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A.

LA HISTORIA DE UNA CONVERSIÓN EN EL PRE/U (URUGUAY)

Cuando estaba en el liceo, era una convencida que el catolicismo tomado en serio no era
algo para ella: “tenía una armadura a prueba de fe”, dice.. Es más, sostiene haber logrado
cansar a su insistente madre, hasta que decidió hacer los últimos años de liceo en el PRE/U,
donde a través de una amiga y un amigo se le fueron quitando “todos los prejuicios sobre
los católicos”

Mi nombre es Lucía Vanrell, tengo 20 años y soy estudiante de Bioquímica de la Facultad


de Ciencias de la Universidad de la República. Pertenezco a una familia de tradición
católica, pero poco a poco ese ímpetu se fue diluyendo de generación en generación. Soy la
mayor de cuatro hermanos, mis padres son los mejores y tengo la suerte de vivir con todos
ellos y con mi abuelo materno. (¡que es el viejo más tierno que existe!).

La verdad es que se me hace difícil recordar cómo fueron y cómo era yo durante aquellos
años en que era capaz de vivir sin Dios, y sin que, sólo el pensamiento de no hacerlo, me
perturbase. Recuerdo los hechos, lo que creía y lo que no, pero no recuerdo las razones que
me dejaban vivir en “aparente paz”. Es como si, luego de mi conversión, se me hubiesen
borrado aquellos pensamientos y sensaciones, que de hecho no me dejaban ser feliz a
fondo.

Comienzo entonces relatando la situación previa a mi conversión y algunas cosas


(“disparates”) que recuerdo haber afirmado y defendido como ciertas.
Tuve la surte de haber recibido el Sacramento del Bautismo siendo una bebita y la
Comunión a la edad acostumbrada por el colegio católico al que asistí hasta los 17 años.
Recibí formación católica en éste mismo colegio, pero en mi caso esto pareció no influir en
mi fe ni en mi vida.

COMENCÉ A SEPARARME DE DIOS POCO DESPUÉS DE HABER TOMADO LA


PRIMERA COMUNIÓN, (...) CUANDO LOS NIÑOS VAN DEJANDO DE SER
INOCENTES
Asistía a misa con mi familia los días festivos más “populares” del año, como Navidad o
Pascuas y en alguna otra ocasión especial, pero sin yo encontrarle mayor relevancia que
una vieja costumbre familiar. En mi casa mi mamá era la que siempre nos incentivaba a mí
y a mis 3 hermanos a acercarnos a Dios y a vivir como Jesús nos enseñó. Pero terminamos,
penosamente digo ahora, cansándola a ella.

Quizás con estos datos es un poco difícil imaginar que mi conversión haya sido bastante
inesperada para mis familiares y amigos, pero principalmente para mí.

Son las siguientes razones las que explican el por qué de tal “sorpresa”.

MI CONDUCTA SE REGÍA POR UNA MORAL "AUTOINVENTADA" A MI


CONVENIENCIA Y PRINCIPALMENTE BASADA EN LO QUE LA SOCIEDAD
CONSIDERABA -Y CONSIDERA- "NORMAL"
Yo comencé a separarme de Dios poco después de haber tomado la Primera Comunión, al
entrar en la preadolescencia, cuando los niños van dejando de ser inocentes y empiezan a
buscar fundamentos racionales para justificar lo que le enseñaron como bueno.

Fue a partir de ese momento que mi cabeza fría y calculadora dominó mis pensamientos; y
el entorno en que estaba inmersa terminó por “convencerme” de que no valía la pena
comprometerme, con la dificultad que esto representaba, con un Dios al que mi
razonamiento no alcanzaba a comprender.

Y esta negación se fue haciendo cada vez más pronunciada cuanto más crecía en edad y en
intelecto, que no era otra cosa que soberbia y sentimiento de autosuficiencia alimentado por
los “éxitos” académicos y deportivos que obtenía, ya que en el liceo me iba muy bien y en
el deporte, al cual dedicaba horas diarias de entrenamiento -patín artístico-, también. El
hecho de que “triunfara” en estas actividades, en sí buenas y realizadas con un gran
esfuerzo (como cualquier chico fascinado por lo que hace), me daba el “derecho” a opinar,
a ser escuchada y alentada.

