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A L L E N
Posesión
Historia real de un exorcismo
grijalbo
grupo grijalbo-mondadori
Título original
POSSESSED
Traducido de la edición de Doubleday a División of
Bantam Doubleday Dell Publishing Group, Inc.,
Nueva York, 1993
Diseño cubierta: Iborra & Asociados
© 1993, THOMAS B. ALLEN
© 1994, EDICIONES GRIJALBO, S. A.
Aragó, 385, Barcelona
Primera edición
ISBN: 84-253-2569-2
Depósito legal: B. 6. 379-1994
Impreso en Hurope, S. A., Recared, 2, Barcelona
A la memoria del padre William S. Bowdern, S. J.
AGRADECIMIENTOS
Deseo dar las gracias de manera especial al padre Walter Halloran, S. J.,
quien me proporcionó una ayuda extraordinaria en la investigación y
redacción de este libro. También leyó el manuscrito, una experiencia
desconcertante para mí puesto que era el primer escrito que sometía a un
jesuita desde mi época de instituto. El hermano del padre Halloran, Jack, y su
hermana Ann, monja de la comunidad dominica de Sinsinawa, me ofrecieron
su amistad e información general.
La hermana Ann recordaba haber conocido a un sacerdote que trabajaba
en una tesis acerca de la posesión. Esto me condujo hasta el padre John J.
Nicola, cuya tesis sobre la posesión diabólica es una aportación única a un
tema gravemente descuidado por los teólogos. El padre Nicola me proporcionó
una gran ayuda y consejo. Estoy en deuda con él en especial por sus
respuestas perspicaces a mis muchas preguntas referentes a su especialidad.
Realicé gran parte de mi investigación de la liturgia del exorcismo en la
Woodstock Theological Library de la universidad de Georgetown, cuyo director,
el padre Eugene Roone, S. J., y la servicial Nora O'Callaghan soportaron mi
ignorancia y me condujeron a lo que necesitaba. En la biblioteca fue donde
conocí a una leyenda de Georgetown y eminente historiador, el padre Joseph
Durkin, S. J., quien me ayudó en gran manera, al igual que Jon Reynolds, el
archivero de la universidad de Georgetown. El padre Alian Mitchell, S. J.,
teólogo de Georgetown, me acompañó por el recinto universitario y me dio mi
lección inicial de la teología y psicología de la posesión. El padre Joseph M.
Moffitt, S. J., fue otro teólogo de Georgetown que me ayudó. El padre Bernier,
archivero de la archidiócesis de Washington, encontró viejos recortes que yo
no pude encontrar en ninguna otra parte.
En la universidad de St. Louis, recibí ayuda y sugerencias, que fueron bien
recibidas, por parte del padre Francis X. Cleary, S. J., teólogo que enseña
acerca del mal, para que siguiera investigando. Jay Nils, del University News
de la universidad de St. Louis, me proporcionó números atrasados que
contenían un filón de información.
Lisa Feerick, escritora, compartió generosamente lo que sabía sobre la
filmación de la película El exorcista, igual que el padre Thomas Bermingham,
S. J. El doctor Richard Broughton, director de investigación del Institute of
Parapsychology de Durham, Carolina del Norte, me introdujo al elemento
parapsicología del caso y me proporcionó documentos que me ayudaron en
gran manera a reconstruir el papel del reverendo Schulze. De manera similar,
el padre Frank Bober me proporcionó información muy valiosa acerca de los
dos exorcismos realizados en «Robbie». Judy Folkenberg me guió hasta fuentes
psiquiátricas de las opiniones modernas acerca de la posesión.
Mi esposa, Scottie, que me ha ayudado con su amor y apoyo cada vez que
he escrito un libro, se hizo investigadora por mí en éste y me proporcionó
información y perspectivas indispensables.
Finalmente, doy las gracias a mis editores, Leslie Meredith y Tom Cahill,
por ver lo que al principio yo no veía. Este libro no habría podido escribirse sin
su fe. Fue tarea de Tom corregir el manuscrito inicial. Me hacía preguntas y
buscaba la claridad como sólo un profesional sabe hacerlo. A partir de ahora,
cuando alguien me pregunte qué hace un buen editor para ayudar a un autor
y un libro, le hablaré de Tom Cahill.
1
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Las citas en cursiva son reconstrucciones de los documentos (véase Fuentes). Las citas entre comillas
aparecen literalmente en los documentos o proceden de informes de testigos.
una prueba ideada para medir la exactitud y rapidez de los movimientos de su
mano.
Probablemente también le calibraron la salud mental mediante otras dos
pruebas básicas: asociación de palabras y respuestas a una serie de
ilustraciones. Se le debió de pedir que construyera una corta historia para
cada ilustración. Esta variación del test de Rorschach de la mancha de tinta
estaba considerada como una manera segura de valorar la salud de la
imaginación de una persona.
Una psiquiatra que ha estudiado las prácticas de aquella época especulaba
sobre qué clase de reconocimiento se le habría hecho a Robbie.
«No se le habrían hecho preguntas específicas —dijo—. Es dudoso, por
ejemplo, que un psicólogo de la clínica le hubiera preguntado cosas como:
"¿Cuánto tiempo hace que te sientes así?" Los que ejercían la higiene mental
en aquella época tendían a contentarse con la descripción que hacía el propio
paciente. »
Ella suponía que Robbie no habría dicho muchas cosas de lo que le había
estado sucediendo.
«Algunos pacientes —dijo— saben disfrazar los síntomas y guardan
secretos ante los extraños, en especial cuando sospechan que serían
internados en un hospital y separados de sus padres. »
El tratamiento psiquiátrico de la época era partidario del electroshock y la
insulina para la formas graves de enfermedad mental, clasificadas como
esquizofrenia o demencia precoz o lo que se describía vagamente como
depresión. Eran corrientes las lobotomías frontales. Se llevaban a cabo en
personas que actuaban con agresividad o mostraban síntomas de paranoia
extrema.
Lo más probable es que Robbie no fuera sometido a tratamiento porque
nadie podía imaginar lo que le estaba sucediendo. Pero el ministro luterano al
que recurrieron los Mannheim pronto elaboró su propia teoría.
El reverendo Luther Miles Schulze, de la cercana Trinity Lutheran Church,
habló con Robbie y sus padres y escuchó con cortesía lo que ellos le contaron
que había estado sucediendo en su hogar. Phyllis y Karl Mannheim dijeron a
Schulze que acudían a él porque estaban convencidos de que Robbie era
víctima de un espíritu maligno. Phyllis se preguntaba si podía ser tía Harriet.
Durante varias visitas que realizó a la casa, Schulze vio muebles que se
movían sin que aparentemente los empujara nadie. Vio platos que volaban y
contempló sacudirse la cama de Robbie. Schulze guardó para sí la opinión de
que Robbie de alguna manera causaba estos extraños sucesos. Se trataba de
trucos hábiles, no fenómenos místicos, pensó Schulze. Pero eran lo bastante
reales y aterradores como para amenazar el bienestar de una familia a la que
él admiraba y había prometido ayudar. Así que llamó a otro ministro luterano
y juntos planearon un enfoque religioso para resolver, o al menos tratar, el
problema de la familia. También tenía algo más en mente, algo que no tenía
nada que ver con la religión.
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EN POS DE UN POLTERGEIST
Abuela materna: católica practicante hasta los catorce años. Abuelo paterno:
bautizado católico pero no practicante. Padre: bautizado católico pero sin
formación y no practicante. Madre: bautizada luterana.
Me resulta casi imposible explicar qué me ocurre en esos momentos, cómo este
espíritu extraño está unido al mío, sin privarme de la consciencia o de la libertad
interior, y constituyendo, no obstante, un segundo «yo», como si tuviera dos almas.
(...) Me siento como si hubiera sido traspasado por las punzadas de la
desesperación en esa alma extraña que parece ser mía. (...) Incluso siento que los
gritos que salen de mi boca surgen de ambas almas a la vez; y me resulta difícil
determinar si son el producto de la alegría o del frenesí.
«YO TE EXPULSO»
El arzobispo Ritter dio una orden al padre Bowdern: debía prometer que
jamás hablaría de este exorcismo con nadie. Bowdern accedió de inmediato.
Pero, debido a que le había resultado «muy difícil encontrar literatura sobre
casos de posesión», decidió por sí mismo que el padre Bishop realizara «un
minucioso relato de los sucesos de cada día y noche anteriores, siendo una
razón el que nuestro diario será de gran utilidad para todo el que se halle en
una situación similar como exorcista en algún caso futuro».
A última hora de la tarde del miércoles 16 de marzo, Bowdern envió un
mensaje a Walter Halloran, un escolástico de veintiséis años que estudiaba en
la universidad de St. Louis para obtener su título de licenciado en historia.
Era jesuita desde hacía ocho años y conocía a Bowdern desde que fue a
Campion Jesuit High, donde Bowdern era rector. Con el transcurso de los
años, cuatro hermanos Halloran habían asistido a Campion, un aislado
internado en el que, como recordaba Walter Halloran: «Estábamos solos, los
jesuitas y los niños. Billy Bowdern dirigía una buena escuela. Era muy
profesional. Se limitaba a dar por sentado que estabas allí para aprender, y si
no era así, pasabas apuros. Tenías que ser un caballero cristiano».
Bowdern había sido uno de los modelos que habían inspirado a Halloran
para hacerse jesuita mientras asistía a Campion. Aunque Bowdern doblaba en
edad a Halloran, habían desarrollado una camaradería que, tras la ordenación
de Halloran cinco años después, se convirtió en amistad íntima.
«Walt —dijo Bowdern—, necesitaré que me acompañes en coche a un sitio
esta noche. ¿Podrás hacerlo?»
Halloran con frecuencia había llevado en coche a Bowdern a hacer recados
de la parroquia y a visitar enfermos y accedió a acompañarle aquella noche. Le
gustaba conducir para Bowdern, y, además, se esperaba que un escolástico
jesuita hiciera lo que le pedía un sacerdote jesuita.
Halloran dio la vuelta a la rectoría con el coche de la parroquia hacia las
nueve. Bowdern le dio la dirección. Halloran consultó un mapa y se dirigió
hacia el noroeste. Estaba concentrado en encontrar las señales de la calle y no
prestó mucha atención a lo que hablaban Bishop y Bowdern en voz baja.
Había observado que los dos sacerdotes llevaban sotana y sobrepelliz, y se
preguntaba qué clase de enfermo necesitaba dos sacerdotes con sobrepelliz.
Cuando Halloran detuvo el coche frente a la casa, Bowdern se inclinó sobre
el asiento delantero y dijo: «Ven con nosotros». Esta invitación sorprendió al
joven escolástico. Antes de que pudiera preguntar, Bowdern, de pie en la acera
ante el oscuro césped, dijo con calma a Halloran: «Voy a efectuar un
exorcismo. Quiero que sujetes al muchacho en caso de que sea necesario».
(Esto sugiere que Bowdern tal vez conocía el ataque sufrido por el padre
Hughes, aunque nunca lo mencionó a nadie, posiblemente para evitar
aprensiones.)
Halloran estaba perplejo. Sabía lo que era un exorcismo, pero sólo como
abstracción teológica, algo que sucedía en la Biblia, no en un suburbio de St.
Louis. Pero no era el momento de hacer preguntas. Bowdern y Bishop ya
subían la escalera del porche delantero. Halloran les siguió, sorprendido pero
no preocupado. Confiaba en Bowdern, pero se preguntaba qué había querido
decir con lo de sujetar al muchacho. Si las cosas se ponían feas, bien,
Halloran había jugado al fútbol y se encontraba en buena forma física.
Bowdern presentó a Halloran a Robbie, a sus padres, a sus tíos y a
Elizabeth, a quien Halloran reconoció vagamente de haberla visto en el recinto
universitario. Se reunieron en la sala de estar. Bowdern sonrió a Robbie y
empezó a hablar, fácilmente, con confianza, a veces directamente a Robbie y a
veces a los adultos. Dijo que iba a proporcionarle un nuevo tipo de ayuda.
Pidió a los que le escuchaban que le preguntaran lo que quisieran pero pocos
lo hicieron. Él les había calmado, preparado para algo de lo que no sabían
nada. «Se trata de oraciones especiales, oraciones especiales para una
situación como ésta —dijo al fin—. Y creo... creo que podríamos empezar. »
Robbie deseó buenas noches a todos, subió al piso de arriba y se preparó
para acostarse. Su madre esperó unos minutos y después subió al dormitorio
de Robbie. Cuando llegó al rellano de arriba, gritó a los de abajo: «Robbie está
preparado».
Bowdern subió solo y paso un rato con Robbie. Como Bishop informó más
tarde, Bowdern ayudó a Robbie «a examinar su conciencia y a hacer un acto
de contrición». No existen testigos de este encuentro entre el sacerdote y el
muchacho, pero puede imaginarse fácilmente. Robbie, sabes lo que es la
conciencia, ¿no? Y entonces Robbie, con su actitud educada y vacilante, debió
de examinar la palabra y decidir que no sabía su significado. Estaba
adormilado. Es lo que está dentro de ti, la parte de ti que te dice lo que está bien
y lo que está mal.
Bowdern aprovechó su experiencia como profesor y consejero de
adolescentes para sondear el corazón de Robbie, para ver si en el fondo de
todo aquello se hallaba algún truco consciente. Ahora, lo que me gustaría que
hicieras, Robbie, es mirar esa conciencia y asegurarte de que no quieres decirme
nada. Cualquier cosa que me digas, Robbie, quedará entre tú y yo. Prometí a
Dios hace mucho tiempo que jamás contaría a nadie los secretos que me
contaran a mí. Robbie tal vez mencionó un par de mentirijillas, algunas
ocasiones en que había replicado a su madre. No dijo nada que hiciera pensar
a Bowdern que se hallaba ante un muchacho con mala conciencia. Ahora voy
a pedirte que repitas después de mí lo que los católicos llaman un acto de
contrición. Lo que significa es que es una manera de decir a Dios que lamentas
lo que has hecho y que no volverás a hacerlo.
Bowdern empezó el acto de contrición, haciendo una pausa entre frase y
frase para que Robbie repitiera las palabras. «Perdóname, Padre, por haber
pecado. » Bowdern estaba convencido de que trataba con un niño que estaba
perturbado y no fingía esa perturbación. La tranquila sesión con Robbie no
mostró a Bowdern ninguna indicación de que el muchacho se hallara poseído.
Pero el sacerdote creía ahora que hacía bien realizando un exorcismo. Dijo a
Robbie que regresaría y llevaría con él a sus amigos.
En el piso de abajo, Bowdern se enfundó su almidonado sobrepelliz.
Bishop hizo lo mismo. Cada uno sacó una estola del bolsillo, la desenrolló, la
besó y se la colocó alrededor del cuello. Cada uno se puso el birrete. Halloran
llevaba el atuendo formal de los escolásticos: traje negro, cuello romano y
chaleco negro como camisa. Bowdern y Bishop llevaban cada uno un Ritual
romano, un libro de más de cuatrocientas páginas, con bordes dorados y
encuadernado en negro. Bowdern también llevaba una pequeña botella de
agua bendita.
Bowdern había estudiado con cuidado las veintiuna instrucciones
específicas del Manual. Le parecían lógicas, aunque quizá sonrió al leer la
advertencia de no «divagar con parloteo sin sentido». Esto no lo haría en
ninguna circunstancia. Otra instrucción sugería que llevara a Robbie a una
iglesia o a «algún lugar sagrado y respetable». Sin embargo, decidió no hacer
caso de esta sugerencia, pues creía que Robbie se sentiría más cómodo en un
ambiente conocido.
