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CAPITULO 6

Persona: dolor y sufrimiento, muerte, esperanza y


resurrección.

1. Dolor y sufrimiento.

La Biblia no lo esconde, lo pone delante del lector como un importante factor de la


vida humana; es un factor negativo. Dolor tanto físico como moral. Es todo lo que hace
daño al ser humano, le dificulta la existencia, no conforme a sus deseos ni a su naturaleza.
El hombre pretende evitar esos males, aunque no siempre lo consiga.

Jesús realizó la salvación del género humano, con dolor sufrimiento y muerte. Sin
embargo no es el dolor lo que redime, sino el Amor. Decir que Dios es amor es decir
que es vulnerable. Porque Dios ama, puede ser correspondido o rechazado, precisamente
porque el amor sólo se da en la libertad y en el encuentro entre dos libertades. Dios sufre
por el rechazo del amor. No obstante, el amor no quiere el sufrimiento, pero asume el
dolor del otro porque lo ama y quiere compartirlo con él. Tal es el sufrimiento de Dios,
fruto del amor y de su infinita capacidad de solidaridad. Dios asume la cruz, no para
sublimar eternizar la cruz, sino para solidarizarse con los que sufren, para transformarla
en señal de bendición y amor sufrido. El móvil es el amor.

En nuestro presente el dolor y el sufrimiento está al paso. Pero de hecho, en la


mayoría de los casos, el sufrimiento es del otro, a quien vemos sufrir. En éste siglo que se
inicia, aun seguimos dando pasos hacia atrás, la deshumanización nos, la vivencia de lo
absurdo. A modo de ejemplo vale recordar un hecho: En 1985 el volcán Nevado Ruiz,
Colombia, hizo su esperada erupción. Su lava destruía y arrastraba a su paso todo lo que
encontraba. Tal fue la magnitud de la catástrofe que la misma población de Armero fue
literalmente borrada del mapa. Una de las imágenes más dramáticas y que recorrió el
mundo entero fue la de la niña Omaira. Esta niña, de apenas ocho años de edad, quedó
atrapada en el lodo. Los movimientos para mantenerse a flote eran inútiles, pues al
contrario la hundía cada vez más. Las cámaras de televisión, y la recién entrenada señal
por satélite utilizando fibra óptica, enviaban al mundo la nítida imagen conmovedora de la
niña, a quien apenas sólo podía mostrar su rostro. Aunque la totalidad de su cuerpo estaba
atrapado, la niña pudo hablar y suplicar que hicieran algo por ella, que no la dejaran morir.
Enviar esta imagen a todo el mundo, a través de la sofisticada tecnología costaba cinco
mil dólares por minuto, y sin embargo, no pudieron conseguir una bomba de cien
dólares para salvar la vida de Omaira.
Resulta que el dolor y el sufrimiento pasó a ser un espectáculo. Paradoja de esta
sociedad globalizada: los mass media, exhiben el sufrimiento humano en las primeras
páginas o presentan noticias sensacionales en la pantalla, unos cadáveres dispersos en el
suelo después del estallido de una bomba terrorista, un niño muerto en una balacera entre
bandas, un padre desconsolado que llora su hijo muerto atrapado entre los escombros de un
edificio derrumbado por un terremoto; por otra, todos recibimos cómodamente la noticia,
incluso suspiramos cuando nos damos cuenta que esas cosas suceden lejos de nosotros, sin
embargo, no nos afecta la agonía y la soledad de una vecina que contempla a su madre
morir de cáncer, o el drama de un padre que queda desempleado y no tiene cómo
mantener a su familia.

No nos conmovemos ante el sufrimiento lejano, ese que no nos exige ni nos
compromete; sino, simplemente observamos de lejos pronto olvidamos. Sin embargo, somos
indiferentes ante el sufrimiento de quien está a nuestro lado; preferimos evadirlo.

La televisión y la cinematografía han hecho del sufrimiento un espectáculo. El


dolor humano se incorpora al show si puede producir algún beneficio económico. El
sufrimiento, la enfermedad y el dolor humano se constituyen en ingredientes del mercado.
Por otra parte, la ansiedad por tener más, en lugar de ser más, generó los mecanismos por
encubrir nuestros miedos, angustias y preocupaciones ocultas sobre el sentido profundo de
la vida, de la vejez, el sufrimiento y la muerte.

