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--WESLEY, EL METODISMO Y EL ESPIRITU SANTO.

El pietismo alemán
Los términos “pietista y pietismo” provienen del libro publicado por Philipp J.
Spener (1635-1705) en 1675, Pia Desideria. Spener, un alsaciano pastor en
Francfort y Leipzig, aunque es luterano, trata de avivar la experiencia
personal de la fe más allá de la ortodoxia luterana rígida, atada a la pureza de
las definiciones doctrinales. Veía en Lutero al teólogo de la conciencia;
mantenía la concepción de la justificación por la fe que se traduce en una
experiencia del nuevo nacimiento, en un amor activo hacia Dios y hacia el
prójimo. De 1666 a 1686, Spener crea en Francfort, en su propia casa primero
y en otras posteriormente, grupos, los collegia pietatis, en los que sus
participantes se enriquecen del mensaje espiritual de la Escritura. Spener
niega ser un reformador de la iglesia, pero introduce un principio renovador:
el pastor no tiene el monopolio ni la totalidad de los carismas. El Espíritu
actúa en todos los fieles, en los grupos de verdaderos cristianos. Es necesario
dejarles libertad de acción. Sin ella, la Escritura se convertirá en letra muerta;
no será Palabra de Dios ni su presencia activa, alimento del alma y de la vida.
Para Spener las palabras de Pablo de Colosenses 3,16 son fundamentales: “La
palabra de Cristo habite en abundancia en vosotros, enseñando y
exhortándoos unos a otros, con toda sabiduría. Cantad a Dios salmos e
himnos y canciones espirituales, con gratitud en vuestro corazón.” Para él la
importancia eclesiológica de este texto es obvia. El conde Nicolaus Ludwig de
Zinzendorf (1700-1760) puede ser calificado de pietista por su fervor en su
amor a Jesús salvador. Sin embargo, va más allá del pietismo tanto por su
afirmación intransigente de la salvación solo por la fe, frente a un programa
de santificación por las experiencias en el progreso espiritual, como por una
abertura misionera que hacía estallar el intimismo de los grupos de piedad.
En 1737 fue consagrado obispo de los hermanos moravos. Y son estos
últimos los que tienen una influencia importante en la conversión y evolución
personal de Juan Wesley, fundador del metodismo. En la actualidad, el
término “pietismo” tiene, frecuentemente, un sentido amplio. Da nombre a
la tendencia a contentarse con un fervor de corte más bien sentimental, poco
preocupado tanto de la doctrina precisa como del estudio exigente. También,
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se ha calificado de pietismo al neopentecostalismo o a la renovación en el


Espíritu.
El metodismo y el movimiento de santidad
El metodismo es un movimiento de despertar que se produce en la Iglesia
Anglicana del siglo XVIII, pero que tiene una expansión y desarrollos
mundiales. En la línea del movimiento pietista y de los moravos, acentúa la
importancia de la experiencia de conversión y destaca la importancia de la
santidad de vida como una meta a cumplir a través del discipulado y el
crecimiento en la santidad. En ambos reconoce al Espíritu como
indispensable. No obstante, el metodismo es un movimiento con
características entusiastas, y a la vez, con estructura y afán de controlar
cierto tipo de manifestaciones espirituales. Estas tensiones lo hacen único. Su
importancia radica en que establece las bases para desarrollos posteriores en
otros movimientos importantes del cristianismo ferviente: los del
movimiento de santidad y el pentecostalismo. Daremos un breve
esclarecimiento del pensamiento de Juan Wesley, su fundador, sobre el
Espíritu Santo. Juan Wesley y el metodismo Para Juan Wesley, no hay vida
humana aparte del Espíritu Santo. Aunque la humanidad caída en su estado
natural está llena de pecado (aquí está de acuerdo con Lutero y Calvino),
Wesley no cree que los seres humanos permanezcan en ese estado. Está
persuadido de que la gracia proveniente entorna a toda persona desde su
nacimiento, de modo que solo por medio del Espíritu un individuo puede
tener la capacidad de vivir: Creo firmemente, y esto en el sentido más literal,
que “sin Dios nada podemos hacer…”; que no podemos pensar, o hablar, o
mover la mano… sin el acuerdo de la divina energía; y que todas nuestras
facultades son un don de Dios, y ninguna puede ser ejercida sin la asistencia
de Su Espíritu. Esto significa que la gracia del Espíritu es concedida desde el
nacimiento a cada ser humano, activando la conciencia, permitiéndonos a
cada uno distinguir entre el bien y el mal. Esta gracia nos conduce hacia Dios,
para tomar nuestros primeros pasos en el proceso de nuestra salvación,
capacitándonos para pedir la ayuda de Dios. Este don del Espíritu es el
resultado de la obra de Cristo en la expiación. Por medio de la gracia que
recibimos a través del Espíritu somos capaces de arrepentirnos de nuestros
pecados y recibir el don de la fe que nos permite “ver las cosas de Dios.” La
misma fe incluye nuestro perdón de pecados, a través de la muerte de Cristo,
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que es nuestra justificación. Esta justificación es el comienzo de una nueva


