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Educación e Identidad en el Mundo Clásico

TEMA 2.3.1
ROMA Y LA HERENCIA CULTURAL GRIEGA

Introducción

Ya hemos visto que Roma tenía una tradición pedagógica propia, pero el contacto con
otros pueblos facilitó que la educación, por así llamarla, latina, evolucionara de una
manera y en una dirección muy distinta, siendo los métodos de la educación helenística
los que mejor serian aceptados por los romanos.

Roma, involucrada en constantes conflictos desde su aparición, descuidó un aspecto


fundamental, y es que no tuvo tiempo de desarrollar una civilización plenamente
diferenciada y propia, más aún si tenemos en consideración que muy pronto Roma e
Italia se vieron integradas en el área de influencia de la civilización griega, lo que llevó
a los romanos a un avance cultural muy rápido y pasar de la “barbarie” un alto grado de
civilización que les proporcionaba su contacto con la Hélade. Italia y Roma supieron
asimilar con muchísima facilidad todo lo que suponía la civilización helenística. Los
mismos antiguos fueron conscientes de este hecho y así lo manifiesta Horacio en uno de
sus versos “Grecia vencida conquistó, a su vez, a su salvaje vencedora e introdujo su
civilización en el Latium bárbaro”.

Esto no significa que coexistieran dos culturas diferenciadas, una griega y otra latina,
sino lo que surgió fue una cultura grecolatina. Cuando se habla específicamente de una
cultura latina es en el sentido de que se trataba de una variedad específica de esa cultura
grecolatina, única. Esto se puede comprobar de una manera muy particular en la
educación en la que el aporte original de la sensibilidad y el que pudo tener
específicamente el carácter de las tradiciones romanas sólo supuso que se puedan
atestiguar retoques muy puntuales que favorecen o coartan determinados aspectos de la
pedagogía griega.

Excepcional importancia tiene el hecho de que se pueda datar esta integración y


dilucidar cuales fueron sus etapas y, aunque la elaboración de las técnicas educativas
romanas que podemos considerar clásicas no quedó fijada definitivamente hasta finales
del siglo I a.C., en lo esencial, estas habían sido ya adquiridas en el siglo II a.C. durante

1
Este tema ha sido parcialmente extractado de Marrou, H. I. (1985): Historia de la educación en la
Antigüedad, Madrid.
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la etapa de conquista del Oriente griego. Este proceso, que algunos autores han llamado
la “revolución espiritual del siglo II”, en realidad fue la última fase de un proceso que
había comenzado mucho antes y que se remonta a los mismos orígenes de Roma. No
podemos olvidar que Roma se encontraba en los confines del mundo griego y que muy
cerca de ella estaba Cumas, según la tradición, ciudad fundada muy poco antes (775-
750 a.C.) y que va a tener una gran influencia en toda la región. Roma, desde sus
orígenes, no pudo abstraerse de la influencia griega, influencia que penetró, primero por
mediación de los etruscos, a su vez, muy influenciados estos por los griegos. Hasta
finales del siglo IV a.C., los hijos de las familias aristocráticas romanas se sentían muy
atraídos por la educación etrusca. Con posterioridad, a partir del siglo VI a.C., fue una
Campania muy helenizada ejerció una profunda influencia a todo el territorio latino.

A lo largo del siglo V y sobre todo en el IV a.C. la influencia se produjo a través de


contactos directos con elementos griegos existente en la plebe romana y a partir de
entonces la influencia se produce ya en todos los órdenes, desde la vida religiosas al
arte, e incluso la misma estructura de la muralla de Roma, que en el caso de que la de
Servio date del 378 a.C., atestigua las estrechas relaciones que por entonces existía entre
Roma y Suiracusa. La campaña contra los oscos en el 340 a.C., también servirá de
acicate para la expansión del helenismo. La Pompeya prerromana fue también una
ciudad helenística que nos permite entrever algunos elementos de su sistema educativo,
como que la juventud aristocrática estaba agrupada allí en una formación, la “joven
guardia pompeyana” cuyo modelo era el de la efebía helenística y que tenía como
centro una esplendida palestra de estilo griego.

La influencia griega no cesará de crecer con la conquista de los restos de la Magna


Grecia (Tarento, 272 a.C.) y de Sicilia (241-212 a.C.), y luego, desde el 214 a.C. en
adelante, sobre todo desde el 200 a.C., con la larga serie de guerras de Oriente que
desembocaron en la anexión de Macedonia (168 a.C.) y de Grecia (146 a.C.); por
último, y sobre todo (pues la rica y floreciente Asia, tenía, en esta fecha, más peso
especifico que la exigua Grecia), con la anexión del reino de Pérgamo en el 132 a.C., el
imperio romano es desde entonces, y lo seguirá siendo siempre, un estado bilingüe
cuyas fronteras incluyen una serie de provincias donde se habla el griego. Todos los
historiadores han insistido, con pleno derecho, en las transformaciones profundas que
esta invasión del helenismo introdujo en Roma: en ningún dominio son más notables
que en el de la cultura del espíritu y, por consiguiente, de la educación.
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La civilización griega que Roma descubre en el siglo II a.C., no es ya la antigua


