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Prólogo a «Los cálices vacíos» de Delmira Agustini1

Beatriz Colombi

En el 900, a orillas del Plata


En una borrosa foto de fin de siglo, Lou Andreas Salomé posa, con un látigo en la mano, arriba de una carreta tirada
por dos hombres. Ellos son Paul Rée y Friedrich Niezstche y se diría que se someten, con inusual resignación, al severo
triángulo. Quisiera pensar, ya no la foto, pero sí el mismo desenfado, en otra mujer finisecular, Delmira Agustini.
La iconografía que nos recuerda a la uruguaya no se parece en nada al cuadro vivo que representa la rusa Lou. Su
galería de retratos se ajusta, más bien, a las languideces y misterios que exhalaban las divas que cubrían los
escenarios, chaise longue y tapas de magazines. Coreografías certeramente elegidas por Agustini, que -como esas divas-
perfila también una imagen enigmática de sí misma, entre sombreros, sombrillas y ropa demasiado ceñida a la cintura.
Pero es por este detalle que los gestos de Delmira y Lou me parecen semejantes. Ambas se muestran como mujeres
amenazantes y poderosas, dueñas del látigo y de la palabra, que actúan sus fantasías con particular libertad: la poesía
erótica de Agustini, y los no siempre compatibles deseos hacia la filosofía y el psicoanálisis de Salomé. Esta relación
entre casos tan distantes no quiere pecar de arbitraria. Mucho menos se propone establecer vidas paralelas, aunque en
algunos puntos, bastante significativos, se toquen. Tan solo, colocar a Agustini en el horizonte de otras mujeres de su
época, que subvierten, por distintos caminos, los mandatos y designios asignados.
Al mismo tiempo, parece imposible pensar a Delmira Agustini separada de lo que la crítica uruguaya ha llamado, con
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más fervor que en otros ámbitos, «el 900» . De hecho, una profusa actividad intelectual llevó a la conformación de un
espacio literario diferenciado en este país, de enorme vigor y productividad, que hizo de Montevideo un lugar central en el
procesamiento de ideologías del modernismo. Bastaría pensar en el Ariel (1900) de José Enrique Rodó, responsable del
pensamiento idealista que marca a la generación de entre siglos, dispuesta a adaptar la imaginería isabelina al complejo
proceso de la modernización, conjugando el anti-utilitarismo, el elitismo, y la crítica al filisteísmo burgués; los inicios
naturalistas y nietzscheanos de Carlos Reyles; los escarceos decadentes de Horacio Quiroga, que en esos años dirige el
Consistorio del Gay Saber, donde acuden los jóvenes escritores de El Salto, y publica -con inocultable admiración por
Lugones- Los arrecifes de coral (1901); el hermetismo -casi vanguardismo- de Julio Herrera y Reissig que lidera hacia
1901 La Torre de los Panoramas, un cenáculo de poetas, en la terraza de su casa señorial (ahora Academia de Letras, en
Ituzaingó esquina Reconquista); o Roberto De las Carreras que desde los opúsculos Sueño de Oriente (1900) o Amor
Libre (1905) da forma y publicidad a la nueva erótica de fin de siglo. Pero una de las marcas más fecundas y diferenciadas
del modernismo uruguayo es la emergencia de la llamada poesía femenina, con figuras como Delmira Agustini y María
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Eugenia Vaz Ferreira, quienes abren un espacio absolutamente nuevo en la lírica rioplatense .
Si bien Montevideo del 900 ofrece un perfil aldeano («Tontovideo» la bautiza Herrera y Reissig), en la ciudad
confluyen representaciones culturales y políticas modernizadoras que la vuelven un escenario propicio para la emergencia
del rol social de la escritora. Pero este lugar nuevo suscita contradicciones cuando la escritura es abiertamente erótica,
como es el caso de Delmira Agustini. Más aún, cuando esta voz poética aparece inaugurando una nueva inflexión de la
lírica en el continente, siendo la «primera manifestación de la sexualidad poética femenina en América Latina», según
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señala Rodríguez Monegal .
Uruguay Cortazzo, en la presentación crítica a una serie de trabajos sobre Agustini, habla de una «norma modernista»
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en Uruguay que incluye la «subversión sexual» . En este marco, aceptado por la sociedad, podían circular y ser leídos los
textos, en muchos puntos desafiantes, de De las Carreras, Horacio Quiroga o Delmira Agustini. La hipótesis de Cortazzo
invita a pensar una genealogía de la moral en el fin de siglo rioplatense. Bastaría examinar, por ejemplo, el número del 16
de mayo de 1913 de la revista Fray Mocho, donde Delmira presenta Los cálices vacíos. En el mismo número, una separata
titulada «Paraísos Artificiales», dedica dos páginas y media de ilustraciones con epígrafes a los estupefacientes. Junto a
Julio Herrera y Reissig dosificándose heroína en su cuarto, en llamativo desorden, aparecen fotos de rostros lombrosianos
y alienados mentales en estado de shock epiléptico producido por la Dea, modo cifrado de aludir a la droga en la poesía.
El artículo no lo firma Max Nordau, como es de esperar, sino Soiza Reilly. La convivencia (y connivencia) entre artista y
bajo fondo, entre escritor y locura, entre arte y degradación, está suficientemente normalizada como para compartir un
mismo espacio de éxtasis y desorden, con un toque sensacionalista. Con el mismo gesto, el párrafo inicial del Sueño de
Oriente de Roberto de las Carreras, emprende una desmitificación de la maternidad y el matrimonio -en algún punto, un
