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Tema: El compromiso de los nicaragüenses con su patria.

Tesis: La nación nicaragüense posee un amplio contexto histórico, cultural y económico que se ha
desarrollado a lo largo de su historia con el actuar nacional patriótico.

1. El compromiso patriótico.
1.1. El compromiso nicaragüense con la defensa de la soberanía nacional.
1.1.1. Aporte histórico e incidencia nacional del legado y actuar del general Agusto C. Sandino en
defensa de la soberanía nacional.
1.1.2. La defensa en Namasigüe.
1.2. El compromiso nicaragüense con el desarrollo económico-social de la nación.
1.2.1. Aporte histórico del general José Santos Zelaya con el desarrollo de la nación.
1.3. El compromiso de los nicaragüenses con el prevalecimiento del orden, la paz y la democracia en
el país.
1.3.1. El heroico acto de Rigoberto López Pérez.
1.3.2. La lucha revolucionaria de Carlos Fonseca Amador para dar a fin a la dictadura somocista.
2. El compromiso con el desarrollo intelectual-cultural.
2.1. Aporte filosófico cultural de Rubén Darío y su impacto nacional.
2.2. Aporte científico de Miguel Ramírez Goyena.
2.3. Aporte cultural de Juan Aburto.
3. El compromiso individual.
3.1. La teoría del estado cooperativo.
3.2. Valores patrióticos y éticos del buen ciudadano.
3.3. Aporte individual de cada nicaragüense.
3.3.1. Aporte profesional.
3.3.2. El compromiso educativo.
3.3.3. Apoyo a la economía local.
3.3.4. Aportes sociales.

Miguel Ramírez Goyena.


Nació en León, Nicaragua el 5 de diciembre de 1857. Desde joven demostró tener intereses eclécticos y
formó parte de una comunidad intelectual activa en el país. Además del español su lengua materna,
hablaba inglés, francés y alemán.

Trayectoria

Con 17 años, ingreso al prestigioso "Colegio de Granada" donde había asimilado la pasión por
las matemáticas del profesor español César Sánchez se le admiraba por su prodigiosa capacidad
intelectual y pedagógica. De manera que tenía en su haber la reorganización del Colegio de Managua,
inaugurado en acto público del 5 de marzo de 1878 con la asistencia del presidente Pedro Joaquín
Chamorro.

Mejorado en su plan de estudios, este centro tuvo más tarde un internado, gracias a Ramírez Goyena, su
director, quien implantó los métodos del Colegio de Granada. El de Managua recibía una subvención
estatal, pero era autónomo y lo controlaba una Junta de Padres de Familia. Goyena era profesor de
Ciencias Naturales, Preceptiva y Retórica.

Vivió un tiempo en Honduras donde instaló laboratorios de física, química y un Observatorio


Astronómico. En Honduras se enamoró de una joven de Olancho, la señorita Cecilia Sánchez,
contrayendo segundas nupcias. Su primera esposa, Felipa Zavala, había fallecido el 13 de
septiembre de 1889 tras siete años de matrimonio, habiendo procreado cinco hijos.

Muerte

Muere el 23 de julio de 1927, a los 69 años.

Logros

Realizo dos logros significativos en su esfuerzo por implantar la ciencia en Nicaragua, concretamente el
estudio de la botánica:

 Realizo la primera visión global de la flora de Nicaragua, al compilar y sintetizar una buena parte
de ella con gran sentimiento de cariño por las manifestaciones endógenas.

 La publicación de los primeros libros sobre la materia con el fin de difundir sus conocimientos
entre la juventud, de la que esperaba completase la tarea por él iniciada. Dicha tarea era
percibida por su autor, “como un gigantesco reservorio para la farmacología, la medicina
tradicional y la medicina rural, e incluso para otros usos terapéuticos o alternativos”

Algunas publicaciones

 Aritmética elemental en 1905, que alcanzó seis ediciones y sirvió de libro de texto tanto en
Honduras como en Nicaragua

 Eclipse lunar del 14 y 15 de septiembre de 1913;

 Elementos de botánica en 1918.

 Fauna nicaragüense
 Flora nicaragüense. 2 vols. (describe 73 especies de la familia de las orquídeas). Ed. Compañía
Topográfica Internacional. (1903)

Reconocimientos

 Monumento al Maestro Miguel Ramírez Goyena. Escultura realista y retrato escultórico ubicado
Managua.

 Lleva su nombre el Instituto Nacional Central "Miguel Ramírez Goyena" ubicado en la ciudad de
Managua, denominación que le fue aplicada después de su muerte en 1927.

 Creación de la "Orden Miguel Ramírez Goyena", del 24 de agosto de 1982, por Decreto Ejecutivo
Nº 1095, para el reconocimiento más distinguido que otorgará Nicaragua a todos aquellos
nacionales y extranjeros que sobresalgan por su aporte al desarrollo científico y humanista de
nuestra revolución.

Fuentes

 Miguel Ramírez Goyena: Referencias genealógicas. Disponible en: Fundación Enrique


Bolaños [1]. Consultado: 22 de noviembre de 2017

La batalla de Namasigüe.
La Batalla de Namasigüe – El día que la bandera de Nicaragua ondeó sobre la Casa Presidencial de
Honduras.

La Batalla de Namasigüe sucedida hace más de 110 años, enfrentó a tropas nicaragüenses contra un
ejército combinado de Honduras y El Salvador. Nicaragua, en desventaja numérica, lograría vencer a
las tropas combinadas y más tarde marcharían sobre la capital hondureña. Se dio entre el 17 y el 23
de marzo de 1907.

Los restos de uno de los héroes de la batalla, el General en Jefe, Aurelio Estrada Morales, están
olvidados en el cementerio de Nejapa, así como la historia de esta gesta nacional, casi olvidada,
quizás por la odiosa mezcla entre la política y la historia que suele haber en el país.

El 1 de marzo de 1907, el congreso de la República de Nicaragua emitió el siguiente decreto: “La


República de Nicaragua acepta la guerra que le ha provocado el Gobierno de Honduras. En
consecuencia, hará uso de todas las fuerzas de que dispone y de los derechos que le competen,
hasta donde lo demande el completo desagravio que se le debe por los ultrajes inferidos a su honor
y dignidad."

No era para menos, en enero de ese mismo año, tropas del ejército de Honduras cruzaron la
frontera de Nicaragua en persecución de exiliados hondureños levantados en armas contra su
Gobierno. Las tropas llegaron hasta el puesto fronterizo llamado Los Calpules, lo incendiaron y
fusilaron a dos soldados nicaragüenses que habían sido capturados. En ese entonces, el presidente
de Honduras, general Manuel Bonilla, acusaba al Gobierno de Nicaragua de financiar con armas a los
rebeldes.
El general José Santos Zelaya, por entonces presidente de Nicaragua, procedió a reconcentrar tropas
a lo largo de la frontera norte y tras una fallida apelación al Tribunal de Arbitraje con sede en El
Salvador, el Gobierno de Nicaragua declaró el estado de Guerra.

El Ejército de Nicaragua pasó a la ofensiva, se dividieron sus fuerzas en tres columnas: la central, al
mando del general Emiliano J. Herrera, partió de Nueva Segovia, penetró por San Marcos de Colón,
se tomó el poblado e instaló un gobierno provisional; la de la Costa Caribe, al mando del general
Juan J. Estrada, partió de Bluefields por el mar y se tomó a ciudad de Trujillo y Puerto Cortés; y la del
sur, al mandó del general Aurelio Estrada, ubicado en Chinandega que inició sus acciones
penetrando por Choluteca.

El domingo 17 de marzo de 1907 inició la batalla de Namasigüe, se estima que participaron unos tres
mil soldados salvadoreños (aliados de Honduras) y dos mil hondureños, reforzados, además, por
exiliados nicaragüenses veteranos de la Revolución liberal de 1893. Por el contrario, los
nicaragüenses sumaron unos mil quinientos hombres.

El general Aurelio Estrada, al saber del ataque, se dirigió a Namasigüe de inmediato. Tras los ataques
de artillerías, las fuerzas honduro-salvadoreñas se abalanzaron contra las posiciones nicaragüenses,
sin embargo, no pudieron romper las defensas. Poco a poco, las tropas nicaragüenses fueron
ganando terreno en la batalla, el 20 de marzo tomaron la haciendo San Pedro y finalmente el 22 de
marzo realizaron un ataque ofensivo que rodeó las posiciones de retaguardia del enemigo. Al frente
de estas operaciones se designó al general Terencio Sierra y al coronel Emilio Castillo, quienes con
su batallón asestaron un contundente golpe a las fuerzas enemigas logrando desalojarlas por la
mañana del 23 del mismo mes.

En estas acciones se destacaron por su valentía los doctores Benjamín Francisco Zeledón Rodríguez,
Zenón R. Rivera, el señor Roberto C. Bone y el humilde soldado Ramón Montoya, quien murió
heroicamente a la edad de 14 años y se convirtió en el más elevado ejemplo y símbolo del
patriotismo nicaragüense. Así concluye la heroica victoria nicaragüense en Namasigüe, sin lugar a
duda la Batalla más importante de la guerra contra los ejércitos de Honduras y El Salvador.

Posteriormente, el 24 de marzo, se dio la batalla de Maraita, donde las tropas hondureñas


resistieron valientemente hasta el día 27, cuando los nicaragüenses obtuvieron la victoria total.

Tegucigalpa capituló y las tropas nicaragüenses entraron a la ciudad. La casa presidencial de


Honduras fue tomada, bajaron la bandera hondureña y fue reemplazada por la bandera
nicaragüense en alusión que el país estaba siendo controlado por Nicaragua. El presidente
hondureño general Manuel Bonilla, quien había huido a la isla de Amapala, se rindió a cambio que
se le respetara su vida.

El general José Santos Zelaya impuso como presidente provisional al general Terencio Sierra, insigne
y valiente militar hondureño perteneciente al Ejército de Nicaragua, quien después en ese mismo
año de 1907 se retiró a vivir en Granada donde descansan sus restos mortales.

La victoria nicaragüense se debió principalmente al mejor armamento de las tropas como, por
ejemplo, las ametralladoras Maxim y Gattling, utilizadas por primera vez en las guerras
centroamericanas y que compensaron la diferencia numérica. Además de la presencia de
extranjeros en las tropas quienes influyeron en la preparación del Ejército de Nicaragua; hacia 1909,
de los 73 generales que formaban parte del Ejército, 17 eran extranjeros entre los que había
alemanes, chilenos, mexicanos y estadounidenses, entre otros.

Juan aburto.

Síntesis biográfica

Nació en Managua, en mayo de 1918. Fue empleado bancario hasta 1977. Trabajó también en la
emisora La voz de la América Central. Participó de varios grupos y círculos literarios que se formaron
en el país después del movimiento de Vanguardia: el Taller San Lucas, Ventana y la Generación
Traicionada. Con ejemplar devoción y desinterés, fue mentor e impulsor de generaciones de jóvenes
escritores y pintores.

Trayectoria literaria

Como escritor, se relacionó con autores de todas las generaciones literarias posteriores al
movimiento de vanguardia. Su cuentística incorpora el mundo urbano aún en estadio provinciano de
la capital, en la Managua de 1920 a 1960. Entre la provincia y la capital, entre la recreación de la
mitología de los "cuentos de camino" y sus anticuentos infantiles, y la factura de formas breves,
ingeniosas y fantásticas, se encuentra el punto de apoyo desde el cual se impulsa y manifiesta su
narrativa.

Muerte

Juan Aburto falleció en la ciudad de México en 1988, mientras representaba a Nicaragua en el


Encuentro de Narradores Latinoamericanos.

Obras

El convivió (1975)

Se alquilan cuartos (1975)

Los desaparecidos (1981)

Prosa narrativa (1985).

Premios

En 1986 recibió la Orden de la Independencia Cultural Rubén Darío.


Rubén Darío. (Metapa, República de Nicaragua, 18 de enero de 1867 - León, República de Nicaragua, 6
de febrero de 1916). Poeta, periodista y diplomático, está considerado como el máximo representante
del modernismo literario en lengua española.

Su nombre completo es Félix Rubén García Sarmiento. Su familia paterna era conocida como los Daríos,
y por ello adopta apellidarse Darío.

Cursa estudios elementales en León (Nicaragua). De formación humanística, es un lector y escritor


precoz. En sus poemas juveniles, publicados en un periódico local, se muestra muy independiente y
progresista, defendiendo la libertad, la justicia y la democracia. Con 14 años empieza su actividad
periodística en varios periódicos nicaragüenses.

A los 15 años viaja a El Salvador y es acogido bajo la protección del presidente de la república Rafael
Zaldívar a instancias del poeta guatemalteco Joaquín Méndez Bonet, secretario del presidente. En esta
época conoce al poeta salvadoreño Francisco Gavidia, gran conocedor de la poesía francesa, bajo cuyos
auspicios intentó por primera vez adaptar el verso alejandrino francés a la métrica castellana, rasgo
distintivo tanto de la obra de Rubén Darío como de toda la poesía modernista.

De vuelta en Nicaragua, en 1883, se afinca en Managua donde colabora con diferentes periódicos, y en
1886, con 19 años, decide trasladarse a Chile, en donde pasa tres años trabajando como periodista y
colaborando en diarios y revistas como «La Época» y «La Libertad Electoral» (de Santiago) y «El
Heraldo» (de Valparaíso). Aquí conoce a Pedro Balmaceda Toro, escritor e hijo del presidente del
gobierno de Chile, quien le introduce en los principales círculos literarios, políticos y sociales del país, y
le ayuda a publicar su primer libro de poemas «Abrojos» (1887) animándole a presentarse a varios
certámenes literarios. En Chile amplía sus conocimientos literarios con lecturas que influyen mucho en
su trayectoria poética como los románticos españoles y los poetas franceses del siglo XIX.

En 1888 publica en Valparaíso el poemario «Azul», considerada como el punto de partida del
Modernismo. Esta fama le permite obtener el puesto de corresponsal del diario «La Nación» de Buenos
Aires.

Entre 1889 y 1893 vive en varios países de Centroamérica ejerciendo como periodista mientras sigue
escribiendo poemas. En 1892 marcha a Europa, y en Madrid, como miembro de la delegación
diplomática de Nicaragua en los actos conmemorativos del Descubrimiento de América, conoce a
numerosas personalidades de las letras y la política españolas y en París entra en contacto con los
ambientes bohemios de la ciudad.
Entre 1893 y 1896 reside en Buenos Aires, y allí publica dos libros cruciales en su obra: «Los raros» y
«Prosas profanas y otros poemas», que supuso la consagración definitiva del Modernismo literario en
español.

El periódico argentino «La Nación» le envía como corresponsal a España en 1896, y sus crónicas
terminarían recopilándose en un libro, que apareció en 1901, titulado «España Contemporánea.
Crónicas y retratos literarios».

En España, el autor despierta la admiración de un grupo de jóvenes poetas defensores del Modernismo
como Juan Ramón Jiménez, Ramón María del Valle-Inclán y Jacinto Benavente. En 1902, en París, conoce
a un joven poeta español, Antonio Machado, declarado admirador de su obra.

En 1903 es nombrado cónsul de Nicaragua en París. En 1905 se desplaza a España como miembro de
una comisión nombrada por el gobierno nicaragüense, con el fin de resolver una disputa territorial con
Honduras, y ese año publica el tercero de los libros capitales de su obra poética: «Cantos de vida y
esperanza, los cisnes y otros poemas», editado por Juan Ramón Jiménez.

En 1906 participa, como secretario de la delegación nicaragüense, en la Tercera Conferencia


Panamericana que tuvo lugar en Río de Janeiro. Poco después es nombrado ministro residente en
Madrid del gobierno nicaragüense de José Santos Zelaya hasta febrero de 1909. Entre 1910 y 1913 pasa
por varios países de América Latina y en estos años redacta su autobiografía, que aparece publicada en
la revista «Caras y caretas» con el título «La vida de Rubén Darío escrita por él mismo», y la obra
«Historia de mis libros», esencial para el conocimiento de su evolución literaria.

En 1914 se instala en Barcelona, donde publica su última obra poética de importancia, «Canto a la
Argentina y otros poemas». Al estallar la Primera Guerra Mundial viaja a América y, tras una breve
estancia en Guatemala, regresa definitivamente a León (Nicaragua), donde fallece.

