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Nuestra

Búsqueda
de la
Felicidad

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original en papel, para mi uso personal. Si ha
llegado a tus manos, es en calidad de
préstamo, de amigo a amigo, y deberás
destruirlo una vez lo hayas leído, no pudiendo
hacer, en ningún caso, difusión ni uso
comercial del mismo.

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Nuestra
Búsqueda
de la
Felicidad
UNA INVITACIÓN
PARA CONOCER
LA IGLESIA DE
JESUCRISTO
DE LOS SANTOS DE LOS
ÚLTIMOS DÍAS

M. Russell Bailará

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Dedico esta obra a
mi esposa, Barbara,
y a nuestros hijos
y sus respectivas familias

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CONTENIDO
RECONOCIMIENTOS IX
INTRODUCCIÓN
El Principio de la Comprensión 1
CAPITULO UNO
La Iglesia de Jesucristo 9
CAPITULO DOS
La Apostasía 25
CAPITULO TRES
La Restauración 37
CAPITULO CUATRO
El Libro de Mormón 45
CAPITULO CINCO
El Sacerdocio de Dios 59
CAPITULO SEIS
El Plan Eterno de Dios 77
CAPITULO SIETE
Los Artículos de Fe 91
CAPITULO OCHO
Los Frutos del Evangelio 111
CONCLUSIÓN
El Ancla de la Fe 129
ÍNDICE 137

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Reconocimientos
La producción de este libro ha requerido mucho tiempo
y agradezco a todos aquellos que me han animado y que
han contribuido en diversas maneras para lograrlo. Varios
de mis colegas y amigos han leído los textos originales a
través de su desarrollo, ofreciendo sugerencias que han
enriquecido considerablemente su contenido. Este libro ha
resultado ser mucho mejor gracias a dicha ayuda.
En particular, agradezco a los representantes de otras
religiones, hombres y mujeres que tuvieron la buena volun-
tad de leer los textos originales. Sus impresiones personales
y sus comentarios han sido de gran ayuda para que este
libro sea claro, comprensible y, así lo espero, que no le resulte
ofensivo a nadie.
Aunque es siempre arriesgado referirse sólo al esfuerzo
de ciertas personas, aprecio en gran manera a mi secretaria,
Dorothy Anderson, quien, incansablemente, recopiló mate-
rial informativo y efectuó un amplio examen. La ayuda y
consejos de Joe Walker impulsaron el desarrollo de esta obra.
Ron Millett, Eleanor Knowles, Sheri Dew, Kent Ware y Patri-
cia Parkinson, todos de Deseret Book, alentaron el proyecto
desde el principio y contribuyeron a que el manuscrito se
convirtiera en libro. Del mismo modo, agradezco a mi
esposa, Barbara, su paciencia y amoroso estímulo.
No obstante las contribuciones y sugerencias de tantas
personas, yo asumo completa responsabilidad por el con-
tenido de este libro.

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El Principio
de la Comprensión
INTRODUCCIÓN

Consideremos por un momento la palabra comprensión.


Es, en realidad, una palabra simple—una palabra que
utilizamos casi todos los días. Pero significa algo ver-
daderamente extraordinario. Mediante la comprensión
podemos fortalecer nuestras relaciones, revitalizar vecin-
darios, unificar naciones y aun traer la paz a este mundo
perturbado en el cual vivimos. Sin la comprensión, la con-
secuencia es, a menudo, el caos, la intolerancia, el odio y la
contienda.
Esto es, en otras palabras, la incomprensión.
Si tuviera que escoger un término para describir mi
propósito en escribir este libro, sería la comprensión. Más que
nada, deseo que quienes lean estas páginas—en especial
aquellos que no son miembros de La Iglesia de Jesucristo
de los Santos de los Últimos Días—comprendan mejor a la
Iglesia y a sus miembros. Esto, en realidad, no quiere decir
que mi objetivo sea que cada lector se una a la Iglesia o que
acepte nuestras doctrinas y costumbres—aunque sería yo
deshonesto si no reconociese que, si así fuere, ello me
causaría un gran placer. Pero ése no es el propósito de este
libro, sino lograr el entendimiento y la comprensión, y no la
conversión. Esta obra persigue más el deseo de establecer

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lazos de confianza, aprecio y respeto, que el interés de
aumentar el número de miembros de la Iglesia.
Tal comprensión debiera comenzar con nosotros mis-
mos: usted, lector y yo.
A fin de poder comprenderme y entender un tanto mejor
mi punto de vista, quizás le interese saber que yo nací en la
época de la llamada Gran Depresión, lo que significa que
los primeros años de mi vida transcurrieron dentro de una
época en que las cosas eran más difíciles y económicamente
más severas que en la actualidad. Pude observar cuánto
debieron luchar mis padres para mantener a nuestra familia
y ello tuvo un efecto muy particular en mí. Fui a la escuela
pública, asistí a la universidad y luego conocí a Barbara, una
mujer maravillosa, me casé con ella y es hoy la madre de
nuestros siete hijos. Desde el punto de vista profesional, he
participado en el negocio de bienes raíces, en inversiones
monetarias y en el comercio de automotores, siendo tam-
bién propietario de una agencia de ventas de automóviles,
hasta 1974, cuando fui llamado a servir como presidente de
una misión y como líder eclesiástico de La Iglesia de Jesu-
cristo de los Santos de los Últimos Días. Mi familia y yo
hemos experimentado tiempos buenos y tiempos malos,
éxito y fracasos; hemos pasado por momentos de felicidad y
también de tristezas.
¿Qué experiencias ha tenido el lector? Muy probable-
mente nunca nos hayamos conocido, pero estoy seguro de
que ambos tenemos muchas cosas en común. Es posible que
a usted le preocupen los acontecimientos del mundo, que
le inquieten los conflictos entre las naciones y dentro de los
mismos países, la inestabilidad económica y social, y los dis-
turbios políticos. Quizás haya tenido que sufrir alguna enfer-
medad grave, el infortunio o una desilusión inesperada, el
desempleo o el fallecimiento de un ser amado y, como con-
secuencia, esté sufriendo física, espiritual y emocionalmente.
Es probable que su familia sea para usted lo más importante

