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THOMAS B.

A L L E N

Posesión
Historia real de un exorcismo

Traducción de Carme Camps

grijalbo
grupo grijalbo-mondadori
Título original
POSSESSED
Traducido de la edición de Doubleday a División of
Bantam Doubleday Dell Publishing Group, Inc.,
Nueva York, 1993
Diseño cubierta: Iborra & Asociados
© 1993, THOMAS B. ALLEN
© 1994, EDICIONES GRIJALBO, S. A.
Aragó, 385, Barcelona
Primera edición
ISBN: 84-253-2569-2
Depósito legal: B. 6. 379-1994
Impreso en Hurope, S. A., Recared, 2, Barcelona
A la memoria del padre William S. Bowdern, S. J.
AGRADECIMIENTOS

Deseo dar las gracias de manera especial al padre Walter Halloran, S. J.,
quien me proporcionó una ayuda extraordinaria en la investigación y
redacción de este libro. También leyó el manuscrito, una experiencia
desconcertante para mí puesto que era el primer escrito que sometía a un
jesuita desde mi época de instituto. El hermano del padre Halloran, Jack, y su
hermana Ann, monja de la comunidad dominica de Sinsinawa, me ofrecieron
su amistad e información general.
La hermana Ann recordaba haber conocido a un sacerdote que trabajaba
en una tesis acerca de la posesión. Esto me condujo hasta el padre John J.
Nicola, cuya tesis sobre la posesión diabólica es una aportación única a un
tema gravemente descuidado por los teólogos. El padre Nicola me proporcionó
una gran ayuda y consejo. Estoy en deuda con él en especial por sus
respuestas perspicaces a mis muchas preguntas referentes a su especialidad.
Realicé gran parte de mi investigación de la liturgia del exorcismo en la
Woodstock Theological Library de la universidad de Georgetown, cuyo director,
el padre Eugene Roone, S. J., y la servicial Nora O'Callaghan soportaron mi
ignorancia y me condujeron a lo que necesitaba. En la biblioteca fue donde
conocí a una leyenda de Georgetown y eminente historiador, el padre Joseph
Durkin, S. J., quien me ayudó en gran manera, al igual que Jon Reynolds, el
archivero de la universidad de Georgetown. El padre Alian Mitchell, S. J.,
teólogo de Georgetown, me acompañó por el recinto universitario y me dio mi
lección inicial de la teología y psicología de la posesión. El padre Joseph M.
Moffitt, S. J., fue otro teólogo de Georgetown que me ayudó. El padre Bernier,
archivero de la archidiócesis de Washington, encontró viejos recortes que yo
no pude encontrar en ninguna otra parte.
En la universidad de St. Louis, recibí ayuda y sugerencias, que fueron bien
recibidas, por parte del padre Francis X. Cleary, S. J., teólogo que enseña
acerca del mal, para que siguiera investigando. Jay Nils, del University News
de la universidad de St. Louis, me proporcionó números atrasados que
contenían un filón de información.
Lisa Feerick, escritora, compartió generosamente lo que sabía sobre la
filmación de la película El exorcista, igual que el padre Thomas Bermingham,
S. J. El doctor Richard Broughton, director de investigación del Institute of
Parapsychology de Durham, Carolina del Norte, me introdujo al elemento
parapsicología del caso y me proporcionó documentos que me ayudaron en
gran manera a reconstruir el papel del reverendo Schulze. De manera similar,
el padre Frank Bober me proporcionó información muy valiosa acerca de los
dos exorcismos realizados en «Robbie». Judy Folkenberg me guió hasta fuentes
psiquiátricas de las opiniones modernas acerca de la posesión.
Mi esposa, Scottie, que me ha ayudado con su amor y apoyo cada vez que
he escrito un libro, se hizo investigadora por mí en éste y me proporcionó
información y perspectivas indispensables.
Finalmente, doy las gracias a mis editores, Leslie Meredith y Tom Cahill,
por ver lo que al principio yo no veía. Este libro no habría podido escribirse sin
su fe. Fue tarea de Tom corregir el manuscrito inicial. Me hacía preguntas y
buscaba la claridad como sólo un profesional sabe hacerlo. A partir de ahora,
cuando alguien me pregunte qué hace un buen editor para ayudar a un autor
y un libro, le hablaré de Tom Cahill.
1

¿ERES TÚ, TÍA HARRIET?

Robert Mannheim1 nació en 1935 en el seno de una familia que luchaba


por sobrevivir durante la Gran Depresión. Su padre, Karl Mannheim, igual que
muchos de los padres que vivían en las afueras de Washington, trabajaba para
el gobierno federal. El sueldo era bajo pero el empleo era fijo. A causa de la
Depresión la vida era cada vez más dura, y pronto la abuela Wagner se
trasladó a vivir con ellos. Los hogares con tres generaciones no eran
inusuales, ya que, como a menudo decía la gente, cuando los tiempos eran
difíciles, lo único con lo que se podía contar era la familia. Ésta sería una
lección que Robbie oiría una y otra vez mientras crecía.
En enero de 1949, cuando aún faltaban unos meses para que Robbie
cumpliera catorce años, la vida transcurría con absoluta normalidad. El
muchacho se levantó de la cama, desayunó, fue a la escuela, regresó a casa,
escuchó sus programas de radio favoritos, hizo los deberes, cenó y se acostó.
Era un chico delgado, pesaba cuarenta y tres kilos y no sufría ningún
problema mental o físico evidente. No era muy aficionado a los deportes, y
prefería los juegos de mesa, que practicaba en la cocina.
Como era hijo único, tenía que contar con los adultos que había en casa
como compañeros de juego. Uno de estos adultos era su tía Harriet, la
hermana de Karl Mannheim, que vivía en St. Louis, pero que visitaba a los
Mannheim con frecuencia. Cuando se alojaba en casa de Karl, Harriet
respondía al interés de Robbie por los juegos de mesa y le presentó uno nuevo:
el tablero Ouija.
Ella le enseñó a colocar los dedos rozando la placa, una fina plataforma de
madera que se movía sobre pequeños rodillos por encima de la superficie de
madera del tablero Ouija. Alrededor del tablero estaban las letras del alfabeto,
los números del 0 al 9 y las palabras «Sí» y «No». Robbie estaba fascinado. Le
gustaba el movimiento deslizante de la placa mientras iba de una letra a otra,
deletreando las respuestas a las preguntas que él o tía Harriet formulaban.
El tablero Ouija —su nombre procede del francés oui y el alemán ja [sí]—
era algo más que un juego. Como tía Harriet era espiritista, lo consideraba
una manera de establecer contacto entre este mundo y el otro. La placa,
1
Robert Mannheim no es su verdadero nombre. También se utilizan seudónimos para los demás miembros
de la familia, incluidos tía Harriet y otros parientes que aparecerán más adelante.
explicó a Robbie, a veces se movía como respuesta a las contestaciones que
daban los espíritus de los muertos. Se comunicaban penetrando en la
consciencia de las personas que se hallaban ante el tablero. Los espíritus, dijo
tía Harriet, producían impulsos que viajaban a través del médium a la placa,
la cual se movía, obediente, para deletrear las palabras o señalar «Sí» o «No».
Tía Harriet parecía tratar a Robbie más como un amigo especial que como
un sobrino. Poseía una cualidad exótica, en especial cuando hablaba de
espiritismo. Entre visita y visita, Robbie a veces jugaba solo con el tablero
Ouija. Estaba acostumbrado a encontrar diversiones solitarias.
Harriet dedicaba gran cantidad de tiempo y energía a intentar comunicarse
con los espíritus de los muertos. Ella creía no sólo que la vida prosigue
después de la muerte, sino que podía comunicarse con los espíritus de las
personas que habían muerto. Durante años, la madre de Robbie, Phyllis,
había oído hablar de espiritismo a su cuñada. Phyllis no se consideraba
espiritista, pero creía en algo de lo que Harriet profesaba. El padre de Robbie
no le daba ningún crédito. Y tampoco la abuela Wagner.
Tía Harriet dijo a Robbie y Phyllis que, a falta de un tablero Ouija, los
espíritus podían intentar llegar a este mundo dando golpecitos en las paredes.
Este fenómeno era muy conocido por los espiritistas, quienes podrían citar
muchos casos en los que se había establecido contacto mediante golpecitos.
Contando los golpes y respondiendo con el mismo número, una persona viva
podía iniciar un sistema de comunicación y desarrollar un código. Los golpes
eran un método más lento y menos eficaz que el tablero Ouija, pero al menos
resultaban un medio para que los espíritus llegaran hasta ellos.
La mejor manera de comunicarse con el mundo de los espíritus, según
creía tía Harriet, era mediante una sesión de espiritismo, en la que los
creyentes se cogían de las manos con un médium para fundir así sus energías
psíquicas. Si la sesión iba bien, un espíritu tomaba el cuerpo del médium en
lugar de sólo los dedos y las manos. Las actividades de Harriet en Maryland
no incluyen ninguna sesión de espiritismo. Pero, como demuestran los hechos
que a continuación se narran, la familia conocía bien varios métodos para
intentar ponerse en contacto con los muertos.

Grandes fuerzas empezaban a concentrarse en el hogar de los Mannheim,


una casa de madera, de dos pisos, en Mount Rainier, Maryland, en las afueras
de Washington, D. C. Se las podría denominar fuerzas psicológicas, aunque
ésta es una designación insuficiente para el horror abrumador que se
avecinaba. Otros puede que quieran llamarlo fuerzas diabólicas,
sobrenaturales o paranormales. Fuera cual fuere el origen, algo poderoso
estaba a punto de invadir la mente de Robbie y posiblemente su alma.
Un guardián de las fuerzas psicológicas en aquella época y en aquel lugar
era tía Harriet. Para una espiritista como ella, los intentos de tratar con los
muertos no eran ni paganos ni peligrosos. La mayoría de espiritistas se
consideraban buenos cristianos, seguidores de Jesucristo, quien había
demostrado, con Su resurrección, decían ellos, su afirmación de que hay vida
después de la muerte. Sin embargo, los espiritistas no escuchaban las
advertencias bíblicas contra el trato con espíritus. El Deuteronomio llama a
esto «abominación para Señor» y el Levítico dice: «Todo hombre o mujer en el
que resida un brujo o adivino, morirá: se le lapidará con piedras; su sangre
caerá sobre ellos».
Las siniestras palabras bíblicas demuestran lo profundo que es para la
psique humana el temor de los muertos. Sin embargo, en la historia bíblica de
Saúl, incluso un rey, en otro tiempo bendecido por Dios, recurre al empleo de
un médium. El rey Saúl, disfrazado, va a ver a «una mujer nigromántica», la
pitonisa de Endor. Él le pide que haga aparecer al profeta Samuel, quien
pregunta:
—¿Por qué me has turbado, haciéndome salir?
Samuel, que puede ver el sombrío futuro de Saúl, le dice que morirá en el
campo de batalla, lo cual ocurre pronto.
Muchos, antes y después de este suceso, han buscado ese poder: la
capacidad de ver el futuro. La visita de Saúl a la pitonisa demuestra la
creencia de que los difuntos, que moran en algún lugar después de la muerte,
pueden ver los acontecimientos futuros y predecir la conducta humana. Esta
creencia ha persistido, al igual que el miedo a los intentos de comunicarse con
los muertos. Pero a veces ha parecido que las gratificaciones —la
clarividencia, el poder, el conocimiento— merecían correr ese riesgo.
Los intentos de comunicarse con los muertos tradicionalmente se han
llevado a cabo a través de un médium. Él o ella invoca a un espíritu, que
entonces se apodera del médium. Se trata de una forma de posesión. Los
espiritistas como tía Harriet no consideraban que sus creencias significaran
que se aceptaba la posesión. Pero tanto si se realizaba una sesión de
espiritismo como si se utilizaba un tablero Ouija, los espiritistas penetraban
en el mismo fenómeno que la Biblia condena con tanta vehemencia.

El sábado 15 de enero de 1949, Karl y Phyllis Mannheim salieron por la


noche, dejando a Robbie y a la abuela Wagner solos en casa. Poco después de
que Karl y Phyllis se marcharan, la abuela Wagner oyó un goteo. Ella y Robbie
comprobaron todos los grifos de la limpia y bien cuidada casa. No encontraron
el origen del ruido.
Entraron en cada habitación; se detenían y escuchaban, aguzando el oído
para localizar el rítmico y persistente ruido. Por fin decidieron que el goteo
procedía del dormitorio de la abuela Wagner, debajo del techo inclinado del
segundo piso. Entraron y, mientras escuchaban el fuerte goteo, vieron que un
cuadro en el que estaba representado Cristo empezaba a sacudirse, como si
alguien estuviera golpeando la pared por detrás del cuadro.
Cuando Karl y Phyllis Mannheim regresaron a casa, el ruido de goteo había
cesado. Pero había comenzado otro extraño sonido: unos arañazos, como si
una garra rascara la madera. Los cuatro permanecieron de pie en el
dormitorio de la abuela Wagner y escucharon. Karl se agachó y miró debajo de
la cama. Los arañazos parecían proceder de allí. Karl sonrió y dijo que una
rata o un ratón había decidido entrar para protegerse del frío del invierno y
construir un nido debajo de la cama de la abuela. Por fin, los arañazos dejaron
de oírse y todos se acostaron, maravillados o asustados en secreto.
Hacia las siete de la tarde siguiente, los arañazos volvieron a oírse debajo
de la cama de la abuela Wagner. Karl volvió a culpar a una rata o un ratón.
Llamó a un exterminador, quien levantó una tabla del suelo en busca de
señales de algún roedor. No encontró ninguna, pero puso veneno por si el
roedor había desaparecido sólo momentáneamente.
Durante las siguientes noches, los arañazos prosiguieron; comenzaban
hacia las siete y dejaban de oírse hacia medianoche. Entre los miembros de la
familia se hablaba poco de esos ruidos nocturnos. Exteriormente, todos
estaban de acuerdo con Karl: una rata o un ratón hacía ese ruido y al final
paraba. Los arañazos eran un fastidio, nada más. Aun así, la búsqueda de
Karl era en cierto modo desesperada. Levantó más tablas del suelo y arrancó
paneles de las paredes.
Según se supo más tarde, en aquella época nadie especulaba mucho
acerca del origen de los arañazos. Pero Phyllis, al menos, estaba empezando a
creer que el goteo y los arañazos de alguna manera estaban relacionados con
tía Harriet y sus intentos de comunicarse con los espíritus.
El 26 de enero, once días después de oírse los primeros arañazos, tía
Harriet murió en St. Louis, donde la familia Mannheim tenía muchos
parientes. Robbie, que parecía desolado por la muerte, volvió a utilizar el
tablero Ouija. Se pasaba horas con él. A sus padres y a su abuela no les
interesaba saber qué preguntas hacía ni qué respuestas podía haber leído
mientras la placa se movía sobre el tablero. Casi con total certeza empleaba el
tablero Ouija para intentar llegar hasta tía Harriet. Fuera cual fuese el éxito
obtenido, no cabía duda de que ella permanecía en la casa, al menos como
recuerdo.
Hacia la época de la muerte de tía Harriet, los ruidos de arañazos en la
habitación de la abuela cesaron. Karl proclamó que el ruidoso roedor había
muerto o se había ido. Pero arriba, en la habitación de Robbie, comenzaron a
oírse nuevos ruidos, ruidos que al principio sólo él podía oír. Él los describió
como el rechinar de unos zapatos. «Era —dijo—, como si alguien caminara
junto a mi cama, arriba y abajo, con unos zapatos que rechinaban. » A Robbie
no parecía asustarle este ruido, que comenzaba cuando él se ponía el pijama y
se metía en la cama.
Tras seis noches de oír el rechinar de zapatos, Phyllis y la abuela Wagner
fueron a la habitación de Robbie y se acostaron con él en su cama. Los tres
oyeron el ruido de unos pies que se movían, pero los pies parecían marchar al
son de un tambor: arriba y abajo junto a la cama, arriba y abajo, arriba y
abajo.
Phyllis no pudo soportarlo más:
—¿Eres tú, tía Harriet? —preguntó de pronto.
No obtuvo respuesta.
Phyllis esperó un momento y nuevamente dijo:
—Si eres Harriet, golpea tres veces.
Algo que parecía una ola de presión empujó a las tres personas que se
hallaban en la cama. La presión pareció pasar a través de ellas y golpear el
suelo, debajo de ellas. El ruido de un golpe reverberó desde el suelo. Otra ola.
Otro golpe. Una tercera ola. Un tercer golpe.
Phyllis volvió a esperar y dijo:
—Si eres Harriet, confírmamelo dando cuatro golpes.
Una ola de presión y un golpe. Una ola. Un golpe. Una ola. Un golpe. Una
ola y el cuarto golpe.
Ahora, debajo de ellos, dentro del colchón sobre el que se hallaban
tumbados, oyeron lo que parecía el arañazo de una garra. No les tocó, pero
percibieron el sonido que se onduló a través del colchón. Después, al
comparar las reacciones, Phyllis y la abuela recordaron que, aterradas, cada
una había fingido no haber oído el arañazo. En ese momento, se dieron cuenta
las dos más tarde, el colchón empezó a sacudirse, primero suavemente y
después con violencia.
Cuando cesaron las sacudidas, los bordes de la ropa de la cama, que
estaban remetidos en el colchón, se elevaron. Como narraron posteriormente
las mujeres, los bordes de las sábanas «se levantaron sobre la superficie de la
cama y se enroscaron como si estuvieran almidonadas».
Sin decir palabra, Robbie, su madre y su abuela bajaron de la cama, que,
de repente, se había quedado quieta, y tocaron la endurecida colcha. Sus
lados cayeron y la cama recuperó su aspecto normal.
Pero los arañazos en el colchón no pararon aquella noche ni la siguiente.
Los arañazos prosiguieron, noche tras noche, durante más de tres semanas.
Estos alarmantes fenómenos no se producían solamente en casa de los
Mannheim. Los pupitres de la escuela de Robbie eran unidades de asiento y
pupitre movibles, con un solo brazo que servía de superficie para escribir. En
enero y febrero, varias veces el pupitre de Robbie dio una sacudida hacia el
pasillo y empezó a ir de un lado a otro, golpeando los otros pupitres y
provocando un gran alboroto en la clase. Aunque el profesor supuso,
naturalmente, que Robbie impulsaba su pupitre con los pies, éste juró que no
lo había hecho. Se había movido solo, dijo. Más tarde, al describir a su madre
el movimiento del pupitre, Robbie dijo que el pupitre se deslizaba sobre el
suelo como una placa de Ouija.
Existe una gran cantidad de literatura en todo el mundo que habla de
sucesos como éstos: sucesos extraños e inexplicables que la gente
experimenta e intenta describir. Las historias forman círculos concéntricos,
con los asustados y balbuceantes testigos en el centro. Alrededor de éste, en el
primer círculo apretado, se encuentran los asombrados parientes y amigos,
que escuchan y se preguntan, confían pero no creen. En el segundo círculo,
detrás de los primeros oyentes que conocen a los testigos, están los vecinos y
los que gustan de hacer circular rumores, que cuentan lo que han oído o lo
que han imaginado que oían, adornando el distante suceso con detalles
erróneos sacados de otras historias o de su propia inspiración. De aquel débil
y creciente círculo suele salir el relato que llega a las últimas páginas de los
periódicos que será leído con sonrisas irónicas por los escépticos. Al final, los
relatos se abrirán paso hasta las revistas y los libros de los auténticos
creyentes, los fanáticos cuya fe en lo inexplicable no es equiparable a la
demanda de hechos.
Pero algo diferente iba a ocurrir con los relatos de los sucesos ocurridos en
la casa de los Mannheim. En el primer círculo no sólo se hallaban los
parientes y amigos sino también ministros de la iglesia, psicólogos y
sacerdotes que escribieron lo que oyeron y vieron. A través de su testimonio,
los acontecimientos que experimentó Robbie quedarían registrados.
Sin embargo, durante los siguientes días, sólo existiría el centro. Ningún
extraño se hallaba allí para vivir las noches que se iniciaban con temor. En la
casa no se encontraba nadie salvo Robbie y su familia para oír y ver lo que
ellos creían que oían y veían.
Robbie siempre se hallaba presente cuando sucedía algo misterioso. En
una ocasión, un abrigo que estaba colgado salió volando de un armario y
cruzó una habitación. En otra, una Biblia se elevó desde la librería y aterrizó a
los pies de Robbie. Él se encontraba cerca cuando otros vieron una naranja y
una pera cruzar volando la habitación. Un día, la mesa de la cocina se volcó.
Otro día, la tabla del pan se deslizó por el mostrador de la cocina y cayó al
suelo. Una mañana, Phyllis regañó a Robbie por esparcir su ropa por toda la
cocina. Robbie juró que cuando se había acostado había dejado la ropa sobre
una silla de su dormitorio.
Un domingo, recibieron la visita de unos parientes. Todos se hallaban en la
sala de estar, cuando la gran silla tapizada donde se sentaba Robbie pareció
elevarse ligeramente del suelo y luego volcarse. Robbie cayó al suelo.
Asombrados, los miembros de la familia se reunieron en torno a la silla. El
padre y el tío de Robbie se sentaron en la pesada silla e intentaron volcarla. No
lo lograron.
Mientras los miembros de la familia seguían hablando de la silla que se
había volcado, uno de ellos señaló una mesita. Un jarrón que había en ella se
estaba elevando lentamente. Quedó suspendido en el aire un momento.
Después, cruzó volando la habitación y se estrelló contra una pared.
La familia de Robbie al principio trató de seguir con su vida normal. Robbie
incluso bromeaba acerca de las cosas divertidas que sucedían a su alrededor.
Un día, los miembros de la familia subieron al coche de Karl Mannheim y
partieron a visitar a unos amigos que vivían en una ciudad situada a unos 64
kilómetros de distancia. El viaje transcurrió sin incidentes. Los Mannheim,
dando gracias por tener un respiro de los problemas que sufrían en casa, se
reunieron con sus amigos en la sala de estar. Mientras los adultos charlaban,
vieron algo que más tarde todos aceptaron haber visto: la mecedora en la que
Robbie estaba sentado empezó a girar como una peonza. Los pies del
muchacho no tocaban el suelo. Parecía imposible que la mecedora girara sobre
su eje. Pero todos lo habían visto con sus propios ojos.
Algo le sucedía a Robbie. Pero ¿qué? Sus frenéticos padres intentaban
explicar los fenómenos como travesuras, trucos que había aprendido de algún
libro de magia. Una y otra vez, Robbie repetía: «¡Yo no lo he hecho! ¡Yo no lo he
hecho!».2
Pero nadie en la escuela le había creído cuando lo dijo, y sucedió lo mismo
en casa y en casa de esos amigos. Robbie manifestó que se sentía demasiado
turbado para ir a clase. Sus padres le permitieron quedarse en casa mientras
pensaban qué hacer a continuación.
Los incidentes de aquellas semanas penetraron en la memoria de los
testigos no como una narración sino como piezas de un mosaico. Cuando más
tarde comentaban los sucesos, los padres repetían: «Lo hemos intentado todo».
La secuencia de sus movimientos no está documentada. Lo que se sabe es que
estaban desesperados. Atrapados en un torbellino de acontecimientos
terribles, acudieron a un médico, a un psicólogo, a un psiquiatra, a un
médium y a un ministro de la iglesia.
El médico, el psiquiatra y el psicólogo no dejaron documentos escritos de
sus hallazgos, excepto una observación del psiquiatra. Declaró que «no creía
en los fenómenos». E informó que creía que Robbie era «normal». El médico
también dijo que le parecía que a Robbie no le sucedía nada, aunque, en una
notable descripción insuficiente del estado de Robbie en aquella época, añadió
que Robbie parecía «algo tenso». El médium afirmó que no se podía hacer
nada, dando a entender, quizá, que la ordalía tenía que terminar por sí
misma.
El psicólogo ejercía en lo que se llamaba una clínica de reconocimiento de
salud mental. En ella, en la típica secuencia del examen que se realizaba en la
época, se habría clasificado el coeficiente de inteligencia de Robbie, se le
habría probado la memoria visual y auditiva y se le habría hecho mover piezas
de madera y poner tacos en agujeros mientras funcionaba un cronómetro en

2
Las citas en cursiva son reconstrucciones de los documentos (véase Fuentes). Las citas entre comillas
aparecen literalmente en los documentos o proceden de informes de testigos.
una prueba ideada para medir la exactitud y rapidez de los movimientos de su
mano.
Probablemente también le calibraron la salud mental mediante otras dos
pruebas básicas: asociación de palabras y respuestas a una serie de
ilustraciones. Se le debió de pedir que construyera una corta historia para
cada ilustración. Esta variación del test de Rorschach de la mancha de tinta
estaba considerada como una manera segura de valorar la salud de la
imaginación de una persona.
Una psiquiatra que ha estudiado las prácticas de aquella época especulaba
sobre qué clase de reconocimiento se le habría hecho a Robbie.
«No se le habrían hecho preguntas específicas —dijo—. Es dudoso, por
ejemplo, que un psicólogo de la clínica le hubiera preguntado cosas como:
"¿Cuánto tiempo hace que te sientes así?" Los que ejercían la higiene mental
en aquella época tendían a contentarse con la descripción que hacía el propio
paciente. »
Ella suponía que Robbie no habría dicho muchas cosas de lo que le había
estado sucediendo.
«Algunos pacientes —dijo— saben disfrazar los síntomas y guardan
secretos ante los extraños, en especial cuando sospechan que serían
internados en un hospital y separados de sus padres. »
El tratamiento psiquiátrico de la época era partidario del electroshock y la
insulina para la formas graves de enfermedad mental, clasificadas como
esquizofrenia o demencia precoz o lo que se describía vagamente como
depresión. Eran corrientes las lobotomías frontales. Se llevaban a cabo en
personas que actuaban con agresividad o mostraban síntomas de paranoia
extrema.
Lo más probable es que Robbie no fuera sometido a tratamiento porque
nadie podía imaginar lo que le estaba sucediendo. Pero el ministro luterano al
que recurrieron los Mannheim pronto elaboró su propia teoría.
El reverendo Luther Miles Schulze, de la cercana Trinity Lutheran Church,
habló con Robbie y sus padres y escuchó con cortesía lo que ellos le contaron
que había estado sucediendo en su hogar. Phyllis y Karl Mannheim dijeron a
Schulze que acudían a él porque estaban convencidos de que Robbie era
víctima de un espíritu maligno. Phyllis se preguntaba si podía ser tía Harriet.
Durante varias visitas que realizó a la casa, Schulze vio muebles que se
movían sin que aparentemente los empujara nadie. Vio platos que volaban y
contempló sacudirse la cama de Robbie. Schulze guardó para sí la opinión de
que Robbie de alguna manera causaba estos extraños sucesos. Se trataba de
trucos hábiles, no fenómenos místicos, pensó Schulze. Pero eran lo bastante
reales y aterradores como para amenazar el bienestar de una familia a la que
él admiraba y había prometido ayudar. Así que llamó a otro ministro luterano
y juntos planearon un enfoque religioso para resolver, o al menos tratar, el
problema de la familia. También tenía algo más en mente, algo que no tenía
nada que ver con la religión.
2

EN POS DE UN POLTERGEIST

Los documentos que existen acerca de los sucesos acaecidos en casa de


Robbie Mannheim no constituyen una narración coherente y consistente. Los
puntos de vista difieren. El propio Robbie, en esta etapa, sólo es una figura
confusa, el centro desenfocado de unos acontecimientos que rápidamente
pasaron de ser extraños a ser horripilantes. Los detalles a menudo resultan
oscuros y proceden de unos padres frenéticos y una abuela aterrorizada. La
llegada de Schulze añade un nuevo testimonio a los relatos de lo que estaba
sucediendo en casa de los Mannheim. Schulze fue el primer extraño que fue
partícipe de la penosa experiencia de la familia y dejó registrado lo que veía.
Acudió en respuesta a una petición de ayuda, una petición inspirada por la
creencia de que de alguna manera él utilizaría la religión como arma contra lo
que fuera que estaba asediando el hogar de los Mannheim.
Al principio, dijeron a Schulze los padres de Robbie, habían creído que
alguien había caminado dormido e inadvertidamente había producido los
ruidos y movido los objetos. Otra posibilidad, dijeron, era que alguien causara
los fenómenos como travesura. En cualquiera de los dos casos, Robbie era el
sospechoso.
Pero ahora, dijeron, oían y veían cosas que Robbie no podía causar. Habían
vivido una noche particularmente horripilante.
La casa estaba tranquila. Robbie dormía en su habitación. De repente,
empezó a gritar. Sus padres y su abuela se precipitaron a su habitación.
Mientras él gritaba tumbado en la cama, vieron una robusta cómoda
deslizarse por la habitación hacia la puerta y bloquearles la salida. Entonces,
uno a uno, los cajones llenos se abrieron y se cerraron.
Y, contaron a Schulze, el propio Robbie estaba cambiando. Se mostraba
hosco y reservado. Una noche, mientras dormía, le oyeron maldecirles,
diciendo obscenidades que no se atrevieron a repetir ante el ministro de la
iglesia. Ni siquiera creían que Robbie supiera palabras como aquéllas.
Olvidaron todas sus ideas de sonambulismo y travesuras. Estaban
convencidos, dijeron, de que algún espíritu —quizá tía Harriet— había entrado
en su casa y podría estar intentando penetrar en Robbie. Según el relato de
Schulze, en este punto los padres de Robbie empezaban a preguntarse si se
trataba de posesión diabólica. A la sazón sólo poseían un conocimiento
nebuloso de la posesión. Y el propio Schulze poco pudo añadir.
Como ministro luterano, sabía bien que Martin Lutero consideraba que
todas las enfermedades mentales eran casos de posesión diabólica. Los
ministros luteranos ilustrados como Schulze ya no lo creían, por supuesto.
Una de sus primeras recomendaciones fue que la familia buscara ayuda
psiquiátrica. Pero Schulze no pudo responder a los temores de la familia de si
se trataba de posesión.
Teológicamente, la iglesia luterana no tenía medios para tratar la posesión
diabólica. Lutero había eliminado muchos de los rituales seculares del
catolicismo, incluido el exorcismo, la expulsión de los demonios. Él creía que
el rito del exorcismo simplemente era una «exhibición» del diablo. Prefería
enfrentarse a éste con «la oración y el desprecio».
Schulze parece que intelectual o espiritualmente no estaba convencido de
la posibilidad de posesión. Así que siguió el camino trazado por Lutero. «Al
principio probé con la oración —comentó posteriormente a un periodista—.
Recé con los padres y el muchacho en su casa y con el muchacho en la mía. Y
se rezaban oraciones por él en la iglesia. » También incitó a los Mannheim a
que tomaran la Comunión cada domingo. Lo más próximo al exorcismo que
Schulze estuvo, dijo, fue cuando «ordenó que fuera lo que fuese lo que le
perturbara, en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, saliera y
dejara al chico en paz».
Según el relato de Schulze, la familia no siguió su consejo de que un
psiquiatra examinara a Robbie. Pero la familia dijo a otras personas que
habían consultado con un psiquiatra y que éste había diagnosticado que
Robbie era normal.
Schulze, que trabajaba con otro ministro luterano, intentó ayudar a la
familia organizando círculos de oración en la iglesia. Los círculos fueron
probablemente una de las maneras en que las historias acerca de Robbie
empezaron a difundirse por la comunidad. Su casa se convirtió en la casa
encantada y él pasó a ser el chico encantado.
Mount Rainier se extiende a lo largo de la línea noreste del distrito de
Columbia, a unos nueve o diez kilómetros de la Casa Blanca. Pero podía haber
sido una pequeña ciudad a cientos de kilómetros de Washington. Sus casas de
estructura pequeña y estuco están muy juntas, y en la mayoría de ellas el
tejado se inclina sobre un porche, lo que da sombra a la puerta principal. Los
patios traseros son pequeños y vallados. En las calles flanqueadas por árboles
se tiene la sensación de que la gente quiere vivir con intimidad y tranquilidad.
Mount Rainier era de esos lugares en que el alcalde conocía a todos los que
hacía tiempo residían allí y a la mayoría de recién llegados y mantenía
vigilados a los extraños. No pasó mucho tiempo sin que muchas personas
supieran que algo extraño sucedía en la casa de los Mannheim, en el número
3210 de Bunker Hill Road.
Los ministros de la iglesia no contribuyeron a los rumores sobre la casa
encantada. Tampoco estaban de acuerdo con las sospechas de los padres de
que las experiencias de Robbie tenían algo que ver con el mal. Lo que los
ministros veían era a un muchachito y a su familia atormentados. Rezaban
para que Dios les aliviara ese tormento.
Schulze no se sentía cómodo con la idea de la posesión diabólica. Para él,
la idea de posesión de una persona por Satanás habría sido una creencia de la
iglesia católica romana. Desde la antigüedad, el pensamiento cristiano
sostenía que el diablo, como caudillo de los ángeles caídos del paraíso, era un
poderoso adversario. Entre sus astutos poderes, según la teología cristiana, se
encontraba la capacidad de poseer a un ser humano.
Desde el punto de vista protestante de Schulze, la posesión tenía que ser
una reliquia medieval, algo que se había dejado a los católicos cuando la
reforma conducida por Lutero dividió al mundo cristiano. Pero existían otras
dos reservas de creencias, conocidas ambas por Schulze. Algunos protestantes
conservadores, incluidos los luteranos, creían en un diablo real, un ser que
podía causar el mal. Schulze se apartaba de esa visión fundamentalista y se
inclinaba hacia otra creencia, una amalgama del espiritismo practicado por tía
Harriet y uno de los intereses de Schulze, la parapsicología.
El espiritismo en Estados Unidos se remonta a un caso de ruido de golpes
en una granja de Hydesville, Nueva York, en 1848. Dos hermanas, Kate Fox,
de doce años, y Margaretta Fox, de catorce, oyeron los golpes durante varias
noches. De modo pueril, una noche, Kate chasqueó los dedos al oír el ruido y,
según contó posteriormente, cada vez que chasqueaba los dedos se oía un
golpe. La muchacha elaboró un código con quien producía los golpes, quien,
dijo ella, se identificó como un hombre que había sido asesinado en la casa.
Las historias sensacionalistas que se contaban de las hermanas Fox y sus
posteriores habilidades como médiums contribuyeron a que se renovara la
creencia en la comunicación con los muertos, y esto inspiró la fundación de la
iglesia espiritista en Estados Unidos. Como espiritista, según el Spiritualist
Manual, tía Harriet había creído «en la comunicación entre este mundo y el de
los espíritus a través de un médium». Esta utilización de un médium es una
forma benigna de posesión.
Los espiritistas no creen en la posesión diabólica, pues no creen en los
espíritus malvados. «Ningún ser es "malo" por naturaleza», indica el Manual.
Pero existen espíritus que «han pasado por este mundo al Mundo del Espíritu
ignorando por completo las leyes espirituales». Los espiritistas también creen
que una persona que actúe como médium no puede sufrir ningún daño.
Así, si tía Harriet introdujo a Robbie en el espiritismo, y si él tuvo alguna
experiencia como médium, ella actuó como mentora con buenas intenciones,
como alguien que creía que podía estar ayudando al niño en su crecimiento
intelectual y espiritual. «Como el maestro de música mejora el instrumento
que toca —dice el Manual—, así un espíritu que controla a un organismo
humano con el fin de expresar el pensamiento total imparte un mayor poder,
tanto al cerebro como al espíritu del médium. »
El conocimiento que Schulze tenía del espiritismo no le venía directamente
sino a través de la parapsicología, el estudio de sucesos que no parecen tener
explicación en la ciencia convencional. Él compartía con los parapsicólogos la
creencia de que la percepción extrasensorial ESP (en inglés) existía en las
personas en grados diversos. Los experimentos de percepción extrasensorial,
entonces al igual que ahora, se centraban en tres fenómenos: la telepatía, la
capacidad de transmitir pensamientos de una mente a otra sin utilizar los
sentidos normales; la clarividencia, la percepción de acontecimientos o cosas
que se producen a grandes distancias o están ocultas a la vista; y la
psicoquinesis, el movimiento o control de objetos empleando sólo el
pensamiento, una manifestación de la mente sobre la materia.
La diferencia entre espiritismo y parapsicología es la diferencia percibida
entre fe y ciencia. Los espiritistas aceptan intuitivamente los fenómenos de la
percepción extrasensorial, junto con la idea de los médiums y la comunicación
con los muertos; los parapsicólogos quieren demostrar la experiencia
extrasensorial y encontrar una explicación científica a ella.
A Schulze le interesaba en particular la psicoquinesis: PK (en inglés) para
los parapsicólogos. Durante sus primeros encuentros con los padres de
Robbie, se enteró de los objetos que se movían, y tal vez vio algunos ejemplos
de psicoquinesis con sus propios ojos. Pero, razonó Schulze, era la casa de
Robbie. Él podía haber fabricado los fenómenos, de manera consciente o
inconsciente.
Hacia principios de febrero, Karl y Phyllis Mannheim creían haber llegado
al límite. Noche tras noche, Robbie se agitaba durante horas, medio dormido o
completamente despierto. Cuando por fin se dormía, tenía pesadillas durante
las cuales gritaba o murmuraba palabras y frases, como si hablara con
alguien. Algo le torturaba. Sus padres dijeron a Schulze que si esta agonía sin
nombre persistía, Robbie se volvería loco. ¿Schulze no podía ofrecerles algo
más que oraciones?
Schulze vacilaba en decirles lo que pensaba. Había desarrollado una
teoría. Sin decírselo a los Mannheim, había empezado a pensar en lo que
sucedía en la casa como fenómenos que surgían del propio Robbie. Su teoría
al parecer coincidía con la explicación que se daban vecinos y amigos de los
Mannheim: los extraños sucesos eran travesuras de un muchacho que
entraba en la adolescencia.
Esta explicación es conocida. Aparece repetidamente en los documentos de
lo que se llaman poltergeists, palabra que procede del alemán y significa
«fantasma ruidoso». La mayoría de los casos contienen dos elementos
invariables: un adolescente y algún suceso ruidoso e inexplicable cerca del
adolescente. Las noticias que se tienen de casos de poltergeist están repletos
de referencias a ruidos —golpes fuertes, tamborileos, golpecitos suaves,
arañazos, palmadas, golpes sordos— y el movimiento de objetos. En miles de
casos registrados, remontándonos ocho siglos, los detalles de las historias son
asombrosamente iguales: camas que se agitan, platos que vuelan, sillas que se
mueven, ropa de cama que se sale de la cama. Los poltergeists, como escribió
en una ocasión el poeta británico Robert Graves, «muestran una espantosa
similitud de conducta; carecen de humor, son inútiles y no están
coordinados».
Los ruidos que se oían en casa de los Mannheim se parecían a los
producidos en otros hogares a los que, a falta de una explicación mejor, se
calificaban de poltergeist. Muchos de estos sucesos se parecían
misteriosamente a lo que ocurría alrededor de Robbie en enero de 1949. En
1862, por ejemplo, un abogado suizo empezó a oír, en una habitación de su
hogar, «unos peculiares ruidos repetidos en una serie de 10-12 golpes, que
hacia el final eran muy rápidos. (...) Busqué y averigüé, con la oreja pegada a
la pared, la localización precisa de los ruidos, los cuales, sin embargo, con
frecuencia cambiaban de lugar. Pensando que debía de tratarse de una
criatura viva, como una rata, golpeé la pared para alejarla. En lugar de eso, en
más de una ocasión volvió a oírse el mismo ruido, seguido a veces de uno o
dos golpes más fuertes, como si fueran producidos por un puño».
Los documentos indican que en casa del abogado vivían tres adolescentes
y un niño de once años. La familia salió huyendo de la casa, dejando atrás lo
que les había estado hostigando. Eso, para Schulze, era una pauta conocida:
la mayoría de los llamados poltergeists no acompañaban a sus víctimas de un
lugar a otro. El fenómeno parecía tener su base en un lugar determinado
ocupado por el adolescente, aunque Robbie había dicho que en la escuela se
habían producido incidentes. Schulze probablemente pensaba que en un lugar
desconocido por completo Robbie no podría realizar ningún truco que
insinuara que algún poltergeist le estaba molestando.
Schulze sugirió que Robbie pasara una noche en su casa. Los padres de
Robbie accedieron, aunque sólo fuera para que su hijo disfrutara de una
noche completa de sueño. El jueves 17 de febrero, Karl Mannheim llevó a su
hijo a casa de Schulze. Hablaron con cautela de lo que había estado
sucediendo en casa de Robbie. «Vas a dormir bien toda la noche —dijo Schulze
a Robbie—. En esta casa no sucederá nada. »
En cuanto Karl Mannheim se hubo ido, Schulze, un hombre amistoso y
sensible, se sentó con Robbie. El ministro trató de entablar conversación, de
incitar a Robbie a que contara con sus propias palabras lo que sus padres le
habían contado. Como Robbie no demostró tener ganas de compartir ninguna
confidencia con Schulze, el ministro tuvo la sensatez de abandonar el intento
para no enfrentarse con el muchacho. Por fin, Schulze dijo que era hora de
acostarse.
La señora Schulze se retiró a una habitación para invitados que se hallaba
junto al dormitorio principal, donde iban a dormir el ministro de la iglesia y
Robbie. Schulze y Robbie se pusieron el pijama, rezaron sus oraciones y se
desearon buenas noches. Se metieron en sendas camas gemelas de columnas.
Hacia medianoche, un ruido despertó a Schulze. La cama de Robbie daba
sacudidas. El ministro alargó el brazo y tocó la cama. Se agitaba, dijo
posteriormente, «como una de esas camas vibratorias de motel, pero mucho
más deprisa». Robbie estaba despierto e inmóvil. «Sus extremidades, su cabeza
y su cuerpo estaban completamente quietos. »
Schulze quiso salir de la habitación inmediatamente y llevarse consigo a
Robbie. Se levantó de la cama y, hablando con calma, dijo que los dos
deberían levantarse e ir a tomar un poco de cacao. Preparó el cacao y lo llevó a
su estudio. Robbie, educado, dio las gracias al ministro por el cacao pero dijo
poco más. Permaneció callado y parecía tranquilo. Probablemente estaba tan
acostumbrado a sucesos como que las camas y las cómodas se movieran, que
ya no mostraba ninguna reacción exterior. Se terminaron el cacao y
regresaron al dormitorio de Schulze.
Schulze mostró a Robbie un sillón y sugirió que intentara dormir en él en
lugar de hacerlo en la cama. Decidió dejar una luz encendida. Robbie se sentó
en el sillón. Al cabo de unos momentos, el sillón empezó a moverse. Cuando
Schulze describió lo que había sucedido a continuación, dijo que Robbie
«colocó sus rodillas debajo de la barbilla con los pies en el borde del sillón. El
sillón retrocedió unos centímetros hacia la pared. Cuando no pudo moverse
más en esa dirección, lentamente empezó a volcarse... ».
Schulze calculó que el sillón tardó más de un minuto en volcarse y dejar
caer a Robbie suavemente al suelo. Robbie no abandonó el sillón durante el
lento movimiento. Parecía hallarse en una especie de trance.
El ministro había estado de pie frente al sillón. Cuando Robbie se levantó
despacio y se alejó, Schulze intentó levantar el sillón. El robusto mueble tenía
«un centro de gravedad muy bajo». No pudo levantarlo.
Entonces Schulze decidió que el lugar más seguro para Robbie era el suelo.
Colocó al muchacho entre dos mantas a los pies de una de las camas y él se
metió en la suya. Dejó la luz encendida.
Hacia las tres de la madrugada, Schulze despertó y vio a Robbie y las
mantas avanzar por la habitación. « El muchacho y las mantas se movían
como una sola cosa, despacio, por debajo de las camas —recordó Schulze—.
Los cuatro lados de las mantas, que no tenían pliegues, permanecían
completamente estirados, sin arrugas. » Cansado y aturdido, Schulze no pudo
soportarlo más.
—¡Basta ya! —gritó, bajando de un salto de la cama.
—¡Yo no lo hago! —replicó Robbie.
El muchacho y las mantas se deslizaron bajo una cama. Schulze se agachó
y vio a Robbie saltando contra los muelles que sostenían el colchón. Rígido y
aparentemente de nuevo en trance, Robbie ni siquiera pestañeaba mientras su
cara golpeaba los muelles. Schulze le sacó de debajo de la cama tirando de él.
Robbie tenía varios cortes en la cara.
Si Schulze había creído que Robbie fingía, o si había creído que el chico era
víctima de un poltergeist, ahora tenía que considerar la posibilidad de que
Robbie estuviera poseído, de que algo controlaba a aquel muchacho de trece
años que parecía tan fríamente indiferente a su destino. El día siguiente,
Schulze llevó a Robbie a su casa. No tenía ninguna explicación para lo que
había visto.
En los archivos de casos de poltergeist, hay historias de incidentes mucho
más siniestros que platos que vuelan y colchones que dan saltos. Cualquiera
que fuera la razón de los furiosos ataques, las víctimas sufrían. Un caso bien
documentado es el de Eleonora Zugun, una niña rumanesa de doce años que,
en 1925, se quejó de que un demonio llamado Dracu la estaba molestando.
Primero hubo los usuales golpecitos y objetos que se movían. Después,
aparecieron arañazos y señales de mordiscos en su cara, brazos, cuello y
pecho. Ella afirmaba que Dracu la pinchaba con agujas y la mordía.
Aparte de lo que sabía de parapsicología y las leyendas relativamente
benignas de poltergeist, Schulze creía, después de aquella aterradora noche de
febrero, que se había hallado en presencia de una fuerza colosal. No
importaba si aquella fuerza era una alucinación, una explosión de poderes
sobrenaturales, prueba de actividad parapsicológica o una erupción de alguna
fisura psicológica muy en lo hondo de Robbie. Éste sufría una agonía
inimaginable. Mudo y sordo, Robbie parecía sumergirse cada vez más en algo
que Schulze no podía determinar.
Durante el día, Robbie parecía normal, aunque cansado y apático. Por la
noche, no conocía la paz. Las pesadillas le despertaban. Los arañazos en el
colchón proseguían, noche tras noche. Entonces, el sábado 26 de febrero
empezaron a aparecer arañazos en el cuerpo de Robbie.
Los arañazos se parecían a los que producen los gatos, largos y poco
profundos: señales de garras. Aparecieron en los brazos, las piernas y el pecho
de Robbie. Algunos parecían formar letras del alfabeto, pero las letras no
formaban palabras. Todavía no.
Schulze vio entonces que lo que había estado tratando de hacer no era lo
bastante poderoso para detener la agonía de Robbie. Una fuerza había estado
atormentando a Robbie desde el exterior. Ahora la fuerza parecía estar dentro
de él, manifestarse surgiendo de su cuerpo en forma de líneas
ensangrentadas. Parecía poseerle. Schulze aceptó la derrota. Como recordó el
padre de Robbie, Schulze dijo con calma: «Tienen que ver a un sacerdote
católico. Los católicos entienden de cosas así».
3

«MAS LÍBRANOS DEL MAL»

Al principio, Schulze creía que había visto las travesuras de un poltergeist.


Pero los arañazos significaban algo más, algo que iba más allá de sus
conocimientos o su experiencia. Su comentario de que los católicos entienden
«de estas cosas» era una doble admisión. Como testigo del tormento de Robbie,
sospechaba que un poder maligno se hallaba presente. Pero, como luterano
moderno, tenía que aceptar una realidad teológica: Satanás no recibía mucha
atención de la línea central de las iglesias protestantes. Sin embargo, la Iglesia
católica romana creía que Satanás era una parte integral de la fe cristiana. De
ahí derivaba la creencia de que la posesión diabólica es real y un exorcismo
puede curarla.
La mayoría de ramas protestantes creían que la posesión y el exorcismo
eran legados de la Edad Media y no tenían cabida en un mundo con cultura
científica. Cuando los padres de Robbie sugirieron que su hijo tal vez estuviera
poseído por un demonio, estaban pensando en algo más antiguo que la
cristiandad y en lo que casi todo el mundo había dejado de creer. La posesión
diabólica era una creencia primitiva. Los misioneros cristianos se enfrentaban
con nociones así en las aldeas desde Malasia hasta África, de India y Nepal a
Brasil y Trinidad. Pero la posesión diabólica no era algo que un ministro de la
iglesia esperara encontrar a pocos kilómetros de Washington, D. C. en 1949.
Toda la cristiandad trató en otro tiempo a Satanás como un ser real y creía
que podía penetrar en un ser humano. Toda la cristiandad en otro tiempo
tenía un ritual para expulsar a Satanás de un ser humano. Este ritual era el
exorcismo, que se practicó rigurosa y frecuentemente desde el nacimiento de
la cristiandad hasta bien entrada la Edad Media. El origen de la creencia
cristiana en el exorcismo eran los retratos que hacía el Nuevo Testamento de
Satanás en su titánica lucha con Jesús. Una manera en que Satanás muestra
su poder es poseyendo a las personas, y una manera en que Jesús muestra
Su poder es exorcizando a Satanás.
Mateo, Marcos y Lucas describen exorcismos practicados por Jesús. La
víctima de la historia bíblica de posesión más conocida es la de un hombre sin
hogar y desnudo en el país de los proscritos. Encadenado por el violento
demonio que habita en él, se arrastra hasta Jesús. Cuando éste pregunta al
demonio cómo se llama, responde: «Me llamo Legión, porque somos muchos».
Jesús ordena a los demonios que abandonen el cuerpo del hombre, y así lo
hacen y se introducen en una piara de cerdos, que «descendieron
violentamente por una pendiente y se arrojaron al mar, donde perecieron
ahogados».
En otro exorcismo, Jesús, mientras enseña en una sinagoga de Cafarnaún,
ve a un hombre poseído por un espíritu impuro, al cual ordena que salga del
hombre. Dando fuertes voces, el espíritu desaparece. Los evangelios también
cuentan que Jesús arrojó siete diablos fuera de María Magdalena y que
expulsó a un demonio de la hija menor de una mujer griega. Expele un
demonio de un muchacho joven que sacaba espuma por la boca y al que le
rechinaban los dientes. Después del exorcismo, el muchacho parecía muerto.
«Pero Jesús le tomó de la mano y le levantó; y el muchacho se levantó. » (Los
médicos modernos creen que el muchacho sufría epilepsia.)
Los exorcismos efectuados por Jesús fueron pasados por alto o encubiertos
por la mayor parte de protestantes, en particular los luteranos. La teología
protestante los explicaba como actos que demostraban que Jesús aceptaba las
creencias locales de la época. La gente en aquellos días, decían los teólogos
modernos, creían en la posesión igual que creían que el sol giraba alrededor
de la tierra. La misión de Jesús en la tierra no incluía corregir las creencias
ancestrales o los conceptos erróneos referentes al mundo natural.
El catolicismo, aunque conservaba la creencia dogmática de la posesión,
raras veces reconocía su existencia en el mundo moderno. En Roma y en otros
lugares, algunos sacerdotes que fueron designados como exorcistas dedicaron
gran parte de su vida a la oración y al estudio de la posesión diabólica. Y, en
raras ocasiones, eran llamados por sus superiores eclesiásticos para consultas
referentes a casos de posible posesión. Todos los sacerdotes católicos sabían,
teóricamente, que un día serían convocados para medir su alma contra
Satanás. Pero en los tiempos modernos, ningún sacerdote, en particular
ningún joven párroco norteamericano, esperaba jamás ser exorcista.
A primeras horas de la noche a finales de febrero, poco después de que
Schulze dijera que los católicos entendían de estas cosas, Karl Mannheim
llamó por teléfono a la rectoría de St. James, una iglesia católica situada a
cuatrocientos metros del hogar de los Mannheim. Dijo que quería hablar con
un sacerdote. El ama de llaves hizo poner al padre E. Albert Hughes al
teléfono. Hughes habló con Mannheim unos minutos y le dijo que se pasara
por la rectoría la mañana siguiente.
En aquella época los protestantes no se reunían con frecuencia con
sacerdotes católicos. Existía una larga tradición católica en la que ningún
católico entraba en una iglesia protestante. Los católicos que llevaban la
tradición a los extremos ni siquiera pisarían una iglesia protestante para
asistir al funeral o a la boda de un amigo. Los matrimonios entre personas de
distinta fe eran raros para los católicos, y los que se casaban con alguien que
profesaba otra fe casi invariablemente recibían un gran rechazo por parte de
sacerdotes y familia.
Mannheim era un hombre desesperado, un luterano que buscaba la ayuda
de un sacerdote católico, un padre que intentaba salvar a su hijo de algo que
podía describir pero no entender. A la mañana siguiente, llamó al timbre de la
rectoría y esperó ansioso.
Hughes acompañó a Mannheim a un pequeño salón cerca de la puerta
principal de la rectoría. Mannheim se sentía incómodo hablando con el padre
Hughes, y éste compartía esa sensación. Hughes era un hombre tosco y
apuesto de veintinueve años que no había conocido a muchos protestantes, y
poseía pocos conocimientos sobre la posesión o el exorcismo. No era un
intelectual. Él creía en su fe y con gran sentido del deber enseñaba y
practicaba sus principios, pero no profundizaba demasiado en los asuntos.
Muchos de los feligreses de Hughes, en particular los ancianos, le comparaban
con el sacerdote despreocupado y bromista interpretado por Bing Crosby en la
película Siguiendo mi camino. Una mujer de su parroquia diría posteriormente
de él: «Era joven y malcriado; un auténtico irlandés, era muy lisonjero. No
entendía a la gente corriente, de la vida real. Sin embargo, creía que lo sabía
todo».
Hughes escuchó con paciencia a Mannheim pero le ofreció poco consuelo.
La historia parecía una locura. Prometió rezar por Robbie y entregó a
Mannheim una botella de agua bendita y velas bendecidas. Dijo a Mannheim
que rociara el dormitorio de Robbie con el agua bendita y pusiera las velas en
él y las encendiera cuando... cuando empezaran a suceder aquellas cosas,
fueran lo que fuesen. El agua bendita es agua corriente, bendecida por un
sacerdote. La oración para bendecir el agua, que data del siglo cuarto, exorciza
todos los demonios que pudiera haber en el agua. Las velas, fabricadas con
cera de abejas y nunca de sebo, procedían de un grupo que habían sido
especialmente bendecidas y colocadas en el altar, donde se encendían para
celebrar la misa y otras ceremonias.
Mannheim dio el agua y las velas a Phyllis. Aquella noche, ésta abrió la
botella de agua bendita y roció con ella todas las habitaciones de la casa.
Después, colocó la botella sobre una cómoda, encendió las velas y las dejó en
la habitación de Robbie.
A la mañana siguiente, Phyllis llamó a Hughes. Algo cogió la botella y la
rompió. Cuando encendí una de las velas, las llamas se elevaron hasta el techo
y tuve que apagarlas por miedo a que se prendiera fuego en la casa.
Lo que ocurrió a continuación no está muy claro. Hughes al parecer le dijo
que volviera a intentarlo. Ella volvió a llamarle. Él oyó un estrépito. La mesita
del teléfono acababa de romperse en cien pedazos.
Hughes al parecer decidió ir a la casa y hablar con Robbie para intentar
comprender lo que le sucedía al muchacho. La confusión respecto a la
secuencia de los actos de Hughes puede muy bien tener su origen en la propia
confusión inmediata del sacerdote. Lo que ocurrió a Hughes afectó tanto a su
mente y a su memoria, que durante largo tiempo fue incapaz de efectuar un
relato coherente de sus tratos con Robbie.
Según una versión, Hughes oyó a Robbie hablar en latín, aunque el
muchacho jamás había aprendido esa lengua. De acuerdo con Hughes, Robbie
dijo: «O sacerdos Christi, tu scis me esse diabolum. Cur me derogas [Oh
sacerdote de Cristo, sabes que soy un demonio. ¿Por qué sigues
molestándome?]».
Semejante latín tan fluido habría asombrado a Hughes y le hizo pensar en
la posesión. En este punto, habría abierto su Rituale Romanum, el libro oficial
de rituales católicos, conocido en inglés como The Roman Ritual (El ritual
romano). Basado en rituales que se remontan al siglo primero, y publicado por
primera vez en 1614, ha variado poco desde entonces. Todos los sacerdotes
poseen uno, aunque raras veces tienen que cogerlo y consultar el apartado
«Exorcismo de los poseídos». El libro dedica cincuenta y ocho páginas al
exorcismo. Las páginas de esta sección, igual que en las otras del Ritual, están
alternativamente en inglés y en latín. «Exorcismo de los poseídos» comienza
con veintiuna instrucciones detalladas. La tercera instrucción dice:
En especial, no debe creer demasiado fácilmente que una persona está poseída
por un espíritu maligno, sino que debe determinar las señales por las que una
persona poseída puede distinguirse de otra que sufra melancolía u alguna otra
enfermedad. Las señales de posesión son las siguientes: capacidad de hablar con
cierta facilidad una lengua extranjera o de entenderla cuando la habla otro; la
facultad de divulgar acontecimientos futuros y ocultos; exhibición de poderes que
no corresponden a la edad y condiciones naturales del sujeto; y otras diversas
indicaciones que, cuando se toman como un todo, forman la evidencia.

La capacidad de hablar en una lengua desconocida era, tradicionalmente,


ese tipo de evidencia. Las reglas del Ritual indican que la evidencia hay que
presentarla a lo que las instrucciones llaman «el Ordinario», término
eclesiástico que designa a una persona que, por derecho propio y no por
delegación, tiene jurisdicción inmediata en asuntos de la iglesia. El Ordinario
considera la evidencia y decide si permite que se efectúe un exorcismo.
También elige al exorcista. El Ordinario de Hughes era el arzobispo de
Washington, el Reverendísimo Patrick A. O'Boyle.
O'Boyle era un protegido del prelado católico más poderoso de América, el
cardenal Francis Spellman, arzobispo de Nueva York. O'Boyle, nacido en 1896
de padres inmigrantes de Irlanda, tenía diez años cuando su padre murió. Su
madre cogió el empleo típico de las viudas católicas irlandesas: se hizo ama de
llaves de un sacerdote. O'Boyle creció con el deseo de ser como ellos, e ingresó
en el seminario en cuanto tuvo edad suficiente.
Cuando fue ordenado sacerdote, le destinaron a la archidiócesis de Nueva
York y dio clases durante un tiempo en una institución de puericultura de
Staten Island. Spellman, a la sazón obispo, vio que O'Boyle era un joven
sacerdote lleno de energía. En 1939, cuando Spellman pasó a ser arzobispo de
Nueva York —la archidiócesis más importante de la nación— se llevó a
O'Boyle bajo su protección. Tras estallar la Segunda Guerra Mundial,
Spellman fue nombrado vicario militar de EE. UU. por el papa. Spellman
nombró a O'Boyle director del Catholic War Relief y le conservó como
administrador.
En mayo de 1947, cuando el arzobispo de Baltimore y Washington murió,
el Vaticano dividió la jurisdicción, creando la archidiócesis de Baltimore y la
archidiócesis de Washington. O'Boyle, que se hallaba entonces en Nueva York
como director ejecutivo de Catholic Charities, fue nombrado arzobispo de la
nueva archidiócesis de Washington. Era la primera vez que un monseñor —el
título eclesiástico que ostentaba O'Boyle— era designado arzobispo en
Norteamérica sin haber sido obispo. El 14 de enero de 1948, Spellman
consagró a O'Boyle como arzobispo en la catedral de San Patricio, de Nueva
York, y unos días más tarde O'Boyle fue a Washington a hacerse cargo de su
nuevo puesto.
Así, en febrero de 1949, cuando Hughes pensaba en ir a ver a O'Boyle para
hablar de un posible exorcismo, el Ordinario era un arzobispo que no tenía
experiencia pastoral ni ninguna formación teológica especializada, y que se
había dedicado mucho más a la administración que a los asuntos arcanos
como la posesión diabólica. Según el relato de Hughes, acudió primero a uno
de los ayudantes de O'Boyle, el canciller de la archidiócesis, quien dijo a
Hughes que fuera lentamente. El impetuoso Hughes respondió: He empleado
dos semanas en ello, y no es lo suficientemente lento. El canciller cedió y fijó
una cita para que Hughes visitara a O'Boyle.
Todo lo relacionado con cualquier entrevista de Hughes y O'Boyle se
encuentra en los archivos secretos de la archidiócesis y sólo puede leerlo y
distribuirlo el arzobispo del momento. Pero eclesiásticos en busca de
información sobre exorcismos han podido enterarse de algunas cosas
referentes al caso gracias a los archivos de O'Boyle. Éstos indican que el
arzobispo se tomó poco interés por lo que Hughes le informó. O'Boyle en una
ocasión vio a un sacerdote joven en mangas de camisa y ordenó
inmediatamente que todos los sacerdotes de su archidiócesis debían vestir
sombrero negro de fieltro con ala ancha, traje negro y cuello romano sin
importar dónde se encontraran o qué estuvieran haciendo. No era un prelado
que prestara mucha atención a la primera de las instrucciones de El ritual
romano sobre exorcismo:

El sacerdote —que sea expresamente y con especial prudencia autorizado por el


Ordinario—, cuando intenta realizar un exorcismo sobre personas atormentadas
por el diablo, debe distinguirse adecuadamente por su piedad, su prudencia y vida
íntegra. Debe cumplir su devoto cometido con constancia y humildad, ser
completamente inmune a cualquier ansia de engrandecimiento personal y confiar
no en su propio poder sino en el poder divino. Además, debería ser de edad
madura y reverenciado no sólo por su cargo sino por sus cualidades morales.

El padre Hughes, joven, temerario y poco dado a proyectar un aura de


santidad, era un candidato poco adecuado para ser exorcista. Tampoco existe
indicación alguna de que él u O'Boyle cumplieran la siguiente instrucción:

Para ejercer correctamente su ministerio, debe recurrir a un estudio mucho


más profundo del asunto (...) examinando a los autores aprobados y los casos
producidos.

