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Capitulo 0.

1
Carta de navegacion
Las olas es un intento por aproximarse al cuidado de la salud mental propia y,
en ocasiones, ajena. Pero este libro no intenta reemplazar una terapia
acompañada por profesionales, sino compilar y compartir conocimientos y
herramientas probadas empíricamente para cualquier persona que busque
estar un poco mejor.

Con ese fin, hemos dividido el proyecto en dos: por un lado, el libro que
tenés en tus manos. Te recomendamos empezar por acá, leyendo los capítulos
en orden para incorporar algunos conceptos e ir empatizando con los distintos
casos —las distintas realidades particulares— que el texto te va a proponer.

Cuando sientas que es el momento de aplicar estas herramientas a tu vida


personal, podés pasar al cuaderno de ejercicios (todo el proyecto está
disponible también de forma libre y gratuita en elgatoylacaja.com/lasolas).

Una única advertencia: nada en este libro te va a blindar contra el mundo.


Cuando lo cierres, el cambio climático, la desigualdad, la posverdad y otras
tantas calamidades van a seguir ahí. Pero son orillas a las que llegaremos a su
debido tiempo. Este es un viaje distinto. Un viaje hacia adentro, no por eso
menos relevante. El océano interior es amplio. Y profundas son sus aguas.

Capitulo 0.2
Prologo
Todas las personas vamos a recordar el año 2020 de manera especial. Cuando
digo todas, me refiero a todas. No hubo lugar en el mundo donde no se
sufrieran los efectos de la COVID-19. En el futuro, las nuevas generaciones
nos verán como los sobrevivientes de una de las pandemias más grandes y
dañinas de la historia de la humanidad. Tendremos nuestros recuerdos más o
menos dramáticos que compartir, pero cuando me pregunten a mí,
probablemente les diga que fue el mejor momento para ser psiquiatra y
dirigir una institución de salud mental: en medio del caos social, económico
y sanitario, a mí y a mi equipo nos fue increíblemente bien. Algunos llegaron
a pensar que yo tuve algo que ver con este desastre. Mi instituto, el Centro
Integral de Salud Mental Argentino (CISMA), y Zoom serán tremendamente
sospechosos por varios años. Por supuesto, que nos vaya bien a quienes nos
dedicamos a la salud mental es algo que no deseo, ya que eso implica un
escenario de muchísimas personas sufriendo, entre las que también estamos
mis allegados y yo mismo.

Pero, ante la imposibilidad de cambiar el curso de la Historia, solo queda


aprender de ella. Mientras todos los esfuerzos se concentraban en detener el
avance imparable de ese pedazo minúsculo de materia que llamamos
SARS-CoV-2, por lo bajo se estaba gestando una bomba que no vimos venir.
El miedo generado por un microorganismo desconocido, el confinamiento y
la fragmentación social, la incertidumbre en torno a la duración del fenómeno
y el enfrentamiento a desafíos para los que no teníamos preparación alguna
pusieron en evidencia el enorme contraste entre la importancia que tiene la
salud mental para nuestro bienestar y la poca atención que le prestamos tanto
a nivel individual como social en términos del tiempo y los recursos
invertidos en mantenerla y mejorarla. Durante la pandemia, aumentaron los
casos de depresión y ansiedad, el consumo de sustancias y las adicciones en
general, la ideación y los intentos suicidas, y la violencia familiar y de
género, entre otros problemas. Más allá de las cifras que cobraron relevancia
pública por su gravedad, también hubo un incremento (difícil de cuantificar)
en el malestar general cotidiano: es bastante obvio que el encierro en casa
todo el día puede ser desequilibrante. Quedó claro que, con frecuencia, no
tenemos a mano las herramientas necesarias para lidiar con estas situaciones.

Creo que la pandemia fue un catalizador que amplificó la carencia de


habilidades psicológicas en la mayor parte de las personas. Muchos de los
desafíos psicológicos que se nos presentaron a partir de marzo de 2020 ya
estaban latentes en nuestra vida anterior: el estrés laboral y el de la vida
hogareña, la ansiedad que causa la inestabilidad económica, el debilitamiento
de los lazos sociales y comunitarios en los que solemos apoyarnos, la
hiperestimulación de las nuevas tecnologías, la falta de descanso por la
sobreexigencia de la vida contemporánea. Dicho de otro modo, en todos los
niveles, en cada esfera de la sociedad, día a día, vimos afectada nuestra salud
mental. Pero comencemos desde el principio: ¿qué es la salud mental?
Llamamos salud mental al estado de equilibrio interno que nos permite
desenvolvernos con armonía en la sociedad. Dicho estado no es estático, sino
dinámico, ya que puede ir y volver dependiendo de las circunstancias de la
vida. Las habilidades cognitivas y sociales, la capacidad de reconocer,
expresar y modular las propias emociones, así como de empatizar con los
demás, la flexibilidad y la capacidad de hacer frente a los acontecimientos
adversos y de funcionar en los roles sociales, y la relación armoniosa entre el
cuerpo y la mente representan componentes importantes de la salud mental.
Componentes que contribuyen, en diversos grados, al estado de equilibrio
interno. Sin embargo, la salud mental está también moldeada por las
circunstancias en las que vivimos. Es bien sabido que el estrés físico y
psicológico de la cotidianidad al que están sometidas las personas de los
sectores más vulnerables (en situación de pobreza, inmigrantes, minorías
étnicas y disidencias) es la causa de la mayor prevalencia de problemas de
salud mental observada en estas poblaciones.

Lamentablemente, y a pesar de la importancia que tiene, la educación


emocional y el cuidado integral de la salud mental no forman parte activa de
la agenda política ni de la currícula de la mayor parte de las instituciones
educativas. Como resultado, muchos adultos tienen severas dificultades para
entender su propia experiencia interna y reaccionar habilidosamente ante sus
desafíos. Creemos, por ejemplo, que la tristeza o el enojo son malos. A esto
se agrega una fuerte crisis comunicacional, basada, en buena medida, en esta
incapacidad para entendernos, cada quien a sí mismo, pero también a las
demás personas (muy notable entre padres/madres e hijos/as adolescentes).
Además, hay muchos mandatos sociales y formas de ver la vida que, nos
guste o no, condicionan nuestras emociones y comportamientos.
Frecuentemente, estas reglas que se transmiten de generación en generación
nos modelan por dentro, a pesar de sus consecuencias negativas. Por ejemplo,
aún sigue muy incrustada en nuestra sociedad la cultura del “sentirse bien", y
la vemos reflejada en creencias como “si querés, podés” y estereotipos como
“los hombres no lloran”, entre muchas otras. Todas estas ideas suelen tener
efectos colaterales nocivos. ¿Por qué? Porque simplifican realidades que en
el fondo son complejas.
Aunque resulte extraño pensarlo así, lo cierto es que una causa muy
importante del sufrimiento humano es la evitación de las emociones (como la
tristeza, el enojo o la culpa). Es decir, el fenómeno por el cual una persona no
está dispuesta a permanecer en contacto con sus experiencias interiores y
trata desesperadamente de alterar la forma o la frecuencia en que estas
aparecen. Las emociones tienen funciones concretas para nuestra
supervivencia, y nuestros intentos de controlarlas, ya sea con medicación,
cigarrillos, redes sociales o golosinas son por lo general en vano y hasta
contraproducentes. ¿Qué tan útiles son nuestros intentos de control? ¿Cuántas
veces quisimos olvidar algo y no hacíamos más que evocarlo? ¿Cuántas
veces intentamos obligarnos a dormir y eso nos genera insomnio? Esto se
denomina actualmente la paradoja del control: si no lo querés, lo tenés.

Por otro lado, las emociones pueden ser complejas. Lo que es efectivo, útil, a
corto plazo, puede ser dañino en el largo plazo. Si bien el miedo o el estrés
nos permiten huir, evitar y/o afrontar eficazmente amenazas y resolver
problemas con rapidez mediante una activación de nuestro organismo, la
exposición crónica al estrés genera una serie de cambios neuroquímicos que
pueden generar mucho daño en nuestra salud. De la misma manera, mientras
que la tristeza es una emoción que nos puede ayudar a procesar una pérdida
irreparable, una persona triste que se aísla puede desarrollar depresión.
Además, la intensidad de las emociones varía entre personas. Algunas son
tranquilas y casi inmutables, y otras pueden tener comportamientos
autoagresivos o incluso llegar al suicidio debido a la dificultad para atravesar
estos estados.

Una adecuada educación emocional nos debería permitir notar cuándo es


necesario aceptar el sufrimiento como parte de la vida y cuándo resulta
innecesario. El sufrimiento en general es algo inevitable en la vida humana, y
todos lo sentiremos cada vez que perdamos algo que nos importa. Además,
ser un padre responsable y amoroso, una amiga empática y presente, e
incluso una estudiante aplicada implica lidiar con emociones que tienen
sufrimiento asociado (preocupación, ansiedad, angustia o frustración).
Atravesar ese proceso es parte de vivir una vida valiosa. Pero la otra forma de
sufrimiento humano, el innecesario, que representa una gran parte de todo el
sufrimiento que padecemos, se debe a nuestra falta de habilidades para
manejar las experiencias que vivimos. Las historias que nos contamos en la
soledad de nuestras conciencias sobre los hechos que vivimos condicionan la
percepción que tenemos de la realidad, adornando la experiencia y, en
muchas ocasiones, echándole sal a las heridas. La psicología contemporánea
y la educación emocional nos brindan las herramientas necesarias para
cuidarnos en el viaje, para aceptar las emociones como parte de la vida, y a la
vez manejarlas efectivamente para no sufrir sin sentido.

Quizás te resulte extraño que estas palabras provengan de un psiquiatra: por


lo general se espera que un profesional de mi área resuelva todo haciendo
recetas. Por supuesto, como médico, acepto el hecho de que los
psicofármacos son herramientas poderosas que pueden ayudar mucho y
mejorar la calidad de vida de las personas (y hasta prevenir muertes) cuando
están bien indicados. Pero también considero que frecuentemente nos
convertimos en un quiosco de pastillas, clasificadores de las personas y
jueces de la normalidad. En este sentido, el paradigma clásico de
salud-enfermedad no aplica de la misma manera a la salud mental. Ver, por
ejemplo, la depresión como una enfermedad similar a la neumonía, en la cual
solo se requeriría de medicación (antidepresivos) para su resolución, no ha
demostrado ser un enfoque muy efectivo. Afortunadamente, este paradigma
está cambiando gracias a una mejor comprensión de la psiquis humana y de
la integración de diversas disciplinas. En este sentido, la inclusión de la
filosofía ha vuelto más humanista a la psicología científica.

En un principio, las ramas de la psicología que estaban en el paradigma


empírico, principalmente el conductismo de Watson y Skinner, solo se
dedicaban al estudio de la conducta observable. Partían de ese punto en
respuesta a las corrientes psicológicas que exploraban el inconsciente, y
buscaban desarrollar una psicología más practicable o medible. Esta es la
llamada primera ola. Pero, más allá de sus buenas intenciones, tenía algunos
problemas: consideraba los pensamientos o creencias como algo que estaba
dentro de una “caja negra”, algo con lo que no era posible hacer ciencia, y
tenía una visión incompleta del lenguaje humano. Luego, a finales de la
década de 1970, surgió la terapia cognitiva-conductual de la mano de Aaron
Beck, que intentó comenzar a trabajar con los pensamientos y su influencia
en las emociones y la conducta. Esta es la denominada segunda ola.
El punto de quiebre, el que nos trae finalmente hasta este libro, ocurrió en la
segunda mitad de la década del 90. Un estudio muy importante realizado por
el psicólogo Neil Jacobson en el año 1996 demostró, realizando un análisis
de los componentes de las terapias, que la terapia cognitivo-conductual de la
depresión era igual de efectiva para el manejo de este cuadro que la terapia
puramente conductual. Este estudio fue también replicado en otras partes del
mundo. Esto llevó a una vuelta al conductismo, pero sabiendo también que
era necesario afrontar desde una perspectiva científica cuestiones como el
sentido de la vida, la felicidad y el lenguaje. Así nacieron las nuevas
psicoterapias (denominadas terapias de la tercera ola), como la terapia de
aceptación y compromiso (ACT, por Acceptance and Commitment therapy),
la terapia dialéctico conductual (DBT, por Dialectical and Behavioural
Therapy) o cualquier modelo basado en mindfulness (conciencia plena).

Estas terapias están construidas sobre los cimientos sólidos de las


neurociencias y las ciencias psicológicas, que nos brindan un modelo cada
vez más integral sobre la conciencia humana, lo que nos permite desarrollar
estrategias para cambiar la relación que tenemos con nuestras emociones y
pensamientos, así como nuestras reacciones ante su surgimiento, y canalizar
de forma saludable estas emociones. A su vez, las terapias de la tercera ola
nos brindan un marco filosófico para afrontar los vaivenes de la vida, dejar
de negar nuestro mundo interior y conectarnos con nuestras emociones y
pensamientos, por más incómodos y desagradables que sean. En este proceso,
nos vamos haciendo personas cada vez más sabias, fuertes y habilidosas.

Por supuesto, la vida no se trata solo de surfear la ola del sufrimiento. Todos
los seres humanos buscamos el bienestar en menor o mayor medida. Sin
embargo, como mencioné anteriormente, en nuestra cultura existen mandatos
erróneos (como “estamos en la vida para divertirnos”, “hay que poner más
voluntad” o “pensá en positivo”) que generan aún más sufrimiento que la
aceptación misma de la realidad de nuestro mundo interno. De acuerdo a los
descubrimientos realizados en la disciplina de la psicología positiva, el
verdadero bienestar y lo que nos motiva a vivir es estar alineados con
nuestros valores, alcanzar nuestras metas (que a veces pueden acompañarse o
no de emociones agradables) y vivir una vida valiosa.
A lo largo de este libro te voy a ofrecer herramientas teóricas y prácticas
basadas en las terapias de la tercera ola. Si te resultan de utilidad, vas a
poder: (1) definir tus problemas de una manera más precisa, entender cómo
motivarte y generar cambios en tu vida; (2) notar pensamientos y emociones
y el modo en que te afectan, ser consciente del contenido de la mente y de las
reglas arbitrarias que muchas veces la rigen; (3) aceptar la realidad y tus
emociones tal cual son, entenderlas, sabiendo que son parte de una vida llena
de sentido, y que brotan muchas veces de los mismos valores que nos
mueven; (4) esclarecer tus propios valores como nuevos contextos o reglas
libremente aceptadas que ahora dan sentido a nuestra conducta y al
sufrimiento que a veces tenemos que afrontar; y (5) identificar y entrenar
habilidades sociales para mejorar la relación con tus vínculos y tu entorno en
general. Parece un montón porque es un montón. Pero al final del día son
objetivos relativamente sencillos, al alcance de cualquier persona que quiera
estar un poco mejor y esté dispuesta a probar una nueva forma de lograrlo.

Conocer nuestras debilidades y fortalezas, entender cómo somos y aprender a


gestionar nuestras emociones son procesos clave. Constituyen habilidades
fundamentales para desarrollar resiliencia en un mundo cada vez más
cambiante e incierto debido a las tecnologías disruptivas y a una crisis
ecológica que ya llegó y en principio solo parece que vaya a empeorar.
Lamentablemente, el cuidado de la salud mental aún no es un derecho
conquistado en nuestra sociedad, y la mayor parte de la población se enfrenta
a grandes dificultades para acceder a profesionales e instituciones de salud
mental debidamente capacitados.

Este libro no reemplaza la ayuda profesional cuando sea necesaria. Pero


confío en que sirva por lo menos como una humilde contribución al objetivo
de brindar una aproximación al cuidado de la salud mental con herramientas
de eficacia comprobada.

Capitulo 1.1
La felicidad y el bienestar
Tenés 43 años y un título habilitante en Medicina. Es más, tenés toda un área
de un hospital a cargo. Toda tu vida profesional transcurrió ahí adentro.
Siempre soñaste con ejercer esa carrera y te esforzaste mucho para lograrlo.
Sacrificaste amistades, familia, pareja, hobbies. Y finalmente llegó. Ahora
tenés un departamento que no necesitás compartir con nadie y trabajás de
lunes a sábado de 9 a 17 hs. Pero si bien estás en la cima de tu carrera
profesional, y esto es muy bien retribuido monetariamente, no estás tan feliz
como se supone que deberías estar. Algo te desilusiona, y no sabés qué.
Empezás a pensar que tal vez, si consiguieras un puesto superior, tal vez si
todo el hospital estuviera bajo tu mando…

Sin duda alguna, todos los seres humanos queremos ser felices y tener vidas
plenas, así como también deseamos esto para nuestros seres queridos (y, por
qué no, para todas las personas). Negarlo es como negar que existe la Luna.
Aspiramos a ser felices, y para ello intentamos descubrir qué es la felicidad,
ese concepto tan esquivo que ha ocupado a poetas, filósofas y artistas durante
siglos. Quizás no lo tengamos completamente claro, pero todo el tiempo
buscamos caminos que consideramos que nos van a hacer felices. Esto tiene
mucho sentido desde el punto de vista de la supervivencia: algunos estudios,
como el realizado por Choy-Lye Chei en 2018, muestran que las personas
que reportan ser felices tienen una mejor calidad de vida, se enferman menos
y viven más años. Sin embargo, cada persona posee una definición de
felicidad diferente, y es precisamente esa disparidad de opiniones ante una
cuestión tan trascendental la que ha motivado a un sinfín de pensadores y
pensadoras a dedicarle tiempo a su reflexión.

No es el propósito de este libro revisar las concepciones sobre la felicidad


que se han esbozado a lo largo de la historia, pero sí me interesa que quede
claro que la felicidad es un concepto subjetivo. De hecho, la famosa frase de
la novela Ana Karenina, esa que dice “Todas las familias felices se parecen
unas a otras, pero cada familia infeliz lo es a su manera”, es, en realidad,
incorrecta. Es poco probable que encontremos a dos personas que sean
felices exactamente de la misma manera, ni hablar de dos familias. En ese
sentido, no solo nos resulta complicado definir qué es la felicidad, sino
también qué es aquello que nos hace felices.

Sin embargo, sí es posible realizar una generalización de lo que concebimos


como felicidad a partir de un análisis de nuestra propia cultura: vivimos
tiempos en los que la felicidad parece indisociable de nuestra propensión a
consumir y de la propiedad de bienes materiales. De alguna manera, como
sociedad estamos persiguiendo constantemente tener una casa más grande, un
auto más lujoso, un celular con la última tecnología o la ropa más bonita. De
hecho, el “progreso” de las naciones se midió durante muchos años a través
de indicadores económicos que muestran cuánto dinero disponible por
persona hay en un país determinado (como producto bruto interno per
cápita), y las políticas económicas se han formulado en torno a esta premisa
en casi todos los países del mundo.

En un estudio liderado por Kostadin Kushlev y publicado en el año


2015, se encontró que las personas con mayores ingresos
experimentaron menos tristeza diaria en comparación con las
personas de menos ingresos, pero no se observaron diferencias en
la felicidad. Aunque no fue posible inferir la causalidad por
tratarse de un estudio correlacional, estos resultados apuntan a la
idea de que el dinero es más una herramienta eficaz para reducir la
tristeza que para aumentar la felicidad.

Por supuesto, es difícil hablarle de “felicidad” o “vida plena” a alguien que


pasa hambre, que vive en la opresión o en la soledad, o que no tiene un techo,
así que es importante tener en cuenta que, primero y principal, se necesita de
una base material y sociocultural mínima que satisfaga las necesidades
básicas, como una vivienda digna, acceso a servicios, alimentos y educación.
Además, la libertad de elección, las democracias estables, y la ausencia de
persecución política y conflictos armados son también factores claves para el
desarrollo de la felicidad.

Sin embargo, en la sociedad occidental contemporánea tendemos a estimar lo


económico y material como el único factor en nuestro bienestar,
subestimando incluso necesidades básicas como el descanso, la conexión con
la naturaleza, las relaciones interpersonales y el cuidado de la salud. Suele
suceder que, una vez cumplidos los estándares materiales que satisfacen
nuestras necesidades, es muy fácil perderse en la búsqueda de la felicidad. El
océano de información y experiencias que nos ofrece el mundo es grande,
muy grande, y se vuelve más difícil de navegar si no se tienen criterios claros
que funcionen como brújula.
Cinco minutos de gloria | ¿Qué es la
felicidad y cuál es la diferencia con el
bienestar?
El oído moderno relaciona la palabra “feliz” con un estado de ánimo
optimista, la diversión, el buen humor y las sonrisas, identificándola con la
emoción “alegría”. Pero entender la felicidad de esta manera es tramposo. La
alegría es una emoción más, y, como veremos más adelante, estas son por
definición pasajeras (duran aproximadamente 3-5 minutos) y están fuera de
nuestro control directo: así como llegan, se van. Además, hay un gran
porcentaje de la población que no tiene emociones tan intensas como el resto,
simplemente porque sus sistemas nerviosos están “cableados” de maneras
distintas (hay personas más efusivas que otras, así como también las hay más
“enojonas”).

Vas a encontrar una sección completa más adelante dedicada a la


comprensión de las emociones, pero por lo pronto nos basta con saber que las
emociones son programaciones del cerebro que surgieron durante el proceso
de evolución y cumplen un rol clave en nuestra supervivencia. Por lo tanto, el
hecho de que algunas sean agradables (alegría o amor) y otras desagradables
(tristeza, enojo, miedo, celos o envidia) no implica que unas sean buenas y
las otras, malas. Que una persona sienta tristeza no significa que se esté
volviendo infeliz. Sentir enojo nos da la energía para luchar por nuestro
respeto, nuestros límites y derechos, y sin él muchas veces podríamos
dejarnos pisotear por otros. Del mismo modo, considerar que el placer o la
alegría obtenidos por el mero hecho de consumir productos o experiencias
son sinónimo de felicidad convierte a la felicidad en una condición efímera,
atada a la sensación asociada a esas situaciones.

La psicología positiva es una disciplina científica que investiga los


pensamientos, sentimientos y comportamientos humanos con un
enfoque en las fortalezas en lugar de en las debilidades, que busca
construir lo bueno de la vida en lugar de reparar lo malo e intenta
que las personas alcancen su máximo potencial en lugar de
centrarse en la "normalidad". En palabras de Christopher Peterson,
uno de los fundadores de la disciplina, “la psicología positiva es el
estudio de lo que hace que la vida valga la pena ser vivida”.

Para Martin Seligman, el padre de la psicología positiva, la felicidad es un


término impracticable para la ciencia, la enseñanza, la terapia, la política
pública o el cambio de vida a nivel personal. Es necesario hablar de algo más
claro, más medible. Para Seligman, la felicidad no es una sola propiedad,
sino que se trata de un constructo compuesto por varios elementos que tienen
un valor propio. Por eso, prefiere no hablar de felicidad, sino más bien de
bienestar, y desglosa este concepto en cinco elementos fundamentales: (1)
sentido vital, (2) logros, (3) entrega o flow, (4) emociones positivas, y (5)
relaciones interpersonales. De esta forma, Seligman establece que para ser
felices sin duda debemos minimizar nuestro sufrimiento, pero además, y más
importante aún, debemos darle sentido a nuestra vida, obtener logros, tener
momentos de flow, y tener emociones y relaciones personales positivas.

1. Sentido vital
Hay muchas frases de pensadores conocidos que resumen lo que quiero
transmitir cuando me refiero al sentido vital. Se adjudica a Friedrich Nietzche
lo de que “aquel que tiene un porqué para vivir, puede soportar casi cualquier
cómo”. También es muy citado y conocido el trabajo de Viktor Frankl sobre
el sentido de la vida, en el que dice cosas como “el éxito, como la felicidad,
es el efecto secundario inesperado de la dedicación personal a una causa
mayor que uno mismo”, o “la vida nunca se vuelve insoportable por las
circunstancias, sino solo por falta de significado y propósito”.

Básicamente, el sentido vital al que se refiere la psicología positiva es el


propósito, el significado, la dirección que libremente intentamos darle a
nuestras acciones. En otras palabras, son nuestros valores. La humanidad está
continuamente creando instituciones que representan valores que dan sentido
a la vida de muchas personas: la religión, los partidos políticos, los equipos
de fútbol, los boy scouts, la familia, las empresas u otras organizaciones.

Muchas personas entregaron y entregan sus vidas por algo “superior”, tanto
literal como metafóricamente. Sacerdotes de diversas religiones, profesoras
de instituciones, líderes políticos. En ese camino, podemos experimentar
emociones desagradables debido a circunstancias adversas que naturalmente
se presentan al seguir lo que consideramos como aquello que le da sentido y
propósito a nuestra vida: decepción y tristeza por la propia profesión mal
remunerada, enojo por políticas y leyes que van en contra de las causas que
alguien defiende (como le sucede a activistas contra el cambio climático),
miedo generado por la persecución política (como en el caso de muchos y
muchas activistas asesinados por defender la naturaleza y la igualdad de las
personas más allá de su color de piel). Sin embargo, este sufrimiento se vive
en el contexto de un camino de valores elegido que le da sentido a la vida. Y
eso lo hace más tolerable.

Según la terapia de aceptación y compromiso, una vida valiosa es


una vida orientada en valores. Los valores son una construcción
verbal y abstracta, son libremente elegidos y funcionan como una
brújula que nos guía en nuestra vida. Es decir, para que un valor
funcione como tal no debe ser automático ni impuesto (como es el
caso de los mandatos). Hay un amplio abanico de áreas donde
podemos pensar nuestros valores y darle sentido a nuestra vida: la
familia, las amistades, el trabajo, el conocimiento, la espiritualidad,
la comunidad. Identificar nuestros valores nos moviliza y nos
ayuda a generar y mantener acciones para acercarnos a esa vida
valiosa.

2. Logros
Muchas veces la gente consulta a profesionales de la salud mental por tener
“baja autoestima”. En la práctica, esto se traduce en juicios negativos sobre la
propia persona, como por ejemplo: “soy un fracaso”, “soy un idiota” o “no
soy buena para nada”. A la hora de encarar estos temas, a veces es mejor
concentrarse justamente en que quien consulta tenga nuevos logros más que
en intentar cambiar esos pensamientos. Su mente no dejará de pensar que es
un fracaso solo porque yo se lo diga. Debemos darle nueva información: es
muy importante sentir, en la realidad, que somos buenos o buenas en algo.

Para tener logros hay que comenzar por ponerse metas, lo cual es todo un
arte. Es importante saber elegir las metas adecuadas, ya que si son demasiado
pequeñas, podés sentir que no crecés, pero si son demasiado altas, te frustrás
al percibirlas como inalcanzables o muy difíciles de lograr. Nadie empieza a
tocar la guitarra aprendiendo un solo de Slash (con esta referencia, revelo mi
edad), y al mismo tiempo te vas a aburrir terriblemente si tocás siempre “La
Bamba”.

Aquí entra un concepto que no es típico de la psicología positiva, pero que


encastra muy bien con estos conceptos. Al estudiar el tratamiento de la
depresión, Aaron Beck describió la necesidad que tienen estos pacientes de
“construir dominio”. Básicamente, esto quiere decir que deben comenzar a
tener logros concretos en sus vidas, y esos mismos logros le darán nueva
información a su mente, que ahora no será tan dramática con el fracaso. En
otras palabras, para tener una sana autoestima hay que darle de comer
hechos. Pensar en positivo, sin hechos, es pedalear en falso.

Hacer progresos hacia objetivos personales y lograr resultados superiores


puede conducir al reconocimiento externo y a un sentido de logro. Aunque
este puede definirse en términos objetivos, como dirá Seligman, también está
sujeto a ambiciones personales, impulsos y a las diferencias de personalidad.
Las tareas donde uno puede lograr cosas van desde cuestiones muy pequeñas
hasta las más altruistas: fútbol, política o la lucha por la salud de los niños y
las niñas, por dar unos pocos ejemplos. Por supuesto, la búsqueda implacable
de las metas puede tener su lado oscuro si se descuidan otros aspectos de la
vida personal y social, como desatender las necesidades vitales (comer,
dormir y hacer ejercicio) o desplazar tiempo con la familia y amistades, y por
eso es importante aprender a gestionar nuestra mente.

3. Entrega o flow
Mihaly Csikszentmihalyi, profesor de Psicología en la Universidad de
Claremont y autor del libro Flow, una psicología de la felicidad, explica que
un determinante clave del bienestar es lograr en las actividades que nos
gustan un estado de disfrute, control y atención focalizada denominado flow
(“flujo” en inglés). Este estado puede ser alcanzado cuando las acciones que
realizamos emplean plenamente nuestras capacidades, es decir, cuando
coinciden los desafíos y las habilidades personales.
La historia de cómo llegó Mihaly a este concepto es interesante. En su
crianza en Europa, durante la Segunda Guerra Mundial, se dio cuenta de que
pocas personas adultas que conocía eran hábiles para afrontar las tragedias
causadas por la guerra. Pocas podían tener una vida feliz por lo menos en sus
trabajos o en sus hogares luego de que la guerra destruyera todo. Esta
situación lo llevó a buscar respuestas en la filosofía, el arte y la religión.
Finalmente, encontró una conferencia de psicología y desde allí se abocó a
responder su pregunta. Así, comenzó a interesarse en aquellos momentos de
la vida diaria que producen verdadera felicidad. Relata: “Empecé a mirar a
personas creativas como artistas y científicos, tratando de entender qué los
hacía a ellos sentir que valía la pena dedicar toda su vida haciendo cosas de
las cuales no esperaban ni fama ni fortuna, pero que les daban significado y
valor a sus vidas”. Comprendió que estas personas, al compenetrarse tan de
lleno en una tarea de agrado con una dificultad acorde a sus capacidades y
recursos personales, entraban en un estado de disfrute, control y dominio, que
luego llamaría flow. Una experiencia similar al éxtasis, ya que durante ese
estado se experimenta esencialmente una realidad alternativa.

Cuando un artista está creando, cuando una investigadora está concentrada en


su laboratorio, esos son momentos de éxtasis. Mihaly define así lo que le
ocurre a un músico al componer: “Es algo tan intenso que no tiene atención
para sentir su cuerpo, el tiempo, los problemas en casa, si está cansado o con
hambre… Su identidad desaparece de su conciencia porque su atención no
puede dividirse en dos cosas. La existencia está suspendida temporalmente,
siente que su mano se mueve sola en esa labor de composición. Este proceso
automático sucede solo en quien tiene entrenamiento y técnica, no a todo el
mundo le sucede lo mismo con las mismas actividades. El músico siente que
la música fluye por sí sola…” Este es un estado espontáneo que surge sin
esforzarse, pero luego de mucha práctica.

El flow es la conexión psicológica (tener interés, compromiso y estar absorto)


con una actividad particular, con una organización o con una causa. Los más
altos niveles de compromiso han sido definidos como estados de flow o
experiencia óptima, la sensación de que el tiempo ha parado y se fluye con
libertad durante una actividad absorbente. Se logra un estado de flow cuando
la actividad que se realiza requiere de capacidad y dificultad proporcionales,
lo que produce una sensación de dominio y maestría. Pero para poder fluir, se
deben dar las siguientes condiciones:

● Una actividad desafiante que requiera habilidades: ya sea jugar al


fútbol, pintar un retrato o tejer una manta. Para que haya un estado de
flow, se requiere de una tarea que exija habilidades específicas.
● Combinar acción y conciencia: toda la atención se vuelca a esa
actividad que casi se percibe como un fenómeno automático,
espontáneo. Las personas dejan de ser conscientes de sí mismas y del
espacio exterior: una jugadora de tenis se convierte en una con la
raqueta y su espacio de jugada.
● Metas claras y retroalimentación: para poder fluir y disfrutar se
requiere de un objetivo claro en la actividad y de un constante feedback
respecto al buen desempeño en la ejecución de la tarea. Cuando
hacemos una tarea manual, pintamos o tocamos un instrumento,
inmediatamente nos está llegando información sobre nuestro
desempeño.
● Concentración sobre la tarea actual: las distracciones quedan a un lado
y la atención se focaliza solamente en lo que sucede aquí y ahora; se
dejan atrás pensamientos, preocupaciones u otros fenómenos internos.
● Pérdida de autoconciencia: durante el flow, la atención está volcada en
la tarea a ejecutar, y lo está tan profundamente que te olvidás de vos y
te fusionás con la actividad.
● Transformación del tiempo: es usual el comentario de que cuando uno
se divierte o la está pasando bien, el tiempo pasa más rápido. Si bien la
medida del tiempo es la misma, la experiencia subjetiva de su paso es
muy distinta. Como una violinista que está tan inmersa en su música
que, de repente, se da cuenta de que sin querer no comió en varias
horas.

Este estado de experiencia óptima puede ser habitado por cualquier persona
independientemente de su edad, sexo, cultura o situación económica, y se
trata de un fenómeno universal, aun cuando las actividades que llevan a esa
experiencia puedan ser muy diferentes debido a la influencia cultural.
Podemos encontrar ese disfrute en el trabajo, en la música, en la
contemplación, en el deporte, en subir una montaña, en atender pacientes, en
bañar a un hijo, en cocinar y hasta en el sexo.

4. Emociones agradables
Las emociones agradables engloban sentimientos como la alegría, el placer,
el confort, el orgullo, el goce, la calidez y el consuelo. Experimentar estas
emociones ensancha y desarrolla nuestros recursos psicológicos, haciéndolos
duraderos, permitiéndonos recurrir a ellos en otros momentos de la vida,
expandiendo la creatividad y movilizándonos a la unión con los demás. Las
emociones agradables nos indican que se produce crecimiento interior y que
el capital psicológico se está acumulando. Es decir, estas emociones informan
que algo bueno está sucediendo y nos ayudan a expandir la atención y la
consciencia de un entorno físico y social más amplio, lo que facilita el
pensamiento tolerante y creativo, y la productividad.

Claramente, las emociones agradables se asocian a un estado de bienestar, y


para favorecer nuestra salud mental, es deseable tratar de aumentar la
frecuencia y el acceso a ellas. Pero es importante recordar que las emociones
(todas) tienen una duración determinada, normalmente de unos pocos
minutos, y aunque no estén presentes todo el tiempo, eso no significa menor
bienestar. Por esto, y bajo el concepto de bienestar, las emociones agradables
consisten en un factor más a considerar y no el objetivo de toda la vida. Es
bueno buscar emociones agradables, pero sin perder de vista que las
desagradables también tienen su función.

Cabe hacer una pequeña aclaración. Los términos usados por la psicología
positiva y otros modelos para referirse a estas emociones suelen ser
“emociones positivas” y “emociones negativas”. Sin embargo, esta
terminología puede crear confusión, al dar a entender que unas son “buenas”
y las otras, “malas”. Por esto, y dado que a lo largo de buena parte del libro
trabajo con la idea de que todas las emociones tienen una función, y que
evitarlas sin criterio puede ser contraproducente, preferí cambiar estos
términos por “emociones agradables” y “emociones desagradables”.

5. Relaciones interpersonales
Tener vínculos estrechos con otras personas contribuye a nuestro bienestar:
somos seres sociales porque evolucionamos en convivencia con otras
personas, y la compañía es el mejor antídoto contra los momentos difíciles de
la vida.

Seligman nos pregunta: “¿Cuándo fue la última vez que reíste a carcajadas,
sentiste una dicha indescriptible, sentiste algo realmente significativo y con
un propósito, te sentiste enormemente orgulloso de un logro? Sin saber los
detalles, sé cuál es el contexto: la mayoría se produjeron en relación con otras
personas”. Incluso, compartir nuestras experiencias positivas con nuestros
seres queridos luego de que sucedan puede mejorar nuestra calidad de vida.
En un estudio que siguió a casi 5000 personas durante 20 años, James Fowler
y Nicholas Christakis encontraron que hablar sobre las cosas buenas que nos
pasan genera un mayor bienestar y un aumento de la satisfacción con la vida.
Es más probable que recibamos mensajes constructivos, alentadores,
entusiastas y positivos después de compartir una experiencia exitosa, lo cual
se traduce en sensaciones de felicidad, amor y aprecio. Por otro lado, nuestra
naturaleza social también se ve reflejada en lo bien que nos sentimos luego
de ayudar a alguien, de darnos cuenta de que una persona está pasando
necesidad y actuar para remediarlo. Francesca Borgonovi mostró en un
estudio que las personas que hacen voluntariado declaran tener mejor salud y
más felicidad que las personas que no lo hacen, incluso si es una vez por mes.

Entonces, volvamos al ejercicio mental del principio: tenés 43 años, título,


carrera exitosa, departamento propio, bienestar económico… ¿por qué no sos
feliz? Con todo lo que vimos hasta acá, una respuesta probable sería que
invertiste todos tus esfuerzos en uno solo de los componentes del bienestar:
los logros. De ahí que la única idea que se te ocurre para ser más feliz sea, de
nuevo, mejorar en tu carrera profesional. Bueno, he aquí una idea loca: ¿qué
tal cultivar los otros aspectos del bienestar? Generar amistades o relaciones
cercanas, o realizar otro tipo de actividades (hobbies) que te despierten
emociones agradables o te ayuden a entrar en un estado de flow.
Probablemente, realizar el mismo tipo de trabajo tan seguido te esté
aburriendo, quizás quieras invertir tiempo en cosas que tengan un sentido o
propósito más allá del trabajo y que para vos valgan la pena (un partido
político, una ONG, lo que sea). No se trata de estar más contento o contenta
por un rato, sino de construir una vida que valga la pena ser vivida. Definir
nuestros valores. Y conectar con ellos.

¿No tenés 43 años ni una carrera exitosa? No importa, esto es un ejercicio.


Hablaremos de la empatía más adelante en el libro. Por ahora, me alcanza
con que me sigas la corriente y pruebes meterte en las distintas pieles que
voy a ir ofreciéndote. Por supuesto no seré exhaustivo, hay tantas como
personas existen en el mundo. Pero lo que importa no es que sean parecidas
a vos o que abarquen toda la variedad humana, sino que en sus conflictos
puedas identificar elementos que también están presentes en tu vida.

Capitulo 1.2

Valores y metas

Un día estaba en el colegio cuando, no recuerdo bien por qué, tuve que entrar
en la oficina de uno de los directores. Tenía uno de esos escritorios amplios
con un vidrio encima, debajo del cual había distintos papeles. Algo me llamó
fuertemente la atención. En medio de todo, ocupando un lugar especial, había
una imagen, como una estampita de un santo. Pero no era un santo, era
Arnold Schwarzenegger. Tamoco era la típica foto de Terminator 2, con la
Ithaca, los anteojos negros y la campera de cuero. Era una foto de cuando fue
siete veces Mister Olimpia, la máxima competencia de fisicoculturismo
profesional. Básicamente, se lo veía posando casi desnudo, mostrando toda
su hipertrofiada y abrumadora musculatura. Al lado de Arnold había otra
foto. Era de Steve Jobs, obviamente menos hipertrofiado y con bastante más
ropa. Me llamó la atención ese montaje visual y le pregunté al director qué
tenía que ver el uno con el otro. Me dijo que estas dos personas eran sus
fuentes de inspiración y que lo habían marcado para toda la vida, porque con
su ejemplo y sus ideas, le habían indicado un camino a seguir. “¿De
verdad?”, pensé. Sí. “¿Schwarzenneger y Jobs?” Sí.

Desde entonces, empecé a leer todo sobre estos personajes.


Steve y Arnold | Valores y metas
Empecemos con Steve. El fundador de Apple decía haberse comprometido a
cambiar el mundo mediante una empresa que fusionara tecnología y cultura,
humanidades y arte. No importa si le creemos, si nos cae bien o mal, si nos
gustan sus productos o su filosofía. Lo importante a tener en cuenta acá es
que cada paso de su existencia daba la impresión de estar alineado con su
misión. Cuando Jobs hablaba, ilusionaba a todos a su alrededor. Tenía muy
claros sus valores, y era un excelente motivador porque los encarnaba y
transmitía muy habilidosamente. A un CEO de Pepsi lo convenció de
cambiar de empresa diciéndole: “¿Qué quieres hacer el resto de tu vida?
¿Vender agua con azúcar o cambiar el mundo?”.

Vamos ahora con Arnold. Para mí, como para cualquier persona que haya
crecido en los 90, Schwarzenegger era alguien conocido: cuando tenía unos 6
o 7 años, mi padre y mi madre alquilaron por primera vez una videocasetera
y la primera película que trajeron fue Terminator 2, pero no conocía entonces
su faceta de fisicoculturista. La descubrí el día que entré al despacho del
director y, naturalmente, quedé impactado.

Ahora bien, para ganar el premio de Mister Olympia tantas veces como él, se
necesitan muchísimas horas de entrenamiento en un gimnasio, siguiendo una
dieta extremadamente estricta durante años. Quizá alguna vez hayas
intentado ir al gimnasio, hacer dieta, mantenerte en forma o algo parecido,
por lo que seguramente sepas lo difícil que es. ¿Cómo hace alguien para
mantenerse haciendo eso durante años y a ese nivel?

