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TEMA 2.3.1
ROMA Y LA HERENCIA CULTURAL GRIEGA
Introducción
Ya hemos visto que Roma tenía una tradición pedagógica propia, pero el contacto con
otros pueblos facilitó que la educación, por así llamarla, latina, evolucionara de una
manera y en una dirección muy distinta, siendo los métodos de la educación helenística
los que mejor serian aceptados por los romanos.
Esto no significa que coexistieran dos culturas diferenciadas, una griega y otra latina,
sino lo que surgió fue una cultura grecolatina. Cuando se habla específicamente de una
cultura latina es en el sentido de que se trataba de una variedad específica de esa cultura
grecolatina, única. Esto se puede comprobar de una manera muy particular en la
educación en la que el aporte original de la sensibilidad y el que pudo tener
específicamente el carácter de las tradiciones romanas sólo supuso que se puedan
atestiguar retoques muy puntuales que favorecen o coartan determinados aspectos de la
pedagogía griega.
1
Este tema ha sido parcialmente extractado de Marrou, H. I. (1985): Historia de la educación en la
Antigüedad, Madrid.
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la etapa de conquista del Oriente griego. Este proceso, que algunos autores han llamado
la “revolución espiritual del siglo II”, en realidad fue la última fase de un proceso que
había comenzado mucho antes y que se remonta a los mismos orígenes de Roma. No
podemos olvidar que Roma se encontraba en los confines del mundo griego y que muy
cerca de ella estaba Cumas, según la tradición, ciudad fundada muy poco antes (775-
750 a.C.) y que va a tener una gran influencia en toda la región. Roma, desde sus
orígenes, no pudo abstraerse de la influencia griega, influencia que penetró, primero por
mediación de los etruscos, a su vez, muy influenciados estos por los griegos. Hasta
finales del siglo IV a.C., los hijos de las familias aristocráticas romanas se sentían muy
atraídos por la educación etrusca. Con posterioridad, a partir del siglo VI a.C., fue una
Campania muy helenizada ejerció una profunda influencia a todo el territorio latino.
No se puede negar que Apio Claudio el Ciego, el censor del 312 a.C., estaba ya
influenciado por las ideas helenísticas. En el siglo II a.C., ya era habitual que los
hombres públicos romanos se dirigieran a los griegos en su propia lengua de una
manera fluida; así lo hacía Tiberio Graco, censor del 169 a.C., y el padre de los tribunos
de la plebe Tiberio y Cayo; lo mismo que Craso Muciano, de quien sabemos que,
durante su misión en Asia, en el 131 a.C., a la hora de administrar justicia era capaz de
emplear alternativamente los cinco dialectos griegos. Para los aristócratas romanos, el
griego, ante todo, fue la lengua internacional, la lengua diplomática, la de sus
adversarios y pronto la de sus súbditos orientales.
Para los romanos, una de las mayores ventajas de la adopción de la cultura griega era
que les abría el camino para el dominio de la oratoria, cuyo desarrollo hasta ese
momento había sido pobre debido a su escasa evolución cultural. En el siglo II a.C., el
dominio de la palara en Roma había alcanzado ya una importancia considerable y cotas
de admiración tan altas como en la Atenas de los sofistas en el siglo V a.C. os políticos
romanos fueron cada vez más conscientes de que debían conquistarse el favor de la
multitud para lograr así conquistar su voto en las distintas asambleas, pero también
debían saber como reanimar la moral de las tropas en campaña, o persuadir a un
tribunal.
Pronto, bajo la enseñanza de los griegos, los romanos se dieron cuenta del valor que
tenía el conocimiento de la retórica y que este podía incrementar, sin duda, su eficacia
como políticos.
