Está en la página 1de 6
NORBERTO FIRPO EL SUICIDIG PERFECTO Abelardo Marcén tenia full de reyes, pero tuvo que suspender ia partida porque fo llamaban por teléfono. Era su tio Osiris: “Ven(te para el rancho. S{, ahora mis- mo, Te necesito”. Su voz soné mas trémula y atipiada que nunca. Seguramente, pensé Abelardo, le habria da- do un nuevo ataque, una de esas crisis que lo hacfan tem- biar como una gelatina pero que no acababan de matar- lo, no, iqué lo iban a matar! Estos viejos duran una eter- nidad, m4xime si como en este caso constituyen el Gni- co. obstdculo entre una tremenda fortuna y un sobrino impaciente. Et rancho era en realidad una mansi6n sibaritica, ro- deada de jardines en que ondulaban cuidados senderos de grava y de estanques con plantas acuaticas .y peces de colores. Ermitafio y silencioso, alli vivia el viejo Osi- ris los interminables afios de su vejez, entre raudos sirvien- tes que aparecian y desaparecian por los corredores como fantasmas de entrecasa. “Ahora mismo”, fe habia dicho, y Abelardo Marcon trep6 a su automévil, malhumorado, pensando que, como otras veces, quiz4 también ahora fuese una falsa alarma. Aunque tampoco debfa ser tan pesimista... El llamado habia sido hecho con una urgencia tal y a hora tan desa- costumbrada (las 11 de la noche) que cabia suponer que el tio estuviese nomds con un pie en el féretro, Abelardo se relamia porque hab/a visto el testamento (el tio, ino- cente, se lo mostré antes de envidrselo al abogado) y se vefa ya convertido en un gentleman de verdad, de los que tienen yate, béveda y caballos de carrera, y de jos que toman el candeal en la cama. Sonrié. Las ilusiones y cier- tos recuerdos aventaron su malhumor... La cuestién de fa tia Gervasia, sin ir mas lejos, Aque- lo habia sido tomado como un accidente y la policia ni siquiera entré en averiguaciones que no fueran las de rutina. La vieja amanecié muerta y el médico de !a casa, un tal Espfndola, diagnastic6 infarto y no se hablé mas del asunto. Abelardo hizo desaparecer el frasquito de las grageas azules, se puso luto y llor6 a mds no poder, Era un escollo menos en su marcha hacia la herencia, pensé. entonces, puesto que la tia, que era fuerte como un roble, ya no contaba. Atn ahora, a varios meses de su muerte, Abelardo se sentia orgulloso de su obra y solapadamente se burla- ba y se atusaba el bigotito cuando alguien, en la biblio- teca del club, se referia a la imposibilidad de cometer el crimen perfecto. “Un crimen perfecto no lo puede cometer un criminal, pero sf un hombre honesto”, de- ducfa él. A las 11 y media Abelardo detuvo su coche ante la puerta de la residencia de su tio Osiris. HEX —éAlgo mas, seftor? ~-Nada mas por hoy, Gastén, gracias. —éApago la luz, sefior? —No, Gaston, deje. Voy a leer un poco antes de dormir. —Buenas noches, sefior. —Buenas noches, Gastén. Desde la amplia llanura de su lecho, el viejito vio desaparecer al sirviente tras la puerta del dormitorio. Luego escuché su siseante marcha a través de la escalera y en sequida el ritmico taconear a través del gran salin de la planta baja. Después el chasquido de las cerraduras y mds tarde el ronroneo de un motor alejéndose, Sélo antonces Osiris tava fa certeza de encontrarse completa mente a sokas, Habfa ondenade tas cosas de manera que esa noche no quedase nadie en su rancho, nadie excepto él y éste era el momento. Eran las 11 menos cinco de una fea nochecita de otofio en que los relampagos golpeaban las ventanas como latigazos. Fue entonces cuando el viejo tomé el teléfono que tenia junto a la cama y llamé a su sobrino. Su vocecita apenas habfa rasgado Ja brufiida superficie del silencio. “Te necesito’. Y el sobrino: “Bien. Iré en seguida”. Calcu- 16 que no llegarfa antes de veinte minutos. Entonces hizo otras dos Ilamadas. —éHola, doctor? éViene usted a aplicarme ta inyec- cién? 2Si? Bien, doctor. Lo espero. Estaré con mi sobrino. Y de inmediato la otra. ~éGastin? Oh, es una suerte que ya haya Ilegado. Lamentablemente olvidé darle una carta que debe poner en el correo. Haga el favor de venir por ella. Sf, eso es, la encontrard en un cajon de mi escritorio. Al colgar el tubo, el viejo tropezd con el retrato de su mujer. Hacia exactamente cinco meses y catorce dias que Gervasia se habia marchado para siempre. Des- de el retrato ella le sonrefa.. Osiris se dijo que a partir de entonces habia empeorado bastante. Ya no podia mover la pierna ni ef brazo, y a veces hasta le costaba ar- ticular palabras. Su mal se afianzaba poco a poco y aun- que: Espindola to negase (“La ética profesional lo convier- te en un tonto; querido Espindola’’) él sabia que a bre- ve plazo, un mes a lo sumo, ya no podria dejar la cama. Sosteniendo el retrato entre sus manos huesudas, jaded unas palabras: —Gervasia... Con tu ditimo aliento me has confiado ~ el més terrible secreto... Ahora mi espfritu rebosa de venganza... No, no; tal como te lo he prometido a nadie revelaré la causa de tu muerte... Aquella noche... Abelar- do... Aquellos comprimidos... —La