El parnasianismo es un movimiento posromántico porque surge como una antítesis del


Romanticismo, pero se distancia también del Realismo literario por su carácter ensoñador e
imaginativo, alérgico a la vulgaridad y el adocenamiento burgueses.
Citas.
Sócrates en la republica libro primero menciona el aporte de las profesiones para el servicio de
la nación. Entiéndase nación no solo el territorio político, sino mas bien quienes habitan en el
mismo y comparten cultura y tradiciones.
-Por consiguiente, no es su arte el que da origen a este salario, sino que --hablando con
exactitud-, es preciso decir que el objeto de la medicina es dar la salud y el de la arquitectura
construir una casa; y que si el médico y el arquitecto reciben un salario es porque son además
mercenarios. Lo mismo sucede en las demás artes. Cada una de ellas produce su efecto pro-
pio, siempre en ventaja del objeto a que se aplica. En efecto,
¿qué provecho sacaría un artista de su arte si lo ejerciese gratuitamente?
-Ninguno.
-¿Su arte dejaría por esto de ser útil?
_No lo creo.
-Repito que es evidente que ningún arte, ninguna autoridad consulta su propio interés, sino,
como ya hemos dicho, el interés de su objeto; es decir, del más débil y no del más fuerte. Esta
es la razón que he tenido, Trasímaco, para decir que nadie quiere gobernar ni curar los males
de otro gratuitamente, sino que exige una recompensa; porque, si alguno quiere ejercer su arte
como es debido, no trabaja para sí mismo, sino en provecho de la cosa sobre la que ejerce su
arte. Por esto, para comprometer a los hombres a que ejerzan el mando, ha sido preciso
proponerles alguna recompensa, como dinero, honores, o un castigo, si rehúsan aceptarlo.

Rosseau.

Evidentemente, cuando Rousseau, se imagina el paso del estado natural al estado civil, supone
primeramente una transformación en el hombre. Del ser natural individualista, cree Rousseau
un poco idealistamente, que se pasaría a ser un ciudadano con conciencia comunitaria. En este
caso, el contrato social, al instaurar la soberanía popular, hubiera permitido que cada uno tenga
una voz y que la pueda y la quiera ejercer orgullosamente, pensando en comunidad,
interviniendo en los asuntos de la misma, observando las leyes y aun defendiendo sus
intereses antes de los suyos mismos. Por cierto, esta expectativa es de alguna manera lo que
se pudiera considerar como el apogeo de la antropología optimista de Rousseau.

Sin embargo, en un segundo momento, cuando Rousseau no parece ni creer en esta


transformación gratuita, recurre a una educación de tipo moralizante cuya misión sería de
indoctrinar al hombre, enseñándole el amor a la patria como la máxima virtud. Patriotismo como
remedio al egoísmo, tal es la profecía de Rousseau.

Así que el país donde los individuos hubieran puesto sus intereses individuales por encima de
los intereses colectivos, o que hubieran dado a sus propios deseos más importancia que a las
leyes comunes mismas, sería el país donde realmente la gente no fuera libre. De hecho, afirma
Rousseau en el Discurso sobre la economía política, el principal deber del gobierno, al lado del
bienestar económico y social que debe garantizar para todos sus ciudadanos, es la enseñanza
de la virtud como amor a las leyes y a la patria: «No basta con decir a los ciudadanos: sed
buenos; hay que enseñarles a serlo, y el ejemplo, primera lección al respecto, no es el único
medio. El amor a la patria es el medio más eficaz, porque, como ya he dicho, el hombre es
virtuoso cuando su voluntad particular es en todo conforme a la voluntad general y quiere
aquello que quieren las gentes que él ama»88(*).

De todos modos, si todo este proceso parece un poco arbitrario, hay que decir que Rousseau
estaba bien lejos de concebirlo así. Rousseau personalmente, a pesar de sus múltiples
dificultades con sus conciudadanos, vivió un amor intenso por su Ginebra natal y por eso,
francamente, no podía entender que se pudiera resistir a la enseñanza del amor a la patria. Por
eso, Rousseau escribiendo al final de su vida les Considérations sur le gouvernement de
Pologne, reiteró enérgicamente esta fe en la noble misión de la educación de favorecer la
adhesión sentimental a la patria y cree así estar proponiendo un bien para las personas.

BOSQUEJO DE LA RELACIÓN FILOSÓFICA ENTRE ROUSSEAU Y KANT

Es bien conocido el importante influjo que Rousseau ejerció sobra la filosofía moral de
Kant. Hay numerosas referencias a Rousseau en sus obras que develan esta notable
influencia en su propio sistema filosófico. La tesis rousseauniana de que los seres
humanos en cuanto agentes prácticos poseemos la misma dignidad fue determinante
para Kant. Las obras del filósofo ginebrino confirmaron en muchos sentidos la
convicción de Kant sobre los alcances de la razón práctica y nuestra misma índole
como sujetos morales. Asimismo, Rousseau es considerado por Kant como una de las
figuras filosóficas que asignaron en su pensamiento un lugar central a la
autodeterminación del hombre. Sin soslayar los méritos propios de Rousseau y su
destacada posición en la historia de la filosofía, es posible considerarlo como un
importante predecesor del concepto kantiano de autonomía (cfr. Schneewind, 1997:
470-492).

En vista de la fructífera recepción kantiana de dichos temas en el contexto su filosofía


moral, no sorprende que sea precisamente en el marco de esa disciplina que se aborde
y se discuta el nexo entre ambos pensadores (cfr. Steinkraus, 1974; Cassirer, 1970).
Sin embargo, la recepción del pensamiento de Rousseau por parte de Kant no se limita
a la filosofía moral. También en el ámbito de la filosofía del derecho y la filosofía política
encontramos diversas huellas de Rousseau en los textos del filósofo de Königsberg. En
este sentido, conceptos como volonté générale y contrat social constituyen ejemplos
paradigmáticos, ya que ambos se encuentran muy arraigados en el pensamiento
político kantiano. De ninguna manera ha de pensarse, sin embargo, que la recepción
kantiana de los mismos haya sido meramente pasiva. Por el contrario: una atenta
lectura muestra cómo Kant revisó profundamente estos conceptos y los convirtió en
elementos claves de su propia filosofía. Su tratamiento de dichos conceptos revela que
éstos experimentaron en muchos aspectos importantes modificaciones, y que
encontraron en su sistema crítico un nuevo fundamento que pretendía asegurar su
carácter objetivo de cara a la práctica racional del derecho. Estas y otras ideas de
Rousseau fueron para Kant un punto de partida determinante para su teoría del
derecho y su concepción de las diferentes instituciones que deben regir la vida
colectiva.

Sin embargo, en el marco de la filosofía del derecho y la filosofía política hay un tema
que prácticamente ha sido desatendido en la literatura crítica respecto a la relación
entre estos dos autores, a saber, el de la paz perpetua. Por un lado, ello no debe
sorprender dado que en su famoso artículo sobre el tema Kant se refiere muy
sucintamente a los filósofos y juristas que habían tratado ese problema con anterioridad
a él. Los únicos autores a los que Kant se remite en dicha obra son Grotius, Pufendorf
y Vattel (AA, VIII: 355).1 No obstante, en Idea para una historia universal en sentido
cosmopolita se hace referencia explícita tanto a Rousseau como al Abbé de Saint-
Pierre (AA, VIII: 24). Kant los considera en dicho contexto como los teóricos más
importantes que han ahondado en la problemática de la paz. Es difícil saber si Kant
disponía de las obras en las que Rousseau se ocupa explícitamente de este tema,
porque en esa entonces ninguna de ellas había sido traducida al alemán. Pero esta
referencia nos brinda al menos un importante indicio de que Kant debía estar más o
menos familiarizado con ellas, si bien posiblemente a través de referencias indirectas.
Tan sólo esto sería motivo suficiente para justificar la relevancia de un estudio que
analice y compare las concepciones de paz de dichos autores. Sin embargo, si se
considera además que hay varias referencias interesantes a este tema en el
famoso Contrat social de Rousseau —obra con la que Kant sin duda estuvo
familiarizado—, el carácter de tal empresa se hace aún más plausible. E incluso si no
se quisiera analizar la historia de la recepción de Rousseau en el pensamiento de Kant,
sería de igual modo justificable hacer una comparación entre ambos autores por
motivos históricos, ya que sus posiciones son sumamente representativas de su época
y del movimiento intelectual y filosófico de la Ilustración.2

Con el siguiente análisis pretendemos obtener una mejor comprensión de sus


posiciones respecto a la paz y de los alcances de las mismas. A continuación nos
enfocaremos en reconstruir y evaluar en lo esencial los modelos de argumentación y
legitimación con los que sostuvieron su postura. Puesto que la tarea de discutir con
detalle todos los puntos de contenido de sus enfoques trascendería los límites del
presente trabajo, nos limitaremos a analizar la forma y método que emplearon para
aproximarse a la temática de la paz. Nos centraremos, por ende, en la legitimación
pragmática y moral de la paz perpetua que caracteriza a las posturas de Rousseau y
Kant respectivamente y que debe considerarse como una característica esencial de sus
enfoques.3

LA LEGITIMACIÓN PRAGMÁTICA DE LA PAZ PERPETUA EN ROUSSEAU

En su Projet de paix perpétuelle Rousseau se da a la tarea de presentar las ideas del


abad de Saint-Pierre, toda vez que considera de gran valía el ideal de paz perpetua
que este último delineó en su célebre libro intitulado Projet pour rendre la paix
perpétuelle en Europe. Sin embargo, Rousseau no se limita a exponer las ideas de su
antecesor.4 Existen muchos puntos en los que no está de acuerdo con él, y no tiene
reparo alguno en mostrar su divergencia respecto a los mismos.5 Por ende, el texto de
Rousseau no debe considerarse como una repetición o un mero resumen del proyecto
del abad de Saint-Pierre, a pesar de que Rousseau mismo describe en la introducción
de su escrito su labor de una forma más modesta. En el texto de Rousseau
encontramos más bien un enfoque nuevo que ciertamente se basa en elementos
anteriores, pero que identifica los puntos débiles de los mismos y los corrige, y que
asimismo le permite presentar nuevos desarrollos sobre esta temática.

Rousseau se propone demostrar a sus lectores que la idea de una paz perpetua no es
un pensamiento quimérico. El filósofo ginebrino señala que esta paz no puede lograrse
sin una confederación que una a todos los países europeos y que solucione todos los
eventuales conflictos entre sus integrantes a través de procedimientos jurídicos justos.
A este respecto, sin embargo, surge una pregunta clave: ¿Qué motivaría a los países a
incorporarse a tal confederación (gouvernement confédérative)? Rousseau encuentra
una primera respuesta en la historia de Europa. Las raíces comunes que la mayor parte
de los países europeos tienen en el Imperio Romano son la base a partir de la cual
éstos pudieron desarrollarse. De acuerdo con Rousseau, a pesar del ocaso del Imperio
Romano persiste entre sus antiguos miembros un sentimiento de solidaridad. Sus
instituciones jurídicas y sus leyes tienen su origen en la cultura romana y en su
herencia intelectual. Esto abre un importante espacio para el entendimiento mutuo.
Asimismo, Rousseau considera al cristianismo como un factor importante de cohesión
que contribuyó a introducir valores morales comunes en Europa. En este sentido afirma
que "uno no puede negar que es sobre todo el cristianismo al que [Europa] debe
todavía hoy la especie de sociedad que se ha perpetuado entre sus miembros"
(Rousseau, 2012a: 21).6

No cabe duda de que la propuesta del abad de Saint-Pierre implicaba un proyecto cuyo
carácter era todavía fuertemente religioso. Podría suponerse a la luz de la cita anterior
que Rousseau quería simplemente permanecer dentro del programa original de su
antecesor. Sin embargo, una lectura más precisa muestra que Rousseau en el fondo
no le da tanta importancia a esos factores, y que únicamente los menciona con el fin de
hacer más verosímiles los siguientes planteamientos que habrá de desarrollar. En los
siguientes pasos de su argumentación, la religión no juega en forma alguna un papel
de cara a la fundamentación y la conservación de la paz perpetua. Nos parece, pues,
que aquí puede observarse uno de los primeros pasos pragmáticos de Rousseau, pues
resulta claro que sólo apela a la religión cristiana para hacer convincente la tesis de
que, por razones históricas y culturales, tendría sentido establecer en Europa un orden
político universal y duradero.7 Rousseau no insiste de ninguna manera en que la
religión sea un factor determinante para la cohesión del orden político que habrá de
bosquejar más adelante.

Los siguientes argumentos de Rousseau van en la misma dirección. El filósofo


ginebrino enlista todas las causas que normalmente provocan la enemistad entre los
pueblos. Los factores principales que causan esta funesta situación son: controversias,
robos, usurpaciones, insurrecciones, guerras y asesinatos. Ya en el Contrat
Social había sostenido la siguiente tesis en relación a la guerra:

La guerra no es una relación de hombre a hombre, sino de Estado a Estado, en la cual


los individuos son enemigos accidentalmente, no como hombres ni como ciudadanos,
sino como soldados; no como miembros de la patria, sino como sus defensores. Por
último, un Estado no puede tener por enemigo sino a otro Estado, y no a hombres;
pues no pueden fijarse verdaderas relaciones entre cosas de diversa naturaleza.
(Rousseau, 1984: 14-15)

A todas luces, esto parece ser un argumento dirigido contra la posición de Hobbes.
Rousseau piensa que la propiedad —un concepto que sólo es comprensible dentro de
la sociedad política— y las relaciones derivadas de la propiedad son las verdaderas
causas de los conflictos bélicos entre los seres humanos. En una etapa previa a la de
la conformación de los cuerpos políticos es imposible hablar de un estado de guerra,
pues antes de entrar en sociedad los hombres son independientes unos de otros, y las
relaciones que surgen en este contexto no pueden ser lo suficientemente duraderas
como para motivar una guerra de modo continuo, cosa que precisamente Hobbes
había afirmado.8 Podríamos estar tentados a pensar que Rousseau quiere suprimir con
este planteamiento la propiedad privada, pero lo que en realidad se propone es otra
cosa. Lo único que pretende es distinguir el concepto de guerra de los esfuerzos
ambiciosos de los individuos que todavía están inmersos en el estado de naturaleza.
Las guerras requieren de una determinada organización y recursos que guardan una
estrecha relación con una colectividad política y los recursos de la misma. En sentido
estricto, una guerra sólo puede ser desatada por los gobernantes de un Estado. Y esta
es en realidad la razón por la cual la guerra nos parece algo irracional e inmoral. En
principio, la tarea de los gobernantes consiste en proteger los derechos de los
ciudadanos; pero lo que vemos en la realidad son casos frecuentes en que los
ciudadanos son utilizados a discreción por los políticos en vistas de sus intereses
privados. De esta forma, ya no son tratados como ciudadanos —cosa que, en realidad,
motivó en un principio la fundación del Estado, ya que uno se convierte en ciudadano
para adquirir ciertos derechos— y se les considera como meros instrumentos de
guerra.

Por desgracia, sostiene Rousseau, observamos que lo que prevalece entre los
europeos es una hostilidad constante. Pese al hecho de que en teoría valoramos a la
humanidad, vemos que nuestra conducta está muy lejos de mostrar en la práctica
respeto ante nuestros congéneres. Si bien reconocemos la importancia de los
principios de la moral, no nos conducimos en conformidad con los mismos. Ha habido
intentos de cambiar esta situación, pero éstos lamentablemente no han tenido éxito. En
este contexto, Rousseau articula una idea en la que se prefigura un motivo kantiano:
"Convenimos entonces que el estado de las relaciones entre los poderes europeos es
propiamente un estado de guerra, y que todos los tratados parciales entre algunos de
estos poderes son más bien treguas pasajeras que paces verdaderas; [...]" (Rousseau,
2012a: 28). Por ello, es menester crear una confederación de naciones que realmente
evite que se desaten las guerras. Pero ello no sucederá por simple casualidad.
Rousseau afirma que "el estado de violencia jamás cambiaría únicamente por la
naturaleza del asunto y sin apoyarse en el arte político" (Rousseau, 2012a: 41). El
filósofo ginebrino subraya la necesidad de superar tal situación intolerable, y muestra
confianza en que la ciencia política como herramienta pueda contribuir a alcanzar este
objetivo. No obstante, nos advierte que tal ideal no se alcanzara mediante los métodos
convencionales que se han discutido y empleado hasta ahora.

