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1. Dolor y sufrimiento.
Jesús realizó la salvación del género humano, con dolor sufrimiento y muerte. Sin
embargo no es el dolor lo que redime, sino el Amor. Decir que Dios es amor es decir
que es vulnerable. Porque Dios ama, puede ser correspondido o rechazado, precisamente
porque el amor sólo se da en la libertad y en el encuentro entre dos libertades. Dios sufre
por el rechazo del amor. No obstante, el amor no quiere el sufrimiento, pero asume el
dolor del otro porque lo ama y quiere compartirlo con él. Tal es el sufrimiento de Dios,
fruto del amor y de su infinita capacidad de solidaridad. Dios asume la cruz, no para
sublimar eternizar la cruz, sino para solidarizarse con los que sufren, para transformarla
en señal de bendición y amor sufrido. El móvil es el amor.
No nos conmovemos ante el sufrimiento lejano, ese que no nos exige ni nos
compromete; sino, simplemente observamos de lejos pronto olvidamos. Sin embargo, somos
indiferentes ante el sufrimiento de quien está a nuestro lado; preferimos evadirlo.
Los seres humanos son los que sufren. De hecho, nuestra memoria es memoria o
recuerdos de sufrimientos. ¿Quién no ha contado a otros sus propios
sufrimientos?. Combatimos el sufrimiento con toda clase de remedios. Sufrir por
sufrir es absurdo. Estamos convencidos que el sufrimiento debe ser combatido; no
tiene sentido en sí mismo. El mal no está ante nosotros para ser comprendido,
sino para ser combatido, dándole sentido y no discutiendo sobre él. En este
sentido sólo es liberador el sufrimiento que surge de la lucha contra el sufrimiento.
¿Por qué yo? Es la pregunta que brota de nuestro interior en cada crisis.
¿Por qué tuvo que sucederme a mí?. Es una pregunta dirigida a alguien o al vacío. Solicita
una respuesta. Sin embargo, cualquier respuesta que nos den nos dejará inconformes, por
que en el fondo la pregunta revela una resistencia: esto no tuvo que sucederme a mí –nos
decimos- y si algún error ocurrió para que me pasara, el problema no estuvo en mí; así que
no merezco estar en esta situación.
Por qué yo, no se porqué; no son preguntas que puedan orientar la respuesta para
nuestro dolor o sufrimiento. Más bien, el para qué es la pregunta cuya respuesta puede
estar a nuestro alcance. Depende de nosotros. Nos toca sumirla activamente, en la
esperanza. Es un dolor asumido, no evadido, ni resignado. Asumir el dolor y el
sufrimiento desde la perspectiva de la esperanza depende de nosotros. Requiere una
entrega personal, la capacidad de arriesgarse, un compromiso profundo para compartir
nuestras lágrimas y miedos, nuestras necesidades y esperanzas.
Quienes sufren o han sufrido, y han salido fortalecidos, nos muestran una fuente
insospechada de vida e inspiración. Nos puede ilustrar, la afirmación anterior, la
experiencia de una joven viuda que acababa de volver del funeral de su marido y confirmó
con sus propias palabras las lecciones que había aprendido sentada a la cabecera de su
querido Marcos, mientras mecía a su pequeño de tres meses: “Una causa de verdadera
alegría durante los últimos meses de su vida (de Marcos), no fue tanto saber que sería
llorado después de su muerte cuanto la conciencia de haber sido amado mientras vivía... A
ustedes les diría (joven viuda): Vivan ahora el amor que tengan hacia los demás. No
esperen el futuro, no esperen el tiempo que curará las heridas en su relación con los demás.
No tengan miedo a tocar y compartir profunda y abiertamente todas las dimensiones
trágicas y alegres de la vida”.
El sufrimiento nos ayuda a re-valorar el aquí y el ahora; nos abre a una nueva
sensibilidad, a una percepción de la vida y de los demás. Aprendemos a escuchar nuestra
voz interior, a crecer espiritualmente, sin miedo a vivir. Sólo quienes han sufrido y llorado
saben de verdad cuánto se crece y se fortalece.
El dolor y el sufrimiento humano tiene sentido cuando se convierte para
nosotros en pascua, en paso de la muerte a la vida, del absurdo al sentido . El salmo
23 lo ilustra con una hermosa imagen: aunque pasemos por oscuros valles nada tememos
porque, al final, en verdes descansaremos. Es la actitud confiada de Job que, por encima
de sus males, confía en el Dios de la vida; que está con Dios no por lo que él representa,
como proveedor de bienes, sino por lo que él mismo es; por eso dirá: “El Señor me lo dio, el
Señor me lo quitó, Bendito sea el Señor”.