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E L P R INC I P I O D E LA C O M P R E N S I Ó N

del mundo. Y si así fuese, es indudable que habrá momen-


tos en que, al contemplar los acontecimientos de nuestra
época, sentirá usted temor por el futuro de nuestros hijos y
nietos—y en realidad, por la civilización misma.
También yo me siento así.
Si lo analizamos bien, la gente toda es muy similar.
Nuestros antecedentes, cultura y situación económica
podrían diferir, y nuestras actitudes y puntos de vista
podrían ser distintos. Pero en nuestro corazón, que es lo que
realmente tiene valor, somos todos muy semejantes.
Un amigo mío se hallaba en el hogar de cierta persona en
un país extranjero. Apenas terminaban de cenar y, mientras
conversaban amablemente, el joven hijo de aquella persona
entró súbitamente a la sala más de una hora después de la
que había convenido que volvería a la casa.
"El único idioma que hablo es el inglés," dijo mi amigo
al contarme acerca de esa experiencia, "pero pude com-
prender aquella breve e intensa conversación, casi palabra
por palabra: El padre preguntó al muchacho si tenía idea de
la hora que era. Este respondió que no. El padre entonces le
preguntó si recordaba a qué hora debía haber regresado a la
casa. El joven dijo que no. El padre le preguntó dónde había
estado. El hijo contestó que "había andado por ahí". El padre
le preguntó por qué había regresado tan tarde, a lo que el
muchacho respondió que no se había dado cuenta de la hora
que era."
Finalmente, el exasperado padre excusó a su hijo y,
volviéndose hacia mi amigo, dijo: "Lo siento mucho," y
comenzó a explicarle la situación. Mi amigo lo detuvo,
diciéndole:
"No es necesario que me explique nada. Entiendo per-
fectamente."
El hombre lo miró con cierto asombro y le comentó: "No
sabía yo que usted hablaba nuestro idioma."
"No, no hablo su idioma," respondió mi amigo, "pero sí

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hablo el idioma de los padres. Yo he tenido esta misma con-
versación muchas veces con mis propios hijos."
Esta similitud no conoce fronteras, ya sea en lo cultural,
en lo económico o en lo religioso, entre otras, y nos hace
iguales a pesar de todas nuestras diferencias. Pero no es así
en cuanto a nuestra naturaleza humana, ¿verdad? Nuestra
tendencia natural es la desconfianza hacia todo lo que con-
sideramos normal y concentramos tanto nuestra atención
en las pocas cosas que nos separan, que no percibimos las
muchas que tenemos en común y que debieran unirnos.
Como miembro del Consejo de los Doce Apóstoles y
como una de las Autoridades Generales o ministros presi-
dentes y administradores de La Iglesia de Jesucristo de los
Santos de los Últimos Días (llamada a veces Iglesia "Mor-
mona"), pienso constantemente en cuanto a la religión y el
efecto que tiene en las relaciones humanas. El amor que
existe entre la gente que comparte los mismos valores y
experiencias religiosas puede llegar a ser la fuerza más sa-
tisfactoria y unificante, sólo comparable a una familia bien
cimentada y feliz. Al mismo tiempo, sin embargo, muy
pocas son las cosas en la vida que podrían dividir a la gente
más que las diversas interpretaciones de la verdad religiosa.
No es necesario indagar mucho para verificar este hecho en
la historia o para encontrar a alguien que nos provea un
extenso relato de las atrocidades cometidas por la gente en
nombre de la religión. De acuerdo con Samuel Davies, un
clérigo estadounidense del siglo pasado, "la intolerancia ha
sido una maldición en toda época y en todo estado."
Ya sea que fuere o no una maldición, también es cierto
que quienes somos religiosamente activos (incluso muchos
miembros de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los
Últimos Días) a menudo nos acarreamos problemas al ma-
nifestar un entusiasmo desmedido sobre nuestra fe. A veces
solemos decir con imprudencia algo que podría ser malin-
terpretado por vecinos o amigos que pertenecen a otras igle-

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sias. Otros podrían percibir este entusiasmo acerca de nues-
tras creencias como una falta de respeto hacia las suyas, lo
cual, en vez de promover el entendimiento, podría provocar
una actitud defensiva o el enfado.
Yo comprendo cuán fácilmente suceden estas cosas.
Nuestros misioneros llaman a su puerta, sin ser invitados, y
le piden que los reciba en su hogar y les permita compartir
con usted un mensaje evangélico. Sus vecinos Santos de los
Últimos Días hablan mucho acerca de la iglesia, quizás
mucho más que otros amigos lo hacen de la suya. Probable-
mente lo hayan invitado a ir a la iglesia con ellos o a
escuchar a los misioneros en sus hogares y, en su entu-
siasmo, es posible que hayan hecho alguna alusión irrefle-
xiva en cuanto a sus creencias o modo de vivir.
Si usted ha tenido alguna vez una de estas experiencias,
le ofrezco mis disculpas. Estoy seguro de que la ofensa no
habrá sido intencional. Una de las creencias más valiosas de
nuestra fe se refiere al respeto de la diversidad religiosa. Así
lo enseñó José Smith, el primer presidente de nuestra iglesia:
"Reclamamos el derecho de adorar a Dios Todopoderoso
conforme a los dictados de nuestra propia conciencia, y con-
cedemos a todos los hombres el mismo privilegio: que adoren cómo,
dónde y lo que deseen." (Artículo de Fe número 11 de La Igle-
sia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días.)
Creemos verdaderamente en ello. Así como reclamamos
el derecho de adorar como queremos, también creemos que
usted tiene el derecho de adorar—o no adorar—conforme a
su propio deseo. Todas nuestras relaciones personales deben
estar fundadas en el respeto, la confianza y el aprecio
mutuos. Pero esto no debería impedir que compartamos,
unos con otros, nuestros sentimientos religiosos más pro-
fundos. Aún más, quizás logremos descubrir que nuestras
diferencias filosóficas podrían sazonar y enriquecer los con-
ceptos de nuestras relaciones, especialmente si tales rela-
ciones se basan en los verdaderos valores y en la sinceridad,

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el respeto, la confianza y la comprensión. Particularmente en
la comprensión.
Entiendo, por supuesto, que la vida no siempre resulta
ser lo que debiera. El tema de la religión podría ser muy de-
licado, sobre todo si se lo trata con indiferencia. Me enteré
del caso de un miembro de nuestra iglesia que se hallaba
mudando a su familia a un nuevo vecindario, cuando un
vecino que estaba regando el césped, tratando de ser cor-
dial con él, le hizo una pregunta casual: "¿De dónde vienen
ustedes?"
Nuestro miembro creyó que en la pregunta se le ofrecía
una oportunidad propicia. Fue hasta la casa de al lado y,
poniendo una mano sobre el hombro del vecino, respondió:
"¡Qué pregunta interesante! ¿Por qué no viene usted con su
familia a cenar con nosotros una noche de éstas para que
podamos enseñarles la verdad acerca de dónde vinimos, por
qué estamos aquí y hacia dónde vamos después de esta
vida?"
No es difícil entender cómo podría alguien ser despre-
ciado ante tal proposición. Compartir nuestros sentimien-
tos y creencias de naturaleza religiosa es algo muy personal
y aun sagrado. No puede hacerse con mucha eficacia si se
encara de una manera arrogante. No obstante, muchos
miembros de nuestra iglesia están constantemente buscando
una oportunidad para compartir el mensaje del evangelio
restaurado con sus amigos, familiares, vecinos y todo aquel
que esté dispuesto a escucharles.
¿Alguna vez se ha preguntado usted por qué? ¿Por qué
están los miembros de La Iglesia de Jesucristo de los Santos
de los Últimos Días tan ansiosos de hablar acerca de su
religión, aun con personas que parecen estar completamente
felices con sus propias iglesias y su propio modo de vivir?
¿Por qué no dirigimos nuestros esfuerzos misionales a aque-
llos que no pertenecen a iglesia alguna y a los que no tienen
religión, y dejamos en paz al resto del mundo? ¿Y qué hace,

