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ORAR CON EL SALMO 22(21)

Introducción
Es tiempo de postrarse silenciosos, sobrecogidos, ante el misterio de la muerte. La carne de Jesús, que clama
herida de muerte, es hermana de mi carne. El sufrimiento mortal, el abandono, el triunfo de los enemigos, la
cercanía de la muerte, el desgarro de la carne y la muerte misma, todo esto lo vivió el Hijo del hombre por ser
hijo del hombre. Jesús está umbilicalmente unido a nosotros por la carne y por el sepulcro. La muerte lo
acorraló, como perro a su presa. En su carne se desgranaron gritos con lágrimas, dirigidos a quien podía salvarle
de la muerte (Hebr 5,8). Fue su grito una pregunta, y su dolor sumo el abandono. <<Dios mío, Dios mío, ¿por
qué me has abandonado?», gritó Jesús. Hizo suyo el salmo de nuestra meditación, que será para siempre, el
poema de todo hombre que se muere.
Habla en este salmo, ora en este salmo, el hombre prototipo de todo hombre: el hombre que vive su muerte muy
de cerca y muy de veras. Le ha plantado cara a la muerte. El careo ha engendrado abandonos y tenues
esperanzas, recordatorios del pasado y lúgubres descripciones del presente, imperativos y deseos, débiles deseos
que se asoman al futuro. Después llegaron otros hombres con el mismo peso mortal que el salmista. Se
adentraron en la primera composición (vv. 2-23), y añadieron nuevas perspectivas: La comunitaria (vv 24-27) y
la universal (vv 28-32). En lo sucesivo ya no es el salmo de un único mortal, sino de todos los mortales; no es el
abandono de un moribudo, sino de todos los moribundos. Pero, a la vez, en el amplio horizonte, ha ido
creciendo la esperanza cierta de la vida. ¿Será un espejismo de este tedioso transhumante que es el hombre?
Mira la cruz de Cristo, mira la muerte de quien se hizo obediente hasta la muerte y muerte de cruz, y verás que
no hay engaño. Así como en los ojos de Jesús, apagados a la luz de este mundo, lució el Sol de la vida, cuando
nuestros ojos se entornen al borde de la tumba, ¿no se abrirán allende la muerte, en la ancha y espaciosa Vida,
en la Vida de nuestra vida?

El Dios de la primera angustia, la del nacimiento, no se ha eclipsado cuando llega la angustia última, la de la
muerte. Está presente a lo largo de la primera parte, aunque se esconda tras un silencio agobiante. Presente está
también en la acción de gracias, ya con nombre propio (Yahvé), cuya fama es contada; presente, por fin, en el
himno final, en el que impera como soberano del universo. Es el Dios de los antepasados, de la generación
presente y del pueblo venidero, como es el Dios del poeta. La confesión del nombre divino es el hilo conductor
de todo el salmo. Sigamos los pasos del salmo, que nos permitirán ir de la profundidad más angustiosa al
ancho horizonte de la alabanza divina; del Dios lejano al Dios realmente cercano, aun en medio de un
silencio aplastante.

Lamentación: (vv 2-22). ¡Qué violento contraste encontramos en el inicio del salmo! El triple posesivo que
asegura y ratifica la unión del orante con Dios se estrella violentamente contra las acciones divinas:
“abandonar”, “estar lejos”, “no responder”. No es que falten las palabras, que se han convertido en grito
clamoroso, en queja y en gemido; lo que realmente abruma es el silencio de Dios, como si ya no fuera “mi
Dios” –el único– o yo ya no fuera suyo. La palabra de quien sufre es incesante, día y noche (v. 3), el silencio es
aplastante: «No respondes». No se trata de una experiencia mística, sino de un dolor que se aloja en los
entresijos del espíritu, hasta convertirse en experiencia existencial. Según los evangelistas Jesús afronta la hora
postrera con las palabras iniciales de este salmo (Mc 15,34; Mt 27,46). La Iglesia no pudo inventarse estas
palabras en labios de Jesús, que sufrió el abandono y el silencio de Dios, como “el maldito” del que habla Pablo
(cf. Ga 3,13; cf. Dt 21,23), y, según los evangelios, recurrió a estas palabras como expresión de una desolación
inmensa. Aunque no sepamos con exactitud histórica las palabras de Jesús en la cruz, el salmo es un prisma para
“explicar” la pasión de Jesús.