preludio al Girondo de las muchachas de Flores-: «Las mujeres en Montevideo, apenas casadas, se hinchan, revientan las
líneas, descomponen las formas de su cuerpo. Y parecen tan complacidas, su mirada es tan dulce, que no se puede menos
que suponerlas disfrutando echadas de una lujuria suculenta, repletas de un gozar glotón que las engorda».
Tales ejemplos y remisiones a la droga y a la maternidad son seguramente arbitrarios, pero, al mismo tiempo,
sintomáticos de la pregunta que nos planteamos frente a los textos de Delmira Agustini. No es, por lo tanto, casual que
Delmira sostenga su decir erótico construyendo una imagen de sí misma donde confluyen el furor poético, la locura y el
noctambulismo, actuando un rol histérico (su ginecóloga recuerda el rojo intenso de su traje de terciopelo, de su
sombrero, de su boca) que le permite dar libre curso a una poética infractora. En este espacio habría que pensar la
pornografía inocente de composiciones como «Serpentina» o «El Intruso», pero también, los cuestionamientos que su
poesía realiza al canon estético del momento y a las construcciones de género de fin de siglo.
Delmira Agustini nace en 1886 muere en 1914. Comenzar el relato de su vida por su propia muerte es un elemento
irrenunciable, por el hecho mismo y por la publicidad que alcanza el caso, con todos los ingredientes del crimen pasional.
Delmira es asesinada por su marido, Enrique Job Reyes, de dos tiros en la cabeza. Se había casado y dejado al marido a
las pocas semanas, alegando que no soportaba las «vulgaridades» de la vida conyugal. Después, se habían sucedido
encuentros secretos, paralelos a los trámites de divorcio. En el último (suprema entrevista, la llama Manuel Ugarte) Reyes
la mata y se suicida. Delmira Agustini encuentra un destino digno de su época, plagada de duelos, suicidios, internaciones
y finales trágicos (bastaría pensar la secuencia: Silva, Santos Chocano, María Eugenia Vaz Ferreira, Quiroga, Lugones).
Esto dio lugar a una profusa y sensacionalista cobertura, como la que reproduce El Día del 8 de julio de 1914, que muestra
un croquis del drama, con cruces y líneas de punto indicando la posición en que fueron hallados los cuerpos, y los
informes forenses y el discurso criminológico invadiendo (o conviviendo) una vez más, con el espacio de la literatura.
La vida de Delmira Agustini, magnificada por el impacto de este fin, novelable y novelado, ha dado lugar a otra
vuelta de tuerca sobre el mito de Ifigenia. Su figura ha inspirado novelas recientes, como Un amor imprudente (1994) de
Pedro Orgambide, que ficcionaliza la relación de Delmira con el que se dice fue su gran amor, el argentino Manuel
Ugarte, Delmira (1996) de Omar Prego Gadea, que reproduce poemas, cartas, y material documental y Fiera de
amor (1995) de Guillermo Giucci. A esta lista, habría que agregar la reciente puesta en escena en Buenos Aires de La
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pecadora, con texto de Adriana Genta, que da cuenta del impacto perdurable de este destino femenino rioplatense .
Delmira Agustini perteneció a la burguesía acomodada de Montevideo. Su educación respondió a los hábitos de su
clase: francés, pintura, piano. Se inició en la poesía y en el periodismo muy joven, tomando a su cargo una columna para
el diario La Alborada, con el seudónimo de Joujou. La sección se titulaba «Legión etérea» y reunía siluetas de mujeres,
artistas y escritoras del medio local, así como señoritas de la sociedad, a las que describe con una prosa que admite desde
la plasticidad prerrafaelita a la retórica cursi de la columna social. Su poesía circula en varias revistas de la ép oca: Rojo y
Blanco, Apolo, Bohemia, El Cojo Ilustrado, El Hispano Americano, Caras y Caretas, Fray Mocho, entre otras. Publica en
vida tres poemarios: El libro blanco (Frágil) (1907), Cantos de la mañana (1910), y Los cálices vacíos (1913) -este
último reproduce los Cantos de la mañana y una selección de El libro blanco. En 1924, la familia publica las Obras
completas, que incluye diecisiete poemas inéditos bajo el título «El rosario de Eros».
Si bien Agustini es una figura solitaria, de hecho sus amistades literarias más íntimas fueron pocas, María Eugenia
Vaz Ferreira y André Giot de Badet, además de contactos ocasionales con Herrera y Reissig o Roberto de las Carreras
(ambos le envían comentarios elogiosos de su obra), no tiene una colocación marginal en su medio. Por el contrario, es
celebrada y ampliamente reconocida. Una mínima comprobación de esto lo ofrece la polémica que entabla con Alejandro
Sux en 1911, quien, haciendo referencia a El libro blanco, se lamenta en un artículo publicado en Mundial Magazine del
poco reconocimiento de Agustini en Montevideo. «La crítica de mi país me ha mimado como hija predilecta. Puedo
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exhibir las firmas más ilustres al pie de los elogios más estupendos» , replica Agustini. La respuesta airada coloca en
evidencia su propia estrategia de convalidación (y de seducción) en el medio. Delmira aspira a ser una hija
mimada (una Nena, como la llaman en su casa) entre firmas ilustres (padres literarios). Agustini controla
esta «construcción de imagen» en el armado mismo de sus libros, que se publican con anexos de opiniones, apareciendo
siempre enmarcada y autorizada por nombres prestigiosos del medio intelectual rioplatense y español: Manuel Medina
Betancort, Pérez y Curis, Francisco Villaespesa, Samuel Blixen, Carlos Vaz Ferreira, Natalio Botana, Manuel Ugarte,
Miguel de Unamuno, entre otros. De todos, el más importante es, sin dudas, Rubén Darío, que escribe el Pórtico a Los
cálices vacíos.