Cristo toca en la raíz del ser a todos los hombres, y al tocarlos por solidaridad
en la misma humanidad, abre la posibilidad de la redención y de la liberación, anima a la
superación de todos los sufrimientos y activa las fuerzas que van sacudiendo toda clase de
dolor (injusticia, opresión, enfermedad, soledad etc.). El Dios santo toma partido ante el
sufrimiento humano. Es un Dios ético. Exige la conversión y el restablecimiento de una
relación justa. Es un Dios que ama a todos sus hijos, especialmente a los malos y
desagradecidos.
En Jesús, Dios aparece cerca de la miseria del hombre. Pero en cuanto puede,
Jesús, lejos de querer el mal, lo que hace es combatirlo y eliminarlo. Dios sale a
nuestro encuentro en la existencia con en exclusivo interés en nuestra felicidad. El
hombre no encuentra a Dios, primariamente en el mal y en el sufrimiento, sino en la
plenitud de su ser y de su vida. Es en ser personal en donde encuentra a Dios, dándose al
hombre en la experiencia suya. A pesar de las limitaciones, carencias y sin sentidos que la
vida nos depara, el hombre puede encontrar a Dios en el sufrimiento, porque entre ambos
se produce una especial religación. Dios ama al hombre y se solidariza con él, le da
cualidades para afrontar el dolor y el sufrimiento.
2. Muerte.
¿Qué quiere decir mortal?. Por lo pronto, que se puede morir. El hombre está
condicionado por esa posibilidad, que le amenaza a cada instante. Mi realidad está
amenazada por mil contingencias; estoy expuesto a la muerte, como una
eventualidad, que me puede ocurrir. La mortalidad no significa sólo que se puede
morir –en cualquier momento-, sino que se tiene que morir alguna vez: “la muerte
es cierta pero la hora es incierta”; es un ingrediente firme y constitutivo de mi
vida. La vida es primordial pero precaria que ni siquiera se entiende sin la presencia
de la muerte; el afán de vivir, de sobrevivir, de ser, y no desaparecer es la
consigna. Ya decía Pascal: “Los hombres para ser felices, no habiendo podido
encontrar remedio a la muerte, a la miseria, a la ignorancia, han tomado la decisión
de no pensar en ella”.
Que el hombre puede morir resulta evidente. Que tenga que morir, ¿cómo lo sabe?.
Por experiencia decimos; todos los hombres han muerto. ¿Todos?. Todos menos los
vivos; hay más de cinco mil millones de excepciones. Este hecho de la muerte, con
su inevitabilidad, crea tal temor, que el hombre trata de velarlo; queriendo
agotar intensamente la vida, extraerle su sabor y sus jugos, le irrita la idea
del fin inevitable. La muerte irrumpe, con toda su sorpresa y amenaza, a la vida
con la muerte de la persona amada. Con la muerte del ser querido todo queda
despoblado. No tengo experiencia directa de mi muerte. Pero en la persona amada
la muerte me hiere a mí mismo, ya que el sentido de mi existencia está radicalmente
ligado a la persona amada.
La muerte es algo que me acontece a mí. Significa que yo muero, o mejor, que yo me
muero. No se puede eludir la muerte, no es posible escapar a ella. En cada uno de
los distintos momentos de la vida somos los que hemos de morir. La vida, en
cualquiera de sus etapas, apunta a la muerte. Para Heidegger, el hombre es el
mundo un extranjero que se precipita en la nada. El hombre es un ser
para morir, pero no sólo para morir una vez, sino que en cada instante se realiza
como un ser que muere. El presente debe entenderse como un estar abocado a la
muerte. Existir es para el hombre correr al encuentro de sus posibilidades; pero la
muerte significa para el hombre el cierre total de todas sus posibilidades.
¿Cómo comportarse frente a esa angustia? ¿Cómo superarla, logrando una
existencia auténtica?. Enfrentándose a la muerte, aceptando el naufragio total. No
ir hacia el final arrastrado, sino llevado por sí mismo. No obstante, para Sartre la
muerte no da un sentido de autenticidad, sino que vuelve absurda la vida, sin
sentido, engendrando la náusea. “Es absurdo que hayamos existido y es absurdo
que muramos. Todo existente nace sin razón, se desarrolla por debilidad y
muere por azar”. La muerte es la negación de todas mis posibilidades, aunque es
absurdo considerar mi posibilidad. La muerte interrumpe, desde el exterior, la
propia realización. Estamos condenados a unas conquistas sin sentido y a unos
anhelos sin cumplimiento. La vida es una pasión inútil, dice Sartre. Entonces, qué
nos queda: vivir el presente a pesar del fracaso, de la inutilidad y del absurdo.