- ¿Tiene sentido el sufrimiento?

Los seres humanos son los que sufren. De hecho, nuestra memoria es memoria o
recuerdos de sufrimientos. ¿Quién no ha contado a otros sus propios
sufrimientos?. Combatimos el sufrimiento con toda clase de remedios. Sufrir por
sufrir es absurdo. Estamos convencidos que el sufrimiento debe ser combatido; no
tiene sentido en sí mismo. El mal no está ante nosotros para ser comprendido,
sino para ser combatido, dándole sentido y no discutiendo sobre él. En este
sentido sólo es liberador el sufrimiento que surge de la lucha contra el sufrimiento.

En este sentido tenemos tres reacciones ante el dolor y el sufrimiento:

 La huida: al no poder curar nuestras heridas y carecer de fuerza para


enfrentarnos con los riesgos, evadimos los males olvidándonos de ellos;
construimos un mundo ficticio lleno de fantasías, distracciones, y
diversiones. Para no enfrentar el dolor decidimos no amar, no luchar, no
esperar, no comprometernos con nada y ni con nadie.

 El fatalismo: vemos los males pero nos sentimos paralizados e incapaces de


reaccionar. Todo lo atribuimos a factores externos a nosotros: providencia
divina, determinismo natural, fuerzas astrológicas, leyes del mercado.
Consideramos inútil todo esfuerzo por cambiar las cosas.
 La rebelión: cuando no aceptamos nuestros límites nos rebelamos recurriendo
a la violencia destructora. Asumimos la crítica sin respeto por el otro. No
reconocemos el bien que puede existir a pesar de todo en las situaciones
más conflictivas y contradictorias.

Cuando creemos fundamentalmente en nuestras posibilidades y en las perspectivas


de mejorar nuestras condiciones existenciales, decimos que nos comprometemos y tenemos
esperanza. Incluso, donde la razón afirma que todo es absurdo, la vida nos lleva a valorar
cada acción por muy pequeña que sea. Ese sufrimiento originado en la lucha contra el
mal y el dolor humano es el sufrimiento que dignifica, humaniza y libera.

¿Por qué yo? Es la pregunta que brota de nuestro interior en cada crisis.
¿Por qué tuvo que sucederme a mí?. Es una pregunta dirigida a alguien o al vacío. Solicita
una respuesta. Sin embargo, cualquier respuesta que nos den nos dejará inconformes, por
que en el fondo la pregunta revela una resistencia: esto no tuvo que sucederme a mí –nos
decimos- y si algún error ocurrió para que me pasara, el problema no estuvo en mí; así que
no merezco estar en esta situación.

Por qué yo, no se porqué; no son preguntas que puedan orientar la respuesta para
nuestro dolor o sufrimiento. Más bien, el para qué es la pregunta cuya respuesta puede
estar a nuestro alcance. Depende de nosotros. Nos toca sumirla activamente, en la
esperanza. Es un dolor asumido, no evadido, ni resignado. Asumir el dolor y el
sufrimiento desde la perspectiva de la esperanza depende de nosotros. Requiere una
entrega personal, la capacidad de arriesgarse, un compromiso profundo para compartir
nuestras lágrimas y miedos, nuestras necesidades y esperanzas.

Quienes sufren o han sufrido, y han salido fortalecidos, nos muestran una fuente
insospechada de vida e inspiración. Nos puede ilustrar, la afirmación anterior, la
experiencia de una joven viuda que acababa de volver del funeral de su marido y confirmó
con sus propias palabras las lecciones que había aprendido sentada a la cabecera de su
querido Marcos, mientras mecía a su pequeño de tres meses: “Una causa de verdadera
alegría durante los últimos meses de su vida (de Marcos), no fue tanto saber que sería
llorado después de su muerte cuanto la conciencia de haber sido amado mientras vivía... A
ustedes les diría (joven viuda): Vivan ahora el amor que tengan hacia los demás. No
esperen el futuro, no esperen el tiempo que curará las heridas en su relación con los demás.
No tengan miedo a tocar y compartir profunda y abiertamente todas las dimensiones
trágicas y alegres de la vida”.

