doce años gozaba de cierta libertad. Adentrándose libre en una zona enmontada de Garéntaca atrapaba insectos, a los que llamaba Criules, manteniéndolos prisioneros en frascos trasparentes hasta que morían. En aquel tiempo a Garéntaca no le alcanzaba la población para ser municipio. Era un pequeño corregimiento bañado por el mar caribe, rodeado de humedales cubiertos de mucho mangle, y terraplenes medianos escondidos bajo el follaje, lugares exquisitos para toda clase de seres desconocidos por la gente. Luciano se hizo a la costumbre de bajar al río a ver las pequeñas embarcaciones que pasaban a toda velocidad cortando el agua y produciendo olas que divertían a los niños que jugaban como delfines. Solía ubicarse a un costado del muellecito de madera al que la gente le llamaba el Tropiezo, para entretenerse viendo los cardúmenes de peces alimentándose del verdín adherido a los troncos debajo de él. Abundio y Gervasio, los hijos del albañil, invitaban a Luciano a jugar pelota frente a la carnicería de Fidel, con el fin de hacerles miradas a Regina y Elvira, las hijas mayores del carnicero. Bárbara, la menor, miraba a Luciano con amor infantil, sin que él se percatara. Cuando quedaba solo dedicaba tiempo a escribir las fábulas que narraba a sus criaturas enfrascadas. Los domingos hacía de monaguillo ayudando al padre Estanislao en la eucaristía, con el fin de comerse las hostias que sobraban, porque la gente de Garéntaca poco se congregaba si nadie se acordaba de mencionar el fin del mundo. Al salir del templo llegaba a la plaza a tirar tejo a nombre de Agustín, un alcohólico que apostaba dinero a la excelente puntería del muchacho. Luciano disfrutaba del invierno porque amaba correr bajo la lluvia, y aprovechaba que los pastores no salían de sus casas cuando llovía, para hacer de torero ante las cabras en los corrales. También imaginaba ser un vaquero, yendo a toda velocidad sobre el mulo de don Alejo, sin importar relámpagos ni truenos. Una anaranjada tarde de viernes, el joven Luciano llegó al rancho del viejo Fortunato, en el momento que el anciano tallaba un tronco para el cuerpo de un tambor. El muchacho, que deseaba saber sobre cada cosa, le placía ir a hacer tareas y contar las anécdotas del día, tratando de entender cada frase que Fortunato decía, porque de todo se admiraba. Se desbotonaba la camisa y se sentaba en un rústico taburete de madera cubierto de piel de vaca al que recostaba dándose un empujoncito hacia atrás sobre el listón de mangle que hacía de columna en el centro del rancho. Se despojaba de sus apretados colegiales negros, a fin de sentir el aire fresco en los pies, y sacaba cuaderno y lápiz para tomar apuntes. El gaitero de Garéntaca, como le decían a Fortunato, le recibía de buena gana, porque a él, la compañía del infante le hacía sentirse de menos edad. —¿De qué árbol es ese tronco que raspas? — preguntó Luciano. —Vea y calle—respondió Fortunato, con la respiración acelerada. —¿Me ha echado a la calle? —¿Eres sordo o ignorante? Te dije vea y calle, de ver con los ojos y cerrar la boca; no de caminar hacia fuera. No tengo tiempo para responder tus preguntas. —¿No es usted muy anciano para estar trabajando? —Trabajar me mantiene consciente de que no estoy en un ataúd. Pero te digo de antemano que, si preguntas la clase de árbol para hacerte gaitero, no sueñes que te enseñaré algo de este oficio, por mi cuenta no serás músico. —¿Se cree mejor persona? —Tienes la cabeza cerrada, y no entiendes que menosprecio este trabajo. —Odias lo que haces, ¿No es buen arte acaso? —No hay en el universo cosa que excite las lujurias humanas más pronto que el ritmo de un tambor. —¿Y eso es malo? —Es bueno para todo mundano que busca placeres, para quien sea casado no es lo mejor. —¿Es usted casado? —Sí. — ¿Por qué no vive nadie con usted? —Soy insoportable como el fuego e ingobernable como el viento. —Hablas