Muy probablemente, los primeros oradores latinos que tuvieron ya una formación
griega aparecieron en época de Catón el Censor (234-139 a.C.), aunque esto contradice
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Junto con la retórica y con la formación literaria que le servía de base, Roma va
descubriendo paulatinamente todos los aspectos de la cultura griega. El historiador
Polibio hace hincapié en los servicios que el conocimiento de la astronomía puede
prestar a un general en campaña, para organizar las diversas etapas de la marcha de sus
tropas; Es claro que en las palabras de Polibio se percibe ya la influencia que tuvo en su
época y lo seguirá teniendo con posterioridad ese grupo de ilustrados que creció en
torno a Escipión Emiliano y que es conocido como el “Circulo de los Escipiones”. Un
grupo que sería injusto decir que estaba formado solamente por nobles y altas clases de
la sociedad. Sin duda, una buena parte de la plebe romana no pareció insensible a los
valores humanos de la cultura griega, a sus aspectos más nobles y más desinteresados:
no se puede dudar de la sinceridad y de la profundidad del filohelenismo de ciertos
hombres como el primer Africano, y sobre todo de Flaminino el vencedor de
Cinocéfalos (197 a.C.), o de Paulo Emilio, el de Pidna (168 a.C.), y, desde luego, en la
generación siguiente, de el mencionado círculo agrupado en torno del hijo de Paulo
Emlio, Escipión Emiliano.
Entre las muchas anécdotas que a él se refieren, me parece oportuno recordar aquella en
que, al contemplar el incendio de Cartago, se apodera de él un doloroso presentimiento,
que lo hace pensar, ante la destrucción e la ciudad enemiga, que ese mismo destino
podría tocarle a su propia patria. No son estos, por cierto, los sentimientos de un
bárbaro, ni los de un hombre rústico; y es notable que, para reproducirlos Emiliano cite
unos versos de Homero:
“Llegará el día en que han de perecer la santa Ilión y Príamo y el pueblo de Príamo
quedará a merced de las picas...”
En aquel ambiente los más notables nombres de la ciencia griega se codean con los de
la más alta nobleza romana, ya se trate del historiador Polibio o del filósofo Panecio. No
mucho más tarde es conocido que Posidonio ejerció una gran influencia en la sociedad
de su tiempo.
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“Eso fue como un viento que llenó la ciudad... no se hablaba de otra cosa, tanto que
Catón se apresuró a obtener del Senado un decreto de expulsión contra esos discutidores,
«esos hombres que podían persuadir fácilmente y hacer creer todo cuanto quisieran.”
En efecto, esta invasión de las disciplinas griegas, acogidas con entusiasmo por la
mayoría, tropezaba, sin embargo, en un sector de la opinión pública, con una violenta
hostilidad, alimentada por el espíritu tradicionalista y por el orgullo nacional; los “viejos
Romanos”, de quienes se hizo portavoz Catón el Censor, que constituye para nosotros
un símbolo pintoresco, reprochaban a la cultura griega la transmisión de gérmenes de
desidia y de inmoralidad.
El senadoconsulto de expulsión, promovido por Catón en el año 154 a.C., ya había sido
precedido por muchas medidas análogas; en el 173 a.C. el Senado había expulsado a los
dos filósofos epicúreos Alicio y Filisco, y en el 161 a.C. una medida de orden general
dispuso la expulsión de todos los filósofos y retóricos. Siempre quedó algún vestigio de
esa oposición; aún en tiempos del Imperio, como puede apreciarse en Juvenal, pero en
este caso sólo se trata de una actitud de mal humor, reacción muy natural contra la
suficiencia y el exacerbado nacionalismo de los graeculi. De hecho esta oposición
prácticamente no se tradujo en otra cosa que en un falso pudor, un tanto hipócrita, por
parte de los hombres políticos romanos, que en público enrojecían de vergüenza a causa
de ese helenismo del que se hallaban tan profundamente impregnados: Cicerón, por
ejemplo, en las Verrinas, aparenta todavía ignorar el nombre de Policleto, del mismo
modo que, dos generaciones antes, los grandes oradores Craso y Antonio habían
considerado conveniente, para su propia publicidad, aparecer el uno como si desdeñase,
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y el otro como si ignorase a aquellos griegos con quienes mantenían, sin embargo, tan
íntima relación.
En este proceso, la aristocracia romana adoptó para sus hijos la educación griega.
