Entonces
está bien así.» Hacerse comprender, comunicarse, explicarse. Este era el gran valor
que buscaba aquella mujer, de alma popular y evangélica. Lo demás sobraba. Y Don
Alberto Caviglia, reproduciendo en el volumen IV de su obra Don Bosco, obras y
escritos editados e inéditos la carta de Domingo Savio a su padre del 6 de septiembre
de 1855, anota: «Creo que no será inútil reproducir el texto genuino, con sus
incorrecciones, incluso porque es un documento de la poca cultura escolar en un
alumno de segundo de gramática de aquellos tiempos.» Los errores son más bien
enojosos, como: «En el Oratorio, existe una asociación y Don Bosco me ha asociado
también a yo» (p. 86 s.).
Don Boscó demostró que se puede hablar con Dios cuando todavía se encuentra uno
77
sudoroso y polvoriento, después de unas carreras locas por el patio. El Cardenal
Cagliero declaró bajo juramento: «Recuerdo bien cómo algunos (cita al abad Tortone,
representante de la Santa Sede ante el Gobierno piamontés, y hubiera podido citar
también al padre Marco Antonio Durando, lazarista), visitando nuestro Oratorio, y
presenciando los recreo de los jóvenes, con juegos, carreras y saltos, dijeron que Don
Bosco educaba a los suyos sin ningún cuidado: y hubo incluso quien dijo "caballerías, ii
cavalass 'd dun Bosc!!!" Y estas caballerías —añade con el énfasis que le daba la
púrpura cardenalicia— eran los sacerdotes Don Miguel Rúa, Don Juan Bta. Francesia,
Don Juan Cagliero, Don Pablo Albera, Monseñor Lasagna —apóstol del Brasil—,
Monseñor Fagnano, —apóstol de la Tierra de Fuego—, Monseñor Costa-magna —
apóstol del Ecuador—... y mil otros que ahora son celosísimos misioneros, obispos,
arzobispos, párrocos, sacerdotes...» (Positio super dubio, p. 83
La Congregación Salesiana ha sido y debe ser la continuación de Don Bosco. Para ser
auténticos tenemos que marchar por este camino: estar con el pueblo, más aún, ser
del pueblo. No del pueblo del 1800 evidentemente, sino de nuestro pueblo, el de los
arrabales, el de la calle, de los talleres, de los pueblos. Y entre el pueblo ser los más
cercanos a la gente más pobre y abandonada. Y no lo digo yo (mi afirmación tendría
poco valor). Lo afirman nuestras Reglas.
Existe una insospechada identidad entre el primer reglamento que escribió Don Bosco
para su Oratorio festivo en el año 1847 (hacía apenas un año que se había
trasplantado a Valdocco) y el artículo décimo de nuestras Constituciones renovadas.
Examinémoslo:
Reglamento del 1847, cap. II, artículos primero y segundo: «1. Siendo el fin de este
Oratorio tener alejada a la juventud del ocio y de las malas compañías, especialmente
en los días festivos, todos pueden ser acogidos sin excepción de grado o de condición.
2. Pero aquellos que son más pobres, más abandonados y más ignorantes son acogidos y
cuidados con preferencia porque tienen más necesidad de asistencia para mantenerse
en el camino de la eterna salvación» (MB III, 91). Raramente ha expresado Don Bosco
con mayor sencillez y eficacia la finalidad de todas sus obras.
El artículo décimo de nuestras Constituciones dice:
«Don Bosco se sintió enviado con preferencia a la juventud pobre, abandonada, en
peligro. Con verdadera prioridad atendemos a los jóvenes pobres:
— ante todo a los jóvenes que, a causa de su pobreza económica, social y cultural,
a veces extrema, no tiene posibilidad normal de éxito;
— a los jóvenes pobres en el plano afectivo, moral o espiritual, expuestos por ello
a la indiferencia, al ateísmo y a la delincuencia.
La caridad de Cristo y la fidelidad a Don Bosco nos estimulan a salvar a estos jóvenes
que tienen necesidad de ser amados y evangelizados; trabajemos, por lo tanto, con
preferencia en los lugares de mayor pobreza.
78
3. "Ser del pueblo" da origen a una nueva espiritualidad
Estar con el pueblo y ser del pueblo, y vivir en medio de la gente más pobre y
abandonada. Trato ahora de reflexionar acerca de la influencia que este «ser del
pueblo» ha tenido en la espiritualidad de Don Bosco, es decir, sobre su modo de ser
cristiano.
Comienzo con una comparación: las primeras horas de la mañana del jovencito
Leonardo Murialdo, que vivía en la calle Garibaldi de Turín, y las del jovencito Juan
Bosco, en I Becchi. Leonardo Murialdo es uno de los más preclaros santos italianos,
trabajador y precursor formidable en el campo social, íntimo amigo de Don Bosco,
trece años más joven que él, de auténtica familia noble. He aquí cómo alude a sus
primeras horas del día su principal biógrafo, Castellani, tomándolo de memorias y de
cartas:
«Sus ojos asombrados contemplaban el sol que jugaba sobre los cielos dorados y
pintados de guirnaldas, sobre los estucos, sobre los cuadros sagrados que adornaban
su habitación...» Después llegaba a casa «el abate Pullini, recio y majestuoso como una
encina», y Leonardo «escuchaba atento y curioso las primeras lecciones del
catecismo». Desde el fondo de la calle subían entre tanto los primeros rumores de la
jornada y las primeras voces de los limpiachimeneas, «los pequeños limpiachimeneas
que en los atardeceres del verano y en los albores del otoño bajaban del Valle de
Aosta, de Saboya, de los Lagos Suizos en pelotones para limpiar las chimeneas y
pasaban por las calles y callejas de Turín lanzando su pregón "el deshollinador".
Leonardo se enternecía al ver a aquellos muchachos de ojos ennegrecidos y
manchados, sucios por el hollín y la mugre... Rogaba a su madre que los hiciera subir a
casa. Leonardo les ayudaba a lavarse, a limpiarse, les daba vestidos, zapatos, abrigos,
tomados del guardarropa de la familia, trozos de pan untados con mantequilla o
conserva de frutas». Castellani comenta: «Desde niño aprendió a inclinarse sobre las
miserias.» Notemos este verbo tan acertado. Murialdo no vivía en la miseria y
aprendió a inclinarse, a alargarse fuera de su estado hacia la miseria (A.
CASTELLANI, El beato Leonardo Murialdo, Roma, 1966).
Las primeras horas de la jornada de Juan Bosco, que se despierta en el cuartucho de
I Becchi, son muy distintas. El sol jugaba sobre las paredes, no ciertamente sobre
cuadros sagrados, sino sobre las mazorcas colgadas a madurar. A casa no llegaba
ningún abate, era mamá Margarita la que llamaba desde abajo a sus niños, «los hacía
ponerse de rodillas, y todos juntos recitaban las oraciones». Del campo llegaban las
voces de otros muchachos que bajaban al pastizal y llamaban a Juan. El no pensaba ni
por asomo en invitarlos a su casa para darles zapatos, vestidos, abrigos, porque no
había guardarropa de familia. Tenía como ellos la cara un poco sucia, probablemente, y
bajaba con ellos, como uno de ellos, hacia el valle, tirando del ramal de una vaca. Juan
no aprende desde los primeros años a inclinarse sobre las miserias, sino a vivir, a
condividir la pobreza que aflora en la miseria de sus pequeños amigos.
Si observamos con atención, aunque sólo sea esta distinta realidad de los dos grandes
79
santos amigos y casi coetáneos, comprenderemos que de ella nacen sensibilidades
distintas que les acompañarán toda la vida. Nacen lógicamente diversas maneras de
contemplar las realidades fundamentales de la vida cristiana: Dios, la oración, el
cristiano. Brotan, por lo tanto, espiritualidades distintas.
No creo estar muy lejos de la verdad al afirmar que, desde los primeros años,
Murialdo tiene una imagen culta, refinada de Dios: el Dios de los Santos, que
contempla fijado en gestos hieráticos en los cuadros que adornan su habitación; el
Dios que habla a través de hombres cultos, como el abate Pullini; el Dios soberano que
nos invita a inclinarnos, a no olvidar a los hermanos más pobres, forzados por la
necesidad a trabajos materiales más humildes. Juan Bosco, por el contrario, tiene
desde los primeros años una imagen de Dios filtrada a través de la naturaleza: el Dios
del cielo, de las estrellas, del sol, de la nieve, de los árboles, de los pájaros. El Dios de
su madre, que reza arrodillándose todos juntos, porque sólo El puede dar paz y
seguridad a la familia. Es el Dios que estimula a arremangarse los brazos desde la
mañana, a trabajar porque está contento si ve que sus hijos se entregan al trabajo.
La oración para el jovencito Murialdo es un coloquio que se establece sobre el
reclinatorio, tranquilo y reflexivo, pensando en las cosas bellas y profundas que le ha
dicho el abate.
