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Una trágica jornada

No le bastó ser el dueño y señor de esas tierras, ni un gran maestro en las artes o la guerra. No
le bastó con la muerte de su amada causada por sus propias manos, ni su posterior asesinato
en un arranque de locura por lo ocurrido. A Ludovico no le bastó, incluso casi un siglo
después, no le bastó estar vagando en el más allá, ni le importó que el castillo ya no le
perteneciera. Para él, no bastaba con todo lo ocurrido, su presencia debía notarse, y vaya que
se hizo notar, sin siquiera aparecer, comenzando un caluroso agosto en Arezzo, Toscana.

La vida de Ludovico no podía describirse con exactitud más que como la comentaban los
locatarios: Como un grande de los tiempos antiguos y quien había construido semejante
castillo, en quizás qué año, pero quien inspiraba el respeto de todos quienes le conocían. Sin
siquiera un apellido que lo acompañara, Ludovico había sido un poderoso hombre, el cual
tendría un trágico final luego de que la locura y la demencia se apoderaran de él.

Y es que una noche llena de pasión, luego de estar con su


amada en cuerpo y alma, en un arranque del corazón, sin
saber por qué exactamente, la apuñaló en la cama que
ambos compartían. Con la culpa carcomiendo su mente
por dentro, llamó a sus perros de caza quienes le dieron
una espantosa muerte. Sin embargo, cada noche su
espíritu rondaba aún el castillo en tinieblas, especialmente
en la planta superior, tratando de buscar calma para su
espíritu atormentado.

Años más tarde en el mismo lugar, un escritor y


comediante venezolano llamado Miguel Otero Silva
adquirió la propiedad de Toscana, convirtiéndose en el
nuevo dueño del imponente castillo. Siendo un hombre carismático y de buen humor, invitó a
pasar el día a un matrimonio amigo con sus dos hijos pequeños. Fuera de todo riesgo, la
familia fue advertida por una señora que les indicó el camino, que no se quedaran en el
castillo italiano al llegar la noche. Pero ¿Cómo iban a saber lo que iba a ocurrir? ¿Cómo creer
en aparecidos de mediodía si nunca has experimentado nada parecido? ¿Es acaso necesario
vivir una experiencia del más allá para creer en lo sobrenatural?

El hospedador los invitó a almorzar contándoles parte de la trágica historia de Ludovico y su


fatal muerte culposa, razón por la que su espíritu rondaba el castillo en penuria. Dentro de las
múltiples habitaciones que recorrieron, una de ellas destacó entre las demás: La habitación de
Ludovico. De aspecto tenebroso y lúgubre, todo estaba completamente intacto desde el día
que había ocurrido el asesinato, incluso las manchas de sangre seca seguían adornando la
colcha encima de la cama deshecha. Sin embargo, eso no fue lo que más impactó a los
invitados, sino que el hecho de que bajo la imponente figura de un retrato pintado de
Ludovico, sintieron un extraño olor a fresas frescas, aroma que impregnaba toda la extensión
de la habitación.
Al pasar el día y ya entrada la noche, por la insistencia de sus hijos y la camaradería de Otero
Silva, el matrimonio decidió quedarse; yendo en contra de todo consejo dado por la anciana
que les había indicado el camino esa mañana. Tras la larga jornada entre aperitivos y
conversaciones, dos habitaciones remodeladas en la planta baja les esperaban a los invitados
de aquel día. Ni Otero Silva, ni los pequeños infantes de los hospedados y menos aún el
matrimonio esperaba lo que por la noche ocurriría.
Sin siquiera causar el menor ruido y sin perturbar el mundo de los sueños en el que se
encontraban profundamente inmersos marido y mujer, una fuerza sobrenatural sin
procedencia ni identidad trasladó a ambos invitados a lo que antiguamente era el lecho de
Ludovico y su amante. Pero ¿Qué explicación racional existía para tal suceso? Ninguna en lo
absoluto, no había una palabra para definir lo que la pareja experimentó en aquella ocasión.
Al despertar por la mañana, el hombre se despertó observando un alrededor diferente al que
había visto antes de dormir. Largas cortinas bordadas en oro, una chimenea antigua, el cuadro
de Ludovico con una mirada punzante dirigida a él.

Y ese extraño olor, aquel olor de fresas impregnado en el aire, en las almohadas y en las
colchas manchadas de sangre. No obstante, aquella mancha de sangre ya no se encontraba
seca como había observado la tarde anterior, sino que estaba tibia y fresca, como si hubiera
sido recién derramada. Sin entender del todo lo que ocurría, el hombre sólo observó a su
mujer durmiendo a su lado, pero ¿Estaba realmente entre los brazos de Morfeo o su alma
había ido también al más allá entre esas cuatro paredes?

No le bastó con la muerte de su amada causada por sus propias manos, a Ludovico no le
bastó incluso un siglo más tarde.

Jean Carlos Sepúlveda


Cronista

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