Un relato en tercera persona, no publicado, de la cita de Hughes dice


simplemente: «El arzobispo (...) autorizó al padre [Hughes] a comenzar el
exorcismo. El padre [Hughes] comprendió que debía hacerlo un hombre muy
santo porque el diablo suele exponer los pecados del sacerdote; así, el padre
fue a Baltimore e hizo una confesión general». No es inusual ir a otra
jurisdicción a hacer una confesión general, la cual difiere de una confesión
ordinaria. Hughes habría examinado en profundidad su vida y hallado sus
debilidades y las habría confesado a un sacerdote nombrado para oír las
confesiones de otros sacerdotes. Una confesión general antes de un exorcismo,
como lo expresó un sacerdote, es como la vigilia que un caballero guardaba la
víspera de la batalla.
Hughes sostenía una teoría teológica que decía que Satanás, durante un
exorcismo, no podía explotar o ni siquiera citar pecados que hubieran sido
perdonados por la confesión. Así, si Hughes hacía una confesión con éxito, al
menos podía tener la seguridad de que Satanás no se mofaría de sus pecados
pasados. Pero Hughes hizo poco más para prepararse para la dura experiencia
del exorcismo.
Parece increíble que O'Boyle no le indicara que acudiera a uno de las
docenas de teólogos que estaban disponibles en la Universidad Católica de
Washington o el Trinity College. También podía haber recurrido a las
facultades de teología o de psicología de la universidad de Georgetown, una
institución jesuita.
Hughes sólo habría tenido un conocimiento superficial de la demonología,
la rama formal de la teología católica referente a Satanás y sus demonios. No
se prestaba demasiada atención a la demonología, tema normalmente
vinculado con la angelogía en los cursos de teología. Se esperaba que los
jóvenes seminaristas aprendieran a ser sacerdotes, no exorcistas. Se les
preparaba para trabajar como curas o pastores ayudantes en las parroquias.
Los cursos del seminario se centraban en los principios de la teología católica
que los futuros sacerdotes más necesitaban aprender. Como sacerdotes, se
ocuparían de problemas de fe y moral que les plantearían católicos corrientes.
Los instructores del seminario creían, correctamente, que existían pocas
probabilidades de que un sacerdote, en especial un nuevo sacerdote como
Hughes, se enfrentara con la necesidad de realizar un exorcismo.
Pero ahí estaban Hugues, O'Boyle y Robbie. Una noche de invierno de
1949, los tres se vieron implicados en un exorcismo. O'Boyle, según se dice,
indicó a Hughes que no anotara nada referente al exorcismo y que nunca
hablara de ello. Al parecer, no dio ninguna otra instrucción al joven sacerdote.
Robbie empeoraba. Ya no iba al colegio ni hacía muchas cosas. Cada noche
aparecían los arañazos. El poco rato que dormía lo hacía inquieto y
retorciéndose, agotado. A menudo parecía hallarse en trance o hechizado, y a
veces parecía necesitar tratamiento psiquiátrico.
Las reglas para el exorcismo indicaban: «Si puede hacerse con facilidad, la
persona poseída debería ser conducida a la iglesia o a algún otro lugar
sagrado y honrado, donde se celebrará el exorcismo, lejos de la multitud. Pero
si la persona se encuentra enferma, o por cualquier otra razón válida, incapaz
de moverse, el exorcismo puede celebrarse en una casa particular».
Hughes decidió que Robbie debía ingresar en un hospital, bajo control.
Hughes debía de estar desesperado. No tenía a nadie en quien confiar, ningún
sitio adonde acudir. Un miembro de la parroquia, a la sazón en la escuela
graduada, recuerda «un sacerdote anciano delgado y con el pelo blanco» que
paseaba por los alrededores de la parroquia. Pero Hughes, en su propio breve
y evasivo relato, no menciona que consultara con otros sacerdotes.
El mismo joven feligrés, a la sazón monaguillo, recuerda otra cosa de
Hughes: «Una mañana entró y tenía un aspecto horrible. Tenía la cara llena de
manchas. Era como una colmena. Estaba agotado, despeinado. Parecía
absorto en algo».
Robbie fue ingresado en el Georgetown Hospital, parte del complejo de la
universidad de Georgetown-Facultad de Medicina de la Universidad de esta
ciudad, en Washington, dirigido por jesuitas. Al parecer, Hughes lo hizo por
iniciativa propia, en secreto y sin ningún médico. Un documento dice que un
psiquiatra se ocupó del ingreso y, cuando Robbie se volvió conflictivo, llamó a
Hughes. Otro documento dice que el hospital sabía que se realizaría un
exorcismo. Esto parece más probable, puesto que se trataba de un hospital
católico y tenía el ambiente propio de éstos. Había monjas, la mayoría de las
cuales eran enfermeras, que recorrían los pasillos con hábitos blancos y cofias
blancas. En las paredes colgaban crucifijos y se celebraba misa cada día en la
capilla.
Un día entre el domingo 27 de febrero y el viernes 4 de marzo, Robbie fue
trasladado al Georgetown Hospital e ingresado con nombre falso. La superiora
de las monjas dio órdenes estrictas de que no se guardara ningún registro
sobre el exorcismo. Siguiendo órdenes de Hughes, se pusieron correas a la
cama y se pasaron por encima de las sábanas, cubriendo el frágil cuerpo de
Robbie. (Las instrucciones para el exorcismo indican que al demoníaco se le
pueden colocar «grilletes si existe algún peligro».) Robbie estaba tumbado boca
arriba, con los ojos cerrados. Sobre este punto no existen más que
documentos de segunda y de tercera mano. Uno dice que Hughes entró vestido
con bata de médico sobre su sobrepelliz y sotana y que Robbie, con voz
potente, ordenó a Hughes que se quitara la cruz que llevaba pero que no se
veía. Otra historia —atribuida a un sacerdote que visitaba con frecuencia el
hospital— dice que una monja entró en la habitación con una bandeja y que
ésta se le escapó de las manos y se fue a estrellar contra una pared.
Un tercer relato, efectuado años más tarde, describe la escena con estas
palabras: «Había crucifijos en la pared y las enfermeras eran monjas. Y la
cama del hospital iba de un lado a otro de la habitación, sin que nadie la
moviera. En el pecho del muchacho aparecieron de pronto marcas de arañazos
mientras las monjas le miraban. No podían mantener la cama quieta». Otro
informe, basado en uno de los relatos del propio Hughes, dice que Robbie
empezó a proferir juramentos en una lengua extranjera que posteriormente se
dijo que era arameo, una lengua semítica hablada en los tiempos bíblicos. (Un
informe posterior, bien documentado, sobre el caso de Robbie no menciona
que tuviera competencia en semejante lengua.)
Hughes, siguiendo las reglas, habría dicho misa aquel día y ofrecido
oraciones especiales para tener éxito. Sobre su sotana negra llevaba un
almidonado sobrepelliz blanco. En la cabeza, recto en lugar de inclinado como
de costumbre, llevaba su birrete negro. Alrededor del cuello llevaba una estola
de color púrpura cuyos anchos extremos le colgaban por encima de la
sobrepelliz. Entró en la habitación con un reluciente aspersor de oro medio
lleno de agua bendita. Empezó rociando la habitación con agua bendita.
Colocó el aspersor sobre una mesa y se acercó a la cama. Robbie seguía
tumbado con los ojos cerrados. Probablemente se encontraban en la
habitación una monja y quizá un auxiliar clínico.
Hughes se arrodilló junto a la cama, con El ritual romano en las manos.
Empezó a recitar la Letanía de los Santos —el Quién es Quién del Cielo, como
solían denominarlo los chistosos piadosos como Hughes—: «Santa Madre de
Dios (...) San Miguel, San Gabriel (...) Todos los santos ángeles y arcángeles.
Todas las santas vírgenes y viudas, todos los hombres y mujeres santos,
santos de Dios... ». Pidió a Dios que les librara «de todo mal, de todo pecado,
de Tu ira, de la muerte repentina e inesperada, de las garras del diablo». Lo
diría en latín, como habría dicho la oración que comenzaba con las palabras
«Ne reminiscaris, Domine... Olvida, Oh Señor, nuestras ofensas, las de nuestros
padres: no nos castigues por nuestros pecados... » Por fin, preparándose para
las oraciones propiamente del exorcismo, Hughes empezó a rezar el
Padrenuestro: «Pater Noster... ».
Las instrucciones indicaban que el exorcista rezara la oración «de modo
inaudible» hasta llegar a la frase «Et ne nos inducas in tentationem [Y no nos
dejes caer en la tentación]». En este punto, los demás presentes en la
habitación —probablemente una enfermera y un auxiliar clínico— tenían que
terminar la oración, audiblemente, con Hughes: «Sed libera nos a malo [Mas
líbranos del mal]».
Uno de los brazos de Robbie se movió casi imperceptiblemente bajo la
correa. Liberó una mano. Nadie se percató de que bajaba la mano por el lado
de la cama y de algún modo aflojaba una pieza del somier...
Hughes gritó y se puso en pie con dificultad, el brazo izquierdo inerte. El
sobrepelliz y la estola se mancharon de sangre. Robbie había rajado el brazo
de Hughes desde el hombro hasta la muñeca. Para cerrar la herida fueron
precisos más de cien puntos.
En su relato del exorcismo, Hughes no menciona este incidente. No
prosiguió el exorcismo. Desapareció de St. James poco después de haber
resultado herido y se cuenta que sufrió una crisis nerviosa. Largo tiempo
después, algunos de sus antiguos feligreses le vieron predicando en iglesias
católicas en otros lugares de la archidiócesis. En el altar, sólo podía levantar
una mano cuando, durante el momento más sagrado de la misa, sostenía en
alto la hostia consagrada. La gente que le veía decía que parecía obsesionado y
encerrado en sí mismo, como si siempre estuviera mirando hacia su interior.
4

LOS ARAÑAZOS DECÍAN ST. LOUIS

Después de que Robbie hiriera al padre Hughes, el muchacho pronto fue


dado de alta del hospital, el cual silenció tan bien el incidente, que pocos
miembros del personal médico sabían nada de lo sucedido. En Mount Rainier,
se comunicó a los feligreses de St. James que su sacerdote había sufrido un
accidente y estaría fuera algún tiempo. Pero por la parroquia circularon
rumores. ¡Ese chico de los Mannheim! ¡Apuñaló al padre Hughes! Dicen que
salvó la vida por los pelos. La gente afirmaba que oían gritos de maníaco y
veían luces que irradiaban de la casa. Robbie volvió a ser el centro de temores
y tumultos. Los vecinos que al principio habían bromeado acerca de la casa
encantada y su muchacho embrujado ahora evitaban a los Mannheim. La
policía recibía llamadas anómimas pidiéndoles que investigaran lo que ocurría
en casa de los Mannheim.
Los Mannheim se mudaron tranquilamente a una casa similar situada a
unos ochocientos metros. Pero el cambio de dirección no significó el fin de la
ordalía. Robbie pareció sumirse aún más en sus hechizos, como lo llamaban
sus padres. Phyllis Mannheim estaba más convencida que nunca de que su
hijo se hallaba en las garras de algo malo, algo que no pertenecía a este
mundo. El reverendo Schulze al principio se había burlado de la idea de la
posesión demoníaca. Pero se había convencido de ello lo suficiente para llamar
a un sacerdote. Ahora había abandonado, y Phyllis pensaba en hacer lo
mismo. «Estaban dispuestos a levantar la bandera blanca», recordó
posteriormente una persona de confianza.
Pero Phyllis sólo tenía que mirar a su hijo para saber que tenía que
ayudarle, fuera lo que fuese lo que le ocurría. Según habían dicho los
médicos, era el único hijo que podría tener.
Ella y Karl hablaron de volver a mudarse, temporalmente. Phyllis era de St.
Louis, Misuri, donde ella y Karl tenían familia. Llevarían a Robbie a casa de
los parientes que vivían allí. Quizás en un nuevo lugar, lejos de Mount
Rainier, Robbie podría deshacerse de lo que parecía tenerle en su poder.
Los padres de Robbie aún hablaban de ir a St. Louis cuando sucedió algo
que les convenció de marcharse. Una noche, mientras Robbie se estaba
preparando para acostarse, se miró en el espejo del cuarto de baño y se echó a
gritar. Su madre se precipitó al cuarto de baño. Robbie tenía la chaqueta del
pijama desabrochada. El chiquillo temblaba. Garabateada con sangre sobre su
pecho había una sola palabra: Louis.
Phyllis Mannheim procuró mantener la calma. Cogió a Robbie en sus
brazos, sintió su corazón latir con fuerza junto al suyo. Le acompañó a su
dormitorio. Iremos a St. Louis —le dijo—. Iremos a St. Louis. Empezó a hablar
muy deprisa, diciéndole que empezaría a trabajar en ello enseguida. Pero
requeriría tiempo. Karl Mannheim tenía que cogerse tiempo libre del trabajo.
Había que llamar a los parientes, comprar billetes de tren... Robbie se dobló de
dolor y soltó un gemido. Se bajó los pantalones del pijama. En la cadera su
madre vio brotarle sangre a través de la piel. Era como si le salieran arañazos,
como si algo le estuviera clavando la garra desde dentro. Los arañazos
formaron una palabra: Sábado.
Phyllis Mannheim estaba demasiado perpleja para percibir que el cuerpo
de Robbie estaba actuando como un tablero Ouija. Preguntó: ¿Cuánto tiempo?
Mientras él volvía a gritar y a hacer muecas, ella se dio cuenta, con gran
horror, de que su pregunta le causaría daño al muchacho, pues le obligaría a
dar otra respuesta escrita con sangre. Esta vez apareció en el pecho: arañazos
que ella leyó entendiendo que permanecerían allí tres semanas y media.
Posteriormente, dijo que se sintió obligada a obedecer los mensajes. La
razón indicaría que debería haberse resistido, puesto que al parecer los
horribles mensajes ensangrentados los producía la fuerza que atormentaba a
Robbie. Pero la lógica terrenal hacía tiempo que había desaparecido en esta
familia. El cuerpo de Robbie les había dado señales, y ellos seguirían esas
señales.
El sábado 5 de marzo, Robbie, Phyllis y Karl Mannheim fueron a la Union
Station de Washington, donde subieron a un tren nocturno para St. Louis.
Viendo pasar el paisaje, Phyllis Mannheim tuvo oportunidad de repasar
mentalmente las siete turbulentas semanas anteriores y de intentar descifrar
lo que había visto y experimentado.
Tía Harriet estaba viva el 15 de enero, cuando todo comenzó, cuando
empezaron a oír los arañazos. Cuando murió, el 26 de enero, parecía haberse
producido un cambio: era casi como si algo estuviera creciendo y acercándose
a Robbie. Ahora estaba dentro de él. La madre de Robbie no podía describir lo
que sentía: la presencia, el acecho. No había escrito nada de lo que estaba
sucediendo. No tenía medios de comparar un día con el siguiente. Pero no
cabía duda de que las cosas estaban cambiando. Los arañazos producidos en
una pared en enero ahora aparecían en el cuerpo de su hijo.
¿Lo había estado imaginando todo? Phyllis empezó a contar cuántas
personas de las que conocía habían visto lo que ella y Karl: parientes, amigos,
ministros de la iglesia, un sacerdote, enfermeras, monjas. Y los profesores y
niños del colegio. Y los vecinos. Aquellos amistosos vecinos que habían
ofrecido su ayuda. Habían oído los rumores y habían insinuado que creían
que Robbie hacía trucos. Se lo llevarían a su casa a pasar la noche y, ya verás,
lo que ha sucedido en tu casa no sucederá en la nuestra.
Pálidos y balbuceantes, regresaban a primera hora de la mañana siguiente.
En su casa habían volado objetos y se habían movido muebles. Lo habían
visto. Phyllis terminó con ellos su recuento. Catorce. Catorce personas habían
presenciado sucesos para los que no existía explicación terrena.
¿Qué ocurría en la mente de Robbie? ¿De dónde había sacado la fuerza —y
la astucia— para deslizar su pequeña mano por el costado del somier y
hacerse con una tosca arma? ¿Sentía rabia cuando hirió al padre Hughes?
¿Qué era lo que impulsaba a este frágil muchacho? ¿Y adonde era conducido?
Arraigada en la cultura popular se halla una vieja frase que pronunciamos
sin darnos cuenta de lo que decimos: ¿Qué diantres le ha poseído para que
hiciera eso? Posesión: la idea de que alguna fuerza pueda invadir un alma y
dominarla. Tenemos enterrado ese temor primitivo bajo capas de lógica y de
ciencia. En nuestro mundo, en el mundo de Phyllis Mannheim, la posesión es
el relleno de las pesadillas. Para otras culturas, la posesión es una realidad
cotidiana, una creencia compartida por toda la comunidad.
Phyllis y Karl Mannheim no tenían la creencia cultural de la posesión, y,
con el violento final del intento realizado en el Georgetown Hospital, no tenían
fe en el exorcismo. Eran unos padres que, aunque vivían en un mundo
demasiado refinado para la posesión, veían, al otro lado del abismo, a un hijo
que se retorcía en un extraño mundo en el que ésta existía. Cómo llegar hasta
él, cómo salvarle se convirtió en su búsqueda. Era una búsqueda sin guías,
pero no sin tradición.
Para hacer regresar a Robbie tendrían que aventurarse en los dominios de
la superstición y de lo sobrenatural. Irían adonde pocos habían ido en los
tiempos modernos.
La religión dividía a la familia Mannheim en St. Louis. Algunos eran
católicos y otros eran luteranos. Todos los parientes adoraban a Robbie y
apreciaban a los Mannheim. Todos ofrecieron su ayuda. Cuando llegaron a St.
Louis, Phyllis y Karl se enfrentaron con una elección que reflejaba el conflicto
entre los enfoques católico y no católico de la posesión. En la estela de la
experiencia devastadora con el padre Hughes, decidieron acudir a un ministro
luterano, y, de manera increíble, a una nueva forma de tablero Ouija.
El lunes 7 de marzo, en la casa de St. Louis de los parientes luteranos, los
tíos de Robbie reunieron a otros dos o tres parientes alrededor de una mesa
de cocina de porcelana. Uno de ellos escribió el alfabeto en una hoja de papel
y sostuvo un lápiz por encima. Todos permanecían sentados en absoluto
silencio, buscando lo que ellos llamaban un médium alfabético. La mesa se
movió, y la persona que sostenía el lápiz subrayó una letra. Otra persona ante
la mesa escribió la letra en otra hoja de papel. La mesa volvió a moverse, y de
nuevo el que sostenía el lápiz subrayó una letra y la otra persona la anotó al
lado de la primera.
Y así sucesivamente —movimiento de la mesa, letra subrayada...
movimiento de la mesa, letra subrayada— hasta que los presentes captaron el
mensaje. Era de tía Harriet: ella era el espíritu que causaba los fenómenos
inexplicables. No era el diablo.
Los parientes fueron entonces a un dormitorio a ver cómo tía Harriet
demostraba que se hallaba entre ellos. Mientras permanecían allí, una pesada
cama se movió casi un metro. No había nadie cerca.
Robbie estaba en un rincón leyendo un libro de comics. De pronto, lanzó
un grito y se dobló de dolor. Phyllis, que comprendió lo que había ocurrido, le
desabrochó la camisa y vio los ya familiares arañazos que rezumaban sangre
fresca. Como había sucedido tan inmediatamente después del mensaje
recibido con la mesa, pensó que, con toda probabilidad, las palabras
pertenecían a tía Harriet. En general, los que vieron los mensajes escritos con
sangre informaron más tarde de la parte del cuerpo de Robbie donde aparecía
el escrito y de cuáles eran las palabras. Pero no se dio ninguna información
acerca de este mensaje concreto.
Robbie se acostó, y después de desearle buenas noches uno tras otro, sus
parientes le dejaron solo. Pronto oyeron ruidos en el dormitorio y se
precipitaron en él. La cama se agitaba con violencia. Robbie estaba tumbado
inmóvil. Phyllis se acercó a la cama y se inclinó para escuchar. Oyó los
arañazos, y vio moverse el colchón, como si alguna bestia estuviera dentro e
intentara salir. Los parientes que se atrevieron se acercaron a la cama y se
quedaron cerca de Phyllis. También ellos, informaron más tarde, oyeron los
arañazos. Durante toda la noche, los parientes entraron en la habitación y
vieron la cama sacudirse y escucharon los arañazos. Robbie durmió en
intervalos, pero cuando estaba despierto, permanecía extrañamente calmado.
El día siguiente, martes 8 de marzo, los Mannheim se trasladaron a casa
de otros parientes: al domicilio de tía Catherine, católica, que estaba casada
con el hermano de Karl Mannheim, George. Al igual que Karl, George había
sido educado en la religión católica pero no era practicante. Se había casado
en una iglesia católica para complacer a la familia de su esposa. Como
condición para este «matrimonio mixto», como lo denominaba la Iglesia
católica, George había accedido a prometer que él y Catherine educarían a sus
hijos como católicos. Tenían dos hijos y una hija. Billy era más joven que
Robbie; Marty tenía la edad de Robbie. Elizabeth asistía a la universidad de St.
Louis, una institución jesuita.
Al igual que todos los parientes de los Mannheim en St. Louis, George y
Catherine habían oído todos los detalles de la penosa experiencia de Robbie.
También sabían que la familia de Phyllis había llamado a un ministro luterano
para que les ayudara. Su llegada y partida había sido mucho más rápida que
la del reverendo Schulze. En una repetición de lo que había sucedido en
Mount Rainier, el ministro luterano de St. Louis sospechó que se trataba de
una posesión diabólica y recomendó que un sacerdote católico viera a Robbie.
Después de esa recomendación, el ministro se apresuró a marcharse.
Karl y Phyllis —especialmente Phyllis— se resistían a la idea de llamar a
otro sacerdote. Ella seguía creyendo —creencia verificada con la sesión de la
mesa que se movía— que tía Harriet, por alguna razón desconocida, perseguía
a Robbie. Phyllis prefería que el fantasma de una tía poseyera a su hijo a que
lo hiciera un demonio coaligado con Satanás. Y la herida causada al padre
Hughes la había asustado. Robbie podía gritar y retorcerse, las camas podían
moverse y los jarrones podían volar, pero no se había producido ningún acto
de violencia hasta que comenzó el exorcismo católico. Phyllis asociaba
exorcismo y violencia.
Todo el martes Robbie pareció satisfecho. Cuando su primo Marty regresó
de la escuela, jugaron juntos. La hora de la cena transcurrió sin incidentes.
Más tarde, entre ellos, los cuatro adultos se felicitaban por haber librado a
Robbie de lo que le había estado atormentando. Phyllis empezó a pensar en el
mensaje de las tres semanas y media y decidió que Robbie, que había faltado
tantos días a clase, debería matricularse en la escuela de Marty.
Llamó a Robbie y le habló de su decisión. Robbie la miró con frialdad, hizo
una mueca y se desabrochó la camisa. Los arañazos decían: Nada de escuela.
En otra ocasión, cuando ella mencionó la escuela, Robbie alzó las muñecas.
Había un NO arañado en cada muñeca. Entonces se levantó las perneras de
los pantalones. En cada pierna había una N grande. Phyllis se estremeció. Ése
no era Robbie. Había algún nuevo poder en él. Dijo más tarde que le pareció
que estaba leyendo una orden de alguien. Tuvo miedo. No se volvería a hablar
de la escuela.
El martes por la noche, Robbie fue a acostarse con Marty. Los adultos
entraron en el dormitorio para desearles buenas noches. Los muchachos
parecían estar bien. Tenían el mismo aspecto que en otras visitas realizadas:
dos primos que duermen juntos una noche, dispuestos a hacer el tonto en
cuanto los padres se marcharan. Unos minutos más tarde, empezaron a oírse
ruidos procedentes del dormitorio.
Para Phyllis y Karl, aquellos ruidos eran desesperadamente familiares.
Para George y Catherine, eran espantosamente nuevos. Los cuatro se
precipitaron al dormitorio. Los ruidos de arañazos parecían proceder de todas
partes pero al parecer se originaban en el colchón. Mientras observaban, el
colchón saltaba arriba y abajo con furia. Después empezó a avanzar,
dirigiéndose hacia las columnas de los pies de la cama. Los dos muchachos
estaban tumbados de espaldas, completamente inmóviles.
Ahora les tocó a los padres de Marty saber lo que era el miedo. Su hijo
yacía en esa amenaza que vibraba y arañaba en el dormitorio. Su hogar había
sido invadido. Había que hacer algo. Catherine sintió una profunda necesidad
de un sacerdote.
Elizabeth Mannheim, cuando le contaron lo sucedido en el dormitorio de
Marty, sugirió hablar con uno de sus profesores jesuitas de la universidad de
St. Louis. Quizá él sabría qué hacer. Para los padres de Robbie, en especial
para Phyllis, un sacerdote significaba más violencia, más locura. Pero no
pudieron poner objeciones. No estaban en su casa. ¿Y si Catherine tenía
razón? ¿Y si Marty se hallaba entonces en peligro? Acordaron que Elizabeth
hablara con un jesuita.
5

UNA BENDICIÓN SACERDOTAL

Al día siguiente, Elizabeth se acercó a su profesor favorito, el padre


Raymond J. Bishop, S. J., de cuarenta y tres años de edad, jefe del
Departamento de Educación y magnífico profesor de futuros profesores.
Bishop sabía escuchar, y siempre tenía tiempo para sus alumnos. También
poseía una cualidad que compartía con otros muchos miembros de la
Compañía de Jesús: era un sacerdote devoto pero no se hacía el piadoso.
Bishop vio que Elizabeth estaba preocupada e inmediatamente hizo juegos
malabares con sus planes para hablar con ella. Igual que casi todos los
jesuitas, el obispo había realizado su carrera enseñando a muchachos y a
hombres. La universidad de St. Louis había sido una institución masculina
hasta que después de la guerra empezó a admitir mujeres. La coeducación
todavía era una novedad en el recinto universitario en 1949, igual que el dar
consejo a las chicas sobre asuntos personales. Bishop se preparó para la
entrevista.
Sintió alivio cuando ella empezó contándole que quería hablar de algo
referente a su primo de fuera de la ciudad. Luego le contó lo ocurrido en los
dos hogares de la zona de St. Louis que Robbie había visitado: los muebles
que se movían, los arañazos en el cuerpo de Robbie, la sensación de amenaza.
Sobre todo, le habló de lo que ella había visto en su propia casa y de cómo su
hermano pequeño había sido atrapado en lo que al principio había asombrado
y después aterrado a los miembros de las dos casas.
Bishop diría más adelante que había percibido desde el principio que
Robbie estaba amenazado con la posesión. Pero no mencionó sus sospechas a
Elizabeth. Guardó para sí su instinto sacerdotal, mientras pensaba en lo que
era la posesión y hasta qué punto podía demostrarse. Si Robbie estaba
poseído, había ciertas señales que debería ver por sí mismo. Necesitaba
averiguar más cosas de Robbie. Pero antes de hacerlo, decidió que hablaría
con otros jesuitas. Dijo a Elizabeth que volvería a hablar con ella lo antes
posible.
Bishop buscó entonces al padre Laurence J. Kenny, S. J., un hombre
famoso por su afabilidad y sabiduría. Kenny, que tenía más de noventa años,
se acababa de retirar como profesor de historia. Era el confesor de muchos de
los sacerdotes de la comunidad jesuita de la universidad. Había vivido
suficiente tiempo para haber visto y oído una mayor cantidad de vicios y
virtudes humanos que los demás miembros de la comunidad. (Posteriormente
recordó haber conocido a un ministro luterano que acudió a la universidad de
parte de Robbie. Como lo contó Bishop, Elizabeth había acudido primero a él.
Es posible que sucedieran las dos cosas. La familia, con ramas católica y
luterana, buscó alivio en ambas Iglesias.)
Después de oír lo que Elizabeth había contado a Bishop, también Kenny
sospechó que se trataba de un caso de posesión. Recomendó reunirse con el
padre Paul Reinert, S. J., presidente de la universidad.
Existe una similitud superficial en los jesuitas, vestidos con la sotana
negra. Todos siguen el mismo largo y riguroso período de formación. La
mayoría desarrollan su carrera en la misma provincia, en lo que se llama
región administrativa jesuita. Los que tienen aproximadamente la misma edad
han tenido los mismos profesores, han asistido a los mismos seminarios y
universidades, han leído los mismos libros de texto, han oído las mismas
historias, han contado los mismos chistes. Su disciplina crea un clima de
igualdad. Están controlados por reglas y regulaciones estrictas como las de
una organización militar, la cual, de hecho, sirvió de modelo para la Compañía
de Jesús. Pero dentro de esa sociedad vestida de negro existen individuos tan
diversos como los soldados de la Legión Extranjera. Un jesuita es un
individuo, con opinión y lleno de peculiaridades adquiridas con orgullo.
Cada uno de los tres sacerdotes que conferenciaron sobre Robbie habló
desde una experiencia diferente y desde una faceta distinta de la ética jesuita.
Bishop, brillante y lógico, sabía que había dejado que su intuición eclipsara a
su razón. Estaba permitiendo que la creencia medieval en la posesión
apareciera en una universidad moderna. Pero percibía algo que
profundamente estaba mal y necesitaba consejo. Kenny, anciano y sensato,
creía que lo que hubiera poblado el mundo en la Edad Media todavía podía
acechar en las sombras del siglo veinte. Y, por último, Reinert, que vivía unos
momentos cruciales en su universidad, no necesitaba más cargas. Él era un
estudioso con el arnés de un administrador renuente. «Hay algo insidioso —
dijo en una ocasión— en el efecto de la administración sobre la mentalidad de
un hombre. » Sin embargo, había hecho voto de obediencia, y como le habían
ordenado ser presidente de una universidad, lo era.
Reinert estaba orgulloso de su universidad y estaba consagrado a ella. No
quería que Bishop se lanzara de cabeza a lo que podía resultar un episodio
embarazoso para la universidad de St. Louis. Él creía que la universidad,
centro intelectual de la provincia de Misuri, tenía un importante papel en un
esfuerzo por parte de muchos jesuitas norteamericanos para llevar la
Compañía de Jesús —y el catolicismo norteamericano— a una nueva era. El
recinto universitario de Reinert albergaba el controvertido Instituto de Orden
Social, un centro de pensamiento liberal fundado por los jesuitas
norteamericanos contra el consejo de los críticos de Roma y dentro de sus
propias filas estadounidenses. Los jesuitas de la comunidad universitaria
habían estado en las primeras líneas en la guerra por desagregar St. Louis.
El Instituto de Orden Social había promovido los esfuerzos de los jesuitas
para acabar con la segregación en la ciudad; los jesuitas habían dirigido
cuatro parroquias de negros, así como escuelas para negros, oficinas de
empleo, campamentos de verano y una casa de retiro. Se habían desatado las
pasiones sobre el tema, y el predecesor de Reinert había expulsado con gran
enojo al jesuita más vociferante de la comunidad. Pero en 1944, la universidad
se convirtió en la primera institución educativa de Misuri que llevó a cabo la
integración. Tres años más tarde, el reverendísimo Joseph E. Ritter, arzobispo
de St. Louis, desagregó la archidiócesis.
Los jesuitas están acostumbrados a operar fuera de la jerarquía católica de
papa-obispo-pastor. La jerarquía jesuita está compuesta por jesuitas. Cada
provincia opera bajo un Padre Provincial, que depende del Superior General
que está en Roma; éste se halla bajo la autoridad del papa. Históricamente, los
jesuitas con frecuencia han chocado con el Vaticano, y en esos conflictos, el
poder del Superior General vestido de negro le valió el epíteto de «El papa
negro».
En 1949, los jesuitas y el Vaticano estaban en paz. Pero, corno siempre,
los jesuitas formaban un grupo aparte. Cuando se escribían uno a otro acerca
de asuntos de los jesuitas, a menudo se referían a la compañía como Nosotros,
como en, por ejemplo, una referencia histórica: «Cuando Nosotros fuimos por
primera vez a St. Louis... ». Muchos sacerdotes jesuitas tenían más fe en sí
mismos que en la autoridad central de Roma, más interés en este mundo que
en cualquiera que pudiera existir más allá. Cuando un jesuita del Instituto
escribía un artículo, el tema se refería con más frecuencia a la justicia social
que a las devociones espirituales.
El catolicismo norteamericano está formado alrededor de la parroquia, un
vecindario eclesiástico que con frecuencia coincide con el vecindario seglar.
Cada pastor es supervisado por un obispo o, en las áreas metropolitanas, un
arzobispo. Las comunidades jesuitas de instituciones como la universidad de
St. Louis se hallan bajo un doble control. El Padre Provincial gobierna a los
jesuitas y sus actividades en su provincia; el obispo o arzobispo gobierna
algunas de las actividades espirituales de los sacerdotes jesuitas. Sin su
permiso, no pueden decir misa, celebrar bodas, administrar la Sagrada
Comunión o ni siquiera presidir el funeral y entierro de un católico
perteneciente a su jurisdicción.
Esto planteaba a Reiner otro problema. Si la extraña historia del padre
Bishop resultaba ser un posible caso de posesión diabólica, la universidad de
Reinert tendría que tratar con la archidiócesis de Ritter sobre la cuestión de
realizar un exorcismo. Al igual que el padre Hughes había tenido que obtener
el permiso del arzobispo O'Boyle para efectuar un exorcismo, el padre Bishop
tendría que obtener el consentimiento del arzobispo Ritter. Las relaciones
entre la universidad y la archidiócesis eran buenas. Como Reinert, Ritter
fomentaba el pensamiento religioso moderno y, evidententemente, estaban de
acuerdo en la moralidad de la desagregación. Pero ¿cómo, pensó Reinert,
podía presentar este enigma medieval a Ritter? ¿Qué efecto produciría un
exorcismo en las relaciones de los jesuitas con Ritter? ¿Qué pensaría el
público no católico de una universidad que había resucitado semejante
superstición?
No mucho antes, la Compañía de Jesús había cambiado las tareas de los
presidentes de las universidades jesuitas, que también habían sido rectores,
responsables del bienestar espiritual de la universidad y de la comunidad
jesuita. Ahora era rector otro jesuita, y Reinert no tenía responsabilidad
directa para resolver lo que era esencialmente un problema espiritual. Pero
habló con Bishop.
Bishop comentó más adelante que habló con Kenny y Reinert. No
mencionó que hubiera hablado con el rector. Sin embargo, un hecho es cierto,
en esa discusión inicial de la llamada de ayuda de Elizabeth, la comunidad
jesuita decidió que los jesuitas estaban obligados a resolver el problema. El
rector podía haber ordenado simplemente a Bishop que dijera a Elizabeth,
católica practicante, que acudiera a un sacerdote de su parroquia. Pero si lo
hubiera hecho, el rector habría desairado a Elizabeth y omitido las
responsabilidades espirituales que sentían Bishop y Kenny. Y si Elizabeth
buscaba el consejo de un párroco, éste tendría que acudir a Ritter para
obtener permiso para realizar un exorcismo, y Ritter descubriría que los
jesuitas de la universidad de St. Louis habían sido pusilánimes.
Cualquiera que haya aprendido latín con un profesor jesuita ha oído esa
palabra. Los profesores jesuitas, que a menudo imparten etimología y ética
simultáneamente, señalan que pusillus significa «muy pequeño» y animus
significa «alma». La cobardía no es sólo un temor innoble; la cobardía encoge el
alma. Éste no es el camino de los jesuitas.
Bishop no anotó exactamente lo que dijo Reinert. Pero evidentemente no
quería sumergirse en nada a ciegas. Aconsejó a Bishop: Vaya a la casa, déle
una bendición sacerdotal y vea por sí mismo lo que sucede. Después
decidiremos qué hacer a continuación.
Elizabeth había elegido bien. Bishop era abierto y se tomó interés por ella,
igual que hacía con todos sus estudiantes. «Era una persona muy amable —
dijo un jesuita que le conocía bien—. Era un hombre sensible. » También era
un hombre que había servido a los demás durante casi toda su vida. Nacido
de inmigrantes alemanes en Glencoe, Minesota, asistió a una escuela
parroquial en su ciudad natal, después acudió a un instituto seglar. Quería
ser profesor, así que se matriculó en el Normal Training Department del
instituto de Glencoe. Después de un año de formación, pasó un año
enseñando en escuelas rurales de Minesota. Luego ingresó en la Universidad
de Minesota para hacerse farmacéutico. Allí decidió cambiar de vida y se hizo
jesuita.
Su formación, como la de todos los jesuitas, seguía las tradiciones que se
remontan a la fundación de la Compañía de Jesús en 1540 por Ignacio de
Loyola. Mientras estaba convaleciente de una herida de guerra, Ignacio leyó
un libro sobre vidas de santos que le inspiró el dejar la espada y seguir una
vida entregada a Dios. Fundó una orden religiosa diferente de todas las que
habían existido hasta entonces. Los miembros de la Compañía de Jesús no
eran monjes contemplativos. Tenían que ser soldados de Cristo, hombres
«dispuestos a vivir en cualquier parte del mundo donde existiera la esperanza
de la mayor gloria de Dios y el bien de las almas».
Bishop ingresó en la Compañía en 1927 y adoptó un sistema espiritual de
disciplina y estudios —Ratio Studiorum— que poco había cambiado desde el
siglo dieciséis. Después de unos meses de prueba, empezó un noviciado de dos
años dedicado a la oración y la meditación, mezcladas con tareas secundarias
humillantes. Moviéndose en silencio en el transcurso de un apretado día, las
campanas le marcaban el paso. «Sonaban —escribió un jesuita de esa época—,
campanas para levantarse, campanas para la meditación, campanas para la
misa, campanas para el desayuno, campanas para las clases... » Al final del
noviciado, hizo votos de obediencia, castidad y pobreza. Podía poner S. J.
después de su nombre y tocarse la cabeza con birrete. Durante los siguientes
once años fue conocido como escolástico.
Para Bishop, el silencio y los días medidos por las campanas prosiguieron
en el seminario St. Stanislaus, en las tierras de labrantío de Florissant,
Misuri, en las afueras de St. Louis. Allí estudió griego y latín durante dos
años, y después tres años de filosofía. Todas las clases eran en latín, así como
los debates preparados para probar el conocimiento escolástico y la capacidad
de pensar y hablar en pie. Los escolásticos llevaban una vida de estudio,
aislamiento y humillación. Recibían una lista de veinticinco culpas o faltas,
entre las que se encontraban el «obedecer con renuencia», «falta de
puntualidad» y «hablar a los demás con aspereza, autoritariamente o con
sarcasmo». Quien sucumbiera a una falta tenía que admitirlo en público.
En su séptimo año, el escolástico recibe una misión que interrumpe sus
estudios en el seminario. Normalmente, se le asigna enseñar en un instituto
jesuita durante dos o tres años. Bishop fue destinado al instituto de la
universidad de St. Louis.
Después vinieron cuatro años de teología. Al final del tercer año, el jesuita
es ordenado sacerdote y ya no es escolástico. Al fin se dirigen a él con el
nombre de padre y no señor. Cuando es ordenado, lleva trece años en la
Compañía. Entonces comienza un año de «tercianidad», que significa el tercer
período de prueba (el primero es el breve período de prueba y el segundo el
noviciado). Al menos, parte de la tercianidad suele dedicarse a trabajo
sacerdotal más que escolástico.
Todos estos catorce o quince años conforman lo que la Compañía llama la
«formación de un jesuita». Cuando la formación de Bishop terminó, fue
destinado al Richurst College de Kansas City, donde iba a convertirse en
decano de la Facultad de Artes y Ciencias. Pero su carrera varió bruscamente
debido a la repentina enfermedad del director del departamento de Educación
de la universidad de St. Louis. Bishop recibió la orden de trasladarse a St.
Louis para ayudar al director enfermo. Cuando éste murió, Bishop se hizo
cargo del departamento. Llevaba siete años como jefe del departamento
cuando Elizabeth le dijo que quería hablar con él acerca de Robbie.

Tras conferenciar con Reinert, Bishop llamó a Elizabeth y le dijo que le


gustaría ver a Robbie lo antes posible. Aquella noche, el miércoles 9 de marzo,
un miembro de la familia recogió a Bishop en la universidad y le llevó a casa.
El coche se detuvo frente a una casa de ladrillos de dos pisos ubicada tras un
patio delantero de césped en una tranquila calle de las afueras, a unos
kilómetros al nordeste de St. Louis. Elizabeth presentó a Bishop a sus padres
y después le acompañó a otra habitación para que conociera a los padres de
Robbie. Al hallarse de nuevo frente a un sacerdote, Karl y Phyllis Mannheim al
principio se mostraron tímidos y torpes. En lo que a ellos se refería, aquel
amable padre Bishop de hablar suave no era más que otro sacerdote como el
padre Hughes. No se dieron cuenta de que existía una profunda diferencia
entre el padre Hughes, un joven párroco que estaba solo, y el padre Bishop,
un sacerdote que podía hacer uso de los recursos de la Compañía de Jesús.
Los Mannheim pronto tomaron simpatía a Bishop y le contaron lo que les
había estado sucediendo a ellos y a su hijo desde el 15 de enero. Bishop les
interrogó con suavidad, sondeando incoherencias en sus historias, obteniendo
detalles, tomando notas. ¿Dónde se encontraba Robbie cuando la fruta voló en
la cocina? Respecto a ese incidente con el sillón, ¿usted mismo se sentó en él,
señor Mannheim? ¿Y dice usted, señora Mannheim, que ha contado catorce
testigos? ¿Y qué vio exactamente cada uno de ellos? Bishop intentaba
mantener su entrevista de una manera no emocional y no religiosa. Era un
ejercicio de lógica, de razón, una búsqueda de datos.
Los Mannheim le hablaron del tablero Ouija, la sesión de espiritismo en la
mesa de la cocina, la muerte de tía Harriet. Dijeron que habían hablado con
un psiquiatra de St. Louis, pero, como el psiquiatra de Maryland, no había
resultado útil. Los padres, curiosamente, eran reticentes a hablar de su
experiencia con el padre Hughes. Por alguna razón que sólo ellos conocían,
dijeron a Bishop que Hughes no había conocido personalmente a Robbie.
También dijeron que comprendían que Hughes había hecho gestiones para
realizar un exorcismo pero no lo había realizado. Tal vez no deseaban contar a
Bishop lo de la herida causada a Hughes en el Georgetown Hospital.
Cualquiera que fuera la razón, Bishop no se enteró del intento de exorcismo
en el hospital.
A continuación, Bishop habló con Robbie y le encontró como muchos de
los alumnos de primer curso a los que Bishop, como escolástico, había dado
clases en el instituto de la universidad de St. Louis: tranquilo, no muy
atlético, los libros le aburrían pero estaba bien dispuesto para aprender. No
era un muchacho que causara problemas a sus padres. Sin embargo, los
Mannheim le habían dicho que Robbie se había vuelto rebelde, había
amenazado con fugarse y parecía al borde de la violencia. Era como si algo
estuviera intentando apoderarse de él, dijeron a Bishop. Ellos tenían pocos
conocimientos referentes al fenómeno llamado posesión, pero lo que dijeron
alertó a Bishop. Lo que estaba oyendo le perturbaba en gran manera, pero
procuró no demostrarlo.
Fue de habitación en habitación, bendiciendo cada una de ellas con
plegarias murmuradas en latín con voz suave y haciendo el signo de la cruz
con la mano derecha levantada. Había llevado consigo agua bendita bendecida
en nombre de san Ignacio, de quien se dice realizó un exorcismo. Bishop
rociaba cada habitación con agua bendita. En el dormitorio que utilizaba
Robbie, Bishop hizo lo que más tarde denominó «una bendición especial», que
repitió sobre la cama de Robbie.
La «bendición especial» que Reinert había aconsejado era un exorcismo de
bajo nivel contra lo que los teólogos llaman infestación, la forma más suave de
actividad diabólica. El fenómeno que los Mannheim habían relatado a Bishop
—arañazos en la pared y el suelo, ruidos, objetos que volaban— podía indicar
que había demonios pululando por los lugares en los que Robbie se hallaba
cerca. Semejante presencia diabólica, según la antigua creencia, podía ser
contrarrestada con una forma suave de exorcismo, el exorcismo de un lugar.
Bishop, siguiendo esa antigua tradición cristiana, intentaba eliminar de un
lugar los poderes no terrenales. «Los lugares —iglesias, casas, ciudades,
aldeas— pueden estar sometidos a tensión e influidos por diversas causas, y
con frecuencia por más de una al mismo tiempo», explica un tratado católico
sobre exorcismos. Un lugar, dice el tratado, podía estar infestado por
fantasmas; por magos interesados en lo oculto; por repetidas actividades
pecaminosas (como en el lugar de antiguos ritos del culto a la fertilidad); por
«recuerdos de lugares» de pecado o violencia; por poltergeists. Estas causas no
son necesariamente demoníacas y no son objeto de exorcismo. Pero, por si
existe alguna interferencia demoníaca, «un principio general sensato es
realizar un exorcismo en general».
En 1599, un jesuita, Martín del Río, describió dieciocho clases de
demonios o apariciones demoníacas. La decimosexta clase incluía «espectros
que en ciertos momentos y lugares u hogares suelen ocasionar diversas
conmociones y molestias», espíritus que podrían perturbar el sueño de quien
duerme «con ruido de cacharros y lanzamiento de piedras, y, después de
quitarle el colchón, le sacaron de la cama». Esta descripción, tan típica del
comportamiento de un poltergeist, también incluye el tipo de molestias
soportado por una aparente víctima durante la fase de infestación de la
posesión.
Bishop sabía ya que no parecía importar dónde estuviera Robbie; era
molestado adondequiera que fuera. Existía la posibilidad de que «el caso»,
como Bishop lo llamó posteriormente, ya hubiera pasado de la infestación a la
siguiente fase: la obsesión. En esa fase, según una definición teológica
publicada en 1906, «el demonio nunca le hace [a la víctima] perder el
conocimiento pero no obstante le atormenta de tal modo que su acción [la del
demonio] es manifiesta».
Los arañazos y golpes en la casa de Robbie, en Maryland, habrían sido
señales de la fase de la infestación. Los arañazos en el cuerpo de Robbie, que
Bishop todavía no había visto, indicaban obsesión. Lo que todavía no había
aparecido eran indicios de la tercera fase: la posesión real, definida por la
misma fuente de 1906 como un estado producido cuando un demonio hace
que la víctima «pierda el conocimiento y entonces parece interpretar en su
cuerpo la parte del alma: utiliza, al menos aparentemente, sus ojos para ver,
sus oídos para oír, su boca para hablar... Es ella [la víctima] quien sufre como
si tuviera una quemadura en la piel si se la toca con un objeto que ha sido
bendecido».
Bishop también había llevado consigo una reliquia, que prendió con un
alfiler, a una esquina de la almohada de la cama de Robbie. La bolsita de tela
contenía un pedacito diminuto de material en un pequeño envase de cristal. El
fragmento, demasiado viejo e infinitesimal para ser identificado fácilmente, era
una reliquia de segunda clase de santa Margarita María. Una reliquia de
segunda clase es un resto de algo que supuestamente ha sido tocado por un
santo: un retal de una prenda, una astilla de madera. Una reliquia de primera
clase procede del cuerpo del santo; normalmente, se trata de una astilla de
hueso o un mechón de pelo.
Los jesuitas eran especialmente devotos de santa Margarita María
Alacoque, monja francesa del siglo diecisiete, porque su consejero espiritual
era un jesuita. Él la estimuló cuando, contra la oposición inicial en el seno de
la Iglesia, ella empezó lo que se convirtió en devociones mundiales al Sagrado
Corazón de Jesús. Al prender su reliquia en la almohada de Robbie, Bishop
invocaba la intercesión de una mujer que había afirmado haber
experimentado un momento de unión mística con Jesús. Ella decía que Jesús
se le había aparecido, había colocado el corazón de ella dentro del suyo y «me
hizo ver que el mío era como un diminuto átomo que se consumía en aquel
ardiente horno. Después lo retiró como una llama en forma de corazón y volvió
a colocarlo en el lugar de donde lo había sacado». Los inmigrantes católicos
llevaron a Estados Unidos la práctica de reverenciar al Sagrado Corazón. La
devoción se centró en una imagen que se encuentra en incontables iglesias y
hogares católicos de EE. UU.: la imagen de Jesús en una pintura o litografía
mostrando su corazón sangrante y llameante, con una corona de espinas. Sin
duda alguna, Bishop había crecido viendo aquella imagen en su hogar.
Cuando fue hora de que Robbie se acostara, el muchacho subió al piso de
arriba. Unos minutos más tarde, Bishop entró en el dormitorio de Robbie y le
deseó buenas noches. Después, Bishop regresó al piso de abajo para hablar
un poco más con los padres y tíos de Robbie antes de que le acompañaran a...
De pronto, todos oyeron algo. Dejaron de hablar y aguzaron el oído. Los
ruidos —golpes secos y violentos— procedían del segundo piso. Entonces
Robbie gritó y todos se precipitaron escaleras arriba.
6

LAS NOCHES DE LOS SACERDOTES

Ante la puerta del dormitorio de Robbie, todos se quedaron a un lado para


que entrara el padre Bishop. Éste vio que el colchón de Robbie se movía hacia
delante y hacia atrás. «El muchacho permanecía completamente inmóvil —
informó posteriormente Bishop— y no realizaba ningún esfuerzo físico. El
movimiento en una dirección no sobrepasaba los noventa centímetros, la
acción era intermitente y cesó por completo después de unos quince minutos.
»
Bishop sacó la botellita de agua bendecida en nombre de san Ignacio y
roció la cama formando la señal de la cruz. «El movimiento cesó de repente —
escribió Bishop con su imperturbable estilo en tercera persona— pero volvió a
comenzar cuando el sacerdote salió de la habitación. »
Robbie gritaba; «Robbie parecía sentir un agudo dolor en el estómago»,
describió Bishop. La señora Mannheim se precipitó a la cama y apartó las
sábanas. Levantó la chaqueta del pijama de Robbie lo suficiente para «mostrar
unos arañazos en zigzag formados con líneas rojas sobre el abdomen del
muchacho». Bishop anotó con precisión que «durante aquellos quince minutos
el muchacho no estuvo fuera de la vista de los seis observadores»: el padre
Bishop, los padres de Robbie, los tíos de éste y, presumiblemente, su prima
Elizabeth.
El colchón pronto dejó de sacudirse y todos salieron de la habitación.
Robbie parecía estar a punto de dormirse. Eran las once y cuarto.
El día siguiente, martes 10 de marzo, el padre Bishop habló con un amigo
íntimo, el padre William S. Bowdern, S. J. Los gritos de Robbie aún resonaban
en la mente de Bishop cuando le relató lo que había visto y oído. Bowdern,
fumando un cigarrillo, escuchó con atención. No se trataba de una discusión
jesuita sobre algún punto elevado de la teología agustina. Se trataba de un
muchacho, un muchacho de trece años que tenía alguna clase de problema
espiritual, y Bowdern se interesó de inmediato por el caso. Pasaba mucho más
tiempo ocupándose de personas con problemas que de la teología.
A diferencia de la abrumadora mayoría de jesuitas de la comunidad,
Bowdern no enseñaba. Era responsable de la iglesia de San Francisco Javier,
llamada así por un jesuita del siglo dieciséis que era uno de los seis hombres
que en torno a Ignacio de Loyola fundaron la Compañía de Jesús.
La iglesia de San Francisco Javier era conocida como la Iglesia de la
Universidad o de Javier. Aunque construida principalmente para servir a los
estudiantes y el profesorado de la universidad, también era una parroquia que
servía a la numerosa comunidad católica de las cercanías de la universidad.
La iglesia, hecha a imitación de una catedral de Irlanda, estaba construida
con piedra caliza adornada con piedra de Bedford. Tenía un fuerte e
imponente aire gótico con una gran nave con columnas y altísimas bóvedas.
Los críticos de arquitectura lo habían llamado un buen ejemplo del neogótico
inglés del siglo diecinueve.
Como pastor, Bowdern respondió al rector de la universidad y al arzobispo
Ritter, quien, como Ordinario de la archidiócesis, era el superior de todos los
sacerdotes de su jurisdicción. Pero en realidad Bowdern poseía gran
autonomía. Aunque era miembro de la comunidad jesuita, no formaba parte
del profesorado de la universidad sino que pertenecía más a los feligreses que
a la comunidad jesuita. De él se decía que no había faltado a ninguna fiesta
anual del santo patrón en St. Louis en los últimos diez años.
Aunque los jesuitas de la comunidad vivían en una casa comunal y hacían
sus comidas en la mesa del refectorio, él vivía, como cualquier párroco, en una
rectoría, una pequeña casa de madera entre la iglesia y una residencia de
jesuitas llamada Verhagen Hall.
Bowdern era el administrador de una iglesia atareada, con un apretado
programa de bautizos, bodas, llamadas de enfermos, funerales y fiestas del
santo patrón. Era un hombre accesible a todo el que llamara a la puerta de la
rectoría, y nunca parecía cansado de escuchar a los que acudían a él con sus
miedos y malas acciones. Tenía asignados uno o dos sacerdotes jesuitas
nuevos que actuaban como ayudantes, en general durante unos meses
seguidos. Eran jóvenes, acababan de ser ordenados y se hallaban en su año
de tercianidad, un respiro de servicio espiritual antes de recibir sus
principales tareas académicas o escolásticas.
Bowdern, de cincuenta y dos años y natural de St. Louis, había ingresado
en la Compañía de Jesús a la edad de diecisiete años, después de terminar el
instituto en la St. Louis University Academy (posteriormente llamada St. Louis
University High School). Era un hombre bajo y robusto, de pelo negro y de
mandíbula cuadrada, con fama de actuar con frialdad y decisión. Fumaba
cigarrillos sin parar.
Después de ser ordenado le nombraron director del instituto del St. Mary's
College de Kansas, donde enseñó durante sus años escolásticos. Se trasladó a
la St. Louis University High School, donde se convirtió en director. Entonces
fue nombrado rector de Campion Jesuit High en Prairie du Chien, Wisconsin.
En 1942 inició una etapa de cuatro años como capellán militar, y sirvió en los
escenarios europeos y de China-Birmania-India. Poco después de dejar el
ejército, en 1946, fue nombrado párroco de la iglesia de la universidad.
Bowdern era jesuita profeso, distinción que no se entiende fácilmente fuera
de la Compañía. El proceso comienza casi al final del período de formación
filosófica, cuando los escolásticos jesuitas se someten a un duro y amplio
examen oral en latín. Los que alcanzan una puntuación superior a seis sobre
diez pasan a lo que se conoce como el curso largo. Los otros son destinados al
curso corto.
Aunque ambos grupos de escolásticos estudian durante la misma cantidad
de tiempo, el adjetivo «largo» o «corto» indica la intensidad y profundidad del
estudio que se asigna a cada uno. El jesuita que pasa con éxito el primer
examen oral y más tarde otro de teología es un jesuita profeso, siempre que su
carácter moral también se considere que se distingue suficientemente.
Entonces realiza un cuarto voto: obediencia al papa. En varias ocasiones en su
historia, los jesuitas han tenido problemas con el Vaticano, y este cuarto voto
es un gesto que subraya la aceptación de la autoridad papal por parte del
jesuita.
Los jesuitas profesos están capacitados para puestos de autoridad, como,
por ejemplo, Padre Provincial (el cabeza de una provincia) o presidente de una
universidad. Normalmente, sólo los jesuitas profesos pueden enseñar filosofía
y teología. Los jesuitas que no son profesos se conocen como «coadjutores». En
la práctica cotidiana, los jesuitas no hacen distinción entre los profesos y los
coadjutores. Pero la designación aparece en su historial personal y afecta a su
carrera. Como lo explicó un jesuita: «En lugar de ser el vehículo para que la
Compañía te acepte, haces voto de obediencia al papa y de no hacer jamás
nada que rebaje a la Compañía. Aceptas la Compañía».
Así que Bowdern, como jesuita profeso, no tenía una categoría superior a
su amigo Bishop, que no era profeso. Pero, como rector, había ido por un
camino profesional diferente. Para muchos de los jesuitas más jóvenes de la
comunidad, Bowdern era más mentor que colega. Aunque Bishop y Bowdern
habían forjado una amistad en la comunidad jesuita de St. Louis, su relación
aquel día de marzo era compleja. Bishop quería, y recibió, el consejo de
Bowdern como amigo. También recibió el consejo de un hombre que, como le
describió un jesuita, «carecía por completo de miedo».
Bishop no informó más tarde de su conversación con Bowdern, y es
arriesgado especular sobre lo que hablaron. Los jesuitas, con su visión de la
Compañía como «Nuestra», no resultan fáciles de percibir ni de analizar por
alguien de fuera. Pero es razonable suponer que Bishop se veía a sí mismo
como profesor que había sido arrastrado a algo que escapaba a sus
conocimientos o a su experiencia. Sería sensato pasar «el caso», como él lo
denominaba, a alguien que pudiera aportar más experiencia: Bowdern el
pastor, Bowdern el capellán castrense. Dadas las complejidades que los
jesuitas pueden tejer en torno a temas morales, tal vez existiera otra razón:
Bishop consideraba a Bowdern un hombre santo. Para los jesuitas, hay una
significativa distinción entre piadoso y santo. La piedad puede verse o ser
expresada; la santidad es interna, espiritual y, si es necesario, firme.
Un jesuita que les conocía a ambos creía que, de los dos, Bishop era el
más piadoso, una palabra que resulta penosa para la mayoría de jesuitas, que
son notoriamente duros con su religión. Defienden con rigor su fe, confiando
más en la razón que en la revelación. Bishop, con su reliquia de segunda clase
y el agua bendita de san Ignacio, parecía haber actuado de manera piadosa, si
la piedad es una sobreabundancia de fe. Sabía a credulidad, una ofensa
intelectual para un jesuita.
Un jesuita menos piadoso habría hecho preguntas incisivas, investigado
los antecedentes de la familia y vacilado antes de cruzar tan deprisa el umbral
de la razón y penetrar en el reino del misterio. Y sin embargo, Bishop había
presenciado algo que parecía traspasar la razón. Más adelante escribiría que
había visto el colchón sacudirse, había visto los arañazos en zigzag aparecer
en el cuerpo de Robbie. Bishop pronto empezó a hacer preguntas y a
investigar los antecedentes del caso. Pero su instinto inicial había sido
reaccionar de manera piadosa, y en consecuencia había cruzado el umbral.
Después de su primera entrada en el mundo de Robbie, Bishop quizá no
quería confiar en su propio sentido de la piedad. Quizá quiso tener un testigo
en quien pudiera confiar, un testigo sacerdotal. Y tenía a un buen candidato
en su amigo Bowdern, un sacerdote leal y experto que había visto la cara de la
guerra, un jesuita al que otros jesuitas llamaban un hombre santo.
Cuando los dos sacerdotes terminaron de hablar aquel jueves por la noche,
Robbie se hallaba en la cama, después de un día sin incidentes. Poco después
el colchón empezó a sacudirse otra vez. Los ruidos de arañazos llenaron la
habitación y seguían un ritmo como de pies golpeando el suelo. Era como si
algo marchara hacia Robbie. El imperdible clavado en la almohada se abrió
solo y la reliquia cayó al suelo, como si alguien la hubiera arrojado allí.
El viernes, Elizabeth contó a Bishop lo que había sucedido la noche
anterior. Bishop dijo que volvería a la casa aquella noche con el padre
Bowdern. Elizabeth se ocupó de que su padre recogiera a Bishop y Bowdern,
que no conducían, en la iglesia de la universidad a las diez.
Bowdern estaba finalizando una agotadora novena: nueve días de
devociones especiales en la Iglesia de la Universidad. Cada día había servicios
de plegarias a mediodía, por la tarde, a la hora de cenar y a las nueve de la
noche. Bowdern las oficiaba y predicaba una homilía en cada servicio. No era
un gran predicador. Tenía la tendencia a repetir las palabras para dar énfasis.
Pero sus homilías, sacadas de la vida cotidiana, siempre eran bien recibidas.
El servicio principal, completado con coro, era el viernes por la noche a las
nueve. La iglesia estaba atestada de gente que asistía al final de la novena en
honor del santo patrón de la iglesia, Francisco Javier.
Bowdern era un hombre devoto, y sus tres años de pastor en la iglesia de
la universidad le había hecho consciente del valor de las reliquias, el agua
bendita, las velas votivas y otros utensilios de fe. No eran el material de
argumentos teológicos razonados sobre el bien y el mal; eran legados de los
días de la iglesia medieval. Pero Bowdern sabía que las reliquias y el agua
bendita a menudo ofrecían confort y conjuraban la calma e incluso la
curación. Así, cuando partió para la casa donde vivía Robbie, se llevó dos
reliquias. Una era una reliquia de primera clase de san Francisco Javier, un
símbolo del catolicismo tradicional que desconcertaba a los jesuitas que
querían que su religión se volviera más atractiva para los modernos católicos.
Javier, misionero en India y Japón, murió en 1552 en una isla desierta de
Cantón (Guangzhou), China, y fue enterrado allí. Dos meses más tarde, su
tumba y ataúd fueron abiertos. Los relatos de la época dicen que su cuerpo no
se había descompuesto, afirmación conocida hecha acerca de los posibles
candidatos a la santidad. El cuerpo fue llevado a Goa, la capital del enclave
portugués en la India, y encerrado en una iglesia. El Superior General de los
jesuitas ordenó que el brazo derecho del cuerpo fuera cortado por el codo y
llevado a Roma, donde fue colocado en el altar de una iglesia.
Lo que el padre Bowdern se llevaba a la casa era un trozo de hueso del
brazo derecho de Javier. La reliquia descansaba sobre terciopelo, bajo un
cristal, en un relicario de oro que parecía una pequeña custodia. Bowdern
también se llevó un crucifijo que había sido vaciado en dos sitios para alojar
dos reliquias de primera clase. Una era de san Pedro Canisio, un teólogo
jesuita del siglo dieciséis que fundó media docena de colegios y era un
entusiasta escritor y predicador de la contrarreforma. La otra reliquia
pertenecía a un grupo de santos conocidos como los Mártires
Norteamericanos, seis jesuitas y dos ayudantes legos que resultaron muertos
por los indios en la América francesa del siglo diecisiete.
Cuando los dos sacerdotes entraron en la casa, eran las diez. Bishop
presentó a Bowdern, quien dijo a los padres de Robbie que también iba a
efectuar una bendición sacerdotal. Al igual que Bishop, Bowdern también
poseía años de experiencia en el trato con muchachos de la edad de Robbie.
Charló con éste, sondeándole suavemente acerca de lo que había estado
sucediendo. Luego Robbie subió al piso de arriba a acostarse. Ocupaba la
habitación de su primo Marty. Éste dormía en otra habitación. Los padres de
Robbie le desearon buenas noches hacia las once. Unos minutos más tarde,
gritó pidiendo ayuda.
Los sacerdotes, los padres de Robbie, Elizabeth y sus padres se
precipitaron escaleras arriba y entraron en la habitación de Robbie. El
muchacho estaba incorporado, pálido. Las otras noches en que había
sucedido algo, había estado pasivo y aparentemente no se daba cuenta de lo
que sucedía a su alrededor. Aquella noche, tenía el aspecto de un niño
asustado.
Robbie dijo que había sentido una especie de fuerza en la habitación. El
imperdible que sujetaba la reliquia de santa Margarita María se había abierto
y la reliquia se había elevado, había volado a través de la habitación y
golpeado un espejo. «Parecía el golpe de una piedrecita», dijo. El espejo no se
había roto.
Robbie levantó el brazo izquierdo. En la cara exterior del antebrazo tenía
dos arañazos en forma de cruz. El padre Bishop se inclinó para examinar los
arañazos y le preguntó si le dolían. «El dolor —escribió más adelante el padre
Bishop— era similar al producido por el arañazo de una espina. La cruz
permaneció a la vista durante alrededor de cuarenta y cinco minutos. »
El padre Bowdern dio un brinco interiormente ante lo que había visto, pero
leyó con calma la oración de la novena de san Francisco Javier y bendijo a
Robbie formando una cruz con el relicario de Javier sobre el muchacho. Sólo
Bowdern y Bishop comprendieron que un fragmento de un hueso del
antebrazo de un santo era utilizado para bendecir a un muchacho en cuyo
propio antebrazo se había manifestado una cruz ensangrentada.
Bowdern sujetó el relicario del crucifijo debajo de la almohada de Robbie, al
lado de la reliquia de santa Margarita María. Esta vez el colchón no se sacudió
ni hubo arañazos ni golpes con los pies.
Todos volvieron a desear buenas noches a Robbie y bajaron al piso de
abajo, donde Bishop empezó a recoger datos. Decidió confiar en lo que le
habían enseñado: el pensamiento racional y el juicio. Decidió comenzar
elaborando un informe sobre el muchacho y su familia. Lo tituló Estudio del
caso y comenzaba con el nombre de Robbie, su dirección, año de nacimiento y
religión. Proseguía:

Abuela materna: católica practicante hasta los catorce años. Abuelo paterno:
bautizado católico pero no practicante. Padre: bautizado católico pero sin
formación y no practicante. Madre: bautizada luterana.

