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No le bastó ser el dueño y señor de esas tierras, ni un gran maestro en las artes o la guerra. No
le bastó con la muerte de su amada causada por sus propias manos, ni su posterior asesinato
en un arranque de locura por lo ocurrido. A Ludovico no le bastó, incluso casi un siglo
después, no le bastó estar vagando en el más allá, ni le importó que el castillo ya no le
perteneciera. Para él, no bastaba con todo lo ocurrido, su presencia debía notarse, y vaya que
se hizo notar, sin siquiera aparecer, comenzando un caluroso agosto en Arezzo, Toscana.
La vida de Ludovico no podía describirse con exactitud más que como la comentaban los
locatarios: Como un grande de los tiempos antiguos y quien había construido semejante
castillo, en quizás qué año, pero quien inspiraba el respeto de todos quienes le conocían. Sin
siquiera un apellido que lo acompañara, Ludovico había sido un poderoso hombre, el cual
tendría un trágico final luego de que la locura y la demencia se apoderaran de él.
Y ese extraño olor, aquel olor de fresas impregnado en el aire, en las almohadas y en las
colchas manchadas de sangre. No obstante, aquella mancha de sangre ya no se encontraba
seca como había observado la tarde anterior, sino que estaba tibia y fresca, como si hubiera
sido recién derramada. Sin entender del todo lo que ocurría, el hombre sólo observó a su
mujer durmiendo a su lado, pero ¿Estaba realmente entre los brazos de Morfeo o su alma
había ido también al más allá entre esas cuatro paredes?
No le bastó con la muerte de su amada causada por sus propias manos, a Ludovico no le
bastó incluso un siglo más tarde.