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ÉTICA CÍVICA

Por Ética cívica entendemos que es la parte de la ética, de la reflexión, que se


refiere a nuestro comportamiento en una comunidad social. Es el esfuerzo de los
seres humanos para pensar, justificar y realizar el gran proyecto de la convivencia
justa. Está fundamentada por los Derechos Humanos que recogen los valores que
deben guiar nuestra conducta. Es la instrucción que tiene un objetivo de aprender
a vivir en comunidad y en armonía.

Valores mínimos (ideales) de una ética cívica

La libertad, se entiende como: Es un derecho que nos permite elegir qué hacer
con nuestra vida, cómo disponer de nuestros talentos, posesiones, tiempo,
etcétera. Pero también esto nos lleva a tener responsabilidades. Establecimiento
de un marco de libertades cívicas para todos. Por ejemplo: la libertad de
conciencia, de pensamiento y de culto religioso, la libertad de expresión y de
prensa, la libertad de movimientos y de residencia.

Autonomía moral.

La humildad en una persona es la seguridad, por lo tanto también conoce sus


limitaciones, y las asume, aprenderá de sus aciertos y de sus errores y porque
sabe reconocer, sabe escuchar sus críticas y sabe distinguir de quien vienen por
lo que esta en constante aprendizaje y crecimiento.

La justicia es uno de los ejes fundamentales del bienestar común, es distinguir


lo propio de lo ajeno.

El respeto Es reconocer donde empiezan y donde terminan los derechos


iguales de todos los individuos así como de la sociedad en que vivimos. El respeto
consiste en aceptar y comprender las diferentes formas de actuar y pensar de otro
ser humano, siempre y cuando no contravengan ninguna norma o derecho
fundamental. Respetar a otra persona es ponerse en su lugar, tratar de entender
que es lo que lo motiva y sobre la base de eso ayudarlo si fuera el caso.
Reconocimiento de que los otros grupos tienen derecho a existir y a mantener sus
propias creencias mientras las encuentren convincentes.

La igualdad, entendida como:

Eliminación de la dominación.
Garantía del mínimo material social y cultural para que cada persona pueda
desarrollar una vida digna: ingresos económicos dignos, educación, vivienda,
asistencia sanitaria, etc.
Igualdad de oportunidades de ocupar cargos y empleos, disminuyendo las
desigualdades naturales y sociales de nacimiento.
Igualdad ante la ley, aplicando las mismas reglas para todos.
Procuración de que todas las personas tengan un razonable nivel de
autoestima.
Evitar la discriminación, tomar a todos en cuenta y no tener excepciones. De
lo contrario se sentirán excluidos y se generará un deterioro en la convivencia.

La solidaridad, el sentido de igualdad y justicia, el ser solidario no es solo en


cosas materiales. La solidaridad busca un objetivo altruista; se debe buscar
ayudar a toda persona, sin esperar nada a cambio. También hay cosas afectivas,
emocionales, motivacionales, espirituales, o de simple compañía y apoyo.

Que exige dos tipos de acción:

Apoyar al débil para que alcance la mayor autonomía y autoestima posible.


Explotar al máximo los nuevos talentos en provecho de la sociedad.

La tolerancia o respeto activo de aquellas concepciones de felicidad que no


compartimos. Este es un valor que se aplica a partir de que se ha cometido una
falta, o se rebasó un límite.

Una actitud dialógica para resolver los problemas, utilización del diálogo como
único recurso para solucionar los conflictos, especialmente los conflictos sociales
humanos. Entendido como buscar resolver los conflictos a través del diálogo y no
con violencia, dando espacio a que todos los implicados expresen sus puntos de
vista.
Las claves de una ética cívica y laica
Luis María Cifuentes Pérez

Éxodo 142

En este artículo voy a tratar de exponer brevemente los elementos conceptuales


que considero esenciales para la construcción de una nueva ética cívica de
carácter laico que pueda servir de soporte para vertebrar la convivencia en las
actuales democracias. La vocación universalista de esta ética cívica y laica me
lleva a pensar que este tipo de principios y valores éticos deberían ser puestos en
práctica en cualquier tipo de sociedad, aunque considero que hoy día es mucho
más difícil implantarlos en sociedades autoritarias que poseen elementos
teocráticos muy definidos en su configuración política y cultural.

