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Libertad bajo palabra: lenguaje, creación y pensamiento

Por Arturo Sulca Muñoz

Resumen: El lenguaje nos constituye. Emergemos a la existencia desde las palabras, las frases, las
narraciones, los textos, las conversaciones… La palabra es paradójica: advenimos desde y hacia ella
como seres incompletos, atravesados por los constreñimientos y las carencias; no obstante, entre sus
intersticios se filtran las posibilidades de la chispa creadora, de la potencia del pensamiento, de las
exploraciones de lo otro, de lo nuevo, de lo que aún no ha sido dicho (ni hecho). Así, pues, en este ensayo
propondré un flujo de reflexiones acerca de los nexos entre libertad, creación verbal y pensamiento
crítico.

Al final del proemio de Libertad bajo palabra (1960), Octavio Paz


escribe: “Contra el silencio y el bullicio, invento la Palabra, libertad que se
inventa y me inventa cada día”. Lo que me interesa de esta imagen poética es la
lúcida insistencia de Paz en rescatar eso del lenguaje que no puede ser
expropiado por las lógicas de buscar frenéticamente la mayor productividad y
rentabilidad de las sociedades (post)industriales: el campo de la palabra y del
lenguaje no está sometido a reduccionismo económico alguno –felizmente-. Por
el contrario, lo más sensato que podríamos hacer en la actualidad es devolver un
poco a la palabra la chispa creadora y la potencia del pensamiento, todo aquello
que va más allá de la constrictiva funcionalidad, más allá de ese utilitarismo
lingüístico de la vida cotidiana que, remarco, reduce el lenguaje a una práctica
meramente económica, de intercambio de mercancías, de intercanjeabilidad,
donde todo da igual, donde todo es lo mismo.
Retomemos el inicio de la cita: “Contra el silencio y el bullicio…”. La
apuesta de Octavio Paz –y la mía- es no callar, pero tampoco hipotecarnos a esos
usos banales de la palabra propios de la sociedad del entretenimiento que
percibimos tanto en los medios de comunicación, en la ciencia económica y en la
política, donde las palabras cada vez valen menos (o, inclusive, nada).
Consideremos al respecto la contemporánea primacía de la ideología de la
evaluación y de la medición donde todo tiene que traducirse a cifras. Pareciera
que la consigna actual es “salvo el número, todo es ilusión”. Todo se tiene que
medir, todo tiene que ser homogéneo, estandarizable; no lo otro, no la diferencia,
no lo nuevo. Antes bien, la propuesta de Paz de inventar la palabra y ser
inventado por ella se abre hacia lo singular, hacia la inaprehensible alteridad,
aquello que no se subsume en lo meramente funcional. Sin embargo, la paradoja
de la libertad desde la palabra es que la palabra misma, por un lado, nos
condiciona a hablar desde un lugar con el que no nos reconocemos plenamente y,
por el otro, nos da la posibilidad de ser nosotros mismos (a pesar de que no
dispongamos de la certeza de qué significa ese “nosotros mismos”). Asimismo, el
pasaje del texto de Paz apunta a ese cruce entre la poiesis y el logos: la poiesis
como la capacidad de crear e imaginar permanentemente, y el logos como esa
posibilidad de pensar desafiando lo ya instituido. Entonces, el cruce entre la
poesía y el pensamiento es una de las búsquedas más deliciosas y urgentes en las
que nos podemos embarcar: la persistencia en el acaecer creador, en el acontecer
de lo naciente, y en el rondar lo inasible e indecible desde la palabra abierta y la
interrogación permanente. Aclarémoslo: lo real es aquello que –sin preexistir a la
palabra- está desbordándose de la palabra misma. No todo puede ser dicho: no
obstante, no tenemos otra forma de aproximarnos a eso heterogéneo,
perturbadoramente plural de lo real, si no es con la palabra.
En uno de sus Poemas humanos (1939), César Vallejo escribe esta rotunda
pregunta: “¿Y si después de tantas palabras, no sobrevive la Palabra?”. Quizás
este verso de Vallejo no solo se corresponda con las líneas anteriores de Paz sino
también con el siguiente enunciado de Cornelius Castoriadis: “Nada nos libra a
los seres humanos de la locura o del suicidio”. Sea como fuere, deseo enfatizar
que la palabra nos da una posibilidad de libertad, pero sin garantías, sin la
seguridad de que “todo va a estar bien” (como reza el slogan de una compañía de
seguros). No podríamos saber si nuestras existencias estarán libres de vicisitudes.
En todo caso, lo constituyente de nuestra condición originaria como seres
humanos se funda en la tensa encrucijada entre libertad y palabra. Reconocer
estas paradojas supone localizarse en lo más interesante del proyecto de la
modernidad: ese jugar desde el lenguaje del afuera, desde la potencia de devenir,
desde el cuestionar radicalmente todo lo existente.
Prosigamos la reflexión sobre nuestra condición de seres hablantes (o,
mejor aún, de seres-habla, de seres-lenguaje) desde un fragmento del poema “En
esta noche, en este mundo” de Alejandra Pizarnik, probablemente escrito en
1972:

(…)
las palabras
no hacen el amor
hacen la ausencia
si digo agua ¿beberé?
si digo pan ¿comeré?
(…)
en esta noche en este mundo
extraordinario silencio el de esta noche
lo que pasa con el alma es que no se ve
lo que pasa con la mente es que no se ve
lo que pasa con el espíritu es que no se ve

¿de dónde viene esta conspiración de invisibilidades?


ninguna palabra es visible
(…)

Hace varios años el poeta José Watanabe me decía irónicamente en una


conversación que “la palabra revólver no dispara”. De cualquier forma, tanto los
versos de Pizarnik como la ironía de Watanabe nos permiten repensar la
compleja brecha entre las palabras y las cosas. En el capítulo sobre el lenguaje de
El arco y la lira (1956), Octavio Paz afirma que la primera actitud del ser
humano ante el lenguaje es la confianza, es decir, la creencia en que las palabras
reflejan las cosas, que habría algo así como la realidad, la cosa en sí misma que
está “afuera” en el mundo, allí en el exterior, y que las palabras simplemente
serían mediocres imitaciones de lo verdadero y real. Por el contrario, a lo que nos
invitan a reflexionar estos poetas y varios de los pensadores postfundacionalistas
del siglo XX (como Michel Foucault, Jacques Derrida o Jacques Lacan) es que
las palabras no calcan lo extralingüístico ni intentan copiar las cosas o los hechos,
sino que las palabras -en buena cuenta- producen las cosas, las palabras
posibilitan crear los objetos. Para decirlo como Roberto Juarroz, la palabra
poética descubre la realidad inventándola. Expliquémoslo mejor. No es que, por
ejemplo, el sol o la luna empezaron a existir recién cuando el primer ser humano
sobre el planeta Tierra los nombró. Obviamente el sol y la luna han existido
desde hace millones de años al margen de la vida en el universo. Me refiero, más
bien, a algo más radical. Cuando nombro “sol” al sol o “luna” a la luna, lo que
estoy haciendo es producir una fijación de una realidad física harto heterogénea.
Bien examinado, el sol no es el “sol”; es, antes bien, millones de incandescencias
inconmensurables a millones de kilómetros de aquí y a las que nunca nos vamos
a acercar para tener una experiencia más directa. Entonces, mediante la palabra
“sol”, inevitablemente reducimos esa complejidad de los miles de elementos que
componen eso que llamamos “sol” bajo simplemente una sucesión de sonidos en
castellano que son [s], [o], [l]. Por lo tanto, el sol es una entidad sociodiscursiva
que se construye simbólica e históricamente a partir de nuestra situación como
seres contingentes, finitos, atravesados por la precariedad existencial. (Y el
lenguaje también está atravesado por esa labilidad ontológica, por supuesto).
Por lo tanto, los versos de Pizarnik según los cuales las palabras no hacen
el amor sino hacen la ausencia proponen la positividad de la falta en el lenguaje y
en el ser. Llegado este punto, uno podría inferir que la ausencia no necesita de
palabras: es, a la vez, el no estar y el no tener. La ausencia sería lo que no guarda
relación con la palabra, un vaciamiento de cuerpos y signos. Sin embargo,
cuando Pizarnik escribe que las palabras hacen la ausencia, percibimos que la
experiencia de la ausencia adviene desde la experiencia de la palabra: la falta es,
así, constitutiva de nuestras existencias individuales y de nuestras coexistencias
sociales. Vayamos a peor: la ausencia no es más la ausencia en sí misma desde
que irrumpe la palabra “ausencia”. ¿Qué es en principio “ausencia”? Una
palabra, como sol o luna. ¿Cómo puedo capturar la ‘verdadera’ ausencia con la