Mi conducta se regía por una moral autoinventada a mi conveniencia y principalmente


basada en lo que la sociedad consideraba (y considera) “normal”.

Así, no sólo renegaba de Dios (que es lo peor) sino de las personas fieles a Él, justificando
mis juicios generales en la mala conducta de alguno de ellos.
Por otra parte, cada destello de inquietud era aplacado por la falta de ejemplo de mis pares
que vivían de la misma manera en que yo lo hacía, aparentemente sin preocuparse por ser o
“parecer” coherentes con alguna filosofía de vida.

Resumiendo, era una “pasguata engreída”, no de malos sentimientos humanamente


hablando, pero sí ¡sumamente equivocada! (¡como mi mamá se cansó de repetirme sin
resultados!).

Pero a decir verdad, mi corazón estaba duro, y mi alma vacía de contenido.

Tanto es así que recuerdo haber ido a dos tertulias con el actual Obispo Prelado del
Opus Dei, monseñor Javier Etcheverría cuando vino al Uruguay (obligada por mi madre
cuyo hermano, mi queridísimo “Tío Mago” pertenece al Opus Dei) con tal suerte que
ninguna de sus palabras logró penetrar mi “armadura a prueba de fe”. Era tal el
autoconvencimiento de que nada de eso servía que no logro ahora acordarme de ninguna
idea de aquellas riquísimas tertulias. Nada de lo que haya se dijo logró hacerme reflexionar.

HASTA ENTONCES NO CONOCÍA CHICAS Y CHICOS TAN RESPETUOSOS,


SANOS Y DEVOTOS, TAN COMPROMETIDOS CON VALORES TAN
TRANSGREDIDOS POR LA SOCIEDAD
Me acuerdo, también, de haber manifestado que mi conversión era literalmente “imposible”
porque “mi cabeza nunca lo iba a permitir”; y que “de ninguna manera se me iba a ocurrir
jamás fijar mis ojos siquiera en algún chico que hubiese recibido formación cristiana. Por
incompatibilidad de estilos de pensamiento y de vida. ¡Así de determinista solía ser, y
todavía me quedan vestigios en otros planos!

Pues, hoy, a dos años de mi conversión, me parecen auténticos disparates los conceptos que
acabo de describir. Y esto es gracias a que tuve la suerte de conocer a fondo el espíritu del
Opus Dei al ingresar al Instituto Pre Universitario de Montevideo (PRE/U) en el año 1999.

Fue allí donde conocí a las personas que Dios eligió para que, con su ejemplo, me acercaran
a Él.

Muchas cosas me llamaron la atención de este instituto, pero lo que principalmente me


atrajo fue la forma de vivir de mis compañeros de clase.

Hasta entonces no conocía chicas y chicos tan respetuosos, sanos y devotos, tan
comprometidos con valores tan transgredidos por la sociedad, y dispuestos a defenderlos
sin importar lo que de ellos se pensara. Eso superó todas las expectativas que mi
determinismo me había llevado a crear. Pensaba que era imposible que alguien de mi edad
pudiera vivir de aquella forma y, lo más sorprendente, ¡se los veía contentos!

Dos de ellos, una chica y un chico, fueron los principales partícipes (junto conmigo) de mi
conversión. Vale la pena recalcar la importancia que ellos tienen hoy en mi vida: ella es
hoy una de mis mejores amigas, todavía hoy sigo aprendiendo muchísimo de su dulzura al
tratar a Dios, de su preocupación constante por los demás, de su modo amabilísimo de
actuar en cualquier circunstancia y de su sonrisa constante. Él es hoy mi novio adorado,
pero supo ser, durante todo el proceso de mi conversión, mi fiel amigo. Dios quiso que
solamente cuando hubiese estado pronta para él empezáramos a pensar “en algo de a dos”.
Y eso fue muy sabio (como todo lo que viene de Dios), porque de otra manera hubiésemos
tenido muchos problemas para entendernos. Sin embargo tenemos una hermosa relación
(con nuestros percances, como es natural) en la que Dios es nuestro principal guía.