Por lo tanto, es evidente que la construcción de una ética cívica laica es algo que
está todavía por elaborar y más aún por implantar en todas las sociedades
democráticas, a pesar de que el proceso de secularización de la sociedad y de la
política es un hecho innegable en las democracias occidentales. El problema,
como veremos a continuación, reside en que se debe hacer un gran esfuerzo por
distinguir la ética individual de la ética pública y la esfera de lo político frente a la
esfera de lo social y cultural. La laicidad y el laicismo no pueden convertirse en
ningún caso en una ideología más entre otras muchas y cuya finalidad fuese
pretender imponerse por la fuerza a todos los miembros de la sociedad frente a las
creencias religiosas de cada persona, sino que en realidad es la condición de
posibilidad de una convivencia pacífica en el marco de una sociedad que respeta
el pluralismo político, moral y religioso. Por eso el análisis de la ética laica siempre
debe hacerse en el ámbito de la esfera política; es decir, en el ámbito del
funcionamiento de las instituciones democráticas y públicas que nos representan a
todos los ciudadanos. Las sociedades como tales no son laicas ni laicistas, sino
plurales; más bien son los Estados y los gobiernos democráticos los que tienen
ante sí la ardua tarea de implantar la laicidad en las leyes civiles que obligan a
todos los ciudadanos, respetando la libertad de conciencia de todos.

Libertad de conciencia y neutralidad del Estado laico

La configuración de la laicidad y del laicismo no consiguió abrirse paso en las


sociedades occidentales hasta el siglo XIX y en cada país tuvo una implantación
diferente. En el caso español fue el liberalismo progresista del siglo XIX el que
mejor planteó el significado político y jurídico de la neutralidad del Estado en
materia de religión y moral y también el que mejor elaboró una filosofía de la
laicidad. Fue sin duda el gran maestro F. Giner de los Ríos el mejor exponente de
ese liberalismo laicista e ilustrado con su creación de una organización como la
Institución Libre de Enseñanza (1876) cuya finalidad esencial era educar a todos
los niños y adolescentes españoles en el exquisito respeto a la conciencia moral
de cada persona. En un país como España en el que el adoctrinamiento religioso
había sido una constante histórica, el laicismo escolar supuso una auténtica
revolución social y cultural. Las palabras del fundador de la ILE son una clara
muestra del significado real del laicismo en la escuela. Por lo dicho se comprende,
sin gran dificultad, que, no sólo debe excluirse la enseñanza confesional o
dogmática de las escuelas del Estado, sino aun de las privadas, con una
diferencia muy natural, a saber: que de aquellas ha de alejarla la ley; de éstas el
buen sentido de sus fundadores y maestros. Así es que la práctica usual en
muchas naciones de Europa, y en general, donde existe una religión oficial,
incluso entre nosotros, de establecer escuelas particulares para los niños de los
cultos disidentes, católico, protestante, hebreo, etc. ha producido y producirá
siempre los más desastrosos resultados, dividiendo a los niños, que luego han de
ser hombres, es castas, incomunicadas desde la cuna [1].

Es evidente que todo el sistema educativo debe ser, por tanto, neutral y no debe
adoctrinar ni en el campo religioso ni el político. La escuela debería ser un lugar de
encuentro y de convivencia en medio de un clima de mutuo respeto a las
diferencias y nunca un lugar de exacerbación de los particularismos y de las
diferencias religiosas o políticas. Esta advertencia del maestro Giner sigue siendo
de total actualidad, pues toda la reciente polémica sobre la asignatura de
“Educación para la ciudadanía y los derechos humanos” se debe en gran parte a
que no se ha sabido interpretar que la escuela debe educar en unos valores
cívicos comunes que sean compartidos por todos y que hoy podrían ser
sintetizados en los Derechos Humanos.