vida de salvación. Proviene de Dios y nos es dada a través del don del Espíritu
Santo. Solo a través del Espíritu podemos poseer la fe para experimentar
“una confianza segura de que el amor y la misericordia de Dios, a través del
sacrificio de Cristo, son míos.” Pero el Espíritu Santo hace más aún. La
justificación para Wesley es solo el comienzo de la vida cristiana. El que ha
sido justificado no está libre del pecado. El nuevo creyente puede ser tentado
a creer que el pecado está muerto en él, cuando en realidad “solo está
paralizado.” Aún justificados, nadie puede, sin el poder del Espíritu, resistir al
pecado y hacer el bien. La justificación no tiene posibilidades de perdurar sin
la presencia del Espíritu. De este modo, la santificación o perfección cristiana
es la verdadera meta de la vida cristiana. Esta perfección no es estática, como
hacer únicamente el bien sin hacer ningún mal. Para Wesley se trata de
alcanzar un amor perfecto hacia Dios con todo el corazón, y a nuestro
prójimo como a nosotros mismos. Pero este mandamiento conlleva la
promesa de los medios para alcanzarlo. Esta meta no es fácil de lograr y no
implica la imposibilidad de errar (impecabilidad). El peregrinaje hacia la
perfección cristiana no es algo que se pueda ganar por esfuerzo propio. Así
como la justificación solo puede ocurrir a través del don de la fe, otorgado
por el Espíritu, este nos da el poder para producir “frutos del Espíritu”
ordinarios, como el amor, el gozo y la paz. Por otra parte, el Espíritu no
conduce automáticamente en el proceso de la santificación sin el esfuerzo
humano. Únicamente por medio de un esfuerzo combinado del Espíritu con
el espíritu del individuo se puede obrar en la vida cristiana en busca del amor
perfecto. Esta interacción entre el Espíritu y el ser humano es muy personal.
Es una interacción de la cual podemos ser conscientes de dos maneras: por el
testimonio directo del Espíritu y por el testimonio indirecto de una vida que
comienza a mostrar los frutos del Espíritu. Wesley dice al respecto: “El
testimonio directo es una impresión interna sobre el alma, por medio de la
cual el Espíritu de Dios testifica a mi espíritu que soy un hijo de Dios; que
Cristo Jesús me ha amado, y que se ha dado por mí; y que todos mis pecados
han sido borrados, y que yo, estoy reconciliado con Dios”. Pero el Espíritu no
lleva a cabo el cambio de conducta en la vida del cristiano sin su cooperación.
No nos avasalla, sino que: “Puede guiar (a una persona) ya sea por su mente
o comprensión, como por su corazón o afectos; ya sea a través de la luz como
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a través del calor… Por medio de estas metáforas Wesley quiere decir que el
Espíritu obra a través y en la persona y no contra ella. Todo movimiento hacia
Dios es de hecho logrado en cooperación con el Espíritu. No obstante, en
ningún momento el Espíritu viola la voluntad humana u obra sin la
participación del hombre. Wesley no separa la obra del Espíritu de la vida de
la Iglesia. Incluso para él, la Iglesia no está formada exclusivamente de
individuos cuyas doctrinas son puras, que leen la Escritura sin error, que
adoran adecuadamente, que poseen la sucesión apostólica genuina de su
clero o que tienen la organización apropiada. Al contrario, incluye a todas las
personas en el universo que Dios ha llamado del mundo y a quienes ha dado
posesión de…un carácter cristiano; y a ser “un cuerpo,” unido por “un
Espíritu”; teniendo una fe, un bautismo, un Dios y Padre de todos, que está
por encima de todos, a través de todos y en todos.” De este modo, según la
teología de John Wesley, no puede haber vida, y menos aún, vida cristiana,
sin el Espíritu de Dios. Cada etapa de esta última depende de la obra del
Espíritu. Aún más, la Iglesia misma está constituida por aquellos que poseen
el Espíritu, y existe dondequiera el Espíritu testifica, perdona, capacita,
sostiene y lleva a su conclusión la obra de Dios en nosotros. En esto, Wesley
demuestra una comprensión y apertura sorprendentes al no limitar la obra
del Espíritu a aquellos que hacen las cosas bien. Es muy abierto en su
comprensión de la manera como Dios obra, y está convencido de que la
mayor prueba de la presencia del Espíritu en nuestro medio se encuentra allí
donde se manifiestan los frutos del Espíritu en una vida cristiana de amor.
Aunque John Wesley era un individuo muy abierto a las ideas de otras
tradiciones e ideologías, viendo de qué modo podían enriquecer su propia
teología, también fue muy intransigente en la defensa de ciertos conceptos
que le parecían clave. Es así como llega a tener enfrentamientos célebres con
otras tradiciones. Uno de ellos es con el calvinismo, porque no puede aceptar
los principales postulados de esta tradición. Para Wesley, Calvino desfigura el
carácter de Dios con su doctrina de la doble predestinación. No concibe un
Dios que determine todo por adelantado. Tampoco puede aceptar una
espiritualidad humana que consista en una mera aceptación de lo que Dios
hace. Con los hermanos moravos se enfrenta con respecto a la santificación.
Wesley rechaza el quietismo moravo porque considera que, en la senda hacia
la santidad, el hombre cristiano debe demostrar verdadera espiritualidad, a
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través de obras de beneficencia y santa caridad. Finalmente, se enfrenta con