Bowdern aceptó el consejo de atenerse a las palabras del Ritual y no
intentar efectuar afirmaciones propias improvisadas. Aquél no era lugar para
homilías. Y no discutiría con los demonios ni intentaría regatear con ellos. «A
menudo —decía el Ritual—, dan respuestas engañosas y se hace difícil
entenderles, para que el exorcista se canse y abandone, o podría parecer que
la persona afectada ya no está poseída por el diablo. »
El Manual contenía un ritual de exorcismo para el lugar y un ritual para
las personas. Aunque el libro indicaba una secuencia específica de plegarías
para cada uno de los ritos, el exorcista disfrutaba de cierta libertad. A
diferencia de los sacramentos, para los que había fórmulas estrictas, las
decisiones acerca del rito del exorcismo dependían del exorcista, ya que sólo
él, en combate con los demonios, podía saber cuál era la mejor estrategia.
Las plegarias del exorcismo para las personas que estaban poseídas
incluían sugerencias de la lectura de los evangelios, salmos y otras plegarias.
Todas las lecturas eran en latín. Las tres principales plegarias del exorcismo
eran identificadas con las palabras en latín con que comenzaban: «Praecipio
[Yo ordeno]», una llamada al «espíritu impuro»; «Exorcizo te» [Yo te expulso]»;
Adjuro te [Yo te conjuro]».
La Iglesia contemplaba el exorcismo como una confrontación directa entre
Satanás y Cristo, a través del sacerdote, que convocaba el poder de Cristo
mediante las plegarias. El padre Bowdern había celebrado misa, había hecho
su confesión general con el padre Kenny y había pasado casi todo el día
orando. También había comenzado a ayunar, cosa que recomendaba el Ritual.
Bishop, como ayudante de Bowdern, probablemente hizo lo mismo que éste.
Bowdern se arregló la estola, hizo una seña con la cabeza a Bishop y
Halloran y empezó a subir la escalera.
Entraron en la habitación, Bowdern el primero. Detrás de ellos entraron la
madre de Robbie y sus tíos. Bowdern hizo la señal de la cruz y roció la cama
con agua bendita. Después, se arrodilló a un lado de la cama. Bishop se
arrodilló al otro lado. Los miembros de la familia se arrodillaron junto a los
sacerdotes. Halloran no sabía qué hacer. Bowdern le hizo una seña para que
se arrodillara a los pies de la cama. Los ojos de Halloran quedaban al nivel del
colchón. Miraba a Robbie a través de los barrotes de metal.
Bowdern les guió en una serie de plegarias de fe, esperanza, amor y
contrición. Robbie, tumbado en la cama, se unió a ellos. Luego, Bowdern
comenzó la Letanía de los Santos: «Kyrie, eleison [Señor, ten piedad de
nosotros]».
Bishop y Halloran respondieron: «Christe, eleison [Cristo, ten piedad de
nosotros». Y comenzó el ritmo: invocación realizada por Bowdern, respuesta de
Bishop y Halloran:
«Christe, audi nos [Cristo, óyenos]. »
«Christe, exaudi nos [Cristo, escúchanos]. »
«Sancta Maria, ora pro nobis [Santa María, ruega por nosotros]. »
«Ora pro nobis [Ruega por nosotros. ]»
«Sancta Virgo virginum [Santa Virgen de las vírgenes]. »
«Ora pro nobis. »
«Sancte Michael. »
«Ora pro nobis. »
«Sancte Gabriel. »
El colchón empezó a moverse. Halloran lo vio subir y bajar ante sus ojos.
Volvió la cabeza, desviando su mirada desorbitada a Bowdern.
«No pasa nada, Walt —dijo Bowdern en voz baja—. Sigue rezando. » Y
reanudó la letanía, invocando a los santos con voz cada vez más fuerte.
Estaban agrupados por tipos. Primero iban Miguel, Gabriel, Rafael: los
arcángeles, los únicos ángeles con nombre. Después, todos los santos
inocentes y las vírgenes; luego las santas viudas y los mártires, los santos
sacerdotes, los monjes y eremitas, los fundadores de órdenes religiosas:
Antonio, Benedicto, Bernardo, Domingo, Francisco e Ignacio. La letanía
producía una imagen de falanges de santos que acudían en ayuda del
muchacho, quien, con los ojos cerrados, permanecía tumbado sobre el colchón
que parecía moverse al ritmo de la letanía.
Luego, la letanía pasó de un recital de nombres a ruegos a Dios:
«Ab omni malo, libera nos, Domine [Líbranos, Señor, de todo mal]. »
«Ab omni peccato [De todo pecado]. »
Proseguía en latín. Robbie escuchaba el zumbido de las palabras que
sonaban como si procedieran de otro mundo, otra época. Él no conocía el
significado, pero percibía su consuelo y la manera en que le rodeaban, le
envolvían en la habitación.
El latín prosiguió. Las extrañas palabras significaban:
«Líbranos, oh, Señor. »
«De Tu ira. »
«Líbranos, oh, Señor. »
«De la muerte repentina e inesperada. »
«Líbranos, oh, Señor. »
«De las garras del diablo. »
«Líbranos, oh, Señor. »
«De la ira, el odio y todo mal. »
«Líbranos, oh, Señor. »
«Del espíritu de la fornicación. »
«Líbranos, oh, Señor. »
«Del rayo y la tempestad. »
«Líbranos, oh, Señor. »
«De la furia de los terremotos. »
«Líbranos, oh, Señor. »
«De la peste, el hambre y la guerra. »
«Líbranos, oh, Señor. »
«De la muerte eterna. »
«Líbranos, oh, Señor. »
La letanía latina pasó entonces a los artículos de la fe católica, desde el
misterio de la encarnación de Cristo hasta el día del juicio final. Robbie
percibió un cambio en las palabras. El sacerdote que conducía esta larga
plegaria ahora recitaba frases más largas. Y el otro sacerdote y el joven vestido
de negro no decían siempre lo mismo.
«... Ut inimicos sanctae Ecclesiae humiliare digneris [Dígnate humillar a los
enemigos de la Santa Iglesia. ]»
« Te rogamus, audi nos [Te rogamos que nos escuches]. »
«... Ut omnibus benefactoribus nostris sempiterna bona retribuas [Otorga
bendiciones eternas a todos nuestros benefactores]. »
«Te rogamus, audi nos. »
«Ut animas nostras, fratrum propinquorum et benefactorum nostrorum ab
aeterna damnatione eripias [Para que libres nuestras almas y las de nuestros
hermanos benefactores y deudos de la muerte eterna]. »
Y entonces volvieron al principio, a las palabras que iniciaban la letanía:
«Kyrie, eleison. »
« Christe, eleison. »
«Kyrie, eleison. »
Bowdern hizo una pausa, volvió una página y entonó más latín. «Ne
reminiscaris. » Decía: «Olvida, oh, Señor, nuestras ofensas y las de nuestros
padres: no nos castigues por nuestros pecados». Luego, en susurrros,
Bowdern empezó el Padre Nuestro. «Pater noster... » Alzó la voz casi al final:
Et ne nos inducas in tentationem [Y no nos dejes caer en la tentación]. »
Y Bishop y Halloran respondieron: «Sed libera nos a malo [Mas líbranos del
mal]».
Aunque Robbie, su madre y sus tíos no conocían las palabras en latín,
conocían el final del Padre Nuestro, y allí estaba, el punto principal de todo
aquel asunto: líbranos del mal.
Bowdern hizo otra pausa y todos se movieron, arrodillados. Aquello se
estaba haciendo terriblemente largo. El colchón seguía sacudiéndose. La
noche anterior, recordó Phyllis Mannheim, las sacudidas se habían producido
durante dos horas. Se preguntó por qué todas aquellas plegarias no habían
hecho detener el colchón.
Bowdern comenzó el Salmo Cincuenta y tres, también en latín. Decía:
«Sálvame, oh Dios, por Tu nombre, y apoya mi causa por Tu poder. Oh,
Dios, escucha mi plegaria; presta oídos a las palabras que pronuncia mi boca.
Pues hombres orgullosos se han alzado contra mí, y hombres violentos han
buscado mi vida. (...) De buena gana me sacrificaré a Ti. Alabaré Tu nombre,
oh, Señor, pues es bueno. En toda necesidad Él me ha ayudado, y mis ojos
han visto la confusión de mi enemigo. Gloria al Padre, al Hijo y al Espíritu
Santo, como fue en el principio, es ahora y será por los siglos de los siglos.
Amén. Protege a tu siervo... »
De pronto, la voz de Bishop intervino. «Deus meus, sperantem in te [Que
confía en Ti, mi Señor]. »
El ritmo cambió y Bowdern y Bishop, que leían sendos ejemplares del
Ritual, comenzaron a hablar alternativamente: «Esto ei, Domine, turris
fortitudinis», dijo Bowdern. Bishop respondió en latín, y lo que decían era:
«Sé para él, oh Señor, una fortaleza de fuerza. »
«Frente al enemigo. »
«Que el enemigo no tenga poder sobre él. »
«Y el hijo del mal no haga nada para dañarle. »
«Envíale, Señor, ayuda desde las alturas. »
«Y desde Sión protégele. »
«Oh Señor, escucha mi plegaria. »
«Y permite que mi grito llegue a Ti. »
«El Señor sea contigo. »
«Y con tu espíritu. »
Bowdern volvió a hacer una pausa. Ahora hablaba despacio, y en sus
palabras en latín se percibía una sensación de potencia y significado. En este
preludio a las palabras reales del exorcismo, estableció dos puntos teológicos:
la existencia de Satanás, el ángel caído, con su legión de seguidores; y la
venida de Jesús, el Redentor e Hijo de Dios, para liberar al mundo de las
garras de Satanás. Bowdern dijo en latín:
«Oh Señor, Cuya naturaleza muestra siempre misericordia y perdona,
recibe nuestra petición, que éste Tu siervo, limitado por las trabas del pecado,
pueda por Tu dulce misericordia ser perdonado.
»Oh Señor, Padre omnipotente, Dios eterno y Padre de nuestro Señor
Jesucristo, que en otro tiempo arrojaste a ese fugitivo y tirano caído al fuego
eterno del infierno, que enviaste a Tu único hijo al mundo para aplastar el
espíritu del mal con sus bramidos, presta atención y apresúrate a arrebatar de
la ruina y del demonio a un ser humano, creado a Tu imagen y semejanza.
»Produce terror, oh Señor, en la bestia que hace estéril Tu viña. Concede
confianza a Tus siervos para luchar contra el réprobo dragón, para que no ose
despreciar a quienes pusieron su confianza en Ti, y para que no diga como el
faraón que una vez declaró: "No conozco a Dios, y tampoco dejaré marchar a
Israel".
»Permite que Tu poderosa mano derecha le induzca a salir de Tu siervo,
Robert. —Aquí el padre Bowdern hizo la señal de la cruz sobre Robbie. El
colchón había dejado de moverse. Robbie miraba fijamente la luz del techo.
Aferraba con fuerza el cubrecama—. Para que no siga cautivo, él, que Te ha
complacido hacerle a tu imagen y redimirlo a través de Tu Hijo. —Bowdern
alzó la voz—. Tú que vives y reinas en la unidad del Espíritu Santo, Dios, por
los siglos de los siglos.»
Bishop contestó con firmeza: «Amén».
Bowdern se puso en pie y se acercó a la cama.
«PRAECIPIO TIBI! —gritó—. YO TE LO ORDENO. »
Robbie gritó.
Bowdern prosiguió, en atronante latín: «Praecipio tibi, quicumque es,
spiritus immunde, et omnibus sociis tuis. »
«Yo te ordeno, espíritu impuro, seas quien seas, junto con todos sus
asociados que han tomado posesión de este siervo de Dios, que, por los
misterios de la Encarnación, Pasión, Resurrección y Ascensión de nuestro
Señor Jesucristo. »
Robbie volvió a gritar. Su madre se puso en pie, pero algo le sujetó la
espalda. El grito era un grito de dolor, no de miedo. Robbie se agitó y apartó el
cubrecama y las mantas. Llevaba la chaqueta del pijama desabrochada. Sobre
el estómago tenía tres largos verdugones rojos.
«... por el descenso del Espíritu Santo, por la venida de nuestro Señor... »
Robbie se agitó y volvió a gritar. Ante la siguiente mención de Dominus
aparecieron nuevos verdugones sobre su estómago, y la habitación se llenó de
un nuevo ritmo: cada Dominus (Señor) o Deus (Dios) parecía producir nuevos
verdugones y arañazos. Era como si algo en el fondo de Robbie intentara
abrirse paso a cortes. El muchacho se quitó el pijama y siguieron apareciendo
arañazos, guarneciendo su cuerpo con largas líneas ensangrentadas.
«... hacia el juicio, me dirás mediante alguna señal tu nombre y el día y la
hora de tu partida. »
«Te ordeno, además, que me obedezcas al pie de la letra, a mí, que, aunque
indigno, soy un ministro de Dios. »
Deus! Más arañazos. (Bishop los describió con precisión como «marcas
levantadas sobre la superficie de la piel, similares a un grabado».)
«... tampoco te atreverás a dañar de ningún modo a esta criatura de Dios. »
Deus! Ahora, aparecieron pequeñas líneas de reluciente sangre en las
piernas de Robbie, en sus muslos, estómago y espalda. El muchacho se
retorció de dolor. Un arañazo le cruzó en zigzag la garganta. Brotaron señales
rojas en su rostro, contraído por el dolor.
Bowdern apenas levantaba la vista de las páginas del Ritual. Volvió a
comenzar la plegaria del exorcismo. «Praecipio tibi, quicumque es, spiritus
immunde... »
Ahora algo se rizó en la pierna derecha de Robbie. Mientras Bowdern volvía
a ordenar al demonio que se identificara, rojos verdugones formaron una
imagen en la pierna. Era, dijeron los testigos posteriormente, una imagen del
diablo. «Tenía los brazos sobre su cabeza —anotó Bishop— y parecían estar
soldados, dando la espantosa impresión de ser un murciélago. »
Bowdern siguió leyendo:
«Yo, que soy un ministro de Dios. »
Deus! En el pecho de Robbie aparecieron las letras H E L L [infierno] con
unas marcas que tenían el aspecto y el tacto de arañazos producidos por
espinas. La palabra estaba dispuesta de tal modo que quedaba de cara a él,
como una palabra escrita en una hoja de papel, cuando el muchacho,
gritando, se miró el pecho. Había sangre suficiente para que Bishop la secara
con su pañuelo.
«... dicas mihi nomen tuum, diem, et horam exitus tui, cum aliquo signo
[Dime mediante alguna señal tu nombre y el día y la hora de tu partida]. »
En aquel momento llegó lo que pareció la señal: sobre el estómago de
Robbie aparecieron las letras GO [marchar]. En la pierna derecha le salieron
unas señales que parecían una X marcada con hierro candente. Bishop se
preguntó si aquello significaba que el diablo se marcharía a las diez de la
mañana siguiente. ¿O significaba que el diablo se quedaría otros diez días? GO
se hallaba sobre la parte inferior del abdomen de Robbie, con lo que parecía
una tercera letra directamente sobre su escaso vello púbico. Quizá eso
significaba que el diablo se marcharía a través de la orina o los excrementos,
pensó Bishop. Era una manera tradicional de salir, según los relatos
medievales del exorcismo.
Robbie se relajó y pareció quedarse dormido. Bishop contó metódicamente
las señales que había en el cuerpo del muchacho. Perdió la cuenta después de
contar veinticinco porque algunas formaban grupos de arañazos y verdugones.
Bowdern podía elegir entre varias plegarias tranquilizantes entre el primer
Praecipio, que había repetido, y la siguiente plegaria furiosa de exorcismo.
Entre las plegarias que ahora leyó en voz alta se encontraba una a san Miguel
el arcángel, reverenciado por los cristianos, desde al menos el siglo cuarto,
como ángel guerrero que triunfó sobre Lucifer.
«Princeps gloriosissime caelestis militiae, sancte Michaele Archangele.
