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Convivencia y felicidad: La importancia del capital social


Posted By Ricardo Capponi On 3 de octubre de 2019 5:19 pm

NI HEROÍSMO NI SANTIDAD

Durante miles de años el sentido de la vida se basó en el cumplimiento de lo que la tribu y, más tarde, la sociedad esperaba del sujeto: que
fuera un héroe. Ser héroe fue una aspiración conveniente para la especie desde hace doscientos mil años, es decir, desde tiempos en que lo
fundamental era la sobrevivencia en condiciones de adversidad y amenazas que requerían valentía. En torno a los 1.000 a. C. se va a
producir lo que se ha llamado la era axial (Jasper), un momento de giro y de transformación profunda. Nace el pensamiento crítico en
Atenas, que fue creando las condiciones para el nacimiento de la cortesía y la caridad, y que finalmente junto a la cultura semita va a
cristalizar en el cristianismo.

A partir de ahí tendremos mil quinientos años en que la sociedad occidental aspirará a la santidad. A una santidad que en sí misma
otorgaba felicidad por el consuelo que daba la figura divina, y por la esperanza en que si se hacía un camino de perfección se alcanzaba el
paraíso después de la muerte. A partir del Renacimiento, el nacimiento de la ciencia y luego el racionalismo de la Ilustración nos llevan a un
concepto de felicidad fraguado a partir de dos grandes movimientos culturales con sus respectivas revoluciones: la Revolución francesa y la
Revolución Industrial, que van a modelar la que llamamos Edad Contemporánea.

La felicidad ahora se alcanzaba en la tierra. No en el más allá. Por un lado, en el siglo XVIII francés se produce un auge de la felicidad,
Voltaire afirmaba que la única tarea del ser humano era ser feliz. Rousseau decía que el hombre era bueno y feliz por naturaleza, y Diderot,
que ser feliz era su único deber. Y a esto se le agrega que la felicidad no es un tema individual, sino que es un tema público y que para ello
el sujeto debe vivir en una sociedad fraternal, igual y libre. Y se proclama entonces la felicidad como un derecho de todo el mundo y no de
las castas privilegiadas. Y, por otro lado, la felicidad post Revolución Industrial se explicita bien en la filosofía llamada utilitarismo de
Bentham y Stuart Mill. Es una felicidad fundada en el goce de la vida, en que lo bueno es lo útil, y en que aquello que aumenta el placer
disminuye el dolor.

Estas dos posiciones van mostrando la felicidad como un bien público, colectivo. Para el comunismo, la aspiración máxima será construir

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una sociedad donde todos juntos alcancemos la felicidad. Y para la cultura post Revolución Industrial, la felicidad dependerá del acceso al
consumo que nos brinda la tecnología y que nos provee placeres y confort. A partir de fines del siglo XIX la psicología, la neurociencia y el
psicoanálisis, junto a la antropología y la etología, van a crear las condiciones para una nueva conceptualización de la felicidad.

LA IMPORTANCIA DEL CAPITAL SOCIAL

Esta nueva conceptualización se ha plasmado en un maremágnum de escritos sobre la felicidad. Entre estos, hay cinco estudios de
seguimiento, basados en encuestas científicamente validadas, que no pueden soslayarse en ninguna aproximación seria al tema de la
felicidad. Uno de ellos es el clásico estudio longitudinal desarrollado en Harvard a lo largo de setenta y cinco años, con el objetivo de
determinar qué hace feliz a la gente, y que concluye que la felicidad del sujeto depende de las buenas relaciones afectivas que él ha
sostenido durante su vida(1). Y los otros cuatro son los generados a partir de las encuestas realizadas por Gallup y entregadas en los
informes del Banco Mundial(2), que han ido demostrando lo determinante que en la felicidad son la calidad de las relaciones
interpersonales entre los individuos, sus redes de apoyo social, el clima de confianza en el que viven, la integridad y baja corrupción con
que negocian, los márgenes de libertad que poseen, la capacidad de los gobernantes que los dirigen y el altruismo con que se ayudan
mutuamente. Estas seis variables conforman lo que se denomina «capital social». Estas condiciones se aprenden y entrenan en la relación
con los otros, en la vida social, en lo que se ha llamado la «fábrica social».