En el piso de arriba, todo permanecía en silencio. Abajo, Bishop recogía


esta información, junto con los relatos de los acontecimientos que se
remontaban al mes de enero. Bowdern hacía alguna pregunta de vez en
cuando, pero dejó que casi toda la entrevista la realizara Bishop. Los
sacerdotes estaban a punto de marcharse cuando se oyó un fuerte estrépito
procedente del piso de arriba.
De nuevo todos convergieron en la habitación de Robbie. Éste dijo que
estaba adormilado cuando una botella de agua bendita que el padre Bishop
había dejado allí el miércoles había salido volando de la mesa, que se hallaba
a unos sesenta centímetros de la cama de Robbie, y había aterrizado a más de
un metro de distancia, en un rincón de la habitación. Aunque cayó con fuerza
al suelo, no se rompió.
Bowdern, sin decir una palabra, sacó su rosario del bolsillo y se lo puso a
Robbie alrededor del cuello. Se quedó a un lado de la cama e hizo una seña a
Bishop para que se colocara al otro lado. Juntos comenzaron a rezar el
rosario, una de las plegarias que Robbie, como luterano, habría reconocido.
«Padre nuestro, que estás en los cielos», comenzaron los sacerdotes. Pero
terminaron la plegaria diciendo «líbranos del mal» y no añadieron la frase
«pues Tuyo es el poder» empleada por los protestantes. El muchacho no
advirtió, y, de hecho, casi nadie lo hacía, que la frase «líbranos del mal» del
Padrenuestro es una forma suave de exorcismo.
Después, «Dios te salve, María, llena eres de gracia, bendito es el fruto de
tu vientre, Jesús. Ruega por nosotros, pecadores... ». Para Robbie, eran
palabras extrañas que procedían de aquellos extraños que vestían de negro y
llevaban cuello blanco. Y repitieron una y otra vez esas palabras mientras los
dedos del padre Bishop se movían sobre las negras cuentas iguales a las que
Robbie llevaba al cuello. Robbie bajó la mirada y las tocó. Y se fue calmando a
medida que proseguían las plegarias, hasta que el décimo Padrenuestro y la
quincuagésima Ave María señalaron el final del rosario. Entonces, Bowdern,
en una homilía espontánea, habló a Robbie de tres niños de su edad que
habían visto algo que los demás no habían visto.
La historia de Bowdern era la de Nuestra Señora de Fátima, una visión que
se apareció a tres niños cuando cuidaban ovejas cerca de Fátima, Portugal, en
1917. Bowdern contó a Robbie que la hermosa mujer de la visión era la madre
de Jesús, la María de la oración llamada Ave María que los sacerdotes
acababan de rezar. Ella dijo que se llamaba Nuestra Señora del Rosario y dijo
a los niños que rezaran el rosario, que era lo que los sacerdotes acababan de
hacer. Bowdern habló un poco de Nuestra Señora de Fátima. Las oraciones
rezadas a ella, dijo, llegaban a Jesús, y éste respondía a las plegarias.
Sus palabras calmaron a Robbie, quien, adormilado, dijo buenas noches.
Cada sacerdote bendijo a Robbie una vez más y luego, hacia las doce y media,
los clérigos regresaron al recinto universitario. La larga noche por fin había
terminado.

Pero, unos cinco minutos después de que el padre de Elizabeth se


marchara con los sacerdotes, los agotados miembros de la familia que estaban
en el piso de abajo —Elizabeth, su madre y los padres de Robbie— oyeron un
fuerte ruido de raspaduras en la habitación de Robbie. Subieron pesadamente
la escalera una vez más y fueron a la habitación del muchacho. Una pesada
librería colocada contra la puerta impedía entrar en la habitación. El lugar
habitual de la librería era el otro lado de la cama. Phyllis Mannheim asomó la
cabeza por un costado del mueble. Su hijo seguía tumbado en la cama, con
aspecto confuso y asustado. Un taburete que antes estaba ante un tocador
ahora se hallaba cerca de los pies de la cama.
Phyllis se introdujo en la habitación y se echó sobre la cama, consolando a
Robbie. La tía de Robbie y Elizabeth consiguieron retirar la librería hasta su
lugar. Colocaron el taburete frente al tocador. Después, todos excepto Phyllis
se marcharon. Ella permaneció en la cama con Robbie.
Todavía estaban intentando dormir cuando los dos, dijo más tarde Phyllis,
percibieron una fuerza que penetraba en la habitación. El taburete del tocador
se volcó. Robbie sintió que algo se agitaba debajo de su almohada, y después
notó que el crucifijo que contenía las reliquias se movía lentamente a lo largo
de su cuerpo hasta los pies de la cama. Fue a coger la reliquia de santa
Margarita María. El imperdible estaba allí, pero no la reliquia. El muchacho no
dijo nada. Su madre tampoco. Esperaron, sabiendo, antes de que sucediera, lo
que oirían y sentirían a continuación.
Entonces llegó: los arañazos y las sacudidas del colchón, suaves al
principio y cada vez más violentas. Los arañazos, cada vez más fuertes, los
engulleron. El colchón temblaba con violencia y se movía a un ritmo frenético.
Por alguna razón, Phyllis, en aquel momento, pensó en tía Harriet.
Bajó de la cama, arrastrando a Robbie consigo. La habitación, a sus ojos y
oídos, todavía era una confusión de arañazos y golpes. Los demás, en el piso
de abajo, oían los ruidos pero esta vez no subieron la escalera. Esperaron,
oyeron que se abría y se cerraba la puerta y que Phyllis y Robbie bajaban la
escalera.
Jamás habían visto a Phyllis con aquel aspecto. Estaba tan inquieta que
parecía al borde de la histeria. Hablaba no formando frases sino pronunciando
palabras entre jadeos. No existe documentación de lo que dijo e hizo después.
Son escasos los documentos sobre los sucesos posteriores de aquella larga y
aterradora noche. «Las cinco personas de la casa —indica el diario del padre
Bishop— decidieron entonces formular preguntas al espíritu. »
Phyllis se remontó al principio, a los intentos de ponerse en contacto con
Harriet mediante golpecitos, a la sensación de que de alguna manera Harriet,
un demonio no desconocido, nos estaba haciendo eso a nosotros.
Phyllis les reunió —a los católicos de la familia de su esposo— y les dijo.
Detrás de todo esto está Harriet. Hemos de ponernos en contacto con ella. Es
por el dinero.
Phyllis relató los últimos días de Harriet. Era una historia que todos
conocían. Harriet se debatió entre la vida y la muerte algún tiempo. La noche
del 25 de enero, dijo a su familia —su esposo John, sus hijos Danny y Mark y
su hija Alice— que se acostaran y la dejaran morir mientras todos dormían.
Murió entre las dos y las dos y media de la madrugada del 26 de enero.
¿No lo entendéis? El colchón, los arañazos. Escuchad. Ellos escucharon. Los
ruidos del piso de arriba habían cesado. ¿No lo comprendéis? Mirad la hora.
Justo antes de las tres. Phyllis intentó hacerles comprender por qué pensaba
en tía Harriet. Ella sabía cuándo iba a morir. Y ha regresado para decirnos
algo, y está intentando ponerse en contacto con nosotros a la hora exacta en
que murió.
Empezaron a formular preguntas, dirigiendo Phyllis la improvisada sesión
de espiritismo. La sesión anterior había sido el 7 de marzo alrededor de la
mesa de la cocina de la casa de la rama luterana de la familia. Ésta, siguiendo
las instrucciones de Phyllis, se celebraba, increíblemente, en el dormitorio,
entre los arañazos y el colchón que daba golpes. Elizabeth y sus padres se
quedaron atrás, pues, como católicos, creían que sus almas correrían peligro
si intentaban convocar a los espíritus de los muertos. Aunque Robbie era,
evidentemente, el centro o el blanco del torbellino producido en el dormitorio,
no formó parte del interrogatorio de Harriet. Al parecer, Phyllis Mannheim
protegía instintivamente a Robbie mientras iba tras Harriet.
El único relato de esta escena procede del diario del padre Bishop. Los
detalles le fueron proporcionados en fragmentos mientras interrogaba a cada
uno de los adultos, tratando de centrarse en Robbie y lo que le estaba
ocurriendo al muchacho. Aquí, y en todo el diario, Bishop se despega y narra
únicamente lo que vio y oyó o lo que los testigos con quienes habló vieron y
oyeron. Él tiene una única misión: rescatar a Robbie de lo que sea que le
acosa.
El relato de Bishop de cómo terminó esta larga noche es frustrante, pues
plantea preguntas a las que no se tiene respuesta. Nadie relacionado con
aquella noche habló del incidente relativo al dinero de Harriet. Y, en su
diligencia por llegar a los hechos que afectaban a Robbie, el padre Bishop no
llegó hasta el fin de este suceso fascinante aunque secundario.
«Las cinco personas de la casa decidieron entonces hacer algunas
preguntas al espíritu», escribió Bishop. Imaginen al grupo reunido en el
dormitorio. A un lado de la cama, donde se había rezado el rosario unas horas
antes, se hallaba George, el hermano de Karl Mannheim, casado con
Catherine, católica. A su lado se hallaba Elizabeth, la estudiante universitaria,
pálida y perpleja por lo que ocurría en su casa y por el papel interpretado por
ella al proporcionar un sacerdote. Allí estaba, de pie en el dormitorio de su
hermano Marty, contemplando agitarse el colchón y oyendo comenzar de
nuevo los arañazos. Marty había sido arrastrado a esta... a lo que fuera... la
primera noche. Ahora el muchacho se encontraba en otra habitación,
durmiendo plácidamente, esperaba ella. Elizabeth estaba atenta a todo lo que
sucedía. Al cabo de unas horas, buscaría al padre Bishop para contarle lo que
había ocurrido después de que él y el padre Bowdern se marcharan.
Al otro lado de la cama estaban Phyllis y Karl Mannheim, parte de la rama
luterana. Habían conocido a Harriet la espiritista, la que creía en el tablero
Ouija. Ahora, junto a la cama que se sacudía sin parar, volverían a dirigirse a
Harriet.
Las preguntas formuladas en la tempestad reinante en el dormitorio se
centraron en el dinero que tía Harriet había escondido en una caja de metal
poco antes de morir. El relato de Bishop no menciona quiénes formularon las
preguntas. Pero parece muy probable que lo hicieran Phyllis y Karl, en un
intento por llegar a la hermana fallecida.
La entrevista con tía Harriet consistió en gritar una pregunta, como por
ejemplo, ¿Dónde está el dinero? Como respuesta, la cama se sacudía y daba
golpes. Alguien gritaba. «¡Harriet, basta!» Las sacudidas cesaban
momentáneamente «como si [Harriet] escuchara la siguiente pregunta». Luego,
se repetía la pregunta o se formulaba otra ¿Está en esta casa? y la cama se
sacudía. Luego, alguien, probablemente Phyllis, interpretaba las sacudidas
Dice que no y la cama dejaba de sacudirse si Harriet estaba de acuerdo con la
interpretación o seguía sacudiéndose si estaba en desacuerdo. Mediante este
extraño diálogo, creía Phyllis, ella y Karl pudieron enterarse de que tía Harriet
había escondido un mapa en el desván de su casa, y sólo Karl podría
encontrarlo. Este mapa le conduciría hasta la caja de metal que contenía el
dinero, pero éste estaba destinado a la hija de Harriet, Alice.
¿Karl se marchó, encontró el mapa y después el dinero? Sólo la familia lo
sabe, y nadie de ésta ha querido nunca hablar del legado oculto de tía Harriet.
Los archivos del Tribunal de Testamentarías indican que no dejó testamento.
Así que no existe registro público que indique siquiera si tenía alguna finca
que dejar.
Para Robbie y su caso, la cuestión de la caja de metal de tía Harriet (y si se
encontró o no) es importante sólo porque demuestra que ella siguió implicada
en esta vida después de su muerte. Para Robbie y sus padres, ella se convirtió
en un recuerdo terco y malévolo que se mostraba como una presencia que
daba golpes y producía arañazos. La mente razonable quiere ver estos golpes y
arañazos como alucinaciones. Pero para Robbie y su familia, lo que veían y
oían era real. Creían a sus sentidos, aunque no comprendieran el motivo de lo
que experimentaban. ¿Lo causaba tía Harriet? ¿Era ella un espíritu
intranquilo del otro mundo? ¿Eso la convertía en una manifestación del mal?
¿Ocurrió algo entre ella y Robbie, algo tan oscuramente secreto que ahora
acosaba al muchacho?
Aquel sábado, más tarde, Elizabeth contó a Bishop lo que había sucedido
después de que él y Bowdern se marcharan. Las preguntas la atormentaban al
igual que al resto de la familia. Ella estaba segura de que algo perseguía a
Robbie, adondequiera que él fuera. Había empezado en Maryland, y ahora
parecía que cada noche empeoraba. Bowdern, terminada ya la novena, podía
ahora dedicar más tiempo al misterio que Bishop le había planteado.
Ambos hombres sabían que la posesión diabólica era una posibilidad a la
que tenían que hacer frente. El informe de Bishop hace parecer probable que
en este punto supieran muy poco, si es que sabían algo, del intento abortado
de exorcismo realizado por el padre Hughes en febrero. Para ellos, el caso era
nuevo. Empezaron a examinarlo con rigor. Si tenían que pedir permiso al
arzobispo Ritter para realizar un exorcismo, necesitaban algo más que relatos
de reliquias que volaban y estanterías que se movían.
Estuvieron de acuerdo en que Robbie podía haber causado todos los
incidentes que se habían producido hasta entonces en St. Louis, incluido el
traslado de la librería, la cual calcularon que pesaría unos veinticinco kilos,
arrastrándola sobre el pulido suelo de madera. También estuvieron de acuerdo
en que tenían que tratar como rumor los informes que daban los padres de lo
sucedido en Maryland. La lista de Phyllis Mannheim de catorce testigos era
interesante pero también era algo que conocían de oídas.
El propio Robbie era un enigma. Bowdern y Bishop le compararon con los
adolescentes a los que daban clases. Él era en muchos aspectos un muchacho
típico, no demasiado estudioso, aficionado a los libros de cómics más que a los
clásicos. Cabía esperar que, como hijo único, estuviera quizá un poco mimado.
Un buen chico, obediente, respetuoso con sus padres y las personas mayores.
Pero era muy calmado, muy despegado. Parecía consciente de lo que le
sucedía y al mismo tiempo ajeno a ello. Dado lo que había experimentado
desde enero, podía muy bien estar mentalmente enfermo. O, si no gravemente
enfermo, al borde de una crisis nerviosa causada por las noches de sueño
fragmentado.
Bowdern y Bishop, igual que el padre Hughes había hecho en febrero,
recurrieron al Ritual romano. La sección sobre el exorcismo tenía veintiuna
reglas y observaciones acerca de la posesión y el exorcismo. Una regla incitaba
a estudiar los casos de posesión y advertía que un posible exorcista «no debe
creer demasiado fácilmente que una persona está poseída por un espíritu
maligno», pues la víctima podría sufrir una enfermedad mental. Al igual que
Hughes, comprobaron las señales de posesión diabólica. Ellos no le habían
oído hablar en una lengua extranjera ni adivinar el futuro y sucesos ocultos ni
exhibir ningún poder extraordinario.
¿Qué tenemos?, se preguntaron los jesuitas. Quizá no lo suficiente. Había
una especie de «exhibición de poderes»: el movimiento aparentemente aleatorio
de todo, desde fruta y sillas a reliquias y crucifijos. Pero esto podía no ser más
que la exhibición de las travesuras conscientes o inconscientes de un
muchacho. Ese tipo de fenómeno era una conducta clásica de poltergeist, que
se centraba en torno al inevitable adolescente. ¿Inquietante? Si.
¿Desconcertante? Sí. ¿Diabólico?
Quizá. Los dos jesuitas, en especial Bowdern, iniciaron un curso acelerado
de posesión. «Billy Bowdern fue directo a los libros», recordó un jesuita. Buscó
en las obras de teología de la biblioteca de la universidad, siguiendo la
evolución del dogma de la Iglesia sobre el mal, el diablo, el exorcismo y la
posesión. Bowdern encontró los espectros del jesuita Del Río de que «suelen
ocasionar diversas conmociones y molestias». Interesante, Del Río, sin darse
cuenta, estaba fundiendo la tradición folclórica del poltergeist con la posesión
diabólica. Estos modelos históricos de demonios mal definidos reforzó la idea
de Bishop y Bowdern. Los relatos que la familia hacía del caso, tan
cuidadosamente detallado por Bishop, demostraba una clásica progresión de
la infestación, el asedio tipo poltergeist alrededor de Robbie en Maryland,
hasta la obsesión, que amenazaba, arañaba pero aún no se había apoderado
del niño. A continuación venía la posesión misma. Quizá podamos detenerlo
ahí.
Bishop y Bowdern decidieron pedir al arzobispo Ritter que encontrara y
nombrara a un exorcista para que efectuara el rito antes de que un demonio
se introdujera en Robbie.
7

EL ARZOBISPO ACEPTA EL CASO

Ni el padre Bowdern ni el padre Bishop querían ser el exorcista de Robbie.


En su apresurada investigación —entre el sábado 12 de marzo y el martes 15
de marzo—, se enteraron lo suficiente de los exorcistas para decidir que
ninguno de los dos era el sacerdote adecuado para la tarea. Los dos casos,
uno en el siglo diecisiete en Francia y otro en el siglo veinte en América, les
habían convencido.
El caso francés comenzó como una epidemia de posesiones entre las
monjas de un convento de ursulinas en Loudun, una ciudad del oeste de
Francia, donde un sacerdote lascivo acababa de ser quemado en la pira por
brujería. Durante el frenesí que acompañó a su juicio y ejecución, las historias
de posesión florecieron en el convento. Al final, diecisiete monjas y algunas de
sus estudiantes, la mayoría de ellas jóvenes mujeres de la nobleza, afirmaron
estar poseídas. Los exorcistas afluyeron en Loudun. Luego, en diciembre de
1634, con gran renuencia, un provincial jesuita cedió a los deseos de los
oficiales de la iglesia y envió a cuatro jesuitas a Loudun corno refuerzos.
Bowdern y Bishop sin duda habían oído hablar del caso de Loudun. Fue
uno de los más famosos en los anales de los jesuitas, aunque poco conocido
por el público en general. (El libro de gran éxito de Aldous Houxley, Los
demonios de Loudun, aún no se había publicado.) Existía una amplia
documentación acerca del tema que era fácilmente accesible a cualquier
investigador serio.
Aunque la brujería y los demonios aún poblaban las mentes cristianas en
la Francia del siglo diecisiete, Europa había salido de la Edad Media y se
hallaba al borde de la Edad de la Ilustración. Muchos católicos se
cuestionaban la probabilidad de la posesión, y los jesuitas se encontraban
entre los primeros que dudaban, en especial acerca de la epidemia producida
en Loudun.
Una razón de sus dudas era el fracaso de todos los demoníacos famosos en
demostrar cualquiera de las señales tradicionales de posesión. Ninguna de las
jóvenes mujeres demostró tener capacidad para hablar o comprender una
lengua hasta entonces desconocida por ellas. Ninguna levitó ni exhibió fuerza
sobrehumana, aunque podían realizar contorsiones prodigiosas. A veces
«pasaban el pie izquierdo sobre el hombro hasta la mejilla. También se
pasaban los pies sobre la cabeza hasta que el dedo gordo tocaba la nariz.
Otras eran capaces de estirar las piernas tan a la izquierda y a la derecha que
se sentaban en el suelo, sin que hubiera espacio visible entre sus cuerpos y el
suelo».
Muchos jesuitas creían que las monjas que se retorcían, eructaban y
soltaban bufidos no eran más que histéricas que fingían, consciente o
inconscientemente, estar poseídas. Pero uno de los jesuitas enviados a
Loudun, el padre Jean Joseph Surin, de treinta y cuatro años, lo creía. Se
concentró en exorcizar lo que parecía ser el peor caso, la priora del convento,
la hermana Jeanne des Anges. Antes de la llegada de Surin, había resistido a
los extraordinarios intentos de expulsar los siete demonios que ella afirmaba
habitaban en diversas partes de su cuerpo. (Dijo que el que tenía en el vientre
había sido exorcizado con éxito con la ayuda de un enema de agua bendita.)
La priora fue observada de cerca por testigos creyentes y escépticos. Al
igual que Robbie, exhibía arañazos que aparecían en su cuerpo. Una cruz
ensangrentada apareció en su frente y permaneció allí tres semanas. Otro día,
durante su sesión regular de exorcismo en la capilla del convento, se retorcía
«como un volteador» cuando gritaba la palabra «Joseph». En aquel momento,
según escribió un testigo, levantó su brazo izquierdo y «vi elevarse un color,
un poco rojizo, que se movió unos tres centímetros a lo largo de la vena, y en
él una gran cantidad de manchas rojas, que formaron una palabra que se veía
con claridad; y era la misma palabra que ella pronunciaba: "Joseph"». El
nombre apareció persistentemente incluso después de que la mujer se hubiera
librado de sus demonios, y durante casi treinta años recorrió Francia
exhibiendo esta marca de su posesión.
Su curación, según Surin, se produjo después de que él rogara que los
demonios pasaran de la priora a él. Por noble que fuera el motivo de Surin, el
hombre desconocía las advertencias teológicas de que no había que jugar con
la posesión y el exorcismo. Sus experiencias, descritas con elocuencia en sus
escritos, condujeron a teólogos posteriores a creer que Surin, un sacerdote
algo místico, fue engañado para que rogara que los demonios pasaran a él. Los
teólogos llegaron a la conclusión de que la víctima de posesión sólo era un
señuelo; la víctima que Satán deseaba era el propio exorcista. Un teólogo
jesuita moderno, al evaluar el destino de Surin, escribió que la posesión y la
obsesión son «riesgos que no podemos controlar» y «jamás debemos desear».
Surin pronto se vio poseído, y su descripción de ese estado ha
proporcionado a los modernos teólogos y psiquiatras una perspectiva de los
efectos de la posesión. Para Bowdern y Bishop, las posesiones tan bien
documentadas de Loudun habrían respondido a las preguntas: ¿Qué
significaba estar poseído? ¿Cómo sería para Robbie? He aquí la respuesta de
Surin, en una carta escrita a un amigo jesuita:

Me resulta casi imposible explicar qué me ocurre en esos momentos, cómo este
espíritu extraño está unido al mío, sin privarme de la consciencia o de la libertad
interior, y constituyendo, no obstante, un segundo «yo», como si tuviera dos almas.
(...) Me siento como si hubiera sido traspasado por las punzadas de la
desesperación en esa alma extraña que parece ser mía. (...) Incluso siento que los
gritos que salen de mi boca surgen de ambas almas a la vez; y me resulta difícil
determinar si son el producto de la alegría o del frenesí.

Se sentía convertirse en demonio. No podía soportar estar cerca de las


hostias de la Sagrada Comunión. Cuando intentaba hacer la señal de la cruz,
«la otra alma me vuelve la mano o me coge el dedo con los dientes y lo muerde
salvajemente». Los demonios de Surin, tanto si pertenecían al infierno como si
lo hacían de su mente torturada, le atormentaron durante veinticinco años.
Sólo poco después de su muerte se sintió en paz. Otros dos exorcistas de
Loudun murieron poco después de realizar su trabajo allí, y otros sacerdotes
atribuyeron las muertes a la venganza de los demonios exorcizados.
Ni Bishop ni Bowdern creían que ninguno de los dos pudiera ser un Surin,
no porque temieran un destino como el suyo o como el de otros exorcistas
luteranos, sino porque eran hombres del siglo veinte, no del diecisiete. Ellos
creían profundamente en su fe y en las enseñanzas de su Iglesia. Éstas
incluían los exorcismos realizados por Jesús y las palabras de los Padres de la
Iglesia y numerosos santos, que dieron fe de la posesión y el exorcismo. Pero,
para un sacerdote de 1949, el exorcismo era un deber extraordinariamente
raro, porque la posesión ya no era, como había sido en otro tiempo, un asunto
de la experiencia cotidiana.
Desde los primeros siglos de la cristiandad, durante la Edad Media y hasta
el siglo diecisiete, la posesión en Europa había sido tan corriente que la Iglesia
necesitaba abundantes exorcistas, la mayoría de ellos legos. El papel del
exorcista era reconocido como una orden menor que podía realizarla un no
sacerdote. (Otras órdenes menores incluían a los acólitos, que ayudaban a los
sacerdotes en los servicios eclesiásticos; los porteros, encargados de vigilar las
entradas de la iglesia; y los lectores, que leían las Escrituras y otros pasajes
durante el culto.) En el siglo veinte, los sacerdotes tenían monaguillos y
conserjes, y los devotos sabían leer. Los acólitos, porteros, lectores —y los
exorcistas— eran vestigios de otra era de la fe.
Aunque estaban autorizados para actuar como exorcistas, Bishop y
Bowdern, como prácticamente todos los sacerdotes norteamericanos, nunca
habían sido convocados para utilizar ese poder. Ahora habían llegado a ellos
preguntas acerca del particular. Y este padre Hughes de Maryland. Sí, bueno,
tal vez pidiera permiso. (...) Pero no sucedió nada. Por lo que Bishop y Bowdern
sabían, el padre Hughes no había realizado realmente un exorcismo. Lo único
que tenían para seguir adelante era lo que los padres de Robbie les habían
dicho. Phyllis y Karl Mannheim quizá no sabían o no comprendían lo que
había sucedido en el Georgetown Hospital en febrero. O, si lo sabían, no
hicieron partícipes de ello a estos nuevos sacerdotes.
Bishop y Bowdern se enfrentaron con el problema. Robbie era un
muchacho atormentado; quizá estaba a punto de ser poseído y sufrir como
sufrió Surin. Pero ¿Robbie estaba mentalmente enfermo? ¿Dónde estaban las
señales? ¿Era un joven norteamericano que necesitaba un exorcismo? ¿Cómo
puede ser? Los exorcismos pertenecían al Viejo Mundo. Jamás en
Norteamérica.
Entonces Bowdern encontró un panfleto que describía un exorcismo
realizado en Earling, Iowa, en 1928. La mujer que estaba poseída, no
identificada en el panfleto, fue conocida posteriormente sólo como Mary. Era
una mujer del campo, de cuarenta años, que, desde su infancia en una granja
de Iowa, se había visto atormentada de manera periódica por voces
demoníacas. Los médicos y psiquiatras que la examinaron declararon que
mental y físicamente se encontraba bien. La decisión de exorcizarla llegó
despacio y con cierta renuencia. Las dubitativas autoridades eclesiásticas no
estaban ansiosas por permitirlo, pero el pastor de Mary, el padre Joseph
Steiger, presionó y por fin obtuvo permiso.
En agosto de 1928, Mary fue llevada en secreto a un convento. Un fraile
franciscano de sesenta años, el padre Teófilo Riesinger, amigo de Steiger, fue
designado como exorcista. El día en que tenía que comenzar el exorcismo,
Riesinger ordenó que ataran a Mary a la cama y la sujetaran las monjas más
robustas del convento. El sacerdote, que vestía una sobrepelliz sobre su
hábito marrón ceñido con una cuerda, se pasó por el cuello una estola de
color púrpura y se acercó a la cama de Mary. Cuando hizo la señal de la cruz
sobre ella, según el panfleto:

con la velocidad del rayo, la posesa se desató de la cama y se deshizo de las


manos que la sujetaban; y su cuerpo, transportado por el aire, aterrizó muy por
encima de la puerta de la habitación y se pegó a la pared con una garra tenaz.
Hubo que aplicar verdadera fuerza a sus pies para hacerla bajar de su posición en
la pared.

Ella soltó un grito que pareció «una manada de bestias salvajes». De su


boca, durante el largo exorcismo, salió espuma, baba y vómito «que habría
llenado un jarro, sí, incluso un cubo lleno del hedor más repugnante... »
Su cuerpo, decía el panfleto:

quedó tan horriblemente desfigurado, que el contorno regular de su cuerpo


desapareció. Su cabeza pálida como la muerte y demacrada... se volvió roja como
las ascuas. Los ojos se le salían de sus órbitas, los labios se le hincharon
alcanzando las proporciones de una mano, y su delgado cuerpo demacrado se
hinchó hasta un tamaño tan enorme que el pastor y algunas de las hermanas se
apartaron asustados, pensando que la mujer explotaría y se haría pedazos.

El exorcismo prosiguió, día tras día. Mary era alimentada


intravenosamente gran parte del tiempo. Riesinger adoptó «la apariencia de un
cadáver andante, una figura que en cualquier momento podía derrumbarse».
Se dirigía a los demonios en inglés, alemán y latín y recibía respuestas en
cada uno de estos idiomas. Un demonio se identificó como Judas Iscariote.
Otra voz dijo que era el padre de Mary y que había invocado a los demonios
maldiciéndola por negarse a someterse sexualmente a él.
Hacia las nueve del 23 de diciembre, «con un súbito estallido de la rapidez
del rayo, la mujer poseída se deshizo de las garras de sus protectores y se
irguió ante ellos. Sólo los talones tocaban la cama». Riesinger la bendijo y la
rigidez de su cuerpo cedió y ella cayó, exhausta, sobre la cama. «Entonces, un
sonido penetrante llenó la habitación, lo que hizo temblar con fuerza a todos. »
Unas voces gritaban: «Belcebú. Judas. Infierno». En la habitación se percibía
un hedor espantoso y Mary gritó: «¡Jesús mío, misericordia! ¡Alabado sea
Jesucristo!».
El relato de la posesión y exorcismo de Mary era una lectura fascinante.
Pero ¿una mujer se elevaba hasta el techo? ¿Un cubo lleno de vómito de una
persona que es alimentada intravenosamente? El panfleto resultaba de un
absurdo perturbador y estaba lleno de frases piadosas y afirmaciones
crédulas.
Los jesuitas y los franciscanos han sido rivales durante mucho tiempo. (Un
papa franciscano, Clemente XIV, disolvió la Compañía de Jesús en 1773. Ésta
volvió a establecerse en 1814.) Ni Bishop ni Bowdern podían imaginarse a sí
mismos en las sandalias de ese franciscano Riesinger, que estiraba el cuello
para ver a una posesa elevarse hacia el techo. Riesinger había muerto, al
parecer de causas naturales, en 1941. De haber estado vivo, Bowdern y
Bishop probablemente no le habrían consultado. No necesitaban su tipo de
testimonio tormentoso.
No existen documentos sobre la correspondencia y discusiones entre la
comunidad jesuita y el arzobispo Ritter acerca del caso de Robbie. Lo que se
sabe es que Bowdern obtuvo permiso de su superior para escribir una carta a
Ritter para pedirle que se autorizara un exorcismo y se eligiera a un exorcista.
Bowdern había decidido que él no estaba cualificado para ser exorcista, en
especial dado que no se sentía un hombre santo. En cambio, presentaría el
caso al arzobispo. Describió brevemente lo que Bishop y él habían visto y lo
que les había contado la familia.
Mientras Bowdern y Bishop planeaban la presentación del caso,
permanecieron lejos de la casa de Robbie. Los padres de éste dijeron a los
sacerdotes que los arañazos y las sacudidas del colchón prosiguieron el
domingo, el lunes y el martes. Un taburete, contaron los padres, había ido de
un lado de la cama de Robbie al otro, y la reliquia de santa Margarita María
había volado desde la almohada en la que la habían vuelto a sujetar. Bishop
anotó esta información en su diario.
Anticipándose a la autorización de Ritter, Bowdern empezó a pensar en
conseguir a un exorcista. Él creía que la persona debería ser un teólogo,
preferiblemente jesuita. Realizó una discreta investigación entre los teólogos
de la comunidad y la provincia. A dos se les pidió abiertamente. Ambos se
negaron con cortesía. Bowdern nunca dijo por qué los teólogos no habían
aceptado. Bishop no menciona en su diario el intento de reclutamiento por
parte de Bowdern. Pero otro jesuita recordó: «Los que se negaron dijeron que
no tenían suficiente fuerza. No fue un caso de escepticismo. Simplemente, no
se sentían capaces».
Al parecer, Bowdern realizó la petición formal al arzobispo Ritter o el lunes
14 de marzo o el día siguiente. Ritter, según un sacerdote que ha examinado
los archivos, no delegó la petición de los jesuitas en uno de sus monseñores. A
diferencia de O'Boyle en Washington, Ritter efectuó su propia investigación y
tomó una decisión sin ayuda. Su primera reacción fue negar el permiso. Era
un prelado moderno que se estaba creando una reputación en el ala moderna
de la Iglesia, y temía la reacción que podría derivarse de la publicidad de un
exorcismo. Ello podría hacer retroceder a la Iglesia y ponerle a él en ridículo
entre los demás prelados norteamericanos, quienes le veían como un líder que
podía llevar la Iglesia a una nueva era ecuménica.
Ritter tenía cincuenta y cuatro años y era arzobispo de Indianápolis en
1947, cuando el papa Pío XII le nombró arzobispo de St. Louis. Un año más
tarde ordenó la desagregación de todas las iglesias y escuelas de la
archidiócesis. Cuando los intransigentes segregacionistas católicos
amenazaron con desafiarle, Ritter dijo que excomulgaría a todo el que
intentara impedírselo. Los sorprendidos oponentes se retiraron, y la
segregación se produjo sin incidentes, igual que había sucedido en la
universidad de St. Louis tres años antes. La rápida acción de Ritter contra la
segregación tipificó su forma agresiva de tratar los problemas morales. Ya era
un conocido eclesiástico de EE. UU. Le nombrarían cardenal en 1961, y en el
Concilio Vaticano de 1962, capitaneó la facción progresista, que incluía a
varios jesuitas.
A Ritter no le gustó lo que le llevó Bowdern. No se sentía cómodo
exponiendo a su archidiócesis al ridículo que había producido el exorcismo en
Iowa del año 1928. Él sabía que otros arzobispos u obispos de EE. UU. habían
rechazado peticiones de exorcismos, obligando al presunto demoníaco a
trasladarse a otra diócesis y volver a intentarlo, o acabar en un hospital
mental. Él no podía hacerlo, pero no le gustaba escurrir el bulto. Cuando
sustituyó al regio cardenal John J. Glennon como arzobispo de St. Louis,
Ritter había sido comparado con Harry Truman, un misuriano que hablaba
con franqueza y decía de su presidencia: «La responsabilidad acaba aquí».
Ritter dirigía su archidiócesis como Truman dirigía su Casa Blanca.

Para Ritter, que contemplaba su reputación más allá de su archidiócesis;


para Reiter, preocupado por su universidad; para Bishop y Bowdern, que
buscaban un camino moderno que les llevara a un fenómeno antiguo; para
todos los clérigos implicados en el caso de Robbie, el problema no era el
exorcismo. Era el mal.
El trabajo fundamental de todos estos hombres era el avance del bien y la
derrota del mal. Si éste acosaba a Robbie, siguiendo el camino clásico de la
infestación-obsesión-posesión, estos hombres no podían elegir. No podían
abandonar a Robbie, pues si lo hacían volverían la espalda al trabajo
declarado de su vida.
La posesión es la esclavitud del mal. Las culturas primitivas y avanzadas
de todas las épocas han creído en ella. Y todas las culturas que creían en la
posesión habían hallado medios para eliminarla. Para los católicos, ese medio
era el exorcismo. Ritter ahora tenía la llave de este exorcismo.
Como cuestión de fe, tenía que creer en la existencia del mal. Creer en el
demonio, según algunos teólogos modernos, no era un dogma que los católicos
tuvieran que aceptar. La Biblia, en particular el Nuevo Testamento, indica que
el diablo existe. Es un actor en escenas bíblicas que proclaman su existencia
en los evangelios de Mateo, Marcos, Lucas y Juan, y en los escritos de Pablo.
Como los católicos aceptan que la Biblia es una obra de inspiración divina,
según la argumentación teológica tradicional, el diablo debe ser aceptado
junto con las demás enseñanzas bíblicas. Los modernistas sostenían que el
diablo era metafórico, y las metáforas no son artículos de fe.
Si Ritter no creía en la existencia del diablo, podía, en conciencia, rechazar
la petición y sugerir que Robbie buscara su curación a través de la psiquiatría.
Pero el arzobispo Ritter, como prelado católico, al menos tenía que profesar la
creencia en la existencia del diablo. Lo que tenía que admitir en el caso de
Robbie era otro asunto: la presencia del diablo.
Los teólogos llevan mucho tiempo reflexionando sobre la cuestión de la
presencia del diablo dentro de un ser humano, comenzando con el supuesto
de que Dios puso limitaciones al trabajo del diablo. «Si el diablo pudiera hacer
todo lo que quisiera —escribió san Agustín—, no quedaría un solo ser humano
vivo en la tierra. » Pero, aunque Dios limite al diablo, la Biblia dice que «ronda
como un león rugiente en busca de alguien a quien devorar».
De ordinario, el diablo de las Escrituras no hace más que tentar,
seduciendo a las personas para que cometan actos malvados. Se centra en el
cuerpo débil mientras que el alma temerosa de Dios pelea para apartarle.
Como escribió el apóstol Pablo en relación a esta creencia: «Yo me deleito en la
ley de Dios en el hombre interior. Pero veo otra ley en mis miembros, que pelea
contra la ley de mi mente y me hace cautivo de la ley del pecado que está en
mis miembros. (...) Así, con la mente sirvo a la ley de Dios; pero con la carne, a
la ley del pecado».
Esta visión dual de la condición humana —un cuerpo débilmente moral y
una alma batalladora— enmarca el concepto de posesión diabólica, el asalto
último del diablo al cuerpo. «La posesión —escribió un teólogo católico—,
consiste en la presencia del diablo dentro del cuerpo humano, sobre el que el
diablo posee total y despótico control. La víctima se convierte en un
instrumento ciego del diablo. (...) [C]omo la persona poseída no es consciente
de sus actos durante un ataque diabólico, y mucho menos es capaz de ejercer
ningún control, la víctima de la posesión no es responsable de sus acciones,
por atroces, malvadas o perversas que sean. »
Ritter no tenía ninguna manera conclusiva de demostrar que Robbie
estaba poseído o en inminente peligro de ser poseído. El muchacho no
mostraba ninguna de las señales tradicionales citadas en el Ritual romano. Así
que Ritter se hallaba ante un dilema: si Robbie sufría una enfermedad mental
y no posesión diabólica, no existía el mal. Un exorcismo no serviría de nada e
incluso podría empeorar el estado del muchacho. Pero si se trataba de
posesión diabólica, entonces el mal, una forma terrible del mal, se hallaba
presente y Ritter tenía que ordenar que un sacerdote arriesgara su alma para
salvar la de Robbie.
Si se reconocía el mal, Ritter no podía denegar la petición; su deber
consistía en retar al mal y luchar contra él. Sin embargo, él lucharía como
general; el exorcista lucharía en las trincheras.
Existe una hipótesis teológica básica referente al mal: no te acerques a él.
A nivel de catecismo, los niños católicos reciben la advertencia de alejarse de
«las ocasiones de pecar»; los adultos reciben complicadas versiones del mismo
consejo.
El exorcista tiene que tocar el mal, respirarlo, centrarse en él. Un sacerdote
se percibe a sí mismo vivo y trabajando del lado de Dios. Para trabajar contra
el diablo, el exorcista penetra en las profundas sombras del mal. Cuando
aparece, los demonios vuelven su mal contra él. El sacerdote exorcista,
aunque se considera agente del bien ayudado por un Dios omnipotente, al
mismo tiempo se ve como un simple ser humano enfrentado a un poderoso
enemigo que posee larga experiencia en perpetrar el mal.
Si el exorcista vacila con dudas o temores cuando se aventura en las
sombras del mal, se arriesga a su propia destrucción y quizá a la de la
persona a la que intenta salvar. La razón no oficial sino promulgada dada al
exorcismo fracasado del padre Hughes fue la de que había sufrido un
momentáneo «lapso de concentración». Ritter tal vez se hubiera enterado de
ello, a través de diversas investigaciones realizadas con los demás arzobispos
de Washington. O quizá lo había percibido gracias a su experiencia con
sacerdotes jóvenes. Si autorizaba un exorcismo, no quería que terminara con
un sacerdote dañado física o espiritualmente. Él quería un exorcismo con
éxito, y sabía que el éxito dependía del sacerdote al que eligiera. Al igual que
Bowdern y Bishop, Ritter consultó lo que decía el Ritual romano acerca de las
cualidades que debe poseer el exorcista:

Un sacerdote (...) cuando intenta realizar un exorcismo en personas


atormentadas por el diablo, debe distinguirse por su piedad, prudencia y vida
íntegra. Debe cumplir esta devota empresa con constancia y humildad, ser
completamente inmune a todo afán de engrandecimiento humano y confiar no sólo
en sí mismo sino en el poder divino. Además, debe ser de edad madura y
reverenciado no sólo por su ministerio sino por sus cualidades morales.

Piedad, prudencia y vida íntegra. Ritter conocía a muchos sacerdotes que


cumplían estos requisitos (y a algunos que no). Al igual que Bowdern, Ritter
probablemente pensó primero en llamar a un teólogo. Podía acudir a cualquier
seminario, fuera o no de los jesuitas o de la archidiócesis. Podía seleccionar a
un sacerdote entre sus propios pupilos. Podía pedir a otro obispo o arzobispo
que le proporcionara un exorcista. Sin embargo, Ritter eligió al padre
Bowdern.
La tradición jesuita cuenta que cuando Ritter anunció a Bowdern que él
iba a ser el exorcista, Bowdern exclamó: «¡Ni hablar!», y el arzobispo dijo: «Te
ha tocado».
8

«YO TE EXPULSO»

El arzobispo Ritter dio una orden al padre Bowdern: debía prometer que
jamás hablaría de este exorcismo con nadie. Bowdern accedió de inmediato.
Pero, debido a que le había resultado «muy difícil encontrar literatura sobre
casos de posesión», decidió por sí mismo que el padre Bishop realizara «un
minucioso relato de los sucesos de cada día y noche anteriores, siendo una
razón el que nuestro diario será de gran utilidad para todo el que se halle en
una situación similar como exorcista en algún caso futuro».
A última hora de la tarde del miércoles 16 de marzo, Bowdern envió un
mensaje a Walter Halloran, un escolástico de veintiséis años que estudiaba en
la universidad de St. Louis para obtener su título de licenciado en historia.
Era jesuita desde hacía ocho años y conocía a Bowdern desde que fue a
Campion Jesuit High, donde Bowdern era rector. Con el transcurso de los
años, cuatro hermanos Halloran habían asistido a Campion, un aislado
internado en el que, como recordaba Walter Halloran: «Estábamos solos, los
jesuitas y los niños. Billy Bowdern dirigía una buena escuela. Era muy
profesional. Se limitaba a dar por sentado que estabas allí para aprender, y si
no era así, pasabas apuros. Tenías que ser un caballero cristiano».
Bowdern había sido uno de los modelos que habían inspirado a Halloran
para hacerse jesuita mientras asistía a Campion. Aunque Bowdern doblaba en
edad a Halloran, habían desarrollado una camaradería que, tras la ordenación
de Halloran cinco años después, se convirtió en amistad íntima.
«Walt —dijo Bowdern—, necesitaré que me acompañes en coche a un sitio
esta noche. ¿Podrás hacerlo?»
Halloran con frecuencia había llevado en coche a Bowdern a hacer recados
de la parroquia y a visitar enfermos y accedió a acompañarle aquella noche. Le
gustaba conducir para Bowdern, y, además, se esperaba que un escolástico
jesuita hiciera lo que le pedía un sacerdote jesuita.
Halloran dio la vuelta a la rectoría con el coche de la parroquia hacia las
nueve. Bowdern le dio la dirección. Halloran consultó un mapa y se dirigió
hacia el noroeste. Estaba concentrado en encontrar las señales de la calle y no
prestó mucha atención a lo que hablaban Bishop y Bowdern en voz baja.
Había observado que los dos sacerdotes llevaban sotana y sobrepelliz, y se
preguntaba qué clase de enfermo necesitaba dos sacerdotes con sobrepelliz.
Cuando Halloran detuvo el coche frente a la casa, Bowdern se inclinó sobre
el asiento delantero y dijo: «Ven con nosotros». Esta invitación sorprendió al
joven escolástico. Antes de que pudiera preguntar, Bowdern, de pie en la acera
ante el oscuro césped, dijo con calma a Halloran: «Voy a efectuar un
exorcismo. Quiero que sujetes al muchacho en caso de que sea necesario».
(Esto sugiere que Bowdern tal vez conocía el ataque sufrido por el padre
Hughes, aunque nunca lo mencionó a nadie, posiblemente para evitar
aprensiones.)
Halloran estaba perplejo. Sabía lo que era un exorcismo, pero sólo como
abstracción teológica, algo que sucedía en la Biblia, no en un suburbio de St.
Louis. Pero no era el momento de hacer preguntas. Bowdern y Bishop ya
subían la escalera del porche delantero. Halloran les siguió, sorprendido pero
no preocupado. Confiaba en Bowdern, pero se preguntaba qué había querido
decir con lo de sujetar al muchacho. Si las cosas se ponían feas, bien,
Halloran había jugado al fútbol y se encontraba en buena forma física.
Bowdern presentó a Halloran a Robbie, a sus padres, a sus tíos y a
Elizabeth, a quien Halloran reconoció vagamente de haberla visto en el recinto
universitario. Se reunieron en la sala de estar. Bowdern sonrió a Robbie y
empezó a hablar, fácilmente, con confianza, a veces directamente a Robbie y a
veces a los adultos. Dijo que iba a proporcionarle un nuevo tipo de ayuda.
Pidió a los que le escuchaban que le preguntaran lo que quisieran pero pocos
lo hicieron. Él les había calmado, preparado para algo de lo que no sabían
nada. «Se trata de oraciones especiales, oraciones especiales para una
situación como ésta —dijo al fin—. Y creo... creo que podríamos empezar. »
Robbie deseó buenas noches a todos, subió al piso de arriba y se preparó
para acostarse. Su madre esperó unos minutos y después subió al dormitorio
de Robbie. Cuando llegó al rellano de arriba, gritó a los de abajo: «Robbie está
preparado».
Bowdern subió solo y paso un rato con Robbie. Como Bishop informó más
tarde, Bowdern ayudó a Robbie «a examinar su conciencia y a hacer un acto
de contrición». No existen testigos de este encuentro entre el sacerdote y el
muchacho, pero puede imaginarse fácilmente. Robbie, sabes lo que es la
conciencia, ¿no? Y entonces Robbie, con su actitud educada y vacilante, debió
de examinar la palabra y decidir que no sabía su significado. Estaba
adormilado. Es lo que está dentro de ti, la parte de ti que te dice lo que está bien
y lo que está mal.
Bowdern aprovechó su experiencia como profesor y consejero de
adolescentes para sondear el corazón de Robbie, para ver si en el fondo de
todo aquello se hallaba algún truco consciente. Ahora, lo que me gustaría que
hicieras, Robbie, es mirar esa conciencia y asegurarte de que no quieres decirme
nada. Cualquier cosa que me digas, Robbie, quedará entre tú y yo. Prometí a
Dios hace mucho tiempo que jamás contaría a nadie los secretos que me
contaran a mí. Robbie tal vez mencionó un par de mentirijillas, algunas
ocasiones en que había replicado a su madre. No dijo nada que hiciera pensar
a Bowdern que se hallaba ante un muchacho con mala conciencia. Ahora voy
a pedirte que repitas después de mí lo que los católicos llaman un acto de
contrición. Lo que significa es que es una manera de decir a Dios que lamentas
lo que has hecho y que no volverás a hacerlo.
Bowdern empezó el acto de contrición, haciendo una pausa entre frase y
frase para que Robbie repitiera las palabras. «Perdóname, Padre, por haber
pecado. » Bowdern estaba convencido de que trataba con un niño que estaba
perturbado y no fingía esa perturbación. La tranquila sesión con Robbie no
mostró a Bowdern ninguna indicación de que el muchacho se hallara poseído.
Pero el sacerdote creía ahora que hacía bien realizando un exorcismo. Dijo a
Robbie que regresaría y llevaría con él a sus amigos.
En el piso de abajo, Bowdern se enfundó su almidonado sobrepelliz.
Bishop hizo lo mismo. Cada uno sacó una estola del bolsillo, la desenrolló, la
besó y se la colocó alrededor del cuello. Cada uno se puso el birrete. Halloran
llevaba el atuendo formal de los escolásticos: traje negro, cuello romano y
chaleco negro como camisa. Bowdern y Bishop llevaban cada uno un Ritual
romano, un libro de más de cuatrocientas páginas, con bordes dorados y
encuadernado en negro. Bowdern también llevaba una pequeña botella de
agua bendita.
Bowdern había estudiado con cuidado las veintiuna instrucciones
específicas del Manual. Le parecían lógicas, aunque quizá sonrió al leer la
advertencia de no «divagar con parloteo sin sentido». Esto no lo haría en
ninguna circunstancia. Otra instrucción sugería que llevara a Robbie a una
iglesia o a «algún lugar sagrado y respetable». Sin embargo, decidió no hacer
caso de esta sugerencia, pues creía que Robbie se sentiría más cómodo en un
ambiente conocido.
Bowdern aceptó el consejo de atenerse a las palabras del Ritual y no
intentar efectuar afirmaciones propias improvisadas. Aquél no era lugar para
homilías. Y no discutiría con los demonios ni intentaría regatear con ellos. «A
menudo —decía el Ritual—, dan respuestas engañosas y se hace difícil
entenderles, para que el exorcista se canse y abandone, o podría parecer que
la persona afectada ya no está poseída por el diablo. »
El Manual contenía un ritual de exorcismo para el lugar y un ritual para
las personas. Aunque el libro indicaba una secuencia específica de plegarías
para cada uno de los ritos, el exorcista disfrutaba de cierta libertad. A
diferencia de los sacramentos, para los que había fórmulas estrictas, las
decisiones acerca del rito del exorcismo dependían del exorcista, ya que sólo
él, en combate con los demonios, podía saber cuál era la mejor estrategia.
Las plegarias del exorcismo para las personas que estaban poseídas
incluían sugerencias de la lectura de los evangelios, salmos y otras plegarias.
Todas las lecturas eran en latín. Las tres principales plegarias del exorcismo
eran identificadas con las palabras en latín con que comenzaban: «Praecipio
[Yo ordeno]», una llamada al «espíritu impuro»; «Exorcizo te» [Yo te expulso]»;
Adjuro te [Yo te conjuro]».
La Iglesia contemplaba el exorcismo como una confrontación directa entre
Satanás y Cristo, a través del sacerdote, que convocaba el poder de Cristo
mediante las plegarias. El padre Bowdern había celebrado misa, había hecho
su confesión general con el padre Kenny y había pasado casi todo el día
orando. También había comenzado a ayunar, cosa que recomendaba el Ritual.
Bishop, como ayudante de Bowdern, probablemente hizo lo mismo que éste.
Bowdern se arregló la estola, hizo una seña con la cabeza a Bishop y
Halloran y empezó a subir la escalera.
Entraron en la habitación, Bowdern el primero. Detrás de ellos entraron la
madre de Robbie y sus tíos. Bowdern hizo la señal de la cruz y roció la cama
con agua bendita. Después, se arrodilló a un lado de la cama. Bishop se
arrodilló al otro lado. Los miembros de la familia se arrodillaron junto a los
sacerdotes. Halloran no sabía qué hacer. Bowdern le hizo una seña para que
se arrodillara a los pies de la cama. Los ojos de Halloran quedaban al nivel del
colchón. Miraba a Robbie a través de los barrotes de metal.
Bowdern les guió en una serie de plegarias de fe, esperanza, amor y
contrición. Robbie, tumbado en la cama, se unió a ellos. Luego, Bowdern
comenzó la Letanía de los Santos: «Kyrie, eleison [Señor, ten piedad de
nosotros]».
Bishop y Halloran respondieron: «Christe, eleison [Cristo, ten piedad de
nosotros». Y comenzó el ritmo: invocación realizada por Bowdern, respuesta de
Bishop y Halloran:
«Christe, audi nos [Cristo, óyenos]. »
«Christe, exaudi nos [Cristo, escúchanos]. »
«Sancta Maria, ora pro nobis [Santa María, ruega por nosotros]. »
«Ora pro nobis [Ruega por nosotros. ]»
«Sancta Virgo virginum [Santa Virgen de las vírgenes]. »
«Ora pro nobis. »
«Sancte Michael. »
«Ora pro nobis. »
«Sancte Gabriel. »
El colchón empezó a moverse. Halloran lo vio subir y bajar ante sus ojos.
Volvió la cabeza, desviando su mirada desorbitada a Bowdern.
«No pasa nada, Walt —dijo Bowdern en voz baja—. Sigue rezando. » Y
reanudó la letanía, invocando a los santos con voz cada vez más fuerte.
Estaban agrupados por tipos. Primero iban Miguel, Gabriel, Rafael: los
arcángeles, los únicos ángeles con nombre. Después, todos los santos
inocentes y las vírgenes; luego las santas viudas y los mártires, los santos
sacerdotes, los monjes y eremitas, los fundadores de órdenes religiosas:
Antonio, Benedicto, Bernardo, Domingo, Francisco e Ignacio. La letanía
producía una imagen de falanges de santos que acudían en ayuda del
muchacho, quien, con los ojos cerrados, permanecía tumbado sobre el colchón
que parecía moverse al ritmo de la letanía.
Luego, la letanía pasó de un recital de nombres a ruegos a Dios:
«Ab omni malo, libera nos, Domine [Líbranos, Señor, de todo mal]. »
«Ab omni peccato [De todo pecado]. »
Proseguía en latín. Robbie escuchaba el zumbido de las palabras que
sonaban como si procedieran de otro mundo, otra época. Él no conocía el
significado, pero percibía su consuelo y la manera en que le rodeaban, le
envolvían en la habitación.
El latín prosiguió. Las extrañas palabras significaban:
«Líbranos, oh, Señor. »
«De Tu ira. »
«Líbranos, oh, Señor. »
«De la muerte repentina e inesperada. »
«Líbranos, oh, Señor. »
«De las garras del diablo. »
«Líbranos, oh, Señor. »
«De la ira, el odio y todo mal. »
«Líbranos, oh, Señor. »
«Del espíritu de la fornicación. »
«Líbranos, oh, Señor. »
«Del rayo y la tempestad. »
«Líbranos, oh, Señor. »
«De la furia de los terremotos. »
«Líbranos, oh, Señor. »
«De la peste, el hambre y la guerra. »
«Líbranos, oh, Señor. »
«De la muerte eterna. »
«Líbranos, oh, Señor. »
La letanía latina pasó entonces a los artículos de la fe católica, desde el
misterio de la encarnación de Cristo hasta el día del juicio final. Robbie
percibió un cambio en las palabras. El sacerdote que conducía esta larga
plegaria ahora recitaba frases más largas. Y el otro sacerdote y el joven vestido
de negro no decían siempre lo mismo.
«... Ut inimicos sanctae Ecclesiae humiliare digneris [Dígnate humillar a los
enemigos de la Santa Iglesia. ]»
« Te rogamus, audi nos [Te rogamos que nos escuches]. »
«... Ut omnibus benefactoribus nostris sempiterna bona retribuas [Otorga
bendiciones eternas a todos nuestros benefactores]. »
«Te rogamus, audi nos. »
«Ut animas nostras, fratrum propinquorum et benefactorum nostrorum ab
aeterna damnatione eripias [Para que libres nuestras almas y las de nuestros
hermanos benefactores y deudos de la muerte eterna]. »
Y entonces volvieron al principio, a las palabras que iniciaban la letanía:
«Kyrie, eleison. »
« Christe, eleison. »
«Kyrie, eleison. »
Bowdern hizo una pausa, volvió una página y entonó más latín. «Ne
reminiscaris. » Decía: «Olvida, oh, Señor, nuestras ofensas y las de nuestros
padres: no nos castigues por nuestros pecados». Luego, en susurrros,
Bowdern empezó el Padre Nuestro. «Pater noster... » Alzó la voz casi al final:
Et ne nos inducas in tentationem [Y no nos dejes caer en la tentación]. »
Y Bishop y Halloran respondieron: «Sed libera nos a malo [Mas líbranos del
mal]».
Aunque Robbie, su madre y sus tíos no conocían las palabras en latín,
conocían el final del Padre Nuestro, y allí estaba, el punto principal de todo
aquel asunto: líbranos del mal.
Bowdern hizo otra pausa y todos se movieron, arrodillados. Aquello se
estaba haciendo terriblemente largo. El colchón seguía sacudiéndose. La
noche anterior, recordó Phyllis Mannheim, las sacudidas se habían producido
durante dos horas. Se preguntó por qué todas aquellas plegarias no habían
hecho detener el colchón.
Bowdern comenzó el Salmo Cincuenta y tres, también en latín. Decía:
«Sálvame, oh Dios, por Tu nombre, y apoya mi causa por Tu poder. Oh,
Dios, escucha mi plegaria; presta oídos a las palabras que pronuncia mi boca.
Pues hombres orgullosos se han alzado contra mí, y hombres violentos han
buscado mi vida. (...) De buena gana me sacrificaré a Ti. Alabaré Tu nombre,
oh, Señor, pues es bueno. En toda necesidad Él me ha ayudado, y mis ojos
han visto la confusión de mi enemigo. Gloria al Padre, al Hijo y al Espíritu
Santo, como fue en el principio, es ahora y será por los siglos de los siglos.
Amén. Protege a tu siervo... »
De pronto, la voz de Bishop intervino. «Deus meus, sperantem in te [Que
confía en Ti, mi Señor]. »
El ritmo cambió y Bowdern y Bishop, que leían sendos ejemplares del
Ritual, comenzaron a hablar alternativamente: «Esto ei, Domine, turris
fortitudinis», dijo Bowdern. Bishop respondió en latín, y lo que decían era:
«Sé para él, oh Señor, una fortaleza de fuerza. »
«Frente al enemigo. »
«Que el enemigo no tenga poder sobre él. »
«Y el hijo del mal no haga nada para dañarle. »
«Envíale, Señor, ayuda desde las alturas. »
«Y desde Sión protégele. »
«Oh Señor, escucha mi plegaria. »
«Y permite que mi grito llegue a Ti. »
«El Señor sea contigo. »
«Y con tu espíritu. »
Bowdern volvió a hacer una pausa. Ahora hablaba despacio, y en sus
palabras en latín se percibía una sensación de potencia y significado. En este
preludio a las palabras reales del exorcismo, estableció dos puntos teológicos:
la existencia de Satanás, el ángel caído, con su legión de seguidores; y la
venida de Jesús, el Redentor e Hijo de Dios, para liberar al mundo de las
garras de Satanás. Bowdern dijo en latín:
«Oh Señor, Cuya naturaleza muestra siempre misericordia y perdona,
recibe nuestra petición, que éste Tu siervo, limitado por las trabas del pecado,
pueda por Tu dulce misericordia ser perdonado.
»Oh Señor, Padre omnipotente, Dios eterno y Padre de nuestro Señor
Jesucristo, que en otro tiempo arrojaste a ese fugitivo y tirano caído al fuego
eterno del infierno, que enviaste a Tu único hijo al mundo para aplastar el
espíritu del mal con sus bramidos, presta atención y apresúrate a arrebatar de
la ruina y del demonio a un ser humano, creado a Tu imagen y semejanza.
»Produce terror, oh Señor, en la bestia que hace estéril Tu viña. Concede
confianza a Tus siervos para luchar contra el réprobo dragón, para que no ose
despreciar a quienes pusieron su confianza en Ti, y para que no diga como el
faraón que una vez declaró: "No conozco a Dios, y tampoco dejaré marchar a
Israel".
»Permite que Tu poderosa mano derecha le induzca a salir de Tu siervo,
Robert. —Aquí el padre Bowdern hizo la señal de la cruz sobre Robbie. El
colchón había dejado de moverse. Robbie miraba fijamente la luz del techo.
Aferraba con fuerza el cubrecama—. Para que no siga cautivo, él, que Te ha
complacido hacerle a tu imagen y redimirlo a través de Tu Hijo. —Bowdern
alzó la voz—. Tú que vives y reinas en la unidad del Espíritu Santo, Dios, por
los siglos de los siglos.»
Bishop contestó con firmeza: «Amén».
Bowdern se puso en pie y se acercó a la cama.
«PRAECIPIO TIBI! —gritó—. YO TE LO ORDENO. »
Robbie gritó.
Bowdern prosiguió, en atronante latín: «Praecipio tibi, quicumque es,
spiritus immunde, et omnibus sociis tuis. »
«Yo te ordeno, espíritu impuro, seas quien seas, junto con todos sus
asociados que han tomado posesión de este siervo de Dios, que, por los
misterios de la Encarnación, Pasión, Resurrección y Ascensión de nuestro
Señor Jesucristo. »
Robbie volvió a gritar. Su madre se puso en pie, pero algo le sujetó la
espalda. El grito era un grito de dolor, no de miedo. Robbie se agitó y apartó el
cubrecama y las mantas. Llevaba la chaqueta del pijama desabrochada. Sobre
el estómago tenía tres largos verdugones rojos.
«... por el descenso del Espíritu Santo, por la venida de nuestro Señor... »
Robbie se agitó y volvió a gritar. Ante la siguiente mención de Dominus
aparecieron nuevos verdugones sobre su estómago, y la habitación se llenó de
un nuevo ritmo: cada Dominus (Señor) o Deus (Dios) parecía producir nuevos
verdugones y arañazos. Era como si algo en el fondo de Robbie intentara
abrirse paso a cortes. El muchacho se quitó el pijama y siguieron apareciendo
arañazos, guarneciendo su cuerpo con largas líneas ensangrentadas.
«... hacia el juicio, me dirás mediante alguna señal tu nombre y el día y la
hora de tu partida. »
«Te ordeno, además, que me obedezcas al pie de la letra, a mí, que, aunque
indigno, soy un ministro de Dios. »
Deus! Más arañazos. (Bishop los describió con precisión como «marcas
levantadas sobre la superficie de la piel, similares a un grabado».)
«... tampoco te atreverás a dañar de ningún modo a esta criatura de Dios. »
Deus! Ahora, aparecieron pequeñas líneas de reluciente sangre en las
piernas de Robbie, en sus muslos, estómago y espalda. El muchacho se
retorció de dolor. Un arañazo le cruzó en zigzag la garganta. Brotaron señales
rojas en su rostro, contraído por el dolor.
Bowdern apenas levantaba la vista de las páginas del Ritual. Volvió a
comenzar la plegaria del exorcismo. «Praecipio tibi, quicumque es, spiritus
immunde... »
Ahora algo se rizó en la pierna derecha de Robbie. Mientras Bowdern volvía
a ordenar al demonio que se identificara, rojos verdugones formaron una
imagen en la pierna. Era, dijeron los testigos posteriormente, una imagen del
diablo. «Tenía los brazos sobre su cabeza —anotó Bishop— y parecían estar
soldados, dando la espantosa impresión de ser un murciélago. »
Bowdern siguió leyendo:
«Yo, que soy un ministro de Dios. »
Deus! En el pecho de Robbie aparecieron las letras H E L L [infierno] con
unas marcas que tenían el aspecto y el tacto de arañazos producidos por
espinas. La palabra estaba dispuesta de tal modo que quedaba de cara a él,
como una palabra escrita en una hoja de papel, cuando el muchacho,
gritando, se miró el pecho. Había sangre suficiente para que Bishop la secara
con su pañuelo.
«... dicas mihi nomen tuum, diem, et horam exitus tui, cum aliquo signo
[Dime mediante alguna señal tu nombre y el día y la hora de tu partida]. »
En aquel momento llegó lo que pareció la señal: sobre el estómago de
Robbie aparecieron las letras GO [marchar]. En la pierna derecha le salieron
unas señales que parecían una X marcada con hierro candente. Bishop se
preguntó si aquello significaba que el diablo se marcharía a las diez de la
mañana siguiente. ¿O significaba que el diablo se quedaría otros diez días? GO
se hallaba sobre la parte inferior del abdomen de Robbie, con lo que parecía
una tercera letra directamente sobre su escaso vello púbico. Quizá eso
significaba que el diablo se marcharía a través de la orina o los excrementos,
pensó Bishop. Era una manera tradicional de salir, según los relatos
medievales del exorcismo.
Robbie se relajó y pareció quedarse dormido. Bishop contó metódicamente
las señales que había en el cuerpo del muchacho. Perdió la cuenta después de
contar veinticinco porque algunas formaban grupos de arañazos y verdugones.
Bowdern podía elegir entre varias plegarias tranquilizantes entre el primer
Praecipio, que había repetido, y la siguiente plegaria furiosa de exorcismo.
Entre las plegarias que ahora leyó en voz alta se encontraba una a san Miguel
el arcángel, reverenciado por los cristianos, desde al menos el siglo cuarto,
como ángel guerrero que triunfó sobre Lucifer.
«Princeps gloriosissime caelestis militiae, sancte Michaele Archangele.
»Oh ilustrísimo príncipe de las hordas celestiales, san Miguel arcángel,
desde tu trono celestial defiéndenos en la batalla contra los príncipes y
poderes, contra los que gobiernan la oscuridad de este mundo. Ven en ayuda
de la humanidad, a la que Dios ha creado a Su imagen y semejanza y a la que
ha arrebatado a un gran precio de la tiranía de Satanás. (...) Intercede por
nosotros ante el Dios de la paz, que Él aplaste a Satanás bajo nuestros pies.
(...) Sujeta al dragón, la antigua serpiente, no otra cosa más que el demonio,
Satanás, y arrójale al abismo para que nunca más pueda seducir al hombre.
»En el nombre de Jesucristo, Nuestro Señor y Dios... »
Robbie se agitó dormido. Tenía los ojos cerrados con fuerza y murmuraba
algo; luego, empezó a dar puñetazos al cabezal de la cama. Agarró la almohada
y la golpeó varias veces.
Phyllis Mannheim, hecha un ovillo en un rincón de la habitación, no podía
dar crédito a sus ojos. Nunca antes, dijo más tarde a Bishop, había visto a
Robbie volverse violento. Allí, al igual que en el Georgetown Hospital, el rito del
exorcismo pareció desatar explosiones de furia por parte de Robbie.
Bowdern se inclinó sobre el violento cuerpo y lo roció con agua bendita.
Robbie despertó sobresaltado. Bishop le tomó el pulso. Era normal. Los
sacerdotes le preguntaron qué había soñado.
Dijo que estaba peleando con un enorme diablo rojo. Tenía un tacto
viscoso y era extremadamente fuerte. El diablo peleaba para impedir que
Robbie pasara a través de unas rejas de hierro situadas en lo alto de un foso
de unos sesenta metros de profundidad y que estaba muy caliente. Había
otros diablos inferiores a su alrededor. Pero el oponente de Robbie era un
corpulento diablo rojo, y Robbie había empezado a sentirse tan fuerte que
había creído que podría vencer al diablo.
Bowdern y Bishop se miraron. Aunque Robbie no podía haber comprendido
las palabras en latín de la oración a Miguel, parecía que en su sueño había
interpretado el mensaje. Bowdern decidió reanudar el exorcismo, iniciando
ahora la plegaria más poderosa.
«Exorcizo te, immundissime spiritus, omnis incursio adversarii, omne
phantasma, omnis legio [Yo te expulso, espíritu impuro, junto con la más
mínima invasión del perverso enemigo y todos los fantasmas y legión
diabólica].
«In nomine Domini nostri Jesu Christi [En el nombre de nuestro Señor
Jesucristo]... »
Bowdern se inclinó tanto sobre Robbie que pudo verle los ojos que se
movían bajo los párpados cerrados con fuerza. Hizo la señal de la cruz sobre
Robbie, que respiraba profundamente. Sus brazos empezaron a moverse con
rapidez. Parecía estar peleando otra vez en el borde del foso.
Sin dejar de inclinarse sobre el muchacho, Bowdern, con voz ronca pero
autoritaria, dijo: «Eradicare, et effugare ab hoc plasmate Dei [Márchate y
desaparece de esta criatura de Dios]». Bowdern volvió a hacer la señal de la
cruz sobre Robbie y siguió hablando: «Ipse tibi imperat, qui te de supernis
caelorum in inferiora terrae demergi praecepit [Pues es Él Quien te lo ordena, Él
Quien te arrojó desde las alturas del cielo al más bajo de los fosos de la
tierra]».
La plegaria prosiguió mientras Robbie seguía dando golpes a la cama.
«Él es Quien te lo ordena, el que en otro tiempo ordenó que el mar y el
viento y la tormenta le obedecieran. ¡Así que, presta atención, Satanás, y
tiembla, tú, enemigo de la fe, tú, enemigo de la raza humana! ¡Pues tú eres el
que trae la muerte y roba la vida; tú eres el evasor de la justicia y la raíz de
todo el mal, el que fomenta el vicio, el seductor de los hombres, el traidor de
las naciones, el instigador de la envidia, la fuente de la avaricia, el origen de la
discordia, el que excita las penas!
»¿Por qué esperas y resistes, cuando sabes que Cristo el Señor... » Al oír
Christum Dominum, Robbie golpeó con más violencia. Bowdern hizo una seña
a Halloran para que se acercara a la cama y sujetara a Robbie. Halloran,
robusto atleta, no podía sujetar los cuarenta y tres kilos del muchacho. El tío
de Robbie le agarraba un hombro mientras Halloran le sujetaba el otro. Robbie
les gritó, exigiendo que le soltaran. Forcejeó con ellos.
Bowdern siguió el monótono rezo. «... Christum Dominum vias tuas perdere?
[que Cristo el Señor hará malograr tus planes]?»
Más palabras, más forcejeo; luego, cuando Bowdern dijo: «Recede ergo in
nomine Patris, movió el pulgar derecho sobre la frente de Robbie, formando la
señal de la cruz tres veces: una para Dios Padre, otra para Dios Hijo, y otra
para Dios Espíritu Santo. «Por tanto, vete en nombre del Padre, y del Hijo y del
Espíritu Santo. Deja paso a Dios Espíritu Santo a través de esta señal de la
santa cruz de nuestro Señor Jesucristo, que vivió y reinó con el Padre y el
Espíritu Santo, Dios, por los siglos de los siglos. »
Bishop, en un susurro, dijo: «Amén».
«Domine, exaudi orationem meam», entonó Bowdern en tono cansado. «Oh
Señor, escucha mi plegaria. »
«Et clamor meus ad te veniat», respondió Bishop. «Y déjame clamar ante Ti. »
«Dominus vobiscum», dijo Bowdern. «El Señor esté contigo. »
«Et cum spiritu tuo», respondió Bishop. «Y con tu espíritu. »
Bowdern respiró hondo y prosiguió: «Oremus [Oremos]». Y comenzó otra
plegaria. Siguió hablando en latín. Lo que decía era:
«Oh Dios, Creador y Defensor de la raza humana, que creaste al hombre a
Tu imagen, mira con piedad a este Tu siervo, Robert, pues ha caído presa de
la astucia de un espíritu perverso. El antiguo adversario, el archienemigo de la
tierra, le envuelve con estremecedor miedo. Confunde sus facultades
mentales; le tiene desconcertado haciéndole sentir miedo; le mantiene en un
estado de perturbación y le produce terror en su interior. »
Bowdern levantó la vista del libro para mirar al muchacho, en él eran
manifiestas las palabras de la plegaria. Robbie agitaba los brazos, giraba la
cabeza y, con los ojos cerrados, escupió a Halloran en la cara, se volvió y
escupió a la cara de su tío. Se liberó de un brazo —como había logrado hacer
en el Georgetown Hospital— y golpeó a los hombres que intentaban sujetarle.
Ellos volvieron a agarrarle el brazo y le inmovilizaron.
«Expulsa, oh Señor, el poder del diablo, y destierra sus artificios y fraudes.
Permite que el perverso tentador marche lejos. Por la señal —Bowdern formó
una cruz en la frente de Robbie y éste escupió al sacerdote en la cara— de Tu
nombre permite que Tu siervo sea protegido en cuerpo y alma. »
Llevándose la mano izquierda a la cara a modo de escudo protector,
Bowdern hizo tres cruces sobre la palabra H E L L que Robbie tenía escrita en
el pecho mientras pronunciaba: «Protege su razón, gobierna sus emociones,
trae alegría a su corazón».
Bowdern se puso en pie y retrocedió, prosiguiendo: «Que se desvanezcan de
su alma las tentaciones del poderoso adversario. Oh Señor, invocamos Tu
santo nombre para que concedas que el espíritu maligno, que hasta ahora nos
ha aterrorizado, pueda ahora salir aterrorizado él y pueda partir vencido. Que
este siervo Tuyo te ofrezca con el corazón firme y la mente sincera el mérito
que mereces.
»A través de Jesucristo —más salivazos, más forcejeo— Tu Hijo, nuestro
Señor, que vivió y reinó contigo en la unidad del Espíritu Santo, Dios por los
siglos de los siglos. »
Bishop murmuró: «Amén».
Era ya más de medianoche. Todos excepto Robbie estaban agotados.
Bowdern en particular estaba exhausto. Pero su voz no vaciló. Había otras dos
largas plegarias. Quizá si no vacilaba, quizá si presionaba, el demonio se
marcharía. Quizá no sería como en Loudun, donde prosiguió durante días,
durante semanas, durante meses.
Reunió fuerzas, casi de una manera bíblica. Estaba emergiendo de su
fatiga, sintiendo un nuevo poder. Habló ahora en lo que creía era su voz más
poderosa: «ADJURO TE!». Y lo que dijo fue:
«Yo te conjuro, antigua serpiente, por el Juez de los vivos y los muertos,
por tu propio Creador, por el Creador del mundo, por Él que tiene el poder de
arrojarte al infierno, a que partas raudo y tembloroso, junto con tus delirantes
seguidores, de este siervo de Dios, Robert, que busca refugio en el seno de la
Iglesia. Yo te conjuro una vez más —otra cruz en la frente— no por mi propia
debilidad sino por el poder del Espíritu Santo, a que salgas de este siervo de
Dios, Robert, a quien el Todopoderoso ha hecho a Su imagen.
»¡ Ríndete, por tanto, ríndete no a mí sino al ministro de Cristo! Pues es el
poder de Cristo lo que te obliga, que te sometió a Su cruz. Tiembla ante Su
brazo, pues es Él quien silenció los quejidos del infierno y dio luz a las almas.
Teme al cuerpo del hombre —una cruz sobre la palabra H E L L del pecho de
Robbie—, teme a la imagen de Dios —una cruz trazada sobre la frente—. No te
resistas, ni aplaces tu salida de esta persona, pues ha complacido a Cristo
morar en el hombre.
»No desprecies mi orden, porque reconoces en mí a un pobre pecador. Es el
propio Dios quien te lo ordena. » Insertando una cruz (+) antes de una palabra
en particular, el Ritual indicaba cada vez que el exorcista tenía que hacer la
señal de la cruz. En la + (cruz) que había junto a «te», Bowdern deslizaba su
mano firme en el aire. Los salivazos le resbalaban por la cara y le caían en la
mano. Ahora, con cada evocación, hacía la señal de la cruz en el aire, entre los
gritos, la respiración y el llanto de la madre de Robbie, y la saliva, cantidades
increíbles de saliva.
Una y otra vez, la mano derecha de Bowdern cortaba el aire mientras
recitaba en latín: «¡La majestad de Cristo + te ordena! ¡Dios el Padre + te
ordena! ¡La fe de los santos apóstoles Pedro y Pablo y los otros santos + te
ordena! ¡La sangre de los mártires + te ordena! ¡La constancia de los
confesores + te ordena! ¡La devota intercesión de todos los hombres y mujeres
santos + te ordena! ¡El poder de los misterios de la fe cristiana + te ordena!
«Sal, transgresor, sal, seductor lleno de mentira y perfidia, horrible
criatura, deja paso, monstruo, deja paso a Cristo, en quien no has encontrado
nada de tus obras. Pues él te ha despojado de tu poder y ha devastado tu
reino; Él te ha vencido y te ha encadenado, y ha destrozado tus materiales de
guerra. Él te ha arrojado a la oscuridad exterior, donde la perdición se está
preparando para ti y tus cómplices.
»Pero ¿con qué propósito resistes en tu insolencia? ¿Con qué fin
descaradamente te niegas? Eres culpable ante Dios Omnipotente, cuyas leyes
has transgredido. Eres culpable ante Su Hijo, nuestro Señor Jesucristo, a
quien quisiste tentar, a quien te atreviste a clavar en la cruz. Eres culpable
ante la raza humana, pues mediante tus halagos le ofreciste la copa
envenenada de la muerte.
»Yo te conjuro, por tanto, a ti, dragón libertino, en el nombre del
inmaculado + Cordero, que caminó sobre el áspid y el basilisco y anduvo
debajo del león y el dragón, sal de este hombre —Bowdern hizo una cruz en la
frente de Robbie—, sal de la Iglesia de Dios —Bowdern se volvió y bendijo a los
presentes en la habitación—. Estremécete y vete lejos, mientras invocamos el
nombre del Señor, ante el cual el infierno tiembla, a quien están sometidas las
celestiales Virtudes y los Poderes y las Dominaciones, a quien los Querubines
y Serafines alaban con voz interminable mientras cantan: ¡Santo, santo,
santo, Señor Dios de Sabaoth [nombre hebreo de "ejércitos" o "huestes"]! La
Palabra hecha carne te + ordena. Él, que nació de una Virgen te + ordena.
Jesús + de Nazaret te ordena.
»Pues cuando te burlaste de Sus discípulos, Él destruyó y humilló tu
orgullo, y te ordenó que salieras de cierto hombre; y cuando Él te hubo
expulsado, no te atreviste siquiera excepto con Su permiso a entrar en una
piara de cerdos. Y ahora que yo te conjuro en Su + nombre, desaparece de
este hombre a quien Él ha creado. Es difícil para ti resistirte. + Es difícil para
ti luchar contra la provocación. + Pues cuanto más aplaces tu salida, más
fuerte será el castigo para ti; porque no es a los hombres a quienes desprecias
sino a Él, el que gobierna a los vivos y a los muertos, el que vendrá a juzgar a
los vivos y a los muertos y al mundo con el fuego. » Bishop dijo: «Amén», y
Robbie volvió a oír a los dos sacerdotes alternar el conocido epílogo en latín de
la plegaria:
«Domine, exaudi orationem meam. »
«Et clamor meus ad te veniat. »
«Dominus vobiscum. »
«Et cum spiritu tuo. »
Bowdern volvió a decir: «Oremus» e inició otra plegaria:
«Oh Dios del cielo y Dios de la tierra, Dios de los ángeles y Dios de los
arcángeles, Dios de los profetas y Dios de los apóstoles, Dios de los mártires y
Dios de las vírgenes, Tú tienes el poder de conceder la vida después de la
muerte y descansar después del trabajo; pues no hay Dios a Tu lado, ni podría
haber un Dios verdadero aparte de Ti, el Creador del cielo de la tierra, que eres
verdaderamente el Rey cuyo reinado no tendrá fin. Por eso imploro
humildemente a Tu Sublime Majestad, que permitas a Tu siervo deshacerse de
los espíritus impuros. Por Cristo nuestro Señor. »
«Amén», repitió Bishop.
Bowdern hizo una pausa y bajó la mirada; lo que vio era una pesadilla viva
que se contorsionaba. En las arrugadas y empapadas sábanas, Robbie hacía
muecas dormido, retorciéndose y escupiendo. Ahora era fuerte como antes.
Halloran y el tío de Robbie seguían sujetando al muchacho pero empezaban a
perder fuerzas. Tenían la cara y la ropa manchadas de sudor y escupitajos.
Phyllis Mannheim y su cuñada estaban acurrucadas juntas cerca de la
cabecera de la cama; a Phyllis le resultaba imposible llorar. Las dos mujeres
estaban transfiguradas de terror y pesar. Bowdern miró a Bishop, cuyo rostro
también brillaba de sudor y saliva. Tenía una mancha de sangre en su
sobrepelliz, donde había tocado el cuerpo de Robbie. Bowdern captó la mirada
de Bishop y le hizo una seña afirmativa. Sí, había más. La noche proseguiría.
Bowdern sostenía el Ritual en la mano izquierda, un dedo en su lugar, y
con la mano derecha cogió la botella de agua bendita. Dio un paso al frente y
vertió agua sobre la cabeza de Robbie. Éste despertó, sobresaltado, miró a su
alrededor, se incorporó y volvió a caer sobre la húmeda almohada. Dijo que
había estado en un lugar donde hacía muchísimo calor. Pidió agua con voz
débil. Phyllis fue al cuarto de baño para traerle un vaso de agua. Cuando
regresó, el muchacho volvía a estar dormido y, con extraña fuerza, volvía a
forcejear.
Varias veces durante la noche, al finalizar alguna plegaria, Bowdern vertió
agua bendita sobre Robbie. Bowdern y Bishop se habían dado cuenta de que
mientras Robbie estaba despierto se encontraba más calmado. Un par de
veces el agua no le despertó, y Bishop o Bowdern le abofetearon levemente en
la cara para despejarle.
Por fin llegó la última plegaria del exorcismo.
«Yo os expulso —comenzó Bowdern—, espíritus impuros, fantasmas,
invasión de Satanás, en el nombre de Jesucristo + de Nazaret, que, después de
que Juan Le bautizara, fue conducido al desierto y te venció en tu ciudadela.
Cesa de atacar al hombre, a quien Él ha hecho para Su honor y gloria con
barro de la tierra. Tiembla ante el hombre desdichado, no en estado de
fragilidad humana sino a semejanza de Dios todopoderoso. Ríndete a Dios, +
pues Él es quien en el faraón y su ejército te ahogó a ti y a tu malicia a través
de Su siervo, Moisés, en las profundidades del mal. Ríndete a Dios, + que con
el canto de santos cánticos por parte de David, su leal siervo, te desterró del
corazón del rey Saúl.
»Ríndete a Dios, + quien te condenó en el traidor, Judas Iscariote. Pues Él
te amenaza con un azote divino +, ante cuyo rostro temblaste y gritaste,
diciendo: "¿Qué tenemos que ver contigo, Jesús, Hijo del Altísimo? ¿Has
venido aquí antes de hora para torturarnos?" Él te amenaza con el fuego
eterno, y al final de los tiempos dirá a los perversos: "Vete de aquí, maldito, al
fuego eterno que ha sido preparado por el diablo y sus ángeles".
»Para ti, oh maligno, y tus seguidores habrá gusanos que jamás perecen.
Para ti y para tus ángeles se está preparando un fuego inextinguible, porque
eres el príncipe del asesino maldito, el autor de la lascivia, el caudillo del
sacrilegio, el modelo de vileza, el maestro de los herejes, el inventor de toda
obscenidad. Sal, pues, + oh diablo, sal, + maldito, vete con toda tu falsedad,
pues Dios ha deseado que el hombre sea Su templo. Pero ¿por qué
permaneces aún aquí? Rinde honores a Dios el Padre + Todopoderoso, ante
quien todos se arrodillan. Cede tu lugar al Señor Jesucristo +, que derramó
para los hombres Su más preciada sangre. Cede tu lugar al Espíritu + Santo. »
De pronto Bowdern alzó la voz y gritó: «Discede ergo nunc [¡Vete, ahora!]».
Levantó la mano una última vez, cortando el aire salvajemente en una gran
señal final de la cruz. «¡Vete, seductor! Tu lugar está solitario, tu morada en la
serpiente. ¡Humíllate y póstrate! Este asunto no permite más retraso. Pues el
Señor, el Gobernante, viene rápido, y el fuego arderá ante Él, y proseguirá y
quemará todo lo que rodee a Sus enemigos.
»Al hombre puedes traicionarle, pero a Dios no puedes burlarle. Él es el
que te hace salir, de cuyos ojos nada se oculta. Por él eres expulsado, aquel a
quien todas las cosas están sometidas. Por él eres expelido, el que ha
preparado el infierno eterno para ti y tus ángeles, de Cuya boca saldrá una
afilada espada, el que vendrá a juzgar a los vivos y a los muertos y al mundo
por el fuego. »
Bishop dijo: «Amén».
La habitación se quedó repentinamente en calma. Robbie se hallaba en lo
que parecía un sueño real, sin pesadillas. Bowdern se hincó de rodillas y rezó
en silencio unos momentos, rozando con su cabeza la empapada sábana. Eran
casi las 5 de la madrugada.
Entonces, con los ojos cerrados con fuerza, Robbie se incorporó y se puso
a cantar. «Allá lejos, en el río Swanee, muy, muy lejos», cantó, con voz chillona
y extraordinariamente fuerte. Extendía los brazos con gestos amplios, sin
sincronía con la música. Parecía cacarear, las palabras se agolpaban y, sin
dejar de agitar los brazos en un frenético intento por seguir el ritmo, pasó a
cantar Ole Man River, dat Ole Man River. » Abrió los ojos varias veces durante
el salvaje recital; parecía sonreír y reanudaba el canto, mutilando las palabras
que gritaba.
Bowdern, aunque agotado, empezó a rezar de nuevo. El Ritual
recomendaba varias plegarias: fragmentos de los evangelios, salmos, el Credo
Atanasio, que añadía sus palabras de dogma a todas las demás palabras de fe
y amenaza que se pronunciaron aquella larga noche hasta la mañana. Bishop,
normalmente metódico pero perplejo y cansado aquella noche, no anotó las
plegarias que se rezaron.
Terminó sus apuntes con esta nota: «Hacia las 7. 30 de la mañana, R.
comenzó un sueño natural y siguió pacífico hasta la 1 de la tarde del día 17.
Entonces, tomó una comida corriente y participó en una partida de Monopoly».
9