»Oh ilustrísimo príncipe de las hordas celestiales, san Miguel arcángel,
desde tu trono celestial defiéndenos en la batalla contra los príncipes y
poderes, contra los que gobiernan la oscuridad de este mundo. Ven en ayuda
de la humanidad, a la que Dios ha creado a Su imagen y semejanza y a la que
ha arrebatado a un gran precio de la tiranía de Satanás. (...) Intercede por
nosotros ante el Dios de la paz, que Él aplaste a Satanás bajo nuestros pies.
(...) Sujeta al dragón, la antigua serpiente, no otra cosa más que el demonio,
Satanás, y arrójale al abismo para que nunca más pueda seducir al hombre.
»En el nombre de Jesucristo, Nuestro Señor y Dios... »
Robbie se agitó dormido. Tenía los ojos cerrados con fuerza y murmuraba
algo; luego, empezó a dar puñetazos al cabezal de la cama. Agarró la almohada
y la golpeó varias veces.
Phyllis Mannheim, hecha un ovillo en un rincón de la habitación, no podía
dar crédito a sus ojos. Nunca antes, dijo más tarde a Bishop, había visto a
Robbie volverse violento. Allí, al igual que en el Georgetown Hospital, el rito del
exorcismo pareció desatar explosiones de furia por parte de Robbie.
Bowdern se inclinó sobre el violento cuerpo y lo roció con agua bendita.
Robbie despertó sobresaltado. Bishop le tomó el pulso. Era normal. Los
sacerdotes le preguntaron qué había soñado.
Dijo que estaba peleando con un enorme diablo rojo. Tenía un tacto
viscoso y era extremadamente fuerte. El diablo peleaba para impedir que
Robbie pasara a través de unas rejas de hierro situadas en lo alto de un foso
de unos sesenta metros de profundidad y que estaba muy caliente. Había
otros diablos inferiores a su alrededor. Pero el oponente de Robbie era un
corpulento diablo rojo, y Robbie había empezado a sentirse tan fuerte que
había creído que podría vencer al diablo.
Bowdern y Bishop se miraron. Aunque Robbie no podía haber comprendido
las palabras en latín de la oración a Miguel, parecía que en su sueño había
interpretado el mensaje. Bowdern decidió reanudar el exorcismo, iniciando
ahora la plegaria más poderosa.
«Exorcizo te, immundissime spiritus, omnis incursio adversarii, omne
phantasma, omnis legio [Yo te expulso, espíritu impuro, junto con la más
mínima invasión del perverso enemigo y todos los fantasmas y legión
diabólica].
«In nomine Domini nostri Jesu Christi [En el nombre de nuestro Señor
Jesucristo]... »
Bowdern se inclinó tanto sobre Robbie que pudo verle los ojos que se
movían bajo los párpados cerrados con fuerza. Hizo la señal de la cruz sobre
Robbie, que respiraba profundamente. Sus brazos empezaron a moverse con
rapidez. Parecía estar peleando otra vez en el borde del foso.
Sin dejar de inclinarse sobre el muchacho, Bowdern, con voz ronca pero
autoritaria, dijo: «Eradicare, et effugare ab hoc plasmate Dei [Márchate y
desaparece de esta criatura de Dios]». Bowdern volvió a hacer la señal de la
cruz sobre Robbie y siguió hablando: «Ipse tibi imperat, qui te de supernis
caelorum in inferiora terrae demergi praecepit [Pues es Él Quien te lo ordena, Él
Quien te arrojó desde las alturas del cielo al más bajo de los fosos de la
tierra]».
La plegaria prosiguió mientras Robbie seguía dando golpes a la cama.
«Él es Quien te lo ordena, el que en otro tiempo ordenó que el mar y el
viento y la tormenta le obedecieran. ¡Así que, presta atención, Satanás, y
tiembla, tú, enemigo de la fe, tú, enemigo de la raza humana! ¡Pues tú eres el
que trae la muerte y roba la vida; tú eres el evasor de la justicia y la raíz de
todo el mal, el que fomenta el vicio, el seductor de los hombres, el traidor de
las naciones, el instigador de la envidia, la fuente de la avaricia, el origen de la
discordia, el que excita las penas!
»¿Por qué esperas y resistes, cuando sabes que Cristo el Señor... » Al oír
Christum Dominum, Robbie golpeó con más violencia. Bowdern hizo una seña
a Halloran para que se acercara a la cama y sujetara a Robbie. Halloran,
robusto atleta, no podía sujetar los cuarenta y tres kilos del muchacho. El tío
de Robbie le agarraba un hombro mientras Halloran le sujetaba el otro. Robbie
les gritó, exigiendo que le soltaran. Forcejeó con ellos.
Bowdern siguió el monótono rezo. «... Christum Dominum vias tuas perdere?
[que Cristo el Señor hará malograr tus planes]?»
Más palabras, más forcejeo; luego, cuando Bowdern dijo: «Recede ergo in
nomine Patris, movió el pulgar derecho sobre la frente de Robbie, formando la
señal de la cruz tres veces: una para Dios Padre, otra para Dios Hijo, y otra
para Dios Espíritu Santo. «Por tanto, vete en nombre del Padre, y del Hijo y del
Espíritu Santo. Deja paso a Dios Espíritu Santo a través de esta señal de la
santa cruz de nuestro Señor Jesucristo, que vivió y reinó con el Padre y el
Espíritu Santo, Dios, por los siglos de los siglos. »
Bishop, en un susurro, dijo: «Amén».
«Domine, exaudi orationem meam», entonó Bowdern en tono cansado. «Oh
Señor, escucha mi plegaria. »
«Et clamor meus ad te veniat», respondió Bishop. «Y déjame clamar ante Ti. »
«Dominus vobiscum», dijo Bowdern. «El Señor esté contigo. »
«Et cum spiritu tuo», respondió Bishop. «Y con tu espíritu. »
Bowdern respiró hondo y prosiguió: «Oremus [Oremos]». Y comenzó otra
plegaria. Siguió hablando en latín. Lo que decía era:
«Oh Dios, Creador y Defensor de la raza humana, que creaste al hombre a
Tu imagen, mira con piedad a este Tu siervo, Robert, pues ha caído presa de
la astucia de un espíritu perverso. El antiguo adversario, el archienemigo de la
tierra, le envuelve con estremecedor miedo. Confunde sus facultades
mentales; le tiene desconcertado haciéndole sentir miedo; le mantiene en un
estado de perturbación y le produce terror en su interior. »
Bowdern levantó la vista del libro para mirar al muchacho, en él eran
manifiestas las palabras de la plegaria. Robbie agitaba los brazos, giraba la
cabeza y, con los ojos cerrados, escupió a Halloran en la cara, se volvió y
escupió a la cara de su tío. Se liberó de un brazo —como había logrado hacer
en el Georgetown Hospital— y golpeó a los hombres que intentaban sujetarle.
Ellos volvieron a agarrarle el brazo y le inmovilizaron.
«Expulsa, oh Señor, el poder del diablo, y destierra sus artificios y fraudes.
Permite que el perverso tentador marche lejos. Por la señal —Bowdern formó
una cruz en la frente de Robbie y éste escupió al sacerdote en la cara— de Tu
nombre permite que Tu siervo sea protegido en cuerpo y alma. »
Llevándose la mano izquierda a la cara a modo de escudo protector,
Bowdern hizo tres cruces sobre la palabra H E L L que Robbie tenía escrita en
el pecho mientras pronunciaba: «Protege su razón, gobierna sus emociones,
trae alegría a su corazón».
Bowdern se puso en pie y retrocedió, prosiguiendo: «Que se desvanezcan de
su alma las tentaciones del poderoso adversario. Oh Señor, invocamos Tu
santo nombre para que concedas que el espíritu maligno, que hasta ahora nos
ha aterrorizado, pueda ahora salir aterrorizado él y pueda partir vencido. Que
este siervo Tuyo te ofrezca con el corazón firme y la mente sincera el mérito
que mereces.
»A través de Jesucristo —más salivazos, más forcejeo— Tu Hijo, nuestro
Señor, que vivió y reinó contigo en la unidad del Espíritu Santo, Dios por los
siglos de los siglos. »
Bishop murmuró: «Amén».
Era ya más de medianoche. Todos excepto Robbie estaban agotados.
Bowdern en particular estaba exhausto. Pero su voz no vaciló. Había otras dos
largas plegarias. Quizá si no vacilaba, quizá si presionaba, el demonio se
marcharía. Quizá no sería como en Loudun, donde prosiguió durante días,
durante semanas, durante meses.
Reunió fuerzas, casi de una manera bíblica. Estaba emergiendo de su
fatiga, sintiendo un nuevo poder. Habló ahora en lo que creía era su voz más
poderosa: «ADJURO TE!». Y lo que dijo fue:
«Yo te conjuro, antigua serpiente, por el Juez de los vivos y los muertos,
por tu propio Creador, por el Creador del mundo, por Él que tiene el poder de
arrojarte al infierno, a que partas raudo y tembloroso, junto con tus delirantes
seguidores, de este siervo de Dios, Robert, que busca refugio en el seno de la
Iglesia. Yo te conjuro una vez más —otra cruz en la frente— no por mi propia
debilidad sino por el poder del Espíritu Santo, a que salgas de este siervo de
Dios, Robert, a quien el Todopoderoso ha hecho a Su imagen.
»¡ Ríndete, por tanto, ríndete no a mí sino al ministro de Cristo! Pues es el
poder de Cristo lo que te obliga, que te sometió a Su cruz. Tiembla ante Su
brazo, pues es Él quien silenció los quejidos del infierno y dio luz a las almas.
Teme al cuerpo del hombre —una cruz sobre la palabra H E L L del pecho de
Robbie—, teme a la imagen de Dios —una cruz trazada sobre la frente—. No te
resistas, ni aplaces tu salida de esta persona, pues ha complacido a Cristo
morar en el hombre.
»No desprecies mi orden, porque reconoces en mí a un pobre pecador. Es el
propio Dios quien te lo ordena. » Insertando una cruz (+) antes de una palabra
en particular, el Ritual indicaba cada vez que el exorcista tenía que hacer la
señal de la cruz. En la + (cruz) que había junto a «te», Bowdern deslizaba su
mano firme en el aire. Los salivazos le resbalaban por la cara y le caían en la
mano. Ahora, con cada evocación, hacía la señal de la cruz en el aire, entre los
gritos, la respiración y el llanto de la madre de Robbie, y la saliva, cantidades
increíbles de saliva.
Una y otra vez, la mano derecha de Bowdern cortaba el aire mientras
recitaba en latín: «¡La majestad de Cristo + te ordena! ¡Dios el Padre + te
ordena! ¡La fe de los santos apóstoles Pedro y Pablo y los otros santos + te
ordena! ¡La sangre de los mártires + te ordena! ¡La constancia de los
confesores + te ordena! ¡La devota intercesión de todos los hombres y mujeres
santos + te ordena! ¡El poder de los misterios de la fe cristiana + te ordena!
«Sal, transgresor, sal, seductor lleno de mentira y perfidia, horrible
criatura, deja paso, monstruo, deja paso a Cristo, en quien no has encontrado
nada de tus obras. Pues él te ha despojado de tu poder y ha devastado tu
reino; Él te ha vencido y te ha encadenado, y ha destrozado tus materiales de
guerra. Él te ha arrojado a la oscuridad exterior, donde la perdición se está
preparando para ti y tus cómplices.
»Pero ¿con qué propósito resistes en tu insolencia? ¿Con qué fin
descaradamente te niegas? Eres culpable ante Dios Omnipotente, cuyas leyes
has transgredido. Eres culpable ante Su Hijo, nuestro Señor Jesucristo, a
quien quisiste tentar, a quien te atreviste a clavar en la cruz. Eres culpable
ante la raza humana, pues mediante tus halagos le ofreciste la copa
envenenada de la muerte.
»Yo te conjuro, por tanto, a ti, dragón libertino, en el nombre del
inmaculado + Cordero, que caminó sobre el áspid y el basilisco y anduvo
debajo del león y el dragón, sal de este hombre —Bowdern hizo una cruz en la
frente de Robbie—, sal de la Iglesia de Dios —Bowdern se volvió y bendijo a los
presentes en la habitación—. Estremécete y vete lejos, mientras invocamos el
nombre del Señor, ante el cual el infierno tiembla, a quien están sometidas las
celestiales Virtudes y los Poderes y las Dominaciones, a quien los Querubines
y Serafines alaban con voz interminable mientras cantan: ¡Santo, santo,
santo, Señor Dios de Sabaoth [nombre hebreo de "ejércitos" o "huestes"]! La
Palabra hecha carne te + ordena. Él, que nació de una Virgen te + ordena.
Jesús + de Nazaret te ordena.
»Pues cuando te burlaste de Sus discípulos, Él destruyó y humilló tu
orgullo, y te ordenó que salieras de cierto hombre; y cuando Él te hubo
expulsado, no te atreviste siquiera excepto con Su permiso a entrar en una
piara de cerdos. Y ahora que yo te conjuro en Su + nombre, desaparece de
este hombre a quien Él ha creado. Es difícil para ti resistirte. + Es difícil para
ti luchar contra la provocación. + Pues cuanto más aplaces tu salida, más
fuerte será el castigo para ti; porque no es a los hombres a quienes desprecias
sino a Él, el que gobierna a los vivos y a los muertos, el que vendrá a juzgar a
los vivos y a los muertos y al mundo con el fuego. » Bishop dijo: «Amén», y
Robbie volvió a oír a los dos sacerdotes alternar el conocido epílogo en latín de
la plegaria:
«Domine, exaudi orationem meam. »
«Et clamor meus ad te veniat. »
«Dominus vobiscum. »
«Et cum spiritu tuo. »
Bowdern volvió a decir: «Oremus» e inició otra plegaria:
«Oh Dios del cielo y Dios de la tierra, Dios de los ángeles y Dios de los
arcángeles, Dios de los profetas y Dios de los apóstoles, Dios de los mártires y
Dios de las vírgenes, Tú tienes el poder de conceder la vida después de la
muerte y descansar después del trabajo; pues no hay Dios a Tu lado, ni podría
haber un Dios verdadero aparte de Ti, el Creador del cielo de la tierra, que eres
verdaderamente el Rey cuyo reinado no tendrá fin. Por eso imploro
humildemente a Tu Sublime Majestad, que permitas a Tu siervo deshacerse de
los espíritus impuros. Por Cristo nuestro Señor. »
«Amén», repitió Bishop.
Bowdern hizo una pausa y bajó la mirada; lo que vio era una pesadilla viva
que se contorsionaba. En las arrugadas y empapadas sábanas, Robbie hacía
muecas dormido, retorciéndose y escupiendo. Ahora era fuerte como antes.
Halloran y el tío de Robbie seguían sujetando al muchacho pero empezaban a
perder fuerzas. Tenían la cara y la ropa manchadas de sudor y escupitajos.
Phyllis Mannheim y su cuñada estaban acurrucadas juntas cerca de la
cabecera de la cama; a Phyllis le resultaba imposible llorar. Las dos mujeres
estaban transfiguradas de terror y pesar. Bowdern miró a Bishop, cuyo rostro
también brillaba de sudor y saliva. Tenía una mancha de sangre en su
sobrepelliz, donde había tocado el cuerpo de Robbie. Bowdern captó la mirada
de Bishop y le hizo una seña afirmativa. Sí, había más. La noche proseguiría.
Bowdern sostenía el Ritual en la mano izquierda, un dedo en su lugar, y
con la mano derecha cogió la botella de agua bendita. Dio un paso al frente y
vertió agua sobre la cabeza de Robbie. Éste despertó, sobresaltado, miró a su
alrededor, se incorporó y volvió a caer sobre la húmeda almohada. Dijo que
había estado en un lugar donde hacía muchísimo calor. Pidió agua con voz
débil. Phyllis fue al cuarto de baño para traerle un vaso de agua. Cuando
regresó, el muchacho volvía a estar dormido y, con extraña fuerza, volvía a
forcejear.
Varias veces durante la noche, al finalizar alguna plegaria, Bowdern vertió
agua bendita sobre Robbie. Bowdern y Bishop se habían dado cuenta de que
mientras Robbie estaba despierto se encontraba más calmado. Un par de
veces el agua no le despertó, y Bishop o Bowdern le abofetearon levemente en
la cara para despejarle.
