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Libro: Vivir es más que respirar, pp.

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Guillermo Tobar Loyola
Dejando huella

Se ha hecho familiar en nuestro lenguaje cotidiano la expresión “huella de carbono”; con toda seguridad la hemos
escuchado en más de una ocasión. La huella de carbono tal cual lo dice su nombre es una manera de constatar el rastro
del hombre en la tierra. Por medio de esta huella, el hombre no pasa desapercibido en el planeta; por el contrario, cada
actividad que realiza queda registrada en el medio ambiente a través de la liberación de emisiones de dióxido de carbono
(CO2) a la atmósfera, lo que se conoce con las siglas GEI como los gases de efecto invernadero.
Con la huella de carbono parece obsoleto y pérdida de tiempo escribir “aquí estuve yo”. Pero, la huella de
carbono a pesar de ser un tema sensible y primordial para el cuidado y aprecio de nuestro planeta, no es la huella que
más identifica al hombre como persona. Lo que más preocupa al ser humano es precisamente poder decir “aquí estuve
yo”. Dejar la propia imagen grabada entre sus seres queridos y amigos es algo que intentamos hacer toda la vida.
Así como para dejar huella de carbono tenemos que haber realizado algo, es decir, actividades tales como usar
un auto en mal estado, haber quemado neumáticos o tirar basura a un lago, de un modo similar dejamos huella en lo
personal cuando nuestros actos realizan la tarea de expresar lo que valoramos y lo que no. Querámoslo o no, estamos
hechos para dejar huella, nuestra existencia no se da de otro modo. El solo hecho de nacer es ya un evento único e
imposible de olvidar.
Pero seamos realistas, la idea es dejar una huella positiva y no la de carbono. Para ello debemos detectar −a
modo de metáfora− cuáles son los gases de efecto invernadero (GEI) que nos dañan y perjudican a los demás.
La mejor forma de superar los defectos personales (GEI) es trabajar por conquistar la virtud contraria. Es una
táctica antiquísima, pero que viene muy a cuento hoy en día. Por ejemplo, si somos egoístas (defecto), en lugar de
lamentar nuestra soledad fomentemos la generosidad (virtud); si somos flojos o todo nos cuesta, busquemos la
laboriosidad o hacer cosas.
Debemos partir de la base que en todas las personas existen defectos y virtudes. De este cóctel no se libra
ningún mortal. Ahora bien, en algunas personas relucirán más las virtudes que los defectos y en otras sucederá lo
contrario. Tener más defectos que virtudes o viceversa no depende ni del signo del zodiaco ni menos aún de la huella de
carbono. Depende del trabajo personal que cada uno haya hecho de las distintas cualidades −algunas innatas, otras
adquiridas− que posee al amparo de su inteligencia y de su voluntad.
Lo que no nos puede suceder es caer presa de la angustia por advertir que nuestra “atmósfera” personal está
realmente saturada por dimes y diretes; ofensas y males entendidos; envidias y maledicencia; soberbia y presunción. En
realidad, el solo hecho de reconocer esta situación es ya un paso importante para bajar los índices de contaminación
personal.
Perder tiempo en excusas estériles y lamentaciones que alimentan la propia victimización, es el panorama de
vida de quien cree que así dará solución a la dificultad de siempre, sin advertir que lleva años creyendo solucionar lo
que de ese modo no tiene remedio. Nos quejamos por llegar tarde a la reunión, a la oficina o a la universidad, le
echamos la culpa al tiempo, al mal diseño de las calles de la ciudad y al transporte público; volvemos a llegar tarde una
y otra vez y de la misma manera volvemos a echar la culpa a los demás, pero lo paradójico es que nos seguimos
