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Las cuatro máximas que Grice propuso, y que se incardinan en la llamada

“pragmática conversacional”, son las siguientes:

Máxima de la cantidad adecuada. Según esta máxima, nuestros oyentes esperan


que demos una cantidad de información adecuada a las necesidades del mensaje
que esperan recibir. Las personas que hablan demasiado violan esta máxima,
añadiendo cantidad de detalles que, en realidad, no aportan nada sustancial al
mensaje principal y alargan la comunicación de manera innecesaria y a veces
exasperante. En el otro extremo, aquellos que responden mayormente con
monosílabos, bien lánguidamente o bien de forma cortante, tampoco resarcen las
necesidades de información de sus interlocutores, quienes reciben menos
información de la que esperaban conocer.

Máxima de la cualidad de la información. Esta máxima supone simplemente decir


la verdad. Las informaciones falsas no contribuyen a una comunicación de calidad.
Aquí se incluyen tanto las mentiras deliberadas como, también, aquellas
informaciones que se ofrecen sin haberlas contrastado debidamente y que faltan
también a la verdad. De informaciones no contrastadas están las redes sociales
bien regadas, y hasta la prensa y la televisión.

Máxima de relevancia. Como oyentes, esperamos que cuando alguien se


comunica con nosotros nos diga algo importante. No en un sentido elevado o
trascendental, pero sí al menos que la información aporte algo nuevo y de cierta
relevancia. Las redundancias, por ejemplo, violan este principio. Por eso, cuando
uno incurre en ellas, suele disculparlas diciendo “valga la redundancia”. Tampoco
son relevantes las obviedades insulsas. Imaginemos a alguien que va nombrando
cada objeto que se encuentra por la calle. Sería totalmente superfluo.

Máxima de pertinencia. Este principio tiene que ver con el modo en que se dicen
las cosas. El oyente espera un discurso ordenado, inteligible, que no sea muy
complicado pero tampoco vago, que no contenga ambigüedades o contradicciones,
etc. Esto es: el mensaje debe ser claro y accesible. Por ejemplo, las personas que
intelectualizan demasiado la conversación corren el riesgo de no ser comprendidos,
con lo cual la calidad de la comunicación se resiente. También hay personas que
dispersan las palabras en un discurso sin sentido, como ocurre en las intoxicaciones
etílicas, en algunos tipos de esquizofrenia o en los accesos maníacos. La persona sí
sabe lo que está diciendo, pero el resto no.

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