Algunos historiadores consideran que la decadencia de las sociedades no se produce por falta de recursos, pobreza o carencias extremas.
Al contrario, en dichas situaciones, los seres humanos reaccionamos solidariamente y juntos construimos respuestas creativas que nos
ayudan a superar esas crisis. Lo que corroe a una sociedad por dentro, hasta que se viene abajo, es el deterioro del capital social. Desde el
individualismo y el egocentrismo, progresivamente se van instalando la desconfianza y la corrupción, se estrecha cada vez más la libertad y
se pierde el apoyo mutuo. Para Friedrich Hegel, la decadencia del Imperio romano se originó en la pérdida del sentido de pertenencia al
Estado y en la exaltación del interés particular por sobre el público. El ciudadano romano, gestor del código legal más completo en la
historia de Occidente, de gran vocación cívica, se fue despreocupando del destino de su polis, del quehacer político, y deslizándose por el
tobogán de su propio bienestar y de sus placeres inmediatos.

SATISFECHOS PERO INFELICES

Chile es un país altamente satisfecho; sin embargo, con un bienestar emocional bajo y un alto nivel de malestar social. O sea, satisfecho
pero infeliz.

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La encuesta que ubica a Chile en el lugar 26 de felicidad en el mundo y como el más feliz de Latinoamérica mide «satisfacción con la vida».
La pregunta que se le hace al sujeto es: en una escala de 1 a 10, ¿cuán satisfecho considera usted que está con su vida? Esta encuesta
está expuesta a varias distorsiones por factores como: el instinto de sobrevivencia (evitamos sentirnos desgraciados para ganar energías y
así seguir viviendo), sesgos de la memoria (no se recuerda lo negativo y se amplifica lo positivo), disposición a seguir la moda (lo
convencional es ser feliz hoy día). En parte, también recoge una genuina gratitud y reconocimiento por el ascenso social y el bienestar
logrados respecto del pasado (mi vida es mucho más confortable y tengo acceso a muchas cosas que mis padres no tuvieron).

Pero, por otro lado. somos significativamente infelices porque la medición que evalúa el nivel de bienestar emocional, o sea, cómo están las
emociones negativas, ha situado a Chile en los últimos lugares. Comprensible. Si le preguntamos a un ciudadano de clase media desde la
mañana hasta la noche cómo lo está pasando desde que se levanta oscuro sin haber podido lograr sus ocho horas de sueño, porque llegó
muy tarde a su casa y apenas pudo ver a sus hijos, y que camino al trabajo tiene que trasladarse con temor por las calles, demorarse
enormemente en llegar a su destino en la incomodidad de un transporte que no pasa nunca, que lo lleva de pie hacia un lugar donde debe
cumplir tareas rutinarias, agotadoras, siendo a veces víctima de malos tratos, hasta el término de su jornada, en que tiene que regresar
nuevamente a su casa lleno de preocupaciones, en muchos casos agobiado por las deudas, con las exigencias derivadas de la mantención y
educación de sus hijos amenazados por la influencia delictiva, la drogadicción y la violencia que ronda en su barrio… él nos va a decir que
lo pasa mal. O sea, tenemos un sujeto con una gran cantidad de emociones negativas, de angustia, de temor, de rabia, de culpa por no ser
capaz de lograr más de lo que quisiera. También de rechazo, de discriminación hacia quienes están quitándole lo que él considera propio, y
de mucho tedio, tedio que proviene de la dificultad para poder relaciones sociales confiadas y cálidas, sumido en un aburrimiento que él
mata con aparatos electrónicos, mucha televisión, compras y endeudamiento; todas ellas, conductas que tienen un cierto nivel de
exaltación que aplaca el malestar, pero no quita el aburrimiento de fondo.

En 2012, los chilenos, a pesar de que un 80% decíamos ser felices o muy felices en las encuestas de satisfacción con la vida, ocupábamos
el lugar 134 de 156 en la escala de bienestar emocional. En estas mediciones, Chile presentaba una de las diferencias más altas del mundo
al comparar estos dos índices(3), situación que se explicaba por su alto crecimiento del PIB en los últimos dieciocho años y su transición
desde el subdesarrollo a país en vías de desarrollo, transición que conlleva una disminución significativa del bienestar emocional. Y cuando
se le pregunta al encuestado cuán satisfecho está con su sociedad y las instituciones que la conforman, su respuesta es negativa. Le echa
la culpa de su infelicidad a la sociedad(4).

