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La libertad, se entiende como: Es un derecho que nos permite elegir qué hacer
con nuestra vida, cómo disponer de nuestros talentos, posesiones, tiempo,
etcétera. Pero también esto nos lleva a tener responsabilidades. Establecimiento
de un marco de libertades cívicas para todos. Por ejemplo: la libertad de
conciencia, de pensamiento y de culto religioso, la libertad de expresión y de
prensa, la libertad de movimientos y de residencia.
Autonomía moral.
Eliminación de la dominación.
Garantía del mínimo material social y cultural para que cada persona pueda
desarrollar una vida digna: ingresos económicos dignos, educación, vivienda,
asistencia sanitaria, etc.
Igualdad de oportunidades de ocupar cargos y empleos, disminuyendo las
desigualdades naturales y sociales de nacimiento.
Igualdad ante la ley, aplicando las mismas reglas para todos.
Procuración de que todas las personas tengan un razonable nivel de
autoestima.
Evitar la discriminación, tomar a todos en cuenta y no tener excepciones. De
lo contrario se sentirán excluidos y se generará un deterioro en la convivencia.
Una actitud dialógica para resolver los problemas, utilización del diálogo como
único recurso para solucionar los conflictos, especialmente los conflictos sociales
humanos. Entendido como buscar resolver los conflictos a través del diálogo y no
con violencia, dando espacio a que todos los implicados expresen sus puntos de
vista.
Las claves de una ética cívica y laica
Luis María Cifuentes Pérez
Éxodo 142
Por lo tanto, es evidente que la construcción de una ética cívica laica es algo que
está todavía por elaborar y más aún por implantar en todas las sociedades
democráticas, a pesar de que el proceso de secularización de la sociedad y de la
política es un hecho innegable en las democracias occidentales. El problema,
como veremos a continuación, reside en que se debe hacer un gran esfuerzo por
distinguir la ética individual de la ética pública y la esfera de lo político frente a la
esfera de lo social y cultural. La laicidad y el laicismo no pueden convertirse en
ningún caso en una ideología más entre otras muchas y cuya finalidad fuese
pretender imponerse por la fuerza a todos los miembros de la sociedad frente a las
creencias religiosas de cada persona, sino que en realidad es la condición de
posibilidad de una convivencia pacífica en el marco de una sociedad que respeta
el pluralismo político, moral y religioso. Por eso el análisis de la ética laica siempre
debe hacerse en el ámbito de la esfera política; es decir, en el ámbito del
funcionamiento de las instituciones democráticas y públicas que nos representan a
todos los ciudadanos. Las sociedades como tales no son laicas ni laicistas, sino
plurales; más bien son los Estados y los gobiernos democráticos los que tienen
ante sí la ardua tarea de implantar la laicidad en las leyes civiles que obligan a
todos los ciudadanos, respetando la libertad de conciencia de todos.
Es evidente que todo el sistema educativo debe ser, por tanto, neutral y no debe
adoctrinar ni en el campo religioso ni el político. La escuela debería ser un lugar de
encuentro y de convivencia en medio de un clima de mutuo respeto a las
diferencias y nunca un lugar de exacerbación de los particularismos y de las
diferencias religiosas o políticas. Esta advertencia del maestro Giner sigue siendo
de total actualidad, pues toda la reciente polémica sobre la asignatura de
“Educación para la ciudadanía y los derechos humanos” se debe en gran parte a
que no se ha sabido interpretar que la escuela debe educar en unos valores
cívicos comunes que sean compartidos por todos y que hoy podrían ser
sintetizados en los Derechos Humanos.
Se entiende por ética pública aquella que analiza y señala los principios y valores
éticos que deben regir la conducta de los dirigentes políticos y de los funcionarios
públicos en el ejercicio de sus funciones. Tanto los gobernantes de cualquier nivel
como todos los funcionarios son servidores públicos y están sujetos a una
deontología, a un código de conducta que en caso de incumplimiento puede
acarrear sanciones de tipo jurídico. La relación de la ética pública con la laicidad y
el laicismo se basa en que un servidor público debe actuar siempre en función del
bien común de todos los ciudadanos y por tanto debe ser neutral respecto a las
creencias morales o religiosas propias y de los demás. Se trata de que el código
de ética pública por el que todo servidor público debe regirse se base en el
respeto a la legalidad vigente y a los valores de igualdad y justicia recogidos en los
Derechos Humanos y en la Constitución de cada país.
En ese sentido se puede decir que toda ética pública es laica porque no puede
apoyarse en las creencias morales o religiosas íntimas de cada funcionario público
ni tampoco privilegiar o discriminar a los ciudadanos en función de sus creencias.
La conducta moral de los servidores públicos debe ser imparcial, neutral y no
obedecer a las pautas particulares de una determinada religión, sino a principios
éticos universales de igualdad y de justicia. Estas apreciaciones no están exentas
de graves dificultades en la práctica, pues resulta difícil que una persona sea
capaz de separar sus convicciones morales y religiosas más profundas cuando
actúa en el escenario público y cuando actúa en al ámbito privado.