civilización de la polis, es ya una civilización cosmopolita, habituada a la exportación
de sus valores y que no en vano ha llegado hasta el fondo del Turquestán y al corazón
de la India. Si había logrado implantarse en Egipto, en Mesopotamia y en Irán, países
que ya tenían una cultura ancestral, como no iba a imponerse a los “ingenuos itálicos”,
quienes, en definitiva, desde épocas anteriores, ya estaban preparados para la
penetración del helenismo. Los romanos no tardaron mucho en percatarse de todas las
ventajas que podían extraer de esta cultura griega, evolucionada y plenamente
desarrollada, en contraste sobre todo con su cultura nacional, todavía rezagada en un
estadio de evolución relativamente arcaico.

No se puede negar que Apio Claudio el Ciego, el censor del 312 a.C., estaba ya
influenciado por las ideas helenísticas. En el siglo II a.C., ya era habitual que los
hombres públicos romanos se dirigieran a los griegos en su propia lengua de una
manera fluida; así lo hacía Tiberio Graco, censor del 169 a.C., y el padre de los tribunos
de la plebe Tiberio y Cayo; lo mismo que Craso Muciano, de quien sabemos que,
durante su misión en Asia, en el 131 a.C., a la hora de administrar justicia era capaz de
emplear alternativamente los cinco dialectos griegos. Para los aristócratas romanos, el
griego, ante todo, fue la lengua internacional, la lengua diplomática, la de sus
adversarios y pronto la de sus súbditos orientales.

Para los romanos, una de las mayores ventajas de la adopción de la cultura griega era
que les abría el camino para el dominio de la oratoria, cuyo desarrollo hasta ese
momento había sido pobre debido a su escasa evolución cultural. En el siglo II a.C., el
dominio de la palara en Roma había alcanzado ya una importancia considerable y cotas
de admiración tan altas como en la Atenas de los sofistas en el siglo V a.C. os políticos
romanos fueron cada vez más conscientes de que debían conquistarse el favor de la
multitud para lograr así conquistar su voto en las distintas asambleas, pero también
debían saber como reanimar la moral de las tropas en campaña, o persuadir a un
tribunal.

Pronto, bajo la enseñanza de los griegos, los romanos se dieron cuenta del valor que
tenía el conocimiento de la retórica y que este podía incrementar, sin duda, su eficacia
como políticos.

Muy probablemente, los primeros oradores latinos que tuvieron ya una formación
griega aparecieron en época de Catón el Censor (234-139 a.C.), aunque esto contradice
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la información proporcionada por Cicerón, su aparición sería posterior, en torno al 137


a.C., en época del cónsul Marco Emilio Lépido Porcina quien, a su decir, tuvo el honor
de haber sido el primer artista de la palabra digno de compararse con los oradores
atenienses.

Junto con la retórica y con la formación literaria que le servía de base, Roma va
descubriendo paulatinamente todos los aspectos de la cultura griega. El historiador
Polibio hace hincapié en los servicios que el conocimiento de la astronomía puede
prestar a un general en campaña, para organizar las diversas etapas de la marcha de sus
tropas; Es claro que en las palabras de Polibio se percibe ya la influencia que tuvo en su
época y lo seguirá teniendo con posterioridad ese grupo de ilustrados que creció en
torno a Escipión Emiliano y que es conocido como el “Circulo de los Escipiones”. Un
grupo que sería injusto decir que estaba formado solamente por nobles y altas clases de
la sociedad. Sin duda, una buena parte de la plebe romana no pareció insensible a los
valores humanos de la cultura griega, a sus aspectos más nobles y más desinteresados:
no se puede dudar de la sinceridad y de la profundidad del filohelenismo de ciertos
hombres como el primer Africano, y sobre todo de Flaminino el vencedor de
Cinocéfalos (197 a.C.), o de Paulo Emilio, el de Pidna (168 a.C.), y, desde luego, en la
generación siguiente, de el mencionado círculo agrupado en torno del hijo de Paulo
Emlio, Escipión Emiliano.

Entre las muchas anécdotas que a él se refieren, me parece oportuno recordar aquella en
que, al contemplar el incendio de Cartago, se apodera de él un doloroso presentimiento,
que lo hace pensar, ante la destrucción e la ciudad enemiga, que ese mismo destino
podría tocarle a su propia patria. No son estos, por cierto, los sentimientos de un
bárbaro, ni los de un hombre rústico; y es notable que, para reproducirlos Emiliano cite
unos versos de Homero:

“Llegará el día en que han de perecer la santa Ilión y Príamo y el pueblo de Príamo
quedará a merced de las picas...”

