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La Biblioteca Perdida Marcello Simoni
La Biblioteca Perdida Marcello Simoni
La biblioteca perdida
ePub r1.0
Karras 15.07.2018
Título original: La biblioteca perduta dell’alchimista
Marcello Simoni, 2012
Traducción: Bernardo Moreno Carrillo
El conde de Nigredo
Turba philosophorum, XV
Una partida de soldados avanzaba por las orillas del Guadalquivir. Ignacio de Toledo los
observaba desde un altozano, en el claroscuro del atardecer, tratando de averiguar los colores de sus
insignias.
Se apeó del carro y se bajó la capucha que lo había protegido del sol durante las horas más
calurosas —dejando ver unos ojos vivarachos y una barba de filósofo— y se dispuso a bajar la
pendiente sin perder de vista las maniobras de la facción armada. El único destino posible era una
ciudadela fortificada, a poca distancia de Córdoba. Allí encontraría él —estaba seguro— lo que
andaba buscando. Pero esa intuición lo inquietó, pese a no ser presa fácil de las sugestiones; antes
bien, era un hombre de mente racional: le gustaba creer lo que podía comprender y desconfiaba de lo
demás. Extraña actitud para un mercader de reliquias.
Una voz lo sacó de sus pensamientos.
—Pareces preocupado.
Miró en dirección al carro. Le había hablado su hijo Uberto, sentado en el pescante con las
riendas bien sujetas. No más de veinticinco años, pelo negro y largo, y ojos vivos de tono ambarino.
—No, estoy bien. —Ignacio escudriñó de nuevo el valle—. Esos soldados portan las insignias de
Castilla; deben de estar regresando a la guarnición del rey Fernando III. Debemos seguirlos; me
gustaría departir con Su Majestad antes de que anochezca.
—No me hago a la idea. Nunca habría imaginado que un día iba a comparecer ante la presencia
de un soberano.
—Pues hazte a ella. Desde hace dos generaciones, nuestra familia sirve a la Casa Real de
Castilla. —Ignacio esbozó una sonrisa amarga y no pudo por menos de pensar en su padre, que había
si do notarius del rey Alfonso IX. Pensaba en eso raras veces, pero cuando lo hacía dirigía
rápidamente la mente hacia otra cosa, para alejar la imagen de aquel hombre pálido y enjuto que
había pasado los mejores años de su vida, y de la vejez, en medio de la oscuridad de una torre
garabateando en resmas sin número—. Te darás cuenta muy pronto de que ese «privilegio» acarrea
más cargas que honores. —Suspiró.
Uberto se desperezó.
—He oído contar muchas cosas sobre Fernando III. Dicen que es un fanático de la religión,
motivo por el cual lo llaman el Santo. Y que, en nombre de la cruzada contra los moros, está
extendiendo sus feudos hasta el mediodía. Ahora se halla en guerra contra el emir de Córdoba…
Ignacio no dijo nada, atento de repente a un ruido de cascos al galope. Se volvió hacia oriente y
vio a un caballero que se aproximaba a toda velocidad.
—Willalme ha vuelto —dijo dibujando un saludo en dirección al aludido.
El jinete los alcanzó, se detuvo delante del carro y bajó de un salto.
—He inspeccionado el camino principal y buena parte de los secundarios. —Empezó
limpiándose el polvo de la cara y de sus largos cabellos rubios. Tras varios años viviendo en
Castilla, su acento francés se había esfumado casi por completo—. Nadie nos ha seguido.
—Bien, amigo mío. —Ignacio le puso una mano en el hombro—. Ata el caballo al carro y sube.
Nos ponemos en marcha.
El francés obedeció.
—¿Has descubierto dónde se encuentra el campamento del rey?
—Creo que sí —respondió el hombre acomodándose junto a Uberto—. No tenemos más que
seguir a esa tropa —agregó señalando a una cuadrilla de hombres armados que se dirigían hacia el
pequeño poblado—. Debemos llegar cuanto antes. Si nos sorprende la noche, toda la zona se llenará
de forajidos.
Reanudaron la marcha. El carro se deslizó por el declive, tambaleándose con cada bache del
camino, y se adentró en una vegetación cada vez más espesa y rica en palmeras a medida que se
acercaba al río. Aunque eran los primeros días del verano, una ligera neblina mitigaba los colores de
los viñedos lejanos.
Los tres compañeros siguieron la pista de los soldados y franquearon el río por un viejo puente
de piedra sostenido por quince arcos, justo en el momento en que los hombres armados desaparecían
tras las fortificaciones del poblado. Cuando iban a entrar ellos también, se cerró la cancela de la
entrada.
Uberto frenó los caballos y miró alrededor. El valle estaba en silencio. El poblado se elevaba
sobre una colina circundada de murallas. En lo alto descollaba un castillo con torreón en cuyas
almenas ondeaban los estandartes reales.
En aquel preciso momento, una pequeña tropa de soldados emergió por entre los matorrales y
rodeó el carro. Todos vestían de la misma manera: corazas de metal, yelmos provistos de nasal y
sobrepellices rosas. El más grueso e hirsuto del grupo se acercó al vehículo esgrimiendo una lanza.
—¡Deténganse, señores! Están en una guarnición del rey de Castilla.
Ignacio, que había previsto semejante eventualidad, hizo señas a sus compañeros de no perder la
calma, alzó las manos y bajó del carro.
—Me llamo Ignacio de Toledo. Soy mercader de reliquias y me encuentro aquí por orden expresa
de Su Majestad, el rey Fernando III.
Se abrió paso un segundo soldado.
—¡No me fío de estos malandrines! —Escupió al suelo y desenvainó la espada—. Para mí que
son espías del emir.
—Si así fuera, acabarían como ésos —exclamó con una risotada un tercero mientras señalaba a
cuatro ahorcados en un terraplén.
En absoluto intimidado, Ignacio se volvió al soldado hirsuto, que a pesar de su aspecto parecía
ser más razonable.
—Poseo una misiva con el sello del monarca como prueba de lo que afirmo. —Señaló su talego
—. Si lo deseáis, os la muestro en el acto.
El armígero dijo que sí mientras pedía silencio a sus conmilitones.
El mercader de Toledo le presentó un pergamino, pero sabedor de que ninguno de ellos sabía
leer, añadió:
—Mirad el sello y lo reconoceréis sin duda.
El soldado tomó el documento, barrió con la mirada las líneas de tinta y se fijó en el marchamo
sellado con cera.
—Sí, es el sello regio. —Devolvió el documento e hizo una inclinación con la cabeza—.
Disculpen, señores, esta ruda acogida, pero es que hay algunas tropas mahometanas acampadas a
poca distancia de aquí y de vez en cuando intentan infiltrar a sus espías en nuestra guarnición.
Descuiden, que ahora mismo hago una señal para que los dejen entrar. —Se volvió hacia los muros y
gesticuló en dirección de una torreta de madera situada junto a la entrada. Un centinela respondió
agitando una antorcha.
—Prosigan hasta la entrada —gruñó el soldado lanzando una última mirada a los viajeros—.
Cuando se encuentren más cerca, levantarán la reja de la entrada y los dejarán pasar. Bienvenidos a
Andújar, la antigua ciudad de Iliturgis.
Ignacio se subió al carro de nuevo, y Uberto azuzó a los caballos para reanudar la marcha.
Dejaron a sus espaldas el cinturón fortificado y prosiguieron a través de lo que hasta hacía poco
había sido un floreciente centro agrícola y artesanal. Las calles estaban bordeadas de construcciones
de todo tipo, todas ellas abandonadas y ennegrecidas por el fuego. Los únicos edificios que aún
daban señales de vida eran las tabernas, a cuyas puertas charlaban animadamente corrillos de
soldados borrachos.
La plaza del mercado albergaba los vivaques de las tropas, entre ellos algunos soldados
bereberes, acuartelados a cierta distancia de las milicias regulares. Uberto los observó con
curiosidad. Vestían un uniforme ligero y un manto con capucha, el burnus. Por extraño que pareciera,
aquellos hombres pertenecían a los destacamentos camelleros del norte de África.
—No te extrañes de la presencia de guerreros moros —señaló Ignacio a su hijo—. El califa del
Magreb se ha aliado con Fernando III. Por eso le ha mandado refuerzos.
—Pero Fernando está combatiendo contra el emirato de Córdoba. ¿Por qué un califa mahometano
debería ayudarlo?
Ignacio se encogió de hombros.
—Ésta no es una guerra de religión, sino de intereses.
—Como todas las guerras —terció Willalme.
Cuando ya se hallaban en las inmediaciones del castillo, les salió al encuentro un jinete con el
caballo enjaezado portando un escudo decorado con una cruz floreada.
—Señores míos, no podéis seguir adelante —les advirtió con tono cortés—. A menos que tengáis
un permiso.
—Lo tenemos, señor mío —aseguró Ignacio—. Nos espera Su Majestad.
—Es mi deber asegurarme primero y después escoltaros hasta su presencia.
El mercader de Toledo le mostró la misiva contraseñada con el sello regio. El caballero la cogió
en su mano enguantada de hierro, la leyó atentamente y la devolvió.
—Estáis en regla, a lo que parece. —Se bajó la cofia de la coraza, descubriendo un juvenil
rostro bronceado—. Me llamo Martín Ruiz de Alarcón. Seguidme, os indicaré dónde se encuentran
los establos.
Llegados allí, el caballero invitó a los tres viajantes a confiar el carro y los caballos a un
caballerizo, y a continuación todos prosiguieron a pie hacia el centro del castillo, donde se erigía el
torreón.
Entre tanto ya se había hecho de noche, y los centinelas estaban encendiendo fuegos alrededor del
perímetro amurallado.
—Su Majestad se aloja en lo alto de la torre del homenaje —explicó Alarcón—. A esta hora
debe de estar departiendo con los dignatarios y el consejo de guerra.
Subieron por una escalera lóbrega hasta la parte más alta del torreón. En las paredes de piedra,
desprovistas de todo adorno, sólo se distinguían manchas de humo producidas por las antorchas.
—No os extrañe el mal estado del lugar —trató de tranquilizarlos el caballero al notar las
miradas de asombro de los tres visitantes—. Su Majestad sólo acude raras veces aquí, para fines
estrictamente militares. Pero estos muros tienen mucha historia: se remontan hasta los tiempos de
Carlomagno.
—Después de todo —intervino Uberto intercambiando una mirada cómplice con Willalme—,
este castillo no es más que una cabeza de puente con Córdoba. Todo el mundo sabe que Fernando el
Santo está planeando un ataque final contra el emirato.
—Los designios de reconquista de Su Majestad son más que lícitos —comentó Alarcón con una
mueca condescendiente—. Pero yo en vuestro lugar evitaría llamarlo el Santo en su presencia.
Fernando de Castilla es bastante susceptible con respecto a ciertos epítetos, por inocuos que éstos
sean.
—Disculpe el descaro de mi hijo. —Suspiró Ignacio ocultando bajo la barba una risita
complacida. Con el paso del tiempo, Uberto iba manifestando rasgos cada vez más parecidos a los
suyos, sobre todo cierta intolerancia hacia las formas de autoridad y el gusto de incomodar a quienes
practicaban la obediencia ciega. Pero en otros aspectos era muy distinto a él: su mirada y sus
propósitos eran siempre transparentes como el agua de la fuente, mientras que él, Ignacio, tenía un
carácter más huidizo y lleno de secretos. La experiencia le había enseñado a callar sobre ciertos
asuntos, en especial sobre los arcanos del saber. En el pasado, el ser mal interpretado casi le había
valido la acusación de nigromante.
Superado un segundo tramo de escaleras, llegaron a una antecámara recubierta de tapices, donde
se aglomeraba un gran número de soldados y criados.
—Esperad a que os anuncie; después, entrad de uno en uno, sin prisas. —Alarcón lanzó una
última mirada a Uberto, esta vez a modo de amonestación—. Y no abráis la boca si no sois
interpelados.
Tras una breve espera, la compañía recibió permiso para pasar.
El mercader se puso delante; dejada atrás la antecámara, atravesó con pasos medidos una sala
muy espaciosa. De las paredes colgaban innúmeros iconos sagrados —más de lo habitual— cual
válvulas de escape de una devoción maníaca.
En el centro de la sala se hallaba sentado Fernando III de Castilla, un hombre de unos treinta años
vestido con un manto de terciopelo azul y una túnica de cuadros. Tenía unos cabellos largos color
castaño que le caían por la frente a modo de flequillo, una barba incipiente que ponía de relieve su
barbilla huidiza y unos ojos color celeste que parecían perdidos en el vacío. Varias personalidades
conformaban su séquito: consejeros, religiosos, aristócratas… Alarcón, que se les había unido, se
hallaba departiendo porfiadamente con un individuo armado hasta los dientes y un tanto singular,
pues tenía la cara tapada por una jacerina con sólo dos aberturas para los ojos.
Después de reparar en todo ello, el mercader de Toledo se postró delante del rey y le rindió
homenaje mediante el rito del besamanos. Uberto y Willalme se le acercaron y arrodillaron a su lado.
Fernando III entreabrió los labios, dando a entender que quería hablar, y en la sala se hizo el más
completo silencio.
—Así que vos sois Ignacio Álvarez. —El tono de voz del monarca era bajo, casi flemático—.
Vuestra reputación tiene algo de sensacional. Se dice que en vuestra juventud os negasteis a ser
clericus, e incluso magister, prefiriendo llevar una vida errante. No negamos que ello nos produce
cierta curiosidad.
—Yo no tengo nada que ocultar, sire. —Ignacio sopesaba bien las palabras—. Pregunte y será
contestado. Pero ha de saber que yo soy un hombre sencillo, desprovisto de talentos especiales.
—Eso lo juzgaremos nosotros, maestro Ignacio. —Fernando III aguzó la mirada como para
comprobar la sinceridad del interpelado—. Estamos al corriente de vuestras empresas. Se cuenta,
entre otras cosas, que en 1204 llegasteis a Constantinopla y os pusisteis al servicio del dux de
Venecia, pese a haber sido éste excomulgado. Sabed que no toleramos semejante conducta. Una
familia ligada a nuestro nombre no debe apoyar a los perseguidos por la Santa Sede, por muy nobles
o caudillos que sean. —Suspiró—. Pero seremos magnánimos y pasaremos por alto vuestros deslices
si aceptáis nuestras peticiones.
—¿Por qué os dirigís a mí?
Fernando III esbozó una mueca de fastidio.
—Vuestro padre, hombre de rara inteligencia, sirvió a esta casa hasta su muerte y se condujo
siempre de manera impecable. De vos exigimos la misma obediencia.
Uberto prestaba atención a cualquier matiz de lo que se le decía, desde el pluralis maiestatis del
monarca al tono evasivo acerca de su padre, pese a lo cual no lograba abstraerse de un detalle un
tanto curioso. Fernando tenía en una mano una estatuilla blanca con forma de mujer, que de vez en
cuando acariciaba con gestos inquietos, cuasi infantiles. Quiso recordar algo sobre aquel objeto: era
una virgen de marfil de la que el monarca no se separaba nunca, ni siquiera en el campo de batalla.
El monarca siguió hablando:
—Sobre todo, maestro Ignacio, juzgaremos vuestra obediencia en base a vuestro proceder en el
futuro. Os espera una misión importante. Por eso se os ha convocado.
El mercader levantó la mirada para buscar en la del rey algún preanuncio de lo que esperaba;
pero sólo vio dos ojos inexpresivos, relucientes como la porcelana. Ya se había encontrado antes en
situaciones parecidas. No era inhabitual que sus servicios fueran solicitados en las cortes de grandes
señores interesados en recuperar reliquias de santos u objetos extraños ocultos en lugares lejanos e
inaccesibles. Sin embargo, no acertaba a adivinar lo que quería el rey de él. Por otra parte, le
molestaba que se mencionara tanto la palabra «obediencia».
—Levantaos, maestro Ignacio. —El tono de Fernando III delataba cierta animosidad—. Decidme,
¿habéis oído hablar del secuestro de nuestra tía, la reina Blanca de Castilla?
Ignacio no supo qué contestar. En los últimos años, las maniobras de los reinos de Castilla y
Francia reflejaban de manera más o menos explícita la voluntad de dos hermanas, hijas legítimas del
difunto rey Alfonso VIII de Castilla. La primera, Berenguela, era la madre de Fernando el Santo y, si
bien no ostentaba directamente el poder, le había inculcado a su hijo unos rígidos principios
religiosos, que lo impelían a expandir el reino y a lanzar una Cruzada contra los moros de España. La
segunda, Blanca, desposada con el rey francés Luis VIII, llamado el León, y viuda desde hacía poco,
había tomado personalmente las riendas de Francia, dada la escasa edad del delfín.
Blanca se había revelado una regente de mano férrea, no sólo manteniéndose firme frente a una
camarilla de barones reacios a servir a una mujer de sangre castellana, sino también fomentando la
Cruzada contra la herejía cátara emprendida por su marido en tierras del Languedoc. Dicha conducta,
que le había acarreado muchas enemistades, le había asegurado en cambio el apoyo de la Santa Sede
y, sobre todo, del cardenal Romano Frangipane, el legado pontificio.
Ignacio pensó que el secuestro de la reina Blanca encajaba a la perfección con aquel enredo
político. Pero como él no sabía nada al respecto, bajó la mirada e hizo un gesto negativo.
—Lo lamento profundamente, sire. Aunque mantengo relaciones con diversos comerciantes y
viajantes de Francia, no tengo conocimiento de nada relacionado con este asunto.
—Así que es cierto; la noticia no se ha difundido aún. —Fernando III apoyó la estatuilla sobre un
brazo y lanzó una mirada al armígero con cota de mallas; después, se dirigió nuevamente al mercader
—. Es preciso actuar con rapidez, y con la mayor circunspección.
—¿Debemos socorrer a la reina Blanca de Castilla? —La voz no era de Ignacio, sino de Uberto,
incapaz de contener el estupor. Todas las miradas de la estancia convergieron inmediatamente en él.
El mercader de Toledo se sintió invadido por una oleada de confusión. Le molestaba lo indecible
quedar en evidencia.
—Disculpad la impertinencia de mi hijo, Majestad. —Lanzó una mirada severa en dirección al
consternado Uberto y después clavó los ojos en la alfombra persa que tenía bajo los pies—. Os
ruego lo disculpéis.
—No vemos por qué —contradijo el monarca—. Lleva toda la razón.
—Pero ¿cómo, Majestad? —Ignacio volvió a levantar la mirada, el ceño fruncido—. Nosotros
somos una simple familia de mercaderes…
—Sabéis perfectamente que eso no es del todo cierto. De todos modos, vuestro papel en la
misión será marginal: la acción principal recaerá sobre quien corresponda.
El monarca dirigió de nuevo la mirada hacia el grupo de congregados, y a una indicación suya, se
acercó el hombre cubierto con la cota de mallas, el cual pasó junto al atónito Ignacio, hizo una
elaborada inclinación ante el regente y se situó a su izquierda.
Un segundo ademán de Fernando III hizo que cesara el rumor que resonaba en la estancia.
—¿Sabe, maestro Ignacio? Este hombre dirigirá el aspecto estratégico y, en caso necesario, las
acciones bélicas conducentes a la liberación de nuestra tía Blanca de Castilla. —Acto seguido, invitó
al misterioso armígero a revelarse.
—Por favor, mosén Felipe, mostrad el rostro.
A tal petición, el hombre se llevó las manos a la cabeza y se quitó la malla de acero que lo
cubría, revelando un rostro de rasgos duros, semejante a una máscara de cobre. Pero lo que más
temible lo tornaba eran los ojos, animados por una inteligencia poco común.
Sin manifestar estupor alguno, Ignacio recordó haber encontrado a aquel hombre años atrás. Un
intercambio de susurros a sus espaldas confirmó que Willalme y Uberto estaban intercambiando unas
palabras sobre el mismo asunto.
—Mosén Felipe de Lusiñano —exclamó—, me alegro de volver a encontrarlo con salud después
de tanto tiempo.
—A mí me alegra igualmente que os acordéis de mí, maestro Ignacio —respondió el armígero
frunciendo los labios con una sonrisa.
—¿Cómo no me iba a acordar? Me beneficié de vuestra escolta mientras me encontraba viajando
por Burgos. Han pasado casi diez años desde entonces, pero aún me siento en deuda con vos.
—Os ruego que no sintáis ningún tipo de obligación para con mi persona. No me supuso ningún
sacrificio ayudaros. Pero, en fin, si realmente insistís, tal vez en el futuro tengáis ocasión de saldar la
deuda.
—No hay tiempo ahora para formalismos —los interrumpió Fernando III—. Nos apremian unos
asuntos de suma urgencia. Mosén Felipe, tenga la cortesía de explicar la situación.
Felipe posó la jacerina y los guantes de hierro sobre un caballete y empezó a hablar:
—Durante la Cuaresma que acaba de concluir se convocó en Narbona un concilio para debatir
sobre una Cruzada contra los cátaros de Languedoc. En tal ocasión, se lanzó un anatema contra los
condes de Tolosa y de Foix, coaligados con los herejes contra Blanca de Castilla. —Marcó una
pausa para permitir a los presentes memorizar las noticias—. La reina juzgó oportuno asistir a dicho
concilio, pero desde entonces no hemos tenido noticias de ella. Éste es el asunto: Blanca parece
haber desaparecido como por ensalmo. —Fijó la mirada en el mercader de Toledo—. Algunas voces
afirman que ha sido secuestrada y que se encuentra prisionera en el sur de Francia, en manos de un tal
conde de Nigredo. No sabemos nada más.
Ignacio se acarició la barba, pensativo.
—¿De dónde proceden esas noticias?
—Del venerable Folco, obispo de Tolosa —respondió Felipe—. Se ha tenido conocimiento del
hecho durante el exorcismo de un poseso.
—¿Un exorcismo?
Felipe de Lusiñano extendió los brazos con gesto evasivo.
—No se nos ha comunicado nada preciso al respecto. Monseñor Folco espera una delegación
nuestra para dar más noticias —tras una pausa, prosiguió con tono más persuasivo—: Comprendo
vuestro desconcierto, maestro Ignacio, y en parte lo comparto. Las palabras de un poseso son unos
indicios muy vagos, pero la desaparición de la reina Blanca es un hecho concreto. Sobre eso no
existe duda alguna. Al menos sabemos por dónde iniciar las pesquisas.
—Aunque convengo con vos, sin embargo no entiendo para qué podría servir yo.
El mercader se volvió hacia Fernando III, pero su mirada se chocó con una expresión vítrea.
—Se trata de sutilezas diplomáticas en las que yo no tengo experiencia alguna…
Como respuesta a dichas palabras, una voz resonó desde el fondo de la estancia.
—Ignacio Álvarez, ¿qué acabas de decir? ¿Te niegas a comprometerte, como solías hacer cuando
eras pequeño?
Un escalofrío recorrió el cuerpo de Ignacio. Conocía aquella voz, pero no la oía desde hacía
muchísimo tiempo. Entre los cortinajes detrás del tono, vio emerger la silueta de un hombre, de un
anciano enjuto de pelo cano y piel oscura como la cáscara de un dátil. Vestía una túnica parecida a la
de un monje, pero más elegante.
Salido a la luz de las antorchas, el anciano hizo una inclinación mirando al monarca.
—Ya he escuchado bastante, sire. Permitidme participar en la conversación.
Fernando III asintió.
—Hablad, pues, magister.
Ignacio, que había asistido a la escena con un estupor en aumento, se acercó a aquel viejo y, sin
quitarle los ojos de encima, le cogió una mano y se postró delante de él.
—Maestro Galib, ¿sois vos de veras?
El vejete sonrió, enarcando unas cejas blanquísimas.
—Sí, hijo, soy yo mismo.
Mientras lo miraba maravillado, el mercader evocó su primer encuentro. Corría el año 1180 y
aunque aún era un niño, Ignacio fue admitido en la Escuela de Toledo. Para su padre aquello fue
motivo de orgullo, pues en dicho lugar se desarrollaba la monumental obra de traducción de los
manuscritos procedentes de Oriente. El maestro Galib era a la sazón un brillante joven de veinticinco
años que se encargaba de la instrucción de sus discípulos y ayudaba al docto Gerardo de Cremona,
que se había instalado en Toledo expresamente para traducir al latín los tratados de los filósofos
árabes y griegos.
Fue precisamente Galib quien se ocupó del joven Ignacio e insistió para que se iniciara en el
estudio del latín, al reconocer en él una inteligencia poco común. En ese período, Gerardo de
Cremona estaba demasiado ocupado para reparar en aquel muchacho, pero un poco después lo llamó
a su lado e hizo de él uno de sus discípulos preferidos. Lo cual no habría podido ocurrir sin la
mediación de Galib.
—Os creía muerto —admitió Ignacio abrumado por los recuerdos—. Nadie tenía la menor idea
de a dónde habíais ido a parar.
—Simplemente me alejé de Toledo —respondió el magister—. Seguí enseñando unos años más
tras la muerte de Gerardo de Cremona, y después decidí ponerme al servicio del rey Fernando. —Su
sonrisa se resquebrajó, revelando un cansancio profundo, completamente interior—. El Señor ha
querido mofarse de este pobre viejo regalándole una longevidad fuera de lo común…
Ignacio tenía un sinfín de preguntas que hacerle a Galib, pero éste se anticipó:
—No puedes rechazar esta misión, hijo mío. Tu participación es de vital importancia.
—Explíquese, magister.
—No me refiero a las informaciones que el obispo Folco dice haber recabado durante un
exorcismo. —El anciano alzó un índice huesudo—. Yo ya he oído hablar del conde de Nigredo, y
estoy al corriente de la fama que lo rodea. Es un adversario temible, un alquimista. Por ese motivo es
preciso que acompañes a mosén Felipe hasta el condado de Tolosa e indagues a su lado sobre la
desaparición de la reina Blanca. Yo sé bien lo que me digo. Tú fuiste con mucho el mejor discípulo
de Gerardo de Cremona, especialmente en el terreno de las ciencias herméticas y de la exploración
de las cosas ocultas. También estoy al corriente de que decidiste emprender el oficio de mercader
para profundizar en este tipo de conocimientos durante tus viajes. No puedes negarlo.
—Un alquimista… —Ignacio había asumido de nuevo su habitual impasibilidad—. Así que
habéis sido vos quien ha propuesto mi nombre para esta misión…
—Sí. —El viejo cruzó los brazos. Su cuerpo diminuto parecía más encogido todavía entre los
pliegues del hábito—. El rey Fernando me ha pedido que le proponga al hombre más idóneo, y yo he
pensado enseguida en ti. Yo habría ocupado gustosamente tu lugar, pero ya soy demasiado viejo para
afrontar semejantes empresas. Así, pues, ¿qué piensas hacer?
El mercader se volvió en dirección de Uberto y Willalme, leyó en sus rostros perplejos, y
finalmente respondió:
—Acepto el encargo. —Esbozó una media sonrisa—. Después de todo, no me parece tener
derecho de réplica a una orden del rey.
—Bien, entonces —volvió a intervenir Felipe de Lusiñano, que había escuchado con sumo
interés— partiremos mañana mismo. Esta noche repostaréis en el castillo, en una estancia situada a
los pies de la torre del homenaje.
—Muy bien. —Las facciones de Fernando III se habían distendido—. Ahora que está resuelto el
asunto, podemos prepararnos para la cena. —Y mientras decía esto batió las manos—. Naturalmente,
maestro Ignacio, estáis invitado a asistir a ella junto con vuestros acompañantes.
Dicho esto, el monarca se puso de pie y atravesó la estancia en dirección a la salida mientras un
séquito de nobles porfiaba por seguirlo de cerca a empujones. En vez de unirse a aquella compañía,
Ignacio se apartó en un rincón de la sala. No estaba acostumbrado a formar parte del séquito de
nadie. En ese momento, una mano huesuda lo agarró de un brazo.
—Sígueme, hijo —le intimó Galib—. Conozco un atajo para el comedor.
2
La cena tuvo lugar en un salón del piso alto de la torre del homenaje, en cuyo centro había una
chimenea cilíndrica ceñida por una mesa alargada con forma de herradura. Ignacio paseó la mirada
por los rostros de los comensales y la detuvo en Galib, sentado frente a él con aire inquieto. Uberto y
Willalme estaban sentados junto a ellos.
El mercader, que esperaba que el magister tuviera ganas de hacer revelaciones, había ocupado el
extremo izquierdo de la mesa, donde se habían aposentado también varios infanzones con aire
distraído y otros caballeros de baja alcurnia. Esperaba, así, que sus palabras quedaran ahogadas en
el runrún de las conversaciones. Por su parte, el rey Fernando, sentado en el centro de la herradura,
conversaba animadamente con Felipe de Lusiñano y con un fraile dominico de aspecto hosco.
—Magister, ¿le preocupa algo? —preguntó el mercader.
—Hablaremos de eso después —respondió Galib esforzándose por parecer sereno—. Ahora
pensemos en distraernos. Cuéntame cosas de ti y de tus compañeros…
Ignacio le habló primero de sus viajes realizados por Oriente, las costas de África y varios
países europeos, y después de su rocambolesca peregrinación por el Camino de Santiago en el
verano de 1218, en cuya ocasión había conocido precisamente a Felipe de Lusiñano, que se había
mostrado con él tan cortés como misterioso.
En aquel momento entró en la sala una tanda de camareros cargados con garrafas y bandejas, los
cuales, tras repartirse ordenadamente por los flancos de la mesa, sirvieron el primer plato de bufé:
fruta y manjares fríos. Ignacio se dispuso a afrontar uno de los ceremoniales más elaborados de la
corte castellana: una cena compuesta, según la usanza, por más de una decena de platos.
Personalmente, habría preferido compartir una comida frugal con unos pocos comensales, a poder ser
en la penumbra de una taberna. De repente, sintió nostalgia de su hogar y, sobre todo, de su mujer
Sibila. No la veía desde hacía meses, y el haberla dejado de nuevo sola le producía remordimiento
de conciencia.
«Soy un pésimo marido», se dijo para sus adentros, y durante un momento trató de imaginar lo
que estaría sintiendo ella, en la soledad de una casa vacía, sin la compañía del hombre que había
jurado amarla. Le invadió un malestar intenso y una urgencia incontenible de correr a su lado. Pero
aquella sensación de culpa se desvaneció con la misma rapidez con que la que había venido a
turbarlo. Unos segundos después, el rostro del mercader se tornó impasible. Su racionalidad lo
capacitaba para amar sólo en determinados momentos y dejar a un lado rápidamente cualquier
sentimiento. Cierto, se había alejado de casa por enésima vez, pero no le había quedado otra opción.
Y para espantar del todo aquel acceso de melancolía, se escanció un cáliz con vino especiado.
Entre tanto, Galib había interrogado a Willalme sobre su ciudad de origen, Béziers, que los
cruzados habían atacado a hierro y fuego por dar cobijo a los herejes cátaros. El francés le hizo
saber también que había huido precisamente a raíz de aquel suceso y que se había salvado de
milagro.
—¿Y tus familiares? —preguntó instintivamente el viejo.
El rostro de Willalme se ensombreció.
—Muertos. —Con un gesto de rabia, tomó una manzana y la partió de un tajo—. Mi padre, mi
madre, mi hermana… Todos muertos por los cruzados durante la toma de Béziers.
Galib, que no quería verlo tan abatido, aprovechó una nueva ronda de platos para cambiar de
conversación.
Se pasó del dulce de la fruta y la pasta de almendras al salado de los quesos y las aceitunas.
Aunque el ágape parecía alegre, bajo aquella apariencia de solaz latía una tensión contenida, visible
en los rostros contraídos de algunos comensales. El mercader de Toledo se dio cuenta de ello, pero
no dijo nada a nadie.
—Permítame una pregunta, magister —lo interpeló de repente—. ¿Qué tiene que ver Felipe de
Lusiñano en toda esta historia? Cuando yo lo conocí no pertenecía a la corte de Castilla; vestía el
uniforme de los templarios y había renunciado al título nobiliario.
—Lusiñano es muy apreciado por Fernando III como embajador en Francia —explicó Galib
apartando con una mueca de displicencia una bandeja de carne en salsa agraz—. Llegó a esta corte
hará unos siete años y desde entonces se ha conducido siempre de manera impecable, hasta el punto
de que Su Majestad ha favorecido su ingreso en la Orden Militar de Calatrava y conseguido que le
den una encomienda.
—Y dígame, ¿quién es el dominico sentado a la derecha del rey?
Aquellas palabras produjeron un ligero sobresalto en el anciano; pero el mercader no se
asombró. Había reparado en las frecuentes miradas que lanzaba hacia aquel personaje tenebroso.
—Es Pedro González de Palencia, confesor de Su Majestad —respondió Galib—. Fernando III
no da un paso sin consultarle antes.
—He oído hablar de él. Tiene fama de ser un profundo conocedor de las Sagradas Escrituras. —
Ignacio se permitió una sonrisilla maliciosa—. ¿Me quiere decir por qué lo mira con tanta aversión?
—El padre González no es una persona franca y directa. Es demasiado medido, demasiado
calculador. Además, creo que está al corriente de particulares sobre el secuestro de Blanca de
Castilla que no conoce nadie. Sabe más cosas de lo que da a entender; en realidad, ha sido él quien
ha convencido a Su Majestad para que se embarque en esta empresa.
Ignacio frunció el ceño. En efecto, tras la conversación mantenida con Fernando III había
empezado a albergar algunas dudas. ¿Por qué el rey de Castilla debía acudir a socorrer a la regente
de Francia, aunque fuera pariente suyo? Esa medida podría ser considerada como una intromisión
política en las disputadas tierras del Languedoc. ¿Cómo entender que, tras la muerte de Luis VIII, la
corte parisina no hubiera conseguido hacerse con el control de la situación? ¿No había en Francia
suficientes caballeros para socorrer a la reina? Y, ¿qué ventajas podía obtener el padre González
ejerciendo su influencia en tierras occitanas? ¿Qué significaba exactamente aquella expedición contra
el conde de Nigredo?
Como no quería mostrar su preocupación, empezó a picotear en la comida que le habían servido,
una «pastilla» de pichón envuelta en una corteza perfumada con canela. Por su parte, Galib pidió que
le sirvieran una simple sopa de centeno con guisantes.
Pero en la mente de Ignacio se arremolinaban demasiados pensamientos para poder mantenerse
callado.
—Magister, háblenos del poseso al que Folco de Tolosa dice haber interrogado.
—No sé más cosas que tú, hijo mío. —Galib se limpió los labios con el borde de la manga—.
No sé dónde ha encontrado a ese poseso el obispo Folco ni lo que ha podido averiguar de él.
Deberás indagarlo tú mismo. Mañana por la mañana partirás con Felipe de Lusiñano rumbo a Tolosa;
pero la misión deberá desarrollarse en el más completo anonimato. Os será entregado un
salvoconducto redactado por el padre González, que entregaréis a Folco en persona. —El tono de su
voz se tornó más grave—. Sin embargo, yo tengo otro encargo que hacerte, además del que ya te ha
hecho el rey.
—Me cogéis por sorpresa.
Las cejas de Galib se arrugaron.
—El asunto es harto complejo. Como te dije, yo ya había oído hablar del conde de Nigredo. Mis
recuerdos se remontan a muchos años atrás, cuando conocí a un castellano del sur de Francia, un
cierto Raymond de Péreille, de la casa de Mirepoix. Fue él quien me habló por primera vez del
conde de Nigredo, al que describió como alquimista; pero yo no di demasiada importancia a aquella
historia, que creí una simple invención. Hasta pasados varios años, no descubrí que el conde existía
de verdad.
—Nos sería de gran utilidad encontrar a ese Raymond de Péreille —terció Uberto.
Galib asintió.
—En realidad, es eso lo que os quería pedir; pero el asunto debe quedar en secreto. No podemos
fiarnos de nadie, ni siquiera de Felipe de Lusiñano, pues se lo contaría todo, con pelos y señales, al
padre González. Y yo no me fío de ese dominico. —Miró a su alrededor con el rostro ensombrecido
por dudas—. El señor De Péreille protege a los herejes, apoya la causa de los cátaros.
¿Comprendéis mis motivos para pediros la mayor discreción?
Uberto examinó el rostro perplejo de su padre, y dijo:
—¿Cómo podemos encontrar a Raymond de Péreille sin ser descubiertos?
—Muy sencillo —repuso Galib—. Uno de vosotros tres, en vez de viajar a Tolosa junto con
Lusiñano, partirá esta misma noche para entrevistarse en secreto con Péreille. Tú, Uberto, creo que
serías el más indicado para dicha empresa.
—Ni hablar —gruñó el mercader—. Mi hijo viaja conmigo.
El anciano no cedió.
—Comprendo tus reticencias, Ignacio; pero si hacéis como digo, evitaréis que os manipulen fray
González y el obispo Folco.
—¿Y si resulta que ese señor De Péreille está compinchado con el conde de Nigredo? —inquirió
el mercader, manifiestamente presa de los nervios—, ¿… que ha sido precisamente él quien ha
secuestrado a Blanca de Castilla? Después de todo, quitar de en medio a la reina de Francia
favorecería la causa cátara.
Galib meneó la cabeza.
—A Raymond de Péreille no le interesa enemistarse con los cruzados franceses, y mucho menos
con la corte parisina —explicó—. Dispone de tan pocos soldados que necesita la protección del
conde de Foix. No dispone de recursos suficientes para organizar el secuestro de una reina. Además,
desde que lo conozco se esfuerza por permanecer en la sombra, lejos del teatro de la guerra.
Uberto plantó los codos sobre la mesa y miró fijamente a su padre.
—El maestro Galib lleva razón —dijo estrechando los ojos como un gato salvaje—. Se trata de
un encargo importante. Además, yo puedo apañármelas muy bien, ya no soy el jovencito ingenuo de
antes. Me entrevistaré con Raymond de Péreille, le sonsacaré las informaciones necesarias sobre el
conde de Nigredo y después acudiré a tu encuentro en Tolosa.
—No estoy del todo convencido —rebatió Ignacio. Sabía muy bien que Uberto se moría de ganas
de ponerse a prueba, pero era su deber poner freno a su impetuosidad—. ¿Dónde se encuentra
actualmente Péreille? ¿A dónde debería dirigirse mi hijo?
La voz de Galib se suavizó.
—A los Pirineos, junto a un famoso refugio cátaro: la roca de Montsegur.
El mercader se mostró más tranquilo.
—Ese lugar se encuentra al sur de Tolosa, a poca distancia del castillo de Foix. Así que Uberto
no tiene más que adelantarse a mí…
—No será arriesgado —abundó el magister empezando a gesticular excitadamente. Parecía
entusiasmado por el nuevo giro que había tomado el asunto y casi estuvo a punto de volcar la sopa de
centeno—. De ese modo obtendréis informaciones seguras, ¡nada que ver con los desvaríos de un
poseso!
Galib pronunció la última palabra en un tono demasiado alto, y un murmullo creciente se fue
apoderando de toda la mesa.
Un infanzón que en ese momento tenía las manos metidas en un guiso amarillento soltó una
carcajada.
—¡Dejadme a mí a ese poseso: veréis cómo en un abrir y cerrar de ojos le hago entrar en
razones! —Algunas risas de fondo lo incitaron a proseguir, y tras lanzar una mirada alrededor,
agregó—. ¡Vaya, vaya, qué oigo! En el extremo de la mesa se cuchichea de alquimia, de posesos y de
otras majaderías parecidas. Como si un rey tuviera que recurrir a semejantes granujas para gobernar.
—Cogió un puñado de arroz y lo introdujo en la salsa, sin reparar en que metía los dedos hasta los
nudillos—. ¡Ni cuchicheos ni libros llenos de polvo! Bastan una espada y un buen caballo para
derrotar a Satanás. Pero no, ¿de quién nos fiamos? De un viejo baboso y un torvo mozárabe. Sí,
señores, ¿es que no los habéis reconocido? Un mozárabe, eso es lo que es ese Ignacio de Toledo, un
chacal que ha venido a embrujarnos con sus subterfugios.
—No hagáis caso de ese animal —aconsejó Galib, también él mozárabe—. Está más borracho
que una cuba.
Pero el caballero prosiguió con su arenga:
—¡Mirad a nuestro mozárabe, cómo come de gorra! ¡A quién le importan las patrañas de un
nigromante! A mí me bastan estas manos para dejar fuera de combate a cualquier alquimista.
Ignacio no fue indiferente a aquellas palabras pronunciadas por un guerreador del rey de Castilla.
El nerviosismo por el nuevo encargo de Uberto removió su sangre fría, además de que entrevió una
posibilidad de aprovechar la situación a su favor; así que dio un puñetazo en la mesa y dijo en voz
alta:
—Este gracioso caballero parece versado en ciencias ocultas —empezó con tono jocoso. La
atención general confluyó rápidamente en su persona.
El guerreador vomitó en el guiso el puñado de arroz, sofocó un eructo y se puso de pie.
—¿Pero qué dices tú, baboso medio árabe? Un caballero cristiano sabe siempre distinguir entre
el bien y el mal.
El mercader abrió los brazos, simulando estupor.
—¡Diantre, pero si me encuentro en presencia de un gran magister…! —Esperó el eco de alguna
risita en la sala, luego prosiguió con la pantomima—. Seguro que conoce bien los cultos de los
herejes y los secretos de la alquimia.
—¡En mi vida he tenido nunca necesidad de conocer nada! —exclamó el infanzón gesticulando
con las manos manchadas de salsa—. No necesito de la sabiduría de un dominico para reconocer a
un hereje o a un nigromante cuando lo tengo delante. ¡Y esto vale también para ti, mestizo sarraceno!
—Debió de darse cuenta de que había metido la pata con lo del dominico porque se retractó
enseguida—. En caso de incertidumbre, pediría consejo a un buen fraile.
—¿Y sois capaz de distinguir entre un fraile y un hereje, o entre un filósofo y un alquimista? —
Ignacio esbozó un guiño burlesco mientras levantaba el índice—. Tened cuidado, señor mío. Si
razonáis de ese modo, antes o después podríais terminar arrodillándoos incluso delante de un asno.
Aquella broma levantó una ola de risotadas por toda la mesa. Los mismos comensales que habían
animado al guerreador pendían ahora de los labios del mercader.
El infanzón escupió un insulto y sin pensarlo dos veces desenvainó su daga y se dirigió a Ignacio
en estos términos:
—¡Veremos, miserable, si tienes aún ganas de bromear cuando te haya cortado la nariz y las dos
orejas!
Impasible a la amenaza, el mercader lanzó una mirada en dirección a Fernando III y sus
comensales más próximos. Por su parte, Willalme asió el mango del puñal árabe que tenía ceñido a
su cintura dispuesto a intervenir, pero no hubo necesidad. La escena la interrumpió el sonido de una
voz autoritaria.
—¡Caballero, envaine inmediatamente esa arma y vuelva a ocupar su asiento! —El padre
González de Palencia, que se había levantado como un resorte de su silla, lo estaba mirando con
desdén—. Ya ha dado suficientes muestras de villanía.
—Éste me ha insultado —ladró el armígero apuntando la daga hacia Ignacio.
—Él se ha defendido de vuestras injurias diciendo la verdad. Sois un bruto que lo único que sabe
es empuñar un arma. Cualquier patán con un poco de salud aprendería a hacerlo con igual maestría.
—González intensificó su mueca de desdén—. Obedeced si no queréis que os pongan los grilletes.
Ante semejante amenaza, el caballero se amansó, bajó la cabeza y volvió a sentarse
refunfuñando. El dominico lo siguió con mirada imperiosa y volviéndose a Ignacio articuló:
—Señor, en nombre de Su Majestad y de esta corte, permítame manifestar pesar por lo sucedido.
En caso de que os sintáis ofendido, ese caballero desconsiderado no dudará en presentaros sus
disculpas.
—No es necesario, padre González —contestó Ignacio con tono seráfico—. Os doy las gracias
por haberme defendido, y a Su Majestad por haberos permitido hacerlo.
El fraile predicador esbozó una sonrisita de curiosidad.
—Ah, veo que conocéis mi nombre.
—Creo que es un deber inexcusable de cualquier invitado informarse sobre la identidad de quien
se siente a la derecha del dueño de la casa.
—Admiro vuestra sutileza, maestro Ignacio. —El padre González lo escudriñó con una mirada a
la vez profunda y discreta—. Yo aprecio a los hombres de pensamiento, como me considero a mí
mismo. Cuando años ha me quedé cojo al caer de un caballo, me di cuenta de la excesiva importancia
que le daba al cuerpo y a la vida material. Es en la mente donde reside la verdadera fuerza, y espero
que sepáis usarla en el momento oportuno, pues el maligno está infligiendo un grave golpe a la
cristiandad. —Agarró con fuerza el borde de la mesa, como si fuera a partirla—. Occidente está
siendo víctima de innúmeros flagelos: las hordas sarracenas, la herejía cátara, las epidemias. ¿Qué
ocurriría si viniera a faltar Blanca de Castilla, espada del Señor y perseguidora de los herejes?
¿Quién se ocuparía del reino de Francia? No ciertamente el joven delfín, demasiado inexperto. El
reino caería en manos de los arrogantes condes occitanos y de sus protegidos, los cátaros, que no
dudarían en extenderse como escarabajos hasta el sur de los Alpes y allende los Pirineos,
inficionando los reinos de Aragón y Castilla.
—¿Qué sugerís para remediar todo esto, reverendo padre?
Las manos del dominico se abrieron cual alas de paloma y volvieron a juntarse con firmeza.
—Acudid raudos a Tolosa y pedidle consejo al obispo Folco. Él, que a través de un exorcismo
ha sabido entrever la verdad de los hechos, os pondrá en el buen camino. Le presentaréis una carta
mía, que ya he confiado a mosén Felipe, en la que confirmo vuestra buena fe y vuestra vinculación a
la corte castellana. Además, cuando hayáis llegado a destino os beneficiaréis de la escolta de los
caballeros de Calatrava. Diez han partido ya hace dos días y se unirán a vos en las inmediaciones de
Tolosa.
—Ahora me siento más tranquilo —dijo Ignacio, en realidad nervioso por aquella última
revelación. «Demasiada gente por medio», pensó.
—Seréis recompensado como corresponde por este servicio —concluyó González—. Sin contar
con que vuestra alma saldrá muy beneficiada con ello. El paraíso les está asegurado a los servidores
de Cristo.
El mercader inclinó la cabeza fingiendo sentirse profundamente honrado. Su pequeña puesta en
escena había funcionado a la perfección. Al provocar la ira del obtuso guerreador, había logrado que
interviniera el dominico, pudiendo así comprobar su pensamiento y su influjo en la corte, los cuales
le parecieron cualquier cosa menos desdeñables.
González esperó un gesto de Fernando III para volver a sentarse.
Al final de la cena desfilaron más platos del bufé, tras lo cual los sirvientes dispusieron, al borde
de la mesa, una línea de palanganas llenas de agua a fin de que los comensales pudieran lavarse las
manos.
Galib, que concluyó la comida con un zumo de grosella, informó al mercader de que pasaría la
noche, junto con sus compañeros, en una habitación situada en la parte baja de la torre. Después,
volviéndose a Uberto, le dijo:
—Espero que no estés demasiado cansado, muchacho. Mañana vendré a llamarte antes del alba.
Dicho lo cual, el rostro del magister dibujó una mueca de inquietud, asemejándose vagamente a
una máscara de cera.
3
La noche había caído sobre el castillo de Andújar. La mayor parte de sus habitantes dormían
profundamente, en medio de un silencio esporádicamente turbado por los pasos de un centinela o los
versos átonos de un animal lejano.
El mercader de Toledo se hallaba, junto con Uberto y Willalme, en una estancia situada a los pies
del torreón. Los tres estaban acostados en sendos lechos de paja; pero pensando en lo que les
aguardaba, no lograban conciliar el sueño.
De repente, se oyó un golpe en la puerta.
Uberto abrió un ojo y escudriñó la oscuridad. Aquella señal era para él. Se puso en pie
completamente vestido y, procurando no tropezar con los compañeros tumbados a ambos lados,
alcanzó la puerta.
Galib emergió de la oscuridad portando en la mano un candil encendido.
—Rápido, hijo, no vaya a ser que alguien me vea —susurró jadeante.
Uberto le dejó entrar y reparó enseguida en su paso vacilante. Ya no parecía tan ágil como unas
horas antes, sino un viejo exhausto y titubeante.
Galib dirigió la luz hacia las paredes y pudo ver un mobiliario espartano consistente en un sillón,
un arca y tres camastros. El rayo de luz se posó finalmente en el somnoliento rostro de Ignacio.
El mercader le dirigió un saludo.
—¿Todo listo, magister?
—Sí, por supuesto. —Una chispa atravesó los ojos del anciano—. Tu hijo debe seguirme hasta
los establos.
Willalme se puso en pie de un salto.
—Os acompaño, para más seguridad.
—No —se opuso Galib—. Abultaríamos más. Los espías de González… —Antes de terminar la
frase, perdió el equilibrio, como a punto de marearse.
—Vos no estáis bien, magister —declaró Ignacio con tono sospechoso y, aguzando los ojos en la
semioscuridad, vio que estaba muy colorado y empapado en sudor—. Esas manchas en el rostro…,
esa respiración tan irregular… Algo os pasa.
—Nada grave —lo tranquilizó Galib, apoyándose en una pared—. Una ligera indisposición. Ya
sabes, a mi edad… —Trató de sonreír.
Cuando el anciano se hubo recuperado, Willalme se acercó a Uberto y le estrechó la mano.
—Que tengas un buen viaje, amigo mío. —Y con un gesto inesperado y algo cortado, le ofreció
su puñal árabe—. Podría servirte.
El joven observó el objeto enfundado en una vaina de marfil.
—Pero si es tu jambiya. No puedo aceptar semejante regalo…
El francés dejó caer el arma entre las manos de Uberto para que la agarrase.
—No pongas reparos; ya sabes que no me gusta darle muchas vueltas a las cosas. Me la
devuelves cuando nos volvamos a ver.
El mercader lanzó una última mirada al vacilante Galib y luego se acercó a su hijo para
estrecharlo contra su pecho. Aquel gesto sencillo, pese a estar dictado por sentimientos normales,
sinceros, le resultó difícil. Manifestar afecto le suponía cada vez más esfuerzo y apuro.
Uberto se liberó.
—Padre, no sigas. Tenía quince años cuando me abrazaste la última vez.
—Ándate con mucho cuidado, hijo mío —le pidió Ignacio—. Si te ocurriera algo, no me lo
perdonaría jamás.
—No temas, actuaré con rapidez y buen ojo. Nos vemos en Tolosa. Es probable que yo me
encuentre ya allí en el momento de tu llegada. Si no fuera así, espérame o deja indicación sobre
dónde encontrarte.
El mercader asintió.
—En caso de un contratiempo, dejaré un mensaje para ti en la hospedería de la catedral.
—Lo recordaré.
La voz de Galib sonó con tono sombrío:
—Es hora de partir.
Tras un último saludo, Uberto se acomodó el talego en bandolera y salió de la estancia tras los
pasos del magister.
El anciano y el muchacho salieron de la torre del homenaje y fueron esquivando con cautela los
puestos de los centinelas hasta llegar al patio de armas; una vez allí, prosiguieron protegidos por las
sombras de la vegetación. Galib jadeaba cada vez con más fuerza; Uberto acudió a sostenerlo pero
como el anciano se negó, se limitó a seguirlo de cerca, redoblando la atención. En el espacio de unas
horas, la idea que tenía de él había cambiado varias veces. Como le ocurría a menudo cuando se
encontraba con eruditos o cortesanos, no le resultó fácil comprenderlo enseguida. Al principio, lo
había tenido por una persona ambiciosa y un punto sospechosa, deseosa sobre todo de congraciarse
con el rey; después, en la mesa, le había parecido una persona temerosa e inquieta; finalmente,
descubrió en él muestras de una gran inteligencia y de un sincero afecto hacia Ignacio. Sólo ahora
creía tener formada de él una idea precisa: Galib era terco y orgulloso, y nada miedoso sino más bien
previsor, sobre todo persuadido de actuar por el bien común. Pero Uberto estaba también convencido
de que le ocultaba algo.
La silueta del anciano seguía arrastrándose por la hierba con la obstinación de un soldado herido.
Su conducta no tenía nada que ver con una puesta en escena ni con el capricho de un sabio aburrido;
era la de quien tiene una misión que cumplir a toda costa. Precisamente por aquel motivo, y por la
dignidad de aquella conducta, el joven se había fiado de él y había decidido secundarlo sin pedirle
demasiadas explicaciones.
Tras un breve trecho, llegaron a un pequeño edificio de piedra y barro. El magister se apoyó en
la jamba de la entrada y miró alrededor.
—Entra deprisa —instó.
Uberto franqueó el umbral y fue recibido por un fuerte olor a heno y a estiércol animal. La luz de
la luna se infiltraba por las fisuras de los muros, iluminando las paredes, donde pendían aperos de
caballerizo y arneses ecuestres para la caza, la guerra y los desfiles.
El anciano atravesó toda la estancia.
—Sígueme.
Superada una especie de antecámara, llegaron al interior de una cuadra, y por primera vez desde
que habían salido del torreón, Galib dirigió al joven una mirada cómplice.
—¿Te gustan los caballos?
—Pues…, sí —contestó Uberto.
E l magister se acercó a un magnífico semental negro ya ensillado, le acarició la crin y a
continuación se aseguró de que las riendas y la silla estaban bien sujetas.
—Con éste viajarás veloz.
Era un caballo de raza. No era uno de esos robustos corceles turcomanos importados en España,
idóneos para sostener el peso de guerreros acorazados; recordaba más bien a los corceles árabes, si
bien poseía mayor envergadura y patas más robustas.
—Un espléndido ejemplar —reconoció Uberto.
Galib sonrió con orgullo.
—Se llama Jaloque, en árabe saláwq, que quiere decir «viento del mar». Me lo dio el califa Abú
al-Alá Idrís al-Mamún, señor del Magreb, a cambio de unos tratados de astrología. Los arqueros
bereberes cabalgan sobre animales de la misma raza… Ahora es tuyo.
El joven hizo una inclinación de agradecimiento y se acercó al caballo. Le acarició el hocico y el
cuello y después reparó en un arco de caza sujeto en el arzón trasero.
—Simple precaución —explicó Galib, ofreciéndole una aljaba de cintura—. Podría serte útil.
Uberto asintió. Se ajustó la aljaba al costado derecho, enfiló un pie en el estribo y subió a la
grupa con una pirueta. El corcel pateó el suelo, sacudió la cabeza y emitió un relincho.
—Contigo no harán falta espuelas, ¿verdad, Jaloque? —susurró el joven a la oreja del animal
mientras le acariciaba la crin—. Pareces impaciente por lanzarte al galope.
Galib, nuevamente serio, extrajo un pliego de su manga izquierda y se lo ofreció con cierta
urgencia.
—Entregarás esta carta a Raymond de Péreille a tu llegada a la roca de Montsegur. En ella le
pido que te ponga al corriente de sus noticias sobre el conde de Nigredo y también te dé copia de un
raro manuscrito alquímico que obra en su poder: el Turba philosophorum. Creo que podría revelarse
muy útil, tanto para ti como para tu padre, en orden a comprender los movimientos del enemigo. Y
descuida, que el señor De Péreille me conoce desde hace mucho tiempo y no dudará en ayudarte.
—Haré como decís, magister.
—Muy bien, hijo. Ahora escúchame atentamente: cuando te encuentres fuera de este castillo, no te
dirijas hacia la salida principal del recinto sino hacia el lado opuesto. Sigue la muralla hasta que
encuentres una pequeña verja. Allí te espera un par de centinelas que se han puesto de acuerdo
conmigo. —Dicho lo cual, le entregó una escarcela llena de monedas—. Entrégaselas y te dejarán
pasar sin la menor vacilación.
Uberto tomó la escarcela, la sopesó y se la ciñó a la cintura, junto a la jambiya.
—Dígale a mi padre que me espere en Tolosa. —Espoleó al caballo y salió de las caballerizas al
trote.
Mientras el anciano lo veía alejarse, un repentino dolor en el pecho lo obligó a arrodillarse en el
sueño.
—¡No lo olvides! —gritó mientras apretaba con rabia un puñado de paja—. ¡No olvides el
Turba philosophorum!
Uberto, ya lejano, hizo señas de haber comprendido, pero no se volvió.
La silueta del joven caballero, cada vez más distante, se desvaneció en medio de la noche.
Mientras trataba de volver a sus aposentos, Galib se dio cuenta de que le quedaba muy poco tiempo
de vida. Un veneno misterioso le estaba emponzoñando el cuerpo. Tal vez lo había ingerido durante
la cena, mezclado con la sopa de centeno o con el zumo de grosella. O tal vez se lo habían
suministrado después, durante el sueño, antes del encuentro secreto con Uberto. En cualquier caso, la
maldita sustancia estaba empezando a dañar gravemente su percepción de la realidad.
Las luces de las antorchas emergían por entre las sombras con una intensidad deslumbrante,
alargándose como la baba de un caracol. Un olor a resina y salitre le subió por la nariz, un olor
amplificado, repugnante; una creciente sensación de mareo le impedía caminar a paso normal; cada
vez le costaba más respirar…
Por eso había mostrado tanta prisa con Uberto, a riesgo de parecer brusco y hasta sospechoso.
Hacía aproximadamente una hora que notaba síntomas de intoxicación, y su experiencia en la materia
le inducía a atribuirlos sin ninguna duda a un envenenamiento. Había tenido que debatirse y actuar
mientras le quedaba lucidez. Y lo había conseguido. Había conseguido poner al joven en el buen
camino.
Ahora no le quedaba más que llegar a sus aposentos y consultar un libro en busca de un antídoto
apropiado, aunque en el fondo lo considerara un esfuerzo prácticamente vano. Pero antes tenía que
encontrar aún la manera de informar a Ignacio acerca de sus sospechas.
El camino que reconducía al torreón parecía interminable, y un calor opresivo en el rostro y el
pecho lo obligaba a detenerse constantemente para coger aliento. De repente, durante una de sus
enésimas paradas, se encontró con una figura envuelta en una capa negra.
El encuentro fue tan inesperado que el anciano reculó bruscamente, con sumo riesgo de tropezar y
caer hacia atrás.
—¿Quién sois? —preguntó; pero enseguida cayó en la cuenta—. Ah, os conozco…
—Bien —repuso el encapuchado—. Así os sentiréis más confiado para revelarme a dónde habéis
enviado al muchacho con tanta precipitación.
—Vos… Maldito… —El anciano se llevó la mano al pecho—. Así que sois vos quien me ha
envenenado…
—Sois muy perspicaz, magister. Leéis el interior de las personas como si fuera un libro. —La
figura avanzaba hacia él lentamente—. A propósito de libros, imagino que sabéis qué es lo que ando
buscando. Vamos, decidme de una vez dónde se halla el Turba philosophorum.
Galib retrocedió por segunda vez.
—No os diré nada.
—Paciencia. —Suspiró el encapuchado—. ¿Queréis saber una cosa? La dosis de veneno que os
he administrado no sería letal en un hombre sano, pero vos sois un hombre decrépito. Tal vez sea ya
cuestión de segundos… A lo que parece, ya respiráis con fatiga…
El magister estuvo a punto de desmayarse, pero en un alarde de autocontrol, se apoyó en una
pared. En aquel momento, en un último destello de lucidez, vio algo que centelleaba en el cuello del
hombre de la capa: un colgante dorado que reproducía la forma de un insecto de ocho pies.
—¡El símbolo de Airagne! —exclamó aterrorizado—. Qué lugar tan maldito…
—Sí, el castillo de Airagne —corroboró la sombra, que avanzaba amenazante.
—Airagne, la morada del conde de Nigredo… ¡Ah, claro! Entonces vos…
—Veo que sabéis muchas cosas, magister. Mejor dicho, «demasiadas» cosas. —Dicho lo cual,
el encapuchado se abalanzó sobre el anciano.
Éste, presa ya del delirio, no vio una figura humana avanzando hacia él sino ocho patas largas y
finas guiadas por ocho ojos bulbosos, que relucían en la oscuridad.
—¡Airagne! —trató de gritar desafiando la sensación de sofoco, pero una indecible repugnancia
agarrotó su garganta. Al sentir encima aquel ser monstruoso, una ola de espanto y de terror se
apoderó de él, y su corazón dejó de latir.
4
Castillo de Airagne
Primera carta – Nigredo
Mater luminosa, escribo estas cartas en honor a ti, que fuiste mi buena nodriza y maestra. Tu historia sobre el
jardín de la alquimia no fue mendaz. Yo encontré aquel jardín en la sombra del claustro, más allá del tétrico
portal de Nigredo. Así nombran la primera fatiga de la obra, por lo que el estado en que se encuentra la materia
para forjar es aún negro e imperfecto. Esta negrura me recuerda la lana basta, que carece de forma y de gracia.
Nadie le daría más valor que a una onza de tártaro, pese a esconder unas dotes admirables. Un gran secreto se
esconde en Nigredo, el pardo vientre de la tierra.
El cardenal Romano Frangipane esbozó una mueca dubitativa y volvió a meter la carta en el cofre en
el que la había encontrado, junto a otras cartas aún sin abrir. ¿Quién podía haber escrito semejante
delirio? Sin duda, una monja enloquecida por tanta clausura o cualquier otra beata.
Las pulsaciones en su párpado izquierdo anunciaban la llegada de un dolor de cabeza. El prelado
exhaló un suspiro y se resignó a acoger el dolor, inevitable consecuencia de sus cambios de ánimo.
Aunque padecía aquellos ataques desde la juventud, últimamente se habían agudizado, obligándolo a
buscar refugio en la oscuridad y el silencio más completos.
Después de todo, se dijo, el agravamiento de los trastornos nerviosos era algo normal en ciertas
situaciones, especialmente en un estado de cautividad. Hacía varias semanas que se pudría en el
interior de aquella torre, o tal vez meses; difícil saberlo con seguridad. El ajimez dejaba ver un cielo
neblinoso, plúmbeo, cubierto de humo negro que no dejaba distinguir las fases del día. Ya era
bastante milagroso mantener la lucidez y el raciocinio.
Un resonar de pasos ligeros anticipó la aparición de una dama con cabellos rojizos recogidos en
un moño. Frangipane le dirigió un saludo obsequioso, después tensó su cuerpo macizo y entrelazó los
dedos sobre el vientre, exhibiendo seis anillos de oro.
—Su Majestad parece estar preocupada —observó el prelado.
—¿Cómo podría no estarlo, Eminencia?
El cardenal notó una punzada en su sien izquierda, seguida de una ráfaga de pulsaciones en la
frente.
—No os desalentéis, mi querida reina. Sois Blanca de Castilla, la reina de Francia. Pronto
vendrán a socorreros.
La dama le lanzó una mirada de desaprobación.
—Cardenal de Sant’Angelo, ahórrese las frases manidas.
Al oír aquellas palabras, el dolor de cabeza de Frangipane se agudizó, lo que le produjo el deseo
de agarrar a aquella mujer por el cuello y estrangularla. Fue un impulso violento, como violenta era
la aversión que sentía hacia ella, hacia su halo de sensualidad y soberbia. No en vano en algunos
círculos de la corte la llamaban dame Hersent, la loba de la fábula sobre el zorro Renard. En aquel
momento, él la veía precisamente así, como una mujer insolente y lujuriosa.
Mientras se desenredaba aquel ovillo de emociones, el cardenal legado contempló la
eventualidad de abofetear a dame Hersent como a una ramera de cuatro perras, pero luego se
autoimpuso la calma, apretó los dientes y esbozó una sonrisa paternal.
—Su Majestad debe mostrar paciencia y aguante. Ya veréis cómo muy pronto vuestro ejército
pone sitio a este castillo y el conde de Nigredo se ve obligado a liberaros.
—No es tan sencillo. —Blanca avanzó hacia el prelado contoneándose en su vestido azul. Aún no
había cumplido cuarenta años y, aunque hacía poco que había dado a luz a su undécimo hijo, parecía
más fresca que una rosa—. ¿Fingís no comprender? Nuestro ejército se encuentra disgregado y dando
tumbos, sin control, por el Languedoc. El lugarteniente Humbert de Beaujeu, que estaba al mando, se
encuentra encerrado junto con nosotros en esta torre.
El cardenal de Sant’Angelo se vio de nuevo asintiendo, incapaz de apartar los ojos de aquella
mujer. El dolor de cabeza le estaba produciendo un leve mareo que suavizaba la brutalidad anterior.
E incluso se permitió otras fantasías. Imaginó que le acariciaba el cuello y después seguía, bajo los
ropajes… Apretó el índice y el pulgar contra sus lóbulos frontales, como para impedirle a la cabeza
que se partiera en dos. ¿Por qué lo atormentaban unos deseos que no había experimentado nunca?