Esta pregunta me llevó a ver ¡Pumping Iron!, un documental sobre Arnold y


otros fisicoculturistas donde se puede apreciar que muchos de ellos son
personas con un fuerte sentido de la estética. Conciben su cuerpo como
arcilla viva para modelar: algo así como una especie de Davides vivientes. El
mismo Schwarzenegger devela un poco sus secretos: cuando se retiró del
fisicoculturismo, continuaba yendo a los gimnasios a entrenar a otros chicos
que querían participar en competencias. A veces se acercaba a uno y le
preguntaba: “¿qué estás haciendo?”, a lo cual algunos respondían algo así
como “estoy entrenando para ver si me presento a un concurso…
Veremos…”. Ante ese tipo de respuestas, el actor reaccionaba diciendo: “No,
así nunca vas a ganar nada, los ganadores se proponen ganar. Nunca nadie
ganó un concurso o una carrera sin proponérselo”. Cuenta también que luego
aplicó la misma lógica a la actuación. Se propuso ser uno de los mejores
actores de Hollywood, para eso estudió actuación, se presentó a castings y no
sé si fue el mejor actor de la historia, pero mal no le fue. Como si esto fuera
poco, luego aplicó la misma lógica a la política, llegando a ser gobernador de
California dos veces. Y ni siquiera es estadounidense. Por último, se propuso
ser presidente de Estados Unidos, pero bueno, todo tiene un límite.

Estas no son historias sobre el mérito. Este apartado no trata de decirte que si
te esforzás, vas a lograr convertirte en el próximo Jobs o en el nuevo
Schwarzenneger, o la persona que consideres digna de admiración. Este
apartado se trata de otra cosa. En el primer ejemplo, vimos que Steve Jobs
tenía sus valores bien definidos, lo cual le brindó un fuerte sentido de
propósito a su vida y lo ayudó a concretar sus objetivos. En el segundo
ejemplo, destacamos que Arnold Schwarzenegger tenía metas definidas que
le permitieron tener claro a qué apuntar para trabajar y realmente
conseguirlo. Por supuesto, Steve también tenía metas claras, ya que si no
generaba conductas orientadas a lograr sus objetivos, jamás hubiese logrado
lo que logró. Por su lado, Arnold también tenía valores, que orientaban
acciones comprometidas como entrenar muy duro durante muchos años.

No nos olvidemos que estos personajes son seres humanos que, como todos,
tuvieron sus aciertos y errores. Más allá de lo que pensemos sobre ellos dos,
de si nos gustan o no las grandes corporaciones o el fisicoculturismo, es
interesante estudiar cómo funciona la cabeza detrás de estos personajes y
entender qué herramientas y recursos operan. En este capítulo no te voy a
decir qué valores o metas tener en tu vida, pero sí vamos a tratar de entender
por qué son importantes.

Fulano quiere hacer goles | Valores y metas


II
Es importante entender que los valores y las metas son cuestiones distintas.
Una cosa es el sentido que libremente le quiero dar a mi vida (valores), y otra
es qué objetivos concretos puedo plantearme (metas) como banderitas que
plantar en el camino que me marcan esos valores.

Los valores son abstractos, representan la brújula que orienta nuestras vidas,
y son infinitamente perfectibles (siempre se puede ser una mejor ciudadana,
un amigo más presente o una mejor estudiante). Las metas son los lugares o
logros concretos que queremos alcanzar (usar más la bici y menos el auto,
ver a mis amigas y amigos durante los fines de semana, o rendir un examen
en la fecha que me propuse). Por último, las acciones comprometidas son las
que están alineadas a nuestros valores y sirven para alcanzar una meta
determinada (todos los viernes ir en bicicleta al trabajo, invitar a mis amigas
y amigos a mi casa una vez por semana, o estudiar 4 hs por día durante
quince días). En este sentido, buena parte de la clave del éxito de vivir una
vida valiosa es lograr alinear nuestras metas con nuestros valores, y
concretamente, establecer qué acciones comprometidas podremos realizar en
ese sentido.

Por otro lado, es bastante común confundir valores con metas, o apegarse
demasiado a las metas, que en el fondo es lo mismo. Cuando sea millonario,
seré feliz. Sí, bueno, tener una determinada cantidad de dinero es algo
concreto. Pero ¿y después qué? Muchas personas llenas de dinero viven
acomplejadas, deprimidas o incluso llegan al suicidio. De forma similar
aunque más sutil, mucha gente piensa también que cuando se casen o tengan
hijos, serán felices. De nuevo, la misma pregunta: ¿y después qué? Casarse o
tener hijos son cosas concretas; al igual que el dinero, no son un sentido o
una orientación para darle a mi vida. En estos casos, el valor subyacente
puede ser el amor, y el mero hecho de casarnos no garantiza que ese valor
esté de hecho presente en nuestras vidas, como sabe cualquiera.

Por otro lado, si ponemos todas las fichas en conseguir una determinada meta
sin tener en cuenta nuestros valores, pueden surgir tres problemas. El primero
es que, una vez que consigas la meta, te des cuenta de que la vida sigue. Una
vez atendí a una paciente que estaba convencida de que, cuando aprobara una
materia que le parecía especialmente difícil, todo iba a ser distinto en su vida.
Pero la aprobó y vino a verme desconsolada, porque la alegría le duró solo
tres minutos (que es lo que suelen durar las emociones). Aprobar esa materia
era solo una meta más. El segundo problema es que finalmente nunca
consigas la meta, y te la pases pensando que en el fondo tu vida carece de
sentido porque solo importaba en la medida en que lograras tal o cual cosa.
Pero es un hecho que mucha gente nunca será millonaria. Sí, ya sé, terrible.
También es cierto que mucha gente no tendrá hijos ni se casará, aunque
quieran hacerlo. Aun así, pueden vivir una vida valiosa. El tercer problema es
que que te hayas apegado tanto a una meta que cada vez que estés cerca de
conseguirla, te estreses mucho, eso te genere un enorme sufrimiento y
finalmente, a causa de ese estrés, no consigas esa meta.

La rigidez psicológica (por ejemplo, estar muy apegados a las


propias metas) es una característica típica de muchos problemas de
salud mental como la ansiedad y la depresión. En una revisión de
36 estudios clínicos randomizados, Michael Twohig y Michael
Levin compararon los efectos de la terapia de aceptación y
compromiso con los de la terapia cognitiva-conductual sobre las
dos condiciones mencionadas. Los mejores resultados se
observaron en la terapias de aceptación y compromiso, y los
autores sugieren que eso se debe al incremento de la flexibilidad
psicológica que se produce al centrarse en los valores.

Veámoslo de otra manera. Supongamos que estás por entrar a jugar un


partido de fútbol. Estás con tus botines puestos, la remera de tu equipo, las
medias subidas hasta las rodillas y toda la parafernalia que se te ocurra. Justo
antes de que empiece el partido, se te acerca un amigo y te dice: “y vos, ¿qué
viniste a hacer acá?”. Vos, hinchando el pecho, respondés: “Vine a hacer
goles”. Inmediatamente después, tu amigo se da vuelta y grita: “¡Muchachos,
Fulano quiere hacer goles!”, a lo que todo el mundo responde saliendo de la
cancha, te pasan la pelota, te ponen frente al arco vacío y te dicen: “Dale,
pateá, hacé goles, ¿no es eso lo que querías?”. Creo que cualquiera
respondería que no, que lo que queremos es jugar el partido, vivir el proceso,
el jogo bonito, el baile, los caños, las gambetas, y que hacer goles o ganar son
solo motivaciones. Quien confunde los goles con el partido se tensa, no juega
en equipo, arruina la mística. La solución está justamente en no confundir
chanchos con vacas. Podemos establecer objetivos concretos, pero con
desapego, sabiendo que ninguna meta es de vida o muerte y que nuestros
valores pueden cultivarse de muchas formas diferentes. Saber y vivir esto
otorga, en buena medida, la flexibilidad interior a la que apuntan las nuevas
psicoterapias.

Finalmente, un último problema posible es confundirnos con falsos valores.


No hay valores correctos o incorrectos, pero a veces ciertas reglas,
verbalmente construidas y transmitidas de generación en generación,
condicionan nuestra conducta a pesar de que nunca las hayamos elegido
libremente. Reglas como “tengo que sentirme bien siempre”, “tengo que
tener un título universitario”, “tengo que ser la más flaca”, “tengo que ser el
más lindo”, o “tengo que ser la mejor” son tomadas de manera arbitraria,
impuesta, con inflexibilidad, y nos llevan a hacer cosas (por ejemplo, estudiar
toda una carrera de años y años) sin realmente haberlas elegido, sin una
meditación previa que nos confirme o no que una determinada meta está
alineada con nuestros valores.

Otras veces, más que grandes reglas, lo que nos desvía del camino
son pequeños pensamientos, pequeños anzuelos que mordemos sin
darnos cuenta y nos llevan a donde no queremos ir. A veces, basta
pensar “mmm… qué ganas de chequear las redes sociales” para
distraerse del estudio; o “ahí nadie me quiere” para no asistir a una
reunión social… y así sucesivamente. La recomendación ante estos
pensamientos es no juzgarlos según si son correctos o incorrectos,
sino reflexionar sobre si me acercan o si me alejan de mis valores y
metas, de la persona que quiero ser. A veces, tendré que estudiar a
pesar de que me inviten a una fiesta si tengo que rendir en los días
siguientes, a veces tendré que entrenar por más de que no tenga
ganas porque sé que me hace bien, y a veces tendré que ser cordial
para evitar un conflicto innecesario con seres queridos.
La fiaca | Motivación
La motivación no es algo que podamos controlar de manera directa. Las
ganas y la motivación provienen de las emociones, que, por definición, son
fenómenos automáticos, transitorios y no responden a la voluntad. Si no me
creés, hacé el intento, sentí ya mismo un intenso asco: ¡ahora, vomitá! ¿Y?
¿Vomitaste? ¿Difícil, no? Ok, probemos con otra emoción, el enojo: ¡enojate!
¡Rompé todo! ¿No? ¿No sale? Es lógico. Ni siquiera un buen actor controla
sus emociones, lo que hace es justamente actuarlas. El secreto está en
comenzar el viaje sin ganas, sin motivación. Las ganas vienen durante el
viaje, si es que elegimos libremente iniciarlo. Cuando comenzamos a vivir de
acuerdo a nuestros valores, con metas claras, sobre la marcha aparece la
motivación, pero el viaje, el sentido de la vida, y las ganas o emociones son
cosas distintas.

Atención, depresión
Frecuentemente, lo que dicen muchas personas que están cursando un
episodio depresivo es que no se sienten motivadas o con ganas, como que les
faltan fuerzas. Como mencionamos anteriormente, en la sociedad occidental
está muy metida la idea de que hay que sentirse bien todo el tiempo y que
hay que tener el control de las emociones. Estas reglas absurdas generan
mucho sufrimiento y se suman a ciertas concepciones que suelen encontrarse
también en el paradigma médico clásico, como que la depresión se debe a un
problema neuroquímico que se resuelve con una medicación. Si bien es cierto
que las personas con depresión tienen una alteración en sus niveles de
neurotransmisores (y otros cambios en el cerebro), eso no quiere decir que
esa sea la causa de la depresión, o al menos no la única causa.
Frecuentemente, un problema de fondo suele ser que estas personas carecen
de la habilidad de clarificar sus propios valores y metas, y luego encaminarse
hacia ellos, aceptando el sufrimiento y los obstáculos como parte del camino.

En mi experiencia clínica, a un porcentaje de personas los antidepresivos le


son suficientes, pero para otras (principalmente, quienes llevan mucho
tiempo con depresión), las medicaciones suelen tener un techo en el beneficio
que brindan. Los antidepresivos pueden ayudar, y mucho. Pero las terapias
modernas establecen que si no sabemos a dónde ir, no nos servirán
demasiado. Tomándonos el atrevimiento de simplificar años de investigación
en neurociencias, podríamos decir que los antidepresivos son la nafta que le
ponés a un auto para que ande: no será suficiente si no sabés hacia dónde
querés ir. Sin un objetivo claro, quizás termines dando vueltas en círculos
hasta agotar el tanque nuevamente. En ese sentido, solo vamos a poder salir
adelante si tenemos una meta definida. Si esa meta está claramente alineada
con nuestros valores, mucho mejor. Y si además nos comprometemos con
esos valores, las probabilidades de éxito aumentan.

¿Te acordás de que trabajabas en un


hospital?
Pero algo estaba faltando. Entonces te dedicaste a meditar profundamente
sobre tus propios valores, sobre las metas que te fuiste poniendo a lo largo de
la vida, y decidiste volver a los comienzos. Te sentaste a meditar sobre qué te
motivó a estudiar Medicina en su momento. Sabés que fue tu decisión, que
no seguiste un mandato impuesto y nada más. Estudiaste Medicina porque te
gustaba la ciencia, colaborar con el progreso. Es más, haciendo memoria, te
emocionás un poquito, sentís algo de tensión en el pecho. No solo eso,
también querías servir a la gente. Y no es tarde. Si algunas personas no
pueden acceder a tus tratamientos, capaz es hora de armar una fundación. O
salir a hacer algún tipo de asistencia voluntaria. O lo que sea que se alinee
con tus valores, porque este es un ejemplo y los ejemplos viste cómo son:
hay que tomarse el trabajo de adaptarlos.

Capitulo 1.3

Motivacion

Hace diez años que trabajás en el banco. Siempre en el mismo puesto. Y no


es que no te guste, de algún modo parece que el trabajo administrativo se
lleva bien con vos. Pero la cosa está empezando a ponerse repetitiva y te
preguntás a dónde estás yendo con todo esto. Te alcanza para el alquiler, pero
podrías ganar mejor; podrías tener otro puesto si compitieras por él. Con
honestidad, sabés que podrías terminar la facultad. Bueno, podrías si tu
trabajo y la familia te lo permitieran, pero lo cierto es que te dejan muy poco
tiempo. No es que no lo hayas intentado. Lo seguís intentando. Está en tu
lista de pendientes, le dedicás los ratos que tenés libre, lo que suele suceder al
final del día, cuando el cansancio ya es total. Y simplemente no lográs
avanzar. No lográs juntar los cinco gramos de fuerzas que te faltan para
sentarte a estudiar. Y la conclusión obvia empieza a asomar: perdiste la
motivación. ¿Será que tu tiempo de estudiar ya pasó…?

En el capítulo anterior hablé sobre cómo identificar valores que nos marquen
el camino y proponernos metas concretas que nos acerquen hacia ellos.
Como vimos, las metas se consiguen poniendo en marcha comportamientos y
acciones comprometidas. Aunque a veces no tenemos ganas de hacer la tarea,
las metas claras nos van a ayudar a darle sentido a nuestras acciones y a
desarrollar disciplina. Es decir, si tengo metas, aumenta la probabilidad de
que haga cosas al respecto. A medida que vamos cumpliendo metas o
acercándonos a estas (más allá del esfuerzo y sufrimiento que pueden
acarrear), tenemos más ganas o más ilusión por esforzarnos para continuar
haciéndolo. Podríamos decir que encontramos una motivación, un motor,
algo que nos mueve hacia donde queremos llegar.

Ya sé lo que estás pensando: esto suena lindo en la teoría, pero en la pŕactica


a veces simplemente no tenemos ganas. Y es cierto. Procrastinamos y nos
cuesta mucho empezar un camino por más que tengamos en claro nuestras
metas. Afortunadamente, a pesar de lo que se suele creer, muchas veces la
motivación para cumplir las metas no proviene de nuestro interior, sino del
exterior. Suponemos que la motivación es algo que se tiene o no, lo que nos
hace creer que muchos problemas son cuestión de “voluntad”, pero la mayor
parte de las veces no sabemos exactamente qué significa esto ni cómo
modificarlo. Motivar nuestros comportamientos orientados a cumplir
nuestras metas requiere de una ayudita, para lo cual hace falta un análisis más
fino de estos comportamientos. Lo que te quiero proponer en este capítulo es
pensar cómo llevar a cabo las acciones comprometidas y comportamientos
que nos acercan a nuestras metas.

Perros, gatos y vacas | Refuerzos y castigos


Cuando hablamos de comportamiento, nos referimos a todo lo que un
organismo hace. Dicho de otra forma, nos referimos a todo lo que un muerto
no puede hacer, y esto incluye no solo lo que puede apreciarse a simple vista,
como comer una naranja o cantar (comportamiento visible), sino también
fenómenos internos, de la piel hacia dentro (comportamientos encubiertos o
privados), como los pensamientos, emociones o recuerdos. A diferencia de
otras escuelas de psicología como la terapia cognitiva-conductual, que
considera que el comportamiento son las acciones que se ejecutan, mientras
que los pensamientos son denominados cogniciones, para autores como
Moore y Hayes, el comportamiento es todo lo que hacemos (lo que se ve y lo
que no) y una de las principales características de la vida. Es importante
entender este punto para poder comprender e influenciar nuestro
comportamiento usando los principios que veremos a continuación.

Uno de esos principios es que los comportamientos tienen una situación que
los desencadena y una consecuencia que les sigue, y ocurren dentro de un
determinado contexto. Es decir, no existen comportamientos aislados o puros.
Por ejemplo, cuando suena la alarma (situación), toco el botón para apagar la
alarma (comportamiento) y esta deja de sonar (consecuencia). Cuando tengo
frío (situación), prendo la calefacción (comportamiento) y dejo de tener frío
(consecuencia). Hasta acá todo bien. Lo interesante de la cuestión es que
muchos comportamientos se sostienen por sus consecuencias, es decir, por lo
que pasa después y no antes: esto es lo que se conoce como
condicionamiento operante. Por lo tanto, lo que funciona para modificar
comportamientos es jugar con su contexto o con sus consecuencias.

El aprendizaje por consecuencias ha sido objeto de estudio e


interés durante los últimos cien años. Todo comenzó con los
conocidos y bizarros experimentos de Pavlov a finales del siglo
XIX, que establecieron el inicio del estudio del proceso de
aprendizaje que hoy llamamos condicionamiento clásico o
pavloviano. Hacia la segunda mitad del siglo XX, Burrhus Skinner
describió a través de sus experimentos el condicionamiento
operante o por consecuencias, y le dio el nombre de refuerzo y
castigo a las consecuencias que aumentan o disminuyen las
probabilidades de que algo ocurra. Sus hallazgos han sido la base
de muchas de las herramientas de la psicología contemporánea,
pero frecuentemente ha sido malentendido y subestimado. Al día
de hoy, estos principios se están uniendo al estudio de los
mecanismos de la evolución y la capacidad de adaptación de los
organismos. Las teorías genocéntricas de la evolución, que hacen
hincapié en los cambios biológicos heredados en el tiempo, están
comenzando a dialogar con las teorías de las ciencias contextuales
y conductuales, que observan principalmente los mecanismos de
selección de conductas a través de las consecuencias. Hoy en día se
está comenzando a entender que en la selección de conductas, las
consecuencias son muy relevantes en términos evolutivos ya que le
dan al organismo una capacidad de adaptación que la biología
literalmente no tiene tiempo de darle. Por supuesto, esa adaptación
siempre estará limitada por la base biológica.

En ese sentido, si queremos motivarnos para que un comportamiento se


repita y se mantenga en el tiempo, debemos programar una serie de
consecuencias que aumenten las chances de que algo ocurra. Debemos
modificar el contexto en el que ocurrirá el comportamiento. En otras
palabras, debemos establecer un sistema de refuerzos alrededor del
comportamiento que queremos desarrollar. Estos refuerzos vienen de dos
sabores: el refuerzo positivo y el refuerzo negativo.
El refuerzo positivo es la consecuencia que aumenta las probabilidades de
que el comportamiento deseado ocurra debido a que agregamos un evento.
Un ejemplo típico es dar un elogio a un niño luego de que tendió la cama. El
refuerzo positivo, en este caso, el elogio, es la base del cambio de hábitos, y
es aquí donde debemos enfocar toda nuestra creatividad. Paradójicamente,
nos cuesta pensar de esta manera, ya que muchas veces no se nos ocurre bien
qué y cómo reforzar, probablemente porque nos hemos desarrollado en una
cultura del rigor. Pero el refuerzo es lo que funciona como tal, y esto no
implica necesariamente premios. Si el niño siente vergüenza ante los elogios,
no son necesariamente un refuerzo. Una medalla o una copa pueden ser
premios, pero puede que no me muevan nada y entonces no funcionen como
refuerzo.

El refuerzo negativo es la consecuencia que también aumenta las


probabilidades de que un comportamiento ocurra, pero a diferencia del
refuerzo positivo, que agrega un evento, el negativo lo elimina. Por ejemplo,
tomar un ibuprofeno para quitarnos el dolor de cabeza: si tomar la pastilla
cuando me duele la cabeza se acompaña del alivio del dolor, ante un próximo
dolor estaré motivado a tomar nuevamente esa pastilla. El alivio del dolor
refuerza el comportamiento de tomar ibuprofeno. Esto me lleva a hacer una
aclaración importante: el refuerzo negativo es la base de muchos problemas
de salud mental. Muchas cosas que nos generan alivio a corto plazo son
potencialmente dañinas a largo plazo. En otro ejemplo, si un chico tímido
aprende a tomar alcohol para bajar su ansiedad con las mujeres, puede que,
entre otras cosas, desarrolle problemas de alcoholismo en el futuro (y no
desarrolle, en cambio, habilidades para afrontar y regular su ansiedad).

Entonces, si bien ambas modalidades son parecidas, el refuerzo positivo es la


aplicación de un evento como consecuencia de una acción que se quiere
estimular, mientras que el refuerzo negativo es la erradicación de un evento.

Es muy importante saber que los seres humanos, al tener un


comportamiento más complejo que el resto de los animales,
podemos tener refuerzos “invisibles”. De hecho, vivir de acuerdo a
nuestros valores, siempre y cuando los tengamos claros, refuerza
muchos comportamientos, a pesar de que no haya una gratificación
material al lado de estos. Muchas veces, la sola idea de ser un
buen médico me ha hecho seguir estudiando a pesar de estar
extremadamente cansado, es decir, la idea me funcionó como
refuerzo positivo.

Por otro lado, si queremos reducir las chances de que un comportamiento


ocurra, debemos aplicar una consecuencia aversiva. Esto es lo que
técnicamente llamamos castigo, y también puede ocurrir de dos formas.
Podemos agregar una consecuencia aversiva (castigo positivo), como por
ejemplo cuando un profesor reta a un alumno porque no hizo la tarea, o bien
quitar algún elemento agradable (castigo negativo), como sacarle los
videojuegos a una niña cuando hace un berrinche.

Los términos “refuerzo positivo/negativo” y “castigo


positivo/negativo” pueden ser confusos y hasta chocantes, pero la
realidad es que estos no hacen referencia a la cualidad moral de la
acción, sino simplemente a un método efectivo para modificar los
comportamientos. Mientras que el “refuerzo” es la consecuencia
que aumenta el comportamiento, “castigo” es una consecuencia
que lo disminuye. “Positivo” y “negativo” se refieren a si la
consecuencia consiste en presentar o en quitar algo agradable. No
guardan relación con que algo sea mejor o peor, bueno o malo.

Por más que hayan algunos tecnicismos y lo dicho anteriormente parezca


extraído de un libro para adiestrar perros, en realidad el refuerzo y el castigo
están sucediendo todo el tiempo en nuestras vidas. Como mencioné antes, no
hay comportamientos libres de refuerzos ni de castigos. Por ejemplo, a mí me
encanta la música y me gusta tocar la guitarra. Cuando practico canciones
nuevas y desafiantes, el hecho de que me vayan saliendo los acordes y el
sonido suene agradable me refuerza seguir tocando. Por otro lado, imaginate
que al acariciar a un perro, este te muerda: lo más probable es que te alejes
del próximo perro que encuentres, o por lo menos, que no lo acaricies. Todas
las personas, sin excepción, estamos en contacto constante con refuerzos o
castigos, nos guste o no nos guste, seamos conscientes o no de esto: cuando a
medida que hacemos ejercicio nos sentimos mejor y por eso seguimos yendo
al gimnasio; cuando una jefa nos felicita por algo que hacemos bien, y nos
hace poner más empeño en el trabajo; cuando un niño le regala un dibujo a su
papá y él le dice “qué buen dibujo, ¡gracias mi amor!”.

Sin embargo, no es todo lo mismo. El refuerzo positivo es el principal


elemento motivador del comportamiento en todas las etapas de la vida de
una persona, desde la infancia hasta la adultez, por lo que los
comportamientos se sostienen más por el reforzamiento positivo que por el
castigo. Como dice el refrán, “se cazan más moscas con una gota de miel que
con un barril de vinagre”. El problema es que estamos culturalmente
entrenados para usar más el castigo que el refuerzo para modificar los
comportamientos (a través de gritos, amenazas, maltratos, insultos y hasta
golpes). Varios refranes, erróneos por supuesto, muestran cómo esto está
codificado en nuestra cultura: “la letra con sangre entra” o “suelta la vara y
arruina al niño”. Años de estudio del comportamiento humano demuestran
fehacientemente que este no es el camino. De hecho, en el año 2019 la
Asociación Americana de Psicología publicó una declaración contra los
castigos corporales a los niños alertando sobre su inefectividad para
modificar el comportamiento y sus consecuencias negativas a largo plazo.
Porque si bien el castigo puede funcionar para modificar comportamientos,
esto suele suceder a un costo psicológico alto para la persona castigada y para
la castigadora (que se convierte para la persona castigada en desagradable, a
la que se le miente o de la que se huye para evitar el castigo). Esto no quiere
decir que no se pueda utilizar el castigo (siempre y cuando no implique
violencia, claro), pero tiene que ser algo más bien excepcional. Lo que más
sostiene conductas a largo plazo es el refuerzo positivo, que, por supuesto
debe ser entendido en toda su profundidad.

En busca de la motivación perdida | Rutinas


en ruinas
Volvamos al mundo donde trabajás en un banco y querés terminar una
carrera. Sin saber exactamente cómo es el resto de tu vida, me animo a decir
que la respuesta a la pregunta que te hiciste es: no, no pasó tu tiempo de
estudiar. Pero antes de organizar las acciones orientadas a cumplir tus metas,
vas a necesitar indefectiblemente ordenar tu estilo de vida todo lo que puedas
para que tu camino sea sostenible en el tiempo. Nadie puede pretender hacer
sus tareas durmiendo poco, comiendo mal y llevando una vida sedentaria. No
digo que no se puedan alcanzar ciertas metas de esta manera, pero el costo de
salud asociado va a ser muy alto. Cumplir con las necesidades básicas del
organismo es fundamental para mantener la salud física y mental, cumplir
nuestras metas con éxito, y estar enteros para disfrutarlo. Nuestra psiquis es
una manifestación de nuestro cuerpo, por lo que la salud de nuestra mente
está íntimamente relacionada a la de nuestro organismo. Si desatendemos las
necesidades biológicas de nuestro cuerpo, nuestra salud de se verá afectada
negativamente y nos pasará factura tarde o temprano.

Una gran ayuda para esto es organizar una rutina que busque asegurar tiempo
para el descanso, ejercicio, comidas y ocio, al menos de forma básica. Esto
implica agendar y asignar día y hora a las actividades que quieras cumplir,
incluyendo horas de sueño, momento de ejercicio, esparcimiento y comidas.
Si bien armar una agenda no es sinónimo de éxito, organizarse aumenta
radicalmente las probabilidades de que esto ocurra. De hecho, para mucha
gente el orden, la previsibilidad y cumplir con fechas es muy útil. Pero
también hay personas que se niegan a establecer una rutina por prejuicio a
sentirse encerradas en una monotonía. Si bien eso es posible (y de hecho,
sucede), recordá que la idea de este ejercicio es que al construir esa rutina
podamos incorporar herramientas que nos permitan cuidar nuestra salud y
tener la energía para encarnar las acciones orientadas a cumplir las metas
alineadas a nuestros valores.

Supongamos que una de las metas más pequeñas que estableciste para
terminar la carrera es entregar una monografía: para eso, necesitás leer y
escribir el trabajo. Pero cuando mirás tu agenda, ves que tenés poco tiempo,
por lo que deberías empezar por levantarte más temprano (así que también
deberías intentar acostarte antes para no perder horas de descanso). Como
esto siempre te costó, decidiste hablar con un amigo que está en la misma y
quedaron en juntarse a estudiar temprano dos veces por semana de manera
presencial u online. Buena idea: el compromiso social es un buen aliado en
estos casos. Cumplir acuerdos, como quedar con un amigo, suele ser también
reforzante. El hecho de estar en contacto con otro ser humano, que además
me ayuda, es un refuerzo natural. Si a esto le sumamos que vas a ir notando
que avanzás, más ganas vas a tener de juntarte con tu amigo. Y si además se
juntan en una cafetería linda a tomar algo rico, hay aún más chances de que
esto ocurra. Como si todo esto fuera poco, te comunicaste con una de las
profesoras que te ayudan con la monografía y quedaron en juntarse en 15 días
con un informe preliminar. Esto también hace que avances, porque la fecha
límite te pone presión. No querés ir a la reunión con la docente con las manos
vacías. Estás modificando mucho tu contexto.

¿Cuáles son entonces tus refuerzos?

1. Cumplir con el compromiso con tu amigo.


2. La compañía de tu amigo.
3. Entender los temas que estudiás.
4. Ver y sentir cómo avanzás en tu monografía.
5. Estar en un lugar lindo como la cafetería.
6. Tomar café mientras estudiás.
7. Cumplir con el compromiso con tu docente.
8. Quitarte de encima el deadline.

Claro que en tu caso las cosas pueden ser bien diferentes. No trabajás en un
banco, no estás intentando terminar una carrera, no tenés una agenda y el café
te parece una bebida de lo más insulsa. Es lo mismo. Lo importante es la
lista. Estoy seguro de que si lo pensás un rato, podés hacer una lista de
refuerzos que te ayudarían a alcanzar la meta que estás buscando. ¿Cómo vas
a modificar tu ambiente como para que este te lleve a hacer lo que querés?

El dilema de la lasagna | Refuerzo


intermitente
¿Es lo mismo felicitar a un niño porque ordenó sus juguetes al final del día
que inmediatamente después de que lo haga? ¿Es lo mismo que te tomes ese
café que tanto te gusta cuatro horas después de terminar de estudiar que
hacerlo justo después de repasar una unidad del programa? No, no es lo
mismo. La relación comportamiento-refuerzo es muy importante y necesaria.
Cuanto más demoramos la entrega del refuerzo, más difícil resulta que se
produzca un aprendizaje. Por eso, reforzá el comportamiento inmediatamente
después de que haya sucedido. Al principio hacelo cada vez y luego reforzalo
de vez en cuando.
Esto de reforzar de vez en cuando se denomina refuerzo intermitente y es
mucho más efectivo que el refuerzo continuo. Esto es bastante obvio si lo
vemos con un ejemplo. Supongamos que sos fan de la lasagna y decidís que
cada vez que cumplas una meta, vas a comer este plato. Empezás a aplicar
esto ante cualquier meta porque notás que funciona. Va a llegar un punto en
el que no vas a poder ni ver la lasagna. En otras palabras, te vas a
acostumbrar al refuerzo, y este va a dejar de servir como tal. Por lo tanto,
deberías reservar la lasagna para situaciones especiales. En otro ejemplo, si
querés empezar a hacer ejercicio, podrías reforzarte mirando un capítulo de
una serie que te guste después de cada sesión de entrenamiento durante las
primeras dos semanas; después, hacerlo sesión de por medio; luego, cada tres
sesiones, hasta finalmente no hacerlo más o solo cada tanto.

Si bien es posible utilizar la comida como refuerzo, es necesario tener en


cuenta que su efectividad se pierde si no se tiene hambre y que, debido a un
efecto de tolerancia, nos acostumbramos a sus efectos y necesitamos más
novedad para que siga funcionando. Sin embargo, usar la comida como
refuerzo puede tener consecuencias que es importante considerar. Por
ejemplo, comer con demasiada frecuencia, sobre todo si elegís alimentos
dulces o ultraprocesados, puede afectar negativamente tu salud y favorecer el
desarrollo de una adicción a la comida. Además, si se la utiliza de manera
constante, puede llevar a adquirir malos hábitos alimentarios.

Una razón para no hacer las cosas |


Consistencia y flexibilidad
Es cierto, podrías usar alguna estrategia más aversiva para motivarte. A veces
somos hijos del rigor simplemente porque es más fácil. Pero para que esto
funcione, hay que tener en cuenta algunos principios. Si se aplica un castigo,
lo mejor es que esté relacionado con el comportamiento que quiero castigar.
Sería absurdo que te castigues con 200 flexiones de brazos si no terminás tu
monografía. En cambio, sería mejor que, si estás estudiando en un café y ya
querés volver a tu casa, te comprometas a no volver hasta que cumplas tu
meta del día. Aquí estarías aplicando el castigo negativo, te estarías
“quitando tu casa”, ese lugar donde no trabajás en la monografía.
También es importante ser consistentes en las resoluciones, porque
(obviamente) siempre encontraremos excusas para no aplicar las
consecuencias que nos planteamos. Si resolvés levantarte temprano para
juntarte a estudiar con un amigo, debés mantenerte firme en cumplir tu
palabra. Hay gente que siempre encuentra una razón para no hacer las cosas,
excusas del tipo “me siento mal”, o “se me complicó el día”. Si sos de esas
personas, es importante que hagas conscientes esos patrones de pensamiento
y no los sigas. Sin embargo, también es importante prestar atención a no
pasarnos de rosca: si te mantenés tan firme en tu propósito que te castigás
con demasiada intensidad, al punto de no comer o descuidar la relación con
tus afectos, a la larga vas a tener otro tipo de problemas. En otras palabras, es
importante ser consistentes y flexibles a la vez.

La motivación no viene de una galaxia muy


lejana | Moldeamiento
Supongamos que hace mucho que no te sentás a estudiar. En el pasado tuviste
mucha práctica, podías estudiar muchas horas de corrido, leías decenas,
cientos de páginas por día, y sin embargo ahora te cuesta mucho. En tal caso,
deberías elegir las metas adecuadas a tu realidad actual. Hay que empezar por
conductas pequeñas, como leer solo dos páginas, o al menos lo mínimo que
sientas que es más que nada. Si te ponés como meta leer cien páginas en un
día, probablemente no lo hagas. En cambio, si sentís que cinco páginas es
exigente, pero factible, empezá por ahí, y reforzá cada paso nuevo que vayas
logrando.

Este trabajo se llama moldeamiento, el procedimiento en el que se refuerzan


inmediata y sistemáticamente las aproximaciones sucesivas a una conducta
hasta que esta se establece. Esto se utiliza cuando el comportamiento es muy
infrecuente o muy lejano dentro de nuestro patrón de comportamiento. No
hace falta que esperes a terminar de leer todo el libro para tomar un café,
podés ir haciéndolo ante los pequeños pasos que vayas dando.

El concepto de moldeamiento fue descubierto por casualidad por


Burrhus Skinner y Norman Guttman a mediados del siglo XX, y
sus implicancias fueron tan sorprendentes que aún sigue vigente.
En el año 1943 estos dos investigadores se encontraban trabajando
en un proyecto de guerra para los Estados Unidos, y su oficina
estaba en el último piso de un molino de harina ubicado en la
ciudad de Minneapolis. Mientras esperaban órdenes desde
Washington, Skinner y Guttman se pasaban gran parte del día
jugando con las palomas que se acercaban a comer al molino, que
resultaron ser un suministro irresistible de sujetos experimentales.
En unos de esos días en los que abundaba el tiempo libre,
decidieron enseñarle a una paloma a jugar a los bolos: el animal
tenía que golpear una pequeña bola de madera mediante un
movimiento lateral de la cabeza y enviarla a través de un canal
miniatura hacia un conjunto de pinos de juguete. Re fácil. Dado
que Skinner fue pionero en el estudio de la motivación, sabía que
tenían que darle algún tipo de refuerzo positivo cuando ocurrieran
los logros. Pusieron la bola de madera en el suelo y esperaron a
que la paloma la golpeara con el pico para darle comida. Pero no
pasó nada. Aunque tenían todo el tiempo del mundo, se cansaron
de esperar. Así que pasaron al plan B, y decidieron reforzar
cualquier tipo de movimiento relacionado con la bola (hasta
mirarla), y luego seleccionaron las respuestas que más se
aproximaban al comportamiento deseado. El resultado fue
sorprendente: en unos pocos minutos la bola de madera salía
disparada como si la paloma fuese una campeona de squash.
Tardaron solo un poco más en lograr que la paloma aprendiera a
jugar a los bolos.

Comprender estos conceptos implica entender el cambio como un proceso


dinámico, con idas y vueltas, como un conjunto de variables que debemos
alinear. Pero te cuento lo que nunca te va a pasar: que un día escuches una
cosa maravillosa y digas “ahora sí que tengo ganas, motivación y voluntad
para esforzarme”. Un buen discurso, una película inspiradora o la música de
Star Wars pueden generarnos alguna emoción que nos motive a la acción,
pero ese efecto puede ser solo un puntapié inicial: a esto hay que agregarle
todo lo visto en el capítulo anterior sobre valores y metas. ¿Quiénes son las
personas más motivadas que conozco? Aquellas que tienen mucha claridad
en sus valores y metas, y que además tienen estas herramientas de
autogestión para sostener los planes que elaboran. Para esto, utilizan todas
estas estrategias que revisamos, y ese es un trabajo de toda la vida.

Capitulo 2.1

Inteligencia emocional

¿No te gusta trabajar en un banco? No te preocupes, ese problema está muy


lejos. Pensá que ahora tenés diecisiete años, estás terminando el colegio y te
preocupa empezar la facultad. ¿Por el estudio que va a implicar? En absoluto,
eso no te asusta. Lo que te preocupa es si podrás hacerte amigos y amigas.
Durante la secundaria siempre mantuviste el mismo grupo, se conocen desde
la infancia. Sin embargo, te peleás seguido. Dos por tres, alguien se va del
grupo de WhatsApp. Luego de unos días, siempre vuelve. Pero la sensación
queda y empezás a preguntarte: si con tu grupo de siempre hay tantas peleas,
¿será que no tenés la capacidad de mantener amistades? No, no, la culpa es
de los demás. Vos siempre decís lo que sentís y lo que pensás. Y eso no
puede estar mal… ¿no?

Más que mil palabras | La expresión de las


emociones
Algunas personas piensan que las emociones juegan un rol importante solo
en las situaciones románticas o en una confrontación física, pero en realidad,
están presentes todo el tiempo en nuestras vidas: nos ayudan a tomar
decisiones, a entender el mundo, y son cruciales en todas nuestras
interacciones sociales.

El conocimiento acumulado y el refinamiento de los métodos de la ciencia


moderna nos brindaron una respuesta simple, sencilla y elegante sobre qué
son las emociones: un complejísimo sistema heredado a través de la
evolución para sobrevivir. Dicho sistema se pone en marcha ante estímulos al
interactuar con el ambiente, lo que genera una serie de cambios en el cuerpo
que tienen un impulso de acción característico. Si vamos distraídos
caminando por la calle y de repente suena una bocina muy fuerte,
inmediatamente nos asustaremos y reaccionaremos de manera automática
para huir del peligro sin pensar. Si vemos a un ser querido que está llorando,
entenderemos automáticamente que está angustiado y tendremos el impulso
de brindarle nuestro apoyo. Es decir, una emoción es nada más y nada menos
que una respuesta automática de nuestro cerebro, un “algoritmo” que se
activa automáticamente para no tener que pensar nuestra respuesta en una
situación en la que, justamente, hay que actuar rápido. Joseph LeDoux, un
gran neurocientífico que además es guitarrista y líder de la banda The
Amigdaloyds (en alusión a la amígdala cerebral), propone llamarlas
simplemente circuitos de supervivencia. Tiene sentido, ¿no?

Charles Darwin, en uno de sus tratados clásicos, titulado La expresión de las


emociones en el hombre y los animales, extendió su teoría de la evolución
natural más allá de las estructuras físicas hacia el campo del comportamiento.
Lo que sostenía su argumento era el hecho de que ciertas emociones son
expresadas de la misma manera a lo largo y ancho del mundo, incluso en
personas de lugares desolados que habían tenido muy poco contacto con
otros pueblos, lo que descartaba la posibilidad de que esas respuestas
hubieran sido culturalmente aprendidas. Concretamente, Darwin descubrió
que la manifestación facial, la “cara” de las emociones, era universal. Es
decir, que acá o en China las personas ponemos más o menos la misma cara
cuando sentimos enojo, tristeza o alegría. Esto le sugirió que debía haber un
componente heredable en las emociones. Por otro lado, también se dio cuenta
de que muchos de los gestos por fuera de la cara que acompañan a las
emociones sí son aprendidos. Un ejemplo concreto es el festejo que hace un
jugador de fútbol al hacer un gol. Basta comparar videos de jugadores de la
década del 70 con la forma en que festejan hoy. Probablemente, la emoción
en ambos casos sea la alegría y la cara sea la misma, pero la gesticulación
con el resto del cuerpo es muy diferente. Otra observación importante fue que
ciertas emociones se expresan de manera similar entre las mismas especies,
lo que sugiere la posibilidad de que dichas emociones se hayan conservado
dentro del mismo árbol evolutivo.

Muchas veces las emociones nos muestran nuestros valores, y a su


vez los valores condicionan nuestras emociones. No solo sentimos
miedo ante predadores, sino también ante las nuevas tecnologías
que invaden nuestra privacidad o limitan nuestra autonomía, o si
hay posibilidades de que gane las elecciones algún político que no
nos gusta. Por otro lado, un mismo hecho puede hacer que algunas
personas sientan alegría y otras, enojo o tristeza.