como poeta. ¿No lo gobernó su padre? —No sé quién sea ese. — ¿Y su madre? —Me dicen que eso fue naciendo yo y muriendo ella. —Lo siento. —No sientas nada, fui librado del dolor de ver la muerte que más duele. —Seguro estuviste bajo el cuidado y voluntad de alguien mayor. ¿Qué hay de malo en ser gobernado? —Si hablamos de la gente que gobierna Malicobo, es más el perjuicio que el beneficio. Son una manada de zorras que comen pulpa y cáscara. Animales malditos que destrozan los cultivos que con sudor y lágrimas siembra el campesino. Como buitres impudentes, que rompen la piel y saquean las entrañas de quien ha muerto. —¡Malditos animales! —No maldigas muchacho. —Pero tú lo haces. —Es que soy mayor. —Entiendo, es malo si lo hace un niño, pero es bueno si lo hace un viejo. —Maldecir nunca es bueno, pero hay misterio en ello. —Pero se siente bien. —Pues maldecir es lo único que se puede hacer, esos políticos son intocables como escorpiones ponzoñosos. —¿Por qué lo dices? —Sus opositores están bocarriba. —¿Bocarriba? —Bajo tierra. —Ya entendí. —Los vivos se consuelan diciendo: «Es mejor, malo conocido que bueno por conocer». Y es verdad por lo menos en el hecho de no saber si los muertos serían mejores personas que los asesinos que los mataron para quedarse en el poder. —¿Estamos condenados a vivir así? —No a vivir así, más bien, a morir. —¿Te asusta el gobierno? —A mi edad hasta para asustarme necesito píldoras. —No entiendo lo de las píldoras. ¿Qué es eso? —Algún día, cuando seas viejo, sabrás de lo que hablo. —¿No le temes ni a la muerte? —¿Para qué temer lo inevitable? —Pero no quiero morir. —Porque a tu edad no se puede saber lo fatigante que suele ser la vida. —Pero puedo aprender. —Entonces, presta atención. Al nacer tan pequeños existimos sin saberlo, desprovistos de lenguaje nada comprendemos. Aferrados a nuestras madres por incomprensible instinto bebemos de sus tetas, y así vamos creciendo. Nuestros oídos no paran de oír ni los ojos de mirar, así aprendemos a usar la lengua que el resto de la vida no podemos controlar. Los mayores nos enseñan historias que nadie puede probar. Y cada cabeza crea su mundo, pero en cada mundo existe el bien y el mal. Es común a todos pensar que hay gente buena, y que la gente mala abunda más, y por razón natural se ensaya a ver que sea mejor, si hacer lo bueno o lo que está mal. Se experimentan recompensas de uno y otro genero, y se precisa pensar lo que a muchos les conviene. —¿Qué cosa? —Que ser bueno no es bueno si a nadie le importa, y ser malo no es malo si nadie lo nota. La ventaja está en hacer creer a la gente que se es bueno, mientras se adquieren bienes haciendo mal. —Bien. —No hagas esa cara de bobo, ¿Si no entiendes lo fácil cómo te explico lo difícil? —Ajá. —Un hombre rico desea tranquilidad, mientras goza de muchos deleites, banquetes y viajes, y de hermosas mujeres que no pueden faltar, porque las riquezas no tienen razón, al menos que las tengas para disfrutar. —Ya. —Los bienes de los unos son codiciados por otros, y les nacen envidias y se fraguan males, y peligros inevitables van y vienen. Entonces los que más tienen más quieren y se acechan como fieras hambrientas para matar, y necesitan hombres que les defiendan de los males que atraen los bienes. De ahí nacen el pillaje y las guerras, los que matan y los que mueren. —¿Tener bienes es malo? —La codicia. —¿Qué hay de bueno? —Amar. —¿Has visto el amor? —Quien procura mi bienestar. —Si es bueno el amor, ¿Por qué cuesta tanto amar? —El amor es dar sin esperar, y eso no es natural. —¿Cómo sé que amo? —Haz el bien a quien no lo merezca. —¿Qué tiene que ver el amor con el gobierno? —Se aman demasiado ellos mismos. —Mi mamá siempre me ordena lavar las manos antes de comer. —¿Qué tiene eso que ver con lo que estamos hablando? —Ella es feliz dándome órdenes inútiles. —Veo que odias lavarte las manos. —Lo