¡Ah, si pudiera meter la cabeza en agua helada! Combatió aquellas pulsiones malsanas y se esforzó
por hablar con tono ecuánime:
—Alguna otra persona habrá sustituido con toda seguridad a Humbert de Beaujeu, nuestro
lieutenant, y habrá tomado las riendas de las milicias.
—Tal vez tengáis razón —convino Blanca, que no parecía percibir sus tormentos interiores—.
Pero decidme, ¿no tenemos ninguna noticia de nuestro carcelero?
—No se ha dejado ver todavía.
—No comprendo. —Suspiró Blanca.
El cardenal de Sant’Angelo asintió.
—La situación no deja de ser extraña: el conde de Nigredo no ha manifestado aún sus
intenciones. Se limita a mantenernos prisioneros. Probablemente esto le baste para conseguir sus
propósitos.
—¿Qué queréis decir?
Con la mirada opaca, Frangipane abrió los brazos.
—Manteniendo prisioneros a la reina, al cardenal legado que la asesora y al lugarteniente del
ejército regio, el conde de Nigredo cree tener neutralizada a la corte de Francia. —Apoyó las manos
sobre sus muslos robustos. Desde hacía unos instantes, el dolor de cabeza había empezado a
aliviarse, y ahora se daba cuenta de haber recuperado el dominio de sí—. Después de todo, tras la
muerte de vuestro marido, la lealtad de los barones del reino se ha desmoronado. Muchos de ellos se
han vuelto corruptos e indignos de vuestra confianza.
—Ya lo eran antes, Eminencia. Mi intención de proseguir la Cruzada en el Languedoc tenía como
objetivo precisamente vincularlos a la Corona. —Blanca hizo una mueca de desconsuelo—. Vos
mismo me asesorasteis sobre este particular, ¿no lo recordáis? Gracias a la Cruzada habría sometido
a la nobleza y me habría ganado el favor de la Santa Sede.
—Y así ha sido, en efecto —corroboró el cardenal—. Por otra parte, yo estoy convencido de que
detrás del nombre del conde de Nigredo se esconde un miembro importante de la nobleza que os es
hostil.
—¿Y es por eso por lo que no se nos ha formulado ninguna petición de rescate?
—Probablemente, mi querida reina. —Frangipane miró a su alrededor, buscando algo entre las
sombras de la estancia—. Pero ¿se puede saber dónde se ha metido Humbert de Beaujeu? Hace
varias horas que no lo veo.
Antes de contestar, Blanca se acercó a un ajimez en busca de un rayo del sol. Pero sólo vio
niebla. El prelado la miró con auténtica devoción. Ahora le parecía leve, cuasi etérea, angelical. La
fiera dame Hersent había desaparecido, dejando paso a una criatura indefensa.
—El señor De Beaujeu ha bajado hasta el fondo de la torre en busca de una vía de escape —
reveló Blanca—. Espero que no lo sorprendan los centinelas.
—¡Ese hombre está loco! —exclamó el cardenal de Sant’Angelo, al que no le gustaban las
iniciativas dictadas por el instinto—. Espero que sus ansias de proezas no nos pongan en peligro a
los demás.
Humbert de Beaujeu descendió hasta la parte baja del torreón donde se hallaba prisionero. No fue
tarea fácil; logró burlar la vigilancia de los guardias pegándose a la pared y aprovechando las
cavidades de los muros. Como la entrada principal estaba demasiado vigilada para intentar
franquearla, prosiguió su bajada hasta los sótanos, que encontró inesperadamente vastos e intrincados
y en los que se respiraba un aire caliente y fétido.
Enfiló un corredor que seguía bajando; las antorchas sujetas a las paredes empezaban a ser cada
vez más raras, produciendo una impresión de oscuridad casi total. En cierto punto, se vio obligado a
avanzar a tientas, apoyándose en los muros; después se dio cuenta de que los bloques de piedra
habían dado paso a una superficie irregular excavada en la roca. El corredor había dado paso a una
galería.
El lieutenant prosiguió el descenso, decidido a encontrar una vía de escape para unirse a su
ejército y organizar una contraofensiva. Era preciso actuar si quería salvar a la reina.
La galería desembocó en un portalón cuyos contornos estaban cortados a golpe de pico. Humbert
percibió en su forma algo atávico que lo turbó en lo más profundo. Siguió adelante. Poco después,
una vaharada de vapor acre lo obligó a echarse hacia atrás. Las exhalaciones olían a herrería, pero
eran más intensas, casi irrespirables. Dominó su desconcierto y, protegiéndose la cara con las manos,
avanzó con los ojos cerrados hasta que, para su gran sorpresa, se encontró frente a un parapeto.
Dejando escapar una exclamación de terror, comprendió que se encontraba en lo alto de una bajada
en forma de embudo. Las paredes eran curvas, con unas escaleras esculpidas en granito que
descendían en tramos cada vez más estrechos.
Humbert no tenía idea de dónde podía encontrarse, pero se armó de valor e inició el descenso.
Las escaleras eran empinadas y carecían de barandilla: un paso en falso y se precipitaba al
vacío. Y cuanto más se acercaba al fondo más apretaba el calor. Sin embargo, un tenue resplandor
procedente de abajo, que iluminaba el camino, lo tranquilizó un poco. Prosiguió pegado a la pared,
agarrándose a las protuberancias de la roca, sin dejar de preguntarse a dónde conducirían aquellas
escaleras. El último tramo de la escalera terminó en un espacio salpicado de calderos y tinas de
piedra, de los que emanaban los vapores que lo habían asaltado en lo alto del embudo. Humbert
percibió una especie de reverberación cadenciosa, como una respiración muy profunda, que
recordaba el silbido del viento por entre las cavidades de los montes.
E l lieutenant intentaba orientarse cuando se encontró con un hombre cubierto de harapos.
Caminaba con los brazos tendidos hacia él y la boca abierta en una mueca de alarma. Humbert
consiguió esquivarlo, pero vio que detrás de él venía una caterva de individuos todos parecidos,
unos seres espectrales marcados por quemaduras y mutilaciones diversas. Muchos arrastraban
cadenas o portaban ganchos y otros objetos metálicos.
—¡No os acerquéis, malditos! —exclamó el lieutenant, replegándose hacia la subida.
La caterva siguió avanzando hacia él murmurando una cantilena monótona:
—Miscete, coquite, abluite et coagulate!
—¡No os acerquéis! —se desgañitó de nuevo Humbert de Beaujeu.
Pero la caterva de los parias seguía acercándose.
—Miscete, coquite, abluite et coagulate!
—¡No os acerquéis!
5
Las llamas se alzaron sobre las casas de Béziers, cubriendo el cielo con un manto de humo negro.
Había transcurrido mucho tiempo desde entonces, pero Willalme sentía aún en la cara el calor de las
llamaradas mientras volvía a ver las imágenes de una multitud presa del pánico.
Estaban todos dentro de la iglesia de Sainte Marie-Madeleine. Él era a la sazón un niño y sentía
los apretujones de decenas de cuerpos, casi incapaces de respirar. Tenía fuertemente agarrada la
mano de su madre mientras miraba a su alrededor con la cara ennegrecida por el humo. Cerca de él,
una niña lloraba.
—No tengas miedo, hermanita, yo te protegeré. —Y la acarició.
La niña se tocó ligeramente la cara y lo miró con ojos humedecidos. Una sonrisa.
Después, un retumbo. El portón de la iglesia empezó a temblar, embestido por un ariete. Él gemía
a cada impacto como un animal herido, hasta que el portón se vino abajo en medio de un estruendo
espantoso. Willalme recordó la irrupción de la luz solar, una claridad cegadora que casi le hizo
avergonzarse de haberse refugiado en la oscuridad. Los soldados de la cruz habían entrado y los
refugiados empezaron a gritar y a empujarse unos a otros cual manada enloquecida.
Willalme apretó sus pequeños puños, dispuesto a defender a su madre y a su hermana. No quería
que los soldados las mataran, como habían hecho ya con su padre. Pero, al volverse, no las vio.
No había nadie en la iglesia de Sainte Marie-Madeleine.
Sólo estaba él, en la oscuridad, rodeado de cenizas.
De repente, el retumbo del ariete empezó de nuevo a resonar en sus oídos. Malvado. Funesto.
«Mis recuerdos están hechos de ceniza».
Un retumbo.
Willalme se despertó sobresaltado al ser abatida la puerta de la habitación. Movido por el instinto,
blandió su cimitarra, que había colocado junto al jergón, pero la voz de Ignacio le hizo detenerse.
—¡Enfunda el arma! ¿Quieres condenarte?
Sin comprender lo que estaba sucediendo, vio al mercader levantarse de inmediato e ir al
encuentro de los hombres armados que habían irrumpido en la estancia. Eran los guardias del
castillo. Habían desfondado la puerta sin ningún aviso previo. Debía de haber ocurrido algo grave.
El mercader se acercó al jefe de la guardia con una mueca de indignado estupor.
—¿Qué significa esta intrusión? Exijo una explicación.
—Sois más bien vos, señor, quien debe ofrecernos explicaciones —gruñó el soldado. Miró por
toda la estancia frunciendo las cejas, que eran tan pobladas que le sobresalían como cepillos por la
celada.
—¿Dónde está vuestro hijo?
En aquel momento, el mercader prefirió no mentir.
—Partió anoche por expreso deseo del maestro Galib.
El jefe de la guardia trató de no manifestar ninguna emoción, limitándose a acariciar el pomo de
la espada.
—Eso que decís es absurdo. Venid. Seguidnos sin oponer resistencia.
Ignacio y Willalme se intercambiaron una mirada de sorpresa y desconcierto y accedieron a
dejarse escoltar hasta el exterior del torreón.
Las tonalidades ámbar del alba no matizaban lo más mínimo los rudos rostros de los soldados. El
del jefe de la guardia era particularmente adusto. Sólo dejaba traslucir una absoluta gravedad.
Enseguida llegaron adonde se hallaba reunido un corro de gente alrededor de algo que debía de
yacer en el suelo, a juzgar por la dirección de las miradas. Antes de que Ignacio y Willalme pudieran
descubrir de qué se trataba, se toparon con el infanzón que había ocasionado el altercado de la
pasada cena.
—¡Mirad qué cara más siniestra tiene hoy nuestro medio árabe! Esta mañana no tiene las mismas
ganas de bromear —exclamó guiñando un ojo—. Y hace bien, porque dentro de nada lo vamos a ver
ahorcado.
—Observo, guerreador, que todavía tenéis las manos y la boca manchadas de la comida de
anoche —repuso el mercader sin dignarse a mirarlo. Su mirada estaba fija en el centro del corro,
hasta donde los soldados de la guardia parecían decididos a conducirlo.
A su paso, todos los presentes se hicieron a un lado, e Ignacio pudo ver finalmente el objeto de
tanta atención: el cuerpo de un viejo que yacía sobre el empedrado.
—Magister! —gritó corriendo hacia el cadáver—. ¿Quién ha osado? ¿Qué os han hecho?
Se inclinó delante del cuerpo mientras un torbellino de emociones le oprimía el corazón. Pero la
incertidumbre de la situación le aconsejó mantener la sangre fría. Debía averiguar enseguida qué
había pasado si no quería acabar mal. A juzgar por la expresión de Galib, algo lo había aterrorizado
antes de morir. Sus músculos parecían contraídos, como petrificados, y tenía el cuello y el rostro
completamente cubiertos de manchas rojas, mucho más numerosas que las que le había visto por la
noche. Señales de una congestión, tal vez. Pero lo que le hizo sospechar fue una rebaba verdosa que
rezumaba de la oreja izquierda.
El mercader tocó aquella extraña sustancia, que notó viscosa como la savia de un árbol, la olió y
ya no albergó ninguna duda.
—Herba diaboli —murmuró.
El jefe de la guardia lo sujetó de un brazo.
—¿Qué habéis dicho?
El soldado no tuvo tiempo de añadir una palabra más pues Willalme se le echó rápidamente
encima.
—¡No lo toque! —articuló el francés con tono sibilante, apartándolo del mercader de un
empujón.
—¡Quieto! —le ordenó Ignacio. ¿Quieres empeorar nuestra situación?
Willalme alzó las manos en señal de rendición y esbozó una mueca de contrariedad. El jefe de la
guardia le dirigió un bufido mientras se componía la coraza y la sobrepelliz; a continuación, lanzó
una mirada inquisitiva al mercader.
—Repita, señor. ¿Qué habéis murmurado?
Ignacio observó por última vez el cadáver de Galib, como despidiéndose de él, y se levantó del
suelo cuan alto era: su estatura era muy superior a la de cualquier soldado.
—Herba diaboli —repitió las dos palabras, separando bien las sílabas para que todos
comprendieran—. Se trata de una hierba que provoca alucinaciones y confusión, y que es venenosa si
se emplea en dosis excesivas. También se la llama con el nombre árabe de tatorha.
El soldado repasó con los dedos sus pobladas cejas, como si quisiera encajarlas dentro de la
celada.
—¿Y qué tiene eso que ver con la muerte de nuestro hombre?
El mercader señaló los restos mortales.
—¿Veis las manchas verdes en el cuello y el lóbulo izquierdo del magister? Es lo que queda de
una destilación de herba diaboli que le han introducido en el oído, probablemente durante el sueño.
Si no habéis comprendido todavía, el maestro Galib ha sido envenenado.
—Eso lo comprendo. —Un rayo cruzó por los ojos del jefe de la guardia—. Lo que no
comprendo es por qué lo ha hecho vuestro hijo.
—¿Mi hijo? No sé qué pretendéis decir.
—Anoche lo vieron salir y alejarse de las caballerizas, que están cerca de aquí. —El armígero
indicó un edificio próximo—. Debió de ser él quien mató al magister. Después le robó un caballo y
huyó. Pero no ha podido escapar por el rastrillo principal de las fortificaciones. Nadie lo ha visto
salir.
—Uberto no tenía ningún interés en cometer semejante delito —replicó el mercader mientras veía
cómo el rostro de Willalme se oscurecía de preocupación.
En aquel punto, el guerreador se abrió paso entre la multitud y, apuntando con el índice a Ignacio,
dijo:
—Pero tal vez vos sí teníais interés en matarlo y encargasteis el trabajo a vuestro hijo.
—Yo amaba al maestro Galib. —El mercader lo fulminó con la mirada—. ¿Por qué iba a
envenenarlo con la herba diaboli?
—Ah, seguís nombrando esa planta maldita. —Las facciones vulgares del infanzón se fruncieron
en un gesto de arrogancia—. Eso prueba vuestra culpabilidad. Aparte de vos, nadie de los aquí
presentes ha oído hablar jamás del maleficio con el que se ha cometido el crimen…
—¡Os equivocáis, caballero! —lo interrumpió una voz; pertenecía al padre González de
Palencia, que se acercaba cojeando junto a Felipe de Lusiñano—. Pero la conocéis con otro nombre,
muy difundido por estas regiones: «la hierba de las brujas». Tiene hojas anchas, bayas espinosas y
flores blancas y violáceas, semejantes a embudos pequeños. Dicen que la utilizan las brujas, las
adoradoras de Diana, para realizar encantamientos y para volar.
—Para «imaginar» que vuelan —lo corrigió Ignacio con la mirada más relajada. La aparición de
los recién llegados lo había tranquilizado sin duda—. La herba diaboli provoca visiones vívidas, le
hace a uno soñar con los ojos abiertos, hasta el punto de no poder distinguir entre la fantasía y la
realidad.
—A juzgar por el rostro del pobre magister, en sus últimos instantes de vida no debió de tener
unas visiones muy agradables —refrendó Felipe, acercándose al cadáver.
—Sólo un emisario de Satanás puede haber cometido semejante crimen —sentenció el padre
González mientras una ráfaga de viento templado le arrugaba la capa negra. La luz matutina se posó
en su rostro, revelando las facciones de un hombre que no llegaba a los cuarenta años, muy mal
llevados por cierto. Una senilidad precoz que parecía brotarle de dentro, como si el físico se hubiera
adaptado a una disposición natural del ánimo.
—Estamos, pues, ante un caso de brujería —proclamó el guerreador—. No se hable más. ¡A la
horca! ¡Ahorquemos al mozárabe!
González se le puso delante y, al no encontrarse ya en presencia del rey como la noche anterior,
habló sin necesidad alguna de contenerse.
—¡Calla, idiota! —Aquel dicterio resonante produjo el más completo silencio entre los
presentes. El fraile lanzó una mirada autoritaria en dirección al jefe de la guardia—. ¡Comandante,
prended a este desconsiderado y encerradlo en la mazmorra! Anoche ya quiso también poner a
prueba mi paciencia.
El soldado se llevó la mano al yelmo, como si no supiera interpretar las órdenes.
—¿Queréis decir al mercader de Toledo o…?
—¡No, inepto! Aludo a ese guerreador —se desgañitó González—. Apartadlo de mi vista.
La orden era ya inequívoca, y los guardias actuaron en consecuencia. Asieron al guerreador por
los brazos y se lo llevaron a rastras mientras el malhadado coceaba lanzando imprecaciones.
—¡Fraile, no podéis hacerme esto! ¡Soy miembro de esta corte! Soy más útil que…
—¡Poned fin a vuestra verborrea de una maldita vez! —El tono del dominico delataba un
desprecio visceral—. Vos y los esbirros de vuestra laya sólo sois útiles para cubrir los campos de
batalla de sangre y de miembros tronchados, vuestros o de otros. Ésa es la misión que tenéis
adjudicada en la historia. ¡Cuán mejor sería poder establecer la sucesión de los acontecimientos en
base a la inteligencia y a la mesura que servirse de una panda de fanáticos desprovistos de cerebro!
Descuidad, caballero, que no sois más útil que cualquier otro soldado. Uno más o uno menos… Los
hay a montones…
Concluida la arenga, el religioso se calmó y dirigió la mirada hacia Ignacio.
—Debo departir perentoriamente con Su Majestad —expresó el mercader—. ¿Dónde se
encuentra en este momento? ¿Por qué no está aquí para informarse personalmente acerca del
homicidio?
—El rey Fernando no va a venir. —González se encogió de hombros, dando a entender que su
autoridad era más que suficiente para gestionar la situación—. En estos momentos está participando
en un consejo de guerra. Al parecer, una armada del emir de Córdoba se aproxima por Occidente. Es
preciso arbitrar las medidas más idóneas para rechazarla.
—No temáis, maestro Ignacio —intervino Felipe de Lusiñano—. Tanto el padre González como
yo mismo estamos convencidos de vuestra inocencia. Pero queda por determinar qué ha sido de
vuestro hijo.
—Como le estaba explicando al jefe de la guardia —contestó el mercader—, Uberto partió antes
del alba en una misión encomendada por el maestro Galib.
—Así que al magister lo mataron después de encontrarse con él —comentó Felipe.
—No pudo ser de otra manera.
—Sin duda el asesino sentía interés por la misión encomendada por Galib a vuestro hijo —
dedujo el padre González—. Dígame, maestro Ignacio, ¿de qué misión se trata?
El mercader emitió un suspiro estoico y mintió descaradamente:
—Por desgracia, no tengo la menor idea. Galib mantuvo el mayor secreto. Eso sí, me aseguró que
me hablaría de ello esta mañana. Y como podéis ver, ahora ya no podrá decirme a dónde ha enviado
a mi hijo.
—Comprendo —murmuró González—. En cualquier caso, no hay tiempo que perder. Debéis
partir cuanto antes junto con mosén Felipe rumbo a Tolosa. El obispo Folco os espera. La salvación
de Blanca de Castilla depende de vos.
El mercader hizo una inclinación.
—Como ordenéis, reverendísimo.
—Os espero dentro de una hora en los establos —expresó Lusiñano—. Así tendréis tiempo de
sobra para desayunaros y hacer los preparativos necesarios para el viaje.
—Yo, por mi parte, me ocuparé de la ceremonia fúnebre en honor del pobre maestro Galib y daré
orden para que se investigue a fondo el homicidio —expresó González—. El asesino no va a quedar
sin castigo.
Tras una indicación del dominico, los soldados de la guardia levantaron el cadáver del magister
y lo depositaron sobre un palanquín de madera.
El rostro de Galib, vuelto hacia un lado, pareció recobrar vida por unos instantes; pero fue un
efecto pasajero. Después de izarlo, los hombres se encaminaron hacia el torreón, en dirección a una
iglesita de ladrillos descoloridos por el sol, donde los restos mortales del anciano esperarían la
celebración del funeral.
Ignacio se sumó a la procesión sin decir palabra. Willalme, siempre a su lado, asistió a uno de
los raros momentos en que los ojos de su amigo revelaron sentimientos humanos, sabedor de que
pronto desaparecería cualquier rastro visible.
Unas densas ráfagas de siroco sucedieron a la calidez del alba mientras el sol, ya alto, reavivaba los
colores de los altozanos. Ignacio siguió con la mirada una bandada de flamencos que levantaban el
vuelo a orillas del Guadalquivir. Las aves describieron un arco en el cielo azul y se dirigieron hacia
el ya lejano castillo de Andújar.
A su lado, Willalme, sentado en el pescante, sujetaba las riendas con fuerza.
Felipe de Lusiñano abría el paso a lomos de un caballo blanco, mirando hacia levante.
El viaje había comenzado.
SEGUNDA PARTE
El poseso de Prouille
Ignacio volvió a abrir los ojos con un ligero aleteo de párpados, herido por la luminosidad del sol
mañanero.
—¿Te has dormido? —le preguntó Willalme, que conducía el carro por una carretera
polvorienta.
—Por poco. —El mercader fijó la mirada en el camino, una cinta de tierra roja salpicada de
maleza. El sol se cernía con una intensidad deslumbrante, encandeciendo las piedras sobre la arena.
Lejanos como espejismos, surgían huertos y campos cultivados.
Hacía varios días que habían dejado a sus espaldas las tierras de Castilla; ahora atravesaban los
altiplanos aragoneses en dirección a una población que se elevaba sobre un cerro próximo. Lo
alcanzarían a primeras horas de la tarde.
Lusiñano redujo la velocidad del caballo y se colocó al lado del carro.
—Casi hemos llegado a Teruel. Propongo hacer noche allí.
—Buena idea —convino Ignacio—. Así podremos descansar. Los animales están agotados.
—Queda aún mucho camino hasta el Languedoc —añadió Willalme mientras observaba una
bandada de pájaros negros de aspecto poco tranquilizador que revoloteaba sobre sus cabezas—.
Habríamos empleado menos tiempo haciendo el viaje por mar, costeando Valencia y Cataluña hasta
Narbona.
—Es cierto —admitió Felipe—, pero hace tiempo que los piratas islámicos infestan esa franja
marítima. Sus naves están amarradas en Mallorca, muy a pesar del rey de Aragón. Por eso habría
sido muy arriesgado viajar por mar.
El francés iba a contestar cuando, al bajar la mirada, divisó en lontananza una multitud de
personas que avanzaban en su dirección. Se protegió los ojos de los rayos del sol para ver mejor. A
juzgar por la ropa, parecía una procesión de frailes; pero cuando estuvieron más cerca cambió de
opinión. Había también mujeres y niños.
—¿Habéis visto a esa gente? —preguntó a sus compañeros.
—Parecen venir en nuestra dirección —señaló Ignacio—. Pero no hay que preocuparse: por la
manera como van vestidos se diría que son begardos o penitentes.
—¿Penitentes? —rebatió Felipe con una nota de desprecio—. Un hatajo de pordioseros más bien.
¿No ves lo mal vestidos que van?
Poco a poco, la grey de los harapientos se acercó hasta los tres compañeros. Unos estaban
pálidos y muy delgados, estropeados por el cansancio y la disentería; otros tenían el rostro surcado
de lágrimas o contraído por la desesperación. Ignacio sabía bien que las tierras de España estaban
holladas por vagabundos y peregrinos camino de Santiago, pero nunca se había topado con una
congregación tan numerosa y melancólica. Le pidió a Willalme que detuviera el carro y dirigió un
saludo a un anciano enjuto que, bordón en mano, arrastraba los pies a la cabeza de la multitud.
—¿Quiénes sois? —le preguntó.
—Bons chrétiens —graznó el viejo, cuyo rostro flaco recordaba el de los buitres de los páramos
hispánicos—. No temáis. No vamos a haceros ningún daño; sólo deseamos proseguir nuestro camino.
Lusiñano arrugó la frente.
—¿Bons chrétiens, habéis dicho? A mí me parecéis más bien los llamados «pobres de Lyon»,
secuaces del hereje Pietro Valdo. —Tiró de las riendas del caballo, que empezaba a manifestar
inquietud, y posó la mano sobre el pomo de la espada—. ¿No andáis más bien en busca de un
ministro de Dios para depredarlo?
Las pupilas del anciano se dilataron de espanto.
—No, monsieur, ¡por el amor de Dios! No somos valdenses.
Felipe retiró la mano de la espada pero esbozó una mueca burlona y amenazante.
—Entonces, ¿quiénes sois?
—Bons chrétiens, nada más. —Las manos del anciano se juntaron en signo de súplica—. No
somos gente violenta, no molestamos a nadie…
Ignacio, contrariado por el cariz que estaba tomando la conversación, se expresó de manera más
afable.
—¿De dónde venís?
Aquellas palabras tranquilizaron al anciano, el cual, señalando la población que se alzaba sobre
el monte próximo, contestó:
—Nos han expulsado de Teruel, así que nos dirigimos a otras poblaciones cercanas.
—Pero vos no sois aragonés; tenéis acento provenzal.
—Sí, en efecto: venimos del sur de Francia.
Ignacio lo escudriñó con curiosidad.
—¿Y por qué os encontráis en estas tierras?
Aquella pregunta hizo que los ojos del viejo se encendieran de terror.
—Huimos de los arcontes.
—¿Los arcontes?
—Sí, señor. —El anciano se agarró con aire fatigado al bordón—. Son los guerreros que
marchan bajo el estandarte del Sol Negro y recorren las sendas del Languedoc y de la Provenza
asaltando a cualquier bon chrétien que encuentran en el camino.
Lusiñano se acarició la barbilla con visible recelo. Sin embargo, no se pronunció. Con aparente
indiferencia, se movió al trote alrededor del carro del mercader, tomando nota mental de aquella
conversación, de aquel lugar y de aquellas caras.
Por su parte Ignacio, que no quería detenerse más, levantó una mano en señal de despedida.
—Os deseo buen viaje a vos y a vuestros compañeros. Que el Señor os asista.
—Lo mismo os deseo, monsieur —repuso el anciano.
La grey de los miserables reanudó la marcha y desapareció lentamente por el horizonte.
Teruel se ofrecía a sus ojos con la gracia pudorosa de una rosa del desierto. Las murallas parecían
tener esa tonalidad rojo-avellana de la tierra, como contagiadas por el calor canicular del altiplano;
pero traspasado el cinturón amurallado, los tres hombres pudieron admirar la elegancia de una
ciudad que podría haber sido oriental, con callejuelas sinuosas y torres azulejadas. En su mayor
parte, los palacios eran de estilo mudéjar, mezcla del gusto románico y árabe. Numerosos
musulmanes convivían pacíficamente junto a la comunidad cristiana.
La cuadrilla se abrió paso entre un bosque de edificios y entoldados en busca de una hospedería
donde cenar y pasar la noche, y prosiguió entre una marea de turbantes y capuchas hasta desembocar
en un barrio de artesanos. Tras las fachadas de las tiendas, pelotones de aprendices correteaban de
un horno a otro, afanándose con palas largas por enhornar y deshornar loza de color terroso.
—Casi se me había olvidado que Teruel es una ciudad de alfareros —observó Ignacio mientras
contemplaba la escena.
En vez de contestar, Lusiñano tiró de las bridas y distendió el rostro con una expresión de
compostura. Acababa de salir de la plaza un destacamento de hombres armados guiados por un fraile
a caballo. Era una tropa de infantería erizada de jabalinas: los famosos almogávares catalanes a las
órdenes del rey de Aragón.
Ante tal aparición, la mayoría de los transeúntes se apartaban, unos apretujándose contra los
muros y otros escabulléndose en las bocacalles.
El fraile montado, que avanzaba con gesto altanero, lanzó una mirada desconfiada a los tres
forasteros. Primero escudriñó su vestimenta, luego los arneses del carro y de la cabalgadura de
Felipe, y finalmente detuvo la atención en Ignacio.
—No me parece que seáis de estas partes, señor. ¿Quiénes sois?
—Venimos de Castilla, venerable padre —contestó con cordialidad el mercader—. Acabamos
de llegar a la ciudad y buscamos una hospedería o fonda donde poder pernoctar.
—Hay una muy acogedora cerca de aquí, junto a la gran catedral —informó el religioso—. Pero
no me habéis contestado todavía: ¿quiénes sois?
—Me llamo Ignacio Álvarez de Toledo, y éstos son mis compañeros de viaje. Nos dirigimos a
Francia.
El fraile asintió premioso.
—No he oído hablar nunca de vos, señor; sin embargo, no os asemejáis a las personas que ando
buscando. —Esbozó una mueca de astucia—. Pero podéis servirme igualmente de ayuda.
—Explicaros, os ruego.
El religioso respiró profundamente, como preparándose para entonar un bando público; pero el
tono de su voz resonó calmo:
—Me llamo Juan de Montalbán y sirvo para el tribunal episcopal de Zaragoza en calidad de
testis synodalis; es decir, hago pesquisas en nombre del obispo. Ando tras la pista de un grupo de
herejes huidos de la Provenza. Ya se les ha advertido que se vayan, pero siguen merodeando por
estas tierras. Pues bien, sabed que por ley no toleramos en nuestras diócesis ningún tipo de herejía.
Por eso si disponéis de informaciones al respecto estáis obligados a referirlas, so pena de diffamatio
o excomunión, si no de otra cosa peor.
Como respuesta, Ignacio mostró la inexpresividad de una esfinge.
—¿De qué clase de herejes se trata?
—Cátaros, sin el menor género de dudas. Pero algunos los llaman con el nombre de
«maniqueos», el nombre de sus predecesores orientales, o de «albigenses» —precisó el fraile con
una mueca de desdén—. Se asemejan a una caterva de harapientos. Por lo que he podido saber,
fueron expulsados de esta ciudad ayer por la noche.
En aquel punto, la voz de Felipe resonó cristalina.
—Los hemos visto hace una hora, padre.
El religioso dirigió la mirada hacia Lusiñano.
—¿Estáis seguro?
—Segurísimo —ratificó el caballero levantando la barbilla—. Se alejaban de Teruel en
dirección sureste.
—Muy bien, os estoy agradecido.
Felipe respondió con mirada fiera:
—Era mi deber, padre Juan. Espero que mis indicaciones os sean útiles.
—Lo serán sin ninguna duda.
Tras un saludo expeditivo, el fraile hizo un gesto imperioso, y el destacamento se dispuso en filas
ordenadas, listo para marchar.
Los almogávares, dando la espalda a la plaza, se encaminaron hacia las puertas de la ciudad. A
su paso, la gente los miraba con rostros tensos y bocas medio abiertas.
Ignacio, asegurándose de que nadie lo oía, se volvió hacia Lusiñano con tono de reprobación.
—Me maravilláis, señor. Acabáis de condenar a esa pobre gente.
El caballero se encogió de hombros.
—Era nuestro deber hacerlo. Un edicto regio condena al exilio a todos los herejes que se
encuentren en tierras aragonesas.
—Conozco bien ese edicto. —El rostro del mercader se oscureció mientras observaba a
Willalme, que agarraba con rabia las riendas—. Lo publicó hace varios años Pedro II de Aragón.
Prevé unas sanciones despiadadas. Los herejes que violen las prescripciones serán quemados en la
hoguera. —El tono de su voz se volvió grave—. ¿No os remorderá la conciencia esta noche al pensar
en el llanto de esos niños?
Lusiñano frunció la cara con una mueca cínica.
—En absoluto. En mi calidad de templario y de caballero de Calatrava, he debido tomar a
menudo decisiones mucho más drásticas. —Espoleó al caballo, manifestando cierto nerviosismo en
sus movimientos—. Dejemos esta cuestión y vayamos al encuentro de un alojamiento. Debo mandar
un despacho al padre González de Palencia comunicándole nuestra posición.
Ignacio escudriñó el rostro de Felipe y por primera vez descubrió que su dureza no escondía
bondad de alma sino que era una simple máscara de sadismo. Podía tolerar que aquel caballero
manifestara de vez en cuando una actitud mojigata, pero en modo alguno podía ser indiferente a
semejante maldad; así, experimentó un gran fastidio al pensar que estaba obligado a colaborar con
aquel hombre. Willalme, por su parte, empezó a alimentar hacia Lusiñano un odio instintivo,
destinado a crecer desmesuradamente.
Hacia el anochecer, a poca distancia de Teruel, se elevó una columna de humo negro alimentada por
llamas y gritos desgarradores.
7
A lomos del veloz Jaloque, Uberto atravesó las mesetas castellanas de un tirón. Encontró sin
problemas el camino aragonés y franqueó los Pirineos por un punto próximo al puerto de Somport, o
summus portus, para pasar a territorio francés. Como era la primera vez que viajaba solo, sentía una
inmensa euforia mezclada con una fuerte sensación de libertad. También le parecía estar compitiendo
con su propio padre. Quería llevar a buen término la misión encomendada; se le adelantaría en
Tolosa para demostrarle su valor. Pero todo ello era sólo una parte de la verdad. Se trataba ante todo
de una apuesta consigo mismo. Durante muchos años, había seguido a Ignacio en busca de mercancías
sagradas y profanas, desplazándose desde las ciudades marineras hasta los mercados del centro de
Europa, y su padre se había encargado de que aprendiera todo lo que había que aprender sobre los
lugares visitados y los más diversos aspectos del saber. Así, se volvió un joven cada vez más capaz
y más sagaz. Sin embargo, esos recuerdos escondían también aspectos desagradables; por ejemplo,
Ignacio era un hombre reacio a manifestar su afecto. Uberto había sufrido falta de afecto sobre todo
durante la infancia, cuando su padre vivió en el exilio durante más de diez años sin darle nunca
noticias suyas y obligándolo a vivir aislado en un monasterio, separado de la familia. Aunque Uberto
comprendía el motivo, nunca llegó a perdonarle esto del todo, y cuando se reunió después con él, no
logró colmar el vacío de aquellos años. «Ahora ya no me encontraré bajo su ala protectora, y se
sentirá al menos obligado a preocuparse por mí», pensó al aceptar el encargo de Galib.
El viaje prosiguió sin ningún contratiempo digno de reseñarse; pero en tierras de la Gascuña tuvo
que soportar una lluvia torrencial durante más de una semana. El joven no se dio por vencido y,
protegido por una capa impermeable, cabalgó bajo el diluvio entre extensiones de hayas y abedules,
atento a los corrimientos de tierra y apuntando siempre hacia el sur. Cuando dejó de llover, el tiempo
se volvió bochornoso. Uberto dejó a sus espaldas promontorios cubiertos de verde y superó
igualmente la fortaleza de Foix y el castillo de Mirepoix.
Finalmente, llegó a un claro desértico que atravesó con creciente malestar hasta que llegó a una
aldea humeante. El incendio debía de haber sido terrible; los restos testimoniaban una pugna entre los
habitantes y un ejército invasor. Lo único extraño era que no se vieran cadáveres.
El joven, que no quería detenerse en medio de aquella devastación, emprendió el camino del
bosque. Siguió el cauce de un arroyo, un pequeño afluente del río Ariège, y cuando la canícula llegó
a su máximo se detuvo junto a un estanque a la sombra de los árboles.
El viaje lo había dejado extenuado. Como hacía varias semanas que no se afeitaba, ató el caballo
a un arbusto para regalarse por fin una pausa. Se quitó el jubón manchado de sudor y metió las manos
en el agua fresca; después metió también la cara y se enjuagó el pecho. Se sentía renacido.
Tras el breve refrigerio, reemprendió la marcha. Dejando a sus espaldas una desviación hacia
Tolosa, cabalgó a ritmo sostenido durante toda la tarde. Cuando temía que ya no encontraría un
vivaque para pasar la noche, se dio cuenta de que se hallaba a los pies de un monte. Levantó la vista
y vio en lo alto un castillo enrojecido por la puesta del sol. ¡La montaña de Montsegur!
El saber que había llegado a su destino le infundió nuevos ánimos; sin demora alguna, enfiló el
sendero que llevaba a la cima entre dehesas arboladas cada vez más escarpadas. El último tramo
abundó en proyecciones de roca desnuda y terrazas que caían a pico; pero Jaloque no mostró la
menor vacilación.
Montsegur se erguía entre estériles protuberancias calcáreas. Tenía una forma extraña: un
pentágono dominado en el ala nororiental por un torreón de base rectangular. El elemento más
curioso, del que Uberto ya había oído hablar, eran las doce troneras practicadas a lo largo del
perímetro, que imprimían al lugar un aire de antiguo observatorio astral.
De repente, oyó cerca varias voces masculinas y a continuación vio salir de entre las rocas a un
pelotón de soldados: unos portaban escudos triangulares en forma de cometa y otros esgrimían lanzas
y broqueles. El joven señaló hacia la entrada de la fortificación, visible ya al final del sendero, y
declaró tener un mensaje para el castellano. Oído lo cual, los soldados le dejaron pasar.
Los muros de Montsegur albergaban una placita bordeada de entoldados y edificaciones de
madera. A pesar de la hora tardía, aún se veía mucha gente, en su mayor parte plebeyos pobremente
vestidos.
Uberto confió Jaloque a un caballerizo muy joven y dirigió sus pasos hacia el torreón, a todas
luces el lugar más idóneo donde encontrar a Raymond de Péreille. Pero antes de llegar le distrajo una
concentración de personas en el centro del burgo. Contagiado por el entusiasmo general, se acercó al
lugar: un muchacho vestido de un sayo se hallaba arrodillado delante de un anciano de aspecto
venerable. Entonaba la súplica benedicite mientras éste posaba una mano sobre su cabeza y recitaba
el paternoster.
Uberto reconoció en aquella ceremonia el ritual cátaro del consolamentum, pero, no sin cierto
desencanto, descubrió también que no se daba ninguna de las obscenidades descritas por los
religiosos católicos. Nadie degollaba a ningún niño ni adoraba a ningún gato ni besaba el culo de
Satanás. El rito se reducía a un muchacho pidiendo a un anciano que rezara por él. También le
extrañó que se desarrollara en público.
Terminada la recitación del paternoster, el muchacho, que se hallaba en el centro de la plaza,
elevó los ojos al cielo; parecía espiritualmente renacido. Mientras la multitud empezaba a
dispersarse, Uberto volvió a encaminar sus pasos hacia el torreón, que alcanzó al poco tiempo.
El torreón se elevaba a un lado de la plaza. La entrada estaba vigilada. Tras observar la
estructura, el joven se dio cuenta de que una mujer lo miraba por una ventana. Le pareció muy bella,
aunque también algo desasosegada, y no pudo reprimir hacerle un pequeño saludo. Ella sonrió y al
instante desapareció.
La voz de un guardia lo retrotrajo a la realidad.
—Forastero, no podéis estar parado ahí en medio.
—Tengo que ver a Raymond de Péreille, el castellano. —Fue la respuesta de Uberto—. Traigo
un mensaje para él.
Uberto fue escoltado hasta los aposentos del castellano, situados en lo más alto del torreón. Los
guardias le hicieron esperar delante de una puerta cerrada mientras informaban al señor De Péreille
de su presencia. Poco después, le fue concedido permiso para entrar.
La sala, iluminada con unas pocas antorchas, tenía las paredes tapizadas y unas ventanas en arco
que daban a la plaza. El centro estaba ocupado por una mesa rectangular.
Las llamas iluminaron una figura masculina que salía de la penumbra. Era un hombre de baja
estatura pero corpulento, pelo castaño, cuarenta y tantos años, la cabeza redonda y medio calva y
barba crespa. Llevaba un jubón azul con faldillas y una túnica de terciopelo rojo; sobre la hebilla de
la cintura resaltaba el escudo de armas de Mirepoix. Debía de ser Raymond de Péreille en persona.
Avanzó con pasos titubeantes hasta el centro de la sala apuntando sobre el joven sus
entrecerrados ojos astutos, semejantes a los de un hurón. A modo de saludo, levantó el cáliz y bebió
su contenido de un trago.
—Así que vos sois Uberto Álvarez, venido nada menos que de Castilla… —entonó con la voz
algo tomada mientras se limpiaba con la manga una rebaba que le caía de la boca—. ¿Quién habéis
dicho que os envía?
—El venerable Galib, el que fuera socius de Gerardo de Cremona —contestó Uberto, que no
lograba averiguar si la persona que tenía delante estaba realmente achispada o simplemente
disimulaba—. Traigo una carta escrita de su puño y letra como demostración de lo que afirmo. Va
dirigida a vos.
—Mostrádmela —expresó De Péreille con tono afable—. Y poneos cómodo. Sois mi huésped.
Uberto registró en su talego, extrajo el rollo de pergamino que le había confiado Galib y se lo
entregó al noble; después miro a su alrededor en busca de un lugar donde sentarse hasta que encontró
una silla dorada con brazos y respaldo.
Raymond lo miró mientras se acomodaba.
—Estaréis agotado tras un viaje tan largo, imagino.
—Sí, en efecto —respondió el joven.
El castellano lo miró de nuevo y a continuación repasó la misiva con gesto aburrido.
—La carta parece auténtica…, escrita por el propio Galib. —Enarcó las cejas—. Por lo que creo
saber, el magister ya no enseña en el Studium de Toledo… —Prosiguió la lectura—. La situación es
bastante seria, al parecer —concluyó.
—Sí, por eso confiamos en vuestra ayuda.
Raymond se abanicó con la carta y dejó caer los brazos.
—¿Qué queréis de mí exactamente? Resumidlo con unas pocas palabras; la verbosidad de esta
misiva me marea un poco… Aunque también puede ser que haya bebido demasiado…
Uberto apalancó los codos sobre los brazos del sillón y se proyectó hacia delante. Advertía en su
interlocutor una velada hostilidad.
—Como ha escrito el maestro Galib, quisiéramos tener alguna información acerca del conde de
Nigredo.
El castellano lo miró con una sonrisa sarcástica.
—¡Ah, casi nada! ¿No deseáis nada más?
—El magister ha hablado de un manuscrito alquímico que obra en vuestro poder, el Turba
philosophorum. Quiere saber si es posible obtener una copia.
—¿Para socorrer a Blanca de Castilla?
El joven arrugó la frente mientras miraba fijamente al noble.
—Exactamente.
El señor De Péreille miró a otra parte.
—Lo siento, monsieur. No puedo complacerle.
—Pero… ¡cómo que no! El magister me ha asegurado…
Raymond, con el gesto adusto, trató de justificarse:
—Es cierto que hace mucho tiempo conocí a Galib y que durante muchos años he sentido una
especie de veneración hacia él. Me habría gustado que formara parte de mi séquito para beneficiarme
de sus consejos. ¡Quién no lo desearía, por cierto! Es un gran hombre, un sabio. —Suspiró—. Y sin
embargo, las circunstancias actuales me impiden acceder a sus peticiones.
—¿Qué circunstancias? Explicaos.
Los ojos que miraban ahora a Uberto ya no eran los de un borracho.
—Me parecéis un jovencito despierto, monsieur. Sin duda, ya os habréis dado cuenta de lo que
sucede entre los muros de Montsegur, del tipo de gente que se refugia aquí, quiero decir.
—Cátaros, obviamente. —El muchacho se irguió contra el respaldo, como si se sintiera
amenazado—. Me ha bastado entrar en la ciudadela para asistir a un episodio difícil de ver en
público: un hombre recibiendo el consolamentum en medio de una plaza.
Raymond asintió con un rubor de ironía en el rostro.
—Espero que no os haya conturbado asistir a una práctica considerada… por así decir…
absolutamente herética.
—Descuide. —Uberto abrió las manos con un ademán diplomático—. Son de otra naturaleza las
cosas que suelen conturbarme.
—El consolamentum es el único sacramento que tiene valor para quien sigue a la letra el
Evangelio de Juan. Por eso a los cátaros les gusta tanto definirse como bons chrétiens. Y los boni
homines, sus maestros, son llamados también «perfectos». Uno de ellos es Bernard de Lamothe, el
anciano que habéis visto en la plaza.
—No entiendo cómo esto puede impediros acceder a las peticiones de Galib. Ni el magister ni
yo combatimos las modalidades de culto practicadas en este lugar.
Raymond se encogió de hombros; en su respuesta dejó traslucir una nota burlesca.
—Al principio, confieso que os había tomado por un espía del papa o algo parecido, monsieur.
Pero después de tanta peripecia a lo largo de mi ajetreada vida, creo que ya sé reconocer a un
mentiroso cuando lo tengo delante. Vuestra sinceridad no se presta a discusión, créame. Pero no
puedo afirmar lo mismo del reino al que representáis. Fernando el Santo es un soberano muy
católico, igual que su tía Blanca… Póngase en mi lugar. ¿Cómo podría fiarme?
Uberto trató de ocultar su nerviosismo, como le había enseñado a hacer su padre.
—Yo no represento a Fernando III. Ningún miembro de la curia regis castellana está al corriente
de este encuentro.
—Qué iluso. —El interlocutor reprimió a duras penas una risotada. Tras posar sobre la mesa la
carta de Galib, alargó la mano y cogió una jarra de cerámica.
—Esta tarde me estoy mostrando tremendamente descortés: no os he ofrecido aún de beber. ¿No
os agradaría probar un vino excelente? Se llama aygue ardent. Procede de la alta Garona.
—No, gracias.
—Bien, como gustéis. —El castellano pareció defraudado por la respuesta. Llenó su cáliz y lo
llevó a la boca con un encogimiento de hombros. Bebió el vino de un trago, y sus ojos volvieron a
centellear.
—Nada se mueve en la corte castellana sin el beneplácito de Fernando III y del padre González
de Palencia. Seguid mi consejo: no infravaloréis a ese maldito dominico. No suele dejar nada al
azar.
—¿Queréis decir que fray Pedro González está personalmente involucrado en este asunto?
—Quiero decir que González está conchabado con toda seguridad con un prelado muy influyente
en estas tierras y de quien ciertamente habréis oído hablar: el obispo Folco, de Tolosa. —Raymond
posó el cáliz vacío sobre la mesa—. Aparentemente, velan por los intereses de reinos distintos, pero
los dos obedecen a una misma persona.
—Al papa —aventuró Uberto.
—En efecto. El obispo Folco, en especial, actúa siempre de consuno con el legado de la Santa
Sede en Francia: Romano Frangipane, cardenal de Sant’Angelo, a quien tributa la más completa
obediencia, más aún que a la reina Blanca.
—A mí no me interesan todas esas intrigas —estatuyó el joven—. Yo sólo quiero saber dónde
está el conde de Nigredo.
—Sois realmente un ingenuo, monsieur. ¿De qué creéis que estamos hablando? El conde de
Nigredo se codea con estos prelados, más de lo que imagináis.
—¿Cómo podéis estar seguro?
—Además, el conde de Nigredo odia también a los cátaros —abundó el noble—. Sus malditos
mercenarios no dejan de rastrear palmo a palmo todo el Languedoc, prendiendo fuego a todas las
aldeas que dan cobijo a los bons chrétiens.
—Ahora comprendo… —Uberto entornó sus ojos felinos—. Pero sus mercenarios no matan a los
habitantes. Los hacen prisioneros, ¿no es cierto?
El señor De Péreille lo miró extrañado.
—¿Cómo lo sabéis?
—Lo he deducido. —Durante unos instantes, el joven creyó tener en el bolsillo a su interlocutor
—. Hoy mismo, cerca ya de Montsegur, he entrado en una aldea incendiada, obra de un ejército sin
ningún género de dudas; pero no he visto ningún cadáver. Si intentamos reunir las distintas teselas del
mosaico, por algún motivo que aún ignoro las tropas del conde de Nigredo secuestran a los
habitantes de las aldeas cátaras. Y vos no os decidís a ayudarme porque le tenéis miedo.
—¿Cerca de Montsegur, habéis dicho? —Raymond se dejó caer sobre un sitial que había junto a
la mesa—. Los arcontes se han desplazado más a Occidente de lo que yo pensaba…
El joven palmoteó los brazos del sillón.
—¿A dónde conducen a los habitantes de las aldeas? ¿Y quiénes son los arcontes?
—Ya sabéis demasiado, monsieur —murmuró el noble.
Uberto se puso de pie, los puños en jarras.
—Pero aún no lo suficiente, señor. Ayúdeme, le ruego.
Raymond sacudió la cabeza.
—Lo siento mucho. Si el conde de Nigredo se sintiera ofendido, podría revelarse un enemigo
implacable… Y yo no dispongo de milicias suficientes para rechazar un posible ataque de su parte.
—¡Pero os beneficiáis de la protección del conde de Foix!
—¿Foix? —El castellano esbozó una sonrisa burlona—. Créame, en estos momentos está más
interesado en apoderarse del principado de Andorra.
—Permítame al menos disponer de una copia del Turba philosophorum —insistió Uberto—. Me
iré inmediatamente, y vos no volveréis a oír nunca más de mí, lo juro.
El rostro del señor De Péreille se endureció de repente: manifestaba una amalgama de astucia y
displicencia a la vez.
—Pero ¿todavía no lo habéis comprendido, mi querido muchacho? El Turba philosophorum no
saldrá nunca de aquí. Permanecerá escondido en la sombra, bajo el signo del León… Como tampoco
vos saldréis de esta roca. —Mirando hacia la puerta, ordenó—: ¡Guardias, prended a este hombre!
La puerta de la sala se abrió y entraron dos soldados, que agarraron a Uberto por los brazos y lo
arrastraron sin contemplaciones.
El joven se debatió con furia, lanzando miradas de indignación en dirección a Raymond.
—¡No podéis hacer esto! ¡No tenéis derecho a hacerme prisionero! ¡Comportaos con honor!
El rostro del castellano devino en una máscara de rabia.
—El honor es un lujo que yo no puedo permitirme, muchacho. —Señaló con gesto seco una
ventana que daba al exterior del torreón—. Mira a esa gente ahí abajo, acampada en el burgo. ¿Qué
le pasaría si pusieran sitio a estos muros? Y mi familia… ¿qué suerte correría? ¿Cómo puedo
permitirme pensar en el honor en unos momentos como éstos? Yo tengo una misión que cumplir:
defender Montsegur. —Con un parpadeo inesperado, agarró la carta del maestro Galib y la acercó a
una antorcha para que se convirtiera en pasto de las llamas. Su boca se torció con una mueca
inmisericorde—. Por lo que a mí respecta, Blanca de Castilla puede pudrirse a perpetuidad entre las
espiras de Airagne.
Apenas oyó Uberto aquella última palabra, la silueta de Raymond de Péreille desapareció tras
una puerta. Sólo entonces la desesperación se apoderó de su corazón, mientras la oscuridad
empezaba a cernerse a su alrededor.
No podía imaginar que a poca distancia de allí se estaban desarrollando unos acontecimientos
que iban a condicionar para siempre su vida.
8
Fray Blasco de Tortosa atravesó la sala de interrogatorios con pasitos nerviosos y miró por una
ventana solitaria para observar la gibosidad del paisaje iluminado por la luna. Aquella noche se
respiraba un aire salobre, tal vez traído por el viento desde los arrecifes catalanes o, más
probablemente, desde las costas del Languedoc. Pensar en el mar siempre le despertaba recuerdos de
juventud.
Respiró hondo, frunció el ceño y se dirigió hacia la parte central de la estancia, donde un joven
franciscano sentado junto a un escritorio y un corpulento sarraceno de piel negrísima esperaban sus
órdenes. El moro, de nombre Kafir, le profesaba una devoción especial. Fray Blasco lo había
conocido varios años atrás, cerca de Barcelona, en un mercado de esclavos y lo liberó para
convertirlo con paciencia al cristianismo, y encontrar finalmente en él a un siervo taciturno y fiel.
Fray Blasco le dijo con aire desinteresado:
—Basta ya, Kafir. Déjale que respire.
Al oír estas palabras, el moro se aproximó a un gran barreño de madera situado en el centro de la
sala, tan alto que le llegaba por el pecho. El recipiente estaba lleno de agua, de la que sobresalían
dos pequeños pies blancos atados a una soga que pendía de una garrucha fijada al techo.
Kafir agarró la cuerda y tiró con sus brazos robustos. Del agua emergió el cuerpo de una mujer
con la cabeza para abajo.
Fray Blasco observó con indiferencia aquella imagen femenina. Se le acercó buscando señales de
vida y luchando a la vez contra la seducción de aquel rostro joven y atractivo, coronado por una
madeja reluciente de cabellos negros.
El pecho de la prisionera se contrajo mientras su rostro explotaba en una crisis de tos.
—Está viva, a Dios gracias —canturreó el franciscano, ensimismado detrás del escritorio;
incapaz de no admirar la desnudez de la mujer, carraspeó para conjurar su vergüenza—. Sería mejor
llevarla de nuevo a la celda y esperar a que se reponga.
—Antes deberá responder a mis preguntas —estatuyó Blasco de Tortosa; después, notando que la
prisionera empezaba a respirar con regularidad, gruñó en su dirección—. Y bien, mujer, ¿confirmas
que eres una hereje?
Un hilo de voz le salió de sus labios.
—No.
—¡Mentirosa! Hace poco confesaste lo contrario.
—Hacía varios días que me teníais en ayunas… —expresó tosiendo de nuevo—. Era la única
manera de que al menos me dierais de beber.
—Y qué, ¿no estás contenta? Ahora tienes toda el agua que quieras. —Fray Blasco se agarró al
borde mojado del barreño y reprimió un escalofrío de placer—. Dime, cacho víbora, ¿perteneces a
la banda de los cátaros…, o tal vez a la de los valdenses?
—No…
—Entonces, seguro que idolatras a las foeminae sylvaticae o a las tres fatae. Muchas villanas
cultivan en secreto estas supersticiones. ¿Es ése también tu caso?
—No… —murmuró de nuevo la muchacha.
—¡Mentira, pura mentira! —se desgañitó el fraile—. Te han capturado cerca de aquí, en la
frontera del Languedoc. Vagabas sin rumbo, diciendo no sé qué cosas del conde de Nigredo y de los
arcontes. ¿Quieres explicarme de dónde vienes? Tú no eres de por aquí; hablas latín, pero con un
acento extraño.
—Vengo del infierno…, un lugar con fuego y metal fundido…
—¡Tú sigue burlándote de mí, y verás! —Fray Blasco hendió el aire con un gesto de rabia—.
Kafir, suelta la cuerda.
El moro obedeció, y antes de que la pobre colgada pudiera respirar volvió a sumergirse en el
barreño; se debatió dentro de él con los cabellos envolviéndole el rostro como una maraña de algas.
Las manos, atadas a la espalda, no podían servirle de ayuda e intensificaban esa sensación de
impotencia que, más aún que el ahogo y el miedo, dominaba su estado de ánimo. El que otros
dispusieran a placer de su persona, la tuvieran prisionera y la sometieran a humillaciones inauditas,
generaba en ella una ola de rabia silenciosa. Aquel sentimiento era el único agarradero que le
quedaba para no ceder a la desesperación y resistir a cualquier injuria. Era como si una parte
desconocida de su ánimo, más dura y corajuda, hubiera salido de la sombra para gobernarla con
pulso firme.
El franciscano dejó caer el estilo con el que estaba escribiendo, se puso en pie y dijo con tono
exasperado:
—No podemos atormentarla de esta manera. Nadie la acusa de nada. Qué derecho tenemos…
—Lo tenemos, padre Gustave —replicó fray Blasco—. El decreto papal Ad abolendam nos
permite interrogar a los sospechosos de herejía incluso en ausencia de testigos. Y por si eso no
bastara, el cuarto concilio Lateranense nos espolea para que pongamos freno a cualquier desviación
religiosa.
—Pero la tortura no nos está permitida…
—Os equivocáis también, mi querido fraile. En materia de interrogatorios, el Decretum Gratiani
admite tres excepciones que permiten aplicar la tortura… al acusador de un obispo, a un esclavo o a
un villano sospechoso. Y éste es claramente nuestro caso. —Fray Blasco frunció más aún el ceño—.
Yo sé lo que me hago. Vos, limitaos a tomar acta del interrogatorio y procurad quitaros de la cara esa
expresión de espanto.
El padre Gustave volvió a sus papeles y cogió la pluma de nuevo; pero fijando la mirada en la
superficie trémula del agua, exclamó:
—¡Izadla, por el amor de Dios! No podrá aguantar mucho tiempo.
—Puede aguantar más de lo que imagináis.
Desde el interior del barreño, la muchacha percibía pequeños sonidos cacofónicos del exterior.
Sabía que estaban hablando de ella, pero ya no prestaba atención: una especie de torpor se había
apoderado de todo su ser. En su mente se agolpaban imágenes confusas. De repente, creyó estar
mirando un mar borrascoso. Las olas espumeaban con una gran intensidad y se rompían contra
escollos verdes de algas mientras las aguas se abrían con un remolino espantoso.
Una sacudida, y el recuperado y grávido sentido de la semiinconsciencia. Su golpe de tos fue tan
violento que se asemejó a un conato de vómito. Creyó que se le había roto el esternón del esfuerzo.
Inspiró entrecortadamente con un fuerte jadeo, mientras su cuerpo delgado oscilaba en el vacío.
Fray Blasco, implacable, se le acercó enseguida.
—¡Habla de una vez y dime quién es el conde de Nigredo!
—No lo sé… No lo sabe nadie…
—No lo creo. Dime quién es o te meto otra vez en el agua.
La amenaza de tortura se le incrustó en la mente como un clavo, generando una nueva oleada de
rabia que no consiguió contener, y otra parte de su ser, agazapada en un rincón de la mente, se
manifestó en un acceso instintivo.
—¡Es el diablo! ¿Estás contento? —gritó—. ¡El diablo! ¡El diablo! ¡El diablo! Y ahora déjame
que me vaya, ¡maldito! ¡Libérame! ¡Quiero irme! ¡Libérameee!
El padre Gustave se puso de nuevo en pie de un salto, agitadísimo.
—Está delirando. No puede servirnos de ninguna ayuda en ese estado.
La prisionera colgada seguía gritando y echando por la boca espumarajos como una posesa;
después, con los ojos vueltos hacia atrás, se desmayó.
—¡Maldita bruja! —exclamó fray Blasco—. Ha encontrado la manera de sustraerse al
interrogatorio. —Reacio a cualquier tipo de tregua, se volvió hacia el moro—. Desátala y llévala a
su celda, Kafir. Pero que no se crea que ha ganado la partida. Mañana por la mañana la someteremos
de nuevo a la prueba de la soga.
Las mazmorras se encontraban en el sótano del convento. Para alcanzarlas, había que salir de la sala
de interrogatorios, situada en otro edificio para no perturbar la paz de los religiosos, y atravesar
después un jardín que lindaba con el campo.
Kafir se echó a cuestas a la muchacha desvanecida, cubierta sólo por una casaca de tela basta, y
se dirigió hacia la salida tras los pasos de fray Blasco y del padre Gustave. Enfilaron un pequeño
corredor que daba al exterior guiados por el resplandor de dos antorchas colocadas a ambos lados
de la salida.
A pocos pasos ya de la puerta, una especie de arañazo resonó en la otra parte.
Blasco de Tortosa aguzó los oídos, abrió un postigo y miró fuera: pero no vio nada salvo una
inocua extensión de hierba. Debía de haber sido el viento o el frufrú del follaje, se dijo, y se dispuso
a descorrer varios cerrojos. No era un tipo que se dejara sugestionar fácilmente. Años atrás, había
desafiado a los sarracenos de Mallorca al lado de Pedro Nolasco. Pero, al abrir la puerta, dejó
escapar un grito.
Dos ojos feroces brillaban en la oscuridad de la noche. Un salto afelpado, y fray Blasco se vio
asaltado por un gruñido y unos colmillos envueltos en una masa de pelo negro. Gritó de nuevo, ahora
más fuerte.
Kafir soltó a la muchacha y desenvainó la daga que llevaba en la cintura. Era el único hombre
armado de la partida: debía intervenir. Superó al padre Gustave y clavó la mirada en la fiera que se
había cernido sobre el fraile. Vaciló unos instantes: aquella escena era algo diabólica. Después
levantó la hoja dispuesto a golpear, pero algo lo detuvo. Dos brazos delgados, aún mojados, lo
agarraban del cuello con un vigor asombroso. ¡La muchacha! El moro gritó presa de la rabia mientras
se debatía para quitárselos de encima.
Pero en el instante en que logró liberarse, fue agredido por el perro negro. Cayó al suelo —el
animal le había mordido el antebrazo derecho—, y la muchacha aprovechó para arrebatarle la daga.
Empuñó el arma con la intención de matarlo —sus ojos de jade estaban dilatados por el odio—, pero
no lo hizo. Tras unos segundos de indecisión, arrojó el arma y huyó a toda prisa.
Al verla alejarse, el perro soltó la presa y la siguió.
Kafir se incorporó con el brazo derecho palpitante de dolor, se acercó al maltrecho cuerpo de
fray Blasco y se inclinó sobre aquel charco de sangre. El fraile tenía la garganta destrozada por la
mordida del perro; su pecho subía y bajaba con movimientos irregulares, cada vez más débiles.
Inesperadamente, éste habló:
—Para mí, todo se ha acabado… Ve… y mata a esa foemina sylvatica… Mátala en mi nombre.
El moro asintió con devoción mientras el rostro adusto del fraile, insólitamente pálido, se
quedaba sin vida. Obedecer… Sólo tenía que obedecer. Era algo que había aprendido desde la
infancia. Y eso hizo. Recogió la daga del suelo y se encaminó hacia la salida; pasó junto al padre
Gustave, el cual, arrodillado, temblaba como un recién nacido.
Se asomó al exterior y apenas tuvo tiempo para ver cómo dos figuras, la muchacha y el perro,
desaparecían entre las sombras del campo, allende la silueta sesgada de una estacada.
9
A Uberto le parecía la prisión donde se hallaba recluido menos tétrica de lo que había supuesto.
Las paredes, de piedra calcárea, culminaban en un techo suficientemente alto para permitirle ponerse
de pie; el suelo estaba limpio y salpicado de paja seca. Tampoco faltaba un catre; pero una vez
examinado, el joven prefirió no acostarse en él al notar que estaba infestado de pulgas y se acurrucó
en el suelo, frente a la puerta atrancada de la entrada.
Transcurrieron dos días puntuados sólo por las variaciones de la luz que se infiltraba por una
ventana estrecha, mientras el mundo externo, con sus acontecimientos lejanos e imperceptibles,
parecía reírse de él.
Uberto, que no soportaba los ambientes cerrados, y menos aún estar mano sobre mano, sucumbió
al más completo desconsuelo. Pocos días atrás, mientras atravesaba las comarcas de Aragón y el
Languedoc, se había sentido un hombre importante, como si tuviera el mundo en sus manos. Incluso
en presencia de Raymond de Péreille, hasta el final creyó que iba a lograr convencerlo y superarlo en
astucia e inteligencia. Pero no: había sido un estúpido. El afán por llevar a término cuanto antes su
misión no le dejó reflexionar lo suficiente. La cuestión estaba bastante clara: se encontraba en
aquella situación por culpa propia. Debería haber actuado con cautela: medir bien las palabras, intuir
los planes del castellano… Le escocía sobre todo haber fallado allí donde con toda seguridad
Ignacio habría salido airoso. Le parecía oír sus palabras de reproche por haberse conducido con
tanta precipitación y sonrió con amargura. De todos modos, mejor una reprimenda paterna que
encontrarse encerrado en aquella celda. Sobre todo pensando que probablemente se pudriría allí
dentro sin que nadie llegara nunca a enterarse de su triste fin.
Pero la tercera noche de cautividad sucedió algo. Un ruido cercano le hizo darse cuenta de que la
puerta de la celda estaba temblando. A continuación oyó el rechinar del cerrojo y vio que la puerta se
abría. Una figura menuda se abrió paso, iluminando el lugar con un candil. Una mujer.
Al principio no la reconoció, pero después recordó haberla visto asomada a una ventana del
torreón antes de su encuentro con De Péreille. Se incorporó como un resorte, dispuesto a aprovechar
aquella ocasión que se le ofrecía de intentar la huida.
—¿Quién sois? —preguntó.
La mujer avanzó con paso liviano y lo miró fijamente. Antes de hablar, proyectó sobre él la luz
del candil.
—Soy Corba Humaud de Lantar, esposa de Raymond de Péreille.