En aquel ambiente los más notables nombres de la ciencia griega se codean con los de
la más alta nobleza romana, ya se trate del historiador Polibio o del filósofo Panecio. No
mucho más tarde es conocido que Posidonio ejerció una gran influencia en la sociedad
de su tiempo.
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Este filohelenismo no es patrimonio exclusivo de un pequeño círculo aristocrático:


como decíamos, toda Roma está impregnada de ese mismo sentimiento, como lo
atestigua el teatro, que admite con facilidad los modelos, los temas y los tipos griegos.
Pero, para no salir del medio aristocrático, podemos calibrar la inteligente curiosidad de
la juventud romana por los más elevados aspectos de la cultura griega, a través de la
acogida entusiasta que dispensaba a los conferenciantes helenísticos que, llegados a
Roma en misión diplomática daban en ella “audiciones”, tal como lo habrían hecho en
Grecia. Así fue en el año 159 a.C., el caso del filósofo estoico Crates de Malo,
embajador del rey de Pérgamo; en el 154 a.C., desde Atenas, fueron e nviados, entre
otros, los filósofos Carnéades, Diógenes de Babilonia y Critolao. Dice Plutarco;

“Eso fue como un viento que llenó la ciudad... no se hablaba de otra cosa, tanto que
Catón se apresuró a obtener del Senado un decreto de expulsión contra esos discutidores,
«esos hombres que podían persuadir fácilmente y hacer creer todo cuanto quisieran.”

En efecto, esta invasión de las disciplinas griegas, acogidas con entusiasmo por la
mayoría, tropezaba, sin embargo, en un sector de la opinión pública, con una violenta
hostilidad, alimentada por el espíritu tradicionalista y por el orgullo nacional; los “viejos
Romanos”, de quienes se hizo portavoz Catón el Censor, que constituye para nosotros
un símbolo pintoresco, reprochaban a la cultura griega la transmisión de gérmenes de
desidia y de inmoralidad.

El senadoconsulto de expulsión, promovido por Catón en el año 154 a.C., ya había sido
precedido por muchas medidas análogas; en el 173 a.C. el Senado había expulsado a los
dos filósofos epicúreos Alicio y Filisco, y en el 161 a.C. una medida de orden general
dispuso la expulsión de todos los filósofos y retóricos. Siempre quedó algún vestigio de
esa oposición; aún en tiempos del Imperio, como puede apreciarse en Juvenal, pero en
este caso sólo se trata de una actitud de mal humor, reacción muy natural contra la
suficiencia y el exacerbado nacionalismo de los graeculi. De hecho esta oposición
prácticamente no se tradujo en otra cosa que en un falso pudor, un tanto hipócrita, por
parte de los hombres políticos romanos, que en público enrojecían de vergüenza a causa
de ese helenismo del que se hallaban tan profundamente impregnados: Cicerón, por
ejemplo, en las Verrinas, aparenta todavía ignorar el nombre de Policleto, del mismo
modo que, dos generaciones antes, los grandes oradores Craso y Antonio habían
considerado conveniente, para su propia publicidad, aparecer el uno como si desdeñase,
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y el otro como si ignorase a aquellos griegos con quienes mantenían, sin embargo, tan
íntima relación.

En realidad, la causa del helenismo ya había sido ganada en el ambiente senatorial


desde mediados del siglo II. Los personajes más respetables, no solamente los
petimetres de quienes se burla Catón tenían a honra hablar griego. Y el propio Catón,
que tan patéticamente conjuraba a su hijo a huir de las letras y de la medicina griega2 ,6
consideró necesario, hacia el fin de su vida, dedicarse al estudio del griego, de
Tucídides y de Demóstenes; ¿Podemos estar seguros de que esto fue así y de que fue
sólo al final de si vida, o quizá se había interesado por el griego y los griegos mucho
antes, pero sin reconocer que era así?

La educación griega en Roma

En este proceso, la aristocracia romana adoptó para sus hijos la educación griega.
Disponía de profesores particulares, entre los numerosos esclavos reclutados como
prisioneros de guerra: el ejemplo más antiguo es el de Livio Andrónico, griego de
Tarento llevado a Roma como esclavo tras la toma de su ciudad (272 a.C.) manumitido
después por el amo que le había confiado la educación de sus hijos. Se sabe cuán
pródiga fue la sociedad romana en la manumisión de esclavos, actitud que compensaba
con un reflejo humanitario la barbarie de ese reclutamiento forzoso.

Muy pronto, paralelamente a esa docencia privada que se ejercía en el seno de las
grandes familias, hizo su aparición una enseñanza pública del griego, impartida en
verdaderas escuelas: Andrónico ya enseña al mismo tiempo en casa y fuera, como
preceptor y como maestro de escuela. Además de los libertos que trabajaban por cuenta
propia, había asimismo esclavos cuyos propietarios explotaban su talento pedagógico:
un esclavo Capaz de enseñar era una buena fuente de renta (bien lo sabía Catón, y se
cotizaba ventajosamente en el mercado. No todos los profesores de griego eran de
origen servil: tal es el caso de Ennio, nacido en un municipio aliado de Mesapia. La
existencia de una clientela ávida de aprender atrajo rápidamente a la capital no pocos
griegos en busca de fortuna; hacia el 167 a.C., Polibio advierte en Roma la presencia de
un gran número de maestros cualificados.

