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La manzana del deseo • La batalla en el cielo • Los secretos de los

días de la semana

La creación era representada en las escuelas mistéricas. Se trataba de una obra en


tres actos.
En el primero, se escenificaba la opresión de la Madre Tierra por parte de Saturno.
Se
llamaba la Era de Saturno.
En el segundo se ponía en escena el nacimiento del Sol y la protección que brindaba
a la
Madre Tierra. Ésta, la época paradisíaca de la población vegetal, se recordaba como
la Era del
Sol.
Durante la representación de estos importantes acontecimientos, el candidato a la
iniciación
se hallaba inmerso en lo que, en parte, era una obra con efectos especiales y, en
parte, una sesión
de espiritismo. En un estado de conciencia alterado, tal vez bajo los efectos de
las drogas y con
poca perspectiva, el candidato era guiado por los sacerdotes en un viaje chamánico
por los
mundos espirituales. La obra teatral, tal como la llamaríamos hoy, debió de pasar
finalmente de
los centros griegos de los misterios a representarse en lugares públicos. Sin
embargo, al menos en
los orígenes de las escuelas mistéricas, los candidatos a la iniciación nunca
habían visto nada
igual.
Ahora llegamos al tercer acto, el tema de este capítulo. Al principio del mismo, se
produce
ese acontecimiento trascendental al que nos hemos referido al final del capítulo
anterior. La Tierra
y el sol se separan. A partir de entonces, los rayos vivificantes del astro, en vez
de iluminar a la
Tierra interior, brillan sobre ella desde el cielo. En consecuencia, ésta se enfría
y se vuelve más
densa, menos gaseosa y más líquida. Se encoge, y toda su superficie acuosa es
ocupada por Adán,
Eva y su floral progenie, que palpita y se mece con el viento.
De repente, en el clímax del tercer acto, el candidato a la iniciación que
contemplaba esta
obra en la escuela mistérica notaba un olor a azufre, e incluso tal vez lo medio
cegaba un destello
de luz, como si de un relámpago se tratara, cuando la pacífica escena bucólica se
veía invadida
por un centelleante y extraño ser vivo, espeluznantemente lívido y con cuernos. La
imagen que se
debía de imaginar era la de una serpiente cuyo cuerpo parecía no tener fin,
millones de kilómetros
que avanzaban sinuosamente hacia el interior del cosmos, una serpiente de una
belleza perversa.
Dice Ezequiel 28, 13: «En Edén estabas, en el jardín de Dios. Toda suerte de
piedras preciosas
formaban tu manto: rubí, topacio, diamante, crisólito, piedra de ónice, jaspe,
zafiro, malaquita,
esmeralda; en oro estaban labrados los aretes y pinjantes que llevabas.»
El candidato a la iniciación observaría aterrorizado cómo se enrollaba, apretando
cada vez
más, alrededor del tronco vegetal de Adán, y entendería que lo que contemplaba era
la serie de
acontecimientos que hacían que la vida en la Tierra avanzara trabajosamente hacia
la siguiente
fase de la evolución. Porque la imagen de la serpiente enrollada al árbol
constituye la
representación más evidente de la transición terrestre de la vida vegetal a la
animal.
Desde el siglo XVIII, cuando la cosmovisión que defendía que la materia precedía a
la mente
empezó a sustituir a la antigua cosmovisión basada en el concepto de que la mente
era anterior a la
materia, la Iglesia ha tratado de conciliar el relato de la creación del Génesis
con los hallazgos
científicos; una empresa abocada al fracaso, porque se basa en una interpretación
moderna y
anacrónica del Génesis.
Este libro de la Biblia no plantea la evolución de un modo objetivo, como lo hacen
los
científicos contemporáneos, que recopilan y evalúan datos geológicos,
antropológicos y
arqueológicos de un modo imparcial, sino que es un relato subjetivo de la evolución
de la
humanidad tal como se creía que sucedió. Es decir, la descripción de la serpiente
enrollada en el
árbol es la imagen de la formación de la columna vertebral y el sistema nervioso
central
característicos de los animales, tal como ha quedado en el subconsciente colectivo
humano.