Uberto asintió con mirada recelosa. Ya había oído hablar de Corba de Lantar, un buen partido
para el señor De Péreille. Se preciaba de vínculos de parentesco con el conde de Tolosa, si bien la
estirpe de la que descendía era conocida también por sus inclinaciones heréticas, bajo el influjo de
los perfectos cátaros.
A pesar de lo inesperado de aquella visita, y de la oscuridad reinante, al joven no le pasó
inadvertida la belleza de la dama: facciones refinadas, largos cabellos castaños, y esbelta pese a su
constitución menuda. Vestía un bliaut amarillo que le bajaba hasta los pies y encima un chal azul;
debía de llevarle pocos años.
—¿Qué hacéis vos aquí, en este calabozo? —le preguntó, asegurándose de que no había otras
personas escondidas en la sombra. Aún no sabía qué pensar de aquella visita inesperada, pero no
quería caer por segunda vez en la misma trampa—. Estos subterráneos no son muy apropiados para
una mujer noble.
—Comprendo vuestra desconfianza, monsieur. —La voz de Corba sonaba casi como una caricia
—. Sabed, de todos modos, que estoy aquí para liberaros.
—No comprendo… Vuestro marido… —farfulló el prisionero.
—No os asombréis. Aunque os cueste creerlo, estoy actuando también en su interés.
—¿Estáis segura de lo que decís? El castellano no parece tenerme mucha simpatía.
—Debéis disculpar a Raymond por su actitud. —Suspiró ella—. No suele comportarse de
manera brusca, pero hace dos días, cuando os concedió audiencia, estaba muy alterado. Acababa de
volver de Labécède, adonde había acudido disfrazado para informarse sobre unos amigos suyos muy
queridos que habían sido apresados. Por desgracia, llegó tarde. Fueron declarados herejes por el
obispo Folco y condenados a la hoguera junto con sus familiares.
—Lo lamento. Yo no podía saber eso.
Corba asintió.
—Sé lo difícil que resulta comprender a Raymond. No es un hombre temeroso, pero sí teme por
quienes están a su lado. Por otra parte, intente comprenderlo, estamos viviendo una situación muy
difícil… Hace tiempo que la Iglesia ha señalado con el dedo a Montsegur como refugio de herejes. Y
si nos enemistáramos también con el conde de Nigredo…
—Para vos sería el final —concluyó Uberto la frase—. Vuestro marido ya me lo ha explicado.
Pero decidme, ¿cuánto tiempo hace que el conde de Nigredo representa una amenaza para vos?
—A decir verdad, no hace mucho. Hace apenas unos meses, el conde de Nigredo era sólo una
leyenda ligada a acontecimientos casi olvidados. Se cuentan muchas cosas de él, entre otras que es un
alquimista cruel. Al descubrir nosotros que tras los recientes acontecimientos se ocultaba su nombre,
nuestra consternación fue inmensa.
Uberto se llevó la mano a la barbilla.
—Según Raymond, el conde de Nigredo se halla conchabado con altas jerarquías eclesiásticas.
—Eso también lo pienso yo, monsieur. Pero sus vínculos con la Iglesia son misteriosos. Desde
que reina el terror en las tierras del Languedoc, el conde de Nigredo ha manifestado una doblez
indescifrable. Con el secuestro de Blanca de Castilla, parecía querer apoyar el sur de Francia contra
la tiranía de la corte parisina; pero después sus mercenarios han empezado a devastar las aldeas de
estas tierras, preferentemente los asentamientos de los bons chrétiens.
—Persigue a los cátaros… Secuestra a los habitantes de aldeas enteras… ¿Por qué lo hace?
La dama lo miró primero y después metió disimuladamente en un bolsillo de su hábito un
pequeño puñal de hoja envenenada que había mantenido escondido en su mano derecha, por
precaución. Ahora sentía que podía prescindir de él.
—Descubrirlo será tarea vuestra. Vos seréis muy útil para nuestra causa. Por este motivo he
decidido desobedecer a mi marido y liberaros sin que él se entere.
—Arriesgáis mucho, mi señora.
—Evitad comentarios y seguidme. —Corba lo invitó a salir de la celda—. Sabed, de todos
modos, que cualquier riesgo es lícito para proteger Montsegur. Tal vez vos no lo comprendáis:
desconocéis la doctrina de los perfectos. Nos enseñan a renegar de la materia y a sublimar el
espíritu. Nuestros cuerpos son cárceles que nos encadenan a la vida terrenal, alejándonos de la
pureza.
El joven se encogió de hombros: su mente era demasiado racional para ceder a la fascinación de
cualquier forma de misticismo.
—Yo sólo comprendo una cosa, mi señora: que si la Iglesia persigue a los perfectos es porque
los teme.
Corba esbozó una sonrisa.
—Dejad que os ponga a salvo.
Uberto se mostró reacio a escapar en aquel momento al acordarse de su misión.
—Esperad un poco. Si realmente deseáis ayudarme, entregadme el Turba philosophorum. Ese
libro es uno de los motivos por los que me encuentro aquí.
La dama se estremeció ligeramente, y la llama del candil parpadeó cual pececito dorado.
—No será fácil encontrarlo. Se halla en un lusel, un escondite subterráneo. Yo puedo entrar en
ese lugar, pero sólo mi marido conoce la ubicación exacta del manuscrito que buscáis.
—Si no tenéis nada en contra, mi señora, me gustaría intentarlo de todos modos.
La mujer aceptó.
Abandonaron el sector de las mazmorras dejando atrás, sin ser vistos, los puestos de los
guardias. Corba se orientaba a la perfección a través de los subterráneos de Montsegur. Bajaron un
entramado de plantas y enfilaron una galería que carecía de desviaciones.
—El lugar al que nos dirigimos se llama «Piedra de Luz». —Le hizo saber la dama.
—Ya he oído ese nombre antes —manifestó Uberto—; pero creía que se trataba de una reliquia,
como el santo grial.
Corba señaló con aire absorto:
—En cierto sentido lo es, pero más exactamente se trata de una sala donde se guarda el saber de
los perfectos, toda la sabiduría que encierra la roca, como la luz en la oscuridad.
—Permitidme una pregunta —inquirió el joven—. ¿Por qué se guarda con tanto celo un simple
manuscrito como el Turba philosophorum?
—Porque es obra de los seguidores de Pitágoras y de Hermes Trismegisto.
—¿Y por eso debería ayudarme a derrotar al conde de Nigredo?
—Sin duda ignoráis una cosa; la copia del Turba philosophorum aquí guardada procede de la
morada del conde de Nigredo, el castellano de Airagne. El manuscrito que buscáis habla de alquimia
y se utilizó para construir aquel lugar; como podéis suponer, guarda sus secretos.
—Airagne… —repitió Uberto—. ¿Dónde se encuentra ese castillo?
—En alguna parte del Languedoc. Nadie lo sabe con precisión.
¡Cómo era posible que no hubiera explicación! El joven no se dio por vencido.
—¿Quién ha traído hasta aquí el Turba philosophorum? ¡No puede haber caído del cielo!
El recorrido había llegado a su fin. Corba se detuvo delante de una puerta excavada en la roca,
delimitada por dos pequeñas columnas calcáreas. Era la entrada a la Piedra de Luz.
Antes de traspasar el umbral, la dama se sintió obligada a responder:
—El Turba philosophorum lo trajo hasta aquí una mujer huida de Airagne. Fue hace varios años,
cuando aún no me habían dado como esposa a Raymond. —Entrecerró los ojos, como trayendo a la
memoria el acontecimiento—. Después de llegar a Montsegur, aquella mujer habló del conde de
Nigredo y de Airagne. Nombres que en aquella época nadie conocía todavía. Las leyendas nacidas a
continuación se fundan en sus palabras. Antes de marchar, la mujer entregó a Raymond el Turba
philosophorum pidiéndole que lo escondiera en la Piedra de Luz. El conde de Nigredo no debía
nunca más poseer aquel libro, pues lo utilizaría con fines malvados. No dijo mucho más antes de
marcharse. Unos dicen que se dirigió hacia España, otros pretenden haberla visto en Francia.
—¿Y no reveló nada preciso sobre el castillo de Airagne?
—Lo describió como un lugar parecido al infierno, un sepulcro tórrido en el que la gente padece
sufrimientos atroces. —Corba cogió una antorcha de un tedero situado junto a la entrada, la encendió
con la llama del candil y la entregó al joven—. Pero ahora seguidme, es hora de entrar en la Piedra
de Luz.
Una vez dentro, Uberto exhaló una exclamación de estupor. La Piedra de Luz era una inmensa sala
circular excavada en piedra; el centro lo ocupaba una mesa redonda y a lo largo de sus paredes se
distribuía una docena de armarios. Un espacio que rezumaba antigüedad, tan majestuoso que hacía
palidecer al claustro de cualquier abadía.
—La Piedra de Luz es el corazón secreto de Montsegur —declaró Corba, complacida—. En
ninguna otra parte obtendréis tanta sacralidad en medio de una roca desnuda.
En el transcurso de su vida, Uberto había visitado numerosas bibliotecas, algunas de ellas
situadas en lugares secretos de monasterios y castillos; pero ninguna subterránea. Si Ignacio se
hubiera encontrado en su lugar, no habría podido contener su entusiasmo. Pero como aquélla no era
una visita de placer, se aplicó a estudiar los distintos armarios a fin de averiguar si su disposición
respondía a algún criterio que pudiera ayudarlo en su búsqueda. Eran doce, equidistantes entre sí,
perfectamente ordenados alrededor de la mesa… Y cada uno estaba situado bajo un signo zodiacal
esculpido en el techo. Aquel detalle le hizo recordar una frase oída no hacía mucho. De repente, tuvo
una iluminación.
—Si habéis dicho la verdad, en uno de estos armarios se esconde el Turba philosophorum —
declaró sin esperar confirmación.
—Así es, monsieur. —En el rostro de la mujer apareció una expresión admonitoria—. Sin
embargo, sólo tenéis permiso para llevaros el manuscrito que buscáis. Debéis prometerme que no
tocaréis ningún otro. La sabiduría de los boni homines debe permanecer encerrada entre estos muros;
de lo contrario, correría el riesgo de dispersarse por el mundo.
—No voy a desordenar nada —la tranquilizó Uberto, el cual, mientras observaba con atención
los signos zodiacales esculpidos en el techo, creyó haber llegado a la conclusión correcta—.
Sospecho y afirmo que vuestro marido, antes de ordenar mi detención, me reveló sin saberlo la
colocación del libro —prosiguió recordando la conversación mantenida con Raymond—.
«Permanecerá escondido en la sombra, bajo el signo del León», me dijo. Fue sin duda un desliz, pues
no imaginaba que yo pudiera llegar hasta aquí ni comprender el significado de sus palabras… Pero
es ciertamente una pista valiosísima, ¡y creo haber comprendido a qué se refiere!
Mientras decía aquello, se acercó al mueble situado bajo un dibujo astral semejante a una omega.
—La posición de este armario se corresponde con el signo zodiacal del León. —Abrió de par en
par los batientes y examinó los libros que había dentro—. Si entendí bien las palabras de Raymond,
el Turba philosophorum debe encontrarse aquí dentro.
La empresa, empero, no se prometía fácil. Los manuscritos guardados en el armario eran
numerosos y de distinto formato. Estaban distribuidos en cinco compartimentos atestados de tomos
encuadernados, fascículos de pergamino cosidos de cualquier manera y rollos gruesos sellados con
cinta de piel. Además, la ausencia de luz no facilitaba la operación, sin contar con que Uberto
distaba mucho de estar seguro de sí. Pero no quería mostrar vacilación alguna a los ojos de la dama,
la cual, frente a un comportamiento vacilante, habría podido decidir alejarlo de la Piedra de Luz.
Para colmo, quedaba poco tiempo disponible. Antes o después, su evasión quedaría al descubierto,
por lo que era mejor salir cuanto antes de la roca… Pero había demasiados libros, y todos muy
parecidos. Se habría necesitado la perspicacia y sangre fría de Ignacio para salir airoso de aquella
empresa.
Uberto estuvo espigando durante un lapso de tiempo que pareció interminable. Finalmente, retiró
un pequeño códice elegantemente encuadernado.
—Debe de ser éste —afirmó con tono triunfante.
Mostró a Corba el libro, que tenía abierto por la primera página. El texto rezaba: «Arisleus
genitus Pitagorae, discipulus ex discipulis Hermetis gratia triplicis, expositionem scientiae
docens…».
—¿Estáis seguro? —inquirió la dama.
—Sí —contestó él—. Las palabras iniciales del códice coinciden con lo que me habéis revelado
poco ha. Hacen referencia a la vez a Hermes Trismegisto y a Pitágoras. El nombre del primero
aparece citado en la mayor parte de los libros guardados en el armario, pero el de Pitágoras sólo
aparece en éste. —Hojeó de nuevo el manuscrito para obtener confirmación de lo que decía y
descubrió varias frases en las que se describían las distintas etapas de la manipulación de la materia
y de la cocción de los compuestos químicos—. Sí, ya no me queda ninguna duda —sentenció—. Este
libro es efectivamente el Turba philosophorum.
La dama se le acercó; sus ojos eran impenetrables.
—Entonces ya no queda más que proceder a vuestra fuga.
Iluminando el camino con la antorcha, Corba guió a Uberto a través de un subterráneo que conducía
hasta el exterior de Montsegur. El joven la siguió sin titubear. Sabía que la mayor parte de los
castillos occitanos disponían de pasajes secretos para permitir la fuga incluso en una situación de
asedio. El verdadero misterio para él era de otra índole: no conseguía comprender plenamente a la
señora de Lantar. La admiraba, y se sentía incluso atraído, como siempre le ocurría cuando se
encontraba en presencia de una mujer bella y arriesgada; pero tanta temeridad le producía
perplejidad. Además, había algo en ella que le aconsejaba no bajar la guardia. Corba debía de
ejercer un influjo muy poderoso sobre Raymond.
—Antes de ir a liberaros, mandé sacar del recinto vuestra cabalgadura —explicó la dama, que
caminaba con la tranquilidad de quien se pasea por un jardín.
El joven se limitó a asentir mientras sujetaba con fuerza el manuscrito del Turba philosophorum.
Ahora que ya lo tenía en su mano, la prioridad era otra: reunirse con Ignacio.
Una ligera brisa anunció el inminente final del laberinto; unos pasos más allá, se entrevieron los
primeros rayos de luz junto con unos matorrales. Era el alba. Un trino de pájaros los acogió al salir.
Se encontraban en la pineda que recubría la falda meridional del monte, un emplazamiento idóneo
para la fuga. En la vertiente occidental, la pared bajaba en desplomo. En lo alto, la silueta gris de
Montsegur resplandecía con la claridad matutina. Por primera vez, Uberto notó que el lugar se
asemejaba a una nave gigantesca.
—Apresuraos, todavía no estáis a salvo —le exhortó Corba, dejando lo que quedaba de antorcha
a la entrada del túnel. Le serviría para la vuelta.
Siguieron un sendero oculto entre los árboles hasta que se toparon con un caballo negro atado a
un arbusto. Junto al animal había un muchacho vestido de caballerizo, el cual corrió enseguida a su
encuentro.
—¡Madame, madame, por fin! —exclamó—. ¡Temía que no llegarais nunca!
—Muy bien, Isarn. —Fue la respuesta de la dama—. Ahora puedes volver a los establos. Pero te
ruego que no cuentes a nadie este favor que te he pedido.
El muchacho esbozó una sonrisa de pilluelo.
—Sí, madame.
Uberto lo vio desaparecer como un lebrato entre el boscaje; después, se acercó a Jaloque, que al
verlo movió repetidas veces el hocico.
—Ya sois libre, ya podéis marchar, monsieur. —Corba le alargó el puñal curvilíneo—. Es
vuestro, lo he recuperado de los guardias que os lo sustrajeron antes de encarcelaros.
El joven agarró la jambiya y se la aseguró a la cintura; miró en dirección a la silla del caballo y
vio que también estaban el arco, la aljaba y el talego.
—No se os ha arrebatado nada. —Le hizo saber la dama.
Uberto hizo una reverencia y trepó a la grupa del caballo.
—Sin vos no lo habría conseguido nunca, mi señora. Os habéis ganado mi respeto y mi lealtad.
¿Cómo puedo devolveros el favor?
Corba de Lantar entrecerró los ojos, sabia y despiadada como un ave nocturna.
—Impidiendo las matanzas de cátaros. Descubriendo la verdad sobre el conde de Nigredo y
reduciéndolo a la impotencia. ¿Lo haréis?
—Os lo juro. —Uberto espoleó al caballo y desapareció entre la vegetación.
Los cascos de Jaloque aporreaban el suelo a una velocidad prodigiosa. A primeras horas de la tarde,
Uberto se encontraba ya lejos de Montsegur, atravesando un declive salpicado de flores silvestres,
con el Turba philosophorum bien seguro en su talego. El siguiente objetivo era llegar a Tolosa. Pero
debía darse prisa. La cautividad le había hecho perder tres días. Era probable que su padre se le
hubiera adelantado.
De repente, se encontró ante una escena inesperada. A poca distancia, donde el sendero limitaba
con el espeso boscaje, una muchacha salió corriendo de allí. Un gran perro negro galopaba a su lado.
Un instante después, salió también, a lomos de un corcel roano, un jinete de rasgos morunos, el cual
miró a su alrededor y al avistar a la muchacha se lanzó en su persecución con su daga en ristre.
La fugitiva no tenía esperanza alguna.
Uberto actuó de manera instintiva. Espoleó a Jaloque y bajó a toda velocidad el declive. Pisó los
talones al jinete desconocido, lo superó en un abrir y cerrar de ojos y prosiguió lanzado hacia la
muchacha. Antes de alcanzarla, se inclinó hacia el costado derecho del caballo —los músculos en
máxima tensión— y cuando estuvo a su lado alargó el brazo y la agarró sin detenerse.
La joven se debatió como un animal acorralado. Uberto se vio luchando contra un haz de nervios
tensos y un turbión de cabellos negros. Pero un segundo después la fugitiva comprendió que en
realidad alguien la había salvado y dejó de rebelarse. El jinete la izó sobre la grupa y volvió a
espolear a Jaloque. El corazón le batía alocadamente.
—¡No lo conseguiremos nunca! Nos alcanzará —gritó ella con los ojos llenos de miedo.
—Imposible con este caballo —respondió Uberto, las riendas de cuero bien sujetas.
10
El castillo de Airagne
Segunda carta – Albedo
Mater luminosa, cuando superé el primer portal de Nigredo vi la materia imperfecta que purgaba en el fuego, y
desde aquel momento mi paso por el jardín de la alquimia fue más rápido y leve. Pero para exponer mi
pensamiento utilizaré palabras sencillas: trabajé como se trabaja en la hilatura cuando se obtiene el hilo de la
fibra basta envuelta en la rueca. Y el hilo que yo obtuve de Nigredo fue brillante y hermoso. Ésta es la segunda
fatiga de la obra, Albedo, el portal blanco que los filósofos llaman Lucifer a causa de su esplendor.
La lucecita de la vela tembló e iluminó el rostro pensativo del cardenal Frangipane. Una salvaje
palpitación en su frente le anunció la inminente llegada de la enésima migraña.
«Lucifer, el demonio», pensó mientras volvía a colocar la segunda carta en el cofre. Le quedaban
otras dos por leer.
Se levantó con parsimonia del sitial mientras su malestar familiar le entumecía la nuca y sus
imponentes espaldas. ¿Dónde se habían metido sus compañeros de cautividad? Humbert de Beaujeu
había ido de nuevo a inspeccionar los sótanos, y Blanca de Castilla hacía horas que no aparecía.
Ahora que lo pensaba, no comprendía en qué podía ésta emplear el tiempo encerrada entre aquellos
muros.
Cada vez la veía menos; sus conversaciones se habían reducido también al mínimo, a lo esencial.
Tuvo que reconocer que aquello lo turbaba.
Vagó por la torre, la cabeza estallándole de dolor, hasta que de repente oyó un canto. No venía de
lejos, sino de la estancia contigua. Aguzó el oído: era una composición melodiosa, entonada por una
voz masculina.
El cardenal, curioso, avanzó de puntillas, una postura incómoda para su gran corpulencia. Con su
trote afelpado llegó hasta una puertecita recubierta de colgaduras. Sí, el canto procedía de su
interior:
Humbert de Beaujeu, las pupilas dilatadas y la frente empapada de sudor, trataba de orientarse en
medio de la oscuridad. Si durante la primera visita a los sótanos se había topado con una cáfila de
harapientos, ahora debía resolver otro problema: simplemente, se había perdido.
Había explorado las galerías subterráneas del castillo hasta llegar a un lugar surcado por
numerosos canalillos, por los que corría metal fundido, siguió bajando y llegó a un lugar donde el
olor acre y la temperatura del aire resultaban más tolerables.
Intuía que ya no se encontraba bajo el torreón central del castillo; sino más al sur, tal vez junto a
una de las ocho torres edificadas alrededor del recinto. Si tal era el caso, las posibilidades de fuga
aumentaban, y tarde o temprano encontraría un pasaje que lo llevara hasta la superficie, fuera del
castillo. Pero la galería por la que avanzaba tenía tantas bifurcaciones que ya no sabía qué rumbo
seguir. No era fácil mantener la cabeza fría. La oscuridad parecía absorberle cualquier pensamiento.
Para darse ánimos, intentó recordar un hecho reciente, la conversación que había mantenido con
el rey Luis VIII en su lecho de muerte.
—Venid, primo mío, acercaos a la cabecera —le dijo el monarca con voz débil en tal ocasión.
—Estoy aquí, Majestad, ordenad. —Fue la respuesta de Humbert.
—En nombre del parentesco que nos une y de la lealtad que me profesáis, debéis prestarme un
juramento.
—Todo lo que deseéis, sire.
El rey le dirigió una mirada febril.
—Prometedme que velaréis por mi esposa.
Humbert dio un paso atrás.
—Pero, sire, vos…
Luis se agitó entre las mantas.
—Voy a morir esta noche, mi querido primo, y quiero que sepáis que no encomendaría esta tarea
a ninguna otra persona.
—Pero se rumorea que esa mujer os es infiel…
—¡Cómo osáis! —El monarca sufrió un acceso de tos, y no pudo seguir hablando; cada palabra
le costaba un esfuerzo indecible—. Yo la amo… ¿Qué otra cosa importa?
—Ninguna otra cosa, Majestad. Lleváis razón. En nombre de san Miguel Arcángel, juro que la
protegeré.
Luis sonrió, tranquilo. Moriría en paz.
Un ruido parecido a una ventolera retrotrajo a Humbert a la realidad. Era un ruido ya oído
anteriormente, si bien ahora sonaba con mayor fuerza. Tenía una cadencia regular y potente,
semejante al rugido del viento durante una tempestad.
Humbert se dejó guiar por aquel resonar y llegó hasta unas escaleras; se asomó hacia las plantas
inferiores, sin saber qué podría haber allí.
Vislumbró con estupor una multitud de hombres semejantes a los que ya había visto
anteriormente; maniobraban unos fuelles enormes delante de la boca de un gran horno.
Una visión harto extraña. Aquellos artefactos se encogían y estiraban cual monstruosos pulmones
de cuero, reteniendo y expeliendo el aire con unos silbidos muy agudos. ¡Así que aquél era el origen
del ruido! Unos operarios encargados de su funcionamiento cayeron al suelo extenuados por el calor
y el esfuerzo, pero los guardias apostados junto a los muros acudieron enseguida para imponer
disciplina; y para evitar que los moribundos se agolparan en el suelo ordenaron que fueran retirados
y sustituidos por otros.
El lieutenant permaneció un buen rato contemplando la escena, impresionado por los esfuerzos
de aquellos hombres, y sólo entonces empezó a formarse una idea de la situación. Los fuelles servían
para regular el calor del horno, permitiendo que las llamas alcanzaran la temperatura adecuada para
fundir el metal que fluía por los canalillos de las plantas superiores.
Se encontraba en el interior de una fragua inmensa, de eso no cabía duda; pero todavía se le
escapaba la finalidad de aquella obra. ¿Qué forjaba el conde de Nigredo en aquel espacio
subterráneo?
Observó por última vez a los miserables agolpados alrededor de los fuelles. Parecían musitar
algo, un lamento o tal vez una plegaria. Y cuando logró captar las palabras, recordó haberlas oído ya
antes: «Miscete, coquite, abluite et coagulate!».
11
A las primeras luces del alba. Willalme, sentado en un risco junto al río Garona, desenvainó la
cimitarra y la posó sobre sus rodillas. Admiró la nervadura jaspeada de gris y deslizó por el filo los
dedos pulgar e índice. Cada muesca o diente que palpaba le traía recuerdos cruentos. Cogió una
piedrecita y se dispuso a afilar la hoja.
Ignacio estaba sentado a poca distancia, junto a un fuego ya apagado, haciendo el cómputo de los
días de viaje: más de tres semanas. Superados los Pirineos, habían seguido hacia el sureste hasta
cruzar el cauce del río Garona, que remontaron hasta llegar a los límites del Tolosano. La tarde
anterior, al no encontrar ningún albergue, se habían visto obligados a dormir al raso.
A pesar de que el obispo Folco se hallaba ya cerca, la moral era baja. Desde que se encontraban
en tierras francesas, habían notado numerosos signos de destrucción a manos de ejércitos. Pero los
daños no eran siempre del mismo tipo: parecían ser producto de dos voluntades distintas. Hasta
hacía tres días, habían encontrado aldeas incendiadas, sin cadáveres ni supervivientes; pero desde
que viajaban por el condado de Tolosa, la devastación no afectaba tanto a los habitantes como a los
cultivos y a los graneros. Por una parte, la intención parecía ser saquear y tal vez también secuestrar
a los habitantes; por otra, reducirlos al hambre.
El mercader se masajeó los hombros y la nuca. Si bien era de constitución robusta, sus más de
cincuenta años de edad no le permitían pasar una noche al raso impunemente. Pero en aquel momento
el fastidio de sus achaques revestía una importancia secundaria: intentaba encontrar por todos los
medios un nexo de unión entre su misión y el envenenamiento de Galib. La hipótesis más verosímil
era que el magister hubiera descubierto los secretos de algún sabio del entourage de Fernando III,
como hacía sospechar el modo en que había muerto. El asesino no podía ser un armígero corriente,
sino un erudito capaz de destilar la herba diaboli. Aquel hecho le daba mucho que pensar. Tal vez él
estuviera corriendo también el mismo peligro. Pero todavía había otro asunto que le preocupaba
enormemente. Había dejado partir a Uberto hacia una tierra martirizada por la guerra, exponiéndolo a
todo tipo de imprevistos y de riesgos. Había sido una locura obedecer a Galib.
Entretanto, Felipe de Lusiñano, concluidas sus oraciones matutinas, dobló la carpitte de lana
sobre la que había dormido y se acercó a Willalme para contemplar su cimitarra.
—Extraña forma de arma para tratarse de un guerrero cristiano —observó—. Sería más normal
verla en manos de un sarraceno.
—Precisamente me la dio un sarraceno —respondió el francés sin dejar de afilar la hoja—. Un
pirata islámico, semejante a los mallorquines que tanto teméis.
—Yo no temo a nadie —replicó Felipe visiblemente irritado—. Pero decidme, ¿por qué os
homenajeó un infiel con semejante dádiva?
Willalme se encogió de hombros.
—Al quedar huérfano, me embarqué rumbo a Tierra Santa, convencido de que me sonreiría la
fortuna… Pero me vendieron como esclavo a los moros. —Sus finos labios esbozaron una sonrisa
amarga—. Mi amo resultó ser un pirata. Pero no era un salvaje: me instruyó en las artes de la
navegación y del combate, y antes de morir me regaló su cimitarra.
Estupor en el rostro del caballero.
—¿Combatisteis al lado de piratas sarracenos?
—Sí, y durante ese período maté a muchos «matamoros» de vuestra ralea.
Felipe lo miró con desprecio.
—Creo que no existe una absolución capaz de lenificar vuestro pecado.
Willalme levantó la mirada. Apenas si podía contener la rabia.
—No me preocupan mucho vuestras opiniones, señor. Estáis tan pagado de vos que habéis
olvidado incluso el motivo por el que lucháis. «Amad a vuestros enemigos», dice el Evangelio. ¡Pero
vos condenáis al fuego a los «presuntos» enemigos!
—«Derrama sobre ellos tu enojo, Señor, los alcance el ardor de tu cólera» —salmodió Lusiñano
por su parte mientras lanzaba al francés una mirada torva—. Los enemigos de la Iglesia deben ser
domeñados. ¡Eso es lo que dicen Alain de Lille y Anselmo de Lucca!
—¡Contadle eso a mi familia, exterminada sin razón alguna por fanáticos como vos! —exclamó
Willalme esgrimiendo la cimitarra.
—¡Basta ya! ¡Es hora de reanudar la marcha! —gritó Ignacio poniéndose en pie. Si no hubiera
intervenido ipso facto, aquellos dos se habrían retado en duelo. Tampoco a él le caía bien Lusiñano,
pero era consciente de su influjo en la corte y no quería problemas con él.
Felipe, reacio a dejar el asunto, apuntó al francés con el índice.
—¡Este hombre está loco!
—Razón de más para dejarlo en paz —respondió el mercader con sorna. Miró en lontananza, por
donde se divisaban los muros de una gran ciudad—. Pongámonos en marcha en vez de discutir.
Tolosa ya está cerca; llegaremos antes de caer la tarde.
Recogieron sus escasos enseres y reemprendieron la marcha. Durante el trayecto, Willalme
condujo el carro sin decir palabra, la cabeza inclinada y los ojos entornados. Se acordaba de la
muerte de su padre y volvía a ver a su madre y a su hermana tragadas por un inmenso gentío… Y más
espantoso aún, recordó el momento en que se despertó rodeado de cadáveres antes de que la iglesia
fuera pasto de las llamas.
Para acceder a Tolosa había que atravesar el arrabal de Saint-Cyprien, que daba a la orilla sud-
oriental del Garona. El cauce del río, que describía una especie de ángulo recto, separaba aquella
barriada del resto de la ciudad.
Ignacio recordó haber pasado por allí diez años atrás, cuando Tolosa se hallaba asediada por los
cruzados franceses y notó, como si tan sólo hubieran pasado unos pocos días de aquella batalla, que
Saint-Cyprien mostraba aún los signos de la devastación y de la miseria: los edificios en estado
ruinoso, la calzada invadida por aguas residuales y atestada de cacharros, soldados inválidos,
prostitutas y pordioseros a la puerta de las casas, como ratas…; pero peor aún era ver a los niños
mirando entre las ruinas con ojos grandes y famélicos.
Conforme se acercaban a la orilla, la situación iba mejorando. El aire era más respirable, las
calles más limpias, y en vez de tugurios se veían talleres y tiendas. Un poco más allá, bordeando el
río, una cuadrilla de estibadores cargaba mercancías en las naves amarradas. De repente, de un
corrillo formado alrededor de una hoguera salió un soldado de unos treinta años, robusto, de tez
cetrina, vestido con casaca de cuero y botas de montar.
—¡Comendador! —exclamó mientras corría al encuentro de los tres forasteros.
Felipe embridó al caballo.
—¡Thiago de Olite! —exclamó a su vez—. ¡No creo lo que ven mis ojos!
—Sí, soy yo mismo, comendador —contestó el soldado—. Os espero desde hace dos días.
Estaba ahí esperando vuestra llegada.
Thiago hablaba con acento navarro. Ignacio y Willalme lo miraron con curiosidad. Debía de
formar parte de la escolta encargada de adelantárseles en Tolosa. Era un subalterno de Lusiñano y
antes lo había sido de González de Palencia.
—¡Cuánto me alegro de volver a verte, Thiago! —Felipe miró hacia la hoguera de donde había
salido el soldado y sólo vio un grupo de holgazanes, ninguna cara conocida—. ¿Dónde has dejado a
tus conmilitones?
El navarro titubeó, se llevó la mano a la cintura, de donde pendía un puñal alargado, llamado
«basilarda», y contestó:
—Justo antes de entrar en el condado de Tolosa, fuimos asaltados. Sólo yo salí con vida de puro
milagro.
—Diez caballeros de Calatrava armados hasta los dientes… ¿Cómo pudieron sorprenderos?
—Eran muy numerosos, e iban muy bien armados. Salieron del bosque y nos rodearon. Antes de
que pudiéramos desenvainar la espada, tres de los nuestros ya habían caído asaeteados.
—¿A qué ejército pertenecían?
—No sabría decirlo, comendador. En sus estandartes había dibujado un sol negro sobre campo
amarillo.
Lusiñano asintió con un ademán casi solemne; después intercambió una mirada cómplice con
Ignacio.
—Los arcontes, las milicias del conde de Nigredo.
Thiago abrió los ojos como platos.
—¡Algunos de ellos gritaron ese nombre!
—Es evidente que esos malditos están al corriente de nuestro plan y lo quieren echar a perder.
Debemos entrevistarnos cuanto antes con el obispo Folco. Él nos dirá cómo actuar.
—Por desgracia, no será tan sencillo —señaló el soldado—. El obispo no se encuentra en la
ciudad.
—Pero… ¡qué estás diciendo!
Thiago miró primero a Lusiñano y después a Ignacio y a Willalme, que no daban crédito a lo que
oían.
—Por lo que parece, no sabéis nada —prosiguió—. Cuando escapé de los arcontes vine a Tolosa
a avisar al obispo Folco de vuestra inminente llegada, pero descubrí una triste verdad. El señor de
esta ciudad, el conde Raimundo VII, anticlerical y enemigo de la Corona, lo ha expulsado de su sede.
Actualmente, Folco se halla escondido por estas tierras y disfruta de la protección de un ejército de
fieles que se hace llamar la «Confraternidad Blanca».
—Conozco ese nombre. —Felipe se cruzó de brazos—. Pero queda por saber por qué ninguno de
nosotros estaba al corriente de la situación. ¡Qué extraño! Fue precisamente Folco quien pidió
nuestra ayuda para socorrer a la reina Blanca. ¿Por qué no nos ha informado de su exilio?
—Hay tres posibles respuestas —conjeturó Ignacio—. Tal vez Folco quería evitar que se
conociera el lugar de su escondite en caso de que sus cartas dirigidas a Castilla cayeran en manos de
espías. Una segunda hipótesis es que no quería revelar la gravedad de la situación, lo que habría
podido disuadir al rey Fernando III de una posible intervención. Y también es posible, como última
hipótesis —concluyó arrugando la frente—, que el padre González y Su Majestad estuvieran al
corriente pero no quisieran que lo supiéramos.
—Esa última hipótesis es inaceptable —protestó Felipe—. Eso significaría que hemos sido
traicionados por nuestro soberano y por un subalterno suyo, que además es un hombre de Iglesia.
El mercader de Toledo se encogió de hombros mientras se preguntaba si Lusiñano desconocía
realmente aquel particular. No lo consideraba digno de confianza: había cambiado de bando muchas
veces en el transcurso de su vida, lo que denotaba un temperamento inestable, receloso, y tal vez
cierta propensión a la traición.
—En cualquier caso, tendremos que hacer frente a este contratiempo —dijo—. Si queremos
descubrir algo sobre el secuestro de Blanca, es preciso hablar con Folco. —Después, volviéndose a
Thiago, preguntó—. ¿Hay alguna manera de dar con él?
—Creo que sí —contestó el navarro—. En Tolosa, junto a la catedral de Saint-Étienne, hay
personas que le siguen siendo fieles; pertenecen a la Confraternidad Blanca. Seguro que saben dónde
se esconde. Pero si queremos encontrar a esas personas, tendremos que correr riesgos. En la ciudad,
la nobleza y el ejército han tomado el partido de Raimundo VII y de los cátaros. Si descubrieran
nuestras intenciones, estaríamos perdidos.
Felipe levantó el mentón con altanería.
—Muy bien, correremos ese riesgo.
Del muelle de Saint-Cyprien salían dos puentes hacia la margen opuesta del río, donde se elevaba el
centro de Tolosa. La comitiva de Ignacio, a la que se había unido Thiago, atravesó el puente más
meridional para entrar en la ciudad. A lo largo del trayecto se encontraron con varios soldados
patrullando, pero parecían demasiado agobiados por el calor vespertino para interesarse por ellos y
se limitaron a dirigirles una mirada desganada, sin llegar a interrogarlos.
Ya en la ciudad, enfilaron una calle amplia que les llevó hasta la catedral de Saint-Étienne, un
edificio de ladrillo rosado de una sola nave. Se detuvieron en sus aledaños en busca de la residencia
episcopal. A poca distancia, un grupo de frailes cordeleros buscaba refrigerio en una fuente.
—Esos frailes nos están espiando —susurró Willalme a Ignacio.
El mercader, a quien no se le solía escapar nada, no le hizo caso. Su atención estaba puesta en
otra parte. Acaba de localizar, más allá de la catedral, el palacio episcopal, un bastión imponente, e
invitó a sus compañeros a seguirlo hasta allí. El aspecto marcial del edificio no le extrañó
demasiado. Su forma parecía un compendio de las disensiones que laceraban a la comunidad de
Tolosa, en aquel momento dividida en dos facciones contrapuestas: la Confraternidad Blanca del
obispo Folco, fiel a la Iglesia y a la corte parisina, y la Confraternidad Negra, favorable a la doctrina
cátara y a la corriente separatista de los nobles occitanos.
Los guardias les hicieron esperar en la entrada. Durante ese tiempo, Ignacio no pudo por menos
de pensar en su hijo. Uberto, según lo planeado, debía encontrarse ya en aquel lugar. Pero Ignacio
temía que le hubiera ocurrido algo. Con todo, trató de dominar su aprensión. No era el momento más
indicado para mostrarse vulnerable.
Al poco tiempo, acudió a su encuentro una procesión de religiosos encabezados por un
benedictino entrado en años.
—Bienvenidos seáis, viandantes. —Les deseó tendiéndoles la mano tras haberlos escudriñado
detenidamente—. Debo pediros que mostréis vuestras cartas de acompañamiento, si poseéis alguna.
Felipe le alargó un pergamino.
—Viajamos de incógnito —explicó—. Sólo disponemos de este salvoconducto, firmado por el
padre González de Palencia.
—Bastará. —El monje echó una rápida ojeada y después lo invitó a entrar en el atrio.
El lugar había visto tiempos mejores. Cortinajes gastados, frescos descoloridos y muebles
devorados por la carcoma confirmaban cuanto se decía acerca de las escasas reservas del tesoro
episcopal. Folco las había agotado para financiar las expediciones contra los cátaros, sin contar con
los diezmos que exigía a los nobles del lugar. La curia tolosana, según la voz del pueblo, estaba
literalmente asediada por los acreedores.
Mientras avanzaba, el benedictino echaba alguna que otra ojeada a la carta en busca de los
pasajes más significativos; finalmente, la devolvió a Lusiñano.
—Por lo que veo, venís para ayudar a nuestro obispo.
—Deberíais estar al corriente, supongo —precisó Felipe.
—Lo estamos. El obispo Folco os está esperando. —El monje se detuvo en medio de un corredor
y miró a los forasteros con aire serio—. En este momento se encuentra en la Sacra Praedicatio de
Prouille, que se halla a un día de caballo de Tolosa, junto al grueso de sus milicias.
El rostro de Felipe se ensanchó con una sonrisa complacida.
—Os aconsejo que os pongáis en marcha mañana mismo —expresó el religioso, empezando a
moverse—. Quedaos aquí a pasar la noche, si lo consideráis oportuno. La ciudad no es un lugar
seguro; en ella pululan enemigos de la Iglesia y de la Corona francesa.
Antes de que el benedictino concluyera, Ignacio no pudo por menos de intervenir:
—Una palabra, si puedo.
El monje levantó una ceja.
—Diga, pues.
—Además de nosotros, ¿no se han presentado otros mensajeros de Castilla?
El benedictino lo negó, un poco desorientado.
El mercader esquivó una mirada sospechosa de Lusiñano y volvió a preguntar al anciano:
—¿No se ha presentado nadie más? ¿Estáis seguro?
—Completamente. Si así fuera, lo habríamos invitado a alojarse en la hospedería de la catedral.
Preguntad allí también, si lo deseáis. Es lo habitual.
El mercader frunció sus alargadas cejas.
—Ya, comprendo.
Uberto no había llegado aún a Tolosa.
Un montón de nubes había oscurecido la luna en el momento en que una figura encapuchada se
encaminó sigilosamente hacia la hospedería de la catedral de Saint-Étienne y entró en un cuartito
situado junto a la sala de espera, donde dormitaba un portero entrado en años.
—Que la paz os acompañe.
—¿Quién es? —Se sobresaltó el hombre.
—No temáis. —El encapuchado descubrió la cara—. Me llamo Ignacio Álvarez y he venido a
pediros una cortesía.
—Hablad, pues, peregrino. ¿En qué puedo ayudaros?
—Vos controláis las entradas y salidas de los forasteros en este lugar, ¿no es cierto?
—Así es, monsieur.
—Entonces, tomad. —Ignacio registró en su talego y sacó un billete plegado en cuatro, sellado
con cera—. Lo entregaréis a una persona, un joven, en caso de que se presente en este lugar.
El portero tomó el billete.
—No se trata de nada arriesgado, espero.
—No, al contrario —lo tranquilizó el mercader—. Pero por favor, entrégueselo únicamente a la
persona que yo os diga. Ah, y no leáis el contenido por ningún motivo… Espero que lo hayáis
comprendido.
—Lo he comprendido.
—Prestad mucha atención. —En los ojos de Ignacio relampagueó una amenaza—. Me acordaría
de vos en caso de que no entregarais el mensaje o traicionarais mi confianza. ¿Habéis entendido lo
que quiero decir?
—Perfectamente, monsieur. —En los labios del hombre se insinuó un temblor—. ¿A quién debo
entregar este billete?
El mercader le dio al interlocutor un escudo de oro.
—Se llama Uberto Álvarez. Un joven de unos veinticinco años, moreno, bien parecido. Viaja
solo.
—Uberto Álvarez. Me acordaré de él, no temáis. —El portero cogió la moneda y la sopesó con
avidez—. No tenéis por qué preocuparos.
Ignacio asintió con la cabeza y miró fijamente a su interlocutor, como para probar su fiabilidad.
Éste pareció abrumado por aquella mirada.
—Contad conmigo, os lo prometo.
Tras aquellas palabras, el mercader volvió a cubrirse el rostro con la capucha y se despidió.
—Que la paz sea con vos.
—Y con vos… —respondió el portero. Pero la figura ya se había esfumado en medio de la
oscuridad.
La luna, que había logrado escapar del cúmulo de nubes, resplandecía de nuevo en el cielo.
12
Kafir cabalgaba sobre un equino pesado, más apto sin duda para arrastrar un arado que para correr
largos trechos a galope. Uberto y la muchacha lo dejaron atrás con facilidad y, tras una breve
galopada, se adentraron en un bosque colindante con las tierras de Tolosa. Siguieron cabalgando
durante varias horas y al caer la noche decidieron parar en una cabaña de caza abandonada.
Uberto se acercó a la chimenea y se dispuso a encender un fuego con la ayuda de un pedernal, sin
dejar de lanzar miradas a la desconocida.
—¿Cómo te llamas? —le preguntó entre curioso y cohibido.
Ella dudó en contestar. Acurrucada en un rincón de la choza, miraba fijamente a su salvador. No
se sentía interrogada ni amenazada. Quería responder a aquel rostro afable, pero apenas hubo abierto
la boca cuando pasó por su mente, como un fogonazo, la mueca de Blasco de Tortosa. La visión se
desvaneció enseguida, pero le dejó el escozor de una herida. Fray Blasco había muerto, muerto para
siempre, y ya no la atormentaría más; y sin embargo seguía aterrorizándola. Tal vez la perseguiría
por siempre en sus pesadillas. Acarició el pelaje negro de su perro, que ahora estaba agazapado a
sus pies, y se sintió segura.
—Moira —contestó—. Me llamo Moira.
—Y yo Uberto —dijo él mientras encendía el fuego—. No me tengas miedo.
Ella asintió con timidez. Entonces se dio cuenta de que se encontraba agachada, la cabeza
inclinada y las rodillas dobladas, enlazadas con los brazos. Distendió sus piernas semidesnudas,
recogiéndolas en la postura más digna posible, y dirigió la mirada hacia la chimenea. El calor del
fuego irradió a su cara vibraciones casi táctiles.
—Tienes un nombre muy bonito, Moira. —Uberto colocó el talego en una mesa desvencijada;
pero no podía estarse quieto ni dejar de mirarla a los ojos. Unos ojos bellísimos. Para vencer la
situación embarazosa, señaló al perro, que estaba dormitando.
—¿Cómo se llama?
—No lo sé… Quiero decir, no tiene nombre. Lo encontré hará unos dos meses por el camino.
Desde entonces me ha seguido siempre.
—Es un poco triste que ese cachorro no tenga nombre. —Uberto observó al animal agazapado,
que tenía sus apuntadas orejas plegadas hacia delante, y después dirigió de nuevo la mirada hacia
Moira.
—¿Tienes hambre? Yo tengo aquí un poco de… Veamos lo que queda. —Registró en el talego—.
Carne seca… Queso… Pan duro… Me temo que no hay mucho más.
La joven no contestó. No recordaba la última vez que un desconocido se había dirigido a ella con
tanta amabilidad, a excepción de un viejo tejedor de Fanjeaux que la había hospedado en su taller.
Desde entonces habían pasado muchos meses. Abismos de terror la separaban de aquel recuerdo.
Uberto seguía mirándola, seductor y discreto, y ella casi no se dio cuenta de que le estaba
ofreciendo comida. Tomó al fin un trozo de carne seca y empezó a mordisquear, primero vacilante,
después cada vez con mayor avidez. Sólo entonces se dio cuenta de que tenía un hambre terrible.
Hacía varios días que no comía.
El joven se sentó enfrente. Como no había sillas, se acomodó en el suelo con las piernas cruzadas
y se quedó mirándola en esa postura. Era verdaderamente encantadora, con aquellos ojos rasgados y
aquel rostro ovalado enmarcado por mechones color ébano. Su cuerpo longilíneo, tal vez un poco
anguloso de hombros, era en conjunto agraciado. A pesar de la casaca andrajosa que llevaba, tenía
un aire aristocrático… Pero lo que más curiosidad había despertado en él era su acento oriental.
—No eres de estas partes, ¿verdad? —preguntó.
—No —respondió Moira—. Nací y crecí en Acre, Palestina. Pero mi padre es de origen
genovés.
—¿Y tú qué haces aquí?
Moira parecía renuente a responder. Le habría gustado decirle que, como su madre, corría por
sus venas sangre georgiana, o contarle algo sobre las tierras lejanas en que había nacido; pero
contuvo la respiración. Sus ojos desaparecieron tras una cascada de cabellos.
—Él nos encontrará —aseveró con tono neutro, como si nada más tuviera importancia.
—No temas —la tranquilizó Uberto.
Un perezoso agitarse de crines resonó en el exterior, recordando a los dos la presencia de
Jaloque, que parecía estar manso.
Uberto decidió no fiarse de Moira, al menos por el momento. Demasiado misteriosa. Demasiado
bella. Pero el mismo impulso que lo había empujado a salvarla lo inducía a proseguir la
conversación.
—¿Quién era ese jinete sarraceno? ¿Por qué te perseguía?
—No lo sé —vaciló la joven—. Pero no parará hasta haberme matado.
—¿Por qué motivo?
Moira bajó la mirada, los dedos hundidos en el pelaje del perro.
—Es por causa de sus amos, los frailes de una aldea limítrofe con Armagnac. Me creían una
bruja, una hereje o algo parecido… Se equivocan. Pero ahora ya nada cuenta.
Uberto se sintió de nuevo obligado a transmitirle confianza.
—No desesperes, ahora estás a salvo.
—Habría sido mejor que me hubieras dejado enfrentada a mi destino —dijo ella mirándolo con
sus ojos de jade—. Ese maldito irá también a por ti.
—¡Que lo intente si se atreve! —Se puso en pie de un salto, enorgullecido, y después se dirigió
hacia la chimenea para avivar la llama—. Si quieres que te ayude debes contarme más cosas.
Explícame bien quién eres y de dónde vienes.
—He huido de Airagne… —cuchicheó Moira, pero inmediatamente después se mordió los
labios.
—¿He oído bien? —Uberto dejó caer un tronco en el fogón y se le acercó rápidamente—. ¡No lo
puedo creer! ¿Tú sabes dónde se encuentra Airagne, la morada del conde de Nigredo?
Al oír aquel nombre, Moira se echó inmediatamente hacia atrás y miró a su interlocutor como si
la hubieran amenazado gravemente.
—Háblame de ese lugar —insistió Uberto—. ¿Sabrías indicarme el camino para llegar hasta
allí? ¿Podrías guiarme?
La muchacha se echó más atrás aún, hasta que su espalda rozó contra la pared.
—Entrégame al moro si quieres, pero no me pidas que te conduzca a ese lugar. ¡Prefiero morir!
—No comprendes… —se justificó Uberto—. Tengo que ayudar a mi padre…
Moira se cubrió el rostro.
—¡Basta ya!
El perro levantó las orejas y empezó a gruñir. Después, al darse cuenta de que no había peligro,
inclinó el hocico y exhaló un aullido lastimero.
La muchacha apartó las manos del rostro: su expresión era implorante.
—Déjame descansar, por favor. Estoy muy… muy cansada.
—De acuerdo, hablaremos mañana. —Uberto levantó las cejas con ademán indulgente y señaló
un lío de ropa que había colocado sobre la mesa, junto al talego—. Ponte esta ropa, no puedes ir por
ahí con esos harapos… Hay unos calzones, un jubón, un par de zuecos… Es mi ropa de viaje; te
estará grande, pero siempre será mejor que los andrajos que llevas.
Ella esbozó una sonrisa.
Mientras Moira se cambiaba de ropa, Uberto salió un momento a ocuparse de Jaloque. Como la
cabaña no disponía de establo, tuvo que encerrarlo en una vieja majada. Lo desensilló, le puso
suficiente de comer y beber y le dedicó una serie de caricias bien merecidas. Aquellas acciones le
permitieron recuperar el dominio de sí, de razonar con mayor lucidez. Le pesaba haberse dejado
cautivar con tanta facilidad por una jovencita. No era bobo ni nunca se había dejado intimidar por
mujeres. Una de las ventajas de la vida errante era no verse obligado a casarse con la primera
campesina que encontrara. Uberto había participado en varias escaramuzas amorosas y sabía muchas
cosas sobre el bello sexo, pero hasta entonces no había experimentado unas sensaciones tan fuertes.
Y, sin embargo, Moira no le inspiraba confianza.
Suspiró. Hacía poco, Corba de Lantar, y ahora aquella extraña muchacha… Últimamente, pensó,
sólo se las veía con mujeres misteriosas.
Cuando volvió a la cabaña, Moira ya se había puesto la ropa. Las mangas le quedaban demasiado
anchas y las vueltas de los calzones la hacían parecer un juglar. Los dos rieron.
La hilaridad se interrumpió de golpe y dio paso a una sensación de turbación. Como si quisiera
sustraerse a aquella sensación, ella se recostó de lado, cerca del fuego. Se durmió casi al instante.
Pero Uberto tenía demasiados pensamientos en la cabeza para echarse a dormir, y aunque estaba
exhausto sacó del talego el Turba philosophorum y empezó a hojearlo a la luz del fuego. No sabía
con exactitud de qué hablaba aquel libro; pero, según las palabras de Galib y de Corba de Lantar, le
revelaría los secretos del conde de Nigredo.
El códice se dividía en varios sermones atribuidos a una multitud —a una turba— de filósofos
griegos en que se debatían los argumentos más dispares, desde la creación de la materia hasta los
secretos de la alquimia. Habría necesitado de la presencia de su padre para interpretarlos
debidamente. Sin embargo, siguió hojeando para distraerse de otros pensamientos que asaltaban su
mente, hasta que se detuvo en una frase: «Iubeo posteros facere corpora non corpora, incorpórea
vero corpora», que tradujo así: «Ordeno a la posteridad que torne corpóreo lo no corpóreo, e
incorpóreo lo corpóreo». Debía de tratarse de una alusión a la sublimación de la materia y al
procedimiento contrario. Encontró confirmación unas líneas más abajo: «Sabed que el arcano de la
obra áurea deriva del macho y de la hembra».
No poseía los rudimentos del arte alquímico, pero en más de una ocasión había oído hablar a su
padre de eso mismo con hombres doctos de los más diversos países. Pero algunos de sus
conocimientos procedían también de sus recuerdos de infancia, durante los años que había pasado
enclaustrado en un pequeño monasterio a orillas del mar Adriático. Por aquella época había
conocido a un monje bibliotecario, Gualimberto de Prataglia, versado en los fundamentos teóricos de
la alquimia. Le había oído contar suficientes cosas para intuir que con «macho» se aludía al plomo en
estado sólido y con «hembra» al «espíritu», es decir, a la sustancia volátil. Y siguió leyendo: «El
macho recibe de la hembra el espíritu que da color».
Cerró el libro algo aturdido, y como para agarrarse a algo concreto posó la mirada en el cuerpo
dormido de Moira. Y, sin dejar de mirarla, se durmió él también.
A poca distancia, Moira soñaba con una extensión de arena asaltada por un oleaje bravío. El
cielo era gris, con nubes desgreñadas como la crin de un caballo. Lejos de la orilla, las aguas se
habían abierto y formaban un enorme remolino. Algo desaparecía en su interior, en los abismos.
La muchacha tembló en medio del sueño mientras el fragor de las aguas retumbaba en sus oídos,
ensordeciéndola.
Ignacio creía que acababa de dormirse cuando la voz de Willalme lo arrancó del sueño. Tardó unos
segundos en comprender el significado de lo que le decía, primero confuso pero cada vez más claro.
Se trataba de algo importante:
—Despierta… Tenemos que huir…
Con un gesto instintivo, saltó de la cama y miró a su alrededor. No había amanecido todavía.
Abrió el arca que había a los pies del catre, donde había metido su ropa, y, tras ponerse la túnica y
calzarse, dirigió una mirada indagadora a su compañero.
—Estamos en peligro —explicó el francés—. Los soldados del conde Raimundo VII van a entrar
en el palacio episcopal de un momento a otro. Saben que estamos aquí. Nos andan buscando.
Era lógico, se dijo Ignacio, que la presencia de unos forasteros en la sede episcopal pusiera en
alerta al conde de Tolosa. Pero había algo que no encajaba. Todo había ido demasiado deprisa. Si
sólo hacía unas horas que se encontraban en la ciudad, ¿cómo es que Raimundo VII había sido
informado ya de su presencia?
Ignacio, con el ceño cada vez más fruncido, se puso la capa y se asomó a la ventana para echar un
vistazo. Delante de la entrada del palacio, donde llameaba una docena de antorchas, había una
sección de soldados armados. Los soldados del conde de Tolosa.
En medio de ellos había cuatro frailes, los cordeleros en que Willalme había reparado la tarde
anterior.
El francés señaló en su dirección.
—Si recuerdas, te dije que esos frailes nos miraban demasiado, pero tú no me hiciste mucho
caso.
—Llevas razón —admitió Ignacio—. Esos frailes deben de ser espías de Raimundo VII. Seguro
que son ellos los que han advertido al conde de Tolosa de nuestra presencia.
—¿Y por qué motivo lo iban a hacer?
—Algunos religiosos desaprueban la conducta de la Iglesia y han tomado el partido de los
cátaros y de quienes los protegen. Debe de ser el caso de esos cordeleros, que al ver que nos
admitían en el palacio episcopal nos han creído emisarios de Folco o de la Congregación Blanca…
—De acuerdo, pero ahora basta de palabras. —Willalme le hizo señas de que lo siguiera—. Los
monjes que nos han hospedado están entreteniendo a los soldados delante de la entrada principal.
Huiremos por la parte trasera del palacio.
Mientras Ignacio seguía los pasos de la ágil figura de su compañero, recordó lo que había oído
sobre las atrocidades cometidas por los hombres de Raimundo VII. A los sostenedores de la Iglesia y
de la Corona a veces les arrancaban los ojos y la lengua. ¡Antes morir intentando huir que terminar
de aquella manera!
Salieron al exterior y atravesaron un jardín delimitado por un seto alto, prestando atención a
cualquier ruido. El mercader lanzó una mirada esperanzada hacia el campanario de Saint-Étienne,
que se perfilaba negro sobre el cielo estrellado. Más abajo, se divisaba la hospedería de la catedral,
donde pocas horas antes había hecho un encargo muy delicado al portero. Pensó en Uberto e hizo
votos para que se encontrara sano y salvo.
Felipe y Thiago emergieron entre las sombras del jardín. Tenían el rostro tenso y los músculos
vibrantes, listos para actuar.
—Vámonos de aquí —intimó Lusiñano—. No tengo ningún interés en disfrutar de la hospitalidad
del conde Raimundo. —De unas zancadas, alcanzó un lugar oculto en el seto, donde esperaban su
corcel, el carro de Ignacio arrastrado por dos caballos y una cabalgadura para Thiago. Unos instantes
después, estaban listos para partir.
Los animales relincharon, salieron disparados de los jardines en medio de un fuerte traqueteo de
cascos y, antes de salir de la zona del recinto episcopal, arrollaron a una pareja de soldados del
conde que había irrumpido por la entrada trasera.
Y, protegidos por la oscuridad, huyeron de Tolosa.
Enfilaron hacia el sur a través de un bosque rodeado de colinas. Dejaron atrás los centros de Lantar,
Auriac, Roumens y Vaudreuille sin encontrar ningún obstáculo, pero sí muchos campos destruidos
por el fuego. Los únicos lugares habitados que habían logrado sobrevivir a la devastación eran los
que se hallaban bien defendidos, como las sauvetés recogidas alrededor de los castillos y las
bastides rodeadas de fortificaciones. Para las aldeas sencillas de los campesinos no había habido
misericordia. Pero Ignacio tenía además otros asuntos que le preocupaban. De cuando en cuando,
Felipe y Thiago se apartaban del carro para conferenciar entre ellos. El mercader empezó a
preguntarse si tal vez conocían algunos detalles acerca de la misión que Willalme y él desconocían.
Hicieron un alto en el camino y se detuvieron en una posada de Labécède, un edificio de aspecto
poco grato pero que era lo mejor que encontraron en todo el trayecto. Dejaron los caballos y el carro
en una cuadra destartalada, donde el animal más valioso era un rocín decrépito, y cenaron a base de
hogaza, liebre en salsa agraz y vino aguado.
—¡Qué porquería es ésta! —exclamó Felipe tras el primer sorbo—. ¿No estamos en una de las
zonas donde se crían los mejores vinos de Francia?
—Así era antes, monsieur —se lamentó el posadero—. Así era antes de que la milicia del
obispo Folco destruyera nuestros viñedos… ¿No habéis notado la desgracia que se ha abatido sobre
esta comarca?
—¿Quiere decir que la Confraternidad Blanca es responsable de la carestía que padece el
Tolosano? —preguntó Ignacio interesado en aquellas revelaciones.
—Así es —confirmó el hombre—. Destruyen las cosechas, dispersan el ganado y nos roban los
sueldos. ¿De dónde pensáis que provienen los fondos que Folco emplea para edificar su Sacra
Praedicatio?
—No entiendo por qué el obispo se ensaña tanto con estas tierras.
—A causa de los texerants.
—¿Quiénes son?
—Los cátaros —explicó el posadero—. Por estas partes los llaman así porque ejercen la
tejeduría para vivir. Son buenos trabajadores y no molestan a nadie… Pero Folco los quiere mandar
a todos a la hoguera, sobre todo a los perfectos. El conde Raimundo no aprueba esta conducta y por
eso ha expulsado a Folco y a su Confraternidad. Esos fanáticos no se comportan mejor que los
arcontes.
—¡Ah, los arcontes otra vez! —Felipe pegó un puñetazo en la mesa—. ¿Qué sabéis de ellos?
—Muy poco, monsieur. Son diablos, no hombres. Recorren el sur de Francia incendiando las
aldeas y secuestrando a sus habitantes. Lo habréis notado a lo largo del trayecto, imagino. Vos no
sois de estas partes y sin duda habéis atravesado el Languedoc.
—Así es, pero no sabíamos que fuera obra de los arcontes —precisó Ignacio—. ¿Por qué
secuestran a la gente? ¿A dónde la llevan?
—Al infierno, o a un lugar mucho peor por lo que se cuenta, pero nadie conoce la ubicación
exacta. La maldición de los arcontes se abate sobre todo el Languedoc, salvo en este condado. Tal
vez el conde de Nigredo no quiere poner chinitas en el camino de la Confraternidad de Folco.
—O tal vez piensa dejar Tolosa para el final.
—Mmm, no sabría qué decir… —El posadero miró hacia otro lado—. En fin, siento mucho lo
del vino… Perdonad nuestra miseria. —Y desapareció entre las mesas de los parroquianos.
Al día siguiente, pasadas las comarcas de Castelnaudary y Laurac, los cuatro llegaron a Prouille, el
refugio de Folco. El burgo se hallaba protegido por una empalizada, más allá de la cual un grupo de
casuchas se acurrucaba alrededor de la iglesia de Sainte-Marie, la Sacra Praedicatio. La mirada de
Ignacio se posó en la fachada del edificio no tanto para admirar sus proporciones arquitectónicas
como por las enredaderas color vinaza que la recubrían en su mitad produciendo la sensación de un
remanso de paz. Pero al reparar en la cantidad de soldados que se hallaban congregados cambió
enseguida de parecer.
A las puertas de la iglesia fueron recibidos por la abadesa, una mujer de aspecto lozano con unas
cejas muy curiosas, parecidas a espigas, la cual, tras informarse escrupulosamente acerca de su
identidad e intenciones, confirmó lo que les habían dicho en Tolosa: Folco se escondía efectivamente
en aquel lugar.
Pero la abadesa no permitió a los cuatro forasteros presentarse enseguida ante el obispo. Al
verlos tan sucios y cansados por el viaje, los invitó a lavarse y tomar un refrigerio primero.
14
Folco esperaba a los forasteros en la sala de audiencias. Paseaba por el suelo de terracota mientras
hojeaba la Vida de María de Oignies, un librito que Jacques de Vitry le había dedicado. A pesar de
su fama desmesurada, era un hombrecillo canijo envuelto en un hábito sin adornos. Las arrugas de su
rostro testimoniaban su edad avanzada, a pesar de unos ojos aún vivaces.
Cuando los cuatro entraron en la sala, colocó el libro en un facistol que recibía luz de una
ventana geminada y extendió los brazos en señal de saludo.
—Por lo que se me ha anunciado, sus señorías traen noticias del padre González de Palencia —
empezó con una cadencia genovesa que delataba claramente sus orígenes itálicos.
—En efecto, Excelencia, permitid que os rinda homenaje. —Felipe, que se había adelantado al
grupo, juntó las manos en señal de plegaria y las encajó entre las del obispo. Tras intercambiarse un
beso simbólico, se presentó:
—Yo soy Felipe de Lusiñano, caballero de Calatrava, a vuestro servicio. Forman parte de mi
séquito Thiago de Olite, mi subordinado, Ignacio Álvarez de Toledo y su acompañante Willalme. —
Mostró el salvoconducto—. He aquí nuestra carta de presentación escrita por el padre González de
su puño y letra, con el beneplácito de Fernando III de Castilla.
Mientras el obispo examinaba el documento, el mercader lo observó con curiosidad. En su
juventud había oído hablar de él, pero no en su calidad de religioso. Folco había sido con antelación
un trovador famoso por sus composiciones caballerescas. Después, convertido en abad y obispo de
Tolosa, mantuvo estrechas relaciones de amistad con soberanos del calibre de Ricardo Corazón de
León y Alfonso II de Aragón. En suma, toda una leyenda viva.
El obispo levantó la mirada.
—Por lo que puedo leer en este documento, tenéis una idea algo vaga del problema.
—Sólo sabemos acerca de la desaparición de Blanca de Castilla, Excelencia, y de la implicación
del conde de Nigredo —resumió Felipe.
—Y del poseso —agregó Ignacio con tono escéptico.
—Ah, claro, el poseso; casi me había olvidado —reconoció el obispo con aire divertido; pero
inmediatamente después frunció su frente arrugada—. Según informaciones en mi poder, no ha
desaparecido sólo la reina, sino también el lugarteniente Humbert de Beaujeu y, sobre todo, el legado
pontificio Romano Frangipane. La ausencia de éste, más aún que la de Blanca de Castilla, nos torna
particularmente vulnerables.
Felipe lo miró con interés.
—¿Qué pensáis hacer?
—Frangipane ha recibido el encargo de la Santa Sede de permanecer al lado de la reina en
calidad de primer ministro; en estos momentos, es la columna vertebral de Francia. Humbert de
Beaujeu, por su parte, está al mando del ejército regio. La ausencia de estos dos hombres hace que la
curia regis se encuentre desprovista de cerebro y de brazos.