Es precisamente en este contexto donde puede observarse el acercamiento


característico de Rousseau a esta problemática. Sin desarrollar planteamientos
morales a fin de hacer plausible la tesis de que el comportamiento de los príncipes
europeos debe ser de otra naturaleza, Rousseau presenta argumentos de índole
estratégica y técnica, los cuales destacan el hecho de "que ningún potentado en
Europa es lo suficientemente superior a los otros para convertirse jamás en el
soberano" (Rousseau, 2012a: 33). Con varias observaciones semejantes, Rousseau
quiere hacer ver que sería un gran error de los gobernantes luchar en pos del dominio
sobre toda Europa, pues aunque estos gobernantes se impusieran a las demás
naciones —lo cual constituiría de por sí una tarea casi imposible—, sería de igual forma
muy poco probable que pudieran mantener su poder permanentemente sin agotar
eventualmente los propios recursos, lo cual sería motivo para los demás países de
atacar el poder dominante. Los príncipes que insisten en este objetivo imposible
"demuestran con ello más ambición que genio" (Rousseau, 2012a: 33). A continuación
Rousseau aduce otros argumentos para demostrar que una alianza de dos o tres
países tampoco bastaría para poder ejercer el dominio sobre todos los demás países
europeos. En vista de este peligro, todas las otras naciones se unirían contra tal
alianza. E incluso su éxito sería causa de mayores conflictos:

Las intenciones de unos y otros son tan contrarias, y prevalece entre ellos tal
animadversión como para que siquiera pudiesen bosquejar plan semejante. A ello se
añade lo siguiente: Si llegasen a bosquejar este plan y con éxito superasen los
conquistadores aliados su mutua discordia [...], no sería posible dividir las ventajas de
tal forma que todos quedasen conformes con sus partes; por ende, los menos
favorecidos se opondrían a las ventajas de dominio de los otros, y no tardarían en
separarse estos aliados. (Rousseau, 2012a: 35)

Hay dos aspectos de su razonamiento que merecen especial atención. Por un lado, el
tono general de su discurso despierta la impresión de que Rousseau se dirige
directamente a los gobernantes, tratando de aconsejarlos en su ejercicio político. Sus
destinatarios son principalmente los hombres de poder y Rousseau busca ocupar, por
así decirlo, el lugar del consejero político, desalentándolos a que se entreguen a sus
más ambiciosos proyectos. Así, presenta sus credenciales como un experto en asuntos
políticos y económicos: al mostrar que la guerra contradice directamente a los intereses
más fuertes de los monarcas, Rousseau los desalienta a utilizar la guerra como un
medio para alcanzar la prosperidad. O dicho con sus propias palabras: "Como los más
poderosos no tienen ninguna razón de jugar ni los más débiles ninguna esperanza de
beneficio, es bueno para todos que renuncien a lo que desean para asegurar lo que
poseen" (Rousseau, 2012a: 61). Por otro lado, llama la atención que Rousseau no
apoye estos planteamientos con argumentos morales. Sólo las razones pragmáticas
tienen un peso en su exposición para motivar a los poderosos a que transiten hacia una
alianza pacífica.

A la luz de lo anterior, podríamos pensar que Rousseau no es en el fondo más que un


mero pragmatista que no busca proporcionar ninguna pauta moral para sostener el
ideal de la paz perpetua. Esto sería, sin embargo, un juicio precipitado. Rousseau sí
procura hacer patente la importancia moral de dicha alianza. Esto se muestra, por
ejemplo en su opinión de que la paz posee un valor intrínseco que es tan obvio y
evidente que no requiere ninguna justificación adicional para las personas de buen y
sano entendimiento. Sin embargo, es posible formular otra clase de crítica a su postura:
Rousseau abre una brecha entre el ideal moral de la paz perpetua y los motivos
pragmáticos para instaurarlo. En vistas de sus afirmaciones parece que no habría
motivo alguno para pensar que los integrantes de esa alianza o confederación pacíficas
vayan a aceptar la cooperación por razones auténticamente morales.

De ello se derivan consecuencias problemáticas. Rousseau comete un error parecido a


aquel que le atribuye a Hobbes. De la misma manera que éste hace suposiciones
equivocadas sobre la maldad del hombre en su estado natural (cfr. Rousseau, 2012c:
60-61), Rousseau presupone sin mayor justificación que los gobernantes en la
sociedad burguesa están condicionados a actuar sólo de conformidad con sus
intereses, soslayando con ello su libre albedrío o al menos limitándolo de modo
importante. El siguiente pasaje evidencia este supuesto fundamental:

[...] porque se debe insistir en que no hemos considerado a los hombres tal como
deberían ser, buenos, generosos, desinteresados y amantes del bien público por mera
filantropía; sino tal como son, injustos, ávidos y dando preferencia a su interés sobre
todo lo demás. Lo único que se puede suponer de ellos es que tengan el entendimiento
suficiente para apreciar lo que les es conveniente y que tengan suficiente coraje para
alcanzar su propia felicidad. (Rousseau, 2012a: 81)

Es evidente que ésta es ya una concepción sesgada sobre la condición de los hombres
como actores morales, contraria a la que en otros escritos suyos llega a presentar.
Pero el problema fundamental que de aquí se desprende de cara a la discusión sobre
la paz es otro: Rousseau excluye con esta y otras afirmaciones semejantes la
posibilidad de que los gobiernos puedan plantearse recíprocamente exigencias
normativas. ¿Cómo se podría criticar la actitud de diversos gobiernos que por otras
razones estratégicas prefieren no participar en este proyecto de paz? Esto repercutirá
en el ataque al cosmopolitismo que Rousseau sostiene en numerosos lugares de su
obra así como en su defensa al nacionalismo (cfr. Rousseau, 1959: 913, 943) y al
patriotismo.9 Quienes han fijado su atención en esto de modo muy puntual son
Rosenblatt y Neidleman, entre otros (cfr. Rosenblatt, 1997, 2008; Neidleman, 2012).

Rousseau parte del supuesto de que los poderes que quieren oprimir o conquistar a
otros países se esforzarán en todo momento por extender sus dominios de poder. Sin
embargo, también sería posible creer que existieran poderes o gobiernos más
"moderados" que busquen conquistar, p.ej., no toda Europa sino solamente una cierta
parte de ella, a fin de beneficiarse de los recursos de una determinada área vecina.
Hay otras actitudes estratégicas posibles, diferentes de aquella que Rousseau concibe.
El hecho de que la racionalidad estratégica pueda efectuarse de modos distintos abre
las puertas a diversos escenarios de colonización y explotación que, con los criterios
presentados por Rousseau, no podrían ser criticables. En realidad, como hemos dicho,
no habría punto de partida posible para realizar una crítica semejante. El cálculo
estratégico de beneficio sería la única motivación que define las intenciones tanto de
los integrantes de la alianza como las de sus enemigos. Sin otro tipo de normas que
nos permitieran juzgar las acciones de los actores políticos, no nos quedaría otra
opción más que reconocer que ellos, con base en su propio cálculo de beneficios,
persiguen simplemente otros objetivos que son incompatibles con los nuestros.
Tendríamos que aceptar como un hecho irresoluble la heterogeneidad de la
racionalidad estratégica y la inconmensurabilidad de sus objetivos, incluso si ello diese
pie a una incesante hostilidad.

Esta carencia de normatividad se muestra también en las medidas que según


Rousseau deberían tomarse para conservar la alianza de paz. Se revelan las
limitaciones internas del proyecto rousseauniano cuando éste analiza cómo debe darse
la instauración del mismo frente a los países no europeos. En un momento de su
análisis, el filósofo ginebrino llega a considerar la posibilidad de que otros países,
después del establecimiento de esta confederación de paz, decidan atacar Europa. Hay
a su juicio dos escenarios posibles. Por un lado, los enemigos podrían temer que
Europa entera conforme una alianza bélica para resistir ese ataque. Por otro lado,
Europa podría contar con un cuerpo militar que estuviese siempre listo para atacar a
los enemigos. Los jóvenes tendrían la obligación de formarse en dicho cuerpo militar y
de dominar el arte de la guerra para salvaguardar la paz continental. Rousseau no tiene
ningún resquemor en admitir que esta segunda posibilidad sería una medida pertinente
a poner en práctica. Por lo tanto, aboga por reclutar tropas y crear una institución militar
europea que salvaguarde la paz.

Hay, pues, un motivo evidente para salvaguardar el espíritu militar y los talentos
correspondientes a fin de educar a las tropas y familiarizarlas con los escenarios de
guerra; los ejércitos de la confederación serían la escuela de Europa; uno iría a la
frontera a dominar este arte. De esta manera, en el seno de Europa se disfrutaría de la
paz, y podrían combinarse las ventajas de ambos estados [i. e. de la paz y de la
guerra]. (Rousseau, 2012a: 73)

Rousseau no parece percatarse de los peligros que su sugerencia implica. No parece


advertir que este cuerpo militar constituiría también un peligro para los países de
Europa, pues los responsables del mismo podrían decidirse en cualquier momento a
emplear perniciosamente sus tropas, desatando una guerra civil europea. Además,
podría alegarse que los jóvenes que hayan experimentado este adiestramiento no se
integrarían bien a la sociedad pacífica que han abandonado por un tiempo
considerable, poniendo en peligro la existencia de la confederación misma. Pero con
estas objeciones se deja de lado lo más importante: el proyecto de Rousseau parece
apoyarse en la tesis de que la guerra tiene que librarse contra enemigos externos para
conservar la paz al interior de Europa, y resulta evidente que el precio a pagar por la
misma sería demasiado alto. El supuesto de que sólo es razonable establecer
contratos con ciertos actores y promover relaciones de cooperación con los mismos
hace que todo el proyecto se haga moralmente dudoso desde su formulación misma,
pues inclusive si este se llevase a cabo seguirá existiendo una posibilidad latente de
ejercer el poder de forma discrecional y de usar violencia contra otros seres humanos.

NORMATIVIDAD EN EL MARCO DE LO POLÍTICO: LA FUNDAMENTACIÓN DE LA


PAZ PERPETUA POR KANT

A diferencia de Rousseau, Kant trata de instaurar un espacio de normatividad moral


entre los diferentes pueblos para justificar la idea de una alianza de paz global y
cosmopolita. La manera en que concibe la transición hacia este estado de paz se
distingue claramente de aquella de su antecesor. Ciertamente existen momentos en los
que también Kant describe y explica nuestra aspiración a un orden mundial pacífico con
una argumentación de índole no moral. Kant aduce diversas consideraciones
antropológicas, históricas y geográficas para demostrar que los esfuerzos de los
pueblos de respetarse mutuamente se encuentran con mucha frecuencia vinculados a
contingencias empíricas y naturales.

De la misma manera que la naturaleza separa, sabiamente, a pueblos a los que la


voluntad de cada Estado gustaría unir, sobre la base incluso de principios del derecho
de gentes, con astucia o violencia, une también, por otra parte, a otros pueblos, a los
que el concepto del derecho cosmopolita no habría protegido contra la violencia y la
guerra, mediante su propio provecho recíproco. Se trata del espíritu
comercial [Handelsgeist]10 que no puede coexistir con la guerra y que, antes o después,
se apodera de todos los pueblos. Como el poder del dinero es, en realidad, el más fiel
de todos los poderes (medios) subordinados al poder del Estado, los Estados se ven
obligados a fomentar la paz (por supuesto, no por impulsos de la moralidad). (AA, VIII:
368)

Las perspectivas más ventajosas que abriría el establecimiento de una paz duradera
son de naturaleza diversa, y no hay razón que excluya la posibilidad de que en un
escenario mundial los intereses morales y pragmáticos efectivamente puedan coincidir.
Por lo tanto, Kant juzga conveniente considerar también dichos factores. Sin embargo,
ambos tipos de argumentación no tienen el mismo peso en su discurso filosófico. Las
consideraciones contenidas en el pasaje anterior, formuladas desde la perspectiva de
un observador ideal de la naturaleza, no constituyen el punto esencial de su
argumentación. En el fondo, la razón principal de ello es que los seres humanos no
estamos en condiciones de modificar a discreción el curso de la naturaleza. Esto
necesariamente se encuentra fuera de nuestro alcance como individuos. En
consecuencia, Kant no nos da consejos que apunten a tener en cuenta en todo
momento los fines de la naturaleza para que, en vista de ellos, podamos establecer la
confederación concebida por él. De cara a nuestros fines prácticos, no es necesario
que tengamos un conocimiento acabado sobre el hilo conductor de la naturaleza y el
influjo de ésta en el destino del hombre. Kant introduce esta perspectiva únicamente
con el fin de ampliar nuestro modo de pensar y de que podamos comprender de mejor
forma los distintos desarrollos históricos. Dicho de otra forma: parece ser más bien una
tarea genuinamente filosófica el reflexionar sobre dichos factores, sin que este ejercicio
filosófico tenga que traducirse necesariamente en la elaboración de normas de acción
concretas para los individuos. El argumento presentado en la cita anterior sobre el
espíritu comercial del hombre no pretende ser un argumento predictivo.11 El tratamiento
de este tema por Kant tiene el único fin de reconstruir los procesos histórico-culturales
y de entenderlos de forma más profunda.

En el razonamiento de Kant existe una dimensión moral que va mucho más allá de la
consideración de aspectos meramente pragmáticos. No obstante, hay que tener en
cuenta ciertos detalles peculiares en su modo de proceder. En los así llamados
"artículos preliminares para la paz perpetua", con los que Kant inicia su discusión, el
filósofo enlista una serie de condiciones que tienen que cumplirse antes de que
realmente seamos capaces de garantizar esta paz. Aquí Kant se ocupa de muchas
prácticas usuales en los conflictos entre los poderes de su época —y que,
lamentablemente, aún siguen ejerciéndose—. Discute, entre otras cosas, la
colonización, las deudas públicas externas producidas con dolo, el incumplimiento de
tratados de capitulación, la injerencia en constituciones ajenas y el espionaje,
declarándolos prácticas que deben acabarse ya sea inmediatamente o bien dentro de
un margen de tiempo razonable (AA, VIII: 347). En consecuencia, podríamos pensar
que Kant sólo considera condiciones puramente materiales que a mediano plazo
permitan establecer relaciones morales entre los pueblos. Asimismo, Kant advierte en
estos artículos preliminares cómo ciertas prácticas pueden convertirse sin dificultad en
pretextos de guerra, como es el caso de las deudas públicas externas. La impresión
que podría desprenderse de estos artículos preliminares es que éstos tienen como
propósito instaurar un marco neutral de interacción entre los pueblos, que sólo en un
momento posterior serviría como punto de partida para establecer relaciones justas
entre los mismos.

Ello, sin embargo, no sería exacto. Es cierto que los otros artículos que Kant discute
más adelante tienen, por así decirlo, un mayor peso moral, porque se refieren a
aspectos más esenciales de la manera cómo un buen gobierno debe conducir su
administración y tratar a sus ciudadanos, y no tienen únicamente como objeto la
eliminación de prácticas que ponen en peligro la paz entre las naciones. Pero en estos
artículos preliminares hay tesis que implican ya una determinación en el trato justo y
moral para con los otros pueblos. El siguiente ejemplo es revelador en este aspecto. En
el marco de su discusión sobre la inadmisibilidad de apropiarse de Estados ajenos
mediante dinero o coacción, Kant introduce un argumento de corte político-moral:

Un Estado no es, por supuesto, un patrimonio (patrimonium) (como el suelo sobre el


que tiene su sede). Es una sociedad de seres humanos sobre la que nadie más que él
mismo tiene que mandar y disponer. Injertarlo artificialmente en otro Estado, a él que
como un tronco tiene sus propias raíces, significa eliminar su existencia como persona
moral y convertirlo en una cosa, contradiciendo, por tanto, la idea del contrato originario
sin el que no puede pensarse ningún derecho sobre un pueblo. (AA, VIII: 344)

Con esta definición de la esencia de un Estado y de su índole particular, Kant ejerce


una crítica radical a la práctica de colonización. Ciertamente existen razones
estratégicas que podrían aducirse para explicar por qué esta práctica debe evitarse con
miras hacia el futuro establecimiento de una confederación de paz. Por ejemplo, uno
podría sostener la tesis de que los otros pueblos tendrían fuertes reservas de celebrar
tratados de cooperación con una parte siempre dispuesta a extender su territorio y a
conquistar nuevos dominios.