palabra “ausencia”? Por consiguiente, la palabra “ausencia” hace la ausencia. Si
no tuviéramos la palabra “ausencia”, o, mejor dicho, si careciéramos –en general-
del don de la palabra, no podríamos captar lo ausente como tal, no podríamos
acceder siquiera a algún tipo de conciencia o de inconsciente, no podríamos
constituirnos como seres de deseo que sentipiensan la vacuidad (asunto tan bien
explorado por la poesía, el budismo zen, el taoísmo y el psicoanálisis).
Más aún, Pizarnik escribe que “las palabras no son visibles”. Una mirada
superficial podría leer este verso como una perogrullada: “Pero eso es obvio; las
palabras no son visibles, ¡son solo escuchables!”. No obstante, de un modo
inesperado, podemos afirmar que son invisibles en tanto permiten que advenga la
visibilidad misma. Uno podría preguntarse: “¿Con qué veo? ¿Con mis ojos?” No.
No vemos con los ojos, aunque pueda sonar absurdo. Pongámonos otra vez
radicales con el vínculo entre lenguaje y creación, entre palabra y pensamiento.
Vemos desde entramados de palabras que nos facultan ver. Mas, al mismo
tiempo y paradójicamente, existe lo que nunca puede ser dicho, lo que los
místicos en Occidente han llamado lo inefable, esto es, una imposible e
insoportable trascendencia desde la palabra (y desde la visión).
Ahora bien, en la canción “Por” correspondiente al álbum Artaud (1973),
también Luis Alberto Spinetta problematiza, desde una poética sumamente
experimental, los extraños nexos entre lenguaje, creación y pensamiento.

Árbol, hoja, salto, luz,


aproximación,
mueble, lana, gusto, pie,
te, marcas, miradas.

Nube, loba, dedo, cal,


Gesticulador,
hijo, cama, menta, sien,
rey, fin, sol, amigo, cruz.

Alga, dado, cielo, riel,


estalactita, mirador, corazón,
hombre, rayo, felpa, sed,
extremidad, insolación, parecer,
clavo, coito, dios,
temor, mujer, por

Alguien podría opinar que esta canción es un desvarío, un mero disparate


con el que unos rockeros toxicómanos quisieron impresionar a los incautos. Esa
sería una lectura cargada de realismo ingenuo. No obstante, el gesto de Spinetta
es mucho más provocador: él nos convoca a asociar las palabras de un nuevo
modo, rompiendo las amarras de la sintaxis. Este experimento estético se vincula
con lo que Sigmund Freud llamó la “asociación libre” y que luego los
surrealistas retoman en su forma de hacer poesía y arte. Así, pues, en “Por”
Spinetta abre la posibilidad de que las palabras se asocien más allá de los
imperativos estructurales y se permite ser tomado por aquello dentro del sujeto
que es más que sí mismo, por aquello que excede al control de la voluntad, y que
también rebalsa el disciplinamiento de las instituciones sociales modernas
interesadas en producir ‘individuos normales’ y en descartar a los ‘anormales’.
En efecto, ambas categorías (la “normalidad” y los “anormales”) forman parte de
un mismo perverso y peligroso juego instaurado por los dispositivos de poder
biopolíticos y psicopolíticos desarrollados desde el eurocentrismo de los cuatro
últimos siglos. De cualquier modo, la canción de Spinetta subvierte –me parece-
el dualismo normal/anormal, se corre de este reduccionismo binarista.
Desconstruyamos ahora a la gramática como la primera ley con la que los
seres humanos nos topamos. Para ello trasladémonos a otra insólita canción. Es
una canción –romántica y antirromántica al mismo tiempo- que forma parte del
capítulo dedicado al lenguaje del programa televisivo argentino de filosofía
Mentira la verdad: filosofía a martillazos, dirigido por Darío Sztajnszrajber hace
algunos años.