—¿No os fiáis de nadie más en Francia?
—Pues no. —El obispo gesticuló con sus manos nudosas como queriendo dibujar en el aire el
cuerpo de un gigante—. Cuento con mi milicia, el brazo armado de la Confraternidad Blanca.
—Ya lo sabíamos —comentó Ignacio con algo de sarcasmo—. Hemos notado el «rastro» dejado
por vuestros soldados en el Tolosano. Sería un milagro que por los alrededores volviera a crecer una
brizna de hierba.
—Eso se llama «misión Tierra quemada», para su conocimiento. —Folco miró al mercader con
el típico aire de superioridad con que miran los clérigos a los laicos—. Leo en vuestros ojos un
matiz de reproche, pero os aseguro que estas medidas son necesarias. Miles de cátaros se agolpan en
Tolosa y en los poblados más próximos, sembrando la herejía entre el vulgo. No me queda más
remedio que recurrir a la fuerza si quiero capturar a las zorras que se esconden en la viña del Señor.
—Suavizando el tono, se dirigió a Felipe—. El problema no estriba en la fidelidad, sino en la
calidad de los hombres de que dispongo, soldados y vasallos sin ningún peso político. Es el apoyo
de la nobleza lo que más echo en falta.
—¡Cómo es posible! —exclamó Lusiñano con el ceño fruncido—. ¿Y la corte parisina?
Folco hizo un gesto de impotencia.
—Desde que secuestraron a la reina, se han interrumpido todos los contactos con París. Se diría
que la corrupción se ha apoderado de la curia regis.
Felipe se llevó una mano a su barbilla maciza.
—Empiezo a comprender.
—Bueno —terció el mercader—, si Su Ilustrísima lo considera oportuno, es el momento de
revelarnos la información de que dispone sobre el conde de Nigredo.
El obispo reflexionó unos momentos, indeciso sobre cómo abordar el asunto.
—Será mejor que lo veáis con vuestros propios ojos. Comprenderéis mejor qué es a lo que nos
enfrentamos.
—¿A qué os referís?
La mirada de Folco despidió una luz hasta entonces oculta; no expresaba precisamente
sentimientos piadosos.
—Al poseso, por supuesto. Lo tengo preso en las mazmorras de Prouille.
Los sótanos de la Sacra Praedicatio resultaron ser más extensos de lo previsto. Mientras Ignacio
avanzaba en medio de aquellas paredes oscuras manchadas de moho y salitre, revivió un espantoso
recuerdo de infancia, cuando se había perdido con fray Leandro en un lugar parecido, pero mucho
más antiguo. Una catacumba de la que sólo él había salido vivo, por puro milagro. Aquella tragedia
lo obsesionaba cada vez que se hallaba bajo tierra. Entre tanto, Folco, acompañado por un
primicerio mofletudo y un par de armígeros, se abría paso en dirección de las celdas donde se
hallaban encerrados los sospechosos de herejía. Semejante tarea le habría incumbido al conde de
Tolosa si no hubiera tomado partido por los perseguidos por la Iglesia. Para el mercader, aquel lugar
expresaba a la perfección el dualismo de la institución eclesiástica, que escondía su naturaleza
represiva tras una máscara de piedad cristiana.
Folco enfiló una galería en la que faltaba el aire y poco después se detuvo frente a una puerta
atrancada, que ordenó abrir. En su interior —una celda angosta y maloliente—, una figura humana
completamente desnuda yacía acurrucada en el suelo. La reverberación de las antorchas reveló su
extrema delgadez y una piel cubierta de marcas violáceas. Con un escalofrío atroz, Ignacio recordó
haber padecido, años atrás, el suplicio de la tortura.
—Este hombre ha sido tratado con una brutalidad excesiva —sentenció con tono áspero.
—Cuando lo encontramos ya tenía ese aspecto —replicó Folco con fingida inocencia.
El mercader no tuvo tiempo para contestar: cualquier pensamiento suyo era aplastado por una
sensación de espanto. El prisionero se puso en pie y empezó a caminar hacia la puerta, lento y
encorvado, con el brazo derecho levantado y el izquierdo colgando. Arrastraba cadenas ceñidas a los
tobillos; tropezó y cayó al suelo.
Lusiñano esbozó una mueca de repugnancia.
—Semejante oprobio sólo puede ser obra del diablo.
El obispo confirmó aquellas palabras asintiendo con la cabeza y a continuación entró en la celda,
precedido de un armígero que portaba una antorcha.
A la vista del fuego, el prisionero emitió una especie de graznido y se acurrucó en un rincón.
—¿No veis? —expresó Folco con tono sarcástico—. Huye de la luz como criatura de las
tinieblas que es. —Le dirigió una mirada severa y trazó una cruz en el aire—. No os dejéis engañar
por su aparente idiocia. Es más astuto de lo que parece.
Ignacio observó a aquel hombrecillo remilgado, que había conocido tan sólo un poco antes, ahora
transmutado en juez inflexible del tribunal episcopal. No era la primera vez que asistía a semejantes
metamorfosis, y también como otras veces, no pudo dejar de experimentar una especie de fascinación
perversa. Después de todo, también él, muy a su pesar, poseía dos naturalezas inconciliables: el
intelecto y la pasión, como dos cuerpos celestes que jugaban a eclipsarse mutuamente.
Folco rozó al recluso con la punta del pie.
—¿No tienes nada que decirme hoy, Sébastien? —lo apostrofó. Después, se dirigió a los
visitantes—. Mis hombres lo arrestaron mientras rastreaban los alrededores de Labécède, donde
suelen refugiarse muchos cátaros. Al interrogarlo nos hemos enterado de algunas cosas.
El prisionero hundió la cabeza entre sus hombros huesudos y dejó escapar una risita histérica.
Sólo entonces se dio cuenta el mercader de que debía de tener más o menos la edad de su hijo.
—Parece que quiere hablar —señaló Felipe.
El obispo esbozó una expresión lamentosa.
—Los demonios que lo poseen adulteran su percepción de la realidad. Unas veces lo tornan feroz
y otras, en cambio, como ahora, lo atontan. Pero yo conozco un exorcismo capaz de hacerle recuperar
la cordura. —Impuso las manos sobre la frente del prisionero y recitó con una voz insólitamente
poderosa—. Omne genus demoniorum cecorum, claudorum sive confusorum, attendite iussum
meorum et vocationem verborum! —Inspiró profundamente y después prosiguió—. Vos attestor, vos
contestor per mandatum Domini, ne zeletis, quem soletis vos vexare, homini, ut compareatis et
post discedatis et cum desperatis chaos incolatis![2]
El cuerpo de Sébastien se convulsionó, y, como reprimiendo un conato de vómito, su boca se
torció y se abrió de par en par con un grito:
—Miscete, coquite, abluite et coagulate!
Ignacio cerró los ojos.
—¿Qué está diciendo? —Estaba suficientemente cerca de él para notar el olor pestilente,
vagamente dulzón, de su aliento.
—Miscete, coquite, abluite et coagulate! —gritó de nuevo el prisionero—. Miscete, coquite,
abluite et coagulate!
—Dime de dónde vienes, Sébastien —le conminó el obispo mientras levantaba las manos de su
frente—. Dime de qué lugar perdido entre los montes.
El endemoniado se quedó quieto y pareció sonreír antes de hablar.
—Airaaaagne… Vengo de las espiras de Airaaaagne.
Folco relajó sus facciones rugosas.
—¿Fue ahí, en ese lugar que llamas Airagne, donde los espíritus malignos se apoderaron de ti?
Una chispa de inteligencia relampagueó en los ojos del prisionero mientras su cuerpo seguía
estremeciéndose.
—Síiiiii.
—¿Y quién es el artífice de todo ese mal?
El esfuerzo memorístico parecía producirle a Sébastien un sufrimiento casi físico.
—El conde de Nigreeeedo… —murmuró—. Síiii, eso es…, el conde de Nigreeeedo.
—Dime, hijo, ¿a qué otros has visto en ese lugar? ¿Quién más está retenido prisionero?
—Muuuucha gente… Muuuucha gente en medio de fuego y de metal candente.
—Pero hace unos días me hablaste de una persona en particular, una dama muy bella a la que
llevaban en una carroza. ¿Recuerdas?
—Síiii. —El prisionero se volvió de repente eufórico—. La vi antes de huir. Es la reina
Blaaaanca.
Folco dirigió una mirada significativa hacia Ignacio y después prosiguió el interrogatorio.
—¿Estás seguro? ¿Cómo la reconociste?
—La vi baaaajar de una carrooooza con las insignias del rey de Fraaaaancia… Era beeeella,
muuuuy beeeella. Llevaba un vestido azuuuul cubierto de lirios de ooooro.
—¿Y recuerdas dónde se encuentra el lugar que llamas Airagne?
—Entre los montes salvaaaaajes. —El horror se dibujó en el rostro del prisionero—. ¡Pero yo he
huiiiido, huiiiido, huiiiiido!
—Muy bien, hijo. —El tono de Folco se volvió apremiante—. ¿Quieres hablar de ese maldito
lugar? A mí ya me hablaste hace unos días. ¿Quieres repetirlo a estos visitantes? Háblanos de
Airagne.
El prisionero miró alrededor como un animal asustado y después se cubrió la cara con las manos.
—¿Por qué te obstinas en callar? —exclamó el obispo—. ¿Quieres que te mande azotar otra vez?
Ante aquellas palabras, Sébastien deformó el rostro al tiempo que profería un gruñido feroz.
—He huiiiido, huiiiido… Miscete, coquite, abluite et coagulate!
Lusiñano dio un paso hacia delante, visiblemente irritado.
—¡Habla, condenado! ¡Háblanos de ese lugar!
—Miscete, coquite, abluite et coagulate!
—¿Dónde te escondiste, Sébastien? —La voz tranquila de Ignacio resonó inesperada—. ¿Dónde
encontraste asilo, después de huir de Airagne?
El prisionero sonrió de repente.
—En el hospitium de Saaaanta Lucina, cerca de Puiveeeert. Con las buenas hermanas de hábitos
beis…
—¿Buenas hermanas? ¡Y un comino! Es bien sabido que esas beguinas simpatizan con los
cátaros. —Folco se inclinó ante el prisionero, sin preocuparse del hedor que emanaba de él—. Y eso
es lo que eres tú también, ¿no, Sébastien? Un cátaro, un adorador del Gato. Por eso ha entrado en tu
cuerpo Satanás.
El mercader se dirigió al obispo, la frente surcada por la duda.
—¿Está realmente segura Su Ilustrísima? A mi parecer, este hombre no está poseído por espíritus
malignos. Está simplemente enfermo. Es probable que haya sufrido un envenenamiento.
Folco, que no soportaba que lo contradijeran, desfogó su irritación en Ignacio.
—¿Se puede saber a qué vienen esos desvaríos? ¿Acaso no reconocéis la obra de Lucifer, como
les resulta obvio a todos los aquí presentes?
Ignacio prefirió no contestar y, con un gesto veloz, invitó a Willalme a reprimir su mueca
desdeñosa.
Aprovechando aquel momento de distracción, Sébastien abrió la boca como un león y se
abalanzó sobre el obispo para pegarle un mordisco, pero éste se dio cuenta y lanzó un grito de
alarma. Un armígero intervino rápidamente en su defensa, inmovilizó al poseso con las cadenas y se
puso a darle patadas.
Nadie dijo nada. Ignacio, que estaba horrorizado ante tamaña brutalidad, tuvo la buena idea de
agarrar a Willalme por un brazo antes de que éste se lanzara en defensa del prisionero. El grueso
primicerio, que se había escondido detrás de Folco, asistió a la escena con una risita sádica.
Pero todavía estaba por ocurrir lo más horripilante. Cuando hubo cesado la paliza, el prisionero
siguió retorciéndose como presa de violentos retortijones en el bajo vientre. El dolor no parecía
provenir de los golpes que acababa de recibir, sino que estaba incrustado en el interior de su cuerpo.
—Tres fatae celant crucem! Tres fatae celant crucem!
—¡Mirad! —exclamó Thiago, boquiabierto—. ¡Está meando sangre!
Sébastien laceró el aire con un grito desgarrador, vomitó varios grumos de una sustancia
negruzca y se desplomó en el suelo, sin vida.
Todos permanecieron mirando su cuerpo durante un lapso de tiempo que pareció interminable.
En las mazmorras de Prouille reinaba un silencio sepulcral, reinaba el pasmo más completo.
Ignacio, el único de los presentes que mantuvo la sangre fría, aprovechó la ocasión para estudiar
el cadáver del poseso. Lo macabro no le producía ningún efecto; era otra cosa lo que lo turbaba. En
menos de un mes, asistía a un segundo fallecimiento ocurrido en circunstancias misteriosas, aunque
en este caso no parecía haber rastro de herba diaboli. La cara del cadáver estaba deformada por las
marcas de un mal desconocido, pero lo que más sospechas le infundía era sobre todo el color
amarillento de su piel y una mancha insólita azul oscuro alrededor de las encías; no eran producto de
la escrófula, la peste o la lepra, pero tampoco de un veneno corriente. La solución del dilema debía
estar en otra parte. De repente, recordó haber oído hablar de algo parecido en el transcurso de sus
viajes por Oriente.
—No podemos darle la absolución. —La mirada de Folco se posó sobre el cadáver—. Ha
muerto en pecado.
—Espere un momento, Ilustrísima. —Ignacio apartó la mirada del cadáver, seguro ya de sus
conclusiones—. Este recluso no estaba poseído por el demonio. Parecía más bien víctima de una
fiebre extraña, probablemente producida por…
—¿Y qué es la fiebre sino un espíritu maligno que entra en el cuerpo? —lo interrumpió el obispo.
—Muchos filósofos encuentran en las enfermedades una explicación racional.
—¡Pero qué estáis diciendo! —Folco estaba manifiestamente irritado.
—Las enfermedades son causadas por el pecado, que debilita al hombre y lo transforma en
receptáculo del mal. —Una sombra de presagio se cernió sobre sus ojeras—. Y desde luego las
espiras de Airagne son también obra de Lucifer.
—A lo que parece, en ese lugar suceden cosas harto misteriosas. —Ignacio, reflexivo, se
acarició la barba—. Este asunto me produce mucha curiosidad…
Ante tales palabras, el obispo no pudo ya contener su desdén.
—¡Refrenad vuestra curiosidad, maestro Ignacio! ¡Cómo os permitís…! Curiositas est scientia
funesta!
—La curiosidad expresa la libertad del entendimiento —repuso el mercader, tocado en la fibra
más viva de su ser—. La alaba también el mismo san Agustín.
Folco le dirigió una sonrisita indulgente.
—Agustín admite la curiosidad, es cierto, pero la subordina al temor de Dios. —Lo apuntó con el
índice—. Vos, empero, la idolatráis.
Ignacio estuvo a punto de replicar, pero se contuvo. Se encontraba frente a un ministro de la
Iglesia. Una palabra más, y no habría salido tan fácilmente de aquellos calabozos. Además, detestaba
reconocer que la admonición de Folco le había llegado a lo más profundo de su ser. Era cierto:
idolatraba la razón y no resistía la tentación de desvelar la lógica oculta en todo fenómeno, a costa
incluso de incurrir en bajezas y de recurrir a subterfugios.
La voz de Lusiñano disipó la tensión creada entre el obispo y el mercader.
—¿Cómo pensamos proceder con la investigación? El poseso ha muerto sin revelar dónde se
encuentra Airagne.
—Pero ha dado una pista —aseveró Folco—. Una pista de la que no teníais conocimiento.
—Sin duda aludís al hospicio de Santa Lucina —aventuró Ignacio, que parecía haber terminado
su doloroso examen de conciencia—. Sébastien ha dicho que halló hospitalidad en ese lugar tras huir
de Airagne. Es probable que allí encontremos nuevas pistas.
—Esta vez habéis razonado bien, maestro Ignacio. —El obispo miró a su alrededor con aire
intranquilo: sin duda empezaba a sentirse a disgusto en aquella prisión—. El denominado hospicio de
Santa Lucina se encuentra situado al este del château de Puivert, en el vizcondado de Narbona. Para
ser más exactos, se halla situado junto a la abadía de Fontfroide.
—Estáis bastante bien informado —observó el mercader.
—Bueno, no ha sido la primera vez que el poseso ha mencionado ese lugar. Llevaba varias
semanas hablando de él. He tenido tiempo de sobra para infiltrar a algunos agentes de la
Confraternidad Blanca entre los conversos de Fontfroide, en secreto, a fin de investigar acerca de las
hermanas de Santa Lucina. No puede ser simple casualidad que esas mujeres hospedaran a Sébastien.
Sospecho que están ligadas a Airagne de alguna manera. Pero hasta ahora ninguno de mis hombres ha
descubierto nada. Las hermanas parecen llevar una vida piadosa, a lo que parece.
—¿A lo que parece?
—Ya. —Suspiró el obispo—. Debéis saber que la fundación de Santa Lucina no es propiamente
un hospicio sino lo que se llama un beguinato, es decir, una comunidad de mujeres pías llamadas
«beguinas». Se trata de laicas consagradas al auxilio de los necesitados, al trabajo y a la plegaria.
Imitan las reglas de las órdenes religiosas pero no pertenecen a ninguna de ellas. Y ahí está el quid
de la cuestión: al encontrarse fuera del ordenamiento eclesiástico, se convierten en un terreno
sumamente fértil para la herejía.
—Su Ilustrísima me perdonará, pero hay algo que se me escapa —abundó Ignacio—. ¿De qué
podemos serviros nosotros si vuestros hombres realizan ya todas estas investigaciones?
Folco, cogido de sorpresa, pareció tener dificultad para contestarle.
—No ha sido idea mía pedir vuestra intervención, si es eso lo que queréis decir. Ha sido el
padre González quien se ha empeñado en participar en esta misión, quien ha insistido en que yo
acepte su ayuda y dirija a sus enviados por el camino adecuado. Yo he aceptado, pero, como me
parece también haber dejado claro, no tengo necesidad de vosotros.
Ignacio enmudeció. ¡No era Folco sino González quien movía los hilos! Lanzó una mirada
inquisitiva hacia Lusiñano, quien, por toda respuesta, miró a otra parte. Un gesto sin duda elocuente.
Seguro que aquel infame conocía la verdad desde el principio y la había callado… ¿Qué otras cosas
no ocultaría también?
—Bien. —Felipe rompió aquel silencio violento—. Partiremos hacia Santa Lucina mañana
mismo, al amanecer.
Ignacio se olvidó por el momento de sus sospechas y se dirigió de nuevo al obispo.
—Una última cosa, Ilustrísima. Antes de morir, el poseso ha repetido una frase: «Tres fatae
celant crucem», es decir, «Las tres fatae esconden la cruz». ¿Sabéis a qué podía estar refiriéndose?
¿Quiénes o qué cosas son las tres fatae?
—Las fatae son mujeres diabólicas, como las describe Godefroy de Auxerre en el Super
Apocalypsim —contestó Folco—. En las campiñas francesas y germánicas, donde aparecen
mencionadas a menudo, se dice que pertenecen a las tradiciones paganas… Pero yo, en vuestro lugar,
no me preocuparía demasiado de los enigmas mascullados por un endemoniado. Satanás es engañoso
y se divierte confundiéndonos.
—No es de Satanás de quien debemos preocuparnos —contestó el mercader mientras echaba a
andar hacia la salida de la prisión. Se daba cuenta de haberse expresado de manera algo brusca, pero
la revelación sobre González lo había puesto manifiestamente nervioso. Como había dicho Galib
poco antes de morir, el juego era más grande y más complicado de cuanto cabía imaginar. Era una
telaraña enorme. Y él se encontraba atrapado en medio.
TERCERA PARTE
Cuando Ignacio consiguió frenar los caballos, el carro había llegado al borde de un riachuelo
escondido entre los árboles. En la orilla opuesta, el bosque se interrumpía, dejando espacio a un
claro, en medio del cual se divisaba un campamento miliar rodeado de empalizadas y un
destacamento de soldados con uniformes variados.
El mercader pensó que se trataba de un ejército de mercenarios. En las tierras del Languedoc era
frecuente toparse con tropas de soudadiers a sueldo. Pero al fijarse mejor en sus estandartes, cambió
de opinión y, presa de inquietud, reculó con cautela hasta donde la vegetación era más espesa.
Un ruido de cascos al galope lo sobresaltó, pero al volverse se dio cuenta de que el hombre a
caballo tenía un rostro amigo. El alivio duró sólo un segundo, pues Willalme sufrió un ligero
desfallecimiento y resbaló de la silla.
Ignacio se precipitó en su ayuda. El francés, para no caer del todo, se había agarrado a una bolsa
sujeta al arzón. Pero al final la bolsa y él cayeron al suelo. Un segundo después, el mercader estaba a
su lado.
—Estás herido.
—Nada grave —minimizó el francés con el rostro pálido—. Tú, en cambio, ¡estás sano y salvo!
—Habla bajito, por favor —le exhortó el mercader señalando al campamento allende el
riachuelo.
—¿Quiénes son esos soudadiers? —Willalme observó las insignias y dijo alarmado—. Veo
dibujado un sol negro sobre campo amarillo… ¿Crees que son los arcontes?
—Sí. —El mercader examinó la herida de su compañero—. Los esbirros que nos han atacado
deben de ser de ésos. Probablemente en misión de exploración.
—O tal vez iban precisamente a por nosotros… —insinuó el francés llevándose la mano al
hombro—. Pero ahora ayúdame a quitarme este venablo de encima…
El mercader sacudió la cabeza.
—Si lo quitara ahora, desgarraría la carne y te haría perder mucha sangre. Debemos encontrar un
lugar seguro en que poder curarte debidamente. Déjame ver qué puedo hacer entre tanto… —Le quitó
la casaca para taparle la herida, le taponó la sangre con un trozo de tela e improvisó una especie de
vendaje.
—¿Y mosén Felipe y Thiago? —preguntó entre tanto.
—Son buenos guerreros… Ya deben de haber dejado el terreno despejado.
—Vamos a su encuentro. —Ignacio dirigió una última mirada al campamento y notó con sorpresa
que algunos soldados lucían uniformes cruzados e incluso del ejército regio—. Debemos alejarnos
de aquí a toda prisa.
—Espera un poco —le pidió Willalme—. Si son realmente arcontes, ¿no sería mejor seguirlos?
—Primero debo pensar en ti, y después… nadie ha dicho que esos milicianos sepan dónde se
halla recluida Blanca de Castilla.
El mercader ayudó a su compañero a subir al carro, pero cuando iba a sentarse a su lado un
extraño centelleo llamó su atención y se volvió al lugar donde había caído la bolsa. Parte de su
contenido yacía esparcido por el suelo. Se inclinó en medio de la hierba y descubrió con asombro
que se trataba de monedas de oro.
—¿De dónde proviene este dinero?
—No tengo la menor idea —respondió el francés, no menos asombrado—. Es el caballo de uno
de esos soldados enemigos… Tal vez el oro proceda de una razia.
Ignacio recogió una moneda de la hierba y la observó con creciente estupor; a continuación se la
hizo ver a su compañero. Llevaba grabada la efigie de una araña con las patas curvas.
Volvieron con los dos compañeros justo a tiempo para ver a Felipe ensartar al último soldado caído
en el suelo, que aún hacía intentos por moverse.
Thiago envainó la espada y corrió hacia el mercader.
—¿Estáis bien?
Antes de contestar, Ignacio escudriñó el rostro del navarro. El tajo del jinete enemigo se lo había
desfigurado, dejándole una raja en sentido transversal. Por fortuna, lo había golpeado al sesgo. Le
quedaría una buena cicatriz, pero había corrido el riesgo de perder la nariz y un ojo, si no algo más
grave aún.
—Yo estoy bien —contestó el mercader—. Pero tenemos dos heridos que curar.
—Nada que no pueda remediar un buen médico —desdramatizó Felipe con un gesto grosero.
—¿Y los agresores? —prosiguió Ignacio. Contó seis cadáveres—. ¿Los habéis matado a todos?
¿Tenéis alguna idea de quiénes eran?
—Todos muertos —respondió Thiago—. No llevaban insignia… ¡Al diablo! —Con una mueca
de dolor, se llevó la mano a la cara—. Este maldito tajo no deja de sangrar. Se me está nublando la
vista… ¿Qué pensáis hacer?
El mercader señaló un punto no muy distante, donde el sendero bajaba hacia un valle.
—Según las indicaciones de Folco, en esa dirección se halla el beguinato de Santa Lucina. Si nos
movemos ya, lo alcanzaremos antes del atardecer, estoy seguro. Allí recibiremos los cuidados
necesarios y podremos pasar la noche.
—Y entre tanto buscaremos pistas sobre el conde de Nigredo —añadió Lusiñano limpiando la
espada en un cadáver.
16
Moira había huido durante la noche. Eso le pasaba por fiarse de las mujeres, pensó Uberto al
despertarse y notar su ausencia. Él la había salvado, le había dado de comer, de vestir, y casi se
había encaprichado de ella… Estaba claro que le faltaba esa capacidad que tenía su padre para
valorar a las personas.
Despechado y humillado, pensó primero en olvidarse de ella, pero luego lo pensó mejor. No
podía permitírselo. Podía serle muy útil: conocía el camino para llegar a Airagne. Así, trazó un plan
para dar con ella y montó en su caballo (al menos, Moira había tenido la gentileza de no robárselo).
Pasó media jornada rastreando todos los senderos cercanos hasta que por fin encontró huellas
recientes. Se dirigían hacia el este, hacia un gran encinar. El sendero giraba hacia el sur, esquivando
la espesura, pero las huellas se adentraban en el bosque de encinas y Uberto no pudo hacer otra cosa
que seguirlas.
Las copas de los árboles eran tan tupidas que impedían el paso de los rayos de sol. El joven bajó
del caballo para evitar las ramas bajas y prosiguió a pie conduciendo a Jaloque por las riendas. La
atmósfera que lo envolvía parecía tener ecos antiguos, casi sagrados. El bosque se asemejaba a una
catedral inmensa, con los troncos en lugar de columnas y con las copas haciendo la función de
techumbres intrincadas.
Pero lo que más ocupaba sus pensamientos era la imagen de Moira. Se preguntó por el verdadero
motivo que lo empujaba a volver a verla y se dio cuenta de que su interés era más fuerte de lo que
pensaba. Ahora, más que enfado sentía preocupación por ella. Estaba impaciente por volver a
encontrarla y esperaba que no le hubiera ocurrido nada malo. Pero de repente se sintió un bobo y se
propuso mantener la cabeza fría. Moira le vendría muy bien para el cumplimiento de la misión. Lo
demás no contaba.
Y siguió abriéndose paso entre los árboles.
Era difícil distinguir las huellas en la penumbra del bosque. Además, las improntas se volvían a
menudo inciertas o desaparecían bajo una capa de hojas secas. Pero Uberto estaba seguro de seguir
la pista correcta.
Un rumor de pasos lo hizo sobresaltarse. Percibió un movimiento detrás de él, pero antes de
poder volverse recibió un bastonazo en la espalda. Trató de reaccionar, pero un segundo golpe, más
violento, le impactó en la boca del estómago. Se dobló de dolor y, antes de perder el conocimiento,
divisó una silueta andrajosa inclinada sobre él.
En la oscuridad del bosque, resonó una risotada brutal.
Moira había superado indemne el lóbrego encinar y ahora atravesaba un sendero que la conduciría a
Tolosa, en compañía de su inseparable perro negro. Agotada por el esfuerzo de tanto andar y por el
calor, se acercó a un pozo que había a la vera del camino. Se sentó sobre la boca de piedra gris y
bajó un cubo destartalado sujeto a un cabrestante. Encontrarse en medio de un espacio abierto hacía
que todo pareciera más sencillo, menos hostil, y sin darse cuenta, se puso a pensar de nuevo en el
joven que la había ayudado, Uberto. Lamentaba haber huido de él de aquella manera, y estuvo a punto
de volver sobre sus pasos al encuentro de aquella voz y de aquella sonrisa que la habían hecho
sentirse a gusto. Tal vez a su lado hubiera podido volver a ser la persona amable que había sido una
vez. Pero por otro lado, Uberto se dirigía a Airagne…
El cubo subió lleno de agua. Moira metió en él las manos, se enjuagó la cara y bebió. Habría
debido sentirse tonificada; sin embargo, el ruido de las gotas y las pequeñas ondas la turbaron; se
fueron agigantando en su mente hasta despertar en ella el recuerdo de un barco zarandeado por la
tempestad. El fragor del mar Tirreno no amainaba y sacudía a su antojo la quilla, hasta que un gemido
leñoso indicó que se había partido el mástil. La proa se encabritaba entre las olas como queriendo
rebelarse contra la tempestad.
Después recordó el vórtice que se había abierto en el mar, con paredes negras y relucientes como
el metal. Hasta que el abismo tragó el barco por completo…
Uberto volvió a abrir los ojos, la cabeza palpitando de dolor, pero antes de moverse trató de
comprender qué le había ocurrido. Cerca de él había dos hombres discutiendo acaloradamente.
Hablaban tolosano con un acento más cerrado que la gente de la ciudad, una agreste jerigonza
dialectal.
El más robusto levantaba la voz más que el otro, tratando de llevarse la mejor parte del botín.
Quería quedarse con el caballo. El otro, que era jorobado, no estaba de acuerdo; a su entender, el
caballo valía mucho más que todo lo demás.
Uberto recapacitó unos instantes, se llevó furtivamente la mano derecha a la cintura y agarró el
mango de la jambiya, listo para actuar. Entre tanto, los dos compadres habían llegado a un acuerdo:
pero antes de repartir el botín, quisieron asegurarse del contenido del talego que llevaba su víctima
en bandolera.
El bandido más robusto se inclinó sobre el joven y, creyéndolo desvanecido, empezó a
registrarlo. Pero un segundo después gritó de dolor y retiró la mano, fulminado por la sorpresa.
Uberto se había vuelto de repente, jambiya en mano, y de un tajo le había rebanado cuatro dedos.
El hombre retrocedió con una especie de gruñido porcino mientras se llevaba al pecho la
articulación herida. Su compadre dejó caer de golpe un fardo que había cogido de la silla de montar
mientras la indecisión se dibujaba en su rostro. Aprovechando el titubeo, Uberto se incorporó como
un resorte y los amenazó con su puñal curvo en ristre.
—¡Largaos de aquí! —gritó olvidándose de su dolor de cabeza—. ¡Lejos de aquí ahora mismo,
bastardos, si no queréis que os mate!
Los bandidos vacilaron, el jorobado cogió un palo del suelo, pero el joven se le acercó otro
poco, en absoluto intimidado. Acto seguido, los dos intercambiaron una mirada y desaparecieron a
toda velocidad entre las sombras del bosque.
Uberto permaneció inmóvil, la jambiya apuntando al vacío. Estaba temblando. Una extraña
sensación se había apoderado de él. Nunca había actuado con tanta violencia. ¿Qué le estaba
pasando?
Era sin duda por culpa de aquel bosque, de aquella oscuridad.
Tenía que salir de allí cuanto antes.
Moira, aún conturbada por los recuerdos, reanudó la marcha. El paisaje se abría frente a ella vasto y
solitario, como un tapiz interminable. Pensó si no sería mejor volver con Uberto. Tal vez, se dijo, lo
podía convencer de que abandonara su empeño por ir a Airagne. Le habría encantado pasar otro rato
junto a él. Pero el encanto se rompió de repente. Un jinete acababa de salir del bosque y se dirigía
raudo hacia ella.
El moro la había encontrado.
La muchacha echó a correr instintivamente, sin pensar, mientras el aporreo de los cascos
retumbaba dentro de su pecho en un terrible crescendo. El pánico la tornó ciega y torpe. Tropezó y se
vio tendida en la hierba, el sol en los ojos. Después vio que la daga del moro se le acercaba
centelleando y se llevó las manos a la cara a modo de protección. Remoto, como en un sueño, el
ladrido impotente de su perro.
El aire silbó y un borbotón de sangre le salpicó las manos.
Moira volvió a abrir los ojos, asombrada de estar aún con vida, y vio la cara negra de Kafir.
Pero la suya era una mirada vacía, paralizada por la muerte; y un poco más abajo, su cuello aparecía
atravesado por una flecha. Se apartó antes de que se desplomara sobre ella.
Después miró en lontananza y vio en la linde del bosque a un caballero con un arco en ristre.
Montaba un espléndido semental negro.
Siguió mirándolo, cada vez más incrédula, hasta que éste la alcanzó.
Uberto aseguró el arco al arzón y espoleó a Jaloque hacia la muchacha, incapaz de liberarse de una
malsana excitación. Había matado a un hombre sin la menor vacilación. No era él. Nunca había
hecho algo parecido. Pero aquellos pensamientos quedaron en suspenso, sustituidos por una emoción
más intensa. La había encontrado.
Pero cuando estuvo cerca de ella, borró de su rostro cualquier signo de alivio y le dirigió una
mirada fría.
—¿Qué más debo hacer para ganarme tu confianza?
La muchacha, aún asustada, abrió de par en par sus hermosos ojos.
—¿Cómo… cómo has podido encontrarme? —Fue lo único que consiguió decir.
—Ya, yo casi tampoco lo sé. Te mueves con mucha agilidad, y yo no soy como esos cazadores
capaces de rastrear las huellas de una liebre en el sotobosque. Por suerte, el moro que te perseguía
dejaba unas huellas bien visibles. Me ha bastado seguir las de su caballo para llegar hasta ti.
La mirada de Moira no hacía más que subir y bajar, posándose ora en el rostro de Uberto ora en
el cuerpo de Kafir.
—¿Por qué has huido? —le preguntó Uberto—. Yo no quería hacerte daño.
La joven se sobresaltó.
—Tú te diriges a un lugar del que nadie vuelve.
—No digas tonterías. Sólo del infierno no se vuelve.
—Tú di lo que quieras —expresó Moira recuperando un hilillo de ánimo—. Pero yo no te guiaré
hasta Airagne. De eso puedes estar seguro.
Uberto le dirigió una sonrisa implacable.
—Si ésa es tu decisión, no me dejas otra opción. —Desenvainó la jambiya y se la apuntó a la
garganta—. Te entregaré al primer tribunal episcopal que encontremos por el camino. Tal vez así se
te suelte la lengua.
17
Reanudaron la marcha a la sombra de los montes sin encontrar ni un alma; sólo rebaños de ovejas
pastando en libertad a la vera del camino. Durante unos momentos creyeron haberse perdido. Pero
las previsiones de Ignacio se revelaron ciertas. Un poco más allá, se encontraron frente a un puñado
de casuchas apelotonadas alrededor de una vieja iglesia. El beguinato de Santa Lucina.
Delante de la iglesia, tres mujeres jóvenes con hábitos beis se afanaban en esquilar una oveja. La
operación parecía más complicada que de costumbre pues el animal se resistía a ser manipulado y
era preciso tenerlo bien agarrado. Las mujeres perseveraban con paciencia, casi divertidas, pero en
cuanto vieron a los cuatro forasteros interrumpieron su ocupación y salieron corriendo a refugiarse
en la iglesia, cuya puerta atrancaron. Los viajeros, confundidos ante semejante actitud, pararon a un
lado del edificio.
Ignacio bajó del carro y se acercó a la entrada, esquivando a la oveja medio esquilada.
—Buscamos un refugio para pasar la noche —empezó levantando la voz pero como nadie
contestaba llamó a la puerta.
—En nombre del Señor, marchaos —exhortó una voz femenina desde dentro.
—Tenemos dos heridos —explicó el mercader—. Se les podría curar en poco tiempo.
Siguió una pausa y después un ruido de cerrojos. Las puertas se entreabrieron y por la rendija
asomó la cara de una mujer anciana.
—Prestaremos auxilio a los heridos. Dejadlos aquí. Nos ocuparemos de ellos de buen grado —
declaró la beguina—. Pero los demás no podrán entrar: no ofrecemos hospitalidad a los
desconocidos.
—Pensábamos que era un hospicio —repuso el mercader simulando pena.
La anciana retrocedió hacia el interior cual gata que mide el salto antes de lanzarse.
—No lo es. La casa de Santa Lucina acoge sólo a mujeres. No dejamos entrar a hombres si no es
para curarlos. —Emitió un suspiro y después se sosegó—. Y más si se considera todo lo que ha
ocurrido.
—¿Ha ocurrido algo grave?
La mirada de la mujer trasparentó compasión.
—Anteayer fue violentada una hermana nuestra, pobrecita.
—Lo lamento en el alma, soror. —Ignacio inclinó la cabeza—. Pero nosotros no pertenecemos a
ese género de hombres, os lo aseguro…
—No insistáis, os ruego. Si digo que no se puede, no se puede, y no hay más que hablar. Además,
la abadesa está ausente. Sólo ella podría autorizar vuestro alojamiento.
El mercader señaló el carro donde Willalme yacía semiconsciente. Thiago se había bajado del
caballo y estaba sentado en el suelo, a poca distancia, con la cara vendada.
—¿Deberíamos, entonces, abandonar aquí a nuestros compañeros heridos y volver a Puivert?
Hay un largo trecho…
La beguina sacudió la cabeza.
—No es preciso, monsieur. A poca distancia de aquí se encuentra la abadía cisterciense de
Fontfroide. Se encuentra en el fondo del barranco, a la sombra de los montes. Si os dais prisa, la
alcanzaréis antes del crepúsculo. Los monjes os ofrecerán hospitalidad para esta noche, y mañana
podréis volver aquí para visitar a vuestros heridos.
—Está bien, nos habéis convencido —concluyó Ignacio, provocando el tácito descontento de
Lusiñano—. Confiaremos a vuestro cuidado nuestros compañeros y después nos iremos. Pero
permítame una pregunta.
—Si me es permitido contestar…
—¿A qué orden religiosa pertenecéis?
La anciana emitió un golpe de tos nerviosa.
—Somos hijas de santa Lucina. A ella consagramos nuestras acciones.
—¿Santa Lucina?
—Sí, mater Lucina, la que da a luz.
Ignacio se abstuvo de replicar. Apartó la mirada y se acercó al carro para ayudar a Willalme a
bajar de él.
—Estas mujeres te auxiliarán, mi querido amigo —le dijo con premura mientras un grupito de
hermanas salía de la iglesia para socorrer a los heridos—. Mañana estarás mucho mejor, ya verás.
Y tras confiar a Willalme y a Thiago al cuidado de las beguinas, Ignacio y Felipe se alejaron de
aquel lugar misterioso.
Willalme, tendido sobre un jergón, los miembros débiles y empapado en sudor, volvió a abrir los
ojos. Le habían quitado la ropa. Distinguió la luz de un candil sobre el pecho. El dolor del venablo
clavado en el hombro no le daba respiro; la fiebre lo abrasaba.
Se puso de lado y reconoció a Thiago, tumbado en un camastro a poca distancia. Un trapo
ensangrentado le cubría la cara. No se movía. Parecía muerto.
Durante unos instantes, sumido en la inconsciencia, se descubrió pensando en su madre y su
hermana. Vio cómo sus rostros emergían de la oscuridad, pero él los alejaba a los meandros del
torpor, donde no pudieran hacer daño. Después se dio cuenta de que estaba solo. ¿Por qué Ignacio lo
había dejado en manos de unas mujeres desconocidas? ¿Se estaba muriendo acaso? Y, ¿qué clase de
lugar era aquél? Cerró los ojos y de repente percibió algo nuevo. Un ruido de artefactos en
movimiento que venía de abajo…
Se abrió una puerta y apareció una muchacha guapa pero de mirada triste; una rabia secreta latía
en sus ojos.
Willalme intentó decirle algo, pero no tuvo fuerzas. Después vio que la muchacha sacaba un
cuchillo y se le acercaba. Alarmado, trató de reaccionar, pero ella le dijo sonriendo que no le iba a
hacer daño. Le cortó un mechón de pelo, lo pasó entre sus dedos y después lo envolvió alrededor de
una piedra que sostenía en la otra mano.
—He vinculado tu vida a esta piedra para que no se escape —le explicó con tono benévolo.
Metió la piedra bajo la cabecera y recitó una breve plegaria. Luego le tapó los ojos con una mano,
pero él apartó la cabeza. Entonces la muchacha, con un suspiro, agarró unas tenazas y las aplicó a la
punta del venablo que sobresalía de la herida.
Willalme gritó de dolor.
18
Ignacio y Felipe fueron acogidos en la abadía de Fontfroide por un monje entrado en la ancianidad
que dijo llamarse Gilie de Grandselve. Era el portarius hospitum, el encargado de acoger a los
forasteros. Tras invitarlos a entrar, los guió a través del complejo anejo al monasterio. Superados los
jardines del claustro, recorrieron un ambulatorio que comunicaba con numerosos cubículos. Pero
antes de llegar a la hospedería, el mercader detuvo al monje para hacerle una extraña petición. Le
dijo que necesitaba una fragua.
El padre Gilie lo miró perplejo.
—Sí —admitió al final entrecerrando sus ojillos contorneados de rojo—, la abadía posee una
pequeña fragua… Pero tal vez he comprendido mal.
Ignacio sonrió.
—No, no, ha comprendido perfectamente, padre. Pido permiso para utilizarla esta noche —
aclaró sin preocuparse de la expresión de reproche de Lusiñano—. Naturalmente, pagaría por la
molestia.
—No sé qué decir —vaciló el portarius hospitum—. Vuestra petición se sale bastante de lo
habitual, monsieur.
—Lo sé, pero es que tengo necesidad.
—¿Por qué no esperáis a pasado mañana? Podríais conversar con nuestro herrero. Os aseguro
que es un auténtico maestro en su arte, independientemente de lo que tengáis pensado hacer.
—Mañana ya sería demasiado tarde. —Ignacio extrajo del talego una escarcela repleta de
monedas y la meció con movimientos circulares, casi hipnóticos.
El padre Gilie juntó las manos, sumido en un silencio imperturbable, digno. No quería incomodar
al abad, que en aquel momento se encontraba rezando completas, para solucionar aquel problema.
El mercader aprovechó su indecisión.
—Comprendo vuestro titubeo, padre, pero a cambio del favor ofreceré una buena recompensa.
Permitidme además ofreceros una reliquia. —Extrajo del talego un saquito perfumado de incienso—.
Un diente de san Vidal, soldado mártir. Es muy venerado por estas partes.
El portarius hospitum tendió las manos para recibir ora el dinero ora la reliquia.
—Puesto que os empeñáis —guiñó el ojo—, haremos una excepción a la regla.
Sin que el monje lo oyera, Felipe dijo a Ignacio al oído:
—¿Habéis perdido el juicio? ¿Para qué queréis una fragua a estas horas?
Ignacio, impasible, levantó la mirada hacia el cielo, más allá de la arcada ajimezada.
—Debo verificar una cosa. Vos no os preocupéis, dormid tranquilo. —Acompañó la frase con
una palmada en la espalda—. Nos veremos por la mañana. Para entonces, tal vez tenga alguna
revelación que haceros.
Sus caminos se separaron. A Lusiñano lo dirigieron hacia los jergones de la hospedería, mientras
Ignacio era acompañado por el padre Gilie a la herrería.
La fragua se encontraba junto a los establos e Ignacio pidió al padre Gilie que le ayudara a arrastrar
hasta allí un baúl que llevaba en el carro.
—Le estoy sumamente agradecido —expresó el mercader.
—Ándese con cuidado —le advirtió el portarius hospitum mirando con curiosidad el baúl—. He
accedido a vuestra extraña petición sin oponer objeciones, pero no creáis que vais a mangonear a
vuestro antojo. Nos encontramos en una abadía, en una casa del Señor. Vendré a visitaros en el
transcurso de la noche a ver qué estáis maquinando.
—Me parece muy bien, padre. Pero antes de alejaros, tened la bondad de satisfacer una última
petición…
—Pero que sea la última de verdad. —Resopló el padre Gilie resuelto a no volver a arrastrar
ningún otro objeto pesado.
Ignacio lo tranquilizó con un gesto.
—En realidad, se trata de una pregunta. Hace unos instantes, he oído a un hermano de hábito
vuestro dirigirse a una mujer con una palabra que me ha resultado extraña. La ha llamado fata, si no
me equivoco. ¿Qué significa?
La respuesta fue tajante.
—Fatae sunt foeminae diabolicae, las tres hijas de Satanás.
—¿Os referís a las que en mi país suelen llamar «brujas»?
El padre Gilie asintió sin decir más y se retiró. Al parecer, ya se le habían agotado sus reservas
de paciencia.
Una vez solo, el mercader recompuso sus pensamientos. La respuesta del portarius hospitum no
le había servido de ayuda. ¿Quiénes eran las fatae? ¿Se había referido Sébastien a las beguinas de
Santa Lucina, o a otro misterio más intrincado? ¿Qué relación tenían con el conde de Nigredo?
Demasiados enigmas. Ignacio decidió abordarlos uno a uno. Ahora no tenía tiempo para reflexionar
sobre las fatae. Debía resolver una duda con relación a los escudos de Airagne. Para eso había
solicitado el uso de la fragua.
Tras asegurarse de que nadie lo estaba espiando, encendió un candil y se acercó a la boca del
horno. Tal y como esperaba, había aún rescoldos; colocó sobre ellos un soporte para la cocción
sirviéndose de un trípode metálico. Le habría venido mejor el horno de un alquimista, pero tenía que
contentarse con aquella fragua de Fontfroide.
Tras disponer el aparato para la cocción, abrió el baúl y sacó del fondo dos al-anbiq, es decir,
sendos vasos finos de cristal con forma abombada. En el primero vertió vitriolo y en el segundo
salitre disuelto en una solución viscosa, después los colocó sobre el trípode y los empalmó a unas
largas boquillas de descarga conectadas a su vez con una tercera ampolla, adonde confluirían los
vapores de las dos sustancias expuestas al calor.
Reavivó las ascuas sirviéndose de un fuelle que había a los pies del horno y esperó a que los
líquidos dentro de los vasos empezaran a hervir. Los vapores fueron subiendo despacio antes de
pasar a las boquillas de descarga para finalmente confluir en la tercera ampolla.
Se rió entre dientes. Nadie podía sospechar que un simple mercader de reliquias tuviera
conocimiento de ciertas cosas, pero en el pasado Gerardo de Cremona lo había iniciado en el estudio
de los astros y de la alquimia. Le había mandado traducir manuscritos árabes de filosofía arcana, de
cosmología y de otros temas, que a veces el maestro había preferido no divulgar. Siempre había
temido que lo acusaran de nigromancia, e Ignacio comprendía ahora por qué. El saber no se podía
revelar en su totalidad a cualquiera: no se podía desafiar el tradicionalismo de la Iglesia. Pero
aquella noche había dejado a un lado también dicha cautela con tal de acercarse a la verdad. Había
demasiadas preguntas flotando. Y él no solía contentarse con las medias verdades ni plegarse a las
admoniciones de prelados como Folco. El valor de un hombre —estaba convencido— se medía por
su valentía para rasgar el velo de la ignorancia.
Mientras esperaba a que estuviera listo el misterioso elixir, sacó del baúl un tomo encuadernado
en piel, lo acercó a la luz y se puso a hojearlo. Era el De congelatione et conglutinatione lapidum
de Avicena, un libro de alquimia. Quería consultarlo para intentar despejar ciertas dudas que lo
venían intrigando desde la tarde.
Se detuvo en un pasaje, que traducido del latín, rezaba. «Las especies de los metales no se
pueden transmutar, si bien es posible realizar cosas semejantes a otras. Y aunque los alquimistas
consigan dar al cobre el color que quieren, haciéndolo parecer oro, o le quiten las impurezas del
plomo, de modo que parezca plata, siempre se tratará de cobre o de plomo según la sustancia usada».
Tras rumiar aquellas palabras, Ignacio metió de nuevo el libro en el baúl y se puso a pasear por
la estancia cual animal enjaulado. Su frente se agrietaba y distendía con movimientos inquietos,
impactada por el reverbero de las brasas. ¿Se equivocaba Avicena? ¿Era posible que el plomo se
transmutara en oro? De repente, sintió que no podía soportar más el ambiente sofocante de la fragua y
salió al exterior. Se apoyó en la jamba de la entrada para respirar a pleno pulmón el aire de la noche.
La claridad lunar le permitió percibir algo junto a los establos. Acababan de llegar a la abadía
varios hombres a caballo. Se trataba de soldados, pero no consiguió distinguir quiénes eran. El padre
Gilie se estaba ocupando de acogerlos.
«Es conveniente que vuelva adentro», pensó el mercader. Si el portarius hospitum lo veía
apostado en la entrada, podría sospechar. Por suerte, la llegada de aquellos caballeros mantendría a
éste alejado de la fragua, impidiéndole así curiosear.
Volvió a la atmósfera caliente de la herrería y esperó a que el elixir estuviera listo.
Los vapores del vitriolo y del salitre se fueron condensando poco a poco en la tercera ampolla,
mezclándose en una sustancia que Ignacio conocía por el nombre de aqua fortis, un ácido capaz de
corroer cualquier metal a excepción del oro. Cuando todo estuvo listo, apartó el contenedor de los
dos al-anbiq y lo colocó con mucho cuidado sobre una repisa despejada; después, tras controlar la
coloratura del ácido obtenido, sacó una moneda dorada de su bolsillo y la echó dentro. Era uno de
los escudos con el cuño de Airagne.
Ignacio había sospechado de aquellas monedas desde el primer momento. Las había encontrado
extrañas al tacto y excesivamente brillantes. Una hipótesis le había rondado por la cabeza, y ahora
tenía ocasión de verificarla. «Si esta moneda es de oro puro, el agua fortis no la podrá corroer»,
pensó. «Ni siquiera podría atacarla».
Se acurrucó en un rincón, los ojos pesados fijos en la ampolla; parpadeó un par de veces y, sin
darse cuenta, se durmió. Sus sueños estuvieron poblados de recuerdos de Toledo, en los tiempos de
su juventud, cuando tal vez había sido más sensato y sincero consigo mismo.
Dos horas antes del alba, a poca distancia de Fontfroide, un hombre se escapaba del beguinato de
Santa Lucina y salía a caballo rumbo a Puivert. Al poco abandonó la ruta y galopó hacia Occidente
por un camino en el que no había poblado alguno sino sólo naturaleza salvaje. Superado un matorral,
vadeó un riachuelo y se detuvo a pocos pasos de un campamento militar.
Una luna inquieta iluminaba el interior de la empalizada y los pendones del Sol Negro.
Desmontó, entró en el campo y enfiló a grandes zancadas hacia la tienda central, acondicionada
como taberna. Saludó a los presentes con gesto apresurado y se sentó frente a un individuo mal
encarado que estaba atrincherado tras una ringlera de frascas vacías.
—Thiago de Olite, viejo compañero de armas. Por fin te dejas ver —gruñó el mal encarado.
Tenía ojos claros, casi glaucos, que mirándolos bien, decían mucho de él—. Con ese chirlo en la
cara casi no te reconozco. —Se rió irónicamente—. Qué, te manda el templario, ¿no?
—Siempre hablas sin saber lo que dices, Jean-Bevon —replicó Thiago—. Sabes bien que el jefe
ya no es templario.
Jean-Bevon se inclinó hacia delante, la mirada turbia.
—Ah, sí, claro, ahora es caballero de Calatrava. ¡Comendador! —Su aliento a vino indispuso a
su interlocutor—. Un título imponente, sin lugar a dudas. Apuesto a que impresiona más a las
mujeres. —Hinchó los carrillos y soltó una risotada vulgar.
—¡Sé más respetuoso! Recuerda que eres subordinado suyo, como todos los que están aquí
dentro.
—No te sulfures, amigo. —El mal encarado se alisó el bigote y frunció los labios—. Es culpa del
vino, compadéceme… —E indicó una jarra medio vacía—. A propósito, la escolta de caballeros que
has traído de Castilla se ha integrado bastante bien. Nueve hombretones…
—Que no se dejen ver por ahí con las insignias de Calatrava, por favor. Según la versión dada
por mí y por el jefe, todos murieron a consecuencia de una emboscada. Nadie debe sospechar que los
hemos traído para reforzar las milicias de los arcontes, ni siquiera el padre González.
—Son óptimos soldados, nos serán muy útiles. —Jean-Bevon hizo un gesto vago—. Pero dime
más bien, ¿a qué se debe esta visita? ¿No habíamos quedado en volver a vernos más tarde, para no
despertar sospechas?
—Tengo una razón de mucho peso para ello. —Thiago trató de dominar su nerviosismo—. Hoy
por la tarde, unos soldados tuyos nos han atacado. Un caballero y cinco infantes. Por poco nos matan.
—Pero ¿qué estás diciendo?
El navarro se echó hacia delante y con un gesto brusco tiró al suelo las frascas que había en la
mesa.
—Mira mi cara, desgraciado. —Indicó el corte que cruzaba su rostro. A pesar de las compresas
de las beguinas, la piel circundante se había hinchado desmesuradamente—. ¿Crees que tengo ganas
de bromas? ¡He reconocido perfectamente a tus esbirros! ¿Quién ha dado la orden de atacarnos?
—No entiendo de qué te quejas. —Con una rudeza propia de un oso, Jean-Bevon se rascó el
vientre arrugando su sobrepelliz sucia—. ¿Acaso no se había hablado de eliminar a ese Ignacio de
Toledo?
—Sí, maldito idiota —estalló Thiago, incapaz de contener su irritación—. Pero no de ese modo,
¡y todavía no! Sabes perfectamente que el mozárabe nos puede ser muy útil vivo, de lo contrario ya
estaría más que muerto. ¿Cómo te has atrevido a poner en peligro la vida de nuestro jefe?
El mal encarado se encogió de hombros por respuesta.
—Evidentemente, tu jefe ya no es el mío. Ahora estoy al servicio de otro, igual que todos los que
hay aquí dentro. —Lo apuntó con el dedo—. Todos menos tú.
—¡Tú…, traidor! —Thiago saltó hacia atrás y trató de desenvainar el puñal, pero no tuvo tiempo.
Dos hombres lo agarraron por la espalda y lo inmovilizaron.
—Ha tardado demasiado tu jefe —prosiguió Jean-Bevon—. Y nosotros teníamos hambre de oro,
oro de Airagne.
—¡Qué estás diciendo! —gritó el navarro mientras era tumbado sobre la mesa—. ¿Oro? ¿Quién
produce oro?
—¿Quién? Los texerants, naturalmente. Sabes de sobra que por estas partes no escasea la mano
de obra.
—¡Maldito! El jefe te lo hará pagar…
Thiago no pudo decir nada más. Jean-Bevon sacó una daga de su bota y se la clavó en el vientre.
—Nunca me gustaste, navarro. Ni tú ni tu jefe.
Castillo de Airagne
Tercera carta – Citrinitas
Mater luminosa, trabajar sin intelecto es un grave delito. Cuando traspasé el segundo portal, la claridad blanca
de albedo se volvió álgida y casi opaca, por lo que recurrí al arte de las llamas y de la forja. El caldeamiento de
la materia produjo una mutación de color, pero este fenómeno sólo sabría explicarlo utilizando palabras
figuradas. Puse el hilo de lana alrededor del huso, pero al deslizarse entre mis dedos perdió su albor. Esta fatiga
es la tercera de la obra: citrinitas, el amarillo que vira al rojo. Quien tenga buen entendimiento sabrá que es el
límite entre la ciencia verdadera y la mendaz.
El laberinto era cada vez más oscuro y más intrincado. Humbert avanzaba con la esperanza de que un
destello de luz le permitiera ver en qué lugar se encontraba.
Pero no fue la luz lo que le sorprendió, sino el ruido de un repiqueteo metálico, que fue en
aumento hasta transmutarse en cientos de latidos cada vez más nítidos. Parecía el efecto de unos
utensilios percutidos contra la roca.
El lieutenant avanzó con cautela hasta que se vio delante de miríadas de puntitos que relucían en
las tinieblas. Al enfocar mejor la imagen, comprendió que se trataba de simples luciérnagas
suspendidas en las paredes.
Aquellos esbozos de luz no bastaban para disipar la oscuridad. Tuvo que hacer un ulterior
esfuerzo visual para percibir a los hombres que se movían en el interior de la cueva.
Mineros.
Hombres macilentos, los rostros casi tapados por sus largas barbas y sus cabellos desgreñados.
Unos blandían picos y cinceles y otros recogían los detritos, sus ojos de topo bien abiertos para
distinguir el material bueno de la chatarra. Humbert calculó unos cincuenta, pero supuso que habría
muchos más diseminados por aquellas anfractuosidades.
Había sólo un guardián, un soldado hercúleo armado con un bec de corbin, una maza en forma de
martillo con las extremidades unciformes. Bastaba aquella cachiporra para hacer trabajar a los
mineros. Las cicatrices en la espalda de algunos hablaban a las claras de cómo el guardián conseguía
imponer la disciplina.
El lieutenant no sintió piedad por las condiciones de aquellos operarios. Él era un soldado, y
por añadidura un aristócrata, educado para despreciar cualquier cosa que pareciera impura y
abyecta. La enfermedad y la miseria situaban a aquella chusma de villanos en lo más bajo de la
pirámide social. El mismo Dios quería que fuera así. Si existía una jerarquía celeste, también debía
existir otra terrestre. Los laboratores debían sacrificarse y matarse trabajando para que otros —la
nobleza y el clero— se irguieran por encima y transformaran su fatiga y sudor en magnificencia. Ése
era el orden natural de las cosas, el único posible.
Si aquellos esclavos se encontraban en semejante situación era porque sin duda había algún
motivo para ello. Pero los pensamientos que turbaban a Humbert eran otros: ¿Quién tenía poder para
mantener sometida a tanta gente? ¿Y con qué fin?
Ante todo, debía averiguar qué estaban extrayendo en aquella cueva. Se fijó mejor en el destello
azulado que desprendían las piedras y concluyó que se trataba de cristales de galena.
20
Willalme abrió los ojos: la luz había vibrado bajo sus párpados. La muchacha que lo había curado
estaba sentada al borde de su cabecera.
—¿Eres tú la que me ha curado?
Ella apartó la mirada.
—Te debo la vida…
La joven seguía callada, y Willalme evitó mirarla. Sabía cuán inoportunos podían ser los ojos de
la gente, especialmente de un extraño. Como no quería agravar la que creía una actitud fruto de la
turbación, decidió mirar a otra parte.
Se encontraba en una celda. Las paredes desnudas testimoniaban una vida conducida según las
reglas de una pobreza digna. El francés buscó a Thiago, pero ya no estaba a su lado. ¿Dónde se
habría metido?
La voz de la joven lo apartó de sus pensamientos.
—¿Quiénes son Julienne y Esclarmonde?
Él se sobresaltó.
—¿Cómo es que conoces esos nombres?
—Las has llamado toda la noche, durante el sueño —confesó ella—. Delirabas.
Willalme se sentó en el borde del jergón y se fijó en el apósito de su hombro. La herida le
quemaba, pero confiaba en restablecerse en poco tiempo. Posó la mirada en la joven. No era timidez
lo que la embargaba. Parecía presa de una rabia reprimida, de una misteriosa esquivez.
—Son los nombres de mi madre y mi hermana —respondió finalmente—. Las perdí hace muchos
años, junto con mi padre.
—También yo he perdido a mis seres queridos —confesó ella. Era sincera, pero aún seguía
mostrándose cauta.
—Lo siento. ¿Quién cuida de ti ahora?
—Las hermanas de Santa Lucina. Muchas de ellas son viudas o huérfanas como yo. —Suspiró la
muchacha—. La guerra, por estas partes, ha dado al traste con la felicidad de muchas familias.
Le hizo señal de esperar y se fue a la otra punta de la habitación. El francés no conseguía quitarle
los ojos de encima. Le recordaba a Esclarmonde, su hermana, la cual habría tenido más o menos su
misma edad de haber estado viva… Dejó a un lado los recuerdos y volvió a mirar a la muchacha.
Debía de haber sufrido lo indecible, y no hacía mucho. Trataba de parecer natural —se esforzaba
todo lo que podía—, y sin embargo una tensión nerviosa le agarrotaba el busto y los hombros, como
un animal selvático recién salido de un espanto.
Pero no era el momento para hacer preguntas engorrosas, y cambió de tema:
—¿Dónde está el navarro herido en la cara que estaba acostado en ese camastro?
La muchacha tomó un cuenco de terracota, colocó dentro un trozo de pan de centeno y se lo
acercó.
—Se ha ido esta noche de improviso. No ha habido manera de convencerlo para que no se
moviera. —Le dio el alimento.
Willalme le sonrió, alargó la mano para coger el cuenco y sin querer le rozó la muñeca.
Aquel contacto la hizo sobresaltarse.
—¡No me toques! —gritó mientras el cuenco rodaba por el suelo hecho pedazos—. ¡Nadie debe
tocarme! ¡Nunca más!
El francés se inclinó hacia delante dispuesto a tranquilizarla, pero no consiguió sino empeorar la
situación.
Un instante después, la puerta de la celda se abría y entraba una beguina vieja, el rostro
alarmado. Al verla, la muchacha se dejó caer al suelo y rompió a llorar.
La anciana se le acercó enseguida y la tranquilizó con palabras y caricias.
—No llores, Juette —le dijo—. No pasa nada, sosiégate. —Después levantó los ojos hacia el
atónito Willalme—. No te lo tomes a mal, hijo; no es por tu causa por lo que se comporta así —
explicó con amargura—. No sabes lo que le ha pasado a esta pobre criatura…
El francés apretó las mandíbulas, turbado. Un ardor violento le recorrió el pecho, como le
ocurría siempre que asistía a un atropello.
La anciana no pudo contenerse y dijo:
—Ha sido un hombre, un monje de Fontfroide… Se llama Frenerius de Gignac…
21
Ignacio, quebrantado por las experiencias vividas durante la noche, se apeó del carro delante del
beguinato de Santa Lucina. La claridad matinal le deslumbraba los ojos, y bajo la capucha escondía
unas ojeras producidas por el prolongado insomnio.
Al despuntar el alba, el efecto de la herba diaboli ya se había desvanecido casi por completo,
dejando como recuerdo un dolor de cabeza y un leve vértigo. Antes de partir de Fontfroide, el
mercader se había visto obligado a dar explicaciones al padre Gilie de Grandselve acerca de lo
acaecido durante la noche. Le mintió diciendo que no conocía el motivo de la agresión de Lusiñano.
La intervención del monje le había salvado la vida sin duda, si bien éste no había alertado a los
arqueros, prefiriendo socorrerlo y centrarse en su estado de salud. «Mejor así», había expresado el
mercader, «pues de este modo no molestamos al abad, ni a nadie más, por un incidente banal».
Considerando que Lusiñano se había ido de Fontfroide sin hacerse notar, el monje convino en
guardar silencio sobre lo sucedido. Después, aclarado aquel asunto, empezó a hacerle preguntas
sobre la fragua.
«Al final, no he hecho uso de ella. Era tanto mi cansancio que estuve durmiendo hasta que me
despertó mosén Felipe, que quería matarme», fue su respuesta. Pero aquella segunda mentira no le
pareció suficiente para ganarse también el silencio del portuarius hospitum, por lo que decidió darle
una bolsa llena de monedas. «Una buena recompensa para la abadía», fueron las palabras con las que
acompañó su regalo. Se trataba en realidad de los escudos de Airagne, todos de oro falso; pero Gilie
de Grandselve no podía sospechar este extremo y zanjó el asunto con una sonrisita cómplice.
Ignacio se encaminó hacia la iglesia de Santa Lucina. Obsevando la fachada, le llamó
particularmente la atención un detalle que le había pasado inadvertido el día anterior. En la luneta
que coronaba la puerta había un bajorrelieve en que estaban representadas tres mujeres desnudas,
con los senos en forma de serpiente y el pubis cubierto por un sapo, imágenes sin duda monstruosas
aunque ya le eran familiares: había otras parecidas en la iglesia de Moissac.
A pocos pasos de la fachada, una mujer con el hábito beis disfrutaba del sol sentada en un sillón
de mimbre. Una beguina, sin ningún género de dudas. Devanaba una madeja de lana alrededor de un
huso de madera al son de un estribillo que recordaba una canción infantil. Pero la letra estaba en
latín:
Cuando el forastero se hubo alejado, la mujer volvió a devanar la lana en el huso al tiempo que
empezar a entonar el estribillo:
Y dirigió la mirada hacia la luneta de la puerta, donde campeaban las tres mujeres monstruosas.