Lecturas, tradiciones

«Y pasa, riendo, Darío


En frágil litera azul que llevan traviesos gnomos».

(«Gama Exquisita»)
En el Archivo Delmira Agustini de la Biblioteca Nacional de Montevideo se conservan las primeras hojas con
dedicatorias arrancadas de los libros que le pertenecieron; como una especie de reliquia descontextualizada, estas hojas
mal permiten reconstruir una biblioteca. Ofelia Machado, que estableció un cuidadoso examen de sus manuscritos,
enumera algunos de los autores: Daniel Defoe, Hans Christian Andersen, Albert Samain, Paul de Kock, E.T.A
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Hoffmann . En el poema «Gama Exquisita», que recoge Magdalena García Pinto en su edición y que uso de epígrafe para
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este apartado, se puede seguir un recorrido de lecturas: Darío, D'Annunzio, Herrera, Poe . Las citas explícitas o
menciones veladas de Verlaine, Villaespesa y Baudelaire, hacen presumir también su lectura. Vicente A. Salaverri -amigo
y admirador de Delmira- dice que sus influencias más relevantes fueron D'Annunzio, Rubén Darío, Amado Nervo, Julio
Herrera y Reissig y Álvaro Armando Vasseur. Podemos especular: a través de Herrera y Reissig, Rimbaud; a través de
Vasseur, traductor de Walt Whitman, el propio Whitman y el versolibrismo, procedimiento que Agustini adoptó y usó
generosamente, como la mayoría de los poetas del llamado postmodernismo.
Pero Albert V. Samain -el poeta que marca muy especialmente la lírica rioplatense desde Lugones a Herrera y
Reissig- tiene una presencia particular en su obra, sobre todo sus Poèmes inachevés, donde podrían encontrarse formas y
resoluciones -métricas, estróficas, enunciativas- próximas a poesías como «Oh, Tú» y «Para tus manos» de Agustini.
Delmira traduce poemas de Aux flancs du vase de Samain; en uno de ellos, «Le sommeil de Canope», el
verbo glisser aparece como nexo ostensivo con el poeta traducido. En «Visión» y «Serpentina», dos de sus poemas más
conocidos y celebrados, la palabra aparece bajo las flexiones -mejor, neologismos-, glisando y gliso. Me detengo en este
gesto de exhibir la palabra del maestro, un poeta por demás leído en el Río de la Plata. Es el mismo gesto que realiza con
Rubén Darío. Para ir a un ejemplo puntual (entre los numerosos que se han señalado y que se pueden aún señalar): en el
«Reino Interior» de Darío, en las dos últimas líneas de la primer estrofa se lee: «y entre las ramas encantadas, papemores /
cuyo canto extasiara de amor a los bulbules / (Papemor: ave rara. Bulbules: ruiseñores)». El paréntesis y la cursiva de la
última línea establecen otro nivel en el poema, funcionan como glosario, como irónica nota al pie. En esta suerte de
«aparte», el poema explica el sentido de las palabras, y al hacerlo, les da libre circulación. En «Hada color de rosa»,
Agustini dice: «El hada color de rosa que charla como un bulbul», Delmira repite la «lección del maestro», que ha
naturalizado desde los tópicos (hada) hasta las palabras (bulbul). Darío ha fijado el código poético. ¿Qué se puede hacer
de ahora en más? Sylvia Molloy ha señalado la angustia de las influencias que un precursor como Darío pudo haber
generado en Delmira Agustini, a partir del agudo análisis de «El cisne» de esta última, como respuesta y «corrección» al
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ave olímpica dariana .
Sandra Gilbert y Susan Gubar en su estudio «Infection in The Sentense» desarrollan su teoría de la «ansiedad de
autoría», por la cual las mujeres escritoras nunca pueden volverse precursoras y, condenadas a la soledad, suelen invocar,
inventar o preparar precursoras y sucesoras (quizás, esa nueva estirpe de la poesía de Agustini). Gilbert y Gubar dicen
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algo más: la escritora no sólo lucha contra un precursor masculino sino contra la lectura que hace su precursor de ella .
¿Cómo posicionarse frente a una tradición masculina? En un comienzo, imágenes, repertorio, léxico, formas, temas, todo
es, o parece, dariano-modernista. Pero también, desde ese mismo comienzo y de modo más intenso en lo sucesivo,
Delmira establece rupturas con las grandes figuras vivas del modernismo: Darío, Nervo, Lugones. No sólo con sus
formas, sino con el modo como éstos podrían leerla. Así, el misticismo de Amado Nervo tiene ecos en la poesía de
Agustini pero también grandes desvíos, y las composiciones que se aproximan a esta retórica exponen, de modo paralelo,
un alto grado de ambigüedad que, automáticamente, excluye una lectura de este orden («Vida», «¡Oh, tú!»). También con
respecto a Lugones, tenaz defensor de la rima en el prólogo a Lunario Sentimental, Delmira dice en «Rebelión»: «La rima
es el tirano empurpurado». De hecho, habrá en su poesía un desplazamiento hacia el verso libre, como ocurre en el
segundo libro, Cantos de la mañana. No obstante, nunca abandona las formas métricas y la rima: muchas de sus poesías
se resuelven en endecasílabos o alejandrinos, metros que el modernismo había reflotado. Pero, a diferencia de la tradición
modernista que deposita en la matriz musical gran parte de su efecto, en Agustini pesará más la incursión en un universo
metafórico e imaginístico, de sello absolutamente personal.
En la polémica con Alejandro Sux de 1911, antes aludida, Agustini reconoce la impronta de Darío, Nervo y Lugones
en su obra, pero también cita a Natalio Botana quien considera a Delmira «una discípula que aventajará a los maestros».
En la lucha por cómo ser leída desliza su propia fantasía, enunciada por Botana, de dar un paso más allá de sus maestros,
un modo también de formular una estética que va más allá del modernismo. Otra rebelde, Alfonsina Storni, planteará de
modo más directo su deconstrucción de Darío (y del sistema modernista): «Bajo sus lomos rojos, en la oscura caoba/ Tus
libros duermen. Sigo los últimos autores:/ Otras formas me atraen, otros nuevos colores/ y a tus fiestas paganas la
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corriente me roba» .
Aun cuando Juana Borrero, la poetisa cubana, fue vista por Darío como la María Bashckirtseff de nuestras latitudes,
sólo muchos años después será posible pensar un elenco femenino en la poesía, y aún más, un lugar social de escritora en
la literatura latinoamericana. Manuel Ugarte supo ver este papel precursor de Delmira cuando dijo: «solo la influencia de
Delmira Agustini hizo posible los desarrollos que alcanzaron, más tarde, en la amplitud del continente, Gabriela Mistral,
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Alfonsina Storni y la venezolana Teresa de la Parra» .
Agustini y el ocaso de los ídolos