Junto a la libertad de conciencia, el otro gran principio laicista es la neutralidad del


Estado en materia de creencias morales y religiosas. En la época actual eso se
debe traducir en que ningún Estado tiene que ser de carácter confesional, en que
ninguna Constitución debe otorgar privilegios a ninguna religión concreta ni
tampoco discriminar a nadie por sus creencias religiosas. En ese sentido se puede
afirmar que el Estado es laico e indiferente a las religiones. Eso no significa que la
acción de los gobiernos no deba tener en cuenta cuáles son las creencias
mayoritarias de la sociedad para la que legislan y esto plantea a veces cuestiones
muy delicadas. Las tradiciones culturales y morales de cada sociedad ejercen una
poderosa influencia en la configuración de las leyes y, sin embargo, los gobiernos
democráticos deben respetar también el pluralismo moral y religioso y no pueden
imponer nunca una moral única a toda la población.

Ética pública y privada

Uno de los temas más polémicos en el ámbito de la filosofía moral y política es el


de la diferencia entre la ética pública y la privada y el de los límites que se pueden
establecer para la expresión de la libertad de conciencia y de religión en el seno
de una sociedad. Es cierto que en la vida real de los individuos no hay dos modos
de conducta totalmente separables pues todos vivimos en sociedad, pero también
es evidente que los escenarios públicos y privados en los que no movemos tienen
exigencias éticas diferentes.

Se entiende por ética pública aquella que analiza y señala los principios y valores
éticos que deben regir la conducta de los dirigentes políticos y de los funcionarios
públicos en el ejercicio de sus funciones. Tanto los gobernantes de cualquier nivel
como todos los funcionarios son servidores públicos y están sujetos a una
deontología, a un código de conducta que en caso de incumplimiento puede
acarrear sanciones de tipo jurídico. La relación de la ética pública con la laicidad y
el laicismo se basa en que un servidor público debe actuar siempre en función del
bien común de todos los ciudadanos y por tanto debe ser neutral respecto a las
creencias morales o religiosas propias y de los demás. Se trata de que el código
de ética pública por el que todo servidor público debe regirse se base en el
respeto a la legalidad vigente y a los valores de igualdad y justicia recogidos en los
Derechos Humanos y en la Constitución de cada país.

En ese sentido se puede decir que toda ética pública es laica porque no puede
apoyarse en las creencias morales o religiosas íntimas de cada funcionario público
ni tampoco privilegiar o discriminar a los ciudadanos en función de sus creencias.
La conducta moral de los servidores públicos debe ser imparcial, neutral y no
obedecer a las pautas particulares de una determinada religión, sino a principios
éticos universales de igualdad y de justicia. Estas apreciaciones no están exentas
de graves dificultades en la práctica, pues resulta difícil que una persona sea
capaz de separar sus convicciones morales y religiosas más profundas cuando
actúa en el escenario público y cuando actúa en al ámbito privado.

Por su parte la ética privada es la que analiza los principios y valores éticos que
rigen la conducta moral en el escenario privado e íntimo de cada persona. En ese
escenario pueden darse conductas que no se manifiestan en el ámbito público y
político y por eso puede hablarse también de la oposición entre “vicios privados y
virtudes públicas” y de “vicios públicos y virtudes privadas”. Ese juego de
oposiciones entre la moralidad pública y privada puede llevar al extremo de una
esquizofrenia ética en la que el discurso público es moralmente correcto y la
conducta privada sin embargo es inmoral. Así ha sido en los terribles casos de
pederastia que en los últimos años han sido conocidos en el seno de la Iglesia
católica y en los que algunos jerarcas del catolicismo han tenido que confesar
finalmente sus acciones e incluso indemnizar a sus víctimas con dinero.