Las familias romanas, preocupadas por asegurar a sus hijos la educación más completa,
no escatimaban absolutamente nada para procurarles la mejor formación griega: buena
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prueba de ello es el caso de Paulo Emilio, que rodea a sus hijos de todo un elenco de
profesores griegos especializados y les ofrece inclusive la rica biblioteca del rey Perseo,
que formaba parte del botín reunido en Macedonia. O el caso de Cornelia, la madre de
los Gracos, a quien una anécdota famosa nos la presenta esperando, para enorgullecerse
de ello, el retorno de sus dos hijos de la escuela. Y es que ella misma, en persona,
dirigía sus estudios y sabía elegirles los maestros más autorizados: el mayor, Tiberio
tuvo como profesor de elocuencia al ilustre Diófanes de Mitilene, y como maestro de
filosofía y director espiritual al estoico Blosio de Cumas.

No debe asombrarnos este papel desempeñado por una matrona romana, pues también
las mujeres tenían acceso a la cultura griega; la misma Cornelia mantenía una especie
salón literario, abierto a los espíritus más selectos con los que contaba Grecia. Y su caso
no es el único. A Salustio, por ejemplo, le parecía normal que Sempronia, madre de
Bruto, el asesino de César estuviera igualmente versada en las letras griegas y latinas.

Con el fin de adquirir una formación griega completa, los jóvenes Romanos ya no se
conformarán con los maestros de que podían disponer en Roma o hacer venir a Roma,
sino que viajarán a la propia Grecia para completar allí su formación siguiendo los
mismos estudios que los griegos nativos. Desde el 119-118 a.C., los Romanos se hacen
admitir en el seno de la efebía de Atenas; y más significativo aún es el caso de los
jóvenes que querían ingresar en las escuelas de los filósofos y retóricos de Atenas o de
Rodas, los dos centros «universitarios» más importantes del mundo griego, como
ocurrió con el mismo Cicerón o con alguno otro de sus contemporáneos.

Adaptación al espíritu latino

Al principio, con el fervor del descubrimiento, los jóvenes romanos se interesan por
toda la cultura griega. Paulo Emilio no sólo proporciona a sus hijos profesores griegos
de letras, gramáticos, sofistas y retóricos, sino también pintores, escultores, escuderos y
monteros. Sin embargo, los artistas plásticos sólo ocupaban un lugar muy desdibujado
dentro de la educación helenística. Pero Paulo Emilio había querido impartir a sus hijos
una educación realmente principesca, que no prescindiese de ninguno de los aspectos
esenciales del humanismo griego.

La música, el canto y la danza, tan característicos de la vida griega, despertaron cierto


apasionamiento, pero no tardaron en suscitar una viva reacción de la sensibilidad
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nacional, se trato de una viva reacción de oposición favorecida por la tradicional


austeridad romana. Ya Escipión Emiliano sólo se refiere a las escuelas de música y de
danza para condenar la inclinación de sus jóvenes contemporáneos hacia esas artes
deshonestas e impúdicas, aptas para los farsantes no para los niños de cuna libre y,
sobre todo, para los de rango senatorial. Muy pronto llegó a admitirse que todas ellas
comportaban placeres de mala reputación, que debían quedar relegadas a los juerguistas
y libertinos y que no convenían a la dignidad de un romano bien nacido.

El estudio de la música se toleraba algo más entre las niñas, pero a título de arte
recreativa; sin embargo, aun la música se practicaba con cierta austeridad típicamente
romana: Salustio, en el pasaje donde presenta a la madre de Bruto, comprometida en el
ambiente sospechoso de Catilina, anota que ella tañía la lira y danzaba mucho mejor que
lo recomendable para una mujer honesta.

Este juicio atenuado expresa bien a las claras la posición que en definitiva adoptó la
sociedad romana sobre este particular: las artes musicales fueron integradas en la
cultura como uno de los elementos necesarios del lujo y de la vida elegante, pero más
bien a título de espectáculo que de arte vocacional. Desde esa época la música y la
danza tienden a ser, si no del todo abandonadas, por lo menos descuidadas en la
educación; de hecho, nunca se las excluyó formalmente de ésta. Desde Augusto hasta
los Severos persistirá la costumbre, a imitación de los griegos, de hacer cantar un himno
por un coro mixto de niños y niñas en determinadas fiestas solemnes, sobre todo en los
juegos seculares. Más significativo aún es el lugar reservado a la música y a las artes
plásticas en las biografías imperiales. No nos interesa en esta oportunidad ni la
clasificación ni la crítica de estos testimonios, de valor bien diverso, por cierto, nos
basta comprobar que atestiguan, tanto en los siglos I-II de nuestra era como en los siglos
IV-V, que el arte siempre tiene cabida en la idea que uno se forja de la educación de un
emperador, y el emperador, como se sabe, define el tipo ideal de la humanidad.

