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Estudios de Psicología

Studies in Psychology

ISSN: 0210-9395 (Print) 1579-3699 (Online) Journal homepage: https://www.tandfonline.com/loi/redp20

Psicología, arte y experiencia estética. Manual


para náufragos

Florentino Blanco & Jorge Castro

To cite this article: Florentino Blanco & Jorge Castro (2005) Psicología, arte y
experiencia estética. Manual para náufragos, Estudios de Psicología, 26:2, 131-137, DOI:
10.1174/0210939054024876

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Published online: 23 Jan 2014.

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Psicología, arte y experiencia estética.


Manual para náufragos
FLORENTINO BLANCO* Y JORGE CASTRO** (EDS.)
*Universidad Autónoma de Madrid; **Universidad Nacional de Educación a Distancia

Resumen
Este trabajo pretende proponer algunas de las condiciones formales básicas para una psicología del arte y la
experiencia estética. La primera condición formal, de inspiración funcionalista, es que toda explicación psicoló-
gica debe ser necesariamente genética, es decir, ontogenética, filogenética, historiogenética y microgenética, al
mismo tiempo. La segunda condición formal es que el verdadero interés de los fenómenos estéticos (y tal vez de los
fenómenos humanos, en general) es su concreción, su determinación temporo-espacial, y no su nivel de ajuste a (de
deductibilidad a partir de) enunciados generales de carácter legaliforme. La tercera, y última, condición formal
es que la determinación, la concreción, de un fenómeno estético, contemplado o producido, está guiada no sólo por
sus condiciones genéticas, sino también por su sentido, por su capacidad de orientar o transformar nuestras
vidas.
Palabras clave: Psicología del arte, fenómenos estéticos, explicación genética, funcionalismo.

Psychology, art and aesthetic experience:


A handbook for the castaway
Abstract
Some basic formal constraints for a psychology of art and aesthetic experience are discussed. The first formal
condition, inspired by the functionalist tradition (Baldwin, Vygotski), is that all psychological explanation
must necessarily be genetic, i.e., at the same time, onto-, phylo-, historic- and microgenetic. The second formal
condition is that the real interest of aesthetic phenomena (and maybe of human phenomena in general) lies in
their concretion, their time-spatial specificity, and not in their level of adjustment to (its deductibility from)
general legal statements. The third, and last, condition is that the specificity –the concretion– of an aesthetic
phenomenon, both contemplated or produced, is guided not only by its genetic conditions, but also by its sense or
biographical meaning, by its capacity to guide or transform our lives.
Keywords: Psychology of art, aesthetic phenomenon, genetic explanation, functionalism.

Correspondencia con los autores: *Universidad Autónoma de Madrid. Facultad de Psicología. Ciudad Universita-
ria de Cantoblanco. 28049 Madrid. E-mail: tino.blanco@uam.es
**UNED. Facultad de Psicología. Juan del Rosal 10, 28040. Madrid. E-mail: jorge.castro@psi.uned.es

© 2005 by Fundación Infancia y Aprendizaje, ISSN: 0210-9395 Estudios de Psicología, 2005, 26 (2), 131-137
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Cuando la psicología comienza a confirmar un territorio propio entre el con-