Para el jovencito Bosco, rezar es hablar con Dios de r' las sobre el suelo de la cocina,
y después en todas partes sobre la hierba, sobre el heno, mirando al cielo (como lo
sorprenderán en la alquería Moglia) o corriendo tras una vaca c e se ha desmandado.
El cristiano (y sé que simplifico mucho diciendo estas cosas) es para Leonardo el que
encuentra a Dios con sus vestidos aseados, con su cara limpia; el que ayuda a los
demás a lavarse las manos y la cara, a calzar un buen par de zapatos para volver a
encontrar el gozo y la dignidad. Para Juan Bosco el cristiano es ciertamente todo
esto, pero también lo es el que ama a Dios con la cara sucia, la chaqueta rota por los
codos, convencido de que a Dios se le puede encontrar muy bien lanzando el grito del
deshollinador o tirando de las riendas de una vaca.
Es comprendiendo estas primeras imágenes, esta sensibilidad que se encuentra en los
orígenes de la personalidad cristiana de Juan Bosco como lograremos penetrar en la
esencia de su espiritualidad.
Durante toda su vida Don Bosco tratará de «elevar» a sus jóvenes, trabajará para
ayudarles a salir de la miseria. Pero estará siempre convencido de que se puede ser
buen cristiano sin dejar la condición de campesino, que no hace falta un reclinatorio
para rezar, que no es necesario lavarse la cara para ser cristianos: sus jóvenes ya lo
son, aunque tengan la cara sucia del joven mecánico o del pequeño deshollinador.
Al llegar a este punto es conveniente advertir que estas convicciones, alrededor del
año 1840, no son tan sólo de Don Bosco, sino de todo un grupo de sacerdotes
piamonteses.
En los años que precedieron al 1840 hubo en Turín católicos que dedicaron su vida a
los pobres. Pero como eran acomodados, y por añadidura nobles, su estilo era el de los
hermanos mayores que se «acercaban» a los hermanos menores, considerados un poco
80
como seres inferiores, de segunda clase. Había en el fondo de aquella caridad una
opinión muy difundida entre la clase bien de aquellos tiempos: los pobres lo eran
porque eran malos, la miseria era hija del pecado y de la mala voluntad.
Nacía de aquí una cierta sospecha hacia las actitudes típicas del pueblo bajo: alegría
rumorosa, cantar y vocear, hablar a gritos, correr, llevar las manos a la espalda. Cosas
todas que hacían torcer el gesto. El «reglamento» del seminario, por ejemplo,
censuraba todas estas actitudes como «vulgares», es decir, «cosas del vulgo», del
populacho, que debían por lo mismo reprobarse.
En los años que corren alrededor del 1840, junto a figuras de clase noble y
acomodada, como la marquesa de Barolo, comienzan a predominar los «bienhechores
del pueblo», nacidos del pueblo mismo. Reseñaremos cuatro.
José B. Cottolengo. Nacido en Bra de una familia modesta y muy numerosa, llega a
Turín como sacerdote. Pasa un período de honesta mediocridad, en el que se interesa
por el matrimonio de sus hermanos, busca herencias, lleva esclavina de seda, reloj de
oro y hebillas de plata (como los demás canónigos). Después de una larga crisis y con
la lectura de la vida de San Vicente de Paúl, comienza a dedicarse a ayudar a los
incurables, a las jovencitas que viven abandonadas por las calles, a los sordomudos. Es
un hombre de pueblo sencillo que frecuenta los mercados y las buhardillas, que
recomienda a las monjas (que llama bromeando «ciucóte», es decir, borra-chinas) que
no se instruyan, que se mantengan como los pobres a los que ayudan.
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disposiciones de su Arzobispo, pero tiene indudablemente una incidencia enorme en
las orientaciones del clero joven turinés.
El último que cito es Don Pedro Ponti. Junto a la pequeña iglesia de San Martín, en
Puerta Palacio, que ya había sido utilizada por Don Bosco y más tarde por Don Juan
Cocchi, este capellán de la marquesa de Barolo reúne a los pequeños deshollinadores.
Entre los jóvenes pobres, entre los muchachos trabajadores, los deshollinadores
están considerados como los parias, robados y maltratados por los otros muchachos
trabajadores porque son más pequeños, enclenques, de poca fuerza, y porque no
comprenden el dialecto piamontés (hablan patuá). Vienen en el verano, reclutados por
el manijero de turno, en los valles de Aosta y en Saboya entre los niños delgaduchos y
finos: tienen que pasar por las chimeneas y rascar el hollín. Bajan a Turín, desarrollan
un trabajo muy pesado, enferman con frecuencia de tuberculosis y son devueltos en la
primavera avanzada a sus familias, enfermos muchas veces de cuerpo y alma (como
escribe Castellani). Don Pedro Ponti les dedica su pan y su bondad. (También Don
Bosco y Don Miguel Rúa les recibieron en sus Oratorios, y Don Juan Cagliero dedicará
a esta figura grácil y triste una de sus más bellas romanzas.)
Todos estos sacerdotes son fieles a los pobres hijos del pueblo, porque también ellos
pertenecen al pueblo. Saben bien que no es cierto que los pobres sean malos, que no es
cierto que la miseria sea hija del pecado. Puede ser la causa del mal, no el efecto. Si
alguien hubiese dicho a Don Juan Cocchi que su madre, que murió en extrema pobreza,
era tal porque era una pecadora, con el temperamento que tenía le habría arrancado
los ojos. En estos tiempos, la condición normal del pueblo es la pobreza de dinero, de
cultura y de educación. Pero estos sacerdotes saben que la condición normal del
pueblo es también riqueza de otros valores humanos y evangélicos que sólo poseen los
pobres: poner las cosas en común, gustar las cosas sencillas, escucharse y
comprenderse, considerarse personas pequeñas, sin importancia, encontrar el mayor
consuelo en la amistad. De aquí nace una espiritualidad que, en cierto modo, podemos
82
llamar nueva, un modo nuevo de ser cristianos, fundamentado sobre valores más
simples y elementales: el trabajo, la oración humilde, el amor y la confianza en la
Virgen, la sencillez, la solidaridad. Don Bosco es «de esta raza», se siente así.
Abandonar a aquella su gente, llegar a ser un hombre refinado, un aristócrata, lo
sentiría como una traición, un escapar a su condición genuina. Sentiría vergüenza de
vivir en la abundancia mientras «los de su raza» se encuentran en una situación de
triste supervivencia. Es impensable que abandone durante veinte días a sus jóvenes en
el patio polvoriento para gozar de unas escaladas a los Alpes (como hacía en cambio
sin ningún escrúpulo San Leonardo Murialdo, uno de los fundadores de CAI y
apasionado escalador del monte Viso y de otras cumbres). Don Bosco disfruta sus
vacaciones estivales como sus jóvenes, en un pueblecito del campo, como ellos y con
ellos.
Para él (como también para los otros sacerdotes que hemos citado) la pobreza no sólo
es un valor negativo, sino que lo es positivo. Es incomodidad, pero también es defensa
contra el materialismo, contra las comodidades, contra la pereza y contra los vicios
vulgares que caracterizan en este tiempo a los que «llegaron a convertirse en ricos»
en Turín (basta leer los artículos de los periódicos de los carnavales de la época para
darse cuenta de ello).
Me parece que aquí se encuentra el meollo de la espiritualidad de Don Bosco y por
ende de la espiritualidad salesiana, que puede definirse con una sola palabra: popular.
El rico ama fácilmente a las cosas más que a las personas —piensa convencido Don
Bosco—. Busca en las cosas el camino de la felicidad más que en el amor a los demás. Y
éste es para los cristianos el primer pecado y también el camino del fracaso humano.
En efecto, no encuentra el gozo pleno, que se encuentra en la amistad, en al estar
juntos, en el desvivirse los unos por los otros, en el gozo de las cosas pequeñas, en la
alegría rumorosa que es señal de esperanza cristiana. Me parece que no son
consideraciones mías, sino que nacen de una lectura atenta del comportamiento de
Don Bosco: basta leer el episodio de la señora rica, bienhechora de Don Bosco, que se
hace llevar al lecho la alfombra persa y llora porque tendrá que dejarla al morir. Y las
palabras que Don Bosco dijo a Don Antonio Sala que vacilaba en salir en busca de
limosnas. «Ve con ánimo. Los ricos nos hacen bien, pero también nosotros se lo
hacemos a ellos.» La palabra evangélica «cuán difícil es para los ricos entrar por la
puerta estrecha», Don Bosco la constató personalmente, y esto le ha confirmado en la
estima de la pobreza popular, y en el esfuerzo para sacar a la luz todos los valores que
tienen su raíz en la pobreza popular.
La situación pobre del pueblo es el ambiente en que se encuentra Don Bosco.
Condivide la situación de la mayoría de la gente, se siente hermano suyo. Los pobres
se encuentran bien en su casa y él se encuentra bien en la casa de ellos. Va en su
busca, los descubre si se esconden.