Disponía de profesores particulares, entre los numerosos esclavos reclutados como
prisioneros de guerra: el ejemplo más antiguo es el de Livio Andrónico, griego de
Tarento llevado a Roma como esclavo tras la toma de su ciudad (272 a.C.) manumitido
después por el amo que le había confiado la educación de sus hijos. Se sabe cuán
pródiga fue la sociedad romana en la manumisión de esclavos, actitud que compensaba
con un reflejo humanitario la barbarie de ese reclutamiento forzoso.
Muy pronto, paralelamente a esa docencia privada que se ejercía en el seno de las
grandes familias, hizo su aparición una enseñanza pública del griego, impartida en
verdaderas escuelas: Andrónico ya enseña al mismo tiempo en casa y fuera, como
preceptor y como maestro de escuela. Además de los libertos que trabajaban por cuenta
propia, había asimismo esclavos cuyos propietarios explotaban su talento pedagógico:
un esclavo Capaz de enseñar era una buena fuente de renta (bien lo sabía Catón, y se
cotizaba ventajosamente en el mercado. No todos los profesores de griego eran de
origen servil: tal es el caso de Ennio, nacido en un municipio aliado de Mesapia. La
existencia de una clientela ávida de aprender atrajo rápidamente a la capital no pocos
griegos en busca de fortuna; hacia el 167 a.C., Polibio advierte en Roma la presencia de
un gran número de maestros cualificados.
Las familias romanas, preocupadas por asegurar a sus hijos la educación más completa,
no escatimaban absolutamente nada para procurarles la mejor formación griega: buena
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prueba de ello es el caso de Paulo Emilio, que rodea a sus hijos de todo un elenco de
profesores griegos especializados y les ofrece inclusive la rica biblioteca del rey Perseo,
que formaba parte del botín reunido en Macedonia. O el caso de Cornelia, la madre de
los Gracos, a quien una anécdota famosa nos la presenta esperando, para enorgullecerse
de ello, el retorno de sus dos hijos de la escuela. Y es que ella misma, en persona,
dirigía sus estudios y sabía elegirles los maestros más autorizados: el mayor, Tiberio
tuvo como profesor de elocuencia al ilustre Diófanes de Mitilene, y como maestro de
filosofía y director espiritual al estoico Blosio de Cumas.
No debe asombrarnos este papel desempeñado por una matrona romana, pues también
las mujeres tenían acceso a la cultura griega; la misma Cornelia mantenía una especie
salón literario, abierto a los espíritus más selectos con los que contaba Grecia. Y su caso
no es el único. A Salustio, por ejemplo, le parecía normal que Sempronia, madre de
Bruto, el asesino de César estuviera igualmente versada en las letras griegas y latinas.
Con el fin de adquirir una formación griega completa, los jóvenes Romanos ya no se
conformarán con los maestros de que podían disponer en Roma o hacer venir a Roma,
sino que viajarán a la propia Grecia para completar allí su formación siguiendo los
mismos estudios que los griegos nativos. Desde el 119-118 a.C., los Romanos se hacen
admitir en el seno de la efebía de Atenas; y más significativo aún es el caso de los
jóvenes que querían ingresar en las escuelas de los filósofos y retóricos de Atenas o de
Rodas, los dos centros «universitarios» más importantes del mundo griego, como
ocurrió con el mismo Cicerón o con alguno otro de sus contemporáneos.
Al principio, con el fervor del descubrimiento, los jóvenes romanos se interesan por
toda la cultura griega. Paulo Emilio no sólo proporciona a sus hijos profesores griegos
de letras, gramáticos, sofistas y retóricos, sino también pintores, escultores, escuderos y
monteros. Sin embargo, los artistas plásticos sólo ocupaban un lugar muy desdibujado
dentro de la educación helenística. Pero Paulo Emilio había querido impartir a sus hijos
una educación realmente principesca, que no prescindiese de ninguno de los aspectos
esenciales del humanismo griego.
El estudio de la música se toleraba algo más entre las niñas, pero a título de arte
recreativa; sin embargo, aun la música se practicaba con cierta austeridad típicamente
romana: Salustio, en el pasaje donde presenta a la madre de Bruto, comprometida en el
ambiente sospechoso de Catilina, anota que ella tañía la lira y danzaba mucho mejor que
lo recomendable para una mujer honesta.