«De flores y guirnaldas está recubierto el carro de Dionisio:


bajo su yugo avanzan la pantera y el tigre».

(Friedrich Nietzsche, El nacimiento de la tragedia)

Un poema del primer libro, «Mis ídolos», resulta emblemático para dar sentido a una larga progresión de estatuas que
pueblan la poesía de Delmira. El poema pone en escena ídolos imperiosos al que el sujeto poético adora y bajo los cuales
se aliena, «yo viví sin vivir». Ídolos que, podemos inferir, son valores burgueses, creencias, mandatos familiares.
Repentinamente, en el poema surge un dios nuevo, y «una alocada racha de primavera»produce el desmoronamiento de
los antiguos, inaugurando una ruptura del sometimiento, pero, paralelamente, una nueva sujeción, ya que el nuevo ídolo se
instala en un altar hecho de los escombros de los que destrona.
El sistema de la idolatría, de su imperio y destrucción, domina el imaginario poético de Agustini. Poemas como «Mis
ídolos», «Surtidor», «Fiera de amor», «La estatua», «Plegaria», «Cuentas de mármol», «La siembra», giran en torno a este
núcleo fuerte que en su poesía aparece trabajado de diversos modos. Ídolos que caen o que se entronizan, ídolos que más
que someter a la servidumbre de su imperio son víctimas de quien los idolatra, e inclusive el sujeto mismo del poema
puede volverse estatua, como en «Cuentas negras», alternando los lugares. Pero, quizás, más que detenerme en el
paradojal circuito de la apoteosis y el derrumbe, me interesa señalar que estos poemas dicen algo más. Dicen de un yo
lírico dispuesto a representar el juego de la idolatría; en otras palabras, los poemas exponen no las creencias mismas, sino
algo más radical: como se construye una creencia.
La imaginería de los ídolos y estatuas (que también suelen tener cualidades monstruosas), entra en tensión con un
anuncio mesiánico en los mismos poemas: el próximo surgir de una «nueva estirpe». Las implicaciones nietzscheanas de
esta mención es evidente (este es uno de los posibles encuentros entre Delmira Agustini y Lou Andreas Salomé). Muchas
veces alude Agustini a la supra-humanidad: «sobrehumana pasión» («Fiera de amor»), «Filtros dos veces humanos» («El
cisne»), «vida sobrehumana» («La barca milagrosa»), «besos extrahumanos» («Supremo idilio»), «uñas extrahumanas»
(«Surtirdor de oro»), «rayos sobrehumanos» («Con tu retrato»), «enredos sobrehumanos» («El nudo»), «viejas frialdades
sobrehumanas» («Mis ídolos»), «vida imposible, vida sobrehumana» («Intima»), «tus manos sobrehumanas» («La copa
de amor»). La enumeración pretende resaltar la serie, profusa y continua, que establece nexos y simetrías, al mismo
tiempo que se somete a muy diversos matices del sentido (los sobrehumano insinúa, a veces, alusiones religiosas).
En el ámbito del modernismo José Martí había planteado la necesidad de cuño emersonianio de un hombre natural, de
un hombre nuevo para América Latina. Darío, más próximo a la necesidad de alinear el frente de los nuevos escritores,
perfila eso que dio en llamar «la joven América». Rodó alentó ideas semejantes desde su primera insinuación profética en
el ensayo «El que vendrá» (1897) hasta la formulación del arielismo. Delmira expresa también en su universo poético -
que no pretende de ningún modo ser análogo con la realidad-, la aspiración novecentista de una regeneración, de un
desmoronamiento -quizás más radical- de viejas ataduras patriarcales. Y lo hace desde los ecos desplazados del
pensamiento nietzscheano.
Estas formas estatuarias, a quienes alternativamente el sujeto lírico rodea, aprisiona, recubre como planta parásita o
destruye, pueden pensarse como una analogía de los elementos apolíneos que la propia poesía modernista había
construido. Desde los héroes de mármol martianos, la estatua de Bolívar de Silva, a la Venus dariana de «Yo persigo una
forma». Como el sujeto idólatra/iconoclasta de sus poemas, Delmira irrumpe con una pulsión báquica en el campo
modernista. En continua excitación y discordia, la fuerza dionisíaca no sólo destruye los ídolos de mármol, sino que
también se expande en representaciones intimidantes para cualquier equilibrio. Por eso las «fieras» de Delmira, su glass
menagerie, su bestiario, está habitado por seres inquietantes y amenazantes: arañas, búhos, serpientes, gusanos, buitres,
leones. Fieras -en forma genérica-, que también pueden ser leídas como una analogía de la pantera y el tigre del carro de
Dionisios nietzscheano.
En este contexto puede también situarse la frecuente cita a la «embriaguez» («A una cruz», «Vida», «Tres pétalos»,