Sin embargo, el procedimiento de Kant es muy distinto. Él trata de poner en el centro


de su discusión la inmoralidad que representa la intervención externa en la vida de un
Estado. Esta posición la sostiene, asombrosamente, apoyándose en un argumento que
puede rastrearse directamente a las premisas fundamentales del Contrat social de
Rousseau y más específicamente a la volonté générale. Respecto de la noción
roussoniana de volonté général podría decirse, mutatis mutadi, lo mismo que señaló
Kant al referirse a Hume en los Prolegómenos (AA, IV: 257): "hizo saltar una chispa
que, de haber encontrado una yesca que la recibiera, se podría haber encendido una
gran luz". La noción de voluntad general está íntimamente relacionada con el concepto
de autonomía, pero Rousseau nos deja en oscuridad respecto de esta relación. Puesto
que la tarea de discutir con detalle todos los aspectos del concepto de autonomía es
algo que trascendería los límites del presente trabajo, nuestra atención se centrará en
señalar algunos de los aspectos del principio kantiano de autonomía por los cuales éste
constituye el fundamento de la filosofía práctica y permite fundar principios normativos.

Kant define autonomía como la propiedad de la voluntad por la cual dicha facultad es
una ley para sí misma, i. e., es una facultad libre (AA, IV: 447). La idea de libertad está
inseparablemente enlazada el concepto de la autonomía (AA, IV: 452). Una persona se
dice libre cuando quiere ser dueña de sí misma y que su vida y sus decisiones
dependan de ella misma; tal persona está movida por razones y propósitos que son
propios de ella y no dictados desde fuera. Cada uno de nosotros puede decir: yo quiero
decidir y no que otros decidan por mí, quiero dirigirme a mí mismo y no ser una cosa
completamente incapaz de representar un papel humano; quiero ser capaz de concebir
mis propios fines y los medios para alcanzarlos, quiero ser consciente de mí mismo
como un ser activo que tiene responsabilidad de sus propias decisiones y que es capaz
de explicarlas en función de sus propias ideas y propósitos. Nos sentimos libres en la
medida en que pensamos que esto es verdad y nos sentimos esclavizados en la
medida en que pensamos que no lo es. El principio de la autonomía consiste en elegir
de tal modo que las máximas de la propia elección estén comprendidas a la vez en el
querer como ley universal (AA, IV: 440), es decir, como ley que pueda imponerse a la
voluntad de cualquier ser racional (AA, IV: 444). La autonomía de la voluntad es el
único principio de todas las leyes morales y de los deberes que les corresponden (AA,
V: 33), y la ley moral no expresa nada más que la autonomía de la razón pura práctica.
El fundamento de toda obligación en general descansa sólo sobre la autonomía de la
razón misma (AA, V: 125-126). Por ello la autonomía toda voluntad está limitada por la
condición de concordar con la autonomía de todo ser racional (AA, V: 87). La
autonomía es el fundamento de la dignidad de la naturaleza humana y de toda
naturaleza racional (AA, IV: 436). Dicha naturaleza racional existe como fin en sí mismo
y es así como cada ser humano se representa su propia existencia y la de los demás
(AA, IV: 492).

Si bien Kant se sirve de su propio concepto de autonomía para analizar la


conformación de los Estados, afirmando que los seres humanos tienen que
autodeterminarse y que nadie tiene el derecho de restringir arbitrariamente su libertad,
se apoya también en la idea rousseauniana del contrato original para referirse a la
voluntad de un grupo de personas en una colectividad política. Es justamente
esta voluntad unida la que se ha expresado en la creación de un Estado y la que otorga
a la comunidad misma una dignidad especial. Es por ello que la razón práctica prohíbe
tratarla como mera mercancía. La celebración del contrato originario los hace adquirir
una libertad racional que se distingue claramente de la "libertad sin leyes" del estado de
naturaleza (cfr. AA, VIII: 347). Se trata de un caso en el que Kant se apoya en
Rousseau para utilizar conceptos de éste en contextos que no fueron contemplados por
su autor. La prueba más clara de ello es el hecho de que Rousseau no recurre de
ninguna manera a su teoría del contrato original para discutir argumentos a favor de la
paz perpetua. Por lo tanto, puede afirmarse que el uso del contrato original por Kant
constituye una radicalización de la filosofía de Rousseau, pues Kant logra hacer
productivos los contenidos de esta teoría en el marco del derecho y de la política
supranacionales.

Debido al hecho de que se trata de artículos preliminares podríamos inclinarnos por


interpretarlos en el sentido de que se trata de presuposiciones cronológicas. Esto es
verdad en el caso de los artículos 1, 5 y 6: las prácticas descritas en dichos artículos
son prioritarias y deben terminar inmediatamente, porque atentan directamente contra
los fundamentos de las relaciones políticas entre los pueblos. Desde un punto de vista
racional, no hay justificación alguna para seguir tolerando tales conductas. En cambio,
los artículos 2, 3 y 4 se ocupan de circunstancias, prácticas y conductas que, aunque
también son reprensibles, tienen que irse corrigiendo con el paso del tiempo. Kant
piensa que es posible "aplazar la ejecución de la norma sin perder de vista el fin" (AA,
VIII: 347). En una larga nota al pie Kant se da a la tarea de explicar detalladamente
cómo es posible hablar de leyes permisivas, pues tal afirmación parece ser
una contradictio in adiecto. Por razones de espacio no podemos ocuparnos de esta
discusión; sólo cabe señalar que este procedimiento demuestra la compleja
metodología de Kant cuando, al igual que Rousseau, analiza con profundidad las
circunstancias y condiciones políticas y prácticas que requiere la creación de una
confederación de paz. Sin embargo, a diferencia de Rousseau, Kant no pasa por alto
que, incluso teniendo que considerar estos aspectos prácticos sobre viabilidad de la
paz, uno está persiguiendo desde un principio un fin moral, y ello conlleva
necesariamente restricciones particulares con respecto a los medios que deben usarse
para alcanzar ese fin. Posiblemente la realización de la paz perpetua se extenderá en
el curso tiempo, pero la razón práctica nos prohíbe acelerar este desarrollo mediante el
empleo de medios no legítimos. Dicho de otra forma: el mero cálculo estratégico no
puede cumplir la tarea de proveernos de medios justos para alcanzar un fin moral.

Kant está consciente de que la aproximación a la paz perpetua no podrá llevarse a


cabo sino gradualmente. Esto significa, entre otras cosas, que no es posible determinar
de antemano el tiempo que tomará la realización de esta tarea. Por lo tanto, parte del
supuesto de que estos pasos que propone tendrán un efecto gradual sobre la
constelación de los diversos pueblos. Una metodología semejante la podemos
encontrar también en los "artículos definitivos para la paz". Kant afirma en el primer
artículo que la constitución en todo Estado debe ser republicana, mientras que en el
segundo se dice que el derecho de gentes debe fundarse en una confederación de
Estados libres.12 Es aquí que el desarrollo argumentativo de Kant alcanza un culmen
moral. Debido a su comprensión radical de lo que es el carácter moral de un Estado,
Kant desiste totalmente de proponer medidas que pongan en peligro la autonomía de
un pueblo. A diferencia de la transición del estado natural hacia un estado social —en
la que, según Kant, es permisible coaccionar a otros para que ingresen en ese nuevo
orden político— (cfr. AA, VI: 311-312), en el nivel supranacional no existe la posibilidad
de ejercer coacción sobre otro Estado para que se afilie a una confederación de paz
(AA, VIII: 350-351).

Con ello Kant presenta todo un programa político enfocado en modificar los
fundamentos de la estructura de los Estados. Por un lado, los gobiernos deben
garantizar la libertad, la sujeción a una legislación común y la igualdad de los
ciudadanos, ya que estas condiciones permiten a los ciudadanos mismos convertirse
en los responsables en decidir si realmente quieren librar una guerra. Cuando los seres
humanos no son considerados como ciudadanos sino como siervos de los
gobernantes, es muy fácil utilizarlos para los fines particulares de estos últimos. Kant
busca con esta condición asegurar la autonomía y el poder de decisión de las
personas: los individuos que vivan en el Estado republicano concebido por Kant serán
los responsables de evaluar ellos mismos los costos y daños de la guerra. Bajo estas
condiciones de libertad y de ejercicio de derechos será difícil que se involucren en
peligrosos proyectos bélicos. Por otro lado, en el nivel de la política internacional se
debe establecer una confederación en la que todos los integrantes se esfuercen de
forma conjunta por preservar la paz, sin que su pertenencia a esa confederación ponga
en peligro su soberanía como Estados. El mismo hecho de que se pueda hablar del
derecho de los Estados nos

[...] demuestra que se puede encontrar en el hombre una disposición moral más
profunda, latente por el momento, a dominar el principio malo que mora en él (que no
puede negar) y a esperar esto mismo de los otros, pues, de lo contrario, nunca
pronunciarían la palabra derecho aquellos Estados que quieren hacerse la guerra. (AA,
VIII: 355)

Ambas líneas de razonamiento indican que no sería posible alcanzar el fin de la paz
perpetua sin realizar una restructuración de los fundamentos de la sociedad política.
Este es un aspecto que Rousseau no consideró en absoluto. La complejidad de la tarea
de establecer una paz duradera requiere, de acuerdo con Kant, no sólo el que los
hombres tomen medidas inmediatas para modificar circunstancias particulares, sino
que reformen su vida política entera desde sus raíces de tal manera que la relación
entre los Estados y los ciudadanos se guíe por principios racionales. Este
descubrimiento de un orden normativo, en el cual participamos al hacer uso del
concepto de derecho, es una comprobación práctica o performativa de que estos
ideales no son quiméricos y que tiene sentido tratar de instaurarlos.

Nos parece que el enfoque de Rousseau que hemos discutido arriba promete mucho
más de lo que cabalmente puede cumplir. Esto se aprecia sobre todo en los problemas
que se derivan de su posición. En cambio, puede afirmarse que el proyecto de Kant es
más ambicioso y, por lo mismo, más exigente, porque en su caso se trata no sólo de
crear un equilibrio en la distribución del poder mediante un cálculo técnico o
estratégico, sino de transformar las convicciones políticas fundamentales de los
ciudadanos y los políticos con miras hacia la paz.

Sin embargo, la posición defendida por Kant quedaría incompleta si no hubiera


estándares para determinar si aquello que se discute y decide en el ámbito político
coincide verdaderamente con el ideal de la paz perpetua. Y efectivamente, su proyecto
parece cumplir también con este requerimiento. Por una parte, todas las condiciones
que encontramos tanto en los artículos preliminares como en los artículos definitivos
son criterios suficientemente claros que permiten orientarnos para evaluar nuestros
esfuerzos de cara a dicho fin. Sin embargo, existe otro criterio todavía más abarcante
que podemos utilizar para este fin, a saber, el principio de publicidad, con el cual Kant
se ocupa en los dos últimos anexos de su ensayo. Este uso particular de la razón en el
marco del derecho lo entiende el filósofo en los siguientes términos:

Toda pretensión jurídica debe poseer esta capacidad de ser hecha pública y la
publicidad puede, por ello, suministrar un criterio a priori de la razón, de fácil empleo,
para conocer inmediatamente, como por un experimento de la razón pura, la falsedad
(ilegalidad) de la pretensión (pretensio iuris) en el caso de que no se dé la publicidad,
ya que resulta muy fácil reconocer si se da en un caso concreto, es decir, si la
publicidad puede ser compatible o no con los principios del agente. (AA, VIII: 381)

El principio de publicidad es, sin duda, una de las aportaciones más importantes de
Kant a la filosofía y la teoría del derecho. Con él estamos en condiciones, tanto de
evaluar críticamente cualquier praxis política como presentar propuestas que pueden
redefinirse constantemente en nuestro trato comunicativo con otras personas. Sin
duda, el propio desarrollo de este uso se encuentra en el segundo anexo, donde Kant
se esfuerza por discutir diferentes instancias en las que la formulación de intenciones o
máximas inmorales determina el fracaso inmediato de fines condicionados. Sin
embargo, en el primer anexo encontramos señalamientos interesantes en esta
dirección. A fin de discutir ambos anexos de forma breve, ilustraremos a continuación el
criterio antes presentado con un ejemplo del primer anexo, para llegar de esta manera
finalmente a nuestra conclusión.
Kant se ocupa en el primer anexo de la controvertida cuestión de si la ética y la política
persiguen fines comunes. Su posición es que no hay contradicciones entre ambos
ámbitos y que sólo podemos formular nuestras máximas en el ámbito público para
comprobar si contienen elementos que resultan consistentes con el sistema de
derecho. Un punto muy interesante de su análisis estriba en la cuestión de cómo
pueden criticarse los principios estratégicos que en el ámbito de la política
frecuentemente son considerados como reglas indiscutibles. Basta con formular, según
Kant, diversas máximas como fac, et excusa, si fecisti, nega y divide et impera para
darse cuenta de que su sola expresión mina el éxito de tales principios, y que en el
fondo se basan en una doctrina prudencial en lugar de una de derecho (AA, VIII: 372-
373).13 Kant afirma que uno no puede profesar estos principios "sin provocar
indefectiblemente la oposición de todos, es una máxima que sólo puede obtener esta
universal y necesaria reacción de todos contra mí, cognoscible a priori, por la injusticia
con que a todos amenaza" (AA, VIII: 381). En nuestra opinión, esto podría leerse
también como un criterio que puede ser utilizado por los ciudadanos mismos para exigir
con base en él, p.ej., a los políticos que rindan cuentas sobre cómo usan los bienes de
la nación y cómo hacen en general su trabajo a favor del pueblo.

Kant habla en realidad sobre las encomiendas de un político y sobre la posibilidad de


que éste efectivamente preserve y promueva los mejores intereses de su pueblo, pero
el contraste que realiza entre un moralista político con un político moral indica en
nuestra opinión que hemos de tener un concepto normativo de lo que propiamente
debe ser un político. Éste, de hecho, es una figura para la que debería constituir una
tarea moral el "conseguir la paz perpetua, que ahora se desea no sólo como un bien
físico, sino también como un estado nacido del reconocimiento del deber" (AA, VIII:
377). Al igual que Rousseau, Kant también se dirige a los políticos, pero no con la
intención de desaconsejarles proyectos especialmente contraproducentes, sino para
cuestionar el trabajo de los individuos que no cumplen sus obligaciones en la manera
que corresponde a su puesto. Tal labor no será realizable si no existen instancias o
condiciones de interrogarlos sobre sus proyectos y propósitos. Por lo tanto, tenemos
que esforzarnos por crear en la sociedad los fundamentos que nos permitan realizar
discusiones críticas sobre estos aspectos esenciales de la vida del Estado. Kant
concibe a la razón práctica como una facultad con la que podemos indagar y
determinar si el ejercicio de los gobernantes se apega a ese ideal. Ello abre un nuevo
espacio para la normatividad en el uso público de la razón.

Esta praxis comunicativa tiene que realizarse, por supuesto, en un marco donde sea
posible expresarse libremente sobre las opiniones propias. Kant aboga por ello con
todo su ensayo. Los pasajes, en parte irónicos, del prólogo y del artículo secreto, en los
que Kant se disculpa por su injerencia en esos asuntos, haciendo un alegato en pos de
que los filósofos puedan expresar sus ideas sobre temas políticos, son en nuestra
terminología actual acciones performativas con las que Kant promueve el espacio
donde debemos discutir estos pasos importantes y necesarios para alcanzar la paz
perpetua. Según él, sólo en un espacio libre para la discusión y el diálogo lograremos
establecer los fundamentos de una auténtica cultura de la opinión pública y podremos
acercarnos a este ideal político, ético y, sobre todo, humano que resulta ser la paz
perpetua.

CONCLUSIÓN

Al leer los escritos de estos autores en tormo de la paz, notamos diferencias muy
marcadas. A diferencia de las otras temáticas a las que nos hemos referido en la
introducción de nuestro estudio y que demuestran una recepción fructífera de
Rousseau por parte Kant, aquí hemos discutido un caso más bien particular,
desatendido en importante medida por la literatura especializada, que muestra una
discordancia entre ambos pensadores. Si bien ambos filósofos comparten la opinión de
que la paz perpetua entre los pueblos debe establecerse para superar definitivamente
el estado de guerra que continuamente amenaza a la humanidad, es evidente que
tuvieron concepciones muy distintas de cómo podía alcanzarse dicha paz perpetua y
cómo debía preservarse. Especialmente llama la atención que los pasos concretos que
de acuerdo con Rousseau tendrían que darse para establecer tal situación jurídica
entre los Estados, según Kant de ninguna manera bastarían para garantizar las
condiciones adecuadas para mantener relaciones de paz entre ellos. Esto tal vez nos
permitiría entender por qué Rousseau al final de su vida se volvió escéptico respecto a
su propio enfoque.14 Con nuestro análisis pretendimos determinar con más claridad los
alcances de su proyecto filosófico y político. Rousseau entiende su proyecto como algo
que puede establecerse mediante un cálculo estratégico y sólo dentro del territorio
europeo, mientras que Kant lo comprendió "en sentido cosmopolita", por decirlo con su
propia terminología. El análisis aquí desarrollado arroja como conclusión que la
posición de Kant debe considerarse como más amplia y abarcante, no sólo porque
evita mejor el reproche de ser "eurocentrista" sino por proporcionar, como hemos
mostrado, principios normativos que permiten reivindicar con mayor consistencia los
derechos de un Estado frente a los otros y garantizar una base segura para el
desarrollo adecuado de las instituciones de derecho y la convivencia pacífica de los
pueblos.