boca del viejo se abrié como una desesperada trampa de oxigeno—. Tu secreto moriré conmigo, Gervasia, pero juntos haremos justicia... Osiris hurgé debajo de la almohada hasta dar con un fino estilete, una obra de arte en marfil labrado y acero que habia comprado en la India, muchisimos afios atras, Y que era el orguilo de su coleccién. (Hasta Abelardo, a quien nada importaban estas cosas, se sintié atraido por su belleza la vez que el tio insistié en mostrarselo.) Rez6 un instante, aunque estaba persuadido de que no serfa perdonado, y tuego, calmosamente, sonriendo casi, con beatifica serenidad, se hundié fa hoja en el vientre e hize un tajo a través, “Por io menos no moriré de cancer”, ironiz6, y como en arenas movedizas, fue hundiendose en una dulce modorra, HEX —Estoy cansado, amigo de tener que soportar histo- rias absurdas con pretensién de coartadas y razonamien- tos refiidos con la légica o, mas bien, sustentados en una légica infantil... Es mi oficio, claro, pero créame, igual uno termina por aburrirse de tanta bobada que oye. Los criminales de hoy, como los argumentistas de cine, ya no tienen qué decir... ¢€Y uno esta obligado a soportar- los? éPor que? EI inspector Bernardo Tortora habia terminado de leer fa carta que Gastén retiré ia noche anterior del escri- torio de su patron. Estaba dirigida a un detective privado y en ella Osiris pedia informes sobre la vida de Abelardo Marcén, “pues presumo —decfa— que es un libertino de la peor calafia, cosa que deseo confirmar”. Cuando Ilegué a la casa encontré al doctor Espin- dola, que habitualmente aplicaba inyecciones al sefior, llamando por teléfono a la policfa —habia declarado e} sirviente. ~Y cuando poco antes Negué yo —explic6 el médi- co--, el sobrino salia precipitadamente de ella. Abelardo no hizo més que argumentar tonter{as cuando el inspector Tortora to interrogé en su oficina del destacamenta. -En efecto ~dijo, y el inspector se atoré con el ci- gartillo, tosié. y tlor6 sin ganas—; salfa de la casa para ir a la seceional y hacer a mi vez la denuncia. No era una buena coartada, evidentemonte, y menus para despistar a un sabueso como él, con veintitantas afios de reparticidn y, como alardeaba con sus subordina- dos, capaz de descubrir al culpable con sdélo sentirle el olor. Cuando paré de reirse hizo entrar al doctor Espin- dola. ~Cuando usted entr6 al dormitorio, équé vio? ~—A Osiris en su cama, muerto. Todavia no habia coagulado la sangre de su vientre. —Habria muerto hacia un instante. —Eso es;.no mds de cinco minutos. El inspector volvi6 a encararse con Abelardo. —Ya lo ve... Reconozca que el error del viejo fue avi- sarle lo det testamento... El dinero es una fiebre de la ju- ventud, como el sarampién, y usted sucumbié a ella. Eso es todo. —Yo no he sido. Tértora se revolvié en su asiento. —éNo? éY quién? Usted es la dnica persona en la tierra que tenia interés en que el tio pasara a mejor vida... Ademés, aparte del tfo mismo, no habia nadie mds que usted en ese lugar a la hora de Ia pufialada. —1iYo ltegué después! —exclam6 Abelardo—. Unos segundos antes que el médico. —Vamos... De acuerdo con fo que esta diciendo, la Gnica hipétesis aceptable seria entonces la del suicidio... Pero nadie se suicida un ratito después de llamar al doc- tor para que le cure las nanas... Y por otra parte, ieso de hacerse el hara-kiri...! Se abrié la puerta y entré un oficial. Trafa un sobre y dentro de él el estilete de marfil acero y un informe de! laboratorio. Bernardo Tértora lo ley6 dos veces y luego sonrié maliciosamente, levant6 la vista y escruté las facciones de Abelardo, que temblaba como si ahora a él le hubiera dado una crisis. —Aquf me dicen que en el puiial estan sus impre- siones digitales —dijo por fin con voz pausada. Abelardo Marc6n sintié un frio recorrerle la espal- da y un estremecimiento y en seguida una ola de fuego subirle a la cabeza. Record6 de pronto con cuanta soli- citud, dias atras, el tio le habfa ensefiado el arma y habia insistido en que la tuviera en sus manos. “Fijate, fijate el peso’”. , le habfa dicho. Y recordé también que la empu- fiadura estaba ligeramente untada en una sustancia pringo- sa y que luego, cuidadosamente, el viejo la hab/a envuelto en un pafiuelo, Fue entonces, esa vez, cuando estampé sus impresiones. El inspector lo volvid a la realidad con una burla. —Qué... éTiene alguna otra coartada? Abelardo no pudo evitar sentir un cierto desprecio por su sagacidad y unas ganas locas de refregarle por la nariz todo cuanto el tio habia estado callando durante cinco meses y catorce dias. Prefirid callar. Se pregunté, en cambio, cémo el viejo habria descubierto su manio- bra, lo de Gervasia, puesto que lo habria descubierto para concebir tan sutil venganza. Y no hallé respuestas. Bernardo Tértora se eché encima su perramus, to- cé un-timbre y aparecié un agente. —Lléveselo, Farias —dijo—. Mafiana ta seguimos... En suma: desde aquella partida suspendida, ya no hubo mas poker para Abelardo Marcon.

También podría gustarte