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al fin y al cabo, que nuestra condición de miembros de la
iglesia resulte ser una pasión tan consagrada, fundamental
e inspiradora?
Este libro procura contestar esas preguntas, sincera y
directamente, mediante una simple declaración acerca de lo
que creemos que es la verdad. Creo que este mensaje es
enormemente importante y que todos los hijos de Dios—y
esto incluye a todo el mundo—tienen el derecho de recibirlo
para poder decidir por sí mismos si esto tiene validez alguna
para ellos y para sus familias. Mi esperanza mayor es que,
una vez que haya terminado de leer este libro, usted cuente
con una mejor comprensión—he aquí de nuevo esa palabra—
del por qué nosotros sentimos esa necesidad de compartir
con otros nuestras creencias. Y si ello surte un buen efecto en
su vida, aun cuando sólo sea en cuanto a su disposición para
comprender y relacionarse con sus amigos mormones y sus
familias, tanto mejor.
¿Está listo para empezar? Comencemos entonces con un
enfoque de la figura central de nuestra fe: el Señor Jesucristo.

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La Iglesia
de Jesucristo
C A P I T U L O U N O

Se estaba poniendo el sol en aquel agitado domingo en


1948, cuando me encontraba en Nottingham, Inglaterra,
durante mi primera misión para La Iglesia de Jesucristo de
los Santos de los Últimos Días. Yo acababa de tener con otros
misioneros una provechosa serie de contactos, en los que
habíamos ofrecido nuestro mensaje a los transeúntes en la
Plaza Nottingham.
Un caballero nos había preguntado, "¿Qué les hace pen-
sar a ustedes, los americanos, que pueden venir aquí y
enseñarnos lo que es el cristianismo?"
Esa era una pregunta muy común y, a mi parecer, legí-
tima. A menos que estuviéramos en condiciones de ofrecer
algún concepto o conocimiento que la gente no pudiera
recibir en otro lugar, no había en realidad razón alguna para
que se nos escuchara. Afortunadamente, nosotros teníamos
ese mensaje—un mensaje único y de enorme significado
eterno—y tuve la satisfacción de responderle a aquel
caballero con mi testimonio. Mantuvimos una conversación
muy animada e interesante y pude sentir el espíritu del
Señor cuando le expliqué el mensaje del Evangelio de Jesu-
cristo.
Aquel espíritu me acompañaba aun al atardecer mien-
tras, de regreso a casa, caminábamos a orillas del río Trent.

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Aquél había sido un largo día, no muy desalentador pero sí
fatigante, colmado de reuniones y de los servicios rela-
cionados con mis funciones como líder de misioneros y
miembros de la Iglesia en Nottingham. Al caminar, podía
oír el tranquilizador murmullo del río y sentir que mis pul-
mones se llenaban del aire húmedo y pesado de Inglaterra.
Pensaba en los misioneros confiados a mi responsabilidad y
en los Santos de los Últimos Días en Nottingham que me
consideraban—a mí, un joven norteamericano de veinte
años de edad—su líder. Y también pensaba en aquel
caballero y su pregunta, y en el sincero testimonio que le
ofrecí como respuesta.
Al caminar junto al río, cansado pero feliz y contento
por mi labor, me acometió un profundo sentimiento de paz
y comprensión. Fue en ese preciso momento que llegué a
saber que Jesucristo me conocía, que me amaba y que guiaba
nuestros esfuerzos misionales. Por supuesto que yo siem-
pre había creído en estas cosas, ya que eran parte del testi-
monio que había expresado sólo un par de horas antes. Pero
de alguna manera, en aquel instante en que las recibí como
una revelación, mi creencia se transformó en conocimiento.
No había visto visión alguna ni oído voces, pero no habría
podido aceptar con mayor convicción la realidad y la
divinidad de Cristo aunque El mismo se hubiera presentado
ante mí y pronunciado mi nombre.
Aquella experiencia sirvió para modelar mi vida. Desde
aquél día hasta hoy, cada una de mis decisiones importantes
se ha basado en mi testimonio en cuanto al Salvador. Nunca
he podido, por ejemplo, participar en ciertas actividades
profesionales que no armonizan con la manera en que Jesús
habría participado en los negocios. Hemos procurado fun-
damentar toda decisión familiar de importancia en lo que
el Señor esperaría de nosotros—no importa lo que fuere.
Aun nuestras relaciones personales han estado cimentadas
en el amor—el amor a Cristo y Su amor por nosotros.

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L A I G L E S I A D E J E S U C R I S T O

Así es todo cuando Jesucristo constituye algo real en


nuestra vida. No es que El nos haga hacer cosas que de otro
modo no haríamos, sino que tenemos la disposición a hacer
lo que El mismo haría y responder como respondería, a fin
de poder vivir nuestra vida en armonía con la Suya. Y es
muy interesante lo que sucede cuando uno trata de seguir
las huellas de Cristo. Si nos concentramos en tratar de pro-
ceder como El lo hiciera—con amor y caridad, sirviendo y
obedeciendo a cada paso—un día podremos darnos cuenta
de que Su sendero nos habrá conducido directamente hasta
el trono de Dios. Porque éste es y ha sido siempre Su
propósito y misión: guiarnos hacia nuestro Padre Celestial,
a fin de que podamos morar con El en Su hogar eterno.
Sin embargo, en lo que respecta a los miembros de La
Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días, esa
misión del Salvador no comenzó en la cuna de un pesebre de
Belén. Antes bien se remonta a un tiempo mucho más lejano,
cuando todos vivíamos como hijos espirituales de nuestro
Padre Celestial. No teníamos entonces un cuerpo de carne y
huesos como tenemos ahora, sino que la esencia de nuestro
ser—o en otras palabras, nuestra persona espiritual—existía
con el resto de los hijos espirituales de nuestro Padre Celes-
tial.
Jesús era el mayor de estos espíritus, el primogénito
(Salmos 89:27), y ocupaba un lugar de honor con el Padre
"antes que el mundo fuese" (Juan 17:5). En Su condición de
tal, ayudó a poner en práctica el plan que nos traería a la
tierra, donde obtendríamos un cuerpo físico y experimen-
taríamos las vicisitudes de la vida mortal, a fin de poder
desarrollar nuestra capacidad para obedecer los man-
damientos de Dios, una vez que los hubiéramos recibido y
entendido. Jesús, conocido por el nombre de Jehová en el
Antiguo Testamento (y para entender este concepto en las
Escrituras, compare Isaías 44:6 con Apocalipsis 1:8, Isaías
48:16 con Juan 8:56-58, e Isaías 58:13-14 con Marcos 2:28),