Por su parte la ética privada es la que analiza los principios y valores éticos que
rigen la conducta moral en el escenario privado e íntimo de cada persona. En ese
escenario pueden darse conductas que no se manifiestan en el ámbito público y
político y por eso puede hablarse también de la oposición entre “vicios privados y
virtudes públicas” y de “vicios públicos y virtudes privadas”. Ese juego de
oposiciones entre la moralidad pública y privada puede llevar al extremo de una
esquizofrenia ética en la que el discurso público es moralmente correcto y la
conducta privada sin embargo es inmoral. Así ha sido en los terribles casos de
pederastia que en los últimos años han sido conocidos en el seno de la Iglesia
católica y en los que algunos jerarcas del catolicismo han tenido que confesar
finalmente sus acciones e incluso indemnizar a sus víctimas con dinero.
La ética privada no tiene por qué someterse a los principios de la laicidad pues es
totalmente libre de expresarse conforme a sus creencias y valores morales. La
dificultad reside en fijar unos límites a la expresión de la ética privada en el
escenario público puesto que, según algunos autores, la libertad religiosa no debe
impedir a los creyentes salir de “las sacristías” para expresar sus creencias en el
espacio público. Si por escenario público se entiende los medios de comunicación,
la calle y cualquier otro foro público es evidente que los creyentes religiosos tienen
los mismos derechos que los ateos o agnósticos a exponer sus principios y
valores morales. Otra cosa es que en el ejercicio de una función pública al servicio
de todos los ciudadanos los creyentes de cualquier religión actúen para imponer a
los demás sus propias creencias. El intento de convertir una ética privada de un
grupo religioso particular en la moral de todos los ciudadanos socava un principio
fundamental de las democracias: el pluralismo moral. Como señalaba
acertadamente Gregorio Peces-Barba, este pluralismo es imposible cuando una
concepción del bien o una filosofía comprehensiva pretenden ser el núcleo de la
razón pública, es decir, cuando intentan que su ética privada, su idea de la virtud,
de la felicidad, del bien o de la salvación, es decir, su núcleo de verdad, se
conviertan en la ética pública de la sociedad. La disolución de la ética privada en
ética pública es propia de las filosofías totalitarias [2].
Democracia y laicidad
Por otro lado, conviene señalar algo acerca de una virtud esencial para la
construcción de una ética laica. Me refiero a la tolerancia. Esta virtud sobre la que
algunos filósofos escribieron preciosos tratados (J. Locke, Voltaire), está siendo
objeto hoy de ciertas interpretaciones que tergiversan su contenido real. En una
democracia nadie puede arrogarse el monopolio de la Verdad o del Bien, o, mejor
dicho, nadie puede pretender imponer su metafísica particular a todos los
ciudadanos, sino que todos debemos aceptar que la verdad y el bien son una
construcción intersubjetiva e histórica. Esta aceptación del pluralismo epistémico y
moral es una condición necesaria para la convivencia democrática y se traduce en
la exigencia de la virtud de la tolerancia; pero la tolerancia en sentido positivo,
como señalaba Giner de los Ríos, quiere decir ante todo respeto a las personas
por su dignidad y al mismo tiempo humildad para reconocer que nadie está en
posesión de la Verdad absoluta. Para Giner la realidad de las diferencias
ideológicas o religiosas entre las personas no debe llevar nunca a la violencia ni al
fanatismo. Somos diferentes y por eso podemos discrepar racionalmente sin tener
que exterminarnos unos a otros.
Hoy en día, esta actitud de tolerancia tiene un límite que viene marcado por
aquellas acciones y actitudes de violencia y fanatismo que socavan las bases
fundamentales de la convivencia. Es decir, que se puede y se debe ser intolerante
con todas aquellas conductas que no respetan la dignidad humana y que eliminan
el derecho fundamental de todo ser humano, como es el derecho a la vida. En ese
sentido, hay que señalar que no todo es tolerable en una democracia y que no
toda conducta se puede permitir, ya que la democracia siempre tiene que resolver
sus discrepancias y conflictos de modo pacífico y en el marco del respeto a los
Derechos Humanos y al Estado de Derecho.
Los valores esenciales de una ética cívica laica están recogidos en la Declaración
Universal de los Derechos Humanos (1948): la libertad, la igualdad y la justicia.
Esta ética laica universalizable se basa en una lectura intercultural de los derechos
humanos; es decir, en una visión del ser humano que debe ser considerado en
todas las culturas como portador de una dignidad inalienable que demanda un
respeto de todos los gobiernos a cada ser humano con independencia de su
condición religiosa, social, cultural, racial o sexual. La ética laica prescinde de la
adscripción religiosa de cada individuo para centrarse en lo común a todos los
seres humanos, en la igual dignidad de todos por su simple condición humana. La
ética laica es una exigencia de dignificación real de la vida humana de todos y
cada uno de los miembros de la Humanidad. Y al mismo tiempo esa ética laica y
cívica está vinculada a todos los procesos de democratización política que hay en
el mundo, ya que el “démos” y el “láos” significan en griego el pueblo como
comunidad de aquellos individuos que no son ni los dirigentes políticos ni la
jerarquía religiosa; es decir, que la laicidad alude al pueblo como conjunto de
individuos como sujetos últimos de la soberanía democrática, como ciudadanos
capaces de participar y decidir de modo autónomo y racional sobre los asuntos
públicos.