Retornamos al poema. La lejanía que acaba de gritarse atrae, por asociación de opuestos, la cercanía de otros
lugares y tiempos. El Dios ahora lejano es “el Santo”, o el que habita en el santuario, presente en la alabanza de
Israel o en el Arca ante la que se inclina el pueblo. En el pasado, nuestros padres clamaron y, sobre todo,
confiaron. Su confianza no se vio defraudada. ¡Con qué insistencia se repite el verbo confiar, base de toda
esperanza! Yahvé escuchó el clamor de los padres y acudió en su ayuda: los salvó (cf. Gn 14; 31-32; 39;
Éxodo). Israel forjó su historia al ritmo de súplicas escuchadas. Pero eso era en el pasado. ¿Ahora qué sucede?
Sucede todo lo contrario. Quien grita su dolor ante la muerte es un “no-hombre”, es un vil gusano, animal frágil
e impuro porque habita en el polvo (cf. Jb 25,6). Es un «deshecho de hombre..., como uno ante quien se oculta
el rostro despreciándole» (cf. Is 53,3). La reacción instintiva ante el gusano es “el asco”: soy «asco del
pueblo» (v. 7). Junto con el asco vienen la afrenta y el desprecio, que se traducen en gestos de burla (v. 8).
Al dolor físico se uno el psicológico, y a éste se le suma el dolor moral: «Se confió a Yahvé», se le dice (v. 9);
es decir, puso en mano de Yahvé no una “tarea” sino su vida entera, como quien pone todo su “haber” en un
banco, por ejemplo. Nada ha ganado por la inversión realizada; no puede decir como aquel otro salmista: «Me
salvó porque me amaba» (Sal 18,20). Los enemigos han intuido el “fraude”, y añaden su palabra desafiante:
«¡que lo libre, que lo salve, si tanto lo quiere!» (v. 8; cf. Sb 2,18). Es una forma de afirmar brutalmente que
Dios nada puede hacer cuando la muerte está ahí. Y dejan al moribundo herido en la más profunda entraña de la
fe. Parecidas burlas le hicieron a Jesús, en el “duro trono de soledad” (cf. Mt 27,39-43).
El moribundo se vuelve nuevamente al pasado; ahora al pasado personal. En la primera angustia, la del
nacimiento, Dios fue su playa de arribo. Fue la mano amiga que elige desde el seno materno (cf. Jr 1,5),
destina a la vida desde el vientre (Jb 10,8-11), adopta a sus hijos antes de que nazcan (cf. Jb 3,12). Esa mano
amiga actuó cual hábil comadrona: «me sacó del vientre, a salvo me pusiste en los pechos de mi madre» (v.
10); por eso, desde el vientre materno «Tú eres mi Dios» (v. 11b). Ahora, en cambio, ese Dios del nacimiento
está muy lejos. ¿Ya no será el puerto acogedor cuando la vida se acaba? A medida que Dios se aleja, la angustia
crece y se acerca. «¡No hay quien me socorra!» (v. 12b). Lejos queda el Dios del nacimiento. Al comenzar el
salmo se mantenía lejos de “mi queja” (v. 2), ahora se aleja de mi vida.
Desde esta vivencia de abandono total se eleva una súplica dramática: «¡No te alejes de mí!» (v. 12a). Las
antiguas presencias de nada sirven, cuando se ha de morir solo, absolutamente solo.

Esta primera escena, que se ha movido entre el pasado y el presente, entre la cercanía y la lejanía, entre la
realidad hiriente y el recuerdo reconfortante, da paso a un segundo cántico: los animales y el desmoronamiento
físico (vv. 13-19). Es una consecuencia de la lejanía de Dios.
Atrás queda el tiempo de la palabra. Llega la hora de la verdad, de las acciones. Indomables e irresistibles
toros, como los de Basán (cf. Am 4,1; Is 34,7; Mi 7, 14) que rodean y acosan; otro tanto hacen los perros (v. 17)
–animales impuros y obscenos (cf. Dt 23,19)–: son «como león que desgarra y ruge» (v. 14). Se ha apagado “la
queja” (el rugido) del moribundo (v. 2b) y se oye otro rugido: el del león.
Tras estos poderes diabólicos e infernales, mensajeros de la muerte, se esconden los auténticos actores: la banda
de malvados que acorrala a la presa, ávidos de sangre y de muerte. ¿Qué queda del hombre perseguido, cercado,
acorralado, y ya ante las fauces del león, de la muerte? Sólo un cuerpo, cuyos huesos puede contar, y un
resuello del alma, el suficiente para advertir que se muere. Cuerpo inmóvil e inmovilizado, sea que sus
manos y pies estén taladrados, sea que estén sujetos en redes de cacería, alcanzado por la fiera de la muerte, ya
no puede desplazarse («mis pies vacilan» [v. 17c]), ya no es más que un bochornoso espectáculo de ruinas:
«Ellos me miran y remiran» (v. 18).