El lenguaje es una institución,


regulado por normas de inclusión y de exclusión.
Hablar siempre respetando nuestra lengua,
nos enseñan de pequeños, garantiza nuestra comunicación.
Pero dime, amor, ¿por qué tuvimos que nacer bajo esta gramática
que nos ahoga y nos condena a ser
como alguien dice que está bien?

¡La gramática es Dios!


¡El lenguaje es institución!
La palabra reglamenta el mundo a nuestro alrededor.

Escapemos de este orden,


rompe tus cadenas y volemos alto,
olvidemos todo lo que aprendimos
y con otras palabras juguemos a amarnos.
¡La gramática es dios!
¡El lenguaje es institución!
La palabra puede ser también nuestra salvación,
mi amor.

Pensemos un poco más en nuestra condición humana en tanto seres hechos


de habla y de escucha, de palabra y de silencio. Decíamos hace un momento que,
en buena cuenta, la primera ley con la que tropezamos los seres humanos es el
lenguaje. La gramática es aquel conjunto de leyes que norman los usos de las
palabras y las frases para una comunidad de hablantes, esto es, supone la
reglamentación de la construcción, de la articulación y de la inserción de las
palabras en diferentes interacciones sociocomunicativas. Uno está tentado de
afirmar aquí que el ser sujetos de la lengua implica, en lo fundamental, ser
sujetos sujetados, estar sujecionados a una legislación duramente coactiva
constituida por las reglas morfológicas, sintácticas, semánticas y pragmáticas de
tal o cual sistema lingüístico. De pronto, podemos entender mejor esto bajo la
minuciosa y cerrada categoría “estructura”, tan cara a esa red de pensadores
franceses del segundo tercio del siglo XX llamados “estructuralistas”, que
tomaron por fundamento el Curso de Lingüística General (1916) de Ferdinand de
Saussure. No obstante, considerar el lenguaje solamente como una estructura,
¿no es acaso concebirlo como una suerte de cárcel, como una especie de prisión
portátil? Efectivamente, la gramática de toda lengua tiene algo de carcelaria. Sin
embargo, una incurable otredad la desestructura también. En este sentido, no
podemos negar que la materia verbal está plagada de puntos de fuga. Como toda
ley está caracterizada por el “no”, por las interdicciones, se relaciona con el
ámbito del deber, del mandato. Sin embargo, el lenguaje es paradójico y
ambiguo: su otra orilla es la posibilidad de creación, de transgresión y de
subversión, la libertad por medio de frases, de imágenes y del ritmo. Lo otro del
lenguaje nos permite, pues, desfuncionalizar el propio lenguaje.
El lenguaje de la vida cotidiana, que se ha convertido en meramente
instrumental, nos señala, supuestamente de manera transparente, qué es el
adentro y qué es el afuera, qué es lo que está incluido y qué es lo que está
excluido, qué es lo interior y qué es lo exterior… Toda una larga lista de
dicotomías que reducen la vida a la administración de las cosas. Al contrario, en
la introducción a El arco y la lira (1956), Octavio Paz sostiene que la poesía
devuelve el lenguaje a su condición primigenia de invención, de creación.
Obviamente esta libertad nunca va a ser plena. Algo de esa libertad se pierde
cuando devenimos seres gramaticales. Sin embargo, eso de la palabra y de lo
humano que no se constriñe a la prohibición es el deseo, el deseo de ser, el deseo
de ser seres deseantes… y el deseo nunca deja de persistir (salvo que la muerte lo
cese); siempre está la posibilidad de recrear (no sin límites) las palabras, las
gramáticas y las narrativas; en suma, la posibilidad de recrear (a pesar de los
escollos), la hermosa posibilidad de que a nuestras manos, a nuestras bocas y a
nuestras mentes puedan llegar otras palabras, otros silencios y otros
pensamientos para decir desde un lenguaje otro, no un lenguaje totalmente otro.
No existe la novedad absoluta. No podemos desembarazarnos del lenguaje.
Probablemente, las únicas dos maneras de romper absolutamente con el lenguaje
serían o caer en el triste accidente de la psicosis o caer en la rotundidad de la
muerte (el silencio absoluto: el no hablar ni escuchar más).
Como siempre se puede decir de otro modo y desde otro lugar de
enunciación (pese a los impases), también el amor puede ser dicho, narrado y
escenificado de otra manera. Un poema experimental para hablar del encuentro
amoroso de modos insólitos es “En el principio era el verbo” de Jorge Enrique
Adoum