«Para tus manos»), que remiten al dictum de Nietzsche: «Para que haya arte, para que haya algún hacer y contemplar
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estéticos, resulta indispensable una condición fisiológica previa: la embriaguez» . La presencia de Nietzsche en Agustini
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fue primero señalada por Zum Felde, quien dice: «Ella tiene algo de hija espiritual de Nietzsche» . «Hija», como vemos,
de muchos padres que se la disputan. Sería, mientras tanto, apropiado preguntarse cómo accede Delmira a este universo.
Su formación intelectual, como el mismo Zum Felde aclara, es algo más que asistemática: «No era Delmira una estudiosa,
no poseía gran cultura, apenas conocía a los filósofos; tenía una vaga noción de las doctrinas. Es el suyo uno de los casos
intuitivos más sorprendentes que existen. Llegó a los más recónditos secretos humanos, ella sola, por un camino
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oscuro» . Si Carlos Reyles es visto como un nietzscheano confeso, un profeta de lo que se dio en llamar el vitalismo en
el Río de la Plata, Delmira llega a este pensamiento ella sola, por un camino oscuro, un camino hecho de intuiciones, de
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lecturas oblicuas, de aproximaciones . Una ruta, muchas veces, femenina.
Pero va aún más allá. En Nietzsche los animales rapaces y la naturaleza se fusionan en una «armonía universal»,
como los hombres entre sí, como Dionisio y Apolo, en el «Uno primordial», al que se llega por «los estremecimientos de
la embriaguez» (El nacimiento de la tragedia). En Delmira el equilibrio no existe como meta, desviándose también, puedo
inferir, de la Harmonía dariana. Nada es pacífico en sus imágenes, que buscan el desconcierto, la pérdida, la inquietud
incesante. La pregunta es el disparador de este efecto en muchos poemas: ¿flor o estirpe?, ¿cisne o amante?, ¿paloma o
buitre?, ¿dios o monstruo? ¿agente o paciente?:

¿Se ha prendido en mí como brillante mariposa,


O en su disco de luz he quedado prendida?

(«Ceguera»)

Sus «fieras» parecen enfrentar abiertamente a los tiernos faunitos que adornan las vitrinas burguesas. La lista de
regalos de casamiento de Agustini, que Ofelia Machado reproduce, está llena de remisiones a este interior fin de siglo,
recargado, recubierto, saturado: «cofre de oro cincelado, carro alegórico de mármol, biscuit con orquídeas, espléndido
sendero requemado (sic) en oro, sombrilla de encaje de Inglaterra, juego de té japonés, ánforas de cristal y plata».
Agustini redecora el interior modernista, lo despoja de lujos y estatuillas art nouveau, para tapizarlo de sensaciones e
imágenes revulsivas, como si las paredes de su alcoba poética fuesen hechas de una argamasa de carne viva y
exudaciones. Su interior está más próximo al de López Velarde de «Me estás vedada tú...», donde apenas entrevemos la
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medialuna de un espejo que refleja el puño crispado de una imposibilidad .
Tres espacios son privilegiados en la poesía de Delmira. El primero, muy notable en El libro blanco, es la montaña, el
mar, el espacio cósmico, los desiertos, la selva, el bosque, la laguna, donde se dirimen los comienzos de la poesía, donde
el sujeto poético «leva el ancla», se enfrenta a los monstruos, recibe la lira de las musas o se encuentra con Apolo.
Agustini recorre, tangencialmente, «mitos de inicio» para instalar su propia voz, como en «El hada color de rosa», donde
el poema escenifica la entrega de la «esbelta lira de oro» al yo lírico. De hecho, son numerosas las composiciones en que
los agentes son el «poeta» y la «musa». El segundo espacio, es la sala («La noche entró en la sala adormecida»,
«Nardos»), la alcoba o el cuarto («Visión, Nocturno»), el lecho, la almohada, el interior por excelencia femenino. Y el
tercero, que no deja de penetrar también en la alcoba, se manifiesta en otras formas: ruina, torre, gruta, tumba, templo,
castillo, serie que coloca manifiestamente su poesía en el ámbito gótico, en resonancia con Dante Gabriel Rossetti o Edgar
Allan Poe, como en «Supremo Idilio». Pero, nuevamente, Agustini da un paso más allá de lo gótico, trabajando con sus
palabras -se diría con su arquitectura, con su atmósfera-, pero incorporando imágenes despojadas, inusitadas y surreales:

Yo vivía en la torre inclinada


De la Melancolía...
Las arañas del tedio, las arañas más grises,
En silencio y en gris tejían y tejían.