HABER CONOCIDO LA FE ME ENSEÑÓ A TENER UN TRATO ESPECIAL CON


DIOS; SUAVIZÓ MI CARÁCTER DETERMINISTA; (...) CREÓ EN MÍ EL ESPÍRITU
DE SERVICIO...
Y esta es una de esas cosas por las que uno no sabe cómo dar gracias a Dios.

Gracias a su inagotable paciencia y humildad al explicarme ciertas cosas; a su buen ejemplo


en las cosas cotidianas, como mantener el buen humor en las adversidades, una llamada
telefónica cuando faltaba a clases, la capacidad de discutir tolerantemente sin perder la
calma, la preocupación constante por mi salud (que es bastante frágil), el valor que le daban
y dan al estudio... Cosas del día a día, nada raro pero todo genial.

Gracias a su capacidad de ver en mí a alguien que valía la pena, y de quererme (aunque


distinta y equivocada), hicieron que mi armadura se fuera desmoronando, y luego de un año
de contradicciones internas, me di cuenta de que había en ellos “algo” que los hacía ser
FELICES con todas las letras.

Y que “eso” que tanto les llenaba su vida, les hacía reflejar paz y amor por la vida y por los
demás.

Y que “eso” indudablemente valía la pena... y finalmente que “eso” era ¡Dios!.

Dios quiso que lo viera claramente el día de su Resurrección, durante la misa, el día en que
se consuma la redención de todos los hombres.

Supe entonces que me perdonaba, y no sólo eso, sino que me esperaba un cambio radical de
vida que Él había preparado tan dulcemente durante ese año, y previamente cuando
despertó en mí la intención de cambiarme de liceo cuando faltaba un año para mí
graduación de bachiller en mi colegio anterior.

Sé, además, que detrás de estos hechos hay muchos años de oración de personas (mi tío,
mis primas!), de mi mamá y de otras personas que me quieren bien. A ellas Dios las
escuchó y yo les doy gracias. Y de hecho mi vida cambió, y mucho...

Comencé a ir a misa los domingos, luego empecé a frecuentar el Sacramento de la


Confesión y la Sagrada Eucaristía (apoyada también por nuevas amistades de la Obra, que
hoy ya son grandes amistades); y comencé a asistir a los centros de la Obra y a sus
actividades para recibir formación.
Fue entonces que comprendí a fondo el por qué de todas esas cosas que tanto me
maravillaron de mis compañeros de clase.

Fue entonces cuando comenzó mi devoción por San Josemaría, mi admiración hacia su
exquisito trato con Dios, que se reflejaba en su claridad para expresar ideas y sentimientos,
mi fascinación por su constante lucha por mejorar quién sabe qué detalles, por agradar a
Dios con los más mínimos actos ordinarios, en fin, mi admiración hacia todo lo que lo
caracteriza como Santo.

Conocer a San Josemaría despertó en mí mucho “hambre” de santidad, de Dios y de


apostolado.

Y aunque quienes me conocen saben que me quedan muchos “baches” de mi pasado, lucho
diariamente, con la ayuda de Dios, por ser una buena cristiana.

A partir de allí fui correspondida en muchos de los pedidos y favores que por medio de San
Josemaría imploré a Dios, entre otros la conversión de mis tres hermanos. El consecuente
ánimo de mi mamá cuyo trato con Dios aumentó notoriamente. ¡Y ahora se sumó mi
abuelo!. En mi casa reina un ambiente de armonía, muy distinto al que había antes. ¡Si
pudiera describir el cambio!

En lo personal, haber conocido la Iglesia me enseñó a tener un trato especial con Dios;
suavizó mi carácter determinista; me ayudó y me ayuda a poner buena cara en situaciones
tensas o incómodas (gracias a encontrarle sentido al sacrificio); creó en mí el espíritu de
servicio y de apostolado (¡es que soy feliz!); hizo que le encontrara un sentido mucho más
hondo al estudio y al trabajo: el de santificación personal; hizo que disfrutara del tiempo
libre, de las personas que quiero y de lo que hago diariamente como regalos de Dios; hizo
que viera que tengo muchos más defectos de los que pensaba, que eso es lo propio del
hombre, y a la vez me da fuerzas para pedirle a Dios que no me deje caer cuando fallo (¡que
es más o menos todo el tiempo!); y muchas otras cosas que sería muy difícil describir con
palabras.