levantando a la hora de siempre.
Otras veces creemos que todo el mundo está contra nosotros; que de los diez compañeros de trabajo nueve nos
miran con envidia, ocho hablan pésimo de nosotros y siete nos ven y piensan que no valemos nada…, para colmo el
sistema está contra la gente noble y honesta como nosotros, pues de los diez compañeros de trabajo nueve se compraron
un auto mejor que el nuestro (¡qué descaro!), ocho estudiaron con beca (¡qué injusticia!) y siete compañeros hacen las
cosas mal y son promovidos a un mejor puesto… y nosotros que todo lo hacemos bien, ni las gracias.
Es cierto que algunos de estos hechos narrados jocosamente pueden ser verdaderos; sin embargo, la actitud
frente a ellos es la que se debe corregir si se desea realmente superar y cambiar de vida. Ser positivo al mismo tiempo
que realista. No nos podemos quejar de todo y de todos, a cada momento y a cada ocasión, activa o pasivamente. A
pesar de que efectivamente existen personas dedicadas a hablar mal de otras y destruir la honra ajena, sea por envidia,
por complejo o desequilibrio emocional, lo que no podemos hacer es caer en su juego creyéndonos dependientes de sus
comentarios. No se nos puede olvidar que nuestra capacidad de crecer o avanzar en la vida está en gran medida en la
“savia” de nuestras manos y no en el veneno de las suyas.
En definitiva, la persona que cree que hablando mal de los demás, arregla el mundo o se arregla ella, no se da
cuenta de que aunque hace daño el mayor daño se lo hace ella misma y tarde o temprano el tiempo se encarga de poner
las cosas en su lugar, por mucho que nos cueste esperar ese momento.
No siempre es fácil y agradable realizar el deber que nos toca ejecutar. En ocasiones, nos puede desagradar,
pero en función de cumplir con las obligaciones propias o contraídas lo realizamos de buena forma, porque en su
cumplimiento descubrimos buenas razones para hacerlo. Asistir a un partido de fútbol al cual me comprometí puede ser
un deber no muy difícil de cumplir si somos fanáticos de ese deporte. ¿Su cumplimiento tiene mérito? Por supuesto que
sí; lo que sucede es que experimentamos responsabilidades más cómodas de cumplir que otras. Pero, qué sucede
cuando, por ejemplo, el deber nos cuesta o nos produce tormento su cumplimiento. Ahí, las circunstancias cambian. Ya
no siento “bonito”. Es más, quisiera no cumplirlo, porque exige demasiado de mí. Es entonces cuando debemos acudir a
las razones por las cuales hacemos lo que hacemos y a la motivación de nuestra voluntad.
Pongámonos en el siguiente escenario si fuésemos estudiantes: hoy por la tarde tenemos examen de química y
mañana por la mañana de física; conclusión: este fin de semana no hay salida. Pero, justamente nos moríamos de ganas
por ir ese mismo fin de semana a la playa con la familia o los amigos o tal vez ese era el día del partido de fútbol, con
asado y conversación gratis... Verse en la obligación de tener que estudiar en lugar de vacacionar no es tarea fácil de
realizar, ni menos aún se experimenta un cosquilleo emotivo en el estómago. Otra cosa es con guitarra. Difícil,
¿verdad? Pero no olvidemos que cumplir a cabalidad estos compromisos es el primer impulso que abre la tierra para que
germinen los buenos resultados. Así, pues, a menudo nos hallamos enfrentados entre dos situaciones, una que se nos
presenta agradable a nuestra sensibilidad y la otra que produce rechazo solo pensarla. Cuando el deber nos llama a optar
por la opción menos agradable, evidentemente no se experimenta un placer sensible en su ejecución, pero al finalizar la
misma advertimos que la satisfacción fue mayor al desagrado inicial.