Don Bosco sabe que sus Salesianos serán los religiosos nuevos de esta gente. Siendo
pobres, estarán contentos. Siendo ricos, no lo estarán jamás. Se sentirán peces fuera
del agua: no tendrán la espiritualidad refinada de los cultos ni la popular de la gente.
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Estarán fuera de lugar. Y no encontrarán gusto ni siquiera en gastar su propia vida,
exactamente como las monjitas del Cottolengo que tuviesen que lavar los calcetines a
asilados ricos y acomodados. ¿Qué sentido tendría entonces el sacrificarse?
Don Bosco llega incluso —movido por estos motivos— a desconfiar de los estudios
superiores de sus Salesianos. A pocos metros del lugar en que José B. Cottolengo
recomendaba a sus religiosas que no se hicieran instruidas, Don Bosco, en noviembre
de 1884, cuenta a Don Carlos Viglietti (después de una noche agitada e interrumpida
por gritos imprevistos) el sueño de los diablos que «trataban del modo de exterminar
a la Congregación Salesiana». Después de haber descartado las tentaciones de la gula,
del amor a las riquezas y a la libertad, los diablos deciden: «Persuadirles de que el ser
doctos es lo que debe constituir su mayor gloria, y así lograrían el daño radical. Por lo
tanto, inducirles a que estudien mucho para sí mismos, para adquirir fama... Jactancia
en los modos hacia los ignorantes y los pobres... No más Oratorios festivos, no más
catequesis a los muchachos, no más escuelitas primarias para instruir a los pobres
chicos abandonados, no más largas noches de confesonario. Sólo tendrán la
predicación, rara y comedida, y además estéril, porque estará hecha con fuego de
soberbia y no para salvar almas» (MB XVII, 387).
La raíz de su desconfianza no son los estudios en sí mismos, sino el hecho de que el
estudio profesional es una grave tentación para hacerse aristócratas, refinados y
para despreciar a los pobres. Ya no se encontrarían a gusto ni en su propia casa con
los pobres, con los chicos de pueblo, con los rudos en las «escuelitas pobres para
instruir a los pobres».
84
momentos de la vida de Don Bosco.
b) En octubre de aquel mismo año 1864, Don Bosco (y no creo que fuese tan poco
inteligente para contradecirse a la distancia de seis meses) funda en Lanzo el primer
colegio con pensión fija. Comienza la fase salesiana de los colegios por los motivos
históricos y eclesiásticos que caracterizan esta época (los indico por si alguno no los
recordara; los católicos, excluidos de la vida del Estado, organizan una especie de
«Estado dentro del Estado»: fundan hospitales católicos, obras sociales católicas,
escuelas católicas, especialmente para las clases de la baja burguesía y del pueblo
obrero y agricultor. Don Bosco, que vive de lleno la historia de la Iglesia de su tiempo,
emplea buena parte de sus energías en abrir colegios y escuelas católicas, hasta el
punto de hacer vivir a su Congregación una nueva fase: la fase de los colegios).
Desde este momento, las obras salesianas se articularán en tres clases: Oratorios,
internados para jóvenes pobres con pensión aleatoria, colegios para jóvenes de clase
popular en que las pensiones son las mínimas de la época: unas veinticuatro liras
mensuales.
Evidentemente, desde ese momento comienza, para los Salesianos de los colegios, la
tentación de despegarse de la clase modesta y popular y de aceptar a los hijos de la
clase acomodada. Confiar en los registros de contabilidad, todos lo sabemos, produce
menos trastornos que confiar en la Providencia.
85
más se dilate su obra, menos podrá controlarla en los pequeños detalles. Tiene que
confiarse en la fidelidad de sus hijos, y se encuentra por eso muy preocupado de que
los Salesianos comprendan bien cuál es la ruta por la que deben caminar. Repite y
explica que los colegios continúen siendo para los «pobres hijos del pueblo», con
«pensiones modestas» que no deben subirse jamás (entonces no sabían qué era la
inflación, ¡dichosos ellos! ).
Me detengo aquí. Pero esta reflexión debemos continuarla siempre. Cuando volvamos a
contemplar I Becchi, Chieri, Valdocco, pensemos en nuestras raíces, raíces populares.
Tratemos de no perder de vista el marco que Don Bosco nos trazó. Mientras
contemplamos la pobreza de los lugares en que Don Bosco vivió junto a las gentes del
pueblo, como uno de ellos, haciéndose la misma idea de Dios, de la oración, del
cristiano que se hacía la gente del pueblo honesto de su tiempo, preguntémonos si
somos como él. Ser Salesianos auténticos, genuinos, es decir, ser como él: con las
gentes de nuestro tiempo, como lo fue él con las gentes de su tiempo. Hijos del
pueblo, con la mentalidad y los gustos del pueblo, especialmente del pueblo más pobre,
para construir entre los jóvenes del pueblo el Reino de Dios.
DIA QUINTO
PRIMERA CHARLA
En otoño de 1841, ordenado sacerdote hacía solamente unos meses, Don Bosco se
establece en Turín como interno en la Residencia sacerdotal. Anduvo por la ciudad. Se
quedó desconcertado. Los adolescentes vagabundeaban por las calles, desocupados,
tristes, dispuestos a lo peor.
Aquellos muchachos no son un «efecto perverso» de la «revolución industrial» que
desde hace casi cien años está trastornando Europa y está llegando también a Italia.
La «revolución industrial» es un gran salto hacia adelante de la humanidad, pero lo
están pagando las clases más humildes con un pavoroso costo humano. «Una pequeña
minoría de grandes ricos —repito la afirmación de León XIII— impuso una verdadera
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esclavitud a una multitud infinita de proletarios.» La miseria y las luchas de los
proletarios es lo que se llama «cuestión social».
En favor de los trabajadores proletarios están luchando los socialistas (bien
recordados) y los católicos (bien olvidados) desde comienzos del año 1800. En el
Piamonte, donde comienza a trabajar Don Bosco, en el año 1845 Monseñor Rendu,
Obispo de Annecy, donde surge la mayor hilatura de algodón del Estado piamontés,
escribe un largo memorial a Carlos Alberto, denunciando las condiciones del proletario
industrial, y recordando la obligación que tiene el Estado de intervenir para que se
promulgue «una ley que pueda introducir la justicia». Dos años después, en 1847,
Monseñor Charvaz, preceptor del príncipe heredero Víctor Manuel y Obispo de
Pinerolo (después de Génova), denuncia en una pastoral «la nueva especie de escla-
vitud» instaurada por la industria con la «sed de enriquecerse en el menor tiempo
posible por todos los medios y con los mínimos gastos» (Marx escribiría su Manifiesto
al año siguiente, 1848).
¿Qué hace Don Bosco después de haber llevado a cabo sus exploraciones por Turín?
Se polariza sobre «lo inmediato», sobre la pronta intervención. El y sus primeros
Salesianos darán a los jóvenes catecismo, pan, instrucción profesional y oficio
protegido por un buen contrato de trabajo. Actúan «inmediatamente» porque los
jóvenes pobres no pueden permitirse el lujo de esperar las reformas, los planes
orgánicos, las revoluciones del sistema. Y esperan que otros católicos, en competencia
con los socialistas y los anarquistas, preparen los planes para atacar y transformar el
Estado liberal, que hipócritamente «se abstiene» en los conflictos del trabajo, es
decir, deja que los poderosos se hagan prepotentes y que los débiles sean oprimidos.
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Puestos de trabajo, visitas a lo largo de la semana
Pero la suya no es una caridad ciega; no se trata de reponer las fuerzas de un joven
para enviarlo a un taller donde le exploten. La intervención inmediatamente sucesiva
en favor de los jóvenes trata de buscar trabajo para el que no lo tiene, consiguiendo
mejores condiciones para el que fue tratado mal, visitando a los jóvenes en sus
lugares de trabajo a lo largo de la semana para controlar las condiciones higiénicas y
morales, tomando a su cargo el problema de los excarcelados. «Iba a visitarles en
medio de su trabajo en los talleres, en las fábricas —escribe Don Bosco—. Esto
producía inmenso gozo a mis muchachos que veían un amigo que se preocupaba por
ellos; también halagaba a sus patronos que tomaban de buen grado a su cargo a
jóvenes asistidos durante la semana y en los días festivos.» Los excarcelados
procuraba «colocarlos uno a uno» para que trabajaran junto a algún honesto patrón y
los iba a «visitar a lo largo de la semana». El joven que tiene un patrón perverso o que
se encuentra de improviso desocupado, sabe que Don Bosco está siempre dispuesto a
poner en movimiento a sus amigos, a trabajar para encontrar un puesto y un honrado
patrón.
88
por tener la primera clase.
Un año después, en diciembre de 1845, Don Bosco ha alquilado tres habitaciones en la
casa del señor Moretta. En aquellas habitaciones, con la ayuda del teólogo Carpano,
comienza un curso regular de clases nocturnas que, al parecer, fue el primer curso
regular de escuelas nocturnas que se dio en Turín. (Hubo una larga y cortés polémica
con los Hermanos de las Escuelas Cristianas para disputarse esta primacía.) Aquel
curso nocturno alarma al Arzobispo, y Don Bosco le dice: «No es el caso de averiguar
de dónde proviene la nueva iniciativa (es decir, si proviene o no de inspiraciones
liberales). Era necesario estudiar su naturaleza y, si era buena, darle dirección
cristiana, impidiendo que fuese deteriorada por el espíritu antirreligioso.»