Cuanto en otro tiempo le cubría, ya no le pertenece (v. 19). La muerte ha irrumpido como agua caótica (v. 15) o
como polvo primordial (v. 16; cf. Gn 2,7), y el moribundo paladea el sabor de la muerte: «Mi paladar está seco
como teja / y mi lengua pegada a mi garganta» (v. 16). La muerte sabe a tierra. El sabor más ácido es el que se
reserva para el final: «Tú me sumes en el polvo de la muerte» (v. 16c). El Dios lejano se hace ahora cercano,
pero para hundir en la muerte al moribundo. «Esa cercanía final de Dios, mortífera e incomprensible, es la
tragedia abismal del orante. Dios abarca su existencia entera: lo arrancó con fuerza del seno materno, ahora lo
deposita en la tumba» (Alonso-Caniti, 385). Quienes se reparten las ropas del moribundo y echan a suerte su
túnica (v. 19) no hacen más que firmar el parte de defunción: «¡Ya has muerto para nosotros» (cf. Si 14,15).
Diversos versos y motivos de esta escena figuran en la pasión y muerte de Jesús, el Señor (cf. Mt 27,35 y pp.; Jn
19,24, etc.). ¿Quién librará, sino el que hundió?
El poema da un nuevo giro, un nuevo grito al Dios lejano: «Pero tú, Yahvé, no te quedes lejos» (v. 20a).
Nuevamente la lejanía de Yahvé en el trágico desenlace de esta primera parte del salmo. Dios no puede llevar a
nadie a la muerte, sino en su condición de salvador. Nacen aquí los imperativos que vienen a continuación: “ No
te alejes..., corre en mi ayuda..., líbrame..., sálvame”. Son los gritos que sugieren la fe en el “Dios mío” o en
la afirmación “tú eres mi Dios”. Hasta el borde de la tumba “tú eres mi Dios” (v. 11).

A las imágenes de cacería se añade la pena capital por la espada (v. 21) y se suma un animal más: “el búfalo”
(v. 22), símbolo de la fuerza bruta y mortal (cf. Dt 33,17; Sal 29,6; 92,11; Is 34,7). Yahvé no puede permanecer
indiferente ante el espectáculo mortal. Dios interviene en el secreto de la noche –depende de cómo se traduzca
la palabra final del v. 22: «Tú me escuchaste»–. Su intervención, pura luz, anuncia el despertar de un día nuevo
y eterno. Con las traducciones “mi pobre ser” o “defiéndeme”, se entiende que el silencio de Yahvé continúa.
¿Cuándo responderá?
2.2. Acción de gracias (vv. 23-27). Si Yahvé ya ha escuchado, la luz comienza a irradiarse en esta segunda
sección del salmo. Si aún permanece en silencio, se anticipa la respuesta. Ahora se une la voz de un narrador a
la de los antepasados que confiaron en Yahvé, que fueron escuchados cuando clamaron (vv. 5-6). La asamblea
convocada por Yahvé es el lugar apropiado para referir las hazañas divinas del pasado y su actuación
maravillosa en el presente. También es el lugar apropiado para la alabanza, la primera vez que aparece este
verbo en el Salterio. Su significado radical nos remite al resplandor y a la luz. Algo del esplendor divino
reverbera en la alabanza litúrgica; la alabanza es una proclamación de la trascendencia divina, pero también
una revelación en el ámbito humano. En el salmo es el yo poético quien canta y alaba. Según Hb 2,11-12, es el
Cristo glorioso, que ha pasado por la prueba de la muerte. Es ésta una traducción cristiana del salmo.
Los invitados a alabar y a escuchar la narración son todos los componentes de la Casa de Jacob, descendientes
de los padres que clamaron y fueron escuchados. Continúa la tradición ininterrumpida de la salvación. El v. 25
resume el contenido de la narración y de la alabanza, dirigida a la fama (nombre) de Yahvé. Yahvé no desprecia
a quienes otros despreciaron (cf. v. 18s); “no le da asco” (v. 25) aquel que para otros fue un asco (v. 7b); no
oculta su rostro aunque se repita que está lejos (vv. 2.12.20); «escucha cuando se le invoca» (v. 25d), aunque se
haya dicho: «Clamo... y no respondes» (v. 3); Yahvé continúa mirando y escuchando «la desgracia del
desgraciado» (v. 25b): la del hombre tan humillado que ha probado el sabor de la tierra (“humus”). Este verso
tan denso convierte en afirmaciones lo que a lo largo del salmo han sido negaciones. Se ratifica de este modo,
por caminos insospechados, lo que se dice de los antepasados: «Confiaron y tú los libraste» (v. 5).
El teólogo que narra se calla, para dar paso a la voz del solista.