Oposición al atletismo

Igual reacción, acaso más categórica, se mantenía frente a la educación física, tan
esencial sin embargo a la paideia de tipo griego. El atletismo no entrará jamás en las
costumbres latinas. Para los Romanos será siempre el atributo específico del helenismo.
A diferencia de los Oscos de la Campania, los Romanos no se decidirán a adoptarlo.
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Eso no quiere decir que los romanos fueran totalmente ajenos a la práctica de deporte y,
sobre todo en época ya imperial lo harán en especiaciones juveniles cuando el circo y el
anfiteatro reemplacen a la palestra y el estadio.

Escipión, el primer Africano, estando en Sicilia en el 204 a.C., ponía buen cuidado en
vestirse a la griega y en intervenir en los ejercicios propios del gimnasio, pero tal vez
fuera ello una política deliberada para atraerse la simpatía de los sicilianos, y ya se sabe
que su conducta provocó un vivo escándalo.

Desde luego. las competiciones atléticas se introdujeron en Roma, (figuran en los


programas de los juegos desde el año 186 a. C., y se multiplicaron luego en tiempos del
Imperio), pero, más aún que en el caso de la música, a título de espectáculos, cuya
ejecución estaba reservada a profesionales. Los esfuerzos dispensados, particularmente
por Nerón, para atraer a la aristocracia al estadio, chocaron con una violenta reacción de
la opinión pública y no alcanzaron más que algunos éxitos excepcionales.

Si la práctica de los ejercicios gimnásticos entró en la vida romana, fue por razones de
higiene, y no por afición deportiva; fue más bien como un elemento accesorio de la
técnica propia de los baños de vapor. Arquitectónicamente la «palestra» romana es una
dependencia de las termas; en cuanto al gimnasio romano, no pasa de ser un jardín
recreativo, un parque cultivado.

Frente a la gimnasia griega, los Romanos reaccionaron de hecho como “bárbaros”, su


pudor se veía ofendido por el desnudo; además consideraban la pederastia (cuyo medio
natural era el gimnasio) una vergüenza y no un título de gloria, como es el caso de la
civilización griega. A parte de problemas morales, los romanos tenían un profundo
sentimiento por la seriedad de la vida, sentimiento que se oponía al gusto griego por el
deporte, que el romano considera una actividad inútil.

Durante la República, los romanos no tienen tiempo para ocios considerados elegantes,
como el deporte. A pesar de ello, Polibio felicita a Escipión Emiliano por su afición a la
caza en oposición a la mayor parte de los demás jóvenes nobles romanos carecían de
tiempo para consagrarse a ella, pues no pensaban en ninguna otra cosa que no fuese
defender una causa o dedicarse a la política, o sea, cumplir sus deberes de ciudadanos.

En ambos aspectos, por lo tanto, en el arte y en el deporte, el espíritu nacional romano


opuso una reacción original, que vino a rectificar la tendencia, triunfante en otras partes,
a admitir la educación helenística sin reserva alguna. Sin embargo, conviene no olvidar
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que la música y la gimnasia, esos dos rasgos tan característicos de la educación griega
más antigua, ya se hallaban en vías de regresión dentro de la cultura griega de los
últimos siglos anteriores a nuestra era. Como todos los caracteres regresivos de una
cultura, continúan subsistiendo por prescripción, pero su virtualidad no es lo
suficientemente fuerte para imponerse y exportarse. En realidad, aun en la propia Grecia
la música y el deporte tendían igualmente a convertirse en una ocupación propia de
profesionales y especialista, y a no ser para el público común otra cosa que meros
espectáculos. En este último aspecto, la música y el deporte helenísticos son realmente
algo vivo: es necesario remarcar que justamente bajo esa forma se introdujeron en la
cultura y en la vida romanas. Pero como elementos de la educación liberal, lo que
quedaba de su prestigio en la patria de origen era ya demasiado débil para poder
imponerse a los Latinos como objeto de imitación.

Nacimiento de las escuelas latinas

La influencia griega sobre la educación romana abarca un campo mucho más amplio
todavía. Se nos representa bajo una doble forma: la aristocracia romana, al mismo
tiempo que educa a sus hijos a la manera griega, como lo haría un griego culto,
superpone a esa educación extranjera un ciclo paralelo de estudios, literalmente calcado
del modelo de las escuelas griegas, pero transpuesto en lengua latina.

Frente a las escuelas en que se enseñaban las disciplinas griegas fue abriéndose una
serie paralela de escuelas latinas: primarias, secundarias y superiores. La aparición de
esta nueva enseñanza se efectúa para cada uno de los tres grados, en una época y dentro
de un contexto histórico distintos: la escuela primaria aparece desde los siglos VII-VI
a.C., la secundaria, en el siglo III a.C. y la superior no aparece hasta el siglo I a.C.