Día 12 de abril de 1846. Don Bosco planta definitivamente su Oratorio en Valdocco. En
las cinco páginas de sus Memorias, en las que describe el Oratorio tipo, recuerda que
después de la Misa, a la predicación seguía la escuela, que duraba hasta el mediodía.
También, avanzada la tarde, continuaba la escuela para quien la quería.
Noviembre de 1846. Don Bosco, al salir de una grave enfermedad que lo condujo al
borde de la muerte, reemprendió la vida del Oratorio de Valdocco, arrendando al
señor Pinardi unas habitaciones contiguas al cobertizo.
La primera preocupación de Don Bosco fue la de volver a empezar y ensanchar las
escuelas nocturnas. «He tomado en alquiler otra habitación. Dábamos clase en la
cocina, en mi habitación, en la sacristía, en el coro, en la iglesia. Entre los alumnos
estaba también la flor y nata de los pilluelos que estropeaban o lo embarullaban todo.
Algunos meses después conseguí arrendar otras dos habitaciones.»
Testimonios de la época recuerdan: «Era un espectáculo ver por la noche las
habitaciones iluminadas, llenas de chicos y jóvenes. En pie, delante de los murales, con
el libro en la mano, en los bancos, atentos a escribir, sentados por tierra
garrapateando sobre los cuadernos las letras grandes.»
Después del año 1820 surgen en el Piamonte, entre los labradores, algunas
«sociedades de socorro mutuo», cuya finalidad es ayudarse en las dificultades de
salud y de medios pecuniarios, y de apoyarse mutuamente contra los abusos de los
capitalistas. La primera, entre los trabajadores de la madera, data del año 1822.
«Ilustres eclesiásticos —nota Antonio Suraci— comprendieron la urgente necesidad
de aplicar este principio de solidaridad y se hicieron sus pregoneros y sostenedores.»
Entre ellos el Obispo de Biella en el año 1839, el de Savona en el 1840 y el de Asti en
el 1843. En sus cartas a los párrocos se leen frases como ésta: «El párroco debe ser
el gozne sobre el que se mueve la esfera del bien, y el motor de toda empresa
honesta» (A. SURACI, El trabajo en la praxis educativa de Don Bosco.)
Don Bosco, en el año 1850, inicia entre los jóvenes de su Oratorio una «sociedad de
socorros mutuos» de estructura sencillísima: una caja común, pequeñas cuotas
individuales, donativos libres de bienhechores, a fin de proveer subsidios cotidianos al
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pequeño obrero desocupado o enfermo. Sabemos que durante algunos años estuvo
floreciente esta sociedad, que creció en número. Después los documentos escasean.
Sabemos, con todo, que en Génova, la primera «sociedad de socorros mutuos» entre
obreros la fundó cuatro años después (1854) José Canale, genovés, alumno de Don
Bosco en Valdocco (A. SURACI, op. cit.).
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notablemente: el factor económico continuó prevaleciendo sobre cualquier otra
consideración higiénica o moral, de salubridad, educación o humanidad. El año 1844, en
las provincias piamontesas de tierra firme se contaban 7.184 chicos empleados en las
fábricas de seda, lana y algodón que tenían menos de diez años.»
En 1876, en la península, en la sola industria textil, de 290.300 obreros, 88.315 eran
niños ( ¡casi un tercio!). Trabajaban de doce a catorce diarias, y su paga normal era de
53 céntimos al día (cerca de 2.000 liras del año 1980). Solamente en el año 1886 (dos
años antes de la muerte de Don Bosco) una ley prohibió el empleo de los menores de
nueve años en las fábricas, los menores de diez en las minas y los menores de doce en
trabajos nocturnos. Sólo hacia 1900 limitó la ley la jornada a los menores de quince
años a once horas diarias. Pero Sh. B. Clough se apresura a decir que, durante mucho
tiempo, a pesar de estas leyes, «no se consiguió ninguna mejora en lo que hoy nos
parece una situación intolerable» (Historia de-la economía italiana, Capelli).
Quizá comprendamos mejor ahora lo que significaban los «contratos para
aprendices», inventados por la Obra de la mendicidad instruida que los exigía en Turín
para aquellos poquísimos asilados suyos «escogidos entre los mejores, a los que se les
hacía aprender un oficio» (A. SURACI, op. cit.), y que Don Bosco exigía para sus
muchachos antes de dejarles entrar en un taller. Comprendemos lo que quería decir en
aquellos tiempos el exigir la garantía de los derechos fundamentales de los jóvenes:
salud física, descanso en los días festivos, previsiones sociales en caso de
enfermedad, salario justo, obligaciones sociales y morales. Y comprendemos
especialmente cuán meritorio fue el paso sucesivo llevado a cabo por Don Bosco: la
fundación de los talleres internos con ventaja no sólo para los aprendices, sino
también para los jóvenes obreros, explotados en los establecimientos de la época.
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no «Salesianos de serie B», sino de igual dignidad y derechos que los sacerdotes y
clérigos, pero especializados para las escuelas profesionales.
A la muerte de Don Bosco, las escuelas profesionales salesianas son ya catorce,
distribuidas por Italia, Francia, España y Argentina (en 1953 estas escuelas de sus
Salesianos llegarán a ciento ochenta y cinco).
Las intuiciones primeras y la larga experiencia, acumulada a lo largo de los años, con la
acción social de las escuelas profesionales, Don Bosco las recoge en el «Reglamento»
del año 1886. Es el punto álgido en el que se acumulan las intenciones caritativas y
sociales de Don Bosco. En él afirma explícitamente que el joven debe ser ayudado en
sus escuelas para llegar a ser: cristiano, cualificado, culto, consciente de su dignidad y
de sus derechos.
Citemos brevemente los fines y las normas establecidas.
Algunos de los fines:
«Educar a los jóvenes artesanos de modo que, al salir de nuestras casas:
1. Lleven aprendido un oficio con el que ganarse honradamente el pan.
2. Estén bien instruidos en religión.
3. Tengan los conocimientos científicos oportunos para su estado.»
Algunas de las normas:
«1. Tengan cada día, al acabar el trabajo, una hora de clase o algo más para quien
tuviere necesidad...
2. Redáctese un programa escolástico que sirva de norma en todas nuestras casas.
3. Al final del año, ríndase un examen para hacer constar el aprovechamiento.
4. Al final, entrégueseles un certificado, anotando distintamente su aprovechamiento
en el arte u oficio, en la instrucción y buena conducta.»
En aquel año 1886, para «adecuar» las escuelas profesionales salesianas al ritmo
industrial, alguien propuso introducir entre los jóvenes trabajadores el destajo. Don
Bosco lo rechazó. Para él el trabajo no era una diversión, pero tampoco debía
convertirse en un juego humillante.
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defenderse y reivindicar mejores condiciones, y falta la propuesta, por parte suya al
Gobierno, de una legislación para la defensa de los jóvenes trabajadores, después de
hacer constar que no bastan las iniciativas de la buena voluntad de cada uno.
Me he preguntado por qué Don Bosco no se ha movido también en este terreno, y he
aquí lo que puedo responder:
Ante todo Don Bosco comprendió que lo que estaba haciendo ( ¡y era mucho! ) no era
«todo» lo que necesitaba la juventud trabajadora. Tuvo muy claro el sentido de sus
límites y de su obra. Lo podemos advertir también en estas tres afirmaciones suyas: «
¿Qué significa en el mundo nuestro Oratorio de Valdocco? Un átomo, y sin embargo,
nos da tanto que hacer» (1875) «Ciertamente que en el mundo tienen que existir los
que se interesan por la política para dar consejos, para señalar peligros y para otras
cosas; pero esta misión no es para nosotros, pobrecitos» (MB XVI, 291). «En la
Iglesia no faltan los que saben tratar idóneamente estas arduas y peligrosas
cuestiones, y en un ejército hay unos que están destinados a combatir y otros
destinados a la intendencia y a otros oficios igualmente necesarios para cooperar a la
victoria» (MB III, 487). Por estas afirmaciones puede advertirse que, junto al
conocimiento de las propias limitaciones, Don Bosco tiene conciencia de no estar solo
en la Iglesia, la cual suple con su acción total a sus deficiencias, y realiza también lo
que él no alcanza a realizar. No se siente aislado, se siente parte de la Iglesia.