Por fin llegó la última plegaria del exorcismo.
«Yo os expulso —comenzó Bowdern—, espíritus impuros, fantasmas,
invasión de Satanás, en el nombre de Jesucristo + de Nazaret, que, después de
que Juan Le bautizara, fue conducido al desierto y te venció en tu ciudadela.
Cesa de atacar al hombre, a quien Él ha hecho para Su honor y gloria con
barro de la tierra. Tiembla ante el hombre desdichado, no en estado de
fragilidad humana sino a semejanza de Dios todopoderoso. Ríndete a Dios, +
pues Él es quien en el faraón y su ejército te ahogó a ti y a tu malicia a través
de Su siervo, Moisés, en las profundidades del mal. Ríndete a Dios, + que con
el canto de santos cánticos por parte de David, su leal siervo, te desterró del
corazón del rey Saúl.
»Ríndete a Dios, + quien te condenó en el traidor, Judas Iscariote. Pues Él
te amenaza con un azote divino +, ante cuyo rostro temblaste y gritaste,
diciendo: "¿Qué tenemos que ver contigo, Jesús, Hijo del Altísimo? ¿Has
venido aquí antes de hora para torturarnos?" Él te amenaza con el fuego
eterno, y al final de los tiempos dirá a los perversos: "Vete de aquí, maldito, al
fuego eterno que ha sido preparado por el diablo y sus ángeles".
»Para ti, oh maligno, y tus seguidores habrá gusanos que jamás perecen.
Para ti y para tus ángeles se está preparando un fuego inextinguible, porque
eres el príncipe del asesino maldito, el autor de la lascivia, el caudillo del
sacrilegio, el modelo de vileza, el maestro de los herejes, el inventor de toda
obscenidad. Sal, pues, + oh diablo, sal, + maldito, vete con toda tu falsedad,
pues Dios ha deseado que el hombre sea Su templo. Pero ¿por qué
permaneces aún aquí? Rinde honores a Dios el Padre + Todopoderoso, ante
quien todos se arrodillan. Cede tu lugar al Señor Jesucristo +, que derramó
para los hombres Su más preciada sangre. Cede tu lugar al Espíritu + Santo. »
De pronto Bowdern alzó la voz y gritó: «Discede ergo nunc [¡Vete, ahora!]».
Levantó la mano una última vez, cortando el aire salvajemente en una gran
señal final de la cruz. «¡Vete, seductor! Tu lugar está solitario, tu morada en la
serpiente. ¡Humíllate y póstrate! Este asunto no permite más retraso. Pues el
Señor, el Gobernante, viene rápido, y el fuego arderá ante Él, y proseguirá y
quemará todo lo que rodee a Sus enemigos.
»Al hombre puedes traicionarle, pero a Dios no puedes burlarle. Él es el
que te hace salir, de cuyos ojos nada se oculta. Por él eres expulsado, aquel a
quien todas las cosas están sometidas. Por él eres expelido, el que ha
preparado el infierno eterno para ti y tus ángeles, de Cuya boca saldrá una
afilada espada, el que vendrá a juzgar a los vivos y a los muertos y al mundo
por el fuego. »
Bishop dijo: «Amén».
La habitación se quedó repentinamente en calma. Robbie se hallaba en lo
que parecía un sueño real, sin pesadillas. Bowdern se hincó de rodillas y rezó
en silencio unos momentos, rozando con su cabeza la empapada sábana. Eran
casi las 5 de la madrugada.
Entonces, con los ojos cerrados con fuerza, Robbie se incorporó y se puso
a cantar. «Allá lejos, en el río Swanee, muy, muy lejos», cantó, con voz chillona
y extraordinariamente fuerte. Extendía los brazos con gestos amplios, sin
sincronía con la música. Parecía cacarear, las palabras se agolpaban y, sin
dejar de agitar los brazos en un frenético intento por seguir el ritmo, pasó a
cantar Ole Man River, dat Ole Man River. » Abrió los ojos varias veces durante
el salvaje recital; parecía sonreír y reanudaba el canto, mutilando las palabras
que gritaba.
Bowdern, aunque agotado, empezó a rezar de nuevo. El Ritual
recomendaba varias plegarias: fragmentos de los evangelios, salmos, el Credo
Atanasio, que añadía sus palabras de dogma a todas las demás palabras de fe
y amenaza que se pronunciaron aquella larga noche hasta la mañana. Bishop,
normalmente metódico pero perplejo y cansado aquella noche, no anotó las
plegarias que se rezaron.
Terminó sus apuntes con esta nota: «Hacia las 7. 30 de la mañana, R.
comenzó un sueño natural y siguió pacífico hasta la 1 de la tarde del día 17.
Entonces, tomó una comida corriente y participó en una partida de Monopoly».
9
LA SEÑAL DE LA CRUZ
El padre Bowdern, con los ojos hinchados por la falta de sueño, entró en la
sacristía de la iglesia de San Francisco Javier y fue al lavabo, donde se lavó y
secó las manos antes de vestirse para celebrar misa. Se acercó a la mesa
donde estaban las vestiduras, que era un ancho armario de madera que
llegaba hasta la cintura. Había comenzado la cuaresma, y por eso abrió el
ancho cajón que contenía las vestiduras externas de color morado. Las colocó
sobre la superficie plana y abrió otro cajón para sacar las demás prendas.
Besó el dobladillo del amito, una pieza rectangular de hilo blanco, se la
puso sobre los hombros, se la cruzó sobre el pecho y se pasó las largas tiras
de tela alrededor de la cintura de la sotana y las ató. Se puso el alba, una
túnica blanca que le llegaba a los pies; luego, la ciñó con un largo cinto blanco
que ató a su cintura. En el brazo izquierdo se colocó un manípulo morado con
una cruz bordada a ambos lados. Alrededor del cuello se puso una estola
morada más ancha y más larga que la utilizada durante el exorcismo.
Finalmente, cogió la casulla, un manto sin mangas, bajó la cabeza y se colocó
la última vestidura morada. Bordada en la parte de la casulla que le cubría la
espalda había una gran cruz.
Completamente vestido, se puso el birrete. Un monaguillo que esperaba
abrió la pesada puerta de madera que conducía al santuario y el padre
Bowdern siguió al muchacho. La gente se agitó en los bancos situados tras la
barandilla del altar. Los feligreses que formaban la pequeña congregación del
sábado se pusieron en pie cuando Bowdern entregó su birrete al monaguillo,
subió los escalones que conducían al altar, se inclinó para besar el frío altar
de mármol y formó la señal de la cruz tocándose con el pulgar la frente y el
pecho. Se volvió e hizo la señal de la cruz para bendecir a los feligreses.
El sacerdote sentía paz y fuerza en esta iglesia. La desesperación había
desaparecido. Descendió los escalones y, volviéndose al tabernáculo, que
contenía el Santísimo Sacramento, dijo: «Introito ad altare Dei [Iré al altar de
Dios]».
El monaguillo respondió: «Ad Deum qui laetificat juventutem meam [Al Dios
que da alegría a mi juventud]».
Y así siguió casi todo el tiempo. Latín en el silencio de una iglesia, la misa
como el servicio que daba a la gente. Ser jesuita en la más profunda tradición
espiritual, la tradición de Ignacio.
Las docenas de ventanas de vidrio de color alrededor de la iglesia revelan
en gran manera la visión del mundo que tienen los jesuitas. Las ventanas de
los cruceros retratan los tres órdenes sociales afectados por las enseñanzas de
Cristo: el estado, la Iglesia y la familia. La relación humana con el mundo
material la simbolizan imágenes de las tres ocupaciones humanas básicas: la
labranza, el transporte y el comercio. Otra ventana muestra a los mártires
jesuitas de Norteamérica, cuyas reliquias Bowdern había llevado a casa de
Robbie. Cerca hay ventanas que exhiben escenas de la vida de santos jesuitas
con escenas descaradamente paralelas con historias bíblicas.
En el gran ábside, unas ventanas ojivales llaman la atención hacia arriba
desde el altar principal. Las ventanas retratan, con dorado esplendor, las tres
personas de la Santísima Trinidad. A su alrededor se agrupan huestes de
ángeles y un arco iris, el símbolo secular de la esperanza.
El sábado siguió las pautas de los otros días. Robbie, jugaba, leía libros de
cómics, escuchaba la radio y actuaba como un muchacho normal de trece
años. Con la oscuridad llegaba el ánimo sombrío, y con el sueño llegaba el
horror. Bowdern decidió intentar adelantar el período oscuro, para ahorrar a
Robbie, a su familia y a sus visitantes un asedio de toda la noche. Quizá si
Robbie se acostaba hacia las ocho, la ordalía terminaría a las once o a
medianoche en lugar de prolongarse hasta la mañana.
Bowdern, Bishop y Halloran llegaban a las siete de la tarde y pasaban casi
una hora intentando tranquilizar a todos antes de la tormenta. A las ocho,
Robbie se acostaba y al cabo de unos minutos Bowdern conducía a los demás
a la habitación.
Bowdern se dio cuenta de que Robbie no había dado muestras de violencia
hasta que había comenzado el exorcismo tres noches atrás. ¿Cada exorcismo
provocaría violencia? Si el exorcismo hacía brotar su violencia, ¿qué acabaría
con ella?
Bowdern sabía que la última presa que el demonio buscaba era él. Eso no
le daba miedo. Lo que le desagradaba era despertar a la bestia que habitaba
en Robbie y ver a éste atormentado. Bowdern estaba empezando a aceptar que
el exorcismo de Robbie les torturaría a los dos, pero al final el bien
prevalecería. Debía centrarse sólo en eso. No debía volver a desesperarse. No
debía vacilar ante la furia que con sus oraciones desataba. Empezó.
Robbie gritó y se retorció para liberarse de Halloran, que le sujetaba.
Bowdern percibió que aquella noche sería peor que la anterior. Siguió leyendo
y Bishop respondiendo; Halloran respondía entre gruñidos.
Bowdern inició el Praecipio: «Yo te ordeno, espíritu impuro —y miraba por
encima del Ritual a Robbie, al que le castañeteaban los dientes y que ladraba
como un perro—, me dirás mediante alguna señal... ».
Bowdern hablaba en una lengua que Robbie no comprendía. Sin embargo,
al oír esas palabras latinas que pedían una señal, Robbie la dio. Se orinó. La
orina formó una mancha que se extendió por la manta que le cubría. El hedor
era espantoso. Bowdern ordenó que el demonio diera su nombre. Y Robbie
volvió a orinarse. Bowdern pidió la hora en que el demonio se marcharía. Y de
nuevo Robbie se orinó.
El muchacho tenía el pijama y la cama empapados, y seguía orinándose.
De pronto despertó, se dobló de dolor y gritó que la orina le quemaba.
Mientras hablaba, casi se ahogó porque, logró decir, también le ardía la
garganta. Sentía fuego en la garganta y el pene.
A veces, advertían las instrucciones del Ritual, «los espíritus malignos
colocan todos los obstáculos que pueden en el camino, para que el paciente no
pueda someterse al exorcismo». Bowdern estaba tentado de gritar y maldecir al
demonio. Pero resistió, poniendo atención en la advertencia de llamar
directamente al demonio.
Terminó el Praecipio y pasó a la introducción del Evangelio según san
Juan: «En el principio era el Verbo, y el Verbo estaba con Dios, y el Verbo era
Dios». Mientras rezaba, se adelantó unos pasos e hizo la señal de la cruz sobre
la frente, los labios y el pecho de Robbie.
Cesó la orina y prosiguieron las oraciones. «Omnipotens Domine, Verbum
Dei Patris, Christe Jesu, Deus et Dominus universae creature [Oh Dios
omnipotente, Verbo de Dios Padre, Jesucristo, Dios y Señor de toda la
creación]. » La plegaría proseguía: «... con temor y temblando, suplicante evoco
Tu santo nombre: concédeme a mí, Tu más indigno siervo, el perdón de todos
mis pecados; otórgame la fe firme y el poder para atacar a este cruel demonio
con seguridad y sin temor, fortalecido por el poder de Tu santo brazo».
Bowdern había recitado esa plegaria otras noches, pero ahora podía sentir
su fuerza. Volvió a hacer la señal de la cruz sobre Robbie y colocó un extremo
de la estola en el cuello de éste. Con la mano derecha en la cabeza de Robbie,
dijo: «Ecce Crucem Domini, fugite, partes adversad [Mira la cruz del Señor;
¡marchaos, poderes hostiles!]».
Bishop respondió: « Vincit leo de tribu Juda, radix David [El León de la tribu
de Judá ha vencido, Él, que es el azote de David]».
Con su mano firme sobre la cabeza de Robbie, Bowdern continuó: «Domine,
exaudi orationem meam [Oh Señor, escucha mi plegaria».
Bishop dijo: «Et clamor meus ad te veniat [Y que mi grito llegue a Ti]».
«Dominus vobiscum. »
«Et cum spiritu tuo. »
Robbie pareció calmarse bajo la mano de Bowdern. Por un momento, los
gritos y los ladridos cesaron. Reinaba el silencio en la apestosa habitación.
Entonces, de la boca de Robbie brotaron las notas de El Danubio azul: la la la
la la, la la, la la, bellamente interpretadas, mientras hacía oscilar los brazos
siguiendo el ritmo de la melodía. Su voz ya no era tosca ni sus gestos agitados.
Tenía la voz de un angelical niño de coro, una voz aparentemente educada.
Bishop, que tenía mejor oído para la música que Bowdern, quedó
particularmente asombrado con la actuación de Robbie. Después de los
anteriores estallidos, Bishop, con cuidado y tomando notas, había preguntado
por las habilidades musicales de Robbie. Su madre había dicho a Bishop que
no cantaba bien y que, en realidad, no le gustaba cantar. Eso explicaba la
actuación anterior, pero no ésta.
Luego Robbie pasó a cantar La vieja y tosca cruz, al parecer como
respuesta burlona a la oración de Bowdern, que había comenzado con Ecce
Crucem Domini. También esta música, a los oídos de Bishop, era de una
calidad profesional.
El canto cesó tan de repente como había comenzado. Robbie despertó por
unos momentos y Bishop le pidió con naturalidad que tarareara El Danubio
azul. Robbie no pudo seguir la melodía y dijo que no se sabía la canción.
Cerró los ojos y cayó de nuevo en su sueño como un trance. Un poco más
tarde, mientras Bowdern seguía las plegarias, Robbie llamó a uno de los
sacerdotes por su nombre. (Bishop no anotó de qué sacerdote se trataba.) El
sacerdote no respondió. Robbie volvió a llamarle, con voz aún agradable. Una
vez más el sacerdote se negó a responder. Con voz áspera, Robbie volvió a
llamar al sacerdote por su nombre y añadió: «¡Hueles mal!». Fue el primero de
lo que serían ataques cada vez más vehementes hacia los sacerdotes y
Halloran.
La furia de Robbie contra el sacerdote dio paso a una explosión violenta.
Empezó a revolverse otra vez. Halloran hacía todo lo posible para inmovilizarle.
Los gritos y las contorsiones siguieron hasta las 3 de la madrugada, cuando
Robbie se entregó a un profundo sueño que Bowdern juzgó natural. Él, Bishop
y Halloran esperaron y oraron junto a la cama durante media hora y después
se marcharon. Entonces tuvo lugar otro ritual de cada noche: los Mannheim
quitaron el pijama empapado a Robbie, que dormía profundamente, le lavaron,
le pusieron un pijama limpio y cambiaron las manchadas sábanas.
El domingo, Bowdern volvió a iniciar la sesión a las ocho y al cabo de
quince minutos Robbie mostraba señales de lo que sería la peor noche.
Maldecía y se retorcía en la cama, amenazaba a Halloran, maldecía, gritaba.
Le gustaba orinarse pródigamente y soltar fuertes ventosidades y eructos.