No quiero morirme es el grito trágico de toda la obra de Unamuno: “¿Por qué quiero
saber de donde vengo y a dónde voy, de dónde viene y a dónde va lo que me rodea, y
qué significa todo esto?. Porque no quiero morirme del todo, y quiero saber si he de
morirme o no, definitivamente. Y si no me muero ¿qué será de mí?. Y si me muero,
ya nada tiene sentido. No quiero morirme, no quiero ni quiero quererlo; quiero vivir
siempre, siempre, siempre y vivir yo, este pobre yo, que me soy y me siento ser
ahora y aquí...”. La muerte, pues, sólo puede entenderse desde la vida, desde el
afán de vivir y desde el ansia de eternidad. El tiempo vivido nova cayendo en el
vacío, la vida no va siendo absorbida por la muerte; lo vivido queda en el hombre y la
muerte otorga sentido definitivo a la vida que ha sido.
El hombre que ha acogido como único absoluto a Dios vive la muerte como la última y
definitiva donación, llevando hasta el fin la ley del Reino vivida durante la vida. En
cambio, el hombre que rechaza a Dios como absoluto y hace absolutos de su
vida a realidades mortales, vive la muerte como la última derrota, después de
las derrotas parciales y constantes de su vida. El hombre-Jesús ha vivido
nuestra muerte. Cristo se entregó confiadamente a Dios por los hombres: “Yo doy
mi vida, que nadie me puede arrancar” (Jn. 10,17-18). Abrazó la muerte libremente,
no como una fatalidad biológica sino como testimonio de su mensaje de amor y
liberación. Cristo además del Camino y de la Verdad, es la Vida, aunque esté
crucificado en la cumbre del basurero del mundo. Cristo es nuestra esperanza. La
esperanza de los cristianos está en la intervención de Dios que ha resucitado
a Jesús de entre los muertos.
3. Resurrección y salvación.
b) ¿Habrá un juicio?
Nos hemos imaginado el juicio de Dios que sigue a la muerte como un acto forense
del que brotarán para unos, sentencias absolutorias y para otros, condenatorias.
Pero es necesario tener presente que el verbo hebreo safat no significa
originalmente “juzgar”, sino “hacer justicia” en el sentido de liberar del enemigo,
salvar. El juicio de Dios será la definitiva y aplastante victoria de Dios sobre
el pecado y la muerte. Por eso los primeros cristianos deseaban ardientemente
ese día, como lo indica la exclamación: “Maranatha” (Ven) que repetían en las
reuniones litúrgicas (Ap. 22,17-20).
Pero una maravillosa originalidad de Jesús con respecto a los profetas que le
precedieron es que El anuncia sólo la salvación: “Convertíos, porque el Reino de
Dios ha llegado” (Mt. 4,17).
Como es sabido, Jesús leyó en la sinagoga de Nazareth un conocido oráculo de
Isaías: “El espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha ungido para anunciar a
los pobres la Buena Nueva, me ha enviado a proclamar la liberación a los cautivos y
al vista a los ciegos, para dar la libertad a los oprimidos y proclamar un año de
gracia del Señor” (Lc. 4,18-19). Pues bien, al repasar el texto original de Isaías
resulta significativo descubrir que se “saltó” un renglón que hablaba de “pregonar
el día de venganza de nuestro Dios” (Is. 61,2). Y es que el infierno difícilmente
podría pertenecer al Evangelio que, traducido de forma literal, significaba Buena
Noticia, anuncio de salvación (y no de salvación o condenación).
Seguramente también a nosotros e nos habrá ocurrido la misma pregunta que los
cristianos de Corinto dirigieron a Pablo: ¿cómo resucitarán los muertos?, ¿cómo
volverán a la vida? (1Cor. 15,35). Pablo contesta de entrada: “Necio” (¿cómo
puedes preguntar eso?). Es una pregunta sin respuesta teológica. Pablo en el fondo
parece decir: “Yo sé que, pero no sé cómo” (1Cor. 4,14). Pablo emplea un lenguaje
aproximativo para decirnos que resucita el mismo hombre, pero transfigurado.
El único modelo que tenemos es el cuerpo de Cristo resucitado, del cual sabemos
muy poco (Fp. 3,20-21). Sabemos que ha recibido la vida en plenitud, nada más. Es
cierto que Jesús se hizo milagrosamente visible a sus discípulos, pero en distintas
formas, tanto que más de una vez no lo reconocieron enseguida. Normalmente el
cuerpo de Jesús era inasequible a los sentidos. Lo cual sugiere una dimensión
inmaterial.
cada uno resucitará con su propio cuerpo. Pero esto no hay que entenderlo así. En
la Biblia está clara la identidad personal entre el yo terreno y el yo definitivo.
Resurrección no es ni una segunda creación, ni la vuelta a un tipo de existencia
terrena, mejorado, ni la copia de unos órganos que ya no se van a emplear. Se trata
más bien, de la consumación de nuestro cuerpo espiritual, personalidad vivificada
por el aliento vital del Creador.