(«¡Oh, Tú!»)
Eros, escritura: el apóstrofe amoroso

«Porque tu cuerpo es la raíz, el lazo


Esencial de los troncos discordantes
Del placer y del dolor, plantas gigantes».

(«A Eros»)

La poesía erótica también obedece a un juego alternativo de sumisión o ejercicio del poder. Poemas como «El
vampiro», «El cisne» o «Serpentina», reivindican un lugar que valoriza la tentación, el deseo y el goce del sujeto que
enuncia. Si bien no hay en Delmira el feminismo militante de «Tú me quieres blanca» de Alfonsina Storni, encontramos
en cambio un erotismo activo, que tiene una de sus figuraciones favoritas en la posesión de la cabeza del amado, con todas
las connotaciones que esto pueda tener. Desde la sexual hasta la idea de gestación, porque la cabeza se representa en las
manos, pero también en el regazo, es decir, en un recinto uterino. Esta imagen aparece de modo obsesivo en la poesía de
Agustini: «ninguna testa ha caído/ tan lánguida en mi regazo» («El cisne»), «Tener entre las manos la cabeza de Dios!»
(«Lo inefable»), «Engastada en mis manos fulguraba/ como extraña presea, tu cabeza» («Tú dormías»), «La intensa
realidad de un sueño lúgubre/ Puso en mis manos tu cabeza muerta» («La intensa realidad de un sueño lúgubre»). Pero no
se trata de la cabeza decapitada del mito de Judith y Holofernes, o de Salomé y San Juan, tema recuperado por el
decadentismo en la pintura y la literatura y representación por antonomasia de la pulsión castradora de la belle dame sans
merci. Se trata, en cambio, del gesto de las musas, que después del descuartizamiento de Orfeo, rescatan cabeza y lira y la
llevan a Lesbos.
De ahí que, más que amurallarse en el personaje de la belle dame, el sujeto poético en la poesía de
Agustini ensaya los distintos roles que el arte del fin de siglo había construido para la mujer. Como una Gradiva del
modernismo, es, alternativamente: Sultana, «Es brillante mi corte, soy morena y sultana» («Arabesco»); ángel, «¿Te
acuerdas de la gloria de mis alas?» («Las Alas»), serpiente, «En mis sueños de amor, ¡yo soy serpiente!» («Serpentina»),
vampiro, «Por qué fui tu vampiro de amargura?» («El Vampiro»). De este modo, su poesía interactúa con el
imaginario peligrosoconstituido en torno al género. La operación de Agustini es dejarse atravesar por estos papeles para
perturbarlos y rescatar de ellos su potencia destructora y creativa. En Serpentina, dice: «Si así sueño mi carne, así es mi
mente». Carne y mente no se disocian, por el contrario, son cómplices de una afirmación propia de la femme nouvelle de
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fin de siglo, que invierte los roles sexuales tradicionales y amenaza las plácidas divisiones de la vida burguesa .
Un dispositivo retórico de la poesía lírica en general y de la amorosa en particular, es el apóstrofe, que permite instar
a un otro (muerto, dormido o esquivo) a hacerse presente en el momento de la invocación. En Delmira Agustini este
recurso alcanza una dimensión particular. Los cálices vacíos, de 1913, comienza con una ofrenda del libro al propio Eros,
que es, por lo tanto, el primer tú al que se habla. El apóstrofe domina no sólo el modo enunciativo de muchos poemas,
articulados en la figura yo/tú, sino también el asunto mismo del poema, que muchas veces se reduce a la exclusiva
demanda frente a ese otro ausente o perdido. Los pronombres, y la tensión deseante que ellos representan, se potencian
por su continua inclusión, sobre todo cuando en español su elisión es corriente. El poema «Misterio: Ven», dice en su
primer línea: «Ven oye, yo te evoco», encadenando imperativos que interpelan al receptor, en demanda redoblada de
cercanía y escucha. El lenguaje siempre intenta llenar esta falta del amado, pero desfallece muchas veces y se refugia en la
pura emotividad de la interjección, como el que lleva por título un apóstrofe en el sentido más literal del término: «¡Oh,
Tú!».
El silencio, el desvanecimiento o el sueño son las únicas respuestas al pedido del sujeto amante, lo que produce la
continua suspensión del deseo y del encuentro. En «Tu dormías» el poema parte de la necesidad de desciframiento del
otro, para concluir en el fracaso:

Engastada en mis manos fulguraba


como extraña presea, tu cabeza;
yo la ideaba estuches, y preciaba
luz a luz, sombra a sombra su belleza.

En tus ojos tal vez se concentraba


la vida, como un filtro de tristeza
en dos vasos profundos... Yo soñaba
que era una flor de mármol tu cabeza...
cuando en tu frente nacarada a luna,
como un monstruo en la paz de una laguna,
surgió un enorme ensueño taciturno...