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aun ayudó a crear la tierra en la cual vivimos (véase Juan
1:1-3 y Colosenses 1:15-17); y como uno de los tres miem-
bros de la Trinidad compuesta por el Padre, el Hijo y el
Espíritu Santo, Jesús representó al Padre Celestial en Sus
comunicaciones con los profetas y patriarcas de la
antigüedad.
Cuando llegó el momento en que había de nacer en la
carne, Jesús fue concebido como el "unigénito del Padre."
(Juan 1:14.) Por medio de Su madre, María, recibió algunas
de las debilidades propias de los seres mortales, las cuales
habían de ser de gran importancia para Su misión preorde-
nada, y tantas veces predicha, de tener que sufrir y morir
por los pecados de toda la humanidad. Por medio de Su
Padre Eterno, recibió asimismo ciertos poderes exclusivos
de la inmortalidad, lo que le proporcionó la capacidad para
vivir una vida sin pecado y, finalmente, superar los efectos
de Su propia muerte y de la nuestra.
Usted estará probablemente familiarizado con el relato
bíblico de la vida y ministerio de Cristo. Sus amigos mor-
mones creen cabalmente en esa historia y también en algu-
nas informaciones adicionales que se encuentran en el Libro
de Mormón: Otro Testamento de Jesucristo. Más adelante
nos referiremos al Libro de Mormón con mayores detalles,
pero por ahora sólo quiero citar una parte de su portada en
la que se informa a los lectores que una de las principales
razones por las que se preservaron los pasajes sagrados que
el libro contiene es "convencer al judío y al gentil de que
Jesús es el Cristo, el Eterno Dios, que se manifiesta a sí
mismo a todas las naciones."
El hecho de que Jesucristo había de ser el centro mismo
de adoración para los cristianos en todo el mundo es, en sí,
un milagro. Porque, en realidad, la misión terrenal del Sal-
vador fue breve. Su vida mortal duró treinta y tres años, y Su
ministerio eclesiástico solamente tres. Pero en esos últimos
tres años enseñó a la familia humana todo lo que debemos

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LA I G L E S IA D E JE S UC R I S TO

hacer para poder recibir las bendiciones que nuestro Padre


Celestial nos ha prometido a cada uno de nosotros, Sus hijos.
Mediante Su fe y Su autoridad, el Salvador realizó milagros
maravillosos, desde la conversión de agua en vino en la
fiesta de bodas de Caná hasta la resurrección de Lázaro. Y
concluyó Su ministerio humano consumando el hecho más
increíble en la historia del mundo: la Expiación.
Es imposible describir con palabras el significado cabal
de la expiación de Cristo. Sobre este tema se han escrito
innumerables volúmenes. Permítame, no obstante, que para
nuestro objetivo, explique en términos breves y sencillos lo
que la expiación de Jesucristo significa para mí—y lo que
podría significar para usted.
Recuerdo haber leído una vez algo acerca de un bombero
en una ciudad de los Estados Unidos, el cual había acudido
al rescate de varios niños atrapados en el incendio de una
vivienda. Mientras sus camaradas luchaban para evitar que
el fuego se propagara a otros edificios adyacentes, aquel
hombre entraba y salía repetidamente en la casa, sacando
cada vez a un niño en sus brazos. Después de rescatar a
cinco niños, se lanzó de nuevo hacia aquel infierno. Los veci-
nos le gritaban que no había ya ningún otro niño en esa
familia, pero él insistió en que había visto a una criatura en
una cuna y entró corriendo en medio del violento incendio.
Momentos después de que el bombero hubo desapare-
cido entre las llamas y el humo, se produjo una terrible
explosión que sacudió el edificio, derrumbándolo. Pasaron
varias horas antes de que los bomberos pudieran localizar el
cadáver de su colega. Lo encontraron en uno de los cuartos,
cerca de una cuna y protegiendo con su cuerpo un
muñeco—casi intacto—del tamaño de un niño.
Para mí, ésta es una historia asombrosa. Me emociona
pensar en la devoción de aquel valeroso y abnegado bombero,
y agradezco que en el mundo haya hombres y mujeres dis-
puestos a arriesgar su vida para beneficio de otros.

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Ante tal ejemplo de heroísmo, sin embargo, pienso en
el acto más heroico de todos los tiempos que el propio Hijo
de Dios llevara a cabo en favor de la humanidad. En un sen-
tido verdaderamente real, toda la humanidad—en el pasado,
el presente y el futuro—se encontraba atrapada tras una
muralla de llamas atizadas e intensificadas por motivo de
nuestra propia incredulidad. El pecado separaba de Dios a
los mortales (véase Romanos 6:23) y así había de ser para
siempre a menos que se contara con un medio que apagase
las llamas del pecado y nos rescatase de nosotros mismos.
Esto no iba a ser fácil, porque requería el sacrificio de un Ser
inmaculado que estuviera dispuesto a pagar el precio de los
pecados de toda la humanidad, entonces y para siempre.
Afortunadamente, fue Jesucristo quien desempeñó con
heroísmo el papel más importante en dos escenarios de la
antigua Jerusalén. El primer acto lo ofreció en silencio y de
rodillas en el Jardín de Getsemaní. Allí, en aquella soledad
apacible entre olivos retorcidos y sólidas rocas, y en una
manera tan increíble que ninguno de nosotros puede com-
prender cabalmente, el Salvador tomó sobre Sí los pecados
del mundo. Aun cuando Su vida era pura y sin mácula, El
pagó el precio de los pecados—los de usted, los míos y los de
todo ser mortal. Su agonía mental y emocional fue tanta que
causó que sudara sangre por cada poro de Su piel (véase
Lucas 22:44). Y sin embargo, lo hizo por voluntad propia a
fin de que todos pudiéramos tener la oportunidad purifi-
cadera del arrepentimiento mediante la fe en Jesucristo, sin
la cual ninguno de nosotros sería digno de entrar en el reino
de Dios.
El segundo acto tuvo lugar pocas horas más tarde en las
cámaras de tortura de Jerusalén y en la cruz del monte Cal-
vario, donde Jesús sufrió la agonía de un riguroso inte-
rrogatorio, crueles azotes y, en la crucifixión, la muerte.
Nuestro Salvador no tenía por qué padecer esas cosas. Como
Hijo de Dios, tenía poderes para alterar la situación en