Nadie da lo que no tiene

En efecto, nadie da lo que no tiene. Es evidente que solo se puede dar lo que se tiene y aunque sea muy poderoso
nuestro deseo de dar algo −en el plano emocional, afectivo, material o el que sea− si no lo tenemos vano es nuestro
deseo. Si no estudiamos el teorema de Pitágoras, de Tales o de Euclides, imposible será saber y menos aún explicar qué
hipótesis es la que se busca demostrar como verdadera o sencillamente explicar en qué consiste cada uno de ellos. No
cabe duda de que quisiéramos responder positivamente a su explicación, pero no basta con la intención de estudiar, hay
que estudiarlo de verdad.
A todos nos toca renunciar de una u otra manera a algo en la vida. Renunciamos para conseguir algo mejor. Si
renuncio a ese fin de semana en la playa con amigos en un ambiente de camaradería y sano esparcimiento, momentos
necesarios y convenientes para el espíritu humano, lo hacemos por conseguir un bien mayor. El sentido de
responsabilidad nos estimula a estudiar a pesar del sacrificio que ello implique, para aprobar el curso y alcanzar así la
titulación de la carrera. Lo mismo ocurre con las opciones que debemos tomar cuando pensamos en fortalecer los lazos
en el hogar, cuando buscamos superarnos en lugar de trabajo o crecer personal y profesionalmente.
Recordemos que la buena intención no es suficiente. Ovidio, poeta romano del siglo I a.C., lo expresa bastante
bien al decir: “Apresúrate: no te fíes de las horas venideras. El que hoy no está dispuesto, menos lo estará mañana”.
De vez en cuando no es malo detenerse un momento a reflexionar sobre nuestra voluntad, ¿por qué en ocasiones
hacemos lo que no queríamos hacer? o ¿dejamos de hacer lo que tanto nos gustaría haber hecho? Seguramente a más de
alguno le ha sucedido que, queriendo estudiar, no lo hace porque se fue el fin semana, prefirió escuchar música o pasar
la etapa cinco del videojuego de moda. También nos podría ocurrir que “decidiéndonos” a hacer deporte, nos
compramos zapatillas ultralivianas, poleras de microfibra de polyester con colores llamativos o flúor, buzos, calcetines,
etcétera. Solo conseguimos un look deportivo, pero no logramos salir a trotar, a caminar o al gimnasio. ¿Qué pasó? Faltó
voluntad.
Una conclusión básica podría ser la de no minusvalorar el conocimiento y la formación de nuestra voluntad. Si
no tenemos una voluntad sólida, lo más probable es que la mayoría de nuestros deseos o buenas intenciones, por nobles
y buenas que sean, queden solo como ingeniosas utopías. El famoso escritor francés Víctor Hugo decía que “la utopía
hoy, es la carne y hueso mañana”. Estupenda imagen si ella nos sirve para ponernos en guardia y evitar encontrarnos el
día de mañana con un montón de huesos que huelen a deseos marchitos de nuestro pasado.
Si no formamos debidamente nuestra voluntad, lo más probable es que seamos presa fácil de nuestros instintos
bajos que solo buscan lo más fácil, lo que requiere menos reflexión y, por ende, menos esfuerzo y sacrificio. Es más
fácil sentir hambre y comer en el momento mismo en el que siento deseos de hacerlo, el problema no sería comer, sino
hacerlo cuando estoy a mitad de una clase, o en medio de una reunión laboral o de una entrevista de trabajo… Quien no
solucione este problema vivirá siempre con el síndrome del “hubiese”: hubiese querido ser abogado, escritor, pero no
me gustaba leer; hubiese querido ganar el campeonato de tenis, pero me costaba ir a entrenamientos; hubiese dicho que
no o que sí… La escuela de los mediocres está tapizada de buenas intenciones, de excusas irracionales y sus paredes
repletas de coloridos grafitis: hubiese.
La constancia y el propio esfuerzo son indispensables si buscamos llevar a buen puerto nuestras decisiones. Si
hoy en día una dificultad cualquiera, por muy pequeña o tonta que fuese, nos desalienta y nos impide seguir trabajando
en el campo que sea, el día de mañana las grandes dificultades terminarán por hundirnos completamente. El filósofo
francés Bergson tiene unas palabras significativas respecto a la constancia:

Se te ha impuesto una decisión contraria a todo lo que piensas, a todo lo que quieres, ¡absurda, sin duda alguna!
Cara a ella no tomes la actitud del emigrado que piensa que no hay nada que hacer hasta que no vuelva a tener
todo lo que existía en su casa, en su país. No digas:
-Se acabó. Ya no se puede avanzar más.
Di más bien:
-Solo veo un medio para saber hasta dónde se puede llegar: ponerse en camino y andar.