todos aquellos que se oponen a la perfección cristiana, porque comprende
que los textos de la Escritura que llaman a “ser perfectos”, quieren decir
literalmente que Dios nos llama a la perfección, que para él es sinónimo de
santidad. Pero es un error concluir de lo anterior que Wesley posee una débil
teología de la gracia o que su teología del Espíritu es un pelagianismo oculto.
Wesley enfatiza poderosamente la dependencia humana de la gracia divina,
en cada una de sus etapas: la preventiva, la justificante, la santificante, la
sacramental y la universal.
El movimiento de santidad.
Una característica dominante del protestantismo norteamericano del siglo
XIX es su énfasis en el avivamiento. Y dentro del avivamiento, se manifiesta
una nueva fuerza: la búsqueda de la perfección cristiana o la santidad. John
Wesley ya había notado en la década de 1760 que en ciertas sociedades
metodistas se daban profesiones de “amor perfecto”, y predecía que vendría
un momento cuando “las santificaciones serían tan comunes como las
conversiones.” Vemos cumplirse estas palabras en los EEUU. en la década de
1830. En círculos metodistas, surge un renovado interés por la experiencia de
la perfección cristiana. En reuniones de pastores se impone la convicción de
que debe haber un avivamiento de la santidad cristiana entre pastores y
miembros de iglesia. Se reciben informes de que en reuniones campestres
“Muchos fueron santificados y limpiados de todo pecado. La obra de la
santidad parece avanzar de manera poderosa en muchos circuitos y
estaciones del distrito”. Se dan testimonios de una segunda vivencia
espiritual (aparte de la conversión), en la cual los individuos testifican de una
experiencia de santificación, producida por el Espíritu. Lo que está ocurriendo
en la primera mitad del siglo XIX no es nada nuevo desde el punto de vista de
la teología wesleyana. Simplemente, los elementos perfeccionistas de su
teología habían quedado relegados a un segundo plano. Ahora, como fruto
del Segundo Gran Despertar Norteamericano, estaba surgiendo a una nueva
prominencia. El encuentro entre un pietismo protestante con el avivamiento
norteamericano y el perfeccionismo wesleyano provocan este nuevo énfasis
en alcanzar la santidad cristiana. Es un impulso religioso que tomará cada vez
más fuerza durante el transcurso del siglo XIX. Desborda el ámbito metodista
y transforma la religiosidad de otras tradiciones protestantes con resultados
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insospechados para la historia del cristianismo. Los adherentes del