Escuelas primarias

Los orígenes de la escuela primaria se remontan a época muy antigua. Plutarco, sin
duda, asegura que el primero en abrir una escuela de pago, fue cierto magíster que
llevaba el nombre de Esp. Caruilio, en el 234 a.C., pero, si tal información es cierta,
sólo se refiere al carácter mercantil y público de la institución. Los pintorescos textos de
Tito Livio que pretenden evocar las escuelas primarias de tipo clásico en Roma hacia el
445 a.C., y entre los faliscos un poco después del 400 a.C., no pueden evidentemente
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tomarse en consideración, pero no cabe duda de que la enseñanza elemental de las letras
debió aparecer en Roma mucho antes del siglo IV a.C.

Necesariamente ligada al uso normal de la escritura, y al igual que la adopción de ésta,


la enseñanza ha de remontarse tal vez al período etrusco de la monarquía romana. Se
sabe, en efecto, que los Latinos tomaron su alfabeto de los antiguos Etruscos. Ahora
bien, por uno de esos azares imprevistos estamos en condiciones de entrever los
métodos de la enseñanza primaria etrusca (poseemos sobre el particular documentos
directos más antiguos que los suministrados por Grecia). Del año 600 a. C., poco más o
menos, data la tablilla de marfil hallada en Marsigliana d’Albegna, que contiene,
grabado en la moldura superior del marco, un alfabeto arcaico muy completo,
evidentemente destinado a servir de modelo al escriba principiante que se ejercitaba en
escribir sobre el encerado de la tablilla. Poseemos otros siete ejemplos de estos
alfabetos modelos escalonados a lo largo del siglo VII a.C., uno de ellos acompañado
por un silabario: con ello se ve que la pedagogía etrusca observaba el mismo sentido
progresivo que la griega. No cabe duda de que los etruscos tomaron de sus primeros
maestros griegos, al mismo tiempo que sus métodos pedagógicos, el secreto de la
escritura.

Por analogía podemos suponer que los mismos métodos se aplicaban, hacia esa época,
en la enseñanza elemental latina; la célebre fíbula de oro encontrada en Praeneste, que
lleva grabada de derecha a izquierda, a la manera etrusca, la siguiente dedicatoria:

MANIOS MED PHE PHAKED NUMASIOI

«Manio me ha hecho para Numasio» atestigua que desde el siglo VII a.C., el uso de la
escritura (y por tanto su enseñanza) era muy común; y esto no sólo en la propia Roma,
cabecera de puente de la influencia etrusca más allá del Tíber, sino también, en esa
época, en el resto del Lacio. Esta inscripción, una de las primeras en una lengua
protolatina, ha sido puesta en duda en los últimos años, y aunque no se duda de la
autenticidad de la fíbula si ha sido puesta en duda la autenticidad de la inscripción.

Enseñanza secundaria

La enseñanza secundaria latina se inicia mucho más tarde, a mediados del siglo III a., C.
Este retraso no debe asombrarnos: la enseñanza secundaria clásica en Grecia se basaba
en la explicación de los grandes poetas y, ante todo, de Homero. ¿Cómo habría podido
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conocer Roma un estudio equivalente, si carecía de una literatura nacional? De ahí esa
paradoja, en la que tal vez no se ha reparado lo bastante: la poesía latina fue creada
precisamente para suministrar material de exégesis a la enseñanza, sin duda con el
objeto de responder a una exigencia del nacionalismo romano, que no habría de
contentarse por mucho tiempo con una educación impartida exclusivamente en griego.

El primer poeta latino, y asimismo el primer profesor de literatura latina, fue aquel
mismo Livio Andrónico de Tarento, que ya hemos señalado como el primero,
cronológicamente, de los maestros que enseñaron griego en Roma. Tradujo la Odisea al
latín sirviéndose de la antigua métrica autóctona, el saturnio. Esta traducción era muy
literal (verso por verso); así, por ejemplo, el, «Cuéntame ¡oh Musa!, el hombre posee
mil recovecos!, lo tradujo por Virum mihi Camoena insece versutum.

Pero no hay por qué imaginar que Livio Andrónico se hubiese propuesto ayudar a sus
alumnos a iniciarse en el griego de Homero, mediante una traducción yuxtalineal.
Aquella traducción era para Andrónico un texto que él explicaba, paralelamente a los
clásicos griegos.

Sin duda, no fue ésta la única fuente de la primitiva poesía latina, pero durante largo
tiempo conservó ese carácter, extraño para nosotros, de hallarse íntimamente ligada a la
necesidad de alimentar los programas de la enseñanza secundaria: dos generaciones
después, Ennio, otro semigriego, continuaba explicando, juntamente con los de los
autores griegos, sus propios poemas, también ellos promovidos desde su aparición a la
categoría de clásicos.

