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La verdad es
que sí, pero él se defendía diciendo que era una persona prudente y que
pensaba bien las cosas antes de actuar.
El caso es que el inspector Cambalache sacó su móvil para avisar a la
policía y al museo. Salió muy contento por la puerta, con una sonrisa de
oreja a oreja, con el teléfono en la oreja esperando a que le cogieran la
llamada.
Justo cuando cruzaba la puerta para salir a la calle, alguien con una pinta
extraña le preguntó:
-¿Por qué sonríe usted tanto, inspector?
-¡Ja ja ja!- se rió él, muy orgulloso de sí mismo-. Sonrío porque voy a
evitar un terrible robo esta misma mañana-.
-¿Sí? ¿De veras?- siguió preguntando aquel extraño -. ¿Dónde se va a
producir el robo?
-Pues en el museo de la ciudad.
-¡Estoy loco! ¡Estoy loco! -gritó corriendo alrededor de la sala -. ¡No llevo
aquí ni cinco minutos y el encierro ya me ha afectado a la sesera!
El gato empezó a merodear alrededor del inspector Cambalache, mientras
el pobre hombre se afanaba por alejarse todo lo que podía de de aquel
gato.
-No estás loco, Cambalache -empezó a decir el gato-. Soy un gato que
habla, y ya está. ¿No conoces a ninguno, o qué?
El inspector empezó a dar vueltas a ver qué podía coger para forzar la
puerta. El gato, que no era capaz de comprender a aquel detective tan
poco avispado, le dijo con sorna:
-¿No te has preguntado por dónde he entrado yo? Porque no estaba cuando
tú entraste, ¿recuerdas?
-Vaya, es cierto. ¿Cómo has entrado? Tal vez pueda yo salir por ahí.
El inspector Cambalache pensó que no tenía nada que perder así que se
concentró y consiguió poner la avioneta en marcha. Despegaron y en unos
minutos estaban en el tejado del museo.