Cual rebaño diseminado por un prado, una docena de beguinas trabajaban en el jardín vallado, las
espaldas curvas caldeadas por el sol y los rostros atentos, cubiertos por los velos. La abadesa, la
única erguida, caminaba despacio entre ellas, observándolas una a una mientras removían la tierra
con pequeñas azadas o transportaban sarmientos con las hoces, y deteniéndose de vez en cuando para
darles algún consejo. Entonces las beguinas levantaba la cabeza hacia ella en actitud reverente
dirigiéndole siempre la misma súplica: «Benedicite, bona mater». La abadesa asentía con la cabeza,
las bendecía con un gesto de la mano y seguía caminando a ritmo pausado.
La paz se vio turbada en el jardín al aparecer el desconocido. Las mujeres le dirigieron miradas
furtivas y empezaron a cuchichear entre ellas, pero siguieron trabajando impertérritas entre las
plantas oficinales, simulando indiferencia.
Mientras la abadesa observaba al forastero que se le acercaba, trató de averiguar qué clase de
hombre podría ser. Al principio pensó que se trataba de un monje, pero después se dio cuenta de que
no podía ser tal. Sus ojos esmeralda y su aire distraído revelaban una insólita combinación de
hombre de mundo y de filósofo. Estaba segura de no haber encontrado nunca a nadie así, y desde su
primer vistazo consideró que la visita de un agente del obispo la habría preocupado mucho menos.
—Vos debéis de ser la madre abadesa —empezó el forastero con una ligera inclinación—. Mis
más cordiales saludos.
—Le devuelvo los saludos —respondió la mujer—. ¿Quién ha venido a honrarnos con su
presencia?
—Ignacio Álvarez, de Castilla, para serviros.
—Es un hispánico, pues —resolvió la abadesa dirigiéndose a él en tercera persona para levantar
así una barrera de formalidad—. ¿Qué asunto lo lleva tan lejos de casa?
—Un dilema, reverenda madre.
—¿Y él espera hallar respuesta en este lugar?
Según su guion preestablecido, Ignacio se apresuró a cambiar de registro.
—La verdad es que estoy de paso. Un amigo mío, alcanzado por el dardo de una ballesta, ha sido
atendido por vuestras pías hermanas. Se encuentra reposando en estos muros.
—Ah, el joven occitano. Estoy al corriente. Está en buenas manos, se curará.
—Eso me alegra, pero mientras espero a poder visitarlo me gustaría intercambiar unas palabras
con vos.
—No veo de qué se podría hablar entre nosotros. —Los ojos de la abadesa huyeron entre las
plantas de peonias—. Nosotras, las hijas de santa Lucina, evitamos hablar de temas mundanos.
El mercader entrecerró los ojos, pesados todavía a causa de la herba diaboli. Estaba seguro de
que en aquel lugar se escondían secretos de Airagne, pero no podía hacer preguntas directas. Debía
ir implicando a su interlocutora poco a poco, convencerla con sutileza; y para tener éxito en su
intento era preciso utilizar argumentos que conocía bien, de manera que pareciera más informado de
lo que realmente estaba. Dio el primer paso:
—No saquemos conclusiones precipitadas. Es precisamente de la mater Lucina de la que me
gustaría hablar. Se da el caso de que yo entiendo bastante de reliquias, y por eso me intereso por
todas las formas de culto, sobre todo si son desconocidas.
La mujer intentó una maniobra de distracción.
—Santa Lucina no es desconocida. Su fiesta se celebra el 30 de junio, y los fieles la recuerdan
como una discípula de los apóstoles.
Semejante respuesta había servido durante muchos años para mantener a raya a los curiosos. Pero
el mercader no se dejó distraer.
—No me refiero a la Lucina «discípula de los apóstoles» sino a la llamada mater que no aparece
en ningún legendarium cristiano. Y es precisamente ésta, la diosa mater Lucina, la que se venera en
este lugar.
La abadesa sintió un ligero sofoco.
—Decís cosas que os superan, monsieur. No podéis comprender…
Las hermanas, alarmadas por el cambio de tono, levantaron la cabeza para intentar saber de qué
se estaba hablando. Ignacio, que había notado el paso al «vos», se preparó para afrontar una
conversación difícil.
—Yo comprendo perfectamente, reverenda madre. «Vuestra» Lucina es llamada Partula. Me lo
ha confiado una hermana del beguinato, y ello me ha bastado para verlo claro. La Partula es un
espíritu femenino que socorre a las parturientas, precisamente igual que mater Lucina. Se trata de una
divinidad pagana, no de una santa cristiana. No podéis mentirme al respecto.
—Yo no pretendo mentiros —declaró la mujer, acusando el golpe—. Pero os ruego que lo dejéis.
—No puedo. Como ya he dicho, ando buscando respuestas y necesito encontrar algunas
confirmaciones. ¿La referencia a la Partula supone también una referencia a las parcas? ¿Y éstas
últimas coinciden con las tres fatae?
—¿Y si fuera así?
—No os mostréis evasiva, madre —advirtió el mercader—. He oído la tonadilla sobre las tres
fatae… «Vuestra» tonadilla. Abunda en referencias paganas. No sé qué ocurriría si la oyeran los
agentes del obispo Folco…
Ante aquella intimidación, la mujer juntó las manos. Si no cayó de rodillas fue para no asustar a
las hermanas, que la estaban observando.
—Si estas palabras transcendieran, todas nosotras seríamos condenadas a la hoguera. Pero no
somos brujas. Nuestro beguinato hospeda a las viudas y las huérfanas que han sobrevivido a la
Cruzada contra los cátaros. ¿Por qué queréis hacernos daño?
Ignacio suavizó su mirada. No pretendía humillar a la abadesa.
—Tranquilizaos, reverenda madre. Yo os estimo y os respeto. Mi único interés estriba en la
relación oculta entre las fatae y Airagne. Ése es el verdadero motivo de mis preguntas.
—¿Airagne? —La mujer abrió los ojos como platos—. ¿Conocéis ese lugar?
—No exactamente, sólo me muevo con conjeturas. —Ignacio no reprimió su curiosidad—. ¿No
sabéis dónde se encuentra? ¿Habéis estado alguna vez allí?
—Yo no he estado nunca prisionera en Airagne.
El mercader se arrepintió. A pesar de sus propósitos iniciales, había hecho preguntas demasiado
directas. Se vio obligado a dar un paso hacia atrás.
—¿Y las fatae? Sospecho que guardan alguna relación con Airagne. ¿Podéis confirmarlo?
La abadesa hizo gesto de querer hablar. Tal vez decidió hacerlo porque creía no tener otra
opción, o tal vez simplemente porque empezaba a fiarse del forastero. El mercader barajó una tercera
hipótesis: le iba a pedir algo a cambio de sus revelaciones.
—Como habéis intuido, la Partula se refiere a las tres parcas. Tiempo ha, su nombre se
corrompió en «fatae», pero el significado no cambió —explicó—. Las parcas tejen el hilo del
destino alrededor de una columna de luz, dentro de la cual está suspendido el huso de la necesidad…
Ignacio arrugó la frente.
—Estáis citando un pasaje de la República de Platón…
—Dejadme terminar. —Le hizo callar la mujer—. Esta columna de luz representa para nosotras a
la mater Lucina, o la mére Lusine, la que libera de la oscuridad de la materia. —Lo miró a los ojos
—. La que disipa la oscuridad de Nigredo.
—Lucina representa, por tanto, a Ariadna, el hilo luminoso que ayuda a salir del laberinto. El
laberinto de la Obra alquímica. El laberinto de Airagne.
—Ariadna es también una telaraña atrapada en su propia tela. El anagrama correcto es empero
«Ariagne», palabra que deriva del griego. —La mujer hizo una pausa—. Pero es otra cosa lo que
queréis saber, ¿no es cierto?
Ignacio asintió.
—Me interesaría desvelar el significado de una frase: «Tres fatae celant crucem».
La abadesa lo miró estupefacta.
—¿Dónde la habéis oído?
—La pronunció hace unos días un hombre huido de Airagne, un supuesto endemoniado llamado
Sébastien, el cual dijo haber encontrado refugio en vuestro beguinato. Por eso he venido hasta aquí.
La frase traducida sería: «Las tres fatae ocultan la cruz». Ahora ya me he instruido acerca de las
fatae y de su relación con Airagne, pero ignoro el significado de la palabra «cruz».
—Por «cruz» no se debe entender el símbolo religioso —aclaró la mujer—, sino la Obra
alquímica. La cruz es el crisol donde la materia bruta se somete a cocción. Los cuatro brazos de la
cruz indican sendas fases de la transmutación metálica: nigredo, albedo, citrinitas y rubedo. Pero
como sin duda sabéis, el crisol alude también al sufrimiento.
—El sufrimiento del metal sometido a una transformación…
—Pero también el sufrimiento de los hombres que se exponen a los procedimientos alquímicos:
las altas temperaturas, las exhalaciones de los ácidos, de los vapores y de los materiales
incandescentes.
—Habláis de los secretos de Airagne como si tuvierais directa experiencia de ellos… Seguro
que Sébastien no fue el único que se refugió aquí. Habéis ofrecido hospitalidad a muchos otros
hombres huidos de ese lugar, ¿no es cierto?
La abadesa abrió los brazos, no en señal de rendición al enemigo sino más bien como quien obra
según su conciencia.
—¿Cómo habría podido negarme? Cuando los habitantes de las aldeas cercanas andan vagando
por los bosques y los campos, y nadie sabe cómo curarlos, los traen aquí. En otros lugares los
monjes los quemarían vivos, al tomarlos por posesos o por cátaros.
—¿Y lo son? Cátaros, quiero decir.
—En su mayor parte, sí.
—Lo imaginaba. También las hermanas de este beguinato son cátaras. Y vos, por cierto, sois una
perfecta.
La abadesa reprimió un escalofrío.
—¿Cómo hacéis para reconocerlo con esa seguridad?
—Lo intuí en cuanto entré en este jardín. Las beguinas os llaman «bona mater». Además, durante
nuestra conversación no habéis tratado de mentir en ningún momento, sino sólo de distraerme, aun a
costa de exponeros a algún riesgo. Cualquiera que conozca los fundamentos del catarismo debe saber
que los perfectos no mienten nunca. Después de todo, «cátaro» significa «puro».
—Sois un hombre sumamente sagaz, Ignacio Álvarez. He de reconocerlo.
El mercader entrelazó los brazos delante del pecho e inclinó la cabeza mientras reordenaba las
ideas.
—Ahora os rogaría que me confirmarais mi propia reconstrucción de los hechos. Los habitantes
de estas tierras son secuestrados por los arcontes y conducidos a ese lugar llamado Airagne, donde
son obligados a fabricar oro aplicando los procedimientos de la alquimia. La producción debe de ser
ingente para necesitar tanta mano de obra. En su mayor parte, los arcontes realizan las batidas en los
poblados cátaros, como quiera que la desaparición de los herejes no le interesa a nadie. Desde
luego, no a la Iglesia ni a la corte de París, y habría que añadir que, en el fondo, tampoco a los
nobles locales, que sólo ven en el catarismo un pretexto político para oponerse a la monarquía
católica. De este modo, los arcontes se procuran esclavos sin que nadie les moleste, y sin molestar a
nadie que detente algún poder. Por eso no actúan en el Tolosano, donde está haciendo de las suyas la
Confraternidad Blanca de Folco.
—Habéis intuido muchas cosas, monsieur, pero no todo —admitió y precisó la abadesa.
—Sí, lo reconozco. No sé, por ejemplo, quién es el artífice de todo esto, ni quién se esconde tras
el nombre del conde de Nigredo. E ignoro asimismo la ubicación exacta de Airagne.
—Yo podría suministraros algunas indicaciones sobre el itinerario a seguir, pero deberéis
ganároslas.
—Me lo esperaba —comentó el mercader sintiéndose un poco decepcionado: por unos momentos
había creído hablar con una persona que no actuaba por su propio interés—. Ninguna información se
ofrece gratis et amore —añadió un poco para sí—. ¿Qué debo hacer?
—Os estáis formando una idea equivocada —dijo la mujer intuyendo sus pensamientos—. Sólo
debéis responderme a unas pocas preguntas. Ante todo, decidme de qué índole es vuestro interés por
este asunto.
Ignacio estaba a punto de responder, pero unos gritos de alarma lo hicieron sobresaltarse. Una
hermana apareció por detrás de un edificio que hacía esquina con la parte posterior de la iglesia y
cruzó presurosa el jardín en dirección de la abadesa con el rostro enrojecido y las manos pegadas a
los faldones.
—Bona mater! Bona mater! —exclamó—. ¡Ha ocurrido algo terrible!
—Cálmate, hija mía. —La abadesa se enderezó con aire batallador—. ¿Qué ha ocurrido?
—¡El joven occitano! ¡El joven occitano!
22
Las campanas de Fontfroide habían llamado a la hora nona, y los monjes se hallaban cantando los
salmos en la abadía. De improviso, las puertas de la entrada se abrieron de par en par e irrumpió la
luz de la media tarde, disipando la penumbra de las naves. Los hermanos dejaron de cantar y se
volvieron al unísono; tras una breve espera, vieron a contraluz la silueta de un hombre de pelo rubio.
Avanzaba decidido, los puños cerrados, hendiendo el silencio con miradas rabiosas. Ni siquiera el
sabio abad Guarin se atrevió a decir nada.
El forastero se plantó en medio de la nave central y miró alrededor cual felino presto a saltar.
Luego miró, uno a uno, a todos los monjes repartidos por los bancos y exclamó a voz en grito:
—¡Frenerius de Gignac, que se haga aquí presente!
Un escalofrío sacudió a la grey de los religiosos. Nadie respondió.
El intruso esperó unos instantes antes de romper de nuevo el silencio:
—Frenerius de Gignac, tenga el valor de dar la cara por el acto que ha cometido. ¡Hágase ver!
Al eco de aquellas palabras siguió un sonido mucho más débil. Un susurro. El forastero, junto
con varios de los presentes, dirigió la mirada hacia el origen de dicho sonido y vio a un monje
cuchicheando al oído a un hermano de hábito. Se le acercó de un salto y lo agarró del hábito.
—¿Sois vos Frenerius? —espetó.
—No, yo no… —balbuceó el malhadado, temblando.
—Sí, sí es él —confirmó su compañero de banco.
El hombre de pelo rubio soltó el hábito y lanzó una mirada torva al monje que le había sido
señalado.
—Así que sois vos Frenerius de Gignac.
El interpelado era un hombrecillo insignificante de rostro pálido y con una tonsura apenas
visible, medio oculta por una melena color castaño. Contra toda expectativa, se puso en pie con aire
desafiante.
—Sí, soy yo. Agradecería empero que me llamaseis «padre», pues no soy un villano sino un
religioso.
—Para mí sois sólo un hombre, mejor dicho, menos que un hombre —zanjó el forastero
devorándolo con la mirada—. Debéis responder de una acción muy grave.
Frenerius se puso colorado, confirmando así que tenía la conciencia sucia, pero acompañó su
turbación con un tono altisonante:
—Vos no podéis acusarme de nada. Mis actos están enteramente consagrados al Señor.
—¡Áspid mentiroso, habéis abusado de una muchacha en nombre de Dios, o del demonio, pero
ahora lo vais a pagar! —Con un gesto súbito, el rubio lo agarró por los cabellos y, aunque tenía el
hombro lastimado, lo tiró al suelo.
Los monjes, que se habían congregado alrededor de la escena, retrocedieron rápidamente y se
apelotonaron a los pies de las columnas. El forastero, sin que éstos le importaran lo más mínimo,
desenvainó la cimitarra que llevaba colgada a un costado y colocó la hoja en la garganta de su presa.
—En nombre del Señor… —chilló Frenerius.
—¡Confesad vuestra culpa! —rugió Willalme.
—Fue ella quien me sedujo con un maleficio —se disculpó el monje—. «Diabolica mulier,
magistra mendaciorum, homines seducit libidini carnis…». Vos no podéis acusarme de nada. Mis
actos están enteramente consagrados al Señor.
—¡Calla! —El francés lo obligó a ponerse de rodillas y lo golpeó en el trasero con la parte plana
de la espada—. ¡Di la verdad! ¡La convenciste para que te acompañara a recibir el sacramento de la
confesión, después la amenazaste cuando ella se negó y la forzaste y golpeaste cuando ya no tenías
otro medio de convencerla!
—¡Fue por su culpa! ¡Fue por culpa de su belleza!
Willalme lo tiró al suelo y levantó la cimitarra con las dos manos. La bóveda de cañón pareció
tambalearse en lo alto.
—¡Homúnculos babosos! ¡Os llenáis la boca de oraciones y de preceptos y al mismo tiempo
tiranizáis al mundo!
El abad Guarin se precipitó desde las gradas del altar y abrió los labios para interpelar al
intruso, pero no fue él quien conjuró la situación. Fue Ignacio.
—No solucionarás nada matándolo —exclamó el mercader abriéndose paso en la nave seguido
de dos mujeres.
—Éste no merece vivir —sentenció Willalme sin pararse a pensar en cómo había logrado su
compañero dar con él—. Debe expiar su culpa.
—Pero no a través de tus manos. —Ignacio se detuvo a pocos metros de él, la respiración
suspendida—. Si lo matas, pagarás tu gesto mil veces.
Hubo un minuto de silencio. La tensión se podía cortar con un cuchillo.
Resonó una voz femenina, una voz joven que denotaba mucho dolor acumulado:
—¡Matar es pecado! —Era Juette, que en compañía de la abadesa había seguido a Ignacio hasta
allí.
En vez de aplacar la furia de Willalme, aquellas palabras la acrecentaron más todavía.
—¡Debe pagar! ¡Quien hace daño debe pagar!
El mercader se acercó al francés, pero sin atreverse a tocarlo. Conocía la tormenta que rugía
dentro de su corazón: nacía de un dolor profundo, inextinguible, presto a explotar en una tempestad.
—Comparto tu desdén, amigo mío. Pero no es necesario matar a ese hombre para castigarlo.
—Si lo haces, te condenarás por toda la eternidad —le advirtió el abad Guarin, que asistía a la
escena con suma aprensión.
Willalme hizo una mueca desdeñosa y empuñó más firmemente la espada.
—Yo ya estoy condenado. La mía es una vida maldita.
Ante aquellas palabras, Ignacio lo abofeteó.
Los religiosos profirieron al unísono una exclamación de estupefacción.
El francés devolvió a su compañero una mirada incrédula, la cara congestionada por la ira y el
estupor.
—¡Tu vida cuenta mucho, estulto! Y tus gestos pueden desencadenar consecuencias graves en
quien bien te quiere —le reprendió el mercader—. Si quieres dar rienda libre a tu ira matando a un
hombre sin valor, hazlo. Pero no repararás con ello el daño que ha cometido. ¿Quieres hacer algo
realmente bueno? —Indicó a Juette con gesto imperioso—. Piensa en ella, más bien. Ella te pide
ayuda, no sangre.
Willalme miró a la joven acurrucada en el suelo, aplastada por el peso del mundo. Habría
deseado estrecharla contra su pecho y decirle que no debía temer nada, las mismas promesas hechas
a su hermana poco antes de morir… Profiriendo un profundo suspiro, bajó la hoja y dejó libre a su
rehén.
Frenerius se refugió tras el hábito del abad, el cual lo apartó de sí con una patada. «¿Es verdad
todo lo que se ha dicho?», lo interrogaban sus ojos.
Ignacio posó las manos sobre los hombros de Willalme. Lo habría abrazado si se lo hubiera
permitido su natural reserva para exteriorizar sus sentimientos. Pero aquel acto fugaz dejó bien claro
lo que estaba sintiendo, y el francés lo percibió sobradamente.
Nadie tuvo tiempo de añadir nada más, pues un pelotón de arqueros irrumpió en el monasterio y
rodeó a los intrusos.
El mercader levantó las manos para aplacar cualquier intención belicosa.
—¡Esperad! He pasado la noche hospedado en esta abadía —explicó—. Hablad con Gilie de
Grandselve, el portarius hospitum del cenobio. Él me conoce. Esta mañana le he ofrecido una rica
recompensa.
—¿Gilie de Grandselve? —murmuró el abad con un tono impregnado de sospecha—. Yo no
conozco a ningún monje de nuestro cenobio con ese nombre. Y ciertamente éste no es el nombre de
nuestro portarius hospitum.
Cogido por sorpresa, Ignacio le dirigió una mirada helada. ¡Cómo era posible! ¿Quién era
entonces el monje con el que había hablado la noche anterior? ¿De dónde había salido Gilie de
Grandselve si no pertenecía a la abadía de Fontfroide? Trajo a su memoria el rostro torvo de aquel
viejo y recordó al mismo tiempo algunos gestos muy poco agradables.
Felipe de Lusiñano salió de la zona boscosa y detuvo su caballo blanco delante del campamento de
los arcontes. Al igual que a Thiago antes que él, no le había costado mucho encontrar aquel lugar
pese a hallarse apartado de cualquier centro habitado y de los senderos del bosque más hollados.
Se había acercado con cautela. Un amplio hábito negro le recubría el uniforme de caballero,
prestándole un aspecto de peregrino. A fin de no ser reconocido, había renunciado incluso a portar
toda su parafernalia.
Desmontó y llevó al caballo de las riendas por la linde del bosque.
Avanzaba con pasos nerviosos, casi bruscos, bajo los arabescos de luz que se filtraban por las
copas de los árboles. Su expresión no era muy ufana sino harto preocupada. Las quemaduras
provocadas por el aqua fortis le habían cubierto de manchas la frente, la nariz y las mejillas. Por
suerte, había logrado protegerse los ojos con las manos.
Su enfrentamiento con Ignacio de Toledo se había saldado de manera muy negativa. No sólo se
había jugado la colaboración del mozárabe, sino que además lo había convertido en un enemigo
personal. Un enemigo temible, que conocía el secreto sobre el oro de Airagne y abrigaba sospechas
muy peligrosas.
Aseguró el corcel bajo un árbol de ramas caídas y se caló la capucha hasta la nariz; después
empezó a rodear el campamento de los arcontes esforzándose por no hacerse notar. Se movía con
pasos ligeros —la mano derecha agarrada al puñal— a lo largo del perímetro del campo, una zanja
cuya vegetación alta le permitía deslizarse sin ser visto.
Quería espiar.
En la entrada del campamento, una pequeña dotación de soldados se hallaba congregada
alrededor de un monje viejo. Lo reconoció a primera vista: ¡el portarius hospitum de Fontfroide!
¡Cómo era aquello posible! ¿Qué estaría haciendo allí? Parecía como si estuviera explicando algo o
incluso impartiendo órdenes, mientras los milicianos asentían con respeto. Aquel Gilie de
Grandselve no era un simple religioso, como había querido dar a entender. ¿Qué podría significar su
presencia en el campamento de los arcontes?
Entre los presentes destacaba la cara vulgar de Jean-Bevon, un viejo conocido. Al verlo junto a
aquellos esbirros, recordó la época, ya lejana, en que los había reclutado uno a uno. Procedían de
lugares y ambientes muy distintos: antiguos milicianos, mercenarios, asesinos, saqueadores… Años
atrás, le habían jurado fidelidad. Se preguntó qué los habría empujado a la traición.
Para poder espiar mejor, recorrió a gatas otro trecho de la zanja hasta un punto en el que
convergían las aguas residuales del campamento. Rodeó el estanque de agua fétida, atento para no
meter en él los pies. De repente, algo le hizo detenerse. En medio del cieno flotaba un cadáver.
Tenía una raja en el vientre y un chirlo en el rostro. Avanzó otro poco presa del nerviosismo y al
mismo tiempo de cierta sensación de familiaridad. Cuando estuvo más cerca, lo reconoció: el
cadáver de Thiago de Olite.
Un zumbido desagradable se elevó de la carroña y Felipe se vio asaltado por un enjambre de
moscas. Por poco resbaló y cayó al cieno, pero consiguió mantener el equilibrio agarrándose a una
mata. Recuperó el control. Aquellos movimientos bruscos podían haber alertado a alguien.
Agachado, miró alrededor. Un centinela con aire distraído caminaba hacia él. Si se quedaba allí
parado, lo descubriría sin ninguna duda. Tenía que irse.
Pero antes de alejarse lanzó una mirada de desdén hacia el campamento. La muerte de su fiel
Thiago era la enésima confirmación de sus sospechas. Lo habían traicionado.
«Miserables», profirió entre dientes, «¡ya me las pagaréis!».
Reptando por la hierba, alcanzó su caballo y huyó en dirección al bosque.
23
Permanecieron abrazados bajo la sombra del olmo. Uberto se dio cuenta de que Moira no era tan
misteriosa como creía. Nunca había experimentado unas emociones parecidas por una mujer, y sin
embargo no estaba tranquilo. La parte racional de su persona, esa parte heredada de su padre, no
dejaba de asediarlo con mil preguntas, impidiéndole abandonarse al enamoramiento. Pero aquélla no
era la única razón de su inquietud. No conseguía superar su remordimiento por haber matado a un
hombre. El rostro del moro lo perseguía en los sueños, y a veces también en la vigilia.
«Me has matado como a un perro», le decían sus ojos, negros como el infierno.
Mediante la dulzura de su abrazo, Moira aplacó las turbaciones de Uberto y le reveló su historia.
Era hija de un aventurero mercader genovés que se había establecido en Acre, Palestina, desde
donde mantenía relaciones comerciales con Georgia. Sus relaciones con los intermediarios del mar
Negro se habían vuelto tan estrechas que al final decidió tomar por mujer a una georgiana de origen
noble. Al recordar a su madre, la muchacha suspendió el relato y vertió varias lágrimas amargas.
Moira había pasado una infancia feliz en Acre, amada y protegida por sus padres. Había crecido
en el burgo genovés entre el fondeadero y la iglesia de San Sabas. Pero los acontecimientos tomaron
un cariz muy feo. La reina georgiana Rusunda decidió participar en la quinta Cruzada para liberar
Damieta de los ayubidas. La presión de los mongoles empujó a los asiáticos hacia el este y
finalmente los cristianos padecieron los ataques de la caballería de Jalal al-Din, procedente del
Khwarizm. Muchas de las caravanas que se dirigían al mar Negro se perdían en el desierto sirio y
entre los altiplanos turcos y ya no retornaban a Acre; y los supervivientes hicieron correr la voz de
una inminente llegada de los selyúcidas de Anatolia.
Tras muchos años mercadeando, el padre de Moira había acumulado una fortuna suficientemente
grande para garantizarse una vida desahogada también en otra parte y, temiendo por su familia, se
embarcó con su mujer y su hija en una galera rumbo a la Liguria. El viaje transcurrió sin incidentes, y
las escalas en Creta, el Peloponeso y Mesina les permitieron abastecerse de agua y víveres, así como
de otras valiosas mercancías. Pero luego ocurrió algo imprevisible: cerca ya de las costas ligures se
levantó una terrible tempestad que hizo encabritarse a toda la superficie del mar.
Fue como si el diablo se hubiera apoderado de los vientos y las aguas, tornándolos furiosos como
fieras. Vapuleada por el mar proceloso, la galera se debatió con tenacidad, pero al final zozobró y se
hundió entre las aguas como el cascarón de un huevo.
Cuando Moira volvió a abrir los ojos estaba sola en el litoral de un país desconocido, el
Languedoc. Como un pecio, el mar la había arrastrado hasta allí. Su familia le había sido arrebatada,
barrida por la que parecía una pesadilla confusa e intangible. Pasó mucho tiempo llamando a gritos a
su padre y a su madre, escrutando las olas del mar. Pero no obtuvo ninguna respuesta. Habían
desaparecido para siempre. Su dolor fue tan enorme que creyó que se iba a volver loca.
Guiada por un instinto de supervivencia que no creía tener, vagó durante días y días mendigando
ayuda y hospitalidad, hasta que al final encontró refugio en Fanjeaux, en la casa de un tejedor. Pero al
poco tiempo se abatió sobre ella una nueva calamidad. Un contingente de soldados, que se hacían
llamar con el nombre de arcontes, asaltó la aldea. La capturaron junto a otras muchas personas,
viejos y niños incluidos.
Al principio, Moira creyó que los arcontes los venderían como esclavos, pero después se dio
cuenta de que las cosas se iban a desarrollar de manera distinta. Conducidos a través de montes y
senderos selváticos, llegaron a una roca formidable: el castillo de Airagne. Jamás había pensado que
pudiera existir un lugar tan terrible, tanto sufrimiento, ni siquiera cuando en Acre le llegaban noticias
de las barbaridades cometidas por los soldados mongoles y sarracenos.
Pero a los pocos días de su cautividad consiguió huir y emprendió rumbo a Occidente: quería
llegar a Cataluña, donde vivían algunos parientes de su padre.
A mitad de camino, encontró a un grupo de religiosos. Fiándose de ellos, les hizo el relato de sus
desventuras. Les habló de su naufragio, de los arcontes y del conde de Nigredo, esperando que
aquellos hombres píos mostraran comprensión y la ayudaran. Pero la condujeron en presencia de
Blasco de Tortosa.
«Ese buen fraile te ayudará», le habían asegurado.
Uberto notó que la mirada de Moira se había endurecido.
—Intenta relajarte —le dijo retrotrayéndola a la realidad—. Ahora ya no tienes nada que temer.
La mirada que ella le devolvió no era en absoluto conciliadora.
—No lo creo. Tendré mucho que temer mientras sigas hablando de Airagne. Tú no te imaginas las
cosas que suceden en ese lugar. ¿Sigues empeñado aún en ir allí?
Como haciéndose eco de aquellas palabras, el perro negro, acurrucado junto a los dos, estiró las
orejas.
Uberto se puso en pie y miró alrededor con aire perplejo. La expresión y el tono de voz de Moira
habían cambiado tan bruscamente que le parecía de nuevo una extraña. Temía demasiado aquel lugar,
y tal vez también él habría debido compartir dicho sentimiento. Pero no podía. Al igual que Ignacio,
también él ansiaba llegar a Airagne, aunque por motivos distintos, y cuanto más le insistía Moira en
que se mantuviera alejado de aquel lugar más ganas le entraban de conocerlo. Era su misión, se dijo,
y quería cumplir su palabra dada a Galib y a Corba de Lantar. Si realmente se consideraba un
hombre con principios, debía hacer lo posible por llevar a término el encargo que se le había
encomendado. Algo que debía hacer pensando más en sí mismo que en los demás si quería mantener
un alto concepto de su persona. Con semejantes pensamientos en la cabeza, detuvo la vista en los dos
caballos que pastaban a poca distancia. Uno era el elegante Jaloque y el otro el roano que había
pertenecido antes a Kafir y ahora a Moira. Con las dos cabalgaduras habían podido viajar a gran
velocidad, sin necesidad de cansar a un animal solo.
Inconscientemente, posó la mano derecha en la bolsa en que guardaba el Turba philosophorum y,
ensimismado como estaba, no se dio cuenta de las miradas de curiosidad lanzadas por Moira. Aquel
libro lo ayudaría en su misión. Pero ¿cómo? ¿Qué le esperaba en Airagne?
Sólo había una cosa que hacer.
—Tenemos que encontrar a mi padre como sea —resolvió al fin relajando la expresión de la
cara.
24
O
— s lo repito: nadie en este cenobio lleva el nombre de Gilie de Grandselve —reiteró ceñudo el
abad Guarin escrutando al mercader de Toledo—. Vuestra mentira es manifiesta.
Tras la irrupción de los arqueros de Fontfroide, Ignacio no había podido seguir explicándose.
Junto con sus acompañantes, había sido escoltado hasta la sala capitular, que se hallaba situada junto
a los jardines, lejos de miradas indiscretas. Esta disposición la había tomado el abad para evitar un
mayor revuelo en la comunidad monástica. La quietud del cenobio, había hecho saber, era sacrosanta.
Dentro de una abadía había que evitar a toda costa escenas de brutalidad y acusaciones infundadas.
El mercader escuchó las duras palabras que le dirigió Guarin sin dejar traslucir emoción alguna.
Su mirada, imperturbable, vagaba entre las ojivas del techo mientras Willalme, la abadesa y Juette
esperaban junto a los bancos de piedra adosados a los muros, mirando ora a los guardias apostados
junto a la puerta ora a la imagen autoritaria del abad de Fontfroide.
—El portarius hospitum que me dio acogida anoche en esta abadía respondía al nombre de Gilie
de Grandselve —insistió por su parte el mercader sin perder la serenidad. Le habría gustado estar
tan seguro de sí como aparentaba—. Puedo probar lo que afirmo.
El abad Guarin no perdió tampoco la compostura.
—Tened la bondad de explicaros.
—Vuestra hospedería alberga a un grupo de caballeros que llegaron anoche, ¿es cierto?
—Sí, me han hablado de su presencia. Se trata de cruzados de paso hacia Narbona. Tienen la
intención de embarcarse cuanto antes rumbo a Sidón.
Ignacio pareció satisfecho con la respuesta.
—Pues bien, anoche los vi llegar a los establos. Fueron acogidos por el mismo monje del que os
estoy hablando: Gilie de Grandselve. Si mandáis llamar a uno de ellos confirmará mi versión con
total seguridad.
El abad hizo una señal a uno de los guardias apostados junto a la entrada, el cual asintió y salió
raudo de la sala.
Guarin volvió a mirar fijamente a su interlocutor con el rostro serio.
—No os sintáis complacido recurriendo a tales expedientes, monsieur. Vuestra situación sigue
siendo muy precaria. Ese Willalme, vuestro protegido, ha agredido a un monje en nombre de una
muchacha acusada de brujería. ¿Comprendéis la enormidad del delito? —Apuntó hacia los acusados
—. Como ya expliqué ayer a la abadesa de Santa Lucina, la brujería es un crimen de lesa majestad y
una abominación contra la fe.
Willalme se plantó delante de Juette dispuesto a responder con dignidad, pero Ignacio le hizo
contenerse con una mirada.
«Tú fíate de mí», decía su mirada.
Las pupilas del mozárabe, centelleantes de astucia, volvieron a fijarse en el abad.
—Comprendo vuestras razones, reverendo padre, pero no podéis retenerme en este lugar por un
simple incidente, por enojoso que haya sido.
—¿Tenéis acaso intención de desafiar mi autoridad?
—No osaría. —El mercader inclinó la cabeza ocultando su orgullo; no quería medirse con su
interlocutor sino sólo probar su temple. Y lo hizo con una mentira—. Dejadme que os explique: yo
me encuentro aquí por orden del obispo Folco de Tolosa. Estoy realizando pesquisas en su lugar.
—Admitiendo que digáis la verdad, eso no mejora vuestra posición. Antes al contrario, la
agrava. —Guarin esbozó una risita nerviosa—. La abadía de Fontfroide pertenece a la diócesis de
Narbona, por lo que no está sujeta a los caprichos de los prelados de Tolosa. Además, por cuanto me
consta, Folco no consigue hacerse valer ni siquiera en su propia casa. Ha sido expulsado de su sede
por los protectores de los herejes. Un desdoro harto vergonzoso para una autoridad eclesiástica.
Ignacio estaba seguro de que podría llevar la conversación a su propio terreno, pero debía
encontrar un argumento válido en el que fundarse. Se acordó de los espías de Folco infiltrados entre
los conversos de la abadía de Fontfroide, con toda seguridad sin conocimiento de Guarin. Una
información de ese tipo podría valer su peso en oro, pero por el momento se limitó a sembrar un
poco de inquietud en su ánimo.
—Pues aunque no pueda parecerlo, el obispo Folco ejerce una gran influencia en muchas tierras
del Languedoc, incluida esta abadía. Su sombra se extiende también sobre vuestros feudos.
Guarin endureció el gesto.
—Cuidado con lo que decís, monsieur. Vuestra situación podría agravarse todavía más.
—Reverendo padre, ¿no sentís curiosidad por saber cómo Folco consigue controlaros? —lo
aguijoneó Ignacio—. Ha colocado espías. Y yo sé dónde se esconden.
—¿Traicionaríais la confianza de vuestro señor? —La expresión del abad dejó traslucir
curiosidad—. ¿Estaríais verdaderamente dispuesto a hablar de ello?
«Jaque mate», pensó Ignacio. Tal vez Guarin sospechaba ya de la presencia de espías tolosanos
en su abadía, y tal vez disponía incluso de alguna prueba pero no sabía cómo desenmascararlos. El
mercader no tenía que hacer más que complacerlo, indicarle lo que estaba buscando.
—Dada la situación peliaguda en que me encuentro, no me queda otro remedio —dijo fingiendo
renuencia.
—Imagino que dichas informaciones tienen su precio. ¿Qué queréis a cambio?
—La libertad de mis compañeros. Y también que se retiren las acusaciones de brujería.
Antes de que el abad pudiera pronunciarse, resonó desde la entrada la voz de un soldado:
—El caballero que habéis mandado llamar está aquí, reverendo padre.
—Hacedlo entrar —ordenó Guarin frotándose las manos. Animado por una nueva energía, se
volvió hacia Ignacio:
—Ahora mismo tendremos la prueba de vuestra sinceridad, monsieur. Estáis a mi merced.
El caballero entró en la sala capitular con la cabeza erguida. Lucía una larga barba rubia que caía
sobre su guerrera de cuero recubierta de escamas metálicas. Miró de pasada a los presentes y amagó
una inclinación ante el abad. Rollant de Auxerre era su nombre.
Guarin dejó a un lado cualquier preliminar e interrogó enseguida al caballero sobre lo sucedido
la noche anterior.
Rollant parecía decepcionado al no recibir las obsequiosidades y ceremonias que se había
esperado.
—¿Me habéis convocado sólo para saber quién nos acogió anoche en la abadía?
—Sí, sólo para eso.
El caballero titubeó y después contestó:
—Un monje viejo algo arisco, Grandselve…, sí, Gilie de Grandselve, me parece que se llamaba.
Como no vimos a nadie más al llegar, nos dirigimos a él.
El abad asintió mientras señalaba a Ignacio con gesto distraído:
—¿Habéis visto a este hombre alguna vez en vuestra vida?
—No, nunca —aseguró Rollant—. Cuando veo una cara ya no se me olvida nunca.
Guarin dio unos pasos, meditabundo, hacia una ventana.
—De acuerdo, señor de Auxerre. Podéis marcharos.
—Pero ¡cómo!, ¿ya? —protestó el caballero.
Guarin lo apostrofó con un gesto sospechoso.
—¡Veamos, Rollant! ¿Acaso habéis cometido un crimen, un acto de bandidaje o alguna otra
fechoría que tengáis que confesar?
El caballero retrocedió.
—¡Por Dios, qué estás diciendo…, por favor, reverendo padre!
—Entonces, os doy mi bendición. Marchaos de aquí.
Cuando finalmente el caballero de Auxerre hubo abandonado la sala capitular, la mirada del abad
se posó de nuevo sobre el mercader.
—Parece que vuestras palabras son sinceras, monsieur. Es evidente que el huidizo Gilie de
Grandselve es uno de esos espías de los que me estabais hablando, un agente de Tolosa que ha
conseguido hacerse pasar por el portarius hospitum.
Ignacio confirmó tal apreciación con un gesto de la cabeza pese a no estar del todo convencido.
La identidad de Gilie de Grandselve era el enésimo misterio que complicaba aún más aquella
historia. Se preguntó si volvería a cruzarse alguna vez con dicho personaje; pero ahora debía acabar
de convencer al abad. Si quería quedar libre, tenía que darle lo que le había prometido: los hombres
de Folco infiltrados en su abadía. Guarin no podía saber que los espías a los que él había aludido
estaban interesados en el beguinato de Santa Lucina y no en el cenobio de Fontfroide. Bastarían,
pues, para acallar sus sospechas.
La voz del abad interrumpió sus pensamientos:
—¿Dónde se encuentran esos espías?
El mercader indicó a Juette.
—¿Y la acusación de brujería?
El abad levantó los hombros.
—No existen actas probatorias, ergo no procede la acusación.
—¿Tenemos, pues, libertad para irnos?
—Nadie os detendrá.
Ignacio intercambió una mirada cómplice con Willalme.
—Muy bien.
—Y ahora habladme de los espías de Folco —persistió Guarin.
—De acuerdo, reverendo padre —asintió el mercader en tono confidencial—. ¿Habéis acogido
recientemente en vuestro cenobio a algún nuevo converso?
—Sí, a algunos.
—Buscad a los espías entre ellos. —Los ojos de Ignacio se entornaron, insinuantes—. Entre los
conversos…
Tras despedir a Ignacio y a sus acompañantes, Guarin mandó llamar a Frenerius de Gignac, el monje
acusado y agredido por Willalme. El religioso no se hizo esperar: recorrió los pasillos abaciales con
pasitos rápidos, el corazón latiéndole con fuerza, mientras preparaba lo que le iba a decir a su
superior. Pensándolo bien, se dijo, era él, Frenerius, la verdadera víctima de todo aquel revuelo.
Seguro que los culpables ya han recibido su justo castigo, pensó. Habrían sido entregados al
brazo secular, como solía ser costumbre en aquel tipo de casos. Por otra parte, ¡no podía ser que un
monje cisterciense, y con él la abadía misma, se rebajaran frente a las faldas de una huerfanita!
Habría sido como si un señor feudal se humillara ante un siervo de la gleba.
El padre Frenerius infló de arrogancia su corazón soberbio, levantó la barbilla y siguió
avanzando decidido… O al menos eso creía. Al entrar en la sala capitular, aún parecía acusar el gran
susto que se había llevado una hora antes, cuando la cimitarra de Willalme le había rozado la
garganta.
Guarin lo esperaba inmóvil en medio de la sala. En cuanto lo vio, lo fulminó con la mirada.
Un fuerte temblor sacudió todo el cuerpo de Frenerius. El silencio del abad le pesaba como el
yugo de un buey. Se dio cuenta de que no podía mantenerse en posición erecta y se postró a sus pies.
Guarin retrocedió con gesto disgustado y en vez de apostrofarlo juntó las manos sobre el cordón
del hábito. Tenía los puños tan apretados que le blanqueaban los nudillos.
—Así que es cierto, ¿no? —le preguntó finalmente.
Frenerius mantenía la mirada baja.
—Padre reverendísimo… yo…, esa mujer…
—Ponte en pie, hijo. Habla mirándome a la cara.
El monje obedeció, aunque con gran esfuerzo.
—Fue ella…
Antes de que pudiera terminar la frase, el abad le dio un bofetón.
Frenerius casi cayó al suelo. Se llevó la mano a la cara, los ojos desorbitados.
—Pero padre…
—¡Basta de mentiras! —apostrofó Guarin. Sin perder su apariencia venerable, sus pupilas se
habían encogido de la rabia, convirtiéndose en dos insignificantes cabezas de alfiler—. ¡Confiesa tu
pecado! ¿Has usado violencia con esa muchacha?
El monje se apretó la cabeza con las manos y empezó a sollozar como un niño.
Si había algo que el abad de fons frigidus no aguantaba era el llanto de un hombre malvado.
La abadesa cumplió su palabra. En cuanto llegaron al beguinato de Santa Lucina, invitó a Ignacio a
seguirla hasta el interior de la vieja iglesia. Quería mostrarle algo que había en los sótanos del
edificio, un secreto que se guardaba en aquel lugar.
El mercader aceptó de buen grado. Aunque aún no era la hora del crepúsculo, el cielo, ya
oscurecido, cubría los montes con su suave manto de terciopelo.
Willalme se apeó del caballo y se acercó a Ignacio, que se encaminaba hacia la iglesia. Volvió a
oír el ruido misterioso percibido la noche anterior, un ruido que venía de abajo, contundente,
insistente. ¿Qué se podía esconder allí?
La abadesa miró al francés mientras negaba con la cabeza.
—Vos, no —aseveró—. Vos esperaréis aquí fuera.
Aunque contrariado, Willalme no replicó. Ya le había causado suficientes problemas a aquella
mujer. Volvió sobre sus pasos para ayudar a Juette a bajar del carro, pero cuando estuvo frente a ella
se sintió torpe. No encontraba unas palabras adecuadas para entrar en aquel pozo de silencio, mucho
más profundo que el suyo.
«¡Nadie me debe tocar!», le había gritado unas horas antes. Tal vez, se dijo, la ofendía al
empeñarse tanto en ayudarla. Sin embargo, la muchacha le cogió las manos. Él esbozó una sonrisa y
la ayudó a saltar al suelo. Después, se retiró.
Mientras tanto, la abadesa guiaba al mercader hasta el interior de la iglesia. Willalme los vio
desaparecer bajo la arcada de la puerta y los imaginó prosiguiendo en dirección del ábside, inmersos
en un silencio de plegaria inmemorial.
Ignacio siguió a la abadesa a lo largo de la nave, mucho más pobre que la de Fontfroide, y al llegar
junto al coro notó, a la luz de los cirios, que en la pared de ladrillos se recortaba una portezuela
apenas visible.
La mujer inclinó la cabeza para entrar, pero de repente se detuvo para dirigirle unas palabras:
—Quiero precisar que no le estoy ayudando por el favor prestado.
Ignacio la interrogó con la mirada, y ella lo miró a su vez a la cara, como tratando de leer sus
pensamientos.
—Os ayudo —prosiguió— porque bajo el manto de cinismo con que os cubrís he descubierto el
rostro de un hombre bueno. Sea cual sea vuestra verdadera motivación, espero que en el momento
justo hagáis la elección justa.
El mercader se encogió de hombros y se envolvió con la capa: en aquel lugar el aire era frío y
húmedo.
—Temo no comprender, madre.
—Cuando hayáis visto lo que se esconde aquí abajo, comprenderéis.
La portezuela daba acceso a una escalera de peldaños angulosos.
Empezaron a bajar. Para no tropezar, tuvieron que agarrarse a la pared.
Picado de curiosidad a causa de los extraños ruidos que subían desde abajo, el mercader dirigió
una mirada desconfiada a la mujer, la cual no le hizo caso y siguió escoltándolo escaleras abajo.
Llegados al fondo, se abrió una puerta e Ignacio se quedó pasmado, sin creer lo que veían sus
ojos.
La bajada había terminado en una sala inmensa con el aire viciado, iluminada por unas pocas
candelas. Era probablemente una antigua cripta, pero cualquier consideración pasaba a un segundo
plano ante el ruido que retumbaba entre aquellas paredes.
Antes de intentar averiguar el origen del estruendo, Ignacio divisó una veintena de hombres
encorvados sobre unos extraños anaqueles de madera. Parecían amanuenses sentados a su
scriptorium, pero su aspecto era grotesco, un aspecto cadavérico, como el de los condenados
pintados en los frescos infernales. Repetían sin cesar unos gestos frenéticos, azogados.
El mercader trató de no dejarse sugestionar. Casi tuvo que gritar para que la batahola reinante no
ahogara su voz:
—Son fugitivos de Airagne, ¿verdad?
—Sólo una pequeña parte —explicó la abadesa también a voz en grito—. Son los que han
sobrevivido.
—Queréis decir que todos los demás han…
—Sí, han muerto. —El acento de la mujer denotaba amargura, pero también cierta rabia—. A
causa de una enfermedad desconocida, contraída durante la cautividad en Airagne.
—Déjeme que lo adivine: aliento dulzón, histeria, parálisis de las articulaciones y encías con un
color anómalo.
—Exacto, habéis enumerado los síntomas principales. —La abadesa lo miró de soslayo—.
¿Cómo podéis saberlo?
—Saturnismo —se limitó a responder el hombre. De repente, había perdido las ganas de hablar.
Su estado de ánimo se hallaba más allá de cualquier emoción expresable. Repulsión, piedad y
estupor conformaban una madeja informe. Entre tanto, escudriñaba en la penumbra tratando de
adivinar en qué podrían trabajar aquellos malhadados con tanto afán, o con tanta locura, y cómo
conseguirían producir semejante estruendo—. ¿Se puede saber qué están haciendo?
—Están tejiendo.
El mercader le dirigió una mirada de incredulidad.
Ella se explicó:
—Es una manera de mantenerlos ocupados. Sus mentes están trastornadas a causa de la
enfermedad que tan bien habéis descrito. Si se les dejara inactivos, mostrarían reacciones violentas
semejantes a las que muestran los posesos.
—Es decir, que haciéndolos trabajar conseguís que estén tranquilos.
La abadesa asintió.
—Antes de caer en las garras de los arcontes, muchos de estos hombres realizaban trabajos de
artesanía; así, nos ha parecido bien mantenerlos ocupados con algo que se aviniera a sus aptitudes.
La tejeduría mecánica.
Ignacio buscó con la vista la confirmación de aquellas palabras. Era cierto: la mayor parte de los
reclusos trajinaban con telares mecánicos. Tal era el origen de semejante barullo.
Los artefactos estaban provistos de dos enjulios; por el cilindro superior pasaban los hijos de la
trama, y del inferior salía el tejido ya acabado. Los hilos de lana pasaban a través de unas astas de
madera provistas de ojales, las cuales, accionadas por sendos pedales, levantaban la trama para
permitir el paso de la lanzadera. Cada movimiento iba acompañado de golpes, chasquidos y
chirridos ensordecedores.
Ignacio ya había oído hablar de la tejeduría mecánica; pero aunque apreciaba su funcionalidad, le
resultaba ruidosa hasta el límite de lo soportable. Sabía, además, que aquel arte era tachado de
vergonzoso por el clero a causa del ruido que producían los telares y de los sótanos inmensos en que
era practicado. Pero el verdadero motivo de la condena era otro: aquellos lugares oscuros daban
frecuentemente cobijo a los cátaros.
Cuando el mercader creyó que había visto bastante, se volvió de nuevo hacia la abadesa:
—¿Por qué tenéis a oscuras a estos hombres?
—Como han pasado tanto tiempo en las tinieblas de Airagne, sus ojos no soportan la intensa luz
del día. Además, no podemos dejarles que se muevan en libertad. Tarde o temprano, alguien
repararía en la anormalidad de sus comportamientos.
Ignacio recordó que también Sébastien, el poseso de Prouille, había rehuido la luz, y sintió una
gran pena.
—Deben de haber vivido una experiencia terrible.
—Inhumana. Ésta es la palabra exacta. —La beguina lo miró para adivinar sus sentimientos, pero
se topó con un escudo impenetrable—. Pero no perdamos más tiempo. —Suspiró—. Queríais hablar
con uno de ellos, ¿no? Aunque ahora creo que os apetece menos.
—Así es.
—Esperad aquí —le pidió mientras se dirigía al centro del amplio espacio.
Ignacio la perdió de vista unos instantes y después la divisó en un rincón conversando
confidencialmente con alguien que se hallaba oculto en la sombra.
La espera fue breve. La abadesa volvió acompañada de un hombre alto y robusto. No tenía el aire
abúlico de la mayor parte de los reclusos y avanzaba erguido, sin defectos en el andar; pero cuando
el mercader lo vio de cerca se dio cuenta de que tenía una terrible deformidad. Retrocedió
instintivamente mientras musitaba un saludo.
El hombre lo miró sin demasiada ceremonia, y sin preocuparse de la posible repulsión que
pudiera suscitar. El lado izquierdo de su rostro presentaba una quemadura horrible: la piel parecía
carcomida; recordaba la cera fundida. El brazo izquierdo, que sobresalía de su sayal sin mangas,
tenía también el mismo aspecto.
—Salud, extranjero. Me llamo Droün —exclamó—. La reverenda madre dice que queréis hablar
conmigo.
Ignacio asintió.
—Ando buscando información sobre Airagne.
—¿Con qué fin?
—Quiero ir a ese lugar.
El hombre reviró el ojo bueno.
—Estáis loco.
—Puede ser, pero eso no os concierne. ¿Sabríais llevarme hasta allí?
—Antes me mataría. —Droün se llevó las manos al pecho, simulando ofrecerse en sacrificio—.
Sometedme a tortura si queréis, pero mi respuesta será siempre la misma.
—¿Por qué os asusta tanto Airagne?
—Porque representa al draco, la morada de los arcontes descrita en el libro Pistis Sophia. —El
hombre parecía muy seguro de lo que decía. Era evidente que sus conocimientos se debían a su
familiaridad con los ambientes heréticos; incluso citó de memoria: «Como dijo Jesús a María,
cuando el sol se pone y hunde en la tierra, el soplo del draco oculta la luz y el hálito de las tinieblas
recubre la tierra tomando el aspecto del humo nocturno».
—Respeto vuestro miedo: no os pediré que me acompañéis. Pero podríais indicarme el
itinerario.
Droün permaneció un rato callado sin saber qué contestar. Su mirada se posó varias veces en la
abadesa. Después, superada su irresolución, contestó:
—Si así lo deseáis…
—Muy bien. ¿Y podríais describirme un poco Airagne? ¿Qué ocurre en su interior?
Droün resopló con evidente nerviosismo.
—No sé mucho al respecto, como la mayoría de los aquí presentes. Hay una razón: cuando los
prisioneros llegan al castillo de Airagne, se les lleva por grupos separados a puntos distintos. El
destino de la mayor parte de la mano de obra son las cuevas subterráneas.
—¿Y el de los demás?
—Los demás van a lugares de fusión y de sublimación. Ninguno de los prisioneros sabe para qué
sirve lo que hace. Se trabaja sin derecho a hablar, y menos a preguntar. Si te paras, los guardianes te
matan. La mayoría se somete sin rechistar. Ese lugar es tan espantoso que quien se halla en él cree
haber sido precipitado al infierno.
Ignacio se acercó a su interlocutor, insensible ya a su aspecto deforme. Lo espoleaba la
curiosidad.
—¿Y a vos a qué sección os destinaron? ¿En qué trabajabais?
Droün se rascó el lado derecho de la cara.
—Yo trabajaba junto con otros en el sótano, donde un vapor extraño era canalizado hasta el
interior de un calderón de metal. No me preguntéis qué significaba eso, pues no sabría contestar.
—Lo que habéis dicho es más que suficiente. Pero decidme una cosa, ¿cómo conseguisteis
escapar?
—Aunque la vigilancia es muy estricta, yo sólo estuve prisionero unos pocos meses. Lo cual fue
posible gracias a éstas. —Droün señaló con fiereza las quemaduras de la cara y del brazo izquierdo
—. Mientras trabajaba, me asaltó una fuga de vapor ardiente y caí desmayado. Los guardias creyeron
que me había muerto y se deshicieron de mí. En Airagne ocurre a menudo este tipo de cosas… Al
recobrar el conocimiento, vi que me encontraba junto a la fosa exterior del castillo, adonde van a
parar las aguas residuales. Afortunadamente, las heridas no habían sido mortales, y conseguí huir.
—¿Las aguas residuales?
—Sí. En el submundo de Airagne abundan dos cosas: los cristales de galena y los manantiales de
agua. El agua se utiliza para enfriar los metales y algún otro proceso; después se descarga en la fosa.
Ignacio examinó con atención a su interlocutor.
—Pocos meses de permanencia, habéis dicho… Por eso seguís razonando con perfecta lucidez.
No habéis contraído la enfermedad de Saturno. Os sustrajisteis a tiempo al envenenamiento del
plomo.
—No comprendo vuestras palabras, extranjero, pero sí, es cierto: soy de los pocos de aquí
dentro que conservan el uso de la razón.
—Bien. —El mercader parecía satisfecho—. Así que no tenéis dificultad en indicarme el camino
a seguir.
—Estáis loco —masculló Droün. Sin embargo, pese a su estupefacción, se avino a lo que le
pedía su interlocutor.
A poca distancia del beguinato de Santa Lucina, Felipe de Lusiñano entró en un poblacho, recorrió al
trote la polvorienta calle principal y detuvo al caballo frente a una taberna de aspecto poco
recomendable. Desmontó, se ajustó el hábito y se tapó la cara con la capucha; a continuación, entró
en el local.
Apenas hubo cerrado la puerta, una mujer se le echó en brazos, apretujándolo con su pecho y su
cara. Era vieja y desgreñada; el aliento le olía a vino y a algo más repugnante. Sin dignarse a mirarla,
la agarró por el pelo con una mano y la lanzó lejos de él, haciéndola caer al suelo.
—¡Eh, tú, forastero, deja en paz a esa furcia! —exclamó con una risita alguien escondido en la
penumbra.
Felipe no respondió. Atravesó la sala con ademán altivo, entre olores acres indefinidos y
miradas aguardentosas. Se detuvo delante de una mesa de armígeros que estaban bebiendo y jugando
a los dados.
—¿Sois mercenarios? —preguntó con tono altanero.
Uno de ellos levantó del vaso su mirada nublada.
—¡Largo de aquí, fraile! —ladró—. Vuelve al monasterio del que has salido.
—No soy fraile —respondió Lusiñano—, pero aunque lo fuera no recibiría órdenes de un bruto
como tú, además borracho.
Ante tales palabras, el esbirro emitió una blasfemia irrepetible y se llevó la mano a la cintura,
donde sobresalía la empuñadura de una cuchilla. Felipe, más rápido que él, sacó de debajo del
hábito un puñal y lo hincó en la mesa, delante del rostro del soudadier.
Éste se quedó clavado en su asiento con aire pasmado. Sus comensales, en cambio, se
incorporaron de golpe, como si de repente les quemaran los taburetes. El sonroseo de la embriaguez
se había esfumado de sus rostros.
—¿Se puede saber quién es éste? —estalló uno de ellos.
El forastero envainó el puñal y se bajó la capucha. En su rostro se dibujaba una mueca feroz.
—Me llamo Felipe de Lusiñano —empezó.
Como ninguno se aventuraba a decir nada, prosiguió:
—Busco mercenarios dispuestos a seguirme. ¿Estáis disponibles?
Los presentes se consultaron unos a otros con un fugaz juego de miradas.
Tomó la palabra el más viejo del grupo:
—En este momento estamos desocupados. Pensábamos enrolarnos en algún ejército de por aquí.
En estos tiempos hay bastante donde elegir. Pero si pagáis bien, podríamos llegar a un acuerdo.
—El dinero no será un problema. —Lusiñano hizo señas a sus interlocutores de volver a
sentarse. Él se sentó también en otro taburete y posó la mirada en las frascas de vino repartidas por
la mesa—. ¿Cuántos sois? —Se llenó un vaso y se lo llevó a la boca con evidente repugnancia.
—Un puñado de caballeros y una cuarentena de infantes.
—Puede bastar —prosiguió el hombre oliendo con aprensión el contenido del vaso.
—¿Qué misión pensáis encomendarnos?
Felipe se echó a la boca un sorbo y tragó con dificultad; después se puso serio.
—Debo recuperar algo muy valioso, algo que me ha sido sustraído. —Se permitió una sonrisa
malvada—. Pero antes debo dejar zanjada una cuestión personal con un mozárabe, un tal Ignacio de
Toledo.
—Matar, rapiñar, batallar… Para nosotros no hay diferencia, señor. Pero sabed que nuestros
servicios os saldrán bastante caros.
—Me parece haber dejado claro que el dinero no representa ningún problema. Os pagaré en
escudos de oro —remachó Felipe mientras decía para sus adentros: «Vuestra recompensa será
miserable en comparación con el sacrificio que os voy a pedir a cambio…».
26
En el refugio subterráneo de la iglesia de Santa Lucina, los ojos de Ignacio, al igual que su estado
de ánimo, se habían acostumbrado ya al ambiente reinante. El deforme Droün lo había puesto al
corriente del itinerario a seguir para llegar a Airagne y con frases directas, brutales, le había
revelado un camino casi impracticable entre los montes salvajes de Cévennes. Esas zonas eran
famosas por la inhospitalidad de sus habitantes, pastores rudos y desdeñosos, descendientes de los
pueblos galos y guardianes de leyendas transmitidas desde tiempos inmemoriales. Aunque se
declaraban cristianos, practicaban aún los cultos paganos de sus ancestros.
En vez de intimidar a su interlocutor, el relato de Droün espoleó más aún su curiosidad. Ignacio
estaba convencido de que en la oscuridad de Airagne se ocultaban los secretos de la alquimia
oriental, la filosofía de los metales que el Occidente cristiano había llegado a conocer sólo en parte y
de manera imperfecta. El empleo de calderones, de plomo y de vapores especiales debía seguirse
según un método preciso, según una escuela cuyo origen y nombre se ignoraban. Además, no se
trataba de una ciencia teórica sino empírica, lo cual encerraba para el mercader un atractivo
irresistible. Así, en cuanto salió al aire libre manifestó su intención de reanudar el viaje.
Pero como estaba anocheciendo, la abadesa le aconsejó que esperara hasta la mañana siguiente.
A él y a Willalme les ofreció alojamiento en el interior del beguinato, para que así pudieran pasar la
noche bajo techo.
El mercader miró hacia Occidente, donde el crepúsculo empezaba a disolverse en una resaca de
sombras, y aceptó la invitación con una sonrisa cortés.
CUARTA PARTE
Espirales de tiniebla
Corpus hermeticum I, 4
27
Los dos compañeros marcharon del beguinato de Santa Lucina con las primeras luces del alba.
Saludaron a las hermanas y se alejaron con rumbo a Oriente. Juette permaneció largo tiempo en la
ventana con los ojos clavados en el carro, cada vez más pequeño.
Willalme conducía sentado en el pescante mientras Ignacio rumiaba lo recientemente acaecido.
En las últimas horas habían cambiado muchas cosas. La traición de Felipe había desequilibrado una
situación ya de por sí incierta, pero el mercader no lo juzgaba con temor sino de manera objetiva,
casi distante. La reacción de Lusiñano representaba a sus ojos una variable del juego y también una
oportunidad al permitirle actuar con total libertad, sin tener que rendir cuentas a nadie.
Aquella noche había soñado con Uberto: una visión nítida, casi real. Pero como no era experto en
atribuir a los sueños significados premonitorios, le pareció una cosa natural. Por la noche, antes de
dormirse, se había puesto a pensar en su hijo y se preguntó qué sería más conveniente, si volver atrás
para buscarlo o dejarlo que siguiera su camino. El problema era que no tenía la menor idea de dónde
se podría encontrar en aquel momento: los latifundios y los itinerarios circundantes eran demasiado
vastos para engañarse con la posibilidad de encontrarlo. La única solución era dejarle indicaciones a
lo largo del camino, con la esperanza de que éstas le ayudaran a seguirlo. A tal fin, antes de partir del
beguinato confió a la abadesa un mensaje para él, por si pasaba por allí. Había escrito pocas líneas,
pero suficientes para ponerlo en guardia. «Demasiado arriesgado seguir. Espérame aquí a que
vuelva».
El trayecto serpenteaba hacia noreste en dirección de los Cévennes, y a cierto punto salía del
bosque para atravesar una dehesa delimitada por una tapia de piedras ruinosas.
De repente, Willalme tiró de las riendas, frenando bruscamente el carro. Ignacio, que casi había
caído de bruces, miró alrededor alarmado.
Un grupo de hombres armados bloqueaban el sendero.
El francés indicó a su compañero un segundo destacamento que acababa de salir de la espesura
por detrás de ellos. Juntaban las filas para impedirles volver sobre sus pasos.
—Vienen por nosotros —exclamó Willalme.
El mercader frunció la frente y escudriñó a la soldadesca. Mercenarios, sin duda alguna. El
instinto le sugería que no se las iban a ver con los arcontes; pero trató de no sacar conclusiones
precipitadas.
La tropa de infantes se abrió para dejar pasar a un hombre a lomos de un caballo blanco. Vestía
un hábito, pero su actitud no tenía nada de monacal. Willalme rechinó los dientes.
—¡Felipe de Lusiñano!
El hombre bajó la capucha revelando las marcas de una quemadura en la cara. De su cuello
pendía un colgante con la forma de una araña.
El mercader dominó su tensión.
—Mosén Felipe —empezó—, observo que el aqua fortis favorece vuestra expresión.
—Nada grave, maestro Ignacio. Una pequeña excoriación. —Lusiñano le lanzó una mirada
amenazadora—. Cuando haya terminado con vos, vuestro aspecto será mucho peor, no os quepa la
menor duda.
El mercader veía la situación muy negra: los soldados tenían rodeado el carro, bloqueando
cualquier vía de escape; así que no le quedaba más que confiarse a la improvisación.
—Esta chusma no os bastará para tomar Airagne. Porque es hacia allí adonde os dirigís, ¿no es
cierto?
—Habéis acertado, como de costumbre —respondió Felipe.
—Actuáis para el padre González, ¿no?
—Ahora me sorprendéis. —Lusiñano abrió los brazos, casi divertido—. Ni siquiera en una
situación como ésta conseguís domeñar vuestra curiosidad. Pero esta vez os equivocáis. Fui yo quien
convencí a González para que se embarcara en esta aventura, y no al revés. En cuanto me enteré del
secuestro de la reina Blanca, le sugerí que iniciara una investigación sobre lo sucedido. González vio
en mi plan una ocasión estupenda para expandir su influjo allende los Pirineos y aceptó. Después,
conseguir el beneplácito de Fernando III fue pan chupado.
—¡Nada que ver con una misión de socorro! Más bien con una maraña diplomática. Hasta el
obispo Folco debe haberlo sospechado. Y apuesto a que la incolumidad de Blanca de Castilla no os
importa un ardite, ni a vos ni a González.