Dios, me hizo ver su voluntad: ¡me llama a ser santa!

Y a veces me pregunto qué habrá visto en mí para que se le ocurriese tal cosa...

Sé que tengo y siempre tendré muchos defectos a corregir, y cómo dice mi mamá: ¡qué
trabajo me doy todo el tiempo!, pero gracias a Dios sé que Él no busca “superhombres”
para sus propósitos en la Tierra, sino almas dispuestas a AMAR con mayúsculas.

Y también sé que ¡vale la pena estar dispuestos!

B. «DESPUÉS DE 50 AÑOS, POR FIN, HE CONSEGUIDO SALIR DE DUDAS»


Juan Arana es catedrático emérito de Filosofía en la Universidad de Sevilla. A lo largo de
su carrera ha sido profesor invitado en la Universidad de Navarra y ha defendido en
múltiples foros la compatibilidad entre fe y razón. Por eso, a muchos colegas les extrañó
cuando, el pasado verano, publicó el libro “Teología para incrédulos”, en el que cuenta su
camino hacia la fe, que culminó hace un par de años.

¿Cómo resumiría su proceso de conversión?


Hay muchos tipos de conversiones pero para mí son especialmente significativas dos. Por
un lado, la conversión filosófica, por decirlo así, que consiste en aclarar con las fuerzas que
el hombre tiene y con las ayudas que recibe de forma natural -su educación, inteligencia,
los datos que va recogiendo, los maestros que tiene o los libros que lee- las respuestas que
se refieren a Dios. Pero no se puede decir que ha recibido ninguna gracia sobrenatural, ni
que ha dado el paso hacia una religión verdaderamente vivida al cien por cien.

Una segunda conversión sería la religiosa, que implica recibir una gracia exterior que
permite dar ese paso de asumir no solamente que Dios existe, sino que tiene un nombre,
Jesucristo, y que su venida está canalizada a través de la Iglesia católica, que él instituyó. A
veces las dos se juntan o a veces una opaca a la otra.

En mi caso, nunca he sido ateo. Desde los 18 años tenía muy claro que, aunque la
existencia de Dios como un ser personal no se podía demostrar como si fuese un teorema
matemático, las pruebas que hay a favor son superiores a las que hay en contra. Pero la
conversión religiosa se me resistió mucho más. A raíz de la crisis del 68 y de mi estancia en
Madrid en aquellos tiempos, yo tenía unas restricciones mentales que no me permitían decir
al cien por cien “sí, creo que eso es así”.

¿Qué tipo de dudas tenía?


Mi búsqueda ha sido intelectual. Eso no significa que niegue lo afectivo, lo sentimental, lo
imaginativo, sino que para mí esas dimensiones de la vida humana no eran tan
problemáticas. Nací en una familia feliz, mis padres me querían, he tenido hermanos… En
el mundo he encontrado mucha más buena gente que mala gente. También encontré una
mujer de la cual me enamoré y llevamos más de 50 años juntos. Mi fallo era la parte
intelectual.

¿Cuándo diría que comenzó su proceso hacia la fe?


Yo siempre quise salir de mis dudas, desde muy joven. A los 20 años pensé que debía
dedicarme a resolverlas, no de una manera tangencial, sino como algo central en mi vida. Y
por eso estudié filosofía y he sido profesor de esta disciplina. Con lo cual, he tenido la
suerte de que me han pagado por aquello que quería hacer.