La ética privada no tiene por qué someterse a los principios de la laicidad pues es
totalmente libre de expresarse conforme a sus creencias y valores morales. La
dificultad reside en fijar unos límites a la expresión de la ética privada en el
escenario público puesto que, según algunos autores, la libertad religiosa no debe
impedir a los creyentes salir de “las sacristías” para expresar sus creencias en el
espacio público. Si por escenario público se entiende los medios de comunicación,
la calle y cualquier otro foro público es evidente que los creyentes religiosos tienen
los mismos derechos que los ateos o agnósticos a exponer sus principios y
valores morales. Otra cosa es que en el ejercicio de una función pública al servicio
de todos los ciudadanos los creyentes de cualquier religión actúen para imponer a
los demás sus propias creencias. El intento de convertir una ética privada de un
grupo religioso particular en la moral de todos los ciudadanos socava un principio
fundamental de las democracias: el pluralismo moral. Como señalaba
acertadamente Gregorio Peces-Barba, este pluralismo es imposible cuando una
concepción del bien o una filosofía comprehensiva pretenden ser el núcleo de la
razón pública, es decir, cuando intentan que su ética privada, su idea de la virtud,
de la felicidad, del bien o de la salvación, es decir, su núcleo de verdad, se
conviertan en la ética pública de la sociedad. La disolución de la ética privada en
ética pública es propia de las filosofías totalitarias [2].

Democracia y laicidad

Es uno de los temas más controvertidos de la filosofía de la laicidad, puesto que


afecta a uno de los ejes esenciales de la convivencia democrática: la tolerancia y
el respeto al pluralismo moral y religioso. Los defensores del concepto de libertad
religiosa insisten mucho, sobre todo en nuestro país, en que los católicos tienen
derecho a influir en la política y a exponer en el Parlamento sus propias
convicciones morales y religiosas sin tener que esconderse de nada ni de nadie.
Según ellos, la mayoría de la sociedad española se siente católica y por ello las
leyes deberían reflejar los valores morales propios del catolicismo. Pero a mi
parecer eso no es acorde con la laicidad del Estado democrático que debe
mantener la neutralidad en materia de creencias religiosas y elaborar leyes
respetuosas con el pluralismo moral de la sociedad. Una cosa es tener derecho a
mantener unas creencias morales y religiosas católicas y otra muy distinta querer
trasladar esas creencias a leyes obligatorias para todos los ciudadanos

El debate que han mantenido algunos pensadores como P. Flores d’Arcais, J.


Habermas y Ch. Taylor sobre el papel de las religiones en el ámbito de lo público
es muy interesante. Aunque se debe reconocer que históricamente las grandes
religiones también han contribuido a generar en todas las sociedades el respeto a
la dignidad de los seres humanos y que han influido en la mejora de las
costumbres de la sociedad, también es cierto que las instituciones religiosas no se
pueden convertir en democracia en un poder político paralelo que pretenda
imponer a todos los ciudadanos sus propias normas morales. En mi opinión, en
una sociedad democrática la soberanía reside en el pueblo como conjunto de
todos los ciudadanos y no puede proceder la legitimación del poder democrático
de ninguna autoridad divina. En ese sentido la democracia se opone totalmente a
la teocracia y es atea porque por su misma definición solamente reconoce la
soberanía al poder que emana de los votos de sus ciudadanos.

Y en ese sentido, tiene razón Flores d’Arcais cuando señala lo siguiente: La fe


cuando aspira a inmiscuirse en el debate político, se transforma en autismo
identitario, en una forma de “ghetización” y apartheid de las opiniones, que
paraliza el dia-logos y condena a la discusión democrática a morir antes incluso de
haber comenzado. Dios y la fe, como posibles argumentos, deben, por tanto,
quedar proscritos de la vida pública [3]. Los ciudadanos deben usar sus
argumentos racionales en los foros públicos y en el Parlamento para debatir
acerca de las propuestas legislativas que afectan a la vida de los ciudadanos, pero
no pueden refugiarse en concepciones dogmáticas basadas en misteriosas
interpretaciones de la voluntad divina. Asimismo, tampoco sería válido como
razonamiento lógico el argumento de autoridad que consiste en citar a un político
o a un filósofo para convencer a los legisladores de la bondad de una norma
democrática. La democracia no puede ser una teocracia ni un despotismo
autoritario, sino un sistema de convivencia basado en la deliberación racional de
los ciudadanos representados en sus asambleas legislativas y en el respeto a las
leyes aprobadas en los Parlamentos.