avivamiento que se desarrolla antes de la Guerra de Secesión, estaban
firmemente arraigados en la misma perspectiva bíblica que Spener y
Zinzendorf, los pietistas alemanes y de Bunyan, el puritano inglés. Pero esta
veta pietista no toma en Norteamérica un carácter místico, ya que está
fuertemente arraigada en el pragmatismo norteamericano y metodista. Su
pietismo es el wesleyano que se orienta más hacia la actividad cristiana que a
la introspección pietista. Predican la necesidad de una segunda crisis de fe
evangélica en la vida de cada cristiano. Esta “segunda bendición” después de
la conversión es comprendida como una consagración total del cristiano a
Dios, a través de Jesucristo, por la fe. La consecuencia sería que Dios liberaría
a la persona de la disposición interna a pecar voluntariamente, llenándola de
amor divino. Estos partidarios de la santidad niegan que se trate de un
estado de perfección absoluta o impecabilidad. Afirman que en la medida en
que el individuo plenamente santificado no pecara de manera consciente y
voluntaria, continuaría por la vida cristiana con un amor no dividido por Dios.
Se identifican con las palabras de Wesley según las cuales: “La plena
santificación o perfección cristiana no es más ni menos que el amor puro;
amor que expulsa al pecado y gobierna tanto el corazón como la vida del hijo
de Dios; el fuego del Purificador purga todo lo que es contrario al amor”. La
historia del movimiento para la santidad no es una historia de un impulso
religioso que nace de patrones heterodoxos de teología o de vida cristiana.
Es, mejor dicho, la expresión de un movimiento al centro de una de las
corrientes más intensas de la tradición cristiana. Prueba de esto es su
perseverancia y su posterior institucionalización en asociaciones y luego
iglesias. Su unión con el metodismo y el avivamiento hicieron que pasara
inadvertido por bastante tiempo. Pero se reconoce que es un impulso
religioso nuevo en intensidad, acentos y consecuencias. Como resultado
directo, produce miles de nuevos conversos al cristianismo, pero su objetivo
principal es la reforma de la iglesia misma. Siguiendo la tradición de la
reforma que buscaba restaurar la fe y la práctica de la iglesia apostólica, el
movimiento, en la línea de Wesley y los anabaptistas, considera que la iglesia
está muy apartada del cristianismo original. Por esto, su principal llamado es
a que la iglesia experimente nuevamente el derramamiento del Espíritu
Santo, como en el Pentecostés. Su meta es cristianizar al cristianismo. Así
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como el idealismo protestante norteamericano ve a las iglesias