fuso magma de saberes sobre el fenómeno humano que se formalizan en la
segunda mitad del siglo XIX, lo hace con el objetivo aparente de llegar a alcan-
zar una distancia límite respecto al sujeto material, de llegar a abandonar su
compromiso con las complejidades del tiempo y las circunstancias. El tiempo y
las circunstancias son arrumbados al dominio oscuro de la comprensión, y la psi-
cología científica decide encomendarse al estudio de un sujeto, atemporal,
desencarnado, tibio y despoblado. El reciente triunfo histórico del enfoque com-
putacional ha confirmado de manera irrefutable esta vocación transcendentalista
de la psicología. De este modo, la idea de génesis, crucial para entender el desa-
rrollo de la cultura decimonónica, es descartada por la psicología norteamericana
en sus dos versiones oficiales (conductismo y cognitivismo), para ser retomada,
seguramente en falso, en tiempos más recientes por la denominada psicología
evolucionista.
Entre tanto, los funcionalismos europeos y americanos seguían operando bajo
el prejuicio de que toda explicación psicológica debía ser siempre una explica-
ción genética. Baldwin y Piaget intentaban agotar la vía de una explicación
ontogénetica de las funciones psicológicas en las ideas sobre la filogénesis que
había formulado Darwin, mientras Vygotski y Meyerson intentan analizar el
alcance explicativo de la idea de cultura en el desarrollo ontogenético e historio-
genético de los procesos y las categorías mentales.
La organización formal de este monográfico pretende dar cuenta justamente
de la importancia de las explicaciones genéticas en psicología. En concreto, el
diseño editorial que proponemos intenta sacar adelante la idea, de origen vygots-
kiano, según la cual toda explicación psicológica cabal debe ser al tiempo onto-
genética, filogenética e historiogenética. Hemos optado entonces por construir
el núcleo del volumen alrededor de una primera parte compuesta por tres traba-
jos relativamente largos, cada uno de los cuales recoge la cuestión de la experien-
cia estética en uno de estos tres niveles de determinación genética. El lector
podrá comprobar que la propuesta final de esta parte del volumen no resulta en
absoluto ecléctica. Se trataba más bien de sopesar lo que podría dar de sí una con-
sideración conjunta de estos tres niveles de análisis genético, intentando al
mismo tiempo preservar la autonomía relativa de cada uno de ellos.
La segunda parte del volumen pretende ofrecer una muestra del tipo de preo-
cupaciones empíricas que mueven a los investigadores que en nuestro país traba-
jan en el ámbito de la estética experimental o de la psicología del arte. Con estos
trabajos, completamos, en cierto modo, la trama teórica perfilada en la primera
parte y permitimos intuir formas de trabajo concretas en diversos dominios
artísticos (pintura, música, cine).
El trabajo de Silvia Español, con el que abrimos la primera parte de este volu-
men, perfila una hipótesis sobre la ontogénesis de la experiencia estética en la
que se traban conceptualmente algunas proyecciones originales de las ideas de
Ángel Rivière sobre el desarrollo simbólico, con las aportaciones de autores
como Dissanayake o Imberty sobre la importancia psicogenética de las artes
temporales. La hipótesis asume que la línea básica de esta trama ontogenética
tiene que ver con la sofisticación progresiva de los “afectos de la vitalidad”, que
aparecen típicamente ligados al ejercicio de las denominadas habitualmente
“artes temporales” (música, danza). El sentido de esta línea de desarrollo es la
autonomía progresiva de la dimensión contemplativa o estética de nuestra expe-
riencia respecto a la dimensión representacional.
En alguna medida, podemos decir que el artículo de José Carlos Sánchez pro-
pone los fundamentos filogenéticos sobre los que podría cobrar sentido el mode-
lo ontogenético de Silvia Español. Sánchez consigue demostrar que asumir
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cabalmente el valor explicativo de la filogénesis en el proceso de constitución de
