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Desde entonces, la misión está siendo un regalo para nuestra vida. Vemos que
es algo que el Señor desea, pues quiere que todos los hombres se salven y le
conozcan de corazón. Él ha venido a prender fuego en el mundo y, ¡cómo quisiera que
ya estuviera ardiendo! (cf. Lc 12, 49), y cuenta con nosotros para que se haga
realidad.
Una mirada a la Iglesia de los orígenes, por tanto, nos da la clave para
entender la misión: redescubrir, comprender, asimilar y vivir la vida en el Espíritu Santo
de los primeros cristianos, con ese fuego, ese ardor en el corazón que mueve a
llenarse del amor de Dios y desbordarlo, porque nos va la vida en que los hombres
sean de Dios. Se vive, pues, misioneramente, mendigando el Espíritu Santo, creyendo
en su presencia y actuación salvadoras aquí y ahora: Sólo Dios salva, pero quiere
servirse de nosotros, que somos sus testigos. Nosotros nada podemos, pero Él desea
expresarse, manifestarse en nosotros: “Te he puesto como la luz de los gentiles, para
que tú seas la salvación hasta el fin de la tierra” (Hch 13, 47). Y esto es así porque,
desde el Bautismo, somos Cristo, partícipes de su misión. Por tanto, no se trata tanto
de ver, en la Nueva Evangelización, qué cosas podemos hacer (que habrá que
hacerlas), cuanto de vivir la misión como lo hicieron los primeros cristianos.