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Socrates.

Texto argumentative.

Todos tienen una idea acerca de qué es la filosofía. Seguramente llevaron un par de clases
en la prepa y saben lo suficiente como para decir que trata del amor a la sabiduría, en la
búsqueda de la verdad y en la pasión por el conocimiento.  Probablemente han oído
hablar de Platón, Aristóteles y Kant, muchos otros también de Nietzsche y Sartre. Los
reconocen tan sólo como figuras del pasado, vestigios de un tiempo en el que se podían
dar el lujo de vivir en el mundo de la contemplación. Una parte de la historia que no
parece encajar en el panorama profesional actual.
El abogado defiende. El doctor cura. El financiero negocia. ¿Un filósofo?... ¿Escribe? Sí,
pero no sólo hace eso. La función del filósofo no es más importante que la de ningún otro
profesional, pero sí entra en la categoría de «profesión». La filosofía no es un hobby ni
un capricho. Tampoco es una actividad exclusiva para burgueses con la vida resuelta. No
se trata únicamente de leer a las grandes mentes del pasado, memorizarlas y recitarlas, ya
sea para impresionar a un auditorio o para encontrar, en los ratos libres, un significado
más profundo de la vida.

Aunque es cierto que la filosofía ayuda a encontrarle sentido a la vida. Es la profesión de


quien se pregunta el porqué de todas las cosas: es la vocación quien quiere interpretar la
realidad de manera crítica y reflexiva.
Los filósofos no nos quedamos contemplando el mundo de las ideas, dictando a nuestros
esclavos lo que consideramos brillante. Entre los egresados de la Facultad no hay ninguno
que haya reportado que su situación laboral sea «meditar frente a mi chimenea buscando
el fundamento de todas las ciencias». No son Descartes. Pero de Descartes aprendieron a
dudar cuando hay razones para hacerlo, a no aceptar sin más lo que todos consideran
cierto, a buscar en ellos mismos la claridad y distinción que les permitirá tomar las
mejores decisiones.

Tenemos egresados que son asesores políticos, consultores en ONG’s, analistas de


seguridad y riesgos, editores e incluso, visionarios con sus propias empresas. También
hay algunos que han decidido dedicar sus vidas a la Academia. Contrario a lo que se
piensa, esto no equivale a decir que se han resignado a morir de hambre. Más bien,
tuvieron la vocación de dedicarse a buscar el saber, interpretar textos, comentar ideas y
transmitir el conocimiento. Y eso no está mal, si algo la historia nos ha enseñado es que
esta es la vía para el desarrollo de la humanidad.

Pensar por uno mismo, enseñar a buscar la sabiduría, preguntarse por el sentido de la vida
y activamente emprenderse en la búsqueda de dicho sentido nunca será algo arcaico ni
caduco. Son justamente estas cosas las que nos hacen humanos, las que nos elevan, las
que nos dirigen al verdadero progreso.

Por eso estudio filosofía, la profesión de los que tienen vocación de saber. En un futuro
me podré convertir en una analista de seguridad, en fundadora de una ONG o tal vez en
académica. Con las bases y habilidades correctas, el horizonte de posibilidades es tal que
el único escenario que parece imposible es acabar sentado en una banqueta de Coyoacán
hablando disparates

Durante las últimas tres décadas del pasado siglo XX, el mundo en general y América Latina en
particular han vivido un proceso de profundas transformaciones de distinto signo. Una de estas
grandes mutaciones, sin duda, consistió en la expansión de la democracia como opción de
gobierno a escala mundial. En este escenario, no sólo se configuró una serie de condiciones
que obligaron a repensar los espacios e instituciones básicas para la organización política–
administrativa del Estado, sino que también se generó un conjunto de condiciones sociales que
impulsaron la construcción de nuevas formas asociativas y de solidaridad social autónomas
que exigieron la apertura de los espacios públicos y, por tanto, se acentuó la relevancia de la
participación ciudadana en la consolidación de las democracias representativas, en tanto que el
afianzamiento de esta forma de gobierno ya no depende sólo de que los ciudadanos ejerzan
libremente sus derechos políticos, sino de que también éstos se involucren (participen)
activamente en los diferentes ámbitos y etapas del quehacer público. (Vallespín, 2000;
Giddens, 2000).

En este contexto, sin duda, el despliegue de diversos proyectos de participación ciudadana,


auspiciados desde diversos ámbitos y actores (sociales y/o políticos), se ha vuelto una
constante en la conformación de las relaciones entre gobernantes y gobernados. El objetivo de
este trabajo no consiste en exponer o describir una experiencia en particular. Por el contrario,
su objetivo es discutir los referentes discursivos, teóricos y metodológicos desde los que se han
analizado, regularmente, dichos procesos participativos.

Desde nuestra perspectiva, la exégesis de la participación ciudadana se encuentra actualmente


bifurcada. Por un lado, están las interpretaciones que resaltan la autonomía y lo alternativo,
respecto de la esfera estatal, de dichos procesos participativos (es decir, la diferenciación entre
Estado y sociedad) como los rasgos esenciales de su originalidad, así como los significados
democratizadores y ciudadanos que, se supone, son propiedades inmanentes de dichos
procesos. Por otra parte, el contacto y la proximidad (esto es, la comunicación e incluso la
interacción entre lo estatal y lo social) recreados a través de dichos proyectos de participación
ciudadana, son traducidos, regularmente, como propiedades secundarias o artificiales, en tanto
que sólo denotan el despliegue de acciones estratégicas para la conformación de una mayor
legitimidad democrática y el respectivo control de la participación ciudadana por parte de
órganos de representación política.

Considerando lo anterior, aquí se propone una aproximación conceptual distinta para la


explicación de los procesos de participación ciudadana. Concretamente, se argumenta que
dicho proceso puede ser tratado como un espacio de interacción, comunicación y
diferenciación entre el sistema estatal y el social, antes que como un fenómeno que discurre
entre lógicas excluyentes e incompatibles entre sí, es decir, como una relación socio–estatal
que, en tanto tiene la función de regular conflicto supuesto en la definición de los temas
públicos y de la propia agenda político–social, es una relación que se encuentra acotada (en
sus sentidos y orientaciones) por las nociones normativas derivadas de los significados de la
democracia y de la propia categoría de ciudadanía.
Con el propósito de argumentar nuestra propuesta, se parte del planteamiento de que el
término de participación ciudadana es un concepto cruzado por dos grandes ejes analíticos. El
primero, asociado a la manifestación empírica–descriptiva de estas prácticas ciudadanas, nos
remite a las dimensiones, objetivos y lógicas presentes en la manifestación de este proceso
cívico–político, en que se pone en juego el carácter de las decisiones públicas. El segundo, el
eje coligado con la discusión normativa que ha acompañado y, en algunos casos, configurado
la manifestación histórica de los procesos de participación ciudadana, nos conduce a los
fundamentos, principios democráticos y de ciudadanía con que se encuentran asociadas la
expresión y creación de espacios de organización ciudadana, en los cuales se disputa la
disposición y ejecución de los asuntos públicos. Con este esquema, en un primer momento, se
presenta un recuento general de las delimitaciones conceptuales vertidas hasta ahora sobre el
proceso de participación ciudadana. Posteriormente, se acotan las distintas dimensiones y
lógicas (estatal–social) que subyacen tras la formulación, análisis y desarrollo de dicho
fenómeno y se subraya que el ejercicio de la participación ciudadana puede ser entendido
como un espacio de interacción, comunicación y diferenciación entre el sistema estatal y el
social, antes que como un fenómeno que discurre entre lógicas excluyentes e incompatibles
entre sí. Consecutivamente, se hace una revisión de los presupuestos de la teoría política
democrática, desde los cuales se apuntala, en términos normativos, su función e importancia
en la consolidación de los regímenes democráticos y/o su incidencia en los procesos de
expansión y fortalecimiento de la llamada sociedad civil y, finalmente, se retoma la discusión
sobre el concepto de ciudadanía con el objeto de señalar las particularidades que caracterizan
a este tipo de participación y, mejor aún, se establecen ámbitos, sentidos y objetivos a través
de los que la participación ciudadana, entendida como un espacio de interacción básica entre la
sociedad y el Estado, comunica o diferencia a ambos tipos de sistemas.

PARTICIPACIÓN CIUDADANA: CONCEPTOS, DIMENSIONES, OBJETIVO, CONDICIONES Y


LÓGICAS

La participación ciudadana es un concepto regularmente empleado para designar un conjunto


de procesos y prácticas sociales de muy diversa índole. De aquí, el problema o riqueza de su
carácter polisémico. Problema porque la pluralidad de significados, en ciertos momentos, ha
conducido a un empleo analítico bastante ambiguo. Riqueza, porque la multiplicidad de
nociones mediante las que se ha enunciado ha permitido acotar, cada vez con mayor precisión,
los actores, espacios y variables involucradas, así como las características relativas a la
definición de este tipo de procesos participativos.

En términos generales, la participación nos remite a una forma de acción emprendida


deliberadamente por un individuo o conjunto de éstos. Es decir, es una acción racional e
intencional en busca de objetivos específicos, como pueden ser tomar parte en una decisión,
involucrase en alguna discusión, integrarse, o simplemente beneficiarse de la ejecución y
solución de un problema específico (Velásquez y González, 2003: 57).

De acuerdo con esta definición formal, aquello que llamamos participación ciudadana, en
principio, no se distingue de otros tipos de participación por el tipo de actividades o acciones
desplegadas por los individuos o colectividades involucradas. Este tipo de participación se
acota como ciudadana porque es un proceso o acción que se define y orienta a través de una
dimensión, una lógica y unos mecanismos político–sociales específicos.

Entonces, la participación ciudadana —aun cuando no pueda decirse que haya una concepción
unívoca del vocablo— nos remite al despliegue de un conjunto de acciones (expresión,
deliberación, creación de espacios de organización, disposición de recursos) mediante las
cuales los ciudadanos se involucran en la elaboración, decisión y ejecución de asuntos públicos
que les afectan, les competen o, simplemente, son de su interés. Entendida así, de entrada,
podría afirmarse que ésta nos remite a un tipo de interacción particular entre los individuos y el
Estado, a una relación concreta entre el Estado y la sociedad, en la que se pone en juego y se
construye el carácter de lo público (Ziccardi, 1998; Álvarez, 1997; Cunill, 1991).

En este sentido, la participación ciudadana se distingue de la llamada participación comunitaria


y de la social porque, aun cuando éstas también nos hablen de un tipo de interacción especial
entre la sociedad y el Estado, los objetivos y fines de la acción que caracterizan a estas
últimas, se ubican y agotan, fundamentalmente, en el plano social, es decir, dentro de la
comunidad, gremio o sector social en donde acontecen (Álvarez, 2004; Cunill, 1991). Por el
contrario, la participación ciudadana es una acción colectiva que se despliega y origina
simultáneamente en el plano social y estatal. Esto es, no se trata de una acción exclusiva de
una organización social; tampoco es una acción dada al margen o fuera de los contornos
estatales, ni un ejercicio limitado por los contornos de la esfera social o estatal que la origina.
La participación ciudadana es un tipo de acción colectiva mediante la cual la ciudadanía toma
parte en la construcción, evaluación, gestión y desarrollo de los asuntos públicos,
independientemente de las modalidades (institucional–autónoma) por las que esta misma
discurra (Álvarez, 2004: 50–51).

Por último, la participación ciudadana se distingue de la participación política porque el conjunto


de actos y relaciones supuestas en el desarrollo de la primera no están enfocados (exclusiva, ni
fundamentalmente) a influir en las decisiones y la estructura de poder del sistema político. Es
decir, aun cuando con el despliegue de estas prácticas ciudadanas se busca incidir en la toma
de decisiones que constituyen el orden de la política y de las políticas,1 se diferencian
sustancialmente de las actividades políticas porque el conjunto de acciones, desplegadas
desde este ámbito ciudadano, no pretende ser ni constituirse en poder político, ni busca
rivalizar con éste. Aun cuando la participación ciudadana pueda concebirse como un canal de
comunicación por el que discurren las decisiones que atañen a la competencia por el poder en
un sistema político determinado (elección, sufragio); el alcance de dichas decisiones no está
orientado a desplazar los órganos de carácter representativo, ni mucho menos constituirse en
algún tipo de autoridad política (Pesquino, 1991: 18).

Dimensiones, objetivos, condiciones y lógica de la participación ciudadana

Según las múltiples definiciones planteadas sobre participación ciudadana, en primer lugar,
podríamos ubicar aquellas que se centran en resaltar el espacio o dimensiones en el que
acontecen dichas prácticas ciudadanas, así como los objetivos, condiciones y lógicas
(autónomas y/o institucionales) que perfilan su realización.

Dimensiones

La delimitación del espacio donde acontecen los procesos de participación ciudadana, sin
duda, ha sido una de las preocupaciones constantes en la literatura. De acuerdo con lo
anterior, diversos autores se han preocupado por destacar que la participación ciudadana, en
primer lugar, nos remite a

1) las experiencias de intervención directa de los individuos en actividades públicas para hacer
valer sus intereses sociales (Cunill, 1997: 74);

2) procesos mediante los cuales los habitantes de las ciudades intervienen en las actividades
públicas con el objetivo de representar sus intereses particulares (no individuales) (Ziccardi,
1998: 32);

3) conjunto de actividades e iniciativas que los civiles despliegan, afectando al espacio público
desde dentro y por fuera de los partidos (Álvarez, 1998: 130);

4) despliegue de acciones mediante las cuales los ciudadanos intervienen y se involucran en


los procesos de cuantificación, cualificación, evaluación y planificación de las políticas públicas
(Baño, et al, 1998: 33);
5) proceso dialógico/cooperacional relacionado con la gestión, elaboración y evaluación de
programas de actuación pública, así como con la planeación y autogestión ciudadana de
distintos servicios públicos (Borja, 2000).

Como se puede observar, en general, no solamente se pone en relieve la relación entre el


Estado y la sociedad, a la que este tipo de prácticas ciudadanas ha dado lugar, sino también al
carácter central de dicha interacción, es decir, la disputa por y de la construcción de lo público.

Objetivos

En términos generales, podríamos decir que los objetivos con los cuales se asocia
regularmente a la participación ciudadana se han trazado en un ámbito macro y en otro de
carácter micro. En el primer ámbito, se resaltan las bondades de esta acción colectiva en la
conformación del ideal democrático —apertura del Estado, despublificación del Estado,
socialización de la política, etcétera—, en tanto medio institucionalizado y/o autónomo que da
margen al progreso de la gobernabilidad democrática, o como una dinámica que —vía la
participación activa y dinámica de los ciudadanos— permite la modernización de la gestión
pública, la satisfacción de las necesidades colectivas, la inclusión de los sectores marginales,
del pluralismo ideológico y el desplazamiento de la democracia representativa por la
democracia sustantiva (Borja, 2000; Ziccardi, 1998; Cunill, 1997).

En el nivel micro, los objetivos, supuestos en las acciones y actividades ciudadanas mediante
las cuales se toma parte en la construcción, evaluación, gestión y desarrollo de los asuntos
públicos, en particular estarían orientados a

1) la construcción de mecanismos de interacción y de espacios de interlocución, impulsados


desde la esfera social para el incremento de la receptividad y la atención de las demandas
sociales por parte de las principales instituciones políticas (Velásquez y González, 2003);

2) el diseño y elaboración de modelos de participación que permitan la hechura de políticas


públicas inclusivas y corresponsales, es decir, de acciones político–gubernamentales en las
que se involucre activamente a los ciudadanos tanto en el ordenamiento de los intereses
sociales, como en la formulación de las ofertas de atención pública (Canto, 2005).