En los seres humanos esto es bastante fácil de notar. Con mayor o menor
habilidad, nos damos cuenta de que una sonrisa significa alegría, que cuando
alguien grita con el rostro fruncido y los músculos de la cara contraídos
probablemente esté manifestando enojo, que si ante una pérdida alguien
quiera quedarse en su casa es que está triste, y así sucesivamente. Tanto las
expresiones faciales como la postura corporal, gestos, palabras y el tono de
voz están también conectados biológicamente con las emociones. Podríamos
decir que una expresión vale más que mil palabras.

Es más, hay un examen (el test de Eckman) en el cual se evalúa la


capacidad que tienen las personas de reconocer las emociones a
través de la cara de un grupo de actores y actrices a quienes se
fotografió pidiéndoles que pusieran expresión de tristeza, enojo,
sorpresa, alegría o miedo. La capacidad de leer o hipotetizar qué
emoción está teniendo una persona a través de su expresión facial
es parte fundamental de la inteligencia emocional, y puede llegar a
tener incluso importantes implicancias legales. Los estudios de
Paul Eckam se utilizan actualmente en criminología.

Filosofía contemporánea | Emociones


agradables vs. emociones desagradables
Si bien nuestras emociones constituyen herramientas importantes para
entender nuestro entorno e interactuar con él, lo cierto es que son complejas,
a veces confusas, y pueden impulsarnos a cometer errores. Es fundamental
tener en cuenta que las emociones están ahí para asegurar nuestra
supervivencia, pero no es su función asegurar nuestro bienestar, entendido tal
como lo describimos en capítulos anteriores. Las emociones sirven para
comunicarnos algo que es importante para nosotros, movernos a la acción,
mantenernos con vida, para comer, cuidarnos del peligro y proteger a
nuestras crías, pero poco tienen para decir sobre el “buen vivir” o la felicidad.
Como mencioné anteriormente, las emociones surgen automáticamente a
partir de un estímulo (externo o interno) y, por lo tanto, no podemos decidir
si experimentarlas o no. Sumado a lo anterior, hoy tenemos la certeza de que
no es saludable ignorarlas. Por lo tanto, una gestión inteligente de las
emociones implica enfocarnos en entenderlas e intentar modular las
respuestas que nos surgen según si son efectivas o no, y si estas emociones (y
su intensidad) se ajustan (o no) a los hechos. En algunas situaciones nos
podemos volver personas excesivamente emotivas y no pensar claramente, lo
que nos puede llevar a creer que nuestro juicio sobre determinada situación
es correcto, y por extensión, también nuestras acciones (es decir, tenemos un
sesgo, un error sistemático a la hora de procesar la información). Esto puede
ser un verdadero problema si además nuestras emociones nos nublan tanto el
pensamiento que nos llevan a ignorar los hechos (otra forma de sesgo).
Cuanto más fuerte es una emoción, más fuerte resulta nuestra creencia de que
esta se basa en una realidad incuestionable. Además, las emociones “se aman
a sí mismas”, y si uno sigue el impulso de la emoción, esta aumenta, crece, se
hace más intensa. Si le das el espacio, las emociones se retroalimentan, pero
si hacés lo opuesto al impulso, la emoción decrece o incluso puede llegar a
extinguirse. Sabiendo esto, es importante entrenarnos en distinguir si una
emoción se ajusta o no a los hechos, y si actuar siguiéndola es o no efectivo
en relación a mis valores y metas.

Si tengo miedo a los perros y huyo sistemáticamente de ellos


porque pienso que me van a hacer daño, seguiré sintiendo miedo.
Si me enfrento a los perros y aprendo a relacionarme con ellos, el
miedo bajará progresivamente. Esta exposición progresiva a los
estímulos estresantes es un protocolo muy utilizado en la clínica
para tratar diferentes tipos de fobias.

Las emociones pueden tomar el control de nuestra mente y alterar nuestros


pensamientos, generando distorsiones de la realidad que nos dificultan la
interacción con el entorno. Cuando estamos en un estado de intensidad
emocional, nuestra mente es bombardeada con pensamientos alarmantes e
imágenes perturbadoras. Así, no queda espacio para el pensamiento racional
y nuestro juicio se nubla. Por ejemplo: “me siento inseguro, este lugar es
peligroso”, “si me deprimo cuando estoy sola, no valgo”, “si estoy asustado,
hay algo amenazante”, “la amo, por lo tanto, ella debe ser la persona
indicada”. Estos se denominan pensamientos emocionales. Es muy
importante aprender a notarlos, porque pueden condicionar nuestro
comportamiento y redisparar las mismas emociones que los generaron.
Además, a veces una emoción es acorde a la situación, pero no así su
intensidad. Por ejemplo, si una persona con la que estaba empezando a salir
me deja de hablar, puedo estar triste, pero encerrarme a llorar tres días
seguidos no es una respuesta proporcional ni efectiva. Hay que aprender a
identificar nuestras emociones, comprender que siempre tienen un disparador
(validarlas) y examinar si nuestra respuesta frente a ellas es efectiva o no. Si
nuestra respuesta no es efectiva, podemos cambiarla mediante entrenamiento.
Al aprender a observar nuestras emociones, aprendemos también a
separarnos en lugar de identificarnos con ellas, y a verlas como fenómenos
automáticos y biológicos. La abundante base experimental existente permite
concluir que, si bien todas las personas venimos al mundo con un
temperamento determinado (un set de programas de reacción automática), lo
que vivimos durante los primeros años de vida tiene un efecto importante en
nuestra configuración cerebral y, en gran medida, definen el alcance de
nuestro repertorio emocional. Pero, afortunadamente, ni el temperamento ni
la influencia de los primeros años de vida determinan de manera irreversible
nuestro destino emocional. Es decir, la puerta para el desarrollo de nuestra
inteligencia emocional permanece abierta durante toda la vida gracias a la
neuroplasticidad de nuestro cerebro.

La neuroplasticidad cerebral se refiere a la capacidad que tiene el


sistema nervioso para cambiar su estructura y su funcionamiento a
lo largo de la vida. La neuroplasticidad les permite a las neuronas
regenerarse tanto anatómica como funcionalmente, y formar
nuevas conexiones sinápticas con otras neuronas, nuevos caminos
de información para cumplir diferentes tareas. De esta manera, el
cerebro es capaz de recuperarse de lesiones y reestructurarse para
restablecer el funcionamiento. Si bien esta sorprendente capacidad
existe durante toda la vida, es mayor en la infancia, y por ese
motivo los y las infantes aprenden más rápido y se recuperan mejor
que las personas adultas.

Aprender a identificar y expresar nuestras emociones nos puede ayudar a


acercarnos a nosotros mismos y a quienes amamos, a cumplir nuestras metas
alineadas a nuestros valores, y a vivir una vida valiosa. Por eso, necesitamos
gestionar nuestras emociones de manera efectiva. Para empezar, tenemos que
separar el trigo de la paja, y reconocer cuáles son esas emociones de entre un
abanico enorme de palabras que le ponemos a lo que nos pasa.
Tradicionalmente, solemos describir a las emociones según si nos hacen
sentir de forma agradable (la literatura sobre el tema las llama emociones
positivas: amor y alegría) o desagradable (emociones negativas: tristeza,
enojo, culpa, envidia, celos y asco), pero no por ello unas son buenas y las
otras, malas. Recordemos que todas las emociones son importantes y nos
brindan información. Por lo tanto, no tiene sentido juzgarnos mal por
experimentar emociones como la tristeza, la envidia o el enojo. Como dice
Moria, filósofa contemporánea: “si querés llorar, llorá”.

Barrenar la ola | Cómo gestionar las


emociones
Como ya vimos, todas las emociones tienen eventos disparadores, es decir,
estímulos que gatillan la emoción. Los disparadores pueden ser externos (te
enojaste porque en el grupo de WhatsApp hablaron mal de vos) o internos (te
enojaste porque pensaste que en el grupo de WhatsApp hablaron mal de vos).

De aquí surge un concepto muy importante, que es el de la validez de las


emociones. Todas las emociones son válidas porque todas tienen
disparadores. Ninguna surge de la nada. “Validar” quiere decir aceptar y
comprender que las emociones tienen una función y su aparición tiene
sentido porque siempre tienen un disparador (a menos que tengas un
problema de salud mental particularmente complejo). Por supuesto, que sean
válidas no quiere decir que tengamos que actuar según el impulso que nos
generan. Una vez reconocido el disparador (y esto a veces es un desafío en sí
mismo), tenemos que determinar si la emoción se ajusta o no a los hechos (lo
que veríamos si filmamos la situación con una cámara, sin interpretaciones).

Volvamos al ejemplo anterior. Tenés diecisiete años. No sirve que te digan


que es una edad hermosa y tenés que disfrutarla. Vos tenés tus problemas y
son tan enormes como los de cualquiera. En este caso, tu problema es que
hoy cada vez que hacés una pregunta en el chat, te clavan el visto. No te
responden. Eso, naturalmente puede disparar una emoción como el enojo.
Pero, si bien el surgimiento de la emoción es válido, capaz deberías
asegurarte de entender qué está pasando antes de actuar según esta emoción.

Este punto es muy importante porque el evento disparador suele acompañarse


de interpretaciones. A veces condimentamos ciertas situaciones, les echamos
sal y pimienta: agregamos pensamientos, creencias, suposiciones o
valoraciones sobre un hecho. Es fácil equivocarse cuando estamos
atravesados por una emoción, sobre todo si es intensa. Por ejemplo, podrías
pensar que no te responden en el chat porque no te valoran, porque no te
respetan o incluso porque no te quieren. Pero puede ser que no te respondan
porque están en clase o simplemente no pueden hacerlo en ese momento. Si
actuás según el enojo, suponiendo que no te responden porque no te respetan,
lo más probable es que tus amistades se alejen.

Si bien la forma de expresar las emociones verbalmente varía de


persona a persona, lo que se siente en el cuerpo son fenómenos
bastante comunes, incluso entre culturas diferentes. En el año
2014, Lauri Nummenmaa y su equipo publicaron un estudio muy
interesante en el que mapearon las emociones en el cuerpo de más
de 700 personas. Mientras que la ansiedad se suele sentir como una
opresión en el pecho o la boca del estómago, la tristeza se
experimenta como un vacío en el interior, y el cuerpo se siente
pesado, como de plomo. Por su lado, el asco se suele sentir en la
garganta y el tubo digestivo. En cambio, la alegría recorre todo el
cuerpo. Somos animales sofisticados, pero seguimos siendo
animales, y estas sensaciones corporales son manifestaciones de la
respuesta fisiológica establecida por nuestro genoma.
Finalmente, no hay que olvidar que existen factores de vulnerabilidad que
hacen que un individuo esté más sensible a una emoción, que sea más
probable que haga interpretaciones emocionales o que sea más reactivo
biológicamente a algunos disparadores. Eventos del pasado o del presente,
falta de sueño, estrés situacional, mala alimentación, consumo de
determinadas sustancias psicoactivas y no hacer ejercicio son algunos
ejemplos.

Cuando vivimos una circunstancia similar a una experiencia del


pasado asociada a determinadas emociones intensas, se gatillan las
mismas emociones (o muy parecidas) que en aquel entonces,
aunque la situación actual no se esté presentando bajo las mismas
circunstancias. Esto se debe a una cuestión anatómica cerebral muy
interesante: el área de la memoria, el hipocampo, está literalmente
pegada a la amígdala cerebral, la región que se encarga de buena
parte de nuestras respuestas emocionales, principalmente aquellas
vinculadas con la ansiedad y el miedo. Así, las emociones le
imprimen importancia a nuestros recuerdos, lo que permite su
conservación.

Te hice imaginarte que eras adolescente (quizás lo sos) y te paré frente a un


problema absolutamente real y posible. Y después te dije cómo salir de ahí.
¿Lo hice aplicando sentido común? ¿Es acaso este un libro de consejos para
problemas que quizás ni tenés? No, lo que hice fue aplicar un algoritmo. Este
algoritmo simple intenta mostrar un camino a seguir ante cada emoción, y
puede ser útil que lo consultes cada vez que estás sintiendo algo y no sabés
bien qué hacer. Te va a permitir analizar si la emoción y su intensidad se
ajustan o no a los hechos y, en función de ello, avanzar por distintos caminos
de acción. En los próximos capítulos, lo aplicaremos a diferentes emociones.

Bueno, me dirás ahora que te metiste adentro del personaje, la adolescencia


es una etapa difícil donde a veces ni siquiera sabemos reconocer ni
identificar nuestras emociones, en este caso, el enojo. Más o menos.
Haciendo un análisis de cada componente, podríamos ver que, si solés
enojarte seguido, probablemente los disparadores de tu emoción no sean
hechos, sino interpretaciones o pensamientos de esos hechos. Si las peleas
son por WhatsApp, es más probable que haya muchos más malentendidos
que en una conversación cara a cara. Por otra parte, si siempre decís lo que
pensás (esas fueron tus palabras hace unas páginas) o lo que sentís, o te vas
del grupo cuando te contrarían, considerá que eso no es una conducta muy
efectiva para mantener una amistad. Hay otras conductas más efectivas para
gestionar el enojo: en primer lugar, chequear qué es lo que te enoja. Luego,
cuando se ajuste a la situación, actuarlo, seguir el enojo; por otro lado,
cuando tu emoción se ajuste a los hechos, pero no sea efectivo seguir los
impulsos de la emoción, hacer lo opuesto a lo que se siente o aprender a
tolerar ese malestar. A la vez, entender tu propio contexto: si estás en plena
época de exámenes es común que estés más sensible porque estás vulnerable.
No te queda otra que barrenar la ola.

Capitulo 2.2

Miedo y ansiedad

Cada vez que se acerca una fecha de entrega, empezás a tener problemas
gastrointestinales. Cuando vas al trabajo, podrías tomar un atajo que atraviesa
una plaza arbolada, pero siempre hay muchas palomas, así que tomás el
camino largo: las palomas te asustan y te da miedo que te choquen la cara.
Renunciaste a tu sueño de irte a estudiar a otra provincia porque temés volver
a tener una crisis de desesperación, de angustia, de sensación de falta de aire,
y que allá no haya nadie para socorrerte. Hace un tiempo que no vas a fiestas.
Tus excompañeros de colegio te incomodan mucho. Ahí viene esa persona
que tanto te gusta, actuá normal…

Tiempos modernos | El estrés y las


benzodiacepinas
La terrible espera de una charla con una persona que está enojada, aplicar a
un trabajo nuevo, una pelea, perder el colectivo en la calle, una caída fuerte
de un hijo al piso, la furia de la ciudad. Aumento de la frecuencia cardíaca y
respiratoria, mariposas en la panza que se vuelven carnívoras, transpiración,
temblores, debilidad y cansancio, sentimientos de peligro inminente, de
impotencia o pérdida de control de la situación, aprehensión o inquietud. A
veces una vez por día, otras, dos, y en muchas ocasiones, varias. Quien no
haya experimentado estrés, que tire la primera piedra.
El estrés es una respuesta normal del organismo que nos incita a estar alertas
y preparados para tomar decisiones rápidas; un mecanismo fundamental en la
historia evolutiva de todas las especies animales para sobrevivir ante
potenciales peligros. Sin embargo, a diferencia de las épocas en que las
amenazas se resolvían más o menos rápido (ya sea porque las víctimas
lograban escapar del peligro o porque el peligro se las comía), los profundos
cambios de ritmo y de estilo de vida a los que se enfrentaron los habitantes de
las grandes ciudades, plagadas de una enorme variedad de estímulos externos
de naturaleza amenazante, terminaron generando desbalances en esta
respuesta adaptativa seleccionada a lo largo de la evolución. Así, los
trastornos derivados de un exceso de estrés se convirtieron en el problema de
salud mental más prevalente de nuestra época.

Esta realidad explica en parte el aumento en el consumo de benzodiacepinas


(los psicofármacos que diluyen momentáneamente la ansiedad), al punto de
que hoy son los medicamentos más prescritos a escala mundial. Tal es el
nivel de consumo debido a la gran prevalencia de la ansiedad que existe una
tendencia a la banalización de su ingesta, ya sea con o sin prescripción
médica. “Una benzo para cada momento” es casi un eslogan. ¿Estás por
rendir un examen? ¿Vas a viajar en avión? ¿Tenés problemas laborales? ¿Te
cuesta dormir? ¿Tenés los hombros contracturados? Si tenés ataques de
pánico, o si te estás planteando qué va a ocurrir con el mundo, con la política,
la crisis climática, qué hacer en el futuro, qué será de tu vida: mandale
benzos.

Las benzodiacepinas son medicamentos que disminuyen


rápidamente la intensidad emocional al reducir la actividad de
ciertos circuitos neuronales. Debido a que generan tolerancia a las
cuatro semanas y luego, dependencia (cuesta más dejarlas), su uso
debería acompañarse con psicoterapia y limitarse hasta que la
psicoterapia haga su efecto (salvo casos particulares).
Lamentablemente, esto no suele ocurrir, y las benzodiacepinas
suelen ser prescriptas con bastante frecuencia y liviandad.

Sin embargo, los fármacos de primera línea para el tratamiento de los


trastornos de ansiedad son los antidepresivos, ya que tienen la capacidad de
reducir de forma efectiva los niveles de ansiedad y de tristeza, incluso a largo
plazo, sin generar tolerancia o tanta dependencia como las benzodiacepinas.
Suelen demorar unas semanas en comenzar a actuar y durante las primeras
semanas pueden incluso provocar más ansiedad que la previamente existente,
ocasionando molestias gastrointestinales, inquietud y dificultades para
dormir.

Si bien una cuota moderada de estrés puede incluso resultar beneficiosa para
despertar el sentido de alerta ante una situación de posible peligro, para
prepararnos para un escenario que no contemplamos, o para lograr
enfocarnos frente a una situación de alta intensidad (como rendir un examen,
correr una carrera o acercarnos a una persona que nos atrae), no existe ningún
tipo de duda de que la prolongación en el tiempo de los estímulos estresantes
exacerbados y una sobreadaptación a ellos puede causar problemas graves en
la salud psicofísica de las personas. Problemas que van desde trastornos de
ansiedad hasta gastritis y enfermedades cardiovasculares. Es por eso que en
este capítulo vamos a intentar desentrañar la emoción característica de la
modernidad para aprender a distinguir cuándo esa respuesta es efectiva, y
cuándo está desregulada.

El predador en el laberinto | Miedo vs.


ansiedad
Para empezar, vamos a dilucidar una pequeña pero importante diferencia.
Cuando hablamos de estrés, no podemos dejar de lado el miedo y la ansiedad,
dos respuestas de nuestro organismo que están emparentadas y asociadas al
estrés, pero que son distintas entre sí.

Por un lado, el miedo es la respuesta que nos prepara para responder de


forma defensiva frente a lo que percibimos como un peligro o amenaza
inminente para nuestra integridad física o psíquica. Una especie de alarma
primitiva en respuesta a un peligro presente que nos activa y lleva a la acción.

Por otro lado, la ansiedad es una emoción orientada hacia el futuro, que surge
al percibir que no se tiene el control de sucesos impredecibles y
potencialmente peligrosos. Un estado remanente y más duradero ante una
amenaza que aún está distante.

Recordá alguna situación en la que hayas estado frente a frente con un perro
u otro animal que claramente estaba a punto de morderte o lastimarte, o en la
que casi chocás con alguien de frente mientras estabas en la ruta, o cuando
mirabas una película de terror y de repente apareció el asesino serial detrás
del protagonista. En todas estas situaciones, es esperable que reacciones
gritando, saltando, o sintiendo una fuerte activación de diversos órganos.
Solemos decir “tenía el corazón en la boca” por la intensidad de las
palpitaciones, sentimos un fuerte dolor de estómago por la contractura que se
genera en las vísceras, o referimos que nos falta el aire porque se disparan
reflejos que aumentan intensamente nuestra actividad respiratoria. Estas
situaciones y respuestas son típicas del miedo.

Por otro lado, seguramente te pasó que en los días previos a un examen difícil
no podés parar de pensar intensamente en lo que pueden preguntarte, en todo
lo que creés que no sabés. También te puede pasar que antes de tener una
conversación difícil con tu papá y tu mamá, pareja, hijos o amistades pienses
en todos los escenarios posibles y qué vas a responder ante cada quien, como
un jugador de ajedrez que mentalmente se adelanta varias jugadas a lo que va
a pasar. A veces, puede incluso llegar a dolerte el estómago al pensar en estas
cosas, o podés sentir contracturas y molestias en todo el cuerpo, a pesar de
que en ese exacto momento no está pasando nada de todo eso. Estas
situaciones y respuestas son típicas de la ansiedad.

Es decir, el miedo surge frente a un peligro inminente y nos prepara para


responder en el ahora, mientras que la ansiedad es una emoción que se activa
cuando sentimos que una amenaza está en camino, pero no encima aún. En
otras palabras, es la diferencia entre una película de terror y una de suspenso.
Se suele pensar que son cosas distintas, pero en realidad son respuestas
conformadas por procesos cerebrales y cambios en el organismo similares.

La respuesta asociada al estrés, el miedo y la ansiedad está


comandada por el sistema nervioso simpático, que no tiene nada
que ver con la simpatía, sino más bien con el estado de alerta (de
ahora en adelante le vamos a decir simplemente el sistema de
alerta).

En un estudio muy interesante y revelador, un grupo de investigadores


liderado por Dean Mobbs descubrió que la ansiedad y el miedo son
emociones vinculadas, pero distintas. En esta investigación, pusieron a un
grupo de voluntarios a jugar un videojuego en el cual un predador perseguía
al jugador dentro de un laberinto. La parte divertida es que si el predador
alcanzaba a los jugadores, estos recibían una pequeña e inocua descarga
eléctrica, aunque lo suficientemente molesta como para no querer recibirla.
Mientras los voluntarios jugaban, se les hizo una resonancia magnética
funcional para observar lo que sucedía en el cerebro. Lo que descubrieron fue
que las regiones cerebrales que se activaban dependían de la distancia a la
que estuviera el predador. Cuando el predador estaba más lejos a los
jugadores, se les activaba más la amígdala y la corteza prefrontal, zonas
vinculadas a la ansiedad. Pero cuando el predador estaba más encima, y el
choque eléctrico era inminente, se activaba principalmente la sustancia gris
periacueductal, región cerebral más asociada con la reacción de pánico.

Pequeños monos de la sabana | Ansiedad


desadaptativa
Cuando se activa el sistema de alerta, nos preparamos para tres respuestas
bien definidas que han tenido mucho sentido en la historia evolutiva: (1)
luchar, (2) huir, o (3) paralizarnos. Mientras que la primera nos prepara para
dar batalla al peligro, porque no nos queda otra o porque quizás tenemos una
chance, la segunda nos enlista para salir corriendo. La tercera, al contrario de
lo que se cree, también tiene su utilidad: nos hace quedar completamente
quietos, esperando que el potencial peligro no se dé cuenta de que estamos
ahí; nos ayuda a escondernos, a fingir, aprovechando que por lo general los
predadores no comen animales muertos.

Pero ¿por qué tres respuestas y no una? Porque el linaje evolutivo de los
humanos estuvo a la mitad de la cadena alimentaria hasta hace relativamente
poco tiempo. Durante millones de años, los humanos cazaban animales más
pequeños y recolectaban lo que podían, al tiempo que eran cazados por los
depredadores mayores. Es decir que, durante gran parte de la historia, a los
humanos les fue muy útil contar con herramientas tanto para luchar, como
para huir o para quedarse completamente quietos ante los potenciales
peligros del entorno. Estas respuestas han quedado grabadas a fuego en
nuestro cerebro. Y si bien hoy hemos saltado hacia la cima de la cadena
alimentaria, este proceso en realidad ocurrió en los últimos 400.000 años, lo
cual es muy poco tiempo para que nuestra biología se adapte. Mientras que la
mayoría de los depredadores que representan la cima de la cadena alimentaria
en los ecosistemas que habitan son animales majestuosos y temerarios, los
humanos aún nos sentimos como pequeños monos desvalidos en una sabana
grande y repleta de peligros.

Ahora bien, estas reacciones distintas tienen algo en común. Sea cual sea la
respuesta que surja, la reacción del organismo es más o menos similar
(aunque puede variar de persona a persona): el corazón bombea más fuerte y
rápido, lo que lleva sangre a todos los músculos, y, al mismo tiempo,
respiramos más rápido y hondo, lo cual aumenta la cantidad de oxígeno en la
sangre. A pesar de haber más sangre y oxígeno disponible, paradójicamente
algunas personas tienen sensación de desmayo, asfixia o ahogo. Perciben
dificultades para respirar, cuando lo que en realidad está ocurriendo es que
están tratando de meter aire en un pulmón que ya está lleno, y el oxígeno en
concentraciones altas marea. Además, los músculos se tensan, hay
sudoración fría, palidez en la cara y boca seca, entre otros síntomas. También
aparecen sensaciones raras en muchas partes del cuerpo, como hormigueos o
dolores de estómago. En ese momento, en nuestras mentes suelen aparecer
pensamientos de tipo anticipatorios como “¿y si pasa esto o aquello?”, “¿y si
me dice lo otro?”, y generalmente, de tinte negativo, como “¿qué ocurrirá si
me va mal?”, “¿qué pasa si fracaso?”.

Cuando se prende la alarma, se activan diversos mecanismos


fisiológicos que llevan sangre hacia los músculos, lo que nos
prepara para la acción. Un porcentaje de esa sangre proviene del
sistema digestivo y es, justamente, esa reducción del flujo
sanguíneo en los órganos digestivos lo que produce la extraña y
característica sensación de mariposas en la boca del estómago.
Además, en este proceso las vísceras se contraen automáticamente
y generan cólicos, momentos de constipación y diarrea. Este es el
famoso colon irritable, que no es más que un gastroenterólogo
mirando a un ansioso.

En el día a día, la ansiedad es la emoción que sentimos cuando nos ponemos


una meta, o cuando hay una distancia entre lo que queremos y lo que
obtenemos, así como entre lo que tenemos que hacer y lo que percibimos que
podemos hacer. Esa energía emocional nos pone en tensión hacia aquello que
queremos alcanzar, una posible realidad que es distinta a la presente porque
pretendemos algo que no tenemos, o a la inversa, rechazamos algo que sí
tenemos. Cuando se mantiene regulada, la ansiedad nos ayuda a movilizarnos
para alcanzar lo que queremos. En cambio, si la ansiedad empieza a subir en
intensidad, se desregula, por ejemplo, porque identificamos uno o más
posibles obstáculos que nos podrían impedir alcanzar nuestra meta y creemos
que no podemos superarlos o que no tenemos suficientes herramientas. Esta
desregulación también puede darse si la meta que pretendemos alcanzar es
demasiado elevada, alejada de la realidad.

“Angustia” es una palabra frecuentemente relacionada a la tristeza, miedo o


ansiedad, a tal punto que algunos autores la utilizan como sinónimos. La
palabra proviene del término “angosto”, y se relaciona con la sensación física
de opresión en el pecho y garganta, y la percepción de falta de aire que esta
emoción genera. Esto puede entenderse de manera literal, asociada a esta
opresión físicamente percibida, o de manera metafórica, en relación a la
percepción de estar encerrado, sin poder salir. Podríamos también entender la
angustia como el sentimiento que resulta de una interpretación demasiado
pesimista de la realidad. Cuando sentimos angustia, enfocamos nuestra
atención mayormente en lo “negativo”, resaltando dramáticamente lo que
quisiéramos tener y no tenemos (por haberlo perdido o no haberlo tenido
nunca y desearlo) y restando importancia a lo que sí tenemos, lo que sí está
presente. Cuando las personas experimentan miedo o ansiedad y no tienen
habilidades para afrontar estas emociones, suelen experimentar la situación
con angustia, con agobio, del mismo modo que lo hacemos frente a algunos
escenarios como la muerte de un ser querido o algún contexto inesperado.
La ansiedad y el miedo son respuestas normales, programadas desde hace
milenios en nuestros cerebros. Sin ser exhaustivo, algunas de las variables
que se asocian a generar respuestas emocionales problemáticas son:

● A algunas personas les tocó un cerebro que genera respuestas


emocionales más intensas (así como algunas personas, por ejemplo,
tienen más masa muscular que otras).
● Se puede tener una historia de aprendizaje con poca enseñanza de
inteligencia emocional, en un ambiente invalidante, que subestima o
exagera ante tus emociones. Y eso tendrá consecuencias en cómo lidiás
con ellas.
● A veces se nos hace habitual evitar la realidad o los disparadores de las
emociones porque buscamos evitar el sufrimiento. Paradójicamente,
esto lleva a hacer crecer la intensidad de estas emociones, que se
vuelven cada vez más difíciles de afrontar.

Esto es lo que llamamos ansiedad desadaptativa. Como si esto fuera poco,


algunas personas pueden interpretar de manera catastrófica las sensaciones
corporales normales asociadas a esta emoción (“¿y si esta falta de aire es
porque me estoy por morir?”, “¡me va a dar un infarto!”, “¿y si me estoy
volviendo loco?”, “¿estaré por perder el control de mi vida y mi mente?”), lo
que genera un loop, un círculo vicioso que alimenta aún más la activación del
sistema de alerta y aumenta todas las sensaciones físicas, como las
palpitaciones (la percepción de la actividad del corazón) y la disnea
(sensación de falta de aire). Esto se denomina circuito del pánico (o ciclo
“del miedo al miedo”) y es la causa del ataque de pánico (o crisis de
ansiedad). Los diferentes modelos de la terapia cognitivo conductual
coinciden en que las personas que tienen ataques de pánico tienen una
valoración negativa, incluso catastrófica, de sensaciones corporales normales,
junto a la emoción miedo asociada a esas sensaciones. Por esto a veces se
denomina este trastorno como “miedo al miedo”.

¿Qué hacer ante un ataque de pánico? En primer lugar, si podés,


absolutamente nada. A pesar de sentir que te estás muriendo o que
tu vida corre peligro, los ataques de pánico no son peligrosos ni
mortales. Si esperás unos minutos, vas a ir viendo cómo tu cuerpo
se va calmando solo. Si esto te parece muy difícil, podés intentar
respirar lentamente (inspirando en 4 segundos y espirando en 4 u 8
segundos) hasta que tu emoción disminuya. Tratá de evitar todo lo
posible tomar benzodiacepinas en estos momentos.

¿Qué hacer si alguien tiene un ataque de pánico? Tenés que estar


seguro de que sea solo un ataque de pánico. Si es una persona de
40 años o más, con diabetes, sobrepeso u otros factores de riesgo
cardiovascular (como hipertensión arterial), conviene llevarlo a
una guardia médica, porque puede ser un problema más complejo.
Si eso está claramente descartado, no hay que llevarlo a ninguna
guardia. Invitalo a hacer lo descrito en el párrafo anterior, con
amabilidad, sin desesperarse.

Esta ansiedad desregulada o desadaptativa se puede manifestar en distintos


escenarios, lo que genera los llamados trastornos de ansiedad. En todos
ellos, los cambios fisiológicos son prácticamente los mismos, lo que cambia
son los disparadores y las interpretaciones que hacemos de la situación.
Entrar al agua | Evitación vs. exposición
Imaginemos que tus amigas te invitan a pasar la tarde en un parque yendo en
bicicleta todas juntas porque el trayecto es largo. Te encanta andar en
bicicleta y estar con tus amigas, pero te da miedo transitar por la ciudad.
Muchos autos, muchos peatones, muchos perros. Te aterroriza tener un
accidente con cualquiera de ellos y pensás que quizás no seas capaz de poder
manejar bien. Dudás, pero finalmente decidís que es mejor juntarte con ellas
en el parque directamente e ir en colectivo.

Acá se puso en práctica un comportamiento aprendido específicamente para


evadir algún sufrimiento personal, una evitación experiencial. En este caso,
es altamente probable que experimentes un sentimiento de alivio por no
haberte enfrentado a la incomodidad de la ansiedad que se dispara cuando
andás en bicicleta por la calle. Pero será ese mismo alivio el que reforzará
negativamente tu deseo de volver a utilizar esa misma táctica de evitación la
próxima vez, cuando tengas que enfrentarte a la posibilidad de experimentar
algún tipo de malestar. Cada vez que actúes así, en realidad, le estarás dando
más poder a ese mismo contenido doloroso, es decir, a tu pensamiento,
sentimiento o sensación corporal desagradable, y alejándote de aquellas cosas
que son valiosas para vos. La evitación solo fortalece aquello que estás
evitando. Como tratar de alejar un mono arrojándole bananas.

La cura radica en evitar la evitación a fin de generar una habituación a las


sensaciones y pensamientos asociados a la ansiedad. Recordemos que la
ansiedad es una emoción y, como tal, es útil. No podemos amputarla porque
nos quedaríamos sin una herramienta importante para nuestra supervivencia.
Lo que necesitamos es aprender a tolerarla y manejarla, y hacer un uso
efectivo de ella. Es decir, no podemos controlar la presencia del miedo y la
ansiedad, pero podemos modificar nuestra percepción de estas emociones y
de las situaciones que las disparan. Si en lugar de evitar una situación
estresante, nos exponemos a ella, el malestar decrecerá paulatinamente. Uno
se acostumbra a todo. Pero si cortamos o dejamos de exponernos en el punto
en que la ansiedad se vuelve más intensa, estamos escapando y no generamos
habituación a la ansiedad; en otras palabras, no aprenderemos a tolerarla ni a
reducirla. La evitación genera una disminución instantánea del malestar, pero
a largo plazo este volverá y nos encontrará nuevamente sin herramientas.

Estos principios llevaron a diversos grupos de investigación, como a los


liderados por Edna Foa, David Barlow y Michelle Craske, entre otros, a
desarrollar ejercicios de exposición. Estas técnicas consisten en acercarse
progresivamente a aquello que se teme o genera malestar. Esto puede ir desde
sensaciones físicas como la taquicardia (es decir, se hace tener taquicardia a
alguien subiendo y bajando escaleras hasta que justamente le pierda el miedo
a esta sensación) hasta catástrofes imaginarias (como quedarme sin amigos y
en la calle) generando entonces la exposición a imágenes mentales que la
mente ya venía disparando. Estos procedimientos pueden requerir la ayuda de
un profesional entrenado, y es difícil que los hagas por tu cuenta, pero lo que
vale es la filosofía de fondo: hay que enfrentar los miedos, exponerse a ellos.

Ahora bien, ¿hay que enfrentarse a cualquier miedo, todo el tiempo? No,
tiene que ser razonable, tengo que tener algún beneficio, esa exposición debe
ayudarme a acercarme a mis valores. Si no es así, no tiene sentido sufrir por
sufrir. Como siempre, nos será muy útil tener claridad en nuestros valores y
metas para saber si efectivamente vale la pena exponernos a una situación
estresante.

A mis pacientes suelo darles un ejemplo un poco personal. Cuando era chico
me daba miedo nadar en la pileta, tenía miedo de ahogarme. Esa situación me
limitaba bastante porque en el verano no podía disfrutar del agua, y si había
una reunión con mis amigos y había pileta, de alguna forma me excusaba. Me
daba vergüenza no saber nadar siendo ya relativamente grande. Mi padre,
también psiquiatra, amablemente me fue ayudando a entrar al agua. Se metió
conmigo, me mostró cómo moverme, cómo respirar, animándome a avanzar,
a dar más pasos, aunque con su supervisión. Finalmente logré dominar el
asunto y esto ya no es un problema para mí. Ahora puedo nadar
tranquilamente en piletas, lagos, ríos o el mar. Ese trabajo de paulatina
exposición me permitió conectarme con amistades, con la naturaleza, con
muchas oportunidades de disfrute. Si mi padre no hubiese hecho esto
conmigo hoy usaría el agua solo para bañarme o cocinar, y cocino bastante
mal. Es decir, es clave tener un para qué a la hora de exponerse a algo que
nos da miedo o ansiedad.

Muchas personas a las que no les gusta hacer ejercicio, en realidad


no toleran las sensaciones internas que acompañan a la actividad
física (asociadas a la adrenalina): aumento de la presión arterial,
calor, palpitaciones, mayor intensidad de la respiración. Estas
sensaciones se deben a que el ejercicio es, de hecho, una actividad
estresante (pero positiva). Entender que estas sensaciones a veces
están bien y aprender a soportarlas poco a poco podría ser un gran
entrenamiento para el manejo de la ansiedad.

Entonces, la solución para la ansiedad no es intentar que desaparezca, sino


amigarse con ella. También es importante aprender a aceptar y convivir con
la incertidumbre, sabiendo que el control es solo una ilusión. Tener miedo es
normal y nos ayuda a alcanzar nuestro mejor desempeño frente a lo que
percibimos como amenazante; esta es la ansiedad adaptativa. El miedo y la
ansiedad, bien encauzados y aceptados, nos enfocan. Hay que saber
aceptarlos como parte de tener una vida con desafíos (y si querés una vida
tranquila, no te preocupes, que también tendrás ansiedad). Por suerte, las
habilidades de regulación emocional que vimos en el capítulo anterior
también sirven para trabajar con estas emociones. Finalmente, no puedo dejar
de mencionar lo efectivas que son las prácticas de mindfulness para tratar la
ansiedad desadaptativa: te recomiendo enfáticamente que consideres su
inclusión en tu rutina.

Mente sana en cuerpo sano | Un estilo de


vida saludable
La salud mental y la salud física están profundamente interconectadas: por
suerte hace un tiempo ya, y gracias a diferentes disciplinas científicas,
pudimos desandar la división tajante y falsa entre cuerpo y mente. Hoy
sabemos que trabajar en nuestra salud física impacta en nuestra salud mental,
y viceversa. Esto cobra mayor relevancia cuando notamos que
aproximadamente solo el 10-20% de los problemas de salud están
determinados por factores genéticos, mientras que el porcentaje restante es
atribuible a nuestro estilo de vida, por lo tanto hay mucho que podemos
hacer. Por eso, le pregunté a Ezequiel Arrieta, médico, investigador y editor
de este libro, cuáles son los factores que considera más relevantes a la hora
de sentar bases saludables en nuestro estilo de vida para influenciar
positivamente nuestra salud mental.

Ezequiel me dijo que, de acuerdo a la medicina del estilo de vida (una


disciplina clínica de origen reciente, basada en evidencia y que busca
prevenir, tratar e incluso revertir enfermedades reemplazando
comportamientos no saludables por saludables), un estilo de vida saludable
se apoya en seis pilares: comer de forma apropiada, estar físicamente activos,
aliviar el estrés, evitar el consumo de tabaco y alcohol, dormir
adecuadamente y construir una red afectiva que brinde apoyo emocional. Es
imposible describir todos los aspectos relacionados a los seis pilares
mencionados (se merecen un libro en sí mismo), pero voy a ofrecer algunos
algunos puntos importantes a tener en cuenta sobre la alimentación saludable,
la actividad física, el consumo de sustancias tóxicas y el descanso reparador.

1. Alimentación saludable
La alimentación cumple un rol central en el proceso de ganar o perder salud,
y prestarle atención a este punto puede (sin exagerar) cambiarnos la vida.
Está ampliamente demostrado que la alimentación saludable puede prevenir,
detener y hasta revertir enfermedades. Durante mucho tiempo, la comida fue
dejada de lado por la medicina, pero en las últimas décadas ha cobrado un rol
cada vez más importante debido al efecto significativo que tiene sobre la
salud individual y colectiva. La comida que ingerimos no solo puede
impactar directamente sobre nuestra salud a través de los compuestos
químicos que se encuentran en ella, sino que también puede hacerlo de
manera indirecta al ejercer un efecto modulador sobre nuestra microbiota, la
comunidad de microorganismos que habitan nuestro interior y que
interacciona con nuestro organismo mediante la secreción de diversas
sustancias. De hecho, está estudiado que nuestra alimentación afecta también
a nuestra salud mental: una alimentación saludable se relaciona con menos
incidencia de ansiedad y depresión, y mejor humor.

A pesar de la enorme confusión que existe en Internet alrededor de la forma


“ideal” de comer, alimentarse de manera saludable es en realidad un concepto
fácil de entender. De acuerdo a la Escuela de Salud Pública de la Universidad
de Harvard (uno de los centros de investigación biomédica más prestigiosos
del mundo), la evidencia científica es consistente en que una alimentación
saludable está compuesta principalmente por plantas sin procesar, como
verduras, frutas, legumbres, cereales integrales, frutos secos y semillas, y
poca cantidad de alimentos de origen animal (carnes, huevos y lácteos). Esto
implica también reducir al máximo posible el azúcar, los aceites procesados y
las grasas animales, que se encuentran típicamente en los productos
empaquetados y ultraprocesados, las gaseosas y en la comida rápida.

Si tu forma de comer está lejos de ser saludable y el patrón alimentario que


seguís es más parecido al argentino promedio (rico en carnes, panificados y
gaseosas, y pobre en verduras, frutas, legumbres, cereales, frutos secos y
semillas), no te desesperes: podés comenzar agregando de a poco algunos
alimentos que no estén en tu dieta normalmente (una fruta más, una porción
de legumbres al plato, o una ensalada al día). Más vale comenzar con
cambios pequeños (pero seguros) que no te lleven a la frustración y que te
pongan en el camino del cambio.