Desde esta perspectiva, para mejorar los niveles de felicidad en un país se requiere aumentar el bienestar emocional, y los estudios
demuestran que este no mejora aumentando los ingresos (según se ha verificado en países que tienen un ingreso per cápita superior a

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20.000 dólares anuales, como es el caso de Chile). Lo que aumenta el bienestar emocional en una comunidad es el capital social, cuyos
componentes son capacidades relacionadas con una determinada cultura, con los valores de la sociedad. En este sentido, las políticas
públicas deben apuntar a objetivos al corto mediano y largo plazo que promuevan estos cambios culturales.

Tendemos a pensar que para salir del subdesarrollo debemos, por sobre todo, preocuparnos de contar con mejores ingresos, aunque en
este esfuerzo se tenga que pagar un alto costo en la felicidad. Los estudios demuestran que el capital social por sí mismo aumenta los
ingresos, de manera que postergar el incremento de capital social por perseguir mayor crecimiento económico puede ser un despropósito,
en algunos casos. Más aún, podríamos pensar que, aunque se sacrifiquen metas de crecimiento económico, lo más urgente es aumentar el
capital social, porque este tiene un alto rendimiento en la generación de felicidad. Además, incrementar el capital social, en la mayoría de
los casos, resulta menos costoso económicamente. Para subir en una misma proporción la felicidad, se necesitaría un aumento de ingresos
enorme comparado con la inversión que se requiere para incrementar el capital social. Por ejemplo, el efecto sobre la felicidad de tener a
alguien con quien contar en momentos de dificultades y crisis es equivalente al de aumentar dieciséis veces el ingreso per cápita anual
—de 600 a cerca de 10.000 dólares—(5).

Sin embargo, no es solo el capital social lo esencial. Esta ecuación tiene varias variables de las que depende el resultado. Por un lado, si
bien en Chile hemos logrado superar la barrera de los 20.000 dólares per cápita anuales, la distribución marcadamente desigual hace que
sectores importantes de la población no alcancen aún el ingreso mínimo que es necesario para que la felicidad no dependa de los recursos
materiales. En estos grupos el aumento de sus ingresos es lo primordial.

Por otro lado, debemos tener presente que la salida del subdesarrollo requiere inevitablemente que el país sea capaz de tolerar niveles
relativamente altos de malestar emocional para que en este mundo competitivo y globalizado logre niveles de ingreso que lo catapulten al
desarrollo. Por cierto, en ese sentido hay que advertir que niveles demasiado altos de malestar producen rechazo al modelo y una
regresión a formas paternalistas populistas, que son atractivas para quienes esperan ser aliviados de condiciones exigentes que no están
dispuestos a sobrellevar. Este es el desafío para un país en vías del desarrollo: preocuparse del capital social para que el nivel de malestar
emocional inevitable no alcance niveles que «tranquen la pelota» en el camino, y hacerlo sin olvidar la importancia del aumento del
ingreso, teniendo a la vista que el esfuerzo necesario para alcanzar este aumento implicará que se acreciente el malestar.

LUGARES DONDE SE CONSTRUYE CAPITAL SOCIAL

La pregunta que surge de inmediato es: ¿en qué lugares específicos se construye este capital social?

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Para Layard(6), la calidad de la vida familiar y de pareja es el factor del capital social que más pesa en la consecución de la felicidad. El
compromiso de los padres y su involucramiento en la educación del hijo es determinante. La parentalidad agresiva y los conflictos entre los
padres afectan al desarrollo del niño. Entre las deficiencias de la parentalidad, los estudios demuestran que la peor de todas es la
enfermedad mental de la madre.

Estos últimos años se ha destacado la importancia de las salas cuna y los jardines infantiles para cumplir con la apropiada estimulación del
bebé y el niño, favoreciendo la creación de las redes neuronales que alojarán recursos mentales decisivos para enfrentar las etapas
posteriores de su crecimiento. Las oportunidades que se pierden en este primer periodo de la vida no se recuperan nunca.