También él está envuelto en la luz (“alabanza”) y pertenece a la asamblea convocada por Yahvé, «entronizado
en medio de la alabanza del pueblo» (v. 4b). La luz divina ilumina al salmista, y éste confiesa que si puede
entonar la alabanza (ser un resplandor de la luz) es porque Yahvé mismo se la inspira: «Tú inspiras mi alabanza
en plena asamblea» (v. 26a). La expansión y difusión de la luz divina en la alabanza humana, la fusión de ambas
luces, se traduce en un gesto concreto: en el voto prometido en otro tiempo y que ahora debe cumplirse «ante
sus fieles» (v. 26b). «Lo que se quiere expresar no es que las relaciones entre el que ora ardientemente y Dios se
terminan con el hecho de que Dios haya concedido la salvación, sino que continuarán después de experimentada
la salvación, de tal manera que el que ha sido salvado proclame ante sus hermanos la salvación de que ha
sido objeto» (Kraus, 461).
Si la alabanza se entonaba con ocasión de un banquete sacrificial destinado a los pobres, éstos –humildes como
el humillado– comerán hasta saciarse con las bendiciones divinas. También ellos, buscadores de Yahvé en
momentos de tribulación, son invadidos por la luz divina de la alabanza. Se inicia una nueva etapa de la vida.
Antes el corazón del moribundo se fundía como cera en las entrañas (v. 15); ahora su corazón y el de todos los
humillados vive por siempre: «¡Viva por siempre vuestro corazón!» (v. 27c). El poeta nos ha trasladado del
reino de la muerte al de la vida. Es impensable la saciedad de la bendición divina sin una vida colmada. Finaliza
aquí la acción de gracias.
2.3. Himno a Yahvé, Rey del universo (vv. 28-31). El himno de alabanza salta las barreras del espacio y del
tiempo. Los confines de la tierra y las familias de todos los pueblos, aunque no sean israelitas, “recordarán”. Es
éste un verbo propio de Israel, que debe recordar las acciones salvíficas de Yahvé. Las naciones también creen
en Yahvé, como Israel cree. Por ello “volverán a Yahvé” o se convertirán: abandonarán el camino errado que
siguen. El final del camino es la postración adorante ante Yahvé. La razón última de este comportamiento
inesperado de los pueblos es que el Dios de Jerusalén gobierna a todos los pueblos como dueño del mundo; a
Yahvé le pertenece el reino (cf. Sal 117,1-2: Todas las naciones alaban a Yahvé). Desde la óptica del poeta,
cuanto sucede en Israel acaece para todos los pueblos.
¿Queda algo más? Lo normal es que con la muerte cese la alabanza divina (cf. Sal 6,6; 30,10; 88,11-12; 115,17;
Is 38,18). El v. 30 contradice lo que es normal: los muertos también se postrarán ante Yahvé, caso
extraordinario en el Salterio y en el Antiguo Testamento. «Aun los que duermen en la tierra (Dn 12,2) quedan
incluidos en ese homenaje que se rinde a Yahvé» (Kraus, 462). Los descendientes del difunto o de los difuntos
serán “siervos de Yahvé”. Se unirán a la tradición religiosa de Israel y continuarán la teología narrativa iniciada
por los antepasados: «Hablarán del Señor a la edad venidera, / contarán su justicia al pueblo por nacer» (v. 31b-
c). La justicia narrada (en hebreo está en plural: “las justicias”) es cada una de las acciones divinas que confiesa
Israel en su credo histórico (cf. Sal 37,5; 39,10; 52,11, etc.). Todo puede resumirse en este conciso enunciado:
“Así actuó el Señor”. Ya no es el Dios que abandona y se queda lejos, sino el Dios cercano y actuante. No puede
silenciarse la noticia de la actuación divina a favor del desgraciado.
***
Este salmo de muerte y de gloria, de sombras y de luces, de gritos no escuchados y de súplicas atendidas, tiene
un centro de gravitación: «Tú eres mi Dios» (v. 11). Así es confesado en la angustiosa soledad del nacimiento.
Hacia él se dirige el moribundo en la postrera soledad de la muerte. Si Dios «no desprecia ni le da asco la
desgracia del desgraciado», si lejos de ocultar su rostro, pese a lo que parece, «lo escucha cuando lo invoca» (v.
25), es un buen salmo para orar con él en todo momento de angustia; sobre todo cuando se acerque la última
angustia, y “nadie me socorra” (v. 12). A este salmo se acogió el moribundo Jesús, según la tradición
evangélica. Con él podemos gritar nuestro miedo a la muerte, sabiendo –ahora sí que lo sabemos– que el Señor
“así ha actuado” (v. 31). Tras nuestra confesión, y llenos de luz, entonaremos la alabanza luminosa del
“Aleluya” eterno.

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