confieso. —¿Sabes por qué hay que hacerlo? —Puedo comer. —Ignoras la razón. —¿Cuál? —Para no enfermar. —¿Entonces? —Está claro, tú cumples la ley para poder comer. Yo pago impuestos para vivir en paz. —¿El gobierno da paz a cambio de impuestos? —No te dan un carajo, pero si no tributas, te quitan lo poco que te han hecho imaginar que tienes. —¿Qué es el impuesto? —Es un hurto legal. —¿Y usted se deja robar así de fácil? —Cuando no puedes deshacerte del ladrón, por lo menos le agradeces que no te quite la vida. —¿Cómo es que le seguimos creyendo al gobierno? —Falsas esperanzas, como en la fábula del asno y su zanahoria. —¿Donde un torpe burrito camina y camina tras la zanahoria que su amo sujeta como de una caña de pescar, que cerquita del hocico se la hace pendular y así con la carga le obliga feliz andar? —Precisamente, el gobierno nos hace caminar detrás de una recompensa que nunca se ha de alcanzar. —Si con las leyes nos oprimen, ¿Por qué todavía permitimos que las hagan? —¿Y qué te hace pensar que nos piden opinión? —¿No? —Jamás. El punto es que pocos están dispuestos a amar. Y no quedaría un alma viva si la ley no prohibiera matar. — ¿No es mejor hacer lo que nos beneficia y evitar lo que nos perjudica? —He ahí el problema, no sabemos con certeza qué nos beneficia, y qué nos perjudica. —Me perdí. —¿Has oído la historia del chino? —No. —Me contó mi abuelo que un hombre pobre de China, el cual vivía en un viejo rancho de palma a las afueras de Garéntaca, poseía una yegua rabiacana y malograda, con la cual podía ganar algunas monedas arreando cosas que, por pesadas, la gente no podía cargar; una mañana fue al árbol donde le solía amarrar, y se entristeció mucho al ver la cuerda reventada y sin rastro del animal. Los vecinos, cuantos supieron del caso, como un pésame le fueron a dar, y se decían unos a otros: «pobrecito el chino, maldito está». Pasaron unos días y la yegua regresó, y tras ella una mano de bestias de buena condición: caballos, mulos, vacas y asnos. No tardaron los mismos que habían dado condolencias en llegar, se miraban unos a otros y llevados de la envidia decían: «Bendito está». — ¿Y eso que tiene que ver? —Nunca te quejes, no sabes lo que te conviene. —Me conviene estar vivo. —¿Qué inconveniente había cuando no habías sido concebido? —Me gusta vivir. —¿Y no te piensas morir? —No me gusta pensar en la muerte. —Ser concebido y morir son dos hechos ineludibles. —Vivir para morir no tiene sentido. —Pero así son las cosas. —Tengo miedo. —Por eso hay gobierno. —¿Por miedo? —Está dicho. —Pasé quince días sin dormir cuando murió mi abuelo, el terror me cogió hasta los tuétanos. —Por miedo es que obedeces. —¿Miedo a la muerte? —Si por voluntad o sin ella ignoras la prohibición, entonces serás sometido por la fuerza pública. —¿Qué es la fuerza pública? —Un gran número de hombres armados que nos obligan a cumplir la Ley de Malicobo. —¡Claro! son hombres barbados, armados hasta los dientes. —Esos son insurgentes. —¿Insurgentes? —Malhechores de otro bando. —Mi mamá quiere que marchemos de Garéntaca porque le da miedo que me lleve esa gente. —Si quieres vivir aquí, aprende a fingirte loco. —Pero a usted no se lo llevaron. —Pero es preciso decirte que es lo peor que me ha pasado. El día que aparecieron a la puerta de mi rancho, me desnudé y grité como una niña. Mi papá me había dicho que botara espuma por la boca. Intenté pero no pude, era como una pesadilla donde te persiguen y te vuelves lento. Cuando vi el cañón del fusil que me apuntaba a la cabeza, literalmente me cagué. Al ver ellos la mierda corriéndome piernas abajo, supieron que no estaba loco, y dijeron: «¡Que mierda apestosa!», y dijo el comandante de la cuadrilla: «dejen quieto a ese cagón». —¿Por qué supieron que usted no estaba loco de verdad? —Los locos no se cagan de un susto. —Bendita suerte. —No creas, lamenté mucho tiempo no haberme ido