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Osvaldo Aguirre

El rumor era cada vez más fuerte. Había alguien que recorría durante la
noche la ruta Panamericana, entre Florida y San Isidro, y mataba travestis. Corría
la segunda mitad de la década de 1980 y la zona, con la plena vigencia de los
edictos policiales y la indiferencia de la justicia ante las denuncias, estaba liberada
para los abusos y los crímenes. El asesino tenía un apodo: “Le decían el atrapa
mariposas, o el caza mariposas”, según el testimonio de Carla Pericles,
sobreviviente de un ataque, en el Archivo de la Memoria Trans.
“En la Panamericana se mezclaban en aquella época los supuestos
accidentes de chicas que morían al cruzar la ruta, para escapar de la policía, con
los asesinatos”, recuerda María Belén Correa, fundadora del Archivo de la
Memoria Trans. En esa serie de muertes cuyos responsables no fueron
investigados, “el que se hizo conocido a través del boca a boca fue el caza
mariposas”.
En su edición del 18 de agosto de 1987, la revista ¡Esto! contabilizó 28
travestis muertas en distintos episodios ocurridos en la Panamericana. “Muchas
fueron enterradas como NN porque no tenían familiares y si las amigas iban a
reclamar el cuerpo se exponían a caer detenidas”, agrega Correa, también
fundadora con Claudia Pía Baudracco de la Asociación de Travestis de Argentina
(1993). Otra testigo de la época, Cintia Di Carlo Scotch, eleva el número de
víctimas: “esa ruta maldita se llevó a 60 compañeras”.
Marce Butierrez y Patricio Simonetto, quienes investigaron las primeras
organizaciones de travestis en la época, descreen de la hipótesis de un asesino
individual como único responsable y analizan otros aspectos en un contexto de
violencia extrema. “Los asesinatos en Panamericana tenían diferentes
características dependiendo de la zona en que ocurrían”, afirma Butierrez, activista
travesti, antropóloga e investigadorx feminista queer.
El período con mayor cantidad de muertes transcurrió entre 1986 y 1989,
aunque “hay algunos registros de 1993 donde Travestis Unidas, una de las
primeras organizaciones de travestis conformada por Kenny de Micheli, Sandy
González y Gabriela Carrizo organizaron protestas en la Panamericana porque
seguían produciéndose asesinatos”, dice Butierrez.
En un tramo de poco más de ocho kilómetros, bautizado “Travestilanda” por
la revista ¡Esto!, “los conflictos en Munro, Martínez y Villa Martelli tenían que ver
con peleas entre las travestis y quienes intermediaban en la venta de sexo de las
prostitutas cis”, agrega Butierrez. Vicente López, en particular, “era un espacio
vedado para las travestis, que solían recibir las agresiones de los fiolos o de la
policía que protegía el comercio sexual” y a la altura de Tigre “a veces eran
personas que aleatoriamente disfrutaban del acto de matar a las travestis, y hay
también registros de casos en los que eran asesinadas en hoteles y tiradas en la
ruta”. Había un denominador común: “los casos quedaban asentados como
accidentes, sin que se produjeran mayores investigaciones”.