El sufrimiento nos ayuda a re-valorar el aquí y el ahora; nos abre a una nueva
sensibilidad, a una percepción de la vida y de los demás. Aprendemos a escuchar nuestra
voz interior, a crecer espiritualmente, sin miedo a vivir. Sólo quienes han sufrido y llorado
saben de verdad cuánto se crece y se fortalece.
El dolor y el sufrimiento humano tiene sentido cuando se convierte para
nosotros en pascua, en paso de la muerte a la vida, del absurdo al sentido . El salmo
23 lo ilustra con una hermosa imagen: aunque pasemos por oscuros valles nada tememos
porque, al final, en verdes descansaremos. Es la actitud confiada de Job que, por encima
de sus males, confía en el Dios de la vida; que está con Dios no por lo que él representa,
como proveedor de bienes, sino por lo que él mismo es; por eso dirá: “El Señor me lo dio, el
Señor me lo quitó, Bendito sea el Señor”.

Cristo toca en la raíz del ser a todos los hombres, y al tocarlos por solidaridad
en la misma humanidad, abre la posibilidad de la redención y de la liberación, anima a la
superación de todos los sufrimientos y activa las fuerzas que van sacudiendo toda clase de
dolor (injusticia, opresión, enfermedad, soledad etc.). El Dios santo toma partido ante el
sufrimiento humano. Es un Dios ético. Exige la conversión y el restablecimiento de una
relación justa. Es un Dios que ama a todos sus hijos, especialmente a los malos y
desagradecidos.

En Jesús, Dios aparece cerca de la miseria del hombre. Pero en cuanto puede,
Jesús, lejos de querer el mal, lo que hace es combatirlo y eliminarlo. Dios sale a
nuestro encuentro en la existencia con en exclusivo interés en nuestra felicidad. El
hombre no encuentra a Dios, primariamente en el mal y en el sufrimiento, sino en la
plenitud de su ser y de su vida. Es en ser personal en donde encuentra a Dios, dándose al
hombre en la experiencia suya. A pesar de las limitaciones, carencias y sin sentidos que la
vida nos depara, el hombre puede encontrar a Dios en el sufrimiento, porque entre ambos
se produce una especial religación. Dios ama al hombre y se solidariza con él, le da
cualidades para afrontar el dolor y el sufrimiento.

2. Muerte.

- La muerte como problema existencial.

La muerte es, precisamente, la crisis suprema del hombre, ser corpóreo,


mundano, temporal: lo arranca de este mundo, que es el espacio vital para la
experiencia y la comunicación humana, destruye de raíz todos sus proyectos
individuales y colectivos, hasta hacerle plantear el problema del sentido o no de su
existencia. La pregunta que se formula no es precisamente ¿en qué consiste la
muerte?, sino ¿qué significa la muerte para una ser que debe realizarse con otros
en el mundo?. La antropología tiene que afrontar esta situación-límite si quiere
entender la condición humana.
Cada instante puede ser el último. La muerte no es un acontecimiento que
simplemente está por venir y que, por tanto, no tiene realidad hasta el momento en
que llega. No, la muerte es para cada uno siempre inminente en cada momento.
Cada instante puede ser el último y cada instante es, ciertamente, un acercamiento
a la muerte. Heidegger dirá: “Desde que el hombre nace es lo bastante viejo
para morir”.

¿Qué quiere decir mortal?. Por lo pronto, que se puede morir. El hombre está
condicionado por esa posibilidad, que le amenaza a cada instante. Mi realidad está
amenazada por mil contingencias; estoy expuesto a la muerte, como una
eventualidad, que me puede ocurrir. La mortalidad no significa sólo que se puede
morir –en cualquier momento-, sino que se tiene que morir alguna vez: “la muerte
es cierta pero la hora es incierta”; es un ingrediente firme y constitutivo de mi
vida. La vida es primordial pero precaria que ni siquiera se entiende sin la presencia
de la muerte; el afán de vivir, de sobrevivir, de ser, y no desaparecer es la
consigna. Ya decía Pascal: “Los hombres para ser felices, no habiendo podido
encontrar remedio a la muerte, a la miseria, a la ignorancia, han tomado la decisión
de no pensar en ella”.