Despertó por un momento, se quejó de que la orina le quemaba y cayó de
nuevo en trance y siguió orinándose y soltando ventosidades. La habitación
apestaba; los olores parecían permanecer en el aire como una hedionda
niebla.
Por primera vez, Robbie se volvió contra los sacerdotes. «¡Alejaos de mí,
imbéciles!», gritó. Su voz a veces era estridente y otras gutural. Lo que los
testigos recordaban de la voz de Robbie variaba considerablemente. Algunos
describieron su voz como no terrena, una voz profunda y amenazadora que no
podía proceder de un muchachito. Otros recordaban una voz agudísima y
extremadamente irritante que penetraba en sus mentes como un hacha. Otros
no podían quitarse de la cabeza la risa demoníaca de Robbie.
«¡Id al infierno, sucios hijos de puta!», gritaba Robbie.
Halloran apretaba con más fuerza, temeroso de que el muchacho saltara e
hiriera a Bowdern. Pero éste no perdió de vista su misión. Siguió rezando,
hablando con voz alta y firme, como un oficial dirigiéndose a un enemigo
oculto.
«¡Malditos seáis, hijos de puta! —gritó Robbie—. ¡Sucios imbéciles!»
Bishop anotó estas frases. Hubo otras, demasiado ofensivas para que el
sacerdote las anotara. Lo único que dijo fue que Robbie también incluyó en
sus maldiciones referencias a la Santísima Madre y frases tergiversadas de las
oraciones a Nuestra Señora de Fátima.
Las maldiciones y el forcejeo terminaron por fin a las dos de la madrugada.
Los tíos de Robbie no podían soportarlo más. Nadie dormía. El día
siguiente, lunes 21 de marzo, Phyllis Mannheim, agotada por el pesar, el
miedo y la falta de sueño, acudió a un médico. Al parecer, no le dijo la causa
de su estado.
Robbie permanecía aparentemente ajeno a sus frenéticas noches. Su
amnesia diurna desconcertaba a todos. «Siempre me pareció que si hubiera
recordado lo que había ocurrido, lo habría mencionado —dice Halloran—. Pero
nunca dijo nada a ninguno de los implicados. Jamás aludía a nada que se
hubiera dicho o hecho. Nunca tuve la sensación de que el chico actuara. No.
Si estaba despierto cuando nos íbamos, decíamos "Adiós" y "Hasta pronto", él
respondía: "De acuerdo". ».
La familia se reunió, protestantes y católicos, para decidir qué hacer a
continuación. Entre los parientes se hallaban seguidores del espiritismo de tía
Harriet y creyentes en la parapsicología. Presentaron alternativas al
exorcismo. Phyllis y Karl Mannheim estaban dispuestos a probar cualquier
cosa, pero por el momento decidieron rechazar las otras sugerencias y aceptar
las recomendaciones de Bowdern y Bishop.
Los jesuitas sugirieron que ingresaran a Robbie en un hospital, al menos
una noche, para que el resto de la familia pudiera dormir sin miedo a ser
despertados por los gritos. No consultaron con Robbie. Sus padres accedieron
y Bowdern se encargó de inmediato de que Robbie fuera llevado al Hospital de
los Hermanos Alejianos, una institución muy conocida de St. Louis.
La orden de los Hermanos Alejianos, la congregación de celitas, había sido
fundada por monjes que cuidaban de las víctimas de la Peste Negra, que
barrió Europa en el siglo catorce. En Europa eran conocidos como los
Hermanos Pobres o Hermanos del Pan, los monjes que socorrían a los
moribundos y a los locos, los monjes que se quedaron a enterrar a los muertos
cuando los demás huyeron de la peste. El nombre de su orden conmemoraba
a su santo patrón, san Alejo, un hombre santo que dedicó su vida a ayudar a
los pobres.
Los alejianos abrieron su primer hospital en Chicago en 1866, diciendo que
estaban especializados en tratar a los «idiotas y lunáticos del sexo masculino».
Los Hermanos continuaron esta especialidad cuando abrieron su hospital en
St. Louis en 1870. En la segregada St. Louis añadieron la promesa de tratar a
los hombres de cualquier «clase, nacionalidad, religión, raza o color». En 1873
erigieron un nuevo edificio. Una de sus dos alas de 36 metros de largo estaba
reservada a los pacientes mentales. Las estrictas reglas prohibían el uso de
cadenas, esposas o camisas de fuerza, pero podía encerrarse en una de las
habitaciones de seguridad de la quinta planta a los pacientes violentos.
Recordando la petición de secreto que le había hecho el arzobispo Ritter,
Bowdern sabía que podía confiar en los alejianos. Los Hermanos se hallaban
entre los primeros practicantes de la medicina en Estados Unidos que
reconocían el alcoholismo como una enfermedad. Desde los años veinte,
habían tratado a alcohólicos y habían adoptado una misión especial, poco
conocida fuera de sus muros: cuidaban a los sacerdotes alcohólicos y tenían la
responsabilidad de decidir cuándo estaban curados y podían reanudar sus
deberes religiosos.
A las diez de la noche del 21 de marzo, Robbie fue ingresado en el hospital
e instalado en la cama de una habitación de seguridad. Había correas en la
cama, barrotes en la ventana y la parte interior de la puerta carecía de tirador.
Para salir de la habitación, se golpeaba la puerta hasta que un Hermano la
abría. El hermano Bruno, que hacía tiempo se ocupaba del ala, poseía una
aguda percepción de las necesidades de sus pacientes y la familia de éstos.
Ordenó que trasladaran un diván a la habitación para el padre de Robbie,
quien había llegado con el muchacho y los jesuitas.
Bowdern empezó a recitar la Letanía de los Santos como preludio a las
plegarias del exorcismo. Se preparó para resistir otra noche de horror. No
sucedió nada. Miró de cerca a Robbie. Éste tenía los ojos abiertos con
expresión de miedo y giraba la cabeza de un lado a otro, mirando primero la
ventana con barrotes y después las correas que le sujetaban. Parecía más
asustado por lo que le rodeaba que por lo que Bowdern trataba de exorcizar.
Por primera vez, el exorcismo se realizó sin ningún estallido por parte de
Robbie, quien permaneció despierto y temerosamente alerta. Cuando
terminaron las plegarias, Bowdern dirigió el rosario con las personas que se
hallaban en la habitación: Bishop, Halloran, Karl Mannheim y varios
Hermanos.
Cuando terminó, Bowdern dio unos golpecitos a la puerta. Un Hermano de
guardia abrió inmediatamente y Bowdern salió, haciendo una seña de que
salieran todos excepto Karl. Cuando Bishop salió de la habitación, vio que
Mannheim se inclinaba sobre su hijo y rezaba en voz alta para que se
durmiera. A las once y media, Robbie se entregó a un profundo sueño normal
y su padre se tumbó en el diván y, por primera vez en meses, durmió en paz.
Robbie despertó a las seis y media y despertó a su padre. Regresaron a casa
del hermano de Karl y pasaron el día allí.
Un día hacia esa época —el incidente no está registrado en el diario de
Bishop—, Karl W. Bubb, Sr., un profesor de matemáticas y física de la
universidad de Washington en St. Louis, de cincuenta y siete años, visitó la
casa donde se alojaba Robbie. Bubb, distinguido científico, al parecer había
sido invitado a la casa por un miembro de la familia que, a través del
espiritismo de tía Harriet, conocía el interés que Bubb sentía por lo
paranormal. La madre de Bubb había sido espiritista y a menudo había hecho
participar a su hijo en las sesiones de espiritismo.
Bubb informó más adelante de que durante su visita al dormitorio de
Robbie vio que una mesa se elevaba lentamente y permanecía en el aire cerca
del techo. Una cómoda también se movió mientras Bubb se hallaba en la
habitación. Tal como Halloran recordaba la visita (la cual no fue concertada
por los jesuitas), el exorcismo perturbó en gran manera a Bubb, quien había
ido a ver una manifestación de poltergeist. Según relató Halloran, Bubb tomó
algunas notas «y se marchó, diciendo: "Éste no es mi territorio"».
Durante la Segunda Guerra Mundial, Bubb había trabajado en el secreto
Proyecto Manhattan, el enorme esfuerzo científico que desarrolló la bomba
atómica. En la universidad de Washington fue sucesivamente presidente del
departamento de matemáticas aplicadas y del departamento de mecánica.
Después de su muerte en 1961, sus ensayos sobre parapsicología —que
presumiblemente incluían sus notas sobre la visita efectuada a Robbie—
fueron destruidos para proteger su reputación científica.
Bowdern, alentado por las esperanzas de que Robbie se estaba
recuperando, dijo que aquella noche en el hospital era suficiente. La siguiente
noche, martes 22 de marzo, Robbie volvía a estar en casa de su tío. Hacia las
nueve y media, poco después de que Robbie se acostara, la cama empezó a
sacudirse y el muchacho volvió a quedar hechizado. Phyllis Mannheim llamó a
Bishop. Con un píxide que contenía el Santísimo Sacramento, Bishop llegó
con otros dos sacerdotes (a los que no identifica). Los tres sacerdotes se
arrodillaron junto a la temblorosa cama y recitaron las oraciones del
exorcismo, seguidas del rosario. Poco antes de medianoche, Robbie se entregó
a un sueño natural.
Bowdern al parecer interpretó la conducta dócil de Robbie en dos noches
sucesivas como una señal de que la posesión estaba cediendo. El sacerdote
decidió entonces probar una nueva estrategia: la conversión de Robbie al
catolicismo. Su motivo parece que era el deseo de alistar al muchacho en las
filas de lo que Bowdern percibía como la fuerza más potente que podía
ejercerse sobre los demonios cada vez más débiles. Quizá Bowdern para
entonces había recitado tan a menudo las plegarias del exorcismo que una
frase le movió a esta acción. «Yo te ordeno ... que salgas rápidamente... de este
siervo de Dios, Robert, que busca refugio en el seno de la Iglesia. »
Bowdern hizo instalar una habitación en su rectoría para acomodar a
Robbie y a su padre. Karl Mannheim, nacido católico, autorizó a Bowdern a
que empezara a instruir a Robbie en el catolicismo. El miércoles por la noche,
Robbie y Karl se trasladaron a la rectoría. Bowdern pasó un tiempo hablando
a Robbie del catolicismo y enseñándole las oraciones que los niños católicos
aún más jóvenes que Robbie aprendían como iniciación a su religión. En estas
cuatro cortas oraciones —los Actos de Fe, Esperanza, Amor y Contrición— se
hallaban los puntos esenciales del catolicismo y lo que Bowdern creía que era
nuevo armamento para un poseído.
El Acto de Fe atestiguaba que se creía absolutamente en lo que Bowdern
iba a enseñar, los principios de la Iglesia Católica. El Acto de Esperanza pedía
«el perdón de mis pecados, la ayuda de Tu gracia y la vida eterna; a través de
los méritos de Jesucristo, mi Señor y Redentor». En el Acto de Amor Robbie
decía a Dios: «Te amo sobre todas las cosas con todo mi corazón y con toda mi
alma, porque Tú eres infinitamente digno de todo amor. También amo a mi
prójimo como a mí mismo... perdono a todos los que me han hecho daño y
pido perdón por todos a quienes yo he hecho daño». En el Acto de Contrición,
Robbie decía: «Me arrepiento con todo mi corazón de haberte ofendido; detesto
mis pecados por el amor que Te tengo; estoy firmemente decidido a no volver a
ofenderte, y con la ayuda de Tu gracia a evitar toda ocasión de pecado».
Fe, esperanza y amor —y las repetidas referencias al pecado— repicaban
en la mente de Robbie cuando se acostó a las nueve y media. Bowdern,
Bishop, Halloran y Karl Mannheim se reunieron en torno a su cama, junto
con un recién llegado, el padre William A. Van Roo, S. J., un sacerdote que se
hallaba en la tercianidad posterior a la ordenación.
Van Roo, a quien incluso sus compañeros jesuitas calificaban de brillante,
ya había comenzado su trabajo como teólogo empezando estudios sobre la
influencia de la filosofía árabe en Tomás de Aquino. Se convertiría en un
eminente teólogo de la facultad de la Universidad Gregoriana de Roma. Pero
esta noche de marzo fue reclutado como posible ayuda para Halloran. Como
parte de su tercianidad, Van Roo acababa de ser nombrado ayudante de
Bowdern, que le había saludado diciendo: «Bill, tengo el proyecto que
necesitas».
Todos los que rodeaban la cama de Robbie se unieron a él para recitar los
Actos de Fe, Esperanza, Amor y Contrición. Luego Bowdern comenzó la
Letanía de los Santos. Robbie inmediatamente eructó, dando patadas,
escupiendo y dando manotazos a Halloran, quien apretaba al muchacho e
indicó desesperado que Van Roo y Karl Mannheim le ayudaran.
Mientras Bowdern seguía recitando las oraciones, los tres hombres hacían
esfuerzos para sujetar a Robbie. Con los ojos cerrados con fuerza, el
muchacho se retorcía y gritaba. Pero al cabo de pocos minutos abrió los ojos y
sonrió a Halloran con expresión suplicante. «Por favor, suélteme los brazos —
dijo el muchacho—. Me hace daño. »
«Me limitaré a mantener las manos cerca de ti», replicó Halloran.
Van Roo frunció el ceño.
Entonces, el talante tranquilo de Robbie cesó bruscamente y Halloran, con
un movimiento veloz, agarró con las manos un delgado brazo e hizo señas a
Van Roo para que asiera el otro. Mannheim se quedó atrás, reacio a pelear con
su hijo. Van Roo volvió a fruncir el ceño. «No tiene sentido que le tengamos
que sujetar los brazos con tanta fuerza —le expuso a Halloran—. Sólo le hace
sentirse incómodo. »
Halloran, que se denominaba a sí mismo el hombre del brazo fuerte del
equipo del exorcista, creía que sabía lo que hacía. Había visto antes esa
actuación: Robbie sonreía, abría los ojos, esperaba un hueco y entonces,
atacaba. Ésta era la primera noche de Van Roo, pero éste era sacerdote y
Halloran un simple escolástico, así que Halloran soltó el brazo de Robbie.
En una fracción de segundo, Robbie arremetió a ciegas y dio un puñetazo
en la nariz a Halloran. Con los ojos aún cerrados, golpeó la nariz aguileña de
Van Roo. Los dos jesuitas agarraron el puño infalible y después el otro y los
apretaron contra la cama. Halloran tenía la nariz rota, y la de Van Roo
sangraba pero por lo demás estaba intacta.
Los dos jesuitas, a los que a modo de prueba se unió Mannheim,
prosiguieron inexorablemente. Bowdern comenzó la plegaria que a menudo
había producido una reacción violenta. «PRAECIPIO TIBI!», dijo con voz fuerte.
«Yo te ordeno, espíritu inmundo. »
Robbie, de pronto, empezó a orinarse y a soltar ventosidades. El hedor era
insoportable. Alguien abrió una ventana. Robbie gritaba y reía diabólicamente.
Ésa era la palabra que acudió a la mente de los que escuchaban:
diabólicamente.
Cerca de la ventana trasera estaba Verhaegen Hall, la vieja residencia
jesuita de ladrillo rojo con las habitaciones privadas que los jesuitas llamaban
celdas. Los escolásticos como Halloran vivían en el primer piso. Los sacerdotes
que preparaban su doctorado y los sacerdotes que eran profesores de la
universidad vivían en el segundo y tercer piso. En una de las habitaciones de
arriba, un joven jesuita estaba leyendo su breviario (un libro con las oraciones
diarias). «Oí esa risa salvaje, como de idiota, diabólica», recordó
posteriormente. Debido al secreto, no sabía nada del exorcismo. «Miré hacia la
ventana de donde procedía la luz, pero no vi nada. »
Dentro, Bowdern estaba experimentando la peor noche hasta entonces.
Robbie periódicamente despertaba unos momentos, se quejaba de que le ardía
el pene, volvía a caer en su sueño de pesadilla y se retorcía, reía y gritaba.