Ah! Tu cabeza me asustó... Fluía


de ella una ignota vida... Parecía
no sé qué mundo anónimo y nocturno...

(«Nocturno»)

La primera estrofa del poema diseña un espacio acotado para la cabeza del otro, un engarce, un estuche donde
contenerlo (conocerlo), intento que se corporiza al nivel de los sintagmas, «luz a luz», «sombra a sombra», creando, se
diría, los límites para la contemplación amorosa. Pero esa cabeza, inmovilizada por la acción del sujeto, que la cuida como
joya, que la sueña como flor de mármol, de repente, cobra autonomía y produce imágenes incomprensibles y
atemorizantes. El poema pone en escena la imposibilidad que siempre amenaza a la relación erótica: el otro es siempre un
extraño, una zona vedada, tan inalienable como el espacio del inconsciente, donde el yo y el tú se separan aun más
radicalmente (tú dormías-yo soñaba).
«Visión», quizás uno de los poemas mejor conocidos de Delmira, responde a este mismo movimiento de intento de
fusión y consecuente desengaño, donde una figura fantasmática se aproxima para diluirse después en la sombra. La
primera estrofa abre con una pregunta que instala la enunciación en la frontera entre el sueño y la realidad, uno de los
momentos privilegiados en la poesía de Agustini:

¿Acaso fue en un marco de ilusión


en el profundo espejo del deseo
o fue divina y simplemente en vida
que yo te vi velar mi sueño la otra noche?

El poema parte también del apóstrofe a un otro que, instado por la pregunta, debería develar la realidad de un sueño,
pero el interlocutor se desvanece y deja pendiente la clave del enigma. La interrogación, entonces, abre un espacio que no
se cierra, sino que, al contrario, se alimenta de su propia irresolución. El poema proyecta en la figura del fantasma las
distintas metáforas del deseo, que en la segunda estrofa se concentra en un «hongo gigante», imagen donde confluye un
repertorio de sensaciones táctiles, íntimas, inquietantes y algo sórdidas, produciendo ese efecto hiperestésico tan particular
de la poesía de Agustini. El poema, entonces, se estaciona en una articulación repetitiva del «Te inclinabas a mí como...»,
en una anáfora que da lugar a diversos símiles del deseo: la sed, la enfermedad, la religión, la melancolía, la torre, hasta la
propia escritura:

Te inclinabas a mí como si fuera


mi cuerpo la inicial de tu destino
en la página oscura de mi lecho.

En esta última imagen, el poema revierte la «página blanca» para materializarla en una página saturada, impregnada
de tinta, embebida de deseo femenino de escritura. La búsqueda de la fusión en el poema se construye con el sistema
anafórico del «Te inclinabas» y su respuesta, «yo esperaba», y el uso de los tiempos imperfectos que eternizan el
momento previo al posible encuentro, para instalarlo en un futuro «¡Será un vuelo!». ¿Un vuelo místico?, el texto lo alude
ambiguamente, pero también lo sexualiza al corporizarlo en un «aletazo». Finalmente, el poema opta por la espera gozosa
sin concreción:

Y esperaba suspensa el aletazo


del abrazo magnífico...
Y cuando,
te abrí los ojos como un alma, vi
que te hacías atrás y te envolvías
en yo no sé qué pliegue inmenso de la sombra!

«Visión» lleva el movimiento del deseo a la sintaxis misma, que se espacia, difiere e interrumpe, para que triunfe la
pura inminencia.
Delmira Agustini renueva y transfigura el repertorio de la lírica erótica, usando alusiones seudo místicas,
representaciones decadentes, mitos modernistas e imágenes neogóticas de vampiros insaciables y espacios románticos (y
uterinos). A veces, el yo lírico demandante (de presencia, de escucha, de amor, de respuestas, de saber), pierde
rápidamente sus fronteras, se confunde, se eclipsa o se aliena frente al otro, como ocurre en «El vampiro». En los dísticos
finales -separados por una línea de puntos-, el sujeto pregunta a su interlocutor (victimado, desfalleciente, mortalmente
herido) por su propia identidad: «¿soy flor o estirpe?», pues sólo el que nos falta, el que nos constituye, parece tener la
respuesta que cierra la herida del amor. En este poema, como en otros donde se tematiza la realización del encuentro
(«Fiera de Amor», «Vida», «Tu boca»), el erotismo se resuelve en un acción violenta -morder, destrozar, clavar, incrustar-
en la que o se caza o se es presa, con fuertes connotaciones fálicas. Manifestaciones de un ars amatoria tenebrosa y
tanática, estos poemas conjugan erotismo y sadismo, hasta su límite, la muerte, en una línea conceptual próxima a George
Bataille.

Nata de azules sangres, agua lustral

«Si así sueño mi carne, así es mi mente».