Que el hombre puede morir resulta evidente. Que tenga que morir, ¿cómo lo sabe?.
Por experiencia decimos; todos los hombres han muerto. ¿Todos?. Todos menos los
vivos; hay más de cinco mil millones de excepciones. Este hecho de la muerte, con
su inevitabilidad, crea tal temor, que el hombre trata de velarlo; queriendo
agotar intensamente la vida, extraerle su sabor y sus jugos, le irrita la idea
del fin inevitable. La muerte irrumpe, con toda su sorpresa y amenaza, a la vida
con la muerte de la persona amada. Con la muerte del ser querido todo queda
despoblado. No tengo experiencia directa de mi muerte. Pero en la persona amada
la muerte me hiere a mí mismo, ya que el sentido de mi existencia está radicalmente
ligado a la persona amada.

Pero, a pesar de la certeza de la muerte, no acabamos de tomarla enteramente en


serio. Nos parece que nova con nosotros. La verdad es que por mucho tiempo nos
parece que envejecen los otros, no nosotros. Sólo el dolor, la enfermedad, la
jubilación del trabajo, etc. nos hace pensar que quizás también nosotros estamos
envejeciendo y acercándonos a la muerte. El hombre espíritu encarnado, en él, no
muere solamente el cuerpo; es el hombre el que muere. No es mi vida la que
desemboca inexorablemente a la muerte. Es el hombre que soy yo.

La muerte es algo que me acontece a mí. Significa que yo muero, o mejor, que yo me
muero. No se puede eludir la muerte, no es posible escapar a ella. En cada uno de
los distintos momentos de la vida somos los que hemos de morir. La vida, en
cualquiera de sus etapas, apunta a la muerte. Para Heidegger, el hombre es el
mundo un extranjero que se precipita en la nada. El hombre es un ser

para morir, pero no sólo para morir una vez, sino que en cada instante se realiza
como un ser que muere. El presente debe entenderse como un estar abocado a la
muerte. Existir es para el hombre correr al encuentro de sus posibilidades; pero la
muerte significa para el hombre el cierre total de todas sus posibilidades.
¿Cómo comportarse frente a esa angustia? ¿Cómo superarla, logrando una
existencia auténtica?. Enfrentándose a la muerte, aceptando el naufragio total. No
ir hacia el final arrastrado, sino llevado por sí mismo. No obstante, para Sartre la
muerte no da un sentido de autenticidad, sino que vuelve absurda la vida, sin
sentido, engendrando la náusea. “Es absurdo que hayamos existido y es absurdo
que muramos. Todo existente nace sin razón, se desarrolla por debilidad y
muere por azar”. La muerte es la negación de todas mis posibilidades, aunque es
absurdo considerar mi posibilidad. La muerte interrumpe, desde el exterior, la
propia realización. Estamos condenados a unas conquistas sin sentido y a unos
anhelos sin cumplimiento. La vida es una pasión inútil, dice Sartre. Entonces, qué
nos queda: vivir el presente a pesar del fracaso, de la inutilidad y del absurdo.

¿Qué significa morir?. Frente al fracaso y la muerte, que cercan al hombre, no


cabe huida. Es inútil levantar a su alrededor un muro ficticio de frenesí, de
dispersión, de distracción, etc. En el inicio del siglo XXI, no deja de acechar la
soledad radical a cada hombre y una insuperable inseguridad que anuncian y
anticipan la soledad absoluta y al angustia íntima, que constituyen la experiencia
única de la muerte. El progreso técnico ha agudizado dramáticamente la presencia
de la muerte en la existencia humana.