las funciones psicológicas no implica incurrir en un reduccionismo innatista o
preformista. Sugiere más bien que la lógica misma de los procesos genéticos can-
cela definitivamente posibilidad alguna de preformismo. Propone en consecuen-
cia una concepción constructivista de la experiencia estética como alternativa
programática a la estética evolucionista, capitalizada en el ámbito psicológico
por la nueva psicología evolucionista.
Una premisa ineludible de la nueva investigación socio-cultural, al menos
desde Vygotski, pero ya profundamente instalada en la vieja Ciencia Nueva, de
Vico, es la idea de que no es posible comprender la lógica actual de una función
psicológica sin trazar su genealogía histórica, sin verla, en algún sentido, como
un indicio provisional de un proceso histórico genérico. La función psicológica
es, por lo tanto, acotada por su proyección histórica actual entendida como un
momento en su despliegue funcional, y no, en efecto, como mera circunstancia o
contexto. Este es precisamente el horizonte en el que se mueve la ambiciosa
genealogía trazada por Jorge Castro, Noemí Pizarroso y Marta Morgade. Su pro-
puesta se especifica aún más bajo la hipótesis de que la psicología no fue a la esté-
tica, sino que más bien, por el contrario, la estética fue a la psicología. Se podría
decir incluso que el desplazamiento cultural de lo estético al nivel del sujeto exi-
gía que existiese la psicología. Ver las cosas al revés constituye una especie de
pecado de soberbia identitaria porque la psicología nunca pudo ser previa a los
problemas de los que se ocupó.
Por lo que respecta a la segunda parte, hemos creído razonable abrirla con una
reflexión sobre el problema de la naturaleza del criterio estético, que permite
intuir el genuino sabor de la mirada psicológica sobre los fenómenos estéticos.
Su título resulta bien sugerente. Juan Delval y Raquel Kohen intentan entender
por qué, efectivamente, “lo bello es difícil”, como había constatado Platón en el
Hippias Mayor. Y lo hacen asumiendo que nuestras dificultades seculares para
definir lo bello, no son necesariamente correlativas a nuestras dificultades para
apreciarlo, si no, probablemente, a la tensión genuinamente psicológica entre la
propensión a considerar la belleza como un estado o propiedad del objeto o como
un estado o propiedad de la mente.
El bloque de trabajos propiamente empíricos se abre con un informe experi-
mental de la profesora Gisèle Marty que nos permite cerrar al mismo tiempo el
análisis de la génesis de la experiencia estética poniendo en un primer plano la
dimensión microgenética del los juicios estéticos. Si el trabajo de Marty proyecta
sobre la microgénesis de la experiencia estética los valores de una concepción
vagamente computacional de la mente humana, el artículo de Vicente Pérez y
Andrés García nos introduce con una sutileza tal vez no muy frecuente por esos
pagos en el territorio hipotético de una estética conductista basada en el análisis
funcional de las emociones que nos producen los relatos cinematográficos.
Los trabajos de Enrique Lafuente, por un lado, y de Jose Antonio Torrado,
Amalia Casas y Juan Ignacio Pozo, por otro, nos permiten intuir algunas de las
preocupaciones dominantes en la confluencia entre música y psicología. Lafuen-
te intenta analizar las aportaciones de Carl Seashore a la psicología de la música.
La pequeña obsesión de Seashore por la cuantificación de las aptitudes musicales
o del talento musical refleja seguramente la preocupación más general de nuestra
cultura por la cuantificación del impacto relativo de la naturaleza sobre la lógica
de nuestras acciones, una cuestión, como sabemos, con una larguísima proyec-
ción institucional, moral y política. Uno de los dominios en los que se cuelan sis-
temática, y a menudo también trágicamente, estos debates sobre el alcance rela-
tivo de la naturaleza y la cultura es seguramente el dominio de la educación
musical. El hecho de que un profesor, animado probablemente por una cultura
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musical poco acostumbrada a revisar sus fundamentos, decida que el “talento”