2. Actividad física
Otro aspecto fundamental de un estilo de vida saludable es la actividad física.
Como animales que somos, hemos desarrollado a través de la evolución un
cuerpo adaptado al movimiento. Antes no quedaba otra, o nos movíamos o
no comíamos. Pero los avances tecnológicos y la organización social
moderna (urbana) crearon ambientes en donde cada vez nos movemos
menos. Trabajamos sentados o sin movernos demasiado, pasamos largas
horas frente a pantallas, tenemos delivery que nos lleva la comida a casa y
hasta diseñamos robots que nos lavan los platos y barren el piso. Toda esta
quietud se vio acentuada durante la cuarentena que nos impuso la pandemia.
No atender la necesidad fisiológica de movimiento tiene graves
consecuencias para la salud, y muchas de las enfermedades actuales tienen
una relación directa con el sedentarismo. Su impacto es tan grande que ha
llegado a conocerse como “el tabaquismo del siglo XXI”. Como dice Jorge
Drexler en una de sus canciones, “si quieres que algo se muera, dejalo
quieto”.

Pero las consecuencias de la falta de movimiento no impactan solo sobre la


dimensión física de nuestros organismos, sino también sobre la dimensión
psicológica. Durante y después del ejercicio se liberan sustancias como
endorfinas y serotonina, que te hacen sentir muy bien. Si te movés con
frecuencia, los niveles de cortisol se modulan, lo que reduce el estrés y los
síntomas asociados a la ansiedad y la depresión. Además, el ejercicio regular
ayuda a tener un mejor descanso, lo cual tiene aparejado sus propios
beneficios propios. La actividad física es tan importante para la salud mental
que ha sido incorporada como un pilar clave del tratamiento de condiciones
que aquejan la psiquis de las personas.

Moverse más no implica solo ir al gimnasio, a la cancha a jugar al fútbol o a


caminar al parque. Moverse más también significa simplemente eso:
aumentar la cantidad y calidad de movimiento que realizás en tu vida diaria.
Algunos ejemplos cotidianos pueden ser estar más tiempo de pie que sentado,
limpiar tu casa, usar las escaleras en vez del ascensor, ir al trabajo en
bicicleta o caminando (al menos una parte del trayecto), cuidar tu jardín, salir
a hacer las compras caminando a un local un poco más lejos de tu casa e
incluso bailar. Sin embargo, si es posible, también es importante agregar
ejercicio que te haga cansar al menos tres veces por semana, ya sea en forma
de deporte en un club o de gimnasia en casa siguiendo alguna rutina por
YouTube. Es bastante frecuente ver que ante un intento de aumentar la
actividad física, las personas suelen salir a andar en bicicleta o caminar o
correr, y si bien la actividad aeróbica es positiva y deseable, es importante no
olvidarse de fortalecer los músculos mediante ejercicios de fuerza con o sin
peso, ya que esto mejora nuestra condición física y metabolismo. Otras
formas de ejercicio, como el estiramiento, también son importantes para
entrenar capacidades que solemos tener desplazadas (como la flexibilidad, la
coordinación o el equilibrio).

3. Hábitos tóxicos: tabaco y alcohol


El consumo de tabaco y alcohol es considerado uno de los problemas de
salud pública más grande en la actualidad. Estos hábitos facilitan el ingreso al
cuerpo de sustancias que generan cambios negativos en nuestra fisiología,
deteriorando progresivamente todos los sistemas orgánicos. Se estima que en
Argentina ocurren unas 160.000 muertes por año a causa del consumo de
tabaco y alcohol, principalmente por cánceres, enfermedades respiratorias,
cardiovasculares y digestivas.

La evidencia es clara respecto a estas dos sustancias: no existe el consumo


libre de riesgos y es mejor nada que un poco. A pesar de que el tabaco
continúa siendo el principal factor de riesgo de mortalidad en la Argentina,
las campañas de concientización y la regulación estatal han logrado
establecer una imagen negativa sobre su consumo. Lamentablemente, no
ocurre lo mismo con el alcohol, que sigue siendo un componente celebrado
de nuestra sociedad a pesar de ser también un importante factor de riesgo de
mortalidad. Cualquier esfuerzo para reducir o eliminar estos dos hábitos
tóxicos tendrá un efecto positivo sobre tu salud.

4. Descanso reparador

Dormir es una necesidad tan importante como alimentarse y tomar agua, y el


buen descanso es fundamental para nuestro bienestar. Sin embargo, es muy
común que hoy quede relegado por otras actividades como el trabajo, una
serie o película que nos gusta y las relaciones sociales, por lo que la gran
mayoría de las personas no alcanza a cubrir la cantidad de horas de sueño
recomendadas (7 a 9 horas diarias). Son ampliamente conocidos los
problemas de salud derivados de la deprivación del sueño y la acumulación
de la deuda de sueño, tanto a nivel psicológico como físico. En lo que
respecta a la salud mental, la falta de sueño está relacionada con muchas
afecciones psicológicas como la depresión y la ansiedad. Pero también ha
sido relacionada con la obesidad, diabetes, enfermedades del corazón,
alteración del sistema inmune, reducción de las funciones cognitivas y mayor
riesgo de adicción.

Algunas cosas que podés hacer para mejorar tu descanso son: tratar de
acostarte todos los días a la misma hora; evitar el uso de pantallas y luces
blancas una o dos horas antes de irte a dormir (podés leer un libros); intentar
conciliar el sueño en silencio (si hay ruido podés conseguir tapones de oído);
limitar a 20 minutos las siestas durante el día; mantener la habitación lo más
oscura que puedas (podés usar algo para taparte los ojos); evitar el consumo
de bebidas con cafeína después del anochecer; y evitar irte a la cama con la
panza muy llena.

5. Pasar tiempo al aire libre y en espacios verdes


Algunos de los problemas para la salud generados por el crecimiento
imparable de las ciudades y la mala planificación urbana se relacionan con el
alejamiento de los espacios naturales y verdes. Dado que la cultura humana
evolucionó más rápido que nuestra biología, nuestros cerebros extrañan los
patrones de belleza y los sonidos de los paisajes naturales. Así, la exposición
a la naturaleza podría producir múltiples beneficios, como ayudar a reducir la
presión arterial, la ansiedad, el estrés o los síntomas de depresión, así como
mejorar la función inmunitaria, la actividad física y la cohesión social.

Desde hace muchos años, en Japón están muy extendidos los Shinrin-yoku o
“baños de bosque”, donde las personas se sumergen en la naturaleza mientras
prestan atención a sus sentidos, caminan o simplemente se sientan a escuchar
los sonidos de pájaros, agua o árboles. Diferentes estudios han demostrado
que los “baños de bosque” pueden ayudar a reducir significativamente la
presión arterial, la ansiedad o mejorar la función inmunitaria. De hecho, en
un estudio reciente donde se analizaron los datos de más de 20.000 personas
del Reino Unido, el investigador Matthew White encontró que aquellas que
pasaban al menos 120 minutos por semana en la naturaleza tenían una mayor
probabilidad de reportar buena salud y bienestar. El estudio también indica
que los beneficios se podrían obtener exponiéndose 20 minutos al día o 2
horas un solo día. Aparentemente, exponernos a la naturaleza reduce los
niveles de cortisol y adrenalina, lo que nos permitie activar más fácilmente el
sistema de calma (el parasimpático). Pequeñas píldoras de naturaleza podrían
atenuar el impacto negativo de las ciudades: ruido, contaminación,
sedentarismo o estrés.

Lamentablemente, no todas las personas tienen el privilegio de vivir cerca de


un espacio natural, y los espacios verdes son cada vez más escasos,
particularmente en las grandes ciudades. Pero, afortunadamente, es posible
conectar con la naturaleza haciendo jardinería en tu casa o participando de
una huerta comunitaria. Lo que importa es romper con la monotonía del
cemento y la tecnología, e intentar conectar con lo que alguna vez fue la
cotidianidad del cerebro de nuestra especie. En palabras del naturalista David
Attenborough: “En este mundo una especie solo puede prosperar cuando todo
lo que le rodea prospera también. Necesitamos dejar de apartarnos de la
naturaleza para volver a formar parte de ella”.

Cuándo buscar ayuda profesional


Si estas herramientas no te alcanzan, si te parece que de alguna manera
sostenés la “agenda de control” (los intentos desesperados para controlar tu
ansiedad sin lograr los resultados esperados), si sentís que estas emociones
son demasiado fuertes y, en lugar de ayudarte, te alejan de tus valores y tus
metas, si notás que se está afectando tu funcionalidad (tu desempeño en el
trabajo o en el cuidado de tu familia), si sentís que te cuesta mucho disfrutar
las cosas porque estás siempre demasiado apurado o apurada, puede que te
sea útil consultar a un o una profesional.

La terapia con más evidencia científica para estos problemas es la terapia


cognitivo-conductual, junto a sus “primas hermanas”, la terapia de aceptación
y compromiso y aquellas basadas en mindfulness. Esto es muy importante.
Un buen terapeuta, apropiadamente entrenado en estas cuestiones, puede
ayudarte mucho a mejorar tu vida en relativamente poco tiempo. Por otro
lado, no hacer lo que corresponde en estas situaciones puede exacerbar
innecesariamente tu malestar, a veces por años.

La medicación puede ser necesaria en muchas ocasiones, pero no siempre. Si


tenés un problema de ansiedad leve o moderado, puede ser que no necesites
medicación. Esto, por supuesto, queda sujeto al criterio de quienes te
acompañen profesionalmente.

Capitulo 2.3

Tristeza y depresion

Tenés treinta años, te dedicás a la cocina y trabajás en un catering muy


reconocido. Vivís con tu pareja y tus mascotas. Siempre tuviste una vida muy
sociable hasta que, hace unos años, desde que te mudaste a esta otra parte de
la ciudad, dejaste de ver con tanta frecuencia a tus amigos. También dejaste
de bailar. Bailar era tu hobbie preferido. Actualmente te volviste una persona
más hogareña, ya no te divierte tanto salir, pasás más tiempo viendo series y
perdiste el interés por cocinar en tu casa; ya no sorprendés con nuevas recetas
ni con bailes improvisados en el medio del comedor. Tus amigos siguen ahí.
Intentan verte, hasta te pasan publicidades de academias de danza. Pero, por
alguna razón, vos decís que ya no te prestan atención. También, que has
perdido destreza. Todo, todo, todo parece resumirse a una cosa: el lugar al
que te mudaste no está tan bueno. Y lo único que podés hacer es pensar en
eso…

I feel good | El sufrimiento como parte de la


vida
Al igual que pasa con la ansiedad desregulada, la depresión también es uno
de los problemas de salud mental más prevalentes de nuestra época. Puede
convertirse en un problema serio, especialmente cuando es recurrente y de
una intensidad importante, lo que causa gran sufrimiento a la persona
afectada y altera sus actividades laborales, escolares y familiares. En el peor
de los casos, puede llevar al suicidio, una de las principales causas de muerte
en personas jóvenes a nivel global (aunque también es un problema en otros
rangos etarios). En nuestro país, la tasa de suicidio es una de las más altas de
Latinoamérica, igual a la de países como Suecia, Noruega o Finlandia, donde
se suele creer que el suicidio es más frecuente.

La tristeza es el estado de ánimo del que la gente más quiere despojarse. Hoy
en día, y aunque no se diga de manera explícita, hay una tendencia cultural
fuerte hacia el feelgoodismo, una forma de decirle al mandato de estar
siempre alegres. Este estilo de vida propone básicamente que hay que
sentirse bien todo el tiempo, que siempre hay que estar alegres, evitar todo
tipo de sufrimiento, divirtiéndonos sin parar. Como te imaginarás, esta
“filosofía” tiene severos problemas para la vida cotidiana. Primero y
principal, su propuesta es imposible: la alegría, como ya vimos, es una
emoción más y, por definición, dura algunos minutos. Por otro lado, el
sufrimiento es parte de la vida y no podemos simplemente borrarlo; incluso
es parte de una vida valiosa como mencionamos anteriormente. Es común
que la pasemos mal antes de un examen importante, madres y padres sufren
cada vez que sus hijos se enferman y, sin ir más lejos, estoy escribiendo este
libro en días feriados, en momentos que son supuestamente de descanso, pero
elijo hacer ese esfuerzo (y exponerme a ese sufrimiento) porque está muy
alineado con mis metas y valores. Esta aceptación del sufrimiento como parte
de la vida es muy contraintuitiva y contracultural.
El avance de la ciencia y la tecnología nos ha dado mucho confort. Entre las
personas con recursos económicos, el acceso a las comodidades modernas
nos volvió poco resilientes ante las adversidades de la vida, y quizás nos
llevó a ser personas más caprichosas e insatisfechas. Si hace frío, nos
abrigamos y prendemos el calefactor. Si tenemos calor, tenemos el aire
acondicionado. Si nos aburrimos, prendemos la tele o miramos el celular.
Cuando me preguntan sobre si ahora hay más problemas de salud mental que
antes, suelo responder que no sé (no hay datos para comparar con el
presente), pero me arriesgo a aventurar que antes la gente estaba más
“curtida” porque tenía experiencias muy fuertes con mayor frecuencia, por lo
que su umbral era distinto. La vida era más dura para toda la población. Una
hipótesis que valdría la pena explorar es que quizás esas condiciones de vida
hostiles, propias de vivir en mayor contacto con la naturaleza y que fueron
las prevalentes en casi toda la historia de la humanidad, representaban una
especie de entrenamiento protector ante los trastornos de salud mental que
observamos hoy.

Por supuesto, nuestros antepasados carecían de muchos recursos con los que,
afortunadamente, hoy sí contamos (como antibióticos, mayor disponibilidad
de comida y vacunas), que aumentan mucho nuestra calidad de vida actual,
por eso no creo que todo tiempo pasado haya sido mejor. Pero quizás los
estilos de vida del pasado puedan enseñarnos algunas cosas.

“Lo que no te mata te hace más fuerte”, dice el dicho, y con razón.
Este proceso, en el cual la exposición a un factor estresante puede
generar una adaptación beneficiosa, se denomina hormesis y ha
sido ampliamente estudiado en muchas disciplinas relacionadas a
la biología y a la salud. Por ejemplo, si bien la actividad física es
interpretada por el organismo como un agente lesivo, su
dosificación adecuada genera las adaptaciones fisiológicas que son
responsables de los reconocidos beneficios del ejercicio. Lo mismo
aplica para la salud mental: exponerse a estímulos estresantes que
generan “incomodidad psicológica” en dosis y contextos
controlados ayuda a prevenir y combatir la depresión, como el
ejercicio vigoroso (el que te agita), duchas de agua fría y pasar
tiempo en la naturaleza (que para mucha gente urbana suele ser
algo incómodo). El concepto puede aplicarse también a la crianza
de niños y niñas, importante en estas épocas de padres y madres
sobreprotectores: permitir que los niños y las niñas experimenten
un poco de estrés, como lastimarse una rodilla jugando, los entrena
para soportar tensiones mucho mayores en la vida.

Todas las personas son pesimistas | Tristeza


vs. depresión
Cuando nos sentimos tristes, en nuestro organismo se genera una
disminución de la energía y del entusiasmo por actividades vitales (como
comer o tener sexo), así como por otras actividades divertidas y placenteras
(como socializar, jugar y hacer deporte). A medida que la tristeza se
profundiza y se acerca a la depresión, el metabolismo corporal se enlentece
más. Si bien la tristeza genera sensaciones displacenteras, no debemos
evitarla porque, al igual que ocurre con cualquier otro estado de ánimo, tiene
sus facetas positivas. Daniel Goleman, psicólogo y autor del libro
Inteligencia emocional, explica que la principal función de la tristeza consiste
en ayudarnos a asimilar una pérdida irreparable (como la muerte de un ser
querido o un gran desengaño).

Este “encierro introspectivo” proporciona una especie de refugio reflexivo


frente a los afanes y ocupaciones de la vida cotidiana, brindándonos así la
oportunidad de llorar una pérdida o una esperanza frustrada, sopesar sus
consecuencias y planificar, cuando la energía retorna, un nuevo comienzo.
Esta disminución de la energía debe haber mantenido tristes y
apesadumbrados a los primitivos seres humanos en las proximidades de su
hábitat, donde compartían espacio con sus seres queridos y donde más
seguros se encontraban.

Si en un momento de pérdida o fracaso nos permitimos expresar nuestra


tristeza , nuestro entorno, si es medianamente empático, nos brindará su
apoyo y compañía. Cuando vemos a un ser querido llorar, sentimos que se
nos parte el corazón, tenemos el impulso de abrazar, ayudar y acompañar.
Pero si en esas situaciones difíciles bloqueamos, enmascaramos la emoción,
decimos que está todo bien, acá no pasa nada o reímos para no llorar,
entonces las demás personas nunca se enterarán de lo mal que la estamos
pasando. Todo eso se pierde en un contexto donde “todo está bien”, ya sea de
un lado como del otro. De ahí la función social de la tristeza.

Las sensaciones de tristeza, cansancio y desesperanza son naturales, y a


menudo se experimentan cuando la vida es poco gratificante. Como toda
emoción, nos transmite una información muy valiosa de nosotros mismos, de
nuestro entorno, y a los demás sobre nosotros. De hecho, tiene
manifestaciones somáticas características, también desagradables. Es útil
sentirlas, reconocerlas e identificarlas, así como identificar aquellos
disparadores que nos activan esta emoción.

Si bien la tristeza es una emoción desagradable, no por ello hay que huir de
ella o evitarla. Si huimos de las emociones negativas, tarde o temprano, esas
emociones se manifestarán de alguna forma. Es como una olla a presión que
explotará si la presión no se libera por algún lado. De hecho, para transitar
eficazmente un duelo, es necesario experimentar la tristeza, aceptarla como
parte de la adaptación que estamos sufriendo ante una pérdida. El duelo es un
proceso que puede durar meses, pero el estado de ánimo no es permanente,
sino que la emoción se activa cada vez que se recuerda conscientemente la
pérdida. Hay un fenómeno llamado duelo inhibido: aquella forma de querer
superar una pérdida negándola, no reconociendo lo que verdaderamente
ocurrió, disociándose, evitando el contacto con la emoción. Por supuesto,
este tipo de duelo es inefectivo, y trae asociado diferentes consecuencias
negativas.

Hasta su cuarta edición, el Manual Diagnóstico y Estadístico de


los Trastornos Mentales (más conocido como DSM por sus siglas
en inglés) tomaba como criterio de exclusión para el diagnóstico de
la depresión el duelo, lo que significa que, si estabas atravesando
un duelo, no se consideraba que podías estar sufriendo depresión.
A partir de la quinta edición (DSM-5), se considera que si cumplís
con los criterios de depresión, ese es tu diagnóstico,
independientemente de la causa.
A esta altura del partido, ya tenemos más que sabido que no controlamos ni
el momento ni el tipo de emoción que nos surge. Sin embargo, lo que tal vez
sí se halla en nuestras manos es lo que hacemos cuando esa emoción aparece.
Entonces, el problema no debería radicar tanto en si nos ponemos tristes o no,
sino en si la tristeza se ajusta a los hechos y si su intensidad es adecuada a un
determinado contexto. El tema está en manejar, influenciar, esta emoción
eficazmente. La tristeza, al igual que las otras emociones, normalmente
desaparece con paciencia y tiempo, pero su desregulación y sus
manifestaciones más graves y persistentes como la depresión pueden llegar a
requerir medicación, psicoterapia o ambas cosas a la vez.

Ahora bien, ¿qué distingue la depresión de la tristeza? Podríamos decir que la


depresión es un cuadro que se da en personas que no saben o no pueden
manejar de manera efectiva su tristeza. Todas las personas tenemos pérdidas
y fracasos, y todas tenemos una mente bastante pesimista (sí, todas), solo que
algunas son más habilidosas para manejar el pesimismo, y otras, no. Siendo
realistas, este es un proceso dimensional: la tristeza y su manejo implican
pasar por una escala de grises, de menor a mayor intensidad, de mayor a
menor capacidad de manejo.

Según la terapia de aceptación y compromiso, la mente es, en


síntesis, una herramienta de solución de problemas. Una
calculadora de riesgos que ha evolucionado como tal con el paso
del tiempo. Por lo tanto, es normal que sus contenidos sean
negativos. Solemos tener en la mente problemas a resolver,
pendientes a realizar.

En pocas palabras, la depresión se define como una condición caracterizada


por la presencia de tristeza o anhedonia (es decir, la incapacidad para
disfrutar de las cosas que solemos disfrutar) durante al menos dos semanas, y
que se acompaña de algunas de las siguientes alteraciones: cambios en el
apetito (puede aumentar o disminuir), insomnio o cansancio continuo durante
el día, disminución en la capacidad de concentración o memoria, ideas
pesimistas de culpa o ruina, intensa ansiedad o agitación. Esta situación
afecta la vida de la persona que padece depresión, así como sus relaciones y
su capacidad de estudiar, aprender y trabajar.
La gente suele pensar en la depresión como una condición única y uniforme,
como sentir tristeza profunda y pérdida de interés por las actividades que
habitualmente se disfrutaban, pero en realidad es más complicada y difícil de
definir de forma objetiva. Esto se debe a que la depresión es una condición a
la que se llega en un proceso en el que intervienen tanto las emociones como
la mente: se diagnostica en base a síntomas psicológicos y al comportamiento
de las personas, no a partir de un escáner cerebral o de marcadores en la
sangre o ADN. Es un problema que sobreviene cuando se alinean muchas
variables: algunas de orden psicológico, social o familiar y otras de origen
biológico. Si bien la falta de energía y los problemas de sueño son algunos de
sus síntomas más comunes, las personas con depresión experimentan
distintos síntomas, con distintos niveles de gravedad, en distintos momentos
de su vida, con episodios que duran distintos periodos de tiempo.

En resumen, podemos decir que la depresión tiene un origen mixto. El


componente genético es importante, ya que predispone a que algunas
personas tengan un cerebro “cableado” para experimentar emociones más
intensas, y sin un adecuado bagaje de herramientas, tienen más posibilidades
de deprimirse. Por otro lado, a nivel psicológico su causa principal parece
radicar en un disbalance entre los refuerzos positivos, los negativos y los
castigos a los que los seres humanos estamos sometidos en cierto momento
de la vida, sumado a que en general pocas personas han recibido en su
educación general las habilidades específicas para entender y modificar esto.
Esta es una de las razones por las que estoy escribiendo este libro.

Pájaros carpinteros | Castigo vs. optimismo


realista
A veces tenemos hábitos mentales pesimistas que nos predisponen
(probablemente desde la niñez) a reaccionar de determinada manera y no de
otra ante los pequeños contratiempos de la vida (las malas notas, las
discusiones con familiares o el rechazo social). Estos pensamientos negativos
continuos actúan muchas veces como un castigo constante a cualquier
conducta que realizamos, lo que nos sume en la depresión. Es como tener un
pájaro carpintero picando nuestra cabeza todo el tiempo.
Un estudio muy importante realizado por el psicólogo canadiense Albert
Bandura demostró que las personas que piensan que son buenas en alguna
tarea tienen más probabilidades de realizarlas bien que aquellas que no tienen
esos pensamientos sobre su desempeño. Estos pensamientos optimistas se
desarrollan durante la crianza y se establecen como hábitos de nuestra mente.
Este estudio resalta la enorme influencia que los padres, las madres y las
personas que nos educan tienen sobre nuestra psiquis. Si mi padre me dice
desde chico que soy bueno en algo, si mi madre me enseña un optimismo
realista (que se ajuste a los hechos), voy a desarrollar una mentalidad que me
acompañará y apoyará. Pero si me dicen cosas como que soy un fracasado o
un inútil, eso también me seguirá, como fantasmas del pasado.

Las pérdidas importantes, como fallecimientos, separaciones o desempleo,


las constantes amonestaciones de parte de un jefe, la falta de reconocimiento
de los logros (castigos positivos y negativos) y las tareas que no brindan
sensación de dominio ni placer también suelen ser causas frecuentes de
depresión.

Rumiantes | Refuerzo negativo


Cuando estamos tristes, naturalmente tenemos el impulso de meternos en la
cueva, aislarnos en nuestro cuarto, tirarnos en la cama a ver series o
simplemente a intentar dormir. Si logramos dormirnos o distraernos, al
menos por un rato “no sentiremos”, nos calmaremos. Ahora bien, si esto se
repite en el tiempo, el aislamiento se transformará en un hábito, porque está
reforzado negativamente (recordá que el refuerzo negativo funciona como
refuerzo porque brinda alivio al quitar una sensación o emoción
desagradable). En otras palabras, es útil tirarse en la cama por un rato, pero si
lo hacemos sin cuidado, esta conducta puede facilitar la aparición de la
depresión. ¿Por qué? Porque si bien funciona a corto plazo, a largo plazo el
aislamiento nos priva de estar en contacto con refuerzos positivos,
generalmente asociados al aire libre, al sol, la naturaleza y el contacto social.
Y como si esto fuera poco, muchas veces, si nos tiramos en la cama, pero no
logramos dormir, terminamos rumiando, es decir, pensando y repensando una
y otra vez sobre nuestras pérdidas o fracasos, lo que reactiva la emoción de
tristeza, ya que el pensamiento funciona como disparador.
Por eso suelo decirle a mis pacientes con depresión que la cama es su
enemiga. Si querés llorar, tratá de hacerlo en una silla o sillón, junto a
alguien, unos minutos, no toda la tarde. Además, luego de llorar, intentá salir
aunque estés triste: practicá la acción opuesta a la tristeza.

El término “rumiación” proviene justamente de los rumiantes,


como las vacas, seres vivos con un sistema digestivo bastante
complejo que implica que la comida que ingieren debe dar más
vueltas por el sistema para poder ser digerida. De allí se tomó el
término para nombrar el fenómeno por el que los seres humanos le
damos vueltas a un tema en nuestra mente. Es el famoso darse
manija. Este es un proceso psicológico normal, pero, dado que en
general los contenidos de la mente son pesimistas, y es esperable
que así sea, sin un adecuado manejo la rumiación puede causar
tristeza e incluso depresión.

Rumiantes II | Cambiar la forma en que


pensamos para cambiar cómo nos sentimos
Según Aaron Beck, padre de la terapia cognitivo-conductual, la mente de las
personas depresivas se caracteriza por un patrón de pensamiento negativo en
tres dimensiones distintas: con uno mismo (“no voy a poder porque soy
inútil”), con los demás (“todos piensan que soy incapaz”), y con el mundo
(“siempre las cosas fueron contra mí”). Estos pensamientos giran sobre sí
mismos sin ninguna función útil y alimentan el sentimiento de tristeza.

Hoy sabemos que todas las mentes son pesimistas, pero en la depresión, por
diversos motivos, este fenómeno está exacerbado. Las personas deprimidas
suelen, entre otras cosas, ser poco habilidosas para manejar el hábito de
rumiar sobre lo mal que se sienten. Piensan que sus seres queridos se van a
cansar y alejar, o se preguntan una y otra vez si van a padecer otra noche de
insomnio. El resultado de esta “masticación” de ideas es el agotamiento
constante, la escasa motivación, la falta de energía o el bajo rendimiento, así
como las interpretaciones de tinte catastrófico, negativas, displacenteras,
desesperanzadoras y pesimistas que caracterizan el pensamiento de una
persona deprimida. De aquí la importancia de que las terapias no sean una
continuación de la rumiación o de un pensamiento improductivo al ahondar
en posibles historias de la infancia. Las investigaciones demuestran una y
otra vez que la reflexión acerca del pasado no es un protocolo efectivo para el
tratamiento de la depresión, sino todo lo contrario: entregarse sin más a la
preocupación y los pensamientos circulares puede contribuir a que la
depresión se agudice y se prolongue más todavía.

El psicoanálisis es uno de estos abordajes. En una revisión


sistemática y meta-análisis realizada por Yolba Smit en 2012, se
evaluó la efectividad a largo plazo del psicoanálisis en ensayos
clínicos randomizados. Smit y sus colegas encontraron que los
efectos de este abordaje son indistinguibles de no hacer nada
(grupo control). Esto puede sonar conflictivo para muchas
personas, pero el mismo Sigmud Freud reconocía estas
limitaciones, que describió de la siguiente manera en uno de sus
libros: “Uno tiene la impresión de que no debería sorprenderse si al
final resulta que la diferencia entre una persona que ha no ha sido
analizada y el comportamiento de una persona después de haber
sido analizada no es tan profunda como pretendemos hacerla y
como esperamos”. ¿Esto quiere decir que el psicoanálisis no sirve?
No necesariamente, puede tener muchísimo valor para ciertas
personas, puede ser interesante considerarlo como una práctica
exploratoria de la propia conciencia y es posible que aún no haya
dado todo de sí. Pero, como herramienta terapéutica, de momento
no ha sido posible brindarle un respaldo empírico (o este es
conflictivo).

La rumiación es en el fondo una estrategia evitativa que las personas


aprenden automáticamente para evitar el contacto con pensamientos,
emociones o recuerdos desagradables. Esto favorece su reaparición a través
del efecto rebote u oso blanco, que básicamente consiste en que mientras más
intentemos evitar algo, más reaparece (si te digo “no pienses en un oso
blanco”, automáticamente vas a pensar en un oso blanco). ¿Cómo puede ser
que justamente la rumiación, pensar mucho en algo, nos lleve a evitarlo?
Porque solemos rumiar sobre los aspectos más superficiales del problema,
cuando lo cierto es que todos tenemos miedos más profundos, que
frecuentemente son pensamientos, imágenes o incluso recuerdos que activan
nuestro sistema de alerta. Si nuestra mente está ocupada en la actividad de
rumiar, se distrae de esos otros pensamientos desagradables, evitando
justamente la activación de dicho sistema. Este círculo vicioso se corta
cuando nos permitimos estar en contacto con esas emociones, realizando
exposición, que en este caso se denomina imaginaria. Esta técnica puede ser
a veces difícil y requerir la ayuda de un profesional. El ejemplo más
complejo es el del trastorno por estrés postraumático, en el que quienes lo
sufren desarrollan múltiples formas de evitar recuerdos, justamente porque
pueden ser particularmente angustiantes. Como te imaginarás, el terapeuta
debe estar preparado y dispuesto a sumergirse con vos en estas aguas oscuras,
evitando evitar a través de diálogos interminables que sin quererlo pueden
estar reforzando el hábito de rumiar.

En efecto, rumiar es un comportamiento problemático que puede hacer que la


tristeza y la angustia empeoren y, si se sostiene en el tiempo, puede
conducirnos lentamente a la depresión o volverla crónica. Por eso, uno de los
antídotos más eficaces contra la rumiación y la depresión es la llamada
reestructuración cognitiva o, dicho de otro modo, tratar de ver las cosas
desde una óptica diferente. La idea es que las personas identifiquen dichos
patrones de pensamientos y opiniones depresivos, reflexionen sobre las
causas profundas de la depresión para que valoren cómo esos pensamientos
influyen en ellas, y que realicen cambios en dichos patrones de pensamiento.
Cuando las personas piensan de forma más realista, más ajustada a los
hechos, se sienten mejor. Cuando estés dedicando mucho tiempo a la
rumiación o cuando no estés totalmente implicado o implicada en una
actividad, sino que te estás dejando llevar por el pensamiento repetitivo,
podés hacer lo siguiente:

1. Notar lo que está pasando. El primer paso es darse cuenta. Decirse:


“estoy rumiando, estoy sobrepensando las cosas”. Sin este primer paso,
todo lo demás es imposible, así que si lo hacés, felicitate y no te
castigues por darte de cuenta de que estás rumiando. Notar nuestros
pensamientos es una habilidad importante, y sin ella podemos
interpretar que las emociones vinieron de la nada, sin disparadores.
Recordemos que los disparadores siempre están, pero a veces son
invisibles: en muchas oportunidades son pensamientos. La práctica de
mindfulness es clave aquí para ser conscientes de la actividad de la
mente.
2. Evaluar la efectividad de la rumiación. ¿Cómo afecta la rumiación a
mi estado anímico? ¿Me ayuda de algún modo a resolver problemas?
¿Tiene beneficios a corto o a largo plazo (por ejemplo, la reducción de
una experiencia aversiva como la tristeza) o tiene costos? Recordemos
también la regla de los tres minutos: pensar más de tres minutos en
algo no suele ser efectivo. Si notás que pasaste más de tres minutos
pensando en una misma cosa, seguí con alguna de las siguientes
estrategias.
3. Resolver problemas. Esta estrategia es útil si la emoción es una
respuesta a una situación externa que podemos resolver. Definí el
problema concreto que hay que resolver; concebí y evaluá posibles
soluciones. Luego, identificá los pasos a seguir y da los pasos que
hayas identificado. Revisá los resultados y, de ser necesario, pensá en
otras posibles soluciones.
4. Prestar mucha atención a la experiencia sensorial. Dirigí tu atención
repetidamente hacia los sentidos. Hacé el ejercicio de repasar qué estás
viendo, oliendo, tocando, escuchando o degustando en este momento.
Esto puede ser particularmente útil cuando no hay problemas que
resolver o simplemente no lo podés hacer en ese momento.
5. Volver a centrarse en la tarea que se tiene entre manos. Identificá
qué pasos concretos son necesarios para completar la tarea que estés
haciendo. En cada momento, centrá de nuevo tu atención en un paso.
Hacelo en cámara lenta, prestando atención a cada detalle.
6. Desviar la atención de los pensamientos rumiativos. Dirigí tu
atención repetidamente hacia un centro de interés que te distraiga.
Realizá alguna actividad con tu cuerpo (por ejemplo, jugar con tu
perro, hacer ejercicio) o con tu mente (por ejemplo, cantar una canción,
recorrer el alfabeto y hacer una lista de objetos que comiencen con
cada letra).
7. Buscar interpretaciones alternativas a aquello que te hace sufrir.
Cuando estamos tristes solemos pensar directamente en que nadie nos
quiere o que somos inútiles y nada más. Planteate otras
interpretaciones posibles de los hechos. A menudo las cosas no son
como primero creemos.
8. Intentar tener evaluaciones objetivas y no juiciosas sobre vos.
Cambiá los juicios de valor negativos sobre tu propia persona por
observaciones que se ajusten a los hechos.

Rumiantes III | Cambiar lo que hacemos para


cambiar cómo nos sentimos
Dado que es difícil cambiar directamente emociones o pensamientos, una
opción más fácil implica cambiar el comportamiento y tener nuevas
experiencias. Según las nuevas corrientes terapéuticas (las terapias
contextuales), el protocolo más efectivo para aliviar la depresión se encuentra
en el cambio de las circunstancias en la vida de las personas. Más que
modificar los pensamientos, es necesario realizar un cambio de afuera hacia
adentro; es decir, cambiar las cosas que una persona hace para modificar las
creencias del tipo “yo no puedo”.

Generando nuevas experiencias podemos desarrollar una sensación de


dominio sobre las cosas que hacemos y así, aumentar de a poco el agrado y
afición por estas. Podría presentarse aquí el problema de que “si no tengo
ganas, no lo hago” o de que “hay que hacer las cosas queriéndolas”
(pensamientos muy asociados al feelgoodismo). Sin embargo, si nos
sentamos a esperar las ganas, podemos esperar eternamente. Las ganas
vendrán mientras hagamos lo que tengamos que hacer para vivir una vida
alineada a nuestros valores; de esta forma cambiarán nuestros pensamientos y
emociones, tal como ya hablamos en el capítulo sobre motivación.

Recordá que el impulso natural de la tristeza es el de aislarnos, recluirnos a


llorar y pensar. Si nos dejamos llevar indefinidamente por ese impulso,
terminaremos deprimiéndonos. Es por esto que la acción opuesta de la
tristeza es, justamente, activarse, hacer cosas aunque no tengamos ganas. Al
principio puede parecer muy difícil, pero luego termina siendo un hábito.

Estas son algunas acciones opuestas de la tristeza:


● Estructurá y programá actividades que sigan un plan, no un estado
anímico. Armá un horario en una hoja de papel. Llevalo a cabo sin
tener en cuenta tus ganas.
● Tratá siempre de tener rutinas claras en tu día, asignando horarios a las
comidas, al trabajo, a la diversión, al deporte.
● El cambio es más fácil cuando se comienza por algo pequeño.
Comenzá por lo mínimo que puedas hacer. No empieces por limpiar
toda tu casa, sino por lavar la pila de platos sucios. No intentes
empezar a correr de a 10 km, empezá por 1 km.
● Andá elevando la dificultad de esas actividades paulatinamente. Por
ejemplo, si ya corrés 1 km, ahora subí a 1,5 km.
● Si esto te cuesta mucho, pedí ayuda. Hacete una lista de amigos o
familiares con quienes comprometerte a hacer cosas.
● Repasá el capítulo de valores y metas e intentá ponerte acciones que
estén alineadas con ellos. Si para vos es un valor la música, intentá
dedicar algo de tiempo a tu instrumento, si para vos es un valor la
amistad, llamá a alguien para juntarse a caminar.
● Date ánimo, decite instrucciones, marcate los pasos a seguir.
● Insistí en un enfoque empírico de resolución de problemas y reconocé
que todos los resultados son útiles. Cortá con la rumiación poniéndote
pasos concretos en los que avanzar en tus problemas.
● ¡No lo digas, hacelo!
● Anticipate a posibles barreras para la activación. Por ejemplo: si te
planteaste salir todas las tardes a caminar media hora, asegurate que
tengas disponible ese horario y que tengas las zapatillas listas (recordá
que es muy fácil encontrar excusas).

Algunos ejemplos de comportamientos que pueden ayudarte frente a la


tristeza:

● Desde un plano básico y físico, tratar de infundirse ánimo mediante


regalos y placeres sensoriales constituye un antídoto efectivo (y
además muy difundido) para combatir la tristeza. Entre los métodos
más utilizados por las personas para aliviar su depresión, podemos
enumerar tomar un baño caliente (cuidado con la rumiación en este
caso), disfrutar de las comidas favoritas, y escuchar música alegre (o al
menos que tenga ese efecto en vos).
● Otra forma para elevar el estado de ánimo consiste en proyectar una
actividad que pueda proporcionarnos un pequeño triunfo o un éxito
fácil como, por ejemplo, lograr alguna tarea doméstica que hayamos
pospuesto (cortar el pasto del jardín, limpiar las telarañas de las
ventanas, ordenar el armario, amasar un pan) o concluir alguna
actividad pendiente que hayamos estado evitando (realizar un trámite o
terminar un informe). Por el mismo motivo, los cambios de imagen,
aunque solo sea en la forma de vestirnos o de arreglarnos, también
pueden resultar beneficiosos.
● Una opción más trascendental para elevar el estado de ánimo consiste
en ayudar a quienes lo necesitan. Puesto que la depresión se alimenta
de preocupaciones que giran en torno a uno mismo, el hecho de ayudar
a quien se encuentra necesitado puede contribuir a que nos
despeguemos de este tipo de preocupaciones, llevando naturalmente
nuestra atención hacia las demás personas.

Está bien, estás atravesando un momento difícil: pasaron un par de años de


la mudanza pero todavía no lográs adaptarte. El problema es que esa tristeza
está deviniendo en un estado depresivo. Si seguís así, probablemente este
cuadro se agrave. Quieras o no, ya es hora de que si tus amigos te quedaron
lejos, hagas el esfuerzo de ir a verlos. O hasta de que consigas nuevos.
Inscribirte en la academia de danza puede ayudarte a conocer nuevas
personas. Se trata de buscar salidas en el sentido más literal de la palabra:
si seguís adentro de casa, probablemente tu cabeza siga ocupada en lo mal
que te sentís y en cuánto extrañás tu otra vida. Estos pensamientos son útiles
por un tiempo si te llevan a resolver el problema de fondo. Pero si te llevan a
estar todo el día rumiando, entonces tu tristeza no es efectiva. Y lo sabés. Te
levantás. Agarrás el teléfono. Llamás a la academia para preguntar horarios
y aranceles. Es un acto simple. A veces, alcanza con mover una sola pieza
para que el juego se destrabe.

Una silla | Últimas recomendaciones para


lidiar con la tristeza
No olvides practicar, cada tanto, la aceptación de la tristeza, siempre y
cuando esta se ajuste a los hechos, de manera efectiva. Sentate en una silla,
dejá venir la emoción, sentí cómo cambia tu cuerpo, cómo está más pesado,
cómo vienen lágrimas a los ojos. Mantente así de 3 a 5 minutos, sin hacerte
bolita, con dignidad. De esta forma no te sobreinvolucrás con la emoción.
Notá la ola emocional, cómo sube y cómo baja. Recordá que siempre que
llovió, paró. Aceptá la tristeza como parte de ser una persona con emociones,
con corazón.

Pasados los 5 minutos, levantate de la silla, lavate la cara si es necesario, e


intentá volver a tus actividades, evitando tirarte en la cama o pasar la tarde
viendo series. Si repetís esto con cierta frecuencia, vas a ir viendo cómo tu
cuerpo se habitúa, se hace más fuerte, y cada vez te será más fácil.

A veces, este proceso puede ser particularmente complejo y quizá necesites


la ayuda de un profesional, mucho más si te identificás con los criterios
descritos de depresión.