La forma analógica de la muerte ajena es la ausencia. Pero, la muerte ajena no es


mía, no es mi muerte mi experiencia personal de muerte, pues es imposible con-
vivir la muerte. Cada uno muere solo. La soledad es otra expresión de la muerte.
Ante la ineludible necesidad de la propia muerte el hombre se encuentra solo. Y
llega la hora de preguntas radicales, como: ¿qué sentido tiene la vida?, ¿qué
significa que yo me muero?, ¿qué me espera?, ¿es el ocaso de mi ser?, ¿me
aguarda la nada?, ¿o Dios?.

No quiero morirme es el grito trágico de toda la obra de Unamuno: “¿Por qué quiero
saber de donde vengo y a dónde voy, de dónde viene y a dónde va lo que me rodea, y
qué significa todo esto?. Porque no quiero morirme del todo, y quiero saber si he de
morirme o no, definitivamente. Y si no me muero ¿qué será de mí?. Y si me muero,
ya nada tiene sentido. No quiero morirme, no quiero ni quiero quererlo; quiero vivir
siempre, siempre, siempre y vivir yo, este pobre yo, que me soy y me siento ser
ahora y aquí...”. La muerte, pues, sólo puede entenderse desde la vida, desde el
afán de vivir y desde el ansia de eternidad. El tiempo vivido nova cayendo en el
vacío, la vida no va siendo absorbida por la muerte; lo vivido queda en el hombre y la
muerte otorga sentido definitivo a la vida que ha sido.

La muerte se transforma en un integrante de la vida; ayuda al hombre a tomar


conciencia de lo que realmente es, de lo que puede ser y de lo que debiera ser .
No existimos para morir, sino para encontrar la Vida, como dice K. Rhaner: “La
muerte no es para el hombre ni el fin de su ser, ni tampoco un mero tránsito de una
forma de existencia a otra... No, la muerte es más bien el comienzo de la
eternidad...”.

La muerte era en el AT algo totalmente negativo: ir a parar al Sheol, al reino de los


muertos, era algo que no alentaba a nadie. Nada extraño que el ideal del hombre
bíblico fuera prolongar todo lo posible la vida presente. La muerte no era tanto
algo biológico, cuanto algo religioso, vinculado con el pecado,
con la lejanía de Dios, fuente de vida. La respuesta ante el enigma de la muerte
será fruto de u proceso lento. Tardíamente concluyeron que la resurrección es la
única respuesta digna de Dios. Por respeto a sí mismo, por fidelidad a la
Alianza, Dios no puede abandonar en el sheol a los que murieron por el honor
de su nombre.

En el NT se llega a la plena revelación. Dios es Dios de vivos y no Dios de


muertos. La resurrección de Cristo ha significado la ratificación categórica de
esta esperanza: Dios no abandona a sus elegidos al poder de la muerte. Jesús
convirtió en realidad lo que el hombre hebreo siempre alimentó como ilusión. San
Pablo nos asegura que Cristo resucitó de entre los muertos, como primicias de los
que durmieron (murieron). Y nosotros somos solidarios con Él para la vida, como lo
fuimos en Adán para la muerte.

El hombre que ha acogido como único absoluto a Dios vive la muerte como la última y
definitiva donación, llevando hasta el fin la ley del Reino vivida durante la vida. En
cambio, el hombre que rechaza a Dios como absoluto y hace absolutos de su
vida a realidades mortales, vive la muerte como la última derrota, después de
las derrotas parciales y constantes de su vida. El hombre-Jesús ha vivido
nuestra muerte. Cristo se entregó confiadamente a Dios por los hombres: “Yo doy
mi vida, que nadie me puede arrancar” (Jn. 10,17-18). Abrazó la muerte libremente,
no como una fatalidad biológica sino como testimonio de su mensaje de amor y
liberación. Cristo además del Camino y de la Verdad, es la Vida, aunque esté
crucificado en la cumbre del basurero del mundo. Cristo es nuestra esperanza. La
esperanza de los cristianos está en la intervención de Dios que ha resucitado
a Jesús de entre los muertos.

3. Resurrección y salvación.

a) La pregunta es: ¿hay vida después de la vida?