Este juicio atenuado expresa bien a las claras la posición que en definitiva adoptó la
sociedad romana sobre este particular: las artes musicales fueron integradas en la
cultura como uno de los elementos necesarios del lujo y de la vida elegante, pero más
bien a título de espectáculo que de arte vocacional. Desde esa época la música y la
danza tienden a ser, si no del todo abandonadas, por lo menos descuidadas en la
educación; de hecho, nunca se las excluyó formalmente de ésta. Desde Augusto hasta
los Severos persistirá la costumbre, a imitación de los griegos, de hacer cantar un himno
por un coro mixto de niños y niñas en determinadas fiestas solemnes, sobre todo en los
juegos seculares. Más significativo aún es el lugar reservado a la música y a las artes
plásticas en las biografías imperiales. No nos interesa en esta oportunidad ni la
clasificación ni la crítica de estos testimonios, de valor bien diverso, por cierto, nos
basta comprobar que atestiguan, tanto en los siglos I-II de nuestra era como en los siglos
IV-V, que el arte siempre tiene cabida en la idea que uno se forja de la educación de un
emperador, y el emperador, como se sabe, define el tipo ideal de la humanidad.
Oposición al atletismo
Igual reacción, acaso más categórica, se mantenía frente a la educación física, tan
esencial sin embargo a la paideia de tipo griego. El atletismo no entrará jamás en las
costumbres latinas. Para los Romanos será siempre el atributo específico del helenismo.
A diferencia de los Oscos de la Campania, los Romanos no se decidirán a adoptarlo.
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Eso no quiere decir que los romanos fueran totalmente ajenos a la práctica de deporte y,
sobre todo en época ya imperial lo harán en especiaciones juveniles cuando el circo y el
anfiteatro reemplacen a la palestra y el estadio.
Escipión, el primer Africano, estando en Sicilia en el 204 a.C., ponía buen cuidado en
vestirse a la griega y en intervenir en los ejercicios propios del gimnasio, pero tal vez
fuera ello una política deliberada para atraerse la simpatía de los sicilianos, y ya se sabe
que su conducta provocó un vivo escándalo.
Si la práctica de los ejercicios gimnásticos entró en la vida romana, fue por razones de
higiene, y no por afición deportiva; fue más bien como un elemento accesorio de la
técnica propia de los baños de vapor. Arquitectónicamente la «palestra» romana es una
dependencia de las termas; en cuanto al gimnasio romano, no pasa de ser un jardín
recreativo, un parque cultivado.
Durante la República, los romanos no tienen tiempo para ocios considerados elegantes,
como el deporte. A pesar de ello, Polibio felicita a Escipión Emiliano por su afición a la
caza en oposición a la mayor parte de los demás jóvenes nobles romanos carecían de
tiempo para consagrarse a ella, pues no pensaban en ninguna otra cosa que no fuese
defender una causa o dedicarse a la política, o sea, cumplir sus deberes de ciudadanos.
que la música y la gimnasia, esos dos rasgos tan característicos de la educación griega
más antigua, ya se hallaban en vías de regresión dentro de la cultura griega de los
últimos siglos anteriores a nuestra era. Como todos los caracteres regresivos de una
cultura, continúan subsistiendo por prescripción, pero su virtualidad no es lo
suficientemente fuerte para imponerse y exportarse. En realidad, aun en la propia Grecia
la música y el deporte tendían igualmente a convertirse en una ocupación propia de
profesionales y especialista, y a no ser para el público común otra cosa que meros
espectáculos. En este último aspecto, la música y el deporte helenísticos son realmente
algo vivo: es necesario remarcar que justamente bajo esa forma se introdujeron en la
cultura y en la vida romanas. Pero como elementos de la educación liberal, lo que
quedaba de su prestigio en la patria de origen era ya demasiado débil para poder
imponerse a los Latinos como objeto de imitación.