norteamericanas como el instrumento divino para liderar la cristianización de
toda la sociedad, el movimiento de santidad se ve como el instrumento que
debería guiar a la corriente evangélica protestante a lograr niveles más altos
de santidad personal y nuevas fuentes de poder, en esta segunda experiencia
religiosa personal. Finalmente, cabe señalar que es de su entorno que surgen
las primeras iglesias pentecostales del siglo XX. Hoy se reconoce que existe
una tradición pentecostal-santidad con una membresía más allá de los cien
millones de personas haciendo de este movimiento una tradición importante
en la cristiandad contemporánea.
Conclusión.
Nuestro estudio sobre el lugar dado al Espíritu Santo en la teología y en la
práctica protestante, durante la Reforma y el protestantismo de los siglos XVI
al XIX, muestra grandes contrastes e interesantes lecciones que aprender
para la Iglesia del siglo XXI. Queremos destacar las más importantes.
Primeramente, consideramos que es una gran inexactitud afirmar que los
cuatro siglos estudiados son un período de desespiritualización del
cristianismo. Aunque en cierto sentido la corriente pentecostal-carismática
contemporánea es un fenómeno único en la historia del cristianismo, no es
correcto afirmar que solo ella ha valorado al Espíritu. Los siglos XVI al XIX dan
testimonio de diferentes grupos que han situado al Espíritu al centro de su
experiencia cristiana con resultados muy positivos, y también excesos
preocupantes. Es así como podemos afirmar que las raíces del
pentecostalismo-carismatismo contemporáneo están establecidas
profundamente en estas manifestaciones anteriores, y no se trata de un
fenómeno exclusivamente actual.
En segundo lugar, descubrimos que hay algo de verdad en la acusación
lanzada contra los reformadores magisteriales, según la cual los mismos
habrían limitado el rol del Espíritu en la teología y en la espiritualidad de la
Reforma. No obstante, hay que evitar las generalizaciones. La teología de
Lutero, Zwinglio y Calvino es muy rica en cuanto al rol del Espíritu en el
proceso de la salvación, la vida de la Iglesia y la vida del cristiano. Aun así, los
vemos limitando el acceso directo al Espíritu y mostrando mucha
desconfianza hacia las manifestaciones sobrenaturales del mismo, como
resultado de los conflictos con elementos extremos de la Reforma. No
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obstante, los reformadores tuvieron razón al denunciar los peligros que


supone situar las manifestaciones del Espíritu por encima de las Escrituras.
Lamentablemente, al intentar subsanar los excesos, apagan la espiritualidad
de sus tradiciones eclesiales. Aquí hay lecciones que aprender en cuanto a la
manera de alcanzar una fidelidad a la Escritura y una doctrina correcta
(dinámica) del Espíritu, permaneciendo abiertos a la conducción y
manifestaciones del mismo.
En tercer lugar, vemos una ética y una teología de la santificación ricas en
autores anabaptistas, fruto de la centralidad que le dan al Espíritu. Las
mismas anuncian un interés por las consecuencias de la salvación en la vida
de la iglesia y del cristiano, que serán desarrolladas profundamente en siglos
posteriores.
En cuarto lugar, advertimos que el interés por una espiritualidad más
profunda, fruto de los despertares pietista, moravo y metodista, estimulan el
desarrollo de la teología de la santificación y de la obra del Espíritu. Esto es
particularmente evidente en la teología de John Wesley. Igualmente, en
Norteamérica, los avivamientos de los siglos XVIII y XIX, provocan un intenso
debate en torno a la persona y a la obra del Espíritu, que plantea una serie de
preguntas de fondo, ya mencionadas al inicio de nuestro estudio.
Posteriormente, el movimiento de santidad propone una conclusión lógica a
la santificación y el poder ilimitado del Espíritu: el alcance de la plena
santificación o perfección cristiana.
En quinto lugar, es válido destacar la falta de consensos en el cristianismo
protestante en torno a la persona y obra del Espíritu. Sin duda, esto se debe a
que la personalidad del Espíritu es difícil de definir. Al cumplir su misión de
revelar y encumbrar a Jesucristo, su propia personalidad queda opacada
voluntariamente. De igual modo, la naturaleza misma de la obra del Espíritu
conduce al cambio y resiste el control y la definición.
Por último, el estudio del lugar dado al Espíritu en estos cuatro siglos de la
historia del cristianismo nos enseña que allí donde se ha valorado al Espíritu y
su obra, el cristianismo ha tomado vida, dinamismo misional y profundidad
ética. Es una lección que la Iglesia del siglo XXI debe recordar, al enfrentar
una época secular de valores morales inciertos, espiritualidad superficial y
crisis de fe.
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Sergio E. Becerra Facultad de Teología Centro de Investigación White


Universidad Adventista del Plata Entre Ríos, Argentina bibdir@uap.edu.ar

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