«¡SE VA! ¡SE VA!»

El padre Bowdern creía en el fondo de su alma que estaba luchando contra


Satanás. Y, cuando aquella larga y terrible noche se alargó hasta la mañana,
sintió el peso de una gran carga. Sus únicas armas eran su fe y el Ritual, con
sus plegarias e instrucciones. Su única estrategia era luchar, haciendo una y
otra vez lo que había hecho aquella noche hasta el amanecer y durante la
mañana. Creía conocer sus límites y, como era un hombre honesto, no sabía
si podría resistir todas las noches que este combate requeriría. Pero lo
intentaría. No era un hombre que cediera fácilmente. Era, dijo un amigo, un
hombre que nunca hacía nada para «facilitarse las cosas».
El Ritual decía que algunos tipos de espíritus malignos no pueden ser
expulsados salvo por la plegaria y el ayuno. Bowdern creía profundamente en
la oración. En cuanto al ayuno, dijo a Halloran: «Se supone que tenemos que
ayunar. Pero tengo mucho trabajo. No creo que pueda hacerlo alimentándome
sólo de pan y agua». Un ayuno típico para un sacerdote jesuita era un
desayuno de un huevo pasado por agua y una tostada sola, un bocadillo de
queso para almorzar y una cena corriente pero sin carne. El jesuita que
ayunaba no podía comer entre las comidas, pero podía beber cuanto y lo que
quisiera.
Así que lo que sostendría a Bowdern sería la oración y la fe. El Ritual
aconsejaba al exorcista que tuviera en cuenta lo que Jesús dijo cuando los
apóstoles no lograron exorcizar a un niño. Jesús tuvo éxito, dijo, porque creía
y ellos no. «Pues en verdad os digo, si tenéis fe como un grano de mostaza,
diréis a esta montaña: Desplázate a tu lugar; y se desplazará; y nada será
imposible para vosotros. »
Bowdern dijo a Bishop y Halloran que no tenía idea de cuánto podría durar
aquello. El exorcismo podía consumir sus días y noches indefinidamente,
pero, al mismo tiempo, cada hombre tenía que realizar sus tareas de
costumbre. Y, como debido a la petición del arzobispo Ritter de que se
guardara secreto, ninguno de ellos podía utilizar el exorcismo como excusa
por estar adormilado, estado en que se hallaban ese jueves, día de san Patricio
y el segundo de exorcismo.
Halloran era el que tenía más problemas. Al igual que el de Bowdern y
Bishop, el día de Halloran empezaba a las 5 de la madrugada. Pero, como
escolástico, tenía mucha menos libertad que los dos sacerdotes y llevaba una
vida más institucional. Entre sus superiores se hallaba un sacerdote, conocido
como el Padre Ministro, que mantenía a raya a los escolásticos. Aunque
Halloran disfrutaba de cierta independencia como estudiante, sus horas de no
estudio estaban controladas rígidamente. No había manera de poder pasar la
noche fuera sin un permiso extraordinario.
Sin embargo, de alguna manera, los dos sacerdotes le encubrían. Todos los
jesuitas, escolásticos y sacerdotes, vivían en celdas individuales. Él lograba
regresar a su celda, afeitarse, ducharse y asistir a las clases sin alertar al
prefecto de disciplina. Bowdern tenía un día completo de trabajo pastoral que
realizar, y Bishop tenía sus clases.
Bowdern telefoneó a la familia de Robbie durante el día, se enteró de que
por la tarde había jugado al Monopoly y también de que el padre de Robbie
regresaba de Maryland. Intentaba conservar su trabajo y había vuelto a casa.
Phyllis contó a Karl lo sucedido el miércoles por la noche y él dijo que volaría
hasta St. Louis y llegaría a tiempo para la sesión del jueves.
Hacia las nueve y media, Halloran detuvo el coche frente a la casa y entró
detrás de los sacerdotes. Phyllis se reunió con ellos en la puerta. Karl y su
hermano, dijo, se hallaban en el piso de arriba, sujetando a Robbie. Los
jesuitas oyeron los ruidos procedentes del dormitorio.
Phyllis dijo que Robbie había pasado el día sin incidentes y no parecía
afectado por lo sucedido por la noche y la mañana. Todos habían cenado y se
había hablado de jugar otra partida de Monopoly. Luego, hacia las nueve,
Robbie de pronto había sentido sueño. Le había entrado sueño tan deprisa,
que se había adormilado mientras se desnudaba para acostarse. Apenas se
había metido en la cama empezó a sacudirse violentamente y a gritar,
dormido. Los horrores de la noche anterior habían comenzado de nuevo.
Bowdern y Bishop se pusieron la sobrepelliz y la estola y subieron al piso
de arriba. Halloran les siguió. En el dormitorio, Karl y su hermano George se
encontraban en la cabecera de la cama, inclinados sobre Robbie, quien
forcejeaba para soltarse.
Bowdern salpicó agua bendita en el rostro de Robbie y le dio varias
bofetadas. El muchacho se incorporó y miró a su alrededor, después volvió a
quedarse dormido y empezó a retorcerse y a gritar. El Ritual advertía de esto.
A veces, los demonios provocaban en el poseso un sueño no natural para
impedir que la víctima fuera consciente del exorcismo.
Bowdern hizo una seña a Halloran para que ayudara a los otros dos
hombres a sujetar a Robbie. No parecía posible que un muchacho tan poco
robusto pudiera tener tanta fuerza. Era una señal de la posesión, pensaba
Bowdern.
Éste abrió el Ritual y empezó a recitar la primera plegaria. Robbie
reaccionó violentamente. Con los ojos cerrados, se volvió hacia su padre y le
escupió en el rostro. Después escupió a su tío George y a Halloran. Bowdern
se acercó, hablando con voz potente y autoritaria por encima de los gritos de
Robbie. El muchacho, con los ojos fuertemente cerrados, logró deshacerse de
los tres hombres que le sujetaban y, con un movimiento rápido, alargó el
brazo, agarró la estola de Bowdern y la desgarró.
El padre Bishop, que acababa de rociar con agua bendita la cara de
Robbie, recibió un salivazo en plena cara. Phyllis se acercó para acariciar la
frente de Robbie con un trapo. Él volvió sus ojos cerrados hacia ella y,
apartando el trapo, le escupió en la cara.
El muchacho torció la cabeza. Halloran se agachó, pero Robbie le alcanzó
de lleno en la cara. «Era un tirador certero a una distancia de casi metro y
medio —comentó más tarde Halloran, maravillado—. Tenía los ojos cerrados y
te escupía en la cara. »
Bowdern no vacilaba ni un segundo. Seguía leyendo las oraciones y Bishop
y Halloran respondían cuando debían. Tía Catherine empezó a recitar el
rosario. Mientras iba pasando las cuentas, otros se unieron a ella. Dios te
salve, María, llena eres de gracia... y Padre nuestro que estás en los cielos...
De vez en cuando, Robbie emergía de su pesadilla. Parecía asustado
cuando sus padres le preguntaban por qué escupía y forcejeaba. Exhausto y
despierto, no recordaba ninguna de sus acciones. Lo único que sabía era que
había estado dormido. Durante estos momentos de confusa vigilia, Bishop
comprobaba el pulso de Robbie. Era normal, igual que la noche anterior.
Bishop también miró si Robbie tenía arañazos y verdugones. No tenía
ninguno.
Entonces Robbie caía de nuevo en lo que Bishop apodaba «el profundo
sueño de la rabieta» y volvía a escupir y a gritar. Unas cuantas veces Robbie
amenazó a gritos a las personas que le sujetaban. Y, a las palabras Dominus y
Deus, arqueaba su delgado cuerpo o pateaba salvajemente. De vez en cuando
tarareaba alguna canción o elevaba la voz para cantar desafinando «Allá abajo
en el río Swanee. »
Bowdern siguió leyendo y, cuando hubo terminado las plegarias del
exorcismo, empezó el rosario y se quedó junto a la cama hasta que, hacia la
una y media de la madrugada, Robbie cayó en lo que parecía un sueño
normal. Cuando Bowdern estuvo seguro de que Robbie dormiría toda la noche,
salió de la habitación y bajó al piso de abajo seguido de los demás.
Bishop fue haciendo preguntas a todos los que se hallaban en la
habitación y anotando sus observaciones, junto con las propias. Luego, los
sacerdotes y Halloran se despidieron y regresaron en coche a la universidad.
Bowdern, después de dormir unas horas, se despertó, celebró su misa
diaria en Javier y, con aspecto ojeroso y preocupado, intentó concentrarse en
la tarea de ser pastor durante el resto del día. Pero su mente estaba en su
guerra con Satanás a través del muchacho que no parecía saber nada de esta
guerra. Aquel viernes por la tarde tuvo noticias de los padres de Robbie. Éstos
dijeron que Robbie había tenido lo que ellos llamaban un «hechizo» poco
después de almorzar. Karl Mannheim sujetó a Robbie con fuerza en sus
brazos mientras Phyllis la no católica y su cuñada católica rezaban el rosario.
Robbie dejó de forcejear al cabo de una hora y pareció volver a la normalidad.
Bowdern, Bishop y Halloran volvieron a la casa a las siete de la tarde. Los
tres charlaron y jugaron con Robbie. (Bishop no anotó a qué jugaron, y
Halloran, al ser preguntado por ello cuarenta años más tarde, no lo
recordaba.) Robbie parecía disfrutar con la compañía, pero poco después de
las ocho dijo que empezaba a tener sueño. Subió la escalera y se preparó para
acostarse. En cuanto se metió en la cama, los sacerdotes y Halloran se
reunieron de nuevo en su habitación.
Bowdern dirigía el rosario y Robbie, vacilante, se unió al rezo. Cuando
habían recitado la última de las cincuenta Avemarias y diez Padrenuestros,
Bowdern mencionó a Nuestra Señora de Fátima, una historia que le había
gustado a Robbie cuando Bowdern se la contó por primera vez. Luego, el
sacerdote empezó a recitar una plegaria específicamente a Nuestra Señora de
Fátima. Robbie parecía calmado y permaneció despierto.
Bowdern ocupó su lugar a un lado de la cama y Bishop se colocó al otro
lado. Halloran se arrodilló de nuevo ante los barrotes de los pies de la cama.
Bowdern abrió el Ritual en la sección del exorcismo y comenzó la primera
plegaria prescrita, la Letanía de los Santos.
«Kyrie, eleison», dijo Bowdern.
Bishop y Halloran respondieron: «Christe, eleison». Y una vez más, el ritmo
de la letanía resonó en el dormitorio; Bowdern recitaba una frase en latín, y
Bishop y Halloran respondían.
«Christe, audi nos. »
«Christe, exaudi nos. »
«Sancta Maria, ora pro nobis. »
«Ora pro nobis. »
«Sancta Virgo virginum... »
«Ora pro nobis. »
«Sancte Michael... »
«Ora pro nobis. »
«Sancte Gabriel... »
El colchón empezó a dar sacudidas.
Bowdern interrumpió la letanía, señaló con el dedo el lugar donde estaba
en el Ritual, cogió la botella de agua bendita de una mesa que había junto a la
cama y roció ésta con agua. El colchón dejó de moverse.
Bowdern volvió a abrir el Ritual y los tres jesuitas reanudaron el sonsonete
de la letanía:
«Sancte Raphael... »
«Ora pro nobis. »
«Omnes sancti Angelis et Archangeli... »
«Ora pro... »
Robbie eructó, agitando los brazos y las piernas. Tiraba de la manta y la
sábana y daba puñetazos a la almohada. Halloran se acercó a la cabecera de
la cama y agarró al muchacho. El padre y el tío de éste se precipitaron a
ayudar a Halloran. Los tres hombres sujetaban a Robbie. Sin embargo, éste se
retorcía y arqueaba el cuerpo. «Las contorsiones —anotó más tarde Bishop—
revelaban una fuerza física que sobrepasaba la potencia natural de R. »
Robbie agitó la cabeza, se deshizo de las manos que le sujetaban y empezó
a escupir. Aunque tenía los ojos cerrados, nunca fallaba. El padre Bishop se
agachó —en vano— y le roció con agua bendita. Robbie se retorció bajo las
gotitas, como si le dolieran. «Forcejeaba y gritaba de una manera diabólica,
con voz muy aguda», dice el diario de Bishop.
Bowdern dejó de leer y, siguiendo una de las instrucciones del Ritual,
intentó tocar a Robbie con una reliquia. Robbie escupió en ella y rápidamente
se giró y escupió en la mano levantada de Bishop. A continuación, Bowdern
metió la mano debajo de su sobrepelliz y extrajo de un bolsillo interior una
cajita dorada llamada píxide. En su interior había una oblea redonda, una
hostia consagrada. Esto era lo que los católicos adoraban como el Santísimo
Sacramento, el cuerpo y la sangre de Cristo.
Robbie movía los pies rítmicamente, como si marchara hacia una nueva
batalla en el borde del foso. Bowdern sostuvo el píxide cerca de la planta de
un pie. Aquella pierna dejó de moverse mientras la otra seguía marchando en
la pesadilla de Robbie.
De repente, Robbie recobró la consciencia. Dijo que le dolían los brazos, y
miró a su padre, a su tío y a Halloran. Parecía saber que los brazos le dolían
porque ellos se los habían estado sujetando con fuerza. Pero no dijo nada.
Entonces, con la misma rapidez con que había despertado, cerró los ojos, se
recostó en la almohada y empezó a revolcarse y gritar.
Bowdern prosiguió las plegarias. Entre gritos Robbie a veces intentaba
repetir las palabras. Pareció calmarse y, por un instante, los hombres le
soltaron. En aquel instante, dice el diario de Bishop, «R. se irguió en la cama y
peleó con todos los que le rodeaban. Gritaba, saltaba y daba puñetazos. Tenía
el rostro diabólico y le castañeteaban los dientes de furia. Intentó morder la
mano del sacerdote que le bendecía y mordió a los que le sujetaban».
Apretado contra el colchón, Robbie reanudó su forcejeo y sus salivazos
mientras proseguían las plegarias. Durante horas fluctuó entre el frenesí y la
calma. Luego, hacia medianoche, durante un período de calma, los que le
asían le soltaron, exhaustos.
En un instante Robbie se puso de pie en el medio de la cama. Se dejó caer
de rodillas y empezó a hacer reverencias, doblando la cintura y tocando el
colchón con la cabeza. Después de varias reverencias silenciosas, empezó a
cantar «Oh Señora de Fátima, ruega por nosotros» y después pasó a rezar el
Avemaría.
Mientras todos los presentes en la habitación se reunían alrededor de la
cama, embelesados, Robbie puso la almohada frente a sus rodillas y empezó a
golpearla con un ritmo que parecía el clop-clop-clop de unos caballos al trote.
Bruscamente volvió a erguirse y, a los ojos de Bishop, «empezó su fuerte lucha
para la expulsión del diablo —Bishop continúa—: Giraba en todas direcciones.
Se quitó la parte superior de su ropa interior y sostuvo los brazos en alto en
gesto suplicante. Después, hizo como si intentara vomitar. Sus gestos eran
hacia arriba, cerca de su cuerpo. Parecía tratar de llevar al diablo desde el
estómago a la garganta».
Robbie pidió que alguien abriera la ventana. El frío viento de la noche azotó
el dormitorio.
«¡Se va! ¡Se va! —gritó Robbie con una voz dulce y victoriosa—. ¡Ya está!»
Cayó de espaldas sobre la cama, su cuerpo inerte, como si la extraña
fuerza se hubiera agotado.
Todos los que se hallaban en la habitación se arrodillaron junto a la cama.
Bowdern guió una plegaria de acción de gracias. Phyllis Mannheim lloraba de
alegría. Robbie, con el rostro en actitud beatífica, les contó su triunfo. Dijo que
había visto una enorme nube negra que le había oscurecido la visión. Sobre la
nube había aparecido una figura encapuchada con una túnica negra. Y la
figura se había alejado, haciéndose cada vez más pequeña hasta que
desapareció.
Robbie bajó de la cama, se puso su albornoz y, sonriendo feliz, bajó la
escalera con los tres jesuitas. Habló con ellos unos minutos y luego les
despidió en la puerta. Era cerca de la 1. 30 de la madrugada.
A las tres y cuarto, sonó el teléfono de la rectoría de la iglesia de la
universidad. Temiendo lo que iba a oír, el padre Bowdern cogió el teléfono. Es
Robbie. El muchacho se apretaba el estómago en gesto de dolor y gritaba:
«¡Está volviendo! ¡Está volviendo!».
Bowdern se vistió rápidamente y, procurando no despertar a nadie más,
fue a buscar a Bishop y a Halloran. «Acababa de meterme en la cama —
recuerda Halloran— y él entró y dijo: "Hemos de volver". »
Las luces estaban encendidas en una casa de la oscura calle cuando
Halloran detuvo el coche. Los tres jesuitas entraron en silencio en la casa,
subieron la escalera y Bowdern comenzó de nuevo las plegarias del exorcismo.
Era como si antes no hubiera ocurrido nada. Robbie se retorcía de nuevo en la
cama. Su padre y su tío le sujetaban. Más plegarías, más gritos, más
salivazos. Y, por fin, a las siete y media, Robbie se entregó a lo que parecía un
sueño natural.
Bowdern, Bishop y Halloran regresaron al coche y realizaron el trayecto de
regreso en silencio. Bowdern aferraba su Ritual. A veces, decían las
instrucciones, los demonios «dejan el cuerpo prácticamente libre de molestias,
de modo que la víctima cree que los ha expulsado por completo. Sin embargo,
el exorcista no debe desistir hasta que vea señales de la expulsión». Pero
¿cuáles eran esas señales? Robbie había gritado: «¡Se va!», y después: «¡Ya
está!». ¿Eso no eran señales? Por primera vez, Bowdern sintió desesperación,
el pecado más terrible, pues despojaba al alma de esperanza.
10

LA SEÑAL DE LA CRUZ

El padre Bowdern, con los ojos hinchados por la falta de sueño, entró en la
sacristía de la iglesia de San Francisco Javier y fue al lavabo, donde se lavó y
secó las manos antes de vestirse para celebrar misa. Se acercó a la mesa
donde estaban las vestiduras, que era un ancho armario de madera que
llegaba hasta la cintura. Había comenzado la cuaresma, y por eso abrió el
ancho cajón que contenía las vestiduras externas de color morado. Las colocó
sobre la superficie plana y abrió otro cajón para sacar las demás prendas.
Besó el dobladillo del amito, una pieza rectangular de hilo blanco, se la
puso sobre los hombros, se la cruzó sobre el pecho y se pasó las largas tiras
de tela alrededor de la cintura de la sotana y las ató. Se puso el alba, una
túnica blanca que le llegaba a los pies; luego, la ciñó con un largo cinto blanco
que ató a su cintura. En el brazo izquierdo se colocó un manípulo morado con
una cruz bordada a ambos lados. Alrededor del cuello se puso una estola
morada más ancha y más larga que la utilizada durante el exorcismo.
Finalmente, cogió la casulla, un manto sin mangas, bajó la cabeza y se colocó
la última vestidura morada. Bordada en la parte de la casulla que le cubría la
espalda había una gran cruz.
Completamente vestido, se puso el birrete. Un monaguillo que esperaba
abrió la pesada puerta de madera que conducía al santuario y el padre
Bowdern siguió al muchacho. La gente se agitó en los bancos situados tras la
barandilla del altar. Los feligreses que formaban la pequeña congregación del
sábado se pusieron en pie cuando Bowdern entregó su birrete al monaguillo,
subió los escalones que conducían al altar, se inclinó para besar el frío altar
de mármol y formó la señal de la cruz tocándose con el pulgar la frente y el
pecho. Se volvió e hizo la señal de la cruz para bendecir a los feligreses.
El sacerdote sentía paz y fuerza en esta iglesia. La desesperación había
desaparecido. Descendió los escalones y, volviéndose al tabernáculo, que
contenía el Santísimo Sacramento, dijo: «Introito ad altare Dei [Iré al altar de
Dios]».
El monaguillo respondió: «Ad Deum qui laetificat juventutem meam [Al Dios
que da alegría a mi juventud]».
Y así siguió casi todo el tiempo. Latín en el silencio de una iglesia, la misa
como el servicio que daba a la gente. Ser jesuita en la más profunda tradición
espiritual, la tradición de Ignacio.
Las docenas de ventanas de vidrio de color alrededor de la iglesia revelan
en gran manera la visión del mundo que tienen los jesuitas. Las ventanas de
los cruceros retratan los tres órdenes sociales afectados por las enseñanzas de
Cristo: el estado, la Iglesia y la familia. La relación humana con el mundo
material la simbolizan imágenes de las tres ocupaciones humanas básicas: la
labranza, el transporte y el comercio. Otra ventana muestra a los mártires
jesuitas de Norteamérica, cuyas reliquias Bowdern había llevado a casa de
Robbie. Cerca hay ventanas que exhiben escenas de la vida de santos jesuitas
con escenas descaradamente paralelas con historias bíblicas.
En el gran ábside, unas ventanas ojivales llaman la atención hacia arriba
desde el altar principal. Las ventanas retratan, con dorado esplendor, las tres
personas de la Santísima Trinidad. A su alrededor se agrupan huestes de
ángeles y un arco iris, el símbolo secular de la esperanza.

El sábado siguió las pautas de los otros días. Robbie, jugaba, leía libros de
cómics, escuchaba la radio y actuaba como un muchacho normal de trece
años. Con la oscuridad llegaba el ánimo sombrío, y con el sueño llegaba el
horror. Bowdern decidió intentar adelantar el período oscuro, para ahorrar a
Robbie, a su familia y a sus visitantes un asedio de toda la noche. Quizá si
Robbie se acostaba hacia las ocho, la ordalía terminaría a las once o a
medianoche en lugar de prolongarse hasta la mañana.
Bowdern, Bishop y Halloran llegaban a las siete de la tarde y pasaban casi
una hora intentando tranquilizar a todos antes de la tormenta. A las ocho,
Robbie se acostaba y al cabo de unos minutos Bowdern conducía a los demás
a la habitación.
Bowdern se dio cuenta de que Robbie no había dado muestras de violencia
hasta que había comenzado el exorcismo tres noches atrás. ¿Cada exorcismo
provocaría violencia? Si el exorcismo hacía brotar su violencia, ¿qué acabaría
con ella?
Bowdern sabía que la última presa que el demonio buscaba era él. Eso no
le daba miedo. Lo que le desagradaba era despertar a la bestia que habitaba
en Robbie y ver a éste atormentado. Bowdern estaba empezando a aceptar que
el exorcismo de Robbie les torturaría a los dos, pero al final el bien
prevalecería. Debía centrarse sólo en eso. No debía volver a desesperarse. No
debía vacilar ante la furia que con sus oraciones desataba. Empezó.
Robbie gritó y se retorció para liberarse de Halloran, que le sujetaba.
Bowdern percibió que aquella noche sería peor que la anterior. Siguió leyendo
y Bishop respondiendo; Halloran respondía entre gruñidos.
Bowdern inició el Praecipio: «Yo te ordeno, espíritu impuro —y miraba por
encima del Ritual a Robbie, al que le castañeteaban los dientes y que ladraba
como un perro—, me dirás mediante alguna señal... ».
Bowdern hablaba en una lengua que Robbie no comprendía. Sin embargo,
al oír esas palabras latinas que pedían una señal, Robbie la dio. Se orinó. La
orina formó una mancha que se extendió por la manta que le cubría. El hedor
era espantoso. Bowdern ordenó que el demonio diera su nombre. Y Robbie
volvió a orinarse. Bowdern pidió la hora en que el demonio se marcharía. Y de
nuevo Robbie se orinó.
El muchacho tenía el pijama y la cama empapados, y seguía orinándose.
De pronto despertó, se dobló de dolor y gritó que la orina le quemaba.
Mientras hablaba, casi se ahogó porque, logró decir, también le ardía la
garganta. Sentía fuego en la garganta y el pene.
A veces, advertían las instrucciones del Ritual, «los espíritus malignos
colocan todos los obstáculos que pueden en el camino, para que el paciente no
pueda someterse al exorcismo». Bowdern estaba tentado de gritar y maldecir al
demonio. Pero resistió, poniendo atención en la advertencia de llamar
directamente al demonio.
Terminó el Praecipio y pasó a la introducción del Evangelio según san
Juan: «En el principio era el Verbo, y el Verbo estaba con Dios, y el Verbo era
Dios». Mientras rezaba, se adelantó unos pasos e hizo la señal de la cruz sobre
la frente, los labios y el pecho de Robbie.
Cesó la orina y prosiguieron las oraciones. «Omnipotens Domine, Verbum
Dei Patris, Christe Jesu, Deus et Dominus universae creature [Oh Dios
omnipotente, Verbo de Dios Padre, Jesucristo, Dios y Señor de toda la
creación]. » La plegaría proseguía: «... con temor y temblando, suplicante evoco
Tu santo nombre: concédeme a mí, Tu más indigno siervo, el perdón de todos
mis pecados; otórgame la fe firme y el poder para atacar a este cruel demonio
con seguridad y sin temor, fortalecido por el poder de Tu santo brazo».
Bowdern había recitado esa plegaria otras noches, pero ahora podía sentir
su fuerza. Volvió a hacer la señal de la cruz sobre Robbie y colocó un extremo
de la estola en el cuello de éste. Con la mano derecha en la cabeza de Robbie,
dijo: «Ecce Crucem Domini, fugite, partes adversad [Mira la cruz del Señor;
¡marchaos, poderes hostiles!]».
Bishop respondió: « Vincit leo de tribu Juda, radix David [El León de la tribu
de Judá ha vencido, Él, que es el azote de David]».
Con su mano firme sobre la cabeza de Robbie, Bowdern continuó: «Domine,
exaudi orationem meam [Oh Señor, escucha mi plegaria».
Bishop dijo: «Et clamor meus ad te veniat [Y que mi grito llegue a Ti]».
«Dominus vobiscum. »
«Et cum spiritu tuo. »
Robbie pareció calmarse bajo la mano de Bowdern. Por un momento, los
gritos y los ladridos cesaron. Reinaba el silencio en la apestosa habitación.
Entonces, de la boca de Robbie brotaron las notas de El Danubio azul: la la la
la la, la la, la la, bellamente interpretadas, mientras hacía oscilar los brazos
siguiendo el ritmo de la melodía. Su voz ya no era tosca ni sus gestos agitados.
Tenía la voz de un angelical niño de coro, una voz aparentemente educada.
Bishop, que tenía mejor oído para la música que Bowdern, quedó
particularmente asombrado con la actuación de Robbie. Después de los
anteriores estallidos, Bishop, con cuidado y tomando notas, había preguntado
por las habilidades musicales de Robbie. Su madre había dicho a Bishop que
no cantaba bien y que, en realidad, no le gustaba cantar. Eso explicaba la
actuación anterior, pero no ésta.
Luego Robbie pasó a cantar La vieja y tosca cruz, al parecer como
respuesta burlona a la oración de Bowdern, que había comenzado con Ecce
Crucem Domini. También esta música, a los oídos de Bishop, era de una
calidad profesional.
El canto cesó tan de repente como había comenzado. Robbie despertó por
unos momentos y Bishop le pidió con naturalidad que tarareara El Danubio
azul. Robbie no pudo seguir la melodía y dijo que no se sabía la canción.
Cerró los ojos y cayó de nuevo en su sueño como un trance. Un poco más
tarde, mientras Bowdern seguía las plegarias, Robbie llamó a uno de los
sacerdotes por su nombre. (Bishop no anotó de qué sacerdote se trataba.) El
sacerdote no respondió. Robbie volvió a llamarle, con voz aún agradable. Una
vez más el sacerdote se negó a responder. Con voz áspera, Robbie volvió a
llamar al sacerdote por su nombre y añadió: «¡Hueles mal!». Fue el primero de
lo que serían ataques cada vez más vehementes hacia los sacerdotes y
Halloran.
La furia de Robbie contra el sacerdote dio paso a una explosión violenta.
Empezó a revolverse otra vez. Halloran hacía todo lo posible para inmovilizarle.
Los gritos y las contorsiones siguieron hasta las 3 de la madrugada, cuando
Robbie se entregó a un profundo sueño que Bowdern juzgó natural. Él, Bishop
y Halloran esperaron y oraron junto a la cama durante media hora y después
se marcharon. Entonces tuvo lugar otro ritual de cada noche: los Mannheim
quitaron el pijama empapado a Robbie, que dormía profundamente, le lavaron,
le pusieron un pijama limpio y cambiaron las manchadas sábanas.
El domingo, Bowdern volvió a iniciar la sesión a las ocho y al cabo de
quince minutos Robbie mostraba señales de lo que sería la peor noche.
Maldecía y se retorcía en la cama, amenazaba a Halloran, maldecía, gritaba.
Le gustaba orinarse pródigamente y soltar fuertes ventosidades y eructos.
Despertó por un momento, se quejó de que la orina le quemaba y cayó de
nuevo en trance y siguió orinándose y soltando ventosidades. La habitación
apestaba; los olores parecían permanecer en el aire como una hedionda
niebla.
Por primera vez, Robbie se volvió contra los sacerdotes. «¡Alejaos de mí,
imbéciles!», gritó. Su voz a veces era estridente y otras gutural. Lo que los
testigos recordaban de la voz de Robbie variaba considerablemente. Algunos
describieron su voz como no terrena, una voz profunda y amenazadora que no
podía proceder de un muchachito. Otros recordaban una voz agudísima y
extremadamente irritante que penetraba en sus mentes como un hacha. Otros
no podían quitarse de la cabeza la risa demoníaca de Robbie.
«¡Id al infierno, sucios hijos de puta!», gritaba Robbie.
Halloran apretaba con más fuerza, temeroso de que el muchacho saltara e
hiriera a Bowdern. Pero éste no perdió de vista su misión. Siguió rezando,
hablando con voz alta y firme, como un oficial dirigiéndose a un enemigo
oculto.
«¡Malditos seáis, hijos de puta! —gritó Robbie—. ¡Sucios imbéciles!»
Bishop anotó estas frases. Hubo otras, demasiado ofensivas para que el
sacerdote las anotara. Lo único que dijo fue que Robbie también incluyó en
sus maldiciones referencias a la Santísima Madre y frases tergiversadas de las
oraciones a Nuestra Señora de Fátima.
Las maldiciones y el forcejeo terminaron por fin a las dos de la madrugada.
Los tíos de Robbie no podían soportarlo más. Nadie dormía. El día
siguiente, lunes 21 de marzo, Phyllis Mannheim, agotada por el pesar, el
miedo y la falta de sueño, acudió a un médico. Al parecer, no le dijo la causa
de su estado.
Robbie permanecía aparentemente ajeno a sus frenéticas noches. Su
amnesia diurna desconcertaba a todos. «Siempre me pareció que si hubiera
recordado lo que había ocurrido, lo habría mencionado —dice Halloran—. Pero
nunca dijo nada a ninguno de los implicados. Jamás aludía a nada que se
hubiera dicho o hecho. Nunca tuve la sensación de que el chico actuara. No.
Si estaba despierto cuando nos íbamos, decíamos "Adiós" y "Hasta pronto", él
respondía: "De acuerdo". ».
La familia se reunió, protestantes y católicos, para decidir qué hacer a
continuación. Entre los parientes se hallaban seguidores del espiritismo de tía
Harriet y creyentes en la parapsicología. Presentaron alternativas al
exorcismo. Phyllis y Karl Mannheim estaban dispuestos a probar cualquier
cosa, pero por el momento decidieron rechazar las otras sugerencias y aceptar
las recomendaciones de Bowdern y Bishop.
Los jesuitas sugirieron que ingresaran a Robbie en un hospital, al menos
una noche, para que el resto de la familia pudiera dormir sin miedo a ser
despertados por los gritos. No consultaron con Robbie. Sus padres accedieron
y Bowdern se encargó de inmediato de que Robbie fuera llevado al Hospital de
los Hermanos Alejianos, una institución muy conocida de St. Louis.
La orden de los Hermanos Alejianos, la congregación de celitas, había sido
fundada por monjes que cuidaban de las víctimas de la Peste Negra, que
barrió Europa en el siglo catorce. En Europa eran conocidos como los
Hermanos Pobres o Hermanos del Pan, los monjes que socorrían a los
moribundos y a los locos, los monjes que se quedaron a enterrar a los muertos
cuando los demás huyeron de la peste. El nombre de su orden conmemoraba
a su santo patrón, san Alejo, un hombre santo que dedicó su vida a ayudar a
los pobres.
Los alejianos abrieron su primer hospital en Chicago en 1866, diciendo que
estaban especializados en tratar a los «idiotas y lunáticos del sexo masculino».
Los Hermanos continuaron esta especialidad cuando abrieron su hospital en
St. Louis en 1870. En la segregada St. Louis añadieron la promesa de tratar a
los hombres de cualquier «clase, nacionalidad, religión, raza o color». En 1873
erigieron un nuevo edificio. Una de sus dos alas de 36 metros de largo estaba
reservada a los pacientes mentales. Las estrictas reglas prohibían el uso de
cadenas, esposas o camisas de fuerza, pero podía encerrarse en una de las
habitaciones de seguridad de la quinta planta a los pacientes violentos.
Recordando la petición de secreto que le había hecho el arzobispo Ritter,
Bowdern sabía que podía confiar en los alejianos. Los Hermanos se hallaban
entre los primeros practicantes de la medicina en Estados Unidos que
reconocían el alcoholismo como una enfermedad. Desde los años veinte,
habían tratado a alcohólicos y habían adoptado una misión especial, poco
conocida fuera de sus muros: cuidaban a los sacerdotes alcohólicos y tenían la
responsabilidad de decidir cuándo estaban curados y podían reanudar sus
deberes religiosos.
A las diez de la noche del 21 de marzo, Robbie fue ingresado en el hospital
e instalado en la cama de una habitación de seguridad. Había correas en la
cama, barrotes en la ventana y la parte interior de la puerta carecía de tirador.
Para salir de la habitación, se golpeaba la puerta hasta que un Hermano la
abría. El hermano Bruno, que hacía tiempo se ocupaba del ala, poseía una
aguda percepción de las necesidades de sus pacientes y la familia de éstos.
Ordenó que trasladaran un diván a la habitación para el padre de Robbie,
quien había llegado con el muchacho y los jesuitas.
Bowdern empezó a recitar la Letanía de los Santos como preludio a las
plegarias del exorcismo. Se preparó para resistir otra noche de horror. No
sucedió nada. Miró de cerca a Robbie. Éste tenía los ojos abiertos con
expresión de miedo y giraba la cabeza de un lado a otro, mirando primero la
ventana con barrotes y después las correas que le sujetaban. Parecía más
asustado por lo que le rodeaba que por lo que Bowdern trataba de exorcizar.
Por primera vez, el exorcismo se realizó sin ningún estallido por parte de
Robbie, quien permaneció despierto y temerosamente alerta. Cuando
terminaron las plegarias, Bowdern dirigió el rosario con las personas que se
hallaban en la habitación: Bishop, Halloran, Karl Mannheim y varios
Hermanos.
Cuando terminó, Bowdern dio unos golpecitos a la puerta. Un Hermano de
guardia abrió inmediatamente y Bowdern salió, haciendo una seña de que
salieran todos excepto Karl. Cuando Bishop salió de la habitación, vio que
Mannheim se inclinaba sobre su hijo y rezaba en voz alta para que se
durmiera. A las once y media, Robbie se entregó a un profundo sueño normal
y su padre se tumbó en el diván y, por primera vez en meses, durmió en paz.
Robbie despertó a las seis y media y despertó a su padre. Regresaron a casa
del hermano de Karl y pasaron el día allí.
Un día hacia esa época —el incidente no está registrado en el diario de
Bishop—, Karl W. Bubb, Sr., un profesor de matemáticas y física de la
universidad de Washington en St. Louis, de cincuenta y siete años, visitó la
casa donde se alojaba Robbie. Bubb, distinguido científico, al parecer había
sido invitado a la casa por un miembro de la familia que, a través del
espiritismo de tía Harriet, conocía el interés que Bubb sentía por lo
paranormal. La madre de Bubb había sido espiritista y a menudo había hecho
participar a su hijo en las sesiones de espiritismo.
Bubb informó más adelante de que durante su visita al dormitorio de
Robbie vio que una mesa se elevaba lentamente y permanecía en el aire cerca
del techo. Una cómoda también se movió mientras Bubb se hallaba en la
habitación. Tal como Halloran recordaba la visita (la cual no fue concertada
por los jesuitas), el exorcismo perturbó en gran manera a Bubb, quien había
ido a ver una manifestación de poltergeist. Según relató Halloran, Bubb tomó
algunas notas «y se marchó, diciendo: "Éste no es mi territorio"».
Durante la Segunda Guerra Mundial, Bubb había trabajado en el secreto
Proyecto Manhattan, el enorme esfuerzo científico que desarrolló la bomba
atómica. En la universidad de Washington fue sucesivamente presidente del
departamento de matemáticas aplicadas y del departamento de mecánica.
Después de su muerte en 1961, sus ensayos sobre parapsicología —que
presumiblemente incluían sus notas sobre la visita efectuada a Robbie—
fueron destruidos para proteger su reputación científica.
Bowdern, alentado por las esperanzas de que Robbie se estaba
recuperando, dijo que aquella noche en el hospital era suficiente. La siguiente
noche, martes 22 de marzo, Robbie volvía a estar en casa de su tío. Hacia las
nueve y media, poco después de que Robbie se acostara, la cama empezó a
sacudirse y el muchacho volvió a quedar hechizado. Phyllis Mannheim llamó a
Bishop. Con un píxide que contenía el Santísimo Sacramento, Bishop llegó
con otros dos sacerdotes (a los que no identifica). Los tres sacerdotes se
arrodillaron junto a la temblorosa cama y recitaron las oraciones del
exorcismo, seguidas del rosario. Poco antes de medianoche, Robbie se entregó
a un sueño natural.
Bowdern al parecer interpretó la conducta dócil de Robbie en dos noches
sucesivas como una señal de que la posesión estaba cediendo. El sacerdote
decidió entonces probar una nueva estrategia: la conversión de Robbie al
catolicismo. Su motivo parece que era el deseo de alistar al muchacho en las
filas de lo que Bowdern percibía como la fuerza más potente que podía
ejercerse sobre los demonios cada vez más débiles. Quizá Bowdern para
entonces había recitado tan a menudo las plegarias del exorcismo que una
frase le movió a esta acción. «Yo te ordeno ... que salgas rápidamente... de este
siervo de Dios, Robert, que busca refugio en el seno de la Iglesia. »
Bowdern hizo instalar una habitación en su rectoría para acomodar a
Robbie y a su padre. Karl Mannheim, nacido católico, autorizó a Bowdern a
que empezara a instruir a Robbie en el catolicismo. El miércoles por la noche,
Robbie y Karl se trasladaron a la rectoría. Bowdern pasó un tiempo hablando
a Robbie del catolicismo y enseñándole las oraciones que los niños católicos
aún más jóvenes que Robbie aprendían como iniciación a su religión. En estas
cuatro cortas oraciones —los Actos de Fe, Esperanza, Amor y Contrición— se
hallaban los puntos esenciales del catolicismo y lo que Bowdern creía que era
nuevo armamento para un poseído.
El Acto de Fe atestiguaba que se creía absolutamente en lo que Bowdern
iba a enseñar, los principios de la Iglesia Católica. El Acto de Esperanza pedía
«el perdón de mis pecados, la ayuda de Tu gracia y la vida eterna; a través de
los méritos de Jesucristo, mi Señor y Redentor». En el Acto de Amor Robbie
decía a Dios: «Te amo sobre todas las cosas con todo mi corazón y con toda mi
alma, porque Tú eres infinitamente digno de todo amor. También amo a mi
prójimo como a mí mismo... perdono a todos los que me han hecho daño y
pido perdón por todos a quienes yo he hecho daño». En el Acto de Contrición,
Robbie decía: «Me arrepiento con todo mi corazón de haberte ofendido; detesto
mis pecados por el amor que Te tengo; estoy firmemente decidido a no volver a
ofenderte, y con la ayuda de Tu gracia a evitar toda ocasión de pecado».
Fe, esperanza y amor —y las repetidas referencias al pecado— repicaban
en la mente de Robbie cuando se acostó a las nueve y media. Bowdern,
Bishop, Halloran y Karl Mannheim se reunieron en torno a su cama, junto
con un recién llegado, el padre William A. Van Roo, S. J., un sacerdote que se
hallaba en la tercianidad posterior a la ordenación.
Van Roo, a quien incluso sus compañeros jesuitas calificaban de brillante,
ya había comenzado su trabajo como teólogo empezando estudios sobre la
influencia de la filosofía árabe en Tomás de Aquino. Se convertiría en un
eminente teólogo de la facultad de la Universidad Gregoriana de Roma. Pero
esta noche de marzo fue reclutado como posible ayuda para Halloran. Como
parte de su tercianidad, Van Roo acababa de ser nombrado ayudante de
Bowdern, que le había saludado diciendo: «Bill, tengo el proyecto que
necesitas».
Todos los que rodeaban la cama de Robbie se unieron a él para recitar los
Actos de Fe, Esperanza, Amor y Contrición. Luego Bowdern comenzó la
Letanía de los Santos. Robbie inmediatamente eructó, dando patadas,
escupiendo y dando manotazos a Halloran, quien apretaba al muchacho e
indicó desesperado que Van Roo y Karl Mannheim le ayudaran.
Mientras Bowdern seguía recitando las oraciones, los tres hombres hacían
esfuerzos para sujetar a Robbie. Con los ojos cerrados con fuerza, el
muchacho se retorcía y gritaba. Pero al cabo de pocos minutos abrió los ojos y
sonrió a Halloran con expresión suplicante. «Por favor, suélteme los brazos —
dijo el muchacho—. Me hace daño. »
«Me limitaré a mantener las manos cerca de ti», replicó Halloran.
Van Roo frunció el ceño.
Entonces, el talante tranquilo de Robbie cesó bruscamente y Halloran, con
un movimiento veloz, agarró con las manos un delgado brazo e hizo señas a
Van Roo para que asiera el otro. Mannheim se quedó atrás, reacio a pelear con
su hijo. Van Roo volvió a fruncir el ceño. «No tiene sentido que le tengamos
que sujetar los brazos con tanta fuerza —le expuso a Halloran—. Sólo le hace
sentirse incómodo. »
Halloran, que se denominaba a sí mismo el hombre del brazo fuerte del
equipo del exorcista, creía que sabía lo que hacía. Había visto antes esa
actuación: Robbie sonreía, abría los ojos, esperaba un hueco y entonces,
atacaba. Ésta era la primera noche de Van Roo, pero éste era sacerdote y
Halloran un simple escolástico, así que Halloran soltó el brazo de Robbie.
En una fracción de segundo, Robbie arremetió a ciegas y dio un puñetazo
en la nariz a Halloran. Con los ojos aún cerrados, golpeó la nariz aguileña de
Van Roo. Los dos jesuitas agarraron el puño infalible y después el otro y los
apretaron contra la cama. Halloran tenía la nariz rota, y la de Van Roo
sangraba pero por lo demás estaba intacta.
Los dos jesuitas, a los que a modo de prueba se unió Mannheim,
prosiguieron inexorablemente. Bowdern comenzó la plegaria que a menudo
había producido una reacción violenta. «PRAECIPIO TIBI!», dijo con voz fuerte.
«Yo te ordeno, espíritu inmundo. »
Robbie, de pronto, empezó a orinarse y a soltar ventosidades. El hedor era
insoportable. Alguien abrió una ventana. Robbie gritaba y reía diabólicamente.
Ésa era la palabra que acudió a la mente de los que escuchaban:
diabólicamente.
Cerca de la ventana trasera estaba Verhaegen Hall, la vieja residencia
jesuita de ladrillo rojo con las habitaciones privadas que los jesuitas llamaban
celdas. Los escolásticos como Halloran vivían en el primer piso. Los sacerdotes
que preparaban su doctorado y los sacerdotes que eran profesores de la
universidad vivían en el segundo y tercer piso. En una de las habitaciones de
arriba, un joven jesuita estaba leyendo su breviario (un libro con las oraciones
diarias). «Oí esa risa salvaje, como de idiota, diabólica», recordó
posteriormente. Debido al secreto, no sabía nada del exorcismo. «Miré hacia la
ventana de donde procedía la luz, pero no vi nada. »
Dentro, Bowdern estaba experimentando la peor noche hasta entonces.
Robbie periódicamente despertaba unos momentos, se quejaba de que le ardía
el pene, volvía a caer en su sueño de pesadilla y se retorcía, reía y gritaba.
«Estoy en el infierno —gritaba, riendo—. Te veo. Te veo. —Volvió su rostro
sonriente, con los ojos cerrados, hacia Bowdern—. Estás en el infierno. Es el
año 1957. »
Por primera vez, Bowdern reaccionó a una observación de Robbie. Vaciló al
recitar su plegaria. Palideció y miró a su alrededor, confundido y angustiado.
Recobró el ánimo enseguida y reanudó su plegaria.
«Tengo una bonita polla —gritó Robbie, riendo de manera idiota—. Una
polla, una polla hermosa. Tan redondeada, tan firme. Con la parte superior
roja y un agujero en medio. »
Volvió la cara, la cara vacua y manchada de baba de un hombre-niño ciego
y loco, hacia Bowdern y gritó: «¡Oh, tienes un gran pene gordo!».
Le habían puesto una toalla en la entrepierna para empapar la orina. De
alguna manera consiguió soltarse las manos, se arrancó la toalla y comenzó a
fingir que se masturbaba. Los sacerdotes le agarraron las manos y se las
inmovilizaron. Él gritó palabras que Bishop no anotó, observando con
gazmoñería: «Sus expresiones eran ordinarias y relativas al sexo». Cuando
Robbie era Robbie, de día, Bishop anotó en su diario, jamás empleaba
palabras obscenas.
En raros momentos, Robbie despertaba e informaba de lo que veía y oía en
el infierno. Los hombres que había allí, dijo, utilizaban palabras sucias. Luego,
volvía a cerrar los ojos, a retorcerse sugestivamente, a ladrar, a cantar
canciones desconocidas. A las dos y media, su cuerpo se quedó inerte y
Robbie se entregó a un sueño natural.
Halloran, agradecido por estar tan cerca de casa, entró en la residencia y
se encaminó a su habitación, le dolía la nariz, y sabía que la tenía rota.
Esperaba que los otros veintitantos escolásticos del primer piso no se fijaran.
Todos se dedicaban a estudios especiales y seguían un estricto horario. Tenían
que estudiar tanto, que apenas les quedaba tiempo para charlar. Ninguno de
ellos sabía que Halloran pasaba las noches sujetando a un demoníaco.
Se dejó caer en la cama, se quedó dormido al instante y se levantó, como
de costumbre, a las cinco de la madrugada. Se duchó y se afeitó y procuró
mantener la cara apartada para evitar preguntas acerca de su nariz hinchada.
Se unió a otros escolásticos en la capilla y meditó ante el tabernáculo que
contenía el Santísimo Sacramento. Después, fue a misa, desayunó en el
refectorio y comenzó su día con una clase a las ocho.
En un día como éste —quizá durante la meditación, quizá en otros
momentos—, Halloran empezó a preocuparse por su falta de reacción a lo que
había estado viendo y experimentando. Unos cuarenta años más tarde,
recordaría lo que sentía: «Estaba como decepcionado, incómodo conmigo
mismo. ¿No debería tener una reacción más intensa ante aquello? ¿He llegado
a un punto en que realmente no creo que en efecto el diablo se halle entre la
gente?». Y pensaba en los otros. «Deberíamos reaccionar más», se decía a sí
mismo. Al recordarlo, se preguntaba: «¿Cómo podía ser tan insensible y
carente de emoción?». Con la sabiduría que proporciona la madurez, ahora
piensa que tal vez el diablo le había entumecido.
Había algo paralizante en ello: día tras día, las mismas plegarias, las
mismas esperanzas acariciadas y perdidas. Pero Bowdern no volvería a
desesperarse, y Bishop, aunque preocupado, en ningún momento se
desesperó, ni siquiera después de aquella primera noche aterradora en la
rectoría. Ambos sacerdotes creían que la expulsión del demonio era inminente.
La fórmula del exorcismo exigía que el exorcista pidiera que el demonio
revelara el momento de su salida. La primera noche, cuando apareció una X
en la pierna izquierda de Robbie, los dos sacerdotes habían decidido que era la
señal del demonio que indicaba que saldría en diez días. Bishop imaginó que
el día de la salida tendría lugar el jueves 24 de marzo, porque era la fiesta de
san Gabriel, el arcángel tan importante en la Letanía de los Santos. También
señaló que el día siguiente, viernes 25 de marzo, era la fiesta de la
Anunciación, el día, exactamente nueve meses antes del día de Navidad, en
que el arcángel Gabriel dijo: «Dios te salve, María» y anunció a la Santísima
Virgen la encarnación de Cristo. Sin embargo, para Bowdern, el décimo día
era el 25 de marzo.
El jueves Robbie permaneció en la rectoría, y aquella noche, confiando
Bishop en que el demonio saldría, Bowdern empezó la letanía. Apenas había
pasado de Gabriel cuando Robbie comenzó a gritar, chillar, ladrar, cantar,
orinarse y soltar pedos. De nuevo la habitación se llenó de un apestoso olor.
Bowdern había invitado a otros sacerdotes jesuitas a ayudarle. Uno de
ellos ayudó a otros tres hombres a sujetar a Robbie durante el peor de sus
violentos espasmos. Volviendo sus ojos cerrados hacia este sacerdote, Robbie
dijo: «Gordo asno. Buey». Robbie singularizó al sacerdote —su nombre no
figura en el diario de Bishop— y le insultó. «¿Por qué estás aquí? —preguntó
Robbie—. Estarás conmigo en el infierno en 1957. » Según una de las muchas
historias de los jesuitas acerca del exorcismo, el sacerdote, gran bebedor,
había renunciado al alcohol durante un tiempo.
Otro blanco fue un factótum del recinto universitario llamado Michael.
Bowdern había reclutado a Michael para el equipo de hombres con fuerza.
Algunos se preguntaban si el nombre del arcángel Miguel había enfurecido en
especial al demonio. «Michael, pikel, likel, sikel —gritó Robbie en sonsonete;
luego, pasó a atacar la apariencia física de Michel—. Michael, vas sucio», dijo,
distinguiendo al parecer que el hombre era de una clase diferente a los
jesuitas.
Este tipo de burlas sociales eran un ejemplo de los fenómenos que unían
elementos del caso de Robbie con los casos de posesión que se sabía se habían
producido en otros siglos. Porque el diablo, el príncipe del infierno, era tan
orgulloso y envidioso, decía la teoría, que tenía una visión real de su lugar en
el mundo. Los relatos de posesiones medievales con frecuencia otorgaban al
diablo un aire majestuoso, una actitud que Robbie a menudo adoptaba. Los
cambios en la voz de Robbie, sus maldiciones, sus crudas alusiones sexuales,
el hecho de orinarse y soltarse ventosidades también pueden hallarse en las
descripciones de casos de posesión que se remontan a los principios de la
cristiandad.
Bishop observó que la peor manera de hablar empezaba después de
medianoche, profanando la alegre fiesta de la Anunciación. Habló de «besarme
la polla» y «utilizar mi verga». Volviéndose a los sacerdotes que rodeaban su
cama, dijo: «Vosotros también tenéis pollas grandes. y os gusta frotárosla
arriba y abajo». Después su blanco fue un sacerdote obeso. «Tienes grandes
tetas, buey», dijo haciendo ruidos como de chupadas.
Giró la cabeza hacia Bowdern, mirando sin ver al sacerdote. «¡Deja ese
maldito latín! —exigió el muchacho—. ¡Marchaos de aquí, malditos bastardos!»
Como nadie se movió, reanudó sus violentas sacudidas y maldiciones.
Luego, con voz tímida, dijo, aparentemente a Bowdern: «Te gusta estar
conmigo. Bueno, a mí también». Se calmó y cedió a un sueño auténtico hacia
las dos y media.
Bowdern y Michael hicieron todo lo que pudieron para limpiar la cama y
airear la habitación sin despertar a Robbie. Una vez más, Halloran y Bishop
regresaron a su residencia, junto con los otros que habían ayudado Bowdern.
Cuando Bowdern por fin se acostó, exhausto, sintió cierta euforia al pensar
que el día siguiente, día de aquella jubilosa fiesta, ordenaría a los demonios
que salieran y desaparecerían del cuerpo de Robbie.
Robbie durmió hasta las once y media de la mañana del 25 de marzo y
comenzó otro de sus días normales. Bishop, interesado en dejar constancia del
exorcismo, anotaba sólo lo que sucedía durante las sesiones nocturnas. Lo
que Robbie hacía durante el día sólo puede imaginarse. Es de suponer que su
madre le llevó pijamas limpios y, con cierta turbación, se ofreció a ayudar en
la limpieza diaria. Pero las residencias de los jesuitas normalmente eran de
clausura, es decir, prohibidas al sexo opuesto. No se menciona la presencia de
Phyllis Mannheim en la rectoría durante las sesiones de exorcismo realizadas
allí.
Robbie, cuya piel había dicho No al colegio con arañazos, parece que
pasaba la mayor parte del día leyendo y recluido. No se vuelve a mencionar a
su primo, presumiblemente porque Robbie estaba aislado de los otros niños.
Cuando se alojaba en la rectoría, Bowdern pasaba ratos con él, hablándole del
catolicismo, dándole libros para leer. Robbie aprendió a confiar en Bowdern y
éste le gustaba, pero el muchacho no desarrolló una relación de confianza con
ningún otro jesuita.
Cuando se acercaba el anochecer del 25 de marzo, Bowdern se preparó
para lo que suponía sería el fin de la penosa experiencia. Poco después de que
Robbie se fuera al dormitorio, los sacerdotes jesuitas invitados por Bowdern
empezaron a llegar a la rectoría. Cuando Karl Mannheim, Bowdern, Bishop,
Van Roo y Halloran entraron en la habitación, los otros jesuitas se reunieron
fuera de la puerta cerrada y se pusieron a rezar.
Dentro de la habitación, se respiraba una atmósfera de calma. Robbie se
revolvía en la cama y entró en su estado como de trance. Sin maldecir ni
producir ningún ruido, comenzó lo que parecía un ejercicio de gimnasia.
Tumbado de espaldas, con los ojos cerrados con fuerza, acercaba y apartaba
rígidamente los brazos de su cuerpo mientras hacía movimientos como de
tijera con las piernas. Igual que un autómata, se movía rítmicamente,
incansable, sin variar los movimientos.
A medida que el movimiento aceleraba, pareció perder control y se cayó de
la cama. Sin despertar, volvió a la cama, reanudó los movimientos, más
suavemente ahora, y rodó a los brazos de Bowdern y Van Roo. Éstos le
metieron de nuevo en la cama y Bowdern siguió leyendo las oraciones del
Ritual.
Después de medianoche, el talante cambió. Robbie rompió su silencio
maldiciendo a su padre y escupiéndole en la cara. Hasta entonces se había
portado tan bien, que Halloran y Van Roo habían aflojado su presión sobre él.
De pronto, giró su cuerpo en la cama y dio una patada a Bowdern y a su
padre. Éstos retrocedieron y el muchacho dio una patada a una silla. A la
una, poco después de este arranque, cedió a un sueño natural.
Fuera de la habitación, el murmullo de los sacerdotes proseguía. Las dos
oraciones finales del exorcista son plegarias de contraste, la primera dirigida
al demonio y la segunda dirigida a Dios. El poder de estas plegarias de
combate y fe llenaron a Bowdern de nueva confianza en lo que él creía que
sería la noche de la victoria.
«Exorcizamus te!», comenzó Bowdern, formando con la mano la señal de la
cruz. «Os expulsamos, a todos los espíritus impuros, a todo poder diabólico, a
todo ataque del adversario infernal, toda legión, todo grupo y secta diabólicos,
por el nombre y el poder de nuestro Señor Jesucristo —una señal de la cruz—
y os ordeno que os alejéis de la Iglesia de Dios y de todos los que están hecho
a imagen y semejanza de Dios y que fueron redimidos por la Preciosa Sangre
del Divino Cordero. »
De nuevo el crujido del sobrepelliz cuando Bowdern hizo la señal de la cruz
sobre Robbie, que dormía el sueño de la paz. Era como si Bowdern jamás
hubiera recitado la plegaria, tan nueva y poderosa parecía al brotar de él. «Non
ultra audeas, serpens callidissime, decipere humanum genus. »
«No vuelvas a atreverte jamás, serpiente astuta, a engañar a la raza
humana, a perseguir a la Iglesia de Dios, ni a atacar a los elegidos de Dios y a
cribar como el trigo. Pues el Altísimo Dios te ordena, Él a quien tú en tu gran
orgullo supusiste tu igual; Él, que deseó que todos los hombres fueran
salvados y llegaran al conocimiento de la verdad. ¡Dios Padre te ordena! ¡Dios
Hijo te ordena! ¡Dios Espíritu Santo te ordena! ¡La majestad de Cristo te
ordena, la Palabra Eterna de Dios hecha carne, quien para la salvación de
nuestra raza, perdida en tu envidia, Se humilló y se hizo obediente hasta la
muerte; quien construyó Su Iglesia de una roca sólida y proclamó que las
puertas del infierno jamás prevalecerán contra ella, y que Él permanecería con
ella todos los días, hasta el fin del mundo!
»¡El sagrado misterio de la cruz te ordena —aquí, y una vez más, la señal
de la cruz— así como el poder de todos los misterios de la fe cristiana! ¡La más
excelsa Virgen María, Madre de Dios, te ordena, ella que en su humildad
aplastó tu orgullosa cabeza desde el primer momento de su Inmaculada
Concepción!» Ante esta referencia a la teología —la creencia de los católicos de
que María había nacido sin pecado original— Bowdern hizo una pausa. La
imagen era familiar a cualquier católico que llevara la medalla de la
Inmaculada Concepción, que mostraba a una radiante María aplastando la
cabeza de una serpiente. En ocasiones, Bowdern sujetaba una medalla en la
chaqueta del pijama de Robbie o le ponía una en una cadena alrededor del
cuello. Una de estas medallas mostraba a la Inmaculada Concepción en un
lado y el Sagrado Corazón en el otro.
«¡La fe de los santos apóstoles Pedro y Pablo y de los otros apóstoles te
ordena! —prosiguió Bowdern—. ¡La sangre de los mártires te ordena, así como
la piadosa intercesión de los hombres y mujeres santos!
»Por lo tanto, maldito dragón y toda legión diabólica, te ordenamos por el
Dios vivo, por el verdadero Dios, por el santo Dios, por el Dios que tanto amó
el mundo que dio a su único Hijo, que el que crea en Él no perecerá, sino que
tendrá la vida eterna, cesa tus engaños a los hombres y deja de darles a beber
el veneno de la condenación eterna; ¡desiste de dañar a la Iglesia y de estorbar
a su libertad! ¡Vete, Satanás, creador y dueño de toda falsedad, enemigo de la
humanidad! Cede tu lugar a Cristo en quien tú no encontraste ninguna de tus
obras; cede tu lugar a la Iglesia única, santa y apostólica, que el propio Cristo
creó con su sangre. ¡Que la mano todopoderosa de Dios te humille; tiembla y
huye cuando evoquemos el santo e imponente nombre de Jesús, ante quien el
infierno tiembla y a quien las Virtudes, los Poderes y las Dominaciones están
sujetos; a quien los querubines y serafines alaban con voz firme diciendo:
Santo, santo, santo es el Señor Dios de las Huestes!... Sanctus, Sanctus,
Sanctus Dominus Deus Sabaoth!»
Bowdern vaciló un momento. No había habido ninguna reacción, ni
maldiciones ni golpes, ante estas palabras: Dominus, Jesu, Deus. Quizá se
trataba de una señal de que el demonio ya había salido. Y ahora rezó la
oración de la esperanza, una plegaria dirigida a Dios. Las palabras resonaban
en la propia esperanza de Bowdern y su creencia de que minutos antes de que
terminara la fiesta de la Anunciación el demonio habría salido y de que,
finalmente, el bien habría triunfado sobre el mal.
«¡Oh Dios del cielo y de la tierra —recitó Bowdern con voz firme—, Dios de
los ángeles y de los arcángeles, Dios de los patriarcas y de los profetas, Dios
de los apóstoles y de los mártires, Dios de los confesores y de las vírgenes! Oh
Dios que tienes el poder de otorgar la vida después de la muerte y descanso
después del trabajo; pues no hay otro Dios a Tu lado, ni podría haber un
verdadero Dios aparte de Ti, el Creador de todas las cosas visibles e invisibles,
cuyo reino no tendrá fin. Por eso humildemente pedimos a la sublime
Majestad que graciosamente nos libres por Tu poderío de todo poder de los
espíritus malditos, de su esclavitud y de su engaño, y que nos libres de todo
daño. Por Cristo nuestro Señor. »
«Amén», respondieron los presentes en la habitación.
«De las garras del diablo, líbranos, Señor —oró Bowdern—,... te
suplicamos, óyenos. »
Roció la cama con agua bendita y salió de la habitación. Los sacerdotes
que se hallaban fuera callaron cuando Bowdern pasó por su lado, exhausto,
como de costumbre, pero, esa noche, extrañamente sereno.
9