En cualesquiera de estos dos objetivos del ámbito micro, se puede decir que la relación que se
establece entre Estado y sociedad a través de la participación ciudadana se operacionaliza en
varios niveles y formas muy concretas; esto es, la relación por parte de la esfera social puede
estar caracterizada por la demanda: 1) obtener información sobre un tema o una decisión
específica; 2) emitir una opinión sobre una situación o problemática particular; 3) proponer una
iniciativa o acción para la solución de un problema; 4) desarrollar procesos de con–certación y
negociación para la atención de conflictos; 5) fiscalizar el cumplimiento de acuerdos y fallos
previos, así como el desempeño de la autoridad política (Velásquez y González, 2003: 60). Por
el contrario, desde el ámbito estatal, aquí identificado con los objetivos macro, la interacción
puede ser entendida a través de los canales de la oferta. De lo que se trata entonces es de
analizar y diagnosticar las formas cualitativas y cuantitativas mediante las cuales se involucra a
la ciudadanía en las diversas fases contempladas en la hechura y desarrollo de las políticas
públicas: 1) Agenda; 2) Análisis de Alternativas; 3) Decisión; 4) Implementación; 5) Desarrollo;
6) Evaluación.

De acuerdo con lo anterior, podría pensarse en una matriz de interacción de las múltiples
posibilidades de relación que se pueden desarrollar entre estas dos esferas (Canto, 2002).2

Condiciones objetivas y subjetivas

Otro de los puntos relacionados con la discusión sobre el tema de la participación ciudadana es
el de las condiciones tanto objetivas como subjetivas. Las primeras aluden al conjunto de
elementos estructurales e institucionales característicos del entorno y que obstaculizan o
facilitan el despliegue de acciones participativas. En este sentido, se subraya la buena
disposición de la autoridad como una condición básica para el funcionamiento y resultado de
los instrumentos participativos; la estructura institucional con la que se cuenta para procesar la
demanda y problemas de los ciudadanos y en sí, todas aquellas condiciones que brinda el
conjunto de oportunidades políticas en un momento y espacio determinado, como el grado de
apertura y receptividad del sistema político a la expresión de los ciudadanos; la correlación de
fuerzas políticas; la existencia de un clima social y cultural favorable a la participación; el
funcionamiento concreto de instancias, canales e instrumentos que faciliten su ejercicio, así
como la existencia de un tejido social y una vida social fuertemente articulados, esto es, de una
alta vida asociativa y organizativa arraigada en los ciudadanos (Favela, 2002a). En las
segundas (las condiciones subjetivas) se subrayan una serie de variables que están
relacionadas con los recursos (tiempo, dinero, información, experiencia, poder), las
motivaciones, la biografía y el entorno inmediato de los participantes. El primer conjunto de
variables "aseguran" que el proceso participativo tenga lugar, se sostenga y produzca algún
impacto. El segundo hace referencia a las razones para cooperar que tienen los individuos y
que los empujan a la acción (Velásquez y González, 2003: 61).
A partir de dichas condiciones, objetivas y subjetivas, se desprenden de antemano algunos de
los escollos principales que obstaculizan los procesos de participación ciudadana.

Para quienes enfatizan la prioridad de las condiciones objetivas, el problema de la participación


ciudadana, por ejemplo, está relacionado con la complejidad e ineficiencia burocrática, la nula
disponibilidad de los gobiernos (locales) para brindar información, instrumentos y espacios que
permitan el desarrollo óptimo de dicha acción ciudadana dentro de un marco de gobernabilidad
democrática y las limitaciones cualitativas y cuantitativas de los espacios y canales de
interacción existentes desde los cuales los ciudadanos pueden participar efectivamente en la
planeación, aplicación y vigilancia de la política pública (Ziccardi, 2004: 257).

Desde este mismo punto de vista, otros autores consideran que no se puede esperar mucha
participación de los ciudadanos si éstos "no saben cómo, ni dónde, ni para qué". Y señalan que
las respuestas a estas preguntas (la facilitación de condiciones, la promoción y, en resumen,
todas las facilidades para la expresión de la participación ciudadana) precisamente
corresponden al sistema político —instituciones representativas y partidos políticos— (Borja,
2000: 57), y se subraya, además, las cortapisas de los procesos participativos en sus niveles
de representatividad, de legitimidad y de su coste. Se afirma que la representatividad de la
participación ciudadana es limitada, pues solamente participa un porcentaje muy pequeño de la
población, el cual, incluso, no guarda precisamente un perfil–socioeconómico característico
medio, sino que suele distinguirse por sus altos niveles económicos y educativos, así como por
su basta experiencia asociativa. En cuanto a la legitimidad, se cuestiona la permeabilidad de
dichos espacios por los propios intereses partidistas y/o por la lógica del mercado en la
solución estratégica de los problemas y, finalmente, se crítica un elevado coste de las
actividades supuestas en la participación ciudadana que no se reflejan necesariamente en una
mejora sustancial de la calidad de las decisiones y en el propio desempeño de la gestión
publica (Font, 2001).

Por último, desde quienes enfatizan las condiciones subjetivas, se pone de relieve que la
participación ciudadana es un complejo proceso de toma de decisiones individuales en el cual
interviene una serie de factores o elementos relacionados con el contexto vital (inmediato y
específico) de los participantes y que, por tanto, la potencialidad de sus resultados, sus efectos
y su repercusión estructural, está prefigurada también por un conjunto de prácticas y
percepciones social y culturalmente inveteradas (características de las instituciones públicas y
de los propios individuos) que subyacen en el espacio social en el que se desarrolla (Pliego,
2000).

Lógicas de la participación ciudadana


La participación ciudadana tradicionalmente ha sido analizada desde dos perspectivas
distintas: de un lado se ha resaltado su marchamo estatal y de otro su sello social. Con esta
diferenciación analítica, en términos generales, podemos afirmar que dicho fenómeno se ha
estudiado: 1) a través de la manifestación y expresión de las fuerzas colectivas que se
organizan de manera autónoma para actuar en defensa de determinados intereses sociales e
incidir en la elaboración de políticas públicas (Álvarez, 1997; Lujan y Zayas, 2000); 2) mediante
el análisis de los distintos organismos, figuras y modelos de participación institucionalmente
establecidos para la expresión y organización de la voluntad ciudadana entorno a) al carácter
público de la actividad estatal y b) a la importancia, pertinencia o legitimidad del interés
ciudadano con respecto a solución de ciertos problemas definidos en el (o por el) mismo ámbito
público (Ziccardi, 2004; Cunill, 1997).

La lógica estatal

Desde la esfera de lo estatal, el conjunto de actividades y acciones mediante las cuales los
ciudadanos toman parte de los asuntos públicos nos remite a una serie de instituciones y
mecanismos formal o informalmente reglamentados a través de los cuales discurre la relación
que se establece entre el Estado y sus ciudadanos para la creación, desarrollo e instauración
de ciertas decisiones de carácter público.

La participación ciudadana, en consecuencia, se acota como un proceso de inclusión política.


Es una medida política estratégica para la atención y, sobre todo, para el control de las
demandas sociales que apelan al funcionamiento del Estado. "Incluir" a los ciudadanos en el
diseño, desarrollo y vigilancia del quehacer público nos conduce, entonces, a la creación
deliberada de márgenes de acción que garanticen una mayor gobernabilidad y legitimidad
democrática o, dicho desde una perspectiva neutral, es una moderna estrategia política
mediante la que se conforman nuevas formas de gobernar orientadas a la apertura y
establecimiento de una serie de espacios institucionales para la expresión y despliegue de los
intereses ciudadanos (Rivera, 1998).

No obstante, más allá de los juicios previos que se puedan plantear en torno a esta concepción
de la participación ciudadana —mecanismos de integración e inclusión social, estrategias de
gobernabilidad—, lo que se vislumbra es que el diseño estatal de este conjunto de mecanismos
institucionales para la inclusión y el procesamiento del interés ciudadano, así como para la
gestión, elaboración y evaluación de programas de actuación pública, no se vincula con la
irrupción e intervención de ciertos actores sociales, ni forzosamente con un proceso de
democratización de los espacios públicos, sino que se presenta como una modernización
exclusiva del quehacer estatal orientado por la generación de un conjunto alternativo de
medidas y estrategias para la fundación de un nuevo orden de lo político.

Crítica a la lógica estatal

Los mecanismos de participación ciudadana impulsados por el Estado son percibidos como
acciones meramente instrumentales orientadas al control y la adaptación social de los
marginales. Así, entonces, el despliegue de acciones participativas se demarca como
poderosas estrategias gubernamentales para contener el descontento y/o fomentar la
integración social con esquemas exclusivamente corporativos, en los que el beneficiario es sólo
un agente pasivo de los programas y beneficios sociales ofertados por las instituciones públicas
(Velásquez y González, 2003).

Por tanto, se afirma que, según la lógica imperante en los procesos de participación, puede
facilitarse el incremento de la representación social en la conducción de los asuntos públicos o
bien legitimarse la corporativización del aparato social, tanto como la despolitización de la
participación social.

Según este planteamiento, los modelos desarrollados desde la esfera estatal, al cimentarse en
formas funcionales de representación y participación —convocatoria de los sujetos sociales
para la adopción de políticas públicas predeterminadas y/o negociación e instauración de
contratos de corresponsabilidad que aseguren la implementación de ciertas decisiones públicas
— promueven una interacción y una colaboración instrumental en el ejercicio de la política,
antes que el control e influencia sobre ella (Cunill, 1997:166).

Asimismo, se arguye que la participación ciudadana al adoptar formas orgánicas de


institucionalización, predeterminadas desde el aparato estatal y, a su vez, radicadas en él, aun
cuando no se planee expresamente así, conduce en todos los casos a favorecer la
colaboración funcional. Y, por ende, la institucionalización de la participación ciudadana en la
propia esfera estatal tiende inexorablemente a inhibir más que a facilitar la función de expresión
y defensa de intereses sociales y, en definitiva, de su propia representación en la esfera pública
(Cunill, 1997: 167).

En suma, se plantea que al suscitarse una relación constitutiva y no regulativa de la política, el


potencial de la participación ciudadana como mecanismo de publicidad tiene escasas
probabilidades de actualización. La construcción de los sujetos desde el Estado no sólo abre
oportunidades discrecionales para la atención de intereses particulares, sino para la propia
despolitización de los temas en la medida en que la dinámica y la direccionalidad de la
participación ciudadana son determinados desde un sólo eje de la relación. De allí la siguiente
afirmación:

la constitución de una institucionalidad de representación social requiere, en primera instancia,


el reconocimiento por parte del Estado de la autonomía política de las asociaciones que actúan
como mediadoras entre el Estado y la sociedad (el sector intermediario), tanto como la no
formalización de su función de representación social a través de organizaciones (consejos,
comités, etcétera) insertas en la propia institucionalidad estatal... (Cunill, 1997:167).

La lógica social

Desde la lógica social, la acciones y actividades desplegadas por un conjunto de ciudadanos


con miras a involucrarse en la elaboración, decisión y ejecución de ciertos asuntos públicos que
son de su interés, nos remiten a una expresión y organización autónoma de una "fuerza social"
mediante la cual se busca abrir los espacios por los que discurre la toma de decisiones
políticas.

La participación ciudadana, por ende, es concebida como un proceso de intervención en la


política y/o políticas. Es, entonces, un proceso que se desarrolla a partir de la irrupción de los
actores sociales, del resurgimiento de la sociedad civil, del "adensamiento" de las redes
sociales y de la vida comunitaria que, ante la caída de los regímenes totalitarios y/o el
achicamiento de la política social del Estado, se trasforma en una estrategia de organización
social básica de los ciudadanos para afrontar la defensa de sus derechos y satisfacción de
ciertas necesidades básicas locales o inmediatas (servicios, vivienda, salud, alimentación) y
que, ocasionalmente, en función del tipo de estrategias de acción, cohesión, continuidad y
experiencia de la organización, pueden o no incidir en el diseño y elaboración de ciertas
políticas públicas (Lujan y Zayas, 2000; Olvera, 1998).

La participación ciudadana, así entendida, se presenta como intervención antes que como
incorporación de los agentes sociales en el diseño, gestión y control de las decisiones políticas.
Es decir, se le mira como un proceso social que resulta de la acción intencionada de individuos
y grupos en busca de metas específicas, en función de intereses diversos y en el contexto de
tramas concretas de relaciones sociales y de poder. Es un proceso en que distintas fuerzas
sociales, en función de sus respectivos intereses (de clase, de género, de generación),
intervienen directa o indirectamente en la marcha de la vida colectiva con el fin de mantener,
reformar o transformar los sistemas vigentes de organización social y política (Velásquez y
González, 2003: 59).
El despliegue de dichos procesos participativos y su corolario en la instauración de un conjunto
de mecanismos ciudadanos para la publicidad de la acción estatal en sus tareas de
elaboración, planeación y desarrollo de las políticas, por tanto, no resultado de la
modernización o liberalización de la esfera política, sino la consecuencia de la organización
autónoma, de la expresión de un cuerpo colectivo de ciudadanos ante el debilitamiento del
poder político (achicamiento del Estado) y la instauración de una lógica de mercado en la
construcción de las decisiones públicas (Álvarez, 2002; Olvera, 2001).

Crítica a la lógica social

Una de las principales críticas contra la participación ciudadana autónoma es que la


intervención de los diversos actores sociales en la escena pública, en la deliberación y toma de
decisiones políticas, puede convertirse en una sobrecarga para el sistema político, que ponga
en riesgo la estabilidad y la lógica misma de los órganos de representación, característicos de
cualquier sistema democrático. En otras palabras, desde esta perspectiva, la participación
ciudadana puede significar una amenaza a la gobernabilidad y la estabilidad del sistema
político. Las decisiones político–administrativas —se argumenta— es una cuestión compleja
que demanda el mínimo de participación y, por el contrario, un amplio y sólido diseño
institucional que permita el procesamiento práctico de las diversas demandas e intereses
ciudadanos (Schumpeter, 1988; Bobbio, 1986).

Por otra parte, se señala que la participación ciudadana, aquella acción impulsada desde la
esfera de la sociedad civil y/o bajo el auspicio de ciudadanos no vinculados con los vicios
presentes en el ámbito político, en realidad no es un proceso que se encuentre exento de caer
en esquemas tradicionales: corporativos o clientelares. En las organizaciones civiles, así como
en los distintos espacios territoriales donde se despliega el activismo ciudadano, también se
reproducen modelos basados en la fragmentación social, subordinación política, exclusión e
integración sistémica; modelos contrarios a todo principio democrático que ponga de relieve la
autonomía y la participación amplia de los distintos sectores sociales (Restrepo, 2001: 187).

Algunos autores, por ejemplo, subrayan que en nombre de la participación ciudadana se han
impulsado procesos de privatización en áreas de interés colectivo e, igualmente, se ha
estimulado la competencia entre las comunidades por la obtención y distribución de los
recursos públicos. En fin, en nombre de la participación se han fortalecido los procesos de
fragmentación social y se bloquea la creación de referentes comunes en la construcción de
intereses colectivos generales (Restrepo, 2001: 172).
Corolario: entender a la participación ciudadana como un espacio de interacción, comunicación
y diferenciación entre el sistema estatal y el social

Como se puede observar, la participación ciudadana es un proceso en que se destacan


distintas aristas; por una parte —desde ámbito ins–titucional–estatal— la explicación de este
proceso radica en aquellas prácticas y acciones ciudadanas impulsadas por una serie de
instrumentos y mecanismos institucionales para la producción y el desarrollo de las decisiones
públicas. La participación ciudadana es concebida como un mecanismo que permite reducir y
procesar la complejidad de las demandas sociales y económicas que han de ser atendidas por
el sistema político en su conjunto.

Por otro lado, desde el ámbito social, la participación ciudadana expresa una nueva forma de
acción social desplegada por los ciudadanos para hacer frente a los vacíos dejados por el
achicamiento del Estado, así como para defender un conjunto de posiciones, derechos e
intereses de diversos sectores sociales e intervenir decididamente en el diseño, planeación y
desarrollo de la política pública.