No tenemos la menor idea de cómo será el cuerpo resucitado, pero podemos


asegurar con toda seguridad que no estará formado por las moléculas que se
descomponen en el sepulcro. Evidentemente, no cabe ninguna comprobación
empírica de la existencia de esa vida al otro lado de la muerte. Tampoco de su no
existencia. Se trata de otra dimensión del ser. Sin embargo, no debemos dejarnos
confundir por los testimonios aducidos en los libros como: “Vida después de la
vida”. En ellos aparecen hombres que fueron dados por muertos y volvieron a vivir.
Narran su encuentro con parientes y amigos muertos, así como con un Ser luminoso
que irradia luz y paz. Tan a gusto se sentían, que se desilusionaron al comprender
que debían volver a la vida.
Se tratará verdaderamente de gente que ha echado un vistazo al otro lado de la
muerte y nos han contado cómo son allí las cosas?. No. Fueron hombres que
sufrieron la “muerte clínica”, es decir, la paralización del cerebro, del aparato
respiratorio y del corazón, pero no llegaron a la muerte biológica, cuando la pérdida
de todas esas funciones tiene ya lugar de forma irreversible. Aquellos, fueron
hombres aparentemente muertos y, como se vio después, falsamente muertos. Sus
experiencias no prueban nada sobre una vida después de la muerte porque no
tuvieron lugar cinco minutos después de morir sino cinco minutos antes. Por suerte
o por desgracia, la existencia de una vida después de la muerte es objeto de
fe.

b) ¿Habrá un juicio?

Nos hemos imaginado el juicio de Dios que sigue a la muerte como un acto forense
del que brotarán para unos, sentencias absolutorias y para otros, condenatorias.
Pero es necesario tener presente que el verbo hebreo safat no significa
originalmente “juzgar”, sino “hacer justicia” en el sentido de liberar del enemigo,
salvar. El juicio de Dios será la definitiva y aplastante victoria de Dios sobre
el pecado y la muerte. Por eso los primeros cristianos deseaban ardientemente
ese día, como lo indica la exclamación: “Maranatha” (Ven) que repetían en las
reuniones litúrgicas (Ap. 22,17-20).

Después, por la influencia del concepto latino de justicia, se empezó a ver el


juicio como una rendición de cuentas. Ya no evocaba la confianza en el triunfo,
sino la angustia y la inseguridad ante la sentencia incierta. En el siglo XI se
pensaba que la inmensa mayoría de los hombres estaba condenada. Todavía en el
siglo XIII se dirá que: sólo uno de cada cien mil alcanza la salvación. En el siglo
XVII otro dirá que: de mil personas, no hay una veintena que sean salvadas
efectivamente. De lo dicho, es necesario es necesario poner las cosas en su sitio.
No pensemos que la salvación y la condenación son dos destinos igualmente probable
para los hombres. Así ocurría, desde luego, en el AT: “Yo pongo ante ustedes
bendición y maldición. Bendición si escuchan los mandamientos de Yahveh vuestro
Dios que yo les describo hoy, maldición si no escuchan los mandamientos de Yahveh
vuestro Dios” (Dt. 11,26-28).

Pero una maravillosa originalidad de Jesús con respecto a los profetas que le
precedieron es que El anuncia sólo la salvación: “Convertíos, porque el Reino de
Dios ha llegado” (Mt. 4,17).
Como es sabido, Jesús leyó en la sinagoga de Nazareth un conocido oráculo de
Isaías: “El espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha ungido para anunciar a
los pobres la Buena Nueva, me ha enviado a proclamar la liberación a los cautivos y
al vista a los ciegos, para dar la libertad a los oprimidos y proclamar un año de
gracia del Señor” (Lc. 4,18-19). Pues bien, al repasar el texto original de Isaías
resulta significativo descubrir que se “saltó” un renglón que hablaba de “pregonar
el día de venganza de nuestro Dios” (Is. 61,2). Y es que el infierno difícilmente
podría pertenecer al Evangelio que, traducido de forma literal, significaba Buena
Noticia, anuncio de salvación (y no de salvación o condenación).

c) ¿Cómo resucitarán los muertos?