11

MENSAJES

Robbie fue a casa de su tío el sábado. Su familia intentó que no hiciera


nada. Pero los padres y los tíos de Robbie sabían lo que Bowdern pensaba. X
significaba diez días. Si Robbie logra pasar esta noche... Así, después de una
cena que procuraron impedir que fuera una celebración, jugaron a algún juego
con Robbie y Phyllis Mannheim dijo a su hijo que se preparara para acostarse.
Él subió la escalera como si se tratara de una noche cualquiera. Sin embargo,
para los que estaban observando y rezando, era la primera noche de
esperanza.
El sábado por la noche no sucedió nada. Robbie durmió toda la noche. La
noche del domingo, no sucedió nada. Robbie y su familia volvieron a dormir en
paz. Karl Mannheim regresó a Maryland, seguro de que Phyllis y Robbie
pronto le seguirían.
La primavera estaba ya en plena floración en St. Louis. La gente se
quedaba en los porches delanteros, saboreando los días más largos. Las flores
asomaban en los alféizares de las ventanas. Los dientes de león comenzaban
su invasión anual en los perfectos céspedes de los vecinos. Phyllis tenía que
decidir si comprar ropa de Pascua para ella y Robbie en St. Louis o en
Washington.
Pascua, el día de la esperanza. Ahora significaba más para Robbie, pues
estaba aprendiendo lo que era el catolicismo y los católicos parecían dar más
importancia a la Pascua que los luteranos. Robbie se preguntaba si sería
católico ya en Pascua. Pensaba en las misteriosas palabras: examen de
conciencia, contrición, confesión, primera comunión.
El lunes, Bowdern les visitó para bendecir la casa. Fue de habitación en
habitación, haciendo la señal de la cruz, rociando con agua bendita y
sonriendo. Ya no daba órdenes a un demonio. Recitaba las frases latinas —«In
nomine Patris, et Filii, et Spiritus Sancti»— de la manera rápida de costumbre.
Habló a Robbie de su futuro y le dijo que nunca tuviera miedo. Con ciertos
rodeos Bowdern le preguntó si se sentía diferente ahora, en comparación con
las últimas semanas. Robbie pareció perplejo. Él siempre se sentía bien, dijo,
excepto que algunas noches tenía mucho sueño.
Comenzaron los preparativos para regresar a Maryland. El lunes, martes y
miércoles transcurrieron sin incidentes. Los tíos y primos de Robbie
empezaron a contemplar con ansia y esperanzas el que sus vidas volvieran a
la normalidad.
El jueves por la noche, Robbie y su primo se acostaron como de
costumbre, y los adultos se instalaron para pasar la velada leyendo y
escuchando la radio. Estaban a punto de acostarse, hacia las once y media,
cuando Robbie bajó para decir a su madre que se encontraba mal. ¿Qué te
ocurre?, preguntándose si habría pillado un resfriado primaveral. Tengo los
pies calientes y de pronto se ponen fríos. Ella le dijo que volviera a la cama e
intentara dormir. Por favor, ven conmigo. Venid todos. Por favor.
Los adultos y la prima de Robbie, Elizabeth, se miraron ansiosos pero no
dijeron lo que pensaban. Pero si se ha ido. Se ha ido, se dijeron en silencio.
Siguieron a Robbie escaleras arriba, y fue como si nada hubiera ocurrido.
Volvía a ser el principio. Pero si se ha ido. Se ha ido.
Robbie, los ojos vidriosos y después cerrados, se metió en la cama. No se
tumbó. Se quedó sentado, acariciando con el dedo índice de la mano derecha
la sábana que le cubría las piernas. La cama empezó a moverse. Él siguió
escribiendo, si es que eso era lo que hacía. Siguió moviendo aquel dedo, de un
lado a otro. Luego dijo algo que pareció ser «pizarra». ¿Qué era? ¿Estás
escribiendo en una pizarra? Y Phyllis Mannheim recordó el tablero Ouija y la
mesa de porcelana, donde descifraban los mensajes de tía Harriet. Parecía que
hacía tanto tiempo de aquello.
Robbie bajó la cabeza para poder volver sus ojos cerrados hacia la sábana,
como si se tratara de la página de un libro. Empezó a hablar, lentamente,
formando palabras. Parecía estar leyendo lo que había escrito en la sábana.
Elizabeth cogió un lápiz y buscó papel en el que escribir. Mientras él hablaba,
ella escribía. Las palabras parecían acudir a sus labios en líneas. Hablaba con
voz sin inflexión. Salía de él como una especie de verso inconexo. Ella sabía
cuándo Robbie llegaba al final de una línea. Así que lo escribió así. Esto es lo
que escribió:

Me quedaré 10 días, pero regresaré en 4 días


Si Robert se queda (ha ido a almorzar)
Si te quedas y te haces católico permanecerá lejos
Dorothy Mannheim
Dios se lo llevará 4 días después de que se haya ido
10 días
Dios se está haciendo poderoso
El último día cuando se vaya dejará una señal en mi
frente
Fr. Bishop: todos los que tratan conmigo sufrirán una
muerte horrible.

Phyllis Mannheim salió de la habitación, fue al teléfono y, procurando


impedir que la voz le fallara, contó al padre Bowdern lo que había ocurrido.
Debió de haber mencionado la referencia de los mensajes al padre Bishop,
pues él decidió que éste no acudiera. Llegó a la casa hacia la una, con el padre
Van Roo.
Robbie volvía a estar con los ojos cerrados y los miembros rígidos cuando
Bowdern y Van Roo entraron en el dormitorio. Pero en lugar de estar tumbado
en la cama, Robbie estaba sentado. Bowdern examinó los mensajes. Siguiendo
las advertencias del Ritual en contra de iniciar un diálogo, fue directo a las
oraciones del exorcismo.
Cuando llegó a la plegaria que comenzaba «Praecipio tibi [Yo te ordeno]»,
Robbie volvió la cabeza hacia Bowdern y le pidió un lápiz.
Bowdern vaciló. No iba a mantener un diálogo con el demonio. Pero esto
era diferente. Un lápiz. Eso podía iniciar un diálogo escrito, pero sólo si
Bowdern era lo bastante necio como para escribir respuestas. Mientras las
palabras de Robbie no tuvieran respuesta, no sería un diálogo. Aun así, esta
maniobra interrumpía las plegarias del exorcismo. Bowdern tomó una decisión
al instante. Señaló a Van Roo que entregara un lápiz a Robbie.
Robbie se volvió para mirar hacia el cabezal. Por alguna razón lo habían
cubierto con una sábana blanca. Quién la puso allí y por qué no está claro. Al
parecer, el tío de Robbie, durante el primer episodio de escritura sobre la
sábana, decidió tener preparada una sábana de recambio.
Robbie murmuró dos nombres repetidamente: «Pete» y «Joe». Mientras
murmuraba estos nombres y algunas palabras no anotadas, empezó a escribir
rápidamente sobre la sábana. Garabateaba frenético las palabras sobre la
sábana, y llenó unos noventa centímetros de espacio blanco en cuestión de
minutos. Elizabeth y Phyllis trataron de conservar un documento de lo que él
escribía y tomaron nota de sus mensajes mientras él los escribía con letra
grande y a veces indescifrable. Alguien —no está claro quién o por qué— salió,
cogió agua y jabón y se puso a lavar la sábana.
El diario de esa noche no fue producto de la práctica metódica del padre
Bishop de interrogar a los testigos y anotar lo que él y ellos habían visto. El
documento es fragmentario. Plantea más preguntas que respuestas da. Lo que
el diario de esta noche evoca es una escena de locura. El relato da una
impresión de frenesí, de un suceso que perdía el control en forma de espiral.
Es como si, por primera vez, el hechizo que había embelesado a Robbie se
estuviera extendiendo. Otras noches, Bowdern había sido el centro de la
escena, el calmado exorcista, recitando las plegarias del exorcismo con su voz
firme y autoritaria. Esa noche, los presentes en la habitación, en lugar de
estar de pie o arrodillados alrededor de la cama, parecían poseer más energía
debido a la frenética escritura de Robbie. Se convirtieron en participantes en
lugar de ser espectadores.
El tío de Robbie, que tenía un taller de impresión, salió de la habitación y
volvió con grandes hojas de papel. Las clavó con chinchetas al cabezal y se
apartó. Robbie, sin vacilar, cogió la hoja de papel y siguió escribiendo.
No se menciona a Bowdern ni las plegarias que solía recitar. Al permitir
que Robbie dispusiera de lápiz, Bowdern permitía que se rompiera la rutina.
¿Cómo llamaba a Satanás una de las plegarias? «Fundador y maestro de toda
falsedad. » ¿Y qué decían las instrucciones? «A veces el diablo abandonará la
persona poseída... para hacer ver que ha sido expulsado. De hecho, las artes y
las trampas del mal para engañar al hombre son innumerables. Por esta
razón, el exorcista debe estar prevenido, para no caer en su trampa. »
Bowdern había caído. Sus esperanzas de que X fuera el día de la
Anunciación fueron arrojadas al caos de aquella habitación. Se censuró a sí
mismo el haber permitido que sus esperanzas y creencias socavaran el
régimen del exorcismo. Y se regañó por permitir que aquella sábana y las
hojas de papel se convirtieran en una pantalla para el trabajo del diablo.
Bowdern logró controlar la situación. Recuperó el control propio, reanudó
las plegarias y las terminó. Volvía a estar en la experiencia familiar de
observar a Robbie, tras horas de aparente locura, salir del hechizo y rendirse a
un sueño tranquilo. Las plegarias finalizaron y Bowdern se quedó con una
pesadilla, la hoja de papel del cabezal y el montón de papeles. Los recogió. Por
primera vez, tenía un documento no de lo que otros habían visto de Robbie
sino de lo que Robbie había sacado de su propia mente y alma.
El documento no estaba completo. Elizabeth no había podido anotar todo
lo que Robbie entonaba. Palabras, frases y apuntes se perdieron durante la
frenética limpieza de la sábana y el cambio de hojas de papel. Bowdern, Van
Roo y Bishop analizaron lo que tenían, y Bishop, siempre organizador racional,
las organizó para el diario. Se concentró en las afirmaciones que respondían a
las preguntas del exorcista, las respuestas a la orden de la plegaria básica del
exorcismo: «Me dirás mediante alguna señal tu nombre y el día y la hora de tu
partida».
Bishop anotó la frecuencia del número romano X, inconfundible con su
raya en la parte superior y en la inferior. «Fue escrito cuatro veces en esta
primera ocasión y se repitió varias veces durante el exorcismo, normalmente
como respuesta a la pregunta «diem» [día]. »
Robbie también repitió, con un ligero cambio, una línea que Elizabeth
había anotado: «Permaneceré 10 días y después regresaré cuando hayan
transcurrido 4 días». Suponiendo que el décimo día fuera el viernes 25 de
marzo, y que los días de ausencia fueran el sábado, domingo, lunes y martes,
la afirmación no encajaba. Pero la posesión podía haberse reanudado el
miércoles sin que la familia de Robbie lo hubiera advertido y sin que se
produjera ningún estallido evidente hasta el jueves por la noche. Bowdern,
que se había convencido de que conocía el día de la expulsión, no estaba en la
casa para evaluar el estado de Robbie. Era posible que el miércoles se hubiera
producido una posesión suave, con lo que encajaba lo de los 4 días.
Durante el ritual, las órdenes del exorcista van más allá de una petición
del día de la partida. El exorcista también ordena al demonio que revele su
nombre y hable en latín. En un momento de aquella caótica noche, la
respuesta llegó en forma de señales incomprensibles en una hoja de papel. Las
señales no eran letras del alfabeto romano. Otra respuesta era
desafiantemente específica: «Hablo la lengua ["lengua", language en inglés,
estaba mal escrito] de las personas. Me pondré en la mente de Robert cuando
él decida que los sacerdotes [también mal escrito] están equivocados en lo
referente a escribir inglés. Yo, es decir, el diablo intentará hacer que su madre
y su padre odien a la Iglesia católica. Responderé al nombre de Spite ["rencor",
en inglés]».
Otra afirmación parecía responder a la orden de que el demonio diera su
nombre: «Soy el diablo mismo». Añadida a esta afirmación había una curiosa
observación: «Tendréis que rezar durante un mes en la Iglesia católica». ¿A
quién se refería y qué significaba «durante un mes»? Ni Bowdern ni Bishop
podían interpretar satisfactoriamente esta observación.
Gran parte de lo escrito era desconcertante. Robbie había dibujado lo que
parecía un mapa con la indicación «2.000 ft [2.000 pies o 600 metros] escrita
en él. Bishop especuló que el mapa críptico podría estar relacionado con el
intento de encontrar el tesoro oculto de tía Harriet. Un testigo dijo que hacia la
época en que Robbie dibujó esto dijo: «Sí, esto es lo que me respondió el
tablero Ouija».
Un dibujo asombró a Bishop. Se trataba de una cara, irreconocible pero
humana. Junto a ella había dos palabras: «Obispo muerto». 3
A Bowdern le sobresaltó otra línea: «Puede que no me creas. Entonces
Robert sufrirá para siempre».
3
«Obispo» en inglés es «bishop». (N. de la T.)
Robbie llevaba aprendiendo la religión católica desde el 23 de marzo. Fue el
día en que le llevaron a la rectoría y la noche en que rompió la nariz de
Halloran e hizo sangrar la de Van Roo. Bowdern había decidido que la tarea —
denominada dar instrucciones católicas— no debía tener víctimas en esta
guerra con los demonios. Así que asignó a Robbie otro ayudante de pastor, el
padre Joseph McMahon, un hombre bueno y amable que parecía llevarse bien
con Robbie. Se decía en la comunidad jesuita que Joe McMahon haría bien
cualquier trabajo, siempre que no implicara cantar o entonar cantos
gregorianos. Tenía un oído tan malo, que en la capilla, cuando era escolástico,
le pidieron que moviera los labios pero que no cantara.
Los padres de Robbie habían planeado que le confirmaran en la Iglesia
luterana. Pero dijeron a Bowdern que Robbie tenía que elegir por sí mismo la
religión. Robbie, con bastante indiferencia, decidió convertirse al catolicismo,
quizá para complacer a Bowdern.
Las instrucciones del Ritual para realizar un exorcismo no sugieren que el
demoníaco sea convertido al catolicismo. Pero entremezcladas con las
instrucciones y las plegarias se hallan suposiciones de que Satanás selecciona
principalmente a los católicos como objetivos. El Ritual, por ejemplo, insta a
que la persona poseída sea exhortada a «fortalecerse recibiendo con frecuencia
penitencia y la Sagrada Comunión». Y una de las plegarias, que ordena al
demonio que «ceda el lugar a la Iglesia única, santa y apostólica» es
prácticamente un catecismo del dogma católico.
Bowdern no era un misionero que pretendiera recoger un alma más para el
Señor. La conversión de Robbie tenía una dimensión estratégica en el plan de
batalla de Bowdern. El exorcismo es Cristo contra Satanás, con un sacerdote
católico que representa a Cristo. Si Robbie se hacía católico, en opinión de
Bowdern, sacerdote y víctima estarían unidos. Introduciendo a Robbie en la
Iglesia católica, Bowdern solidificaría el frente contra los demonios. En la
metáfora del combate del exorcismo, Robbie estaría mejor protegido por «la
armadura completa de Dios».
Ahora, tras la recaída en la posesión, Bowdern actuó rápidamente para que
Robbie entrara en la Iglesia católica. En la actualidad, la conversión de un
protestante al catolicismo no suele incluir el bautismo, ya que la mayoría de
protestantes —sin duda incluso los luteranos— han sido bautizados. La
Iglesia católica en general reconoce como válidos los bautismos realizados en
otras iglesias. Pero antes de las reformas del Concilio Vaticano Segundo,
promulgadas a finales de los años sesenta, el bautismo condicional —un rito
realizado sólo por si acaso el bautismo protestante no era válido por alguna
razón— era mucho más corriente que en la actualidad. Y Bowdern no quería
correr riesgos. A recomendación suya, Robbie y sus padres acordaron que se
bautizara como católico. A ello seguirían los dos siguientes sacramentos: la
penitencia (confesión) y la Sagrada Comunión.
La fecha de su bautismo se fijó en el viernes 1 de abril, entre las ocho y las
ocho y media de la tarde en Javier, la iglesia de la universidad. Bowdern al
parecer eligió el momento para que el bautismo se celebrara mucho antes de
las horas en que comenzaban los ataques de Robbie. Hacia las siete y media,
Robbie, sus padres y sus tíos se encaminaron a la iglesia. Robbie iba entre su
madre y su padre en el asiento trasero del coche. Tío George conducía y tía
Catherine iba sentada a su lado.
En la iglesia, Bowdern se puso una sobrepelliz y una estola y preparó los
utensilios para el bautismo. La pila bautismal de mármol se hallaba en la
parte posterior de la nave, cerca de la entrada principal de la iglesia, ubicación
que simbolizaba la entrada en la cristiandad a través del bautismo. Unos
pasos más allá estaba el olearium, un pequeño relicario que contenía los
santos óleos utilizados para administrar los sacramentos del bautismo, la
confirmación y los últimos ritos (la extremaunción). El agua y los óleos habían
sido bendecidos con plegarias que exorcizaban de ellos al diablo.
Los candidatos católicos usuales al bautismo son los niños. Su aceptación
del sacramento la realizan por poderes sus padrinos. Robbie, como persona
que había alcanzado la edad de la razón, no podía ser tratado como un bebé.
Con el permiso de sus padres, sería bautizado voluntariamente. Este bautismo
es un poco diferente del de un bebé. Hay elementos de los ritos que tienen sus
raíces en tradiciones de exorcismo que se remontan a los primeros siglos de la
cristiandad, cuando los adultos convertidos pasaban semanas preparándose
para el bautismo.
Los candidatos para el bautismo, conocidos como catecúmenos, eran
exorcizados en una ceremonia especial. Un obispo respiraba sobre ellos y
siseaba una orden a Satanás: «Sal, maldito». El siseo se llamaba exsuflación,
hacer salir al diablo soplando; en otro rito, llamado insuflación, el Espíritu
Santo era inspirado por los candidatos. Se tocaban las orejas y las ventanas
de la nariz para simbolizar la apertura de sus mentes a las palabras de Dios.
Se volvían hacia el oeste y decían: «Renuncio a Satanás, a sus obras y a sus
pompas». A continuación, se volvían hacia el este y decían: «A Ti me entrego,
Jesucristo, Luz eterna y no creada».
Así, mediante la estrategia de Bowdern, los antiguos ritos del bautismo,
aunque utilizados en el mundo moderno para dar a los bebés la bienvenida a
la cristiandad, serían una contraofensiva contra la posesión de Robbie. Él
diría sobre Robbie: «Yo te exorcizo... en el nombre de Dios Padre omnipotente,
y en el amor de nuestro Señor Jesucristo, y en el poder del Espíritu Santo. Yo
te exorcizo a través de Dios vivo... que te creó para la defensa de la raza
humana... para que el sacramento [del bautismo] sirva para que el enemigo
huya».
En la boca que había maldecido, escupido y gritado, Bowdern pondría
unos granos de sal, que simbolizarían la sabiduría. Debido a que el bautismo
es una forma de exorcismo, la sal, antiguo repelente del mal, forma parte del
ritual desde hace mucho tiempo. En la espalda y el pecho de Robbie, donde
habían aparecido los dolorosos arañazos, Bowdern untaría óleo santo en una
antigua bendición que proporcionaba sabiduría y fortaleza. Luego, Bowdern
vertería agua bendita de la pila sobre la cabeza de Robbie tres veces formando
la señal de la cruz, diciendo en latín: «Yo te bautizo en el nombre del Padre y
del Hijo y del Espíritu Santo». En la frente, sede del conocimiento, Bowdern
trazaría el viejo talismán contra los demonios, la señal de la cruz.
Mientras Bowdern permanecía en pie junto a la puerta de la iglesia
esperando la llegada de Robbie, el muchacho y su tío luchaban por controlar
el coche. La lucha había comenzado a varias manzanas de la iglesia, cuando
Robbie, de pronto, se quejó de que le dolían los pies. Luego, un momento más
tarde, dijo que sentía frío y calor. Era una señal, comprendió Phyllis
Mannheim. Mientras se preguntaba frenética qué hacer, Robbie cerró los ojos
y eructó. La radio del coche estaba encendida. La emisión desapareció y
empezaron a oírse ruidos de estática.
«¡Así que vais a bautizarme! —gritó con aquella escalofriante voz gutural.
Luego soltó una espantosa carcajada—. ¡Ja! ¡Ja! ¡Y creéis que me expulsaréis
con la Sagrada Comunión! ¡Ja! ¡Ja!»
Agarró el volante e hizo girar el coche hacia la acera. «¡Hijo de puta!», gritó
a su tío. George Mannheim, apartado violentamente del volante, bajó el brazo
y puso el freno de mano. El coche giró hacia el bordillo y chocó contra un
farol.
Robbie se giró en redondo y agarró a su madre por la garganta. Su tío paró
el motor, pero la radio no dejó de sonar. La estática prosiguió. La llave salió
disparada de la cerradura de encendido y aterrizó en el suelo, delante del
asiento trasero. La estática seguía crujiendo.
Karl logró separar a Robbie de su madre. George bajó del coche y ayudó a
su hermano a hacer bajar a Robbie del coche. Catherine se deslizó al asiento
del conductor. Los dos hombres consiguieron inmovilizar a Robbie contra el
coche mientras Phyllis se sentaba delante al lado de Catherine. Robbie profirió
una retahíla de maldiciones y forcejeó mientras los hombres le inmovilizaban
los brazos contra el costado. Karl y George metieron a Robbie en el coche y
volvieron a inmovilizarle en el asiento trasero. Catherine puso el coche en
marcha, bajó de la acera y siguió el camino hacia la iglesia. Apagó la radio
pero siguió oyéndose la estática por los altavoces.
Robbie se liberó y rodeó con las manos la garganta de Catherine antes de
que Karl y George pudieran impedirlo. Catherine se retorció para liberarse de
las manos de su sobrino y logró mantener el control del coche. Para entonces
se encontraban ya cerca de la iglesia. Catherine paró en Lindell Boulevard,
frente a la iglesia. Karl y George arrastraron a Robbie fuera del asiento
trasero. Bowdern, al oír gritos, cruzó el baptisterio hasta la puerta principal y
se quedó en la escalinata.
Bajo el haz de luz de un farol de la calle vio a Robbie, desgarrado su traje
de los domingos, que era arrastrado a duras penas por su tío y su padre.
Bowdern casi pudo sentir la fuerza de la violencia y el mal que Robbie
irradiaba. Phyllis y Catherine permanecieron en el coche, demasiado
aterrorizadas para salir. Los dos hombres pusieron a Robbie en pie y le
sujetaron los brazos a los costados. Le arrastraron hacia la escalinata de la
iglesia. El muchacho maldecía, escupía y soltaba carcajadas de maníaco.
Bowdern, temiendo alguna forma de posible profanación, decidió al
instante mantener a Robbie fuera de la iglesia. Dijo a los hombres que llevaran
al muchacho a la rectoría, que se hallaba al lado de la iglesia pero retirada de
la calle. El bautismo se llevaría a cabo allí, dijo. Ahora sentía que estaba en
combate directo con el diablo.
Bowdern se adelantó a paso vivo y abrió la puerta de la rectoría; luego,
ayudó a los dos hombres a empujar a Robbie para cruzar la puerta. El chico
gritaba incoherencias y escupía, grandes salivazos que llegaban a las mejillas
de su padre, su tío y, ahora, a Bowdern.
Los hombres, tambaleantes por el agotamiento, arrastraron a Robbie hasta
un salón que había junto al vestíbulo y le empujaron al suelo. Bowdern cogió
un jarro de agua fría del frigorífico de la cocina y lo vertió sobre la cara
gesticulante de Robbie. Así que éste sería el bautismo: agua fría sobre la cara
de un muchacho convertido en demonio.
Robbie se calmó un minuto y los hombres le pusieron en pie. Se quedó
inerte, negándose a andar. Reanudó sus maldiciones y salivazos. Su padre y
su tío le llevaron a la habitación del tercer piso que había ocupado antes y le
metieron en la cama. Le sujetaron los brazos y las piernas mientras esperaban
a Bowdern.
Éste apareció con Michael, el factótum a quien Robbie había insultado.
Bowdern dijo a Michael que él sería el representante para un bautismo
urgente que Bowdern estaba improvisando. En lugar de un bautismo
tranquilo y triunfante ante la pila de mármol, sería un ritual desesperado y
violento. Bowdern tenía planeado un bautismo de adulto, con una larga
profesión de fe y renuncia a la herejía. No había ni tiempo ni paz para ello.
Bowdern se quedó de pie junto a la cama y preguntó: «¿Renuncias a
Satanás y a todas sus obras?».
Robbie gruñó y se retorció, casi soltándose de las garras de su padre y su
tío. Escupió a Bowdern en la cara.
«¿Renuncias a Satanás y a todas sus obras?», repitió Bowdern.
El muchacho reaccionó con más violencia aún.
Bowdern formuló la pregunta por tercera vez, aunque vio que las sacudidas
del cuerpo se debilitaban, y, tras una larga pausa, preguntó por cuarta vez:
«¿Renuncias a Satanás y a todas sus obras?».
Robbie abrió los ojos. Por un momento su cara fue la cara de un muchacho
cansado. «Renuncio a Satanás y a todas sus obras», susurró. Y el instante
siguiente estuvo apunto de deshacerse de las manos que le sujetaban. Con los
ojos cerrados, empezó a escupir; como dijeron más adelante los que recibieron
los salivazos, nunca fallaba.
Bowdern empezó entonces a prepararse para administrar el sacramento del
bautismo. Hizo una seña a Michael, quien se acercó a la cama y se convirtió
en blanco de Robbie. Bowdern le dijo lo que tenía que hacer. Michael tenía que
tocar a Robbie, reconociéndole como candidato al bautismo y, en nombre de
Robert, Michael tenía que recitar el Credo de los Apóstoles, un resumen del
dogma católico.
La primera vez que el agua bendita tocó la frente de Robbie le produjo el
peor paroxismo de rabia que Bowdern había visto aquella noche. Mientras
Robbie se retorcía, escupía y maldecía, Bowdern volvió a echarle agua bendita
una y otra vez. Por un instante, el sacerdote creyó vislumbrar al verdadero
Robbie. En aquel momento, Bowdern dijo: «Ego te baptizo [Yo te bautizo] in
nomine Patris [en el nombre del Padre]».
Estas palabras provocaron otra explosión, la cual Bowdern contrarrestó
con otra generosa lluvia de agua bendita. Utilizando esta técnica de palabras-
agua, Bowdern finalizó el bautismo. Tardó casi cuatro horas. Convencido de
que Robbie por fin estaba bautizado, Bowdern inició las plegarias del
exorcismo. La última entrada del diario de Bishop ese día presenta lo rutinario
que aquel horror se había convertido: «Los salivazos, las contorsiones, las
maldiciones y la violencia física de costumbre prosiguieron hasta las 11. 30 de
la noche».
El tío de Robbie, George, se había ido un poco antes con Phyllis Mannheim
y tía Catherine, perturbadas aún por el horrible viaje hasta la iglesia. Karl
Mannheim prefirió quedarse y pasar otra noche en el diván, cerca de la cama
de Robbie.
Bowdern y Bishop, especulando posteriormente, se preguntaban si la
violencia indicaba que el demonio de Robbie estaba reaccionando a un intento
de primer bautizo. Esto significaría, teológica y teóricamente, que el demonio
había creído que se hallaba instalado en el cuerpo de una persona no
bautizada. Y eso significaría que, por alguna razón, el bautismo luterano de
Robbie no había tenido efecto.
Especular sobre las intenciones de los demonios es teológica y lógicamente
arriesgado, porque nunca se puede saber si el príncipe de las mentiras dice la
verdad. Pero sea cual fuere la eficacia del primer bautismo de Robbie, el
segundo tuvo un efecto devastador. La violencia aumentó. Robbie se volvió
más salvaje que nunca.
El sábado 2 de abril, por primera vez, despertó no a uno de sus días
normales sino a casi quince horas de furia. «Era evidente —escribió Bishop—
que se estaba desarrollando una lucha. »
Cuando el recién bautizado Robbie despertó hacia las nueve y media,
mantuvo los ojos cerrados y empezó a debatirse en la cama. Antes de que
nadie pudiera precipitarse a inmovilizarle, lanzó una almohada a la luz del
techo, rompiendo la pantalla y la bombilla. Una palangana de loza fue el
siguiente blanco, aunque nadie estaba seguro de cómo lo rompió.
Bowdern había decidió actuar con rapidez, llevando a cabo la Sagrada
Comunión el día siguiente del bautismo. Durante el interludio de calma,
Bowdern y McMahon habían preparado a Robbie para su Primera Comunión.
La preparación incluía un examen de conciencia. «Oh Espíritu Santo —
comenzaba la plegaria para ese examen—. I Eterna fuente de luz!... que nada
escape al exacto examen que voy a realizar. ¡Oh Jesús!... muéstrame ahora
mis pecados.... No permitas que un amor criminal a mí mismo me seduzca y
me vuelva ciego... » Le habrían pedido que se preguntara a sí mismo si había
desobedecido a sus padres o a cualquier otra autoridad legal o si había sido
ingrato con ellos o les había causado ansiedad.
Robbie el poseído, por supuesto, había causado ansiedad. Pero la teología
de la posesión afirma que los demonios no pueden penetrar o vencer al alma,
la cual permanece libre aunque sitiada. Las acciones que Robbie el muchacho
poseído cometía no eran las acciones de Robbie el muchacho normal. Su falta
de conocimiento de lo que sucedía durante los momentos de hechizo se
tomaba como prueba de que su consciente no conocía la posesión.
La fórmula para el examen también le hizo buscar en su conciencia
cualquier pensamiento, palabra o acto inmodestos, ya fuera de palabra, en
sus lecturas, la manera de vestir o mirar objetos no castos. Robbie examinó si
había pecado de orgullo, vanidad, codicia, gula, ira, envidia, pereza, mentira,
juicios temerarios, desdén, odio, celos, sentimientos de venganza, disputas o
murmuraciones.
Aunque a Robbie le enseñaron a examinar su conciencia como preparación
para la confesión, no realizó su primera confesión ese día. El diario pasa
rápido de la almohada arrojada a la preparación para la Primera Comunión.
Bowdern dio a Robbie la absolución condicional, perdonándole las
transgresiones menores que habría admitido en el confesionario. Bowdern
poseía el poder sacerdotal para decidir esto. Dado el estado de Robbie y el
esquema rápido de Bowdern para que Robbie formara parte de la Iglesia
católica, la renuncia a la confesión parece que formaba parte del plan de
batalla para que Robbie recibiera la Sagrada Comunión lo antes posible.
Para preparar a Robbie para su primera Comunión, el padre Bowdern
llamó al padre Bishop y al padre John G. O'Flaherty, S. J., un jesuita de
treinta y ocho años, de Kansas City. Bowdern había conocido a O'Faherty
cuando enseñaba álgebra, latín e inglés en Campion High. Aunque O'Flaherty
no había sido un profesor sobresaliente, Bowdern le consideraba un párroco
potencialmente bueno. O'Flaherty entendía a la gente, predicaba sermones
oportunos basados en las experiencias de la vida y poseía una tranquila
reverencia que no era típicamente jesuita. Robbie yacía tranquilo en la cama
cuando Bowdern le dio la absolución condicional. Pero cuando el sacerdote
comenzó las plegarias para la Comunión, Robbie empezó a agitarse. Bishop y
O'Flaherty sujetaron al muchacho, pero éste se limitó a retorcerse y ofreció
poca resistencia. Bowdern se acercó, con un trozo de la hostia de la Comunión
en su mano derecha abierta. Uno de los otros sacerdotes sostenía una tela
llamada purificador bajo la barbilla de Robbie.
Robbie se convirtió en un torbellino de brazos y piernas que se agitaban.
Bowdern se acercó más y colocó el trozo de hostia en la boca de Robbie. Éste
la escupió. Un hábil movimiento del purificador y el trozo aterrizó en la tela.
Bowdern la recogió y volvió a intentarlo. Una vez más, Robbie la escupió y el
purificador la recogió. Durante las siguientes dos horas Bowdern lo intentó
otras dos veces. En ambas ocasiones Robbie la escupió y el purificador la
recogió.
O'Flaherty observó que aquel día era el primer sábado del mes, día que se
celebraban servicios en honor a Nuestra Señora de Fátima en muchas iglesias,
incluida la de Javier. Sugirió que rezaran un rosario en honor a ella. Cuando
los tres sacerdotes terminaron el rosario, Bowdern lo intentó por quinta vez y
Robbie tragó la hostia. Así hizo su Primera Comunión.
El humor en la habitación cambió. Los sacerdotes se sonreían unos a
otros. Robbie, ahora con los ojos abiertos, parecía calmado. Bowdern le dijo
que se vistiera para regresar a casa con su padre. Poco antes de mediodía,
O'Flaherty se puso al volante del coche de la rectoría. Bowdern y Karl
Mannheim se instalaron en la parte trasera y Robbie entre ellos. Los
sacerdotes hablaban con el muchacho cuando de pronto éste se inclinó hacia
delante y agarró a O'Flaherty por el cuello. Bowdern y Mannheim sujetaron al
muchacho para apartarle y le inmovilizaron en el asiento durante el resto del
trayecto.
En casa, después de que los sacerdotes se marcharan, Robbie volvió a
cambiar. Estaba muerto de hambre, dijo, y se sentó a tomar un copioso
desayuno. Phyllis y Karl le observaban de cerca. Algo ocurría, algo nuevo. Los
incidentes del coche parecían simbolizar las preocupaciones de Phyllis. Las
cosas se estaban acelerando, escapaban al control. Todo aquel día Robbie
estuvo fluctuando entre la normalidad y la semiconsciencia. Un momento
vagaba por la casa buscando algo que hacer un sábado por la tarde, y al
siguiente estaba agazapado en una silla, con los ojos vidriosos o cerrados.
A las siete y media, Bowdern y O'Flaherty regresaron, acompañados por
Bishop y Michael. Bowdern llevaba consigo otra reliquia, una pequeñísima
astilla que era reverenciada como parte de la Verdadera Cruz. Estaba colocada
en un pequeño relicario de oro que Bowdern dejó sobre un escritorio, fuera del
alcance de Robbie.
Robbie se sentó en la cama en ropa interior mientras Bowdern
rápidamente recitaba las plegarias del exorcismo. Cuando comenzó el
Praecipio —«Yo te ordeno, espíritu impuro... »— se preguntó si las reacciones
del demonio dentro de Robbie serían diferentes ahora que el muchacho era
católico.
Robbie no respondió a las plegarias. En un momento determinado pidió a
su madre un plato de helado. Se sentó en la cama a comer el helado mientras
Bowdern rezaba. El sacerdote acababa de decidir que sería una noche corta
cuando Robbie saltó de la cama y corrió escaleras abajo.
Bowdern, temiendo que Robbie se volviera violento, le siguió hasta la
planta baja y le ordenó que regresara a la cama. Robbie asintió y empezó a
subir la escalera con la lentitud y expresión hosca del niño castigado, y
Bowdern le siguió. En el rellano de arriba, Robbie echó a correr. Entró en el
dormitorio y cogió el relicario. O'Flaherty apartó la mano del muchacho. Pero
éste dio media vuelta y, con la velocidad del rayo, rompió cuatro páginas del
Ritual, donde había las oraciones del exorcismo.
Cuando Bowdern llegó a la habitación, Robbie estaba en la cama riendo
con una risa de maníaco, asiendo con fuerza las páginas arrancadas. Bowdern
pidió prestado a O'Flaherty su Ritual y volvió a comenzar las plegarias.
Después de las palabras «Dicas mihi nomen tuum, diem, et horam exitus tui,
cum aliquo signo [Me dirás mediante alguna señal tu nombre y el día y la hora
de tu partida]». Bowdern se detuvo. Sobresaltando a todos los presentes,
Robbie dijo: Dicas mihi nomen tuum, diem... ». Luego añadió: «Métetelo en el
culo».
En otro momento dado, cuando se le preguntó cuándo saldría el demonio,
Robbie dijo: «¡Cierra el pico! ¡Cierra el pico!»
Así siguió durante las siguientes cuatro horas: Bowdern rezaba en latín.
Robbie a veces repetía las mismas palabras en latín o respondía con una risa
espantosa... Bowdern rezaba... Robbie se burlaba o deformaba el latín, riendo,
maldiciendo.
En la segunda tanda de Praecipios, Bowdern bajó la mirada y entrecerró
los ojos. Éstos le dolían. Llevaba gafas gruesas para leer, y había pasado horas
leyendo, día tras día, en habitaciones mal iluminadas. Bishop siguió la mirada
de Bowdern y soltó un jadeo. Bowdern acababa de pronunciar la frase dicas
mihi. En una de las piernas de Robbie empezaron a aparecer arañazos: tres
líneas paralelas. Luego, ante la palabra horam, apareció una señal en forma de
X. Luego, volvieron a aparecer arañazos en forma de 18. Luego otro 18, y otro.
(El diario de Bishop no especifica en qué parte del cuerpo de Robbie se
materializaron los arañazos.)
A la una y cuarto, Robbie salió de su hechizo y pidió permiso a su padre
para salir de la cama y poder sentarse en una silla. Karl le ayudó tembloroso a
bajar de la cama y a ir hasta una silla. Las manos le temblaban. Por favor,
llevadme a casa, rogó. Sabía que su padre regresaba a Maryland el día
siguiente. Por favor, no puedo soportarlo. Me estoy volviendo loco.
Nunca Robbie había sido consciente de que había sufrido un hechizo
después de haber salido de una serie de ellos. Todas las otras noches, un velo
había dividido su consciencia normal de la consciencia de la posesión. Ahora
ese velo había desaparecido. Parecía saber que estaba poseído.
Definitivamente sabía que podría estar volviéndose loco.
12

EN BUSCA DE UN LUGAR TRANQUILO

El domingo, Robbie volvió a comenzar el día arrojando una almohada a la


luz del techo. Volvió a quedarse dormido, se despertó aturdido, se quedó
dormido y despertó hacia las once y media. No quiso salir de la cama. Su
madre le llevó el desayuno. Después de haber comido, bajó al piso de abajo,
pálido y demacrado.
Karl Mannheim sugirió jugar a pelota. Reclutó los dos tíos de Robbie y a su
primo Marty. Todos se quedaron en el amplio césped y empezaron a lanzar
una pelota de béisbol. Robbie jugó distraído, pero Karl estaba convencido de
que su hijo no estaba en forma y sólo necesitaba un par de horas de pelota
para eliminar lo que le había preocupado aquella mañana. Debería estar
contento, pensó Karl.
Los Mannheim tenían una gran fe en la conversión de Robbie al
catolicismo. Algo había ocurrido cuando tía Harriet murió en pleno invierno.
Ahora Robbie se había unido a esta poderosa religión, que le estaba sacando el
veneno que llevaba dentro de sí. El día siguiente irían a casa, y no volverían a
sufrir esa pesadilla.
Karl pidió a gritos la pelota. Cuando Robbie retrocedió para lanzar, el brazo
le quedó inerte y la pelota se le cayó de la mano. Se tambaleó unos momentos,
como si estuviera a punto de caerse. Luego, echó a correr por el césped. Karl
vio que Robbie tenía los ojos cerrados con fuerza. Él y los otros dos hombres
corrieron detrás del muchacho, quien apretó el paso y cruzó el césped del
vecino de al lado. Corría por el césped del vecino, con los ojos cerrados,
cuando Karl le agarró. Se giró para liberarse, pero sus tíos le sujetaron. El
muchacho se cayó al suelo y le llevaron a casa.
Le apoyaron en la gran mesa de madera de la cocina. Phyllis le ofreció un
vaso de agua. Con los ojos aún cerrados, el muchacho apartó su cuerpo,
colocó una pierna debajo de la mesa y la levantó del suelo.
Cuando por fin abrió los ojos, parecía suspendido entre dos estados de
consciencia. Sus padres no tenían nombres para estos estados, pero algunos
especialistas en posesión sí los tenían. Los llamaban la crisis y la calma. En la
crisis había violencia y momentos de aparente locura: hechizos o ataques, los
llamaba Bishop. En el estado de calma no ocurría nada. Robbie se había
quedado tranquilo, una sensación sobrecogedora que le dejaba suspendido
fuera de la realidad cotidiana.
Los exorcistas explican esta sensación como el roce del diablo: Satanás,
mientras permanece oculto, proyecta un aura siniestra que engulle a la
víctima. Un psiquiatra que ha estudiado casos de supuesta posesión no
conoce el origen, pero está de acuerdo en que existe: «Una de las sensaciones
más indicativas de la naturaleza espiritual de la posesión es que la persona
poseída ha perdido una cualidad humana: el que ayuda siente que está en
presencia de algo inhumano o que el poseído está vacío y fuera de sí mismo».
Así parecía estar Robbie ese cálido y brillante domingo por la tarde.
Aunque no sucedía nada violento, los padres de Robbie se sentían muy
inquietos ante su estado como sin vida. La familia iba a marcharse a casa el
día siguiente, y querían estar seguros de que Robbie se portaría bien en el
tren. Así que volvieron a llamar al padre Bowdern, que se sorprendió. Se había
sentido optimista respecto a Robbie. Su optimismo tenía su origen tanto en la
esperanza sacerdotal como en el calendario litúrgico.
Era el domingo de Pasión, el quinto domingo de Cuaresma y el preludio de
la Pascua de Resurrección, para la que faltaban dos semanas. Los catorce días
de la Pasión que comenzaban aquel día se centraban en la pasión de Cristo,
sus últimos días, el sufrimiento y los instrumentos para ese sufrimiento: los
azotes, la corona de espinas, la cruz, los clavos. Las estatuas y los crucifijos de
Javier y de todas las demás iglesias católicas estaban revestidos con una tela
morada como símbolo de luto. Los oscuros días de penitencia preparaban el
alma católica para la gloria triunfante de la Pascua. Los días y las noches de
Robbie ahora se verían involucrados en ello, y Bowdern veía al muchacho
marchando de la oscuridad de la muerte a la luz de la esperanza. Pero ¿y el 18
que había aparecido en su cuerpo? ¿Qué significaba ese 18? El número debería
haber sido el 17. Pascua era el 17 de abril. ¿Por qué no había aparecido el
número 17?