Esa definición de “democracia atea” no impide ni prohíbe que las comunidades


religiosas puedan expresar públicamente sus opiniones en todos los ámbitos
sociales y culturales en los que consideren oportuno, pero nunca tratando de
argumentar en nombre de un dios o unos dogmas revelados que no se someten al
escrutinio de la razón filosófica y científica. Las leyes en una democracia se
pretende que sean una construcción racional que facilite a todos los ciudadanos el
ejercicio de sus libertades y derechos individuales, sociales y económicos; por eso
esas leyes tienen que poner entre paréntesis todas las concepciones metafísicas y
sustantivas acerca del bien y de la virtud, privilegiando de modo realista el
bienestar integral de sus ciudadanos.

Por otro lado, conviene señalar algo acerca de una virtud esencial para la
construcción de una ética laica. Me refiero a la tolerancia. Esta virtud sobre la que
algunos filósofos escribieron preciosos tratados (J. Locke, Voltaire), está siendo
objeto hoy de ciertas interpretaciones que tergiversan su contenido real. En una
democracia nadie puede arrogarse el monopolio de la Verdad o del Bien, o, mejor
dicho, nadie puede pretender imponer su metafísica particular a todos los
ciudadanos, sino que todos debemos aceptar que la verdad y el bien son una
construcción intersubjetiva e histórica. Esta aceptación del pluralismo epistémico y
moral es una condición necesaria para la convivencia democrática y se traduce en
la exigencia de la virtud de la tolerancia; pero la tolerancia en sentido positivo,
como señalaba Giner de los Ríos, quiere decir ante todo respeto a las personas
por su dignidad y al mismo tiempo humildad para reconocer que nadie está en
posesión de la Verdad absoluta. Para Giner la realidad de las diferencias
ideológicas o religiosas entre las personas no debe llevar nunca a la violencia ni al
fanatismo. Somos diferentes y por eso podemos discrepar racionalmente sin tener
que exterminarnos unos a otros.

Hoy en día, esta actitud de tolerancia tiene un límite que viene marcado por
aquellas acciones y actitudes de violencia y fanatismo que socavan las bases
fundamentales de la convivencia. Es decir, que se puede y se debe ser intolerante
con todas aquellas conductas que no respetan la dignidad humana y que eliminan
el derecho fundamental de todo ser humano, como es el derecho a la vida. En ese
sentido, hay que señalar que no todo es tolerable en una democracia y que no
toda conducta se puede permitir, ya que la democracia siempre tiene que resolver
sus discrepancias y conflictos de modo pacífico y en el marco del respeto a los
Derechos Humanos y al Estado de Derecho.

Los valores esenciales de una ética cívica laica están recogidos en la Declaración
Universal de los Derechos Humanos (1948): la libertad, la igualdad y la justicia.
Esta ética laica universalizable se basa en una lectura intercultural de los derechos
humanos; es decir, en una visión del ser humano que debe ser considerado en
todas las culturas como portador de una dignidad inalienable que demanda un
respeto de todos los gobiernos a cada ser humano con independencia de su
condición religiosa, social, cultural, racial o sexual. La ética laica prescinde de la
adscripción religiosa de cada individuo para centrarse en lo común a todos los
seres humanos, en la igual dignidad de todos por su simple condición humana. La
ética laica es una exigencia de dignificación real de la vida humana de todos y
cada uno de los miembros de la Humanidad. Y al mismo tiempo esa ética laica y
cívica está vinculada a todos los procesos de democratización política que hay en
el mundo, ya que el “démos” y el “láos” significan en griego el pueblo como
comunidad de aquellos individuos que no son ni los dirigentes políticos ni la
jerarquía religiosa; es decir, que la laicidad alude al pueblo como conjunto de
individuos como sujetos últimos de la soberanía democrática, como ciudadanos
capaces de participar y decidir de modo autónomo y racional sobre los asuntos
públicos.

En fin, la ética cívica laica es la mejor expresión de una ciudadanía democrática


plena ya que sus valores morales y cívicos garantizan el pluralismo moral y
religioso, manifiestan lo más profundo de la condición humana (libertad, igualdad y
justicia) y la exigencia de compartir lo más esencial de cada vida humana: la
dignidad de cada persona junto al cumplimiento de los derechos individuales y
sociales reconocidos en todas las Constituciones democráticas del mundo.

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