No obstante, si bien reconocemos que dicha diferenciación analítica nos permite comprender,
por una parte, la manifestación y expresión de las fuerzas colectivas que se organizan de
manera autónoma para actuar en el marco local en defensa de determinados intereses
grupales o sociales (Lujan y Zayas, 2000; Álvarez, 1997) y, por otra, reconocer los distintos
mecanismos, figuras o formas de participación organizadas institucionalmente desde la lógica
de lo estatal (o gubernamental) (Rivera, 1998; Ziccardi, 2004; Borja, 2000), en este trabajo nos
interesa argumentar que la participación ciudadana, desde nuestra perspectiva —es decir,
como expresión y creación de espacios de organización y de disposición de recursos mediante
los cuales la ciudadanía, en una localidad determinada, se involucra en la elaboración, decisión
y ejecución de asuntos públicos que son de su interés—, no constituye un proceso que discurra
en espacios distintos y excluyentes. Por ejemplo, entre una lógica de lo social y una lógica
estatal incompatibles entre sí, sino que, por el contrario, nos remite a un proceso en que ambos
espacios y lógicas (lo estatal y lo social) se yuxtaponen antes que contraponerse
recíprocamente. De tal manera, en este trabajo se parte de que dicho proceso puede ser
entendido, más bien, como un espacio de interacción, comunicación y diferenciación entre
ambos niveles o sistemas de acción, en los que la expresión y organización de la voluntad
ciudadana pueden estar dirigidos a resaltar el carácter público de la actividad estatal
(gobernabilidad, legitimidad, control social, etcétera), o la importancia y legitimidad del interés
ciudadano respecto de la solución de ciertos problemas definidos en el (o por el) mismo ámbito
público, y en que las distintas formas de participación ciudadana, independientemente de su
tipificación (institucional o autónoma, estatal o social), son producto o resultado tanto de los
intereses provenientes de las necesidades y demandas sociales, como de aquellos originados
por las propias instancias político–estatales.
Desde esta perspectiva, el análisis de la participación ciudadana, independientemente de su
tipo (institucional o autónoma), precisa de una exégesis que no sólo dé cuenta de los
elementos estructurales dispuestos desde lo estatal (espacios, recursos, disposiciones legales,
apertura institucional, etcétera), sino también de la formas asociativas adquiridas dentro de la
configuración del entramado social, así como de los problemas subyacentes tras el despliegue
de acciones que, dentro de este espacio de interacción, comunicación y diferenciación
constituido, realizan, recrean y construyen los alcances y limitaciones de la misma participación
ciudadana (Favela, 2002b: 37).

Finalmente, la participación ciudadana, concebida como un puente entre la sociedad y el


Estado, implica mirar estos dos polos de la relación no como antagónicos, sino como
complementarios. En otras palabras, la participación ciudadana no es una repartición de poder
suma cero, sino una suma positiva: no se trata de entender la participación como negación del
Estado por parte de la sociedad civil, ni como la estatización de la sociedad que termina por
subsumirla a las lógicas puramente gubernamentales.

Los sistemas democráticos modernos se apoyan en el fortalecimiento de la esfera pública


considerándola como lugar de encuentro entre actores sociales y políticos para la deliberación
y toma de decisiones colectivas. En tal sentido, la participación ciudadana fortalece a la vez el
Estado y a la sociedad, sin que ello represente una pérdida de identidad de uno u otra.
(Velásquez y González, 2003: 63).

Antes de desarrollar con más detalle este último planteamiento, es conveniente resaltar dos
grandes ejes temáticos que cruzan la acepción y problema de la participación ciudadana. El
primero de ellos es precisamente el relacionado con el conjunto de presupuestos teóricos y
discursivos que subyacen tras los procesos de participación ciudadana, dirigidos a apuntar su
función e importancia en la consolidación de las democracias representativas, así como en la
expansión y fortalecimiento de la llamada sociedad civil. El segundo es el tema de la
ciudadanía, como otro de los grandes fundamentos en los que descansan los contornos,
sentidos y objetos de acción de dichas prácticas participativas.

TEORÍA DE LA DEMOCRACIA Y PARTICIPACIÓN CIUDADANA

La participación ciudadana es un concepto irremediablemente circunscrito a un campo mayor


de la Ciencia Política. En especial, es una expresión recurrente en las teorías abocadas a tratar
el problema de la democracia. Pero, a pesar de lo anterior, es decir, de la cotidianidad de su
uso, hasta el momento no existe una noción unívoca acerca de dicha noción.

En términos generales, el problema de la participación ciudadana puede ser abordado desde


los dos enfoques principales que actualmente caracterizan la discusión sobre la teoría de la
democracia: el enfoque prescriptivo y el descriptivo.3 En este apartado, resaltaremos cómo
cada una de estas perspectivas ha señalado una serie de características, objetivos y
estrategias de acción para acotar y ubicar el problema de la participación ciudadana en el
funcionamiento de los regímenes democráticos.4

La participación ciudadana: una forma de vida o una forma de norma5

Dentro del enfoque prescriptivo, en el cual la democracia se concibe fundamentalmente como


un proyecto político de autogobierno (como una forma de vida), la función de la participación
ciudadana consiste en la resolución y/o transformación de los conflictos políticos a través de la
creación y apropiación de espacios de discusión públicos que permitan el debate racional, la
interacción comunicativa y la incidencia directa de los ciudadanos en la toma de decisiones. En
otras palabras, la participación ciudadana, antes que como un mero dispositivo jurídico o un
procedimiento instrumental para constitución de la autoridad, se acota como un proceso
constitutivo en la toma de decisiones colectivas supuestas en la organización, diseño y
fortaleza de las instituciones democráticas. Es un mecanismo cívico–activo privilegiado
mediante el cual se pueden fijar los escenarios deliberativos, la agenda, la legislación y la
ejecución de las políticas públicas (Barber, 1998; Habermas, 1998; Giddens, 2000; Máiz, 2000).

En este sentido, aun cuando en la teoría prescriptiva existe un reconocimiento explícito de que
el desarrollo de la democracia (y, en particular, el de los distintos regímenes democráticos
modernos), tienen su base en el modelo liberal democrático, antes que en los presupuestos de
los modelos de la democracia directa o unitaria, se cuestiona fuertemente el funcionamiento de
los mecanismos formales de representación, no sólo porque exhiben un sesgo "anti–
participativo" y tutelar, sino también porque al ponderar los procedimientos normativos e
instrumentales, como los únicos medios efectivos para la incorporación y agregación de
intereses en la conformación de cualquier proyecto de orden político, se presupone con
facilidad que los ciudadanos son incapaces de participar activamente en la toma de decisiones
—ya por la complejidad de los asuntos públicos, ya por su escaso interés o apatía política—, y,
por tanto, que los representantes políticos, los gobernantes, son los únicos sujetos interesados
y capacitados para defender el interés de sus representados (Barber, 1998; Máiz, 2000).
De acuerdo con las premisas y principios teóricos del enfoque presciptivo, la participación
ciudadana, por tanto, estaría dirigida a cubrir los siguientes objetivos:

1) Promover el desarrollo de mecanismos dialogantes entre gobernantes y gobernados que


permitan la inclusión amplia de cualquier manifestación política en la construcción y toma de
decisiones de carácter público y que garantizasen la visibilidad de las acciones de los
representantes políticos (Habermas, 1998; Giddens, 2000);

2) Constituirse en una actividad cotidiana y en un criterio central para la resolución de los


conflictos políticos, o sea, para la toma de decisiones sobre asuntos de carácter público y crear
espacios autolegislativos y autogestivos para enfatizar el carácter público de lo político (Barber,
1998: 291 y ss);

3) Fomentar el desarrollo de comunidades políticas capaces de trasformar a individuos


privados dependientes en ciudadanos libres y a los intereses parciales y privados en bienes
públicos (Barber, 1998);

4) Por último, la participación ciudadana, enmarcada en un modelo de deliberación


argumentativa, sería una forma de expresión cívica dirigida a debatir las decisiones tomadas
por la autoridad política, presentar y formular una serie de demandas en relación con el Estado
y exigir, en términos generales, la publicidad de los actos del Estado (Habermas, 1998;
Giddens, 2000).

Por el contrario, desde un enfoque realista, con que la democracia se define, básicamente,
como una forma de norma, como un método institucional para la toma de decisiones políticas,
antes que como una forma de vida, la participación ciudadana, al igual que cualquier otro tipo
de participación, es una actividad que queda circunscrita a los procesos de elección y decisión
delimitados por el propio mercado e instituciones políticas, pues en el modelo de las
democracias representativas el demos no se autogobierna, sino que elige representantes que
lo gobiernan (Sartori, 2000; Pitkin, 1972; Crespo, 2000; García, 1998).

Desde dicha perspectiva, si bien se reconoce que la democracia puede ser entendida como un
procedimiento instrumental para el despliegue de los derechos individuales frente al Estado, o
como un medio efectivo para la canalización y suma de los distintos intereses "previstos" en los
dilemas de carácter público, se objeta que dichas tareas le competan al demos o que precisen
de la creación de instancias públicas deliberativas. La congruencia entre los intereses de la
comunidad y el gobierno, desde este enfoque, es un problema que compete exclusivamente a
los gobernantes, no a los gobernados (Pitkin, 1972; Sartori, 2000).
La participación ciudadana, entonces, según los presupuestos del enfoque realista, no es la
panacea universal para la construcción y consolidación de los regímenes democráticos —sus
piernas son mensurables y escasas—. La implementación de mecanismos participativos, por sí
mismos, no son garantía de nada; la participación (ciudadana o del cualquier otro tipo, distinta a
la participación política) no es ninguna condición suficiente para sostener el edificio de las
democracias modernas, ya que un mayor activismo o intervención ciudadana no supone
automáticamente un demos más gobernante, así como tampoco demandar menos poder para
los gobernantes significa más poder para los gobernados. Ambas condiciones, llevadas al
extremo o planteadas como premisas fundamentales, acaban por socavar los principios de todo
tipo de democracia (Sartori, 2000: 75; Crespo, 2000: 48).

Según los planteamientos del enfoque descriptivo, la participación ciudadana podría contemplar
los siguientes objetivos:

1) constituirse en un mecanismo institucionalmente legítimo para renovar —cuando sea el caso


— el consentimiento sobre las figuras o grupos gobernantes a través de la vía electoral, así
como permitir, a través de su manifestación pacífica y significativa, esto es por la vía electoral,
establecer un mayor vínculo efectivo entre elecciones y democracia (Sartori, 1998: 299);

2) facilitar los procesos inter–decisionales mediante un involucramiento mesurado en los


problemas de orden público;6

3) permitir la convivencia civilizada entre los representantes y los representados y optimizar los
esfuerzos de la participación ciudadana de forma tal que puedan contribuir —aunque no
garantizar— el bienestar común (Crespo, 2000);

4) fomentar la confianza hacia las normas e instituciones como mecanismos neurálgicos de la


estabilidad y desarrollo de la democracia y como dispositivos eficaces para la agregación de las
diversas expresiones ciudadanas (Crespo, 2000).

El discurso de la participación ciudadana

Desde la perspectiva de los actores sociales (que dicho sea de paso, se inclinan por la
concepción prescriptiva de la democracia), la participación ciudadana se plantea como: 1) una
forma de expresión privilegiada mediante la cual es posible canalizar y conciliar la diversidad y
la complejidad de los intereses de los habitantes de una región determinada; 2) un medio de
comunicación más directo entre gobernantes y gobernados; 3) una herramienta ciudadana para
influir en la pla–neación, vigilancia y evaluación de la función pública; 4) un nuevo instrumento
de contrapeso en torno al funcionamiento de las instituciones gubernamentales y políticas; 5)
un mecanismo de interacción entre funcionarios y ciudadanos orientado hacia la generación de
formas de gobierno, legítimas, eficientes y representativas; 6) un derecho y una obligación
ciudadana garantizada jurídicamente por el Estado; 7) una fórmula de representación
ciudadana orientada hacia el desarrollo de estrategias de cogestión y autogestión en el
desarrollo de políticas públicas; finalmente, 8) un novedoso proceso participativo que permitirá
superar los viejos esquemas de gobierno basados en relaciones clientelares y corporativas
(Ziccardi, 2004; Martínez, 1998; Álvarez, 1997; Lombera, 2001; Mejía., 1999).7

De acuerdo con las características o propiedades que el discurso le atribuye al proceso de la


participación ciudadana, ésta contemplaría los siguientes objetivos:

1) consolidar la democratización de las instituciones y la toma de decisiones en la gestión


pública (Lombera, 2001);

2) coadyuvar a la gobernabilidad democrática, es decir, lograr, en la medida de lo posible, el


reconocimiento de los ciudadanos en torno a las acciones de gobierno (Zermeño, 1998: 103);

3) canalizar y conciliar la multiplicidad de los intereses ciudadanos con el objeto de contribuir a


la solución de los problemas de interés general y al mejoramiento de las normas que regulan
las relaciones en la comunidad (Assad, 1998: 11);

4) multiplicar los espacios y formas de participación ciudadana para la toma de decisiones


conjuntas con el fin de desplazar las formas de participación corporativas, clientelares y
autoritarias en la toma de decisiones políticas y, específicamente, en la conformación de la
agenda dirigida hacia la gestión pública.

Corolario

Como podemos constatar, tanto las aproximaciones teóricas como las enunciaciones
provenientes de lo que aquí hemos denominado el discurso de participación ciudadana, si bien
destacan los aspectos formales, acotan los escenarios y señalan algunos de los sentidos de la
participación ciudadana —ingrediente básico de los sistemas democrático, activismo asociativo
e incidencia ciudadana en la democratización de la toma de decisiones sobre los asuntos de
interés público—; en realidad, al operar desde un plano exclusivamente teórico normativo o
magnificar los casos empíricos, han arribado a una serie de conclusiones demasiado generales
acerca del concepto, así cómo sobre la emergencia de un nuevo patrón de acción social
impregnado de potenciales democratizantes. En otras palabras, se ha definido la participación
ciudadana a partir de la función que ésta desempeña en la consolidación de los regímenes
democráticos; en la gobernabilidad de los sistemas políticos; en el empoderamiento ciudadano
o en la apertura y fortalecimiento de los espacios públicos para la expansión de las
organizaciones autónomas (sociedad civil), sin decantar las condiciones específicas que
expliquen por qué y cómo se produce dicho fenómeno ni, mucho menos, esclarecer los
aspectos o elementos que justifiquen los sentidos u orientaciones de sus posibles efectos
estructurales.

CIUDADANÍA Y PARTICIPACIÓN

¿A qué noción de ciudadano nos referimos cuando hablamos de participación ciudadana? Para
responder esta pregunta, no vamos a reproducir el largo e intenso debate que se ha entretejido
en torno al término de ciudadanía en la teoría política. No es el objetivo de este trabajo. En ese
sentido, antes de centrarnos en discutir si la ciudadanía consiste en: 1) un estatus de inclusión
y pertenencia a un espacio político que apela a la existencia de un conjunto de derechos y
deberes, o 2) más bien nos remite a una identidad y a un conjunto de derechos y deberes que
son resultado de una diversidad de prácticas circunscritas a temporalidades y espacios
específicos, nos interesa resaltar los componentes que, independientemente de sus matices
liberales o republicanos, conforman el concepto de ciudadanía.8

La noción de ciudadanía posee tres claros componentes: 1) la adquisición, adjudicación,


posesión o conquista de un conjunto derechos y deberes por parte del individuo en una
sociedad–política determinada; 2) la pertenencia a una comunidad política determinada:
Estado–Nación; 3) la oportunidad y capacidad de participación en la definición de la vida
pública (política, social y cultural) de la comunidad a la cual se pertenece (Sermeño, 2004: 89;
Tamayo, 2006:19).

Estos tres componentes (identidad, Estado–sociedad civil, derechos y participación), por tanto,
constituyen aquellos ámbitos analíticos a partir de los cuales pueden definirse y observarse los
elementos sustantivos de aquellas prácticas, proyectos, estrategias o acciones sociales que en
su conjunto se encuentran plenamente relacionadas con la connotación de lo ciudadano.

La cualidad de ciudadano, entonces, antes de remitirnos a un simple estatus jurídico y/o


territorial, nos remite a una diversidad de prácticas y/o dinámicas circunscritas a
temporalidades y espacios específicos. Uno de los primeros autores clásicos que abordó este
problema fue precisamente Marshall (1988), quien sostuvo que la ciudadanía, en tanto estatus
de plena pertenencia de los individuos a una sociedad que a su vez implica el acceso a varios
derechos, es un proceso histórico, es una construcción social, signada precisamente por la
universalización de los derechos civiles en el siglo XVIII y de los derechos políticos en el siglo
XIX, así como la propia expansión y consolidación de los derechos sociales en las postrimerías
del XIX e inicios del siglo XX. Desde dicho desarrollo civil, político y social, la ciudadanía se
concibe como "aquel estatus que se concede a los miembros de una comunidad", que en
Marshall se identifica con el Estado–Nación. Sus beneficiarios son "iguales en cuanto a los
derechos y obligaciones que implica", y su ejercicio y disfrute está garantizado
institucionalmente por medio de los tribunales de justicia (derechos civiles), el parlamento
(derechos políticos) y el sistema educativo y servicios sociales (derechos sociales).