te número te teléfono aburrido


te direcciono (callo caso y escalero)
y habitacionada ya te lámparo te suelo
te vaso te enfósforo te libro
te disco te destoco te desvisto desoído
te camo te almohado enciendo descobijo
te pelo te cadero me cinturas
nos trasvasamos labio a labio
me embotello en tu adentro
nos rehacemos te desformo me conformo
miltuplicada tú yo mildividido

En vez de decir “te amo”, “te quiero”, “te deseo” o “te necesito”, el poema
de Adoum explora expresiones morfosintácticas más desafiantes que abren la
posibilidad de otros significados y sentidos. Recordemos, en principio, que la
palabra “amor” también es una palabra, “te amo” son un par de palabras que de
repente no llegan a rendir cuenta de ese tipo de vínculo, no logran capturar esa
forma primigenia de hacer comunidad en los seres humanos, que es el amor
(entre otras cosas). En Annie Hall (1977) de Woody Allen, cuando el
protagonista desea declarar su amor a Annie, en vez de decirle “te amo”, le dice
que la frase “te amo” queda tan corta, resulta tan fallida frente a lo que siente,
piensa y sostiene con ella, de modo tal que le dice, en el doblaje al castellano- “te
ammo”, “te armo”, “te almo”… En fin, Woody Allen comienza allí a jugar de
forma seria con el lenguaje y sus (im)posibilidades. ¿Cómo poner en palabras
‘adecuadas’ y ‘precisas’ esa inconmensurable pluralidad, esa heterogeneidad
perturbadora e irreductible de la experiencia humana del amor, incluso de
cualquier experiencia humana personal o colectiva? ¿Será que el amor tiene que
ver con ese espacio intersticial entre lo personal y lo colectivo que Lacan llamó
lo transindividual, eso que no es meramente mío ni es meramente del otro sino
que es ese campo de intersección entre uno y otro ser humano? Asimismo, esa
“libertad bajo palabra” que es la poesía –en el amplio sentido de poiesis- emerge
de lo transindividual.
Las palabras nos atraviesan y nos dan la posibilidad de pensar las cosas y
las circunstancias más allá de los sentidos ya establecidos, que en la actualidad
provienen del discurso capitalista, del discurso farmacológico, del discurso
político y del discurso mediático, que nos intentan reducir a ser ‘buenos’ sujetos,
sujetos dóciles, sujetos bien disciplinados (tal como Louis Althusser y Foucault
lo subrayaban hace casi medio siglo). Por ello, domesticar el habla resulta crucial
para los poderes instituidos. Por ejemplo, una inmensa cantidad de personas en el
mundo urbano hoy en día habla acerca de todo con lenguaje empresarial, desde el
cual la subjetividad misma es concebida como una empresa: ‘todo’ en función de
la lógica de costo/beneficio. Así, podemos escuchar –cada vez más- afirmaciones
como “voy a invertir mi tiempo en dormir” o “voy a gestionar mis emociones”,
como si el tiempo y el sueño fuesen cosas, que se reducirían a las mediciones,
como si las emociones, los sentimientos, los afectos y los deseos fuesen
cuantificables. Ni el amor ni la libertad ni la palabra constituyen meras
estadísticas, porcentajes, números enteros con decimales para sentirnos
conformes con los dispositivos de dominación sociosimbólica imperantes que
expropian nuestra libertad (nunca plena). Tal vez la libertad bajo la palabra sea
uno de los pocos caminos que abisman al sujeto más allá de las servidumbres
voluntarias (de esas que con tanta meticulosidad han puesto en cuestión Étienne
de La Boétie y Friedrich Nietzsche).
Para reimaginar un posible más allá de las voluntarias servidumbres, deseo
convocar la mordaz canción “Pastillas para no soñar” de Joaquín Sabina,
aparecida en su álbum Física y química (1992).