Y lo más grande es que, al cabo de 50 años, he conseguido realmente salir de dudas y he


pasado de la incredulidad a la fe. En cierto modo, el libro es una especie de dar cuenta de
ese largo proceso, no de negación de la fe, sino de la falta de sentimiento de una persona
que está en una situación de dudas y que tiene que dar todas las vueltas posibles al tema.
No para estar cien por cien seguro, porque esa seguridad no se tiene nunca, sobre todo en
las cuestiones realmente importantes. Pero sí de una manera suficiente como para asumir
una identidad como creyente.
LA BÚSQUEDA DEL INCRÉDULO ES LA BÚSQUEDA DE UN SENTIDO QUE NO
ENCUENTRA, PERO QUE POR LO MENOS TIENE UNA CIERTA ESPERANZA DE
ENCONTRAR
Como la persona que de repente tiene la corazonada de que tal número va a salir en la
lotería y es capaz de apostar todo lo que tiene. Mientras uno no es capaz de dar ese paso de
apostar absolutamente todo lo que tiene a un determinado número, en este caso a Dios a
través de Jesucristo y a través de la Iglesia católica, no puede decir que es creyente al cien
por cien. Yo ese paso solamente lo di hace dos años y desde entonces estoy recogiendo los
frutos de toda una vida de trabajo, de dudas, de sufrimientos y también de alegrías.

¿Cuánto ha tardado en escribir todo este proceso?


Este libro no está escrito en un día, ni en un mes. Lo he ido escribiendo a trozos, a lo largo
de los últimos veinte años. Poco a poco, a medida que iba resolviendo cierta duda o que
tenía cierta experiencia, escribía un capítulo, lo iba redondeando. Y así se ha ido
segmentando como si fuese una estalactita, hasta que he vuelto a la práctica de los
sacramentos, el paso decisivo hacia la religión.

¿Podría decirse que este es un libro para ayudar a los que no creen?
Es muy difícil totalizar. De la misma manera que hay muchos tipos de creyentes y también
hay muchos tipos de ateos y muchos tipos de incrédulos y de agnósticos. Me parece
dificilísimo, diría que imposible, dar una receta que pueda valer para todos.

Yo he trabajado prácticamente toda mi vida en una universidad pública y en un ambiente, el


filosófico, que es prioritariamente no creyente; porque la mayor parte de la gente que
estudia filosofía no ve la religión como la primera alternativa. Y en ese sentido me siento
muy próximo a ellos.

Todos tenemos nuestras dudas, nuestras esperanzas y, de alguna manera, nuestra fe. Cada
uno tiene que ir saliendo poco a poco de ese agujero y buscar las certezas que sean
esenciales para poder llevar a cabo una existencia con sentido. La búsqueda del incrédulo
es la búsqueda de un sentido que no encuentra, pero que por lo menos tiene una cierta
esperanza de encontrar. Yo le diría a cualquier incrédulo, o a cualquier ateo, o a cualquier
persona, que no renuncie a las esperanzas que tiene y que al final la cosa no es tan dura, tan
difícil, tan negra, tan pesimista como en los momentos más de mayor decaimiento.

Nietzsche, Marx... La idea de que los hombres creen en Dios para encontrar la
esperanza ante los temores y sufrimientos del mundo ha calado mucho en nuestro
tiempo. ¿Usted qué respondería?
En la filosofía de los últimos dos siglos la actitud dominante parece que se inclina hacia el
ateísmo, o por lo menos a una situación de duda, de escepticismo. Incluso ha generado toda
una actitud, que es lo que se llama filosofía de la sospecha, que pone entre paréntesis
cualquier presunta verdad o cualquier presunta afirmación.

Creo que esa actitud crítica, en cierto modo es buena, puesto que uno tiene que tener el
juicio para valorar cuándo algo es una buena respuesta y cuándo es una pseudo respuesta.
Lo que ocurre es que no se puede automatizar y decir “por sistema niego todo lo que se me
plantee”. Hay toda una jerarquía de sospechas y de afirmaciones.

Yo opino que lo interesante de la filosofía es la actitud de confirmar que, efectivamente, no


es que lo tenga todo absolutamente claro y seguro, pero soy una persona capaz de apostar.
Y voy a apostar fuerte por lo que considero que es más probablemente verdadero.

Lo que criticaría es la cerrazón, el poner el “no” por delante. Es mejor estar dispuesto a
comprobar si lo que me presentan como verdad resiste mis dudas y también si resiste mi
indagación. Cuando honradamente se mantiene esa actitud de intentar ser un poco neutral,
al final uno empieza a notar que por dentro las cosas no están tan fosilizadas, tan inmóviles.