Capitulo 2.4

Enojo

¿Cómo se te va a cruzar así? ¿Está loco? Vos venís por la bicisenda con todo
en regla, casco, luces, semáforo en verde. Y el inconsciente va y te tira el
auto encima para doblar. Ni luz de giro puso. Y vos sabés que la calle no está
para pelearse, que nunca sabes quién está del otro lado y que, al fin y al cabo,
vos tenés cosas mejores que hacer que ponerte a explicarle las reglas de
tránsito a cada uno que te cruzás. Por suerte no pasó nada grave. Una frenada,
un volantazo. Igual te dan ganas de romperle todo el auto. Cerrás los puños
en el manubrio y se te hinchan las sienes. Te lo querés comer crudo. Sí, es
cierto, hay una pequeña voz adentro tuyo que, con cautela, sugiere la
posibilidad de que haya sido un error. No te vio. Sin ir más lejos, vos hace
dos cuadras no viste a una señora que cruzaba y le pasaste finito. Pero lo que
cuesta escuchar esa voz por encima de la otra voz, esa que te grita que este
salame te lo hizo a propósito porque no le importa nada. Que no te conoce
pero que, de algún modo, es personal…
Al rojo vivo | ¿El enojo es malo o bueno?
El enojo es una emoción con la que reaccionamos ante una situación en la
que percibimos un ataque o una injusticia, o ante una situación en la que
sentimos frustración. Nuestro organismo experimenta repentinamente una
sobrecarga de energía y el deseo imperioso de descargarla, de acercarnos, de
aclarar, de discutir e incluso de pelear. Hace que nos enfoquemos en la
autodefensa, el dominio y el control con el objetivo de ganar la pelea y
sobrevivir.

Al tratar de identificar o imaginar esta emoción, no es difícil identificarla con


el color rojo. La expresión “me calenté” es una buena manifestación de lo
que internamente nos está pasando: nuestras manos y cara se sienten calientes
y se ruborizan. ¿Por qué? Porque la sangre se acumula en las extremidades
para prepararnos para el ataque, y en la cara, para generar que la otra persona
se aleje. Esto va en línea con apretar las manos o los puños, fruncir el ceño,
tener gestos agresivos o amenazantes, caminar pisando fuerte y dando
portazos o incluso atacar verbal y/o físicamente. Además suele llevarnos a
hablar más rápido, enumerando todo lo que nos acordamos que salió mal o
nos hirió. Nuestra mente se hace más rígida y nos ponemos más
oposicionistas. Nuestra voz se torna más aguda. Son señales claras de que
estamos buscando marcar los límites y defendernos frente a injusticias o
amenazas.

Esta emoción suele estar condenada socialmente por el hecho de que nos
lleva a reaccionar de una forma agresiva y despierta sensaciones no muy
agradables. Tendemos a juzgar negativamente nuestras emociones
displacenteras y por eso evitamos las situaciones que nos las pueden
provocar. Sin embargo, por más que nos esforcemos en evitarlas o en tratar
de no sentirlas (“no estés triste, no te enojes, no tengas miedo”), las sentimos
igual y, de hecho, son una valiosa fuente de información para saber qué nos
está pasando en determinado momento. El enojo no es malo. Sirve para
marcar límites, para detener las conductas de los demás. Levantar la voz a
veces es muy útil. Cuando las personas son atacadas físicamente, el enojo las
puede activar rápidamente para defenderse y responder al ataque, para
protegerse. De forma similar, el enojo en un partido de fútbol (o de casi
cualquier deporte) puede llevar a que se juegue con más ímpetu. Es
importante reconocer que esta emoción se mantiene presente porque nos ha
servido para nuestra supervivencia, y que intentar taparla o negarla es
contraproducente e inefectivo. Si bien es cierto que una desregulación del
enojo puede llevarnos a actuar de forma impulsiva y destructiva, esta
emoción en su justa medida también nos pone en marcha para buscar
soluciones cuando tenemos un problema y para marcar límites.

Debido a que el enojo suele ser una emoción que escala rápidamente si no
prestamos atención, es muy importante chequear bien los hechos para
asegurarnos de que nuestro evento disparador se ajusta lo suficiente como
para activar la emoción apropiada y en su justa intensidad. De este modo, nos
centramos en el objetivo de intentar obtener lo que queríamos en un
principio, sin poner en riesgo, cuando no sea necesario, nuestra relación con
la otra persona.

Es decir, no es malo actuar según el enojo, pero sí es importante aprender a


gestionarlo de forma efectiva. Debemos entender esta emoción como una
herramienta para intentar resolver nuestra frustración, ya que nos provee una
energía extra que nos permite comunicar emociones y alcanzar objetivos que
de otra forma quizás no lograríamos.

Autos de Fórmula 1 | Manifestaciones típicas


del enojo
Más de una vez me ha pasado en el consultorio que, cuando le explico a mis
pacientes qué es el enojo y el fenómeno de la ola emocional, me dicen que
desde su experiencia no es tanto una ola, sino un cambio abrupto, un
maremoto o una explosión. Se sienten como autos de Fórmula 1 que aceleran
de 0 a 100 km/h en unos poquísimos segundos. Pero el enojo, como todas las
otras emociones, y por más que se sienta diferente, también tiene forma de
ola. Ante un evento disparador interno (un pensamiento) o externo (que nos
agredan de alguna manera), el sistema de alerta se activa debido a la
liberación de adrenalina, pero a diferencia del miedo y la ansiedad, hay un
impulso a la acción y la búsqueda de la confrontación.
Es muy fácil que el enojo escale en intensidad porque nos cuesta mucho ser
conscientes de esta emoción, al punto de que a veces nos damos cuenta de
que estamos enojados recién cuando sentimos todas las manifestaciones de
esta emoción en niveles muy altos. En el consultorio, a modo de ejercicio, a
mis pacientes les hago puntuar la intensidad de sus emociones (todas, no solo
la ira) y a notarlas antes del denominado punto de quiebre. Este es el nivel
donde la emoción es tan fuerte que uno tiene muy poco control sobre sí
mismo. En el caso de la ira, solemos ser conscientes de su punto de quiebre,
pero no de toda la otra parte de su fenomenología. Por ejemplo, hace poco,
hablando con un amigo, noté que él estaba hablando más rápido, que
gesticulaba mucho, fruncía el ceño, y elevaba la voz, que cada vez era más y
más aguda. Le dije entonces “creo que estás un poco enojado con esta
persona”, a lo cual me respondió a los gritos: “no, no estoy enojado, ¡estoy
cansado! ¡¡¡Cansado!!!”. Claramente, estaba enojado. Pero al parecer no era
muy consciente de ello.

El primer paso para regular cualquier emoción es saber reconocerla. Es muy


útil conocer las típicas manifestaciones del enojo para que entren más rápido
al campo de tu conciencia y puedas distinguirlas más pronto que tarde. Esto
te permitirá gestionar el enojo de una manera más efectiva.

¿En qué situaciones suele dispararse el enojo?

● Invasión de nuestros límites personales (tu jefa te pide trabajar de más,


te llaman por teléfono fuera de horario, tu pareja te espía el celular).
● Bloqueo de un objetivo importante (no podés viajar por restricciones
en las fronteras, no podés tener una videollamada importante por fallas
en Internet, te cambian inesperadamente la fecha de un compromiso).
● Un ataque o una amenaza a nosotros o nuestros seres queridos (un
asalto en la calle, una pelea de tránsito, que nos insulten).
● Perder poder, estatus o respeto (perdés el trabajo, alguien publica algo
falso y ofensivo sobre vos en las redes sociales),
● No obtener el resultado esperado (el colectivo se demora y no llegás
puntual a pesar de lo planeado, te califican mal en un examen).
● Dolor físico o emocional.
Es lógico que en estas y varias situaciones más, el enojo no sea la única
emoción que se dispare; la tristeza y el miedo suelen mezclarse también. Es
por ello que a veces utilizamos distintas palabras que nos permiten matizar lo
que sentimos según la intensidad o el grado de la situación que atravesamos:
agresividad, agitación, amargura, bronca, cólera, enfado, exasperación,
ferocidad, frustración, furia, hostilidad, ira, indignación, mal humor, rabia,
resentimiento y venganza. Con bastante frecuencia, vemos que el enojo es
una emoción secundaria, una emoción que tapa otra emoción. Si estamos
tristes ante una pérdida o un fracaso que aún no hemos terminado de aceptar,
no sería raro que sintamos enojo o estemos irritables. Ante estas situaciones
será también muy útil seguir algunas indicaciones sobre el manejo de la ira
que, al bajar, nos permitirá estar en contacto con la emoción primaria que
podemos estar evitando. Me gusta pensar que a veces el enojo es como una
cáscara, que si la quitamos deja ver algo más que está ocurriendo en el
interior.

El enojo puede ser útil, pero la propensión a enojarse muchas veces


y con gran intensidad se ha relacionado con peor calidad de vida,
mayor prevalencia de problemas de salud mental y de
enfermedades crónicas del corazón, el tubo digestivo y del sistema
inmunológico. De hecho, los episodios de ira son importantes
predictores de infarto de corazón. Los estudios muestran que el
impacto del enojo sobre la salud se debe al aumento de los niveles
sanguíneos de moléculas inflamatorias, como la interleucina 6.

Así como lo que sentimos no es exclusivamente una sola emoción en estado


puro, sino que se ve “contaminada” por otras emociones, no siempre lo que
pensamos de lo que pasó se corresponde exactamente a lo que sucedió. Si
bien nuestra reacción es automática, nuestra mente ejerce un rol fundamental
para interpretar el evento disparador del enojo. Nuestra mente puede
exacerbar, disminuir o incluso distorsionar los hechos. A veces podemos
estar sesgados por tener información incompleta (dos amigos discuten y uno
de ellos me llena la cabeza de argumentos contra el otro), por estar cansados
(tener un día largo en el trabajo) o por estar hartos de que una misma
situación se repita continuamente (que nuestra pareja llegue siempre tarde a
compromisos).
Los típicos pensamientos o interpretaciones que disparan el enojo suelen ser:

● Creer que nos han tratado o culpado injustamente.


● Creer que nuestras metas importantes están siendo bloqueadas o
interrumpidas.
● Creer que las cosas “deberían” ser distintas.
● Pensar rígidamente, pensar “tengo razón”.
● Juzgar que una situación es ilegítima o incorrecta.
● Rumiar sobre el evento que desencadenó el enojo en primer lugar.

Es importante también recordar que el enojo, como cualquier emoción,


funciona como un par de anteojos que altera nuestra forma de ver la realidad.
No solo hay pensamientos que disparan el enojo, sino que esta misma
emoción también genera pensamientos. Típicamente, la mente de una
persona enojada se pone más rígida, lo que produce más pensamientos tipo
todo o nada. Algunos ejemplos podrían ser:

● “Esto está todo mal.”


● “Todos son unos idiotas menos yo.”
● “Sé que tengo razón, las cosas deberían ser de otra manera.”
● “Esto es injusto.”

Como verás, se forma una especie de círculo vicioso en el que un


pensamiento puede llevar al enojo, el cual a su vez genera pensamientos y
comportamientos que redisparan esta emoción. Ya dije varias veces que las
emociones se aman a sí mismas, el enojo no es la excepción.

Eso es un poco lo que te pasa cuando te volvés a subir a la bici. El auto


siguió su camino y ahora sos vos de nuevo a solas con el pedaleo y la lengua
de asfalto adelante. Durante las primeras cuadras, rumiás todas las
circunstancias en las que casi se dio el accidente. Corroborás mentalmente
que vos tenías razón. Vas armando el relato que les vas a contar a tus
amistades cuando las veas. Después, con suerte y con ganas, si hay
suficientes cuadras por delante para seguir pedaleando, empezás a identificar
otras cosas. El auto que dobló muy cerrado y sin luz de giro fue un
disparador externo y completamente válido como tal, pero no fue el único.
Hay otros disparadores, internos, que no te habías detenido a pensar: el hecho
de que estabas camino a un trabajo que no te gusta ni medio, que anoche
dormiste mal porque el bebé lloraba mucho, que por eso no escuchaste el
despertador y tuviste que levantarte rápido y te salteaste el desayuno. Ahora
que lo pensás, hace meses que no tenés un rato de esparcimiento. Todos estos
son factores de vulnerabilidad. Todo esto puede facilitarte el acceso de ira.

El inútil de tu jefe | Cómo regular el enojo


A veces se dice que ante el enojo es bueno desquitarse con algo o alguien de
alguna manera. Si bien algunas teorías dicen que eso es posible, la evidencia
empírica apunta a la dirección contraria. En un estudio interesante realizado
por Brad Bushman, se evaluó el efecto de la rumiación y de la distracción
ante una situación que provocaba enojo. El investigador le hizo escribir un
ensayo sobre el aborto a unas 600 personas (300 mujeres y 300 varones), el
cual supuestamente iba a ser leído por otro participante con la opinión
opuesta, pero en cambio recibieron una devolución muy negativa hecha por
los investigadores. Las evaluaciones consistían en malas calificaciones sobre
la organización, la originalidad, el estilo de escritura, la claridad de
expresión, la persuasión de los argumentos y la calidad general del
manuscrito. También incluían frases como “¡Este es uno de los peores
ensayos que leí en mi vida!”. A continuación, los participantes fueron
asignados a tres grupos (con paridad de género). A los participantes del
primer grupo, el de la rumiación, se les dio acceso a una bolsa y guantes de
boxeo, una foto con la cara del supuesto participante que les dio la
devolución negativa (del mismo sexo) y se les dijo que golpearan la bolsa
pensando en esa persona. A los participantes del segundo grupo, el de la
distracción, también se les dio acceso a la bolsa y guantes de boxeo, pero en
cambio no se les mostró ninguna imagen y se les dijo que pensaran que
estaban haciendo actividad física. A los participantes del tercer grupo, el de
control, no se les dio acceso a la bolsa de boxeo y a cambio se los dejó
sentados y quietos en una habitación por 2 minutos. Luego se les pidió a
todos los participantes que completaran una encuesta sobre estado de ánimo.
El resultado fue que la distracción y no hacer nada (grupo control)
desactivaba el enojo de manera efectiva, mientras que la catarsis lo
redisparaba.
Sí, ya sé, acabo de arruinar la única parte divertida de enojarse. En
compensación, me tomé el trabajo de detallar formas menos divertidas (pero
mucho, mucho más efectivas) de lidiar con la propia ira:

1. Chequear los hechos


Sabiendo que la mente muchas veces se puede equivocar al distorsionar la
realidad y que existen factores que nos hacen perder la objetividad de la
situación, chequear los hechos e incluso pedir la perspectiva de otra persona
es una buena opción para gestionar el enojo de manera efectiva y lograr
nuestros objetivos.

En el ejemplo de la bici, los hechos y las interpretaciones estaban mezclados.


El auto dobló efectivamente mal. Pero que te lo haya hecho a propósito es
poco probable. La negligencia o el simple error son explicaciones mucho más
plausibles, cada cual con distinta carga de responsabilidad.

A esto habría que sumar interpretaciones alternativas que busquen mirar la


situación desde otra perspectiva (el automovilista era principiante, él
tampoco había dormido por culpa de un bebé lloroso o acababa de recibir una
noticia tremenda y estaba apurado camino al hospital). Estas interpretaciones
alternativas no necesariamente implican que el otro pasa a tener razón. En
este ejemplo, seguro que no, la responsabilidad de los automovilistas es clara
y siempre es mayor que la de otros actores de la vía pública como ciclistas o
peatones. Pero el ejercicio de pensar otras explicaciones puede ser muy útil
ante la rigidez cognitiva que provoca el enojo, que nos lleva a pensar que
tenemos razón y que no hay otros argumentos posibles.

El enojo no solo ocurre con personas desconocidas. Podemos enojarnos (y lo


hacemos) con nuestra propia familia o las personas con las que vivimos. Por
ejemplo, nos enojamos cuando no logramos que nuestro hijo se lave los
dientes o cuando nuestra pareja nos da a entender que no estamos repartiendo
de forma justa los roles en el hogar. Frecuentemente, el enojo es la forma que
tenemos de lograr nuestros objetivos cuando no tenemos otras herramientas,
por lo que enojarse con cierta frecuencia, ante situaciones que no están
justificadas, muchas veces denota la falta de habilidades para obtener lo que
necesito de otra forma. En estos casos, vale preguntarse: ¿no será que no
tengo las herramientas para motivar a mi hijo a que se lave los dientes? ¿No
será que el cansancio me impide interpretar correctamente lo que me quiso
decir mi compañero o compañera?

2. Pensar en términos de efectividad


Es muy importante señalar aquí que uno debe defenderse (actuar el enojo)
cuando es probable que esta sea una respuesta efectiva. Por efectivo
entendemos aquello que nos permite conseguir lo que necesitamos, pero
actuando según nuestros valores y sin perder de vista el contexto, las
relaciones con las demás personas, y el mediano y largo plazo. Un ejemplo
de manejo efectivo sería el caso de hablar con alguien que nos chocó con el
auto, no para insultarlo, sino para pedirle los datos del seguro y llegar a un
acuerdo. El enojo nos dará esa energía extra para hacer cosas que de otra
forma no haríamos. Si no sos víctima de una injusticia, el enojo no está
justificado. Pero si lo sos, seguí los impulsos de tu emoción, levantá la voz y
defendete habilidosamente, siempre y cuando lo estimes efectivo y, ante todo,
seguro para tu integridad física.

Veremos más adelante el concepto de asertividad, pero esta es una


buena ocasión para introducirlo. Enojados o no, siempre debemos
ser asertivos, lo que significa que seamos claros a la hora de hacer
pedidos o dar feedback, logrando un punto medio entre ser pasivos
(o poco claros) y ser agresivos. Para esto suele ayudar mucho
hablar de hechos, con un tono de voz lento, pausado y grave.

Supongamos que tu hijo no solo no se lava los dientes, sino que además le
saca los juguetes a los hermanos más chicos y cada tanto llega a golpearlos
de alguna forma. Sería efectivo que le digas en un tono de voz firme, fuerte,
que se detenga, quitándole los autos por un rato, pidiéndole además que se
disculpe con su hermanito más chico. Lo que seguro no será efectivo es que
le pegues. Esto es muy importante. En primer lugar, porque como padre o
madre le estás modelando comportamientos a tu hijo. Por un lado, sabés y le
decís que golpear está mal, pero si lo hacés igual, él aprenderá a hacerlo. Este
fenómeno es el famoso aprendizaje social. En segundo lugar, a primera vista
puede parecer efectivo golpear o agredir, porque frecuentemente de ese modo
conseguimos lo que pedimos, pero por otro lado tiene una consecuencia
social muy fuerte (entre otras cosas): genera que la gente nos tenga miedo, se
nos aleje, y degrada nuestras relaciones interpersonales.

3. Resolución de problemas
Tal como vimos antes, el enojo puede ser una manifestación de que nos faltan
habilidades o herramientas para conseguir algo, por lo que terminamos a los
gritos cuando no lo conseguimos. Como dice Isaac Asimov en su saga
Fundación: "la violencia es el último recurso del incompetente”. Suele ser
muy útil, si nos enojamos con frecuencia, practicar entonces la habilidad de
resolución de problemas. Básicamente, esto es:

4. Generar conciencia y exposición al enojo


Recordá lo que ya hablamos en el capítulo de miedo y ansiedad. La
exposición repetida a un estímulo, siempre y cuando uno no escape de este,
lleva a un fenómeno biológico llamado habituación. Desde una perspectiva
psicológica, lo más preciso sería decir que en cada exposición se realizan
nuevos aprendizajes que se reescriben sobre los anteriores. Esto es aplicable
al miedo o la ansiedad, clásicamente, pero las investigaciones de Marsha
Linehan y otros autores muestran que este procedimiento también es efectivo
con otras emociones. Por ejemplo, el enojo.

¿Cómo hacer esto? Básicamente, te tomás unos minutos por día, entre 5 y 10
aproximadamente, para volver a ver lo que pasó el día anterior, reviviendo
paso a paso cada cuadro de la escena en la que terminás gritándole a tu hijo.
Con los ojos cerrados, vas relatando el suceso en voz alta, diciendo qué
estabas haciendo, cuándo y dónde, y qué pensamientos habías tenido en cada
escena. Con el solo hecho de rememorar lo sucedido, tu enojo se irá
activando, de hecho, vas a sentir un nivel de enojo muy similar al del hecho
concreto. Comenzás a notar cómo se te frunce el ceño, se te cierran las
manos, sentís presión en la garganta, tenés incluso el impulso de gritarle a tu
hijo. Además, notás que vuelven a aparecer los mismos pensamientos de
siempre, y que además, redisparan el enojo.

Ahora bien, ¿con esto qué? Bueno, si lo hacés sistemáticamente, te vas a


aburrir. Y eso es exactamente lo que buscamos. Te vas a habituar a la escena
y tu enojo bajará sustancialmente. Además comenzarás a notar que tu enojo
aparece en muchas otras circunstancias más allá de las familiares, y podrás
aplicar todas estas herramientas en otros contextos, generalizando las
habilidades. Esto es importante. No sea cosa que se te ocurra que estas
herramientas no aplican a vos que no tenés hijos. O bicicleta.

5. Acción opuesta
Vimos hasta ahora que el enojo es una emoción que nos impulsa a
acercarnos, a discutir, a querer aclarar las cosas, enumerar todo lo que
sentimos que es un problema, elevar el tono de voz, gritar, insultar y,
finalmente, golpear.
Ahora bien, cuando el enojo no está justificado o no es efectivo seguir los
impulsos de esta emoción, puede ser una buena ocasión para practicar la
habilidad de acción opuesta descrita por Marsha Linehan. Por ejemplo, es
conveniente evitar a la persona con la que te enojaste en lugar de atacarla;
evitar pensar en él o ella en lugar de rumiar sobre todas las cosas “terribles”
que hizo; distraerte haciendo otra actividad e incluso tratar de tomar el punto
de vista de la otra persona en lugar de culparla.

Guía para practicar acción opuesta del enojo:

● Cambiá tu postura: aflojá las manos, con las palmas hacia arriba y los
dedos relajados; hablá de forma lenta, pausada y grave; soltá los
músculos del pecho y del estómago, aflojá la mandíbula y relajá los
músculos faciales; esbozá una media sonrisa (es increíble el impacto
que tiene sobre nuestro cerebro simular una sonrisa).
● Cambiá la química de tu cuerpo: respirá de forma pausada, inhalando
profundamente y exhalando lentamente. En casos extremos puede serte
útil meter la cabeza en agua fría, tomar hielos con las manos y luego
ponértelos en la cara durante varios segundos (por lo menos 20 o 30).
● Intentá empatizar con la otra persona: metete en sus zapatos y tratá de
ver la situación desde su punto de vista. Esto puede ser particularmente
difícil, pero muy efectivo. Saber que todo comportamiento tiene sus
causas y que muchas veces las demás personas no tienen las
herramientas o los aprendizajes necesarios para lidiar con diversas
situaciones puede ayudarnos a calmar nuestro enojo.

6. Aceptación radical
Vamos a admitir que no solo te enojás con tu hijo, también lo hacés con otras
personas. Esta emoción aparece frecuentemente en tu trabajo. Tenés un jefe
con el que no compartís valores y, como si esto fuera poco, sentís que no está
capacitado para ocupar el puesto que tiene. Esto te lleva a discutir
frecuentemente con él en las reuniones. En este caso concreto (porque no
siempre es necesariamente así), no podés hacer nada por cambiar de jefe, y
dependés de él profesionalmente. También resulta que justo en este momento
de la vida, intentar cambiar de trabajo podría tener más consecuencias
negativas que positivas. ¿Qué hacemos? Esta es una buena oportunidad para
practicar la habilidad de aceptación radical: aceptar aquello que no puedo
cambiar y el dolor que me provoca, y dejar a un lado el sufrimiento que me
genera pelearme, enojarme o rechazar esa realidad. Aceptar no quiere decir
que te guste o apruebes la realidad, quiere decir que dejás que la realidad sea
la realidad que a pesar de tus mejores esfuerzos, no pudiste cambiar. Es más,
frecuentemente, la aceptación de la realidad es el primer paso para cambiarla.
Si te diagnostican diabetes tipo I, algo que por el momento no se puede
cambiar, debes aceptarlo rápidamente. Eso te permitirá poner los medios
necesarios para llevar adecuadamente la enfermedad. No aceptar el
diagnóstico puede tener severas consecuencias para tu salud.

Esta habilidad consiste básicamente en repetir aquello que necesitás aceptar,


en voz alta, en voz baja o escribiendo en un papel, hasta que lo creas y lo
sientas. Por ejemplo:

“Tengo que aceptar que no puedo cambiar a mi jefe.”

“Tengo que aceptar que en este momento no puedo cambiar de


trabajo.”

“Estas son las cartas que me tocaron, debo jugar con ellas.”

Lógicamente, la aceptación también requiere de ciertos comportamientos.


Aceptar a tu jefe implica seguir yendo a trabajar siguiendo las reglas que, por
más que intentaste, no pudiste cambiar. Del mismo modo, aceptar el
diagnóstico de diabetes conlleva aplicarse la insulina y adoptar una dieta
saludable.

La aceptación de la realidad puede ser una herramienta particularmente


efectiva para regular el enojo. Al mismo tiempo, es todo lo contrario de esta
emoción, por lo que practicarla implica una forma sofisticada de acción
opuesta. Mientras que el enojo es una emoción que nos lleva al cambio, a
poner medios y a remediar injusticias, la aceptación nos lleva a dejar las
cosas como son. Por supuesto que no se aplica en cualquier situación o
momento, sino solo cuando, luego de meditarlo, veo que no puedo cambiar la
realidad que tengo enfrente.
¿Qué es perdonar? Etimológica y comportamentalmente, perdonar
es volver a dar lo que se daba previamente, “donar lo previo”. Es
por lo tanto algo que se hace. La típica frase “perdono, pero no
olvido” es apropiada. En el fondo, perdonar es practicar la acción
opuesta del enojo y del rechazo, una emoción que nos lleva a
agredir y alejarnos de quienes nos lastimaron u ofendieron.
Perdonar sería entonces actuar cómo actuábamos antes con esas
personas, aunque esta vez lo haremos sintiendo, al menos al
comienzo, estas emociones desagradables.

Hay gente que piensa que perdonar es dejar ir o seguir adelante.


Sin embargo, es más que eso. El verdadero perdón va un paso más
allá, y ofrece algo positivo (empatía, compasión, entendimiento)
hacia la persona que nos hirió. Como parte de practicar acción
opuesta y aceptación radical, el perdón nos lleva a tratar de
entender cuáles fueron las razones por las que una persona cometió
una falta, sabiendo que siempre las hay, aunque no estemos de
acuerdo con ellas. Otro concepto errado sobre el perdón es que es
un signo de debilidad. Pero basta con intentar perdonar para darse
cuenta de lo difícil que es y de lo fuerte que hay que ser para
practicarlo. Hay buenas razones para hacer el esfuerzo.

Por supuesto, es posible que ante determinadas situaciones no


quieras perdonar. Y está bien. Sólo tené en cuenta que, cuando sí
puedas, conviene hacerlo: el perdón está asociado a una reducción
de la ansiedad, depresión y trastornos psiquiátricos mayores, así
como con mejor salud física y menor tasa de mortalidad. El alivio
del estrés es probablemente el factor principal que conecta el
perdón y el bienestar. El perdón permite dejar de lado factores
interpersonales estresantes crónicos que nos causan una carga
indebida. Al liberar el enojo prolongado (no efectivo), los
músculos se relajan y estamos menos ansiosos, tenemos más
energía y el sistema inmunológico se fortalece debido a una
reducción de los niveles de cortisol en la sangre (la hormona del
estrés).
El perdón puede ayudarnos también a reconstruir la autoestima,
que puede verse afectada cuando recibimos una gran injusticia.
Cuando enfrentamos el dolor de lo que nos sucedió y ofrecemos
bondad a la persona que nos lastimó, cambiamos la visión que
tenemos de nosotros mismos. Por supuesto, suele asociarse
también con sostener vínculos sociales importantes, algo que
siempre es muy positivo.

7. Cuidá tu cuerpo: factores de vulnerabilidad emocional


Tal vez suelas estar más irritable a la noche, cuando volvés a casa después de
una larga jornada de trabajo. Además, sos una persona algo autoexigente y te
cuesta dedicar tiempo al descanso o la dispersión.

Pero cuando empezaste a hacer varias comidas por día (antes hacías solo dos
y alguna colación) y a salir a correr un par de veces por semana, notaste que
tu ánimo en general se tornó más manejable. Además, te diste cuenta de que
estabas durmiendo en promedio seis horas, muy por debajo de lo
recomendado. Te costó aumentar tus horas de sueño, pero lograste cambiar tu
horario para poder dormir alrededor de siete horas en promedio. Sentís que
estos cambios fueron como un trasplante de cerebro. ¿Para tanto? Sí. Como
mencioné en un capítulo anterior, cuando descuidamos nuestro cuerpo, tarde
o temprano nos pasará factura a nivel psíquico: debemos recordar que mente
y cuerpo no son dos entes separados. Mantener un sano equilibrio en nuestro
cuerpo favorece la regulación emocional, y por el contrario, someternos a
descuidos en la alimentación, en el sueño, en la regulación del estrés, entre
otros factores, nos deja emocionalmente vulnerables.

Un sombrero pisoteado | Cómo relacionarse


con gente que se enoja fácilmente
Antes de que Francia invadiera el Imperio Ruso, Napoleón Bonaparte tuvo
una difícil conversación con el Zar Alejandro I. Fueron a hablar solos,
caminando por un bosque. Parece que cuando Napoleón se dio cuenta de que
no iba a obtener lo que quería (típico disparador del enojo), comenzó a gritar
y gesticular, y llegó a tirar su famoso sombrero tricorne al suelo y a darle
patadas. Ante esta situación, el Zar se mantuvo inmutable y solo se limitó a
decir: “este tipo de cosas no funcionan aquí, si usted quiere seguir
conversando conmigo, tome su sombrero y hablemos educadamente”. Por
muy emperador que fuera, Napoleón no tuvo otra opción: se calmó y
siguieron adelante con la charla. Luego a Napoleón le fue muy mal
invadiendo Rusia, pero eso ya se debió a un error estratégico. Si el error tuvo
que ver con el manejo de la ira, ya no lo sé. Pero por lo menos pudo terminar
la conversación.

Relacionarse con personas que tienen la mecha corta, que suelen expresar su
enojo rápidamente y de forma muy intensa, puede ser complicado. Esta
expresión desregulada del enojo puede tener que ver con la historia personal
de aprendizaje de estas personas, que han vivido situaciones que les han
reforzado estas manifestaciones. Por eso es útil prestar atención a nuestra
respuesta ante estas emociones. Frecuentemente, por miedo a cómo
reaccionará esa persona, le concedemos cosas que naturalmente no
aceptaríamos. Es decir, el enojo suele recibir mucho refuerzo negativo (se
alivia la emoción nuestra y del enojado) y positivo (el enojado suele obtener
lo que desea). Por ejemplo, si cada vez que un niño está enojado, le doy lo
que quiere, le estoy reforzando su enojo: le transmito el mensaje “vos obtenés
lo que querés cuando te enojás”. De esta forma le va a resultar cada vez más
difícil regular esta emoción.

Por más que sea desafiante, es útil mantener la calma ante una persona que se
enoja, haciendo acción opuesta al enojo si es necesario (hablando lentamente
y en voz baja, buscando desescalar la situación) y, a su vez, mantener una
postura de validación del enojo del otro: transmitirle con nuestras
expresiones o palabras que entendemos que está enojado y que es válido que
se enoje, aunque (tal vez) no estemos de acuerdo con su forma de
manifestarlo o no veamos que esté justificado. Por ejemplo, si un niño de
cuatro años grita y pega porque le quitamos el celular, podemos decirle que
entendemos que le moleste que se lo quitemos, que es entendible que se
enoje, pero que aun así no tiene que pegar. Y, obviamente, no tenemos que
devolverle el celular, ya que esto reforzaría que la próxima vez actúe de
forma similar.
Esto también es aplicable en la adultez. Si quien se enoja nota que me
mantengo firme, mirando a los ojos, sin ceder necesariamente a sus
demandas, pero validando lo que le pasa y siendo respetuoso al mismo
tiempo, manteniendo un tono de voz lento, pausado y grave, es probable que
la persona se vaya “desenojando”, sin necesidad de que la situación empeore.
Siempre, claro, priorizá tu integridad física.

Capitulo 2.5

Verguenza

¡Felicitaciones, sos docente en una universidad! No ganás nada bien, pero


qué orgullo. Hoy estás dando un seminario a más de cien alumnos y alumnas.
Te digo más: es tu primer día y, por supuesto, sos una bola de nervios. Sin
embargo, todo marcha según lo planeado. Las miradas te siguen atentas, te
escuchan, les interesa. A medida que avanza la clase, te vas relajando. Hasta
que, en un descuido, eructás. Un eructo sonoro, tan involuntario como
contundente. De repente se hace un profundo silencio en el aula. Sentís cómo
las mejillas se te ponen rojas a la vista de todos. Se escuchan algunas risas de
fondo, pero en general todo el mundo se compadece del mal momento que
estás pasando. Terminás la clase como podés, la cortás más temprano y te
vas. Más tarde, en la sala de profesores, tu principal impulso es el de
renunciar a este nuevo trabajo. Tu mente te dice que la situación es
irremontable. Por suerte para vos, un docente con años de experiencia te dice
que todos pasamos por cosas similares y, tarde o temprano, la gente se olvida.
Amablemente, te aconseja seguir dando las clases y no renunciar, a pesar de
la vergüenza que puedas estar teniendo.

Tragame, tierra | La vergüenza como


regulación moral
La vergüenza es una emoción que se dispara cuando involuntariamente
hacemos algo en contra de nuestros valores o de reglas sociales
preestablecidas: caernos en la calle, no poder apagar la llamada que nos entró
en el cine porque nos olvidamos de silenciar el teléfono, decir algo
inapropiado para el contexto, hablar ante una audiencia, cantar o bailar y que
nos miren. Casi siempre, tiene que ver con estar haciendo el ridículo en
público. Muchas veces, la vergüenza tiene un tinte fugaz y hasta divertido, y
tenemos certeza de que la emoción desaparecerá prontamente. Otras veces, la
vivimos con mucha angustia.

La vergüenza suele confundirse frecuentemente con la culpa, que también se


dispara cuando hacemos algo que va contra nuestros valores o reglas
sociales, pero con un mayor grado de consciencia o voluntariedad. Esta
distinción puede ser sutil porque ambas son emociones ligadas a un
comportamiento que automáticamente juzgamos como malo o inapropiado,
pero el impulso de acción de cada emoción es distinto. La vergüenza suele
llevarnos a taparnos la cara, a querer huir y que nos trague la tierra. La culpa,
por otro lado, nos motiva a reparar por esa acción y a pedir perdón. Ambas
son emociones que tienen un importante papel en la regulación de la moral,
particularmente, en las relaciones y la responsabilidad hacia las otras
personas. De hecho, cuando la vergüenza se experimenta junto con el
reconocimiento de que el comportamiento transgredió valores éticos que
forman parte de la propia identidad moral, se experimentan sentimientos de
culpa, los cuales favorecen que se procure no repetir tal comportamiento y se
realicen acciones para reparar el daño provocado.

En síntesis, la vergüenza es una emoción que nos lleva a ocultar algún


defecto o acción que creemos que, si se diera a conocer, podría provocar
rechazo social. Nos cuida de los juicios y miradas de las demás personas. Se
dispara cuando “se nos escapan” pensamientos o comportamientos que van
en contra de nuestros valores o normas sociales, y por lo tanto es una
emoción particularmente compleja, ya que se asocia a las normas,
costumbres y valores de una sociedad y nuestra conexión con ellos.

Eructitos vs. eruditos | Vergüenza adaptativa


Se suele pensar que esta emoción es negativa, que una persona que demuestra
su vergüenza será vista como débil o tonta. Sin embargo, como toda
emoción, la vergüenza ha evolucionado a causa de su utilidad para nuestra
supervivencia. Recordá que la fortaleza de los humanos no radica en sus
destrezas físicas (no somos ni rápidos ni fuertes en comparación con otros
animales), sino en nuestra capacidad para vincularnos, cooperar y socializar.
Somos una especie gregaria que necesita de otros seres para sobrevivir.
Entonces, la vergüenza es una emoción que nos permite permanecer dentro
de una comunidad al mostrarnos con timidez y retraimiento, lo que genera en
las demás personas una actitud de comprensión y de compasión, y en
nosotros, una serie de sensaciones físicas desagradables que nos llevan a
intentar no volver a repetir ciertas acciones.

Si bien esta emoción nos acompaña, no nacemos con vergüenza a cualquier


cosa, y en buena medida, esta emoción se aprende. Es decir, es muy relativa a
las normas y costumbres de cada comunidad (familia, amistades, escuela y
grupo social), y aparece tarde en el desarrollo de las personas. Digamos,
nacemos con el hardware, pero el software es instalado durante la vida. El
reconocimiento de la vergüenza presupone la aceptación de que determinada
conducta es errónea e indeseable socialmente. Dicha estrategia resulta
socialmente efectiva, ya que contribuye al mantenimiento de relaciones
interpersonales sanas por asociarse con un deseo de reparación del error y
con la disminución de la probabilidad de que el individuo vuelva a
involucrarse en situaciones similares.

Obviamente, si las conductas o características personales no son inmorales o


malas, entonces la vergüenza no está justificada o puede no ser efectiva. La
ventaja evolutiva de esta emoción es que, si los comportamientos
sancionados por la comunidad provocan vergüenza, entonces la vergüenza
basada en expresiones y acciones puede mantener a la comunidad unida.
Aunque permanecer en una comunidad que provoca vergüenza no sea un
beneficio en muchos casos, tampoco es completamente inútil. Puede haber
marcado la diferencia entre la vida y la muerte en tiempos remotos, e incluso
actualmente en algunas culturas o grupos.

Volvamos a ese horrible percance que sufriste mientras dabas clases. Si no


hubieses sentido una notoria vergüenza después de eructar, si hubieses
seguido dando clases como si nada, ¿qué habrían interpretado tus
estudiantes? Que no tenés vergüenza. Que sos una persona desubicada, una
maleducada. Es más, podrías llegar incluso a perder tu nuevo trabajo. Por
suerte, no fue esto lo que pasó: por tu respuesta emocional, alumnas y
alumnos se dieron cuenta de que se te escapó. Es decir, empatizaron con tu
vergüenza, sintiendo vergüenza ajena, y hasta un docente empático se te
acercó luego para consolarte. Claramente, haber sentido vergüenza en ese
contexto fue muy efectivo.

Algunas personas podrían decir que la prohibición del eructo es una norma
social arbitraria, que eructar no es ni bueno ni malo, e incluso en algunas
culturas está bien visto, por lo tanto eructemos todo lo que queramos. Es
cierto que puede ser una norma arbitraria de educación, pero así funciona la
cultura en la que estamos inmersos en este momento, y darle batalla tiene su
costo. En otras palabras, nuestra sociedad aún no está preparada para
semejante nivel de libertad. Por supuesto que esto puede cambiar, y de hecho
en algunos contextos específicos el eructo es algo muy valorado, como en los
grupos adolescentes donde se hacen competencias de eructos. En grupos de
niños también. Y conozco varios adultos que… Bueno, pero en muchos
contextos no suele ser un comportamiento aceptable.

Tragame tierra II | Manifestaciones de la


vergüenza
Si la función de la vergüenza es cuidarnos del peligro de que nos rechacen,
que nuestra comunidad nos juzgue, ¿sería efectivo siempre mostrarnos
extrovertidos y charlatanes? ¿Exhibirnos con mucha seguridad frente a
comportamientos inadecuados socialmente? Al contrario, lo más efectivo
sería retraernos, guardando silencio, tratando de no llamar la atención,
ocultando parcialmente el rostro y el cuerpo. Cuando nos hacen una pregunta
en clase y tememos por el juicio de los demás si nos equivocamos,
seguramente rehuiremos nuestra mirada de la del profesor o profesora y
ocultaremos nuestra cara con el pelo, las manos o con alguna prenda de vestir
como una bufanda. Frente a una situación de vergüenza, nuestro sistema
nervioso autónomo aumenta la liberación de adrenalina, la frecuencia
cardíaca, el cortisol en sangre y la vasodilatación de la piel, lo que lleva a las
manifestaciones de rubor. Retraeremos el cuerpo adoptando una postura
caída y rígida. Hablaremos de forma entrecortada, con un volumen bajo,
experimentaremos confusión mental que nos impedirá expresarnos con
claridad. Tal vez, tartamudeemos o nos quedaremos en blanco. Querremos
desaparecer.

Esta emoción suele generar en la mente tres fenómenos: (1)


individualización: “soy la única persona en el mundo a la que le sucede esto,
siempre me pasan estas cosas a mí”; (2) patologización: “algo está mal en mí,
debe ser que soy un bicho raro, no soy como el resto”; y (3) reforzamiento:
“debería sentir vergüenza”. De hecho, las típicas interpretaciones de nuestra
mente al experimentar vergüenza es que nos van a volver a rechazar,
pensamos que somos menos o que no estamos a la altura de las demás
personas. Llegamos a creer que, por lo que hicimos, nadie nos podrá amar;
que somos personas malas, inmorales o incorrectas, incluso defectuosas;
sobredimensionamos o infravaloramos nuestro cuerpo (o una parte del
cuerpo) pensando que es muy grande, muy pequeño, muy feo, muy blando,
muy deforme, muy torcido. Creemos que no hemos vivido según las
expectativas que se tienen sobre nosotros y nosotras, o que incluso nuestra
conducta, pensamientos o sentimientos son tontos o estúpidos.