—No seáis hipócrita —replicó Felipe—. A vos la salud de Blanca os importa todavía menos. Si
habéis decidido emprender este viaje ha sido para saciar vuestra herética sed de conocimiento.
El mercader lo desafió con la mirada.
—¿Y cuáles son vuestras verdaderas motivaciones, si se puede saber?
—Recuperar lo que al principio era mío: Airagne.
—¿Queréis decir que…? —Ignacio se interrumpió volviendo varias veces sobre sus propios
pensamientos—. ¿Vos sois el conde de Nigredo?
—Sí. —Felipe dibujó una sonrisa gélida—. Mejor dicho, lo fui. Otra persona se ha apoderado de
Airagne mientras yo residía en Castilla, usurpando el título de conde de Nigredo y, como he
descubierto hace poco, haciéndose con el control de los arcontes.
—Así que habéis organizado la misión del Languedoc porque necesitabais un pretexto para
acudir corriendo aquí. ¿Abrigáis alguna sospecha sobre quién os ha desposeído?
—Sé lo mismo que vos al respecto. Ignoro la identidad del actual conde de Nigredo así como el
motivo que lo haya podido empujar a secuestrar a Blanca. Pero sea quien sea, pronto probará el filo
de mi espada.
—Pero sí conocéis el misterio de Airagne. —Como única vía de salida, Ignacio ganaba tiempo
prolongando la conversación. Prosiguió, tratando de explotar el egocentrismo de su interlocutor—:
Como ya me tenéis en vuestras manos, podéis revelármelo. ¿Qué esconde ese lugar?
El caballo blanco relinchó. Felipe miró hacia poniente como si esperara una señal. Una leve
impaciencia se dibujaba en su rostro. Después volvió a mirar al mercader, asintiendo.
—Descubrí Airagne hace mucho tiempo, atravesando los senderos desiertos de los Cévennes. Yo
desciendo de una segunda rama de la noble estirpe de Poitou. En aquella época yo era un caballero
errante y encontré por casualidad aquel lugar abandonado durante siglos, probable refugio de los
pueblos galos, una catacumba o un templo donde practicaban sus cultos. En cualquier caso, era un
lugar muy espacioso y bien defendible; por eso decidí convertirlo en mi escondite. Allí, sirviéndome
de la alquimia, empecé a producir oro y formé el ejército de los arcontes. Un primer paso hacia otras
ambiciones de mayor calado.
—Los secretos de la alquimia son inaccesibles incluso a los más doctos. ¿Cómo llegasteis a
conocerlos vos, un simple caballero?
—Fui instruido por un círculo de sabios procedentes de Chartres, que encontré en el transcurso
de mis viajes. Ellos me explicaron que, según ciertas doctrinas basadas en el platonismo y en la
alquimia, era posible obtener oro del plomo.
—Filósofos de Chartres… —murmuró Ignacio.
—Su saber difería del de los filósofos habituales; se basaba en el empirismo. Pero no disponían
de medios para ponerlo en práctica, por eso yo les ofrecí un emplazamiento adecuado: el refugio que
había descubierto entre los montes. Pedí a cambio el oro filosofal. Ellos aceptaron y aprovecharon la
conformación del lugar, provisto de yacimientos de galena, que transformaron en un enorme taller
subterráneo. Así nació Airagne.
—¿Y qué ha sido de ese círculo de sabios?
—Una vez conseguidos sus secretos, me deshice de ellos. —Felipe esbozó un gesto de fastidio
—. No aceptaban mi manera de obtener el oro alquímico. La juzgaban brutal.
—En otras palabras —dijo Ignacio con tono acusatorio—, que se opusieron a vuestro intento de
convertir en esclavos a seres humanos.
Felipe esbozó una mueca de disgusto.
—¿Seres humanos? ¡Yo les propuse utilizar a herejes! Ningún católico me podía reprochar nada.
Pero aquellos sabios, en vez de despreciarlos, les mostraban incluso simpatía.
—Por eso os deshicisteis de ellos —concluyó Ignacio secamente—. Pero algo se torció.
—Sí. —Lusiñano endureció la expresión de su rostro—. Al poco de ponerse en marcha la Obra,
uno de aquellos sabios logró huir. Una mujer. Y se llevó con ella un libro, el Turba philosophorum.
—¿Por qué mostráis tanto interés y empeño por ese libro?
—Entre los libros utilizados por los sabios de Chartres, el Turba philosophorum era el más
importante. En sus páginas se encerraban, además de los principios sobre el funcionamiento de
Airagne, otros muchos secretos que me permitirían mejorar la producción de oro, y tal vez incluso
tornarlo auténtico. ¿Comprendéis ahora por qué debía encontrar a esa mujer? Confié a mis
subordinados el control de Airagne y, haciéndome pasar por un templario, seguí a esa maldita mujer
hasta España. Me establecí en Toledo, donde estudié e investigué durante muchos años, ganándome
el favor de los ambientes cortesanos… Pero parecía como si aquella bruja hubiera desaparecido por
ensalmo. Después, en los últimos meses, descubrí que el maestro Galib tenía conocimiento del Turba
philosophorum…
—Y lo matasteis para que os revelara el escondite del libro —objetó Ignacio—. Un poco torpe
de vuestra parte.
—Debía actuar deprisa —explicó Felipe—. Acababa de saber que alguien se había apoderado
de Airagne, secuestrando además a la reina Blanca. No podía quedarme en Castilla con los brazos
cruzados. Tenía que actuar. Así que, so pretexto de ir a socorrer a Blanca, convencí a González para
que organizara la misión al Languedoc.
—¿Qué otras personas están también al corriente de esta historia?
—¿Qué queréis decir?
—¿Queréis hacerme creer que Fernando III y el padre González no saben nada de esto? ¿Ni ese
viejo zorro de Folco? ¿No teméis una intrusión de su parte?
—Estoy completamente a oscuras. Ni siquiera Folco, obcecado como está por la lucha contra la
herejía, intuye que detrás de Airagne se esconde el secreto del oro y de la alquimia. —Lusiñano notó
un movimiento inquieto entre la soldadesca. Había bastado pronunciar la palabra «oro» para suscitar
un estado de agitación entre los mercenarios. Con un gesto autoritario, consiguió que cesara el
cuchicheo; después lanzó una mirada rapaz en dirección a su interlocutor—. Pero lo que decís es
completamente infundado. Tal vez esté bien que no os haya matado todavía. Me seréis más útil vivo.
—Sonrió—. Además, para demostraros que no soy un desprevenido, puedo deciros que por lo que
concierne al obispo Folco, ya estoy tomando las medidas oportunas.
Ignacio estaba a punto de pedir explicaciones al respecto, pero tuvo que callar. Un tamborileo de
cascos de caballo anunciaba la llegada de un jinete.
Felipe dirigió la mirada hacia ese punto del camino, desinteresado ahora en la conversación.
Parecía de nuevo impaciente; sin duda esperaba noticias importantes.
El jinete se acercó a brida suelta. Era un muchacho con cota de mallas, a la grupa de un corcel
bayo. Saludó a los mercenarios, redujo el trote y desmontó.
Desde lo alto de su caballo blanco, Lusiñano lo interrogó:
—¿Y bien?
—Vuestras órdenes se han cumplido, monsieur. —El mensajero liberó su cabeza de pelo pajizo
de la cofia de la coraza. Era muy joven, pero tenía una mirada de verdugo—. Hemos cerrado a las
beguinas dentro de la iglesia y después le hemos prendido fuego.
—¿Y la abadesa?
—Como si se hubiera esfumado. Todavía la están buscando.
—¡Maldita bruja! —apostrofó Lusiñano—. Vuelve y diles a tus compañeros que no interrumpan
la búsqueda. Debéis traérmela viva.
Ignacio abrió los ojos como platos, incrédulo.
—¿Habláis de las hermanas de Santa Lucina? —preguntó con trepidación.
—De ellas mismas —le contestó Felipe observándolo casi divertido—. A lo que parece, algo ha
debido perturbar vuestra pasividad.
—¿Qué tenían que ver esas pobres mujeres? ¿Y qué queréis de la abadesa?
—Según el obispo Folco, poseían informaciones sobre Airagne, y tal vez también sobre mí. —El
caballero imitó un gesto de desinterés—. No puedo permitir que trasciendan semejantes noticias.
Nadie debe saber la verdad. Cuando recupere el control de Airagne, el conde de Nigredo volverá a
ser una leyenda.
Willalme, que había escuchado en silencio, notó que el pecho se le hinchaba con un sentimiento
desgarrador, y aunque se encontraba lejos del beguinato le pareció que asistía al incendio de la
iglesia y que oía los gritos de las mujeres… Profiriendo un grito de furia, bajó del carro de un salto y
desenvainó la cimitarra. Avanzó a una velocidad fulminante y, abriendo una brecha en la hilera de
infantes, se lanzó derecho contra Lusiñano: un demonio poseído por la ira contra una decena de
hombres armados. Esgrimía la espada con la potencia de un majador, golpeando a diestro y siniestro
de filo, de estoque y hasta de plano. Los mercenarios, impresionados por aquella manifestación de
furor, formaron un corro a su alrededor y trataron de neutralizarlo sin recibir heridas.
—¡Deteneos! —gritó Ignacio temiendo lo peor para su compañero. Hizo ademán de ir en su
ayuda pero una pareja de soldados se lo impidió.
Entre tanto, el francés seguía combatiendo, sin atender a golpes ni a insultos. Iba a por Felipe con
la intención de matarlo, seguido muy de cerca por un puñado de hombres decididos a detenerlo.
Volvió a gritar con tono amenazador, y si bien logró esquivar a algunos soldados, fue finalmente
apresado por otros más ágiles.
Después, en el suelo, sintió que una multitud lo aplastaba y que caía sobre él una lluvia de
patadas y puñetazos. Trató de defenderse con furia, pero los soldados eran muy numerosos.
Levantó de la hierba el rostro enrojecido, las mandíbulas contraídas y un odio indecible
esculpido en los ojos. Toda aquella rabia iba dirigida hacia un solo hombre.
Lusiñano desmontó y caminó en su dirección, consciente de que era seguido por la mirada atónita
de Ignacio. Un armígero recogió del suelo la cimitarra de Willalme y se la entregó.
El francés rechinó los dientes y trató de levantarse, pero los mercenarios lo tenían completamente
inmovilizado. Felipe se detuvo frente a él, levantó un pie y le pisó el hombro izquierdo, en el punto
en el que lo había atravesado el dardo.
Willalme deformó sus gentiles rasgos pero no quiso dar el espectáculo poniéndose a gritar pese a
que el sufrimiento era enorme. Sintió que la herida volvía a abrirse y a sangrar; mientras, Lusiñano
seguía pisándolo con fuerza. Soportó las punzadas tensando los músculos hasta el paroxismo y
condensó en los ojos todo el odio que tenía en el cuerpo. Si hubiera sido posible, lo habría matado
con la mirada.
Sin apartar el pie del hombro, Felipe blandió la cimitarra y amenazó con clavársela. Pero antes
dirigió la palabra a Ignacio, que observaba impotente:
—¿Qué sabéis del Turba philosophorum? ¿Os reveló algo Galib?
—Nada. Es la pura verdad —contestó el mercader.
—Entonces esperáis que vuestro hijo sepa algo, y que yo logre saber dónde está él o ese libro
maldito. —Acercó la espada a la garganta de Willalme—. Entre tanto, la vida de este matachín
depende de vos, maestro Ignacio. O decidís colaborar o lo hago picadillo delante de vuestros ojos.
El mozárabe se agarró al listón del carro. Apretó con tanta fuerza que se le clavaron en la carne
algunas astillas.
—Haré lo que queréis —silbó rechinando los dientes.
Ese mismo día, a una hora tardía, un jinete llegó al poblado de Prouille. Desmontó y llevó hasta un
abrevadero al cansado animal, el cual sacudió la cabeza y hundió el morro en el agua, que bebió con
avidez. El jinete metió también la cabeza en el abrevadero para mojarse la cara. No estaba para
finuras: había cabalgado durante más de una jornada y no podía más de cansancio. Pero no podía
descansar todavía. Debía transmitir su mensaje.
Se apartó el pelo de la frente y miró en derredor buscando a alguien a quien dirigirse. Había un
centinela apostado a poca distancia; se dirigió hacia él con paso rápido y le pidió sin demasiadas
ceremonias que lo condujera ante el obispo Folco.
El guardia lo miró con recelo.
—No tan deprisa, forastero —le espetó—. Para empezar, ¿cómo sabes que el obispo se esconde
aquí?
—Lo sé, lo sé —respondió el mensajero de manera expeditiva—. Llévame hasta su presencia.
El soldado torció la boca; no lograba adivinar quién podía ser el hombre que tenía delante. En
cualquier caso, se trataba de un hombre extenuado. Debía de haber viajado durante mucho tiempo,
pues estaba al límite de su resistencia. Si causaba algún problema, no le resultaría difícil reducirlo
por la fuerza.
—En este momento Su Ilustrísima se halla descansando. No se le puede molestar hasta mañana.
—Hará una excepción conmigo, ya lo verás. —Con un gesto confidencial, el mensajero le puso
una mano en el hombro y lo miró directamente a los ojos—. Le traigo una noticia muy importante.
—¿Qué tipo de noticia?
—Oro, amigo mío —le susurró al oído—. Un castillo lleno de oro.
En aquel punto, el soldado no dudó más y lo escoltó hasta el interior de la Sacra Praedicatio.
Tras una intensa conversación, el obispo Folco despidió con una sonrisa complacida al mensajero, a
quien ordenó que se le diera un refrigerio y un lecho para pasar la noche; después se dejó caer sobre
un sitial de madera situado en el rincón más oscuro del gabinete. «El oro de Airagne», se dijo algo
mareado, como deslumbrado por sus destellos. «Oro suficiente para recuperar el control de la
diócesis de Tolosa».
Se llevó los dedos huesudos a su rostro y se masajeó sus párpados desprovistos de cejas. Aunque
era viejo, aún se sentía pletórico de energía. Tenía fuerza suficiente para montar a caballo y
combatir. Tras numerosos meses de impotencia, aquella noche le había llevado un don insólito: un
nuevo aliado. Un hombre imprevisible y ambicioso le pedía ayuda. Felipe de Lusiñano. ¿Podía fiarse
de él? La apuesta era alta. Pero, pensándolo bien, ¿para qué dudar?
«No tengo otra opción. Por eso mosén Felipe se ha dirigido a mí», pensó con una punta de
amargura. Estaba tan absorto que casi no notó que un armígero acababa de entrar en la estancia.
—¿Me ha mandado llamar Su Ilustrísima? —preguntó el soldado rompiendo el silencio.
Folco apretó sus ojos miopes en esa dirección.
—Sí.
—¿Cuáles son sus órdenes?
—Prepara la caballería para la batalla. Partimos mañana al amanecer.
El soldado asintió sin revelar emoción alguna.
—¿Con destino a…?
—Cabalgaremos hacia el castillo de Airagne. El mensajero de Lusiñano acaba de revelarme su
emplazamiento.
El armígero miró fijamente al obispo unos instantes sin rechistar, después amagó una inclinación
y se alejó. La oscuridad de la noche lo envolvió con su manto.
Folco permaneció inmóvil, acurrucado en el sitial, inexpresivo. Miraba algo en la oscuridad: un
yelmo cilíndrico con un ventalle puntiagudo en el mentón y ranuras estrechas en la visera. Su yermo
de batalla. Un símbolo del poder que representaba. No se lo ponía desde hacía muchos años.
Pero aquella noche, por primera vez, deseó hacerlo.
28
Uberto llegó a un valle que se abría como una garganta entre los montes, condujo a Jaloque a lo
largo de una ribera y luego subió a la cima de un altozano, a pocos metros de un molino de agua.
Desde aquella posición se disfrutaba de una excelente vista del paisaje.
Entornó los ojos para protegerse contra la luz del sol y, con la esperanza de divisar un carro
familiar, oteó la red de senderos que serpenteaban por montes y valles. Pero nada: ni el menor rastro
de su padre. Desmontó y bajó al río. Moira lo seguía a cierta distancia. Cabalgaba a lomos de un
animal más lento, seguida de su fiel perro negro. Le costaba trabajo mantener el ritmo de Jaloque
pese a que últimamente habían avanzado menos deprisa.
—¿No has visto nada interesante? —preguntó la muchacha.
—Nada de nada —contestó Uberto hincando las rodillas en la hierba.
El calor iba en aumento. Aunque el paisaje era soberbio, Uberto no conseguía disfrutar de su
vista. Estaba nervioso y desmoralizado. Había seguido las huellas de su padre hasta allí, a tenor del
mensaje que le había dejado en la hospedería de Tolosa. Una empresa nada sencilla. En la carta, el
mercader le aconsejaba ir a ver al obispo Folco, en Prouille, y pedirle indicaciones sobre la ruta a
seguir. A Uberto lo asaltó una fuerte indignación al recordar cómo lo habían tratado allí. No sólo
Folco se había negado a recibirlo sino que además había faltado poco para que le echara encima a
sus esbirros. El joven había tenido que alejarse a toda prisa sin comprender el porqué de aquella
conducta.
La única solución que le había quedado era hollar todos los senderos circundantes en busca de
Ignacio. Empresa harto problemática habida cuenta del gran número de peregrinos que atravesaban
aquellas tierras. Pero cerca de Carcasona había tenido suerte. Alguien había visto una pequeña
comitiva dirigida hacia la abadía de Fontfroide. El grupo incluía a dos caballeros en vez de uno,
pero lo demás cuadraba a la perfección: un mercader distinguido, un hombre taciturno de pelo rubio
y un armígero parecido a Lusiñano. Tenía, pues, muchas probabilidades de alcanzarlos.
El joven introdujo las manos en el agua del río y sus preocupaciones parecieron lenificarse.
Hacía ya media jornada que cabalgaba por los feudos de Fontfroide. Pronto encontraría a su padre,
se dijo. No debía ceder al desaliento.
Miró hacia delante, atraído por el ruido de las astas del molino que golpeaban el agua y se
preguntó cómo era que no se veía a nadie por allí. Reinaba una insólita tranquilidad.
—¿Qué hacen aquellos hombres? —preguntó Moira de improviso desde la cima del altozano.
Uberto le dirigió una mirada interrogativa y la muchacha señaló una procesión que avanzaba por
el valle bordeando un campo en barbecho.
«Ah, ahí es donde está toda la gente», pensó Uberto aguzando la mirada.
Se trataba de una procesión, probablemente formada por vecinos de varias aldeas próximas,
mujeres y niños incluidos. Iban detrás de varias cruces y estandartes entonando plegarias. La
comitiva la abría un muñeco de paja semejante a un dragón serpentiforme.
Uberto se acercó a donde estaba Moira.
—Es un rito para exorcizar la miseria de estas tierras —le explicó—. ¿Ves aquel dragón a la
cabeza de la procesión?
—Sí.
—Representa al diablo. El rito se repite dos días; después quitan la paja al dragón, que desfila
entonces detrás de las cruces para simbolizar la derrota del mal.
—Y los habitantes seguirán muriéndose de hambre…
Él suspiró.
—Para poner fin a sus calamidades deberían abatir a otros dragones: a los que moran en los
castillos engordando a su costa.
Tras observar la procesión, abrevaron a los caballos y volvieron a montar.
—Intentaremos recabar información en la abadía de Fontfroide —sugirió Uberto—. Debe de
estar ya cerca. Es probable que mi padre se haya alojado ahí.
La muchacha asintió.
Enfilaron un sendero que llevaba al corazón del valle. La vegetación se hizo más espesa y el
cielo desapareció tras una maraña de hojas lobuladas.
En cierto punto, Uberto frenó a Jaloque mientras hacía señas a Moira de que guardara silencio. A
poca distancia, un jabalí escarbaba en las raíces de un castaño de indias en busca de comida. Tenía
el morro hundido en la tierra y no parecía haberlos notado.
Había pasado mucho tiempo desde que Uberto había comido carne fresca por última vez. Sin
quitarle de encima el ojo al animal, empuñó el arco y sacó una flecha del carcaj, pero mientras
afinaba la puntería le sobrevino el recuerdo de la última vez que había utilizado el arma… Visualizó
el rostro del moro, y la visión de la presa se tornó borrosa.
Disparó con excesiva desidia. La flecha silbó en el aire y se hincó en el suelo, a un palmo de la
cola del jabalí. El animal levantó el hocico, gruñó asustado y huyó a la velocidad que le permitieron
sus gruesas patas.
Uberto sacudió la cabeza para liberarse de aquellos pensamientos, sacó una segunda flecha y
afinó de nuevo la puntería. Su visión era ahora más nítida, más decidida, pero el jabalí ya se había
escabullido en el interior de un zarzal.
—Muy bien, felicidades —se mofó Moira casi contenta de que el animal se hubiera salvado—.
Como cazador no vales mucho, ¿sabes? —continuó en tono guasón. También en aquel momento el
joven le parecía bello, esplendente, y sólo el mirarlo le provocaba una íntima euforia que la hacía
ruborizarse. Pero de repente se dio cuenta de que la expresión de Uberto se había vuelto seria—.
¿Qué ocurre? —le preguntó.
Él señaló algo en lontananza, en lo alto. Una columna de fuego negro.
—Un incendio cercano. —Frunció las cejas—. Vamos a ver.
—¿Estás seguro de hacer lo correcto? —objetó la muchacha—. ¿No sería mejor alejarnos de
ahí?
Uberto no respondió. Ya había espoleado al caballo en esa dirección. Algo alarmada, Moira notó
que llevaba todavía el arco empuñado.
La columna de humo se elevaba sobre un conjunto de chozas apiñadas alrededor de una iglesia, de la
que no quedaban más que vigas carbonizadas, ladrillos ennegrecidos y tierra quemada. En la zona
circunstante se podían apreciar improntas recientes de caballos. La desgracia debía de haberse
producido no hacía mucho.
Mientras Uberto avanzaba entre escombros, se preguntó por las razones de semejante
devastación. Por otra parte, no se trataba de un castillo ni tampoco de una aldea. Era un lugar
apartado, sin riqueza ni importancia estratégica alguna. Ni siquiera un saqueo justificaba tamaña
atrocidad. Detuvo la mirada en el esqueleto de la iglesia. El techo se había derrumbado y, al caer,
había provocado a su vez el desplome de buena parte de los muros. La nave principal debía de
hallarse completamente enterrada bajo los cascotes. Sólo la fachada permanecía intacta, y, aunque
estaba ennegrecida por las llamas, se distinguía aún la decoración esculpida sobre la puerta: tres
mujeres monstruosas con los senos en forma de serpiente.
Delante de la iglesia yacían varios cuerpos apilados como despojos. Cadáveres de mujeres.
Moira desmontó y corrió rápidamente hacia allí, precedida por el perro, que olfateaba el aire.
—No te acerques, no mires —le intimó Uberto.
Ella le dirigió una sonrisa fría, casi retadora.
—¡Tú qué crees! En Airagne he visto cosas peores.
Herido por aquella mirada, el joven la dejó sola y se puso a caminar de nuevo entre las ruinas.
Dio la vuelta al edificio y encontró un jardín de hierbas oficinales que no había sido alcanzado por el
fuego, aunque la mayor parte de los cultivos parecían pisoteados por los caballos. Una vez más, se
preguntó quién podía ser el artífice de semejante monstruosidad. Sólo unos hombres realmente
malvados podían dedicarse a masacrar a monjas.
«¿Y acaso soy yo mejor?», se preguntó con sensación de fastidio. «Yo he matado a un hombre sin
vacilar, sin ni siquiera mirarlo a la cara».
Los ladridos del perro lo distrajeron de aquellos pensamientos y lo guiaron hasta los restos de
una capilla derruida. El animal estaba agachado justo en medio, escarbando en los bordes de una
losa. Uberto lo tranquilizó con una caricia y se inclinó para examinar aquel bloque de mármol
cuadrado, más parecido a la tapa de una trampilla que a una pieza de pavimento. Aquel pensamiento
lo indujo a golpear en la superficie para ver si estaba hueca… Segundos después, unos gritos
resonaron desde abajo.
Casi conmocionado por la revelación, el joven aplicó el oído para escuchar mejor… ¡Voces de
mujeres! Sin pensarlo dos veces, agarró la losa por los bordes y trató de levantarla; pero no
consiguió moverla y se volvió para llamar a su compañera.
—¡Moira! —gritó—. ¡Necesito ayuda!
La muchacha apareció por la parte anterior de la iglesia y corrió hacia él. Comprendió al vuelo
la situación y se agachó para ayudarle. La losa se levantó un palmo y después otro más mientras el
perro, excitadísimo, metía el hocico por la abertura, cada vez más ancha. Con un esfuerzo supremo,
consiguieron levantarla lo suficiente para deslizarla sobre el suelo.
Habían destapado una losa que daba acceso a un subterráneo.
Algo se movió en la oscuridad; después, tímidamente, afloró a la superficie una mujer vestida
con una túnica beis. Detrás de ella fueron saliendo otras, todas vestidas de la misma manera, la ropa
manchada de ceniza, el terror esculpido en sus rostros. Tenían los ojos hinchados de tanto llorar, las
pupilas dilatadas de haber pasado tanto tiempo en la oscuridad.
La última en salir fue una señora de aspecto venerable. Aunque no era la más anciana, parecía la
más sabia. Su rostro no delataba espanto sino un profundo pesar, como si fuera la depositaria del
sufrimiento de toda la comunidad. Miró a su alrededor desorientada, como si no reconociera el lugar
en el que se encontraba. Al ver toda la iglesia en ruinas, se llevó las manos a la boca para no proferir
un grito.
Cuando hubo logrado dominar sus emociones, se dirigió a Uberto.
—Le debemos la vida, monsieur. No tengo palabras para expresarle todo mi agradecimiento.
—Y yo me siento muy contento de que os hayáis salvado, señora.
La mujer se desempolvó someramente el hábito, juntó las manos en el regazo y pareció recuperar
la compostura.
—¿Cómo puedo pagaros la deuda?
—¿Pagar la deuda? —Uberto la miró incrédulo. Era raro asistir a semejantes muestras de
autocontrol. A excepción de su padre, naturalmente—. No me debéis absolutamente nada. Lo único
que siento es lo que ha ocurrido con vuestra iglesia. —Se preguntó si aquella mujer mantendría
también la compostura ante los cadáveres amontonados junto a la fachada.
La señora trató de esbozar una sonrisa, pero no lo consiguió. Su rostro era una máscara de
amargura.
—La iglesia se reconstruirá. Es sólo un edificio inanimado. Lo importante es que no se arruine
también lo que hay dentro de nosotros.
—Sois muy sabia. Pero decidme, por favor: ¿qué ha pasado aquí?
—Un grupo de armígeros llegó a primeras horas de la mañana y prendió fuego al lugar; después
nos encerraron en la iglesia e incendiaron también el interior. —Suspiró—. Todas estaríamos
muertas si no nos hubiéramos refugiado en el sótano. Su acceso principal se halla precisamente en el
interior de la iglesia, en un rincón escondido.
El joven se dio cuenta de que Moira estaba completamente pálida. Las palabras de la señora
debían de haber despertado en ella recuerdos terribles. La abrazó para tranquilizarla, consciente de
que con aquel gesto también se hacía bien a sí mismo. Después miró fijamente a la abadesa.
—¿Quiénes eran esos armígeros? ¿Qué motivo tenían para haceros daño?
—La crueldad y la violencia no necesitan razones —se limitó a afirmar la mujer.
—Pero no es éste el único caso. Yo vengo de Castilla, y desde que me encuentro en el Languedoc
no hago más que tropezarme con salvajadas de esta índole. Si no fuera por la matanza de vuestras
hermanas, atribuiría esta devastación a las milicias del conde de Nigredo…
—No pronunciéis ese nombre con ligereza, monsieur. Un forastero no puede saber lo que
significa realmente.
—Yo, en cambio, sí lo sé, reverenda madre. Sé lo que significa el conde de Nigredo y también
Airagne.
La abadesa mudó la expresión y dirigió la atención hacia ella.
—Al parecer, no lo suficiente, pues no lo mencionáis con el debido temor.
Los conocimientos que se traslucían en la mirada de la mujer empujaron a Uberto a profundizar
en ese tema de conversación.
—Estoy buscando ese lugar, Airagne —aseveró sin más—. ¿Podéis ayudarme?
Al oír tales palabras, la señora tuvo una intuición fulgurante.
—Así que también vos… —Tendió la mano en su dirección, casi incrédula, después la retiró y lo
miró con recelo.
—Un hombre que vino aquí hace poco también me pidió lo mismo… Un castellano como vos. No
puede ser mero azar…
Uberto abrió los ojos como platos, lleno de esperanza.
—No estaréis sugiriendo que habéis visto a mi padre, Ignacio Álvarez de Toledo…
—Pues sí, lo he visto —balbució la mujer igualmente asombrada por el descubrimiento—.
Marchó de nuestro beguinato poco antes de que aconteciera esta desgracia.
—Es probable que esté en peligro. —El joven apretó los puños mientras miraba alrededor—.
¿Qué rumbo tomó? ¿Lo habéis dirigido hacia Airagne?
—Sí, así es, pero él os pide que no lo sigáis —le advirtió la abadesa—. Es demasiado
arriesgado.
—Debo correr a su encuentro —proclamó Uberto. Y volviéndose a Moira, le dijo—: Esta mujer
me indicará el camino a seguir. Tú te quedarás aquí. Es más seguro. No quiero exponerte a más
riesgos.
—No. —La muchacha lo cogió del brazo, la mirada inflamada—. Quiero ir contigo.
Él la miró estupefacto.
—¿Te has vuelto loca? Hasta ahora siempre has afirmado que temías ese lugar.
—Lo temo, es cierto, pero no quiero separarme de ti.
—Volveré por ti, te lo prometo.
—No soporto la idea de tener que esperarte —expresó ella con los ojos humedecidos—. No
quiero volver a estar sola, ¿me comprendes? Después de tanta soledad, de tanta desgracia, me había
vuelto dura como una piedra… Pero ahora, contigo, he vuelto a descubrir que tengo un corazón…
Uberto inclinó la cabeza, indeciso. Su padre —estaba seguro— no se habría dejado influir por
ningún tipo de sentimientos. Pero él era distinto: había aprendido en carne propia que seguir a la fría
razón no era siempre la mejor elección. Sólo Dios sabía lo que había sufrido de pequeño a causa de
la ausencia de afecto.
La señora, enternecida por aquel intercambio de palabras, se sintió obligada a intervenir.
—Quedaos aquí los dos. —Dirigió una mirada esperanzada hacia Uberto—. También vos, hijo
mío. ¿Para qué queréis poner en peligro la vida? Yo no veo qué servicio podéis hacer con ello a
vuestro padre.
—Un servicio grandísimo —respondió él—. Poseo el libro que puede aniquilar al conde de
Nigredo. Vos no podéis saberlo, pero…
La mujer, con los ojos en blanco, lo interrumpió:
—¿Habéis encontrado el Turba philosophorum?
Uberto la miró desorientado; después, con un recelo creciente, inquirió:
—¿Cómo podéis saber eso? ¿Quiénes sois vos realmente?
Por primera vez, la señora cedió por razones emotivas. Sin parar mientes en las apariencias,
inclinó la cabeza y cayó de rodillas.
—Una mujer estúpida, eso es lo que soy… —Las lágrimas surcaban su rostro—. Una mujer
estúpida que no ha contado a vuestro padre toda la verdad… Por mi culpa han incendiado la iglesia:
era a mí a quien buscaban los soldados…
El joven se arrodilló a su vez delante de ella. Dulcificó la expresión pero habló con tono
decidido:
—Contadme a mí esa verdad.
La señora levantó la mirada.
—De acuerdo, lo haré. —Se enjugó la cara—. Pero antes tened esto…
Uberto vio cómo rebuscaba entre los pliegues del hábito y sacaba un legajo.
—¿Qué es?
La mujer se lo entregó con gesto solemne.
—Parte de la verdad que no he revelado a vuestro padre.
29
P
«¿ or qué no me habrá matado?», rumiaba Ignacio sin cesar. Había transcurrido una semana del día
en que los hombres de Lusiñano lo habían hecho prisionero, y desde entonces el caballero no se
había dignado dirigirle de nuevo la palabra.
Felipe había perdonado la vida a Willalme y dado órdenes de mantenerlo bajo rígido control
junto al mercader; después decidió que los dos siguieran al destacamento de mercenarios hasta
Airagne. No se había molestado en explicar sus opciones y menos aún la táctica a seguir una vez
alcanzado el destino. Eso sacaba de quicio al ya muy nervioso Ignacio, que temía sobre todo que
Lusiñano pudiera descubrir el paradero de Uberto y hacerle daño.
A los dos compañeros se les permitió seguir a bordo de su carro, escoltados por los mercenarios;
pero Felipe dispuso que durante las paradas se los atara por los pies a un árbol para evitar que
huyeran.
Tras la humillación sufrida, el francés se había sumido en un torvo mutismo. El mercader
percibía sus emociones de desdén y ferocidad por mucho que tratara de esconderlas. Antes o
después, aquellas negras simientes acabarían dando su fruto.
Prosiguieron en dirección este y, una vez alcanzados los montes Cévennes, iniciaron la subida. El
paisaje que se ofrecía a la vista era de lo más imprevisible: despeñaderos y macizos se alternaban
con relieves de perfil suave, ideales para los pastos.
Durante todo el trayecto solamente encontraron una aldea. Las casas, encaramadas a la ladera,
eran pequeñas y con los techos y las paredes de piedra gris. Como los habitantes eran de naturaleza
hostil, no se detuvieron y decidieron seguir a través de un castañar poblado de ciervos y colirrojos.
El clima presentaba variaciones repentinas. En los momentos más calurosos de la jornada el aire
se tornaba denso y se cernía como una capa sobre la tropa, produciendo cansancio y malhumor; luego
se tornaba seco de improviso. Semejantes cambios se debían a los vientos, que soplaban hacia arriba
y producían en el valle una sensación de humedad estancada.
Felipe guió a sus hombres a lo largo de un sendero oculto en medio de una anfractuosidad de
piedra calcárea. Los jinetes se vieron obligados a bajarse de los caballos y a llevarlos de las riendas
para evitar que se quedaran atascados en el suelo guijoso. Entre tanto, la visibilidad se había vuelto
sumamente precaria a causa de una densa niebla que surgía de entre las rocas.
Como el camino era demasiado anfractuoso para permitir el paso de los carros, Ignacio y
Willalme tuvieron que abandonar su medio de transporte y seguir a pie. Más que por la molestia que
ello suponía, el mercader sintió pesar por tener que desprenderse de su baúl: guardaba en él
instrumentos y libros de gran valor, pero demasiado pesados para poder llevarlos a cuestas.
El jefe de la expedición no hacía señas de parar. Vestido con su hábito negro, marchaba en medio
de la niebla franqueado de su caballo blanco. Superado un barranco, se detuvo al borde de un talud.
Ignacio, extenuado de tanto andar, se apoyó en un risco y contempló el paisaje. Aunque la niebla
no permitía una visión precisa, pudo ver que habían llegado a una depresión montañosa. A un lado se
abría el declive, a otro se erguía un relieve en forma de cúpula, recubierto de un bosque. Y más allá
de la niebla se cernía una extraña oscuridad. No se debía a que estuviera anocheciendo sino a unas
nubes fuliginosas tan espesas que oscurecían todo el cielo.
Después entrevió otra cosa más inquietante todavía. En lo alto de la montaña se elevaba un
castillo. Un castillo enorme, con una muralla jalonada por torreones; más que bastiones defensivos
parecían grandes chimeneas de las que salían sendas columnas de humo negro. Eso explicaba la
presencia del hollín…
Mientras reflexionaba sobre aquellas misteriosas exhalaciones que saturaban el aire, notó que
tenía la piel pegajosa; pero no hizo caso a tales sensaciones y centró su atención en las torres. A
pesar de la escasa visibilidad, se podían distinguir merced a las columnas de humo negro. Contó
cuatro en la vertiente sud-occidental y calculó otras tantas en la vertiente opuesta.
Ocho en total. Ocho torres edificadas a igual distancia unas de otras…
De repente, le vino a la mente una curiosa concordancia. La forma del castillo reproducía el
patrón de la araña grabada en las monedas de oro alquímico. Las espirales de las patas se
correspondían con la posición de las torres de la muralla. Y el símbolo central de la araña debía
representar la torre del homenaje…
Sumido en aquellos pensamientos, la oscuridad antinatural del lugar le confirmó también otras
intuiciones. Alguien le había hablado ya de aquello. «El hálito de las tinieblas recubre la tierra
tomando el aspecto de humo nocturno». Eso mismo le había dicho el deforme Droün en el sótano de
Santa Lucina. ¿Era posible entonces que aquél fuera el lugar que tan afanosamente andaba buscado?
Para confirmar sus sospechas, Lusiñano se le acercó y le susurró al oído:
—Airagne.
Ignacio le dirigió una mirada interrogativa, pero el jinete pasó de lado y convocó a los
soudadiers para planificar el ataque. Era difícil intuir sus planes. Felipe disponía de un número
exiguo de hombres. Explotando la escasa visibilidad tal vez podía avanzar, a la sombra del bosque,
hasta debajo de las murallas. Pero ¿de qué le serviría? Las defensas de Airagne parecían sólidas y
debían de estar bien guarnecidas. Los atacantes serían acribillados a flechazos antes de poder
franquear el foso, y los supervivientes serían aniquilados por la caballería, que sin duda, estaría
estacionada en el interior del castillo.
Ignacio se dio cuenta de que también Willalme estaba estudiando la situación y sacando las
mismas conclusiones. Pero había más. El francés seguía cada movimiento de Lusiñano con una
mirada tan intensa y con tanto odio que cualquiera podía darse cuenta. Sin embargo, aquello no
parecía preocupar lo más mínimo a Felipe, el cual mantenía una imperturbabilidad absoluta. Estaba
ocupado en infundir confianza en sus hombres, y al parecer lo había conseguido pues estaban
enteramente pendientes de lo que salía de sus labios. Si fuera necesario, conduciría a aquellos
mercenarios a la masacre sin que nadie rechistara. Después de todo, Ignacio sabía de sobra qué tipo
de hombre era: un hombre astuto, batallador y con dotes de estratega.
Lusiñano señaló a los soudadiers la vertiente occidental del castillo. Tal vez desde aquel punto
era posible entrar en él o abrir una brecha en sus defensas; pero para descubrirlo Ignacio tendría que
esperar hasta la mañana siguiente. Según las pocas palabras que había conseguido captar, el ataque
no se lanzaría hasta el amanecer, aprovechando la niebla.
El mercader no pudo enterarse de más cosas. Al igual que las noches anteriores, un grupo de
mercenarios lo arrastraron hasta el tronco de un árbol y lo ataron a la base junto con Willalme. Se
quejó de que aquel día no les habían dado de comer ni de beber.
—Comerás mañana, en el infierno —le espetó carcajeándose un armígero, el cual apretó todavía
más los nudos que lo sujetaban al tronco.
Felipe ordenó a los soldados que acamparan junto a los árboles circundantes y les pidió que no
encendieran fuegos ni hicieran ruido. Después, establecidos los turnos de guardia, los soudadiers
tomaron comida fría y se acostaron al raso, expuestos a la humedad de la niebla.
Tras varios días de fatigas y cautividad, Ignacio tenía la espalda dolorida. Se consolaba
pensando que la herida en el hombro de Willalme había cicatrizado, aunque eso ya contaba poco.
Pronto se decidirían sus suertes, y él no podría hacer nada para evitarlo.
Si consiguiera… Movió los brazos para comprobar la resistencia de la cuerda, pero la notó muy
apretada e imposible de desatar. Al otro lado del tronco, el francés, con aire desalentado, hizo un
gesto negativo con la cabeza como dando a entender que era inútil. Debía haber pensado en lo
mismo.
Ignacio suspiró con amargura y pensó en su mujer y en su hijo, haciendo votos para que ambos se
encontraran bien. Después pensó en su casa con techo de pizarra situada en medio de un tranquilo
valle castellano, y en la paz de que habría podido disfrutar si no hubiera deseado saber y ver
demasiado.
Cerró los ojos y trató de imaginar qué habría pasado si en su juventud hubiera elegido una vida
distinta, o hubiera sido un hombre distinto… Pero, bien pensado, no había podido elegir otra cosa. El
destino lo había arrastrado como viento que arrastra una hoja, zarandeándola a su antojo por los
cuatro puntos cardinales. Y al mercader no le había quedado otra alternativa que agarrarse a los
pensamientos, a los sentimientos, dejándose zarandear por un viento, por un vendaval. Y así seguiría
hasta el final de la vida, o hasta el oscurecimiento de la razón…
Después de un largo lapso de tiempo, agotado por el hambre y el cansancio, se durmió.
Los soudadiers atravesaron la niebla como una manada de lobos; deslizándose entre los árboles,
alcanzaron la vertiente occidental del castillo. En aquel punto, Lusiñano les ordenó detenerse y los
dividió en dos grupos, caballería e infantería.
Los caballeros no eran numerosos, una veintena como máximo, pero Felipe los consideraba
suficientes para la consecución de sus fines. Les ordenó que siguieran avanzando a lo largo de las
murallas hasta un punto próximo a la entrada principal. Debían apostarse allí, escondidos entre la
maleza, esperando a que la puerta se abriera por dentro.
Los caballeros, obedientes, se dispusieron en formación y desaparecieron en medio de la
grisalla.
Acto seguido, Lusiñano se puso a la cabeza de la infantería, a la que llevó por otra dirección.
—Hay un pasadizo secreto —explicó a Ignacio, que avanzaba con dificultad cerca de él.
El mercader intuía la estrategia de Lusiñano: no participaría en el asedio propiamente dicho, sino
que penetraría en el castillo de manera secreta. Tal vez era la única vía posible, según toda lógica.
Sin embargo, también consideró que disponía de pocos hombres para salir airoso de una
confrontación de aquella magnitud. ¿Era posible que no hubiera pensado en ello? Cuanto más lo
pensaba más le embargaba la sensación de que se le escapaba algo importante.
En aquella parte se respiraba un olor mefítico a causa del hedor proveniente del foso que ceñía la
muralla; conforme avanzaban, el tufo era cada vez más intenso. Los soudadiers se taparon la nariz y
la boca.
—Silencio —ordenó Lusiñano señalando las almenas ocultas por la calígine. Aunque pareciera
increíble, allí arriba había sin duda muchos arqueros y vigías apostados.
Las murallas del castillo afloraban entre las exhalaciones del humo y de la niebla. Aparecían de
improviso, como espejismos, para desvanecerse un segundo después. Los mercenarios parecían
embrujados por aquellas visiones huidizas, como si hubieran olvidado que les esperaba una batalla a
vida o muerte.
«Todo esto forma parte de la hechicería que rodea a Airagne», pensó Ignacio dándose cuenta en
aquel preciso momento de que estaba caminando por el borde del foso. Se asomó al interior y
percibió un estancamiento de líquido turbio y pútrido. Debía de tratarse de las aguas residuales
empleadas para enfriar los metales elaborados dentro del castillo, y a juzgar por el olor se debían de
emplear también ácidos para purificar las materias primas.
Felipe siguió bordeando el foso unos metros más en busca de referencias y después guió de
nuevo a sus hombres hacia la maleza. No resultaba fácil seguirlo. En aquella vegetación tan espesa
no había senderos, y los infantes tuvieron que servirse de las lanzas para no quedar atrapados en la
maraña de ramas y arbustos.
Lusiñano avanzó un poco más y luego se detuvo delante de una lápida de mármol que había a ras
de suelo. Se parecía a la tapa de un sarcófago. Llamó a cuatro armígeros y les ordenó que la
movieran.
La lápida resbaló sin oponer resistencia; ante el estupor general, debajo apareció una rejilla de
hierro forjado, en el centro de la cual había una cerradura con un orificio octogonal. Felipe introdujo
en éste su medallón con forma de araña, que hizo saltar el mecanismo interno y reveló un pasadizo
subterráneo.
—Entraremos por aquí.
—¿Ningún centinela de guardia? —preguntó Ignacio.
—Mandé excavar este pasadizo secreto hace muchos años —dijo Lusiñano mientras se adentraba
en el subsuelo—. Es muy probable que quien ocupa Airagne en este momento no tenga conocimiento
de él.
Uno tras otro, los soudadiers fueron entrando en el subterráneo. Fuertemente vigilado por una
pareja de armígeros, Ignacio caminaba cerca de Lusiñano. Se preguntó para qué podría servirle su
presencia. Sin duda le tenía reservado un papel especial.
Siguieron avanzando por una galería excavada en piedra hasta que de repente oyeron un goteo
constante. Felipe señaló un punto del techo por el que se filtraba líquido.
—Infiltraciones —explicó—. Significa que nos encontramos debajo del foso. —Se arrimó a la
pared y pasó sin mojarse.
Ignacio, que fue de los primeros en seguirlo, se arremangó el borde de su vestimenta e hizo lo
propio. Si aquel líquido provenía del foso, mejor evitar cualquier contacto…
Siguieron sin encontrar más obstáculos hasta un punto en el que la galería se bifurcaba en forma
de Y. Lusiñano ordenó a Ignacio y a dos armígeros que tomaran con él la embocadura izquierda
mientras el resto de la infantería seguía por la derecha, que llevaba al patio de armas. Una vez allí,
los soudadiers sabían lo que tenían que hacer.
Uno tras otro, éstos fueron deslizándose por la embocadura. Cuando Ignacio vio que ya estaba
solo en compañía de Lusiñano y los dos armígeros, no pudo mantener la boca cerrada.
—¿Por qué nos hemos separado de los demás?
—Pronto lo veréis —respondió Felipe, inescrutable—. Caminad detrás de mí sin causar ningún
problema.
La embocadura de la izquierda los llevó a la base de una escalera de caracol. La subieron y
salieron a una atalaya situada en el interior de la muralla. Las aspilleras ofrecían una buena vista de
los espacios interiores del castillo. Felipe se acercó a una de las aberturas e invitó a Ignacio a hacer
lo mismo.
El mercader se asomó y, a pesar de la niebla, vio que abajo estaba el patio de armas con la torre
del homenaje en el centro y varios torreones a su alrededor, a lo largo de los cuales se abrían
grandes puertas en las que aparecía grabada la insignia del Sol Negro; sin duda los alojamientos de
las milicias.
Después notó que algo se movía subrepticiamente por el patio. Cuatro hombres se deslizaban
junto a los muros en dirección a la entrada del castillo. Debían de pertenecer a la infantería de
Lusiñano. Tratarían de abrir la puerta principal para permitir el acceso a la caballería apostada en el
exterior, a lo que seguiría un ataque simultáneo de infantes y jinetes.
Al amparo de la niebla, los cuatro soudadiers alcanzaron la entrada, donde había una gran puerta
arqueada. Por dentro estaba protegida por una sólida reja de hierro y, por fuera, por un puente
levadizo. Los cuatro debían accionar dos ruedas de madera colocadas a cada extremo de la puerta.
La primera rueda ponía en movimiento los árganos de la reja y la segunda servía para bajar el puente
levadizo.
Dos centinelas estaban apostados cerca de allí, pero no vieron a los intrusos, los cuales se les
acercaron sigilosamente y los degollaron sin más. «Gente avezada en el oficio», caviló Ignacio.
Después colocaron los cadáveres en el suelo y empezaron a maniobrar la primera rueda.
El chirrido de los árganos turbó la paz del castillo.
Una vez levantado el rastrillo, los cuatro soudadiers acudieron deprisa donde estaba la segunda
rueda para desbloquearla. Pero entonces se oyó el silbido de las primeras flechas. Uno cayó al suelo,
alcanzado en un costado, y un segundo, al ver a su compañero desplomado, soltó el manubrio y se dio
a la fuga.
Así, quedaban sólo dos para maniobrar la rueda. No eran más valientes, pero sí más sagaces.
Huyendo no lograrían escapar de los arqueros. La única esperanza era permitir la entrada de la
caballería. Observándolos desde su posición, Ignacio pensó que aquellos dos hombres serían
alcanzados muy pronto por las flechas; si estaban todavía vivos se lo debían a la niebla, que obligaba
a los arqueros a tirar a ciegas en dirección a la rueda.
De repente, el cordaje empezó a desenrollarse y el puente se precipitó con un ruido
ensordecedor. Impactó con la orilla y rebotó varias veces, produciendo un bufido caliginoso, pero
aquel retumbo se iba solapando con otro, cada vez más fuerte e intenso: el de una caballería recién
salida del bosque.
Ignacio miró por la aspillera y vio cómo los caballos de los soudadiers irrumpían en el interior
del castillo y recorrían en perfecta formación todo el perímetro del patio. Entre tanto, la infantería se
había posicionado en medio, tratando de resguardarse de la lluvia de flechas.
El plan de ataque se estaba desarrollando a la perfección. Pero, como había supuesto el
mercader, el enemigo no se había quedado mirando: las puertas de los ocho torreones se abrieron de
repente y vomitaron toda una mesnada de hombres armados, tanto a pie como a caballo.
—Los arcontes responden al ataque —confirmó Lusiñano, que seguía la escena a pocos pasos de
Ignacio. Su tono era sosegado, como el de quien confirma algo esperado—. Emplearán todas sus
fuerzas para repeler el ataque.
Los mercenarios de Lusiñano se vieron sorprendidos y poco después cercados por aquella
multitud. La caballería de los arcontes cargó contra ellos, que fueron reculando poco a poco hacia la
entrada. Pero el grueso del trabajo corría a cargo de unos hombretones hercúleos que se lanzaron en
medio de la refriega esgrimiendo porras enormes con puntas unciformes y repartiendo porrazos a
diestro y siniestro.
—Son los guerreros con el bec de corbin que vigilan las cuevas de galena —explicó Felipe
refiriéndose a aquellos forzudos—. Como han salido al exterior, ello quiere decir que Airagne ya no
dispone de más efectivos dentro.
Ignacio lo miró de reojo.
—Ahora comprendo vuestro plan. Habéis recurrido a una maniobra de distracción para
introduciros en el castillo sin ser notado ni obstaculizado.
—Exactamente —corroboró Lusiñano—. En este momento, dentro de las torres no se encuentra
ya nadie más que el conde de Nigredo.
—El conde de Nigredo y Blanca de Castilla —puntualizó el mercader.
—Por supuesto. Seguro que los dos están ahí, en la torre del homenaje.
—Pero vuestros soudadiers no aguantarán mucho tiempo —repuso Ignacio—. Dentro de nada, el
enfrentamiento habrá concluido y los arcontes volverán a entrar en el castillo. No tendréis tiempo
suficiente para actuar.
—Esperad antes de hablar. Ignoráis un detalle importante. —Felipe lo invitó a mirar por la
aspillera que daba al mediodía.
Ignacio advirtió un guiño cómplice en los rostros de los dos armígeros que lo escoltaban.
Evidentemente, sabían a qué se refería el caballero. Se acercó a la aspillera indicada y miró a lo
lejos. Más allá del foso exterior, una concentración de jinetes acababa de salir del bosque y se
dirigía hacia el puente. Eran por lo menos cincuenta. Y no se trataba de mercenarios sino de un
ejército regular. Los colores de los estandartes y de los uniformes le hicieron presentir algo que se
tradujo inmediatamente en certeza al reconocer al individuo que iba a la cabeza de la formación: un
obispo vestido de blanco a lomos de un caballo. Aunque completamente engalanado, mitra y báculo
incluidos, parecía un viejo decrépito. Ignacio abrió los ojos como platos. Era Folco de Tolosa.
El obispo alzó el báculo y el escudero que iba a su lado hizo sonar un cuerno en señal de ataque.
A ello siguieron gritos de batalla así como el relinchar y piafar de caballos. La caballería de la
Congregación Blanca se lanzó a la carga contra el castillo.
Entre tanto, en el interior de las murallas los soudadiers de Lusiñano se debatían con extrema
dificultad: diezmados, se habían replegado junto a la puerta principal al no poder hacer frente al
empuje del fogoso enemigo. Todo parecía perdido cuando, de repente, apareció por el puente
levadizo la armada de Folco en medio de una gran estampida. Ante aquella visión, los mercenarios
recuperaron las fuerzas y los ánimos y trataron de abrirse en dos formaciones para dejar paso a la
carga aliada.
Los jinetes de los Blancos atravesaron el pasillo dejado por los soudadiers y se lanzaron al
centro de la refriega, abatiéndose con furia sobre las tropas enemigas. El impacto fue descomunal.
Cogida de sorpresa, la formación de los arcontes retrocedió. La caballería de Folco abrió una brecha
en su núcleo y la dividió en dos. Valiéndose de lanzas y cachiporras, pronto sofocaron cualquier
tentativa de resistencia.
Felipe, esbozando una sonrisa victoriosa, se alejó de la aspillera e hizo señas a los dos
armígeros de prepararse para la acción. A continuación se dirigió a Ignacio con tono impaciente:
—Basta de mirar. Hay que moverse.
El mercader asintió con un estremecimiento interno. Su estado de ánimo era presa de sensaciones
contradictorias. El momentáneo éxito de Felipe le producía una sensación de frustración, y sin
embargo era perfectamente consciente de que su vida estaba ligada a la de aquel hombre. Si Lusiñano
era descubierto, a él se le tendría por cómplice y sería tratado en consecuencia. Aquellos
pensamientos no atenuaban una euforia íntima, personal: de cualquier manera que concluyera la
historia, en poco tiempo descubriría los secretos de Airagne y la identidad del conde de Nigredo.
Antes de proseguir, Lusiñano volvió unos instantes a la aspillera. Miró por última vez y le
pareció descubrir las siluetas de unos jinetes en la margen del bosque. Alguien no había tomado parte
en el combate y había preferido permanecer mirando desde los árboles. Ignacio aguzó la mirada
hacia el hombre que iba a la cabeza de aquella formación protegido por una pequeña escolta. Su
imagen, aunque lejana, le recordó algo familiar que le hizo aguzar la vista; al fin lo reconoció: Folco.
El obispo estaba mirando la entrada del castillo en espera del resultado de la confrontación. Y, a
pesar de la oscuridad y la niebla, el mercader percibió en él un ansia febril de conquista.
Las dos sombras emergieron de la niebla y Willalme constató casi decepcionado que no se trataba de
espectros sino de dos soldados mal emparejados: uno bajo y grueso, y el otro flaco y con una cabeza
que parecía de un alfiler.
—¿Y éste quién es? —preguntó el primero.
—Me da que está muerto —comentó el segundo.
—No está muerto, mueve los ojos. —El gordinflón se inclinó sobre la cimitarra, la recogió y con
la punta rozó el rostro del francés—. ¿Qué, quieres hablar o no, villano? ¿Quién te ha atado a este
árbol?
Antes de contestar, Willalme estudió a los dos armígeros. Hablaban con acento occitano pero no
parecían formar parte de las milicias de Lusiñano. Como no acertaba a averiguar a qué ejército
pertenecían, decidió mentir:
—Han sido los merodeadores… —Se dio cuenta de que tenía la garganta reseca, le costaba
mucho tragar—. Me han robado todo y me han dejado que me muera aquí.
—Mientes —replicó el gordo mostrándole la espada curva—. Si fuera cierto lo que dices se
habrían llevado esto también.
—Me la han dejado porque está maldita. Trae mala suerte.
El larguirucho soltó una carcajada.
—Desde luego, a ti no te ha traído mucha suerte.
Willalme lo secundó, riendo a su vez.
—Si también vosotros sois merodeadores, tengo que deciros que os ha ido mal. —Mimó una
expresión entre cómica y resignada—. No me han dejado nada que poder daros.
Otra risotada del soldado flaco.
—No somos merodeadores sino soldados de la Confraternidad Blanca.
—Formamos parte de la retaguardia —aclaró el otro.
—¿Combatís entonces para el obispo Folco? —preguntó Willalme.
—Para él en persona —contestó el larguirucho—. Andamos buscando un castillo repleto de oro.
—Calla, bobo —intervino el soldado gordo—. Eso debía ser un secreto.
El francés ya había oído bastante.
—Yo sé dónde se encuentra el tesoro.
Los dos lo miraron patidifusos. Él fingió una expresión lastimera y prosiguió:
—Los merodeadores me han atado aquí precisamente para que se me suelte la lengua. Volverán
pronto y si no hablo me matarán. No os lo he revelado antes porque temía que fuerais de los suyos,
pero como sois hombres del obispo la cosa cambia. Si me liberáis os conduciré al lugar que decís.
El soldado gordo le aplicó en la garganta la cuchilla curva.
—Si mientes te degüello.
—Conozco un sendero oculto que lleva directamente hasta el oro —prosiguió Willalme tratando
de parecer convincente. Estaba cansado de hablar, tenía una sed espantosa—. Pensad en lo
agradecido que se mostrará Folco cuando se lo enseñéis.
—Somos dos, mientras que él está solo. No perdemos nada probando. —El larguirucho se
agachó a espaldas de Willalme y le cortó las ataduras con un puñal—. No corremos ningún riesgo.
—Bien pensado, amigo. —Willalme se puso en pie y trató de desentumecer los miembros. Pisó
el suelo varias veces y se masajeó los brazos mientras los dos armígeros se le ponían al lado—.
¿Puedo beber un poco de agua?
El gordo sacudió la cabeza.
—Antes deberás ganártela —replicó apuntándolo con la cimitarra para que se pusiera en camino.
—De acuerdo, seguidme —dijo el francés internándose en la maleza—. Queda cerca.
Los iba observando con el rabillo del ojo sin que ellos se dieran cuenta.
En cuanto recuperó el pleno control de sus movimientos, se volvió de repente, arrebató la
cimitarra al soldado gordo y asestó una cuchillada a su compinche en pleno vientre. El larguirucho
lanzó un grito desesperado y se agarró las vísceras que le salían de la barriga mientras el armígero
desarmado desenvainaba su espada a toda prisa, pero como era lento y torpe, Willalme paró con
facilidad su ataque y le clavó la hoja hasta el puño.
Una vez seguro de que los dos estaban muertos, cogió la cantimplora de uno de los dos cadáveres
y bebió hasta saciarse; después envainó la cimitarra en un costado. «Os había advertido que traía
mala suerte», murmuró con una sonrisa fría como el acero.
Orientándose entre los árboles, volvió al punto de partida y aligeró la marcha en la dirección que
habían tomado los hombres de Lusiñano. No tenía la menor idea de lo que haría cuando encontrara a
Ignacio. «Improvisaré», se dijo. Ante todo, era preciso recuperar el tiempo perdido.
Al poco de ponerse en camino oyó pasos a su espalda. Desenvainó la espada y se escondió
detrás de un árbol, temiendo volver a tropezarse con otros soldados. Pero de repente fue sorprendido
por un gruñido procedente de los matorrales. «Un lobo», pensó listo para defenderse, y cuando
esperaba que la bestia saliera de la maleza y se abalanzara sobre él, percibió con retraso la
presencia de un hombre a sus espaldas.
Se volvió con la velocidad de una serpiente hendiendo el aire con la cimitarra, pero una mano le
agarró con fuerza la muñeca impidiéndole bajar la cuchilla.
Willalme rechinó los dientes a causa del esfuerzo y un segundo después se encontró cara a cara
con aquel hombre. Al cruzarse con su mirada, no pudo reprimir una exclamación de estupor.
30
Atravesaron a pie la zona arbolada. Willalme y Uberto avanzaban juntos, uno con la mano agarrada a
la espada y otro con una flecha lista para ser disparada. Detrás de ellos, Moira llevaba a los caballos
de las riendas.
En determinado punto, el perro negro estiró las orejas y emitió un aullido. Uberto, experto ya en
interpretar las reacciones del animal, miró alrededor presa de una gran agitación. Tal vez se
engañaba, pero le había parecido oír un relincho. Efectivamente, poco después surgía a través de la
niebla la silueta de un caballo blanco atado a un tronco. Había sido desensillado y estaba pastando
con cierto remilgo.
—El corcel de Lusiñano —exclamó Willalme cuyas palpitaciones cardíacas habían aumentado.
Si aquel caballo se encontraba allí era sin duda porque también Felipe andaba cerca. «Esta vez
ninguna atadura me impedirá matarlo», se dijo. Empuñó la cimitarra con renovada fuerza y lo buscó
entre los árboles.
Pero el lugar estaba desierto. ¿Dónde se habían metido Ignacio, Lusiñano y todos los soudadiers?
En busca de respuestas, el francés se adentró en la maleza en dirección al castillo. La niebla le
obstaculizaba la vista, pero aguzó el oído y le pareció oír en el interior de las murallas un
entrechocarse de armas en medio de una terrible batahola. Se estaba librando una batalla.
De repente, la voz de Uberto reclamó su atención; tenía un tono de euforia y de sorpresa al mismo
tiempo.
—¡He encontrado la embocadura de una galería! —Un segundo después, el joven salía de entre
los árboles, los ojos como platos, e invitaba a sus compañeros a seguirlo—. ¡Creo que sé por dónde
han pasado!
Y condujo a Willalme y a Moira hasta una losa de piedra, junto a la que se encontraba una rejilla
de hierro levantada.
31
Cuando Lusiñano cerró la puerta tras de sí, exhaló un profundo suspiro. Había faltado poco para que
aquel demonio desenfrenado le ganara la partida.
Una fuerte contracción en la muñeca derecha lo retrotrajo a la realidad. Un momento antes, en
pleno duelo, no había notado aquel intenso dolor. Pero ahora las punzadas se ramificaban hasta el
codo, como ocurría siempre al final de las confrontaciones, cuando el cuerpo se relajaba.
Se palpó el antebrazo por varios puntos. Nada grave, pero tendría problemas en caso de tener
que usar de nuevo la espada. Afortunadamente, no corría ese riesgo por el momento: el mozárabe y
sus compañeros no podían alcanzarlo. Esos malditos emplearían mucho tiempo tratando de orientarse
entre los innúmeros recovecos de Airagne. Además, él no había elegido aquella salida al azar. Frente
a sus ojos, arrancaba un pasillo más holgado que llevaba hasta la torre del homenaje.
Las cosas no estaban saliendo tan mal…
Organizó las ideas. Ante todo, debía encontrar al conde de Nigredo y quitarlo de en medio. Una
vez recuperado el control de Airagne, se encargaría de los intrusos. Ignacio de Toledo, su hijo
Uberto y aquel maldito Willalme que se había atrevido a enfrentarse a él, a desafiarlo. Bueno, lo
pagarían muy caro.
Pero no tenía un minuto que perder.
Enfiló a buen paso el corredor. Debía acceder a la torre ahora que la vigilancia era mínima. Una
vez eliminado su misterioso usurpador, sería fácil asegurarse la obediencia de parte de los arcontes.
Si querían el oro de Airagne, tendrían que someterse a él. En cuanto a Folco y a los soudadiers, no
representaban una seria amenaza, sino un simple estorbo.
«Pobre Folco, casi me da pena», se dijo Lusiñano con una risita. «Sus caballeros serán barridos.
Está tan obsesionado con el oro que ni siquiera se ha dado cuenta de que lo han manipulado».
Superó una arcada de piedra y alcanzó las raíces de la torre del homenaje. Ya no se encontraba
en una galería, sino entre paredes perpendiculares y cuadrangulares. Era tal su estado de euforia
mientras avanzaba que casi no advirtió una silueta encorvada que, salida de la sombra, estaba delante
de él. Era un monje ya entrado en años.
El hombrecillo decrépito se sobresaltó al verlo y se dio rápidamente a la fuga.
Felipe se acordó de repente. Ya había visto antes a aquel vejete. Y no una, sino dos veces. La
primera, en la abadía de Fontfroide, y la segunda en el campamento de los arcontes. ¡Era Gilie de
Grandselve! ¡Así que eso era realmente, un emisario del conde de Nigredo, mandado a Fontfroide
para espiarlo! No cabía otra explicación.
Lusiñano se lanzó tras de él. Debía atrapar a aquel monje.
Arrastrándose jadeante sobre sus piernecitas delgadas, Gilie de Grandselve parecía una rata
asustada. Felipe estaba seguro de alcanzarlo de un momento a otro, y entonces le haría confesarlo
todo. Pregustando ese momento, atravesó a toda velocidad un corredor cada vez más ancho.
Cuando se hallaba a unos pocos pasos del monje percibió un movimiento a sus espaldas. Una
puerta lateral se estaba abriendo. Con el rabillo del ojo vio salir a un energúmeno blandiendo una
cachiporra, y antes de que pudiera reaccionar recibió un fuerte impacto en la cabeza.
Vio una luz blanca y después se sumió en la oscuridad. Pero aún consciente, pudo ver que Gilie
de Grandselve volvía sobre sus pasos y lo miraba con una sonrisa malvada.
