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Studies in Psychology
To cite this article: Florentino Blanco & Jorge Castro (2005) Psicología, arte y
experiencia estética. Manual para náufragos, Estudios de Psicología, 26:2, 131-137, DOI:
10.1174/0210939054024876
Resumen
Este trabajo pretende proponer algunas de las condiciones formales básicas para una psicología del arte y la
experiencia estética. La primera condición formal, de inspiración funcionalista, es que toda explicación psicoló-
gica debe ser necesariamente genética, es decir, ontogenética, filogenética, historiogenética y microgenética, al
mismo tiempo. La segunda condición formal es que el verdadero interés de los fenómenos estéticos (y tal vez de los
fenómenos humanos, en general) es su concreción, su determinación temporo-espacial, y no su nivel de ajuste a (de
deductibilidad a partir de) enunciados generales de carácter legaliforme. La tercera, y última, condición formal
es que la determinación, la concreción, de un fenómeno estético, contemplado o producido, está guiada no sólo por
sus condiciones genéticas, sino también por su sentido, por su capacidad de orientar o transformar nuestras
vidas.
Palabras clave: Psicología del arte, fenómenos estéticos, explicación genética, funcionalismo.
Correspondencia con los autores: *Universidad Autónoma de Madrid. Facultad de Psicología. Ciudad Universita-
ria de Cantoblanco. 28049 Madrid. E-mail: tino.blanco@uam.es
**UNED. Facultad de Psicología. Juan del Rosal 10, 28040. Madrid. E-mail: jorge.castro@psi.uned.es
© 2005 by Fundación Infancia y Aprendizaje, ISSN: 0210-9395 Estudios de Psicología, 2005, 26 (2), 131-137
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cabalmente el valor explicativo de la filogénesis en el proceso de constitución de
las funciones psicológicas no implica incurrir en un reduccionismo innatista o
preformista. Sugiere más bien que la lógica misma de los procesos genéticos can-
cela definitivamente posibilidad alguna de preformismo. Propone en consecuen-
cia una concepción constructivista de la experiencia estética como alternativa
programática a la estética evolucionista, capitalizada en el ámbito psicológico
por la nueva psicología evolucionista.
Una premisa ineludible de la nueva investigación socio-cultural, al menos
desde Vygotski, pero ya profundamente instalada en la vieja Ciencia Nueva, de
Vico, es la idea de que no es posible comprender la lógica actual de una función
psicológica sin trazar su genealogía histórica, sin verla, en algún sentido, como
un indicio provisional de un proceso histórico genérico. La función psicológica
es, por lo tanto, acotada por su proyección histórica actual entendida como un
momento en su despliegue funcional, y no, en efecto, como mera circunstancia o
contexto. Este es precisamente el horizonte en el que se mueve la ambiciosa
genealogía trazada por Jorge Castro, Noemí Pizarroso y Marta Morgade. Su pro-
puesta se especifica aún más bajo la hipótesis de que la psicología no fue a la esté-
tica, sino que más bien, por el contrario, la estética fue a la psicología. Se podría
decir incluso que el desplazamiento cultural de lo estético al nivel del sujeto exi-
gía que existiese la psicología. Ver las cosas al revés constituye una especie de
pecado de soberbia identitaria porque la psicología nunca pudo ser previa a los
problemas de los que se ocupó.
Por lo que respecta a la segunda parte, hemos creído razonable abrirla con una
reflexión sobre el problema de la naturaleza del criterio estético, que permite
intuir el genuino sabor de la mirada psicológica sobre los fenómenos estéticos.
Su título resulta bien sugerente. Juan Delval y Raquel Kohen intentan entender
por qué, efectivamente, “lo bello es difícil”, como había constatado Platón en el
Hippias Mayor. Y lo hacen asumiendo que nuestras dificultades seculares para
definir lo bello, no son necesariamente correlativas a nuestras dificultades para
apreciarlo, si no, probablemente, a la tensión genuinamente psicológica entre la
propensión a considerar la belleza como un estado o propiedad del objeto o como
un estado o propiedad de la mente.
El bloque de trabajos propiamente empíricos se abre con un informe experi-
mental de la profesora Gisèle Marty que nos permite cerrar al mismo tiempo el
análisis de la génesis de la experiencia estética poniendo en un primer plano la
dimensión microgenética del los juicios estéticos. Si el trabajo de Marty proyecta
sobre la microgénesis de la experiencia estética los valores de una concepción
vagamente computacional de la mente humana, el artículo de Vicente Pérez y
Andrés García nos introduce con una sutileza tal vez no muy frecuente por esos
pagos en el territorio hipotético de una estética conductista basada en el análisis
funcional de las emociones que nos producen los relatos cinematográficos.
Los trabajos de Enrique Lafuente, por un lado, y de Jose Antonio Torrado,
Amalia Casas y Juan Ignacio Pozo, por otro, nos permiten intuir algunas de las
preocupaciones dominantes en la confluencia entre música y psicología. Lafuen-
te intenta analizar las aportaciones de Carl Seashore a la psicología de la música.
La pequeña obsesión de Seashore por la cuantificación de las aptitudes musicales
o del talento musical refleja seguramente la preocupación más general de nuestra
cultura por la cuantificación del impacto relativo de la naturaleza sobre la lógica
de nuestras acciones, una cuestión, como sabemos, con una larguísima proyec-
ción institucional, moral y política. Uno de los dominios en los que se cuelan sis-
temática, y a menudo también trágicamente, estos debates sobre el alcance rela-
tivo de la naturaleza y la cultura es seguramente el dominio de la educación
musical. El hecho de que un profesor, animado probablemente por una cultura
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sería en realidad la diferencia más genuina entre los productos artísticos o los
fenómenos estéticos y otros fenómenos mediacionales.