«Estoy en el infierno —gritaba, riendo—. Te veo. Te veo. —Volvió su rostro
sonriente, con los ojos cerrados, hacia Bowdern—. Estás en el infierno. Es el
año 1957. »
Por primera vez, Bowdern reaccionó a una observación de Robbie. Vaciló al
recitar su plegaria. Palideció y miró a su alrededor, confundido y angustiado.
Recobró el ánimo enseguida y reanudó su plegaria.
«Tengo una bonita polla —gritó Robbie, riendo de manera idiota—. Una
polla, una polla hermosa. Tan redondeada, tan firme. Con la parte superior
roja y un agujero en medio. »
Volvió la cara, la cara vacua y manchada de baba de un hombre-niño ciego
y loco, hacia Bowdern y gritó: «¡Oh, tienes un gran pene gordo!».
Le habían puesto una toalla en la entrepierna para empapar la orina. De
alguna manera consiguió soltarse las manos, se arrancó la toalla y comenzó a
fingir que se masturbaba. Los sacerdotes le agarraron las manos y se las
inmovilizaron. Él gritó palabras que Bishop no anotó, observando con
gazmoñería: «Sus expresiones eran ordinarias y relativas al sexo». Cuando
Robbie era Robbie, de día, Bishop anotó en su diario, jamás empleaba
palabras obscenas.
En raros momentos, Robbie despertaba e informaba de lo que veía y oía en
el infierno. Los hombres que había allí, dijo, utilizaban palabras sucias. Luego,
volvía a cerrar los ojos, a retorcerse sugestivamente, a ladrar, a cantar
canciones desconocidas. A las dos y media, su cuerpo se quedó inerte y
Robbie se entregó a un sueño natural.
Halloran, agradecido por estar tan cerca de casa, entró en la residencia y
se encaminó a su habitación, le dolía la nariz, y sabía que la tenía rota.
Esperaba que los otros veintitantos escolásticos del primer piso no se fijaran.
Todos se dedicaban a estudios especiales y seguían un estricto horario. Tenían
que estudiar tanto, que apenas les quedaba tiempo para charlar. Ninguno de
ellos sabía que Halloran pasaba las noches sujetando a un demoníaco.
Se dejó caer en la cama, se quedó dormido al instante y se levantó, como
de costumbre, a las cinco de la madrugada. Se duchó y se afeitó y procuró
mantener la cara apartada para evitar preguntas acerca de su nariz hinchada.
Se unió a otros escolásticos en la capilla y meditó ante el tabernáculo que
contenía el Santísimo Sacramento. Después, fue a misa, desayunó en el
refectorio y comenzó su día con una clase a las ocho.
En un día como éste —quizá durante la meditación, quizá en otros
momentos—, Halloran empezó a preocuparse por su falta de reacción a lo que
había estado viendo y experimentando. Unos cuarenta años más tarde,
recordaría lo que sentía: «Estaba como decepcionado, incómodo conmigo
mismo. ¿No debería tener una reacción más intensa ante aquello? ¿He llegado
a un punto en que realmente no creo que en efecto el diablo se halle entre la
gente?». Y pensaba en los otros. «Deberíamos reaccionar más», se decía a sí
mismo. Al recordarlo, se preguntaba: «¿Cómo podía ser tan insensible y
carente de emoción?». Con la sabiduría que proporciona la madurez, ahora
piensa que tal vez el diablo le había entumecido.
Había algo paralizante en ello: día tras día, las mismas plegarias, las
mismas esperanzas acariciadas y perdidas. Pero Bowdern no volvería a
desesperarse, y Bishop, aunque preocupado, en ningún momento se
desesperó, ni siquiera después de aquella primera noche aterradora en la
rectoría. Ambos sacerdotes creían que la expulsión del demonio era inminente.
La fórmula del exorcismo exigía que el exorcista pidiera que el demonio
revelara el momento de su salida. La primera noche, cuando apareció una X
en la pierna izquierda de Robbie, los dos sacerdotes habían decidido que era la
señal del demonio que indicaba que saldría en diez días. Bishop imaginó que
el día de la salida tendría lugar el jueves 24 de marzo, porque era la fiesta de
san Gabriel, el arcángel tan importante en la Letanía de los Santos. También
señaló que el día siguiente, viernes 25 de marzo, era la fiesta de la
Anunciación, el día, exactamente nueve meses antes del día de Navidad, en
que el arcángel Gabriel dijo: «Dios te salve, María» y anunció a la Santísima
Virgen la encarnación de Cristo. Sin embargo, para Bowdern, el décimo día
era el 25 de marzo.
El jueves Robbie permaneció en la rectoría, y aquella noche, confiando
Bishop en que el demonio saldría, Bowdern empezó la letanía. Apenas había
pasado de Gabriel cuando Robbie comenzó a gritar, chillar, ladrar, cantar,
orinarse y soltar pedos. De nuevo la habitación se llenó de un apestoso olor.
Bowdern había invitado a otros sacerdotes jesuitas a ayudarle. Uno de
ellos ayudó a otros tres hombres a sujetar a Robbie durante el peor de sus
violentos espasmos. Volviendo sus ojos cerrados hacia este sacerdote, Robbie
dijo: «Gordo asno. Buey». Robbie singularizó al sacerdote —su nombre no
figura en el diario de Bishop— y le insultó. «¿Por qué estás aquí? —preguntó
Robbie—. Estarás conmigo en el infierno en 1957. » Según una de las muchas
historias de los jesuitas acerca del exorcismo, el sacerdote, gran bebedor,
había renunciado al alcohol durante un tiempo.
Otro blanco fue un factótum del recinto universitario llamado Michael.
Bowdern había reclutado a Michael para el equipo de hombres con fuerza.
Algunos se preguntaban si el nombre del arcángel Miguel había enfurecido en
especial al demonio. «Michael, pikel, likel, sikel —gritó Robbie en sonsonete;
luego, pasó a atacar la apariencia física de Michel—. Michael, vas sucio», dijo,
distinguiendo al parecer que el hombre era de una clase diferente a los
jesuitas.
Este tipo de burlas sociales eran un ejemplo de los fenómenos que unían
elementos del caso de Robbie con los casos de posesión que se sabía se habían
producido en otros siglos. Porque el diablo, el príncipe del infierno, era tan
orgulloso y envidioso, decía la teoría, que tenía una visión real de su lugar en
el mundo. Los relatos de posesiones medievales con frecuencia otorgaban al
diablo un aire majestuoso, una actitud que Robbie a menudo adoptaba. Los
cambios en la voz de Robbie, sus maldiciones, sus crudas alusiones sexuales,
el hecho de orinarse y soltarse ventosidades también pueden hallarse en las
descripciones de casos de posesión que se remontan a los principios de la
cristiandad.
Bishop observó que la peor manera de hablar empezaba después de
medianoche, profanando la alegre fiesta de la Anunciación. Habló de «besarme
la polla» y «utilizar mi verga». Volviéndose a los sacerdotes que rodeaban su
cama, dijo: «Vosotros también tenéis pollas grandes. y os gusta frotárosla
arriba y abajo». Después su blanco fue un sacerdote obeso. «Tienes grandes
tetas, buey», dijo haciendo ruidos como de chupadas.
Giró la cabeza hacia Bowdern, mirando sin ver al sacerdote. «¡Deja ese
maldito latín! —exigió el muchacho—. ¡Marchaos de aquí, malditos bastardos!»
Como nadie se movió, reanudó sus violentas sacudidas y maldiciones.
Luego, con voz tímida, dijo, aparentemente a Bowdern: «Te gusta estar
conmigo. Bueno, a mí también». Se calmó y cedió a un sueño auténtico hacia
las dos y media.
Bowdern y Michael hicieron todo lo que pudieron para limpiar la cama y
airear la habitación sin despertar a Robbie. Una vez más, Halloran y Bishop
regresaron a su residencia, junto con los otros que habían ayudado Bowdern.
Cuando Bowdern por fin se acostó, exhausto, sintió cierta euforia al pensar
que el día siguiente, día de aquella jubilosa fiesta, ordenaría a los demonios
que salieran y desaparecerían del cuerpo de Robbie.
Robbie durmió hasta las once y media de la mañana del 25 de marzo y
comenzó otro de sus días normales. Bishop, interesado en dejar constancia del
exorcismo, anotaba sólo lo que sucedía durante las sesiones nocturnas. Lo
que Robbie hacía durante el día sólo puede imaginarse. Es de suponer que su
madre le llevó pijamas limpios y, con cierta turbación, se ofreció a ayudar en
la limpieza diaria. Pero las residencias de los jesuitas normalmente eran de
clausura, es decir, prohibidas al sexo opuesto. No se menciona la presencia de
Phyllis Mannheim en la rectoría durante las sesiones de exorcismo realizadas
allí.
Robbie, cuya piel había dicho No al colegio con arañazos, parece que
pasaba la mayor parte del día leyendo y recluido. No se vuelve a mencionar a
su primo, presumiblemente porque Robbie estaba aislado de los otros niños.
Cuando se alojaba en la rectoría, Bowdern pasaba ratos con él, hablándole del
catolicismo, dándole libros para leer. Robbie aprendió a confiar en Bowdern y
éste le gustaba, pero el muchacho no desarrolló una relación de confianza con
ningún otro jesuita.
Cuando se acercaba el anochecer del 25 de marzo, Bowdern se preparó
para lo que suponía sería el fin de la penosa experiencia. Poco después de que
Robbie se fuera al dormitorio, los sacerdotes jesuitas invitados por Bowdern
empezaron a llegar a la rectoría. Cuando Karl Mannheim, Bowdern, Bishop,
Van Roo y Halloran entraron en la habitación, los otros jesuitas se reunieron
fuera de la puerta cerrada y se pusieron a rezar.
Dentro de la habitación, se respiraba una atmósfera de calma. Robbie se
revolvía en la cama y entró en su estado como de trance. Sin maldecir ni
producir ningún ruido, comenzó lo que parecía un ejercicio de gimnasia.
Tumbado de espaldas, con los ojos cerrados con fuerza, acercaba y apartaba
rígidamente los brazos de su cuerpo mientras hacía movimientos como de
tijera con las piernas. Igual que un autómata, se movía rítmicamente,
incansable, sin variar los movimientos.
A medida que el movimiento aceleraba, pareció perder control y se cayó de
la cama. Sin despertar, volvió a la cama, reanudó los movimientos, más
suavemente ahora, y rodó a los brazos de Bowdern y Van Roo. Éstos le
metieron de nuevo en la cama y Bowdern siguió leyendo las oraciones del
Ritual.
Después de medianoche, el talante cambió. Robbie rompió su silencio
maldiciendo a su padre y escupiéndole en la cara. Hasta entonces se había
portado tan bien, que Halloran y Van Roo habían aflojado su presión sobre él.
De pronto, giró su cuerpo en la cama y dio una patada a Bowdern y a su
padre. Éstos retrocedieron y el muchacho dio una patada a una silla. A la
una, poco después de este arranque, cedió a un sueño natural.
Fuera de la habitación, el murmullo de los sacerdotes proseguía. Las dos
oraciones finales del exorcista son plegarias de contraste, la primera dirigida
al demonio y la segunda dirigida a Dios. El poder de estas plegarias de
combate y fe llenaron a Bowdern de nueva confianza en lo que él creía que
sería la noche de la victoria.
«Exorcizamus te!», comenzó Bowdern, formando con la mano la señal de la
cruz. «Os expulsamos, a todos los espíritus impuros, a todo poder diabólico, a
todo ataque del adversario infernal, toda legión, todo grupo y secta diabólicos,
por el nombre y el poder de nuestro Señor Jesucristo —una señal de la cruz—
y os ordeno que os alejéis de la Iglesia de Dios y de todos los que están hecho
a imagen y semejanza de Dios y que fueron redimidos por la Preciosa Sangre
del Divino Cordero. »
De nuevo el crujido del sobrepelliz cuando Bowdern hizo la señal de la cruz
sobre Robbie, que dormía el sueño de la paz. Era como si Bowdern jamás
hubiera recitado la plegaria, tan nueva y poderosa parecía al brotar de él. «Non
ultra audeas, serpens callidissime, decipere humanum genus. »
«No vuelvas a atreverte jamás, serpiente astuta, a engañar a la raza
humana, a perseguir a la Iglesia de Dios, ni a atacar a los elegidos de Dios y a
cribar como el trigo. Pues el Altísimo Dios te ordena, Él a quien tú en tu gran
orgullo supusiste tu igual; Él, que deseó que todos los hombres fueran
salvados y llegaran al conocimiento de la verdad. ¡Dios Padre te ordena! ¡Dios
Hijo te ordena! ¡Dios Espíritu Santo te ordena! ¡La majestad de Cristo te
ordena, la Palabra Eterna de Dios hecha carne, quien para la salvación de
nuestra raza, perdida en tu envidia, Se humilló y se hizo obediente hasta la
muerte; quien construyó Su Iglesia de una roca sólida y proclamó que las
puertas del infierno jamás prevalecerán contra ella, y que Él permanecería con
ella todos los días, hasta el fin del mundo!
»¡El sagrado misterio de la cruz te ordena —aquí, y una vez más, la señal
de la cruz— así como el poder de todos los misterios de la fe cristiana! ¡La más
excelsa Virgen María, Madre de Dios, te ordena, ella que en su humildad
aplastó tu orgullosa cabeza desde el primer momento de su Inmaculada
Concepción!» Ante esta referencia a la teología —la creencia de los católicos de
que María había nacido sin pecado original— Bowdern hizo una pausa. La
imagen era familiar a cualquier católico que llevara la medalla de la
Inmaculada Concepción, que mostraba a una radiante María aplastando la
cabeza de una serpiente. En ocasiones, Bowdern sujetaba una medalla en la
chaqueta del pijama de Robbie o le ponía una en una cadena alrededor del
cuello. Una de estas medallas mostraba a la Inmaculada Concepción en un
lado y el Sagrado Corazón en el otro.
«¡La fe de los santos apóstoles Pedro y Pablo y de los otros apóstoles te
ordena! —prosiguió Bowdern—. ¡La sangre de los mártires te ordena, así como
la piadosa intercesión de los hombres y mujeres santos!
»Por lo tanto, maldito dragón y toda legión diabólica, te ordenamos por el
Dios vivo, por el verdadero Dios, por el santo Dios, por el Dios que tanto amó
el mundo que dio a su único Hijo, que el que crea en Él no perecerá, sino que
tendrá la vida eterna, cesa tus engaños a los hombres y deja de darles a beber
el veneno de la condenación eterna; ¡desiste de dañar a la Iglesia y de estorbar
a su libertad! ¡Vete, Satanás, creador y dueño de toda falsedad, enemigo de la
humanidad! Cede tu lugar a Cristo en quien tú no encontraste ninguna de tus
obras; cede tu lugar a la Iglesia única, santa y apostólica, que el propio Cristo
creó con su sangre. ¡Que la mano todopoderosa de Dios te humille; tiembla y
huye cuando evoquemos el santo e imponente nombre de Jesús, ante quien el
infierno tiembla y a quien las Virtudes, los Poderes y las Dominaciones están
sujetos; a quien los querubines y serafines alaban con voz firme diciendo:
Santo, santo, santo es el Señor Dios de las Huestes!... Sanctus, Sanctus,
Sanctus Dominus Deus Sabaoth!»
Bowdern vaciló un momento. No había habido ninguna reacción, ni
maldiciones ni golpes, ante estas palabras: Dominus, Jesu, Deus. Quizá se
trataba de una señal de que el demonio ya había salido. Y ahora rezó la
oración de la esperanza, una plegaria dirigida a Dios. Las palabras resonaban
en la propia esperanza de Bowdern y su creencia de que minutos antes de que
terminara la fiesta de la Anunciación el demonio habría salido y de que,
finalmente, el bien habría triunfado sobre el mal.