Esos vetustos estándares inalcanzables |


Vergüenza desadaptativa
Mientras se mantenga regulada, la vergüenza puede ser un motivador para el
cambio. Pero cuando la vergüenza se desregula, es demasiado elevada o
extrema, cuando la crítica, ya sea externa o interna, es excesiva, por
presentarse de forma constante y/o agresiva, esta emoción puede motivar
comportamientos muy inefectivos, como pasar demasiado tiempo aislados,
abandonar trabajos o grupos sociales, y perder amistades.

Además, desregulada o no, en muchas ocasiones la vergüenza es inefectiva.


Un ejemplo frecuente y muy contemporáneo se asocia a la belleza y a la
forma del cuerpo. Hoy en día, mucha gente con una imagen corporal que no
va de acuerdo a los estándares de moda puede sentir vergüenza solo con salir
a la calle, publicar una foto en una red social o usar ropa que muestre más su
cuerpo. Nuestras normas sociales son particularmente agresivas con los
estándares sobre los cuerpos, particularmente con los cuerpos femeninos.
Estos estándares son en muchos sentidos arbitrarios, establecidos
culturalmente, y pueden ser una fuente importante de sufrimiento humano, y
en muchos casos, causar trastornos graves.

Cuando la vergüenza, aunque injustificada en el presente, es


sustentada por estrés postraumático (como en los casos de abuso
sexual, bullying, mobbing, entre otros), es importante buscar ayuda
profesional para que el trauma del pasado deje de afectar la vida
presente. En una revisión reciente liderada por Laura Watkins, se
destacó que la mejor evidencia de efectividad en el abordaje del
estrés postraumático la muestran la terapia cognitiva-conductual, la
terapia cognitiva y la terapia de exposición prolongada. Cada uno
de estos tratamientos tiene una amplia base de pruebas teóricas y
empíricas, y están centrados en abordar directamente los recuerdos
del acontecimiento traumático o los pensamientos y sentimientos
relacionados con este.

Los trastornos alimentarios suelen asociarse a intensa vergüenza, más allá de


que se cumplan o no objetivamente los estándares de belleza socialmente
impuestos. Una persona con anorexia puede ser cada vez más flaca y, aun así,
puede seguir sintiendo vergüenza de su cuerpo, evitando mostrarlo. No es
raro ver a estas personas con ropa holgada, evitando ir a la playa o a
cualquier contexto en el que tenga que mostrar un poco más su cuerpo. Estos
casos son particularmente complejos, porque su conducta es motivada, al
menos hasta cierta medida, por las normas sociales, pero estas claramente son
inadecuadas para el cuerpo humano sano.

Ante estas situaciones debemos preguntarnos no solo si la vergüenza se


ajusta a los hechos o normas sociales, sino también si es efectiva, si es
compatible con una vida valiosa al mediano o largo plazo, si nos acerca o nos
aleja de nuestros grupos sociales de pertenencia, de nuestros amigos, y
principalmente, de la persona que libre y auténticamente queremos ser.

Pitulín y cachucha | Bajar la vergüenza en


temas tabú
Frecuentemente, solemos sentir vergüenza al hablar de temas que son de lo
más comunes, como el sexo. Esto por supuesto tiene un sentido. La
sexualidad es algo muy personal, y la vergüenza nos defiende de los juicios
agresivos y arbitrarios de los demás. La vergüenza tiene, además, la función
de cuidar nuestra intimidad. Pero demasiada vergüenza puede llevar a que un
niño o una niña y sus padres no se animen a hablar del tema, bloqueando
aprendizajes extremadamente importantes sobre la salud sexual y
reproductiva. Me animo a decir que uno de los aprendizajes más importantes
es el de pedir ayuda y consejo en estas áreas.

El problema a veces radica en que culturalmente se nos entrena, desde la


infancia, a hablar con demasiado cuidado de estos temas. Por ejemplo,
solemos nombrar los genitales de formas variadas para evitar llamarlos por su
verdadero nombre. No hay verdadera diferencia entre decir “pitulín” y decir
“pene”, entre decir “cachucha” y decir “vulva”, pero nos sentimos más
cómodos con la primera opción. Esto suele derivar en la creencia de que de
ciertas cosas no se habla, lo que lleva a la génesis de la vergüenza.

La educación sexual es un tema complejo y cada grupo familiar tiene sus


creencias y valores al respecto, pero en el espacio familiar se debería poder
hablar claramente del tema. En algunos contextos hay reglas arbitrarias o
rígidas que pueden ser un freno importante para la enseñanza y aprendizaje
de la educación sexual. En otros casos, el problema radica en que
simplemente nos da vergüenza, y tanto a padres como a hijos les genera
mucha dificultad romper el hielo.

Una posible solución es buscar hablar sobre estos temas de forma clara y
objetiva. Nombrar como “pene” al pene y “vulva” a la vulva es una
recomendación general efectiva. Estas intervenciones son importantes porque
ayudan a prevenir o encontrar a tiempo posibles situaciones de abuso sexual.
Si al niño o niña le genera mucha vergüenza hablar de estos temas, tendrá
dificultades para contar a los adultos responsables si alguien abusó o intentó
abusar de él o ella.
Colorados y titubeantes | Manejo efectivo de
la vergüenza
Para regular esta emoción y realizar un manejo efectivo, es necesario primero
verificar los hechos y/o interpretaciones que están disparando la emoción. Si
realmente se nos escapó algo indebido, contrario a nuestros valores o normas
sociales, es efectivo aceptar la emoción, dejando que nuestros cambios
fisiológicos sean visibles. Al vernos colorados y titubeantes, naturalmente la
gente a nuestro alrededor interpretará que lo que hicimos no fue algo
voluntario, que compartimos las mismas normas sociales y de educación. En
cambio, si la vergüenza no está justificada, es decir, si no estamos haciendo
nada en contra de normas sociales razonables, debemos practicar la
exposición, empezando por realizar aquello que nos avergüenza de forma
imaginada; luego, frente a personas que podrían criticarnos
constructivamente y, por último, en la situación real.

Marsha Linehan da algunas recomendaciones para exponernos a la vergüenza


cuando no está justificada o no es efectiva. Se trata, de nuevo, de practicar la
acción opuesta, es decir, hacer lo opuesto a lo que la vergüenza nos impulsa a
hacer. Por ejemplo:

1. Hacé públicas tus características personales o comportamientos con la


gente que no te va a rechazar.
2. Repetí el comportamiento que dispara la vergüenza una y otra vez (por
ejemplo, cantar en voz alta).
3. Tomá información de la situación, prestando atención.
4. Cambiá tu postura corporal. Mantené una postura erguida. Levantá la
cabeza, mantené contacto visual, y un tono de voz estable, claro y con
un volumen acorde a la situación.

Capitulo 2.6

Culpa

Te considerás una persona autoexigente. Te gusta mucho hacer deporte, y,


hasta hace un tiempo, entrenabas dos horas todos los días. Así que te resultó
bastante lógico participar en una carrera de montaña de 100 km, incluso
cuando la más larga que habías hecho hasta ese entonces era una de 64 km.
Te preparaste. Incluso hiciste el esfuerzo y te compraste un mejor calzado. Y
fuiste. Era un día de sol perfecto, ni muy frío ni muy caluroso. Empezaste a
buen ritmo y te sentías bien. Pero cuando estabas más o menos a mitad del
trayecto, te tropezaste con una piedra, te caíste y te hiciste una lesión bastante
grave en la rodilla. Tuvieron que ayudarte a bajar de los cerros y,
naturalmente, no pudiste terminar la carrera. Ahora estás haciendo
rehabilitación y hace dos meses que no podés correr, solo caminar con
muletas. Te dijeron que te vas a recuperar y que vas poder retomar tus
actividades deportivas normalmente, pero no te convencieron. Ahora, te
reprochás no haber entrenado lo suficiente, no haber prestado más atención a
dónde pisabas. Te preguntás, incluso, si no fue una decisión errada inscribirte
a una carrera tan larga.

Culpables | Valores vs. códigos morales


Hacer o pensar algo que creés que está mal, no hacer algo que dijiste que
harías, cometer una transgresión contra alguien o contra algo que valorás,
causar un daño o lastimar a otra persona o a vos mismo, no haber hecho algo
cuando podrías haberlo hecho. La culpa es una emoción displacentera que
surge cuando se actúa rompiendo los propios valores o códigos morales y
reconocemos, al menos, cierto grado de responsabilidad. Esto último la
diferencia de la vergüenza, que se dispara cuando se nos escapa
involuntariamente algo en contra de los valores o normas sociales. Al igual
que con la vergüenza, cuando se dispara la culpa, la cara se nos puede poner
colorada y caliente, y podemos sentir nerviosismo e incomodidad, lo que nos
lleva a inclinar la cabeza hacia abajo. Pero a diferencia de la vergüenza, que
nos lleva a escondernos, el impulso de acción de la culpa nos mueve
principalmente a reparar lo dañado, a pedir perdón, a tratar de compensar la
transgresión.

Nuestra especie desarrolló formas de lidiar con los conflictos y eventos en los
que inadvertidamente o a propósito dañamos a otros. Si una persona se siente
culpable cuando daña a otra o al no ser recíproca ante la amabilidad de sus
pares, es más probable que no dañe a los demás o evite volverse demasiado
egoísta. Además, si alguien causa un daño a otro y luego se siente culpable y
demuestra arrepentimiento y pena, es probable que la persona perjudicada
perdone. Así, la culpa hace posible el perdón y ayuda a mantener el tejido
social al aumentar la cohesión de la tribu y, por lo tanto, su supervivencia.

La intensidad de la culpa puede variar entre distintos individuos.


Algunas personas pueden experimentar relativamente poca (o
ninguna) culpa, incluso ante situaciones donde la mayoría la
sentiría. Clásicamente, se sostenía que las personas que no sentían
culpa o remordimiento eran psicópatas o antisociales. Hoy en día,
dado que entendemos mejor cómo funcionan las reglas verbales,
los principios del aprendizaje y las emociones, sabemos que no es
obligatorio que todos sintamos culpa, al menos no por las mismas
razones. Por supuesto, podemos entender estos fenómenos,
comprender a estas personas, pero ciertos comportamientos
seguirán siendo particularmente perjudiciales para la sociedad y es
importante que se sostengan las consecuencias asociadas a estos.

A pesar de ser considerada una emoción negativa, a veces la culpa puede ser
buena ya que genera el impulso para restaurar el daño causado. De hecho, las
investigaciones sugieren que la propensión a la culpa es más frecuente en
personas empáticas y confiables, que también tienen una mayor
predisposición a cooperar y a comportarse de forma altruista. Sin embargo,
cuando la culpa se presenta en exceso, puede agobiar innecesariamente a
quienes la experimentan.

Los valores o los códigos morales se expresan a través de reglas


verbales que guían nuestro comportamiento; estamos bajo sus
efecto nos guste o no, nos demos cuenta o no. A veces, podemos
seguir estas reglas de manera involuntaria; otras, podemos elegirlas
libremente. Algunos autores, entre ellos Marsha Linehan,
distinguen el concepto de códigos morales del de valores. Código
moral sería un conjunto de creencias sobre qué conductas están
bien o mal. En general, estas conductas son referidas en negativo,
como algo que no hay que hacer: “no robar”. Valores sería en
cambio aquello que es realmente importante para mí en mi vida.
Hablan más de la persona que quiero ser en términos generales,
para luego establecer comportamientos (acciones comprometidas)
que me acercan a ser esa persona.

Puede ser interesante además saber que, para ciertas personas, el bien o mal
moral es algo absolutamente opinable o relativo, pero otras personas suponen
que hay valores y códigos morales absolutos. En general, aquellos que tienen
una visión positivista del derecho sostienen que los códigos morales son
establecidos por quien tiene autoridad para determinarlos. Quienes, por otro
lado, se alinean bajo el derecho natural sostienen que hay principios
universales que toda sociedad debe respetar para garantizar un orden justo. El
típico ejemplo que pone en evidencia la complejidad del problema es el
juicio de Núremberg. Las personas juzgadas por los crímenes de guerra del
nazismo sostenían que solo seguían órdenes dentro de un régimen
preestablecido, socialmente legitimado. Como se imaginarán, esto no les
sirvió de mucha defensa: fueron juzgados como culpables, siguiendo los
principios del derecho natural, por el cual se sostiene que un ser humano no
puede atentar contra la vida de otro.

Un giro en la trama | Culpa justificada


El primer paso para gestionar la culpa de manera efectiva es tener claros tus
códigos morales. Esto es importante porque a veces puede ocurrir que no
tengamos claridad sobre qué consideramos que está bien o mal, y que
estemos arrastrando reglas morales impuestas o viejas que ya no nos
representan.

Si esto no está claro para vos, podés hacerte preguntas sobre qué te parece
admisible o no a nivel familiar, laboral, de pareja, económico, social,
etcétera. Es importante meditar para saber si estás de acuerdo con principios
como “el fin justifica los medios”, o si estás parcialmente de acuerdo, hasta
qué punto. Por regla general, nuestras posturas morales se ubican en un
gradiente. Un ejemplo conocido es el del Dr. Carlos Salvador Bilardo,
director técnico de la selección Argentina de fútbol entre 1983 y 1990. Para
él, lo importante era ganar, no importaba cómo. Si tenía que pinchar con
alfileres, cegar con cremas mentoladas o poner sedantes en el agua, lo hacía.
Por lo menos en el fútbol, el fin justificaba los medios. Otras personas están
totalmente en desacuerdo con esta postura. La mayoría, probablemente,
encontremos algunos matices. Cosas permisibles y cosas que no. El fin
justifica ciertos medios.

Si eso está claro, podés meditar sobre tus comportamientos, a la luz de tus
valores o de tus códigos. Una buena pregunta para hacerse podría ser: este
comportamiento, ¿me acerca o me aleja de la persona que quiero ser? Las
personas y las culturas tienen distintas visiones sobre qué conductas son
inmorales o no. Esta moralidad puede aprenderse por observación, por estar
en contacto con consecuencias o por la enseñanza indirecta, a través de
charlas con maestros o familiares.

Además, no es lo mismo robar un banco o un caramelo; no es lo mismo faltar


a un compromiso en la realidad, en mi mente o en un sueño. Debe haber
entonces una gradualidad en la gravedad de la acción, y debo considerar qué
nivel de advertencia y de consentimiento tengo a la hora de realizar esa
acción. Resumiendo, a la hora de chequear los hechos para meditar sobre mi
culpa debería saber qué hice, qué nivel de gravedad tiene esa conducta, cuán
advertido estoy sobre su conveniencia y qué nivel de consciencia tenía
cuando la realicé.

Una vez hecho el paso anterior, será más fácil fijarnos si la aparición de la
emoción está justificada por los hechos, es decir, si realmente hemos atentado
contra nuestros códigos morales. Si este es el caso, experimentar culpa puede
resultarnos efectivo para motivarnos a reparar el daño. Es decir, cuando la
culpa está justificada y es efectivo seguir su impulso, seguilo, reparando o
mejorando algo, según el caso. A veces esto implicará cambiar un
comportamiento, otras, pedir perdón, reparar la relación teniendo un detalle
con la otra persona, dejar de tener un comportamiento o tomarnos un
momento para reflexionar y buscar la forma más adecuada de enfrentar una
situación.

Si para vos es importante ser una profesional actualizada a la última


evidencia científica, pero por el ajetreo del trabajo hace varios años que no
leés ni un libro, sentirte culpable y darle espacio a esa emoción puede ser el
puntapié para que tomes la decisión de empezar a leer uno. Si para vos es
importante ser un buen amigo, pero debido a tus diversas ocupaciones hace
mucho que no tenes una charla tranquila con tus mejores amigos o amigas, la
pesadumbre interna generada por faltar a tus códigos morales te brinda la
información emocional y el impulso necesario para cambiar tu
comportamiento. La culpa también puede ayudarnos a prevenir futuras
conductas que vayan en contra de nuestros valores. Por ejemplo, si alguna
vez le fuiste infiel a una pareja con la que estaban comprometidos a la
monogamia, y para nosotros la fidelidad es un valor, y eso nos hizo sentir
culpables, esa culpa puede motivarnos a no volver a hacerlo en un futuro.

En el capítulo sobre motivación trabajabas en un banco y no encontrabas


momento para estudiar. Volvamos a esa realidad, pero con un giro. No
trabajás en un banco ni tenés que cuidar de una familia que te necesita. Vivís
bien, te sobra tiempo para estudiar. Así que a principio de año te propusiste
meter siete finales. Estamos en agosto y no parece que te hayas acercado ni
un poco a cumplir ese objetivo. De hecho, reconocés que estuviste bastante
tiempo con el celu, faltaste a varias clases y ni siquiera te presentaste a las
mesas de junio y julio. Te sentís muy culpable por tu desempeño académico,
incluso aunque (giro inesperado en la trama) ese año fue el 2020. O sea que
durante unos meses no tuviste clases debido a la pandemia y, cuando
volvieron, fueron virtuales y no obligatorias.

Entonces podés reconocer que no estudiaste de acuerdo a tu valor de “ser


responsable”, por lo que la culpa que sentís está justificada, y está bien que te
sientas así, por más incómodo que sea. Faltaste a tus códigos morales y esta
emoción te muestra que ser responsable es importante. Pero también te será
útil considerar compasivamente que el año de la cuarentena fue una novedad
y que no tenías las herramientas para saber cómo organizarte en una situación
tan particular. Podés aprovechar la emoción para planificar tus futuros
exámenes, pero también darte el espacio para perdonarte. Finalmente, es
importante recordar que rumiar sobre una situación no repara realmente los
hechos, por lo que es más efectivo, si corresponde, tomar una acción
comprometida en lugar de repasar mentalmente una y otra vez lo que
sucedió.
Inocentes | Culpa inefectiva
En otros casos, la culpa aparece a pesar de que no estamos haciendo algo que
vaya en contra de nuestros valores o códigos morales. Así, podemos sentir
culpa cuando faltamos al cumple de un ser querido, cuando alguien se siente
herido porque amablemente nos negamos a una invitación o cuando somos
parte de un choque en cadena.

Aquí, de nuevo, es necesario detenernos a observar qué hicimos realmente en


una situación en particular. En el caso de tu terrible lesión de rodilla, si te
detuvieras a chequear los hechos podrías llegar fácilmente a la conclusión de
que en una carrera de montaña las probabilidades de tropezar son altas
porque el piso es irregular. Además, hiciste lo que pudiste: entrenaste dos
horas por día durante varios meses, que es una cantidad de tiempo razonable,
por lo que seguir pensando que tu caída es completamente tu responsabilidad
no va a llevarte a ninguna parte.

En estos casos en que la emoción no se ajusta a los hechos y es inefectiva,


hay que practicar acciones opuestas a la culpa. Una acción opuesta es
continuar con el comportamiento que nos genera culpa pero que no va en
contra de nuestro código moral y dejar de disculparse por ello. Por ejemplo, a
mucha gente le suele dar culpa hacer deporte a las 9 o 10 porque tienen la
regla de que “hay que trabajar toda la mañana”. Esta regla puede ser efectiva
en algún contexto, pero no es una cuestión obligatoria, absoluta. Hacer
deporte a la mañana, si tenés un horario flexible, puede ayudarte a estar más
activo en el día, puede ser más fácil que hacerlo por la tarde y no dificulta el
sueño (como puede pasar si lo hacemos a la noche). Si mantenemos
comportamientos que nos generan culpa injustificada, a la larga, esta
emoción disminuye porque nos acostumbramos mediante la exposición a
ella.

En algunos casos, la culpa inefectiva o injustificada puede ser parte


importante de un trastorno de salud mental. Esto ocurre
típicamente en los trastornos alimentarios, el trastorno de estrés
postraumático, el trastorno obsesivo compulsivo (TOC) y la
depresión. El manejo de esta emoción puede ser más complejo en
estas situaciones, por lo que puede ser necesario consultar a un
profesional.

Por otro lado, existe una forma de culpa que aparece en personas
que salieron vivas de un accidente o de un conflicto donde otras
murieron, aún a pesar de no ser responsables de la muerte de los
demás. Esta se llama la culpa del sobreviviente.

La rama más invasiva de la medicina | Una


breve reflexión final
Alguna vez escuché decir que quienes nos dedicamos a la salud mental
practicamos la rama de la medicina más “invasiva” porque nos metemos con
lo más profundo que hay en el ser humano: sus valores, sus deseos, sus
códigos morales. La idea de este capítulo es darte herramientas para tener una
mayor comprensión de algo muy humano y complejo, pero sin perder de
vista que este es un camino que cada uno debe recorrer y elegir por su cuenta.
Quienes nos dedicamos a la salud mental debemos ser muy respetuosos y
limitarnos a mostrar cómo funcionan las cosas, pero en última instancia cada
persona debe elegir y ser responsable de sus decisiones. Esto puede parecer
bastante obvio, pero los psicólogos y psiquiatras también tenemos nuestra
propia visión del mundo, nuestros propios valores y códigos morales, y
debemos ser conscientes de ellos y no querer imponerlos, más aún
considerando que quienes nos consultan están en una situación de
vulnerabilidad.

Capitulo 2.7

Amor

Nos pasamos la vida anhelando el amor, buscándolo y hablando de él. Se le


ha llamado “la mayor virtud”, pero su significado es más fácil de sentir que
de expresar. El amor es tan fascinante y diverso como inexplicable y
complejo.
Por supuesto, no voy a pretender en algunas pocas páginas explicar
exhaustivamente uno de los grandes motores de la humanidad, pero sí voy a
compartir algunos conceptos que me parecen interesantes para reflexionar
sobre el tema, abordándolo con diferentes herramientas conceptuales y
prácticas que nos brindan las terapias de la tercera ola.

Grabado en roca | Origen evolutivo del amor


En comparación con los otros mamíferos, los humanos tenemos una peculiar
y poco frecuente capacidad para crear vínculos entre las personas (y con
otros animales), no solo entre parejas y con las crías, sino también con
individuos con los cuales no compartimos sangre. Realmente estamos
“cableados” para vincularnos. Esto sugiere que la capacidad para amar y
cuidar fue seleccionada durante la historia evolutiva, y probablemente haya
ayudado a sobrevivir a nuestros antepasados protomamíferos.

Pero más allá de la particularidad de los humanos, existe una forma de amor
que compartimos con todos los demás mamíferos: el vínculo entre una madre
y su cría. La universalidad de este vínculo sugiere que esta es la forma
original y ancestral de vinculación, el primer tipo de amor del que
evolucionaron todos los demás.

A principios de los 2000, el paleontólogo Timothy Rowe estaba merodeando


por unas rocas de 185 millones de años de antigüedad en búsqueda de algún
fósil de la especie Kayentatherium (que quiere decir “bestia de Kayenta”, el
nombre de la formación geológica donde se encontró el primer espécimen).
Se trataba de un animal peculiar, algo así como una rata del tamaño de un
perro labrador, que resultaba interesante de estudiar por considerarse un
antepasado lejano de los mamíferos.

Rowe encontró un esqueleto fosilizado y maltratado por el paso del tiempo, y


decidió llevárselo junto a algunas piedras más que estaban a su alrededor.
Pero no fue hasta el año 2016 que una estudiante de su equipo se percató de
que había un tesoro escondido en el interior de lo que parecían simples
piedras: primero, dio con los restos de una pequeña mandíbula de lo que se
asemejaba a un mini Kayentatherium, pero luego, identificó docenas. En
total, se encontraron los restos de 38 crías, una cantidad muy grande para los
mamíferos, pero bastante más cercana al número de descendientes que suelen
tener los reptiles. El hallazgo apuntalaba la idea de que la Kayentatherium era
una de las especies consideradas eslabones entre los reptiles y los mamíferos.

Si bien es imposible hacer una interpretación completamente certera de la


situación en la que murieron estos animales, el equipo de paleontología que
hizo el descubrimiento considera que se trataba de una madre con sus crías.
En los animales primitivos como los reptiles, las madres ponen los huevos y
los abandonan; luego, cuando las crías nacen, instintivamente huyen para
salvar sus vidas. Este comportamiento se debe a que, si se encuentran con su
madre nuevamente, corren el riesgo de convertirse en su almuerzo.
Establecer un vínculo requiere que la madre desarrolle instintos para ver a
esos pequeños e indefensos bodoques como algo a proteger, no como una
presa fácil. Mientras tanto, las crías deben haber evolucionado para ver a la
madre como una fuente de seguridad y calor, no de miedo.

Quizás fue en algún momento cercano a la muerte de esa madre con sus 38
crías cuando nuestros antepasados dejaron de vivir como los reptiles, que
experimentan solo emociones y sensaciones primitivas como el miedo, el
hambre y la lujuria. En algún punto, nuestros antepasados empezaron a
cuidarse entre sí. A lo largo de millones de años, comenzaron a vincularse
cada vez más, a protegerse y a buscar protección, a intercambiar calor
corporal, a acicalarse entre ellos, a jugar, a enseñar y a aprender unos de
otros. Una vez que los mamíferos desarrollaron esta capacidad de formar
vínculos, esta adaptación se pudo utilizar en otros contextos, y así
aparecieron los lazos de familia y amistad en los mamíferos más complejos:
manadas de elefantes, tropas de monos, vainas de orcas, jaurías de perros y
tribus humanas. En algunas especies, los machos y las hembras comenzaron a
formar vínculos de pareja.

En la mayoría de los mamíferos, los machos son padres ausentes, que aportan
a su descendencia genes y nada más. En nuestros parientes más cercanos, los
chimpancés y los bonobos, los cuidados paternos son mínimos. Pero en
algunas especies, como los castores, los lobos, algunos murciélagos, algunos
topillos y el Homo sapiens, las parejas forman vínculos a largo plazo para
criar a sus hijos de forma cooperativa (por supuesto, hay excepciones). En su
libro Anatomía del amor, la antropóloga Helen Fisher dice que el vínculo de
pareja apareció en algún momento después de que nuestros antepasados se
separaran de los chimpancés y los bonobos hace unos 6-7 millones de años.

Entender nuestra naturaleza es una parte importante de una buena educación.


Pero el conocimiento evolutivo y biológico es solo una pequeña fracción de
la enorme diversidad de formas de vincularnos que desarrollamos los
humanos, y aun así continúa sin responder a uno de los grandes misterios de
la vida: ¿qué es el amor?

Una cascada hormonal | Estrógeno,


progesterona y oxitocina
No quedan dudas de que tener una cría puede ser una de las experiencias más
transformadoras en la vida de una persona (y de cualquier otro mamífero). De
hecho, este fenómeno genera cambios tan profundos que es capaz de hacer
que alguien que siempre consideró insoportable el llanto de un recién nacido
tenga una atracción irresistible por cualquier estímulo proveniente de su cría
(y de crías ajenas también). Una cascada hormonal parece ser la responsable
de dar vuelta la tortilla.

El estrógeno y la progesterona, hormonas secretadas por los ovarios, juegan


un papel importante para el desarrollo del organismo y en el deseo sexual,
por lo que no es de extrañar que también sean importantes para la
reproducción. Mediante ciclos que duran unos veintiocho días, estas
hormonas preparan el útero para alojar al embrión durante los nueve meses
que dura la gestación en los humanos. Pero cuando se cumple la fecha de
parto y el bebé está listo para salir, se activa un complejo mecanismo natural
de parto protagonizado por la oxitocina, una hormona secretada en una
región del cerebro llamada hipotálamo, que cumple una doble función:
estimula al útero para que se contraiga de manera rítmica y, junto a la
prolactina, estimula la producción de leche en las mamas.
Sorprendentemente, el amamantamiento induce una mayor secreción de
oxitocina y prolactina, lo que genera un bucle de retroalimentación positiva
que facilita el inicio de la formación y mantenimiento del apego entre la
madre y el bebé.

La liberación de la oxitocina también ocurre cuando otras personas allegadas


se acercan y ven todos esos rasgos tiernos que la evolución seleccionó para
que digamos awwwww cada vez que vemos un conjunto de ojos saltones y
nariz pequeña en una cabeza desproporcionadamente grande. Esta hormona
nos moviliza a acercarnos, cuidar, interactuar, jugar y ser pacientes con las
crías, por lo que es clave en el proceso de apego y fundamental para la
formación del vínculo. Las funciones esenciales que tiene esta hormona en la
crianza, el vínculo afectivo y el cuidado del bebé pueden ser el antecedente
evolutivo de otras funciones más generalizadas en otros contextos sociales,
como la empatía, la confianza, y los vínculos amistosos y de pareja.

Desde el final del embarazo hasta el segundo año de vida, el


cerebro humano experimenta un crecimiento acelerado, y alcanza
el 90% de su tamaño final. Este proceso consume más energía y
recursos que cualquier otra etapa de la vida, y requiere no solo de
nutrientes en suficiente cantidad y calidad, sino también de
experiencias interpersonales óptimas para su correcta maduración.
Algunos de los muchos circuitos que maduran durante esta etapa
son aquellos que controlan las funciones que aseguran la
supervivencia y responden ante el estrés, como el sistema límbico.

Bebés en delicado estado de equilibrio | Las


formas de apego
Todo este maravilloso proceso es fundamental para asegurar la subsistencia
de una persona que requiere de cuidadores para satisfacer sus necesidades, no
solo las relacionadas a la alimentación y el sueño, sino también a aquellas
íntimamente ligadas al mundo emocional. Los bebés son incapaces de
mantenerse en un estado de equilibrio porque, debido a su inmadurez
cerebral, carecen de las habilidades necesarias para regular la intensidad o la
duración de sus emociones. Sin la ayuda y la supervisión de un cuidador, los
bebés se ven abrumados por sus estados emocionales, incluidos los de miedo,
excitación y tristeza. Para mantener el equilibrio emocional, los bebés
necesitan una relación constante y comprometida con una persona que los
cuiden y ayuden a navegar el mundo interno y externo durante su proceso de
crecimiento.

Después de desarrollar una relación con nuestros cuidadores principales, el


siguiente hito vincular implica aprender a tener una relación con otras
personas fuera del núcleo familiar, y la forma en que lo haremos estará
influenciada por los vínculos que tuvimos anteriormente. Esto se debe a que
durante los primeros años de vida se construye un sistema de apego que,
básicamente, se hace la siguiente pregunta fundamental: ¿la figura de apego
está cerca, es accesible y me cuida? Si el bebé percibe que la respuesta a esta
pregunta es "sí", entonces se siente amado, seguro y confiado y, desde el
punto de vista del comportamiento, es probable que explore su entorno,
juegue con otros y sea sociable. Si, por el contrario, el bebé percibe que la
respuesta a esta pregunta es "no", experimenta ansiedad hasta que sea capaz
de restablecer un nivel deseable de proximidad con la figura de apego (o
hasta el desgaste, como puede ocurrir ante una separación o pérdida
prolongada).

La psicóloga Mary Ainsworth realizó los primeros estudios que analizaron


los distintos tipos de apego. Esta investigadora desarrolló una técnica en la
cual sometió a bebés de doce meses de edad a una situación extraña (una
habitación desconocida) en la que además ocurría una separación
momentánea de sus cuidadores. Ainsworth notó que el comportamiento de
los bebés podía clasificarse en tres grandes grupos. En el primero, que
correspondía a la mayoría (alrededor del 60%), los bebés se sentían cómodos
en la habitación, pero se alteraban cuando la figura de apego se retiraba, la
buscaban activamente, y se consolaban cuando la persona retornaba. A esto
lo llamó apego seguro. En el segundo grupo, que representaba el 20% de los
casos, los bebés se sentían incómodos desde el inicio y se angustiaban
profundamente cuando la figura de apego se iba de la habitación. Estos bebés
tenían dificultades para ser calmados y a menudo mostraban
comportamientos de castigo hacia sus cuidadores por haberse ido. A este
grupo se le llamó apego ansioso-resistente. El tercer grupo de apego (el 20%
restante) correspondía a aquellos bebés que no parecían demasiado
angustiados por la separación con su figura de apego y, tras el reencuentro,
evitaban activamente el contacto, dirigiendo a veces su atención a los
juguetes que estaban en el suelo del laboratorio. Este se denominó apego
evitativo. Este estudio (y muchos otros) llevaron a concluir que el apego no
se desarrolla simplemente porque los padres satisfagan las necesidades
nutricionales del bebé, sino que se construye a partir del intercambio
afectivo, es decir, que se centra en las necesidades emocionales.

Las investigaciones de Cindy Hazan y Phillip Shaver llevadas a cabo durante


los 80 fueron de las primeras en probar la idea de que las formas de apego
durante la crianza podían extrapolarse a las relaciones íntimas de la adultez.
Siguiendo las ideas propuestas por Ainsworth, estos investigadores pensaron
que los adultos también deberían presentar tres formas de apego. Algunas
personas adultas se sienten seguras con sus relaciones, confían en que sus
vínculos estarán ahí para ellos cuando los necesiten, y están abiertos a
depender de otros y a que otros dependan de ellos (apego seguro). Otras se
mostrarán más inseguras con sus relaciones, y les puede preocupar que los
demás no los quieran del todo y se frustran o enfadan con facilidad cuando
sus necesidades de apego no son satisfechas (apego ansioso), mientras que a
otras puede parecer que no les preocupan mucho las relaciones íntimas, y
prefieren no depender demasiado de otras personas o que los demás
dependan demasiado de ellos (apego evitativo).

Hazan y Shaver desarrollaron un sencillo cuestionario para medir estas


diferencias individuales. Básicamente, le pidieron a un grupo de personas que
indicaran cuál de los siguientes párrafos caracterizaba mejor su forma de
pensar, sentir y comportarse en las relaciones cercanas:

1. Me siento algo incómodo estando cerca de los demás. Me resulta


difícil confiar completamente en otras personas y me cuesta permitirme
depender de ellos. Me pongo nervioso cuando alguien se acerca
demasiado y, a menudo, los demás quieren que sea más íntimo de lo
que me siento cómodo.
2. Me resulta relativamente fácil acercarme a los demás y me siento
cómodo dependiendo de ellos y haciendo que ellos dependan de mí.
No me preocupa que me abandonen o que alguien se acerque
demasiado a mí.
3. Me parece que los demás son reacios a acercarse tanto como me
gustaría. A menudo me preocupa que mi vínculos íntimos no me
quieran realmente o que no quieran quedarse conmigo. Quiero
acercarme mucho y esto a veces ahuyenta a la gente.

Hazan y Shaver descubrieron que la distribución de las categorías era similar


a la observada en la infancia por Ainsworth. En otras palabras, alrededor del
60% de los adultos se clasificaron como seguros (apartado 2), alrededor del
20% se describieron como evitativos (apartado 1) y cerca del 20% se
describieron como ansioso-resistentes (apartado 3). En cierto punto, todos
seguimos siendo bebés en delicado estado de equilibrio.

Estudios posteriores identificaron una cuarta forma de apego, el


desorganizado, también llamado apego miedoso. Este tipo de
apego se desarrolla cuando las personas cuidadoras, quienes
generalmente representan una fuente de seguridad, se convierten
en una fuente de miedo. En la edad adulta, las personas con esta
forma de apego manifiestan comportamientos inestables y les
cuesta confiar en los demás. Además, estas personas son más
proclives a padecer problemas de salud mental, como el consumo
problemático de sustancias psicoactivas, depresión y trastorno
límite de la personalidad. Al igual que las otras formas de apego,
este puede cambiarse con un tratamiento adecuado.

Estas investigaciones sirvieron para comenzar a estudiar la asociación entre


los estilos de apego y el funcionamiento de las relaciones, y nos abrieron la
puerta para comprender en mayor profundidad el complejísimo fenómeno del
amor. Sin embargo, la realidad es más intrincada y hoy sabemos que nada es
completamente determinante. De lo que sí estamos seguros es que el amor
representa una fuerza motivadora central del desarrollo y es un ingrediente
crítico de la supervivencia, la seguridad y el bienestar de las personas.
Aprendemos a amar durante nuestra infancia, y las formas de apego que
experimentamos con nuestros cuidadores pueden tener efectos duraderos y
transferibles a lo largo de la vida con el resto de los miembros de la sociedad,
especialmente con los vínculos íntimos. Afortunadamente, dada la
neuroplasticidad del cerebro, la impronta que nos dejaron nuestros
cuidadores no está grabada en piedra y puede ser modificada. Primero,
reconociendo la existencia de estas formas de comportamiento, y segundo,
con entrenamiento.

Un coro afinado | Resonancia de positividad


Algo fascinante que sucede durante la crianza es la sincronización de los
estados internos entre la cría y la persona cuidadora. Durante más de 40 años,
el psiquiatra Myron Hoffer identificó este proceso en el cual la fisiología de
la cría es regulada a través del contacto, el olor corporal y los ritmos
corporales (como los ciclos de sueño-vigilia) de la persona cuidadora, al
mismo tiempo que esta entiende lo que está haciendo, sintiendo e incluso
pensando su bebé. Este fenómeno se llama sincronía bioconductual y es el
motivo por el cual la persona cuidadora principal puede saber lo que el bebé
necesita a pesar de que para las demás personas no sea algo evidente. Cuando
hay sintonía entre la cría y la persona cuidadora, ambas experimentan
emociones agradables, pero cuando esa sintonía está ausente, el bebé
mostrará signos de estrés, como el llanto, que indican la necesidad de volver
a sintonizar.

Dicho fenómeno ocurre gracias a la presencia de las neuronas espejo, las


cuales conforman un circuito neuronal particular que nos otorga la capacidad
de simular (de manera automática e inconsciente) los estados motores,
afectivos y mentales de la otra persona, facilitando así una forma de
percepción indirecta, un “acceso” al estado interno de quien tenemos
enfrente. Como se mencionó anteriormente, lo que ocurre durante la crianza
es reciclado para otras situaciones, y la sincronización no es la excepción.

La sincronización bioconductual entre la madre (o personas


cuidadora) y su cría es un proceso clave para el correcto desarrollo
del sistema nervioso autónomo, es decir, el sistema nervioso
encargado de hacer todas las cosas que hacemos sin ser conscientes
de ello, como respirar, dormir y comer. También es responsable de
nuestra respuesta ante el estrés (sistema de alerta) y de volver a la
tranquilidad y sentirnos como en casa dentro de nuestro cuerpo
cuando no estamos en peligro (sistema de calma). Un desarrollo
disfuncional del sistema nervioso autónomo generará respuestas
poco efectivas ante los estímulos provenientes del entorno,
incluyendo a las relaciones interpersonales. Afortunadamente, este
importantísimo sistema también se puede reeducar.

Si alguna vez cantaste en grupo de manera afinada, seguro sentiste cómo el


sonido se hacía más fuerte. Esto se debe a que las ondas de sonido emitidas
por vos y por el resto del coro, cuando son parecidas, se suman unas a otras,
lo que genera una amplificación que se siente incluso en el cuerpo. Cuando
experimentás amor, algo parecido ocurre en tu cerebro y en el de la otra
persona. En primer lugar, al compartir con otra persona una o más emociones
positivas: pasarla bien, sonreír, divertirse, compartir desafíos que generen
orgullo. En segundo lugar, al sincronizar la propia bioquímica y
comportamiento con esa persona: sentir lo mismo a nivel físico (aumento de
la frecuencia cardíaca, respiraciones profundas) y que se activen los mismos
sectores del cerebro y hormonas. Y en tercer lugar, al manifestar interés en
esa relación, lo que lleva a su vez a un interés mutuo. Esto quiere decir que, a
diferencia de otras emociones, el amor no es una emoción privada, sino una
experiencia compartida. La psicóloga Bárbara Fredrickson llama a este
fenómeno resonancia de positividad.

Unos minutos de éxtasis | El amor como


emoción
Adoración, afecto, agrado, amabilidad, ansia, aprecio, atracción, calidez,
cariño, compasión, deseo, deslumbramiento, embelesamiento, encanto,
pasión, simpatía, ternura… Suelen ser palabras que utilizamos y que
representan lo mismo: el amor, esa emoción que nos lleva hacia otras
personas en búsqueda de conexión. Nos impulsa a acercarnos, a conocernos,
a hablar, a compartir. Si bien solemos utilizar distintas palabras que nos
darían la impresión de que hablamos de cosas distintas, veremos que, al tener
los mismos disparadores, las mismas reacciones en nuestro cuerpo y los
mismos impulsos que nos mueven, todas esas palabras, al final del día, están
refiriendo al mismo circuito emocional.
Como mencioné al principio, el amor puede entenderse desde diferentes
perspectivas, y una interesante es verlo como una emoción. Desde esta
perspectiva, y como toda emoción, el amor es un fenómeno pasajero (su
duración se mide en minutos, no en meses o años). Además, como todas las
emociones, el amor cambia también tu mente: amplía la conciencia del
entorno y el concepto de uno mismo, da una sensación de trascendencia, nos
conecta con otros seres y con lo que está más allá de nosotros mismos. Esta
emoción tiene la capacidad de hacer más permeables los propios límites,
abriendo la capacidad de ver a las demás personas y sentirnos seguros. Esto
puede sonar un poco hippie, pero su explicación es medible: la oxitocina es la
responsable de estos efectos, y su actuación es fundamental para apagar el
sistema de alarma y propiciar la relajación y la entrega propia del amor. Pero
esta sensación expansiva y trascendente también es efímera.