Muy pronto, según parece, hacia la época de los Gracos, la enseñanza secundaria se
emancipó quedando en manos de los grammatici latini, paralelos a los gramáticos
encargados de enseñar el griego. Sin embargo, continúo durante largo tiempo
entorpecida por la falta de prestigio y por el escaso valor cultural de los textos
explicados, el viejo Andrónico seguía figurando en el programa, Ennio le disputaba la
primacía, pero se trataba de una mezquina competencia de Homero. Puede conjeturarse
que desde el siglo II a.C., en adelante los textos de los cómicos latinos fueron adoptados
en las escuelas: ¿acaso podía desdeñarse tal refuerzo? ¿Y cómo no admitir a los
imitadores y émulos de aquel Menandro que por otra parte figuraba en los programas de
los gramáticos griegos?
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Pero la enseñanza secundaria latina no adquirió su forma definitiva y no pudo rivalizar


con la griega hasta que un liberto de Ático, Q. Cecilio Epirota, poco después del 26 a.
C., tomó la audaz iniciativa de elegir autores que debían explicarse, a Virgilio y a los
demás poetas nuevos, entre los cuales, sin duda, figuraría Horacio en primer lugar.
Desde entonces, mientras subsista la escuela antigua, y hasta que lleguen las tinieblas de
los tiempos bárbaros, el programa se mantendrá inalterable: junto con los autores
cómicos, Terencio en particular, los grandes poetas del siglo de Augusto, con Virgilio a
la cabeza, constituirán el apoyo fundamental de la cultura literaria latina. En adelante,
será un Romano culto aquel que posea su Virgilio, como un griego su Homero: tesoro
de sabiduría y de belleza depositado en lo más profundo de la memoria, desde donde
afloran los versos a la conciencia cada vez que se siente el deseo de expresar, subrayar o
respaldar un sentimiento o una idea.

En cuanto al otro aspecto de la enseñanza secundaria, el estudio teórico de la lengua, no


se conoció en Roma, por supuesto, hasta después de su creación en Rodas, por obra de
Dionisia de Tracia. El primer tratado consagrado en latín a esta nueva ciencia parece
haber sido el De Grammatica, que constituía el libro I de los Disciplinarum libri de
Varrón (116-27 a. C.).

Enseñanza superior: los retóricos latinos

La enseñanza superior, en su forma predominante, la retórica, sólo apareció en Roma,


bajo su forma latina, en el siglo I de nuestra era y no se adaptó sin dificultades. La
primera escuela de retóricos latinos fue abierta en el año 93 a.C., por L. Plocio Galo,
cliente de Mario; un año después sería clausurada por un edicto de los censores
aristocráticos, Gn. Domicio Ahenobarbo y L. Licinio Craso, como innovación contraria
a la costumbre y a las tradiciones de los antepasados.

La medida respondía ciertamente a una finalidad política, pero es preciso ver en ella
algo más que un gesto hostil de aquellos dos censores aristocráticos hacia una iniciativa
surgida de un clan rival. El espíritu mismo que animaba a la nueva escuela es lo que sin
duda inquietaba a los conservadores. Podemos tener una idea precisa de la pedagogía de
Plocio gracias a un manual anónimo que nos transcribe la Retórica dedicada a Herenio,
compuesta entre el 86 y el 82 a.C., por un discípulo de esta escuela.
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Refleja ésta un tipo de enseñanza muy «moderno», netamente opuesto a la retórica


clásica de las escuelas griegas, aún cuando se nutra de éstas (de Hermágoras, sobre
todo), el autor trata de reaccionar contra la acumulación de las reglas;
consecuentemente, procura relacionar la enseñanza con la práctica y con la vida. A los
temas tradicionales de declamación, del tipo Orestes y Clitemnestra, el autor prefiere
deliberadamente los temas entresacados de la vida romana real: cuestiones de derecho
marítimo o sucesorio y, sobre todo, debates que reflejen la vida política contemporánea.
¿Debe ser condenado el cuestor Cepión por haberse opuesto a la ley frumentaria del
tribuno Saturnino? ¿Puede ser absuelto el asesino del tribuno P. Sulpicio, muerto en el
año 88 a.C., por orden de Sila? El Senado, durante la guerra social (91-88 a.C.), delibera
sobre la cuestión relacionada con el otorgamiento del derecho de ciudadanía a los
Itálicos.

Sin duda, no todos los asuntos se referían a una actualidad tan candente, ni la
argumentación se orientaba sistemáticamente en un sentido favorable a los populares
(un buen retórico ha de saber disputar a favor y en contra); pero no es dudoso, sin
embargo, que la atmósfera general de la escuela trasluciese la posición política de su
fundador.

Más aún: la enseñanza tradicional de la retórica, precisamente porque se la impartía en


lengua griega, lo cual suponía estudios más prolongados y difíciles, se prestaba mejor
para satisfacer a los conservadores. Prohibir la enseñanza de los retóricos Latinos
representaba para ellos la posibilidad de reservar a los hijos de las familias ricas y
nobles el beneficio de este arte prestigioso de la palabra, tan útil en las luchas del foro,
arte que la escuela marianista de L. Plocio Galo ponía al alcance de los jóvenes
ambiciosos de extracción popular.