32
Castillo de Airagne
Cuarta carta – Rubedo
Mater luminosa, la virtud y el intelecto me fueron suficientes para concluir la Obra. Las fatigas de nigredo, de
albedo y de citrinitas me sirvieron de guía por el jardín de la alquimia, permitiéndome alcanzar el rubor de
rubedo. Pero la manera como logré este milagro es un mysterium que mantengo secreto, por lo que sólo hablaré
de ello de manera simbólica. Yo trabajé el hilo de lana como se hace en la tejedura y obtuve un paño dorado
semejante al vellocino de Jasón. Pero ahora que admiro tal maravilla, me invade la nostalgia de mi antiguo
claustro, el refugio de plegaria y silencio que me devolvió la paz del espíritu. Mater luminosa, me pregunto si
podré volver allí.
Frangipane volvió a colocar la carta en el cofrecillo y se presionó los párpados con los pulgares.
Tenía los ojos hinchados y notaba unas pulsaciones neuróticas dentro de las órbitas.
¿A qué aludían aquellas cartas? ¿Quién las habría escrito? Inútil tratar de saberlo: sus
pensamientos se hundían en la nada. Su cabeza estaba oscura y vacía como un hoyo excavado a
golpes de pico. Además, le embargaba un malestar embarazoso, como si hubiera cometido algo malo
y no lo recordara. Se trataba de un acontecimiento reciente.
Se esforzó por rememorar lo acontecido y le vino un recuerdo. Al principio no estaba seguro de
que fuera real, pero enseguida tuvo que rendirse a la evidencia. ¡Aquel recuerdo era bien suyo!
Reconstruyó los hechos. Se había portado como un loco, había perdido el control. Y lo que era
peor, lo había hecho delante de ella, la dame Hersent. Se había vuelto un ser ridículo para sus ojos,
había dado un espectáculo lamentable.
¿Qué le ocurría? Desde que se hallaba prisionero era como si una voluntad desconocida se
hubiera apoderado de su persona obligándolo a realizar acciones incomprensibles. Se preguntó si,
además del episodio recién evocado, había también otros que no recordaba ahora. Aquel
pensamiento lo asustó. Se sentía impotente, incapaz de comprenderse a sí mismo. Siempre había sido
un hombre inflexible y morigerado, y nunca había dado pie a nadie para ser compadecido, y menos a
una mujer. Todos temían su carácter decidido y autoritario. ¡Era el cardenal de Sant’Angelo, legado
pontificio, un hombre de poder! Nadie lo había visto nunca arrodillarse, salvo para rezar.
Debía de ser por culpa de Blanca, no cabía otra explicación. La reina había logrado engatusarlo e
insinuarse en sus fantasías como una serpiente. Lo había retado, traspasando el límite permitido por
su relación. Mientras se entregaba a aquellos pensamientos, descubrió que estaba sonriendo como un
bobo y sintió pena de sí mismo.
Saltó del sitial y empezó a recorrer la estancia a grandes pasos. En su interior, la ansiedad
oscilaba como el badajo de una campana. No era la cautividad lo que le exasperaba sino la cercanía
de aquella mujer. Su imagen lo perseguía en los pensamientos y hasta en los sueños. La odiaba. ¡Sí,
odiaba a Blanca de Castilla! Se aferró con todas sus fuerzas a aquel sentimiento, pues de lo contrario
habría tenido que reconocer algunas cosas que temía tanto que ni siquiera se atrevía a pronunciarlas.
«El odio es un sentimiento puro e inflexible», concluyó con un alivio pasajero. «Es un bastión
sólido. Y debidamente embridado puede dejarse guiar por la racionalidad».
Se presionó una vez más los párpados, pero a pesar de aquel gesto su dolor de cabeza siguió en
aumento. Era un dolor provocado por el nerviosismo —eso ya lo había comprendido—, que cuanto
más trataba de rechazar más se agudizaba y más hundía sus tentáculos en su cabeza. Pero el cardenal
prefería sufrir antes que enfrentarse a sí mismo. Había decidido castigarse así para poder extirpar
aquellos encantamientos. Debía liberarse de las debilidades de la infatuación, desterrarlas de su
ánimo. Uno podía desear a una mujer, desfogar en ella su virilidad, ansiar someterla. Eso era algo
natural, casi plausible, y tal vez incluso perdonable.
«Yo… no… la… amo…».
Para expulsar del alma el veneno, había empezado a hablar en voz alta. Se mordió la lengua para
que no pudieran oírlo. Pero, antes, alguien había entrado en la estancia.
La reina.
El cardenal legado adoptó la expresión de un niño al que sorprenden cometiendo una travesura.
Blanca se le acercó con paso liviano, como si caminara sobre el agua. Sus movimientos
recordaban el de algas fluctuantes.
—Eminencia, finalmente os habéis recuperado. Empezaba a temer por vos.
Parecía sincera, incluso solícita.
Romano Frangipane no tuvo tiempo para responder, pues ella había pasado rápidamente por su
lado y se estaba asomando a una ventana. La reina oyó el resonar de una batalla, y con una mueca
compungida se preguntó cómo había podido permanecer sorda hasta entonces ante semejante
estruendo.
—¡Eminencia, mirad lo que está pasando ahí fuera! —Blanca, presa de un entusiasmo
incontenible, señaló el choque armado que se estaba desarrollando a los pies de la torre—. ¡Ya era
hora de que alguien viniera a socorrerme! ¡Oh, qué fogosidad! Esos hombres se están batiendo como
verdaderos leones. —Se volvió, con aire de incredulidad—. Pero ¿qué hacéis ahí parado? Venid,
venid a ver. ¿Acaso tenéis miedo de acercaros a mí?
El cardenal se acercó con renuencia a la reina y se asomó. El espectáculo que se ofrecía a sus
ojos lo dejó sin aliento. Había asistido a muchas batallas en los últimos años, pero siempre
experimentaba el mismo horror y la misma desazón. Ante la guerra, la vida le parecía una
concatenación de fenómenos grotescos y carentes de significado: un vendaval que daba al traste con
todo, una orgía de cuerpos y emociones carente de cualquier finalidad salvo la de transformar a los
hombres en bestias.
Dos ejércitos se estaban enfrentando dentro del recinto amurallado. La niebla no permitía
distinguir los colores de los uniformes, pero la situación parecía bastante clara. Los invasores tenían
una clara ventaja sobre los defensores del castillo.
Frangipane se dio cuenta de que a su lado, Blanca, presa de excitación, estaba temblando. El
choque entre los dos bandos en vez de turbarla suscitaba en ella una fascinación secreta. Sus ojos
brillaban con un fulgor salvaje. Durante unos instantes, casi advirtió en ellos el deseo de participar
personalmente en la lucha. Si hubiera sido un hombre, pensó, habría llegado a ser un gran condotiero.
En determinado punto, Blanca se apartó de la ventana y se acercó a una mesita de madera, donde
había una jarra de terracota. Se llenó un cáliz y se lo llevó a los labios.
—Aún estáis pálido, Eminencia —observó—. Un traguito de vino os sentaría tan bien como a mí.
Probad este aygue ardent.
—Su Majestad debería saber que no bebo vino. Agravaría mi dolor de cabeza. —El cardenal
indicó una jarra metálica sobre el escritorio—. Prefiero agua.
La reina estuvo a punto de rebatirle, pero decidió no hacerlo. Bebió un sorbo de vino y lo
saboreó despacio. Un tenue rubor afloró a sus mejillas.
Casi sin darse cuenta, Humbert de Beaujeu superó un pasadizo angosto y se encontró en la superficie.
¡Tras numerosos y vanos intentos, había conseguido encontrar por fin una salida de aquellos
subterráneos!
No habría sabido decir qué hora del día era, pues sobre la boca del pasadizo se cernía una niebla
plúmbea, pero intuyó que se encontraba aún dentro del recinto amurallado. Y aunque estaba listo
para afrontar cualquier situación, permaneció inmóvil contemplando una escena que se le antojaba
increíble. Nunca habría esperado encontrar la explanada del castillo invadida por un tropel de
soldados combatiendo. Sus siluetas se agitaban en medio de la grisalla y se parecían más a sombras
que a cuerpos tangibles, de no ser por el clangor de las armas y los gritos de batalla.
Avanzó unos metros. Bien pensado, la situación no variaba para él: pasara lo que estuviera
pasando allí, debía salir indemne del castillo y preparar un plan para liberar a la reina. Miró a su
alrededor. Si un ejército había logrado hacer irrupción, debía de haber alguna abertura en las
murallas. Tenía que encontrarla; una vez fuera, ya vería la manera de sacar partido a la situación.
Estaba a punto de ponerse en movimiento cuando un caballo de batalla se le plantó delante y
emitió un relincho agudísimo; acto seguido, el animal se encabritó, con los cascos embarrados sobre
su cabeza.
Cuando el corcel volvió a plantar las patas delanteras, Beaujeu pudo ver al jinete que lo
montaba. Los colores del uniforme eran inconfundibles: pertenecían al obispo de Tolosa. Y como él
mismo llevaba sobre el pecho las insignias del rey de Francia, creyó sentirse seguro: tenía ante sí a
un probable aliado.
Pero, contrariamente a lo previsto, el jinete levantó su espada manchada de sangre y se abalanzó
sobre él.
—¡Otro más! —gritó—. ¡Malditos arcontes, antes de morir mandaré al infierno a todos los que
pueda!
Humbert buscó instintivamente el pomo de su espada pero, al acordarse de que estaba
desarmado, se tiró al suelo para esquivar la estocada. Rodó por el barro y logró levantarse deprisa
mientras el jinete giraba el corcel para lanzar un nuevo ataque. Pero no le pareció que representara
una verdadera amenaza. Tenía aspecto de estar exhausto; sus movimientos eran lentos y
desacompasados. Era probable que llevara varias horas combatiendo, e incluso que estuviera herido.
El lieutenant lo esquivó con un movimiento hábil y se le acercó sin ser golpeado, después lo agarró
por una pierna y lo tiró al suelo. El impacto dejó aturdido a su agresor.
Sin preocuparse por éste, Humbert agarró al caballo por las riendas, saltó a la silla y se lanzó al
galope, atravesando el campo de batalla con la cabeza gacha. Debía alcanzar una brecha en las
murallas y salir del castillo. Entretanto, no dejaba de preguntarse qué era lo que estaba ocurriendo
allí realmente ni por qué lo había atacado aquel jinete.
Lanzado hacia la salida, donde el combate era encarnizado, faltó poco para verse envuelto en la
refriega entre infantes y jinetes, un implacable entrechocarse de escudos, espadas y lanzas. El
caballo, agotado, echaba espumarajos por la boca y mordía el freno asustado, pero él lo espoleó con
todas sus fuerzas. Tenía que seguir corriendo a la mayor velocidad posible.
El último tramo antes de la abertura resultó el más difícil. Como era imposible atravesar aquel
entrelazamiento de cuerpos sin grave riesgo de morir, Humbert blandió una maza que iba sujeta a la
silla y se batió con audacia, abriéndose paso a base de porrazos y derribando a cuantos hombres se
le ponían por delante, sin reparar en el bando al que pertenecían. Con los dientes apretados,
levantaba y bajaba la maza sin cesar, el brazo derecho dolorido por el esfuerzo. Cuando por fin se
encontró en el puente que franqueaba el foso, hizo encabritarse al corcel para librarse del último
grupo de infantes que le impedían el paso y escapó a todo galope, ¡finalmente libre!
En la linde del bosque, un grupo de hombres a caballo salió de la niebla a su encuentro.
—Yo os conozco —dijo uno de ellos, un viejo de modales aristocráticos.
—Y yo a vos también —repuso Humbert observándolo con atención. Sobre la coraza vestía una
casulla y un palio, y blandía un báculo. No había lugar a error—. Sois Folco, el obispo expulsado de
Tolosa.
—Y vos sois el primo del difunto rey Luis —agregó el prelado—. Pero ¿dónde os habéis
metido? Vuestra cara y vuestra ropa están manchadas de hollín. Parecéis recién salido de una fragua.
—En cierto sentido, Su Ilustrísima lleva razón. —El lieutenant señaló hacia atrás—. ¿Son
vuestros los soldados que están asediando el castillo?
—En buena parte sí, coadyuvados por un grupo de mercenarios.
—Deberíais ordenar la retirada. Dentro de poco no quedarán muchos en pie.
—¡No lo puedo creer! —Folco parecía desagradablemente asombrado—. Me habían asegurado
que las defensas del conde de Nigredo estaban desguarnecidas.
—Todo lo contrario, Excelencia. —Era obvio que el prelado no se había dado cuenta de su error
de apreciación. Probablemente fuera víctima de un engaño. ¿Quién podía haberlo engañado tan
hábilmente?
El obispo calló unos instantes, y después cambió de expresión: en su rostro acartonado se
percibía un débil resplandor de esperanza.
—Y bien, señor De Beaujeu, ¿qué proponéis para poner remedio a la situación? —Desenvainó la
épée d’arme que iba sujeta al arzón posterior: un símbolo, no una espada destinada al uso, y se la
ofreció con ademán respetuoso—. Luis el León demostró tener confianza en vos, pues os confió sus
milicias en el momento de la muerte. Pues bien, en esta circunstancia yo haré lo mismo.
Humbert esbozó una sonrisa triunfal. Aquéllas eran precisamente las palabras que había deseado
escuchar. Pero no le bastaba.
—Habría una posibilidad. Sin embargo, antes de entrar en detalles, Vuecencia debería
explicarme lo que está ocurriendo exactamente. Ahí dentro he visto cosas que no consigo comprender
del todo.
—¿Aludís al oro de Airagne? —preguntó Folco tras unos instantes de vacilación. Un relámpago
de avidez reavivó su retícula de arrugas.
—No, Excelencia. Me refiero a los soldados que están defendiendo el castillo.
33
La sombra del subterráneo temblaba con el crepitar de las antorchas. Después de hojear el Turba
philosophorum durante un buen rato, tal vez más de lo necesario, Ignacio detuvo la mirada en una
página en concreto y se encontró delante de la verdad. Todas las preguntas que se había formulado en
el transcurso de su vida sobre la naturaleza de las cosas y la transmutación de la materia parecían
encontrar respuesta en aquellas líneas de tinta. Se le estaban develando unos secretos que sólo a unos
pocos elegidos les era dado conocer. Pero aquello no le proporcionó finalmente un alivio especial,
antes bien le produjo una sensación de vacío, como si en su ánimo se hubiera abierto un gran abismo.
Tuvo que hacer un gran esfuerzo de concentración para dominarse; después miró fijamente a su hijo,
a Uberto, quien tras interminables peripecias había vuelto a estar a su lado. Aquel pensamiento le
infundió nuevas energías.
Y empezó a leer en voz alta, poniendo fin así a la espera de sus compañeros.
—Huius operis clavis est nummorum ars.
—Explícalo con palabras sencillas —le pidió Willalme.
El mercader alzó un ojo del legajo y asintió.
—El contenido del libro se subdivide en varios sermones de difícil comprensión. Naturalmente,
no tenemos tiempo para leerlos todos, pero me he detenido especialmente en uno que aparece
acompañado de anotaciones marginales. Alguien debió de estudiarlo a fondo. Así que yo propondría
partir de ahí. Se trata del décimo sermón y se refiere precisamente a la fabricación de oro. No puede
tratarse de una coincidencia. Si Galib tenía razón, y si este libro perteneció realmente al conde de
Nigredo, es probable que estemos ya en trance de descubrir el misterio de Airagne. —Ante el
consenso general, prosiguió—. El texto recomienda fundir el plomo y enfriarlo con un vapor llamado
ethelie. De este modo, el plomo se transmuta en un «imán» destinado a atraer la coloración del oro
en el momento de la tintura. El procedimiento se describe de este modo: «Tomad la plata viva y
coaguladla en el cuerpo del imán para que no se queme; obtendréis una naturaleza blanca, después
añadís el bronce y se volverá blanco, y si lo hacéis volverse rojo se volverá rojo, y después, si lo
cocéis, se volverá oro».
—Esas palabras no nos servirán de nada —objetó Willalme, que estaba mirando ahora a los dos
cadáveres de los soudadiers tendidos en el suelo.
—Te equivocas —rebatió Moira—, comprendiéndolas comprenderemos también cómo funciona
Airagne.
—Y una vez descubierto su funcionamiento —agregó Uberto—, podremos cerrar Airagne.
—Así es —confirmó Ignacio—. Y si lo conseguimos, habremos matado dos pájaros de un tiro:
crear una distracción que permita la fuga de los prisioneros y tornar inservible toda la estructura. El
conde de Nigredo, sea quien sea, se encontrará entonces en una tesitura muy difícil.
Uberto asintió.
—A juzgar por lo que estás diciendo, se diría que ya sabes cómo actuar.
—Todavía no. —El mercader volvió a consultar el Turba philosophorum con la esperanza de
encontrar una solución práctica y rápida. Teorizar sobre un plan era muy distinto de concretarlo.
Volvió la página y justo al final del décimo sermón descubrió un pequeño esquema geométrico
dibujado al margen del texto. Al principio no le dio importancia, al confundirlo con una miniatura
realizada por el amanuense; pero después, mirándolo con mayor detenimiento, se dio cuenta de que
era algo muy distinto.
En aquel punto, Ignacio tuvo una intuición fulgurante. Al fin estaba seguro de tener en sus manos
el libro apropiado. Llamó de nuevo la atención de sus compañeros y les enseñó el dibujo.
—¡Mirad! Éste fue sin ninguna duda el esquema adoptado por los filósofos del conde de Nigredo
para crear Airagne. —Su voz temblaba de entusiasmo—. Si observáis bien, notaréis que reproduce
exactamente la traza general del castillo, pero no sólo eso: a ésta superpone las ocho fases de la
Obra, cuatro fundamentales: ignis, aqua, aer, terra, y cuatro secundarias: calidus, frigidus, siccus,
humidus. Cada cual está colocada enfrente de su opuesta a fin de crear equilibrio. Al fuego se le
contrapone el agua, a la tierra el aire, y así sucesivamente. Este principio está en la base de la
transmutación de los metales.
—Ocho fases, como las torres de Airagne —comentó Uberto.
—No las torres, sino los subterráneos. Se trata de los ocho husos de Ariadna. En el dibujo, la
señora del laberinto aparece representada en el centro del espejo por Venus entre cuatro sectores
intermedios: nigredo, albedo, citrinitas y rubedo. Es en los subterráneos donde se desarrollan los
procedimientos alquímicos. Las torres sólo sirven para facilitar la salida de los humos y la defensa
del castillo.
Willalme observaba con actitud escéptica.
—¿Y cómo podremos sabotear una estructura tan grande y tan compleja?
Seguro ya de estar en lo cierto, Ignacio respondió raudo:
—Según el décimo sermón del Turba philosophorum, la transformación y el enfriamiento de los
metales dependen en buena parte del ethelie. Este vapor se emplea en muchas fases de la Obra. Por
eso, si encontramos los puntos por los que sale, y los bloqueamos, podremos detener todo el
conjunto.
—No queda ya sino probarlo —urgió el francés, impaciente por entrar en acción.
—Un momento. —Uberto fue señalando una a una las ocho entradas repartidas alrededor del
lugar—. Antes debemos comprender cuál de ellas conduce a un punto de emisión de ethelie. Si
elegimos uno al azar, corremos el riesgo de perdernos en el subsuelo de Airagne.
—Si el dibujo es fiel a la estructura de Airagne, tenemos que buscar el acceso al subterráneo
designado por la palabra «calidus», donde el fuego se encuentra con las sustancias volátiles.
Al oír aquella palabra, Moira se sobresaltó.
—Yo sé dónde está —expresó de repente—. Yo conozco ese subterráneo.
Ignacio la miró perplejo.
—¿Cómo es posible?
—Yo ya he estado aquí. —La muchacha retiró una antorcha de la pared y se encaminó con
resolución hacia uno de los ocho accesos—. Es por aquí.
No hubo objeciones, y los tres hombres la siguieron. Como iban detrás, ninguno pudo verle la
cara. Ninguno vio las lágrimas que se deslizaban por sus mejillas.
Lágrimas de terror.
Pasado el acceso, encontraron una escalera que bajaba en giros cada vez más estrechos. La forma de
aquel lugar le recordó a Ignacio un pasaje de Hermes Trismegisto en el que se comparaba las
tinieblas con las espirales de una serpiente. Las espirales de la madre Tierra y de Nigredo. Las
espirales de Melusina, la diosa Draco… Alejó de la mente todas aquellas sugerencias para que sus
pensamientos no degeneraran en delirio. En el fondo —dijo para sus adentros—, se hallaba en un
simple subterráneo que en ciertos aspectos parecía singular y en otros se asemejaba a la catacumba
en la que había perdido a su hermano Leandro. Tal vez Airagne había sido también en el pasado una
necrópolis o algo parecido.
Siguieron tramos de escalera esculpidos en granito mientras la luz de las antorchas vivificaba los
reflejos azulados de vetas de galena. Cuanto más bajaban más caliente e irrespirable se volvía el
aire.
Moira los guiaba impasible: la angustia ya había desaparecido de su rostro. Ahora parecía
tranquila, casi impaciente por llegar al destino. Había conseguido arrinconar sus horribles recuerdos
en un receso de la memoria. Para estar tranquila se había puesto a pensar en sus padres, en su
infancia y en su felicidad antes del naufragio. De repente, Uberto le rozó una muñeca y la cogió por
la mano. Una parte de ella estuvo a punto de maldecirlo por retrotraerla al mundo real con aquel
gesto sencillo, pero otra parte se sintió vivificada por aquel contacto. En el fondo, si había vuelto a
aquel lugar había sido sólo por él.
—¡Cuidado! —la puso en guardia Ignacio.
Todos se quedaron parados. A pocos pasos, y a la luz de las antorchas, levitaba en el aire un
polvillo plateado, iridiscente, que salía por un boquete en la pared.
—Parece hollín —aventuró Uberto—, no tiene pinta de ser peligroso.
—No es hollín, tiene otra consistencia —corrigió el mercader examinando aquella sustancia con
la yema de un dedo. A continuación, se caló la capucha en la cabeza e invitó a los demás a hacer lo
mismo—. ¡Seguid avanzando sin respirar! Puede ser venenosa.
La bajada prosiguió sin nuevos percances. Cuando aún faltaban dos tramos de escalera, divisaron
una curiosa estructura situada en el fondo. Era un cilindro de metal de la altura de cinco hombres
superpuestos, coronado por una cúpula de piedra refractaria. La base descansaba sobre un horno, y
por unos respiraderos practicados por todo su alrededor salían sin cesar bocanadas de humo y de
vapor.
Por el suelo, junto a la boca del horno, discurría un reguero de metal fundido. Probablemente
plomo. Proveniente de una tronera practicada en el muro, se deslizaba reluciente por un cauce de
piedra e iba a parar a un vaciadero excavado en la pared.
Fascinado, Ignacio se preguntó para qué serviría todo aquello, pero tuvo que esperar para
conocer la respuesta. Cuando iban a bajar el último tramo, Moira les hizo señas de detenerse,
señalando a continuación hacia abajo: un enjambre de hombres trabajaba junto al gigantesco cilindro.
Unos controlaban la estructura por varios puntos y escalaban hasta la cima sirviéndose de escaleras
de mano dispuestas ad hoc, y otros alimentaban el horno.
Willalme observó con atención a aquellos operarios. Estaban demacrados, se movían encorvados
e iban mal vestidos, con harapos. Unos gesticulaban como alelados, y otros caminaban con las manos
extendidas hacia delante o apoyados en un compañero. Parecían haber llegado a tal estado de
sumisión que ni siquiera se daban cuenta de que ya habían dejado de estar vigilados. Podían huir si
querían, pero la habituación y el miedo los mantenían encadenados a las fatigas de Airagne.
Las miradas de los cuatro se centraron después en la gran estructura cilíndrica.
—Es un atanor —explicó Ignacio—, un horno alquímico.
Uberto lo miró sorprendido.
—¿Estás seguro?
—Sí, es un atanor —se reafirmó el mercader—. Es mucho más capaz que los corrientes, es
cierto, pero creo que no me equivoco. El principio de su funcionamiento es sencillo. Contiene en su
interior un recipiente en el que se deposita un compuesto que se expone al calor y a las sustancias
volátiles.
—Sustancias volátiles… ¿Te refieres al vapor de ethelie? ¿El que andamos buscando?
—Creo que sí.
En aquel preciso momento, un grupo de operarios se encaramaron a lo alto de la estructura y
levantaron la tapa hemisférica, dejando salir una corriente de vapor sulfuroso. La emisión fue tan
violenta que los hombres tuvieron que apartarse y esperar a que disminuyera su intensidad. Cuando la
corriente hubo encontrado su vía de escape, se acercaron con cautela, extrajeron de su interior un
recipiente lleno de virutas metálicas y colocaron en su lugar otro que contenía metal fundido. Hecho
lo cual, volvieron a cerrar el casquete y bajaron del cilindro.
—¿Has notado el vapor que salía del atanor? —preguntó el mercader en dirección a su hijo—.
Deber de ser ethelie. Estamos en el lugar adecuado.
Uberto asintió y después observó el recipiente que acababan de sacar.
—¿Y eso qué es?
—Creo que es el «imán» extraído del plomo. Muy pronto, esas virutas se someterán a la tintura y
tomarán el color del oro.
—Bien, creo que ya sabemos lo suficiente. —Uberto parecía decidido a actuar—. Debemos
liberar a esta gente y después inutilizar el atanor.
—Al no haber guardias no resultará difícil. —Ignacio apuntó hacia el vértice del cilindro—.
¿Has reparado en una cosa? Cuando los operarios han levantado el casquete, el vapor ha salido
primero con violencia y después ha cesado casi por completo. En ese momento el atanor ya no
contenía ethelie. Como estaba vacío, era inservible.
—Comprendo lo que quieres decir. Manteniendo levantado el casquete, el ethelie seguiría
evaporándose hacia arriba y el proceso de transformación se resentirá.
—Exacto. Y para completar el trabajo, se debe dejar de alimentar el horno.
—Bastará con evacuar a los operarios para conseguir esto. —Uberto reflexionó unos instantes,
cruzó los brazos y miró a su padre de reojo—. Pero haciendo eso no causaríamos un daño
irreparable a la estructura. En un segundo momento, cualquiera podría hacerse de nuevo con el
control de Airagne y poner todo nuevamente en funcionamiento.
—Eso no ocurrirá si detenemos al conde de Nigredo —trató de tranquilizarlo el mercader.
Uberto no parecía muy convencido. Conocía de sobra a su padre, e intuía que nunca dañaría un
instrumento susceptible de aumentar sus conocimientos. Al menos no antes de haberlo estudiado
minuciosamente. Trató de imaginar el drama interno que Ignacio estaría viviendo en aquel momento,
dividido entre la necesidad de destruir Airagne y su afán personal por descubrir todos los secretos
que encerraba. Aunque mostraba su habitual impasibilidad, de cada pliegue de su expresión se
traslucía una incontenible ansia de saber.
Le puso una mano en el hombro.
—Déjame actuar a mí, padre.
El mercader parecía contrariado.
—¿Qué pretendes hacer?
—Siguiendo tus consejos, bloquearé el atanor y liberaré a los prisioneros. —Con un gesto
elocuente, el joven señaló hacia arriba—. Tú, entre tanto, llevarás a cabo otra tarea.
—El conde de Nigredo… —murmuró Ignacio, como si se le hubiera olvidado.
—Sí, el conde de Nigredo. Y no te olvides de Blanca de Castilla. La situación es propicia para
su liberación.
—¿Estás seguro de que podrás apañártelas tú solo aquí abajo?
—No tendré problemas.
El mercader se dirigió a Moira para preguntarle una cosa.
—Una vez en lo alto de las espirales, ¿sabrías decirme qué dirección hay que tomar para
alcanzar la torre del homenaje?
—Si no recuerdo mal, hay un pequeño acceso frente a la estatua de la mujer —contestó Moira—.
Conduce a una subida. Es el camino más rápido que conozco para alcanzar la base del torreón.
—Gracias. —Poniéndose serio, el mercader miró a su hijo.
—Y gracias a ti también por haberme salvado de mí mismo. —Después, dirigiéndose a
Willalme, le hizo señas para que reiniciara la subida con él.
—Espera. —Lo detuvo Uberto—. Antes de que te vayas debo hacerte entrega de algo.
—¿De qué se trata? —preguntó Ignacio volviendo sobre sus pasos.
—Una carta. —El joven sacó un pergamino de su talego y se lo entregó—. Me lo dio la abadesa
de Santa Lucina para ti.
El mercader tomó el pergamino. Contenía un breve texto escrito con una grafía muy cuidada,
titulado Quinta carta.
—No entiendo…
—Ni entenderás hasta que encuentres las cuatro cartas anteriores —explicó su hijo, enigmático
—. Eso es al menos lo que me dijo la abadesa.
—¿Es ella la autora de este mensaje?
Uberto asintió.
—La llamó el testamento de otra vida, cuando estaba tan poseída por la sed de conocimientos
que decidió contribuir a la creación de Airagne. Dijo que te serviría para comprender muchas
cosas… sobre ti mismo.
El mercader sonrió. La abadesa de Santa Lucina no dejaba de sorprenderlo. Con un profundo
suspiro, metió el pergamino en su talego y se encaminó de nuevo junto con Willalme hacia la tortuosa
subida.
—Nos veremos fuera —expresó—. Y estad bien alertas.
Mientras Uberto lo veía alejarse por las espirales de granito, Moira recordó de repente que se
encontraba en Airagne y durante unos segundos la invadió un horror que ya conocía muy bien.
—¿Qué hacemos ahora? —preguntó tratando de alejar aquella sensación de miedo.
—Desmantelar todas las cosas que podamos.
—Pero tu padre ha dicho…
—Si por él fuera, este lugar seguiría existiendo durante toda la eternidad. —El joven levantó las
manos hacia arriba, algo molesto por tener que hablar acerca de las debilidades de Ignacio. Una cosa
era conocerlas y tratar de ponerles remedio, y otra muy distinta reconocer su existencia delante de
una tercera persona. Pero con Moira era distinto—. No pienses mal de él. La sed de conocimientos
que lo posee le impide razonar objetivamente en una circunstancia como ésta. Los secretos de
Airagne y de la alquimia lo embrujan igual que un canto de sirenas.
La muchacha pareció comprender.
—Por eso has querido alejarlo de aquí.
—Sí, por eso.
—Y ahora, ¿qué piensas hacer?
Uberto no pudo reprimir una sonrisilla maliciosa.
—Exactamente lo contrario de lo que él me ha dicho.
34
Los dos jóvenes iban hablando sobre la manera de dejar el atanor inutilizado cuando iniciaron el
último tramo de la bajada; pero al llegar al final de la escalera se toparon con un hombre. Uberto,
que precedía a Moira, se paró en seco impresionado por el aspecto de aquel individuo. Estaba
completamente calvo y tan flaco que se le notaban los huesos; se les acercó encorvado y con sus
manos pringosas extendidas hacia delante.
Uberto se apartó, asqueado por el hedor que desprendía.
—¡Vete de aquí! —le urgió, presa de una mezcla de lástima y repulsión—. Tenéis que iros todos.
El hombrecillo se le quedó mirando, articuló un sollozo y se postró ante él:
—Benedicite, bone homme —entonó con una devoción morbosa—. Benedicite, benedicite.
Entre tanto, un segundo individuo había salido de la sombra. Era alto y musculoso y tenía una
expresión apática en el rostro. A Uberto le pareció que su estado era mejor que el del primero y se
dirigió a él.
—Hace poco que os han traído preso aquí, ¿no es cierto?
—Hace aproximadamente un mes —respondió y, señalando al hombrecillo raquítico arrodillado
en el suelo, agregó—: Transcurrido un año, me volveré como él, si no he muerto antes.
—Debéis huir de aquí. Huir todos, y al instante. —El joven lo miró con seriedad—. ¿Habéis
entendido mis palabras?
El hombre vaciló. Aunque hacía apenas un mes que se encontraba allí ya le costaba trabajo
organizar los pensamientos más elementales.
—Los guardias… —balbuceó mirando alrededor—. Los guardias no…
—Los guardias están ocupados en otra parte, están fuera. Nadie os impedirá la huida.
Uberto recibió como respuesta una mirada incrédula.
«Esto no parece que funcione», se dijo para sus adentros. Se estaba perdiendo demasiado tiempo.
Entonces cogió al hombre de un hombro y lo condujo hasta el centro del subterráneo. Enseguida
acudió todo un enjambre de operarios.
Al verse rodeada por aquella muchedumbre, Moira sintió pánico. Uberto la tranquilizó con una
mirada. Había previsto la reacción de los prisioneros y contaba con beneficiarse de ella al máximo.
Levantó las manos para llamar la atención y a continuación sintió sobre él el peso de decenas de
miradas. Pero era exactamente lo que buscaba.
—¡Ya no hay más guardias! —gritó—. ¡Así que tenéis que aprovechar la situación! ¡Debéis iros
de aquí! ¡Huir todos!
De la multitud se elevó una especie de melopea:
—Miscete, coquite, abluite et coagulate! Miscete, coquite, abluite et coagulate!
El joven siguió hablando a gritos:
—¡La Obra ya ha terminado! ¡Debéis iros de aquí! ¡Sois libres!
Los operarios empezaron a hablar entre sí, a gesticular excitadamente. Unos parecían haberse
hecho cargo de la situación y obraban en consecuencia. Quien conservaba un mínimo de sentido
común animaba a la fuga a sus compañeros de desventura. La masa de gente se estremeció excitada y
luego se fue dispersando poco a poco. Unos se encaminaron hacia la subida de la espiral, y otros
embocaron las distintas salidas que había en la planta baja, que probablemente comunicaban con
otros subterráneos.
Un viejo escuchimizado se abrió paso entre el gentío y agarró a Uberto de un brazo. Lo interrogó
con ojos alarmados pero relucientes:
—¿Y los demás prisioneros? ¡No podemos abandonarlos! —exclamó—. Hay otros siete
subterráneos como éste en el castillo, incluidas las minas de galena. Debemos pensar también en
ellos.
—¿Alguien sabe cómo llegar hasta ellos? —preguntó el joven.
—Sí. Algunos saben moverse muy bien por estos subterráneos.
—Bien. Entonces, dividíos e id rápidamente a todos esos lugares. Ya sabéis: no hay tiempo que
perder.
El anciano asintió, se dirigió hacia un grupo de hombres que esperaban sus indicaciones y les
explicó la situación. Muchos de ellos, probablemente los menos afectados por el saturnismo,
intercambiaron miradas cargadas de urgencia y se apresuraron en dirección a las salidas.
Finalmente libre para actuar, Uberto se dirigió a Moira.
—Ven conmigo —le dijo—, tenemos una tarea más que llevar a término.
El centro del subterráneo se había quedado sin vigilantes. Los dos jóvenes alcanzaron el atanor y
subieron hasta lo alto sirviéndose de una escalera de mano que estaba sujeta a un costado.
En el vértice del gran cilindro se encontraba el casquete de piedra. Parecía la cúpula de una
mezquita pero mucho más pequeña. Bajo su superficie se oían resoplidos de sustancias volátiles.
Ignacio había recomendado levantarlo para que así saliera vapor de ethelie. Pero Uberto pensaba
hacer exactamente lo contrario, es decir, cerrarlo al máximo: así se acumularía en su interior una
presión tal que quedaría irreparablemente dañado.
Por debajo del casquete pendían unas enormes cadenas terminadas en garfios de hierro. Estaban
fijas a las paredes del cilindro mediante unos anillos metálicos; debían de servir para colgar en ellas
las herramientas de los operarios. Uberto se agarró a una de ellas y trepó hasta lo alto de la cúpula.
La superficie de piedra estaba más caliente de lo previsto —el riesgo de quemarse las manos y de
resbalar era elevado—. Moviéndose con la mayor precaución posible, consiguió ponerse de pie.
—¡Estás loco! —le gritó Moira, encaramada a la escalera de mano—. ¿Qué pretendes hacer ahí
arriba? Baja inmediatamente.
—Ya bajaré, no te preocupes —le contestó manteniendo un equilibrio precario—. Pero antes
debes pasarme las cadenas que cuelgan de los lados del cilindro.
—¿Qué vas a conseguir con eso?
Uberto le dirigió una risita astuta.
—¿Qué ocurre si sellas la tapa de una olla en ebullición?
—Que explota —respondió ella, vacilando.
—Exactamente.
Moira dejó de hacer preguntas y se dispuso a colaborar, pero la operación no se anunciaba
sencilla. Las cadenas eran muy pesadas. Con un esfuerzo supremo, consiguió levantarlas y
acercárselas a Uberto, quien las agarró una a una y enganchó a la cúspide del casquete, para lo cual
se sirvió de los garfios de hierro.
Tras varios intentos, el joven logró bloquear la tapa del atanor y, una vez seguro de que las
cadenas estaban bien entrelazadas, decidió bajar. En ese momento, toda la estructura había empezado
a traquetear con violencia. El ethelie acumulando bajo la cúpula ya estaba empujando hacia fuera,
mientras las emisiones de los respiraderos silbaban rabiosamente.
Pero antes de bajarse, Uberto quiso tomar una última precaución: desviar el flujo de metal
fundido que discurría por un canalillo e iba a parar a un vaciadero regulado por una exclusa móvil
unida a una palanca.
Cerrando bien el vaciadero, el metal fundido se dirigiría hacia el atanor, revirtiendo en parte
hasta el interior del horno. Eso haría aumentar en sumo grado la emisión de vapor. Haciendo caso
omiso de las consecuencias, Uberto tiró de la palanca a fin de producir el mayor daño posible al
conjunto. Apenas accionado el mecanismo, una losa de piedra cayó en picado sobre la embocadura
del vaciadero, impidiendo el flujo del metal fundido y haciéndolo rebosar de su propio lecho. El
fluido incandescente invadió el pavimento en dirección al horno, donde el suelo formaba una especie
de depresión.
—¡El perro! —exclamó Moira en aquel momento, mirando alrededor—. ¿Dónde se ha metido?
—Debe de haber huido —contestó Uberto.
—Tenemos que buscarlo.
—No hay tiempo —le instó agarrándola de un brazo—. ¡Debemos irnos!
De repente, el atanor rugió como si dentro de sus paredes metálicas se hubiera despertado un
espíritu furioso. Las emisiones de los respiraderos se volvieron ensordecedoras. Las corrientes de
vapor, antes plúmbeas, se tornaron primero blancas, después amarillas y finalmente rojas.
Uno de los últimos fugitivos, al ver aquella mutación de color, gritó aterrorizado.
—Cauda pavonis!
—¿Qué puede querer decir eso de «la cola del pavo real»? —preguntó Moira jadeante.
—No lo sé —contestó Uberto—. Pero no promete ser nada bueno.
La salida del metal fundido invadió el suelo y, como una mancha de aceite, fue extendiéndose
hasta el acceso de las espirales, así que los jóvenes tuvieron que replegarse hacia el único acceso
que quedaba en la planta baja. Moira empezó a correr y Uberto, antes de seguirla, lanzó una última
mirada al atanor. El enorme cilindro vibraba animado por una energía incontenible, mientras
llamaradas incandescentes silbaban al escapar por los bordes del casquete.
La salida los abocó a una bifurcación. Decidieron seguir hacia arriba y se encontraron delante de
una subida claustrofóbica, ensordecidos por el retumbo que se oía allí abajo. Los ululatos emitidos
por el atanor hacían temblar el aire y las paredes.
Tras una ascensión agotadora, se encontraron frente a un pasadizo. Uberto lo embocó primero
extremando la cautela, y de repente una bocanada de aire fresco le acarició su frente sudada.
Finalmente volvió al aire libre.
—¿Dónde estamos? —preguntó Moira.
Él miró hacia abajo, atraído por el ruido de una batalla.
—Hemos ido a parar a las murallas del castillo —respondió asomándose entre dos almenas de
granito.
Abajo, en el patio de armas, se desarrollaba una tentativa de asalto, pero el joven no pudo
reconocer a los combatientes. La visibilidad era escasa: la niebla lo envolvía prácticamente todo.
Uberto miró hacia delante y entre la bruma identificó el perfil de la torre del homenaje. Parecía
como si en lo alto hubiera una pira rematada por un palo. No vio nada más, pero sólo el pensar que
Ignacio podía encontrarse en aquellas torres le produjo un profundo desaliento.
La sillería del recinto amurallado no parecía muy sólida; mejor dicho, parecía hallarse en pésimo
estado, como si hubiera sido construida a toda prisa o por albañiles inexpertos. A pocos metros de
allí se alzaba una torre de la que se elevaba un penacho de vapor. El subterráneo del que acababan
de salir debía de encontrarse justo debajo.
Pero no tuvo más tiempo para pensar, pues una sacudida hizo temblar toda la estructura, como un
terremoto. Uberto abrazó a Moira, consciente de que no podía hacer otra cosa para protegerla;
después oyó un rugido estruendoso procedente del fondo de la torre próxima. Entonces comprendió
que aquellas sacudidas no se debían a un terremoto… ¡Era el bramido del atanor!
Después se aplacó.
Con el corazón en un puño, Uberto miró con incredulidad a la torre: había dejado de temblar, al
menos por el momento. Miró a sus pies y descubrió una escalera de piedra que bajaba hasta el patio.
Sin pensarlo dos veces, agarró a Moira de una mano y se lanzó corriendo hacia los peldaños.
—¡Vámonos de aquí! —la instó—. Las murallas ya no son seguras.
35
Felipe de Lusiñano volvió en sí presa de un deseo casi voluptuoso de saborear un cáliz de vino. Un
malvasía especiado habría sido perfecto. Imaginó cómo le bajaba por la garganta, brioso y peleón;
pero aquel pensamiento no hizo sino incrementar su deseo.
Un trago de vino le aliviaría el dolor que sentía en la nuca y en los miembros; lo embriagaría tal
vez un poco pero tonificaría su estado de ánimo.
Cuando se percató de la situación en que se encontraba, comprendió que tendría que renunciar a
ese cáliz, tal vez para siempre. Estaba atado a un palo, en medio de una pila de leña impregnada de
brea. Debía de encontrarse en la terraza que remataba el torreón, el único punto del castillo en el
que, a pesar de la niebla, se divisaban las ocho torres del perímetro amurallado.
Junto a la leña, dos hombres esperaban taciturnos a que recuperara el sentido. El más alto era un
joven corpulento, probablemente noble, a juzgar por su vestimenta elegante. Aún empuñaba la maza
con la que le había golpeado en la cabeza. El segundo era, quién lo iba a decir, Gilie de Grandselve.
—¿Qué está pasando aquí? —preguntó Lusiñano, ya recuperado.
—Tenéis el honor de encontraros en presencia de Thibaut IV, conde de Champagne —contestó el
monje señalando al muchachote que estaba a su lado.
—Y vos, ¿quién sois? —Felipe lo estaba mirando con rabia—. La última vez que os vi, si mal no
recuerdo, dijisteis que os llamabais Gilie de Grandselve. Os hicisteis pasar por un monje.
El vejete casi se mostró divertido. Su cara parecía diluirse en torno a unos ojillos malvados,
circundados de rojo.
—Bueno, ya que lo preguntáis, sí, soy un monje realmente, aunque en los últimos años he
cambiado de nombre varias veces. Podéis llamarme «alquimista».
—Un alquimista —el prisionero pronunció aquella palabra con desprecio—. Muchos dicen serlo
pero pocos lo son realmente. —Después levantó el tono de la voz, desfogando la ira que lo
embargaba—. ¿Qué hago yo aquí? Liberadme.
—¡Sí, claro, no faltaría más! —exclamó aquél—. Con el trabajo que nos ha costado capturaros y
arrastraros hasta aquí arriba…
Rumiando mil imprecaciones, Lusiñano se dio cuenta de que desde la posición elevada en que se
encontraba podía divisar más allá de los límites del torreón. Así, vio la batalla que se estaba
desarrollando abajo. Por lo que a sus soudadiers se refería, todo había terminado, y lo que quedaba
de la caballería de Folco se estaba replegando en retirada.
El resultado estaba claro; sin embargo, entre las filas de los arcontes la situación había cambiado
también: los soldados parecían indecisos, estaban dejando de combatir y rompiendo filas. Muchos,
tras arrojar las insignias del Sol Negro, iban a escuchar a un hombre a caballo. ¿Quién podía ser
aquel individuo?
Incapaz de darse respuesta, Felipe volvió a mirar a sus interlocutores. El conde Thibaut mantenía
una expresión lacónica. El monje, en cambio, parecía impaciente por hablar. Era con él, pues, con
quien tendría que vérselas.
—¿Se puede saber cuáles son vuestras intenciones?
—Eliminaros, por supuesto —graznó el viejo—. Tras haber introducido en el castillo a todos
esos soldados hostiles, ¿acaso esperáis recibir un trato mejor?
Desde lo alto de la pira, Lusiñano le dijo con tono gruñón:
—¡Vos no sabéis con quién estáis hablando! ¡Este castillo es mío!
—Lo sabemos perfectamente, mosén Felipe. Lo sabemos «todo» de vos. —El monje le enseñó un
colgante con forma de araña—. Mientras estabais sin sentido, he encontrado esto en vuestro cuello.
—Arrojó el colgante al suelo, a poca distancia de la pira, de manera que el prisionero pudiera verlo
—. Sólo un hombre puede lucir este símbolo: el primer conde de Nigredo, el que dio origen a la
Obra de Airagne.
Felipe observó unos instantes su colgante antes de volver a hablar.
—Puesto que parece ser el momento de las revelaciones, decidme, alquimista, qué hacíais en la
abadía de Fontfroide.
—Acudí allí expresamente para espiaros. Estaba al corriente de vuestra inminente llegada,
procedente de Castilla. Habíais entablado contacto con algunos de los arcontes que creíais fieles,
como ese tosco Jean-Bevon. —El viejo se permitió una nota de reproche—. Habéis sido un poco
incauto al confiar en semejantes esbirros. A nosotros nos resultó muy fácil ganarnos su favor.
Aquel «nosotros» era demasiado elocuente. Aludía a una sombra que llevaba el nombre de conde
de Nigredo. Pero Lusiñano no estaba en condiciones de descubrir su identidad ni de preguntar quién
era.
—La soldadesca siempre está presta a la traición —concedió con amargura—. Sin embargo se
me escapa una cosa, ¿cómo conseguisteis haceros pasar por el portarius hospitum de Fontfroide?
Estabais conchabado con el abad, ¿no es cierto?
—No fue necesario. En esa abadía, como en casi todas las demás, los clérigos odian a los
cátaros; así que ven con buenos ojos las redadas de los arcontes. Aunque evitan pronunciarse,
muchos están del lado de mi señor, el conde de Nigredo.
El comentario de Felipe fue una mueca de dolor.
—Sí, conseguí que me ayudaran —prosiguió el viejo descubriendo unas encías desdentadas—.
Algo que a vos no se os da muy bien…
—¡Toda la culpa es de Ignacio de Toledo! —Lusiñano sintió de repente un ataque de ira—. Ese
maldito mozárabe se me ha escapado de las manos como una anguila. Ha conseguido reírse de mí.
—No os preocupéis por él, pronto tendrá vuestro mismo fin —repuso el monje—. Pero vayamos
al grano. Si aún seguís vivo es porque estoy esperando a que desveléis los secretos de Airagne.
—¿Qué secretos? Por lo que he podido constatar, no os han servido de mucho.
El monje sacudió la cabeza.
—Puedo hacer funcionar los artefactos que se esconden en las galerías, es cierto, pero no
comprendo los principios de su funcionamiento. Si se estropearan, no sabría qué hacer para
repararlos. —Empuñó una antorcha encendida y la acercó a la base de la pira—. Hablad, pues, si no
queréis terminar malamente.
A Felipe lo invadía un sudor frío. Los cordeles no le dejaban respirar. Se sentía humillado,
asustado. Al mismo tiempo, sentía un deseo irrefrenable de matar a aquel viejo.
—De acuerdo, lo haré. A condición de que me dejéis libre. —Plantearle aquellas condiciones
era un acto pueril, lo sabía, pero por el momento era su única esperanza de sobrevivir.
—Entonces, demostradme que me sois útil.
El prisionero no supo qué responder. No era experto en ese empirismo de que habían hecho
alarde los sabios de Chartres. Ah, si pudiera pedirle consejo a la abadesa… Las palabras le salieron
rodando de la boca.
—Para empezar, el oro de Airagne no es auténtico. No es fruto de una transmutación real, sino de
una miserable tintura.
Al oír aquello, Thibaut metió una mano en la escarcela que le colgaba de la cintura y extrajo un
escudo de Airagne. Lo examinó en silencio, girándolo entre los dedos.
—¡Paparrucha! —El viejo agitó la antorcha—. Sí que es auténtico. Tiene el mismo peso, el
mismo color y el mismo brillo que el oro. Los arcontes lo cambian sin problemas en las casas de
empeño. Y los cambistas lo revenden en las cecas, pues sirve para acuñar monedas. A lo que parece,
preferís mentir antes que desvelar los secretos de Airagne. ¿Acaso no os preocupa vuestra
salvación? Os concedo una última oportunidad.
Lusiñano no lograba apartar los ojos de la llama. Bastaba con una chispa para que la pira se
transformara en un infierno ardiente.
—Yo no fui quien fundó la Obra —dijo al fin—. Me serví de un círculo de sabios. ¿Queréis
saber de verdad cómo se produce el oro? ¡Buscad entonces el Turba philosophorum!
—¿El Turba philosophorum? —El monje lo miró con desconfianza—. ¿Eso qué es?
—Un libro.
—No he oído nunca hablar de él. ¿Dónde se encuentra?
Felipe rechinó los dientes.
—Preguntádselo al mozárabe. Él lo sabe.
—Lo haré, no lo dudéis. —El monje alejó la antorcha, aunque no demasiado—. Pero vos sabéis
algo… Os he estado espiando en el subsuelo mientras hablabais con Ignacio de Toledo junto a la
estatua de Melusina. Hablabais de una cosa… He oído un nombre… Lucifer. Sí, hablabais de
Lucifer. ¿Qué es?
—Lucifer es el espíritu aprisionado en la materia. —Felipe había adoptado una expresión loca.
En él se había acumulado demasiado odio, demasiado terror. Seguro ya de que no se iba a salvar,
empezó a delirar—. Lucifer se libera de la corrupción de nigredo, revelándose al alquimista en la
fase de albedo.
—No entiendo. ¿Estáis hablando de alquimia, de platonismo o de la herejía cátara?
—¿Por qué? —babeó el prisionero—. ¿No se trata acaso de la misma cosa? ¿No sabéis que los
filósofos son todos unos herejes?
En aquel punto intervino Thibaut.
—¿Debemos esperar aún mucho tiempo? Yo ya me he hartado de la verborrea de este loco.
El monje le dirigió una mirada suplicante.
—Un poco de paciencia, Vuestra Señoría… Éste fue el primer conde de Nigredo… El fundador
de Airagne… Podemos aprender muchas cosas de él.
—¿Para qué otras cosas nos puede servir? —estalló Thibaut agitando en el aire la moneda que
tenía entre los dedos—. Este oro es auténtico, se ve con sólo mirarlo. Lo demás no me interesa.
Hazlo callar de una vez por todas, ¡no se hable más!
Lusiñano gritó presa de terror. ¡Quemado en la hoguera como un hereje! No podía ser cierto.
Debía de ser una pesadilla. Una pesadilla monstruosa.
Arrojaron la antorcha a la pira. En un crescendo de horror, Felipe sintió las llamas silbar hacia
lo alto y lamerle los pies. Gritaba y se movía de un lado para otro mientras el fuego penetraba en su
carne, desgarrándola. Aún consciente, miró a lo lejos, hacia las murallas del castillo, y vio una
escena absurda: una de las ocho torres del perímetro estaba temblando, como sacudida por un
terremoto; pero cuando parecía que iba a derrumbarse se quedó quieta.
El condenado abrió los ojos desorbitadamente, convencido de ser víctima de una alucinación: el
tormento al que estaba siendo sometido era inenarrable.
Unos instantes después, la torre volvió a temblar, esta vez con mayor violencia. ¡No era una
alucinación! Se oyó un estruendo descomunal y acto seguido la torre regurgitó por arriba una
bocanada de humo púrpura, un espectáculo realmente espantoso.
Aunque martirizado por las llamas, Lusiñano comprendió que el atanor alojado en el subsuelo
acababa de ser destruido.
El ethelie liberado silbó en el cielo rasgando el velo de la niebla y la torre se abatió sobre sí
misma, desmenuzándose en una lluvia de cascotes. Las construcciones más cercanas fueron tragadas
por la misma deflagración. Almenas, adarves y murallas se vinieron abajo, poniendo en peligro la
estabilidad de las torres.
De Airagne iba a quedar muy poco…
Acompañado por aquella certeza, Felipe de Lusiñano notó cómo su pecho, cara y pelo eran
también pasto de las llamas.
Dando muestras de gran valor y lealtad, Humbert de Beaujeu volvió al castillo. Los talones bien
encajados en los estribos y la espada en ristre, atravesó el lugar de la refriega y se detuvo a los pies
de la torre del homenaje, junto a la mota sobre la que descansaba el torreón. Desde esa posición
podía ver y ser visto. Por todo su alrededor, proseguía una lucha sin cuartel.
Poniendo en práctica su plan, llamó la atención de algunos armígeros que militaban en las filas de
los arcontes y les pidió que lo escucharan. Los hombres se le acercaron con cautela.
—¡Combatid por la reina de Francia! —gritó el lugarteniente a todo pulmón—. ¡Combatid por
Blanca de Castilla, la reina madre!
Los soldados lo miraron boquiabiertos, y algunos se apartaron de las filas de los arcontes para
escucharlo.
—¡Es el lieutenant! —gritaron señalándolo—. ¡El primo de Luis el León! ¿Qué hace aquí?
—¡Seguidme! —perseveró Humbert levantando la espada al cielo—. ¡En nombre de la reina! ¡En
nombre de Francia!
Al poco rato, un tercio de la armada de los arcontes había abandonado el combate y se había
puesto de su lado. La presencia del señor De Beaujeu no pasaba inobservada y parecía atraer a los
soldados de manera irresistible. Eran muchos los que, tras arrojar las insignias del Sol Negro,
estaban prestando atención a sus palabras como desinteresados por completo de la defensa del
castillo.
—¡Servid a la Corona! —seguía arengándolos el lieutenant, cada vez más atrevido y enardecido
—. ¡Servid a la reina!
La situación era dramática, pero Humbert estaba completamente seguro de que lo iban a
obedecer. Sabía cómo ganarse el respeto de aquella gente. No tenía que vérselas con una banda de
milicianos vulgares: eran en su mayor parte soldados pertenecientes al ejército regio. Había algo que
Humbert no sabía explicar, pero que no por ello era menos cierto. Se había dado cuenta justo al salir
de los subterráneos, cuando un caballero de Folco lo había confundido con uno de los arcontes.
Humbert había mirado alrededor y visto que buena parte de las milicias de Airagne portaba, al igual
que él, el uniforme del ejército regio.
A aquellos hombres los habían apartado de su obediencia a la Corona e inducido a servir al
conde de Nigredo. Pero ¿quién los podía haber conducido hasta Airagne? ¿Qué estratagema
diabólica habían empleado para camelarlos? Y, sobre todo, ¿por qué? Folco no se lo había aclarado.
Humbert no había sido nunca un hombre dotado de un acumen especial. Era valiente, leal,
siempre dispuesto a batirse por la causa justa; sin embargo, aunque poseía un gran carisma, más que
razonar le gustaba ejecutar e impartir órdenes. Así, con alivio creciente constató que su carisma le
estaba sirviendo para ganarse el favor de los soldados. ¡Le eran fieles! Pero entonces, ¿por qué
habían traicionado la causa del rey? No alcanzaba a comprenderlo, era algo que escapaba a sus
entendederas. Bueno, se dijo, ya buscaré la explicación después. Ahora hay que actuar.
Entre tanto, la suerte de la batalla estaba cambiando. Los arcontes que aún seguían combatiendo
parecían perplejos. No comprendían lo que estaba pasando. La caballería de Folco, diezmada y
exhausta, aprovechó aquel desconcierto para batirse en retirada.
Humbert miró a su alrededor y trató de reflexionar para tratar de sacar el máximo partido de la
situación. Pero no tuvo tiempo: de las bocas de las ocho torres salió una riada de personas
harapientas, barbudas, desgreñadas. Hombres, mujeres y viejos gritando, con aspecto trastornado.
Los prisioneros de Airagne huían del subsuelo.
Los fugitivos invadieron el patio de armas; corrían como enajenados, sin prestar atención a la
batalla en curso.
Humbert, atónito, no lograba comprender lo que estaba sucediendo; para colmo, una segunda
sorpresa lo dejó petrificado: la torre más oriental de la muralla empezó a temblar de manera
espantosa sin causa aparente. La enorme estructura sufrió una sacudida fenomenal desde la base hasta
la cumbre, amenazando con desgajarse del recinto. Las vibraciones atravesaron el suelo, haciéndolo
temblar cual piel de tambor.
En aquel punto, todos interrumpieron su actividad: dejaron de combatir o de huir, de golpear o de
gritar. Unos caían de rodillas, otros gritaban de estupor; miraban en derredor asombrados, las armas
empuñadas, los ojos desorbitados.
El terremoto cesó durante un minuto aproximadamente; pero los presentes seguían inertes.
Después, en las profundidades se oyó una detonación indescriptible y se repitieron las sacudidas
con mayor intensidad todavía. De lo alto de la torre empezó a salir un chorro de humo color sangre.
Aquel fenómeno, más aún que el terremoto, desencadenó el pánico general.
Sin que nada pudiera detenerlos, los soldados rompieron la formación y salieron disparados.
Mezclados con los prisioneros fugitivos, corrían bajo una lluvia de cascotes. Era imposible pararlos.
Algunos eran aplastados por las piedras; varios jinetes se cayeron de la montura, tal vez heridos o
simplemente incapaces de tenerse erguidos. La desbandada general sumergía a los caídos, que yacían
pisoteados.
La manada enloquecida se dirigió hacia la puerta del castillo. Como ésta no permitía el paso
simultáneo de todos, los cuerpos se aplastaban entre sí, superpuestos en posturas desesperadas.
Varios murieron, a un sólo paso de la salvación.
La estampida prosiguió por el puente rumbo al bosque; muchos cayeron por los bordes,
precipitándose en las aguas del foso. Entre tanto, la muralla oriental se arrugó en medio de un
estruendo espectacular.
Humbert, al pie del torreón, miró a su alrededor con la respiración contenida. Airagne se caía a
pedazos. El plan de conquista auspiciado por Folco ya era irrealizable. Pero ¿qué importaba en el
fondo?
Viéndose nuevamente solo, el impávido lieutenant comprendió que le quedaba aún una cosa por
hacer: salvar a la reina.
Ignacio, manifiestamente inquieto, se apartó de una ventana geminada del torreón. Acababa de asistir
al derrumbe de la torre oriental y de las estructuras colindantes. Junto a él, un trepidante Willalme
trataba de descifrar los pliegues mudables de su rostro.
El francés lo observaba en silencio, sin dejar de preguntarse quién era realmente el mercader de
Toledo. Allí lo tenía a poca distancia; sin embargo, le parecía un ser vago e inconsistente. En
anteriores ocasiones ya había experimentado unas sensaciones parecidas, pero aquella vez eran más
intensas. Percibía en él, por una parte, una fuerte obsesión por saber, un continuo resquemor del
ánimo; por la otra, un tormento profundo y humano, un instinto que lo empujaba a reprimir una
emotividad temida, descarriada, olvidada.
—Debemos seguir adelante —lo exhortó el mercader.
—Ha resultado bastante fácil entrar en el torreón. —Willalme miró alrededor con
circunspección. El lugar parecía desierto—. ¿Crees que resultará igualmente fácil subir hasta la
planta superior?
Sin contestar, el mercader inició la subida de una escalera de caracol. La cúspide del torreón
parecía una garganta negra, sin fondo.
Mientras ascendía los peldaños de dos en dos, Ignacio volvió a pensar en los soldados a los que
había observado desde la ventana geminada, mientras combatían en el patio de armas. Al fijarse más
detenidamente, había encontrado las respuestas que buscaba.
—¿Has reparado en los uniformes de los arcontes? —preguntó a Willalme para confirmar sus
sospechas.
—Sí, muchos se asemejaban a los de los soldados del rey de Francia, como los que llevaban
algunos de los milicianos que vimos hace unos días, antes de llegar al beguinato de Santa Lucina.
—Exacto. Pero más que asemejarse, yo diría que esos uniformes son auténticos.
—¿Quieres decir que esos soldados pertenecen al ejército regio?
—Así es.
—Pero ¿qué hacen entonces aquí?
Tras vacilar unos instantes, Ignacio contestó:
—Es una de las cosas que estamos a punto de descubrir.
Los peldaños terminaron en una sala oscura, más bien espaciosa. La única luz que se percibía
procedía de una vela colocada sobre un escritorio, junto a un cofrecito de madera taraceada. En la
estancia flotaba una especie de quietud hostil.
Ignacio se acercó a la mesa, guiado por la llamita. Aquella vela no llevaba mucho tiempo
encendida: era poca la cera que se había derretido.
—Aquí ha habido alguien hasta hace poco. —Dedujo—. Debe de habernos oído llegar.
Alargó una mano hacia el cofrecito en busca de pistas, y al abrirlo halló en su interior cuatro
pergaminos. Los hojeó en silencio. Willalme tuvo la impresión de que Ignacio empezaba a perder su
vaguedad anterior y recuperaba su lado más tangible.
—Son cartas —le explicó—; dirigidas a una cierta madre luminosa. Es probable que sea una
referencia a mater Lucina.
El mercader examinó asimismo la caligrafía con la que estaban escritas.
—Son sin duda obra de la abadesa de Santa Lucina. Recuerdo su letra. —Se llevó la mano al
talego y sacó los pergaminos que Uberto le había entregado no hacía mucho—. Ésta es la última carta
escrita por la abadesa: la quinta, en la que se desvela el secreto de la alquimia de Airagne.
Dicho lo cual, enarcó sus largas cejas y se sumió en la lectura.
QUINTA PARTE
Castillo de Airagne
Quinta carta – Cauda pavonis
Mater luminosa, la urdimbre que tejí con gran cuidado se deshizo entre mis manos, y al no poder admirar ya su
belleza descubrí el error que había cometido. Las cuatro fatigas de la alquimia no son —como había creído— los
peldaños de una escalera sino que forman parte de una rueda en eterno movimiento. Esa rueda es el huso de
Necessitas, que da vueltas ante las parcas perpetuamente. Este continuo mudarse de los colores, que yo llamo
Cauda pavonis, es el principio y fin de la Obra. Tú, mater bona, me serviste de guía por ese laberinto. Tú, que
eres Lux, la Luz, y también Laus, la Recompensa. Tú, mater Lucina, eres Airagne, el hilo de la Sabiduría.
Ignacio depositó la última carta en el cofrecillo, junto con las otras cuatro, ya leídas. Aquellos
escritos no contenían una exposición orgánica sobre la alquimia, sino que eran más bien una guía
para la comprensión de los procedimientos descritos en el Turba philosophorum. Según las palabras
de la abadesa, el secreto no residía tanto en la consecución del resultado como en el perpetuarse de
las fases alquímicas, o sea, en su carácter cíclico, llamado cauda pavonis… Y sin embargo, las
reglas de Airagne no representaban sólo un método para transmutar los metales sino que eran sobre
todo la clave para comprender la contingencia del mundo y el corazón de los hombres. Si se quería
huir del abismo de Nigredo, había que liberarse del afán por perseguir un resultado, y comprender
que cada instante de la vida formaba una parte única e irrepetible del Todo.
Un ruido de pasos interrumpió sus pensamientos. Alguien debía de haber entrado en la sala.
Ignacio levantó la vela y distinguió dos siluetas que acababan de entrar por una puerta coronada
por un arco. La primera pertenecía a un prelado de mediana edad, probablemente cardenal. La
segunda persona era una dama imperiosa, elegantemente vestida.
Sin más dilación se dirigió a la dama, a la que reconoció enseguida como la reina de Francia.
—Majestad, por fin. —Hizo una profunda inclinación mientras intimaba a Willalme a hacer lo
mismo—. Llevamos mucho tiempo buscándoos.
La altanera Blanca le lanzó una mirada sesgada.
—¿Quién os envía?
—Fernando III de Castilla, vuestro sobrino. Tengo la orden de poneros a salvo.
Como respuesta, la mujer se llevó simplemente una mano al pecho. Seguía turbada por las
recientes sacudidas del terreno y el estruendo del derrumbe. A pesar de todo, parecía enérgica. De su
mirada emanaba una luz viva y combativa.