musical es una cuestión de todo o nada, o que sólo él, y nunca, por ejemplo, el
alumno, posee las claves para entender el sentido de una partitura (o de la vida,
en general), puede tener, como Torrado, Casas y Pozo anuncian, algunas conse-
cuencias desastrosas tanto para el estudiante de música, como para la cultura
musical objetiva. Es necesario, por lo tanto, nos proponen, analizar los prejuicios
teóricos implícitos de los docentes como primer paso en el proceso de revisión de
una cultura musical a veces poco comprometida con el medio cultural que la jus-
tifica y que le da cobertura moral y económica.
Metidos en ya en la compleja trama de relaciones entre la experiencia estética
y la cultura, este volumen se cierra con una compleja y fascinante reflexión sobre
lo que a nosotros se nos ocurre entender ya como funciones específicamente vita-
les del arte. José Carlos Loredo, Jorge Castro, Belén Jiménez e Iván Sánchez
ponen en común sus más recónditas pasiones para sugerirnos tal vez que ser lúci-
do consiste en alterarse, en convertirse en otro o en imaginarse como otro, en
hibridarse con otros seres o con otras cosas: lo verdaderamente humano es violen-
tar, alterar, lo verdaderamente humano. Si, como ocurre en los bizarros relatos de
Cronemberg, podemos experimentar estéticamente la agónica y brutal transfor-
mación de un científico en un hombre-mosca, es porque las funciones del arte,
como forma empírica o institucionalizada de la experiencia estética, tienen, o
acabarán teniendo, más que ver más con el sentido que con la belleza o el placer.
De hecho, los orígenes de una actividad o un producto objetivo de la cultura no
nos permiten nunca predecir sus funciones. Por el ejemplo, la red viaria del
imperio romano fue construida sobre todo para facilitar el transporte de tropas a
distintos puntos de las fronteras del imperio y para facilitar el envío de órdenes
militares. Sin embargo, es imposible comprender el enorme desarrollo de la
comunicación epistolar intimista (crucial, por ejemplo, para entender el proceso
de sofisticación de nuestras ideas sobre la mente humana) sin calzadas seguras y
bien pavimentadas.
De alguna manera, este trabajo cierra el ciclo conceptual que este volumen
iniciaba con el análisis de las condiciones genéticas de la experiencia, señalando
justamente que la explicación de las funciones psicológicas complejas no se
puede agotar nunca con el análisis de sus condiciones. Tenemos más bien que ser
capaces de ver los fenómenos psicológicos particulares como realidades holográ-
ficas, o, tal vez, mejor como time-slices, como rodajas de tiempo. El time-slice es
una técnica de filmación (muy usada, por ejemplo, en el film The Matrix) que
permite detener un proceso y recorrerlo desde todos los ángulos visuales
posibles1. La técnica permite reconocer el sentido de la “rodaja” en el proceso
general, convirtiendo el tiempo del proceso en el tiempo de una mirada que
asume toda la densidad sincrónica del acontecimiento. El time-slice reconcilia el
espacio y el tiempo como condiciones de la descripción visual del acontecimien-
to.
Nuestro argumento, relativamente concurrido en los dominios de la historia
o de la sociología del arte (ver, por ejemplo, Henion, 2002), pero no tanto en el
de la psicología, es que el arte, y en último término, la experiencia estética, son el
producto de una intrincada red o jerarquía de mediaciones, que se extiende
desde el plano de la mediación operacional al plano de la mediación cultural. Por
esta razón, la cuestión de la causalidad del producto artístico o de la experiencia
estética, en general, no pasa por la elaboración de leyes generales. Lo más genui-
no de la obra de arte es justamente su determinación, su composición particular,
la manera en que a partir de sus mediaciones concretas, de sus formas particula-
res de componerse en el tiempo se pone en contacto simbólico con la vida. Ésta
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sería en realidad la diferencia más genuina entre los productos artísticos o los
fenómenos estéticos y otros fenómenos mediacionales.