con aquella cuadrilla. Después de la embarrada, todos me apodaban: «el cagón». El miedo se volvió vergüenza y era más tenaz. Debía elegir, irme a la guerrilla o atarme una piedra al cuello y tirarme al río. —Se fue a la guerrilla. —Intenté ahogarme, pero mi instinto de supervivencia no me lo permitió. Tal cual sucedió. En ese momento Luciano se llenó de miedo, y dijo: «Debo ir a casa, mi madre debe estar angustiada». Tomó su mochila y salió diciendo: «Hasta pronto». El miedo se le volvió paranoia. Caminó en dirección a su rancho, y se imaginaba perseguido de hombres armados. Además iba muy atento a sus pasos en el camino de tierra para no pisar el pasto, y evitar la mordida de alguna víbora. La paranoia se le tornó en pánico al ver lo que parecía la cabeza de una culebra sobresaliente de la maleza a la orilla del camino. Retrocedió unos pasos y agarró un trozo de rama de árbol, se acercó al animal y lanzó un golpe al follaje donde suponía estaría el largo cuerpo del reptil. El susto fue mayor cuando saltó lo que era un sapo. Tiró la rama y cayó de nalgas hacia atrás, miró hacia todas partes y se sintió tan estúpido. Se aproximó al sapo, lo sujetó, lo metió en la mochila, y le dijo con rabia, como si el animal pudiera entenderlo: «Por poco me matas del susto, sapo malparido». Después llegó a su casa. Había oscurecido bastante, y Rosalía, su madre, lo estaba esperando afuera con la vaina de un machete en la mano derecha. Cuando lo vio, le dijo: —¿A dónde fuiste después de la escuela? La vio tan enojada que evitó acercarse. Quedó paralizado frente a ella. Y con una sonrisa asustada le dijo: —Te quiero mucho. —Luciano Rodas, entra a la casa. —¿Me vas a pegar? —Si no entras ya, te va peor. —¿Ahora qué hice? —Eres un rabanero ¿Te parece poco tirarle un mierdazo a tu maestra? —¿Qué cosa te dijo? —Que le echaste un mierdazo por una tal democracia. —No fue una grosería, le dije una simple metáfora. —En pocas palabras, la maestra vino a decirme que puedes terminar muerto. —¿Cómo sabes que la maestra dice la verdad? —Se supone que ella es estudiada y no se equivoca. —Rosalía, hoy aprendí que no todo es lo que parece, suponer, a veces nos hace sentir avergonzados. Te voy a mostrar lo que tengo en mi mochila, mira sólo la cabeza. Luciano metió su mano izquierda en la mochila, y agarró el sapo, y lo fue sacando lentamente hasta que Rosalía pudo ver las fauces. La mujer palideció en el acto y dio un brinco, soltó la vaina del machete al tiempo que gritaba como loca: «¡Ay no friegues, una culebra!». Corrió hacia adentro de la casa, y dijo: «No entres aquí con ese diablo». Luciano entró a la casa con la mano dentro de la mochila, y fue tan fuerte la impresión de su madre que sufrió un desmayo. El joven corrió a la cocina y agarró la botella llena de ron compuesto, acercó la boca del frasco a la nariz de ella hasta que volvió en sí. —¿Qué pasó?—dijo Rosalía, mirando a todas partes. —Sufriste un desmayo después de ver un sapo. —¡Era una culebra! —Es un indefenso sapito. —Que pendeja soy. —No te avergüences, eso le pasa a cualquiera. —La paliza te la doy, te crees muy grandecito para andar por ahí haciendo de las tuyas. —¿Me castigas porque soy niño?, estoy seguro que siendo yo un hombre mayor haría lo que quisiera, bueno o malo, no te importaría. Rosalía guardó silencio y fue a su habitación. Esa noche Luciano estuvo pensando largo tiempo en el hecho de tener que hacerse el loco cuando llegara la insurgencia. Evocó el brinco que dio Rosalía al ver el sapo y sufrió un ataque de risa. Entonces, fue consciente de la necesidad que había de cambiar las leyes de Malicobo.
Alfonso XI el Justiciero: Reino de Castilla, siglo XIV.El Rey Justiciero extiende los límites cristianos hacia el sur, gracias a sus dotes de gobernante y pericia militar, mientras vive una historia de amor con Leonor de Guzmán a quien impone como reina de Castilla.