Bowdern llegó hacia las siete con Bishop, Van Roo y O'Flaherty. Los
sacerdotes estaban reunidos en la sala de estar hablando con la familia.
Robbie se hallaba allí, con aspecto demacrado y débil. Luego, sin previo aviso,
se abalanzó sobre tía Catherine y agarró el cuello de su vestido. Tío George fue
el primero en precipitarse a coger a Robbie, quien, sin soltar a Catherine,
forcejeó para liberarse de las manos de su tío. Karl Mannheim y los sacerdotes
se agruparon en torno a Robbie, protegiendo a Catherine del muchacho.
Karl y George llevaron a Robbie al piso de arriba y airados le arrojaron a la
cama. Él se quedó allí tumbado, mirando el techo y la lámpara rota. La
tolerancia de George a los ataques de Robbie había desaparecido. Catherine
había sido atacada dos veces por su sobrino. Por muy enfermo que estuviera...
Robbie se puso a cantar y a gritar. Por un momento, George no pudo
entender lo que el muchacho decía. Luego comprendió. Robbie cantaba algo
acerca de Billy, su primo pequeño Billy, el hijo menor de George Mannheim.
«Billy, Billy —cantaba Robbie—. Morirás esta noche. Morirás esta noche.
Morirás esta noche. »
Alguien —Bishop no indica quién— cogió una almohada y la puso sobre la
cara de Robbie, ahogando su voz. Otro apartó la almohada para impedir que
Robbie se asfixiara. La ira era una emoción nueva que ahora rodeaba a
Robbie, y él se contuvo. No reaccionó a las plegarias del exorcismo que
Bowdern había comenzado. Hacia las nueve y media, Robbie parecía dormir
un sueño natural, roncando fuerte. Pero estaba inquieto y no durmió
profundamente.
A medianoche los sacerdotes se marcharon. Al cabo de media hora, Robbie
se puso tan violento que su padre y su tío le inmovilizaron los brazos con cinta
adhesiva y le pusieron guantes en las manos. Él gimió de dolor y se quejó de
que los guantes le calentaban las manos. En cuanto su padre se ablandó y le
quitó la cinta y los guantes, Robbie fue presa de un ataque de rabia. Karl y
George forcejearon con él hasta que el muchacho se quedó dormido a las tres
y media de la madrugada del lunes.
Cuando Phyllis y Karl contaron al padre Bowdern los ataques de rabia de
Robbie, decidió acompañarles de regreso a Maryland aquella mañana en el
tren de las nueve cincuenta. Pidió a Van Roo que le acompañara e indicó al
padre O'Flaherty que se ocupara de Javier. De ordinario, este viaje no habría
podido prepararse con tanta informalidad; habría sido necesario notificárselo
al superior y éste habría tenido que dar permiso. Pero Bowdern, como
exorcista, tenía poder para decidir sin consultar con sus superiores.
En la casa, Robbie se negaba a despertarse. Pero el agua fría que le
arrojaron a la cara le despejó lo suficiente para que se vistiera y bajara al piso
inferior. Sus padres y tío George le acompañaron al coche de George que les
llevaría a la estación de ferrocarril. Su tío llevó consigo a un amigo por si se
necesitaban un par de manos más para dominar a Robbie. Sin embargo, el
trayecto se hizo en paz y cuando el coche llegó a la estación y se hubieron
despedido, Robbie charlaba y actuaba feliz.
Los jesuitas iban en un compartimento del tren y los Mannheim en otro
cercano. Durante el día Robbie se lo pasó bien. Empleó el tiempo en juegos de
mesa y contemplando pasar el paisaje. Karl y Phyllis disfrutaron de los
primeros momentos de paz en semanas. Bowdern esperaba un giro completo y
rápido. Se acercaba la Semana Santa, la época de más trabajo en la iglesia, y
él tenía que regresar para supervisar los preparativos.
Van Roo, que esperaba estudiar en Roma cuando esto terminara, tenía
intención de aprovechar el viaje nocturno para recuperar las lecturas que
había dejado durante las pasadas frenéticas noches. La experiencia no le
desvió de la teología a la demonología. «Después de que terminara —dijo
mucho tiempo después—, [el exorcismo] jamás me interesó. » Lo que parecía
molestarle más, intelectualmente, era ser arrastrado a un exorcismo sin tener
oportunidad de estudiar el fenómeno.
Hacia las once y media, cuando todo el mundo estaba instalado para pasar
la noche, Bowdern oyó que un revisor corría por el pasillo hacia el
compartimento de los Mannheim. Luego otro empleado. Y más ruido de pies
que corrían. Bowdern y Van Roo se precipitaron al compartimento. Robbie y
sus padres estaban despiertos y en pijama y bata. El muchacho se
comportaba como si estuviera cargado con electricidad. Nervioso y con voz
alta, hablaba atropelladamente a los empleados del tren. Karl explicó a los
sacerdotes que Robbie no dejaba de oprimir el timbre para llamar al servicio.
Bowdern salió del compartimento, se llevó aparte a un empleado y le dijo
que no hiciera caso de las llamadas de servicio de aquel compartimento. El
empleado, percibiendo que ocurría algo, preguntó qué le pasaba al muchacho.
Bowdern le dijo que estaba muy nervioso.
Robbie se acostó y despertó mucho antes de que el tren llegara a la Union
Station de Washington el martes 5 de abril. Parecía contento de estar en casa,
y de nuevo sus padres se preguntaron, con cautela, si el muchacho estaba
bien otra vez.
Mientras los Mannheim se reinstalaban en su casa, Bowdern llamó al
padre Hughes a la iglesia de St. James. Si no sabía ya lo que Robbie había
hecho a Hughes, sin duda debió de enterarse de ello en cuanto se conocieron.
El sacerdote aún no podía levantar el brazo que Robbie había herido.
No existe registro alguno de la conversación que mantuvieron estos dos
exorcistas, dos extraños arrastrados juntos por una experiencia que ninguno
de ellos deseaba, hombres que habían conocido y visto los horrores que el
exorcismo les había producido. No podían haber sido más diferentes: Hughes,
el párroco despreocupado que se lanzó al exorcismo y salió herido; Bowdern,
el veterano de guerra y teólogo al que habían encargado un exorcismo y ahora,
agotado y con mal aspecto, no veía fin a lo que había comenzado. Igual que la
gente describía a Hughes como el tranquilo Bing Crosby de la película
Siguiendo mi camino, los feligreses de Javier describían al padre Bowdern
como el joven Barry Fitzgerald, que interpretaba al adorable viejo pastor que
guiaba al tosco joven cura interpretado por Crosby.
Hughes presentó a Bowdern al canciller de la archidiócesis de Washington,
el monseñor que había actuado de intermediario entre Hughes y el arzobispo
O'Boyle. Bowdern necesitaba obtener el permiso de O'Boyle para continuar el
exorcismo, ya que el jesuita se hallaba ahora en la jurisdicción de O'Boyle.
Éste podría no haber querido saber nada más de este exorcismo que se había
realizado de manera chapucera en su archidiócesis, se había trasladado a otra
y ahora regresaba.
Bowdern explicó que, como pastor de una parroquia grande de St. Louis,
tenía que regresar lo antes posible allí para dirigir el programa de Semana
Santa. Pero dijo que se quedaría en Washington hasta que pudiera designarse
a alguien para continuar el caso. O'Boyle no respondió a esa idea.
Simplemente dio permiso a Bowdern para que prosiguiera el exorcismo en la
archidiócesis de Washington.
Bowdern, más preocupado que nunca por la creciente inclinación de
Robbie hacia la violencia, quería que el muchacho permaneciera confinado,
preferiblemente en un hospital mental católico. O'Boyle podía haber ordenado
que el muchacho fuera ingresado en alguna institución católica que Bowdern
eligiera, pero dejó que Bowdern decidiera. Para un obispo o un arzobispo más
inclinado a la administración que a los milagros, un exorcismo —como una
estatua que supuestamente derrama lágrimas y produce curaciones— es una
intrusión confusa y medieval. Para un arzobispo como O'Boyle, el tiempo y la
energía gastados en la superstición podían dedicarse al bienestar de las
iglesias y escuelas que se hallaban a su cargo.
Por razones no explicadas por Bishop ni nadie más que conociera el caso,
Bowdern no lo intentó en el Hospital de la Universidad de Georgetown. Es
posible que no quisiera involucrar a jesuitas de otra provincia. O quizá temía
que el hospital, conociendo la violencia de Robbie durante la anterior ocasión
que estuvo ingresado, impediría el exorcismo insistiendo en que interviniera
algún psiquiatra. Bowdern simplemente quería un lugar donde Robbie pudiera
ser frenado.
Le parecía que la posesión había estado apretando más su garra sobre
Robbie desde que éste se había convertido al catolicismo. La furia de los
demonios, creía, sobrepasaría los límites de su fuerza o la de Robbie. Bowdern
sabía que había habido demoníacos que nunca se recuperaron. Los
exorcismos no habían logrado expulsar al demonio. O el demonio había huido
dejando atrás la envoltura de un ser humano. No quería que un psiquiatra
considerara a Robbie un fracaso. Y tampoco quería que Robbie se hiciera daño
a sí mismo o lo hiciera a alguien a quien amaba. Bowdern quería proseguir el
exorcismo, aunque sospechaba que lo peor aún no había llegado.
El miércoles, Hughes acompañó en coche a Bowdern a Baltimore —fuera
de la jurisdicción de O'Boyle— para pedir una habitación en una institución
mental dirigida por monjas. Si éstas accedían a aceptar a Robbie, Bowdern se
vería obligado a acudir a otro arzobispo y pedir permiso para continuar el
exorcismo. Él estaba dispuesto a hacerlo si ello significaba que Robbie podía
ser protegido. Las monjas le dijeron que aceptarían al muchacho, pero los
médicos de la institución pusieron objeciones. Si Robbie era admitido como
paciente psiquiátrico, dijeron los médicos, no habría problema. Dependían del
estado de Maryland para obtener ayuda económica, y Maryland sin duda
subvencionaría un caso psiquiátrico juvenil. Pero ¿un exorcismo? No podían
arriesgarse al ridículo profesional y a las pérdidas económicas. La respuesta
fue negativa.
El superior de Hughes, el pastor de St. James, denegó la petición de
Bowdern de utilizar la rectoría. No había espacio, dijo el pastor. Aquella
noche, Bowdern llamó al Hospital de los Hermanos Alejianos de St. Louis. El
rector, el hermano Cornelius, aseguró a Bowdern que Robbie tenía una plaza
en el hospital siempre que la necesitara.
El jueves, Robbie siguió reanudando la vida normal en su casa. La escuela
volvía a cernirse ante él. Pero tendría que recuperar tanto tiempo perdido, que
sus padres hablaron de que no acudiera el resto del año escolar y que
comenzara de nuevo el otoño siguiente. Así que, para Robbie, aquel cálido día
de primavera empezaron las vacaciones, aunque con tareas. Pasó casi todo el
día cavando en el pequeño jardín del patio trasero y recortando el césped.
Se acostó hacia las ocho y media. Durante un rato, el segundo piso estuvo
tranquilo. De pronto, sus padres y su abuela oyeron a Robbie agitarse. Les
llamó. Estaba sucediendo de nuevo.
Bowdern y Van Roo llegaron poco después de las nueve y encontraron a
Robbie retorciéndose en la cama. El exorcista comenzó inmediatamente el
Praecipio. Sólo había pronunciado unas palabras cuando Robbie se revolvió,
se abrió el pijama, desgarrándolo, y mostró un arañazo que se le estaba
formando a lo largo del estómago, incluso mientras Bowdern y los Mannheim
observaban. Se produjeron otros dos arañazos que le rasgaron el pecho. Era
como si debajo de la piel se moviera una cuchilla de afeitar. Su delgado pecho
subía y bajaba y el muchacho gritaba de dolor. Arañado en el pecho apareció
el número 4.
Bowdern siguió rezando. Al oír la palabra «Jesu», Robbie dio un brinco.
«¡Mis piernas! ¡Miradme las piernas!», gritó. Su madre apartó la sábana que le
cubría. Le bajó los pantalones del pijama. Dos profundos cortes paralelos le
bajaban lentamente por la pierna desde el muslo hasta el pie, arrancándole
una vieja costra que tenía en el tobillo. La sangre brilló a lo largo de los
arañazos, que parecían hechos con una garra.
Robbie tenía los ojos abiertos. Van Roo, el intelectual confundido por lo
insondable, le miraba fijamente, tratando de comprender, tratando de ver una
pauta. Bowdern siguió rezando. Gritos de dolor puntuaban muchas palabras,
en especial «Jesu» y «Maria».
Robbie volvió a gritar al oír «Jesu» y en un muslo apareció una gran
mancha roja. A los ojos de varias personas era la imagen de un diablo.
No había nada en el Ritual referente a que el exorcista causara daño.
Bowdern detestaba su papel cuando veía al muchacho hacer muecas de dolor.
«Maria», repetía Bowdern una y otra vez, mientras recitaba el rosario en inglés,
y Robbie se quejaba de dolor cada vez que se mencionaba ese nombre. Llegó la
medianoche y Bowdern señaló la devoción a María y sus pesares. «Maria,
Maria, Maria», y dolor, dolor, dolor.
Bowdern no veía otro camino. Podía sentir el mal irradiar de aquel
torturado muchacho. El mal tenía que pasar a través de él, surgir de él, y
entonces todo habría terminado.
Cuando Bowdern preguntó el nombre y la fecha de salida del demonio, la
respuesta apareció formando líneas rojas, punteadas de sangre, en el pecho
de Robbie: HELL [infierno] y SPITE [rencor]. Empezaron a aparecer números en
sus brazos y cuerpo: 4 8 10 16. Entonces se oyó aquella voz tan espantosa:
«No me iré hasta que cierta palabra sea pronunciada, y este muchacho
jamás la pronunciará. »
En un momento en que estaba despierto, Robbie dijo a Bowdern que algo
estaba cambiando. En las imágenes que Robbie había descrito anteriormente,
había un profundo foso. Ahora el foso se había convertido en una cueva. Se
hallaba en una larga y oscura cueva. Pero podía ver a lo lejos un punto de luz.
Ahora, dijo, la luz se hacía cada vez más grande.
Cuando Bowdern terminó la tercera plegaria principal, él y Van Roo
examinaron con atención el estómago y las piernas de Robbie. Los sacerdotes
contaron al menos veinte arañazos. Algunos eran golpes simples, otros eran
dobles, y unos cuantos formaban cuatro líneas paralelas. Uno parecía una
pequeñísima horca. Las manos de Robbie habían estado a la vista todo el
tiempo. No podía haberse producido los arañazos con sus manos, coincidieron
los dos sacerdotes. Ahora, incluso al estar tumbado de espaldas para ser
examinado, dio un grito, y vieron un nuevo arañazo bajar lentamente por la
pierna.
Robbie cerró los ojos y empezó a escupir y a maldecir. Un salivazo alcanzó
a Bowdern en la cara y otro aterrizó en la de Van Roo. La saliva era viscosa y
salía en unas cantidades que desafiaban la lógica de Van Roo. Según un
cálculo rápido, Robbie escupía cerca de un cuarto de litro en pocos minutos.
Los sacerdotes tenían la cara mojada. Las gafas de Bowdern estaban tan
sucias que apenas podía ver. Van Roo se las limpió con una toalla, que
después sostuvo frente a Bowdern para que éste pudiera seguir leyendo. Pero
Robbie escupía por encima o por debajo de la toalla, sin abrir los ojos y sin
fallar ninguna vez.
Empezó a cantar con una aguda voz de falsete. Los sacerdotes pudieron
descifrar algunas frases, que eran de canciones verdes con obscenidades y
blasfemias (no anotadas en el diario) intercaladas. De vez en cuando, Robbie
tarareaba «Ave María» desentonando. Sus canciones, sus movimientos y sus
maldiciones se estaban volviendo un staccato y crecían en intensidad. Parecía
estar llegando a un clímax. Bowdern siguió orando.
La mano derecha de Robbie empezó a moverse sobre su pecho. Van Roo
bajó la mirada. Sangre. No había advertido lo largas que tenía las uñas
Robbie. Con una de esas uñas, Robbie estaba rascando dos palabras en su
pecho con letras mayúsculas: HELL [infierno] y CHRIST [Cristo].
Sorprendido y agotado, Bowdern miró el reloj de la mesilla de noche. Eran
casi las 2 de la madrugada. Unos momentos más tarde, Robbie advirtió: Os
mantendré despiertos hasta las 6 de la madrugada. Para demostrar esa
amenaza, una voz gruñona dijo: Para demostrarlo, le haré dormir y después le
despertaré. Robbie al instante cambió de estado, pasando de un ataque como
de coma a un profundo sueño natural. Despertó sobresaltado quince minutos
más tarde. Bowdern se preguntó si podría resistir otras cuatro horas. Pero el
demonio al parecer había calculado mal la energía de Robbie, pues éste casi
inmediatamente cedió a un sueño natural. La noche había terminado.
Esperando que el pastor de Hughes cambiara de opinión después de ver a
Robbie, Bowdern invitó al anciano sacerdote a la sesión de exorcismo del
viernes por la noche. Dijo que llamaría al pastor cuando Robbie estuviera lo
bastante calmado para recibir la Sagrada Comunión. El pastor accedió a llevar
con él una hostia consagrada.
Mientras Robbie jugaba e iba de un lado a otro en el transcurso del día,
calmado como de costumbre, Bowdern pedía tener fuerzas para proseguir.
Sabía que tenía que ingresar a Robbie en un lugar donde pudieran dominarle.
Habló larga y duramente con Karl y Phyllis Mannheim y les convenció para
que volvieran a St. Louis y que el exorcismo prosiguiera en el Hospital de los
Hermanos Alejianos. Bowdern hizo que Van Roo se ocupara del viaje de
regreso en tren y llamara a los Hermanos para decir que Robbie llegaría al
hospital el domingo 10 de abril, domingo de Ramos, el principio de la Semana
Santa.
Robbie entró en el cuarto de baño hacia las ocho el viernes por la noche.
Minutos más tarde, sus padres le oyeron gritar y maldecir. Le hicieron salir
del cuarto de baño, le metieron en la cama y llamaron a Bowdern. Cuando
éste llegó, Robbie escupía de modo implacable y no dejaba de maldecir y
proferir obscenidades. Bowdern nunca había visto a Robbie tan salvajemente
diabólico. Sus palabras estaban tan llenas de odio, que Bowdern no las
registró. El diario de Bishop dice con respecto a la sesión: «Pronunciaba
palabras sucias y realizaba movimientos y ataques sucios sobre los que se
encontraban junto a la cama, aludiendo a la masturbación, los
anticonceptivos y las relaciones sexuales de los sacerdotes y las monjas».
Durante tres horas, Bowdern y Van Roo rezaron mientras Robbie escupía a
los sacerdotes y levantaba y bajaba la mano fingiendo masturbarse. Tiró de la
ropa de los sacerdotes, rompió las sábanas, lanzó almohadas, cantó «Ave
Maria», tarareó muy mal El Danubio azul y actuó como si estuviera
respondiendo a preguntas en latín con frases en confuso latín. Habló casi todo
el tiempo con una voz profunda y grave.
Hughes y su pastor llegaron hacia las once. El pastor • llevaba consigo
una hostia consagrada, el Santísimo Sacramento, en un píxide, el cual iba
dentro de una bolsa de seda, una tela cuadrada con un cordón, utilizada para
llevar al cuello un píxide. Mientras el pastor esperaba en la sala de estar,
Hughes recorrió la casa, rociando agua bendita y diciendo en latín: «Bendice,
Oh Señor, Dios todopoderoso, esta casa, que en ella haya buena salud,
castidad, el poder de la victoria espiritual, humildad, bondad y docilidad, la
plenitud de la Ley y gracias a —hizo la señal de la cruz— Dios Padre, Hijo y
Espíritu Santo: y que esta bendición permanezca en la casa y en sus
habitantes. Por Cristo nuestro Señor. Amén».
Cuando Hughes terminó la bendición, él y el pastor subieron al piso de
arriba y entraron en el dormitorio de Robbie. Éste se encontraba
relativamente calmado en aquellos momentos. Luego, explotó en un ataque de
maldiciones y juramentos, con los ojos cerrados vueltos hacia el asombrado
pastor, quien colocó el píxide en una cómoda. Robbie le arrojó una almohada,
pero Hughes la desvió. Bowdern levantó la vista del Ritual. Percibía que
Robbie había detectado la presencia del Santísimo Sacramento. La percepción
de objetos sagrados ocultos era una señal tradicional de la posesión. Bowdern
indicó con una seña al pastor que se metiera el píxide en el bolsillo. Otra
almohada le pasó por encima de la cabeza cuando se agachó y salió de la
habitación.
Bowdern decidió entonces que Robbie no recibiera la Sagrada Comunión.
En un momento de calma, dio al muchacho una cápsula que contenía un
sedante suave. Robbie la escupió, luego la recogió de encima de la sábana y
por fin se la tragó. Cuando Bowdern intentó plantear la cuestión de llevar a
Robbie a la rectoría de St. James, el pastor rechazó la idea aún con más
vehemencia que el miércoles. La negativa no sorprendió a Bowdern, pero
había vuelto a hablar de ello porque creía que Robbie estaría más cómodo en
una institución cerca de su casa. Ahora no cabía otra elección más que
continuar el exorcismo en St. Louis.
El sábado por la mañana, Bowdern, Van Roo, Robbie y su madre subieron
a un tren para trasladarse a St. Louis. «R estuvo normal todo el día —indica el
diario—. Sufrió un corto ataque al retirarse por la noche. » El diario ahora sólo
reseña los acontecimientos del día que son significativamente diferentes. El
orinarse, soltar ventosidades, los gestos obscenos, los gritos y los insultos se
habían convertido en una rutina y ya no los anotaba. Tampoco revela el diario
qué dijo aquella voz espantosa sobre los sacerdotes mismos.
«En alguna ocasión —dijo un jesuita que conocía los detalles íntimos del
caso— manifestaba un insondable conocimiento de la sensibilidad del
exorcista y de otros, intentando crear un sentimiento de desconfianza y
hostilidad entre ellos. » Otro jesuita dijo: «Contaba hechos de la vida pasada de
los sacerdotes que el muchacho era imposible que conociera». Hughes dijo, en
un relato en tercera persona, que «el diablo efectuó algunas revelaciones que
resultaban perturbadoras para los participantes, pero no sacó ningún
provecho de ellas». Cualesquiera que fueran esos hechos —muchos de ellos al
parecer intensamente privados— no quedaron anotados.
Tampoco estaba anotado día a día la costumbre de Bowdern de
interrumpir las oraciones en latín y traducir dos frases de las oraciones del
exorcismo. «Di cómo te llamas», ordenaba Bowdern, luego esperaba la
respuesta. Robbie solía reaccionar con más maldiciones y salivazos o
hablando de manera ininteligible. Entonces Bowdern pedía: «Di el día y la hora
de tu partida». Al oír esta frase, Robbie se volvía más violento.
Las instrucciones del Ritual indicaban al exorcista que se fijara en «qué
palabras concretas de la forma [de las oraciones] producían un efecto más
intimidante sobre el diablo, para que después esas palabras pudieran ser
empleadas con mayor énfasis y frecuencia». Bowdern sabía que había
encontrado un punto débil e insistía en él, una y otra vez, preguntando el día
y la hora de su salida. Quizá, creía, esta pregunta intimidaba al demonio
porque sabía que el final estaba próximo.
Eso esperaba Bowdern. Aunque espiritualmente estaba fuerte como
nunca, se estaba debilitando físicamente. A veces, el exorcista quedaba
exhausto y tenía que ser sustituido por otro, y a veces, el exorcista moría
durante el exorcismo.
Bowdern sin duda le daba vueltas a esto, especulando acerca de una
sustitución. Bishop era el candidato más probable. Pero cuando Bowdern y
Van Roo partieron hacia Washington, Bowdern vio que la experiencia estaba
agotando a Bishop. En cuanto a Van Roo, parecía dudar de la idea en sí del
exorcismo. Actuaba como debía, y soportaba sin quejarse su parte de salivazos
e insultos. Pero su mente estaba en Roma y los límites más elevados de la
teología. O'Flaherty y McMahon había visto suficiente para poder hacerlo; los
dos apoyaban espiritualmente el exorcismo.
Y Bowdern sabía que, en última instancia, cualquiera de los varios jesuitas
de la comunidad podría sustituirle. Joe Boland, un duro ex capellán de la
Armada, ya había echado una mano a Bowdern. También lo había hecho Ed
Burke, otro ex capellán jesuita que había recibido la Estrella de Plata por
cubrir repetidamente a los heridos con su propio cuerpo hasta que llegaba la
ayuda médica en la isla Peleliu. Sin anunciarlo, la comunidad había asumido
el caso. Era una obra colectiva, y Bowdern podía sentirse alentado sabiendo
que, le ocurriera lo que le ocurriera a él, alguien de la comunidad lo llevaría
hasta el fin.
13

EL DEMONIO EN EL QUINTO PISO

El domingo de Ramos, Robbie regresó a la habitación de seguridad del


quinto piso en la vieja ala del Hospital de los Hermanos Alejianos. Parecía no
preocuparle estar ingresado en un hospital mental; quizá esperaba
permanecer allí sólo una noche, como había hecho tres semanas antes. El
hermano Bruno, el gentil jefe de la vieja ala, dio la bienvenida al muchacho,
habló con él y le dejó al cuidado de uno de los hermanos que era enfermero.
Bruno había hablado con el hermano Cornelius, el rector, y sabía que se
realizaría un exorcismo en la habitación de seguridad.
En los libros de texto médicos o psiquiátricos no se hablaba del exorcismo,
pero eso no bloqueó a Bruno. Sabía lo que haría y lo que diría a los demás:
Confiad en vuestro buen sentido, seguid la tradición alejiana del cuidado
amoroso, haced lo que los jesuitas os digan... y rezad. Cornelius preparó las
plegarias del día en forma de adoración del Santísimo Sacramento. Se colocó
una custodia de oro que contenía una hostia consagrada entre dos velas
encendidas en el altar de la capilla. Día y noche, los hermanos entraban y
salían de la capilla para arrodillarse y rezar por el muchacho del quinto piso.
El exorcismo que estaba a punto de reanudarse en la habitación de seguridad
oficialmente era un secreto. Pero los Hermanos que rezaban lo sabían, o creían
saberlo, al igual que muchos legos del personal del hospital. Al final, los
rumores acerca del exorcismo se difundieron por el hospital y llegaron hasta la
escuela de enfermería. La noticia inquietó a los miembros del equipo de
baloncesto. Su apodo era Diablos Azules.
Mientras Robbie se instalaba en el hospital, Bowdern fue a Javier. Celebró
misa y, de pie en el pulpito, dispuesto a leer el relato evangélico de la
triunfante entrada de Cristo en Jerusalén, vio muchos rostros que hacía
tiempo no veía: católicos del domingo de Ramos que se preparaban para ser
católicos de la Pascua. Al final de la misa, salieron con sus hojas de palmera.
Colocarían las palmeras bendecidas detrás de algún cuadro sagrado en una
sala de estar o en un dormitorio, y algunos de los presentes no volverían a la
iglesia hasta Navidad.
Bowdern se sentía débil y acobardado por su doble papel de exorcista y
pastor. Pero se alegraba de sus deberes pastorales. Tenía dulces bebés que
bautizar, niños de cara reluciente que preparar para su primera Comunión.
Tenía que visitar a los enfermos. Llevaba el píxide a lugares donde, aunque
había tristeza, también había luz y bondad humana. Lugares donde la gente le
estrechaba la mano y le sonreía y no le escupían en la cara ni se le orinaban
encima.
Por la tarde, Michael le entregó una lista de cosas que había que hacer
para arreglar el terreno para la Pascua. ¿Volvería a utilizar aquella habitación
del tercer piso? No, pero busque al señor Halloran y dígale que tendrá que
volver a conducir un poco. El ama de llaves, siguiendo una vieja tradición,
había dedicado los tres días anteriores al domingo de Ramos a limpiar las
ventanas y a encerar y pulir todos los muebles. Ahora quería conservarlo así
hasta Pascua. Y el padre Bowdern tendría cuidado de no dejar entrar a nadie
que lo ensuciara.
Esto era ser sacerdote, un pastor de su rectoría, un hombre que vivía en la
alegría, un hombre al que el mal vivo, que respiraba, escupía, se meaba,
eructaba y maldecía no le alcanzaba. ¿Cuánto tiempo más podría soportarlo?
«Tenía un aspecto terrible», recordó su hermano, el doctor Edward H.
Bowdern cuatro décadas más tarde. Edward contemplaba a su hermano con el
ojo escrutador de un médico. Había perdido mucho peso. Cuando se quitó las
gafas para frotarse los ojos, Edward vio que los bordes de los párpados de su
hermano estaban hinchados. Orzuelos. Nunca los había tenido. El padre
Bowdern levantó un brazo e hizo una mueca. La manga de su sotana cayó
hacia atrás y Edward vio hinchazones y llagas que supuraban pus.
Furúnculos. El médico preguntó y el padre Bowdern admitió de mala gana que
tenía furúnculos en muchas partes del cuerpo. Edward quiso examinarle a
fondo y tratarle. Podría ser anemia, envenenamiento de la sangre. Pero el
sacerdote desvaneció la preocupación de su hermano. Pasarían décadas antes
de que el doctor Bowdern comprendiera por qué su hermano estaba tan pálido
y débil. El padre Bowdern nunca habló del exorcismo con nadie de su familia.
Para entonces, Bowdern, que anteriormente había hecho un ayuno ligero,
al estilo de los jesuitas, parecía estar viviendo de pan y agua. Su inspiración
de realizar un ayuno severo habría tenido su origen en alguna instrucción del
Ritual. «Y por tanto, tendrá cuidado con las palabras de nuestro Señor (Mateo
17: 20), en el sentido de que existe cierto tipo de espirito maligno que no
puede ser expulsado más que mediante la oración y el ayuno». Los versos
bíblicos se refieren a la respuesta de Jesús cuando sus discípulos no lograron
exorcizar a un muchacho. Jesús lo logró, y después les amonestó, diciendo:
«Si tenéis fe como una semilla de mostaza, diréis a esta montaña: muévete; y
se moverá; y nada será imposible para vosotros. Aunque este tipo [de demonio]
no se va más que con la oración y el ayuno». Recordando esto, es casi seguro
que Bowdern se alimentara de pan y agua sin decirlo a nadie.

Poco después de las siete del domingo de Ramos, Bowdern condujo a Van
Roo, O'Flaherty y Bishop a la pequeña y oscura habitación de Robbie.
Bowdern habló brevemente a Robbie, que parecía calmado por el momento.
Bowdern decidió intentar de inmediato las plegarias del exorcismo, tomando la
iniciativa en lugar de esperar a que se produjera un ataque y reaccionar
entonces a él. El exorcismo no produjo ninguna respuesta de un Robbie
sorprendentemente dócil. Bowdern comenzó entonces el rosario. Esta vez, la
mención repetida del nombre de María no provocó ningún torbellino de
maldiciones y obscenidades. Bowdern siguió rezando rosarios hasta las once
de la noche, cuando Robbie se quedó dormido.
Bowdern esperó unos minutos y despertó al muchacho para darle la
Sagrada Comunión. Robbie sólo pudo mantener los ojos abiertos unos
segundos. Se quedó dormido entre el momento en que Bowdern sacaba la
hostia del píxide y el momento en que la acercaba a los labios de Robbie. El
sacerdote estaba pensando en abandonar la idea cuando Robbie de pronto
despertó y recibió la hostia. Se recostó sobre la almohada con una sonrisa y
pronto se halló durmiendo un profundo y sereno sueño.
Los sacerdotes hicieron la señal para salir de la habitación. El Hermano de
turno en el ala abrió la puerta y prometió vigilar de cerca a Robbie durante
toda la noche. El domingo de Ramos había transcurrido en paz, y Bowdern
empezó a esperar una vez más que el demonio, dirigido por la sagrada fuerza
de la Semana Santa, estuviera abandonando a Robbie.
El lunes, el hermano Emmet introdujo a Robbie a la rutina del pabellón. El
muchacho recogió su habitación bajo la insistente mirada de Emmet y luego
acompañó a éste en sus rondas. Ayudó a Emmet en extrañas tareas y empezó
a sentir que tenía un amigo en aquel triste lugar. Los Hermanos del pabellón
—oficialmente, la unidad de psiquiatría crónica— habían hecho que Robbie
tuviera los días ocupados, y eso incluía cierto trabajo bajo la supervisión de
un Hermano y el estudio del catecismo.
Bowdern quería un ambiente espiritual para proseguir el exorcismo, y aquí
lo había encontrado. Cada habitación tenía un crucifijo y cada mañana y
noche los altavoces, repartidos por todo el hospital, retransmitían plegarias
guiadas por el capellán del hospital. Pero el santo celo alejiano no hacía
opresivamente austero su hospital. Los Hermanos siempre estaban alegres y
eran incansables. Siempre había muchos no católicos entre los alrededor de
140 pacientes del hospital.
El alejiano combinaba la intensa fe personal con el compromiso de dar a
sus pacientes cuidados y compasión. Un Hermano no leía los periódicos y no
podía hablar durante las comidas, las cuales hacía en una silla asignada en el
comedor. Cuando moría, se colocaba un crucifijo sobre su silla cada día
durante una semana. La comida que se habría tomado se entregaba a alguna
familia pobre del vecindario. Un Hermano normalmente trabajaba unas ocho
horas y pasaba ocho horas al día rezando o meditando, cuatro horas por la
mañana y cuatro por la tarde. Un Hermano reprimía la conversación ociosa,
no visitaba a los otros Hermanos en sus celdas y nunca salía solo. Los viernes
ayunaba. Un Hermano comenzaba el día a las cuatro cuarenta y acudía a la
capilla para rezar durante cuarenta y cinco minutos, lo cual iba seguido de
una misa. Su día terminaba con las oraciones de las ocho y media. Estaba en
la cama, en su celda, a las nueve.
Para acomodar este día religioso a las necesidades del hospital, los
Hermanos variaban su programa de oraciones y empleaban a seglares:
trabajadores, muchos de ellos procedentes de un orfanato local, y enfermeros
formados por los alejianos. Todos los miembros del personal eran hombres.
La devoción de los alejianos a su religión no empañaba su objetividad
médica. Estaban acostumbrados a tener pacientes jóvenes, incluidos jóvenes
con problemas psiquiátricos. El hermano Cornelius, para no correr riesgos,
llamó a un pediatra no católico, le hizo jurar que guardaría el secreto y le pidió
que observara y examinara a Robbie. Cornelius dijo al médico: Quiero saber si
existe alguna explicación natural a esto. El pediatra examinó los arañazos de
Robbie y observó sus repentinos cambios de las violentas contorsiones al
sueño parecido al coma. También dijo posteriormente que estuvo presente
cuando algunos objetos volaron en la habitación. Dijo a Cornelius: No puedo
darle ninguna explicación natural a esto.

El lunes por la tarde, Bowdern, Van Roo, Bishop y Halloran entraron en la


habitación de Robbie. Bishop llevó algunos lectores católicos para que Robbie
tuviera para leer algo más que su catecismo. Había un adagio que a menudo
se decía a los holgazanes católicos: las manos ociosas son el taller del diablo.
En el hospital, el adagio tenía un significado más, pues tanto los alejianos
como los jesuitas conspiraban para mantener a Robbie activo, cerrando su
consciencia a lo que Bowdern esperaba era el poder cada vez menor del
demonio.
Las plegarias del exorcismo volvieron a ser ininterrumpidas. Bowdern cerró
el Ritual y sacó su rosario del bolsillo. Quizá la noche acabaría pronto y con
tranquilidad. Pero los jesuitas y Robbie apenas habían llegado a la segunda
decena del rosario cuando Robbie soltó un grito de dolor y se llevó las manos
al pecho. Uno de los sacerdotes se inclinó hacia delante, abrió la bata de
hospital de Robbie y vio una mancha roja. Poco después de reanudar el
rosario, Robbie gritó repetidas veces. En esta ocasión se materializaron las
letras E X I T [salida] con ensangrentados arañazos en el pecho, y un largo
arañazo en forma de flecha le bajaba por el pecho y el estómago, señalando
hacia el pene. E X I T apareció tres veces en diferentes lugares del cuerpo de
Robbie.
«Se había quitado la camisa. Yo vi esas marcas —recordó Halloran—, y no
había manera en el mundo de que se las hubiera podido hacer con una aguja
o con las uñas o con cualquier otra cosa. Nosotros no le quitábamos el ojo de
encima. Simplemente, aparecieron. A veces, el muchacho tenía verdugones sin
sentido en todo el cuerpo. Como los rasguños que se producen con un espino.
Más o menos así. Muy, muy rojos. Yo miré una vez y no estaban, y cuando
volví a mirar, sí estaban. Quizá fue cuestión de diez o quince segundos. »
Robbie volvió a gritar. Dijo que sentía un terrible dolor en lo más profundo
de su cuerpo. Señaló la zona de los riñones, le pareció a Bishop. Entonces dijo
que le ardía el pene. Empezó a orinar con gran dolor. Como en algunos casos
de exorcismo el diablo salía utilizando la orina o la defecación, Bowdern volvió
a tener esperanzas. Decidió fortalecer el alma de Robbie administrándole la
Sagrada Comunión.
Al oír mencionar la Comunión, Robbie se puso como loco. Los alejianos que
estaban en la habitación le sujetaron y le ataron las correas. Aquella noche,
como de costumbre, llevaba una bata del hospital. Al arquear el cuerpo, la
bata se cayó, exhibiendo arañazos y manchas en todo el cuerpo. La palabra H
E L L [infierno] apareció en su pecho como una erupción, y luego en un muslo.
Las instrucciones del Ritual decían que el exorcista debería decir
repetidamente cualquier palabra que hiciera «temblar a los espíritus
malignos», y esto es lo que Bowdern hizo. Cada vez que decía «Sagrada
Comunión» o «Santo Sacramento», el cuerpo de Robbie se curvaba hacia arriba
y aparecían más arañazos en su piel.
«¡Estoy administrando la Comunión!», gritó Bowdern, inclinándose cerca
del rostro del muchacho, que tenía los ojos cerrados y hacía muecas. De
alguna manera, Robbie logró liberar una mano de las correas y golpeó a
Bowdern de lleno en los testículos.
«¿Qué te ha parecido esto, imbécil?», dijo Robbie con voz triunfante.
Bowdern se tambaleó hacia atrás. Los alejianos sujetaron a Robbie con
más fuerza y el cuerpo de éste se arqueó contra ellos. De estas contorsiones al
parecer se dijo que podían curvar su cuerpo hacia atrás hasta que la parte
posterior de la cabeza le tocaba la parte posterior de los pies. Esto se había
dicho de otras posesiones, pero el diario de Bishop no lo menciona. Halloran
dice que él nunca lo vio.
Bowdern no cejó. Habló de la Última Cena, donde, en la víspera de su
crucifixión, Jesús instituyó el sacramento de la Sagrada Comunión. Como
Bowdern dijo, «aparecieron arañazos en el cuerpo de R desde las caderas hasta
los tobillos formando anchas líneas —escribió Bishop— que parecían una
protesta a la Sagrada Comunión».
Para proteger la hostia consagrada de la profanación, Bowdern había
mantenido el píxide lejos de Robbie. Ahora se acercó a la mesa donde lo había
colocado, lo abrió, sacó la hostia, rompió un trozo y regresó junto a la cama.
Alargó la mano derecha, sosteniendo la partícula entre los dedos pulgar e
índice. Robbie, con los ojos aún cerrados, se volvió hacia Bowdern. Una voz
que Bishop identificó como la del diablo habló y pareció decir algo como No
permitiré que lo reciba.
Bowdern lo intentó una y otra vez, inspirando cada vez un repertorio
completo de contorsiones, ladridos, maldiciones, salivazos y gruñidos.
Bowdern volvió a colocar el trozo de hostia en el píxide y dijo que otorgaría la
Comunión espiritual. Explicó que Robbie sólo tenía que querer recibir a Jesús
en la Comunión y, milagrosamente, Jesús acudiría y sería como si hubiera
recibido la sagrada hostia.
«Quiero —empezó a decir Robbie—, quiero... recibir la Sagrada. » Antes de
que pudiera decir «Comunión», un torrente de ira y dolor estalló en él. Maldijo
y gritó, haciendo estremecer a los alejianos, recién llegados al exorcismo. En
todo el pabellón, pacientes, enfermeros y demás personal oyeron los gritos.
Todos estaban acostumbrados a los gritos, pero nunca habían oído nada como
aquello.
Por fin terminó. Robbie, agotado, se quedó dormido; Bowdern llamó
débilmente a la puerta para que la abrieran y los hombres salieron, dando
traspiés. El meticuloso Bishop por una vez no anotó la hora en que el
exorcismo nocturno terminó.
El martes por la noche, los sacerdotes, Halloran y los alejianos volvieron a
la habitación. Bowdern, que había tenido una jornada completa como pastor,
parecía más fuerte, sombrío y decidido que nunca. Al pensar en ello
posteriormente, Halloran dijo de él: «Habría proseguido el exorcismo en la
repisa de un edificio de dieciséis pisos».
Bowdern se arrodilló junto a la cama, recitó rápidamente la letanía de los
santos y el Padre Nuestro y luego, como de costumbre, leyó el Salmo
Cincuenta y tres... pero tenía un timbre firme que resultaba nuevo, y brotó la
música del salmo: «Deus, in nomine tuo salvum me fac: et in virtute tua
[Sálvame, Oh Dios, por Tu nombre, y promueve mi causa por Tu poder]. Oh
Dios, oye mi plegaria; presta oídos a las palabras de mi boca. Pues hombres
orgullosos se han alzado contra mí, y hombres violentos han buscado mi vida;
no han puesto a Dios ante sus ojos. Pero. Dios es quien me ayuda; el Señor
sostiene mi vida.
»Que el mal se abata sobre mis enemigos y deténles en tu fidelidad. Feliz
me sacrificaré a ti. Alabaré Tu nombre, oh Señor, pues es bueno. En cada
necesidad Él me ha ayudado, y mi ojo ha visto la confusión de mi enemigo.
Gloria al Padre y al Hijo. »
Todos miraron hacia la cama, donde Robbie yacía, con los ojos cerrados y
retorciendo el cuerpo. «Preserva a tu siervo», dijeron como respuesta a
Bowdern, y él dijo: «Que pone su confianza en Ti, mi Dios».
Entonces, como había hecho tantas noches, el exorcista inició la plegaria
con respuestas. Esa noche, a las voces usuales de otros jesuitas se añadían
las voces de los alejianos.
«Esto ei, Domine, turris fortitudinis», comenzó Bowdern. «Quédate con él, oh
Señor, fortaleza de fuerza. »
«A facie inimici», respondió el coro. «Frente al enemigo. »
«Que el enemigo no tenga poder sobre él. »
«Y el hijo del mal no haga ningún daño. »
«Envíale, Señor, ayuda desde las alturas. »
«Y desde Sion vigílale. »
«Y haz que mi grito llegue a ti. »
«Dominus vobiscum», concluyó Bowdern. «El Señor esté con vosotros. »
«Et cum spiritu tuo», respondieron los otros. «Y con tu espíritu. »
Bowdern pasó a la plegaria de invocación que era preludio de la primera
plegaria que invocaba al espíritu maligno. Robbie arqueaba su cuerpo y gritó
anticipadamente.
«Praecipio tibi», proclamó Bowdern con su voz más autoritaria. Cuando llegó
a la primera orden, como de costumbre pasó a su idioma «Me dirás mediante
alguna señal tu nombre y el día y la hora de tu partida. Yo te ordeno».
«¡Métetelo en el culo!», fue la respuesta que gritó el muchacho. Estas
palabras fueron seguidas por una escalofriante y estridente carcajada.
La voz cambió. Soy el diablo. Le haré despertar y se mostrará agradable. Os
gustará. Al instante, Robbie abrió los ojos, sonrió, miró a su alrededor y habló
con una dulzura sobrecogedora. Al cabo de un instante Robbie cerró los ojos y
tensó el cuerpo. Soy el diablo y voy a despertarle y se mostrará muy malo.
Robbie volvió a despertar como chiflado, gimiendo y maldiciendo a los
hombres que le sujetaban.
Cuando las plegarias del exorcismo concluyeron, Bowdern inició una serie
de rosarios, observando a Robbie con expectación. Esa noche no apareció
ninguna señal en su cuerpo. Bowdern intentó repetidamente administrar a
Robbie la Sagrada Comunión. «¡No dejaré que Robbie reciba la Sagrada
Comunión!», dijo la voz que se había identificado como la del diablo. Robbie
pareció entregarse a un sueño natural, y Bowdern terminó la sesión.
Como Robbie había mostrado una pauta tan consistente de estabilidad
durante el día, Bowdern no creía que el muchacho se hallara en peligro por la
mañana o por la tarde. Parecía llevar la vida de un muchacho de día y la vida
de un alma torturada sólo por la noche. A Bowdern le parecía que Robbie
estaba más abierto a la gracia por la mañana, así que el miércoles por la
mañana pidió al capellán del hospital, el padre Serafín Widman, que diera a
Robbie la Sagrada Comunión. Widman accedió gustoso.
Dado que los Hermanos alejianos no eran sacerdotes, tenían que buscar
capellanes fuera de sus filas. La archidiócesis de St. Louis no tenía suficientes
sacerdotes en las parroquias de la ciudad y de sus alrededores, por lo que el
capellán de los alejianos procedía de una pequeña orden religiosa, los
Misioneros de la Preciosísima Sangre.
Widman, técnicamente un misionero asignado al hospital, estaba lo
bastante lejos del control de la archidiócesis para poder evaluar a los
sacerdotes, incluidos los jesuitas, que se hallaban en el hospital por
alcoholismo y trastornos mentales. Él certificaba si un sacerdote que estaba
en tratamiento era espiritualmente capaz de celebrar misa en la capilla del
hospital. Este paso conducía al sacerdote en cuestión al umbral de la salida
del mismo.
Había sacerdotes en el hospital que, presumiblemente, podrían ayudar a
Bowdern. Pero, según el delicado acuerdo entre el capellán y los pacientes
sacerdotes, incluso los que estaban autorizados a celebrar misa no podían
realizar ninguna función religiosa en el hospital. Widman podía haber
representado un problema jurisdiccional para Bowdern. El exorcismo se
celebraba en el dominio de Widman, pero él poco podía decir en cuanto a
cómo iba a llevarse a cabo este poderoso rito. Bowdern, con diplomacia, le
arrastró al exorcismo al pedirle que diera a Robbie la Comunión y le
instruyera en el catolicismo. No existía fricción entre Widman y Bowdern.
Después de recibir la Comunión, Robbie se enfrentó a otro día de tareas
para el hermano Emmet. Así, cuando Halloran le visitó y sugirió pasar un día
de primavera en el campo, el muchacho aceptó encantado. Aunque Halloran
formaba parte del equipo de brazos fuertes de Bowdern, quería estar más
presente en la vida de Robbie y no ser un luchador con cuello romano. Robbie
parecía no recordar lo que sucedía durante sus ataques, pero a Halloran le
parecía que le desagradaba al muchacho. La salida era para Halloran un
medio para hacer amistad con Robbie y hacer desaparecer la hostilidad.
Robbie salió del hospital bajo la custodia de Halloran y otro joven jesuita
escolástico, Barney Hasbrook. Halloran propuso un paseo en coche hasta la
Casa Blanca, una finca de los jesuitas que tenía unas treinta hectáreas a lo
largo de los riscos que daban al río Misisipí. La finca, que los jesuitas
utilizaban como centro de recreo, estaba entretejida con la historia de los
jesuitas. Los archivos de la Compañía indican que el padre Jacques
Marquette, el jesuita misionero y explorador, zarpó de allí en 1673. El nombre
de Casa Blanca se debe a un esfuerzo por presionar, después de la guerra
civil, para que la capital de la nación se trasladara a St. Louis. Los promotores
señalaron el terreno de los riscos como futura sede de la Casa Blanca. Los
jesuitas compraron las tierras en 1922 y establecieron allí la Casa de Recreo
de St. Louis.
Hasbrook conducía y Halloran y Robbie iban sentados en el asiento
posterior del coche de la parroquia mientras se encaminaban al sur, junto al
río, en un trayecto de unos veinte minutos. Halloran no tenía ni idea de qué
harían con Robbie cuando llegaran a la Casa Blanca. Tenía el ambiguo plan
de dejarle pasear por los terrenos, los cuales van desde la gran casa de recreo
de piedra caliza hasta el borde del acantilado, unos treinta metros sobre el río.
Los dos jesuitas llevaron a Robbie a la capilla y le mostraron las reliquias de
los Mártires Norteamericanos que se hallaban en relicarios colocados en las
paredes. Luego, los tres pasearon por el césped escalonado hacia el
acantilado. Al otro lado del río se encontraban las ricas tierras de labrantío de
la parte inferior del río, en Illinois. Contemplar el paisaje ocupó a Robbie sólo
unos minutos. A Halloran le habría gustado tener una pelota de béisbol, un
bate y guantes, pero no había manera de jugar a pelota en aquellos terrenos
cuidados y ajardinados. Un sendero conducía a lo largo del acantilado hacia
las Estaciones del Vía Crucis, grandes estatuas blancas que conmemoraban
las últimas horas de Jesús mientras llevaba Su cruz a través de Jerusalén y
por la colina del Calvario.
Halloran señaló las estaciones, parcialmente visibles a través del verdor del
sur de la casa. «Las Estaciones del Vía Crucis —dijo—, las cosas que Nuestro
Señor sufrió durante Su Pasión. ¿Te gustaría verlo?»
«Sí, me gustaría», respondió Robbie.
Halloran le guió hasta la primera estación. Los dos jesuitas hicieron la
genuflexión frente a un plinto de piedra de cerca de metro veinte de altura.
Sobre él había una estatua blanca que mostraba a Jesús conducido por
soldados romanos ante un hombre sentado en un trono. Una placa decía:
«Jesús es condenado a muerte». Robbie hizo una torpe genuflexión. Así era
cómo había comenzado, dijo Halloran a Robbie. Le explicó que los católicos
iban de estación en estación, se arrodillaban y se quedaban unos minutos
pensando en lo que había ocurrido durante el camino de la cruz. Robbie
parecía profundamente interesado. Levantó la vista hacia la estatua, que
parecía de un tamaño mayor que el natural. ¿Y cuál era la siguiente?
Siguieron el camino, que se curvaba hacia fuera hasta el borde del
acantilado. Allí, el precipicio era escarpado. Halloran, que conocía el terreno,
se colocó entre Robbie y el borde. Se detuvieron en la estación llamada
«Nuestro Señor acepta la cruz».
Había catorce estaciones, dijo Halloran mientras se dirigían hacia la
tercera por el sendero. El Misisipí relucía a través de las hojas de los robles a
su izquierda. A su derecha, las estaciones proseguían por un césped. En la
tercera, «Jesús cae por primera vez», Robbie se detuvo y jadeó. Jesús, agotado
y dolorido, estaba a gatas bajo el peso de la cruz. Un soldado Le azotaba. Los
jesuitas interpretaron el suceso para Robbie. Jesús, dijeron, llevaba sobre sí
algo más que la cruz: llevaba los pecados del mundo. «Te adoramos, oh Cristo
—era la plegaria que había que recitar en cada estación—, y te bendecimos
porque por Tu santa cruz redimiste al mundo. »
Siguieron caminando. «La madre encuentra al hijo. » La madre de Jesús, la
Virgen María —al oír la palabra «María» Robbie se sobresaltó— estaba
arrodillada a un lado del camino. Jesús, soportando el peso de la cruz, ve
sufrir a su madre. «Simón el Cireneo coge la cruz. » Halloran le contó la
historia de que los soldados obligaron a un hombre llamado Simón a llevar la
cruz de Jesús porque Éste estaba ya demasiado débil para llevarla. En la
siguiente estación, Verónica seca el rostro manchado de sangre de Jesús, y
Halloran le dijo que algunas personas creían que Jesús había recompensado a
Verónica dejando la huella de Su rostro en la toalla.
Halloran se apartó de la estación y miró hacia abajo. El camino discurría
cerca del borde y el terreno se convertía en un abrupto acantilado. Halloran
empezó a sentirse ansioso. Caminó más deprisa. «Jesús cae por segunda vez,
Jesús encuentra a las mujeres de Jerusalén. » Un grupo blanco de mujeres
arrodillas y llorosas que observaban a Jesús pasar tambaleante. Halloran miró
a Robbie. Algo le ocurría. «Marchémonos de aquí», dijo, volviéndose a
Hasbrook.
«Jesús cae por tercera vez. Jesús es despojado de su ropa. »
Justo antes de la undécima estación, «Jesús es clavado en la cruz», Robbie
se echó a gritar y a correr. Corrió camino arriba por el césped, se volvió y se
precipitó hacia el borde del acantilado. Halloran también echó a correr y se
abalanzó sobre el muchacho, agarrándole antes de que saltara.
Robbie forcejeó y golpeó a Halloran. Hasbrook llegó corriendo y ayudó a
inmovilizar a Robbie en el suelo. El muchacho nunca había tenido ningún
ataque durante el día. Halloran esperaba que fuera corto. Pero percibía que él
y Hasbrook estaban comenzando una larga lucha.
Medio arrastraron y medio acarrearon al muchacho hasta el coche. «Estaba
como loco», recordó Halloran. Él sujetaba a Robbie en el asiento trasero
mientras Hasbrook ponía el coche en marcha y se alejaron a toda velocidad
hacia la carretera principal. «Tenía miedo de ser arrestado por secuestro, pues
eso debía de parecer a cualquiera que nos viera en el coche. » Halloran
necesitó toda su fuerza para sujetar a Robbie. Aun así, logró liberarse por un
instante y abalanzarse sobre el asiento delantero y agarrar el volante.
Hasbrook mantuvo la vista en la carretera y les llevó de regreso al hospital.
Los Hermanos se encargaron de Robbie y le calmaron. Éste estaba brillante
y alegre cuando Bowdern condujo a Halloran y al resto del grupo del
exorcismo a la habitación poco antes de las nueve. El padre McMahon le había
dado algunos rompecabezas para jugar y, sentado en el borde de la cama, dijo
al sacerdote cuánto le gustaban. Bowdern, aunque inquieto por lo que
Halloran le había contado del incidente en la Casa Blanca, interpretó la
tranquilidad de Robbie como una señal de progreso. Indicó que estaba a punto
de comenzar las plegarias. Robbie estaba tumbado en la cama. Halloran,
McMahon y Bishop se arrodillaron alrededor de ésta. Un Hermano de guardia
estaba arrodillado cerca.
Bowdern también se arrodilló, abrió el Ritual e inició la Letanía de los
Santos.
Robbie tuvo un acceso de rabia. Halloran le agarró y el Hermano se acercó
rápido a ayudarle. Otros dos hermanos, apostados fuera, abrieron la puerta y
se precipitaron a la cama.
Robbie se calmó un poco. Abrió la boca para hablar. Para algunos de los
presentes en la habitación, la voz no parecía la de Robbie. Dios me ha dicho
que me marche a las once de esta noche —dijo la voz—. Pero no sin luchar.
Entonces, según el testimonio de Bishop, se produjo la erupción más violenta
que él había presenciado. Durante veinte minutos el muchacho se revolvió y
retorció, maldijo e hizo muecas horribles.
Bowdern prosiguió con las plegarias. En el Praecipio, realizó su traducción
de costumbre de la pregunta de cuándo iba a marcharse pero pidió una
respuesta en latín: Ick-stay it-ay up-ay our-yay ass-ay. Entonces, la voz
efectuó su propia traducción: «¡Que te den por el culo!». Se burló del latín
auténtico con claras imitaciones de las palabras latinas. Empezó cantando en
falsete: «Que te den por el culo. Que te den por el culo».
Maldijo y amenazó a todos los presentes. Gritó: «¡Fuego! ¡Fuego!» con toda
la fuerza de sus pulmones. Un Hermano se levantó e indicó que abrieran la
puerta. Sabía que tenía que vigilar el pabellón. Cuando un paciente se ponía
frenético en una habitación, la furia contagiosa se difundía por toda el ala. Ya
se oían gritos ahogados y golpes en las puertas. Algunos Hermanos con hábito
blanco avanzaban con grandes pasos por el oscuro corredor. Corpulentos
enfermeros entraron en las habitaciones de los pacientes violentos y los
reprimieron.
En la habitación de Robbie, Bowdern no vaciló. Terminó las plegarias y
comenzó un rosario. Los Hermanos se unieron a él y las palabras del
Avemaría llenaron la pequeña habitación. El espacio se llenó de un murmullo
de voces y era como si nada pudiera penetrar aquel inmenso e infinito
baluarte de palabras.
Quince minutos antes de la prometida salida a las once, repicó una
campana de la iglesia. Robbie empezó a simular el repique, alargando el
sonido con una imitación notable. «¡Bong! B-o-o-n-g-g-g. B-o-o-n-g-g-g. » A las
once, la campana volvió a repicar, y la habitación se quedó en silencio pues
todos aguardaban el final. ¿Cómo sería éste? ¿Habría una salida visible? ¿Se
produciría un gran ruido retumbante, como en otros exorcismos de los que se
tenían documentos?
Robbie reía y volvió a imitar la campana. «¡Bong! B-o-o-n-g-g-g. B-o-o-n-g-
g-g. » Las instrucciones del Ritual advertían que podía haber decepciones como
ésta. No hay que confiar nunca en la palabra del diablo.
El murmullo del rosario no cesó. Aquella noche, los alejianos recitaron más
de cincuenta decenas del rosario. A medianoche, Bowdern decidió intentar dar
a Robbie la Sagrada Comunión. No lo permitiré, dijo la voz que salía de la boca
de Robbie. Bowdern lo intentó una y otra vez. Por fin, como había hecho antes,
recurrió a la Comunión espiritual. Dilo. Dilo. «Quiero recibirte en la Sagrada
Comunión. »
La voz se rió, una risa fuerte, que subía y bajaba y producía escalofríos.
Robbie pareció despertar. Quiero... quiero... No pudo decir Comunión.
La mañana siguiente, la mañana del Jueves Santo, el padre Widman no
tuvo ningún problema para administrar a Robbie la Sagrada Comunión.
Durante la tarde, Halloran fue a verle. Se pusieron a hablar de lo que se
conmemoraba aquel día de la Semana Santa. Halloran recordó los arañazos y
el dolor que, el lunes, la mención de la palabra «Comunión» al parecer había
inspirado. Específicamente, preguntó: «¿Te gustaría saber algo de ello?».
«Sí, estaría bien», respondió Robbie.
Como Robbie se hallaba tan calmado y sólo hacía unas horas que había
recibido la Comunión, Halloran no vio ningún peligro en seguir hablando de la
Comunión. Empezó describiendo la Ultima Cena de aquel Sábado Santo. Allí,
contó Halloran, Jesús partió un trozo de pan y se lo dio a sus apóstoles,
diciendo: «Éste es mi cuerpo». Siguió, contándole que la Última Cena era el
origen de la misa y que la Comunión era el elemento central de la fe católica.
Robbie empezó a revolverse.
Halloran preguntó.
«¿Qué te ocurre?»
«Me duelen las piernas», respondió Robbie.
Halloran levantó la sábana y subió las perneras del pijama de Robbie. El
muchacho estaba cubierto de verdugones: las piernas, el pecho, el abdomen,
los brazos.
«Oh, ojalá parara usted —dijo Robbie—. No puedo soportarlo más. »
Halloran sugirió que rezaran juntos. El dolor le calmó y los verdugones
empezaron a desaparecer.
El hermano Cornelius trajo una estatua de Nuestra Señora de Fátima y la
colocó en el corredor principal de la planta baja. La consagró con la petición a
Nuestra Señora de que intercediera por Robbie. Los Hermanos prometieron
que su comunidad ofrecería devociones especiales a Nuestra Señora de Fátima
si Robbie dejaba de sufrir.
Después de la misa en Javier el jueves por la mañana, Bowdern, ataviado
con prendas de color morado y sosteniendo una custodia dorada, encabezó
una procesión desde el altar principal por el pasillo central hasta un pasillo
lateral. Colocó la custodia, que contenía el Santísimo Sacramento, sobre el
altar lateral entre ramos de flores y velas encendidas. Después, desvistió el
altar principal y el otro altar lateral, retirando toda la ropa y las velas. La
ceremonia recordaba a los fieles que Jesús había sido despojado de Sus
prendas para ser azotado. Su pasión había comenzado.
Cuando Bowdern entró en la habitación de Robbie la noche del Jueves
Santo, multitudes de católicos entraban en las iglesias para rezar ante el
Santísimo Sacramento. Existía la costumbre de que acudieran a siete iglesias
aquella noche, una noche de devoción tan universal y solemne que Bowdern
debía de sentir la oleada de poder espiritual que les envolvía a él y a los demás
presentes en la habitación.
Las plegarias y los rosarios llenaron la habitación. Robbie aceptó las
oraciones en paz.
La mañana del Viernes Santo, día de luto y lamentación, Bowdern se
quedó de pie ante el altar principal de Javier y sostuvo en alto un crucifijo
cubierto con una tela de color morado. «Contemplad la madera de la cruz —
dijo— en la que colgaba la Salvación del Mundo. » Luego, en tres etapas,
desvistió la cruz y besó los pies de Jesús crucificado. Uno a uno sus feligreses
se acercaron a besar los pies.
Los católicos veneran las tres horas que van desde mediodía hasta las tres
de la tarde como las horas en que Jesús sufrió y murió en la cruz. A mediodía,
en la catedral de St. Louis, comenzó la Tre Ore, la devoción de las tres horas.
Una emisora de radio de St. Louis radiaba la ceremonia. En su habitación,
bajo la vigilancia de los Hermanos que rezaban, Robbie escuchó atentamente
las tres horas de plegarias, himnos y sermones sobre las siete últimas
palabras de Jesús.
El hermano Cornelius había comprado una segunda estatua, una del
arcángel san Miguel. Una de las oraciones que Cornelius creía era
especialmente efectiva era una a San Miguel, «el más ilustre príncipe de las
huestes celestiales», el defensor contra «los que gobiernan la oscuridad de este
mundo». La plegaria termina con una visión que evoca un pozo como el que
Robbie había visto: «Sujeta al dragón, la antigua serpiente, que no es más que
el demonio, Satanás, y arrójale al abismo para que nunca más pueda seducir
a la humanidad».
El Sábado Santo, Cornelius llevó la estatua a la habitación de Robbie.
Habló con el muchacho unos minutos, dijo algunas oraciones e hizo colocar la
estatua sobre una mesa en un rincón de la habitación. La estatua tenía unos
noventa centímetros de altura y retrataba a un Miguel con alas, la cabeza
desnuda, el cuerpo enfundado en una cota de malla bajo una túnica roja y
amarilla. Sostenía con las dos manos una lanza que estaba a punto de
descender sobre la garganta de un demonio que se retorcía, clavado al suelo
por los pies.
El Jueves Santo, Viernes Santo y el Sábado Santo: tres días de paz en la
habitación del quinto piso. Ese día, llamado el Día de Descanso del Cuerpo del
Señor en la Tumba, los catecúmenos de los principios de la cristiandad habían
renunciado a Satanás y se habían convertido en cristianos, preparándose para
la gloria de la Pascua. Bowdern esperaba que el tormento de Robbie siguiera
aquel antiguo programa y hallara la paz durante el triunfo de la Pascua.
Después de la medianoche del sábado, mientras transcurrían los primeros
minutos de la Pascua, Bowdern habló con los Hermanos para hacer los
preparativos para despertar a Robbie a las seis y media de la mañana de
Pascua, darle la Sagrada Comunión y acompañarle a la misa que se celebraría
en la capilla de los alejianos.
Poco antes de las seis y media del Domingo de Pascua, el padre Widman
salió del ascensor y, con la cabeza inclinada, enfiló el corredor del quinto piso.
Ante él caminaba un Hermano con hábito blanco, haciendo sonar una
pequeña campana como señal de que el sacerdote llevaba el Santísimo
Sacramento. Los dos hombres entraron en la habitación de Robbie. El
hermano Theopane, que se hallaba de guardia de enfermería, se arrodilló.
Mientras estaba de guardia, Theopane llevaba sobre su sotana negra hasta
los tobillos un escapulario blanco, una prenda como una capa que se pasaba
por la cabeza y llegaba hasta la cintura por delante y por detrás. Esa cálida
mañana, se quitó el escapulario y lo dejó doblado sobre una silla. Lo miró,
como si tuviera intención de ponérselo por Widman.
El sacerdote le indicó con un gesto que se pusiera en pie y le dijo que
despertara a Robbie. El Hermano zarandeó suavemente a Robbie. Éste no
abrió los ojos. Theopane volvió a zarandearle, un poco más fuerte. Robbie
aparentemente siguió durmiendo. Theopane se volvió a Widman con expresión
interrogante. El sacerdote dejó el píxide sobre una mesa, se acercó a la cama y
asió a Robbie por los hombros. Le sacudió con fuerza, y luego le dio una
bofetada. Robbie despertó, mareado y hosco.
Widman sacó la hostia del píxide y, sosteniéndola entre los dedos índice y
pulgar de su mano derecha, hizo la señal de la cruz sobre los ojos cerrados de
Robbie. Dijo a éste que se sentara. El sacerdote recitó una corta plegaria de la
Comunión y acercó la hostia a los labios de Robbie. Éstos permanecieron
cerrados. ¡Abre los labios! Robbie se giró. ¡Abre los labios! Widman lo intentó
por segunda vez y por tercera vez. ¡Abre los labios! Finalmente, en el cuarto
intento, logró introducir la hostia en la boca de Robbie.
Widman dijo una oración de después de la Comunión y se marchó para
comenzar un atareado día de Pascua. Su voz era la que atronaba por los
altavoces del hospital en las plegarias de la mañana y de la noche, y tenía que
celebrar dos misas. Theopane, que se había arrodillado cuando estaban
ofreciendo el Santísimo Sacramento a Robbie, volvió a la silla junto a la cama
y reanudó la silenciosa lectura de un libro de oraciones a la Santísima Virgen.
No se percató de que Robbie no estaba en la cama hasta que el libro de
oraciones le fue arrancado de las manos.
Theopane intentó agarrar el muchacho, pero éste salió corriendo y tiró del
escapulario que estaba en la otra silla. Theopane trató de quitárselo, pero
Robbie le escupió en la cara. Asombrado y confuso, se secó la cara mientras
Robbie saltaba sobre el escapulario. Mientras pateaba la prenda, una voz
profunda que salía de él dijo: «No le dejaré ir a misa. Todo el mundo cree que
le irá bien». Theopane pidió ayuda. Llegaron refuerzos que sujetaron al
muchacho y le metieron de nuevo en la cama.
En Javier, Bowdern, resplandeciente con sus vestiduras blancas y
doradas, celebraba la primera de sus misas de Pascua. Más tarde aquella
mañana, un enfermero de guardia consiguió hacerle llegar el recado: se le
necesitaba urgentemente en el hospital. Había sucedido algo.
Robbie se hallaba en la cama dando golpes y soltando maldiciones cuando
llegó Bowdern. Unos minutos después de haber entrado en la habitación, el
muchacho se calmó. Bowdern se marchó, destruida su esperanza de una
Pascua triunfante.
A última hora de la tarde, algunos Hermanos llevaron a Robbie afuera para
jugar a pelota y disfrutar un rato. Parecía relajado e incluso feliz. Cuando
anochecía, Emmet, el Hermano que había simpatizado con Robbie desde el
principio, dijo a éste que era hora de entrar. Entraron en el hospital por una
puerta del sótano y se encaminaron al ascensor. De pronto, Robbie se detuvo,
se volvió y dio un puñetazo a Emmet en la cara. Emmet retrocedió. Pero, como
tenía experiencia con pacientes perturbados, reaccionó rápido. Alargó los
brazos para retorcer los de Robbie e inmovilizarle los codos detrás, pero
Robbie era demasiado rápido para él. Golpeó a Emmet de forma que éste se
estrelló contra la pared en el desierto sótano. Emmet gritó pidiendo ayuda.
Cuando llegaron a él otros Hermanos, Emmet estaba exhausto y
magullado. Desconcertado porque aquel frágil muchacho pudiera haber hecho
aquello, un Hermano se acercó... y fue detenido por un fuerte puñetazo. Varios
Hermanos forcejearon con Robbie. Él no dejaba de gritar: Os mataré. Os
mataré. Al final le redujeron y, sujetándole los brazos y las piernas,
consiguieron llevarle al ascensor y, por el pasillo, hasta su habitación, donde
le arrastraron hasta la cama sin que dejara de gritar y escupir.
Volvieron a llamar a Bowdern. Robbie, con los ojos cerrados, arqueaba su
cuerpo contra las manos que le sujetaban, escupía y gritaba. Durante las
plegarias del exorcismo, retumbó una voz procedente de Robbie. Sonaba como
la que había dicho: «No le dejaré ir a misa». El diablo, como los testigos
llamaban a la voz, dijo que volvería a demostrar su poder: Haré que Robert
despierte y pida un cuchillo. Emmet, Theopane y los otros Hermanos se
miraron ansiosos. El muchacho había amenazado con matar a sus opresores.
En un instante, Robbie despertó y pidió un cuchillo. Dijo que quería cortar
un huevo de Pascua. Volvió a cerrar los ojos y se reanudaron las plegarias. Al
cabo de unos minutos, la voz dijo: Haré que Robbie despierte y pida un vaso de
agua. El muchacho abrió los ojos y pidió agua. Una mano temblorosa le
ofreció un vaso de agua. El muchacho se la bebió y enseguida cerró los ojos y
se recostó en la cama.
La sesión de exorcismo del Domingo de Pascua, la que Bowdern no había
esperado realizar, terminó con insultos y maldiciones de quien o lo que se
hallaba en la cama. Robbie parecía encontrare bajo el control absoluto de una
fuerza desconocida. El muchacho parecía cansado de todo ello. Pero ¿dónde
estaba entonces Robbie? Y esa voz... ¿era la voz de algo que se había llevado al
muchacho para siempre?