La perspectiva de Marshall, si bien predominó a lo largo de varias décadas (desde los años de
la posguerra hasta la crisis del Estado de Bienestar), ha sido objeto de diversas críticas, que en
esencia han apuntado hacia: a) el carácter evolucionista o más aún teleológico de sus
planteamientos que no logran dar cuenta del complejo proceso de la construcción de la
ciudadanía (Giddens, 1999); b) el sesgo mecanicista de su teoría al soslayar las condiciones
políticas y sociales, así como las tensiones y contradicciones existentes en el desarrollo de la
ciudadanía (Barbalet, 1988); c) el sentido homogeneizador de la exégesis marshalliana,
mediante el que se pretende establecer una teoría universal de la constitución de la ciudadanía
que, sin embargo, históricamente se contrapone con las diversas estrategias y sentidos
mediante los que se ha desarrollado dicho proceso en los países europeos (Somers, 1999:
229); por último, d) se increpa a Marshall el ubicar en un mismo nivel derechos que tienen una
estructura distinta, es decir, colocar en un mismo plano los derechos sociales con los civiles y
políticos. Estos últimos, aparte de ser derechos con una naturaleza universal y formal, delimitan
la acción del Estado tanto en la esfera privada, como pública. Por el contrario, los primeros no
tienen ni pueden poseer la misma naturaleza; son derechos particulares, específicos, que
señalan las obligaciones "mínimas" del Estado, prestaciones sociales establecidas
discrecionalmente por el sistema político debido a una exigencia sistémica de igualación e
integración social, de legitimación política o de orden público (Gordon, 2001: 197; Rabotnikof,
2005: 40).

Empero, más allá de compartir o disentir de los señalamientos anteriores, lo que importa
rescatar es el tratamiento sociológico que Marshall otorga a ese conjunto de derechos que hoy
por hoy forman parte del proceso que define y redefine los confines de lo ciudadano y que, por
ende, es ya indisociable de su ejercicio individual y social.

La ciudadanía, entonces, entendida como una construcción social, nos remite a un proceso que
se encuentra fuertemente vinculado con el ejercicio y/o desarrollo de procesos ubicados en tres
dimensiones:
1) la civil, dimensión en que el objeto de la acción es la defensa de los derechos de igualdad
ante la ley, libertad de la persona, libertad de expresión, libertad de información, libertad de
conciencia, de propiedad y de la libertad de suscribir contratados;

2) la política, dimensión en que el objeto de la acción está relacionado con el derecho de


asociación y con el derecho a participar en el poder político, tanto en forma directa, por medio
de la gestión gubernamental, como de manera indirecta, a través del sufragio;

3) la social, dimensión en que el objeto de la acción nos remite al conjunto de derechos de


bienestar (mínimos) y obligaciones sociales que permiten a todos los miembros participar en
forma equitativa de los niveles básicos de la vida de su comunidad.

Como se puede observar, este conjunto de derechos, mediante los que se describe la
ciudadanía, corresponden a un modelo ideal de relaciones sociopolíticas que acotan los
espacios de participación ciudadana. Ahora bien, las prácticas relacionadas con estos procesos
participativos no sólo están ceñidas a dichos contornos, sino que también apuntan dinámicas y
maneras específicas de entender su sentido u orientación específica. Por ejemplo, las prácticas
o estrategias ciudadanas pueden tener una dinámica autónoma (emerger "exclusivamente" de
los movimientos sociales y ser acciones reivindicativas de los derechos sociales, políticos y
civiles) o caracterizarse por una dinámica dependiente, esto es, corresponder más con un
despliegue de estrategias paternalistas y clientelares de la acción gubernamental, que tienen
por objeto la procuración de una cierta legitimidad política, así como el control del orden y el
poder político, antes que el fortalecimiento y construcción de una ciudadanía integral (Bayón, et
al, 1998: 84).

Asimismo, este conjunto de dimensiones que acotan los objetos (sentidos) de las estrategias
de acción constitutivas de la ciudadanía, brindan igualmente algunas pistas de las posibles
direcciones resultantes de los propios procesos de participación ciudadana. De hecho,
retomando los argumentos de Barbalet (1988) acerca de las diferentes posiciones que los
ciudadanos asumen ante el Estado en el momento de interpelarlo para demandar la
materialización de los derechos civiles o de sus derechos sociales, tendríamos entonces que
los derechos civiles y políticos son derechos contra o delimitantes del papel del Estado,
mientras que los derechos sociales constituyen reclamos garantizables por él. En el primer
caso, es decir, para que las personas puedan defender sus libertades civiles y políticas, éstas
procuran diferenciarse y acotar plenamente su autonomía. Por el contrario, los derechos
sociales, relacionados con el conjunto de prestaciones que brinda el Estado para el bienestar
de los ciudadanos (educación, salud, vivienda, etcétera), implica un posicionamiento distinto de
éstos; la estrategia aquí no radica tanto en el distanciamiento como en impulsar una serie de
condiciones (legales, administrativas, institucionales, etcétera) que favorezcan el acercamiento
y comunicación entre el Estado y las demandas sociales de su propia ciudadanía.
De acuerdo con lo anterior, una de las primeras cuestiones que se podrían resaltar, por su
puesto, son algunos de los contornos que nos permiten discriminar algunas de las estrategias
de acción o prácticas que, grosso modo, podrían clasificarse dentro de aquello que
denominamos participación ciudadana. En primer lugar, ya hemos apuntado que este proceso
se distingue de otros fenómenos participativos porque precisamente acontece en la interacción
de los planos social y estatal en que se construye, se define y establece un conjunto de
soluciones públicas. En segundo lugar, que los temas, soluciones y problemas con los que se
encuentra más específicamente relacionado el ejercicio de la participación ciudadana están
acotados por este conjunto de dimensiones en que se definen y redefinen la membresía, los
proyectos y modelos mismos de la ciudadanía. No obstante, una de las cuestiones más
relevantes que se pueden desprender de esta matriz (véase cuadro 2) es que la orientación, el
sentido de la acción (diferenciación o comunicación), depende más de la dimensión de las
demandas que del origen mismo de los procesos participativos. Esto es, los fenómenos
participativos de orientación ciudadana no están orientados per se a buscar la diferenciación y
autonomía de los planos estatal o social; por el contrario, incluso en el caso de que el objeto de
la acción sea la defensa y garantía de derechos civiles y políticos, pueden buscar una
interacción de comunicación y acercamiento. En consecuencia, la lógica de la participación
ciudadana no es sólo endógena al ámbito desde la que se auspicia, sino que está cruzada por
las dimensiones que la acotan y dan sentido a la acción.

Otro de los componentes de la noción de ciudadanía está directamente relacionado con la


condición o potencialidad de la participación, es decir, con ese proceso político de formar parte
activa de una comunidad y, sobre todo, de incidir, en el diseño, construcción y ejecución de las
decisiones públicas relativas al espacio social al que como ciudadano se pertenece. Como
resalta Ramírez Sáiz, la cualidad de ciudadano no está mediada únicamente por la adscripción
a una determinada comunidad política, ni por el conjunto de derechos y responsabilidades que
dicha comunidad reconozca; el ser ciudadano nos remite a una actitud consciente y
responsable para intervenir en la vida pública y el buen funcionamiento de las instituciones que
amparan dicha membresía (Ramírez Sáiz, 1995: 96). La ciudadanía, por ende, esencialmente
nos remite a una actuación consciente, a una actividad deliberada, dirigida a formar parte de la
vida pública, así como a una disposición permanente por concurrir en la elaboración de
decisiones y objetivos colectivos, antes que a la mera adscripción y goce de ciertos bienes y
servicios garantizados por un estatus jurídico o territorial.

Desde esta perspectiva, como se puede observar, el término de ciudadanía nos remite a una
cuestión dinámica, a un problema de acción y construcción social permanente. Es un proceso
participativo; por tanto, que se expresa y se sustenta en las prácticas e interacciones cotidianas
que los individuos (los ciudadanos) establecen con y desde el ámbito socio–estatal. Por ello,
ante todo, la ciudadanía nos remite a una construcción cultural, a un proceso identitario
(sentido de pertenencia), que es resultado de luchas sociales, civiles y políticas, de un conjunto
de transformaciones históricas y estructurales, así como de interacción y diferenciación entre
los ámbitos social y estatal (Somers, 1999: 228). Tamayo (2006), por ejemplo, señala que la
construcción de la ciudadanía (sus distintos proyectos) está atravesada por una lucha social
entre el Estado y los grupos organizados de la sociedad civil en que la disputa, el conflicto, se
encuentra entre la supresión o expansión de los derechos, la reglamentación de la participación
ciudadana o la defensa por su autonomía.

"Los proyectos ciudadanos están, pues, en función de los actores sociales, y de su visión,
sobre estas tres dimensiones básicas de la ciudadanía: la relación Estado–sociedad, los
derechos ciudadanos y las formas de participar" (Tamayo, 2006: 19).

Conforme con lo anterior, la participación activa, es decir, la incorporación deliberada y


consciente de los individuos en los asuntos correspondientes al escenario público es endógena
a la acepción de ciudadanía en su versión sustantiva. Por el contrario, para quienes conciben a
ésta como un estatus jurídico y/o de pertenencia geográfica, el elemento participativo, el interés
y la disposición del ciudadano, por involucrarse en la vida pública, pasan a un segundo o hasta
tercer plano y en consecuencia reducen su ejercicio a momentos y espacios específicos.

Cuando apelamos al término de participación ciudadana, nos remitimos no sólo a una acción
individual o colectiva deliberada y en busca de propósitos específicos, sino que la recuperamos
como esa actividad y/o proceso mediante el cual los individuos se integran a una determinada
comunidad política a través de su libre ejercicio de derechos y deberes. En este sentido, si la
participación ciudadana, nos remite a un espacio donde se expresan tanto el conjunto de
normas establecidas (vgr. la libertad de asociación, igualdad ante la ley), como a los saberes o
prácticas socialmente aprendidas para intervenir en la escena pública y contribuir a la definición
de metas colectivas en una determinada comunidad política, podemos retomar claramente
dichos fenómenos participativos con el objeto de subrayar las interacciones socio–estatales en
las que se reproducen y por ende, desde los mismos, también dar cuenta de las
transformaciones acontecidas en las esferas de la sociedad y el Estado.

Este planteamiento, en realidad, ya había sido destacado por otros autores al tratar de decantar
el conjunto de condiciones y/o factores que formaban parte de los fenómenos participativos en
las sociedades modernas. Pliego (2000: 18), por ejemplo, ya había destacado que para
comprender por qué algunos individuos participan y otros no, precisa considerar a los
individuos como "personas": como sujetos que intervienen reflexivamente en los procesos
sociales desde una racionalidad de tipo vital (de un acto racional condicionado socialmente,
construido a partir del conjunto de recursos materiales, significados, roles y posiciones de
poder que caracterizan el entorno cotidiano y/o el marco de interacción regular que posibilitan
la coordinación —acción social— de dichas elecciones racionales). Merino (1995) en un
planteamiento anterior, también subrayaba que la explicación de los procesos participativos
mediante los cuales el ciudadano tomaba parte y se involucraba en los asuntos públicos,
estribaba tanto en un conjunto de circunstancias personales y sociales, como en las
condiciones políticas circundantes de la participación, es decir, la exégesis de la participación
se encuentra tanto en las motivaciones externas que empujan o desalientan el deseo de formar
parte de una acción colectiva, como en el entramado que forman las instituciones políticas de
cada nación. La participación entendida como una relación "operante y operada", como lo diría
Hermann Heller, entre la sociedad y el gobierno: entre los individuos de cada nación y las
instituciones que le dan forma al Estado.

Desde esta perspectiva, lo ciudadano ya no sólo distingue un tipo de participación que tiene
lugar entre las esferas social y estatal, sino también sustantiviza a dicha participación como un
conjunto de acciones y prácticas mediante las cuales los individuos recrean su pertenencia a
una comunidad política a través del libre ejercicio de derechos y deberes.

De acuerdo con lo anterior, la participación ciudadana es, entonces, tanto un componente para
el buen gobierno, "gobernabilidad", como un espacio social para expresión, organización y
ejercicio de aquel conjunto de derechos y deberes que nos definen como ciudadanos. La
noción de ciudadanía, en consecuencia, no sólo brinda la fundamentación legítima de la
participación ciudadana, sino también delimita los espacios y sentidos de estas prácticas y
acciones cívico–político–sociales.

Esto es, de acuerdo con los componentes básicos de la ciudadanía, la participación ciudadana
tendería, por un lado, a corregir el pathos de la democracia representativa, y por otro, a
reivindicar los derechos de ciudadanía (Canto, 2005).

Corolario: ciudadanía, teoría de la democracia como ámbitos normativos de la participación


ciudadana

El concepto de ciudadanía, sin duda, es un término que se encuentra fuertemente asociado a la


forma en que se entiende la democracia. De acuerdo con lo anterior, si hiciésemos un pequeño
recuento del enfoque descriptivo y prescriptivo de la teoría democrática y lo asociáramos de
manera particular con los componentes de la ciudadanía, podríamos decantar, básicamente,
dos funciones o formas de la participación ciudadana.

El enfoque realista, que acota a la ciudadanía como una esfera restringida de realización de
preferencias, configurada a través de procesos estratégicos de agregación y mediante
mecanismos representativos que garantizan la posibilidad de influencia de los intereses
individuales en la toma de decisiones (Máiz, 2001: 73), concibe el despliegue de acciones y
prácticas ciudadanas como procedimientos homogéneos y regulados que posibilitan la
legitimación de las decisiones políticas, los cuales pueden resumirse en actividades para elegir
a las autoridades u órganos de representación política, en acciones dirigidas a negociar o
aceptar la competencia entre distintas posturas e intereses relacionados con el procesamiento
de un problema determinado y, en mecanismos estratégicos que den cuenta del nivel
operacional del gobierno (Meyenberg, 1999: 14).

Por el contrario, desde los planteamientos de la teoría prescriptiva de la democracia, en que la


ciudadanía nos remite a una esfera amplia, o sea, a un proceso positivo que se configura con
participación activa, directa y expansiva de los individuos en la génesis de la voluntad política
(Máiz, 2001: 73), la participación ciudadana es, ante todo, un derecho y un compromiso
colectivo del que depende la construcción pública de las decisiones públicas, es decir, la
participación amplia y autónoma de los ciudadanos se concibe como una pieza fundamental
para la regulación, vigilancia de las instituciones políticas, así como una estrategia básica para
incidir e intervenir en el diseño, planeación y desarrollo de las decisiones públicas (Meyenberg,
1999: 14).

Recapitulando el conjunto de ideas presentadas a lo largo de este artículo, tendríamos


entonces que la participación ciudadana, más que un resultado signado por las acciones del
Estado o de la sociedad, es producto de su interacción y, por ende, constituye uno de los
fenómenos en que se refleja y recrea constantemente una relación socio–estatal. Analizar
estos procesos participativos desde dicha propuesta explicativa (en tanto que relación socio–
estatal) permite resaltar cómo las estructuras dispuestas desde el espacio estatal no sólo
asignan funciones a los diferentes órganos e instituciones, sino que a la vez establecen los
espacios para el despliegue de procesos participativos orientados a intervenir o interpelar las
decisiones políticas, sin que ello implique que toda acción colectiva de esta naturaleza se
encuentre completamente delimitada por las facultades y capacidades institucionalmente
establecidas, sino que, a partir de esta interacción y dependencia con lo estatal, también se
reconfigura y retroalimenta el entramado asociativo (la sociedad civil) en el que esta misma se
sustenta. (Favela, 2002; Álvarez E., 2004). Por ello, se afirma que la participación ciudadana,
no obstante su cualidad comunicativa (de interacción), es un elemento diferenciador de ambos
sistemas que la suponen y mantienen.

Asimismo, al acotar a la participación ciudadana como una relación socio–estatal en la que


ciertos actores se interrelacionan no casualmente, sino intencionalmente (se comunican, se
diferencian), se ha tratado de apuntalar un modelo analítico de doble entrada (empírica y
normativa) que dé cuenta tanto de los sujetos sociales y sujetos estatales que la componen,
como de los contornos normativos —orientaciones democráticas y de ciudadanía— que
también la constituyen (Isunza, 2004: 20–21).
En resumen, consideramos que entender la participación ciudadana como una relación socio–
estatal nos permitirá analizar las experiencias, fenómenos, modelos o casos respectivos
desmitificando la oposición o distancia entre lo estatal y lo social, así como las supuestas
virtudes intrínsecas y/o maldades constitutivas de tales procesos participativos.

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