La creación del Ministerio de Desarrollo Social y Familia demuestra una preocupación sobre el tema. Sin embargo, deberíamos ir más allá y
desarrollar una política integral que reconozca a la familia como una entidad central en el diseño de las políticas públicas destinadas a
robustecerla, al ser una institución que está muy debilitada y de la cual depende la fortaleza de una nación.

No obstante, no solo la institución de la familia es decisiva en el desarrollo mental del niño y adolescente; también lo son los
establecimientos educacionales. En los años sesenta, apoyados en el informe Coleman, en Estados Unidos se planteaba que era la relación
con los padres lo determinante —mucho más que el colegio— en la vida del niño(7). Hoy tenemos datos suficientes para afirmar que la
relación con el colegio y con los profesores es sumamente importante. Pero no en el sentido de exigencias académicas, sino como lugar de
encuentro, sociabilización con los pares y contención emocional de parte de los profesores —figuras sustitutas de los roles de padre y
madre—, que desempeñan un rol primordial, especialmente para niños de familias disfuncionales.

Durante las últimas décadas se ha producido un cambio de paradigma cultural muy interesante. Por miles de años, el desarrollo y la
formación de los niños estuvo en manos de la familia; hoy, en cambio, la sociedad, a través de los establecimientos educacionales, tiene un
rol primordial en el desarrollo del capital social.

Las políticas públicas deben tener como objetivo facilitar y consolidar el crisol donde se fraguan las respuestas que cambiarán los círculos
viciosos: la familia, las salas cuna, los jardines infantiles y los establecimientos educacionales. Esto supone políticas públicas que mejoren
las condiciones para la maternidad y paternidad, incluidos, por ejemplo, horarios de trabajo adecuados, pre y posnatal para el padre y la
madre; la aceptación, apoyo e integración de todas las formas de hacer familia. Lo anterior incluye políticas públicas en vivienda, salud y
transporte público. Y, sobre todo, apoyo al bebé, al niño y al adolescente en su proceso de desarrollo en las instituciones formativas, desde
las salas cuna. También, preocupación por la calidad de los profesionales de la educación y de las condiciones necesarias para una buena
convivencia escolar. Y, además, programas de apoyo y formación en inteligencia emocional, manejo del impulso y la afectividad(8).

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Estamos preocupados por la desafección de las nuevas generaciones hacia la política, la comunidad, la cuestión social. Se insiste en
enfrentar dicha antipatía mediante discursos, clases de educación cívica, anuncios por medios de comunicación masivos. Estos
procedimientos no producen cambio psíquico. El sentimiento de solidaridad no proviene de la adhesión a un discurso, a una ideología. Se
construye desde la infancia, en las experiencias de empatía y compasión vividas en el seno del grupo familiar, que desarrollan una especial
sensibilidad por el prójimo que sufre, y posteriormente se refuerza en la medida en que vivimos en una cultura escolar donde tales
sentimientos son valorados. Lo mismo ocurre con el autocuidado en la vida sexual, que no depende de saber o no saber si existe el condón
ni de predicarles qué es lo más conveniente –por razonable que sea–, sino que depende de la capacidad para manejar los impulsos
sexuales y ponerlos al servicio del deseo erótico y el amor, actitudes que se construyen desde niño por medio de experiencias educativas
formadoras(9).

Por mucho tiempo se pensó que a partir de los 25 años las neuronas del Sistema Nervioso Central se iban muriendo, y que las capacidades
mentales habían llegado a su máximo y que a partir de ahí comenzaba su lento y progresivo declinar. Sin embargo, los estudios posteriores
han ido descubriendo que las neuronas se siguen regenerando, y que con los años se adquieren capacidades que van más allá de las
formales y que se han denominado «posformales», cuyo desarrollo se realiza en la edad adulta. Por ejemplo, está el pensamiento flexible,
abierto, basado más en la intuición que en el razonamiento lógico, que integra las emociones y puede comprender realidades incoherentes,
inconsistentes, contradictorias y relativas. Es, así, un pensamiento capaz de abordar realidades complejas. Un estudio reciente encontró
que la edad más productiva del ser humano es entre los 60 y 70 años de edad. La segunda entre los 70 y 80 años, y la tercera entre los 50
y 60 años(10). Y además tenemos otro lugar donde se desarrollan estas capacidades que contribuyen al capital social: los lugares de
trabajo.