Seguramente también a nosotros e nos habrá ocurrido la misma pregunta que los
cristianos de Corinto dirigieron a Pablo: ¿cómo resucitarán los muertos?, ¿cómo
volverán a la vida? (1Cor. 15,35). Pablo contesta de entrada: “Necio” (¿cómo
puedes preguntar eso?). Es una pregunta sin respuesta teológica. Pablo en el fondo
parece decir: “Yo sé que, pero no sé cómo” (1Cor. 4,14). Pablo emplea un lenguaje
aproximativo para decirnos que resucita el mismo hombre, pero transfigurado.
El único modelo que tenemos es el cuerpo de Cristo resucitado, del cual sabemos
muy poco (Fp. 3,20-21). Sabemos que ha recibido la vida en plenitud, nada más. Es
cierto que Jesús se hizo milagrosamente visible a sus discípulos, pero en distintas
formas, tanto que más de una vez no lo reconocieron enseguida. Normalmente el
cuerpo de Jesús era inasequible a los sentidos. Lo cual sugiere una dimensión
inmaterial.

Nuestra esperanza es la misma de San Pablo: “Esperamos al Señor Jesucristo, el


cual transfigurará nuestro cuerpo en un cuerpo de gloria como el suyo” (Fp. 3,20-
21). Los concilios dirán más tarde que

cada uno resucitará con su propio cuerpo. Pero esto no hay que entenderlo así. En
la Biblia está clara la identidad personal entre el yo terreno y el yo definitivo.
Resurrección no es ni una segunda creación, ni la vuelta a un tipo de existencia
terrena, mejorado, ni la copia de unos órganos que ya no se van a emplear. Se trata
más bien, de la consumación de nuestro cuerpo espiritual, personalidad vivificada
por el aliento vital del Creador.

El ”resucitaremos con el mismo cuerpo” de los concilios, a la luz de la antropología,


se puede reinterpretar así: si el cuerpo es el centro, el punto de partida de mis
relaciones con el cosmos y con los demás, relaciones limitadas aquí por el espacio-
tiempo, con la resurrección persiste todo eso, pero pierde sus límite-espacios
temporales, los condicionamientos de la materia. Al resucitar conservamos nuestra
“identidad”, nuestro modo de expresarnos y de relacionarnos con el mundo u con los
demás; pero ya no sujetos al espacio-tiempo, ya no sujetos a las leyes físicas, y
totalmente dóciles a la acción del Espíritu. En el mas-allá no necesitaremos el
soporte material del cadáver para seguir comunicándonos; nuestro “cuerpo de
muerte” sólo serviría para limitar las posibilidades de comunicación. El cuerpo es
definitivamente liberado de sus férreas limitaciones, sin perder nada de sus
comunicaciones.
En el mas-allá seremos nosotros, pero no como ahora. No perderemos nada de lo
que nos individualiza; antes bien, recapitularemos todo lo que fuimos. Al resucitar
“el hombre reencuentra en Dios no sólo su último momento, sino toda su
historia”. Todas las relaciones trabadas en esta historia pasan al resucitado y
quedan con él para siempre. Según esto podremos autoidentificarlo, expresarnos
como lo que somos, reconocer a los demás y viceversa, y relacionarnos a nuestro
modo con el Universo transfigurado. Esto es irrepresentable, pero exigido por el
respeto a nuestra personalidad que se ha ido gestando en el tiempo y a través de
los acontecimientos y de nuestras infinitas relaciones personales. La resurrección
conferirá a cada uno la expresión corporal propia y adecuada a la estructura del
hombre interior.

¿Qué significa: creo en la resurrección de los muertos?. Significa que en el


mas-allá me espera la vida, la vida en plenitud, esa vida que Jesús recibió en
Pascua y me comunicó a mí a través de la fe cristiana, una vida sin defectos, ya
que será plenificada en todas mis dimensiones: espiritual, corpórea, social y
cósmica. Diríamos hoy: entraré en una nueva dimensión y me sentiré plenamente
realizado. Lo demás que podamos añadir, son formulaciones y detalles de carácter
más o menos mítico. No hay descripción posible de esa vida; sólo la certeza que
nos da la fe.

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