Si lo que quieres es vivir cien años,


no pruebes los licores del placer.
Si eres alérgico a los desengaños,
olvídate de esa mujer.
Compra una máscara antigás,
mantente dentro de la ley.
Si lo que quieres es vivir cien años,
haz músculos de cinco a seis.

Y ponte gomina que no te despeine


el vientecillo de la libertad,
funda un hogar en el que nunca reine
más rey que la seguridad,
evita el humo de los clubs,
reduce la velocidad.
Si lo que quieres es vivir cien años,
vacúnate contra el azar.

Deja pasar la tentación,


dile a esa chica que no llame más.
Y, si protesta el corazón,
en la farmacia puedes preguntar:
¿tiene pastillas para no soñar?
Si quieres ser matusalén,
vigila tu colesterol.
Si tu película es vivir cien años,
no lo hagas nunca sin condón.
Es peligroso que tu piel desnuda
roce otra piel sin esterilizar.
Que no se infiltre el virus de la duda
en tu cama matrimonial.

Y si en tus noches falta sal,


para eso está el televisor.
Si lo que quieres es cumplir cien años,
no vivas como vivo yo.

Pastillas para no soñar, pastillas para cumplir con los imperativos


socioeconómicos de la salud y de la felicidad, pastillas para evitar el encuentro
con la alteridad, pastillas para apuntalar la seguridad contra el deseo… como si lo
que más se quisiera controlar fuese nuestra posibilidad de imaginar y sentir, de
entregarnos al azar y al caos, de despeinarnos con la libertad. Está bueno
despeinarse de cuando en cuando (o de mucho en mucho). No me refiero al
sentido literal: despeinar un poco todo, despeinar el lenguaje, por ejemplo, para
darnos cuenta de que los peinados son una farsa, o que son imposibles, o para
quedarnos sin pelo.
Para finalizar, quiero retomar la cita de Octavio Paz con la que abrí este
ensayo: “Contra el silencio y el bullicio, invento la Palabra, libertad que se
inventa y me inventa cada día”. Sin duda, es una interpelación a reinventarnos
permanentemente pero desde ese poco ser que es nuestra condición originaria de
seres humanos (tal como lo recuerda el mismo Paz en el capítulo “La revelación
poética” de El arco y la lira); es decir, la potencia de nuestro deseo está
circunscrita a nuestro carácter de seres contingentes y finitos. El tenso cruce entre
poesía y pensamiento, entre literatura, filosofía y psicoanálisis, nos puede
devolver al hecho de que las palabras manifiestan nuestra libertad creadora e
imaginación radical, pero a un mismo tiempo no lo pueden decir todo, algo se
escapa la totalización. El no-todo, la falta, la incompletud insisten y nos
atraviesan. El lenguaje es incompleto. Nuestra subjetividad es incompleta.
Nuestra condición humana es incompleta. Pero eso no es una condena. Al
contrario, es esa tensa dinámica pendular entre el decir y el no decir, entre la
palabra y el silencio, lo que nos permite crear, recrear, emprender nuestros
proyectos y pensar siempre de otro modo.

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