El Domingo de Pascua pareció un momento decisivo. La voz —la voz del


diablo, como Bishop la llamaba— hablaba ahora con más frecuencia y más
autoridad, eso era seguro. Y había algo en el aire, algo que llegaba a cada
hombre de manera diferente. Los testigos no estaban de acuerdo en lo que
veían y oían, en lo que percibían y olían. Cuando entraban en aquella
habitación, parecían conjurar horrores que existían simultáneamente en su
mente y en la misma habitación.
Los testigos hablaban de sentir un escalofrío cuando entraban en la
habitación. Bowdern, decían, llevaba un sobretodo encima del sobrepelliz y la
sotana. El hedor era casi insoportable para Bowdern, dice un relato basado en
entrevistas a los testigos. Este mismo informe indica que «el estómago de
Robbie se distendía y sus facciones se deformaban tanto que parecía una
persona completamente distinta».
Otras historias hablaban de la habilidad de Robbie para comprender latín
y que a veces leía la mente de las personas que se hallaban en la habitación.
Un informe indica que la «personalidad diabólica» que llevaba dentro percibía
la bondad y los pecados de los que entraban en la habitación y «gritaba y
rugía» cada vez que «una persona en estado de gracia entraba en la
habitación». Cuando entró un médico durante uno de los ataques de Robbie
no se produjo ninguna reacción. Bowdern por lo visto se volvió al médico y dijo
que eso era una señal de que no se hallaba en estado de gracia. Según este
relato, el avergonzado médico salió y regresó al cabo de una media hora. Fue
saludado con grandes rugidos. En el intervalo, había ido a confesarse y a
liberarse de sus pecados.
Las experiencias psicológicas y físicas en la habitación siguieron
intensificándose el 18 de abril, el lunes después de Pascua. Robbie despertó a
las ocho, dio una patada al Hermano que se encontraba junto a su cama, y de
un salto bajó de la cama. Otro Hermano entró a toda prisa. Robbie cogió una
botella de agua bendita, amenazó con arrojársela y luego la lanzó por encima
de sus cabezas. La botella se estrelló contra el techo, con lo que una lluvia de
agua y cristales cayó sobre los Hermanos. Este incidente fue particularmente
aterrador porque se suponía que el agua bendita repelía a los demonios, no
que les proporcionaba munición.
Los Hermanos aún estaban recogiendo los cristales cuando llegó el
hermano Widman, precedido por un Hermano que hacía sonar la campanilla.
El capellán llevaba la Sagrada Comunión. Robbie le escupió en la cara.
Widman retrocedió, aferrando el píxide. La hostia que estaba dentro, al igual
que el agua bendita, se suponía que repelía al diablo.
Widman instó a Robbie —si es que Robbie todavía se hallaba allí— que
hiciera una Comunión espiritual. Robbie volvió a escupir y, como de
costumbre, no falló. Widman, secándose la cara, creyó oír No puedo. Pero un
momento más tarde, Robbie balbuceó la fórmula: Quiero recibiros en Santa
Comunión. Se recostó en la cama, exhausto.
Ha hecho la Comunión espiritual, pensó Widman, y oyó una voz que decía
algo. Bishop anotó que el mensaje era algo como: Un diablo está fuera. Robert
debe hacer nueve Comuniones y después yo me marcharé.
Se dijera lo que se dijese, Widman permaneció allí más de una hora,
intentando que Robbie hiciera otras nueve Comuniones espirituales. Robbie
parecía no poder hablar. Widman acortó la fórmula a Deseo recibiros, pues
sabía que, teológicamente, esas palabras seguían siendo válidas para una
Comunión espiritual.
La voz del diablo, como Widman creía que era, reía y dijo: «No es suficiente.
Tiene que decir una palabra más, una palabrita. Quiero decir una palabra
IMPORTANTE. Jamás la dirá. Tiene que hacer nueve Comuniones. Él nunca
dirá esa palabra. Yo siempre estoy en él. Puede que no siempre tenga mucho
poder, pero estoy dentro de él. Él nunca dirá esa palabra».
Widman se marchó, derrotado y preguntándose cuál sería esa palabra.
Robbie empezó a cantar canciones incomprensibles. Se orinaba con profusión,
amenazaba a los Hermanos y profería maldiciones. De pronto, se calmó y
sonrió. Era un muchacho que tenía hambre. Percibió la apestosa suciedad en
que se hallaba y pidió bañarse. Los Hermanos decidieron esperar treinta
minutos para ver si volvía a cambiar de humor.
A mediodía le llevaron una bandeja con un vaso de leche, una porción de
pastel y un poco de helado. El muchacho sonrió y lanzó el vaso, que se estrelló
contra una pared. Ningún Hermano se acercó. Parecía perverso y exudaba un
odio que los Hermanos casi podían tocar.
El padre Van Roo llegó y se pasó casi todo el día en la habitación, tratando
de entender este fenómeno tan ajeno a su intelecto. Para él, la teología era el
fundamento de la fe y su significado. ¿Qué tenía que ver con esta porquería,
este mal sin sentido? «Yo era una especie de monitor —recordó—. Me sentaba
junto a su cama. Observaba sus ojos. Era impredecible; no puedo recordar
una pauta. »
A última hora de la tarde, cuando Van Roo se hubo ido, los Hermanos
entraron una bandeja y prepararon una pequeña mesa en un rincón. Querían
que Robbie bajara de la cama para poder bañarle, ponerle un pijama limpio y
cambiar las sábanas empapadas de orina. Robbie bajó de la cama, se acercó a
la mesa, sonrió y cogió un plato de buey troceado. Se acercó rápido a la
ventana, se volvió y, sujetando el plato como un disco, amenazó con romperle
la crisma a quien se moviera.
Un Hermano se metió debajo de la cama. Robbie se echó a reír. Pero el
Hermano no había intentado escapar. Se arrastró hacia los pies de Robbie y,
cuando se abalanzó para agarrarle, el otro Hermano se acercó de lado y aferró
el brazo del muchacho. Robbie se volvió y arrojó el plato, que se estrelló contra
la pared, lanzando trozos de buey por toda la habitación.
Bowdern había pasado gran parte del día releyendo las instrucciones del
Ritual, instrucciones que para entonces prácticamente había memorizado. Y,
entre las historias de terror procedentes del hospital, había leído relatos de
otros casos de posesión. Le parecía que había fallado en algo. El Ritual
advertía que se estuviera en guardia «contra las artes y subterfugios», y él
creía que lo había hecho; había estado en guardia.
No, los demonios no le habían engañado. Él mismo se había engañado.
Había depositado demasiadas esperanzas en su teoría de que los demonios
seguirían un calendario litúrgico y serían expulsados en Pascua. ¿Qué tenía
que ver la Pascua con ello? Su teoría se basaba en razones humanas.
Recordaba que él y Ray Bishop habían malinterpretado la X como una señal
de la salida de los demonios al cabo de diez días. Todo eso parecía tan lejano.
Pero ¿qué había dicho Widman de «diez»? Diez Comuniones, diez diablos.
Números. Había habido muchos: 4, 8, 10, 16, 18. Éste era el más reciente,
el 18. Hoy era el 18 de abril. Bien, ¿quién sabía? ¿Y qué había dicho el
muchacho de una palabra, de cierta palabra? «No me iré hasta que se
pronuncie cierta palabra. Y este muchacho jamás la dirá. »
Llamó a Bishop y a O'Flaherty y les dijo que irían al hospital a las siete.
O'Flaherty conduciría. Y tenía un nuevo plan. Pediré respuestas en inglés. El
31 de marzo, el demonio había dicho que no respondería al latín porque él
utilizaba el idioma de la persona poseída. Nos adaptaremos a él. Y pondremos
medallas a Robbie diga lo que diga. En cuanto le coja uno de sus ataques, le
pondremos un crucifijo en la mano.
Y si Robbie afirmaba que se había liberado de los demonios, Bowdern juró
que no haría caso. Seguiría una instrucción del Ritual al pie de la letra: «Sin
embargo, el exorcista no debe desistir hasta que vea signos de la expulsión».
Bowdern quería una señal, una señal inconfundible.
Cuando los sacerdotes entraron, encontraron a Robbie sujeto por los
Hermanos. Acababan de llevarle dentro, dijeron. Momentos antes, se había
vuelto un agradable muchachito y había rogado poder telefonear a su madre.
Le acompañaron a un teléfono y se puso como loco. Le habían reducido y
arrastrado de nuevo a su habitación, pero había sido muy difícil. Todavía
tenían miedo de lo que habría podido hacer si se hubiera escapado. Ese día
tenía tendencias asesinas.
En lugar de leer las plegarias con su voz autoritaria de costumbre,
Bowdern empleó un tono tranquilo. En el Praecipio, pidió a los demonios, en
latín, que dieran alguna señal que les indicara el día y la hora de su partida.
Entonces, pasando a hablar en inglés, dijo que podían responder en inglés.
No sucedió nada. Bowdern reanudó las plegarias en latín. Durante una
plegaria a Dios como «Creador y Defensor de la raza humana», hizo la señal de
la cruz en la frente de Robbie. Pronunció algunas palabras más e hizo tres
cruces en el pecho del muchacho, diciendo: « Tu pectoris hujus interna
custodias. Tu viscera regas. Tu cor confirmes». Cuando Bowdern llegó a Tu
viscera regas, Robbie preguntó el significado. «Vela por su razón, gobierna sus
emociones, aporta alegría a su corazón», explicó Bowdern. Robbie asintió y
entonces repitió las palabras latinas.
Bowdern puso un crucifijo en la mano derecha de Robbie. Éste se revolvió.
Dos Hermanos le sujetaron. El muchacho liberó una mano y arrojó el crucifijo
al suelo.
Minutos más tarde salió de su trance un momento y preguntó por el latín.
O'Flaherty sugirió que intentara aprender el Avemaría en latín. «Ave Maria»
comenzó el sacerdote... Al cabo de quince minutos, Robbie podía recitar gran
parte de la oración sin ayuda. O'Flaherty siguió manteniendo la atención de
Robbie contándole la historia de los niños que vieron a Nuestra Señora de
Fátima. Robbie parecía prestar mucha atención. Pidió un libro de lectura
católico de octavo grado y lo hojeó, deteniéndose de vez en cuando para leer
algunos párrafos de una historia corta o un fragmento de poesía. De pronto
cerró el libro con brusquedad y se lo puso en equilibrio sobre las rodillas y
después sobre la cabeza.
O'Flaherty y Bowdern intercambiaron una mirada. Algo parecía funcionar.
Entonces... el libro salió disparado y cruzó la habitación hasta estrellarse
contra la pared. El muchacho tenía los ojos cerrados, el cuerpo tenso.
Bowdern siguió rezando las oraciones. Eran cerca de las nueve y media.
Otro cambio. Robbie dijo que quería recitar el rosario mientras Bowdern y
los Hermanos respondían. Bowdern asintió y sonrió, entregando un rosario a
Robbie. Éste agarró el crucifijo que colgaba del círculo de cuentas y, vacilante,
empezó a recitar la oración que iniciaba el rosario, el Credo de los Apóstoles.
«Creo en Dios Padre, Todopoderoso, Creador del cielo y de la tierra; y en
Jesucristo... » Después, el Padre Nuestro, tres Avemarías. Al comienzo de la
primera decena se detuvo y dijo algo vago acerca de los misterios. Alguien le
apuntó: «Los misterios gloriosos». La persona que dirige el rosario tiene que
citar los misterios, acontecimientos de la vida de Jesús y su madre, para que
los que rezan el rosario piensen mientras pasan las cuentas. La Resurrección.
Era el primero de los Misterios de Gloria.
Aquella noche Robbie mostraba una reverencia vacilante. Dijo que le
parecía que tenía que rezar siempre que pudiera. ¿Puedo hacer la Comunión
espiritual yo solo? Pero le acosaban las dudas, preguntándose qué era lo que
le hacía estar o no estar poseído. ¿Rezar me hará... ? No terminó la frase.
Intentó hacer una Comunión espiritual. Quiero... quiero. Y en un instante
volvió a caer, tenso y ciego al mundo de las plegarias, en otro sueño como en
trance.
Con los ojos cerrados con fuerza, se retorcía y se quejaba de las medallas
religiosas que le habían colocado al cuello. Están calientes. Me duelen. Aquella
noche no se las quitarían. Bowdern volvió a colocar el crucifijo en la mano de
Robbie. Esta vez no lo tiró.
Widman se acercó, con su pertenencia más preciada, el crucifijo que había
sostenido cuando fue ordenado sacerdote. Bendijo a Robbie y le pidió que
besara la imagen de Jesús. Robbie volvió la cabeza con violencia y se
enfureció.
«Escupió a la cara del exorcista con extraordinaria precisión, alcanzando
invariablemente los ojos del sacerdote», según un informe del que se dice que
O'Flaherty era autor. Uno de los jesuitas sostenía una almohada entre Robbie
y Bowdern a modo de escudo protector. Después, «el muchacho empezó a
sacar la lengua y a mover la cabeza hacia delante y hacia atrás como una
serpiente. De pronto, hacía un movimiento rápido por encima o por debajo, o
por el costado, de la almohada y escupía mucosidad a los ojos del exorcista».
Bowdern seguía recitando con su voz tranquila. Robbie gritaba y arqueaba
el cuerpo contra aquel tormento, Bowdern pronunció su último «Amén».
Entonces hubo una calma absoluta, una calma que pareció llenar la
habitación. Bishop consultó la hora disimuladamente. Eran las 10. 45.
Robbie habló con una nueva voz, una voz clara y autoritaria, rica y
profunda: «¡Satanás! ¡Satanás! Soy san Miguel, y te ordeno, Satanás, y a los
otros espíritus malignos, que abandonéis el cuerpo en nombre de Dominus.
¡Inmediatamente! ¡Ahora! ¡AHORA! ¡AHORA!».
Dominus. Bowdern comprendió que aquélla era la palabra, la palabra que
el demonio había dicho que Robbie jamás pronunciaría.
Entonces comenzaron, explica el diario de Bishop, «las contorsiones más
violentas de todo el período que duró el exorcismo». En lo que Bishop creía era
«la lucha para el final», durante siete u ocho minutos Robbie gritó y se retorció
en la cama. Luego, dijo con calma: «Se ha ido».
Robbie miró a los sacerdotes y Hermanos que le rodeaban y dijo que se
sentía bien.
Había terminado. Todos lo sabían. El demonio se había ido. Los Hermanos
se pusieron en pie y se abrazaron unos a otros con lágrimas en los ojos.
Bishop y O'Flaherty dieron unas palmadas a Bowdern en el brazo y esperaron
su sonrisa, sus lágrimas, su oración dando gracias. Pero Bowdern ni sonreía
ni lloraba. Tenía el semblante serio y feroz. Estaba esperando la señal.
Robbie estaba radiante cuando contó a los sacerdotes lo que acababa de
ver mentalmente. Era un sueño, más que un sueño. Tenía algo de real. Dijo
que había visto a una hermosa figura, con el pelo suelto y ondulante, envuelta
en una brillante luz blanca. La figura, masculina, vestía una prenda blanca
que se ceñía a su cuerpo y parecía hecha de malla. Robbie percibía que la
figura era un ángel en forma encarnada. A su derecha el ángel sostenía una
espada, y con la mano izquierda señalaba hacia abajo, hacia un pozo o una
cueva, donde el diablo se hallaba entre llamas rodeado por otros demonios.
Robbie había podido sentir el calor del fuego.
El diablo, riendo como loco, embistió al ángel e intentó pelear con él. El
ángel se volvió hacia Robbie y sonrió; luego, se encaró al diablo y pronunció la
palabra «Dominus». El diablo y sus demonios retrocedieron corriendo a lo que
era claramente una cueva. Después de que desaparecieran en ella, Robbie vio
barrotes en la entrada y unas letras que formaban la palabra S P I T E
[rencor]. Cuando los demonios desaparecieron, explicó Robbie, él sintió como
si algo tirara de su estómago. Luego, le pareció que algo chasqueaba y de
pronto se sintió relajado y feliz, más feliz que nunca desde la noche del 15 de
enero.

La mañana siguiente, Robbie despertó de un profundo sueño, repitió su


hermoso sueño al Hermano que se hallaba sentado junto a la cama y se
preparó para asistir a misa y recibir la Sagrada Comunión en la capilla del
hospital. El padre Van Roo, el intelectual consumado que se había visto
arrastrado a una experiencia que sobrepasaba la razón, ofició la misa. Cuando
llegó el momento de que Van Roo distribuyera la Sagrada Comunión, Robbie
se unió a los otros pacientes y Hermanos que se acercaban al altar. Se
arrodilló ante la barandilla del altar, alzó la cabeza y abrió la boca. Van Roo
depositó una hostia consagrada en la lengua de Robbie. El muchacho parecía
serenamente feliz. Pero Bowdern seguía sin tener su señal.
Robbie regresó a su habitación. Por la tarde, durmió una siesta. Cuando
despertó, parecía no recordar nada de su penosa experiencia. Se frotó los ojos
y se levantó. «¿Dónde estoy? ¿Qué ha ocurrido?», preguntó al Hermano que
estaba sentado junto a la cama.
En aquel momento, una explosión que parecía un disparo resonó en todo
el hospital. Todos, desde el hermano Rector Cornelius hasta los cocineros y los
pacientes, la oyeron. Cornelius, otros Hermanos, enfermeros, todos se
precipitaron al ascensor o escalera para llegar al quinto piso. El Hermano que
se hallaba en la habitación había abierto la puerta. Robbie se encontraba de
pie junto a su cama, sonriente.
El gran estruendo aún reverberaba por los pasillos. Bowdern tenía su
señal. Existe una plegaria para la liberación de los poseídos, y en algún
momento, Bowdern la había recitado: «Te suplicamos, Oh Dios todopoderoso,
que el espíritu de la iniquidad no tenga ningún poder sobre Tu siervo, Robert,
sino que pueda partir lejos y no regresar nunca jamás».
14

EL SECRETO DESVELADO

Cuando Robbie salió del hospital, el hermano Cornelius, un hombre


taciturno de baja estatura y ojos oscuros, fue al pasillo del quinto piso del ala
antigua, hizo sacar la estatua de san Miguel de la habitación donde había
estado Robbie, cerró la puerta con llave y declaró la puerta permanentemente
clausurada. Él y sus Hermanos guardarían el secreto del exorcismo. La
comunidad jesuita, por respeto a la promesa que Bowdern había hecho al
arzobispo Ritter, se sumó al secreto.
El reverendo Luther Miles Schulze no había hecho semejante promesa.
Poco después de que los Mannheim regresaran a casa en abril, Schulze
advirtió que no acudían a su iglesia los domingos. Pasó por su casa para
preguntarles si habían abandonado la Iglesia. Ellos le dijeron que Robbie se
había convertido al catolicismo y que ellos también tenían intención de
convertirse.
Schulze al parecer creyó que la conversión le liberaba de toda relación
confidencial que hubiera tenido con los Mannheim. El 9 de agosto, dijo en una
reunión de la rama de la Sociedad de Parapsicología de Washington, D. C. que
había visto un poltergeist en casa de un tal «señor y señora John Doe» que
vivían en las afueras de Washington. Utilizando el nombre de pila real de
«Robbie», contó a sus compañeros parapsicólogos que las manifestaciones de
poltergeist se centraban en el chico. Contó entonces los extraños sucesos
producidos cuando el muchacho pasó una noche en casa del ministro de la
iglesia. Concluyó su alocución diciendo que el muchacho había sido llevado
posteriormente a una ciudad del medio oeste. (El doctor J. B. Rhine, el pionero
de la parapsicología, investigó personalmente el caso, el cual describió como
una manifestación clásica de poltergeist.)
El rumor del relato del poltergeist pronto llegó a los periódicos de
Washington. Los artículos publicados no identificaban a Schulze, aunque éste
aceptó una entrevista. En ella no se mencionó ningún exorcismo, lo cual
mantuvo en secreto todas las identidades. Pero, en lo que pudo haber sido
una información confusa de las observaciones de Schulze en la reunión, un
periódico publicó que cuando el muchacho se hallaba en la ciudad no
mencionada del medio oeste se realizaron tres exorcismos, uno por un
ministro luterano, uno por un sacerdote episcopal y uno por un sacerdote
católico romano. (No existen datos de ningún exorcismo episcopal y no existe
ningún rito de exorcismo luterano.)
El exorcismo era una idea tan exótica que los periodistas abandonaron su
interés por el poltergeist y se concentraron en los supuestos exorcismos. Los
periodistas empezaron a llamar a los contactos que tenían en la cancillería de
la archidiócesis de Washington. Las indagaciones pusieron en marcha una
reacción en cadena. Los portavoces del arzobispo O'Boyle no proporcionaban
ninguna información a la prensa de Washington. Pero se filtraron detalles del
exorcismo a The Catholic Review, una publicación semanal semioficial de
circulación nacional. En la edición del 19 de agosto, el semanario publicó un
artículo de tres párrafos fechado en Washington:

Un muchacho de 14 años, de Washington, cuya historia de posesión diabólica


la semana pasada fue ampliamente difundida en la prensa, fue exorcizado con
éxito por un sacerdote tras haberse convertido a la Iglesia católica, según se ha
sabido. El sacerdote en cuestión declinó hablar del caso. Sin embargo, se sabe que
se han realizado varios intentos para liberar al muchacho de las manifestaciones.
Se solicitó la ayuda de un sacerdote católico. Cuando el muchacho expresó su
deseo de convertirse al catolicismo, con el consentimiento de sus padres recibió
instrucción religiosa. Posteriormente, el sacerdote le bautizó y realizó con éxito el
ritual del exorcismo. Los padres del afligido muchacho no son católicos.

La «posesión diabólica» no había sido «ampliamente difundida»; sólo había


existido una referencia confusa a tres exorcismos. Las frases aparecidas en
The Catholic Review parecen una sospechosa explicación por parte de la
archidiócesis para conseguir cierta publicidad controlada sobre el exorcismo a
través de la prensa católica. Pero la historia sólo logró interesar la prensa de
Washington.
Jeremiah O'Leary, joven ayudante del director del Washington Star-News
de la ciudad, localizó el artículo, lo recortó y lo pegó a una hoja de trabajo, con
intención de enviar a un periodista a averiguar más datos sobre el exorcismo.
«Como católico de toda la vida —escribió O'Leary más adelante—, sabía
vagamente que existía un fenómeno conocido como posesión diabólica y que la
Iglesia tenía alguna clase de historial de expulsión de diablos mediante el
ritual del exorcismo. »
Consultó con su superior, Daniel Emmett O'Connell, el director suplente,
quien dijo: «Creo que será mejor dejarlo». O'Leary insistió y O'Connell le
permitió llevar la idea de la historia a Charles M. Egan, el director de noticias.
De mala gana, Egan lo aprobó pero dijo a O'Leary que se ocupara
personalmente de la historia en lugar de asignarlo a un periodista. O'Leary
«telefoneó a todos los sacerdotes que conocía, que eran muchos» y escribió un
corto artículo que se imprimió la tarde del 19 de agosto en una página interior
de su periódico. El día siguiente, el Washington Post publicó en su primera
página un largo y detallado artículo acerca del exorcismo, el cual, decía el
periódico, había sido realizado en Washington y en St. Louis. El exorcista fue
descrito como un «jesuita en la cincuentena».
Entre los lectores del artículo se encontraba William Peter Blatty,
estudiante de la universidad de Georgetown. Blatty, a la sazón en su primer
curso, pensaba hacerse jesuita. En cambio, se hizo escritor y, en 1970,
escribió un libro basado en el artículo del Post. El libro se titulaba igual que la
película que posteriormente se realizó basada en él: El exorcista.
Mientras realizaba investigaciones para el libro, Blatty localizó al padre
Bowdern, quien para entonces había abandonado la universidad de St. Louis y
se hallaba a cargo del centro de recreo Casa Blanca. Bowdern habló a Blatty
del diario pero dijo que no podía ayudarle debido a la promesa que había
hecho a Ritter y porque temía que la vida del muchacho resultara perturbada
por la publicidad.
«Mi opinión —escribió Bowdern a Blatty— era que dar a conocer el caso
podría hacer mucho bien, y la gente habría comprendido que la presencia y la
actividad del diablo es algo muy real. Y posiblemente nunca más real que en
los tiempos actuales.... Puedo asegurarle una cosa: el caso en el que me vi
implicado era algo auténtico. No me cabía ninguna duda de ello entonces ni lo
dudo ahora. »
A petición de Bowdern, Blatty, al novelar el exorcismo, hizo que el poseído
fuera una niña para ocultar más la identidad del muchacho que en este libro
se llama «Robbie». Linda Blair interpretó a Regan, la muchacha poseída, y el
escenario del exorcismo se trasladó a Washington, con la cooperación de los
jesuitas de la universidad de Georgetown y la universidad de Fordham.
Aunque Blatty basó el libro y la película en el exorcismo de 1949, recurrió
también a otros casos y a su propia imaginación. Pero al hacer que Regan
fuera poseída en un ambiente de odio —producido por las peleas de sus
padres—, Blatty estableció un clima psicológico que los expertos en posesiones
reconocieron.
«Lo vemos a menudo —dijo un sacerdote que se vio implicado en varios
casos de posesión—. La víctima es inocente, pero existe un odio intenso u
algún otro poder maléfico en torno a la víctima. » Este sacerdote, un jesuita,
dijo que había comprendido que el odio que rodeaba a Robbie tenía un motivo
racial. En aquella época de la segregación, el Ku Klux Klan era activo en la
Maryland suburbana, y, en St. Louis, el fanatismo aún era latente y hervía en
la estela de la desagregación de la archidiócesis y la universidad.
El principal escenario de la película, una reproducción del interior de una
casa de Georgetown, fue construido en un almacén de Nueva York. El padre
Thomas Bermingham, S. J., de la comunidad jesuita de la universidad de
Fordham, se convirtió en consejero técnico de la película, junto con el padre
John J. Nicola, quien, aunque no era jesuita, había recibido instrucción de
teólogos jesuitas en el Seminario de St. Mary of the Lake, en Mundelein,
Illinois. Mientras estudiaba en Roma, Nicola había escrito una tesis doctoral
sobre la posesión. Como a la sazón era director del National Shrine of the
Immaculate Conception [Capilla Nacional de la Inmaculada Concepción] de
Washington, estaba en disposición de ayudar. Bermingham y el padre William
O'Malley, S. J., estaban disponibles en Nueva York.
Se produjeron tantos accidentes en el escenario de Nueva York, que el
director, William Friedkin, pidió a Bermingham que exorcizase el almacén.
Bermingham dijo a Friedkin que no existían suficientes pruebas de actividad
satánica para autorizar un exorcismo. Pero Bermingham celebró una
bendición solemne en una ceremonia a la que asistieron todos los que se
encontraban en el escenario entonces, desde Friedkin y Max von Sydow (que
interpretaba el papel del padre Merrin, el exorcista) hasta los camioneros y
tramoyistas. «Después de la bendición, no volvió a suceder nada en el
escenario —dice Bermingham—. Pero más o menos por aquel mismo tiempo se
produjo un incendio en la residencia de los jesuitas de Georgetown. »
Cuando se estrenó la película en 1973, Halloran y Bowdern fueron a verla
en un cine de St. Louis. «Billy salió meneando la cabeza por el hecho de que la
niña saltara en la cama y se orinara sobre el crucifijo —recuerda Halloran—.
Estaba enfadado. "Esto puede dar un buen mensaje", dijo. El mensaje era el
hecho de que los espíritus malignos operan en nuestro mundo. »
La película despertó un gran interés por el exorcismo en todas partes. En
Daly City, California, cerca de San Francisco, por ejemplo, el padre Karl
Patzelt, sacerdote católico, realizó un exorcismo, al que se dio amplia
publicidad, en casa de un joven empleado de unas líneas aéreas. Patzelt
realizó posteriormente otra media docena de exorcismos. Un nuevo arzobispo,
preocupado por la publicidad, ordenó a Patzelt que finalizara su carrera de
exorcista.

En St. Louis, el diario de Bishop permaneció secreto y la habitación de


seguridad del quinto piso del Hospital de los Hermanos Alejianos —una
habitación que, por alguna razón, contenía una copia del diario— siguió
cerrada con llave. Todos los que trabajaban en el hospital, desde los treinta o
más Hermanos de la residencia hasta los legos de mantenimiento, sabían por
qué la habitación estaba cerrada.
A medida que transcurrían los años, las historias sobre la habitación
cerrada con llave fueron pasando a los nuevos Hermanos que llegaban al
hospital. Sabían que la habitación se hallaba en el ala de los pacientes
mentales extremadamente enfermos. El hermano Bruno y los otros que habían
trabajado en esta ala estaban sin duda acostumbrados a tratar la locura. Así
que ¿a qué se debía que hubiera una habitación cerrada con llave? En un ala
de locos, ¿qué clase de locura podía mantener cerrada aquella habitación?
Varios años después de cerrar la habitación, uno de los Hermanos estaba
trabajando como encargado de primeros auxilios en Camp Don Bosco, un
campamento de verano del que se ocupaba la archidiócesis de St. Louis cerca
de Hillsboro, Misuri. Era un hombre amable y amistoso que medía un metro
noventa y tres y pesaba más de cien kilos. Estaba sentado a una mesa en el
comedor con otros varios jóvenes de diversas órdenes religiosas. Hablaban y
disfrutaban de su comida, sin apenas prestar atención a la radio que se oía de
fondo. Se oyó entonces una canción basada en el tema musical de los dibujos
animados del Pájaro Loco, una canción con la risa discordante de maníaco del
Pájaro Loco.
El corpulento alejiano se abalanzó sobre la mesa y desenchufó la radio. «No
puedo soportar esa canción», dijo. Se sentó, temblando, y empezó a sudar.
Cuando se calmó, contó a sus compañeros que noche tras noche, en la
primavera de 1949, él y otros hermanos habían permanecido despiertos a
causa de una risa salvaje y escalofriante que procedía de una de las
habitaciones de una de las alas antiguas del Hospital de los Hermanos
Alejianos.
Otro hermano contó que él oía fuertes golpes en la puerta de su celda,
como si llamaran a su habitación. Noche tras noche respondía a la llamada,
sólo para descubrir que no había nadie.
Para los pocos hermanos que conocían el secreto de la habitación, lo que
había sucedido allí traspasaba la locura terrenal. Durante años, aun después
de que los Hermanos que conocían el secreto hubieran muerto, e incluso
después de que los recuerdos de la habitación se hubieran desvanecido, los
Hermanos seguían manteniendo la pieza cerrada con llave.
En mayo de 1976, se empezó a trabajar en un nuevo hospital. En la
primera fase de la construcción, se derribaron viejos edificios y se construyó
una nueva torre de seis pisos con alas de dos pisos. Por fin, en la última fase,
en octubre de 1978, después de trasladar a los pacientes del hospital original
de ciento diez años de antigüedad, el contratista ordenó que se derribara
aquella estructura.
Los obreros primero registraron minuciosamente el viejo edificio para sacar
los muebles que había que vender. Uno de ellos encontró una habitación
cerrada con llave en la antigua ala de psiquiatría, rompió la puerta y entró. La
habitación estaba completamente amueblada: una cama, una mesita de
noche, sillas y una mesa con un cajón, todo ello cubierto de polvo. Antes de
sacar la mesa, el obrero, por curiosidad, registró el cajón. En él encontró
algunos papeles. Ni él ni nadie supo jamás por qué aquel informe se hallaba
en aquella mesa de aquella habitación, la cual presumiblemente había estado
cerrada con llave desde 1949.
El mobiliario, incluido todo lo que se había encontrado en la habitación
cerrada con llave, se vendió a una empresa que poseía un asilo de ancianos
cinco manzanas más lejos. Para entonces, el exorcismo realizado en el hospital
era bastante conocido en St. Louis. Los muebles rescatados del hospital
fueron encerrados en una habitación de la cuarta planta del asilo y jamás se
utilizaron. Cuando el edificio del asilo tuvo que ser demolido, muchos de los
obreros que participaron en la tarea, al igual que el personal del asilo y los
inspectores de policía de la ciudad antes que ellos, se negaron a ir a la cuarta
planta.
Los papeles que el obrero había encontrado parecían ser alguna clase de
diario. Iban acompañados de una carta dirigida al hermano Cornelius y estaba
fechada el 29 de abril de 1949. «El informe adjunto —comenzaba la carta— es
un resumen del caso del que ha oído hablar durante las últimas semanas. El
papel que tuvieron los Hermanos en este caso ha sido tan importante que me
ha parecido que debería usted tener la historia para sus archivos. »
El obrero entregó los papeles a su jefe, quien los pasó al administrador del
hospital, un lego. El administrador leyó la carta, la cual estaba firmada por el
padre Raymond J. Bishop, un jesuita de la universidad de St. Louis. Luego, el
administrador hojeó el diario. Las palabras que vio en las páginas —Satanás...
diabólico... un enorme diablo rojo... exorcismo— le dejaron perplejo.
Horrorizado, comprendió que el informe revelaba el secreto de la habitación
cerrada con llave.
Su hija, que asistía a una escuela de secretariado en St. Louis, consiguió
echar un vistazo al documento antes de que su padre lo escondiera. Ella
reconoció a Halloran, el nombre de uno de los jesuitas mencionados en el
diario. Era tío de uno de sus compañeros de clase. El administrador entregó el
documento al hermano del jesuita y el secreto pronto volvió a ser encerrado,
esta vez en una caja de seguridad de depósito.
Cuando yo comencé a trabajar en este libro, encontré al jesuita que se
mencionaba en el diario, el padre Walter Halloran, S. J. Él consiguió el diario,
que no había visto nunca, y verificó que se trataba de una copia con papel
carbón del diario que el padre Bishop había seguido durante aquellas largas
noches de 1949. El padre Halloran sacó una copia de las páginas y las
devolvió a la caja de seguridad. Después me envió el diario, como él lo
llamaba, accediendo a permitirme utilizarle como fuente preliminar para este
libro.

El padre Bishop se llevó el secreto de su diario a la tumba, igual que el


padre Bowdern. Existen algunas pruebas tentadoras de que se vio implicado
en al menos otro exorcismo. En junio de 1959, el obispo de Steubenville, Ohio,
conocedor del exorcismo realizado en St. Louis en 1949, escribió al arzobispo
Ritter y le pidió ayuda. El obispo de Ohio dijo que un joven de la diócesis de
Steubenville estaba atacando a los sacerdotes y a las monjas, y que se
sospechaba que se trataba de un caso de posesión diabólica. Ritter, a través
de su canciller, pidió a Bowdern que examinara el asunto. Ahí termina la
escasa información. Halloran dice que Bowdern jamás mencionó otro
exorcismo.
Los Hermanos Alejianos mantuvieron el secreto. Las personas relacionadas
con el caso creían que si efectuaban revelaciones al respecto se desvelaría la
identidad de la persona objeto del caso, el muchacho al que yo he llamado
Robbie. La ubicación de su hogar en Mount Rainier, Maryland, se ha
identificado públicamente. Su nombre, el cual conozco, jamás ha sido
revelado, y yo jamás lo revelaré.
Robbie era un muchacho normal de la época, típicamente americano. Lo
que le sucedió, creo, sucedió sin ninguna acción o provocación por su parte.
Parece que fue una víctima inocente del horror. Fue como si, en un día claro,
sin que ningún coche viniera en ninguna dirección, hubiera bajado de la acera
y hubiera sido atropellado por un coche que ni él ni nadie habían visto. Fue,
creo, víctima de un suceso extraño e incomprensible, un suceso misterioso
cuyas raíces culturales y psicológicas son más hondas que la cristiandad.
La única persona que podría saber exactamente lo que ocurrió es el propio
Robbie. Pero él no quiere hablar de aquel terrible invierno y primavera de
1949. Los que suavemente han sondeado la memoria de Robbie dicen que él
ni siquiera recuerda lo que sucedió. Fue a un instituto católico y sigue siendo
un devoto católico. Sus padres se convirtieron al catolicismo y recibieron su
primera comunión el día de Navidad de 1950. Me han dicho que el muchacho
de 1949 se ha hecho un hombre que lleva una vida feliz y satisfactoria.
También me han dicho que a su primer hijo le puso el nombre de Miguel, por
el arcángel.
Al igual que Robbie, los jesuitas implicados en el exorcismo salieron ilesos
de aquella pesadilla. Ninguna de las predicciones letales de muerte en 1957 se
hicieron realidad. Bowdern, que siguió siendo pastor de Javier hasta 1956, se
dedicó a otras tareas, finalizando su carrera jesuita como confesor de jesuitas
en Javier. Murió en 1983, a la edad de ochenta y seis años. El padre Bishop,
después de veintidós años en la universidad de St. Louis, fue enviado a la
universidad de Creighton en Omaha, Nebraska, donde dio clases otros veinte
años. Murió en 1978, a la edad de setenta y dos años. El padre O'Flaherty,
que fue pastor y ayudante de pastor en Javier y otras iglesias hasta 1976, se
retiró al Regis College de Denver, Colorado, y murió de neumonía en el
Hospital de la universidad de St. Louis en 1987, a la edad de ochenta años. El
padre Halloran y el padre Van Roo aún viven.
El único sacerdote que sufrió secuelas del exorcismo fue el padre E. Albert
Hughes, y su crisis nerviosa sólo duró unos meses. En 1973, regresó como
pastor de St. James. «Era mucho más santo —recuerda un feligrés—. Se volvió
más sensible, más espiritual, más comprensivo. » Jamás hablaba de lo
sucedido en 1949. Su renuencia parecía bien arraigada, pero también se
hallaba obligado de manera oficial a no efectuar observaciones escritas
propias. Sin embargo, en mayo de 1950, invitado por los teólogos de la
universidad de Georgetown, Hughes dio una conferencia de más de una hora
ante un numeroso grupo de estudiantes y miembros del profesorado. Habló de
lo que parecía ser su informe oficial al arzobispo O'Boyle. Ese informe, al igual
que el realizado por el padre Bowdern al arzobispo Ritter, permanece en unos
archivos secretos accesibles sólo al arzobispo. Pero el archivero de Georgetown
asistió a la conferencia y tomó ocho páginas de notas sobre el informe de
Hughes. Esas notas constituyen una de las fuentes de este libro.
Muchos feligreses de St. James sabían que su pastor había tenido algún
papel misterioso en el caso de posesión que el cine hizo famoso. Y las monjas
de la Escuela de St. James hablaron del exorcismo a sus alumnos lo suficiente
para «inculcarnos el miedo al diablo», como recuerda uno de ellos.
En 1980, el padre Frank Bober llegó a St. James como nuevo ayudante del
padre Hughes. Bober, que había oído rumores acerca del exorcismo, por fin
reunió el coraje suficiente para preguntar por ello a Hughes. «Fue el 8 de
octubre —recuerda Bober—. Hablamos unas dos horas, y creo que le convencí
de que a otros sacerdotes jóvenes como yo podría resultarles instructivo
conocer el exorcismo. Él habló de celebrar un seminario. Quería que
conocieran a Satanás y su poder. » Hughes siempre creyó, dice Bober, que
Robbie le hirió por «un impulso de poder satánico». Pero dijo que la experiencia
había hecho más profunda su fe. «Me dijo —recuerda Bober— que le hizo más
consciente del poder tremendo del sacerdocio. El poder de Cristo a través del
sacerdocio condujo la situación entera a un final positivo. »
Después de que por fin se liberara de la carga del exorcismo, Hughes
parecía exhausto. Dijo a Bober que tendrían que seguir la conversación, y los
planes para un seminario, en otro momento. Cuatro días más tarde, el 12 de
octubre, el padre Hughes sufrió un ataque de corazón y murió. Tenía sesenta
y dos años. Algunos feligreses creen que Robbie, a la sazón un hombre de
cuarenta y cinco años, asistió al funeral del padre Hughes.
Aunque los clérigos que estuvieron involucrados en el exorcismo
mantuvieron en secreto la identidad del muchacho, sus vecinos de Mount
Rainier le conocían y consideraban su casa como una amenaza para el
vecindario. Poco después de que comenzaran los arañazos en enero de 1949,
la familia de Robbie se mudó de la casa y se reinstaló a poca distancia. Al
menos en una ocasión, después de que la familia se marchara, los vecinos
rociaron con agua bendita todo el exterior de la casa abandonada.
Durante años, el edificio permaneció vacío. De vez en cuando alguna
pareja de adolescentes del vecindario se atrevía a entrar. Llamaban al lugar
«La casa del diablo». Los niños lanzaban piedras a las ventanas y rompían los
cristales. Las puertas estaban abiertas. Algún vagabundo dormía a veces allí,
se emborrachaba con vino barato, perdía el conocimiento y por la mañana se
iba a toda prisa. De vez en cuando, normalmente en invierno, algún
vagabundo encendía una fogata para calentarse y el fuego se descontrolaba.
Algún vecino veía las llamas y llamaba al Departamento de Bomberos
Voluntarios de Mount Rainier.
Un camión de bomberos salía a toda velocidad del cuartel de ladrillos que
se hallaba a pocas manzanas de distancia. Los voluntarios realizaban
rápidamente su tarea, enrollaban sus mangueras y regresaban al cuartel.
Habían apagado deprisa un incendio, pero había algo inquietante en ello, algo
que no tenía explicación. Apagar el fuego en aquella casa no era lo mismo que
salvar una casa real, viva.
En abril de 1964, tras un invierno de varias llamadas a la casa vacía, los
voluntarios empezaron a hablar entre ellos. A ninguno le gustaba entrar en
aquella casa. Existían los riesgos de costumbre: caerse en un suelo que se
derrumbaba, tropezar en una escalera, intoxicación por el humo. Y existía el
temor de quedar atrapado allí por... bueno, ¿quién sabía qué? Era una casa en
la que las llamas seducían a los bomberos, poniéndoles en peligro y haciendo
que la salvaran. Algunos de los voluntarios deseaban que la casa quedara
destruida por el fuego.
El alcalde y los bomberos voluntarios de Mount Rainier sabían lo que
había ocurrido en aquella casa en 1949. Así, cuando empezaron a hablar de
qué hacer, no les costó llegar a un acuerdo. El capitán de los voluntarios
recibió lo que él decidió era el permiso adecuado para lo que denominó
ejercicio de entrenamiento en «La casa del diablo». Un cálido día de primavera
de abril de 1964, los camiones doblaron la esquina de la casa. Se conectó un
coche bomba a la boca de riego y varios hombres desplegaron la manguera
hacia el exterior de la casa. Extendieron una manguera perforada alrededor de
dos lados de la casa y pusieron en marcha el agua, formando así una pantalla
de agua para proteger los edificios que se hallaban al lado y detrás de la casa.
Se formaron pequeños y silenciosos grupos de vecinos en las aceras del
otro lado de la calle. Un par de voluntarios con botas, casco y relucientes
chaquetas desaparecieron en el interior de la casa. A través de una ventana
rota, la gente vio las llamas que se elevaban por las paredes de una
habitación. Unos cuantos hombres jóvenes, los estudiantes de este ejercicio de
entrenamiento, entraron tras un potente chorro de agua.
Lo llamaban un incendio controlado: prender fuego en una habitación y
enviar adentro un equipo para apagar las llamas. Se incendió cada habitación
y todos los hombres hicieron prácticas de entrada en una habitación y
extinción del fuego. Luego, cuando el entrenamiento hubo terminado, los
voluntarios se alinearon alrededor de la propiedad. Entraron unos hombres
con latas. Desde el exterior se les podía ver ir de habitación en habitación.
Momentos después de que salieran, las llamas empezaron a crepitar en toda la
casa.
Los voluntarios permanecieron en pie contemplando el espectáculo hasta
que la casa quedó destruida por el fuego.
Más tarde, llegaron unos hombres y se llevaron la madera chamuscada y
los ennegrecidos cimientos de hormigón. Una aplanadora allanó el terreno. En
la actualidad, donde había existido la casa hay siete escalones de cemento, en
estado de ruina, en la acera. Altos y delgados arbolitos luchan por sobrevivir
en las grietas de los escalones, los cuales terminan en el borde de un solar
cubierto de maleza. Una cañería oxidada, medio oculta en la broza, emerge del
suelo en medio del solar.
El propietario del lugar ha realizado complicados arreglos para permanecer
no identificado. Los documentos del terreno indican que la propiedad ha
tenido los mismos propietarios titulares, dos hombres de negocios locales,
desde 1952. Yo hablé con uno de ellos. Resultó ser un agente inmobiliario
auténtico. Ese hombre, que al principio declinó hablar, por fin admitió que él
no era el verdadero propietario. «El verdadero propietario no quiere ser
identificado», me dijo. Cuando le pregunté si el deseo de anonimato del
propietario tenía su base en la notoriedad de la casa, el agente inmobiliario
declaró no saber nada de la historia de «La casa del diablo».

El secreto final es saber qué ocurrió en Mount Rainier y en St. Louis.


¿Robbie fue poseído por los demonios? ¿O la creencia religiosa enmascaró un
fenómeno psiquiátrico?
La Iglesia Católica Romana nunca ha dicho si los demonios poseyeron a
Robbie, a pesar de que parece ser hay suficientes pruebas eclesiásticas para
dar un veredicto. El diario del padre Bishop es la crónica más detallada de
una posesión escrita en los tiempos modernos. Y a este diario pueden añadirse
los informes de los archivos secretos de las dos archidiócesis y de los archivos
de la Compañía de Jesús. Un sacerdote que ha visto parte de estos archivos
me dijo que el principal informe eclesiástico sobre el exorcismo fue firmado por
cuarenta y ocho testigos. El diario de Bishop reseña nueve jesuitas que vieron
a Robbie poseído.
La Iglesia Católica Romana debería tener suficiente información para
efectuar alguna declaración respecto a este exorcismo. Pero la historia que se
filtró a The Catholic Review es el único informe católico semioficial que se ha
publicado acerca del caso.
El arzobispo Ritter, siguiendo el procedimiento de la Iglesia, designó a un
jesuita, profesor de filosofía de la universidad de St. Louis, para que
investigara el exorcismo. Este investigador tenía autoridad para entrevistar a
los participantes bajo juramento. Según un jesuita que conoce los resultados
de ese exhaustivo estudio, el investigador sacó la conclusión de que Robbie no
fue víctima de una posesión diabólica. Algunos psiquiatras de la universidad
de Washington apoyaron ese informe. Dijeron que no veían pruebas de nada
sobrenatural o preternatural.
«El investigador dijo que podría explicarse como un desorden
psicosomático y alguna acción de kinesis que no comprendemos pero que no
es necesariamente preternatural», me dijeron. (El investigador al parecer no
dio más explicaciones de su referencia a la «acción de kinesis», pero muchos
especialistas en parapsicología creen en la existencia de la psicokinesis, el
movimiento de los objetos mediante el poder mental.)
«Cuando el arzobispo Ritter recibió el informe —según mi fuente jesuita—,
pidió a todos que dejaran de hablar de ello. No es que ocultaran nada. Sólo era
que les parecía que el efecto global del asunto era contraproducente. »
Ni el informe del investigador ni ningún otro ha sido jamás publicado.
«Nunca se efectuó ninguna declaración autorizada respecto a si fue un
verdadero caso de posesión —indica Halloran—. Recuerdo que hablé de ello
con el padre Bowdern, y él dijo que jamás afirmarían nada al respecto. »
Halloran cita que Bowdern dijo: «En realidad, ¿qué importa? Si se efectuara
alguna declaración al respecto, aparecería un grupo de gente que querría
echarlo por tierra y otro grupo de gente que querría convertirlo en un
verdadero exorcismo. No creo que [las autoridades eclesiásticas] jamás digan
una sola palabra de ello. Creo que nunca dirán si lo fue o no lo fue». Y luego,
recuerda Halloran, Bowdern hizo una pausa y añadió: «Usted y yo lo sabemos.
Estuvimos allí».
Sí, Halloran estuvo allí, pero, al mirar atrás y recordar lo que vio, tocó y
olió, dice: «Jamás me sentiría capaz de afirmar nada de manera absoluta, ni
me sentiría cómodo haciéndolo. Verá, hay algunas cosas que se consideran
características del exorcismo. Por ejemplo, si este muchachito presentaba una
fuerza prodigiosa. Bien, no la mostró. Y otra cosa es la capacidad de emplear
lenguas extranjeras sin haberlas aprendido. Por ejemplo, si una persona
estuviera poseída podría ser capaz de hablar swahili. Otra cosa son las
habilidades extraordinarias, como caminar por una pared y cosas así. Esto no
sucedió en ningún momento. No tengo la más remota idea de por qué el diablo
necesitaría una posesión. Satanás sin duda posee medios más eficaces para
difundir el mal que poseer a alguien».
Halloran, que fue blanco del puño de Robbie, no cree que la fuerza del
muchacho fuera mayor que la que un adolescente agitado pueda reunir. En
cuanto al empleo del latín por parte de Robbie, Halloran lo atribuía a las
frases que oía repetir al exorcista.
Halloran había sido capellán del ejército de EE. UU. en Vietnam. «Vi más
maldad en Vietnam —afirma— que en aquella cama de hospital. » Él cree en el
mal, en un mal del lugar. Recuerda haber hablado con un jesuita de regreso
de un largo destino en África. «Me contó que en el lugar donde estaba
trabajando, al principio tenía la sensación de que se hallaba en constante
confrontación con la presencia del mal. Nunca cesaba, dijo, hasta que
estableció la presencia del Santísimo Sacramento. Entonces, dijo, pareció que
ese poder desaparecía. » Para Halloran, se trataba de «un ejemplo práctico del
mal». Pero hablaba como católico romano de lo que para él era el
extraordinario poder manifiesto del Santísimo Sacramento.
Encontrar el mal fuera de un marco religioso exige un esfuerzo a la mente
racional, en especial en la era de la psiquiatría. En la tradición judeocristiana,
la existencia del mal es un dogma. Pero, al igual que los demonios que
atormentaron al hombre del país de los gadarenos, las teorías del mal forman
una legión.
El rey Saúl es la única persona en el Antiguo Testamento poseído por «un
espíritu maligno procedente de Dios». La idea de que el mal podía de alguna
manera estar relacionada con Dios era un concepto del Antiguo Testamento.
El Nuevo Testamento, con sus muchas referencias a la posesión y los
exorcismos, refleja un nuevo pensamiento acerca de la difusión y el control del
mal. Los poderosos ángeles caídos, guiados por Satanás, habitan en los seres
humanos y los atormentan. Pero los demonios pueden ser expulsados por
Jesús. Él ordena que salgan, y ellos se van, amargados y enfadados, pero
obedientes a la voluntad de Dios a través de la orden de Jesús.
En la época de Cristo, una creencia popular en Galilea sostenía que los
demonios causaban la enfermedad mental. El poder de arrojar a esos
demonios era un gran poder, igual que lo es en la actualidad. Como un teólogo
católico moderno ha señalado, «la diferencia entre la concepción antigua de la
posesión demoníaca y la concepción moderna de enfermedad mental es, en su
mayor parte, sólo una diferencia de terminología. Aunque la posesión
demoníaca en la actualidad es denominada neurosis o psicosis, la cura es la
misma: la sugestión».
La posesión demoníaca desapareció del judaísmo, pero apareció otra forma
de posesión entre los judíos en la Europa medieval: la creencia de que el alma
de un muerto podía penetrar en un cuerpo vivo. Las narraciones de
exorcismos judíos se asemejan a los documentos de los exorcismos cristianos.
Pero el poseedor, el Dybbuk, es el espíritu de una persona fallecida. En los
relatos cristianos, el poseedor es un diablo de la legión de demonios o el propio
diablo. El judaísmo moderno no acepta ninguna forma de posesión.
La cristiandad, desde el principio, ha debatido la existencia del mal y de
Satanás. Lo que ha surgido del debate es la idea de que Dios creó todas las
cosas. Satanás y sus demonios fueron creados buenos por naturaleza pero se
volvieron malos por voluntad propia. Son los ángeles caídos, seres creados por
Dios que, por orgullo, envidia y, finalmente, desesperación, se volvieron contra
Dios.
La primera epístola de Juan personifica al diablo diciendo que Cristo vino
para derrocarle: «Para esto se manifestó el Hijo de Dios, para deshacer la obra
del diablo». La lucha entre el bien y el mal no será fácil, advierte el Nuevo
Testamento. El demonio es tan fuerte y resuelto, que se atreve a tentar a
Cristo. En los evangelios, Cristo cita el exorcismo como una prueba más de Su
poder espiritual y su calidad de rey: «Mas si en virtud del espíritu de Dios
lanzo yo los demonios, es claro que el reino de Dios llegó a vosotros». El papel
de Cristo como exorcista dio a la cristiandad la base para la solemne creencia
de que Satanás podía poseer a un ser humano y de que Dios, a través del
ritual del exorcismo, podía sacar a Satanás de la víctima.
El padre Juan Cortés, S. J., psicólogo con un gran interés por la posesión
demoníaca, ponía en duda incluso el exorcismo de Cristo. Examinó los
documentos de todos los casos conocidos de exorcismo, incluido el de Robbie,
y sacó la conclusión de que no existían pruebas de posesión en ninguna parte.
Él creía que «las interpretaciones erróneas de las palabras escritas y
expresiones de los evangelistas» fueron «las principales responsables de la
profunda creencia en la mente de tantos (en los primeros tiempos y en la
actualidad) respecto a las posesiones por demonios y a la conveniencia e
incluso necesidad de expulsar a tales demonios mediante la realización de
exorcismos».
Parte de la interpretación equivocada, escribió, pudo producirse porque se
creía erróneamente que las palabras «diablo» y «demonios» eran
intercambiables. Mediante su interpretación, la expresión bíblica traducida
como «poseído por demonios» debería interpretarse como «aquejado por fuerzas
perjudiciales», por «poderes extraños y desconocidos» o por «espíritus
malignos», esto último en el sentido de la frase moderna: «Hoy estoy de mal
humor». Los evangelios, escribió, «no contienen ningún caso de posesión por el
Diablo... no puede hallarse en ellos ningún caso real y claro de posesiones por
demonios».
Los exorcismos de Jesús, según la interpretación de Cortés, eran
curaciones de enfermedades, no verdaderos exorcismos. Como lo explicó
Cortés: «Cuando los poseídos estaban curados, la causa invisible, mal
interpretada como "diablo", tenía que ser expulsada y, en consecuencia, la
injustificada pero larga tradición de exorcismos (o expulsiones de diablos) por
Jesús se convirtió en una realidad. Sin embargo, el método que Jesús
utilizaba en Sus curaciones de los aquejados de uno u otro tipo de enfermedad
(interna o externa) era exactamente el mismo: Su presencia, Su roce, Su
palabra, Su voluntad u orden. No existe ninguna razón para considerar
algunas curaciones como exorcismos mientras se excluyen las otras».
En el mundo moderno, la gente de muchas culturas cree que pueden ser
poseídos por espíritus agresivos del mal. Y toda cultura tiene un ritual para
exorcizar los demonios, ya pertenezcan a otra vida o a algún reino diabólico
del mal. El exorcista, que representa la autoridad comunal y el poder
sobrenatural benigno, trata a la persona loca extrayéndole el demonio. Si el
exorcismo no tiene efecto, la persona poseída es confiada al destino que la
comunidad considere justo. Se la puede considerar una bruja o un brujo y ser
condenada a muerte. O la comunidad puede decidir apiadarse de la persona
loca y considerarla una malograda presa de los demonios.
En las culturas donde la psiquiatría es una fuerza curativa, el psiquiatra a
menudo es el exorcista. Los psiquiatras con los que yo hablé me ofrecieron
varias posibles explicaciones del fenómeno. Un especialista en desórdenes de
personalidad múltiple dijo que un exorcista hace esencialmente lo que está
intentando hacer: deshacerse de la entidad que se encuentra dentro del
paciente torturado.
«He tratado con varios pacientes de personalidad múltiple que creían que
estaban poseídos por Satanás —dijo—. Son sumamente susceptibles a la
autosugestión y asombrosamente abiertos a la sugestión hipnótica. » En un
caso típico, me habló de que sostuvo en alto la mano frente a una paciente
diciéndole que su mano estaba desapareciendo poco a poco. «Ella creía verla
desaparecer. Dentro de su mente, no había lugar a dudas de que mi mano
había desaparecido, igual que no había lugar a dudas de que estaba poseída.
Esa creencia es tan profunda, que resulta extremadamente difícil erradicarla.
En el paciente de personalidad múltiple, cada terminación nerviosa puede ser
una persona. » En general, estas personas son personalidades humanas. Sin
embargo, en alguna ocasión, el morador es un demonio o Satanás.
Dijo que no sabía cómo eran poseídos sus pacientes, aunque casi
invariablemente encuentra una historia de abusos sexuales en la primera
infancia. Él se preguntaba si existía una historia de este tipo en el caso de
Robbie. Le interesaba particularmente cómo tía Harriet había merodeado en la
fase temprana de la posesión y cómo había reaccionado Robbie ante las
Estaciones del Vía Crucis, en particular la que mostraba a Jesús al ser
despojado de su ropa. «¿Hubo alguna clase de relación sexual? —se
preguntó—. ¿Hubo culpabilidad y represión de la memoria?»
Otros psiquiatras han sugerido el síndrome de Tourette como la causa
médica de la posesión. Las víctimas de este desorden maldicen y chillan de
manera incontrolada, gruñen y se retuercen y pueden gritar palabras de
cuatro letras. Algunos especialistas en el síndrome de Tourette dicen que
Regan, la jovencita poseída en El exorcista, mostraba tantos síntomas de
Tourette que se parecía, de una manera exagerada, a algunos de sus
pacientes. Sin embargo, Robbie parecía curado de lo que le había afligido y, en
esta fase de la investigación, el síndrome de Tourette es incurable.
La doctora Judith L. Rapoport, especialista de fama mundial en lo que se
conoce como desorden obsesivo-compulsivo (OCD, en inglés), cree que los
demoníacos pueden ser víctimas de la escrupulosidad, una forma de OCD
reconocida desde hace mucho tiempo por la Iglesia católica y definida como
«vacilación o duda habitual e irrazonable, junto con ansiedad mental,
relacionado con la elaboración de juicios morales». Ella llama a las víctimas de
la escrupulosidad «pecadores inocentes» que realizan «mil promesas a Dios».
El fundador de la Compañía de Jesús, san Ignacio de Loyola, «proporcionó
a la Iglesia católica su primera definición de la escrupulosidad a través de una
descripción de la conducta obsesiva del propio Loyola y su percepción de la
fuerza irracional aunque inquietante de ella», escribe esta psiquiatra. Como
ejemplo, ofrece lo siguiente, sacado de sus Ejercicios Espirituales:

Después de haber pisado una cruz formada por dos pajas, o después de haber
pensado, dicho o hecho alguna otra cosa, acude a mí desde «fuera» el pensamiento
de que he pecado, y por otra parte me parece que no he pecado; no obstante,
siento cierto desasosiego al respecto, por cuanto que dudo y al mismo tiempo no
dudo.