Una buena noche estrellada en el campo es un espectáculo tan maravilloso, tan sublime,
que te hace plantearte si realmente es posible que eso esté ahí sin más. Tiene que tener un
sentido. Entonces ya no es la pregunta de si hay sentido, sino cuál es el sentido. Una vez
que uno se pone en esa tesitura, al final llega a la conclusión de que no estamos solos y de
que merece la pena hacer esa apuesta importante.
C. "LA EUCARISTÍA TUVO UN PAPEL DECISIVO EN MI CONVERSIÓN"

Rianne Spoon, holandesa de 22 años y estudiante de medicina, ha sido recibida en la Iglesia


Católica el pasado 12 de diciembre, en el trascurso de una Misa solemne que tuvo lugar en
la catedral de Sta. Catalina de Utrecht.

Fui a Utrecht para comenzar la universidad. Quería estudiar medicina. Necesitaba una
residencia donde vivir y fui a parar a Hogeland, conocida por su clara inspiración católica.
Yo había sido educada con la idea de que la fe católica era una doctrina errónea, por eso me
pregunté si era razonable que fuera a vivir a Hogeland. Cosas de la juventud, elegí la
ventaja de la duda y descubrí muy pronto que las cosas no eran como me las había
imaginado. Encontré un ambiente de gran libertad y respeto.

Hace año y medio una compañera universitaria se convirtió y eso me hizo pensar mucho.
Me daba cuenta de que creíamos en el mismo Dios. A pesar de tener una fuerte sensación
de unidad con la fe católica, había dos puntos de desunión: la Eucaristía y la manera de ver
a María, la Madre de Dios. Después de un período de estudio sobre estos y otros temas,
decidí hacer la profesión de fe en la comunidad protestante a la que pertenece mi familia,
aunque tuviese dificultades con algunos puntos, entre otros por el modo como veían a la
Iglesia Católica.

Esta decisión de no seguir buscando y dejarlo todo en manos de Dios no me dio la paz. Las
dudas no se me iban de la cabeza y estaba intranquila. En la residencia Hogeland hay un
oratorio, donde muchas estudiantes van a rezar o asisten a la Misa que un sacerdote celebra
todos los días.

Recuerdo que no podía pasar junto al oratorio sin sentir la necesidad de entrar. Es difícil
explicar los sentimientos. En la situación en la que me encontraba, me daba cuenta de que
si me decidía a entrar en el oratorio y me arrodillaba ante Su Presencia en el sagrario, no
podría continuar siendo protestante. Por el momento no quería comprometerme a hacerlo:
no tenía la motivación ni la seguridad de poder tomar esa decisión. No quería desobedecer
ni a mi comunidad cristiana ni a mi familia, así que decidí dejar pasar el tiempo con la
esperanza de que todos mis “problemas” desaparecieran.

"Dios no se cansa de esperar"


Después vino la Navidad y la claridad que esperaba encontrar en este tiempo de felicidad y
descanso no se produjo . La lectura de un pasaje del libro “Por fin en casa”, de Henri
Nouwen, me volvió a dar esperanza. Me hizo mucho bien leer que Dios nos quiere
infinitamente, tanto que no desea de nosotros un amor obligado, sino libre. Él sabe esperar.
No se cansa de esperar.

Pero lo que jugó un papel decisivo en mi conversión fue la Eucaristía. Tenía envidia de la
gente que iba todos los días a Misa. No podía imaginarme mi vida como católica sin ir
diariamente a Misa. También fue importante, sin duda, encontrar en el Papa la figura de un
padre, y ver brillar el rostro de Cristo en los sacerdotes y en los católicos que he conocido.

Echando la vista atrás, no deja de sorprenderme cómo Dios ha actuado conmigo. Por un
lado, porque la mayor parte de la fe católica la he aprendido tomándome un vaso de
chocolate caliente con mi amiga Agnes. Por otro lado, y reflexionando en serio, porque he
comprobado en mi propia piel que Cristo vive. Si escribo estas cosas es sólo para compartir
mi agradecimiento. Como dice un sacerdote que me ha ayudado en este camino hacia la fe
plena, “no sólo debo estar agradecida por lo que yo he recibido, sino por lo que a partir de
ahora puedo significar para otros, si soy fiel”.

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