IZQUIERDA Adán, Eva y la serpiente, de Massolino.
DERECHA Grabado renacentista del árbol en el Jardín del Edén con forma de
esqueleto, por Jacob Rneff.
Una y otra vez, veremos cómo el relato esotérico no contradice necesariamente al
científico.
Tal como sugeríamos con la imagen de doble perspectiva, ambos tratan de lo mismo
pero desde un
punto de vista muy distinto.
En el capítulo anterior veíamos cómo, en cierto sentido, la materia había preparado
el
terreno para el nacimiento de la vida vegetal. Ahora, la vida vegetal como tal
formaba un nicho
del que podía surgir la vida animal. Dicho de otro modo, la vida vegetal formó un
plantío donde
cayeron las semillas de la vida animal.
Éste es el principio del trascendental episodio de la historia que conocemos como
la Caída.
Al candidato a la iniciación se le haría sentir de un modo bastante literal la
atroz sensación
de vivir una situación crítica y peligrosa similar a la de la Caída. De repente, y
como si le
empujara un temblor de tierra, se veía cayendo por un agujero negro, precipitándose
en lo que
inmediatamente descubría que era un nido de serpientes. En la tradición esotérica,
la cámara
situada debajo de la Gran Pirámide de Gizeh, conocida como la Cámara de la Ordalía,
cumplía
justo esa función. Excavaciones recientemente realizadas en Baia, Italia, donde los
romanos creían
que un sistema de cuevas, en parte natural y en parte artificial, constituía la
entrada a los infiernos,
han descubierto en realidad un lugar donde se ubicaba una puerta trampa que
arrojaba a los
candidatos a la iniciación a un nido de serpientes situado debajo.
El candidato experimentaba por sí mismo cómo Lucifer y sus legiones infestaban el
mundo
con una plaga de serpientes centelleantes. Veía cómo, según la historia secreta,
toda la Tierra se
convertía en un hervidero de vida animal primitiva. También contemplaba cómo el
deseo
atormentaba a la propia Tierra, haciendo que ésta se convulsionase, y constataba
cómo las huellas
de ese tormento quedaban plasmadas en las expresivas formaciones rocosas.
Sin embargo, ¿por qué el paso de la vida vegetal a la animal debía estar marcado
por ese
tormento? El relato de la tragedia en el Génesis hace hincapié en este elemento
atormentador con
algunas de las expresiones más impresionantes del Antiguo Testamento: «A la mujer
le dijo:
“Tantas haré tus fatigas cuantos sean tus embarazos: con dolor parirás los hijos.
[...]” Al hombre le
dijo: “[...] maldito sea el suelo por tu causa; con fatiga sacarás de él el
alimento todos los días de
tu vida. Espinas y abrojos te producirá.» Al parecer, debido a la Caída, los
humanos deben sufrir,
luchar y morir, pero ¿por qué?
Expresadas en ese lenguaje arcaico se encuentran más verdades de las que la ciencia
moderna reconocería. Las plantas se reproducen por un método llamado
partenogénesis, mediante
el cual, de una parte de la planta nace una nueva. Este nuevo brote es, en cierto
modo, una
continuación de la planta que le ha dado origen, por lo que, en cierto sentido,
aquélla no muere. La
evolución de la vida animal y su modo de reproducción característico, el sexo,
trajo consigo la
muerte. Tan pronto como se sintió hambre y deseo, se experimentó descontento,
frustración, dolor
y miedo.
Loki, el equivalente escandinavo de Lucifer, suele representarse como un dios
apuesto y apasionado, pero también
malvado, ingenioso y astuto. Ilustración del siglo XIX, de R. Savage.
¿Quién tienta a Eva? ¿Quién es la serpiente que enciende el deseo en el mundo?
Probablemente, todos creemos saber la respuesta a esa pregunta, pero de un modo
ingenuo.
El problema es que los responsables de nuestro desarrollo espiritual nos han dejado
con la
capacidad de comprensión de un párvulo.