Si la idea de mediación parece condenar al arte a una superación irremediable
de sus propias definiciones, ¿será entonces posible y sensato proponer una teoría
general del arte habitada por grandes esquemas causales y principios estables?
Efectivamente, tanto en el dominio de la psicología como en el de la teoría o la
historia del arte, la noción de mediación suele ser asociada con el relativismo. El
mediador se interpone entre el mundo y el sujeto, de manera que éste sintoniza o
resuena con la frecuencia del mundo a la que, a su vez, está sintonizado el media-
dor. Por esta vía, cada uno vive en el mundo que le deparan sus mediadores y la
mediación se convierte en una inevitable y dulce condena epistemológica a cade-
na perpetua. Mediación acaba siendo por esta vía sinónimo de ceguera, como
sugeriría Paul de Man (1991). Sólo podemos acceder entonces al mundo si nos
sometemos a la dura disciplina de la epojé, de la depuración, si nos libramos de
nuestra culpa mediacional. La historia del individuo como categoría puede ser
contada, en cierto modo, como la epopeya del héroe que consigue desprenderse
de todo lo que condicionaba su mirada, para reinstalarse en un nuevo nivel de
conciencia, que en cierto modo, aspira a asumir el punto de vista de Dios. La
conciencia de la mediación era la primera estación en el largo viaje hacia el karma
epistemológico. La psicología se convirtió en cierto modo, a través del concepto
de mente, primero, y de representación, después, en el agente cultural encargado de
naturalizar la mediación: todo lo que está mediando lo hace en tanto disposición
interna de un individuo particular, y la dinámica de esta disposición puede ser
resuelta de la misma forma que se resuelve la dinámica de los cuerpos celestes.
Esta fue, en manos de Hume, la primera gran metáfora. La inversión es tremen-
da: el único testimonio operativo del mundo es la proyección de nuestras media-
ciones en el mundo interior del sujeto, del paciente sujeto, o del sujeto paciente.
De manera que nada hay que transcienda a la mediación, así constituida ya en
arquitectura funcional de un sujeto condenado a contemplar las sombras que la
vida proyecta sobre la pared del fondo, si no de la cueva, sí al menos del loft.
Nada ha cambiado tanto como parece, y nada ha podido cambiar más de lo que
lo ha hecho.
Este proceso resulta vital y, por lo tanto, hunde sus raíces en problemas rela-
cionados con la supervivencia, pero su sentido es trascender el problema de la
supervivencia. Lo que importa es elaborar gramáticas de amplio espectro para
vivir y morir de cierta forma. Esto, no deberíamos olvidarlo, puede llegar a ser
más importante que el mero hecho de sobrevivir. La vida humana es tan redun-
dante, tan poco exigente con sus condiciones de desarrollo, responde a tantos
sobresaltos, que no hay generalización respecto a las condiciones del entorno que
no esté condenada al fracaso.
El fondo sobre el que se construye la vida humana es la búsqueda de sentido,
incluso cuando la supervivencia misma está amenazada. Y el sentido de la expe-
riencia estética, si no su fundamento, es crear dominios para especular y ensayar
sobre las condiciones de la vida. El arte crece donde crece la vida. Claro que tie-
nen que existir condiciones biológicas para el desarrollo de una actitud estética
frente a la experiencia, como deben existir para jugar al mus, pero el rastreo y la
delimitación de esas condiciones no nos permite predecir nunca ni la emergencia
de ese juego particular ni, por supuesto, el resultado de una partida. Y a algunos
nos interesa muy especialmente el resultado de la partida.
Si el sentido último del arte es promover una involución sobre la vida tanto
en el creador como en el potencial receptor, queda por decidir qué es lo que
garantiza que una cierta obra consiga llevar a cabo esta función. Este es el tema
habitual de las teorías mediacionales del arte. Lo que estas teorías suelen enfati-
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mente situado, armado con todos los elementos que componen su cultura perso-
nal, y que articulan su sentido vital, reabre la obra para someterla a la prueba de
la vida.
Esta es en síntesis la doble trama de mediaciones desde la que el arte se hace
vital para nosotros: una jerarquía de mediaciones profundamente trabada a la
lógica operacional de una vida que se mueve entre los límites absolutos de la
supervivencia y de la tendencia a trascender la conciencia de que somos meros
supervivientes. Por eso hemos dicho alguna vez, atentos al espíritu de Burke
(1969), que el arte es el territorio donde lidiamos con la ambigüedad. Por eso
hemos dicho también la vida es tal vez la única y verdadera obra de arte.
Notas
1
Se pueden ver ejemplos de time-slice en http://www.timeslicefilms.com/
Referencias
ALPERS, S. (1992). El Taller de Rembrandt. Barcelona: Grijalbo Mondadori.
BRUNER, J. (1991). Actos de Significado. Madrid: Alianza Editorial.
BURKE, K. (1969). A Grammar of Motives. Berkeley: University of California Press.
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MAN, P. (1991). La retórica de la ceguera. En P. de Man, Visión y Ceguera. Ensayos sobre la Retórica de la Crítica Contemporánea (pp.
12-31). Río Piedras: Universidad de Puerto Rico.
ROSA, A. & MONSERRAT, J. (2003). Cultural symbols, social discourses and personal sense of actions. A sketch for a natural history
of the development of personal sense. 10th Biennial Conference of The International Society For Theoretical Psychology. Estambul,
Junio 2003.