Amor ciego | El manejo eficiente de la


emoción
Como toda emoción, el amor genera un sesgo cognitivo en quien lo siente, es
decir, un error sistemático a la hora de analizar datos. Por eso, desde la
perspectiva de la gestión emocional, y cuando juzgues que el contexto así lo
requiera, el algoritmo que vimos en el capítulo 4 puede servirte como una
herramienta útil.

Entender nuestra experiencia interna y poder actuar de manera efectiva es de


suma importancia. Como vimos en otros capítulos, el desconocimiento de
nuestra emocionalidad conlleva a quedarnos en los automatismos propios de
las emociones, perdiendo la capacidad de actuar según nuestros valores. El
amor, entendido como una emoción más, puede generarnos grandes
problemas si no lo manejamos adecuadamente.

¿Cómo saber si es efectivo seguir los impulsos de la emoción amor? Quizás


estas preguntas puedan orientarte para determinar si es o no una buena idea
darle rienda suelta:

● ¿Es conveniente acercarme tanto a esta persona?


● ¿La relación que comparto con la otra persona me resulta positiva,
aporta a mi bienestar? ¿Esta relación me acerca o me aleja de la
persona que yo quiero ser? ¿Me acerca o me aleja de mis valores?
● Si me resulta positiva, ¿considero que la cuido de forma adecuada? ¿Le
doy tiempo y atención a la otra persona?
● ¿Siento que me perjudica o daña de alguna forma? Si siento que me
daña, ¿en qué sentido? ¿Considero que debería mantener ese vínculo a
pesar del daño que me genera? ¿Por qué?
● ¿Comparto valores con esta otra persona como para avanzar en las
manifestaciones de afecto?

Me quiere, no me quiere | Refuerzo


intermitente
El contacto con otros seres humanos activa el circuito cerebral de
recompensa mediante la liberación de dopamina. Este circuito se caracteriza
por sufrir fenómenos de tolerancia y saciedad, de manera similar a lo que
ocurre con las drogas y la comida: se activa frente a la novedad y a la
posibilidad de estar en contacto con elementos interpretados por el cerebro
como necesarios para la supervivencia, pero con las sucesivas exposiciones
ocurre una adaptación al estímulo, y es necesario aumentar la dosis en
intensidad y frecuencia para lograr el mismo efecto.

Desde una perspectiva psicológica (como vimos en el capítulo 3), si


aplicamos refuerzos continuos para sostener un comportamiento, este termina
decayendo con el paso del tiempo porque nos saciamos. Ahora bien, si querés
sostener ese comportamiento, tenés que brindar el refuerzo de manera
intermitente. Es decir, a veces sí, a veces no. Esta forma de reforzamiento
evita que se desarrolle la tolerancia en el circuito de recompensa.

Cuando una persona nos brinda un refuerzo continuo, o sea cuando es


siempre complaciente, cuando siempre quiere estar con nosotros, o cuando se
tiene una relación “simbiótica” en la que una de las personas hace siempre lo
que la otra quiere, la persona complaciente de la relación pierde gracia para
la otra. En cambio, cuando el refuerzo es intermitente, esa persona se
mantiene interesante. Algunas personas, de manera intuitiva o bien de
manera muy consciente, se dan cuenta de esto y saben cómo mantener
enganchada a la otra persona con refuerzos intermitentes. Por supuesto, esto
es una espada de doble filo. Algunas lo utilizan para seducir: manejan bien
los tiempos en los que contestan mensajes o no, o mantienen un poco de
misterio. Otras personas otorgan refuerzos intermitentes simplemente como
consecuencia de mantenerse genuinas: no siempre concuerdan o aprueban
todo, dicen claramente lo que quieren y lo que no, lo que les gusta o lo que
no les gusta. Tienen sus propios planes y proyectos, estén o no en una
relación.

Sin embargo, otras personas pueden someter a otros a un sistema de refuerzo


intermitente, a veces más extremo, por su propia desregulación emocional o
por su falta de habilidades para manejar el amor. Cuando están estables, de
buen ánimo, te contestan los mensajes, te prestan atención, se muestran
amables. Cuando están desreguladas, no contestan, a veces por días. Luego,
cuando se les pasa este estado, pueden ser personas extremadamente
cariñosas, que te vuelven a enganchar. Uno tiene la sensación de estar
viviendo siempre en una montaña rusa, y los momentos buenos son muy
excitantes. En este tipo de situaciones frecuentemente se generan relaciones
abusivas.

Más que tóxico | Identificar relaciones


abusivas
El término “relaciones abusivas” describe relaciones de violencia en la
pareja, sea en forma emocional, física o sexual. El abuso puede tener lugar en
persona, en línea o mediante mensajes de texto, o a través de un tercero. Las
conductas abusivas y controladoras pueden ser de distintas formas, como
monitorear el uso del teléfono celular de una pareja, decirle lo que puede
vestir, controlar dónde y con quién sale, manipular el uso de anticonceptivos
y otras conductas posesivas, y presentar violencia física, sexual, verbal o
económica. Como profesional de la salud mental, no puedo dejar de
mencionar esto, ya que las relaciones abusivas se enmarcan en el enorme
problema social de la violencia de género contra mujeres y diversidades, con
implicancias individuales gravísimas en la vida de quienes sufren abuso.
Existe un enorme y valiosísimo trabajo de teorización sobre este tema. Aquí,
me limito a resumir algunas directivas terapéuticas que se suelen trabajar con
pacientes a la hora de lidiar con relaciones abusivas:

1. Definí el problema. Una relación abusiva tiene la capacidad de destruir


aspectos de tu persona, por ejemplo, tu integridad física, tu autoestima o tu
felicidad; tu tranquilidad o tu capacidad para cuidar a otros; puede afectar tu
vida, tu libertad, tu dignidad, psicológica o sexual, tu situación económica, tu
seguridad, tu acceso al trabajo, a la educación o a la atención médica.

2. Decidí si poner fin a la relación estando en un estado de equilibrio interior,


nunca en un estado de mente emocional, donde la emoción tiene el control.

3. Anticipate. Preparate de antemano para resolver un problema y ponerle fin


a una relación. Si vas a tener una conversación, preparate antes pensando qué
es lo peor que puede pasar y cómo vas a actuar en ese caso.

4. Decí claramente lo que querés, lo que te gusta y lo que no te gusta.

5. Tu seguridad está primero: resguardate. Antes de dejar una relación


altamente abusiva o peligrosa, llamá a la línea 137, 144 o envía un mensaje al
WhatsApp 11-2771-6463, o a familiares o amistades para obtener ayuda.

El norte de la brújula | El amor como valor


Desde la terapia de aceptación y compromiso, el amor puede ser entendido
como un valor. Desde esta perspectiva, el amor trasciende la emoción (que
por definición es efímera), y es la nafta de las relaciones interpersonales a
largo plazo, tanto en la pareja, como en la familia, con amistades y personas
conocidas. En ese sentido, podríamos considerar el valor amor como uno de
los factores que más contribuyen a nuestro bienestar al ser el motor de las
relaciones interpersonales, uno de los cinco pilares del bienestar para la
psicología positiva, como ya vimos al principio del libro.

Sin ser exhaustivo, ya que esto requeriría de un ensayo entero (y no soy yo la


persona idónea para escribir un tratado sobre el amor como valor), quisiera
retomar una herramienta de la terapia de aceptación y compromiso para
fortalecer los vínculos de amor, ya sean con amistades, familiares, pareja e
incluso con seres no humanos: las acciones comprometidas. Como vimos,
estas son cosas accionables, concretas, que podés hasta incluir en una agenda
para no olvidarte de hacer, y que se alinean con tus valores. En la práctica, las
acciones comprometidas son la forma en la que nos dirigimos hacia la
dirección que elegimos.

Por ejemplo, no sé si lo notaste, pero ahora tenés 66 años. Te jubilaste el año


pasado, y si bien estás feliz de tener más tiempo para tus hobbies, también
empezaste a ver menos a tus amistades del trabajo, con quien antes
compartías todos los días de la semana y tenías muy buen vínculo. Era parte
de la rutina tomarse un descanso y compartir un café, hablar de proyectos, de
problemas personales, y, aunque no te dieras cuenta, funcionaba como un
valioso grupo de apoyo y pertenencia. Pero ahora pasás los fines de semana
en soledad. Al principio lo disfrutabas y aprovechabas para leer; ahora sentís
que te falta algo. Entonces, si para vos cultivar las amistades es un valor
importante, podrías pensar en realizar un conjunto de acciones
comprometidas como juntarte más con tus amistades (o hablar más por
teléfono si la presencialidad está limitada), hacerles algún regalo o invitarlos
a algún plan. A veces, compartir una experiencia (ir al teatro, al parque,
probar una receta nueva) puede ser una gran excusa para reencontrarse.
Como vimos en el capítulo 2, en la práctica, puede resultar difícil abordar
valores, que por su naturaleza son abstractos. Por eso, es útil plantearse pasos
más concretos. De esta forma, las acciones comprometidas te van a permitir
materializar tus valores.

Capitulo 3.1

Efectividad interpersonal

Nacemos y vivimos en un mundo lleno de otras personas, y la forma en la


que nos manejamos con ellas determina, en gran medida, nuestra calidad de
vida. No debería ser sorpresa para nadie (y, de hecho, lo mencioné en el
capítulo sobre felicidad), pero a diferencia de los animales mamíferos
solitarios, como los tigres, los osos o los rinocerontes, nuestra especie es
sociable por naturaleza, lo que quiere decir que amucharnos en tribus ha sido
importante para nuestra supervivencia desde hace largo tiempo. Debido a
esto, nuestro cerebro (y todo el sistema nervioso) está “programado” para
vincularnos. Actualmente, varios investigadores sostienen que el cerebro
humano, principalmente la corteza prefrontal, ha evolucionado
principalmente para poder calcular las múltiples variables que se juegan a
nivel social. Esta región es la base biológica de las funciones ejecutivas y de
la cognición social, entre otras funciones.

Al igual que ocurre con el hambre o el sueño, poseemos circuitos neuronales


específicos que se activan y desactivan para buscar el equilibrio en la
interacción afectiva (o de homeostasis social). Esto implica que, así como
hay circuitos que se activan cuando nos vinculamos, también hay circuitos
que se activan cuando esos vínculos se rompen, como en una ruptura
sentimental, el fallecimiento de un ser querido o el alejamiento de las
amistades. Por ejemplo, uno de los efectos generados por el encierro durante
la cuarentena por COVID-19 fue el deseo de ver a nuestros seres queridos,
acompañado por la angustia de no poder hacerlo. Este es un proceso causado
por la activación de estos circuitos neuronales a fin de satisfacer la necesidad
de vincularnos. Y es que las relaciones íntimas y de apoyo con los demás son
un aspecto esencial del bienestar.

Los momentos más significativos de tu vida


| Relaciones interpersonales
La importancia de las interacciones sociales tiene tanta relevancia que, si te
pones a pensar, es altamente probable que los momentos más significativos
de tu vida se hayan dado en un contexto de relación con otras personas. Esto
aplica tanto para las experiencias agradables como para las desagradables.
Atravesar momentos difíciles de forma solitaria no es lo mismo que tener a
alguien que nos sirva de sostén emocional, a quien poder pedirle ayuda.
Seguramente, yo no habría podido recibirme si no fuera porque estudié con
amigos, compartí con ellos los nervios antes de rendir un examen y pude
pedir ayuda para no bajonearme las veces que no me fue tan bien como
esperaba. Tampoco hubiese sido posible si mi familia no me hubiese
brindado los medios de mantenimiento, tanto los básicos (comida y techo),
como los afectivos (apoyo y ánimo en los momentos de agobio o
frustración). De la misma manera, las situaciones simples de la vida pueden
ser mágicas cuando las hacemos con otras personas. Ver una película, comer
o hacer deporte con seres queridos son experiencias totalmente distintas que
cuando las hacemos en soledad.

Podemos pensar que no se habla mucho de relaciones interpersonales porque


pareciera que estas se dan o no se dan: me llevo bien con una persona y
establezco una relación más duradera, o no. Parecería que no hay que poner
mucho esfuerzo en esto: se dan de manera espontánea y natural, o no se dan.
Sin embargo, las relaciones demandan mucho trabajo, y formar vínculos
saludables es un arte que se puede aprender. A las relaciones hay que
cuidarlas, y eso suele ser lo más difícil.

Por otro lado, en muchas oportunidades, las relaciones con otras personas son
complicadas. Sin ir más lejos, en los ámbitos laborales, la mayoría de los
problemas se dan por conflictos interpersonales: es probable que de tu último
trabajo recuerdes más los problemas o roces con tu jefa, un colega o el de
recursos humanos que los nervios por el cumplimiento de alguna tarea. ¿Te
pasó alguna vez que por haber transmitido alguna opinión perdiste un trabajo,
te peleaste con una amiga o un familiar se fue de un grupo de WhatsApp?
Atender a nuestras relaciones significa cuidar los modos de decir, saber pedir
cosas, decir que no, escuchar lo que la otra persona piensa y quiere, e intuir
lo que siente.

Si bien la dificultad de las relaciones interpersonales se sustenta en las


diferencias entre las personas (sería muy fácil llevarnos bien si fuésemos
exactamente iguales, porque no habría conflictos), estas se potencian por la
carencia de habilidades para lidiar con ellas. Para relacionarme de manera
efectiva con mi jefe, con mi pareja o con el técnico del soporte del wifi, es
importante tener en cuenta que yo no siempre tendré la razón y que mi
mirada de la situación no siempre es la objetiva. Además, siempre es bueno
saber balancear la aceptación de una situación y la búsqueda de cambio: por
más que tenga todas las habilidades para cambiar un comportamiento y
conseguir un objetivo, a veces simplemente hay que aprender a ser pacientes
y aceptar que las demás personas son como son y tienen sus tiempos. Esto es
una parte muy importante de la efectividad interpersonal.
¿Alguna vez te involucraste en relaciones donde en un momento
estás muy bien con alguien y en otro estás fatal? ¿Solés tener
miedo de que te abandonen las personas con las que tenés una
relación cercana? ¿Tendés a idealizar a quienes conocés de forma
más cercana y en otros momentos los desvalorizás? ¿Te cuesta
expresar lo que sentís o pensás por miedo al conflicto? ¿Te sentís
mal con vos porque pensás que siempre cedés a lo que quieren los
demás? ¿Te cuesta mantener relaciones porque actuás de forma
muy brusca? ¿Es habitual que te mantengas en relaciones de pareja
o de amistad que pensás que deberías dejar pero no podés? Estas
son cosas que en mayor o menor medida nos pasan a todos los
seres humanos.

Iniciar y sostener buenas relaciones sociales es una cuestión de esfuerzo y


práctica constante, de ejercitarse en ello. Para ser efectivos
interpersonalmente, se requieren algunas habilidades que nos permitan
vincularnos sin maltratar a nadie pero sin ser sumisos ni perder nuestro
autorrespeto. A eso nos dedicaremos en este capítulo.

Yo no soy así… | Nuevas habilidades


Frecuentemente, en mi práctica clínica, cuando enseño las habilidades
destinadas a mejorar las relaciones interpersonales, muchas personas sienten
que no están siendo auténticas, genuinas o que no son ellas mismas, como
que están actuando. Se refieren a que en la cotidianidad no reaccionan ante
un problema interpersonal como yo les sugiero, y hacerlo parecería traicionar
su esencia o identidad. Suelo escuchar cosas como “yo voy de frente”, o “yo
vengo de una familia tana y las cosas se dicen sin pelos en la lengua”. En
parte tienen razón, porque lo que yo estoy proponiendo es distinto a lo que
vienen haciendo la mayoría de las veces, así que es lógico que resulte
contraintuitivo. Por eso, antes de pasar a las habilidades propiamente dichas,
me parece importante hacer algunas aclaraciones al respecto.

En primer lugar, el concepto de ser personas genuinas o auténticas a veces se


presta a malos entendidos. Debería quedar claro a esta altura del libro que
hacer lo primero que se me pasa por la cabeza o seguir cualquier impulso que
envía mi cerebro no siempre es efectivo, y generalmente causa problemas.
Nos guste o no, nuestro comportamiento en sociedad está siempre
condicionado por reglas más o menos estrictas, más o menos explícitas, por
lo que no da lo mismo que vivamos haciendo lo que nos surge. Lo mismo
aplica para cualquier reacción emocional o para la forma de decir las cosas.
No da igual cómo se dice, a quién se dice y en qué momento se dice.

En segundo lugar, como vimos en el capítulo sobre el amor, la forma que


tenemos de vincularnos se aprende durante nuestro desarrollo en la infancia a
partir de las experiencias y el modelado que tenemos de parte de nuestros
cuidadores. Yo suelo hablar, caminar y hasta hacer chistes muy parecidos a
los que dicen mis familiares, amistades, docentes o cualquier persona
significativa con la que haya interactuado. Pero el aprendizaje no se termina
ahí, ya que es continuamente reescrito según las distintas experiencias
sociales que vamos teniendo en la vida. Si logramos aprender de la
experiencia, nuestras interacciones sociales se van volviendo cada vez más
efectivas. Por supuesto, mientras más unidas estén a emociones, más impacto
tendrán dichas experiencias en nuestro comportamiento. Pensá, por ejemplo,
en tu primer amor. Para mucha gente esta es una experiencia agridulce, pero
probablemente estaremos de acuerdo en que aprendimos mucho sobre la
vida. Además, a veces no se puede aprender de otra manera.

Lamentablemente, muchas relaciones parentales, profesionales o románticas


son disfuncionales y moldean nuestros malos hábitos para relacionarnos. En
ese sentido, en mi consultorio también suelo escuchar cosas como “en mi
época esto siempre se manejó así” o “en mi casa papá decía algo y todos
hacíamos caso”. Como ya dije anteriormente, hay frases insertas en la cultura
que son repetidas y que tienen más para enseñarnos sobre las visiones
sesgadas en torno a las relaciones interpersonales que sobre la realidad en sí.
Afortunadamente, es posible modificar los patrones aprendidos. No es que
vamos a “desaprender”, sino que vamos a incorporar nuevas conductas o
habilidades. Vamos a modificar hábitos, comportamientos repetidos durante
un tiempo determinado. Es decir, no estamos hablando de lo que me define
como persona, de mi esencia como ser humano (los valores). Por lo tanto, los
hábitos o comportamientos interpersonales se pueden modificar sin que
sientas que te estás traicionando.
Siguiendo esta idea, es bueno repasar el concepto de habilidad. Acá vamos a
entenderlo como algo que se aprende, que se observa en otras personas, que
se practica, que se adquiere, y que mientras más se practica, mejor sale.
Como un golpe de karate, twerkear, tocar un instrumento o coser. Es cierto,
hay gente que por su biología o por su historia de aprendizaje puede que la
tenga más fácil, pero siempre hay espacio para mejorar.

Es lógico que, cuando comenzamos a practicar nuevas habilidades, al


principio sintamos como que actuamos, como que no nos sale con
naturalidad. Esto no se debe a que no somos así o asá, sino justamente a que
nos falta práctica. Nadie supone, cuando empieza a tocar el piano, con la
dificultad natural de los comienzos, que le saldrá con naturalidad, como si
fuese Marta Argerich desde la primera vez: al día de hoy, incluso ella practica
varias horas por día en su piano. Cuando la vemos tocar, podemos pensar que
ella sí que es natural, pero no debemos olvidar que en realidad estamos
viendo una unión entre un gran talento y mucha disciplina. Esto mismo
ocurre con las habilidades prosociales: al principio, debemos practicarlas y
no nos salen con naturalidad, y luego son parte nuestra. Con entrenamiento y
exposición, tanto individuos extrovertidos como introvertidos pueden
volverse más eficaces.

Si bien tener una vida social es una parte importante del bienestar,
las interacciones con otras personas pueden ser realmente
cansadoras. En el año 2016, los investigadores finlandeses Sointu
Leikas y Ville-Juhani se propusieron investigar por primera vez el
efecto que tienen las interacciones sociales sobre el cansancio, la
fatiga y el estrés. Durante 12 días, los 48 voluntarios que
participaron del estudio tuvieron que describir sus
comportamientos, emociones y pensamientos, así como la cantidad
y calidad de las interacciones sociales que tenían durante el día.
Descubrieron que el nivel de fatiga dependía del número de
personas con las que se habían reunido y de la intensidad de las
interacciones sociales, y que los mayores niveles de fatiga ocurrían
en aquellas interacciones que duraban varias horas. Curiosamente,
estos efectos se encontraron tanto en las personas a las que les
gusta socializar como en las que no.
Los zapatos ajenos | Empatía
Dentro de las habilidades a desarrollar, quizás la más importante sea la
empatía. Existen muchas definiciones de empatía, pero todas coinciden en el
siguiente aspecto: “sentir lo que otra persona siente, ponerse en sus zapatos”.
La empatía suele describirse con dos componentes. Uno es la capacidad de
comprender los estados emocionales de las demás personas, lo que supone un
componente cognitivo. Esto implica entender, por ejemplo, que es lógico que
alguien se ponga triste si sufre una pérdida. El otro es el componente afectivo,
que consiste en percibir el estado en el que se encuentra la otra persona: en
este caso, uno puede llegar a sentir esa tristeza del otro, en mayor o menor
medida.

La empatía es como cualquier otra capacidad: en un punto, nacemos con ella,


pero también puede desarrollarse. Incluso personas que nacieron con alguna
particularidad en sus cerebros que les dificulta el desarrollo de la empatía,
como aquellas con Trastornos del Espectro Autista, también pueden mejorar
con el entrenamiento. Varios estudios señalan que la empatía contribuye a la
mejora de las habilidades y, más concretamente, al comportamiento que nos
lleva a actuar para beneficiar a otras personas y no a nosotros mismos.

Total interferencia | Variables que interfieren


en nuestras relaciones
Tener muy buenas habilidades interpersonales no es fácil ya que muchos
factores interfieren en esto. Lo importante es que los conozcas y que puedas
identificar qué pasó si una interacción no tuvo el resultado que esperabas.
Algunas de las variables que interfieren en nuestras relaciones son:

● Falta de habilidades: no sabés qué decir o cómo actuar, cómo


comportarte para alcanzar tus metas.
● Indecisión: no sabés si pedirle a alguien mucho o nada, si ceder en todo
o negarte a cualquier cosa.
● Interferencia de emociones: hay veces que las emociones te nublan la
mente y te incapacitan para actuar de la forma en que querés. ¿Me
enojo demasiado como para usar mis habilidades? ¿Mis emociones son
tan intensas que me cuesta lidiar con ellas y poder usar mis
habilidades?
● Priorización de metas a corto plazo sobre las de largo plazo: por no
caerle mal a alguien, terminás haciendo algo que no querías, o por
querer algo ya mismo, terminás tratando mal a alguien.
● Interferencia del ambiente: por más que seamos muy habilidosos, hay
cosas que no dependen de nosotros, por lo que quizás no alcancemos
las metas interpersonales que quisimos. Muchas veces el ambiente (por
ejemplo, la presencia de personas que son más poderosas que yo) es
más fuerte que mis habilidades.
● Mitos interpersonales: creencias rígidas, suposiciones, pensamientos
como “si pido esto, no voy a caer bien”, “van a pensar que soy
estúpido”, “en realidad no me merezco esto”, “seguro lo voy a hacer
mal”, “si pido ayuda, van a pensar que soy débil”.

Paso a paso | Prioridades


Antes de elegir qué herramienta utilizar, debemos decidir cuál es nuestra
prioridad para determinada interacción interpersonal, y dependiendo de eso,
utilizaremos una, dos o tres habilidades. Para hacerlo, podemos plantearnos
las siguientes preguntas.

● ¿Qué resultado o cambio específico quiero de esta interacción? Puede


ser lo que la otra persona debe hacer, dejar de hacer, aceptar,
comprender, o a qué se debe comprometer. Es importante que el
objetivo sea lo más específico posible. Cuanto más claridad consigas
respecto a qué querés, más fácil será aplicar la habilidad
correspondiente.
● ¿Cómo quiero que la otra persona se sienta acerca de mí después de
que termine la interacción (ya sea si obtengo o no los resultados o los
cambios que quiero)?
● ¿Cómo quiero sentirme yo mismo después de que termine la
interacción (ya sea si obtengo o no los resultados o los cambios que
quiero)?

Cada uno de estos puntos de arriba se corresponden a una de las habilidades


interpersonales que veremos a continuación, y el punto que prioricemos
(conseguir algo o decir que no, mejorar una relación o cuidar el autorrespeto)
nos ayudará a seleccionar una habilidad. Una vez establecida la prioridad,
procedemos a utilizar la herramienta.

Tres problemas | Tres soluciones


Según la terapia dialéctico conductual, en las relaciones interpersonales nos
podemos encontrar con tres problemas principales para los cuales se pueden
aplicar tres habilidades específicas; estas son útiles para aplicar con cualquier
persona, más allá del vínculo: con nuestros amigos, pareja, madre, colegas, e
incluso en relaciones menos cercanas. A fines mnemotécnicos, Marsha
Linehan agrupó y codificó estas habilidades en siglas que representan
palabras (en inglés y en castellano): DEAR MAN, GIVE y VIDA. Por rigor y
respeto a su trabajo, así como por la posibilidad de que la mnemotecnia te
sirva a vos también, respetaré esas siglas en la explicación:

Una aclaración importante antes de avanzar. Estas habilidades no hipnotizan


a quien tengas enfrente. Están pensadas para mejorar las relaciones
interpersonales, no para dominar, estafar o vencer en discusiones a quienes te
rodean. Además requieren de mucha práctica. No te frustres si las cosas no
salen tal como esperabas y seguí entrenando a pesar de no obtener resultados
inmediatos. Con el uso irás aprendiendo y te saldrán cada vez con más
naturalidad. Al mismo tiempo, tené en cuenta que estas habilidades también
se enseñan a personas con importantes problemas de salud mental, que logran
usarlas y mejoran sus relaciones interpersonales.

DEAR MAN | Pedir algo o decir que no


Esta es una habilidad muy útil para lograr que los otros hagan lo que les
pedimos, negarnos a pedidos a los que no deseamos acceder, resolver
conflictos interpersonales, y hacer respetar tus derechos, opiniones y puntos
de vista. Sin embargo, estas son herramientas, no llaves mágicas. No te estoy
brindando el gran secreto de la humanidad.

A la hora de tener una conversación difícil, puede ser útil seguir los pasos de
la habilidad en el orden que se presenta a continuación, pero eso no es
excluyente.

D: Describí la situación tal cual es. Ajustate a los hechos. En un primer


paso, anotá todo aquello que quisieras transmitir, sin juzgar, sin interpretar;
luego, seleccioná lo que eliminarías de tu discurso. Una buena estrategia es
solo decir lo que podrías filmar con una cámara. Ejemplo: “Desde que nos
encargaron hacer este proyecto, solo tenemos la parte que a mí me tocaba
hacer según cómo nos dividimos. El proyecto se entrega la semana próxima.
Hace 5 días les pedí sus partes, y al día de hoy nadie me las entregó.”

E: Expresá tus opiniones y emociones. Las comunicaciones suelen ser más


asertivas cuando incluimos nuestras emociones en el discurso. Qué siento,
cómo me sentí. Considerá que la otra persona no tiene por qué saber ni
conocer de antemano tus emociones. Ejemplo: “Ver que no hacen ningún
avance me hace sentir que realmente no estamos trabajando en equipo y yo
no siento que me valoren. Entiendo que cada quién tiene distintas cosas por
hacer además de esto. Y si bien nos quedan algunos días antes de la fecha de
entrega, de verdad me preocupa que no lleguemos o que yo termine haciendo
todo el trabajo, y eso no me gustaría”.

A: Sé Asertivo en tus pedidos o cuando decís que no. Las otras personas no
tienen la capacidad de leer nuestra mente, no saben y quizás no pueden
imaginarse lo duro que es para vos decir que no o hacerles un pedido.
Ejemplo: “Me gustaría que hagan su parte del trabajo y me la envíen mañana
a la mañana, antes de las 11. ¿Es posible?”.

R: Reforzá tu pedido explicándoles a las demás personas los efectos


positivos y negativos de acceder o no a tu pedido. Ayudá a que la otra
persona se sienta bien accediendo, premiala. Ejemplo: “Pienso que esto nos
va a ayudar a estar más organizados, a llegar a la fecha límite y, en definitiva,
a terminar este trabajo tan difícil y sacarnos un peso de encima”.

M: Mantené tu posición, tu objetivo; no te distraigas. Un truco útil es la


técnica del disco rayado: reiterá tu pedido, tu opinión o el “no” una y otra
vez. Volvé a repetir los pasos del DEAR varias veces si es necesario. En este
punto también es importante ignorar todo lo que desvíe del objetivo, como
amenazas, agresiones o intentos de cambiar el tema; esto es importante para
mantenerse firme en el mismo lugar, sosteniendo tu punto.

Ejemplo:

A—Entonces, ¿podrían avanzar con su parte del trabajo?

B—¿No tenés otras cosas en tu vida además de este proyecto? Yo tengo otras
preocupaciones y otras cosas de las que ocuparme.

A—Entiendo que hay otras cosas de las que preocuparse más allá de este
proyecto, muchos temas que necesitan esfuerzo y tiempo, pero por eso mismo
creo que nos va a favorecer ir al día con este trabajo para no atrasar a los
demás, que lo podamos terminar lo antes posible, así podremos ocuparnos
de las otras cosas que tenemos. Por eso te pregunto nuevamente si es posible
que avancen con su parte del trabajo.

A: Aparentá seguridad. Utilizá un tono de voz firme (no bajes la voz, no


murmures, usá tu tono habitual) y una postura física segura (no te encorves,
no cruces los brazos, no te comas las uñas). Establecé contacto visual. Aquí
es importante notar nuestras propias emociones. Tener estas conversaciones
siempre es difícil, generan miedo o vergüenza. Por eso la habilidad en
concreto es aparentar seguridad, no sentir seguridad. En el fondo, al hacer el
DEAR MAN muchas veces estás aplicando acción opuesta de estas
emociones.

N: Negociá, disponete también a dar para obtener. Ofrecé soluciones


alternativas al problema. Ante la ausencia de soluciones, podés pasar la
pelota, que sea la otra persona quien proponga soluciones alternativas al
problema: "¿Qué se te ocurre que podríamos hacer?", "no puedo acceder a tu
pedido, pero veo que para vos esto es muy importante… ¿de qué otra manera
podríamos solucionarlo?”. Ejemplo: “Veo que todos tenemos otros temas de
los que ocuparnos, que este proyecto ahora no es nuestra prioridad y que
encima nos queda poco tiempo para la entrega. Podríamos redistribuir las
partes del trabajo que tenemos asignadas si el problema es que quizás no nos
sentimos cómodos con lo que nos tocó. Incluso podemos agruparnos. Yo
puedo ayudar a alguien con otro tema. ¿Se les ocurre alguna otra solución?”.

GIVE | Mejorar la relación interpersonal


Hoy en día se conoce mejor qué factores hacen que se genere conexión en
una interacción entre dos personas y cuáles tienen el efecto contrario. En
general, cuando alguien nos cae simpático, es porque, consciente o
inconscientemente, usa los elementos de esta habilidad. Espero que sepas
apreciar que, ahora sí, te estoy facilitando uno de los grandes secretos de la
humanidad.
G: Sé Gentil. No ataques, no amenaces, no juzgues. Expresá tu enojo de otra
forma, tolerá un “no” por respuesta, no hagas juicios. Sonreí, hablá en un
tono de voz lento, pausado, grave. Esta forma de hablar no denota enojo, es
más, puede ser acción opuesta del mismo. A menudo, en salud mental, los y
las profesionales pensamos que tenemos que hablar de cosas muy complejas
y profundas con la gente, pero a veces simplemente tenemos que
recomendarles cambiar la cara. Hay gente cuya expresión siempre es más
seria que la del promedio de las personas: no sonríe, o tiene gestos
desagradables, generalmente involuntarios. En estos casos es útil practicar
sonreír.

Dentro de este punto hay una subhabilidad que solemos nombrar quienes nos
dedicamos a la clínica: el AJÍ. Se expresa en negativas:

No Aconsejes

No Juzgues

No Interpretes sin que te lo pidan

Esta es la típica situación que genera que padres y madres se distancien de


los hijos e hijas sin que los primeros hayan hecho algo particularmente
traumático. A veces, simplemente, hacen todo lo contrario al AJÍ, incluso
varias veces por día. Alguna vez escuché que una madre le decía a su hijo
adolescente: “estás todo el día con el teléfono, te va a hacer mal, te hace
adicto, cada vez más tonto” e incluso “creo que en el fondo estás vacío por
dentro y querés llenarte de todas esas cosas que ves…”. Antes de decir algo
así, cómanse un AJÍ. Estas conversaciones, fuera de tiempo, fuera del
contexto adecuado, solo generan distancia.

I: Actuá de manera Interesada. Escuchá lo que la otra persona tiene para


decir, su punto de vista y sus argumentos. No interrumpas ni le hables
encima. No mirés el celular mientras te hablan, mirá a los ojos y poné cara de
interés.

V: Validá. Reconocé las emociones, deseos, problemas y dificultades de la


otra persona. Esta es probablemente la habilidad más importante de este
grupo. Buena parte de los malentendidos entre las personas se dan porque
solemos saltar impulsivamente a decirles qué tienen que hacer sin haber
dedicado tiempo a entender lo que les pasa. En la sociedad occidental
tenemos mucho entrenamiento en resolver problemas y nos cuesta saber
escuchar. Validar es la forma de practicar una empatía activa. Es buscar lo
que hay de cierto en casi todo lo que pasa. Es mostrarle a la otra persona que
estoy haciendo un esfuerzo por entenderla. Esto, por supuesto, no quiere
decir que estemos de acuerdo o nos guste lo que la otra persona dice o hace,
sino que intentamos entenderla.

Por ejemplo, ante una pareja que llega a casa cansada, de mal humor, luego
de preguntarle qué le pasa, por qué se siente así, podemos decirle cosas como
“entiendo que estos meses fueron muy complicados en el trabajo, tu jefa te
estuvo llamando muy seguido, estabas con cierres en el laburo y eso te
preocupa y te cansa. Es lógico que vengas a casa y no quieras pensar en otra
cosa más que en descansar. Debe ser difícil manejar toda esa presión. Por otra
parte, siento que no has tenido buenos tratos conmigo y que no me estuviste
dando la atención que necesito. No quiero agregarte más exigencias a las que
ya tenés, pero me gustaría que tengamos un trato más cariñoso y si necesitás,
que me digas lo que te gustaría que yo haga para ayudarte a descansar”.

Notá que este ejemplo conecta más de una habilidad. Las primeras tres
oraciones del entrecomillado son validaciones. Las otras dos son partes del
DEAR MAN. En general, me animo a decir que en toda interacción humana
hay que empezar por validar.

Si te interesa especialmente este tema, te cuento que existen seis niveles o


formas de practicar validación:

1) Prestar atención. Estar atento a la otra persona y no mostrar aburrimiento,


enfocar la atención. Al prestarle atención a la otra persona, la tratamos como
alguien importante y relevante, y le indicamos que está siendo escuchada y
mirada.

2) Reflexionar. Repetir lo que la persona dijo o hizo para asegurarnos de


haber entendido correctamente lo que la persona nos quiso transmitir. Estar
abiertos a correcciones. Reflejar lo que la otra persona dijo no implica
aprobación.

3) Leer lo no dicho. Observar el lenguaje corporal, lo que la persona no dice.


Empatizar y tratar de entender la vida desde su punto de vista.

4) Comunicación y entendimiento de las causas. Chequear si lo que la


persona siente, piensa o hace es consecuente con sus experiencias pasadas y
con su situación actual, más allá de si estamos de acuerdo o no con sus
conductas.

5) Reconocer lo válido. Validá los sentimientos de la otra persona, sus


respuestas y pensamientos: son lógicamente correctos o efectivos para los
objetivos que quiere alcanzar y encajan con una respuesta lógica a su realidad
actual. El comportamiento de la persona tiene sentido porque es una
respuesta razonable a su situación actual.

6) Demostrar igualdad. No subestimar ni sobredimensionar a la otra persona.


Tenerle fe, correr el riesgo de creerle. El otro es capaz de tener
comportamientos razonables y efectivos.

E: Easy manner. Tranquilizá a la otra persona, sonreí, hacé uso del humor. En
general siempre nos cae más simpática la gente graciosa, que sonríe, que
hace chistes. Alguno podría pensar que a veces el que trata de hacerse el
gracioso en el fondo cae peor. Y sí. Porque ser verdaderamente gracioso
(tener gracia) implica estar atento al contexto, saber elegir el lugar y
momento correcto para hacer un comentario. Pero en líneas generales, rara
vez te vas a arrepentir de mostrar un rostro sonriente.

VIDA | Cuidado del autorrespeto


Muchas veces nos veremos en la siguiente disyuntiva: ¿digo lo que opino o
siento, sabiendo que puedo generar discusiones con algún ser querido, o
mejor me lo guardo para evitar conflictos? Actuar con cierta frecuencia en
contra de tus valores, no tener en cuenta tus necesidades, y ser demasiado
complaciente son algunos ejemplos de cuestiones que nos llevan a faltarnos
el respeto a nosotros mismos, con el malestar que naturalmente eso genera.
Cuando somos fieles a nuestros valores, a pesar de las dificultades que eso
conlleva, solemos sentir orgullo, una emoción muy particular. Por otro lado,
cuando actuamos en contra, solemos sentir culpa. La idea de esta habilidad es
equilibrar estas tensiones: una herramienta para mantener y aumentar el
autorrespeto mientras intentamos alcanzar nuestro objetivo (ya sea pedir algo
concreto o mantener una buena relación con determinada persona).

V: Mantené tus propios Valores. Expresalos y defendelos en todo momento.


No abandones tus valores para lograr tus metas. Sé claro en tu posición moral
sobre cómo se deberían hacer las cosas (entendiendo, por supuesto, que
algunas cosas son materia opinable). Sobre los valores hemos hablado mucho
en capítulos anteriores, por eso comprenderás la importancia de vivirlos a
pesar de las dificultades que puedan generarnos.

I: Sé Imparcial. Para alcanzar tus objetivos, tratate a vos mismo y a los


demás de la misma manera. Hay gente que tiene dificultades en más o en
menos cosas. Por ejemplo, algunas personas muy estudiosas (y
perfeccionistas), a la hora de trabajar en grupo, hacen más tareas que los
demás. Otros se aprovechan de esto, haciendo menos tareas. Ser imparcial es
tratar de dividir el trabajo de una manera justa. Va en contra del autorrespeto
cualquiera de las dos situaciones: quien hace de más, luego se siente usado;
quien hace de menos, termina desprestigiándose socialmente.

D: No te Disculpes en exceso por tener una opinión, por tus valores, por pedir
algo, por opinar diferente, por respirar. Pedir disculpas es suponer un error, y
es una gran habilidad saber hacerlo en tiempo y forma. Si la otra persona
supone que te equivocaste cuando en realidad no lo hiciste, pedir disculpas es
validar esa suposición, admitir una falta que no es cierta. Esto después nos
hace sentir mal con nosotros mismos. Por otro lado, pedir disculpas de
manera frecuente puede ser simplemente molesto para los demás.

A: Sé Auténtico. No mentir, no exagerar, no omitir. No mostrarse vulnerable


cuando uno realmente no lo está. Ser claro con lo que te gusta y con lo que
no te gusta. Aquí también podemos equivocarnos en más y en menos. Se
puede ser una persona inauténtica mostrándose demasiado vulnerable,
moviendo a los demás a través de la culpa o la pena (como en “El comfort
del idiota” de Diego Capusotto). Estos patrones también nos desprestigian
delante de los demás, que se terminan cansando y alejando de quien sigue
estos comportamientos.

La otra forma de ser inauténtico es no expresar claramente lo que quiero o


me gusta. A veces, más al comienzo de una relación, tenemos muy en
consideración los deseos de la otra persona, intentamos complacerla y
mostramos una imagen de nosotros que no es la real. Eso puede ser efectivo
un tiempo, pero tarde o temprano hay que animarse a ser claros (además, la
verdad cae por su propio peso). Esta falta de autenticidad genera dos
problemas: uno es que la otra persona se cansa porque le estamos dando
refuerzo continuo (recordá lo que vimos en el capítulo del amor sobre el
refuerzo intermitente). El otro problema es que, tarde o temprano, termines
explotando y te enojes cuando tus necesidades no son tenidas en cuenta. La
claridad siempre tiene recompensa.

Capitulo 3.2

El camino del medio

Si llegaste hasta este capítulo, te felicito. Primero, por tolerarme hasta acá.
Segundo, porque se requiere de mucha valentía para enfrentarse a nuestras
sombras, asumir que hay cosas que no nos gustan, querer cambiarlas, y tener
la motivación para ponerse manos a la obra.

Hasta el momento vimos varios conceptos importantes que te van a ser útiles
en este trayecto, como comprender que la felicidad es mucho más que un
estado emocional efímero, sino un conjunto de elementos que deben ser
fertilizados y cuidados. También exploramos consejos y herramientas para la
motivación, el cambio y la gestión de nuestras emociones.