En el capítulo anterior hemos visto cómo la Iglesia ha tapado sus raíces
astronómicas, cómo
el inicio del Génesis oculta en sus relatos a los mismos dioses planetarios que
sabemos que
existían en otras religiones más «primitivas» (el dios Saturno, la diosa Tierra y
el dios Sol).
Conforme avanzamos en el libro, comprobamos de nuevo cómo esta ocultación de las
raíces
astronómicas, el monoteísmo radical de la Iglesia moderna, puede impedir que
entendamos con
claridad lo que ese antiguo texto trata de decirnos.
El paralelismo entre Lucifer y Venus puede verse también en la mitología de ambas
Américas, donde aparece en la
figura del dios serpiente Quetzalcóatl, con cuernos y plumas.
Lógicamente, la mayoría de la gente cree que el cristianismo acepta la existencia
de un único
diablo —el Diablo—, es decir, que Satanás y Lucifer serían uno solo.
Pero, de hecho, tan sólo tenemos que echar una rápida y renovada ojeada a los
textos para
comprobar que la intención de los autores de la Biblia era bastante diferente. Una
vez más, esto es
algo aceptado por los estudiosos de la Biblia, pero no se ha filtrado al grueso de
la congregación.
Hemos visto que Satanás, el Señor de las Tinieblas, el agente del materialismo, se
identifica
con el dios del planeta Saturno de la mitología grecorromana. Lucifer, la
serpiente, el provocador
que aviva el deseo animal en la humanidad, ¿debe identificarse también con Saturno,
o tal vez con
un planeta diferente?
Existe un enorme y erudito corpus de referencias bibliográficas que comparan los
textos
bíblicos con documentos más antiguos y con otros contemporáneos de culturas
próximas, y que
demuestran que las dos principales encarnaciones del mal en la Biblia, Satanás y
Lucifer, no son
el mismo ser. Por suerte, no tenemos que sumergirnos en esta bibliografía, ya que
la propia Biblia
incluye una afirmación bastante explícita, en Isaías 14, 12: «¡Cómo has caído de
los cielos,
Lucero, hijo de la Aurora!»
La serpiente, a veces enrollada en torno al cuerpo de la diosa, era considerada «la
ministra de la diosa» por los
griegos.
El lucero del alba es, por supuesto, Venus. Por lo tanto, la Biblia identifica a
Lucifer con el
planeta Venus.
En un primer momento, podría parecer que iba contra la intuición el hecho de
equiparar a la
diosa grecorromana Venus (Afrodita para los griegos) con Lucifer en la tradición
judeocristiana.
Venus/Afrodita es de sexo femenino y parece tener mayor relevancia. Sin embargo,
poseen en
realidad puntos de similitud clave.
Tanto Lucifer como Venus/Afrodita están ligados al deseo animal y a la sexualidad.
La manzana es la fruta asociada a ambos. Lucifer tienta a Eva con una manzana y
Paris le
entrega a Venus ese mismo fruto en un gesto que precipita el rapto de Helena y la
Gran Guerra de
la Antigüedad. Universalmente, la manzana es la fruta de Venus, porque si se parte
en dos el
camino que Venus describe en el cielo durante un período de cuarenta años, es una
estrella de
cinco puntas, exactamente la imagen que forman las pepitas del corazón de la
manzana.
Lucifer y Venus son asimismo figuras ambiguas. Lucifer es el mal, pero un mal
necesario. Sin
la intervención de éste, la protohumanidad no habría evolucionado más allá de una
forma de vida
vegetal. Gracias a la intervención de Lucifer en la historia somos seres animados,
tanto en el
sentido de que podemos movernos por la superficie del planeta como de que nos mueve
el deseo.
Un animal tiene conciencia propia de ser una entidad diferenciada, cosa que no
poseen las plantas.
Decir que Adán y Eva «sabían que estaban desnudos» equivale a decir que se dieron
cuenta de
que tenían cuerpo.
Desde la Antigüedad, nos han llegado hermosas representaciones de Venus, aunque
también
existen otras terroríficas. Tras la imagen de una mujer de belleza incomparable se
ocultaba la
aterradora mujer serpiente.

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