Hecha esta consideración, debo decir que en los libros publicados he encontrado ya
una respuesta a la pregunta que me hice («¿por qué Don Bosco no se movió también en
el terreno de las asociaciones obreras y de la legislación social?»). Pero es una
respuesta que no me satisface. Antonio Suraci, en la página 4 de su libro, escribe:
«Dos eran y son los caminos que conducen a la cristianización de la nueva vida social:
uno es la reconstrucción cristiana de los organismos de la sociedad...; el otro es 'la
formación de los individuos que componen el organismo social, de los individuos de las
clases trabajadoras.» Y concluye: «Y aquí está el trabajo de Don Bosco: si no formuló
programas sociales, se dedicó a la formación de los trabajadores jóvenes.» También
Pedro Stella comparte este parecer: «La intuición radical y vivida (por Don Bosco) es
la de la educación de la juventud que él ve como factor fundamental de la
transformación social» (Don Bosco..., II, 96). En pocas palabras, estos dos estudiosos
ven el límite de la acción social de Don Bosco, en la limitación de su misma mentalidad
que, si comprendió la importancia de la educación de los jóvenes trabajadores, no
intuyó, por el contrario, la importancia de las asociaciones obreras y de la legislación
social.
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Aunque con el máximo respeto a estos pareceres, me atrevo a enumerar algunos
motivos distintos en los cuales, según mi opinión, se encuentra la respuesta completa a
la pregunta.
94
de los Artesanitos, obra urgentísima que no se puede clausurar. Y otras obras también
urgentes tienen que ser afrontadas por las fuerzas católicas, siempre más exiguas
que las necesidades. (Yo no puedo imaginar que Don Bosco cerrase un día el Oratorio y
se marchase dos años al extranjero para ver cómo se podría hacer mejor. La urgencia
es un obstáculo para la plenitud, pero tiene sus derechos inaplazables.)
En el cúmulo de iniciativas, que es necesario llevar adelante en aquellos momentos en
la vida de la Iglesia piamontesa, Don Leonardo Murialdo conseguirá fundar la primera
«asociación obrera católica» sólo en el año 1871.
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En el año 1869 Don Leonardo Murialdo dirige al Ministerio del Interior una encuesta
sobre el trabajo de los chicos en las fábricas, llamando «bárbaro» el modo de
tratarlos, y suplica al Gobierno que elabore una ley que regule «la edad, la duración,
las formas de trabajo y las obligaciones a la instrucción y al descanso festivo». Don
Bosco sigue con interés la tentativa, la discusión que tiene lugar en el Senado (en
Florencia) del 15 al 20 de julio del año 1873. Y sufre con Don Leonardo Murialdo
cuando la tentativa queda sepultada totalmente. «La montaña ni siquiera ha dado a luz
el clásico ratón», comenta desilusionado aquellos días Don Leonardo Murialdo.
Tercero. Don Bosco intuye (lo que Don Leonardo Murialdo comprenderá dolorosamente
años después) que querer realizar contemporáneamente y por la misma persona
entrambas obras: actividad social con talleres y escuelas y actividad social con
Uniones Obreras y propuestas legislativas, corre el riesgo de hacer fracasar a ambas.
En efecto, por este tiempo se difunde una extraña y cómoda convicción: que los
trabajadores pobres son tales porque son viciosos, no ahorran y son incapaces de
educar a sus hijos. Al sacerdote que intenta poner el dedo sobre la llaga del excesivo
aprovechamiento de los patronos, de los salarios de miseria, de las condiciones
inhumanas de los ambientes y de los horarios de trabajo, lo tachan de sacerdote
socialista, o por lo menos de fuertemente sospechoso de tendencias de izquierda, no
sólo los anticlericales, sino también muchos acaudalados católicos. Incluso el Papa
León XIII levantará un escándalo con su encíclica Rerum Novarum en el año 1891 y le
llamarán con hostilidad «Papa socialista». Y Don Leonardo Murialdo tendrá que
afirmar valientemente en un aristocrático ambiente turinés: «No se trata de
socialismo, sino de justicia y de caridad cristiana» (CASTELLANI, op. cit., II, 664).
Para explicar concretamente el riesgo del que hablé más arriba, cito algunos hechos y
afirmaciones de Don Leonardo Murialdo, muy esclarecedores. Los once firmantes del
protocolo de constitución de la primera Unión Obrera Católica, el año 1871, fueron
tomados como puntos de mira por los compañeros de trabajo y por los patronos. Los
que trabajaban en talleres dependientes del Estado fueron despedidos sin compasión.
La prensa laica liberal y masónica fue despiadada con las Uniones Obreras Católicas.
Las llamó «agravio de la Patria, de la civilización y del progreso» (Opinión, Florencia);
«madrigueras de los enemigos de la Patria» (Capital, Roma); «células papistas, peores
que las de la Internacional, pastizales del óbolo de San Pedro» (Gaceta del Pueblo,
Turín). Don Leo-nardo Murialdo fue tratado con crueldad. Vio cómo se acusaba a
todas sus actividades. La obra de los Artesanitos, de la que era director, fue cercada
con un muro de hostilidad, definida como «foco de santurrones y de reaccionarios».
La consecuencia más grave, que el joven Murialdo no había previsto, pero que Don
Bosco, más veterano, temía siempre, fue el enrarecimiento de la beneficencia
ciudadana hacia las obras piadosas, que hizo pasar días de estrechez a los niños
asilados. En el interior de su misma obra Don Leonardo Murialdo tuvo que afrontar una
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sorda oposición por parte de sus colaboradores, religiosos y sacerdotes, que «le
reprochaban de comprometer la beneficencia porque la obra provenía de personas de
las tendencias políticas y de las categorías sociales más diversas, y de exponer al
Colegio de los Artesanitos al peligro de molestias y al riesgo de represalias y de
oposición por parte de las autoridades» (CASTELLANI, op. cit., II, 135).
Una de las instituciones ligadas a los Artesanitos, el Reformatorio de Boscomarengo,
que albergaba cuatrocientos niños, fue clausurado por el Gobierno en el año 1883,
precisamente por hostilidad contra Don Leonardo Murialdo. «Su actividad social,
aunque la realizaba dentro de la legalidad más absoluta», aparecía comprometida por
su posición de guía de las asociaciones obreras católicas.
«Se manifestaba ahora con clara evidencia —hace notar Castellani— lo peligroso que
resulta unir actividades oficiales con el movimiento católico organizado, y las
responsabilidades del Superior General de una Congregación religiosa y Rector del
Colegio de los Artesanitos... Don Leonardo Murialdo consideraba con cierto temor que
pudiera ser precisamente él, con su actividad de carácter militante, causa de daño y
de graves riesgos para sus obras, sus colaboradores y sus jóvenes» (op. cit., II, 652
s.).
Fue entonces cuando, «aconsejado por autorizadas amistades, y por el mismo Cardenal
Alimonda, se mantuvo más reservado en sus manifestaciones de carácter público y
oficial, y ordenó a los periódicos de inspiración católica que, en aquellas
circunstancias, no se pusiese de relieve su nombre».
El biógrafo se apresura a precisar: «No era ciertamente debilidad de ánimo, sino
razón de cautela y de prudencia para no exponer a represalias sus instituciones y por
las graves responsabilidades que pesaban sobre sus espaldas» (II, 655). palabras que
transcribo a la par para explicar la actitud normal de Don Bosco.
En el año 1895, cuando ya habían pasado siete años de la muerte de Don Bosco, el
santo Leonardo Murialdo pronuncia una frase amarga, pero realista, que me parece
define eficazmente la línea de Don Bosco, respondiendo de lleno a la pregunta que nos
hicimos al principio: «Queriendo abarcar mucho, se corre el peligro de fracasar en
todo. Yo me veo constantemente obligado, al ver un bien posible, a pasar a su lado sin
deternerme para no sacrificar otros.»
Para no sacrificar su obra eficacísima en las escuelas profesionales, en la ayuda
urgente a los jóvenes pobres, Don Bosco desde el comienzo intuyó que debía
«sacrificar otros bienes posibles». Si hubiese querido abarcar demasiado, hubiera co-
rrido el riesgo de acabar mal en todo. La opción (para Don Bosco, para Don Leonardo
Murialdo y para muchos hombres de Iglesia, en aquellos tiempos) fue dramática: de
cualquier forma que se actuase, no se hacía «todo» lo que se podía hacer. Trabajando
en las escuelas profesionales, pero no al frente de las asociaciones obreras y de la
legislación social, se formaba a los jóvenes para que conocieran sus derechos de
trabajadores, pero se corría el riesgo de que fuesen en parte «instrumentalizados»
por el sistema, es decir, de preparar trabajadores obedientes y dóciles que no
causarían trastornos a los poderosos. Luchando por las asociaciones y las leyes
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sociales (como intentó Don Leonardo Murialdo) se solicitaba el cambio del «sistema»,
pero se corría el peligro concreto de enrarecer las fuentes de la beneficencia pública,
de tener que cerrar los hospicios y las escuelas, y de abandonar a su propio destino a
los muchachos pobres.
Don Bosco enfiló el primer camino. La experiencia dramática de Don Leonardo
Murialdo confirmó que había acertado. En los límites de su obra, que advirtió de
forma dolorosa, se sintió, sin embargo, garantizado por la acción total de la Iglesia
que, gracias a Dios, no se reducía a las obras salesianas.