La obra de Cicerón

Reprimida por aquella medida, la enseñanza latina de la elocuencia no se reanudó hasta


fines de siglo, como consecuencia de la obra, emprendida por Cicerón. Resultado
paradójico, pues Cicerón, educado en un medio aristocrático, había sido alejado de la
escuela latina y él mismo había aprendido la retórica en griego.

Movido por un sincero patriotismo, el gran orador consagró buena parte de sus
esfuerzos, desde el principio hasta el fin de su carrera, a posibilitar el estudio de su arte,
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en latín. En consecuencia, sus propios discursos representaban los modelos


convenientes que los jóvenes latinos podrían estudiar e imitar, con mayores ventajas que
las que les brindaban las obras maestras áticas. Por otra parte, sus tratados, que
proseguían la obra esbozada por la escuela de Plocio, suministraban el material técnico
que permitía prescindir de los teorizadores griegos: así se tratase de manuales como el
De inuentione, obra de juventud, mera adaptación latina de las enseñanzas de su
maestro Molón, o como el de las Partitiones oratoriae, o bien, los grandes tratados de
estética y de historia, De oratore, Brutus, Orator.

Acaso el mismo Cicerón dio, el ejemplo: sabemos que él revelaba los secretos de su arte
a sus jóvenes discípulos; de todos modos, parece cierto que, desde los tiempos de
Augusto, existía entre los romanos una enseñanza latina de la retórica, superpuesta
normalmente a la del retórico griego.

La obra filosófica de Cicerón, desde De república hasta el De officiis, perseguía la


misma finalidad que su obra oratoria: crear en latín una lengua técnica que permitiese
vulgarizar el estudio del pensamiento griego; desde entonces sería posible instituir una
enseñanza verdaderamente romana de la filosofía.

La filosofía sigue siendo griega

Pero en este plano, la influencia de Cicerón fue mucho menos fecunda que en el campo
de la elocuencia. Jamás hubo una escuela latina de filosofía, sin duda porque ésta no se
dirigió sino a una minoría de espíritus selectos, a quienes no podía desanimar el
esfuerzo suplementario que exigía la lengua.

Hubo, claro está, una filosofía romana de tónica pitagórica, luego epicúrea en tiempos
de la República, estoica bajo el Imperio y neoplatónica en los siglos III-V; y hubo
también, después de Cicerón, filósofos que pensaron y escribieron en latín. Pero existen
constancias de que muchos de ellos, aun procediendo de un medio social realmente
romano, utilizaron en igual medida el griego como medio de expresión: tal el caso de
los Sextios, de Cornuto, de Musonio, del emperador Marco Aurelio. Y, lo que es más
significativo todavía, aun aquellos que compusieron sus obras en latín habían hecho sus
estudios filosóficos en griego: el fenómeno es muy visible en Séneca y en Apuleyo.
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La ciencia

La misma comprobación vale en el caso de la enseñanza científica superior, que


también permaneció dentro del ámbito cultural griego. En materia de estudios
matemáticos, los Latinos, por su parte, sólo desarrollaron los de la arquitectura y de la
agrimensura, más técnicos que propiamente científicos: la agrimensura evolucionó de
manera muy original, como lo atestigua la curiosa literatura del corpus de los
Agrimensores. Podrá encontrarse allí, una vez más, si se desea, según los propios
Latinos nos lo sugieren, el espíritu práctico de los Romanos, poco afectos a la
investigación desinteresada. Pero es preciso reconocer asimismo que estos estudios
científicos ocuparon poco espacio en la educación helenística: más todavía que en el
caso de la filosofía, ellos sólo interesaban a una ínfima minoría de especialistas.

¿Para qué crear una enseñanza especial en latín, destinada a estas vocaciones
excepcionales? El obstáculo de la lengua no contaba en este caso; por lo demás, al igual
que en la filosofía ¿no era acaso el objeto de estos estudios una Verdad que transcendía
todo lenguaje?

La medicina romana

Únicamente la enseñanza de la medicina acabó por obtener un rango plenamente


nacional; pero es notable que ello ocurriese tardíamente. Durante la era republicana y en
todo el Alto Imperio, la enseñanza profesional de la medicina se impartía aún en griego.
Los tratados latinos de medicina, como los de Varrón o Celso, sólo responden a ese
enciclopedismo práctico para uso del paterfamilias. Existe, sí, una enseñanza oficial de
la medicina, confiada a los médicos-jefes del servicio de salud pública, los archiatri (el
nombre y el significante procedían de Oriente), pero esa enseñanza se impartía en
griego.

Solamente en tiempos del Bajo Imperio, en el siglo IV y sobre todo en el V, aparece una
literatura médica (y veterinaria) en latín; por otra parte, está integrada en lo esencial por
traducciones de manuales griegos. Este florecimiento tardío se explica por la reacción
natural del medio social (Occidente no podía prescindir de médicos) ante un fenómeno
que nos toca estudiar ahora: el retroceso de los estudios griegos y el rápido olvido de la
lengua griega en Occidente, hecho característico de la historia cultural de la baja
antigüedad.

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