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LA IG L E S IA D E JE S UCR IS TO

muchas maneras. No obstante, permitió que lo golpearan, se


abusara de El, lo humillaran y le quitaran la vida a fin de
que todos nosotros pudiéramos recibir el inapreciable don
de la inmortalidad. El sacrificio expiatorio de Jesucristo fue
una parte horrorosa pero indispensable del plan que nues-
tro Padre Celestial tenía en cuanto a la misión terrenal de
Su Hijo. Merced a que Jesús padeció la muerte y triunfó
luego sobre la misma en virtud de Su resurrección, todos
nosotros recibiremos el privilegio de la inmortalidad. Este
don se otorga libremente a todo ser humano, no importa su
edad ni sus actos buenos o malos, mediante la gracia
amorosa de Jesucristo. Y a todos los que decidan amar al
Señor y demostrar su amor y su fe en El al cumplir Sus man-
damientos, la Expiación les ofrece la promesa adicional de la
exaltación, o sea el privilegio de vivir para siempre en la
presencia de Dios.
Con frecuencia los miembros de La Iglesia de Jesucristo
de los Santos de los Últimos Días cantan el himno "Asombro
me da," cuyas palabras expresan lo que yo siento cuando
considero el benevolente sacrificio expiatorio del Salvador:

Asombro me da el amor
que me da Jesús,
Confuso estoy por su gracia
y por su luz;
Y tiemblo al ver que por mí
él su vida dio,
Por mí, tan indigno, su sangre
se derramó.
¡Cuán asombroso es
que él me amara a mí,
rescatándome así!
¡Sí, asombroso es
siempre para mí!

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Ante tal sentimiento que los Santos de los Últimos Días
tienen por Jesucristo y Su maravillosa expiación, quizás
usted se habrá preguntado cómo es que nunca ha visto a
sus vecinos mormones luciendo al cuello una cadena con
un crucifijo o por qué no usan la cruz como ornamento en los
edificios y en la literatura de su iglesia. La mayoría de los
cristianos utilizan la cruz como un símbolo de su devoción
a Cristo o como una representación de Su crucifixión en el
Calvario. Entonces, ¿por qué los miembros de La Iglesia de
Jesucristo de los Santos de los Últimos Días no hacen lo
mismo?
Nosotros veneramos a Jesús. El es la Cabeza de nuestra
Iglesia, la cual lleva Su nombre. El es nuestro Salvador y
Redentor y lo amamos mucho. Es por Su intermedio que
adoramos y oramos a nuestro Padre Celestial. Inmensa es
nuestra gratitud por el poder fundamental y maravilloso
que Su expiación ejerce en la vida de cada uno de nosotros.
Sin embargo, aunque el solo pensar ert la sangre que de-
rramó por nosotros en Getsemaní y en el Calvario llena
nuestro corazón de un aprecio profundo, no es únicamente
significativo para nosotros que El haya muerto. Nuestra
esperanza y nuestra fe radican en la íntima comprensión de
que El vive en la actualidad y que por medio de Su espíritu
continúa guiando y dirigiendo Su Iglesia y a Su gente. Nos
gozamos en el conocimiento de un Cristo viviente y recono-
cemos con reverencia los milagros que realiza hoy en la vida
de todos los que tienen fe en El. Es por eso que preferimos
no atribuir tanta preponderancia a un símbolo que sólo re-
presenta Su muerte.
Nosotros creemos que únicamente si concentramos
nuestra atención en el Salvador y edificamos nuestra vida
sobre los firmes cimientos que la Expiación y el evangelio
nos proveen, estaremos preparados para resistir las provo-
caciones y las tentaciones que son tan comunes hoy en el
mundo.

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LA I G L E S IA D E J E S UC R I S T O

En el Libro de Mormón, un profeta llamado Nefi lo


explica así:
"Por tanto, debéis seguir adelante con firmeza en Cristo,
teniendo un fulgor perfecto de esperanza y amor por Dios y
por todos los hombres. Por tanto, si marcháis adelante,
deleitándoos en la palabra de Cristo, y perseveráis hasta el
fin, he aquí, así dice el Padre: Tendréis la vida eterna.
"Y ahora bien... ésta es la senda; y no hay otro camino,
ni nombre dado debajo del cielo por el cual el hombre pueda
salvarse en el reino de Dios." (2 Nefi 31:20-21.)
Por esta razón, nuestra creencia en Cristo no es algo
pasivo. Nosotros creemos que El y nuestro Padre Celestial
continúan hoy atendiendo las necesidades de la humanidad
por medio de la inspiración y la revelación. Los líderes de La
Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días actúan
bajo Su divina dirección, tal como lo hicieron los antiguos
apóstoles y profetas cuando Su Iglesia se encontraba orga-
nizada en la tierra. Nuestra fe es algo activo y vibrante que
dedicamos al servicio del Señor y a llevar a cabo todo lo que
El haría si estuviera en persona entre nosotros. Cuando hace-
mos Su voluntad, sentimos Su espíritu, una presencia que
nos entibia el alma con valor y fe y nos acerca más a El. Y al
acercarnos a El, aprendemos a amarle y a amar a nuestro
Padre Eterno, y les demostramos nuestro amor al guardar
Sus mandamientos—lo cual nos facilitará la tarea de llegar
a ser como Ellos.
No es que realmente podamos llegar a ser como Jesús,
pero al dedicarnos a El—espiritual, física y emocional-
mente—nuestra vida recibe la amorosa orientación de Sus
bendiciones. Ello influirá toda decisión que adoptemos
desde ese momento en adelante, porque hay ciertas cosas
que un hombre o una mujer que ama a Cristo no haría jamás.
Nuestras acciones van ajustándose a una disciplina y nues-
tras relaciones son más honradas; aun nuestro lenguaje se
purifica cuando vivimos la vida conforme a Jesucristo y Sus