Hasta el final de su vida, Don Bosco fue resolutivo y durísimo en su predicación a los
ricos, recordándoles sus precisos deberes en relación con los pobres. Pero en sus
argumentos se atiene siempre estrictamente a los términos del Evangelio,
consiguiendo no dar a nadie pretexto para que le considerasen un «sacerdote
socialista» o «una cabeza ardiente», consiguiendo de este modo tener siempre
abiertas las fuentes de la beneficencia pública de las que tenían absoluta necesidad
sus jóvenes para salir de sus escuelas «honestos ciudadanos y buenos cristianos».
He expuesto solamente mis convicciones, convicciones que he madurado en la lectura y
en la reflexión sobre los documentos. Respeto, por ello, todo parecer distinto al mío;
como pienso también que aún queda por hacer un estudio extenso y profundo sobre
«la obra social de Don Bosco».
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SEGUNDA CHARLA
He hablado durante estos días de Don Bosco. Pero he hablado filtrando lo que decía a
través de mi sensibilidad. Es un riesgo que todos corremos. Cuando cada uno de nos-
otros habla de Jesucristo, lo filtra a través de su cultura, de su sensibilidad, de sus
problemas. Lo mismo cuando se habla de Don Bosco. Para evitar este riesgo dentro de
lo posible, en esta última charla no os voy a decir palabras mías, sino palabras suyas.
Las palabras más pensadas y más dolorosas de su vida: su testamento, que nos
presenta su pensamiento en los años más cargados de experiencia y también de apren-
sión, el pensamiento de los últimos años de su vida.
A mi parecer, Don Bosco escribió en realidad tres testamentos.
Cuando Don Miguel Rúa partió en el otoño de 1863 para ir a fundar la primera casa
salesiana fuera de Valdocco, el Seminario Menor de Mirabello Monferrato ( ¡tenía Don
Miguel Rúa veintiséis arios! ), Don Bosco le entregó unas páginas de preciosos
consejos. Pedro Stella dice de aquellas paginitas: «Tienen un valor casi de código y de
testamento. Don Bosco refleja todo el arco de sus principales preocupaciones de
padre, de educador, de sacerdote que mira a la salvación de las almas.» También Don
Bosco se dio cuenta de que había conseguido trazar en ellas una síntesis de su
«sistema educativo», e inmediatamente las transcribió (con variantes y
profundizaciones) para todos los Directores Salesianos (MB VII, 524-526, y las
modificó para los Directores, MB X, 1.040-1.046).
Cuando Don Juan Cagliero y los primeros Salesianos, en noviembre de 1875 (doce años
después), partieron para las misiones de América, Don Bosco entregó a cada uno de
los que partieron un folleto con «veinte recuerdos especiales». Los había anotado por
la mañana en una agenda durante el viaje en tren. A estos Salesianos que marchaban
lejos, para iniciar una etapa importantísima de la Congregación, a algunos de los cuales
ya no volvería a ver jamás en este mundo, Don Bosco les confió en aquellos recuerdos
sus preocupaciones fundamentales: el celo por los pequeños y los pobres, la templanza,
el desinterés, la prudencia, la caridad, la cortesía con todos. Aún en la división
didáctica de los «recuerdos», se encuentra una paternidad atribulada que los envuelve
y los convierte en una de las piezas más significativas de Don Bosco. Los tenemos en
el apéndice de las Reglas.
Estos dos primeros «testamentos» para los que debían alejarse de él, son verdaderas
lecciones de su corazón que debemos releer frecuentemente para sentirle a él y para
evaluarnos nosotros.
Pero existe un tercer testamento, más íntimo y efusivo. Ya no son los otros los que
parten de Don Bosco: es Don Bosco el que está próximo a partir de este mundo. Es en
enero-febrero de 1884. «A partir del año 1884 —escribe el observador Morand
Wirth— Don Bosco ya no era más que la sombra de sí mismo.» Acabado, y sin embargo,
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lucidísimo, nuestro Padre comprende que está próximo a dejar su Oratorio y su
Congregación, sus jóvenes y sus Salesianos. Y entonces escribe su testamento.
En una pequeña agenda de 308 páginas, de recortes de papel encolados en el taller de
encuadernación, escribe máximas y recomendaciones a lo largo de un centenar de
páginas. Lo repasa muchas veces: en septiembre del mismo 1884, después en 1886 y
1887, y hace correcciones y añadiduras. El 24 de diciembre de 1887, treinta y ocho
días antes de su muerte, entrega la agenda al Secretario Don Carlos Viglietti.
Cuando, en septiembre de 1980, he tenido que dar unas setenta charlas sobre Don
Bosco a los treinta profesos perpetuos Salesianos de Italia en aquel año, he
encargado a un grupo el estudio de este documento. Era un grupo muy comprometido,
tal vez incluso contestatario. Con cierta desenvoltura les asigné el «trabajo a
desarrollar» con estas precisas palabras: «Intentad una valoración del testamento
espiritual de Don Bosco a los Salesianos, a los cien años de su formulación: ideas de
fondo, actualidad, partes caducadas-fidelidad-infidelidad de la Congregación,
integración para una fidelidad a Don Bosco en la Iglesia de hoy.»
El resultado de la encuesta me sorprendió. Fueron al archivo, vieron y consultaron el
original, y en la relación que hicieron en público, dijeron más o menos: «No nos
sentimos con fuerzas para valorar y criticar aquellas páginas. Son las últimas palabras,
no de un superior, sino de un padre que suplica, que recomienda, que ruega a los suyos.
Esas páginas hay que leerlas y dejar que calen en nosotros como un mensaje que va
más allá del tiempo. Cualquier examen crítico nos parecería un sacrilegio.» Expusieron,
en cambio, una síntesis sencilla pero eficaz del testamento, con una participación que
se apreciaba a simple vista.
Yo trato de hacer lo mismo. Después de haber reflexionado sobre aquel centenar de
paginitas, contenidas en las MB XVII, 256 ss., y condensadas en veinticuatro páginas
en los Escritos Espirituales, editados por Don José Aubry (II, 270-293), os expongo
aquellos quince breves fragmentos que creo constituyen la médula, la esencia y la
totalidad de la «carta» que Don Bosco dirige a todos los Salesianos. Dejemos que
resuene Don Bosco dentro de nuestro corazón. Dejémonos confortar, estimular,
suplicar por su palabra.
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tanto daño ocasionan. A veces, el deseo de una fácil popularidad puede llevar a alguien
a manifestar su opinión contraria: esto perjudica muchísimo a la familia, crea partidos
y divisiones dentro de la Comunidad.
«2. Téngase como principio, que no debe modificarse nunca, no conservar ninguna
propiedad de cosas estables, con excepción de las casas y de las dependencias que son
necesarias para la salud de los hermanos o de los alumnos. La conservación de cosas
estables, productivas, es una injuria a la Divina Providencia que de modo maravilloso, y
aún diría prodigioso, viene constantemente en nuestra ayuda.
Al acometer construcciones o reparaciones de casas hay que ser rigurosos para
impedir el lujo, la magnificencia, la elegancia. Desde el momento en que comience a
aparecer la comodidad en la persona, en las habitaciones o en las casas, comienza al
mismo tiempo la decadencia de nuestra Congregación.»
Es la primera recomendación de pobreza. Volverá sobre ello hablando a los Salesianos.
Es también la primera recomendación de confianza en la Providencia. Y quizá conviene
notar que, prohibiendo a los Salesianos la conservación de bienes rentables, Don
Bosco va en contra de la costumbre que hasta entonces habían tenido la mayoría de
las demás órdenes religiosas que se preocupaban, como, en primer lugar, de las
«rentas fijas» con las que poder mantenerse dignamente: rentas que provenían de
donaciones de autoridades públicas o de personas privadas. Es también la primera
aparición del tema dominante en el testamento: preocupación por la prosperidad
futura de la Congregación y cuadro de condiciones para favorecer esta prosperidad.
1. La devoción a la Virgen
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2. Las vocaciones
Don Bosco, en las repeticiones ampliadas del sueño de los nueve años, ha visto que los
pastores surgían del rebaño que la Virgen le había confiado. Un rebaño que poco antes
era un conjunto de muchachos pobres, que se daban de puñetazos, alborotaban y
hasta blasfemaban. En el tumultuoso año 1848 había madurado esta convicción: «En
estos tiempos Dios hizo conocer de manera muy clara un nuevo género de milicia que
él se quería escoger: pero no entre las familias acomodadas. Aquellos que manejaban
la azada o el martillo (= labradores, obreros) debían ser elegidos para formar en las
filas que iban a encuadrarse en el estado eclesiástico» (MB V, 393). Ahora, al término
de su vida, recoge el cúmulo de sus experiencias en estas palabras que me parecen de
gran importancia:
«Dios llamó a la pobre Congregación Salesiana a promover las vocaciones eclesiásticas
entre la juventud pobre o de humilde condición.