Cara a cara
Carla María Pericles (1953-2020) trabajó en la Panamericana hasta que las
amenazas de muerte de un comisario la decidieron a irse del país, primero a
Francia y después a Italia, donde vivió durante veinte años. En un relato publicado
en un reciente libro del Archivo de la Memoria Trans que recopila fotografías y
testimonios, afirma que el asesino de travestis circulaba en un Peugeot 504 de
color crema y le atribuye entre otros crímenes el de su compañera de la época, a
quien llamaban la Robotina.
La noche en que lo conoció había tomado un whisky antes de salir, porque
tenía miedo. “Me desocupé de un cliente y me metí detrás de unos árboles para
acomodarme la ropa. Cuando salí vi un Peugeot con las mismas características
del tipo del que hablaban”, dice Pericles, quien observó que el conductor tenía una
pistola en la mano.
Apenas subió al auto, por la puerta rasera, “me adelanté y le tiré una
patada, con tanta suerte que le hice caer el arma de la mano”. Si bien escapó
después de darle una paliza al cazador, Carla Pericles no pudo volver a la
Panamericana.
Los rumores sobre el cazador llegaron a la prensa de la época, aunque las
referencias son contradictorias e imprecisas. Las crónicas también describieron a
un asesino rubio con una cicatriz en el rostro que se movilizaba en un auto blanco
y negro, o en un Falcon verde, como en los procedimientos clandestinos de la
policía y los militares durante el terrorismo de Estado.
Los testimonios apuntaron a un desconocido que atropellaba a las travestis
con su auto o que las agredía después de acercarse como un cliente. “A Marcela
Ibáñez le pegó una puñalada cuando bajaba del coche. El tipo salió con ella, todo
bien, pero cuando bajó la Ibáñez sintió como una trompada. Se dio cuenta al rato
por la sangre. Se salvó porque tenía un cinturón ancho”, recordó Cintia Di Carlo
Scotch.
En su crónica del 18 de agosto de 1987, la revista ¡Esto! propuso una serie
de hipótesis extravagantes para explicar las muertes: proxenetas que
reaccionaban “ante la desleal competencia de los travestis”; “guerra” entre las
propias travestis; cruzados que actuaban en nombre de la moral; “algún loco
suelto”; una “probable secta de iluminados dispuesta a impedir que surjan nuevas
Sodoma y Gomorra” o bien “una secreta secta de lesbianas”. La responsabilidad
policial en las persecuciones parecía cuidadosamente omitida en esas
especulaciones.
En la misma línea, en una producción del informativo Nuevediario
(https://www.youtube.com/watch?
v=u9MUTrnAfnI&feature=youtu.be&ab_channel=JulioC%C3%A9sarCaram), una
psicóloga señaló “un deseo inconsciente de la propia destrucción” y una supuesta
“pulsión de muerte” sin tomar nota de los abusos denunciados en la
Panamericana. El noticiero incluyó una entrevista con una travesti identificada
como Mary, de Nogoyá, Entre Ríos, quien dijo que “en el lapso de unos meses
han muerto trece travestis”. Sin embargo, el programa prefirió cuestionar a las
trabajadoras sexuales por ejercer la prostitución y “automarginarse”.
En una entrevista con la revista Flash publicada en enero de 1987, la actriz
travesti Deborah Singer denunció la muerte de cuatro compañeras cerca del cruce
con la avenida Márquez. “La última fue Shirley, uruguaya, que se encontraba
trabajando por la Panamericana cuando se pronto una patrulla policial estaba
detrás de ella -relató. Por supuesto, la metieron en el auto y se la llevaron para la
comisaría. A los pocos metros, Shirley tuvo oportunidad de escapar y saltó del
automóvil. Asustada, cruzó la ruta y la agarró un auto, que la mató
instantáneamente”.
El penal de la comisaría de Munro había sido destinado para alojar
exclusivamente a las travestis. “Si estabas parada en la ruta, la policía te podía
detener por los edictos y te exponías a pasar 30, 60, o 90 días en un calabozo -
dice María Belén Correa-. En esa situación, muchas de las chicas preferían correr
el riesgo de cruzar los ocho carriles de la Panamericana en medio de los camiones
y los autos. Era la única escapatoria posible”.
El Archivo de la Memoria Trans reconstruyó entre otros casos de travestis
muertas en esas circunstancias los de Fabiola la patrullero, una paraguaya de 18
años que había pagado una coima a la policía -según ¡Esto!- y sin embargo murió
el 20 de diciembre de 1987 perseguida por un auto de la seccional 2ª de Martínez,
y en agosto del mismo año el de Nancy de Villa Martelli, cuyo cuerpo
desmembrado fue sin embargo rescatado por un grupo encabezado por Perica
Burrometo, llamada “la Ubaldini de las travestis” por sus reclamos y gestiones ante
la policía y la justicia.