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enseñanzas. En otras palabras, una vez que nuestro corazón
y nuestra alma asimilan el espíritu de Cristo, nunca volve-
remos a ser como éramos antes de ello.
Esto no significa que de pronto hayamos llegado a ser
perfectos. Ninguno de nosotros puede lograrlo en esta vida,
y por eso es que estamos tan agradecidos por el don del
arrepentimiento merced a nuestra fe en Cristo. Ello quiere
decir que tratamos constantemente de cumplir con la
responsabilidad de ser verdaderos discípulos de Cristo, no
porque le tengamos temor a El o a nuestro Padre Celestial,
sino porque les amamos y deseamos servirles.
La mayor satisfacción que proviene de vivir una vida
fundamentada en Cristo, está en cómo nos hace sentir ínti-
mamente. Es difícil adoptar una actitud negativa acerca de
las cosas cuando nuestra vida está inspirada en el Príncipe
de Paz. Todavía tendremos problemas. Todo el mundo los
tiene. Pero la fe en el Señor Jesucristo es un poder que deberá
reconocerse en la vida—universal e individualmente. Esa fe
puede constituir una fuerza trascendente mediante la cual se
producen los milagros. También puede ser una fuente de
fortaleza interior por la que podemos lograr la dignidad
propia, la tranquilidad íntima, la satisfacción personal y el
valor para perseverar. Yo he podido ver que hay matrimo-
nios que se han preservado, familias que han sido fortaleci-
das, tragedias que se han superado, profesiones que se
vieron vigorizadas y personas cuya voluntad fue renovada
para seguir viviendo a medida que la gente se humilla ante
el Señor y acepta Su voluntad para guiar su vida. Cuando
logramos comprender y cumplir los principios del evange-
lio de Jesucristo, podemos evaluar y resolver la angustia, la
desdicha y las inquietudes de toda índole.
Consideremos, por ejemplo, el caso de Jeff y Kimberly,
dos excelentes jóvenes—ambos atractivos, inteligentes y de
una personalidad sumamente agradable.
Todos aquellos que les conocían pensaban que el suyo

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LA I G L E S IA D E JE S UC R I S TO

iba a ser un matrimonio ideal. Y lo fue—durante unos pocos


meses. Pero entonces las relaciones entre ellos comenzaron
a deteriorarse cuando Jeff empezó a dedicar cada vez mayor
atención a sus estudios y actividades deportivas, mientras
Kimberly se consagraba totalmente a su trabajo. Era muy
poco lo que los mantenía juntos y nada los unía en espíritu
ni en propósito. Al aproximarse su primer aniversario de
bodas, ambos pensaban ya en dar fin a su matrimonio, con-
siderándolo un deplorable error.
Sin embargo, menos de dos años más tarde ese matri-
monio se había transformado en algo sólido y seguro. ¿Cuál
era su secreto? Ambos habían encontrado su afinidad en
Cristo.
"Probamos todas las cosas en las que pudimos pensar,"
dijo Kimberly, "pero nada en realidad nos ayudaba, hasta
que decidimos retornar a la iglesia. Fue allí donde comen-
zamos a sentir los consabidos anhelos espirituales que nos
unieron cuando decidimos procurar la voluntad del Señor
en nuestra vida diaria. Cuando nuevamente nos arrodi-
llamos juntos para orar y pedir a nuestro Padre Celestial que
nos bendijera y ayudara, volvimos a la realidad y fortaleci-
mos así nuestro amor y nuestro respeto mutuo."
Una percepción similar fue también el problema de
Steven, aunque mucho más seria. Confundido y perturbado
por las filosofías antagónicas de la década de 1960, Steven se
encontró años más tarde deambulando por todo el país en
procura de propósito y orientación para su vida. Andaba
un día por las calles de San Diego, en California, cuando vio
a dos misioneros mormones.
"¡Muchachos!," les gritó al verles pasar en sus bicicletas
por un apacible vecindario residencial. "¿Andan vendiendo
algo bueno?"
Los misioneros lo observaron y, por un instante, pen-
saron en no prestarle atención y seguir pedaleando. Nunca
habían visto a un posible candidato que les pareciera menos

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prometedor. Steven tenía el cabello hasta los hombros, una
barba espesa y sucia, vestía ropas andrajosas y calzaba san-
dalias y una gorra militar. Tenía sucias la cara y las manos,
y de su boca colgaba un cigarrillo apagado.
Los misioneros se consultaron con la mirada. Luego con-
templaron a Steven y de nuevo se miraron entre sí.
"No, no estamos vendiendo nada/' dijo uno de los
misioneros encogiéndose ligeramente de hombros y con una
sonrisa en los labios. "Lo que tenemos, estamos dándolo
gratis."
"¡Muy bien!," respondió Steven. "Aceptaré lo que estén
regalando."
Los misioneros rieron. También se rió Steven, y entonces
comenzaron a conversar. De alguna manera, durante la con-
versación, los misioneros percibieron el anhelo espiritual de
Steven, quien los invitó a su pequeño y desordenado aparta-
mento, donde comenzaron a enseñarle acerca de Jesucristo
y Su importante función en el eterno plan que Dios tiene
para Sus hijos. Al cabo de dos horas, los misioneros concer-
taron con Steven otra visita para el día siguiente.
No habría sido extraño para los misioneros descubrir
que Steven no estaba en su apartamento a la hora indicada,
pero allí los esperaba. Sólo que esta vez notaron algo dife-
rente en él: su mirada era brillante y clara, y tanto él como su
cuarto lucían muy limpios.
"Tan pronto como se fueron ustedes ayer," Steven les
dijo con entusiasmo, "me di una ducha, limpié mi cuarto y
arrojé la botella de licor a la basura. Me pareció lógico ha-
cerlo."
Los misioneros casi no podían creerlo. Pero mucho más
se sorprendieron al día siguiente cuando, al llegar para una
tercera visita, encontraron que Steven se había afeitado la
barba y cortado el cabello.
Una vez más le escucharon decir: "Me pareció lógico
hacerlo."

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LA I G L E S IA D E JE S UCR IS TO

También le "pareció lógico" comprarse ropa limpia y


conseguir un empleo e interrumpir relaciones con cierta
clase de amigos. Cada vez que llegaban a su apartamento,
los misioneros fueron descubriendo que Steven había deci-
dido hacer importantes modificaciones en su vida y modo
de vivir. Los misioneros habían estado enseñándole acerca
de Jesucristo y Su evangelio, pero no le habían pedido
todavía que hiciera cambio alguno en su existencia. Steven
hizo esos cambios por voluntad propia y en forma total
porque el espíritu de Cristo estaba haciendo cambios en su
persona. En la actualidad, aquel vagabundo espiritual es un
devoto hombre de familia, un próspero hombre de negocios
y un fiel discípulo del Señor Jesucristo.
En uno de los pasajes del Libro de Mormón, un noble
líder espiritual llamado Helamán aconsejó a sus hijos:
"...Recordad que es sobre la roca de nuestro Redentor,
el cual es Cristo, el Hijo de Dios, donde debéis establecer
vuestro fundamento, para que cuando el diablo lance sus
impetuosos vientos, sí, sus dardos en el torbellino, sí, cuando
todo su granizo y furiosa tormenta os azoten, esto no tenga
poder para arrastraros al abismo de miseria y angustia sin
fin, a causa de la roca sobre la cual estáis edificados, que es
un fundamento seguro, un fundamento sobre el cual, si los
hombres edifican, no caerán." (Helamán 5:12.)
Mi abuelo comprendió bien este concepto. Aunque fa-
lleció cuando yo tenía apenas diez años de edad, Melvin J.
Ballard ha ejercido siempre una gran influencia en mi vida.
Desde mis primeros años he oído hablar a mi familia acerca
de su amor por el Señor y su firme dedicación a la Iglesia.
Pasó toda su vida edificándose en el "fundamento seguro"
del que habló Helamán y no sé que haya habido "dardos en
el torbellino" que jamás hayan podido penetrar su fe y su
testimonio. En realidad, mi búsqueda personal para obtener
conocimiento acerca del Salvador ha sido inspirada en gran