Las familias acomodadas están por lo general muy inficionadas del espíritu del mundo,
del que desgraciadamente quedan imbuidos también sus hijos, a quienes hacen perder
de este modo la vocación que Dios ha puesto en sus corazones. Si se cultiva este
espíritu... se sofoca o se debilita y se pierde no sólo el germen de vocación, sino
también la vocación ya nacida y comenzada con tan buenos auspicios.»
La frase de Don Bosco es algo confusa, se ve que a un cierto punto ha perdido el hilo.
He quitado algunas palabras sin las cuales parece que la frase adquiere toda su
fuerza.
Las palabras están dirigidas a todos los Salesianos, pero en cierto momento se
concentran sobre el Director.
«Recordemos que nosotros regalamos un gran tesoro a la Iglesia cuando le
procuramos una buena vocación; que esta vocación o este sacerdote vaya a la Diócesis,
a las Misiones o a una casa religiosa, no importa. Es siempre un gran tesoro que se
regala a la Iglesia de Jesucristo.»
¡Don Bosco no es celoso! ¡Tiene el sentido de Iglesia y no de gueto!
«No se aconseje a un jovencito cualquiera (que entre en los Salesianos o que siga la
vocación eclesiástica) si no está seguro de conservar la virtud angélica en el grado que
establece la sana Teología. Transíjase sobre la mediocridad del ingenio, pero jamás
sobre la carencia de la virtud de la que estamos hablando.»
Hoy nos encontramos ante un dilema dramático: o ayudamos a los jóvenes
concretamente a conservar la pureza —periódicos, libros, compañeros, espectáculos,
conferencias— o tendremos que decir que no también a los pocos que aceptarían la
llamada de Dios.
«No dejéis nunca de recibir por falta de medios a un joven que dé fundada esperanza
de vocación. Gastad todo lo que tenéis, si hace falta pedid limosna, y si después de
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esto os encontráis necesitados, no os preocupéis que la Virgen de cualquier modo,
incluso prodigiosamente, vendrá a ayudaros.
El trabajo, la buena y austera conducta de nuestros hermanos conquistan y, por así
decirlo, arrastran a sus alumnos a seguir su ejemplo. Háganse sacrificios pecuniarios y
personales, pero practíquese el sistema preventivo y tendremos abundantes
vocaciones.
Si no pueden suprimirse, procúrese al menos disminuir los días de vacaciones cuanto
sea posible.
La paciencia, la dulzura, las cristianas relaciones de los Maestros con los discípulos
conquistarán muchas vocaciones entre ellos.
Cuando el Director de cualquiera de nuestras casas descubre a un alumno de
costumbres sencillas, de buen carácter, procure hacérselo amigo. Diríjale con
frecuencia alguna palabra, escúchele de buen grado, encomiéndese a sus oraciones,
asegúrele que reza por él en la Santa Misa, invítelo a recibir la Sagrada Comunión.
Hacia finales del bachillerato persuádale a que escoja aquella vocación, aquel lugar que
él juzgue más ventajoso para su alma y que más le consolará a la hora de la muerte.
Por aspirantes entendemos aquí aquellos jovencitos que desean adquirir un tenor de
vida cristiana que los haga dignos a su debido tiempo de abrazar la Congregación
Salesiana. Úsese con ellos una diligencia especial. Pero sean solamente comprendidos
en este número los que tienen intención de hacerse Salesianos o que al menos no se
opongan cuando sea ésa la voluntad de Dios.
Déseles una conferencia especial al menos dos veces al mes. En tales conferencias
trátese de cuánto debe practicar o huir un joven para llegar a ser un buen cristiano.
No se hable de nuestras reglas en particular ni de los votos, ni de abandonar la casa y
los parientes; son cosas que irán entrando en el corazón sin que se haga de ellas tema
de reflexión. Téngase bien fijo este principio: hay que darse a Dios más pronto o más
tarde; y Dios llama bienaventurado a quien comienza a consagrarse al Señor en su
juventud. El mundo con todas sus lisonjas, parientes, amigos, casa, más pronto y más
tarde, o por amor o por fuerza, hay que abandonarlo y dejarlo para siempre.»
Recomendaciones a la comunidad
1. A los Directores
«El Director debe ser modelo de paciencia, de caridad con los hermanos que de él
dependen, y por consiguiente:
— Asistirles, ayudarles, instruirles sobre el modo de cumplir los propios deberes,
pero nunca con palabras ásperas u ofensivas.
— Hágales ver que tiene gran confianza con ellos; trate con benevolencia los
asuntos que les atañen. No reproche nunca ni dé severos avisos en presencia de otros.
Esto hágalo siempre, in camera caritatis, es decir, amablemente y en privado.
— No se hagan jamás alusiones personales en las conferencias. Los avisos, los
reproches, las alusiones, hechas públicamente, ofenden y no consiguen la enmienda.
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— No olvide nunca, por cuanto sea posible, la cuenta de conciencia mensual; y en
esta ocasión todo Director conviértase en amigo, en hermano, en padre de sus
subordinados. Dé a todos tiempo y libertad para hacer sus observaciones, expresar
sus necesidades y sus intenciones. El después, por su cuenta, abra a todos su corazón
sin manifestar jamás rencor alguno; ni recuerde tampoco las faltas pasadas a no ser
para dar avisos paternales o recordar con caridad sus deberes a quien fuese
negligente.
— El Director de una casa trate a menudo y con mucha familiaridad con los
hermanos, insistiendo sobre la necesidad de la uniforme observancia de las
Constituciones y, por cuanto sea posible, recuerde también las palabras textuales de
las mismas.
— Olvide fácilmente los disgustos y las ofensas personales y con benevolencia y
con atención trate de vencer, o mejor dicho, de corregir a los negligentes, a los
recelosos y a los sospechosos.»
Don Bosco es muy práctico y muy realista. Cuando dice que con ocasión de la cuenta de
conciencia, el Director «sea amigo y padre». Sabe muy bien que el Director debería
ser siempre amigo y padre, pero que, en la vida de cada día, es fácil olvidarlo; que
procure serlo, ¡al menos en la cuenta de conciencia! Cuando sugiere al Director que
recuerde a los hermanos «la uniforme observancia de las Constituciones» está
evidentemente preocupado porque el Director recuerde ante todo esta uniformidad
en la observancia para que ningún hermano tenga la impresión de que cambiando de
casa se cambian las Constituciones o la Congregación, como observaba amargamente
un Salesiano en un Capítulo Inspectorial. La última frase es conmovedora. Sustituye la
palabra «vencer» por la palabra «corregir». Porque el Director no deba jamás
«vencer» al hermano. No existe ninguna victoria más amarga que la de haber
mortificado a un hermano o a un muchacho.
2. A los hermanos
«Todos los hermanos Salesianos que viven en una misma casa deben formar un solo
corazón y una sola alma con su Director.
— Recordemos siempre que la mayor peste de la que hay que huir es la murmuración.
Háganse todos los sacrificios posibles, pero no seamos nunca tolerantes con las
críticas contra los Superiores.
— Nunca censuréis las órdenes dadas en familia, ni desaprobéis las cosas oídas en
las predicaciones...
— Cada uno sufra para la mayor gloria de Dios y en penitencia de sus pecados,
pero por el bien de su alma huya de las críticas en asuntos de administración, en el
vestido, en el alimento, en la habitación, etc. (No quiere decir que «no se discuta»,
sino que se «discuta en los despachos y en los lugares apropiados con las personas que
pueden intervenir», evitando transformar nuestra jornada en una catarata de
lamentos y de irritaciones que deprimen y destruyen la familia.)
— Recordad, hijos míos, que la unión entre el Director y los súbditos y el acuerdo
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entre éstos hace de nuestras casas un verdadero paraíso terrestre (en otro lugar
dice: «Transforma nuestras casas en fuente de vocaciones»).
— No os recomiendo penitencias o mortificaciones especiales, alcanzaréis
grandes méritos y seréis la gloria de la Congregación si sabéis soportar mutuamente
las penas y las amarguras de la vida con cristiana resignación.
— Dad buenos consejos siempre que se os presente alguna ocasión, especialmente
cuando se trata de consolar a un afligido o de ayudarle a superar alguna dificultad, o
de hacer algún servicio, tanto en tiempo de salud como de enfermedad.
— Si llega a vuestro conocimiento que en la casa ha ocurrido algo reprensible,
especialmente si fuesen cosas que pudieran interpretarse contrarias a la ley de Dios,
comuníquesele respetuosamente al Superior. Él sabrá usar la debida prudencia a fin
de promover el bien e impedir el mal.»
Con una larga tradición, confirmada con estas últimas palabras, Don Bosco ha sabido
hacer del Director el «gran confidente» de sus casas. Contar las cosas al Director no
es cuestión de espionaje, sino uso recomendado y sancionado. El Director, por su
parte, como «gran confidente» de todos, está obligado a usar la «debida prudencia»,
es decir, a utilizar las confidencias sólo para procurar el bien y evitar el mal, salvando
siempre la honorabilidad del confidente, callando en todo caso su nombre y dejando en
olvido aquellas confidencias que prudentemente considerase fruto del escrúpulo o de
la irritación o del orgullo herido o de la animadversión.