«¡Oh Dios del cielo y de la tierra —recitó Bowdern con voz firme—, Dios de
los ángeles y de los arcángeles, Dios de los patriarcas y de los profetas, Dios
de los apóstoles y de los mártires, Dios de los confesores y de las vírgenes! Oh
Dios que tienes el poder de otorgar la vida después de la muerte y descanso
después del trabajo; pues no hay otro Dios a Tu lado, ni podría haber un
verdadero Dios aparte de Ti, el Creador de todas las cosas visibles e invisibles,
cuyo reino no tendrá fin. Por eso humildemente pedimos a la sublime
Majestad que graciosamente nos libres por Tu poderío de todo poder de los
espíritus malditos, de su esclavitud y de su engaño, y que nos libres de todo
daño. Por Cristo nuestro Señor. »
«Amén», respondieron los presentes en la habitación.
«De las garras del diablo, líbranos, Señor —oró Bowdern—,... te
suplicamos, óyenos. »
Roció la cama con agua bendita y salió de la habitación. Los sacerdotes
que se hallaban fuera callaron cuando Bowdern pasó por su lado, exhausto,
como de costumbre, pero, esa noche, extrañamente sereno.
9
11
MENSAJES
Bowdern llegó hacia las siete con Bishop, Van Roo y O'Flaherty. Los
sacerdotes estaban reunidos en la sala de estar hablando con la familia.
Robbie se hallaba allí, con aspecto demacrado y débil. Luego, sin previo aviso,
se abalanzó sobre tía Catherine y agarró el cuello de su vestido. Tío George fue
el primero en precipitarse a coger a Robbie, quien, sin soltar a Catherine,
forcejeó para liberarse de las manos de su tío. Karl Mannheim y los sacerdotes
se agruparon en torno a Robbie, protegiendo a Catherine del muchacho.
Karl y George llevaron a Robbie al piso de arriba y airados le arrojaron a la
cama. Él se quedó allí tumbado, mirando el techo y la lámpara rota. La
tolerancia de George a los ataques de Robbie había desaparecido. Catherine
había sido atacada dos veces por su sobrino. Por muy enfermo que estuviera...
Robbie se puso a cantar y a gritar. Por un momento, George no pudo
entender lo que el muchacho decía. Luego comprendió. Robbie cantaba algo
acerca de Billy, su primo pequeño Billy, el hijo menor de George Mannheim.
«Billy, Billy —cantaba Robbie—. Morirás esta noche. Morirás esta noche.
Morirás esta noche. »
Alguien —Bishop no indica quién— cogió una almohada y la puso sobre la
cara de Robbie, ahogando su voz. Otro apartó la almohada para impedir que
Robbie se asfixiara. La ira era una emoción nueva que ahora rodeaba a
Robbie, y él se contuvo. No reaccionó a las plegarias del exorcismo que
Bowdern había comenzado. Hacia las nueve y media, Robbie parecía dormir
un sueño natural, roncando fuerte. Pero estaba inquieto y no durmió
profundamente.
A medianoche los sacerdotes se marcharon. Al cabo de media hora, Robbie
se puso tan violento que su padre y su tío le inmovilizaron los brazos con cinta
adhesiva y le pusieron guantes en las manos. Él gimió de dolor y se quejó de
que los guantes le calentaban las manos. En cuanto su padre se ablandó y le
quitó la cinta y los guantes, Robbie fue presa de un ataque de rabia. Karl y
George forcejearon con él hasta que el muchacho se quedó dormido a las tres
y media de la madrugada del lunes.
Cuando Phyllis y Karl contaron al padre Bowdern los ataques de rabia de
Robbie, decidió acompañarles de regreso a Maryland aquella mañana en el
tren de las nueve cincuenta. Pidió a Van Roo que le acompañara e indicó al
padre O'Flaherty que se ocupara de Javier. De ordinario, este viaje no habría
podido prepararse con tanta informalidad; habría sido necesario notificárselo
al superior y éste habría tenido que dar permiso. Pero Bowdern, como
exorcista, tenía poder para decidir sin consultar con sus superiores.
En la casa, Robbie se negaba a despertarse. Pero el agua fría que le
arrojaron a la cara le despejó lo suficiente para que se vistiera y bajara al piso
inferior. Sus padres y tío George le acompañaron al coche de George que les
llevaría a la estación de ferrocarril. Su tío llevó consigo a un amigo por si se
necesitaban un par de manos más para dominar a Robbie. Sin embargo, el
trayecto se hizo en paz y cuando el coche llegó a la estación y se hubieron
despedido, Robbie charlaba y actuaba feliz.
Los jesuitas iban en un compartimento del tren y los Mannheim en otro
cercano. Durante el día Robbie se lo pasó bien. Empleó el tiempo en juegos de
mesa y contemplando pasar el paisaje. Karl y Phyllis disfrutaron de los
primeros momentos de paz en semanas. Bowdern esperaba un giro completo y
rápido. Se acercaba la Semana Santa, la época de más trabajo en la iglesia, y
él tenía que regresar para supervisar los preparativos.
Van Roo, que esperaba estudiar en Roma cuando esto terminara, tenía
intención de aprovechar el viaje nocturno para recuperar las lecturas que
había dejado durante las pasadas frenéticas noches. La experiencia no le
desvió de la teología a la demonología. «Después de que terminara —dijo
mucho tiempo después—, [el exorcismo] jamás me interesó. » Lo que parecía
molestarle más, intelectualmente, era ser arrastrado a un exorcismo sin tener
oportunidad de estudiar el fenómeno.
Hacia las once y media, cuando todo el mundo estaba instalado para pasar
la noche, Bowdern oyó que un revisor corría por el pasillo hacia el
compartimento de los Mannheim. Luego otro empleado. Y más ruido de pies
que corrían. Bowdern y Van Roo se precipitaron al compartimento. Robbie y
sus padres estaban despiertos y en pijama y bata. El muchacho se
comportaba como si estuviera cargado con electricidad. Nervioso y con voz
alta, hablaba atropelladamente a los empleados del tren. Karl explicó a los
sacerdotes que Robbie no dejaba de oprimir el timbre para llamar al servicio.
Bowdern salió del compartimento, se llevó aparte a un empleado y le dijo
que no hiciera caso de las llamadas de servicio de aquel compartimento. El
empleado, percibiendo que ocurría algo, preguntó qué le pasaba al muchacho.
Bowdern le dijo que estaba muy nervioso.
Robbie se acostó y despertó mucho antes de que el tren llegara a la Union
Station de Washington el martes 5 de abril. Parecía contento de estar en casa,
y de nuevo sus padres se preguntaron, con cautela, si el muchacho estaba
bien otra vez.
Mientras los Mannheim se reinstalaban en su casa, Bowdern llamó al
padre Hughes a la iglesia de St. James. Si no sabía ya lo que Robbie había
hecho a Hughes, sin duda debió de enterarse de ello en cuanto se conocieron.
El sacerdote aún no podía levantar el brazo que Robbie había herido.
No existe registro alguno de la conversación que mantuvieron estos dos
exorcistas, dos extraños arrastrados juntos por una experiencia que ninguno
de ellos deseaba, hombres que habían conocido y visto los horrores que el
exorcismo les había producido. No podían haber sido más diferentes: Hughes,
el párroco despreocupado que se lanzó al exorcismo y salió herido; Bowdern,
el veterano de guerra y teólogo al que habían encargado un exorcismo y ahora,
agotado y con mal aspecto, no veía fin a lo que había comenzado. Igual que la
gente describía a Hughes como el tranquilo Bing Crosby de la película
Siguiendo mi camino, los feligreses de Javier describían al padre Bowdern
como el joven Barry Fitzgerald, que interpretaba al adorable viejo pastor que
guiaba al tosco joven cura interpretado por Crosby.
Hughes presentó a Bowdern al canciller de la archidiócesis de Washington,
el monseñor que había actuado de intermediario entre Hughes y el arzobispo
O'Boyle. Bowdern necesitaba obtener el permiso de O'Boyle para continuar el
exorcismo, ya que el jesuita se hallaba ahora en la jurisdicción de O'Boyle.
Éste podría no haber querido saber nada más de este exorcismo que se había
realizado de manera chapucera en su archidiócesis, se había trasladado a otra
y ahora regresaba.
Bowdern explicó que, como pastor de una parroquia grande de St. Louis,
tenía que regresar lo antes posible allí para dirigir el programa de Semana
Santa. Pero dijo que se quedaría en Washington hasta que pudiera designarse
a alguien para continuar el caso. O'Boyle no respondió a esa idea.
Simplemente dio permiso a Bowdern para que prosiguiera el exorcismo en la
archidiócesis de Washington.
Bowdern, más preocupado que nunca por la creciente inclinación de
Robbie hacia la violencia, quería que el muchacho permaneciera confinado,
preferiblemente en un hospital mental católico. O'Boyle podía haber ordenado
que el muchacho fuera ingresado en alguna institución católica que Bowdern
eligiera, pero dejó que Bowdern decidiera. Para un obispo o un arzobispo más
inclinado a la administración que a los milagros, un exorcismo —como una
estatua que supuestamente derrama lágrimas y produce curaciones— es una
intrusión confusa y medieval. Para un arzobispo como O'Boyle, el tiempo y la
energía gastados en la superstición podían dedicarse al bienestar de las
iglesias y escuelas que se hallaban a su cargo.
Por razones no explicadas por Bishop ni nadie más que conociera el caso,
Bowdern no lo intentó en el Hospital de la Universidad de Georgetown. Es
posible que no quisiera involucrar a jesuitas de otra provincia. O quizá temía
que el hospital, conociendo la violencia de Robbie durante la anterior ocasión
que estuvo ingresado, impediría el exorcismo insistiendo en que interviniera
algún psiquiatra. Bowdern simplemente quería un lugar donde Robbie pudiera
ser frenado.
Le parecía que la posesión había estado apretando más su garra sobre
Robbie desde que éste se había convertido al catolicismo. La furia de los
demonios, creía, sobrepasaría los límites de su fuerza o la de Robbie. Bowdern
sabía que había habido demoníacos que nunca se recuperaron. Los
exorcismos no habían logrado expulsar al demonio. O el demonio había huido
dejando atrás la envoltura de un ser humano. No quería que un psiquiatra
considerara a Robbie un fracaso. Y tampoco quería que Robbie se hiciera daño
a sí mismo o lo hiciera a alguien a quien amaba. Bowdern quería proseguir el
exorcismo, aunque sospechaba que lo peor aún no había llegado.
El miércoles, Hughes acompañó en coche a Bowdern a Baltimore —fuera
de la jurisdicción de O'Boyle— para pedir una habitación en una institución
mental dirigida por monjas. Si éstas accedían a aceptar a Robbie, Bowdern se
vería obligado a acudir a otro arzobispo y pedir permiso para continuar el
exorcismo. Él estaba dispuesto a hacerlo si ello significaba que Robbie podía
ser protegido. Las monjas le dijeron que aceptarían al muchacho, pero los
médicos de la institución pusieron objeciones. Si Robbie era admitido como
paciente psiquiátrico, dijeron los médicos, no habría problema. Dependían del
estado de Maryland para obtener ayuda económica, y Maryland sin duda
subvencionaría un caso psiquiátrico juvenil. Pero ¿un exorcismo? No podían
arriesgarse al ridículo profesional y a las pérdidas económicas. La respuesta
fue negativa.
El superior de Hughes, el pastor de St. James, denegó la petición de
Bowdern de utilizar la rectoría. No había espacio, dijo el pastor. Aquella
noche, Bowdern llamó al Hospital de los Hermanos Alejianos de St. Louis. El
rector, el hermano Cornelius, aseguró a Bowdern que Robbie tenía una plaza
en el hospital siempre que la necesitara.
El jueves, Robbie siguió reanudando la vida normal en su casa. La escuela
volvía a cernirse ante él. Pero tendría que recuperar tanto tiempo perdido, que
sus padres hablaron de que no acudiera el resto del año escolar y que
comenzara de nuevo el otoño siguiente. Así que, para Robbie, aquel cálido día
de primavera empezaron las vacaciones, aunque con tareas. Pasó casi todo el
día cavando en el pequeño jardín del patio trasero y recortando el césped.
Se acostó hacia las ocho y media. Durante un rato, el segundo piso estuvo
tranquilo. De pronto, sus padres y su abuela oyeron a Robbie agitarse. Les
llamó. Estaba sucediendo de nuevo.
Bowdern y Van Roo llegaron poco después de las nueve y encontraron a
Robbie retorciéndose en la cama. El exorcista comenzó inmediatamente el
Praecipio. Sólo había pronunciado unas palabras cuando Robbie se revolvió,
se abrió el pijama, desgarrándolo, y mostró un arañazo que se le estaba
formando a lo largo del estómago, incluso mientras Bowdern y los Mannheim
observaban. Se produjeron otros dos arañazos que le rasgaron el pecho. Era
como si debajo de la piel se moviera una cuchilla de afeitar. Su delgado pecho
subía y bajaba y el muchacho gritaba de dolor. Arañado en el pecho apareció
el número 4.
Bowdern siguió rezando. Al oír la palabra «Jesu», Robbie dio un brinco.
«¡Mis piernas! ¡Miradme las piernas!», gritó. Su madre apartó la sábana que le
cubría. Le bajó los pantalones del pijama. Dos profundos cortes paralelos le
bajaban lentamente por la pierna desde el muslo hasta el pie, arrancándole
una vieja costra que tenía en el tobillo. La sangre brilló a lo largo de los
arañazos, que parecían hechos con una garra.
Robbie tenía los ojos abiertos. Van Roo, el intelectual confundido por lo
insondable, le miraba fijamente, tratando de comprender, tratando de ver una
pauta. Bowdern siguió rezando. Gritos de dolor puntuaban muchas palabras,
en especial «Jesu» y «Maria».
Robbie volvió a gritar al oír «Jesu» y en un muslo apareció una gran
mancha roja. A los ojos de varias personas era la imagen de un diablo.
No había nada en el Ritual referente a que el exorcista causara daño.
Bowdern detestaba su papel cuando veía al muchacho hacer muecas de dolor.
«Maria», repetía Bowdern una y otra vez, mientras recitaba el rosario en inglés,
y Robbie se quejaba de dolor cada vez que se mencionaba ese nombre. Llegó la
medianoche y Bowdern señaló la devoción a María y sus pesares. «Maria,
Maria, Maria», y dolor, dolor, dolor.
Bowdern no veía otro camino. Podía sentir el mal irradiar de aquel
torturado muchacho. El mal tenía que pasar a través de él, surgir de él, y
entonces todo habría terminado.
Cuando Bowdern preguntó el nombre y la fecha de salida del demonio, la
respuesta apareció formando líneas rojas, punteadas de sangre, en el pecho
de Robbie: HELL [infierno] y SPITE [rencor]. Empezaron a aparecer números en
sus brazos y cuerpo: 4 8 10 16. Entonces se oyó aquella voz tan espantosa:
«No me iré hasta que cierta palabra sea pronunciada, y este muchacho
jamás la pronunciará. »
En un momento en que estaba despierto, Robbie dijo a Bowdern que algo
estaba cambiando. En las imágenes que Robbie había descrito anteriormente,
había un profundo foso. Ahora el foso se había convertido en una cueva. Se
hallaba en una larga y oscura cueva. Pero podía ver a lo lejos un punto de luz.
Ahora, dijo, la luz se hacía cada vez más grande.
Cuando Bowdern terminó la tercera plegaria principal, él y Van Roo
examinaron con atención el estómago y las piernas de Robbie. Los sacerdotes
contaron al menos veinte arañazos. Algunos eran golpes simples, otros eran
dobles, y unos cuantos formaban cuatro líneas paralelas. Uno parecía una
pequeñísima horca. Las manos de Robbie habían estado a la vista todo el
tiempo. No podía haberse producido los arañazos con sus manos, coincidieron
los dos sacerdotes. Ahora, incluso al estar tumbado de espaldas para ser
examinado, dio un grito, y vieron un nuevo arañazo bajar lentamente por la
pierna.