(«Serpentina»)

Nata de sangre («Supremo idilio»), blanca y tembladora nata («A una cruz»), nata de agua lustral («Nocturno»),
olímpica nata («El poeta y la diosa»), natas de amargas mares («En tus ojos»), linfa cristalina, espuma de vicio, coágulos,
secreciones, sangre. Estas menciones de fluidos, aunque no sean excluyentes del cuerpo femenino, pueden pensarse, en el
contexto de la poesía de Agustini, como manifestaciones de esta corporeidad. Y aparecen derramándose y
transformándose, recordando la íntima correspondencia entre la mujer y la naturaleza que las construcciones culturales en
torno al género habían solidificado en el siglo XIX, cristalizándose de modo singular en la filosofía de Schopenhauer, que
ve en el género femenino el portaestandarte de los instintos.
La poesía de Delmira no contradice, pero si vuelve inquietante esta relación. Así, los flujos femeninos impregnan,
inclusive, al cisne modernista, convirtiéndolo en un magnífico cisne menstruado, feminoide y feminizado, que «mancha»
las representaciones de la sexualidad masculina divinizada y estilizada en el «ave olímpica». Asimila así el ave
wagneriana a la «estirpe» femenina, el cisne no sólo sangra, sino que también exhibe un pico rojo, «rojo muy rojo», como
travestido por fuerza de un nuevo imaginario que pugna con representaciones anquilosadas.
El cuerpo femenino se desplaza en el texto a través de estos flujos, de los que no se excluye a la lágrima -exhalación
por excelencia de la retórica poética femenina- con la que entran a compartir protagonismo. Las segregaciones (coágulo,
nata, leche) adquieren, entonces, por primera vez, el status poético de la lágrima, y se diría que desplazan a esta última no
sólo del espacio del poema, sino también del círculo más vasto de las representaciones culturales de lo femenino. Además,
estas emanaciones, lejos de renunciar a su «naturaleza», hacen de esta su blasón, orgullo y poderío. La sangre, con sus
numerosas connotaciones de primera sangre, alimento vampírico, procreación o violencia, corre y une de modo oscuro,
sinuoso y constante, los tres poemarios.
Pero Delmira no sólo instaura en el lenguaje poético estos fluidos -inquietantes, ocultables-, sino que también realiza
un gesto de «transvaloración» (nietzscheana) más radical al cuestionar el mandato de fertilidad:

Cumbre de los Martirios! Llevar eternamente


desgarradora y árida, la trágica simiente
clavada en las entrañas como un diente feroz!

(«Lo Inefable»)

La genitalidad femenina se vuelve en Agustini uña, diente feroz, huevo infecundo, estrella dormida, palpitante y
trágica simiente. Tales metáforas, en una aproximación psicoanalítica, podrían leerse como síntomas de una autopunición,
pero el poema es algo más que el espacio del inconsciente, aunque con este se relacione. Estas figuras (yermas, abortivas,
infectadas, quísticas, punzantes), funcionan como una provocación al mandato cultural de la maternidad, una de las
inscripciones fundamentales de la subjetividad femenina en Occidente. ¿Diente feroz o flor, o ambos a la vez?, este es el
dilema que enuncia a cada paso su poética, con el don enervante y acucioso de la esfinge.
No es de extrañar que, ante estos desarreglos del deseo, la crítica de sus contemporáneos la remitiese a lugares
tranquilizadores. Así Zum Felde, alertado de esta explosión de la poesía de Delmira, le otorga espacios socialmente
previstos: la niña, la hermana, la madre, y la amante, pero esta última sólo en función de la madre, morigerando ese
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erotismo (y satanismo) que le resulta escandaloso: «Vuestro erotismo es la fiesta de vuestro anhelo materno» . También
en el prólogo de Manuel Medina Betancourt a El libro blanco, usa apelativos de este orden: niña, sobrehumana, ángel,
rubia, virgencita. Mientras, la otra estrategia de la crítica -secular, por otra parte, y ya aplicada a sor Juana- fue leer su
fuerza poética como virilidad. Así, Pérez y Curis, en el prólogo a Cantos de la mañana habla de la «arrogancia viril de sus
cantos». También incurre en este travestismo Zum Felde: «Delmira Agustini une la mentalidad robusta de un varón a la
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más sutil sensibilidad de la mujer» . Si así sueño mi carne, así es mi mente, replica, desde la poesía, Delmira Agustini.
Agustini construye una poética sólida, sustento de todos los poemas, que siendo cálices funcionan como vasos. En un
minucioso juego combinatorio ídolos, lirios, mármol, alas, cisne, sangre, nata, cabeza, torre, sombra, silencio, algunas de
sus palabras favoritas, se desplazan y reubican permanentemente. Como si el virtuosismo de su escritura fuese
exactamente este continuo vaciamiento de un lugar fijo en una suerte de rompecabezas lingüístico donde las piezas tienen
perfiles romos, amoldables, y permeables, que permiten el fluir de segregaciones y significados. Así el mármol o las alas,
pueden ser tanto la sustancia de los ídolos, del amado, como del yo poético mismo. La torre es símil del sujeto lírico
(«como una torre de marfil me alcé»), un lugar («Yo vivía en la torre inclinada/ De la melancolía»), o la representación
del fantasma amoroso («Te inclinabas a mí como la torre de mármol del Orgullo»), instituyendo una serie autosuficiente y
cerrada sobre sí misma. Delmira Agustini consigue lo que los grandes poetas sueñan: un mundo autónomo, hecho de
objetos verbales, trampas del sentido, fulgores, donde los ojos sucumben, atrapados en esa tela de inefable seducción que
tejen las arañas de sus poemas.

Bibliografía

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México, septiembre 1983, vol, 39, n.º 29.
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 Zum Felde, Alberto, «Prólogo» a Poesías completas, Buenos Aires, Editorial Losada, 1971.

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