De la importancia que estos últimos tienen para nuestro bienestar emocional, estamos recién tomando conciencia. Si coincidimos en que la
afectividad tiene un rol decisivo en nuestra felicidad, podremos observar que en el trabajo esta circula en varios frentes: primero, cuando
abordamos las tareas y desafíos de nuestro objeto de trabajo. Acá el papel de la motivación intrínseca (que se debilita hasta desaparecer
con los premios y los castigos) es fundamental, y su cultivo y reforzamiento son esenciales para generar apego al trabajo. Segundo, la
afectividad se manifiesta mientras adquirimos la destreza necesaria haciendo experiencia con los desafíos que plantea nuestra tarea,
obteniendo así ese fluir que produce bienestar emocional y es esencial para tener felicidad en el trabajo. Tercero, se da en el circular
afectivo con que se realiza la capacidad de proyectar a futuro el quehacer, construyendo así un sentido de misión, el cual contribuye al
«engagement» con el proyecto y con la empresa. Cuarto, la afectividad está en la relación con nuestros equipos de trabajo, nuestros pares,
subordinados y jefes, ámbito en que la dimensión de la inteligencia emocional de la vida afectiva juega un papel central.

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Las políticas públicas tienen un rol fundamental en este lugar donde se construye capital social, promoviendo un cambio cultural respecto a
la forma como nos relacionamos con el trabajo. Una sociedad que aprecia el trabajo como fuente de bienestar emocional es sana, robusta y
estable(11).

En resumen, más que ser héroes o santos, hoy nos interesa ser felices. Por sobre los 20.000 dólares per cápita anuales, es la calidad de las
relaciones afectivas más que el ingreso lo que determina nuestro nivel de felicidad, y estas están condicionadas por el capital social de una
nación. La fábrica social donde se construye capital social son la familia, los establecimientos educacionales y los ambientes de trabajo. Las
políticas públicas deben ayudar a crear las condiciones adecuadas para que, en dichos lugares se den los procesos que contribuyen a crear
capital social. MSJ

(1) Vaillant, G. E. (2012): Triumphs of experience. The men of the Harvard Grant Study, Cambridge, MA, Belknap Press
of Harvard University Press.
(2) World Development Indicators (WDI) y el World Happiness Report (WHR), años 2012, 2015, 2016, 2017, 2018 y 2019.
(3) Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) (2012): Informe sobre Desarrollo Humano en Chile. Bienestar
subjetivo: el desafío de repensar el desarrollo. 2012, New York, PNUD.
(4) Latinoamérica, en general, compensa la infelicidad de un bienestar emocional predominantemente negativo —debido a
que gran parte de la población vive con emociones negativas a causa de la falta de recursos, el estrés, la violencia,
la criminalidad y la desigualdad— con la felicidad que proviene de la satisfacción con la vida. La cultura
latinoamericana, que por razones históricas ha privilegiado las relaciones afectivas, tiene una fortaleza que pone al
servicio tanto de neutralizar y contener emociones negativas como de dar cumplimiento a la satisfacción con la vida,
especialmente en las áreas que tienen que ver con la parentalidad, la amistad, la religiosidad. Esto ocurre menos en
los ámbitos que tienen que ver con su productividad, con el trabajo.
(5) World Happiness Report 2017. Edited by John Helliwell, Richard Layard & Jeffrey Sachs. Associate Editors: Jan-
Emmanuel De Neve, Haifang Huang and Shun Wang, New York, United Nations.
(6) Layard, R. (2005): Happiness: Lessons from a new science, London, Penguin Books.
(7) Coleman, J. (1965): Equality of educational opportunity, Baltimore, MD, Johns Hopkins University.

(8) Mi convicción respecto a la importancia de esta formación me llevó a construir una fundación (www.cesi.cl [1]) que
estos últimos diez años ha trabajado con cientos de colegios en Chile con un programa que educa en el manejo de la
afectividad y de los impulsos agresivos, sexuales y adictivos, base de la inteligencia emocional.
(9) Capponi, R. (2018): Sexualidad, agresión y adicción: educar desde la afectividad y la voluntad. En

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/material%20de%20apoyo%20sexualidad%20y%20afectividad%20(nov).pdf [2].
(10) New England Journal of Medicine 70.389 (2018).
(11) Capponi, El Mercurio 05 septiembre 2019.
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