La influencia griega sobre la educación romana abarca un campo mucho más amplio
todavía. Se nos representa bajo una doble forma: la aristocracia romana, al mismo
tiempo que educa a sus hijos a la manera griega, como lo haría un griego culto,
superpone a esa educación extranjera un ciclo paralelo de estudios, literalmente calcado
del modelo de las escuelas griegas, pero transpuesto en lengua latina.
Frente a las escuelas en que se enseñaban las disciplinas griegas fue abriéndose una
serie paralela de escuelas latinas: primarias, secundarias y superiores. La aparición de
esta nueva enseñanza se efectúa para cada uno de los tres grados, en una época y dentro
de un contexto histórico distintos: la escuela primaria aparece desde los siglos VII-VI
a.C., la secundaria, en el siglo III a.C. y la superior no aparece hasta el siglo I a.C.
Escuelas primarias
Los orígenes de la escuela primaria se remontan a época muy antigua. Plutarco, sin
duda, asegura que el primero en abrir una escuela de pago, fue cierto magíster que
llevaba el nombre de Esp. Caruilio, en el 234 a.C., pero, si tal información es cierta,
sólo se refiere al carácter mercantil y público de la institución. Los pintorescos textos de
Tito Livio que pretenden evocar las escuelas primarias de tipo clásico en Roma hacia el
445 a.C., y entre los faliscos un poco después del 400 a.C., no pueden evidentemente
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tomarse en consideración, pero no cabe duda de que la enseñanza elemental de las letras
debió aparecer en Roma mucho antes del siglo IV a.C.
Por analogía podemos suponer que los mismos métodos se aplicaban, hacia esa época,
en la enseñanza elemental latina; la célebre fíbula de oro encontrada en Praeneste, que
lleva grabada de derecha a izquierda, a la manera etrusca, la siguiente dedicatoria:
«Manio me ha hecho para Numasio» atestigua que desde el siglo VII a.C., el uso de la
escritura (y por tanto su enseñanza) era muy común; y esto no sólo en la propia Roma,
cabecera de puente de la influencia etrusca más allá del Tíber, sino también, en esa
época, en el resto del Lacio. Esta inscripción, una de las primeras en una lengua
protolatina, ha sido puesta en duda en los últimos años, y aunque no se duda de la
autenticidad de la fíbula si ha sido puesta en duda la autenticidad de la inscripción.
Enseñanza secundaria
La enseñanza secundaria latina se inicia mucho más tarde, a mediados del siglo III a., C.
Este retraso no debe asombrarnos: la enseñanza secundaria clásica en Grecia se basaba
en la explicación de los grandes poetas y, ante todo, de Homero. ¿Cómo habría podido
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conocer Roma un estudio equivalente, si carecía de una literatura nacional? De ahí esa
paradoja, en la que tal vez no se ha reparado lo bastante: la poesía latina fue creada
precisamente para suministrar material de exégesis a la enseñanza, sin duda con el
objeto de responder a una exigencia del nacionalismo romano, que no habría de
contentarse por mucho tiempo con una educación impartida exclusivamente en griego.
El primer poeta latino, y asimismo el primer profesor de literatura latina, fue aquel
mismo Livio Andrónico de Tarento, que ya hemos señalado como el primero,
cronológicamente, de los maestros que enseñaron griego en Roma. Tradujo la Odisea al
latín sirviéndose de la antigua métrica autóctona, el saturnio. Esta traducción era muy
literal (verso por verso); así, por ejemplo, el, «Cuéntame ¡oh Musa!, el hombre posee
mil recovecos!, lo tradujo por Virum mihi Camoena insece versutum.
Pero no hay por qué imaginar que Livio Andrónico se hubiese propuesto ayudar a sus
alumnos a iniciarse en el griego de Homero, mediante una traducción yuxtalineal.
Aquella traducción era para Andrónico un texto que él explicaba, paralelamente a los
clásicos griegos.
Sin duda, no fue ésta la única fuente de la primitiva poesía latina, pero durante largo
tiempo conservó ese carácter, extraño para nosotros, de hallarse íntimamente ligada a la
necesidad de alimentar los programas de la enseñanza secundaria: dos generaciones
después, Ennio, otro semigriego, continuaba explicando, juntamente con los de los
autores griegos, sus propios poemas, también ellos promovidos desde su aparición a la
categoría de clásicos.