El argumento principal de estas ocho recomendaciones a los hermanos es la
murmuración. Un argumento que causó estupor a algunos de los hermanos jóvenes que
se preparaban a la profesión perpetua. Al decirle que la definiera, la confundió con la
calumnia, con la falsedad. Cuando le hice observar que «murmuración» no quería
«decir cosas falsas de algún Superior», sino «criticar las disposiciones del Superior»,
quedó bastante confuso. Al algunos la «crítica» les parecía algo bastante normal.
Todos convinieron en que la crítica a los Superiores y a los hermanos era uno de los
temas más frecuentes de conversación.
Y convinieron también en que esto deprime, hace más difícil el trabajo y produce
desasosiego. Pero no sabían cómo se podría evitar. Les hizo pensar la propuesta de
hablar sólo con los interesados de las deficiencias inevitables (o evitables) y de
buscar positivamente otros temas de conversación para evitar el desaliento y la
desconfianza.
Respecto a la murmuración, conviene leer algunas líneas de Don Alberto Caviglia. En la
quinta conferencia sobre el espíritu salesiano, que dio a los teólogos de Chieri en el
año 1938, cuenta este episodio personal:
«El 3 de octubre de año 1886, Don Bosco, enfermo y extenuado por la enfermedad,
quiso ir a San Benigno para la profesión, y quiso dar él mismo los recuerdos. Yo estaba
a su lado porque le servía de acólito, y recuerdo, todavía hoy, aquella hora angustiosa
y terrible. Don Bosco se dispara, cobra ánimos, es casi la maldición de aquel pobre
enfermo que se levanta con pena, con su esfuerzo de voluntad, que alarga su persona y
con mano temblorosa arremete contra el espíritu de crítica que arruina a la
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Congregación. No ha podido continuar porque el llanto le ha truncado la palabra...
Jamás pude creer que el santo, el dulcísimo Don Bosco, tuviese fuerza para un
arranque semejante.»
Inmediatamente después Caviglia precisa: «Cuando dice murmuración, Don Bosco no
entiende las pequeñas lamentaciones o detracciones, sino la crítica a las disposiciones
de los Superiores, el desprecio a la autoridad, el criticar continuamente lo que hacen
los Superiores. Esta es la murmuración en la que ve Don Bosco un desastre para la
vida de la Congregación.»
1. En las dificultades
«Las explicaciones personales de vuestras buenas intenciones disminuyen mucho y con
frecuencia hacen desaparecer las siniestras ideas que pueden forjarse en la mente de
algunos. Este modo de obrar es muy conciliador y con frecuencia hace benévolos a los
mismos adversarios.
Sigan la misma regla los Directores de las casas con sus inferiores. Hablaos,
respetaos y fácilmente os entendenderéis sin llegar a romper la caridad cristiana
contra los intereses de nuestra misma Congregación.
Si queréis conseguir mucho de vuestros alumnos, no os mostréis jamás ofendidos
contra ninguno. Tolerad sus defectos, corregidles, pero olvidad. Mostraos siempre
amigos suyos y hacedles conocer que todos vuestros esfuerzos se encaminan a hacer
el bien a sus almas.»
Recuerdo con admiración al Director de una casa no muy grande que me decía que
había encontrado el secreto de la armonía acercándose cada día a alguno de sus
hermanos para hablar, aunque fuese brevemente, con él. Hablar, explicarse: es el
método sugerido por Don Bosco. Si después cada hermano logra, a su vez, decir cada
día una palabra a cada uno de sus alumnos, creo que se formaría una cadena que
garantizará la armonía en la casa.
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Ay de nosotros si aquellos de los que esperamos caridad pueden decir que llevamos
una vida más acomodada que la suya.»
En muchas de nuestras obras ya no se conocen las limosnas de bienhechores. ¿No será
por esto?
«Recordaos de que será siempre para vosotros un gran día aquel en que venzáis con
favores a un enemigo u os conquistéis un amigo.
Que nunca se ponga el sol sobre vuestra ira, ni recordéis las ofensas perdonadas; no
recordéis el daño, la injuria olvidada. Digamos siempre de corazón: "Perdónanos
nuestros pecados como nosotros perdonamos a nuestros deudores." Pero con un olvido
absoluto y definitivo de todo lo que en el pasado nos haya ocasionado algún agravio.
Amemos a todos con amor fraterno.
Estas cosas sean ejemplarmente observadas por aquellos que ejercen sobre los demás
alguna autoridad.»
El Director está llamado por Don Bosco para ser no sólo el Superior, sino el modelo de
pobreza y de perdón fraterno.
2. El porvenir
«Nuestra Congregación tiene por delante un alegre porvenir, preparado por la Divina
Providencia, y su gloria será duradera mientras se observen fielmente nuestras
reglas.
Cuando empiecen entre nosotros las comodidades o el bienestar, nuestra pía Sociedad
habrá cumplido su carrera.
El mundo nos recibirá siempre con satisfacción mientras nuestra solicitud se dirija a
los salvajes, a los niños y a los pobres más necesitados de la sociedad. Esta es para
nosotros la verdadera comodidad que ninguno nos envidiará, que ninguno vendrá a
arrebatarnos.
A su tiempo llegarán nuestras misiones a la China y precisamente a Pekín. Pero no se
olvide que nosotros vamos para los niños pobres y abandonados. Allá entre pueblos
desconocidos, que ignoran al verdadero Dios, se verán las maravillas increíbles hasta
ahora, pero que Dios todopoderoso revelará al mundo.
Cuando suceda que un Salesiano sucumbe y deja de vivir trabajando por las almas,
decid que nuestra Congregación ha conseguido un gran triunfo y sobre ella
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descenderán copiosas las bendiciones del Cielo.»
La carta
En el cuerpo del testamento, en un momento Don Bosco se dirige a su Vicario y le
invita a escribir, después de su muerte, esta carta suya a «todos los hermanos». La
escribió, por lo tanto, también para nosotros, pensando en cada uno de nosotros.
Escúchela, pues, cada uno como dirigida a él mismo.
«Mis queridos y amados hijos en Jesucristo:
Antes de partir para mi eternidad, debo cumplir con vosotros algunos deberes y
satisfacer así un vivo deseo de mi corazón. Ante todo, os agradezco, con el más vivo
afecto de mi corazón, la obediencia que me habéis profesado y cuanto habéis
trabajado para sostener y propagar nuestra Congregación.
Yo os dejo aquí abajo, pero sólo por un poco de tiempo. Espero que la infinita
misericordia de Dios haga que nos podamos encontrar todos un día en la feliz
eternidad. Allí os aguardo.
Os recomiendo que no lloréis mi muerte. Es una deuda que todos tenemos que pagar,
pero después nos serán ampliamente recompensados todos los sufrimientos
soportados por amor a nuestro buen Maestro Jesús.
En lugar de llorar, haced firmes y eficaces propósitos para permanecer seguros en la
vocación hasta la muerte. Vigilad y procurad que ni el amor al mundo, ni el afecto a los
parientes, ni el deseo de una vida más cómoda os induzcan al gran error de profanar
los sagrados votos y traicionar así la profesión religiosa con la que nos hemos
consagrado a Dios.
Si me habéis amado en el pasado, continuad amándome en el futuro con la exacta
observancia de nuestras Constituciones.
Vuestro primer Rector ha muerto. Pero nuestro verdadero Superior, Cristo Jesús, no
morirá. El será siempre nuestro Maestro, nuestro guía, nuestro modelo; pero
recordad que, a su tiempo, El mismo será nuestro juez y recompensará nuestra
fidelidad en su servicio.
Vuestro Rector ha muerto, pero será elegido otro que cuide de vosotros y de vuestra
eterna salvación. Oídlo, amadlo, obedecedlo, rogad por él, como lo habéis hecho por
mí.
Adiós, queridos hijos, adiós. Yo os espero en el cielo. Allí hablaremos de Dios, de
María, Madre y sostén de nuestra Congregación; allí bendeciremos eternamente a
nuestra Congregación, la observancia de cuyas Reglas contribuyó poderosa y
eficazmente a salvarnos.»
Nos da las gracias; nos recuerda que todos tenemos que morir; nos invita a amarlo con
la observancia; nos señala en Jesús el Maestro, el modelo, el juez y el premio; nos
exhorta a amar y a escuchar al Rector Mayor como si fuese él mismo, Don Bosco; nos
espera en el cielo donde está ansioso de reedificar con nosotros su familia, hablando
juntos de nuestras cosas bajo la mirada de Dios y de María.
Dejemos que resuenen muchas veces las palabras de Don Bosco en nuestro corazón.
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Será como hacer resonar la moneda de nuestra alma sobre una plancha de piedra.
Sentiremos por su sonido si es todo metal precioso o si suena a metales sin valor. ¡Que
Don Bosco nos ayude!
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