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manera por el relato de mi abuelo Ballard en cuanto a una de
sus más sagradas experiencias.
Mientras prestaba servicio como misionero entre los
indígenas en el noroeste de Estados Unidos, mi abuelo vivió
una época de increíbles contiendas, cuando allí se manifes-
taron dificultades sin precedentes—y aparentemente insu-
perables—en contra de la Iglesia. Mi abuelo pasó innume-
rables horas de rodillas en procura de orientación e
inspiración. En aquellos momentos, cuando todo parecía ser
sombrío y desesperante, recibió, conforme a sus propias pa-
labras, "una maravillosa manifestación y sensación que
nunca se ha apartado de mí.
"Sentí una voz que me dijo que había de tener un gran
privilegio," escribió en su diario personal. "Se me condujo a
un cuarto en el que iba a conocer a alguien. Al entrar en
aquel lugar, yo pude ver, sentado en una plataforma ele-
vada, al ser más glorioso que jamás pude imaginar y tuve
que acercarme a El para que me presentaran. Al hacerlo,
noté que me sonreía, le oí pronunciar mi nombre y vi que
extendía hacia mí Sus manos. Aunque viviese umnillón de
años, nunca podría olvidar Su sonrisa.
"Me tomó en Sus brazos y me besó al acercarme a Su
pecho, y me bendijo hasta sentir yo una gran emoción en
todo mi ser. Cuando concluyó Su bendición, caí a Sus pies y
entonces pude ver en ellos la marca de los clavos; y al
besárselos, con un regocijo inmenso inundándome el alma,
sentí como que me encontraba realmente en el cielo.
"Con emoción sentí en mi corazón: ¡Oh, si yo pudiera
vivir dignamente, aunque me llevara ochenta años, a fin de
que al final, cuando todo haya terminado, lograra estar en Su
presencia y recibir ese sentimiento que en ese momento tuve
en Su presencia, daría todo lo que soy y lo que jamás podría
llegar a ser!"
Mi abuelo concluye su relato diciendo: "Sé, como que
yo mismo vivo, que El vive. Y ello es mi testimonio."

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L A I G L E S IA D E JE S U CR I S TO

(Melvin J. Bailará—Crusaderfor Righteousness, Salt Lake City:


Bookcraft, 1966.)
Esa experiencia infundió en mi abuelo el consuelo, la
determinación y la energía espiritual que necesitaba para
acometer los problemas que encontraba en su misión. Tanto
es así que, al día siguiente de haber recibido aquella re-
velación, visitó en compañía de otro misionero, llamado W.
Leo Isgren, a un acaudalado comerciante en la ciudad de
Helena, estado de Montana. Años más tarde, el hermano
Isgren me contó cómo fue que en el hogar del comerciante se
detuvieron ante un cuadro de Jesucristo en tamaño natural.
Después de unos momentos, mi abuelo se dirigió a su com-
pañero:
"No, ése no es El/' le dijo. "El pintor ha hecho una buena
representación de El, pero ése no es el Señor."
"Me embargó tan sagrado sentimiento," me dijo el her-
mano Isgren, "que no pude decir palabra alguna. Una vez
que hubimos salido de aquella casa para hacer otra visita, el
hermano Ballard me detuvo y dijo, 'Hermano Isgren,
supongo que le sorprendieron mis palabras concernientes
al Salvador del mundo.' Yo le dije que sí, que en realidad
había quedado sorprendido—muy sorprendido. Y entonces
él, allí mismo, me contó acerca de la experiencia que había
tenido la noche anterior."
Aunque no todos podamos tener experiencias de tal
magnitud o intensidad, la esencia de nuestro ministerio en
La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días
consiste en invitar a todos a "venir a Cristo" a fin de que El
pueda obrar en ellos Sus milagros en la manera que Su vo-
luntad lo quiera. Para algunos, ello constituirá un impor-
tante cambio en su vida y su modo de vivir. Para otros, cuya
vida ya ha sido enriquecida por la fe, simplemente puede
significar un nuevo propósito y entendimiento. Mas para
todos será motivo de paz, gozo y felicidad inconmensurable
a medida que el Maestro vaya enterneciéndoles el corazón y

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N U E S TRA B ÚS Q U E DA D E LA F E L I C I DA D

el alma con Su amor divino. Eso es lo que sintió mi abuelo


Ballard como consecuencia de aquella conmovedora expe-
riencia, y lo que de un modo más sereno y sencillo sentí yo
mismo aquella noche junto al río Trent en Nottingham,
Inglaterra.
Este testimonio me ha acompañado siempre desde
entonces. Me ha servido de sostén en mis tribulaciones y de
consuelo en momentos difíciles, y me ha proporcionado una
guía clara cada vez que me he sentido confundido o desalen-
tado. Gracias a mi servicio como uno de Sus Apóstoles, he
tenido muchas experiencias espirituales que confirman y
fortalecen mi conocimiento personal de que El es el Salvador
y Redentor de los hijos de Dios. Y porque sé que Jesucristo
vive y que me ama, tengo el valor para arrepentirme y tratar
de ser como El quiere que sea. Y sé que este conocimiento
puede hacer lo mismo por usted—si así lo desea—ahora
mismo y siempre.

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La Apostasía
C A P I T U L O D O S

"Presidente, adivine lo que hicimos."


La voz que oí en el teléfono me era familiar—y muy
animada. Era uno de los misioneros bajo mi supervisión
cuando prestaba servicio como presidente de una misión de
la Iglesia en Toronto, provincia de Ontario, en Canadá.
Había yo llegado a apreciar mucho a cada uno de aquellos
devotos hombres y mujeres (conocidos durante su servicio
misional como "élderes" y "hermanas") que cumplían su
promesa de servir al Señor como misioneros. Pero también
había llegado a esperar lo inesperado, en especial de parte de
aquellos vigorosos jóvenes y señoritas.
"¿Qué hicieron, élder?," le pregunté con cierto temor.
"Ya he tenido tantas sorpresas desde que estoy aquí que ni
me atrevo a adivinar."
El misionero aclaró su garganta y anunció: "¡Mi com-
pañero y yo hemos hecho los arreglos para que usted hable
en la Facultad de Teología de la Universidad de Toronto!"
A juzgar por el tono de su voz, era indudable que mi
joven amigo esperaba que yo recibiría su anuncio con el
mismo entusiasmo incontenible que comúnmente se mani-
fiesta al salir campeones en un torneo deportivo. La expe-
riencia, sin embargo, me ha enseñado a sujetar con firmeza
las riendas del entusiasmo en tales circunstancias.