En su lugar respondió el prelado, que estaba a su lado.
—No creo que eso sea posible. El conde de Nigredo lo impedirá.
Ignacio miró fijamente a aquel individuo, que parecía animado por una agresividad flemática, y
reconoció en él al cardenal de Sant’Angelo, el italiano Frangipane. Según se decía, ejercía un gran
influjo sobre la reina. Pero considerando su actitud sumisa, creyó más verosímil lo contrario.
—El conde de Nigredo… —lo secundó—. ¿Dónde se encuentra en este momento?
El prelado arrugó sus facciones con una mueca brutal. Iba a replicar, pero una voz estridente
resonó en la sombra, anticipándose.
—El conde de Nigredo está más cerca de vos de cuanto imagináis, monsieur.
El mercader trató de localizar la procedencia de aquellas palabras y descubrió a un monje viejo
salido de no se sabía dónde.
—Gilie de Grandselve —expresó en absoluto sorprendido—, el único que faltaba a la cita. Me
preguntaba cuándo os volvería a ver. Ciertamente, no en Fontfroide. Sí, aquí en Airagne parecéis más
en vuestra salsa.
El viejo avanzó con cautela, arrastrando por el suelo sus zapatos ahusados. De su ropa se
desprendía un fuerte olor a humo.
—Acabo de poner fin a una conversación con un conocido vuestro —dijo con tono de burla—.
Un caballero bastante orgulloso pero poco locuaz.
—¿Os referís a Felipe de Lusiñano? ¿Lo habéis…?
—Eliminado. Quemado vivo, para ser más exactos. —Los ojillos del monje brillaron con
malignidad—. A lo que parece, la noticia no os ha turbado especialmente.
Ignacio afectó un ademán de desinterés: era otra cosa lo que le preocupaba. Aquel viejo no podía
haberse deshecho él solo de un guerrero bizarro como Lusiñano. Alguien más debía de haberlo
ayudado, una persona fuerte y robusta, no precisamente Frangipane, y menos aún la reina. Eso
significaba que un cuarto individuo se escondía en el torreón, tal vez incluso en aquella misma
estancia, un individuo que lo estaba espiando.
El monje frunció las cejas.
—Espero no tener que recurrir a los mismos métodos también con vos, monsieur.
Ignacio sonrió cínicamente, dominando la ansiedad en su pecho. A su lado, Willalme ardía de
impaciencia, pero él lo detuvo con un gesto autoritario: aún no había llegado el momento de actuar.
Miró fijamente a su interlocutor.
—¿Se trata de una amenaza?
—Lo descubriréis enseguida, a no ser que me habléis del Turba philosophorum. Según mosén
Felipe, vos estáis bien informado al respecto.
El mercader empezó a llevar la mano al talego, donde guardaba el libro, pero se detuvo. Debía
estar alerta. Ahora que conocía las intenciones del viejo tenía que descubrir qué índole de peligro
corría.
—El hacerme esta petición significa que actualmente vos sois el alquimista que está al frente de
la Obra de Airagne.
—Así es.
—Apuesto, no obstante, a que vos no sois el conde de Nigredo, sino un servidor suyo.
—¿En qué os basáis para esa hacer afirmación?
—¿Me creéis bobo acaso? —El mercader enfatizó la broma con un gesto teatral—. No basta
tener oro para asegurar la obediencia de un gran ejército. Se necesita autoridad y carisma, unas dotes
de las que obviamente vos carecéis.
—Estamos divagando. Volvamos a lo que acabo de pediros: el Turba philosophorum.
—Hmmm…, un asunto harto espinoso. —Ignacio simuló reflexionar mientras escudriñaba en la
sombra. Intuía la presencia de un observador escondido; se preguntó cuánto iba a esperar aún para
intervenir. Si quería incitarlo a descubrirse, debía provocar una reacción entre los presentes—.
Hagamos un pacto. Yo os desvelo el misterio y vos me dejáis llevarme a la reina.
El viejo se mordió los labios. No tuvo tiempo para replicar, pues Frangipane saltó como un
animal de presa.
—¡Ya os lo he dicho! —ladró—. ¡Su Majestad no se va a ninguna parte!
Temblando con toda su corpulencia, el cardenal de Sant’Angelo parecía un individuo a punto de
perder el juicio. Amagó con abalanzarse sobre el mercader, pero Blanca lo sujetó de un brazo.
El prelado rechinó los dientes, descubriendo unas encías coloreadas de un tono oscuro.
—¿Quién sois vos? ¿Quiénes sois todos vosotros? —gritó como si ya hubiera perdido el juicio
definitivamente—. ¡Idos, malditos! ¡Ella es mía! ¡Mía!
—No está en sus plenos cabales —explicó la reina sujetándolo con una fuerza sorprendente—.
Desde que se encuentra en Airagne está aquejado de alucinaciones. Y va a peor.
El mercader asintió.
—Es evidente que ha entrado en contacto con el plumbum nigrum, o con la galena extraída en las
cuevas de aquí abajo.
—No. Es el agua de la fuente… —puntualizó Blanca—. Ha bebido el agua que brota aquí abajo.
—Aconsejo a Vuestra Majestad que lo alejéis de aquí ahora mismo, cuando todavía se puede
recuperar. Es decir, antes de que le afecte completamente el saturnismo. —La voz de Ignacio se
oscureció—. También vos, señora mía, corréis el mismo peligro. Por no hablar de las torres de
Airagne, que se están cayendo a pedazos en estos momentos.
El monje viejo se plantó delante de la reina.
—¡Nadie se irá de aquí! —graznó—. ¡Nadie…, hasta que no me hayáis revelado el secreto de
Airagne! ¿Dónde está ese maldito libro?
—¡Tú calla! —increpó Willalme tras recibir vía libre de parte de su compañero—. Tú no eres
quién para dictar normas a nadie. Quítate de en medio si no quieres que te ocurra algo peor.
El viejo reculó, derrotado, la cabeza entre las manos.
—¡Conde, conde! —lloriqueó sin dejar de vomitar odio por sus ojillos—. ¡Acudid en mi ayuda!
¡Estos intrusos me están amenazando!
Para hacer más teatral aún la situación, Ignacio lo agarró de un brazo y lo empujó hacia atrás,
haciéndolo caer al suelo. No sentía ni una mota de piedad hacia aquel homúnculo.
—No hay ningún conde de Nigredo, ¿entendido? Ningún conde de Nigredo reside en esta maldita
torre. —Su mirada barrió a los presentes—. El responsable se encuentra aquí, en esta sala.
Nadie se atrevió a replicarle. Hasta su Alteza Real se replegó entre los velos de su hábito,
asombrada. Nunca antes había mostrado reverencia hacia un plebeyo. Pero aquel hispánico no era un
hombre corriente: era distinto, fascinante, carismático. Tenía, por así decir, una personalidad que
desarmaba. Durante unos instantes creyó incluso que lo temía.
—Venid, Majestad —la invitó el mercader—. Salgamos de aquí. Todo ha terminado.
—¡Al contrario, el juego empieza ahora! —gritó alguien.
La mirada de Ignacio se deslizó de Frangipane al viejo Gilie, agazapado en el suelo, ambos
demasiado malogrados para representar una amenaza. No, la voz que acababa de oír era fogosa y
batalladora. El hombre escondido en la sombra estaba en trance de revelarse.
Algo se movió.
Preparado para lo peor, Ignacio esquivó un mazazo que vibró a sus espaldas. Se volvió con
cuidado, la espalda empapada de un sudor gélido. Había arriesgado mucho.
Detrás de él apareció un joven imponente.
—¡Thibaut! —articuló Blanca casi para sus adentros—. ¿Qué hacéis vos aquí?
—Defenderos, Majestad —contestó el recién aparecido.
El conde de Champagne miró a su alrededor, temblando como animal listo para atacar. Entre
Ignacio y Willalme, debió de parecerle que constituía una mayor amenaza éste último, pues tras un
segundo de indecisión se le echó encima con la maza levantada. Pero el francés fue más rápido, lo
agarró por las muñecas y lo tiró al suelo. Thibaut perdió el arma al instante.
Aprovechando la confusión, el padre Gilie se incorporó y, de un salto, se encaramó como un
lagarto a los hombros de Ignacio, a quien trató de arañar en la cara y de meterle las uñas en los ojos.
—¡Dime el secreto de Airagne! —gritaba—. ¡El secreto del Turba philosophorum! ¡Dímelo,
dímelo!
El mercader se protegió la cara contra aquellas manos rugosas y con un movimiento brusco se lo
quitó de encima.
El viejo cayó de espaldas con la boca abierta y se golpeó la cabeza contra una esquina. Ya no
volvería a levantarse nunca.
Ante semejante visión, la reina profirió un grito ahogado y se llevó las manos a las sienes; su
máscara de soberbia se quebró. A Ignacio no se le escapó aquella reacción: no parecía producida
por el horror sino más bien por la humillación.
Entre tanto, Willalme y Thibaut habían iniciado una pelea. El francés, que estaba combatiendo
mejor, saltó sobre el rival y lo golpeó en el rostro.
—¡Deteneos! —gritó Blanca—. ¡Basta ya! ¡He dicho basta!
Ignacio acudió a separarlos. El cardenal de Sant’Angelo, por su parte, se acomodó en su
escritorio como si no estuviera pasando nada. Tenía la mirada embobada, los ojos apagados.
A instancias del mercader, Willalme abandonó la pelea y se puso en pie; desde esa postura miró
al rival, que yacía tumbado en el suelo, jadeando violentamente. ¿Era aquél de verdad el famoso
conde de Nigredo? ¿El que le había arrebatado a Lusiñano el control de Airagne…, secuestrado a
Blanca de Castilla…, empujado a los arcontes a arrasar el sur de Francia? Mientras, Thibaut lo
miraba enfurecido, la cara hinchada y enrojecida, prácticamente irreconocible.
En aquel momento hizo su entrada en la sala Humbert de Beaujeu, una espada en una mano y una
antorcha en la otra. Miró a su alrededor, como desorientado, y dirigió sus pasos hacia la reina y el
cardenal legado.
—Vos sois el lugarteniente regio, ¿no es cierto? —le preguntó Ignacio yendo a su encuentro a
grandes pasos.
—Sí… sí —respondió Humbert.
—Muy bien. Poned a salvo a la reina. Nadie os lo impedirá.
La urgencia de la situación no admitía réplica alguna.
Ignacio dio la espalda a Humbert y se dirigió a Willalme.
—Tú irás con ellos.
El francés lo miró perplejo.
—¿Y tú?
—Yo os alcanzaré pronto. Antes de abandonar el torreón quiero controlar una cosa.
—Te espero, entonces.
—No. —Ignacio lo llevó aparte y le susurró algo al oído—: No le quites ojo a la reina.
—Pero si ahora ya está fuera de peligro… —objetó Willalme—. El conde de Champagne ya no
puede hacerle daño.
—¿Pero no lo entiendes? —El mercader lanzó una mirada sospechosa a Blanca—. Es ella la que
representa el verdadero peligro.
Sobrecogido por la gravedad de la afirmación, el francés lo miró incrédulo.
—Explícate mejor. ¿Cómo puedes estar seguro de lo que dices?
—Éste no es momento para charlas. Te lo explicaré todo después, cuando os haya alcanzado. ¡Y
ahora, ve! —Ignacio le puso las manos en los hombros y lo apartó de él—. ¡Baja de esta torre
maldita y busca a mi hijo! Asegúrate de que esté sano y salvo.
—Pero tú…
—Yo debo saber… Estas torres esconden secretos, ¿comprendes?
Willalme lo miró con amargura.
—No, no comprendo. —Suspiró—. No te comprenderé nunca, mi querido amigo.
Ignacio bajó los ojos, ceñudo. Su mirada era impenetrable, casi febril. Una vez más, su actitud
escapaba a la comprensión de todos, incluso a la suya propia.
No había nada que añadir. El francés se alejó a grandes pasos sin volver la cabeza y siguió al
cuarteto que ya bajaba las escaleras: la reina Blanca, el maltrecho Thibaut y el vacilante cardenal de
Sant’Angelo, solícitamente sujetado por Humbert. Frangipane era el peor parado de los cuatro: el
Plumbun nigrum disuelto en el agua había trastornado su entendimiento.
Al salir del torreón, Willalme se encontró frente a una situación muy distinta a la que había
imaginado.
37
Una vez solo, Ignacio se entregó a un rápido examen de conciencia. La lucha interior que creía
adormecida volvió a suscitarse con mayor violencia. Incapaz de poner freno a su curiosidad, se dejó
llevar como nave en medio de una tempestad. Ahora que había solucionado el problema de la reina,
iba a intentar descubrir algo que tenía un interés especial para él.
Saltó por encima del cadáver del padre Gilie disparado como una flecha hacia las plantas
superiores. Tenía la mente embebida en lo que le había revelado Lusiñano: que en el torreón existía
un cuarto donde se guardaban libros raros de alquimia. El mercader no podía abandonar aquel lugar
sin tratar antes de recuperarlos.
Pero aunque buscó por todas partes, llegó hasta la cima sin encontrar nada. No se tropezó con
ningún cubículo empleado como biblioteca. ¿Estarían escondidos los libros en un pasadizo secreto?,
se preguntó. ¡Bajaría de aquella terraza y empezaría de nuevo la búsqueda!
A punto de volver sobre sus pasos, algo lo detuvo. Un fuerte olor a carne quemada. Lo que vio le
arrancó un grito ahogado.
En un extremo de la terraza había un cúmulo de leña carbonizada, sobre el cual, atado a un palo,
campeaba una especie de capullo negro y humeante: los restos de un ser humano. Los miembros
inferiores se habían reducido a unos apéndices macabros. En la cara, parcialmente reconocible,
resaltaban las cavidades de los ojos y de la boca, como excavadas por un grito lastimero.
El cadáver no estaba del todo deteriorado, lo que lo tornaba más horripilante todavía. Ignacio
había oído hablar de fenómenos parecidos, que solían producirse cuando los condenados eran
quemados bajo la lluvia. En tales casos, el sufrimiento se prolongaba hasta lo indecible pues los
miembros se quemaban de manera lenta y parcial. Ésa era la suerte que debía de haber corrido
Lusiñano. Al estar su cuerpo en contacto con la niebla y las misteriosas exhalaciones de las torres, el
proceso de la descomposición se había lentificado.
Las náuseas le hicieron bajar la mirada, y reparó entonces en un pequeño objeto reluciente que
había en el suelo a pocos pasos de la pira: un colgante que ya había visto antes en el cuello de
Lusiñano y que representaba una araña de patas curvas. Instintivamente, se agachó y lo recogió.
Miró nuevamente al cadáver. Aunque a lo largo de su vida había asistido a espectáculos peores,
aquella visión lo turbaba. Mejor dicho, lo aterrorizaba. Porque temía que antes o después, si seguía
cediendo a la curiosidad, acabaría conociendo el mismo fin.
Atufado por aquel olor a carne quemada, se acercó a una almena y respiró a pleno pulmón. El
frescor de la noche le acarició el rostro y le reportó tranquilidad. Se dio cuenta de que podía ver las
estrellas. La oscuridad de Airagne casi había desaparecido, ofreciéndose a su vista grandes paños de
cielo despejado. Tras el hundimiento, habían cesado las emisiones de las torres.
A la luz de la luna se vislumbraban los picos de los Cévennes, ásperos y sinuosos al mismo
tiempo. Una quietud profunda parecía emanar de entre las quebradas.
El encanto sólo duró unos instantes, pues acto seguido dejó paso al raciocinio. El mercader miró
hacia abajo y advirtió que ocurría algo inesperado. La batalla había cesado y el patio estaba casi
desierto. Todos los combatientes y la mayor parte de los prisioneros habían huido. Los que quedaban
de éstos se habían congregado a los pies del torreón. ¿Qué hacían? Empuñaban antorchas encendidas,
con las que poco antes habían prendido fuego a la torre.
A Ignacio se le encogió el corazón. Por una parte, la reacción de aquellos hombres era
perfectamente comprensible: querían destruir el símbolo de lo que había provocado todos sus
sufrimientos. Pero para él, que se encontraba en la cima del edificio, la situación podía ser
dramática.
Los muros del torreón estaban construidos en su mayor parte con bloques de piedra; las llamas no
los afectarían fácilmente. Pero el envigado, el pavimento y el techo eran de madera. El fuego
prendería fácilmente en ellos y se propagaría velozmente hasta las plantas superiores. En cuanto los
muros de contención se vieran afectados, el edificio entero se vendría abajo.
Aterrorizado por la idea de terminar sus días quemado vivo, Ignacio se dispuso a salir corriendo.
Pero antes se asomó una última vez. En medio del patio, separadas del grupo incendiario, había tres
personas que reconoció enseguida: Uberto, Moira y Willalme. Le pareció que le gritaban algo,
probablemente instándolo a bajar. De improviso, vio que Uberto se lanzaba corriendo hacia la
entrada, seguido de cerca de los otros dos, sin duda con la intención de acudir a socorrerlo.
—¿Qué estáis haciendo? —exclamó Ignacio a grito pelado—. ¡Deteneos!
Pero no lo escucharon. Probablemente ni siquiera lo oyeron.
¡Qué trío de necios! ¿Por qué no huyen? ¿Pero qué intentan hacer?
Con el rostro congestionado se precipitó, ahora sí, hacia las plantas inferiores. Era la única
medida razonable. No podía detener a sus compañeros, peor si se cruzaba con ellos en medio de la
escalera al menos correrían menor riesgo.
Mientras bajaba a toda velocidad se topó con un humo cada vez más espeso que venía de abajo.
Los ojos empezaron a quemarle en medio de un ruidoso crepitar. Por doquier se oían los crujidos de
la madera y los silbidos del incendio.
Hacia la mitad de la bajada, aparecieron las llamas. Lo devoraban todo, recubriendo los techos
como festones ululantes, en medio de estallidos y derrumbes constantes. Seguir bajando se le
antojaba una tarea muy ardua, pero no había otra vía de escape. Ignacio estaba cada vez más
convencido de que Airagne iba a ser su tumba. Hizo votos para que Uberto y Willalme, al percatarse
del grave riesgo, renunciaran a socorrerlo.
Pegado a los muros, bajó otro tramo de escalera y por fin consiguió divisar la planta baja.
Parecía aún lejana, pero no había otra alternativa: tenía que seguir bajando. El fragor del incendio lo
ensordecía, el calor era insoportable.
Después oyó una voz en medio del estruendo. La reconoció enseguida: era la voz de Uberto, que
lo estaba llamando. Lo divisó entre una nube de humo a pocos metros de él, un poco más abajo.
Se apresuró a alcanzarlo, pero de repente los peldaños de madera temblaron, cedieron y la
escalera se resquebrajó.
Cogido de sorpresa, Ignacio se coló por una raja que se había abierto bajo sus pies. Se golpeó
varias veces la cabeza, la espalda y los brazos. Logró agarrarse a una viga, salvando así la vida;
después se deslizó y cayó pesadamente al suelo. Se levantó despacio, con todo el cuerpo magullado
pero ileso.
Había ido a parar a un hueco de la escalera: un lugar en el que antes no había reparado. En aquel
rincón el incendio no se había propagado, aunque el humo ya se insinuaba entre las maderas
fragmentadas encima de su cabeza.
Miró a su alrededor; era una especie de laboratorio, con una mesa circular recubierta de vasos y
tubos de cristal en el centro; las paredes estaban bordeadas por estantes atestados de libros.
¡Debían de ser los mencionados por Lusiñano! Se acercó a los estantes y barrió ávidamente con
la mirada los distintos tomos. Cogió algunos y leyó velozmente los títulos y nombres de los
frontispicios. En su mayor parte estaban escritos en latín; los demás, en árabe. Empezando por estos
últimos, deshojó entre furioso y maravillado las obras del príncipe alquimista Khalid ibn Yazid, las
traducciones del griego de Hunain ibn Ishaq, Los setenta libros de Giabir ibn Hayyan, conocido
como Geber. Después vio el Libro de los secretos y el Libro de los alumbres y las sales de Abu
Bekr Muhammad ibn Zakariyya llamado ar-Razi, La epístola del sol a la luna creciente y la Tabla
química de Muhammed ibn Umail Al-Tamini, conocido también con el nombre de Senior Zadith.
Reconoció El camino del sabio de Maslama ibn Ahmad al-Magriti y Las partículas de oro de Ibn
Arfa Ras. Y había muchos más. Se encontraba frente a un tesoro de valor incalculable.
Indiferente al fuerte dolor producto de la caída, empezó a sacar de los estantes todos los libros
que pudo, amontonándolos uno sobre otro en una desesperada tentativa por sustraerlos de las llamas.
Cargado con muchos más volúmenes de los que podía transportar, notó que se abría una puerta
lateral. ¡Era Uberto! Lo había encontrado.
—¿Pero qué haces, padre? —le preguntó el joven fuera de sí por la preocupación—. ¿Te parece
éste un buen momento para pensar en los libros?
—Ya voy —respondió Ignacio sujetando su pila de tomos en equilibro precario—. Casi he
terminado…
En aquel momento entraron también Willalme y Moira.
—¡Deprisa, debemos irnos de aquí! —urgió el francés—. ¡Fuera de esta sala está todo ardiendo!
El mercader asintió de nuevo, moviéndose despacio para no volcar su precioso botín. Parecía
víctima de un encantamiento, incapaz de valorar la gravedad de la situación. Uberto lo agarró de un
brazo y lo sacudió con fuerza, haciendo caer algunos libros. Entonces Ignacio emergió de su especie
de sonambulismo y se dejó llevar, aunque mirando todavía a los tomos caídos al suelo. Una vez fuera
de aquella estancia, y nuevamente rodeado de llamas, recuperó plenamente el control de sí.
Llegaron sanos y salvos a la planta baja. Varios cúmulos de escombros en llamas obstruían la
salida. El chirrido de varias vigas anunciaba que toda la estructura estaba a punto de venirse abajo.
Era urgente encontrar una vía de huida.
—¡Salgamos por los subterráneos! —sugirió Moira.
—Por aquí —dijo el mercader señalando una trampilla.
A través de aquel agujero bajaron a las galerías subterráneas de Airagne. Recorrieron el camino
inverso que Ignacio y Willalme habían recorrido antes para alcanzar el torreón y fueron a parar al
lugar en que se encontraba la estatua de Melusina. Allí, afortunadamente, la salida de ethelie y el
desplome de las torres no habían provocado daños todavía, pero los crujidos de la parte de arriba
preanunciaban un hundimiento inminente.
Moira descubrió el pasadizo secreto y poco después salían por fin a la superficie. Se hallaban
fuera del castillo, en el bosque.
Cerca de allí pastaban tres caballos: Jaloque, el roano y el semental blanco de Felipe.
Sin proferir palabra, vieron cómo la lejana silueta del torreón era pasto de las llamas. La
oscuridad de la noche la envolvía, profunda y despiadada. El secreto de Airagne se perdía para
siempre.
—Alejémonos de aquí —expresó Ignacio un punto desencantado.
38
Salieron del bosque y enfilaron a pie un sendero accidentado hasta que por fin pudieron proseguir a
caballo. Ignacio montó al roano, cargado con un saco lleno de los libros que había logrado salvar.
Uberto cabalgaba con Moira a lomos de Jaloque, mientras que Willalme montaba al caballo de
Felipe, ahora sin amo. Antes de empezar a galopar, oyeron unos ladridos a lo lejos. Un perro grande
y negro, cubierto de hollín, apareció por entre la maleza y corrió hacia ellos con la lengua fuera.
Moira dejó escapar una exclamación de alegría, bajó de la silla y lo acarició. El animal ladró y
después, alborozado, corrió alrededor de Uberto.
El joven sonrió.
—Vale, vale, no te preocupes, perrito, que te llevamos con nosotros.
Prosiguieron rumbo a poniente. Estaban cansados, hambrientos y extenuados tras tantas
vicisitudes vividas; deseaban encontrar cuanto antes un alojamiento donde poder reponer fuerzas.
A las primeras luces del alba, por un punto donde el declive empezaba a ser más suave avistaron
una columna de soldados seguidos de una carroza. Al lado del carruaje cabalgaba Humbert de
Beaujeu.
Seguido por sus compañeros, Ignacio espoleó al caballo en dirección a aquel hombre. El
lieutenant le dirigió un saludo.
—Precisamente me estaba preguntando dónde os habríais metido, monsieur —le dijo.
—Los senderos de estos montes son muy intrincados —se justificó el mercader—. Está claro que
hemos bajado al valle por caminos distintos.
—En fin, es un placer volver a veros. —Humbert esbozó una sonrisa amigable—. Aunque se me
escapan algunos detalles de lo acontecido, creo que todos nosotros os somos deudores de una u otra
manera.
—Sois demasiado bueno, caro señor. Pero ¿qué es exactamente lo que se os escapa de lo
acontecido?
Tras unos instantes de vacilación, el señor De Beaujeu respondió:
—Me asalta una duda terrible. No entiendo por qué parte del ejército regio decidió ponerse al
servicio del conde de Nigredo.
—Bueno, ése es un misterio fácilmente resoluble, me parece a mí. Creo que os bastará con
interrogar a los soldados. —El mercader lo miró de soslayo, con una pizca de malicia—. No tenéis
una idea clara de quién es en realidad el conde de Nigredo, ¿verdad?
—En efecto —respondió Humbert frunciendo las cejas—. Como tampoco la tiene el obispo
Folco, ya que estamos en ello.
—El obispo Folco… —murmuró Ignacio—. Casi se me había olvidado. ¿Qué ha sido de Su
Ilustrísima?
El lieutenant simuló un gesto de desinterés.
—Tras el hundimiento de las torres se batió en retirada con el rabo entre las patas, junto con su
caballería diezmada. Me he equivocado con él. Creía que había acudido a socorrer a la reina, pero
sólo lo movía un interés enfermizo por Airagne. Sólo habló de unos supuestos escudos de oro.
—Ya sabéis cómo son los prelados, no desvelan nunca el porqué de sus maquinaciones…
—Estoy completamente de acuerdo. Pero vos no sois menos evasivo, monsieur. Para empezar,
aún ignoro vuestro nombre. Me habéis dirigido la palabra sin haberos acordado de presentaros.
Ignacio sonrió.
—A decir verdad, sois vos quien ha iniciado la conversación.
—¿No veis? Seguís contestando con evasivas. No sé aún si vuestra actitud me agrada o me
irrita… Vamos, decidme ya vuestro nombre y contadme qué hacíais en Airagne.
Ignacio estaba a punto de contestar cuando una voz de mujer resonó desde el interior de la
carroza:
—Humbert, ¿con quién estáis hablando? —Las cortinas del habitáculo se apartaron y revelaron el
rostro de la reina—. Ah, es con ese hispánico —constató ésta con escaso entusiasmo.
—Estamos departiendo acerca de lo sucedido, Majestad —explicó el lieutenant.
—Ordenad a ese hombre que entre en mi carroza —expresó Blanca—. Tengo algunas preguntas
que hacerle.
—Como Su Majestad desee. —Humbert hizo señas al mercader de acercarse al carruaje.
Ignacio desmontó y entró en la carroza. La reina reposaba sobre un asiento forrado de terciopelo
rojo; pero no estaba sola. El cardenal de Sant’Angelo estaba acurrucado en un rincón del habitáculo
cual niño adormecido. A juzgar por su expresión, estaba sereno.
—Esperaba encontraros en compañía del conde de Champagne, Majestad —empezó el mercader
sin miedo a parecer descarado.
—Se ha marchado en cuanto ha podido. —Suspiró Blanca.
Ignacio frunció las cejas. Su expresión, sombría, estaba acentuada por las excoriaciones en la
cara durante la fuga del torreón.
Blanca lo miró con frialdad.
—Yo sé perfectamente quién sois, Ignacio Álvarez —dijo al final—. Yo sabía todo sobre vos
antes de que llegarais a Airagne.
El mercader simuló sentirse lisonjeado.
—Y yo sé quién sois, mi señora.
Por segunda vez, en el espacio de unas horas, Blanca experimentó un temor reverencial hacia
aquel hombre.
—¿Qué queréis decir?
La conversación se interrumpió, pues la carroza empezó a dar tumbos a causa de los accidentes
del camino. Los ocupantes del habitáculo se sobresaltaron. Frangipane emitió un refunfuño e hizo
ademán de despertarse, pero después se volvió de un lado y se sumió de nuevo en la inconsciencia.
En cuanto la situación volvió a la normalidad, Ignacio respondió:
—Empecé a alimentar las primeras sospechas hace aproximadamente dos semanas, tras descubrir
un campamento de arcontes. Entre sus milicias advertí la presencia de soldados pertenecientes al
ejército regio. Vestían el uniforme regular y eran demasiado numerosos para ser desertores en su
totalidad. —Entornó los ojos, preparándose para la última parte del parlamento—. Los soldados del
rey de Francia no son mercenarios corrientes, y no es fácil sobornarlos: sólo obedecen al monarca, a
sus subordinados directos… y naturalmente a la reina.
El pecho de Blanca se estremeció.
—Insinuáis unas cosas absurdas. Pero aunque fueran ciertas, no existen ni pruebas ni testimonios
susceptibles de confirmarlas.
—Hay una explicación para todo. Las aldeas en que entraban los arcontes quedaban asoladas, y
sus habitantes eran secuestrados o asesinados. Y los pocos supervivientes que hay han decidido
callar por puro miedo. Y todavía hay otros que callan porque se han beneficiado de la campaña. La
extinción de los cátaros beneficia a muchos, empezando por los monjes católicos.
—¿Y cómo explicáis la defección de los soldados del rey? —le preguntó la reina pestañeando
con inquietud.
Ignacio esbozó una sonrisa socarrona. Bajo su semblante de rigidez, Blanca estaba temblando.
No de miedo, sino de rabia. La maraña de sus embustes se estaba deshaciendo y su urdimbre ya no se
mantenía intacta.
—No ha habido ninguna defección, Majestad —reveló el mercader—. Esos soldados han seguido
sirviendo a la Corona, representada por vos misma. Los habéis inducido a marchar bajo los
estandartes del Sol Negro y a defender el castillo de Airagne. Ellos han obedecido sin vacilar porque
ésa era vuestra voluntad. ¿A quién si no iban a obedecer? —Cruzó los brazos, absorto—. En
definitiva, todo se ha desarrollado de manera «indolora». La historia del secuestro es una farsa y
vuestros soldados han creído proseguir la Cruzada contra los herejes iniciada por vuestro difunto
marido. Sólo ha cambiado la sede de la guarnición, y el tener que colaborar con milicianos.
Blanca agudizó su mirada de serpiente.
—Me habían dicho que erais un hombre muy sagaz, Ignacio Álvarez. Debería haber ordenado que
os mataran.
El mercader se encogió de hombros.
—Ah, ya lo han intentado, Majestad. Y más de una vez.
—¿Sólo eso os ha bastado, entonces, para descubrir el engaño?
—Me han puesto sobre la pista algunos detalles. En primer lugar, la presencia del viejo monje
Gilie de Grandselve. Debéis de haberos servido de él de manera sistemática: como mensajero y
como espía, pero sobre todo como alquimista. Cuando murió, noté en vuestro rostro una nota de
contrariedad, pero también un punto de ira. Estaba claro que habíais perdido el apoyo de un buen
servidor. Eso confirmó aún más mis sospechas: el viejo no era vuestro carcelero sino vuestro
cómplice. Igual que Thibaut de Champagne, por cierto.
—Al principio, Thibaut no sabía nada —aclaró Blanca—. Lo mandé convocar yo misma, cuando
me encontraba ya en Airagne. Hasta que no me cercioré de que podía servirme de él no lo puse al
corriente de la situación. Era mejor conseguir su complicidad que tenerlo por ahí conspirando contra
la Corona junto con otros barones rebeldes.
—Sin embargo, habéis dejado a oscuras al cardenal de Sant’Angelo.
—Pobre Romano Frangipane… —La reina esbozó una risita compasiva—. Yo no podía hacer
otra cosa. Su fidelidad está con Roma, no conmigo. Su Eminencia creía realmente que estábamos
secuestrados por el conde de Nigredo. Como Humbert de Beaujeu, por cierto.
—Ya, Humbert de Beaujeu. Estaba convencido hasta el punto de planear una evasión a fin de
liberaros.
—Muy caballeroso de su parte, pero poco inteligente —observó Blanca—. Romano y Humbert
no saben nada de mi plan. Me puse en camino con ellos so pretexto de querer participar en el
concilio de Narbona y durante el trayecto mandé que les administraran un potente somnífero. Después
cambié el itinerario y envié mensajeros para que el grueso de mis tropas me alcanzara cerca de los
Cévennes, en un lugar preestablecido. Desde allí guié al ejército hasta Airagne. Al despertar, mis dos
acompañantes se encontraban ya recluidos en el castillo, sin saber nada. Les dije que habíamos sido
secuestrados por el conde de Nigredo y que nos encontrábamos prisioneros en un lugar desconocido.
Naturalmente, me creyeron a pie juntillas.
—No tengo nada que añadir, Majestad —concluyó Ignacio—. Sois sin lugar a dudas una
excelente estratega. Tenéis la misma fuerza que vuestro padre, Alfonso VIII de Castilla, y la misma
astucia que los Plantagenet, el linaje de vuestra madre. Hacéis honor a vuestras dos familias de
origen, si se puede hablar así. —La miró a los ojos—. Si me permite Vuestra Majestad, me gustaría
formularos una pregunta.
—Tras semejante demostración de acumen, creo que tenéis derecho.
—Y bien, ¿por qué hicisteis eso?
Aquella pregunta proyectó una sombra sobre el rostro de la reina.
—¿Creéis acaso que me resulta fácil, a mí sola, mantener unido el reino de Francia? Al apoyar a
los herejes, los condes del sur se han unido en una coalición religiosa contra la Corona. Y por si eso
no bastara, tras la muerte de mi esposo los barones de Francia se rebelaron contra mí y se pusieron
del lado del duque Mauclerc. No imagináis los esfuerzos que he tenido que hacer para mantener la
neutralidad de Inglaterra en todo este tiempo.
—Ya, recurristeis a Airagne para tratar de resolver vuestros problemas. Pero ¿cómo llegaron a
vuestros oídos noticias de ese lugar?
—Yo me mantengo siempre bien informada sobre lo que hacen mis enemigos, reales o supuestos.
Entre ellos figura la estirpe de los Lusiñano. Al hacer pesquisas sobre los miembros de su familia,
descubrí el secreto de mosén Felipe: Airagne, y aprovechando su ausencia, utilicé a mi favor dicho
secreto. Sirviéndome de los arcontes podía someter el Languedoc y con el oro alquímico sobornar a
los ejércitos de los barones rebeldes. Además, simulando que estaba secuestrada podía desorientar a
todos mis enemigos.
—¿Y por qué habéis actuado sola?
—Porque no puedo fiarme de nadie, ni siquiera del bizarro Humbert de Beaujeu. —Suspiró la
dama—. Él me defiende por una simple cuestión de deber, pero en el fondo siempre me ha
menospreciado. Así que tampoco podía dejarlo libre, toda vez que su cautividad me permitía tomar
el control directo del ejército.
Ignacio reconoció que se hallaba ante una manipuladora sin par, tan hábil como despiadada, y
recordó un episodio ocurrido diez años atrás, cuando Blanca y su marido Luis no reinaban aún.
Entonces, Luis era delfín de Francia y se encontraba al otro lado de la Mancha, en lucha contra los
ingleses a fin de recuperar la heredad negada a su esposa. Tras una batalla con resultado
desventajoso, Blanca se dirigió al padre de su marido, el rey Felipe Augusto, para que mandara a
Inglaterra milicias de apoyo. Al recibir su negativa, amenazó con dejar a sus hijos en manos de quien
quisiera financiar una expedición de refuerzo. La determinación de la nuera empujó finalmente a
actuar a Felipe Augusto.
—El castillo de Airagne se presentaba ante vos como un recurso excelente, ¿no es cierto? —dijo
el mercader a modo de conclusión.
—Algo que mi sobrino Fernando sabía demasiado bien, os lo aseguro. Él y su confesor, ese tal
González de Palencia, tienen ojos y oídos por todas partes —aseveró Blanca mordiéndose el labio
inferior—. El rey de Castilla no os ha enviado hasta aquí para salvarme sino para hacerme daño.
¿Qué creíais? Su aparente desinterés por la cuestión francesa es en realidad un tácito chantaje:
durante muchos años me he visto obligada a comprar su neutralidad exprimiendo el tesoro real. Tenía
que impedir que se aliara con Aragón con fines expansivos allende los Pirineos, es decir, a costa de
mi reino.
—De casta le viene al galgo —comentó Ignacio—. Pero al final, al apoderaros de Airagne habéis
llevado miseria y destrucción a millares de hogares.
—Yo en vuestro lugar me quitaría esa expresión complacida de la cara. —La reina lo miró con
aire amenazador. Se había vuelto indómita y batalladora—. Si pensáis que os dejo libre para
revelarlo todo a los cuatro vientos, os equivocáis de cabo a rabo.
—Yo soy el más ínfimo de vuestros problemas, Majestad —minimizó él sin descomponerse.
Blanca parecía en la luna.
—¿Quién más podría descubrir la verdad?
—Para empezar, y sin ir más lejos, vuestro lugarteniente. —Ignacio se inclinó hacia su
interlocutora afectando un tono confidencial—. En estos precisos momentos, Humbert de Beaujeu
está preparándose para interrogar a los soldados. Siente curiosidad por saber quién los ha
comandado durante vuestra supuesta cautividad. Imaginad su desconcierto cuando los oiga decir que
no han dejado nunca de recibir órdenes de vos: le revelarán que después del concilio de Narbona
ordenasteis al ejército regio escoltaros hasta los Cévennes, pues teníais la intención de estableceros
en el castillo de Airagne… Que allí, según lo pactado anteriormente, reclutasteis a otros milicianos,
los exsecuaces de Lusiñano, ganándoos su favor con los escudos de oro alquímico… Y que de este
modo, y con la complicidad de Gilie de Grandselve, habéis «desenterrado» a los arcontes al
integrarlos en vuestro ejército.
—Sería muy engorroso que Humbert llegara a descubrirlo. Perdería su apoyo. —El rostro de
Blanca se ensombreció de golpe; su preocupación saltaba a la vista—. ¿Qué sugeriríais para
solucionar esto? —preguntó sorprendida de sí misma al verse pidiendo consejo a un extraño.
—Muy sencillo —empezó el mercader, complacido del cambio de actitud. A fin de cuentas, él
había inducido a la reina a tales consideraciones. Lo había planificado todo antes de subir a la
carroza, con la obvia intención de proteger su propia incolumidad—. Decidle que fuisteis
chantajeada por el conde de Nigredo, y que no podíais actuar de otra manera. Decidle que os habéis
visto obligada a dar órdenes a vuestro ejército en función de lo que os venía impuesto.
—Efectivamente, eso resolvería la cuestión —dijo ella—. Pero los dos sabemos que eso no se
corresponde con la verdad: era yo quien controlaba Airagne. Además, Humbert no ha visto a ningún
conde de Nigredo. Habría que acusar a alguien, pero ¿a quién? Ciertamente no a Thibaut, y menos
aún al cardenal Frangipane.
Interiormente complacido de la angustia de la reina, Ignacio alzó las cejas con aire cómplice.
—Por lo que a mí respecta, el conde de Nigredo ha sido siempre Felipe de Lusiñano. Nadie ha
ocupado nunca su puesto. Os bastará con decir que habéis sido secuestrada por sus esbirros. Después
de todo, habéis sido vos quien ha dado la orden de que muera en la hoguera.
—Así ha sido. Yo suelo eliminar a las personas que me plantean problemas, y ese hombre
representaba una amenaza; quería recuperar Airagne.
Todo estaba desarrollándose según lo previsto, y al mercader no le quedaba ya más que empujar
a la reina hacia la solución más obvia.
—Yo puedo testimoniar que he visto los restos del conde de Nigredo, es decir, de Lusiñano.
Atestiguaremos que sus hombres lo han traicionado, quemándolo vivo poco antes de que Humbert
acudiera a salvaros. Para que no recaigan las sospechas sobre vuestra persona, os bastará con
confirmar esta versión.
—Pero Humbert no ha presenciado ninguna muerte en la hoguera —objetó Blanca con toda lógica
—. Se necesitan pruebas concretas si queremos disipar toda duda.
—Eso ya lo había previsto yo. —Ignacio registró en su talego—. Tomad esto. —Y le entregó un
colgante dorado—. Lo llevaba mosén Felipe colgado al cuello. Lo he encontrado cerca de sus restos
carbonizados.
—Se diría un amuleto pagano… —La reina examinó el colgante y después abrió los ojos como
platos—. Representa una araña de patas curvas. Exactamente la misma que aparece en los escudos de
Airagne.
—Es el emblema del conde de Nigredo. Todos los soldados lo reconocerán. ¿Creéis que bastará
como prueba?
Los ojos de Blanca centellearon de satisfacción.
—Sí, bastará con toda seguridad.
Ignacio se aseguraba con aquello su salvación.
—Ese colgante tiene un precio, señora mía —insinuó antes de que fuera demasiado tarde. Estaba
impaciente por liberarse de las garras de aquella terrible predadora.
—¿Cuál, si se puede saber?
—Mi libertad sin condiciones.
—De acuerdo —convino la reina—. Transmitid mis saludos a mi querido sobrino Fernando.
—Descuidad.
El mercader de Toledo se despidió con una reverencia. Al salir de la carroza, ofreció a Humbert
de Beaujeu una somera explicación acerca de los acontecimientos relacionados con Airagne. Su
reconstrucción de los hechos, tan convincente como embustera, concordaría a la perfección con la
versión que le iba a ofrecer Blanca poco después.
Finalmente libre para irse, Ignacio llamó a sus compañeros y se alejó de la procesión regia, que
se dirigía a buen seguro rumbo a París.
39
Poco después de que el mercader y sus compañeros perdieran de vista la comitiva de la reina, el
cielo se oscureció y estalló una violenta tormenta. Encontraron cobijo en una posada situada al borde
del valle.
Un hombre estaba apostado bajo el zaguán. Era un individuo de aspecto rústico, cejijunto y con
una barba muy poblada que le nacía bajo los ojos. Contemplaba aburrido la caída de la lluvia
mientras se pasaba un hilo de paja por los dientes. Al reparar en los cuatro forasteros, arrojó la
pajita al suelo y soltó una risotada estentórea.
—¿De dónde salís vosotros? —preguntó—. No es un día indicado para viajar —agregó
señalando el cielo con gesto maldiciente—. Si no deja de diluviar, este año se echará a perder
también la mayor parte de la cosecha.
—Buscamos alojamiento —le informó Ignacio quitándose la capucha empapada.
—Acomodaos, pues —respondió el hombre sin dignarse mirarlo de nuevo. Su mirada ya se había
perdido en otra parte, en la lluvia.
Una mujer bajita y gruesa salió de la cocina y los guió por una escalera chirriante dejando atrás
un reguero de olores especiados. Los llevó hasta una habitación amplia situada en la planta alta y
señaló una ringlera de jergones separados por cortinajes y tabiques de madera.
Entre tanto, Willalme condujo a los caballos a los establos para desensillarlos. En aquel
momento, cayeron dos cartas de una faltriquera sujeta a la montura que había pertenecido a Lusiñano.
Aunque por entonces el francés ya sabía leer y escribir —de resultas de las insistentes
recomendaciones de Ignacio—, no dominaba sin embargo el latín. Por eso se le escapó el contenido
íntegro de los textos; pero el significado de algunas palabras lo dejó muy preocupado. Se dirigió ipso
facto al interior de la posada para revelar el descubrimiento a su amigo.
El mercader cogió las cartas y las examinó a la luz de una pequeña chimenea; a cada línea que
leía su ceño se fruncía más. Aquellas palabras casi le producían vértigo. Se esforzó por no dejarse
invadir por una oleada de desesperación. Se trataba de dos despachos redactados por Felipe y
destinados al obispo Folco y al padre González respectivamente: unos mensajes de máximo secreto.
Ambos contenían el mismo texto. Se detuvo especialmente en unas líneas:
… Puesto que lo considero un hombre pérfido e inclinado a las doctrinas heréticas, así como irrespetuoso para
con la autoridad eclesiástica y los preceptos de la Santa Iglesia Romana, aconsejo a Vuestra Ilustrísima que tome
acta de estas palabras y considere la conveniencia de adoptar medidas contundentes contra el maestro Ignacio
Álvarez de Toledo, a fin de extirpar de raíz el influjo nefasto que pudiera ejercer en la corte del rey Fernando…
—¡Serpiente asquerosa! —Ignacio arrugó las dos cartas y las arrojó con rabia a la chimenea. Las
llamas las envolvieron y devoraron en pocos minutos—. Menos mal que murió antes de poder enviar
estos mensajes.
Acercándose malhumorado a la mesa de la posada, donde lo esperaban una comida caliente y una
jarra de vino tinto, el mercader trató de reprimir los malos pensamientos que lo embargaban, pero no
lo consiguió. Se preguntó por qué Lusiñano habría escrito aquellas cartas y si lo había hecho a
petición de alguien. El padre González y el obispo Folco eran dos prelados terribles, y sólo pensar
que uno de los dos —o incluso ambos— hubiera pedido a Felipe indagar sobre él, lo llenó de
angustia.
Volvió a pensar en la pira carbonizada en lo alto del torreón, una imagen real y espantosa que
revivió con crudeza ante sus ojos. En aquel madero ennegrecido se veía también a sí mismo,
retorciéndose y gritando obsesivamente.
¡Eso no debería ocurrir jamás! En el futuro estaría más atento, evitaría los ambientes cortesanos y
las sedes prelaticias y se retiraría a una vida tranquila con su familia. Además, poseía suficientes
riquezas para vivir de manera desahogada.
Debía detener su carrera. Sibila, su mujer, lo esperaba.
Lo esperaba desde siempre.
Dejó a un lado su desazón y se acercó con renovada esperanza a la mesa. Frente a él, sus
compañeros de viaje lo recibieron con una mirada tranquilizadora.
Los días sucesivos, prosiguieron hacia el norte bordeando los feudos del Tolosano. En busca de un
camino seguro que llevara hacia España, encontraron una pista pedregosa hollada por peregrinos
rumbo a Santiago de Compostela. Siguieron aquel camino hasta llegar al poblado de Conques, donde
hicieron una parada breve pero decisiva. En aquel lugar se elevaba una abadía con las reliquias de
santa Foy, mártir y taumaturga. El sol, que había vuelto a lucir, iluminaba los elegantes bajorrelieves
esculpidos en la fachada del edificio sacro.
Mientras Ignacio y Willalme charlaban aparte, Uberto se sentó con Moira a la sombra de una
haya. El joven estaba muy inquieto.
Por su memoria pasaba sin cesar el rostro de Galib, la prisión de Montsegur, la promesa hecha a
Corba de Lantar, la muerte de Kafir y su encuentro con la misteriosa abadesa de Santa Lucina. La
sombra de Airagne, que hasta entonces había oscurecido aquel concatenarse de acontecimientos, ya
se había disipado. No obstante, seguía embargándolo una sensación de angustia. Él sabía bien de qué
se trataba.
Mientras Uberto rumiaba, la muchacha lo interrogaba con la mirada. Él se extasiaba con aquella
visión, pero al mismo tiempo sentía una especie de resquemor. Los sentimientos que experimentaba
lo hacían sentirse particularmente vulnerable.
—En cuanto pasemos los Pirineos te acompañaré hasta Cataluña, donde me dijiste que tenías
unos parientes —le expresó con rostro sombrío. Le habría gustado emplear otras palabras, pero no
sabía expresarse, ni explicarse. Tenía un carácter firme y racional, pero no era capaz de afrontar
ciertos asuntos. Quería a Moira, la quería con todo su ser, pero se sentía incapaz de manifestarle sus
sentimientos. Habría podido obligarla sin más a seguirlo y a casarse con él como solían hacer
muchos hombres. Eso lo sabía de sobra. Nadie habría tenido nada que objetar. Pero ella era una
criatura libre. No la obligaría a hacer nada semejante.
Moira lo cogió de un brazo, sin contestar. Un gesto sobradamente elocuente.
—A no ser que… —insinuó Uberto.
Ella sintió un pequeño sobresalto.
—¿A no ser que…?
—A no ser que quieras estar conmigo —contestó pronunciando la frase de un tirón.
La muchacha permaneció un rato mirándolo, sus largos cabellos agitados por el viento. En
silencio le acarició la cara, y al final, llena de alegría, le dijo que sí.
A poca distancia de allí, Willalme se hallaba conversando con Ignacio con gesto serio. Parecía
determinado, pero también muy triste.
—Mi buen amigo, ha llegado el momento de que me vaya.
Con una permanente expresión de dulzura en la cara, el mercader llevaba escudriñándolo un buen
rato. Hacía tiempo que esperaba oír aquello.
—¿Estás seguro de lo que dices? —De cada sílaba brotaba una nota de lamento.
—Necesito encontrar la paz —respondió el francés mirando intensamente a su compañero con
sus ojos azules—. Mi paz, dentro de mí.
El mercader se limitó a asentir. Sintió una angustia en el estómago, lo que a su vez le produjo
cierta alegría: era la prueba del afecto que le profesaba a Willalme. Recordó el día en que lo
encontró, muchos años atrás, y le salvó la vida. Desde entonces lo había tenido siempre a su lado,
como a su sombra, un amigo sabio y silencioso.
—¿Sabes al menos a dónde ir?
—Sí.
—Entonces ve, no seré yo quien te detenga. —Ignacio lo abrazó como se abraza a un hijo cuando
se teme no volver a verlo más. Lo estrechó contra su pecho, escondiendo su tristeza—. Encuentra tu
paz, amigo mío. Encuéntrala también para mí.
—Tu paz es fácil de alcanzar —susurró el francés—. Está delante de ti, pero tú nunca te das
cuenta.
Willalme se marchó aquel día de verano. Marchó por senderos pedregosos inundados de luz
meridiana.
Por mucho que se esforzó, no logró recordar la última vez que había llorado.
Epílogo
Fernando III de Castilla se remejió, inquieto, en el sitial de su gabinete para estar más cómodo. Su
rostro, iluminado por un candil tembloroso, parecía excesivamente pálido. Tenía los ojos fijos en una
misiva enviada por Ignacio Álvarez. Se la había llevado aquel mismo día un mensajero procedente
de Mansilla de las Mulas, el lugar de residencia del mercader.
En el texto, Álvarez le ofrecía un resumen algo abstruso de lo que había descubierto en Francia
durante los meses estivales. Las palabras, vagas sólo en apariencia, aludían a la realidad de los
acontecimientos, aunque sin mencionarlos explícitamente. El mercader de Toledo no quería hacer
sobre nadie afirmaciones escandalosas que en el futuro pudieran ser utilizadas en su contra.
Procuraba evitar toda crítica.
Terminada la lectura, Fernando III dejó la misiva delante de él, en el escritorio abarrotado de
cosas. Documentos apilados, plumas de oca y tinteros cubrían la superficie de la mesa, lo que
exasperaba aún más su variable estado de ánimo. Realmente, no sabía qué pensar.
La voz de un monje dominico sentado delante de él rompió el silencio y dio pie a la reflexión.
—No cabe duda de que Álvarez ha prestado un buen servicio. Ha hecho más que una simple
investigación y ha conseguido liberar a Blanca de Castilla. Nos ha librado de un buen aprieto.
El monarca asintió, inexpresivo.
—Sin embargo —prosiguió el dominico—, en su carta sostiene que el oro de Airagne no era
auténtico.
El rostro de Fernando III se reanimó con una contracción mandibular.
—Bueno, lo mismo sostenía ya el maestro Galib, si mal no recuerdo.
—Yo, sin embargo, albergo serias dudas al respecto, Majestad. —El padre González se agarró al
borde del escritorio; había emergido lentamente de la penumbra—. Ese mozárabe sabe demasiadas
cosas, no os fiéis de él. —Entornó los ojos—. Si pudiéramos interrogarlo a fondo… Ya sabéis lo
que quiero decir.
—No creo que sea oportuno ir por esa dirección. —En la voz del rey vibró una nota de
incertidumbre—. Yo sugeriría dejar ese asunto. Bien pensado, Álvarez puede volver a sernos útil.
El dominico suspiró desencantado, cual gato que ve escapar una presa que ya tenía entre las
garras. Vio cómo el monarca tendía las manos hacia un anaquel lateral, donde reposaba su virgen de
marfil. Sin dejar de observar aquellos gestos impacientes, dijo casi para sí:
—Yo le había confiado a mosén Felipe la delicada tarea de vigilar a Álvarez con la esperanza de
encontrar alguna prueba para formalizar una acusación de herejía y tener así un pretexto para
interrogarlo. —Se encogió de hombros—. Por desgracia, Lusiñano no ha retornado de la misión.
Fernando III volvió a colocar la estatuilla blanca en su sitio y señaló una misiva que reposaba
sobre el escritorio:
—Según el informe de Álvarez, Felipe de Lusiñano ha muerto a consecuencia del hundimiento
del torreón de Airagne.
—Otra mentira, supongo —insinuó maliciosamente González.
—En cualquier caso, tampoco vos sois completamente sincero. Nos habéis mantenido a oscuras
sobre lo que acordasteis con Lusiñano, y tal vez también con otras personas. —La mirada del
monarca se volvió penetrante—. Sabemos asimismo que estáis en contacto con el obispo Folco de
Tolosa en relación con ciertos intereses de los que os cuidáis mucho de hablar. Es algo que resulta
irritante. En resumen, padre, que es nuestro deseo que se nos mantenga informado de todo. Es algo
que, además, sabéis perfectamente.
El dominico se retiró a la sombra.
—Por supuesto, sire. Sin embargo, ese Álvarez…
—Olvidaos de ese hombre. A fin de cuentas, el asunto de Blanca de Castilla puede darse por
resuelto. Nuestra tía no conseguirá consolidar su dominio en Francia. Y eso nos basta. —El monarca
hizo un gesto seco, como queriendo zanjar la conversación—. Olvidémonos del oro de Airagne. Hay
cuestiones más urgentes en que pensar. —Desplegó unos pergaminos sobre el escritorio—.
Centrémonos, para empezar, en la estrategia a seguir contra el emir de Córdoba…
González siguió con mirada tensa el índice del monarca que se deslizaba sobre un gran mapa
topográfico.
Durante unos instantes, lo odió intensamente. Le habría gustado apoderarse de su querida virgen
de marfil y hacerla añicos.
Esta novela, aunque su trama sea pura invención, está entretejida con referencias al siglo XIII de
carácter político, cultural y legendario, pero sobre todo se alimenta de muchas sugerencias que he
encontrado documentándome sobre la alquimia medieval, con sus aspectos simbólicos y sus
repercusiones en los planos de la religión, la filosofía y el folclore. Todas las citas bibliográficas de
esta obra, incluido el Turba philosophorum, se atienen por tanto a la verdad histórica. También la
terminología seudocientífica (o mejor dicho, precientífica) mencionada en varios puntos de la
narración, procede de la traditio manuscrita, pues se considera funcional a la trama y coherente con
la forma mentis medieval. En semejantes elementos reside la auténtica historicidad de la novela, en
caso de que el lector quisiera encontrarla en unas páginas de fiction. A este respecto, la subdivisión
cuadripartita de las fases alquímicas (nigredo, albedo, citrinitas, rubedo) que ofrezco en la novela, se
aparta deliberadamente de la subdivisión mucho más difundida en el Medievo, basada sólo en tres
colores básicos (negro, blanco y rojo). Dicha referencia se deriva del denominado Libro de Comario
y Cleopatra perteneciente al corpus alquímico greco-egipcio de la era helenística, tal vez
interpolado por un monje bizantino (véase al respecto la Collection des anciens alchimistes grecs,
editada en París en 1888 al cuidado de Marcellin Berthelot). Es mía, en cambio, la idea de acercar
los procesos de la alquimia a la hilatura.
Las temáticas de la alquimia, de la filosofía y de la antropología cultural que aparecen en la
trama se entrelazan en la estructura simbólica de Airagne, que se convierte por así decir en
metasemia. Lo mismo es extensible a la armada de los arcontes, cuyo nombre evoca las doctrinas
gnósticas de Pistis Sophia así como el binomio Oscuridad-Materia, que se puede encontrar tanto en
la tradición hermética como en la maniquea, formando una suerte de «coralidad» junto con los
conceptos de demiurgo y de nigredo.
Por lo que respecta a los personajes históricos citados en la novela, son auténticas las noticias
biográficas relativas a Fernando III de Castilla, Pedro González de Palencia, Folco de Tolosa,
Raymond de Péreille y Corba Humaud de Lantar.
Las reconstrucciones urbanístico-arquitectónicas de Teruel, Tolosa y Acre respetan la
verosimilitud histórica, al igual que las descripciones de los siguientes edificios: el puente y castillo
de Andújar, la roca de Montsegur y la Sacra Praedicatio de Prouille (aunque no sus subterráneos),
así como las abadías de Fontfroide y de Conques.
En cambio, he utilizado libremente el nombre de Galib (Galippus), personaje histórico del que se
sabe muy poco, salvo que figuró entre los colaboradores mozárabes de Gerardo de Cremona.
Todos los acontecimientos históricos citados son auténticos y están bien documentados, incluidas
las alusiones a Georgia y a la reina Rusunda.
El concilio de Narbona de 1227 se celebró realmente, y en tal ocasión se lanzó un anatema contra
los señores del Languedoc que apoyaban a los cátaros. Por lo demás, sobre las tendencias
separatistas (de índole político-religiosa) de los condes de Tolosa y de Foix ya se había debatido en
1215 con ocasión del cuarto concilio de Letrán. Igualmente real fue la expedición punitiva conocida
como Tierra quemada y abanderada por el obispo Folco, expulsado de Tolosa por el movimiento
filoherético liderado por el conde Raimundo VII. Está asimismo atestiguada la existencia de las
confraternidades de los «blancos» y los «negros».
El comportamiento de monjes indisciplinados aparece igualmente descrito en varios documentos
de la época.
El exorcismo recitado por el obispo Folco está sacado del «Carmen» 54 de los Carmina Burana.
Tras la muerte de Luis VIII el León, la reina Blanca de Castilla, sola en el trono de Francia,
atravesó un momento de crisis política al tener que hacer frente a una nutrida cohorte de barones
rebeldes aliados con el duque de Bretaña, Pierre de Dreux, también llamado Mauclerc. Romano
Frangipane, legado pontificio, trabajó infatigablemente al lado de la regente para conjurar el colapso
de la monarquía; y lo mismo cabe decir de Humbert de Beaujeu.
No se puede saber si Blanca de Castilla fue secuestrada alguna vez; pero a este tipo de riesgos sí
se vio expuesto más de una vez el delfín, su hijo, el futuro san Luis. Y, volviendo a la reina de
Francia, son bien conocidos los testimonios relativos a su sobrenombre, dame Hersent, así como su
carácter combativo y su ensalzada belleza, a la que tampoco debió de ser indiferente el propio
Frangipane. Son, en cambio, inciertas las relaciones que pudo mantener con Thibaut IV de
Champagne, el Príncipe trovador, si bien el monje cronista Mateo de París (Historia maior, año
1226) no dudó en poner por escrito que Luis VIII fue envenenado por el amante de Blanca, el conde
de Champagne, quien en los anales lleva por nombre Henricus y no Thibaut.
Son auténticas las referencias a la herba diaboli y sus efectos alucinógenos con relación a la
brujería, como lo son también las manifestaciones patológicas atribuidas al saturnismo (intoxicación
por plomo).
En el siglo XIII se encuentran menciones a la fata Malusina, la mujer-serpiente, en la leyenda de
Henno el de los grandes dientes, transmitida por Walter Map ( De nugis curialium, IX, 2). Es
interesante a este respecto el relato perdido de Hélinand de Froidmont, al que se refiere Vincent de
Beauvais (Speculum naturale, II, 27). Al siglo siguiente pertenece la obra de Jean d’Arras conocida
con diversos títulos, entre ellos La noble histoire de Lusignan o Le roman de Melusine en prose ,
donde se alude a la descendencia de la estirpe de los Lusiñano a partir de esta criatura fantástica,
mitad bruja y mitad sirena.
Hemos tratado de reconstruir dentro de los límites de lo verosímil los rituales de los cátaros (en
el Languedoc llamados texerants y en otras partes albigenses) así como la vida comunitaria de las
beguinas, que empezaron a asentarse en el sur de Francia precisamente en la primera mitad del siglo
XIII.
Es difícil saber a ciencia cierta qué se escondía en el interior de Montsegur, montaña que fue
asediada y arrasada entre 1243 y 1244 por los violentos cruzados franceses, un ejército de al menos
seis mil hombres al mando de Hugues d’Arcis, comandante de Carcasona, y de Pierre Amiel,
arzobispo de Narbona. Fue un acontecimiento particularmente dramático, en el que los ideales
religiosos se convirtieron en pretexto para dar rienda suelta a la intolerancia y a la brutalidad
humanas. En aquella época, la roca albergaba a una comunidad de aproximadamente quinientas
personas, algunas de ellas instaladas en las grutas excavadas junto a los cimientos del castillo.
Antes de que los habitantes de Montsegur fueran capturados y quemados en la hoguera (incluido
el castellano Raymond de Péreille y su familia), se cuenta que gracias a la ayuda de Pierre-Roger de
Mirepoix, un grupo de cátaros fugitivos logró eludir la vigilancia de los cruzados y sacar de la roca
un tesoro tan precioso como misterioso, sustrayéndolo de las garras del arzobispo Amiel, pero
haciéndolo también desaparecer para siempre de la historia. Por eso los cátaros han sido a menudo
considerados, entre otras cosas, los últimos depositarios del grial. La leyenda de la Piedra de Luz es,
pues, auténtica, si bien en el estado actual de los estudios medievalistas resulta imposible establecer
qué era exactamente. Algo que tal vez no se llegue nunca a saber.
Nota de agradecimiento
Ante todo, dar las gracias a Ignacio de Toledo. Lo encontré una sola vez, de pasada, entre las
páginas de un ensayo histórico o quizá de una novela de aventuras. Tropezarse con este tipo de
personajes tiene siempre consecuencias imprevisibles. Quiero dar también las gracias de manera
especial a Leo Simoni, sin cuyos consejos probablemente habría perdido la fuerza y el entusiasmo
para escribir antes de cumplir los veinte años. Al darle las gracias le pido perdón por no haberlo
comprendido nunca del todo. Por cierto, a menudo tengo la sensación de recibir de las personas
queridas mucho más de lo que estoy dispuesto a dar. Eso vale sobre todo para mis padres, siempre
preocupados por indicarme un camino a seguir. Aunque no estoy seguro de haber tomado la dirección
correcta o la que esperaban de mí, espero que sepan valorar mis esfuerzos. Y naturalmente gracias
especiales a Giorgia, que sabe estar cerca de mí, aconsejarme y a veces soportarme con paciencia en
los momentos en los que la fantasía me lleva a otra parte, haciéndome olvidar el mundo real.
Hay también otras personas a las que quiero mostrar mi más sincero agradecimiento. Ante todo, a
Roberta Oliva y a Silvia Arienti, grandes profesionales y fieles amigas, así como a Newton
Compton. Encontrar el editor adecuado no es sólo una cuestión de contratos y de ejemplares
vendidos; antes bien, significa establecer un feeling con alguien que sepa entender y apreciar tu
creatividad. Por eso estaré siempre agradecido a Raffaello Avanzini y a Alessandra Penna, en los
cuales reconozco la pasión y el entusiasmo de quienes se baten cada día para dar lo mejor de sí
mismos. Como tampoco puedo olvidar a Fiammetta Biancatelli, Maria Galeano, Carmen Prestia,
Giovanna Iuliano y a todos los demás integrantes de este fantástico equipo.
MARCELLO SIMONI (Comacchio, Italia, 1975) ha sido arqueólogo y bibliotecario. Con Il
mercante di libri maledetti, su debut narrativo, ocupó durante más de un año el primer lugar de las
listas de los más vendidos y obtuvo, también, el Premio Bancarella.
El éxito de la novela se confirmó más tarde con títulos como Il labirinto ai confi ni del mondo,
L’isola dei monaci senza nome, La cattedrale dei morti y la saga Codice Millenarius.
Sus obras han sido traducidas en más de veinte países.
Notas
[1] «La que yo amo es de un señorío y una belleza que me pasman». <<
[2]Demonios de todo género, que cegáis, que condenáis, que lisiáis y que turbáis, obedeced mis
órdenes y mis palabras. Yo os censuro y os conjuro por mandato del Señor que no molestéis, como
soléis hacer, a los hombres, de modo que comparezcáis y después os vayáis y habitéis con almas
desesperadas. <<