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Todos estamos llamados a ser santos, es la más alta misión a la que debemos aspirar
y se trata de la voluntad de Dios, pues Él quiere que todos nos salvemos y lleguemos al
conocimiento de la verdad (cf. 1Tim 2, 4) y que seamos perfectos como el Padre Celestial
es perfecto (cf. Mt 5, 48). En realidad, la santidad es como un motor que debe impulsar la
realización de todos nuestros esfuerzos, actividades y vivencias, haciendo que cada
momento, por ordinario que sea, adquiera sentido y plenitud; esto no es posible sin dejar
actuar al Espíritu Santo que vive en nosotros y que, como un guía, nos orienta a vivir en la
justicia, la bondad, la verdad, la belleza y, en definitiva, en el amor, pues el Señor nos
eligió «para que fuésemos santos e irreprochables ante Él por el amor» (Ef 1, 4).
Pero, ante todos los ruidos y propuestas del mundo presente, pareciera que el alto
ideal de alcanzar la santidad se ha opacado y se ha llegado a considerar como una meta
inalcanzable, un destino reservado solo para algunos o, incluso, ha desaparecido del
horizonte de muchos cristianos al pensar equivocadamente que se trata de una vida aburrida
y poco atractiva. Por eso, es preciso replantearnos personalmente si existe en nosotros el
deseo de ser santos y si existe la convicción de que hemos sido llamados por Dios para ser
santos. En efecto, nos recuerda la Constitución Dogmática Lumen Gentium, que «los fieles
todos, de cualquier condición y estado que sean, fortalecidos por tantos y tan poderosos
medios, son llamados por Dios cada uno por su camino a la perfección de la santidad por la
que el mismo Padre es perfecto» 1, de manera que ni uno solo queda excluido de este
llamado. Podríamos hacer la siguiente expresión: Todos pueden ser santos, pero no todos
quieren ser santos.
El Papa Francisco nos ha regalado una bella exhortación apostólica que se llama
«Gaudete et exultate» en la cual habla sobre el llamado a la santidad en el mundo actual,
recordándonos desde sus primeras líneas que hemos sido creados, no para llevar una vida
sin sentido o carente de un alto ideal, sino que «el Señor lo pide todo, y lo que ofrece es la
verdadera vida, la felicidad para la cual fuimos creados. Él nos quiere santos y no espera
que nos conformemos con una existencia mediocre, aguada, licuada»2.Así pues, estas
palabras usadas por el Romano Pontífice expresan la grandeza de la vida que Dios nos ha
regalado y la exigencia de no conservarla estancada, conformista y sin esfuerzo, sino al
contrario.
«No tengas miedo a la santidad», menciona el Papa Francisco, pues es dejarse amar
y liberar por Dios y apuntar a algo más alto que cualquier otra cosa, pero, ¿tenerle miedo a
una propuesta tan conveniente? Lo paradójico del asunto es que, aunque la santidad es un
proyecto de plenitud en nuestra vida, lo cual no debería causarnos sino el deseo de querer
ser santos, dejamos muchas veces opacar ese anhelo al fijarnos en las propias debilidades y
a querer alcanzar la santidad por los propios méritos de una vida en “perfección” y con
fuerzas propias sin tener en cuenta la gracia que Dios concede a los que se acercan a Él con
sincero corazón, los que pertenecen a Él.
Las bienaventuranzas y las obras de misericordia son las que deben identificar al
cristiano, y a través de la vivencia de ellas es posible configurarse con Jesús, quien las vivió
en grado supremo. Finalmente, es importante la mencionar que: «somos frágiles, pero
portadores de un tesoro que nos hace grandes y que puede hacer más buenos y felices a
quienes lo reciban», aquí está el compromiso, ¡seamos santos!