Si la idea de mediación parece condenar al arte a una superación irremediable
de sus propias definiciones, ¿será entonces posible y sensato proponer una teoría
general del arte habitada por grandes esquemas causales y principios estables?
Efectivamente, tanto en el dominio de la psicología como en el de la teoría o la
historia del arte, la noción de mediación suele ser asociada con el relativismo. El
mediador se interpone entre el mundo y el sujeto, de manera que éste sintoniza o
resuena con la frecuencia del mundo a la que, a su vez, está sintonizado el media-
dor. Por esta vía, cada uno vive en el mundo que le deparan sus mediadores y la
mediación se convierte en una inevitable y dulce condena epistemológica a cade-
na perpetua. Mediación acaba siendo por esta vía sinónimo de ceguera, como
sugeriría Paul de Man (1991). Sólo podemos acceder entonces al mundo si nos
sometemos a la dura disciplina de la epojé, de la depuración, si nos libramos de
nuestra culpa mediacional. La historia del individuo como categoría puede ser
contada, en cierto modo, como la epopeya del héroe que consigue desprenderse
de todo lo que condicionaba su mirada, para reinstalarse en un nuevo nivel de
conciencia, que en cierto modo, aspira a asumir el punto de vista de Dios. La
conciencia de la mediación era la primera estación en el largo viaje hacia el karma
epistemológico. La psicología se convirtió en cierto modo, a través del concepto
de mente, primero, y de representación, después, en el agente cultural encargado de
naturalizar la mediación: todo lo que está mediando lo hace en tanto disposición
interna de un individuo particular, y la dinámica de esta disposición puede ser
resuelta de la misma forma que se resuelve la dinámica de los cuerpos celestes.
Esta fue, en manos de Hume, la primera gran metáfora. La inversión es tremen-
da: el único testimonio operativo del mundo es la proyección de nuestras media-
ciones en el mundo interior del sujeto, del paciente sujeto, o del sujeto paciente.
De manera que nada hay que transcienda a la mediación, así constituida ya en
arquitectura funcional de un sujeto condenado a contemplar las sombras que la
vida proyecta sobre la pared del fondo, si no de la cueva, sí al menos del loft.
Nada ha cambiado tanto como parece, y nada ha podido cambiar más de lo que
lo ha hecho.
Este proceso resulta vital y, por lo tanto, hunde sus raíces en problemas rela-
cionados con la supervivencia, pero su sentido es trascender el problema de la
supervivencia. Lo que importa es elaborar gramáticas de amplio espectro para
vivir y morir de cierta forma. Esto, no deberíamos olvidarlo, puede llegar a ser
más importante que el mero hecho de sobrevivir. La vida humana es tan redun-
dante, tan poco exigente con sus condiciones de desarrollo, responde a tantos
sobresaltos, que no hay generalización respecto a las condiciones del entorno que
no esté condenada al fracaso.
El fondo sobre el que se construye la vida humana es la búsqueda de sentido,
incluso cuando la supervivencia misma está amenazada. Y el sentido de la expe-
riencia estética, si no su fundamento, es crear dominios para especular y ensayar
sobre las condiciones de la vida. El arte crece donde crece la vida. Claro que tie-
nen que existir condiciones biológicas para el desarrollo de una actitud estética
frente a la experiencia, como deben existir para jugar al mus, pero el rastreo y la
delimitación de esas condiciones no nos permite predecir nunca ni la emergencia
de ese juego particular ni, por supuesto, el resultado de una partida. Y a algunos
nos interesa muy especialmente el resultado de la partida.
Si el sentido último del arte es promover una involución sobre la vida tanto
en el creador como en el potencial receptor, queda por decidir qué es lo que
garantiza que una cierta obra consiga llevar a cabo esta función. Este es el tema
habitual de las teorías mediacionales del arte. Lo que estas teorías suelen enfati-
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zar es que la interpretación no está nunca garantizada. Mahler, y tantos otros