Pero a veces es difícil integrar todos estos ingredientes y encontrar un punto


medio entre distintas tensiones a las que estamos sometidos cotidianamente.
Sería muy fácil aplicar todas las herramientas de este libro en un contexto de
laboratorio donde todas las variables están controladas (incluso el tiempo) y
en el que solo te tengas que ocupar de ajustar las tuercas de tu conciencia o
buscar qué persona querés ser. Pero la vida es más compleja que eso, el
tiempo no se puede detener y la única constante es el cambio.

Fluir como el agua | Pensamiento dialéctico


El cambio es una realidad fundamental de nuestra existencia y del universo
que habitamos. Todo cambia: las amistades, nuestras emociones, nuestras
ideas, nuestro cuerpo, e incluso pueden cambiar nuestros valores.

Un aspecto esencial del crecimiento personal es asumir que no podemos


hacer nada para alterar las leyes fundamentales de la física (por ejemplo, el
cambio, producto ineludible de las leyes de la termodinámica); aceptar que
nunca nos vamos a bañar dos veces en el mismo río nos otorga más
flexibilidad interior. Esta forma de pensar que abraza el cambio se conoce en
psicología como pensamiento dialéctico. Una persona dialéctica es capaz de
encontrar puntos medios entre polos que parecen opuestos, así como de soltar
el control; una persona dialéctica entiende que no se le pueden poner puertas
al campo y que no se puede parar el viento con las manos. Este pensamiento
es el corazón de la terapia dialéctico conductual. Por supuesto, no es nuevo,
ya ha sido explorado y desarrollado a lo largo de la historia en muchas
filosofías y religiones del mundo. Bruce Lee (ya mencioné a Steve Jobs y
Schwarzenegger, no te vayas a sorprender a esta altura) decía que hay que ser
como el agua que corre, que nunca se estanca. Sin embargo, esta mentalidad
está poco entrenada en general.

En contraposición al pensamiento dialéctico está la inflexibilidad cognitiva,


un estado mental que tiende a ver la realidad en términos de blanco o negro,
sin notar cómo todo está en el fondo interconectado, generando miles de
colores y sonidos distintos, cada uno con múltiples matices. De esta
inflexibilidad surgen los extremos, los polos, la rigidez que a veces nos lleva
a sufrir innecesariamente porque nos encasilla en una manera de pensar que
no nos permite aceptar y apreciar la realidad tal cual es. Si querés frustrarte,
centrate en las cosas que no podés controlar.

Un ejemplo concreto sobre esto es nuestra propia muerte, un concepto un


poco más problemático de aceptar. Mientras que el cambio constante es una
pastilla más fácil de tragar, reconocer que nuestro recorrido por la vida está
atado a la finitud de la existencia suele generar resistencia y evasión en
muchas personas. En líneas generales, a la gente le aterra pensar en su propia
muerte, y nuestra cultura de hospitales, morgues y cementerios-crematorios
nos ha alejado de ella, haciendo difícil la tarea de reconocerla como parte del
ciclo de la vida. Es bastante común que las personas que tuvieron una
experiencia cercana a la muerte manifiesten un cambio radical en su visión
de la vida y nuevas habilidades para vivir en el presente, adoptando una
actitud mucho más apreciativa, un sentido de gratitud por varios aspectos que
antes daban por sentados. Están agradecidas por sus amistades y su familia,
por estar vivas, por poder percibir y experimentar el mundo que las rodea.
Por suerte, no es necesario tener estas experiencias para hacer estos
aprendizajes. Practicar la aceptación de nuestra propia muerte, y no
simplemente pensarla, puede tener muchas enseñanzas asociadas que van a
favor del desarrollo de la flexibilidad interior, como la importancia de no
vivir constantemente en el pasado o en el futuro y poder volver al momento
presente. La práctica frecuente de mindfulness nos ayuda a desarrollar esta
perspectiva anclada en el presente, esta atención al “estar vivo”.

Junto al feelgoodismo y otros mandatos culturales mencionados previamente,


la baja difusión del pensamiento dialéctico en la sociedad occidental nos
lleva indefectiblemente a permanecer de manera rígida en un polo de la
realidad, lo que nos conduce al sufrimiento por no poder controlar la realidad
interna y externa. Para evitar caer en los polos extremos, necesitamos buscar
el equilibrio, un camino del medio. Esta forma de pensar y de vivir no se
logra de un día para el otro, pero es posible entrenarla.

Tom y Jerry | La búsqueda del equilibrio


Todas las personas estamos familiarizadas con los polos opuestos, de hecho,
hemos construido grandes simbolismos alrededor de ellos: blanco y negro,
Ying y Yang, Tom y Jerry, Laurel y Hardy. No debería ser sorpresa, pero
estas representaciones son manifestaciones de nuestras mentes, y los polos
pueden aparecer incluso en una misma persona para distintas circunstancias.
Algunas personas pueden estar más cerca de un polo o del otro, pero en
general vamos rotando de forma continua.

Marsha Linehan describe distintos estados de la mente que representan polos


opuestos que debemos reconocer para lograr que nos jueguen a favor y no en
contra. Estos son la mente emocional y la mente racional, la mente ser y la
mente hacer, la aceptación y el cambio, la autocompasión y la autonegación.
Al igual que las emociones, estos estados mentales son útiles y cumplen
funciones específicas, pero desconocerlos y no contar con un correcto
entrenamiento para volver al medio y buscar el equilibrio puede llevarnos a
extremos poco saludables. A veces, un polo puede llevar al otro sin que nos
demos cuenta. Por ejemplo, si nos matamos trabajando en la semana,
durmiendo y comiendo poco, probablemente nos pasemos el fin de semana
queriendo dormir, ver series y salir. Por otro lado, si sentimos que
desaprovechamos extremadamente el tiempo, puede que después lo queramos
recuperar trabajando sin parar. Estos ciclos pueden ser de un día, de semanas
o de meses.

Mente racional vs. mente emocional


Como vimos anteriormente, las emociones generan un efecto en el
pensamiento. Lo sesgan. Nos hacen ver las cosas a través de un cristal que le
otorga un determinado color a la realidad. Así, cuando tenemos miedo,
sentimos que algo malo o peligroso está por pasar; cuando sentimos enojo,
tenemos la certeza de que tenemos razón y de que las cosas tienen que
cambiar; cuando nos enamoramos, pensamos que la otra persona es perfecta.
A partir de cierto punto (que puede variar según la persona y la situación), si
nos dejamos llevar por nuestras emociones, podemos cometer grandes
errores. La mente emocional representa un estado mental gobernado por las
emociones en donde los hechos y la lógica se hacen más débiles.

La mente racional es un estado mental en el cual prestamos atención solo a


los hechos sin que importe el contexto, el estado emocional de los otros,
nuestros valores y los de las demás personas, y se ejecuta de manera
pragmática y lógica. En el extremo, la mente racional nos hace perder la
humanidad y nos convierte en personas poco efectivas al no considerar a
nuestros pares. A veces quienes nos dedicamos a la medicina encarnamos
esta mente cuando solo nos fijamos en variables meramente biológicas sin
detenernos a observar al paciente en su totalidad, como persona, como ser
biopsicosocial.

Siempre necesitamos un poco de las dos mentes. Como hemos visto, a veces
puede ser efectivo dejarse llevar por las emociones, y a veces necesitamos un
poco de frialdad y pragmatismo.

Mente hacer vs. mente ser


La mente hacer representa un estado mental que impulsa y orienta a cumplir
las metas. Está enfocada en resolver problemas, cumplir objetivos y hacer lo
que sea necesario para ejecutar lo que haya que hacer. Esta mente compara
dónde estás ahora con dónde querés estar en el futuro y cómo querés que este
sea, y también es la que lleva a compararte con los demás. Esta mente es la
que nos ayuda a completar trabajos, planificar y evaluar si estamos viviendo
de acuerdo a nuestros valores. Es importante porque es la que nos ayuda a
lograr los objetivos a corto y largo plazo, y más importante aún, a sobrevivir.

El problema ocurre cuando esta mente nos controla, y empezamos a vivir en


modo piloto automático. Al caer en este extremo siempre estamos haciendo
algo productivo, sea o no sea en relación al trabajo, intentando finalizar la
interminable lista de pendientes que tenemos. Así suelen ser las personas que
trabajan largas horas sin parar, para lo cual existe un término: “trabajólico” (o
en inglés workaholic, ambos términos derivados de “alcohólico”). En este
estado mental, corremos entonces el riesgo de olvidarnos del valor del
momento presente al focalizarnos solo en el pasado o el futuro, lo que
aumenta la probabilidad de sufrir ansiedad y/o depresión.

La mente ser, en cambio, es un estado mental orientado al presente, a


disfrutar el momento sin intentar cambiarlo ni describirlo. Es la mente de
principiante o de la infancia, abierta y curiosa, fascinada por la novedad. Se
focaliza más en lo inmediato y la experiencia momento a momento,
aceptándola tal cual es, y dejando de lado los juicios sobre el pasado y el
presente. Esta mente es la que se activa, por ejemplo, cuando estamos un día
lindo en una silla al lado de una pileta tomando sol.

Por más que la mente ser parezca muy bonita y simpática, sus extremos
pueden ser tan destructivos como los de la mente hacer, ya que solo se enfoca
en las experiencias inmediatas sin pensar en objetivos o en las consecuencias
de la acción actual o de la ausencia de acción. Demasiada mente ser puede
centrarnos en la experiencia personal a expensas de los demás y sus
necesidades. Puede ser destructiva si hay algo que debe hacerse o un lugar a
donde se debe ir y no lo estamos haciendo. Disfrutar un día en la playa puede
ser muy agradable, pero tarde o temprano tenés que abandonar ese estado
para ir a cocinarle a las personas que dependan de vos, pagar la luz, volver a
trabajar o enfocarte en lo que sea que esté alineado con tus valores.
Cambio vs. aceptación
Como te imaginarás, también necesitamos un equilibrio entre el cambio y la
aceptación. Demasiado cambio puede ser agobiante e imposible. Demasiada
aceptación se llama “resignación”. Bajar los brazos, no querer cambiar algo
que podemos y debemos cambiar. Y lo cierto es que realmente se puede
cambiar, se puede tener un entendimiento más completo y profundo de
nuestro comportamiento y de nuestras emociones.

Al mismo tiempo, tengo que decirte que no todo se puede ni se debe cambiar.
Muchas veces les digo a mis pacientes que la idea no es que dejen de tener
emociones gracias a la terapia. No deben cambiar tanto como para
convertirse en heladeras, no hacemos trasplantes de cerebro. Las personas
suelen ser sensibles, talentosas, especiales cada una a su manera: no quiero
que cambien tanto. Probablemente alcanza con que sepan aceptar sus
emociones, su forma de pensar, el dolor propio de tener una vida valiosa.

Autonegación vs. autocompasión


La autonegación es un estado mental en el cual nos negamos algo, en general
con tal de conseguir alguna meta o vivir un valor. En sí misma, la
autonegación no es un problema, es más, es necesaria para conseguir muchas
cosas, y por ese motivo este polo suele ir de la mano con la mente hacer.
Podríamos decir que son distintas caras del mismo fenómeno. La
autonegación se vuelve problemática cuando se torna rígida, como cuando
descuidamos nuestra alimentación, el descanso, las relaciones con los demás
y el disfrute. Vivir en este polo y desatender nuestras necesidades nos lleva
hacia la ansiedad y la depresión por agotamiento. Nos quemamos por no
permitirnos cargar la batería. Es típico sentir que entramos en un tubo por la
mañana y salimos por la noche, después de haber estado trabajando en
automático todo el día. En este modo, la vida termina teniendo sabor a
telgopor. Estamos siempre corriendo detrás de algún objetivo que muchas
veces no sabemos bien por qué perseguimos. Muchas personas con una
programación perfeccionista caen en los extremos de este modo. Más
adelante en este capítulo profundizaré en esto.
La autocompasión, por otro lado, es el estado que nos lleva a querernos y
cuidarnos a nosotros mismos, y se encuentra muy relacionada con la mente
ser. Esta mentalidad puede ser particularmente difícil para mucha gente,
porque implica una habilidad para frenar, disfrutar un café y mirar el
atardecer, apreciando la naturaleza y la gente a nuestro alrededor. De nuevo,
en sí misma no es mala, pero puede convertirse en un problema cuando está
desbalanceada, cuando pasamos demasiado tiempo dedicados al disfrute. La
autocompasión puede llevar también a la depresión, pero por otro camino:
cuando nos concentramos solo en sentirnos bien y en tener emociones
positivas, corremos el riesgo de no generar un proyecto claro, de no seguir
nuestros valores, de generarnos diversas adicciones que impiden nuestro
progreso personal. Construir una vida valiosa lleva sí o sí esfuerzo,
sufrimiento, tal como vimos al principio. Si en tu mentalidad, en tu vida, eso
no entra, si te volcaste al disfrute total, es muy probable que termines con una
enorme sensación de vacío. Tarde o temprano las fiestas se terminan.

Durante los últimos 20 años, la autocompasión se convirtió en uno


de los principales focos de investigación psicológica debido a los
beneficios que produce para la salud mental y física, la regulación
de las emociones y las relaciones sociales. Un feedback más
equilibrado, usando un tono amable y palabras amistosas, tiene un
gran impacto sobre nuestra mente.

Hagamos un ejercicio mental para ejemplificar. Imaginá que tenés


un hija pequeña (y si la tenés, mejor para el ejercicio) que quiere
tomar clases de algún deporte y estás buscando una profesora para
ella. La primera que encontrás le grita a sus alumnos sus errores y
les dice muy enojada “no puedo creer que sigan teniendo estos
errores después de todo lo que practicamos”. La segunda también
les marca los errores a sus alumnos, pero les dice: “hoy fue un
desastre, pero no pasa nada, vayan a descansar”. Por último, la
tercera alienta a sus alumnos durante el entrenamiento y al finalizar
les señala tanto su aciertos como sus fallas, les enseña cómo
hacerlo mejor la próxima vez y los alienta a seguir adelante.
¿Qué clase de profesora querrías para tu hija? ¿Qué clase de
profesora sos con vos? ¿Cómo te gustaría que una profesora te
hable? ¿Cómo te hablás a vos?

Muy bien 10 | El perfeccionismo


Al emprender cualquier tarea, la mayoría de las personas quiere hacer las
cosas bien, tener los mejores resultados y, en lo posible, que le den
reconocimiento por ello. Puede pasar, porque así es la vida, que las cosas no
salgan de la forma en que queríamos, que no obtengamos ciertos resultados o
el reconocimiento que hubiéramos deseado. Frente a esto, algunas personas
pueden dar vuelta la página y continuar con sus vidas. Pero a otras les afecta
fuertemente no alcanzar las expectativas que, muchas veces, son
autoimpuestas, lo que puede generar malestar, incomodidad, sufrimiento,
ansiedad, y afectar la autoestima y el rendimiento. Esto es el perfeccionismo.

Ser perfeccionista no es ni bueno ni malo, sino que puede ser un patrón de


comportamiento tanto funcional como disfuncional dependiendo de cuánto
condiciona el rendimiento y con cuánta flexibilidad nos manejamos. Mientras
que el perfeccionismo funcional es la sana búsqueda de la excelencia, en el
que los estándares son flexibles y hay ciertos errores permitidos, el
perfeccionismo disfuncional es la tendencia a tener estándares excesivamente
altos y rígidos, con una gran angustia asociada cuando estos no son
cumplidos o con una sensación de satisfacción corta en el tiempo porque
rápidamente esos estándares se vuelven más altos. Por ejemplo, ante un
examen de una materia muy difícil en la que nadie se saca más de 6, la
persona con perfeccionismo funcional estudiará para sacarse una buena nota
sabiendo que con aprobar ya será suficiente, y entendiendo que reprobar es
tropezón y no caída; en cambio la persona con perfeccionismo disfuncional
querrá obtener un 10 y no menos de 8 porque “tiene que” sacarse una buena
nota. Entonces, cancelará todos sus planes y no saldrá de su casa durante una
semana.

El perfeccionismo funcional (y equilibrado) nos lleva a alcanzar nuestras


metas al mismo tiempo que nos permite ser realistas con nuestras
limitaciones. Me atrevo a decir que muchas personas sobresalientes tienen o
tuvieron fuertes rasgos perfeccionistas. La banda The Police, antes de su
última gira, practicó muchas horas diarias durante meses. Si bien conocían
las canciones que habían tocado durante tantos años, sus estándares eran muy
altos y querían dar lo mejor de sí. Y eso está bien. El problema se encuentra
cuando conseguir nuestras metas se vuelve algo inflexible, cuando nos
apegamos extremadamente a los resultados, cuando confundimos las metas
con nuestros valores, y nos juzgamos como personas valiosas según lo que
“conseguimos”.

La autoestima y la valoración personal de las personas perfeccionistas


disfuncionales suele depender de los logros que tengan. Se juzgan como
personas valiosas solo si logran conseguir sus metas altas. Esto suele ser un
importante factor de mantenimiento del problema, dado que sus estándares
son inflexibles, rígidos. Se imponen a sí mismos una determinada forma de
actuar y, en los casos más extremos, cualquier otra forma es inaceptable. Uno
puede ver estas metas altas en alguien perfeccionista cuando usa palabras
como “siempre” (tengo que sacarme buenas notas siempre), “nunca” (nunca
me puede rechazar otra persona), “todos” (tengo que caerle bien a todos),
“el/la mejor” y “el/la más” (debería ser la mejor de la oficina, el más grande,
la más flaca).

Te sorprendería ver la cantidad de reglas que tenés en un día. ¿Te


liberás cada tanto de la prisión de reglas que te autoimponés? Si tu
respuesta es no, te recuerdo que hasta las personas privadas de su
libertad tienen tiempo libre por su buen comportamiento, y que es
importante que vos también lo tengas. A veces vivir con reglas tan
rígidas genera sufrimiento, y aun así no estamos en paz con
nuestro desempeño. Además, esas reglas suelen venir de nuestra
vieja historia de aprendizaje, de nuestra familia o docentes.
Animate a escuchar a las voces del pasado, identificalas y
modificalas para tener una vida balanceada donde puedas aceptar
que nuestro desempeño no va a ser perfecto siempre.

El perfeccionismo se torna problemático cuando la persona sigue


manteniendo sus estándares rígidos a pesar de las consecuencias negativas
que esto tenga en sus vidas. Es importante descubrir este patrón de
comportamiento porque la inflexibilidad mental asociada al perfeccionismo
disfuncional puede ser la causa de fondo de diversos problemas de salud
mental. Los trastornos de ansiedad, alimentarios y la depresión son algunos
ejemplos. De hecho, se suele decir que el perfeccionismo es
transdiagnóstico. Esto significa que muchas personas pueden tener rasgos
perfeccionistas que se solapan con distintos cuadros de salud mental. Podés
tener rasgos perfeccionistas y, al mismo tiempo, trastorno obsesivo
compulsivo, trastornos alimentarios, fobia social o trastorno de ansiedad
generalizado. Además, el perfeccionismo juega un rol importante como
mantenedor o potenciador de estos problemas.
El perfeccionismo suele seguir tres posibles caminos que se pueden
entremezclar en nuestras vidas: la autonegación, el pesimismo y la evitación.

Como ya vimos, en la autonegación las personas pueden realizar diversos


comportamientos de manera rígida con tal de conseguir sus metas. Pueden
desatender completamente sus necesidades biológicas, estudiando muchas
horas sin descanso, salteando comidas y durmiendo menos. A veces caen en
una constante evaluación de sus estándares, estando permanentemente
pendientes de si estos fueron cumplidos o no, preguntando qué piensa el resto
sobre su desempeño. Frecuentemente, están realizando comparaciones con
otras personas (estudian tantas horas como yo, están en tal o cual capítulo, es
más o menos inteligente que yo). A veces realizan interminables listas para
no olvidar nada. Pueden llegar a trabajar muchas horas seguidas sin parar, sin
detenerse a descansar o sin dedicar tiempo para el ocio, con el estrés que esto
implica. Solemos decir que estas conductas son en el fondo evitativas, dado
que crean un sentimiento fugaz de seguridad, impidiendo el contacto con la
ansiedad y malestar propios de “no cumplir”. Sabemos además que evitar el
contacto con emociones contribuye al mantenimiento y posible
fortalecimiento del malestar a largo plazo.

El segundo patrón que suelen seguir las personas perfeccionistas, el


pesimista, implica prestarles más atención a los errores cometidos que a los
logros obtenidos. Así suele funcionar la mente de todos en general, pero en
estos casos ese fenómeno está exacerbado. En caso de que los objetivos
hayan sido logrados, suelen ponerse metas aún más altas. Cuando
temporalmente alcanzan sus estándares, descuentan su éxito porque “al final
no era tan difícil” o concluyen que cualquiera lo hubiera podido hacer. Se
encierran en un círculo vicioso que les impide disfrutar sus éxitos o logros y
están constantemente pensando cómo la vara puede estar más alta, por lo que
suelen ser personas eternamente insatisfechas que sienten que nunca
alcanzarán una verdadera felicidad. En este tipo de perfeccionismo suele
ocurrir que los logros son interpretados menos como logros y más como una
forma de evitar el fracaso.

En el tercer camino, la evitación, la persona perfeccionista suele abandonar o


dar de baja su meta cuando cree que no puede cumplirla ya que piensa que es
muy difícil. A este comportamiento le llamo el “síndrome del Chavo del 8”,
personaje que, cuando no podía alcanzar una meta, la abandonaba diciendo
“al cabo que ni quería”. Ejemplos que he visto más de una vez en la clínica (y
en la vida) pueden ser no arreglarse bien para una cita o para una entrevista
laboral, patear el penal directamente afuera, no presentarse a rendir un
examen, no poder tocar en una banda de música más exigente, no cantar o
tocar en público... Algunos ejemplos pueden resultarte más obvios que otros,
pero todos suponen que si no tengo asegurado el éxito, no me presento o no
me juego del todo. Esto también puede llevar a la autocrítica y sostiene el
círculo de la valoración puesta en el logro. De aquí nace también el hábito de
procrastinar, de dejar para después. Este es un problema que cualquiera
puede tener, pero es particularmente frecuente en el perfeccionismo.
Automáticamente, estas personas posponen las tareas que no pueden realizar
tal como les gustaría, mientras que si tomaran una forma más moderada y
flexible de acercarse a lo que les gustaría alcanzar, tendrían más posibilidades
de ser capaces de actuar y alcanzar sus objetivos. Lo ideal conspira contra lo
posible.

El perfeccionismo también es alimentado por los “tengo que” y “debería”.


Estar constantemente diciéndonos “debería” solo hace peores las cosas:
manifiesta creencias inflexibles de fondo, que solo sirven para sufrir. A nivel
cognitivo, suelen darse otros fenómenos como:

● Atención selectiva: solo se le presta atención a un aspecto de la


realidad. Se nota más lo negativo que lo positivo (como ganar un
partido, pero quedarse pensando en que erré un penal).
● Sobregeneralización: implica aplicar categorías o juicios mentales
arbitrariamente a más de una situación (como, al cometer un error en el
trabajo, pensar “soy un fracaso como persona”).
● Dobles estándares. Se asocia a ser parcial, a aplicar reglas con
diferentes criterios cuando se deberían usar los mismos (creer “está
bien que las otras personas cometan errores, pero no yo”).
● Pensamiento “a todo o nada”. Lleva a ver la realidad en términos
absolutos, blanco o negro, sin admitir matices o grados (pensar que si
no puedo juntarme con mis amistades hasta las 3 de la mañana porque
al día siguiente tengo que trabajar, entonces mejor no voy a la reunión).
Algunos miedos típicos que tienen las personas perfeccionistas a la hora de
intentar modificar sus comportamientos es que no van a ser lo
suficientemente buenas, que caerán en la mediocridad, que la gente pensará
mal de ellas y que no se esforzarán lo suficiente. Estos miedos suelen tener
una raíz más profunda derivada del miedo al fracaso y al rechazo. Si bien es
difícil cambiar estos patrones de pensamiento, principalmente porque en
muchas ocasiones se ven reforzados por grandes logros conseguidos, es algo
posible, y la terapia cognitivo-conductual ha demostrado ser un abordaje
eficaz. Varios estudios de buena calidad, como el realizado por Caroline
Riley en 2007, han demostrado que con solo 10 sesiones de terapia
cognitivo-conductual durante 8 semanas es posible reducir
considerablemente las manifestaciones del perfeccionismo, y sus efectos
pueden durar varios meses después de haber terminado la terapia. Y de
hecho, eso es lo que sucede en la clínica.

El objetivo no es dejar de hacer las cosas bien, sino obtener la excelencia de


un modo diferente, con un menor impacto negativo en la calidad de vida.
Querer tener prestigio no es el problema, el problema está en las
consecuencias físicas y emocionales de buscarlo de manera inflexible. Por
eso no hablo de bajar los estándares, sino de flexibilizarlos, de abrir la mente
a otras cosas importantes en nuestra propia vida más allá de tal o cual meta.
El problema no radica en tener metas altas, sino apegarse rígidamente a ellas,
confundiendo valores con metas. Es por esto, que, como dije en otros
capítulos, lo ideal es guiarnos por una amplia variedad de valores que nos
llevarán a tener una vida plena y equilibrada, y no apegarnos demasiado a
metas específicas, porque nuestros valores pueden materializarse de múltiples
formas.

Recordá que las metas son objetivos que se pueden ir consiguiendo


a lo largo de la vida, son acontecimientos, situaciones u objetos
específicos que se pueden obtener o no, y reflejan o vuelven
“concretos” nuestros valores. Pero las metas son tan solo metas, y
una vez que las alcanzamos, finaliza nuestro progreso en esa meta
particular.

El punto medio: la mente sabia


Ante el dilema de los polos opuestos de la mente, surge el concepto de la
mente sabia, una manera de describir el equilibrio entre las distintas
mentalidades y el poder caminar por el sendero del medio. Una mente sabia
reemplaza el pensamiento de “una cosa o la otra” por “una cosa y la otra”,
utilizando todas las herramientas a disposición para hacer lo que se necesita,
pero con conciencia y sin rigidez. El sendero del medio combina la
moderación de la satisfacción de los sentidos, el autocuidado y el resto de
nuestras actividades. En ese sentido, una mente sabia es capaz de analizar los
hechos y aplicar la lógica sin dejar de considerar nuestras emociones y
valores (y las de las demás personas). Una mente sabia puede planificar el
futuro y tomarse un momento para disfrutar del presente. Una mente sabia es
capaz de trabajar duro por alcanzar sus metas sin descuidar el descanso, la
buena alimentación y las relaciones.

En el año 2015, tuve la suerte de poder hacer una capacitación en Estados


Unidos con Marsha Linehan. En esos días le escuché decir algo que en el
momento me inquietó: “la mente sabia no existe, es algo que inventé yo”. Por
suerte después aclaró: “es simplemente una forma de representar un concepto
que está en muchas religiones o filosofías: que todos tenemos en nuestro
interior la capacidad de encontrarnos con una sabiduría común que todos los
seres humanos compartimos”. Este concepto es compatible con lo que
diversas religiones o filosofías llaman corazón, intuición, prudencia, centro
interior, el centro de la persona. De ahí la sensación que venís teniendo de
que todo esto es conocido, que todo esto de algún modo lo sabías, o que todo
esto tiene un tufillo a Paulo Coelho. Las literaturas new age y muchos de los
libros que se enmarcan dentro de la noción de autoayuda también reciclan
conceptos provenientes de distintas religiones y filosofías, cuanto más
exóticas, mejor. La diferencia es que rara vez esos discursos tienen un
respaldo empírico y a menudo solo se utilizan para (parafraseando a
Nietzsche) oscurecer las aguas y que parezcan profundas. Dicho lo cual, qué
tal una frase del fundador del taoísmo (Lao Tzu): “Si estás deprimido, estás
viviendo en el pasado. Si estás ansioso, estás viviendo en el futuro. Si estás
en paz, estás viviendo el presente”.

Como ya te habrás imaginado, adoptar una mente sabia no es tarea fácil para
la mayor parte de las personas, ya que solemos estar casi siempre en algunos
de los polos. Afortunadamente, como toda habilidad cognitiva, la mente sabia
se puede entrenar y desarrollar. Hay (por lo menos) dos caminos para
hacerlo.

STOP | El camino corto


Esta es una habilidad simple y clásica de mindfulness que busca que no
actúes en automático, por lo que es muy útil para tener a mano en el día a día.
De nuevo, es una mnemotecnia simple para acordarte unos pasos:

Todo este procedimiento puede llevarte el tiempo que quieras. Lo podés


hacer en 30 segundos o en quince minutos. A veces, cuando tengo pacientes
con mucha ansiedad que me piden que les dé medicación a demanda, les
sugiero hacer esto en su lugar: “Tomate unas píldoras de mindfulness, 3 veces
por día, cada 8 horas” (reconozco que puedo ser un terapeuta un poco
irritante). Con esto no solo quiero transmitirles esta habilidad, sino también
la idea práctica de que las emociones no son algo que sí o sí hay que
controlar. A veces está bueno frenar para ver qué me están diciendo en este
momento.

Dado el automatismo que caracteriza nuestra cotidianidad, es útil establecer


recordatorios de esta práctica, como poner un cartel de STOP de protector de
pantalla en la computadora o el celular, o escribir la mnemotecnia en algún
lado.
Existen muchas técnicas de respiración para reducir la ansiedad y
enfocarnos en el presente. Una bastante útil consiste en inhalar
durante 4 segundos y espirar durante la misma cantidad de tiempo
o un poco más (5 o 6 segundos). Es importante que uses un reloj
para asegurarte que lo haces bien hasta que le agarres la mano.
También funciona muy bien el retener el aire por la misma
cantidad de tiempo: inhalar por 4 segundos, retener 4 segundos, y
espirar 4 segundos. Al controlar el tiempo de salida del aire, le
envíamos señales a nuestro cerebro de que todo está bien,
reducimos la actividad del sistema de alerta (el ya mencionado
sistema nervioso simpático) y activamos el sistema de la calma (el
sistema nervioso parasimpático). Si lo hacés por unos minutos, vas
a notar un efecto inmediato en tu estado emocional y sentir mayor
calma y claridad de pensamiento.

El hábito de meditar | El camino largo


El mundo de hoy en día está organizado para entretenernos, pero no
necesariamente viviendo acorde a nuestros valores o con un claro sentido de
la vida. Estamos hiperestimulados, y nos llega información continuamente
desde todas direcciones: tenemos muchas redes sociales, todo el tiempo salen
nuevas series y películas para ver, los videojuegos son cada vez mejores y
más atrapantes. Además, la mente hacer se puso de moda, y normalizamos el
sacrificio del descanso y el ocio en pos de alcanzar la máxima productividad
posible. Es aquí donde podemos enredarnos en toda esa maraña de
información y terminar actuando como personas autómatas hiperocupadas.

Si no prestamos atención, si no dedicamos algunos momentos de nuestro día


o semana a frenar y meditar sobre todo lo que nos pasa por la cabeza,
corremos el serio peligro de perder nuestra libertad y de someternos por
completo a la marea cultural. Subirnos al tren de la inercia y el automatismo
nos mata por dentro poco a poco, nos conecta con una sensación de vacío,
nos desconecta de nuestros valores y metas, y nos encadena a una vida de
sufrimiento innecesario (no en pos de nuestros valores y metas libremente
elegidos) que buscaremos tapar con estímulos externos.
Desde hace miles de años, diversas culturas y religiones han practicado el
ejercicio de la meditación. La práctica de la meditación nos brinda el espacio
para entrenar la búsqueda de la mente sabia al equilibrar los opuestos
mediante técnicas de respiración y de conciencia plena, que pueden
practicarse sin la necesidad de pagar cursos costosos. Si bien un guía siempre
es una buena ayuda para recorrer caminos desconocidos, particularmente el
de los estados internos, practicar meditación está al alcance de tu mano sin
costo alguno más que un poco de tiempo.

Hay muchas formas de practicar meditación de acuerdo a la escuela que


sigas, pero estos son algunos lineamientos simples. Quizás te sea útil para
comenzar, y luego podrás continuar tu búsqueda.

1. Buscá un lugar tranquilo, apartado, silencioso. Al principio puede que


solo te quedes por un tiempo en este punto. Para muchas personas es
difícil tolerar el silencio, pero este es fundamental.
2. Sentate o acostate en la posición que te parezca más cómoda (aunque si
elegís acostarte, es más probable que te duermas, lo cual es opuesto al
objetivo del mindfulness, donde buscamos tener nuestra atención a
completa disposición del ejercicio).
3. Notá tu estado emocional. El estrés, la tensión, la ansiedad, la ira y
emociones similares pueden hacer que te cueste tolerar el silencio y la
quietud. Si esta es la situación, usá algún ejercicio para calmarte o
relajarte como el trabajo de respiración que te compartimos más arriba.
También podés recorrer cada uno de tus sentidos y tomarte un tiempo
para responderte: ¿qué estás tocando, oliendo, viendo, degustando,
escuchando?
4. Si luego de hacer esto notás que tu cuerpo y tu mente están más
relajados, avanzá al siguiente paso. Si no pudiste, no te frustres,
simplemente quedate ahí hasta que estés en tu centro, con calma.

Si efectivamente notás que estás en un estado de paz, calma y tranquilidad,


podés quedarte disfrutando el tiempo que quieras, o podés hacerte preguntas
cuyas respuestas sean solo sí o no. Puede serte útil tener ahora un punto de
apoyo, algo que te ayude a mantener la concentración. Puede servirte cada
tanto volver la atención a la respiración, notando el aire que entra o sale por
la nariz; quedarte observando un objeto, una luz o una vela; tener algo en tus
manos, como una foto, una pulsera o una pelota de goma.

Acá van algunos ejemplos sobre temas a meditar, pero vos podés encontrar
las preguntas que se adecúen a tu situación:

● ¿Estoy conforme con mi trabajo?


● ¿Estoy conforme con la vida que llevo?
● ¿Necesito descansar más?
● ¿Necesito trabajar más?
● ¿Mis metas están alineadas con mis valores?

En este último paso pueden ocurrir varias cosas. A veces vas a notar que no
hay una respuesta clara, puede que tengas dudas sobre alguna cuestión. No
pasa nada, quizás la respuesta es que hay que esperar, que hay que aceptar la
incertidumbre y continuar hasta tener una idea más clara sobre el asunto.
También puede ocurrir que no haya respuesta, por lo que quizás necesites
pedir ayuda, recurrir a otro ser humano. Y, finalmente, puede que brote una
respuesta clara. Esto ocurre y no es para nada raro. Lo difícil es tener el valor
y la disposición para escucharla.

Las respuestas de la mente sabia tienen ciertas cualidades que las hacen muy
fácilmente distinguibles de las respuestas provenientes de las otras
mentalidades: son radicalmente ciertas, casi obvias; son coherentes con tus
valores, con tus metas y con tu historia personal; son intuitivas e inmediatas,
por lo que no necesitás una cadena de razonamientos para llegar a ellas; y son
suaves y amables, por lo que requieren de este silencio y desapego para poder
escucharlas. De ahí la importancia de practicar la meditación.

Por supuesto, esto no sucede de un día para el otro y requiere de (mucha)


práctica y constancia, pero con el tiempo te va parecer cada vez más fácil y
luego se tornará algo tan natural como respirar. Una vez más, te recomiendo
dedicarle todo el tiempo posible a la meditación. ¡Además es gratis! Hay
gente que llega a practicar una hora por día. Esto puede ser mucho para
empezar, así que te sugiero comenzar con unos minutos una, dos o tres veces
por semana. Pero hacelo. Esta es una buena oportunidad para practicar
también las estrategias de motivación que vimos en la primera parte del libro,
justamente para ayudarte a generar el hábito de la meditación.

La meditación comprende una gran familia de prácticas diversas y


muy antiguas que incluyen algunas prácticas de la filosofía zen, el
budismo, el yoga, el tai chi, el qigong y la meditación cristiana.
Fue en la década del 70 que el investigador Jon Kabat-Zinn acuñó
el término de mindfulness después de estudiar las prácticas zen y
budistas en busca de herramientas para el manejo del estrés.
Resumidamente, mindfulness es un tipo de meditación en donde se
busca enfocar la atención en el presente sin juzgar las experiencias
inmediatas (como los pensamientos, las emociones, la postura
corporal y las sensaciones), y acercarse a estas con apertura y
aceptación. A su vez, existen varias técnicas de mindfulness, que
van desde aquellas derivadas de la tradición budista, como la
vipassana, dzogchen y zen, hasta aquellas “occidentalizadas”,
como el entrenamiento integral cuerpo-mente y la reducción del
estrés basada en la atención plena.

Desde entonces, el mindfulness llamó la atención de la comunidad


académica y, en los últimos 20 años, se realizaron muchos estudios
de buena calidad que indican que la práctica sostenida de
mindfulness genera efectos beneficiosos sobre la salud física y
mental, y sobre el rendimiento cognitivo.

En una revisión publicada en el año 2015, Yi-Yuan Tang y sus


colegas resumieron los hallazgos más importantes. En pocas
palabras, la práctica sostenida de mindfulness consiste en el
entrenamiento de la regulación de la atención y las emociones, y de
la capacidad de introspección. Con el paso del tiempo, las personas
que lo practican se hacen más habilidosas en controlar su foco de
atención, en gestionar sus emociones y en examinar su propia
conciencia. Las investigaciones con neuroimágenes descubrieron
que el mindfulness es capaz de generar cambios en la estructura y
la función de las regiones del cerebro implicadas en los beneficios
que se le atribuyen: corteza cingulada anterior (regulación de la
atención), redes neuronales fronto-límbicas (regulación emocional)
y redes neuronales de la corteza prefrontal medial y la corteza
cingulada posterior (introspección).

Si bien los mecanismos neuronales y moleculares subyacentes aún


no están completamente claros, la idea de que el mindfulness tiene
un gran potencial para mejorar la salud, lograr un mayor bienestar
y ser útil en el tratamiento de trastornos clínicos es cada vez más
fuerte.

A modo de epílogo | Influencias


Este último capítulo es muy importante porque requiere de la integración de
todos los anteriores. Encontrar estos puntos medios de la vida necesita tener
claridad en nuestros valores y metas, saber cómo automotivarnos, conocer y
regular nuestras emociones y, finalmente, saber conectar con las demás
personas y disfrutar la vida. Además, hablamos sobre la necesidad de aceptar
una cuestión casi filosófica de fondo: el control, tanto sobre nuestra vida
como sobre los demás y nuestro alrededor es una ilusión. No controlamos
nada. A lo sumo, con habilidad y entrenamiento, influenciamos.

Esta influencia la debemos ejercer en primer lugar sobre nosotros mismos,


sobre nuestros pensamientos, emociones y comportamientos. Aristóteles
decía que sobre las pasiones podemos tener un control “político”. No nos
podemos imponer las cosas con arrebato o violencia. Tenemos que saber
negociar con nosotros mismos, con amabilidad. Luego, cuando ya sentimos
que manejamos estos recursos, recién ahí podemos aplicarlos en nuestra
relación con las demás personas. Podemos influenciar, no controlar, los
pensamientos, emociones y comportamientos de la gente a nuestro alrededor.
Esta posibilidad tiene un lado claro y un lado oscuro de la fuerza. A la hora
de aplicar esto en nuestro contexto, no debemos perder de vista la persona
que queremos ser y qué relación queremos tener con los otros.

Como te imaginarás, tanto este último capítulo como todos los anteriores dan
para mucho más. Podríamos escribir libros enteros sobre cada uno de los
temas tratados. Pero no sirve de mucho que solo leas este texto. Te
recomiendo practicar, hay que experimentar cada una de estas cosas. El
cuaderno de ejercicios que hicimos junto a este libro tiene por objetivo,
justamente, que pongas estas herramientas en práctica. Dirás “qué fiaca”.
Pero, cuando vas a clases de natación, no te dan solo un libro o una
presentación en Power Point sobre cómo nadar. Tenés que nadar, tirarte a la
pileta, tragar algo de agua. Al principio, probablemente hagas cualquier cosa,
pero vas a ir viendo cómo de a poco tus movimientos se estilizan, te sale todo
cada vez con más naturalidad, te da el aire para seguir.

No te desanimes si esto te parece difícil, raro o contraintuitivo. Eso nos pasa


a todos. Lo importante es la práctica, práctica y más práctica.

Capitulo 4.1

Bibliografia

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TEXTO

Texto

Ángel Gargiulo
Médico especialista en Psiquiatría. Se desempeña como psiquiatra y director en el Centro
Integral de Salud Mental Argentino. Posee una extensa formación y experiencia en psicoterapias
basadas en evidencia científica (TCC, ACT, DBT y mindfulness). Realizó diversos
entrenamientos en estas terapias tanto en Argentina como en Estados Unidos, dictados por
Marsha Linehan, Tony Dubose, Robyn Walser y Jonathan Kanter, entre otros. Fue residente del
Hospital Borda, y psiquiatra y psicoterapeuta en la Fundación Foro. . Es investigador del IBCN
(Instituto de Biología Celular y Neurociencias) y docente de grado y posgrado de diversas
instituciones (Universidad Austral, Fundación Foro, Universidad de Buenos Aires). Posee
publicaciones científicas en libros y revistas nacionales e internacionales.

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