La literatura universal ha ilustrado en más de una ocasión el valor del esfuerzo, de la lucha y el trabajo constante en
muchos de sus personajes. Todos sus personajes han encarnado la idea de alcanzar un ideal a pesar de innumerables
dificultades: don Quijote de la Mancha en busca de Dulcinea, el Cid Campeador en búsqueda del honor, en la obra de
Manzoni Los Novios, Lucia y Lorenzo juntos enfrentando la adversidad para mantener su amor.
Escarbando en la literatura del siglo XX, leí hace muchos años una pequeña novela, que para mí significó una
reflexión seria y renovada respecto al “precio” que debemos pagar por alcanzar un ideal. La obra es El viejo y el mar de
Hemingway. En sus páginas, el escritor americano describe la feroz lucha del hombre frente a la vida. Con el fin de
ilustrar el rol que cumplen nuestras decisiones y la voluntad en la consecución de metas en la vida, permítanme describir
la trama de esta obra:
Un viejo pescador de nombre Santiago, ya en el ocaso de su vida, se va un día a pescar. Sorprendido se
encuentra que la pesca ha sido magnífica; ha conseguido un grandísimo pez. Lo singular de la “faena” es la lucha que le
dio el pez para liberarse del anzuelo, como hacen por lo demás todos los peces. Solo que el viejo Santiago se vio
envuelto en un problema mayor, al momento de constatar que el pez que había atrapado era un ejemplar demasiado
grande.
Estuvo todo el día e incluso toda la noche sujetando el sedal para no dejar escapar el pez. Fue de tal modo
intenso el tira y afloja que le desolló sus venosas manos hasta hacerlas sangrar como lo hace el filo de una fina navaja.
En la mente del viejo Santiago, solo aparecía un pensamiento y era que ya tenía el pez atrapado en el anzuelo y no podía
dejarlo ir. La sangre goteando en sus manos era una motivación para seguir apretando con nuevos bríos el hilo que hería
sus manos.
Como viejo pescador sabía perfectamente bien que en esas noches de pesca solo había un único vencedor; o el
pez escurriéndose en el agua salada o el pescador quitando sus escamas junto al fuego. Por tanto, no había otra
alternativa que seguir luchando sin pausa. No podía retroceder ante aquella lucha comenzada repentinamente. Él la
había buscado y ahora solo él debía librarla.
Por fin llegó la hora en que logró vencer al gran pez hasta matarlo. Tan grande era el pez que no pudo meterlo
en su pequeña barca, debió remolcarlo hasta el litoral. El viejo Santiago estaba tremendamente agotado, pero todavía no
era el momento de descasar. Con fatiga debió enfrentarse a unos cuantos tiburones que acechaban peligrosamente su
presa. De nuevo a la lucha. Extenuado como estaba, acometió contra los hostigadores ingratos. Luchó con el mismo
ímpetu con el que cazó a su presa, pero lamentablemente, antes de llegar a tierra firme los tiburones dejaron nada más
que el esqueleto de lo que fue su gran pez.
Es un resumen demasiado sintético, pero nos ayuda a descubrir la lucha no solo de un pescador, sino también la
que debe librar todo hombre en más de una ocasión en la vida. En Santiago rescatamos la voluntad de triunfar superando
cualquier obstáculo. Al final, cuando regresa con el esqueleto del pez al puerto, se puede ver que lo importante no es
ganar la batalla, sino haber luchado con garbo y valentía durante la misma. Tal vez no siempre se nos darán las cosas tal
cual las pensamos, pero lo que no puede suceder es que las cosas no ocurran porque nosotros no actuamos con la
energía y decisión que se requería.
La imagen del esqueleto es el símbolo de la voluntad del viejo pescador. El hombre debe estar en una continua
batalla, y no puede caer sin querer levantarse con nuevos bríos. Cada vez que se cae es un aviso para levantarse.
Dejar huella es más que marcar una pared o rayar un cuaderno, se trata del compendio de la vida misma.

Cuestionario

1. ¿cómo dejamos huella en nuestra vida en al ámbito personal como profesional? Explique y dé un ejempo en
cada casa.
2. ¿cuál es el valor de la voluntad en el camino de conseguir un ideal? Explique y dé un ejemplo.
3. ¿Qué elementos, hechos o acciones considera fundamentales en su vida como futuro profesional para dejar
huella?
4. ¿Qué lecciones de vida se puede sacar de lo narrado en la obra “El viejo y el mar” de Hemingway? Explique.

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