Señoras; No puede negarse que el hogar ha perdido, en su íntima esencia y en su función
educadora, muchos de los elementos que la Religión Católica y la experiencia secular había acumulado en su seno. Muchas de las cosas que se han tomado como “modernas”, como fruto del progreso y de la variación de los tiempos, motivarán dentro de no muchos años una terrible crisis en nuestra vida familiar. No en vano se ha convertido el estado matrimonial en sociedad o contrato librado a la voluntad, o mejor a los caprichos de los esposos; no en vano se va atentando contra la aparición de la vida¡ no en vano se va quitando la vida de hogar para salir locamente fuera de sus muros protectores; no en vano se ha trabajado para quitar la fe y la moral católicas de los pueblos y de los individuos... quitada la esperanza del cielo y suprimidas las virtudes como ideal de la conducta humana, ¿qué queda de nuestra dignidad humana? Vivimos, en muchas cosas, por inercia. ¿Qué sucederá si se extingue lo poco que da vida y movimiento a tantas cosas formales y sin lógica interna? La experiencia nos dice que esa desintegración de las familias se está produciendo en forma alarmante, y que, de rechazo, la educación de los niños es lo primero que se re siente, formándose legiones de seres humanos al margen de una sana y verdadera pedagogía familiar; la única que pue de dar lo que el ser humano necesita. Y es, sobre todo, la madre la que debe cargar sobre sus hombros todos estos males de la sociedad contemporánea, yes ella la que en su fuerte debilidad debe declarar la guerra y lanzarse al combate. No es posible lamentarse en la inactividad. La gran fuerza renovadora reside en el hogar, y dentro del hogar es la madre la artífice de un mundo nuevo, porque es la dueña de los corazones y, por tanto, la más suave y ala vez la más eficaz reina de las almas. Esta es la razón por la cual he querido acercarme a vosotras para ayudaros a solucionar, al menos en parte, el gran problema de vuestra existencia: la educación de vuestros hijos. Con ánimo agradecido vuélvese mi memoria hacia aquella mujer sencilla y humilde, de pocas palabras pero de rápida visión de la realidad y segura orientación, de graníti ca contextura espiritual encerrada en la debilidad de su cuerpo; se presentan ante mi vista sus actitudes y sus gestos, sus pocas pero enérgicas intervenciones en mi vida de niño; resuenan en mis oídos muchas de sus advertencias dadas para el futuro y, hoy, el hombre vive y progresa por la orientación materna... Y, al pensar en mi madre, con el mismo cariño pienso en todas las que tienen esa dignidad, y, porque el amor hace adivinar las cosas, comprendo vuestra misión y vivo vuestras ansiedades. Y es necesario, es impostergable que a las madres se les planteé el problema máximo de su maternidad: la educación de aquellos que llevan su imagen y su sangre. Pues toma caracteres de tragedia a veces, la situación de la madre que ama y ve perderse precisamente a los que ama. ¡Cuántas madres han visto sus pupilas quemadas por las ardientes lágrimas de este fracaso de su amor materno! La madre ama; el amor es heroico y sacrificado; pero debemos admitir que el amor tiene algo de sueño... No basta amar:, hay que saber y hay que saber hacer. Para que la madre adquiera la ciencia educativa de que ha de necesitar, y para que la madre construya la personalidad de sus hijos y pueda de este modo triunfar en la plena realización de todos sus ideales y en la alegría de una fe cunda y santificadora maternidad, ofrezco los pobres pensamientos de esta segunda Semana de la Madre, que desean ser también un tributo de admiración a la espléndida corona que adorna vuestras sienes.