La trama oculta de la violencia


Déborah Singer actuaba entonces en shows y carnavales y era la única
travesti afiliada a la Asociación de Artistas de Variedades. “La policía de la
provincia de Buenos Aires tiene miedo de detener a delincuentes -declaró a la
prensa-. Se cubren yendo a arrestar a travestis”.
“Existían diversas violencias hacia las travestis”, dice Marce Butierrez,
quien destaca como clave la acción de la policía: “Los comisarios tenían mucho
más poder que un juez, de hecho tenían la facultad de aplicar a su criterio los
edictos policiales y códigos contravencionales, y hasta de juzgar y dictar una
condena”. La antropóloga también destaca “la violencia que la sociedad civil
ejerció contra las travestis, denunciándolas, acosándolas en la vía pública, siendo
indiferente a lo que pasaba”.
Patricio Simonetto, especialista en historia social y cultural de la diversidad
en América Latina e investigador en el University College de Londres, sostiene
que “la violencia contra las travestis articula el resentimiento de sujetos que
sienten que su pertenencia a identidades como el ser varón es cuestionada por
quienes no siempre se ajustan a los marcos binarios del género”. Además, “en la
violencia de los años 80 había también grandes cuotas de clasismo y racismo,
porque este odio a la transgresión de género está cargado también por un deseo
profundo de distanciarse de todo aquello que se considera marginal”.
En ese marco el investigador cuestiona la actitud del periodismo. “En
particular sobre los asesinatos en la Panamericana, ayer como hoy, muchos
buscaban el morbo y la burla. Usaban fotos de sus cuerpos desmembrados, se
preguntaban cuántos litros de siliconas tendrían, intentaban averiguar un nombre
que ellas no usaban o hablar con sus familias. Hubo excepciones, pero en general
los periodistas escribieron para justificar la masacre de las travestis”, dice
Simonetto.
“Revisar estos archivos te remueve un poco las tripas, hay fotografías súper
explícitas, relatos muy crudos”, agrega Butierrez, en relación a sus investigaciones
en la prensa de la época. Pero “también te das cuenta de que siempre hubo detrás
una comunidad de travestis preocupadas y organizándose” que aprovechó el
interés periodístico para difundir los crímenes y poner de esa manera un límite a
los abusos.
Las muertes de la Panamericana desencadenaron la primera movilización
de travestis en la democracia. El lunes 21 de diciembre de 1986 unas veinte
travestis se reunieron en la Plaza de Mayo. Llevaban una carta para el presidente
Raúl Alfonsín y pancartas que decían “Queremos tolerancia”, “Basta de abusos” y
“Queremos igualdad de derechos”. Entre ese año y el siguiente, “las travestis
irrumpieron en la Argentina post-dictatorial con una agenda básica: el derecho a
poder vivir y circular libremente, un derecho básico que la sociedad argentina les
negó y que les sigue negando a muchas en la práctica”, afirma Patricio Simonetto,
quien señala que esas manifestaciones “desbordaban totalmente lo esperado para
la Argentina democrática”.
La marcha se realizó al día siguiente de la muerte de Fabiola la patrullero,
llamada así por su voz de alerta cuando veía un auto de la policía y fue impulsada
por Mónica Ramos, una uruguaya radicada en Tigre que nucleó a sus compañeras
en lo que se conoció como el Fuerte Travesti. Ramos fue a su vez asesinada a
tiros en agosto de 1990, en otro crimen que quedó impune.

Un método para matar


Para Simonetto, “el centro de la cuestión no es si hubo o no un solo
asesino” sino la trama social en que las víctimas resultaron víctimas de crímenes,
agresiones de clientes, apremios policiales y muertes en la ruta. “Tengo un
recuerdo muy patente -cuenta- del papá de un amigo que nos llevó a ver en auto a
las travestis que vendían sexo en una avenida del conurbano bonaerense, para
reírnos de ellas. Mi pregunta es cuáles son esas pedagogías profundas que han
sostenido este odio, este deseo de exterminarlas que luego encarnan estos
asesinos”.
Para Butierrez, el caza mariposas “tiene más ribetes de un mito” y de “un
invento de la prensa en sintonía con una profusa cantidad de experiencias
similares en otros países que investigaban asesinos seriales”, como la de Peter
Suttcliffe, el llamado destripador de Yorkshire que asesinó a trece mujeres en
Inglaterra entre 1975 y 1980. “La versión de un asesino serial es cómoda para
todos, exime a la policía, justifica el odio hacia las travestis en un asesino con
ribetes psicopáticos, exime a los vecinos y limpia de conflictos la escena”, dice la
investigadora. Sin embargo, agrega, “es probable que haya habido algún caso que
se corresponda a un crimen con motivaciones más individuales”.
Los testimonios “hablan de un método para matar en donde no habría
resultado extraña la connivencia entre la policía y algún efectivo de civil subido a
un auto sin identificación y hay declaraciones donde incluso se señala a los
vehiculos particulares de oficiales de la Bonaerense: todo eso está sin investigar”.
Si las muertes cesaron en la ruta, “con el tiempo esa conflictividad migró a
otros espacios, otros barrios”, afirma Butierrez. “La violencia está hoy en los
hospitales, cuando no te quieren atender. El artículo 11 de la ley de identidad de
género no se está cumpliendo”, denuncia María Belén Correa en alusión a la
norma que establece el derecho de las personas de acceder a intervenciones
quirúrgicas o tratamientos hormonales para adecuar sus cuerpos a la identidad de
género autopercibida.
Las razones por las que el criminal no fue identificado podrían encontrarse
en el relato de la sobreviviente que lo enfrentó. Carla Pericles cuenta que aquella
noche el escarmiento que le dio al cazador tuvo testigos, ya que “pasaron coches
a mirar” y a pocos metros había una parrilla en la que unos policías “hacían como
si no me conocieran”.
-¿Sos loca, Carla? -le preguntó finalmente uno de los policías en el lugar-
¿Qué estás haciendo?
-Llevalo preso -respondió Pericles, y señaló al hombre al que había dejado
inconsciente, con golpes y mordeduras-. Es el atrapa mariposas, él mata a las
travestis.
-¡No! -contestó el otro-. Es el nuevo comisario.

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