Robbie cerró los ojos y empezó a escupir y a maldecir. Un salivazo alcanzó
a Bowdern en la cara y otro aterrizó en la de Van Roo. La saliva era viscosa y
salía en unas cantidades que desafiaban la lógica de Van Roo. Según un
cálculo rápido, Robbie escupía cerca de un cuarto de litro en pocos minutos.
Los sacerdotes tenían la cara mojada. Las gafas de Bowdern estaban tan
sucias que apenas podía ver. Van Roo se las limpió con una toalla, que
después sostuvo frente a Bowdern para que éste pudiera seguir leyendo. Pero
Robbie escupía por encima o por debajo de la toalla, sin abrir los ojos y sin
fallar ninguna vez.
Empezó a cantar con una aguda voz de falsete. Los sacerdotes pudieron
descifrar algunas frases, que eran de canciones verdes con obscenidades y
blasfemias (no anotadas en el diario) intercaladas. De vez en cuando, Robbie
tarareaba «Ave María» desentonando. Sus canciones, sus movimientos y sus
maldiciones se estaban volviendo un staccato y crecían en intensidad. Parecía
estar llegando a un clímax. Bowdern siguió orando.
La mano derecha de Robbie empezó a moverse sobre su pecho. Van Roo
bajó la mirada. Sangre. No había advertido lo largas que tenía las uñas
Robbie. Con una de esas uñas, Robbie estaba rascando dos palabras en su
pecho con letras mayúsculas: HELL [infierno] y CHRIST [Cristo].
Sorprendido y agotado, Bowdern miró el reloj de la mesilla de noche. Eran
casi las 2 de la madrugada. Unos momentos más tarde, Robbie advirtió: Os
mantendré despiertos hasta las 6 de la madrugada. Para demostrar esa
amenaza, una voz gruñona dijo: Para demostrarlo, le haré dormir y después le
despertaré. Robbie al instante cambió de estado, pasando de un ataque como
de coma a un profundo sueño natural. Despertó sobresaltado quince minutos
más tarde. Bowdern se preguntó si podría resistir otras cuatro horas. Pero el
demonio al parecer había calculado mal la energía de Robbie, pues éste casi
inmediatamente cedió a un sueño natural. La noche había terminado.
Esperando que el pastor de Hughes cambiara de opinión después de ver a
Robbie, Bowdern invitó al anciano sacerdote a la sesión de exorcismo del
viernes por la noche. Dijo que llamaría al pastor cuando Robbie estuviera lo
bastante calmado para recibir la Sagrada Comunión. El pastor accedió a llevar
con él una hostia consagrada.
Mientras Robbie jugaba e iba de un lado a otro en el transcurso del día,
calmado como de costumbre, Bowdern pedía tener fuerzas para proseguir.
Sabía que tenía que ingresar a Robbie en un lugar donde pudieran dominarle.
Habló larga y duramente con Karl y Phyllis Mannheim y les convenció para
que volvieran a St. Louis y que el exorcismo prosiguiera en el Hospital de los
Hermanos Alejianos. Bowdern hizo que Van Roo se ocupara del viaje de
regreso en tren y llamara a los Hermanos para decir que Robbie llegaría al
hospital el domingo 10 de abril, domingo de Ramos, el principio de la Semana
Santa.
Robbie entró en el cuarto de baño hacia las ocho el viernes por la noche.
Minutos más tarde, sus padres le oyeron gritar y maldecir. Le hicieron salir
del cuarto de baño, le metieron en la cama y llamaron a Bowdern. Cuando
éste llegó, Robbie escupía de modo implacable y no dejaba de maldecir y
proferir obscenidades. Bowdern nunca había visto a Robbie tan salvajemente
diabólico. Sus palabras estaban tan llenas de odio, que Bowdern no las
registró. El diario de Bishop dice con respecto a la sesión: «Pronunciaba
palabras sucias y realizaba movimientos y ataques sucios sobre los que se
encontraban junto a la cama, aludiendo a la masturbación, los
anticonceptivos y las relaciones sexuales de los sacerdotes y las monjas».
Durante tres horas, Bowdern y Van Roo rezaron mientras Robbie escupía a
los sacerdotes y levantaba y bajaba la mano fingiendo masturbarse. Tiró de la
ropa de los sacerdotes, rompió las sábanas, lanzó almohadas, cantó «Ave
Maria», tarareó muy mal El Danubio azul y actuó como si estuviera
respondiendo a preguntas en latín con frases en confuso latín. Habló casi todo
el tiempo con una voz profunda y grave.
Hughes y su pastor llegaron hacia las once. El pastor • llevaba consigo
una hostia consagrada, el Santísimo Sacramento, en un píxide, el cual iba
dentro de una bolsa de seda, una tela cuadrada con un cordón, utilizada para
llevar al cuello un píxide. Mientras el pastor esperaba en la sala de estar,
Hughes recorrió la casa, rociando agua bendita y diciendo en latín: «Bendice,
Oh Señor, Dios todopoderoso, esta casa, que en ella haya buena salud,
castidad, el poder de la victoria espiritual, humildad, bondad y docilidad, la
plenitud de la Ley y gracias a —hizo la señal de la cruz— Dios Padre, Hijo y
Espíritu Santo: y que esta bendición permanezca en la casa y en sus
habitantes. Por Cristo nuestro Señor. Amén».
Cuando Hughes terminó la bendición, él y el pastor subieron al piso de
arriba y entraron en el dormitorio de Robbie. Éste se encontraba
relativamente calmado en aquellos momentos. Luego, explotó en un ataque de
maldiciones y juramentos, con los ojos cerrados vueltos hacia el asombrado
pastor, quien colocó el píxide en una cómoda. Robbie le arrojó una almohada,
pero Hughes la desvió. Bowdern levantó la vista del Ritual. Percibía que
Robbie había detectado la presencia del Santísimo Sacramento. La percepción
de objetos sagrados ocultos era una señal tradicional de la posesión. Bowdern
indicó con una seña al pastor que se metiera el píxide en el bolsillo. Otra
almohada le pasó por encima de la cabeza cuando se agachó y salió de la
habitación.
Bowdern decidió entonces que Robbie no recibiera la Sagrada Comunión.
En un momento de calma, dio al muchacho una cápsula que contenía un
sedante suave. Robbie la escupió, luego la recogió de encima de la sábana y
por fin se la tragó. Cuando Bowdern intentó plantear la cuestión de llevar a
Robbie a la rectoría de St. James, el pastor rechazó la idea aún con más
vehemencia que el miércoles. La negativa no sorprendió a Bowdern, pero
había vuelto a hablar de ello porque creía que Robbie estaría más cómodo en
una institución cerca de su casa. Ahora no cabía otra elección más que
continuar el exorcismo en St. Louis.
El sábado por la mañana, Bowdern, Van Roo, Robbie y su madre subieron
a un tren para trasladarse a St. Louis. «R estuvo normal todo el día —indica el
diario—. Sufrió un corto ataque al retirarse por la noche. » El diario ahora sólo
reseña los acontecimientos del día que son significativamente diferentes. El
orinarse, soltar ventosidades, los gestos obscenos, los gritos y los insultos se
habían convertido en una rutina y ya no los anotaba. Tampoco revela el diario
qué dijo aquella voz espantosa sobre los sacerdotes mismos.
«En alguna ocasión —dijo un jesuita que conocía los detalles íntimos del
caso— manifestaba un insondable conocimiento de la sensibilidad del
exorcista y de otros, intentando crear un sentimiento de desconfianza y
hostilidad entre ellos. » Otro jesuita dijo: «Contaba hechos de la vida pasada de
los sacerdotes que el muchacho era imposible que conociera». Hughes dijo, en
un relato en tercera persona, que «el diablo efectuó algunas revelaciones que
resultaban perturbadoras para los participantes, pero no sacó ningún
provecho de ellas». Cualesquiera que fueran esos hechos —muchos de ellos al
parecer intensamente privados— no quedaron anotados.
Tampoco estaba anotado día a día la costumbre de Bowdern de
interrumpir las oraciones en latín y traducir dos frases de las oraciones del
exorcismo. «Di cómo te llamas», ordenaba Bowdern, luego esperaba la
respuesta. Robbie solía reaccionar con más maldiciones y salivazos o
hablando de manera ininteligible. Entonces Bowdern pedía: «Di el día y la hora
de tu partida». Al oír esta frase, Robbie se volvía más violento.
Las instrucciones del Ritual indicaban al exorcista que se fijara en «qué
palabras concretas de la forma [de las oraciones] producían un efecto más
intimidante sobre el diablo, para que después esas palabras pudieran ser
empleadas con mayor énfasis y frecuencia». Bowdern sabía que había
encontrado un punto débil e insistía en él, una y otra vez, preguntando el día
y la hora de su salida. Quizá, creía, esta pregunta intimidaba al demonio
porque sabía que el final estaba próximo.
Eso esperaba Bowdern. Aunque espiritualmente estaba fuerte como
nunca, se estaba debilitando físicamente. A veces, el exorcista quedaba
exhausto y tenía que ser sustituido por otro, y a veces, el exorcista moría
durante el exorcismo.
Bowdern sin duda le daba vueltas a esto, especulando acerca de una
sustitución. Bishop era el candidato más probable. Pero cuando Bowdern y
Van Roo partieron hacia Washington, Bowdern vio que la experiencia estaba
agotando a Bishop. En cuanto a Van Roo, parecía dudar de la idea en sí del
exorcismo. Actuaba como debía, y soportaba sin quejarse su parte de salivazos
e insultos. Pero su mente estaba en Roma y los límites más elevados de la
teología. O'Flaherty y McMahon había visto suficiente para poder hacerlo; los
dos apoyaban espiritualmente el exorcismo.
Y Bowdern sabía que, en última instancia, cualquiera de los varios jesuitas
de la comunidad podría sustituirle. Joe Boland, un duro ex capellán de la
Armada, ya había echado una mano a Bowdern. También lo había hecho Ed
Burke, otro ex capellán jesuita que había recibido la Estrella de Plata por
cubrir repetidamente a los heridos con su propio cuerpo hasta que llegaba la
ayuda médica en la isla Peleliu. Sin anunciarlo, la comunidad había asumido
el caso. Era una obra colectiva, y Bowdern podía sentirse alentado sabiendo
que, le ocurriera lo que le ocurriera a él, alguien de la comunidad lo llevaría
hasta el fin.
13
Poco después de las siete del domingo de Ramos, Bowdern condujo a Van
Roo, O'Flaherty y Bishop a la pequeña y oscura habitación de Robbie.
Bowdern habló brevemente a Robbie, que parecía calmado por el momento.
Bowdern decidió intentar de inmediato las plegarias del exorcismo, tomando la
iniciativa en lugar de esperar a que se produjera un ataque y reaccionar
entonces a él. El exorcismo no produjo ninguna respuesta de un Robbie
sorprendentemente dócil. Bowdern comenzó entonces el rosario. Esta vez, la
mención repetida del nombre de María no provocó ningún torbellino de
maldiciones y obscenidades. Bowdern siguió rezando rosarios hasta las once
de la noche, cuando Robbie se quedó dormido.
Bowdern esperó unos minutos y despertó al muchacho para darle la
Sagrada Comunión. Robbie sólo pudo mantener los ojos abiertos unos
segundos. Se quedó dormido entre el momento en que Bowdern sacaba la
hostia del píxide y el momento en que la acercaba a los labios de Robbie. El
sacerdote estaba pensando en abandonar la idea cuando Robbie de pronto
despertó y recibió la hostia. Se recostó sobre la almohada con una sonrisa y
pronto se halló durmiendo un profundo y sereno sueño.
Los sacerdotes hicieron la señal para salir de la habitación. El Hermano de
turno en el ala abrió la puerta y prometió vigilar de cerca a Robbie durante
toda la noche. El domingo de Ramos había transcurrido en paz, y Bowdern
empezó a esperar una vez más que el demonio, dirigido por la sagrada fuerza
de la Semana Santa, estuviera abandonando a Robbie.
El lunes, el hermano Emmet introdujo a Robbie a la rutina del pabellón. El
muchacho recogió su habitación bajo la insistente mirada de Emmet y luego
acompañó a éste en sus rondas. Ayudó a Emmet en extrañas tareas y empezó
a sentir que tenía un amigo en aquel triste lugar. Los Hermanos del pabellón
—oficialmente, la unidad de psiquiatría crónica— habían hecho que Robbie
tuviera los días ocupados, y eso incluía cierto trabajo bajo la supervisión de
un Hermano y el estudio del catecismo.
Bowdern quería un ambiente espiritual para proseguir el exorcismo, y aquí
lo había encontrado. Cada habitación tenía un crucifijo y cada mañana y
noche los altavoces, repartidos por todo el hospital, retransmitían plegarias
guiadas por el capellán del hospital. Pero el santo celo alejiano no hacía
opresivamente austero su hospital. Los Hermanos siempre estaban alegres y
eran incansables. Siempre había muchos no católicos entre los alrededor de
140 pacientes del hospital.
El alejiano combinaba la intensa fe personal con el compromiso de dar a
sus pacientes cuidados y compasión. Un Hermano no leía los periódicos y no
podía hablar durante las comidas, las cuales hacía en una silla asignada en el
comedor. Cuando moría, se colocaba un crucifijo sobre su silla cada día
durante una semana. La comida que se habría tomado se entregaba a alguna
familia pobre del vecindario. Un Hermano normalmente trabajaba unas ocho
horas y pasaba ocho horas al día rezando o meditando, cuatro horas por la
mañana y cuatro por la tarde. Un Hermano reprimía la conversación ociosa,
no visitaba a los otros Hermanos en sus celdas y nunca salía solo. Los viernes
ayunaba. Un Hermano comenzaba el día a las cuatro cuarenta y acudía a la
capilla para rezar durante cuarenta y cinco minutos, lo cual iba seguido de
una misa. Su día terminaba con las oraciones de las ocho y media. Estaba en
la cama, en su celda, a las nueve.
Para acomodar este día religioso a las necesidades del hospital, los
Hermanos variaban su programa de oraciones y empleaban a seglares:
trabajadores, muchos de ellos procedentes de un orfanato local, y enfermeros
formados por los alejianos. Todos los miembros del personal eran hombres.
La devoción de los alejianos a su religión no empañaba su objetividad
médica. Estaban acostumbrados a tener pacientes jóvenes, incluidos jóvenes
con problemas psiquiátricos. El hermano Cornelius, para no correr riesgos,
llamó a un pediatra no católico, le hizo jurar que guardaría el secreto y le pidió
que observara y examinara a Robbie. Cornelius dijo al médico: Quiero saber si
existe alguna explicación natural a esto. El pediatra examinó los arañazos de
Robbie y observó sus repentinos cambios de las violentas contorsiones al
sueño parecido al coma. También dijo posteriormente que estuvo presente
cuando algunos objetos volaron en la habitación. Dijo a Cornelius: No puedo
darle ninguna explicación natural a esto.
EL SECRETO DESVELADO
Después de haber pisado una cruz formada por dos pajas, o después de haber
pensado, dicho o hecho alguna otra cosa, acude a mí desde «fuera» el pensamiento
de que he pecado, y por otra parte me parece que no he pecado; no obstante,
siento cierto desasosiego al respecto, por cuanto que dudo y al mismo tiempo no
dudo.
!
El número de la página se refiere al de la publicación original del libro.
*
Obras citadas en la bibliografía, páginas 307.
publicado por el Instituto de Parapsicología del doctor J. B. Rhine. Schulze, en
una entrevista celebrada en 1980, también habla del caso en Enchanted
Voyager* biografía autorizada de Rhine, un pionero de la parapsicología. Rhine
menciona varias veces el caso de Mount Rainier en la correspondencia de esa
época. (J. B. Rhine Papers, Special Collections Department, Duke University
Library, Durharn, N. G). Rhine también acudió a Washington a hablar del
caso con Schulze.