Muy pronto, según parece, hacia la época de los Gracos, la enseñanza secundaria se
emancipó quedando en manos de los grammatici latini, paralelos a los gramáticos
encargados de enseñar el griego. Sin embargo, continúo durante largo tiempo
entorpecida por la falta de prestigio y por el escaso valor cultural de los textos
explicados, el viejo Andrónico seguía figurando en el programa, Ennio le disputaba la
primacía, pero se trataba de una mezquina competencia de Homero. Puede conjeturarse
que desde el siglo II a.C., en adelante los textos de los cómicos latinos fueron adoptados
en las escuelas: ¿acaso podía desdeñarse tal refuerzo? ¿Y cómo no admitir a los
imitadores y émulos de aquel Menandro que por otra parte figuraba en los programas de
los gramáticos griegos?
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La medida respondía ciertamente a una finalidad política, pero es preciso ver en ella
algo más que un gesto hostil de aquellos dos censores aristocráticos hacia una iniciativa
surgida de un clan rival. El espíritu mismo que animaba a la nueva escuela es lo que sin
duda inquietaba a los conservadores. Podemos tener una idea precisa de la pedagogía de
Plocio gracias a un manual anónimo que nos transcribe la Retórica dedicada a Herenio,
compuesta entre el 86 y el 82 a.C., por un discípulo de esta escuela.
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Sin duda, no todos los asuntos se referían a una actualidad tan candente, ni la
argumentación se orientaba sistemáticamente en un sentido favorable a los populares
(un buen retórico ha de saber disputar a favor y en contra); pero no es dudoso, sin
embargo, que la atmósfera general de la escuela trasluciese la posición política de su
fundador.
La obra de Cicerón
Movido por un sincero patriotismo, el gran orador consagró buena parte de sus
esfuerzos, desde el principio hasta el fin de su carrera, a posibilitar el estudio de su arte,
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Acaso el mismo Cicerón dio, el ejemplo: sabemos que él revelaba los secretos de su arte
a sus jóvenes discípulos; de todos modos, parece cierto que, desde los tiempos de
Augusto, existía entre los romanos una enseñanza latina de la retórica, superpuesta
normalmente a la del retórico griego.
Pero en este plano, la influencia de Cicerón fue mucho menos fecunda que en el campo
de la elocuencia. Jamás hubo una escuela latina de filosofía, sin duda porque ésta no se
dirigió sino a una minoría de espíritus selectos, a quienes no podía desanimar el
esfuerzo suplementario que exigía la lengua.
Hubo, claro está, una filosofía romana de tónica pitagórica, luego epicúrea en tiempos
de la República, estoica bajo el Imperio y neoplatónica en los siglos III-V; y hubo
también, después de Cicerón, filósofos que pensaron y escribieron en latín. Pero existen
constancias de que muchos de ellos, aun procediendo de un medio social realmente
romano, utilizaron en igual medida el griego como medio de expresión: tal el caso de
los Sextios, de Cornuto, de Musonio, del emperador Marco Aurelio. Y, lo que es más
significativo todavía, aun aquellos que compusieron sus obras en latín habían hecho sus
estudios filosóficos en griego: el fenómeno es muy visible en Séneca y en Apuleyo.
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La ciencia
¿Para qué crear una enseñanza especial en latín, destinada a estas vocaciones
excepcionales? El obstáculo de la lengua no contaba en este caso; por lo demás, al igual
que en la filosofía ¿no era acaso el objeto de estos estudios una Verdad que transcendía
todo lenguaje?
La medicina romana
Solamente en tiempos del Bajo Imperio, en el siglo IV y sobre todo en el V, aparece una
literatura médica (y veterinaria) en latín; por otra parte, está integrada en lo esencial por
traducciones de manuales griegos. Este florecimiento tardío se explica por la reacción
natural del medio social (Occidente no podía prescindir de médicos) ante un fenómeno
que nos toca estudiar ahora: el retroceso de los estudios griegos y el rápido olvido de la
lengua griega en Occidente, hecho característico de la historia cultural de la baja
antigüedad.