Robbie es un ejemplo improbable de escrupulosidad: no era católico y no


mostraba ningún signo de fanatismo religioso.
Rapoport también sugiere una enfermedad mental muy rara, esquizofrenia
infantil. En general, la esquizofrenia es un desorden de la adolescencia tardía
o joven adultez. Pero, afirma, «existen casos típicos de niños —muchachos, en
su mayor parte— que se desarrollan normalmente hasta, por ejemplo, los ocho
años de edad, y entonces comienzan a mostrar síntomas típicos de
esquizofrenia, tales como el de oír voces». Contó que estaba examinando a un
muchacho que oía voces, incluida la del diablo, «que le dice que haga daño a la
gente y que realice actos peligrosos».
El padre Nicola, uno de los sacerdotes que actuaron como consejeros para
El exorcista, en la actualidad asesora a psiquiatras que creen que sus
pacientes necesitan un exorcismo. Inevitablemente, su consejo es en contra
del exorcismo, a menos que existan lo que él llama señales preternaturales,
como la capacidad de leer la mente o hablar una lengua que el demoníaco
anteriormente desconocía. Él cree que Robbie estaba poseído por el diablo.
Dice que la Iglesia está intentando permanecer en medio de la calle en lo
que respecta a la posesión mientras mantiene teológicamente que existe un
diablo que opera en nuestro mundo. «La Iglesia camina por el alambre —
afirma—. Si el diablo opera en el mundo, entonces hagamos exorcismos.
Desde el punto de vista científico, la ciencia dice que la posesión no es
posesión. Es cuestión de ver qué pueden mostrar la fe y la naturaleza. » Al
igual que otros especialistas en exorcismos, se pregunta con cautela si la
parapsicología podría dar algunas respuestas a los fenómenos inexplicables
asociados a la posesión.
El padre Herbert Thurston, S. J., autoridad en lo oculto, al escribir acerca
de los demoníacos, también se preguntaba por las fuerzas que todavía no
comprendemos: «Que pueda haber algo diabólico o malo de algún modo, no lo
niego, pero por otra parte, también es posible que estén implicadas fuerzas
naturales que por el momento no son tan conocidas como las fuerzas latentes
de la electricidad lo eran por los griegos. Posiblemente, la complicación de
estos dos elementos es lo que forma el meollo del misterio».
Por fin, creo que en el exorcismo hay algo de fábula, si una fábula es un
velo corrido sobre el rostro de la verdad. Un día me encontraba hablando con
un teólogo jesuita acerca de la posesión y de las complicaciones del bien y el
mal. Él me enumeró los libros que debería leer sobre el tema y mostró el
desprecio de los jesuitas por todo lo que no fuera la razón pura. Cuando
terminó la entrevista, me preguntó con aire informal si me había enterado de
lo que había ocurrido en la iglesia de Javier al finalizar el exorcismo. No, no
me había enterado. Y entonces me lo contó... me lo contó como si también esto
fuera importante para una discusión sobre el bien y el mal. Poco después del
satisfactorio final del exorcismo en el hospital, dijo, ocurrió algo extraño en la
iglesia de San Francisco Javier. Era de noche y la iglesia se hallaba en
penumbra parcial. Varios jesuitas se habían congregado para un servicio. De
pronto, la grandiosidad en sombras del gran ábside resplandeció de luz. Los
jesuitas levantaron la mirada y vieron, llenando el inmenso espacio que se
elevaba sobre el altar, lo que Robbie había dicho que había visto: san Miguel,
con una espada llameante en la mano, defendiendo el bien y protegiéndose
contra el mal.
NOTA FINAL DEL AUTOR

Mi interés por este exorcismo comenzó cuando leí dos párrafos en la


columna Personalities del Washington Post. En ellos se decía que el padre
Walter Halloran, S. J., en una entrevista publicada por un periódico de
Nebraska, había hablado de un exorcismo en el que había participado. Fue
difícil localizar al padre Halloran después de la entrevista. Cuando le encontré,
era pastor de una iglesia de una pequeña ciudad del sur de Minesota. Accedió
a hablar conmigo, primero con cautela y después con calidez. Nos convertimos
no sólo en un escritor y una fuente sino en amigos. Pronto simpatizamos, creo,
porque los dos éramos de ascendencia irlandesa y porque teníamos un vínculo
jesuita: él era miembro de la Compañía de Jesús y yo había asistido a una
escuela de jesuitas.
Creo que el padre Halloran comprendió mi curiosidad por el exorcismo en
cuanto le dije que había asistido a una escuela jesuita. Si se aprende algo con
los profesores jesuitas es a sentir curiosidad por lo sagrado y lo profano. Y se
aprende que nada, ni en la tierra ni más allá de ella, puede darse por
supuesto.
He admirado a los jesuitas durante muchos años. Creo que el lector
debería saberlo. Me gradué en un instituto jesuita, la Fairfield College
Preparatory School, en Fairfield, Connecticut, y asistí durante dos años a la
universidad de Fairfield de los jesuitas.
Yo trabajaba en un periódico y, como necesitaba terminar el instituto
asistiendo a clases nocturnas, me trasladé de Fairfield a la universidad de
Bridgeport, en la que más tarde me gradué. En mi expediente del instituto
consta, como trasladado de la universidad de Fairfield, un curso de
catolicismo romano. La universidad de Bridgeport aceptó el curso como un
curso de «humanidades».
Cuando dejé los jesuitas de la universidad de Fairfield, la religión
verdaderamente formaba parte de mi humanidad aunque no de mi vida
cotidiana. Ya no era católico prácticamente. Pero llevaba una imagen sacada
del cine de la Segunda Guerra Mundial: la Gestapo da una patada a mi puerta
y quiere saber si soy católico. Respondo que sí, no porque sea católico sino
porque lo había sido y mi catolicismo está demasiado arraigado en mí para
despreciarlo. Aunque ya no practico el catolicismo, no puedo desembarazarme
de él y no quiero hacerlo.
Cuando empecé a investigar para este libro, tropecé con una oración que
había rezado muchísimas veces cuando era niño. «Arcángel san Miguel —
decía—, defiéndenos en la batalla; sé nuestra protección contra los engaños y
perversidades del mal. Humildemente te pedimos, oh Dios, que le domines, y
que Tú, el Príncipe de las huestes celestiales, arrojes al infierno a Satanás y a
todos los espíritus malignos que merodean por el mundo en busca de la ruina
de las almas. »
Yo era monaguillo, y aprendí a pronunciar las extrañas y solemnes
respuestas en latín, respondiendo «Et cum spiritu tuo» cuando el sacerdote
decía «Dominus vobiscum». Arrodillado ante el altar, en la Misa, recibía la
Sagrada Comunión y creía que lo que el sacerdote colocaba en mi temblorosa
lengua extendida era el cuerpo y la sangre de Cristo. Asistí a las escuelas
parroquiales de St. Charles y St. Patrick y aprendí mi religión de las
encantadoras u horripilantes historias que nos relataban monjas piadosas y
del The Baltimore Catechism en formato de preguntas y respuestas.
En la escuela preparatoria de Fairfield, los jesuitas me introdujeron en otro
mundo católico romano, donde la realidad histórica prevalecía sobre los
cuentos sagrados, donde tanto el profesor como el alumno podían formular
preguntas que no tenían respuestas preparadas. Seguía yendo a misa, aunque
ya no era monaguillo. Los jesuitas me enseñaron latín, no porque fuera
entonces la lengua de la Misa sino porque creían que el conocimiento del latín
era esencial para mi educación. Entonces podía traducir el ceremonioso
murmullo de la Misa a palabras de mi propio idioma: Dominus vobiscum, et
cum spiritu tuo significaba «Que el Señor esté contigo, y con tu espíritu».
Con los jesuitas, el estudio del catolicismo se convirtió en un curso
llamado apologética, una defensa sistemática de la doctrina y tradición
católicas. Los jesuitas hacían mucho más hincapié en un riguroso análisis del
catolicismo que en los santos y las reliquias... pero los santos y las reliquias
seguían estando allí, junto con la Misa y la Comunión. En la parte superior de
todos los papeles escolares, ya fuera la clase de geometría o la de apologética,
yo escribía A. M. D. G., las iniciales de Ad Majorem Dei Gloriam (Para mayor
gloria de Dios), el lema de la Compañía de Jesús. El primer día de clase, los
jesuitas nos dijeron que lo hiciéramos y siempre lo hacíamos. Ese fundamento
místico del catolicismo —la alabanza a Dios— permanecía en su sitio en todas
las aulas de los jesuitas. Existía un tú, tu yo físico, que aprendía a vivir en
este mundo. Y existía tu espíritu, el alma, el yo espiritual, la esencia de tu
humanidad.
Con los jesuitas aprendí acerca del agnosticismo. Cada vez que aparecía
una palabra por primera vez, siempre enseñaban las raíces: «de la palabra
latina... » o «de la palabra griega... » Agnóstico procedía de la palabra griega
que significaba «desconocido». Me gustó la palabra en cuanto la aprendí.
Inmediatamente empecé a hacer cabriolas como agnóstico de segundo curso,
sintiéndome orgulloso de haber hecho que Dios fuera insondable, no
demostrable. Al final, mi agnosticismo se sintió más cómodo, más como una
parte real de mí en lugar de algo que me había puesto para la ocasión.
Escribí este libro como periodista que intenta contar una historia lo más
directa y cabalmente posible. Nunca antes había sentido la necesidad de
demostrar mis credenciales de esta manera. Pero quería que mis lectores
supieran que lo que leían había sido escrito por un agnóstico que fue criado
como católico, educado por los jesuitas y aún se pregunta por el significado
del spiritus.
FUENTES

Ningún otro exorcismo de los tiempos modernos ha estado tan


extensamente documentado como el exorcismo del muchacho a quien llamo
Robbie realizado en 1949. La principal fuente para esa documentación es el
diario del exorcismo que llevó el padre Raymond J. Bishop, S. J. El diario tenía
que ser un documento para ser utilizado en años posteriores por los
sacerdotes convocados para llevar a cabo exorcismos. Me han dicho que se ha
empleado para ese propósito. Pero, como la jerarquía eclesiástica es reacia a
revelar información referente a los exorcismos, la existencia del diario se ha
mantenido en secreto.
Yo obtuve una copia a través del padre Walter Halloran, S. J., quien
participó en el exorcismo. Él comprobó el diario, el cual, dijo, había sido visto
y aprobado por el propio exorcista, el padre William S. Bowdern, S. J. El
original, junto con un informe formal del exorcismo realizado por Bowdern y
una declaración como testigo de Halloran, se presentó al Provincial de los
Jesuitas de la Provincia de Misuri y a la archidiócesis de St. Louis. Se cree que
otro grupo de estos documentos se entregó a la arhcidiócesis de Washington.
El diario completo consiste en veintiséis páginas mecanografiadas a un
solo espacio. La copia que obtuve en un principio, la cual tenía veinticuatro
páginas, fue sacada de manera fortuita de un edificio de hospital en ruinas
(véase páginas 256-257). Al parecer, las dos últimas páginas se quedaron
entre los escombros. Posteriormente, las recibí de una fuente que tenía un
ejemplar del diario completo. La página 25, la última página del diario
propiamente dicho, describe con viveza el final del exorcismo, con el feliz y
radiante Robbie contando lo del ángel que se defendía de los demonios. La
página 26 está mecanografiada con otra máquina de escribir y lleva la
indicación «Continuación». Menciona una visita, en 1951, de Robbie y sus
padres al Hospital de los Hermanos Alejianos y cuenta la conversión de los
padres al catolicismo. Una segunda nota, escrita con otra máquina de escribir,
lleva fecha del 8 de noviembre de 1970 y explica de manera críptica el
paradero de Robbie en aquella época, cuando apareció El exorcista y se
reanudó el interés por el exorcismo.
Los Hermanos Alejianos se hallan en posesión de una copia completa de
veintiséis páginas. El padre Bishop entregó una copia al hermano Cornelius, el
rector del hospital, el 29 de abril de 1949. La página 26 parece que fue
añadida por algún alejiano.
La carta adjunta de Bishop, que se encontró junto con las 24 páginas del
diario, dice: «La Oficina de la Cancillería [de la archidiócesis de St. Louis] nos
ha informado... de que no hay que dar publicidad al caso. Me temo que la
noticia ya se ha dado a conocer en diversas partes de la ciudad a través de
individuos que piden oraciones y quizá a través de alguien que tomó parte en
el caso. Ahora, la dificultad de mantener en secreto algunos datos escapa
prácticamente a nuestro control, pero deberíamos intentar en lo posible no
hacer público este caso hasta que dispongamos de una declaración definitiva
de la Oficina de la Cancillería». Jamás se divulgó semejante declaración.
El diario comienza el 7 de marzo de 1949 y termina el 19 de abril. Antes de
comenzar el registro diario del exorcismo, Bishop habló con Robbie y
entrevistó extensamente a sus padres y tíos. A partir de estas entrevistas,
Bishop construyó lo que él llama un «Estudio del caso». Esta sección muy
detallada del diario, que abarca casi tres páginas completas, establece el
escenario y las circunstancias iniciales de la posesión de Robbie, comenzando
con el ruido de goteo que Robbie y su abuela oyeron por primera vez el 15 de
enero de 1949. Bishop también realizó un pequeño expediente sobre Robbie,
sus padres y sus abuelos. En las citas por capítulos que siguen, «Estudio del
caso» se refiere a esta parte del diario.
El diario es uno de los tres documentos básicos acerca del caso. Dos de los
documentos son informes eclesiásticos de los archivos católicos romanos, que
jamás hay que publicar. Según el archivero de la archidiócesis de Washington,
la información sobre el primer exorcismo se encuentra en los archivos secretos
que sólo pueden ser abiertos por el arzobispo de Washington. El otro informe
oficial es un archivo similar que se halla en la archidiócesis de St. Louis. Un
sacerdote que ha examinado estos documentos me dijo que citan cuarenta
testigos de la posesión y el segundo exorcismo. El diario de Bishop, en uno de
los primeros párrafos anteriores al segundo exorcismo, observa que «ha habido
cuarenta testigos diferentes para testificar y verificar diferentes fenómenos».
La mayoría de estos testigos han muerto, pero su testimonio permanece en el
diario.
Tuve la suerte de contar con la cooperación del padre Halloran, quien
compartió sus recuerdos como participante. Cuando cito Halloran como
fuente, me refiero a estos recuerdos, obtenidos en numerosas entrevistas y
conversaciones. Otras fuentes a las que me refiero serán descritas en detalle la
primera vez que aparezcan y luego citadas con una sola palabra.
Existen pequeñas discrepancias entre lo que Bishop escribió y lo que otros
recordaban. También hay lagunas en la historia y ocasionales ausencias de
detalles. Utilizando el diario y otras fuentes, intenté resolver estas
discrepancias y soslayar estas lagunas. Evalué las fuentes y, cuando existía
conflicto, intentaba resolverlo empleando un sistema que clasificaba las
fuentes, desde «testigos» (Diario y Halloran} hasta «relato». Estos relatos van
desde descripciones, dadas a otros por testigos presenciales, hasta
reconstrucciones, basadas en entrevistas de testigos presenciales y otros.
Bober, por ejemplo, es el padre Frank Bober, a quien habló del primer
exorcismo el propio exorcista, el padre E. Albert Hughes. Nitka es un ejemplo
de una reconstrucción basada, en este caso, en información recogida de la
comunidad jesuita de la universidad de St. Louis. Las fuentes están reseñadas
en las citas. Utilizando y evaluando todas estas fuentes, he intentado realizar
una narración desapasionada y racional acerca de unos sucesos que
insistentemente desafían a toda lógica y razón.
Cuando empecé a trabajar en este libro, sólo dos jesuitas implicados
directamente en el exorcismo de St. Louis todavía vivían: el padre Halloran y el
padre William A. Van Roo, S. J. Halloran accedió a ayudarme; Van Roo hacía
tiempo había dejado atrás el exorcismo y quería que siguiera así. O sea que
disponía de un testigo ocular vivo y el diario.
Pronto me enteré de que Robbie había sido objeto de dos exorcismos. El
primero, iniciado en Maryland, terminó rápida y desastrosamente. Los testigos
o la documentación disponibles respecto a este exorcismo al principio
parecían inexistentes. Yo sabía que tenía que reconstruir el primer exorcismo
para comprender y narrar el segundo, bien documentado. Sin embargo, nadie
quería hablar de ello. «Robbie —en la actualidad un hombre adulto que lleva
una vida feliz, equilibrada y productiva— no respondió a mi llamada. » (Yo
sabía su nombre y tenía razones para creer que conocía su dirección. Le
escribí a esa dirección, diciendo que estaba escribiendo un libro «acerca de un
incidente que se produjo en Mount Rainier y St. Louis en 1949». También le
dije que ocultaba el nombre de la persona implicada en el incidente. No recibí
respuesta y no presioné más.)
Al final, encontré tres fuentes de datos extremadamente dignas de
confianza sobre ese primer exorcismo: el padre Frank Bober, que me informó
de lo que a él le contó el padre Hughes; y el padre John J. Nicola, que ha
realizado un estudio especial del exorcismo y habló con Hughes de ello. Los
dos sacerdotes son aludidos como Bober y Nicola en las citas. (El asterisco
después de Nicola indica su libro, y no las entrevistas.)
Bober, como se ha dicho en el último capítulo, fue la última persona a
quien Hughes contó la historia del primer exorcismo. Bober me dio detalles de
la historia y me fue extremadamente útil. Igual que muchos sacerdotes
familiarizados con éste y otros exorcismos, él cree en la necesidad de describir
de manera responsable la posesión y el exorcismo.
Nicola, contra el consejo de sus superiores, se interesó por la demonología
cuando aún estaba en el seminario. Ha estudiado más de cuarenta
exorcismos. No me habló de la mayoría de aspectos del caso de Robbie porque
le habían permitido el acceso a los archivos secretos y no quería revelar
información que le habían confiado. Pero me permitió leer su tesis sobre la
posesión y resultó extremadamente útil para clarificar algunos puntos sobre la
posesión y el exorcismo.
La tercera fuente de información son las notas sobre una conferencia dada
por el padre Hughes el 10 de mayo de 1950, en la universidad de Georgetown.
Cuando hablé con el padre Joseph M. Moffitt, S. J., quien invitó a Hughes,
recordó que alguien tomó notas. Con la ayuda del padre Joseph T. Durkin, S.
J., el eminente historiador de Georgetown, y de Jon Reynolds, conservador de
las colecciones especiales de Georgetown, obtuve una copia de las notas no
publicadas. Las había escrito el padre William C. Reppetti, S. J., archivero de
la universidad de Georgetown y autor de la historia en diez volúmenes titulada
The Society of Jesus in the Philippines. Murió en 1966.
Las notas (citadas como Reppetti) fueron saneadas, al parecer en 1970,
después de que se exhibiera la película El exorcista y la universidad de
Georgetown se asociara con el exorcismo presentado en el libro y la película
del mismo título. «Robbie» llamó al presidente de Georgetown y se le aseguró
que la universidad no proporcionaría ninguna información que pudiera
identificarle. Los nombres de los sacerdotes en las notas de Reppetti fueron
suprimidos, sólo por si alguien alguna vez las encontraba. Cuando yo examiné
las notas, pude deducir que los nombres borrados eran el padre Hughes y el
padre Bowdern.
Todas las citas del libro están sacadas o directamente del diario o de las
fuentes citadas, como por ejemplo Halloran, quien me dijo las palabras
mismas que utilizó en la época o las palabras que oyó directamente. En los
casos en que estoy seguro del quid o el tema de una afirmación, utilizo la
cursiva para indicar que se trata de una cita reconstruida.
NOTAS A LOS CAPÍTULOS

CAPÍTULO 1: «¿Eres tú, tía Harriet?»

pp. 15-16! Descripción de la familia «Mannheim»: «Estudio del caso» en


Diario y Halloran. El peso de Robbie y su preferencia por los juegos de mesa
son algunos de los muchos datos que se dan en «Estudio del caso».
p. 16 «Harriet» y el espiritismo: Bishop se enteró de lo de la tía a través de
las entrevistas que realizó para su «Estudio del caso». Menciona el espiritismo
y el tablero Ouija pero no dice nada de una sesión espiritista. La información
sobre el espiritismo procede de Spiritualist Manual, edición de 1955, citado en
Isaacs.
p. 18 Referencias bíblicas: Deuteronomio (18: 10-12), Levítico (20: 27); el
rey Saúl aparece en I Samuel 28: 7-19.
p. 19 Psiquiatría sobre la posesión: Isaacs.
pp. 19-20 Sucesos del 15 al 26 de enero, incluidas las citas: «Estudio del
caso», Diario. Muerte de «tía Harriet», ibid. Comprobé la fecha de su muerte (y
la falta de testamento válido) revisando las estadísticas demográficas y los
archivos del registro con su nombre real.
p. 23 Movimiento del pupitre: «Estudio del caso», Diario.
p. 24 Incidentes de los objetos voladores y la silla volcada: «Estudio del
caso», Diario; Reppetti. Asimismo, muchos detalles proceden de Diabolical
Possession* de Nicola. En el libro no menciona directamente el caso de Robbie,
y dice que «inventaba, cambiaba y omitía» detalles para ocultar la identidad de
las personas implicadas. El caso sin duda alguna es el de Robbie. Mostré a
Halloran una copia de la descripción, y verificó que había leído casi todos los
detalles, incluida la descripción de la silla volcada y el jarro volador.
p. 26 Observaciones del psiquiatra y del médico: «Estudio del caso»,
Diario.
p. 21 Especulaciones del psiquiatra sobre el examen de Robbie:
Rapoport.
p. 27 El reverendo Schulze: El relato personal de Schulze de sus tratos
con Robbie aparece en Parapsychology Bulletin, n. ° 15, agosto de 1949,

!
El número de la página se refiere al de la publicación original del libro.
*
Obras citadas en la bibliografía, páginas 307.
publicado por el Instituto de Parapsicología del doctor J. B. Rhine. Schulze, en
una entrevista celebrada en 1980, también habla del caso en Enchanted
Voyager* biografía autorizada de Rhine, un pionero de la parapsicología. Rhine
menciona varias veces el caso de Mount Rainier en la correspondencia de esa
época. (J. B. Rhine Papers, Special Collections Department, Duke University
Library, Durharn, N. G). Rhine también acudió a Washington a hablar del
caso con Schulze.

CAPÍTULO 2: En pos de un poltergeist

p. 30 Descripción que realizó la familia del estado de Robbie:


«Estudio del caso», Diario; Schulze, ibid.
p. 30 MartinLutero: Oesterreich* que cita dos obras alemanas sobre Lutero
y sus fuentes.
p. 31 «Al principio intenté rezar... »: Schulze en Enchanted Voyager*
p. 33 Espiritismo y las hermanas Fox: Gauld; * Spiritualist Manual, como
se cita en Isaacs.
p. 35 Relatos de poltergeist: Gauld* Oesterreich* Nicola y Balducci*
especulan sobre las posibles conexiones entre las actividades de poltergeist y
la posesión. Los tres ven también posibles las influencias parapsicológicas en
algunos casos de posesión.
p. 36 Schulze se lleva a Robbie una noche a su casa: Schulze.
p. 39 Caso Zugun: Oesterreich*
p. 40 Arañazos en Robbie: Schulze, «Estudio del caso»,
p. 40 Cita de Schulze: Schulze.

CAPÍTULO 3: «Mas líbranos del mal»

p. 42 Referencias bíblicas: La lucha de Jesús con Satanás: Mateo 4: 1-11;


Marcos 1: 12-13; Lucas 4: 1-13. Jesús otorga a sus seguidores poder para
efectuar exorcismos: Mateo 10: 1; Marcos 3: 15, 16: 17-18; Lucas 9: 1, 10: 17;
Hechos 5: 16. 8: 7. Exorcismos realizados por Jesús: Mateo 8: 28-34, 15: 21-
28, 17: 14-21; Marcos 1: 21-28, 3: 11-12, 5: 1-20, 7: 25-30, 9: 14-29, 16: 9;
Lucas, 4: 31-37, 6: 18, 8: 26-39, 9: 37-43; Hechos 10: 38.
p. 44ss. Llamada a Hughes y reunión con él: Reppetti. (Las circunstancias
son ligeramente diferentes en «Estudio del caso». Nicola* y Schulze. Preferí
Reppetti como la fuente más próxima a un testigo ocular.) Hughes no dejó un
informe claro en cuanto a cómo resultó involucrado con Robbie y cómo llevó a
cabo el exorcismo. Reppetti, notas tomadas durante una conferencia dada por
Hughes sobre el exorcismo, da detalles confusos. Parece increíble que Hughes
no fuera a la casa y hablara con Robbie para ver lo que le sucedía al
muchacho. La confusión acerca del papel de Hughes también puede derivar de
la propia confusión del sacerdote, inducida por la conmoción que le produjo el
ataque. Lo que sucedió a Hughes afectaría tanto a su mente y su memoria,
que durante mucho tiempo no pudo proporcionar un relato coherente de sus
tratos con Robbie. Nicola, sin nombrar a Hughes, es citado por Peter Travers y
Stephanie Reiff, The Story Behind the Exorcist (Nueva York; Signet Books,
1974): «Un sacerdote de la [archi]diócesis de Washington estuvo implicado en
el caso de 1949 y, de hecho, sufrió una crisis nerviosa secundaria como
consecuencia de ello. ... No parece querer hablar de ello, así que hablo muy
poco de él». Nicola cuenta entonces la historia del ataque con el muelle y
añade: «Fue un corte profundo, que después se infectó, y tuvo que llevar el
brazo en un cabestrillo durante ocho semanas». Un relato no confirmado
indica que la aparición de Hughes en la habitación del hospital de Georgetown
donde se encontraba Robbie desencadenó un frenesí aun cuando Hughes
entró disfrazado de médico. Ocurriera como ocurriera el ataque, Hughes no
estaba preparado para él. Al menos una monja presenció el exorcismo
abortado. El hospital de Georgetown en aquella época disponía de monjas de
las Hermanas de la Caridad de Nazaret. La seguridad que rodeó el caso fue tan
hermética, que las monjas en la actualidad, incluso las que no se hallaban en
el hospital, son reacias a hablar de ello. Toda mención del caso ha sido
eliminada de los anales de la orden, según me informaron.
p. 45 Comparación de Going My Way [Siguiendo mi camino]: Bober,
citando feligreses. Descripción de Hughes, feligrés anónimo, citado en The
Sentinel del condado de Prince George (Maryland), 4 de febrero de 1981.
p. 45 Conversación de la madre con Hughes: Reconstruida del relato
aparecido en Reppetti.
p. 46 Robbie habla latín: Nicola, * Faherty* Otros informes indican que el
muchacho hablaba en arameo, pero los informes de los dos testigos
presenciales, Diario y Halloran, no lo mencionan. Hablar en una lengua
extranjera era una señal tradicional de posesión diabólica, y al principio
existía la tendencia a buscar esta señal. Halloran oyó a Robbie hablar latín
pero lo atribuyó a que el muchacho memorizaba el latín durante las plegarias
para el exorcismo. Sin embargo, la frase «O sacerdos Christi... » apareció en un
momento en que Robbie apenas había oído latín. Y la frase, que no se se da en
ninguna de las plegarias del exorcismo, implicaba un latín complejo. Para
pronunciarla, habría que poseer un conocimiento detallado de la lengua.
p. 46 Ritual romano: En todo el libro, todas las citas de plegarias
pertenecientes al exorcismo proceden del Ritual* que se utilizaba en la época.
Las plegarias han cambiado poco desde entonces y, como parte del abandono
del latín en la liturgia por parte de la iglesia, se rezan en la lengua vernácula.
p. 47 Notas biográficas sobre O'Boyle: Patrick Cardinal O'Boyle As His
Friends Know Him, reunido y editado por William S. Abell. Publicado de
manera privada, 1986.
p. 48 Relato de la designación de Hughes como exorcista: Reppetti.
p. 50 Antecedentes de la formación en demonología: Nicola.
p. 51 «Un sacerdote anciano, de pelo blanco y delgado»: Kelly. Ninguna
otra fuente menciona a un segundo exorcista, pero es posible que Hughes, un
ayudante de pastor joven y sin experiencia, evitara a su propio pastor y
buscara ayuda en un sacerdote más anciano.
p. 52 Hospital de Georgetown: No se me permitió examinar los registros
de ingresos. Pero una fuente sumamente fiable los examinó por mí y confirmó
que Robbie entró en el hospital bajo nombre supuesto. El Diario no menciona
el incidente del hospital, y las comunidades de jesuitas de las universidades
de Georgetown y de St. Louis entonces no sabían nada de ello.
p. 54 Ataque a Hughes: Reppetti, que saca su información directamente de
Hughes, minimiza el ataque. «En uno de los ataques —afirman las notas de
Reppetti—, el padre [nombre borrado] sujetaba la muñeca del muchacho pero
éste giró su mano lo suficiente para arañar al padre en el brazo de tal manera,
que no pudo levantarlo durante varias semanas y tenía que elevar la Hostia
[durante la misa] con una mano. »
El sacerdote evidentemente es Hughes, ya que en el Diario no se menciona
semejante incidente. El «arañazo» en Reppeti, que tan gravemente hirió a
Hughes, es descrito por Nicola* como una herida que precisó cien puntos; éste
también habla del muelle de colchón utilizado como arma. Bober, al contar su
recuerdo del relato de Hughes, también menciona la herida de cien puntos y el
muelle de colchón.

CAPITULO 4: Los arañazos decían St. Louis

p. 57 Rumores en el vecindario, traslado de la familia: Entrevistas con


los vecinos; relatos, basados en Bober, en The Sentinel del condado de Prince
George (Maryland), 4 de febrero de 1981 y 28 de octubre de 1983. Estos
relatos y otros sitúan a la familia «Mannheim» en Mount Rainier, Maryland.
Los bomberos voluntarios de Mount Rainier me dieron la dirección donde
estuvo la «casa del exorcista» hasta que los voluntarios la destruyeron
incendiándola. La dirección coincide con la dirección utilizada en el artículo
del Sentinel de 1983 y en un artículo del Washington Post del 6 de mayo de
1985. Los registros de las fincas rústicas indican que la propiedad fue
comprada en 1952 por un corredor de fincas en nombre de otra persona. El
propietario actual es desconocido, y permanece oculto en los registros
mediante el empleo del nombre de otro. Cuando el padre Bishop estaba
recopilando su «Estudio del caso», recibió de la familia una dirección que no es
la de la «casa del exorcista», sino otra que se encuentra a unos ochocientos
metros de distancia. La existencia de dos direcciones me llevó a deducir que la
familia se había trasladado a una casa próxima en febrero de 1949.
p. 58 «Estaban dispuestos a levantar la bandera blanca»: Halloran.
p. 59 Las palabras que aparecieron en el pecho del muchacho: «Estudio
del caso», Diario; Nicola; * Reppetti, Halloran, Bober, Hatfield, Mann, McGuire,
Nitka, O'Leary, Faherty*, Schulze. Ninguna de las fuentes está en completo
acuerdo acerca de la localización de las palabras o las fechas que aparecieron.
Yo he construido una secuencia basándome principalmente en «Estudio del
caso».
p. 59 Viaje a St. Louis, muerte de tía Harriet: «Estudio del caso», Diario.
Una necrológica de un periódico de St. Louis confirma la fecha de su muerte.
p. 61 Religión de Robbie y sus familiares: «Estudio del caso», Diario.
p. 61 Sesión de espiritismo en la mesa de la cocina: «Estudio del caso»,
Diario.
p. 63 Traslado a casa de otros parientes e incidentes allí: «Estudio del
caso», Diario.

CAPÍTULO 5: Una bendición sacerdotal

p. 67 Elizabeth habla con el padre Bishop: «Estudio del caso»; Diario;


Halloran. Faherty, * que habló con el padre Kenny, da un relato ligeramente
distinto, basado en lo que recordaba Kenny. Es posible que la familia hubiera
hablado con un ministro luterano en St. Louis y quizá éste habló con Kenny.
Pero yo me guié por el Diario y los relatos de Halloran.
p. 68 Descripciones de los jesuitas: Observaciones personales;
entrevistas con varios jesuitas; Harney; * McDonough*
p. 70 Antecedentes de la universidad de St. Louis: Reinert cita de
McDonough*
p. 73 Descripciones del padre Bishop: Halloran; registro de personal y
necrologías de la Compañía de Jesús.
p. 74 Campanas para levantarse...: McDonough*
p. 76 Bishop visita a la familia, obtiene información: Diario, Halloran.
p. 77 Exorcismo de Ignacio: El exorcismo es descrito en The Miracle of St.
Ignatius, una pintura de Pedro Pablo Rubens que se encuentra en el
Kunsthistorisches Museum de Viena.
p. 78 Exorcismo del lugar y tratado sobre el exorcismo: La cita procede
de Exorcism, editado por Dom Robert Petitpierre, O. S. B. (The Findings of a
Commission Convened by the Bishop of Exeter, 1972 [Los hallazgos de una
comisión convocada por el obispo de Exeter].)
p. 78 Del Rio: Disquisitionum Magicarum, según se cita en Gauld*
p. 78 Definición de 1906: A. Poulain, Des Grâes d'oraison. Traité de
théologie mystique, como se cita, traducido al inglés, en Oesterreich*
p. 79 Santa Margarita María: The New Catholic Encyclopedia; A History of
Private Life, Roger Chartier, ed. Vol. III (Cambridge: Belknap Press of Harvard
University Press, 1989).

CAPÍTULO 6: Las noches de los sacerdotes

p. 81 Citas y descripción en el dormitorio: Diario.


p. 82 Descripción del padre Bowdern: Halloran; Registro del personal y
necrologías de la Compañía de Jesús; Faherty. *
p. 82 Iglesia de San Francisco Javier: Observación personal y folleto
informativo de la iglesia.
p. 84 jesuita profesado: McDonough, * conversación con dos jesuitas.
p. 87 Reliquia de Javier: Conversaciones con jesuitas; The New Catholic
Encyclopedia. Información acerca de Canisio y los Mártires Norteamericanos,
la Encyclopedia y Harney*
p. 89 Sucesos producidos en la casa: Diario, Halloran.
p. 91 Nuestra Señora de Fátima: The New Catholic Encyclopedia.
p. 96 Caja metálica de tía Harriet: Diario. Como no he podido hablar con
ningún miembro de la familia, no sé nada más de la caja. Los registros del
Tribunal de Testamentarías de Misuri indican que no se verificó ningún
testamento, de modo que las pertenencias de tía Harriet debieron de repartirse
de manera informal entre la familia.
p. 98 Investigación de Bowdern. Halloran es la fuente de la cita «fue
directo a los libros». ¿Qué libros? Del Rio se encontraría en la biblioteca. La
ruta infestación-obsesión-posesión es bien conocida en las obras sobre
posesión, y Halloran recuerda haberlas conocido entonces.

CAPITULO 7: El arzobispo acepta el caso

pp. 101-102 Descripción de las posesiones de Loudun: Bowdern,


investigando en la biblioteca de la universidad de St. Louis, sin duda alguna
encontraría referencias a este famoso incidente. Soeur Jeanne des Anges,
Autobiographie d'une hystérique possédée, editado, con introducción y notas,
por Gabriel Legué y Gilíes de la Tourette, había sido publicado en 1886 y
estaría disponible, si no por su relato de las posesiones, sí por su fama
psiquiátrica. Del estudio de las posesiones de Gilíes de la Tourette derivó el
descubrimiento del desorden nervioso que lleva su nombre (véase página 271).
En 1926, se publicó en Francia una autobiografía de Surin, basada en sus
cartas, y Bowdern dispondría de ella.
p. 102 Advertencia contra la alegación de posesión: A. Poulain, S. J.,
escribiendo en The Graces of Interior Prayer, como lo cita Huxley. *
p. 104 Descripción de Surin de la posesión: Oesterreich. *
p. 105 Órdenes menores: Las órdenes menores de portero, exorcista y
subdiácono fueron abolidas por decreto papal en 1972, pero los sacerdotes
ordenados conservaron el poder de realizar exorcismos con permiso de un
obispo o arzobispo. Los legos recibían el derecho de tomar posesión del cargo
de lector y acólito.
p. 106 Panfleto sobre el caso de Iowa: El panfleto, «Begone Satán», fue
escrito en alemán y traducido por un monje benedictino. Halloran dice que
Bowdern leyó el caso y el panfleto era el único documento disponible.
p. 109 Nuevos sucesos en la casa: Diario.
p. 109 «Los que negaron... »: Halloran.
p. 110 Descripción de Ritter: «His Eminence Joseph Cardinal Ritter», St.
Louis Review, 1961; Faherty. *
p. 112 Referencias bíblicas: «león rugiente»: I Pedro 5: 8; «Pues me deleito
en la ley... »: Romanos 7: 22-25.
p. 112 Definición de posesión: Balducci [The Devil]. *
p. 114 «Ni hablar...: Halloran.

CAPÍTULO 8: «Yo te expulso»

p. 115 Decisión de Bowdern acerca del diario: La cita procede de una


carta de Bowdern a William Peter Blatty, autor de El exorcista y guionista de la
película del mismo título. Blatty cita la carta, con el nombre del escritor de la
carta borrado, en William Peter Blatty on the Exorcist from Novel to Film (Nueva
York, Bantam, 1974).
p. 117 Descripción de Halloran: Halloran.
p. 118 Citas y acciones: Todas las citas de los participantes a partir de
ahora son de Halloran, a menos que se indique otra cosa. Las citas en cursiva,
como de costumbre, son reconstrucciones de conversaciones, de Halloran y
otras fuentes. Las oraciones, en latín [y español], son del Ritual. Las
instrucciones dan al exorcista opciones acerca de la secuencia de las
plegarias. Por lo que Halloran me dijo, Bowdern siguió básicamente el Ritual.
Pero, a medida que pasaban las noches, sin duda varió las oraciones. Bishop
en el Diario raras veces anotó qué plegarias se rezaban. Todas las actividades
descritas proceden del Diario a menos que se cite otra cosa.
p. 123 Salmo cincuenta y tres: En la Versión del rey Jacobo de la Biblia,
se trata del Salmo 54. Las citas bíblicas del Ritual romano proceden de la
versión de Douai de la Biblia, utilizada por los católicos romanos hasta los
años sesenta.
p. 125 Arañazos y señales en el cuerpo de Robbie: Diario, Halloran,
Faherty, * Nicola, * Mann, McGuire, Nitka, Reppetti, Schulze.
p. 135 Salivazos: Diario, Halloran, Faherty, * Nicola, * Reppetti.
p. 138 Canciones de Robbie: Diario, Halloran.

CAPÍTULO 9: «¡Se va! ¡Se va!»

p. 139 Visión de Bowdern del exorcismo: La evaluación procede de


Halloran y de la carta que Bowdern escribió a Blatty. La observación referente
a que no hace «las cosas fáciles para sí mismo» procede de Faherty*
p. 140 Ayuno: Halloran.
p. 140 Referencia bíblica: Mateo 17: 20.

CAPÍTULO 10: La señal de la cruz

p. 149 Bowdern se prepara para la Misa: Liturgia católica romana de la


época.
p. 151 Bowdern sabía que él era la presa: Una creencia muy difundida, en
la literatura católica romana acerca de la posesión, es que el exorcista, no el
demoníaco, es el blanco del demonio. Los teólogos católicos modernos no
están de acuerdo con ello.
p. 152 Orinarse: Diario, Halloran, Nicola. * En este caso, al igual que en
otros, se dice que se producen cantidades prodigiosas de orina.
p. 157 Descripciones de los Hermanos Alejianos: Faherty, * Hatfield.
p. 159 Visita de Bubb: «Professor Bubb and the Paranormal», por John M.
McGuire, Sí. Louis Post-Dispatch, 9 de mayo de 1988. También, Halloran. Un
físico de la universidad de Washington confirmó el interés de Bubb por lo
paranormal.
p. 161 Oraciones rezadas por Robbie: La información acerca de la primera
confesión y la primera Comunión se basa en la información aparecida en The
Little Key of Heaven, un conjunto de plegarias para los niños católicos en edad
de realizar la primera comunión, publicado por Catholic Publications Press. El
librito era utilizado en todo Estados Unidos en los años treinta y cuarenta. Si
Robbie no utilizó éste, utilizó otro parecido.
p. 161 Descripción de Van Roo: McGuire, Halloran. Van Roo declinó ser
entrevistado para este libro.
p. 163 Oí esa risa salvaje, como de idiota: padre Lucius F. Cervantes, S.
J., citado en McGuire.

CAPÍTULO 11: Mensajes

p. 175 Escribir sobre la sábana: Diario. He citado exactamente del relato


que hace el Diario de este incidente, pero no he utilizado el nombre verdadero
del pariente femenino. No he podido enterarme de cuál era el parentesco de
«Dorothy Mannheim» con Robbie. El nombre verdadero no aparece en la
esquela que reseña los parientes más próximos de «tía Harriet».
p. 180 Información sobre el bautismo: Handbook of Christian Feasts and
Customs, de Francis X. Weiser, S. J. New York: Harcourt, Brace & World,
1952.
p. 184 Incidente camino de la iglesia y consecuencias: Diario, Nicola, *
Faherty, * Nitka.

CAPITULO 12: En busca de un lugar tranquilo

p. 195 Encanto diurno de Robbie: Diario.


p. 196 Cita del psiquiatra: Isaac.
p. 198 «Billy, Billy. Morirás esta noche»: Diario. No le sucedió nada al
joven primo.
p. 200 Sucesos en el tren: Diario, Halloran. Cita de Van Roo: McGuire.
p. 200 Bowdern conoce a Hughes: Diario. Reppetti menciona el encuentro
pero no existe ninguna indicación de que Hughes hablara a Bowdern del
ataque producido en el hospital de Georgetown. Halloran, que presenció gran
parte del exorcismo y fue instruido por Bowdern acerca del resto, no supo
nada del ataque hasta que yo le hablé de él. Parece probable que primero
Hughes y después Bowdern quisieran mantener en secreto el ataque para
proteger a Robbie e impedir que les fuera arrebatado de su cuidado y sometido
a tratamiento psiquiátrico.
p. 202 Fracaso en la búsqueda de un lugar para Robbie: Diario. No existe
mención alguna de la aparente indiferencia de O'Boyle ante el caso; yo la
deduje.
p. 205 H E L L y S P I T E: Diario, Cortés*
p. 205 «No me iré... »: Reppetti.
p. 205 Descripción de la cueva o foso: Reppetti, Diario.
p. 205 Al menos veinte arañazos: Diario.
p. 205 Un cuarto de litro de saliva: Esta viva apreciación sólo aparece en
Reppetti. Aunque el tema de la conferencia de Hughes en Georgetown era su
propia participación en el caso de Robbie, las notas del padre Reppetti
muestran que Hughes proporcionó detalles de los sucesos de St. Louis. Esta
información procedería de Bowdern, quien conoció a Hughes en Maryland, y
del informe eclesiástico archivado en la archidiócesis de Washington. Varias
fuentes hablan de este archivo, aunque se dice que el arzobispo O'Boyle
ordenó que no se efectuara ningún informe escrito sobre el caso. El padre
Joseph M. Moffitt, S. J., que asistió a la conferencia, me dijo que Hughes leyó
un documento de unas veinte páginas. Cosa curiosa, ésta es la extensión
estimada del informe eclesiástico de Bowdern al arzobispo Ritter. Creo que
Ritter envió una copia del informe de St. Louis a O'Boyle y que es este informe,
con una referencia tangencial a los sucesos de Maryland, lo que se encuentra
en los archivos secretos de la archidiócesis de Washington. Así, Washington
tendría un registro archivado del caso pero la orden de O'Boyle por la que se
prohibía un informe escrito seguiría siendo obedecida.
p. 206 Sostener la toalla como escudo protector: Cortés, * Reppetti,
Nitka.
p. 206 H E L L y C H R I S T en el pecho de Robbie: Diario.
p. 206 «Os mantendré despiertos...: Escribo en primera persona palabras
registradas en tercera persona en el Diario.
p. 207 Sucesos anteriores al regreso a St. Louis: Diario.
p. 208 Acciones del pastor de Hughes: Diario, Reppetti.
p. 209 El «conocimiento insondable» de las vidas de los sacerdotes:
Nicola, * Mann, Nitka; cita de Hughes, Reppetti. Halloran no lo confirma.
p. 210 Referencias a otros jesuitas: Registros del personal y necrologías
de los jesuitas.

CAPÍTULO 13: El demonio en el quinto piso

p. 213 Descripción del hospital: Faherty, * Hatfield.


p. 215 «Tenía un aspecto terrible... »: Los recuerdos del doctor Bowdern
se hallan en McGuire. Su hijo, el sobrino del padre Bowdern, Ned Bowdern,
confirmó la cita cuando hablé con él. Halloran no recuerda que Bowdern
hiciera un ayuno de pan y agua. Pero la familia cree que el padre Bowdern
hizo ese ayuno. Perdió peso de manera evidente. Yo creo que en secreto
decidió intensificar su ayuno a medida que transcurría el exorcismo.
p. 216 Descripción de los sucesos del hospital: Diario.
p. 218 Llamamiento a un pediatra: El hijo del pediatra recordaba el
incidente, y las citas reconstruidas están basadas en lo que él recordaba. El
hijo afirmó que no sabía que su padre había estado involucrado en el
exorcismo hasta que se estrenó la película El exorcista en 1973. El médico dijo
a su hijo que no quería ver la película porque no quería revivir la historia.
Entonces rompió su silencio, describió cómo se había visto metido en el caso y
habló de que había visto fenómenos, como objetos voladores, que no podía
explicar.
p. 220 ¿Qué te ha parecido esto, imbécil?: Halloran.
p. 221 Soy el diablo...: Pongo en primera persona palabras que en el Diario
están en tercera. La última cita «No permitiré», etc. está sacada directamente
del Diario.
p. 225 Viaje a la Casa Blanca: Halloran. Visité la Casa Blanca y recorrí el
camino de las estaciones del Vía Crucis. La información general acerca de la
Casa Blanca procedía de Matt Palmer, director de edificios e instalaciones, y
de literatura que me proporcionó. El padre Bowdern fue director del sanatorio
de Casa Blanca de 1956 a 1959.
p. 229 Incidentes en la habitación del hospital: Diario, Faherty, *
Hatfield.
p. 231 «Me duelen las piernas»: Halloran.
p. 233 Robbie oye Tre Ore: Diario.
p. 233 Estatua de San Miguel: Diario, Faherty. * La estatua se encuentra
en la actualidad en un pequeño museo situado en la casa central de los
Hermanos Alejianos en EE. UU. en Elk Grove Village, Illinois.
pp. 234-235 Incidentes con el padre Widman y los hermanos Theopane
y Emmet: Diario, Reppetti.
p. 238 Frío en la habitación, Bowdern con abrigo: Faherty, * Nitka.
Halloran no recuerda haber oído nada de que hacía frío. Pero el Miércoles
Santo fue el último día que se vio implicado directamente en el exorcismo. Tal
como lo cuenta, la mañana del Viernes Santo «el provincial se enteró de que yo
estaba involucrado en este asunto. Así que llamó a la universidad y dijo al
ministro [el jesuita encargado de la disciplina de los escolásticos] que dijera a
Halloran que me apartara. Y me apartaron. »
p. 238 Médico no en «estado de gracia»: Nicola. * Al ser preguntado sobre
este incidente, Halloran dijo que no lo recordaba. «Si sucedió cuando yo no
estaba presente —afirmó—, estoy seguro de que Bill [Bowdern] me lo habría
comentado. Bill tenía un gran sentido del humor. »
p. 239 «Quiero decir una palabra IMPORTANTE... »: Diario.
p. 240 Recuerdo de Van Roo: McGuire.
pp. 240-245 Incidentes en la habitación del hospital: Diario, Nitka,
Reppettie, Hatfield. Según el Diario, Robbie se quejó de que las medallas le
quemaban, pero, dice el diario, «no se le sacaron las medallas. El padre
Bowdern metió a la fuerza un pequeño crucifijo relicario en la mano de R
cuando éste se encontraba en estado de hechizo».
p. 244 Saliva «con extraordinaria precisión»... lengua como una
serpiente: Nitka, con el padre John G. O'Flaherty, S. J., casi con toda
seguridad testigo presencial. Halloran también atestigua la extraordinaria
precisión de Robbie, siempre con los ojos cerrados.
p. 244 Robbie habla con una voz clara, rica y profunda: Nitka, Reppetti,
Faherty. *
p. 245 Visión de Robbie: El Diario contiene un informe detallado de la
visión. Aparecen versiones de la visión, que varían en los detalles, en Reppetti,
Faherty, * Nicola, * Nitka. La fuente que se acerca más al Diario es Faherty, *
quien, como historiador de los alejianos, tuvo acceso a los mejores testigos de
los sucesos ocurridos en el hospital, y quizá tuvo acceso al diario. Halloran
señala que, técnicamente, una visión es una aparición que puede ser vista de
manera objetiva por otros; lo que Robbie tuvo fue un sueño o una visión
interior.
p. 246 Explosión como un disparo: Faherty. *

CAPÍTULO 14: El secreto desvelado

p. 249 Habitación cerrada con llave: Fuentes jesuitas y alejianas.


p. 249 Schulze se entera de la conversión: Reppetti.
p. 250 Conferencia de Schulze: Schulze, 1949.
p. 250 Filtración de la historia: El artículo de tres párrafos apareció en
primera página en The Catholic Register el 19 de agosto de 1949.
p. 251 Recuerdo de O'Leary: O'Leary.
p. 252 Información previa de Blatty: Blatty da su explicación en William
Peter Blatty on The Exorcist from Novel to Film (Nueva York, Bantam, 1974). En
el libro aparece una carta de un jesuita a Blatty, con el nombre del escritor
tachado. El que escribió la carta era Bowdern.
p. 254 Incidentes en el escenario de la película: Entrevista con
Bermingham.
p. 254 Halloran y Bowdern ven la película: Halloran.
p. 254 Exorcismos de Patzelt: Su necrológica, Los Angeles Times, 23 de
mayo de 1988.
p. 256 Risa de maníaco: Thomas J. Mullen, difunto sacerdote, que se
hallaba en el campamento en aquella época. Mullen fue citado en el St. Louis
Post-Dispatch.
p. 257 Hallazgo del diario en el viejo edificio: Halloran. Comprobé esta
historia a través de un abogado que tiene en su poder las páginas del diario
encontradas por el obrero. El abogado ha hablado con personas que están
implicadas en el descubrimiento y me hizo un informe escrito. Los detalles del
hallazgo están tomados de este informe. Información acerca de que los
muebles fueron a parar a un asilo de ancianos: «Tearing Down a Devil of a
Rumor», St. Louis Post-Dispatch, 12 de julio de 1988.
p. 258 Steubenville, Ohio, incidente: Faherty, * en una nota a pie de
página, mencionaba la correspondencia entre el obispo de Ohio y el arzobispo
Ritter. Otro sacerdote que ha visto correspondencia sobre el exorcismo
también conocía la petición de Ohio. Pero no pude encontrar ninguna otra
referencia a ello en el periódico de Steubenville o los archivos de la biblioteca.
p. 259 Conversión de los padres: Diario, que tiene una «Continuación» que
también indica una visita de Robbie y sus padres al Hospital de los Hermanos
Alejianos el 19 de agosto de 1951. «R, que ahora tiene 16 años, es un
agradable joven», señala el diario.
p. 259 Información sobre la vida de los jesuitas: Registros del personal y
necrológicas de los jesuitas.
p. 260 Información sobre el padre Hughes: Bober; Kelly: «The Priest
Behing The Exorcist», National Catholic Register, 5 de junio de 1983; entrevista
con ex alumno.
p. 262 Incendio de «La Casa del diablo»: Entrevistas con Robert J.
Creamer, ex miembro del Ayuntamiento de la ciudad, y con bomberos
voluntarios y vecinos que desean permanecer en el anonimato. Asimismo, el
Washington Post, 6 de mayo de 1985.
p. 265 Informe del examinador a Ritter: La información sobre esto
procedió de un jesuita que no tomó parte en el exorcismo pero que, debido a
obligaciones oficiales, está familiarizado con el caso y el informe a Ritter.
p. 266 Veredicto de Halloran sobre la posesión de Robbie: Halloran.
p. 267 Diferencia entre la antigua concepción de posesión demoníaca
y... enfermedad mental: Nicola en su disertación sobre posesión.
p. 268 Actitud judaica hacia la posesión: Lo hablé con dos rabinos, uno
ortodoxo y otro hasídico. Coincidían en que la posesión y el Dybbuk ya no
forman parte de las creencias judías. Esto lo confirma The Encyclopedia of
Judaism (Nueva York, Macmillan, 1989).
p. 268 Referencias bíblicas: «... deshacer la obra del diablo»: I Juan 3: 8;
«Mas si en virtud del Espíritu de Dios lanzo yo los demonios, es claro que el
reino de Dios llegó a vosotros»: Mateo 12: 28.
p. 269 Cortés no cree en la posesión y el exorcismo: Cortés* Varios
jesuitas con los que hablé sugirieron que leyera a Cortés. Después de hacerlo,
saqué la conclusión de que el consenso entre aquellos jesuitas era que tendían
a estar de acuerdo con la mayoría de sus conclusiones, y de que se trataba,
implícitamente, de una visión teológica moderna. Cortés tuvo acceso a
Reppetti, pero, por razones no explicadas en las notas que dieron origen a este
libro, sólo vio una parte del Diario. «Sin embargo, un amigo jesuita —dicen las
notas fuente de Cortés— ha leído todo el diario y me ha contado lo que
recuerda del resto y de una conversación que tuvo en 1949 con un sacerdote
que ayudó al exorcista. » Cortés también leyó un corto documento escrito por
un jesuita que al parecer asistió a la conferencia de Hughes con Reppetti.
«Consideramos como documentos más fidedignos —concluyó Cortés— los
escritos por los jesuitas. »
p. 271 Síndrome de Tourette: Rapoport. Véase también Arthur K. Shapiro
y Elaine Shapiro, American Journal of Psychotherapy (julio de 1982). Ellos
creen que el síndrome puede estar vinculado con exorcismos que analizaron y
que se remontan hasta 1489.
p. 271 Rapoport sobre las posibles causas: Rapoport: entrevista en el
National Institute of Mental Health, donde es jefe de la División de Psiquiatría
Infantil. Asimismo, su libro (véase Bibliografía). La definición de
escrupulosidad está sacada de New Catholic Encyclopedia.
p. 272 Nicola sobre la actitud de la Iglesia: Nicola.
p. 273 Cita de Thurston: Véase Bibliografía.
CITAS

Bober: Entrevista con el padre Frank Bober.


Halloran: Entrevistas con el padre Walter Halloran, S. J.
Hatfield: Scott Hatfield, «Ghostly True Tales Are Part of Haunted Hospital
Lore» [«Las historias verdaderas de fantasmas forman parte de la tradición del
hospital encantado»], Advance for Medical Technologists, 23 de octubre de
1989. Este relato del exorcismo realizado en el Hospital de los Hermanos
Alejianos me fue entregado, junto con Mann y Nitka, cuando pedí información
de los religiosos y legos de la orden alejiana. Así que supuse que las tres
fuentes se consideraban exactas. También me dieron Faherty, * otra fuente
considerada obviamente exacta. Se trata de un distinguido historiador jesuita.
Hendrick: Tom Hendrick, corresponsal de televisión, que produjo un
cortometraje acerca del exorcismo para la Fox Televisión. O'Leary dio la
descripción de la habitación del hospital en la película, la cual formaba parte
de una serie titulada Beyond the Senses. Bober y Nicola también aparecen en
la película y no contradicen la descripción de la habitación del hospital. La
película, de la cual Hendrick, amablemente, me dio una copia, fue emitida en
mayo de 1986.
Isaacs: T. Craig Isaacs, «The Possessive States Disorder: The differentiation
of involuntary spirit-possession from present diagnostic categories» [«El
desorden de los estados posesivos: La diferenciación de la posesión del
espíritu involuntaria y las actuales categorías de diagnóstico»], disertación,
Abstracts International, junio de 1986, Vol. 46 (12-B, Pt. 1) 4403.
Kelly: Winfield Kelly, que posteriormente se convirtió en Ejecutivo del
condado Prince George y Secretario de Estado de Maryland. Kelly conocía el
exorcismo por los chismes del vecindario y creía, en aquella época, que éste
era el motivo del aspecto enfermizo de Hughes.
McGuire: John M. McGuire, «The Exorcist Revisited» [«Regreso al exorcista»],
St. Louis Post-Dispatch, 17 de abril de 1988.
Mann: Mary Mann, «Setting the Exorcism Record Straight» [«Rectificación de
la historia del exorcismo»], South Side Journal, St. Louis, Misuri, 14 de marzo
de 1990. (El artículo apareció originalmente en el University of St. Louis News
y contiene varias citas de jesuitas que conocían el exorcismo.)
Nicola: Entrevistas con el padre John J. Nicola. Nicola evitó con gran
cuidado la discusión abierta conmigo de este caso específico. Pero, como he
señalado antes, se le cita en The Story Behind the Exorcist.
Nitka: Beth Nitka, «A Tale of Sound and Fury, Signifying Exorcism» [«Una
historia de ruido y furia, significado de un exorcismo»], St. Louis University
News, 24 de abril de 1981. Beth Nitka era estudiante cuando escribió esta
historia para el periódico estudiantil. Se ha convertido en un relato casi oficial
del exorcismo; fuentes tanto jesuitas como alejianas me entregaron una copia,
dando a entender que se trataba de un relato verdadero. Nitka no atribuye las
muchas citas que aparecen en la historia a nadie específico. «Todo era muy
secreto», me dijo. Más adelante, un jesuita me informó de que la fuente de
Nitka era el difunto padre John G. O'Flaherty, S. J., que se halló presente en
el exorcismo varios días. Sin desvelar su fuente, Nitka dijo que al final de su
entrevista había preguntado al sacerdote si creía en la posesión. «Lo único que
puedo decirle, jovencita —respondió él— es que será mejor que crea en el
diablo. »
O'Leary: Jeremiah O'Leary, «The Exorcist: Story That Almost Wasn't» [«El
exorcista: historia que casi no fue»], Star-News (Washington, D. C), 29 de
diciembre de 1973. O'Leary me dijo que obtuvo su relato de la escena de la
habitación del hospital de «segunda mano» por parte de un sacerdote con
quien habló en agosto de 1949.
Rapoport: Entrevista con Judith L. Rapoport, Doctor en Medicina, autora de
The Boy Who Couldn't Stop Washing (véase Bibliografía) y jefe de la División de
Psiquiatría Infantil del National Institute of Mental Health.
Reppetti: Notas tomadas por el padre William C. Reppetti, S. J., archivero
de la universidad de Georgetown, cuando el padre Hughes habló en esta
universidad el 10 de mayo de 1950. Según el padre Joseph M. Moffit, S. J.,
teólogo que invitó a Hughes a Georgetown, Hughes habló leyendo lo que
parecía un informe de una extensión de unas veinte páginas. Retuvo el
informe, pero Reppetti tomó notas mientras Hughes leía. El padre John J.
Nicola, que habló a Hughes del caso, dijo que el arzobispo Patrick A. O'Boyle,
de la archidiócesis de Washington, ordenó a Hughes que no anotara nada
referente al caso. Presumiblemente, esta orden no se extendía a un informe
eclesiástico que fue guardado en los archivos diocesanos. Hughes, también
presumiblemente, dio la conferencia leyendo ese informe.
Schulze: Entrevista con el reverendo Luther Miles Schulze en The
Enchatend Voyager (véase Bibliografía); el relato de Schulze, dado de forma
anónima, en el Evening Star (Washington, D. C.), el 10 de agosto de 1949;
Washington Post, 10 de agosto de 1949; Times-Herald (Washington, D. C), 11
de agosto de 1949. Lo que aparece en el relato que hizo Schulze de lo que
sucedió en su dormitorio es básicamente lo mismo que en todas las fuentes
aquí citadas.
BIBLIOGRAFÍA

Balducci, Corrado. The Devil. Traducido y adaptado por Jordán Aumann, O. P.


Nueva York, Alba House, 1990.
—, «Parapsychology and Diabolic Possession», International Journal of
Parapsychology, 8 (1966): 193-212.
Brian, Denis. The Enchanted Voyager. Nueva York, Prentice-Hall, 1982.
Cortés, Juan B., S. J., y Florence M. Gatti, LL. B. The Case Against
Possessions and Exorcisms. Nueva York, Vantage Press, 1975.
Faherty, William Barnaby, S. J. To Rest in Charity: A History of the Alexian
Brothers in Saint Louis (1869-1984), St. Louis, River City Publishers, 1984.
Faherty, que dedica cuatro páginas al exorcismo realizado en el Hospital
de los Hermanos Alejianos, habló con los padres Bowdern y Kenny y tuvo
cierto acceso a los archivos de la archidiócesis de St. Louis. El libro lleva el
imprimátur del vicario general de la archidiócesis de St. Louis. La
circulación del libro está controlada esencialmente por los alejianos, y su
información sobre el exorcismo no es muy conocida.
Gauld, Alan, y Cornell, A. D. Poltergeists. Londres, Routledge & Kegan Paul,
1979.
Harney, Martin P, S. J. The Jesuits in History. Boston, Boston College, 1941.
Huxley, Aldous. Los demonios de Loudun. Barcelona, Planeta, 1972.
McDonough, Peten Men Astutely Trained: A History of the Jesuits in the
American Century. Nueva York, Free Press, 1992.
Nicola, Rev. John J. Diabolical Possession and Exorcism. Rockford, Illinois,
TAN Books, 1974.
—, Is Solemn Public Exorcism a Viable Rite in the Modern Western World? A
Theological Response. Roma, Pontifical Gregorian University, 1975.
Oesterreich, T. K. Possession: Demoniacal & Other. Nueva York, University
Books, 1966. Possession, publicado por primera vez en 1921 en Alemania,
fue reeditado en inglés en 1930, con una traducción autorizada de D.
Ibberson. University Books lo volvió a publicar en 1966. El libro examina
con argumentos sólidos numerosos casos de posesión desde el punto de
vista psiquiátrico. No tiene rival en su análisis de la posesión como
fenómeno mundial.
Rapoport, Judith L., Doctor en Medicina. The Boy Who Couldn't Stop Washing.
Nueva York, Signet, edición de 1991.
Román Ritual (Rituale Romanum), 1614. Traducido y editado por el padre Philip
T. Weller, 1950. Se me permitió leer y fotocopiar páginas de esta edición en
la Woodstock Theological Library de la Universidad de Georgetown. Nicola
me aseguró que la sección de exorcismo de la edición de 1950 era
prácticamente la misma que cualquier edición que los sacerdotes
utilizaran en 1949. Las comparaciones de las plegarias del Diario y el
Ritual lo corroboran. No se efectuó ningún cambio sustancial en el Ritual
hasta después del Concilio Vaticano II, que terminó en 1965.
Thurston, Herbert, S. J. Ghosts and Poltergeists. Chicago, J. H. Crehan, 1954.
Esta obra, publicada por
EDICIONES GRIJALBO, S. A.
se terminó de imprimir en los talleres
de Hurope, S. A., de Barcelona
el día 23 de abril
de 1994

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