artistas innovadores, tuvo que luchar en vida para intentar, a veces con poco
éxito, sacar adelante su propuesta estética. Como plantea Alpers (1992), en su
célebre trabajo sobre Rembrandt, el artista no es un mero fabricante de obras de
arte. Es un agente social que, al mismo tiempo que su obra, intenta producir
también los criterios que servirán para evaluarla y la red social en la que su obra
será valorada y consumida. En este sentido, y por más que se aparte del mundo,
el artista, en su condición ineludible de agente social, se convierte en el primer
mediador social de su obra. Mahler aspira a que la vida sea vista mahlerianamen-
te. Y estamos seguros de que hasta cierto punto lo consiguió. Hasta hace poco
Elena (la hija de uno de los que firmamos este editorial) decía de las personas
rubias que tenían el pelo amarillo, porque ese era el color que utilizaba para dis-
tinguirlas de las morenas cuando las dibujaba. Cuentan que cuando Gertrude
Stein vio el retrato que le había hecho Picasso, comentó que no se le parecía
nada. Cuando Picasso supo del comentario de Stein acertó a decir “déjala, ya se
acabará pareciendo” (citado en Bruner, 1991). Es decir, y resumiendo mucho el
argumento, el arte puede cumplir con sus funciones cuando consigue que sus
consumidores vean su propia vida a través de la propuesta estética que intenta
sacar adelante.
Pensando ya en términos de propuesta estética, el primer mediador de la
experiencia estética es, entonces, el propio creador, que funciona, cuando hace lo
que debe, como un catalizador cultural de sentido. El concepto de cultura perso-
nal (ver Rosa, 2003), representa el espacio de incardinación del individuo en la
cultura colectiva, la zona de tránsito a través de la cual el artista hace que el senti-
do transite, como antes decíamos, de lo particular a lo general y viceversa.
Los sistemas de sentido personal del artista se someten, en cierto modo, al cri-
terio colectivo y de ese pulso emergen, en ocasiones, sistemas de sentido colecti-
vos, que permiten reorganizar funcionalmente, establecer prejuicios teóricos
sobre, las relaciones entre lo que sentimos, lo que sabemos y lo que hacemos,
como Bruner (1991) sugiere.
La cultura colectiva tiene la función de organizar funcionalmente el arsenal
simbólico acumulado por la tradición en forma de sistemas simbólicos formales, (sis-
temas de notación musical, estrategias de composición pictórica, modos de orga-
nización retórica del discurso literario, técnica cinematográfica) auténticos depó-
sitos de recursos simbólicos para vivir, que funcionan como condiciones de posi-
bilidad para que la propuesta artística resulte culturalmente viable y para que los
contenidos de la cultura personal se hagan relevantes para el consumidor. No
obstante, y como antes apuntábamos, el arte comprometido con su función cul-
tural está también comprometido con la transformación de dichos sistemas sim-
bólicos. En este sentido, hemos dicho alguna vez que toda forma artística nove-
dosa debe desarrollar una suerte de didáctica implícita que facilite la vinculación
entre el sistema simbólico transformado y la vida, del propio artista y del poten-
cial consumidor.
Estos sistemas simbólicos formales, incorporados o proyectados en artefactos
mediacionales concretos (partituras, libros, lienzos) son el marco semiótico pertinen-
te para que la propuesta estética pueda correr culturalmente y alcanzar el domi-
nio de la cultura personal, cuyo corazón está justamente en los sistemas personales
de sentido.
En cualquier caso, ni los sistemas simbólicos ni los artefactos pueden funcio-
nar al margen de las redes sociales y las instituciones de las que depende, como ya
anticipábamos, tanto su valor cultural atribuido como la posibilidad de que cir-
culen adecuadamente. Por último, el consumidor de la obra de arte, el último
mediador en esta secuencia inagotable de mediaciones, social e institucional-
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mente situado, armado con todos los elementos que componen su cultura perso-
nal, y que articulan su sentido vital, reabre la obra para someterla a la prueba de
la vida.
Esta es en síntesis la doble trama de mediaciones desde la que el arte se hace
vital para nosotros: una jerarquía de mediaciones profundamente trabada a la
lógica operacional de una vida que se mueve entre los límites absolutos de la
supervivencia y de la tendencia a trascender la conciencia de que somos meros
supervivientes. Por eso hemos dicho alguna vez, atentos al espíritu de Burke
(1969), que el arte es el territorio donde lidiamos con la ambigüedad. Por eso
hemos dicho también la vida es tal vez la única y verdadera obra de arte.

Notas
1
Se pueden ver ejemplos de time-slice en http://www.timeslicefilms.com/

Referencias
ALPERS, S. (1992). El Taller de Rembrandt. Barcelona: Grijalbo Mondadori.
BRUNER, J. (1991). Actos de Significado. Madrid: Alianza Editorial.
BURKE, K. (1969). A Grammar of Motives. Berkeley: University of California Press.
HENION, A. (2002). La Pasión Musical. Barcelona: Piados.
MAN, P. (1991). La retórica de la ceguera. En P. de Man, Visión y Ceguera. Ensayos sobre la Retórica de la Crítica Contemporánea (pp.
12-31). Río Piedras: Universidad de Puerto Rico.
ROSA, A. & MONSERRAT, J. (2003). Cultural symbols, social discourses and personal sense of actions. A sketch for a natural history
of the development of personal sense. 10th Biennial Conference of The International Society For Theoretical Psychology. Estambul,
Junio 2003.

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