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N U E S TRA B ÚS Q U E DA D E LA F E L I C I DA D

"Bueno," le contesté, "es muy interesante. Pero ¿qué sig-


nifica todo eso?"
Hubo una breve pausa durante la cual percibí que
hablaba con tono apagado y anhelante con su compañero
misionero. "No estamos muy seguros, presidente," dijo con
muy poca convicción en su voz. "¡Creemos que ello quiere
decir que usted va a poder enseñar a un grupo de ministros
de otras religiones por qué nuestra Iglesia es verdadera!"
No pude menos que sonreír, y no solamente a causa de
su inocente alarde. Nuestra conversación trajo a mi memo-
ria la ocasión en que, unos veintisiete años antes, yo había
concertado una "oportunidad" similar para mi presidente de
misión en Inglaterra. Hasta tuve la idea de responder de la
misma manera que lo había hecho mi presidente de misión,
quien dispuso que yo me encargara de cumplir con la asig-
nación que había programado para que él hablara ante la
Sociedad de Debate en Nottingham.
Pero la posibilidad de compartir mis creencias con un
grupo de ministros religiosos me pareció fascinante y decidí
aceptar la invitación. El día indicado concurrí a la Facultad
de Teología en Toronto y me reuní con unos cuarenta y cinco
ministros, sentados todos alrededor de una gran mesa
redonda. Se me adjudicaron cuarenta y cinco minutos para
que explicara las enseñanzas básicas de la Iglesia, al cabo
de cuyo período los ministros tendrían la oportunidad de
hacerme preguntas.
El primer comentario, hecho en forma de desafío, fue:
"Señor Ballard, si usted pudiera simplemente poner sobre
esta mesa las Planchas de Oro de las cuales se tradujo el
Libro de Mormón para que todos pudiéramos examinarlas,
sabríamos entonces que lo que nos está diciendo es verdad."
Me sentí impulsado a responder mirando al interrogador
en los ojos y le dije:
"Usted es un ministro religioso y, como tal, sabe que
nunca puede el corazón del hombre recibir la verdad sino

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L A A P O S TA S IA

por medio del Espíritu Santo. Usted podría sostener en sus


propias manos las Planchas de Oro y aun así no sabría
entonces mejor que antes si esta Iglesia es verdadera. Per-
mítame preguntarle, ¿ha leído usted el Libro de Mormón?"
A lo cual respondió que no.
Yo agregué, "¿No cree usted que sería prudente leer el
Libro de Mormón y entonces meditar y orar y preguntarle a
Dios si el Libro de Mormón es verdadero?"
Un ministro Protestante formuló la segunda pregunta:
"Señor Ballard, ¿quiere usted decir que a menos que seamos
bautizados en la Iglesia Mormona no seremos salvos en los
cielos?"
No es fácil contestar una pregunta como ésa cuando se
habla en presencia de cuarenta y cinco ministros de otras
iglesias. Pero el Espíritu del Señor acudió sin demora para
ayudarme a responder.
"Bueno, la forma más segura de contestar esa pregunta
sería decir que estamos agradecidos porque es nuestro com-
pasivo y amoroso Padre Celestial el que determinará quiénes
serán admitidos o no en Su reino, y no agregar nada más,"
dije. "Pero eso no es en realidad lo que usted me está pre-
guntando, ¿no es así?"
El ministro asintió que la pregunta era mucho más pro-
funda.
"Permítame ver si puedo encarar la pregunta de este
modo," continué diciendo. "Nosotros creemos que la ver-
dad puede encontrarse dondequiera que una persona la
busque sinceramente y que hay mucha gente sincera y mara-
villosa en todas las religiones. Pero debo aseverar con todo
respeto que solamente La Iglesia de Jesucristo de los Santos
de los Últimos Días enseña el Evangelio de Jesucristo en su
plenitud. Por consiguiente, creemos que ningún líder de
cualquier otra iglesia tiene la completa autoridad de Dios
para actuar en Su nombre al efectuar el bautismo ni
cualquier otra ordenanza sagrada. Amamos a toda persona

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como hermanos y hermanas y creemos que todos somos
hijos espirituales del mismo Padre Celestial. Pero come-
teríamos un gran error si no declaráramos humildemente
que toda autoridad eclesiástica que usted pueda tener es
incompleta/'
Un silencio profundo reinó en la sala. Yo no esperaba
que aquel grupo recibiera con benevolencia mis palabras,
pero cualquier otra respuesta de mi parte habría sido
deshonesta. Por favor, no me entienda mal: me siento inspi-
rado por las cosas maravillosas que realizan mis eruditos y
devotos colegas de otras religiones en el mundo. Son hom-
bres y mujeres nobles que han dedicado la vida a su fe, y el
mundo es mejor gracias a ellos. Proveen consuelo al
enfermo, paz al angustiado y esperanza al afligido y al
oprimido. Yo estoy convencido de que, por su intermedio,
Dios obra para bendecir abundantemente la vida de Sus
hijos.
Pero existe un orden en el reino de Dios, un orden que
sólo puede administrarse por medio de la autoridad sacer-
dotal debidamente designada por nuestro Padre Celestial. Y
a pesar de que tanto admiro y valoro el ministerio de apre-
ciables clérigos en todo el mundo, debo hoy declarar con
firmeza tal como lo hice ante los ministros canadienses que
la autoridad completa de Dios sólo puede encontrarse en La
Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días.
Reconozco que ésta es una aseveración sumamente seria,
en especial cuando consideramos que todas las otras orga-
nizaciones religiosas profesan tener una autoridad similar. Y
varias de esas organizaciones han existido por muchos más
años que nuestra iglesia. ¿Cómo podemos afirmar que
poseemos la autoridad total de nuestro Padre Celestial
cuando hay otros que pueden conectar sus raíces eclesiásti-
cas a través de la Edad Media hasta la época de Cristo
mismo? En efecto, La Iglesia de Jesucristo de los Santos de
los Últimos Días enseña que la autoridad completa de Dios

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LA A P O S TA S 1A

desapareció de la tierra durante siglos, después del minis-


terio personal de Jesucristo y Sus Apóstoles, y que no fue
restaurada en su plenitud sino hasta que se le confirió a un
profeta llamado José Smith por medio de una maravillosa
manifestación en el siglo diecinueve.
Más adelante nos referiremos con mayores detalles a la
restauración del evangelio, pero antes debemos considerar la
pregunta más fundamental: ¿Era necesario que se restau-
rara la autoridad de Dios? Por supuesto que si la Iglesia que
El organizó y la correspondiente autoridad sacerdotal
hubiera prevalecido a través de los siglos, entonces las ase-
veraciones de José Smith no tendrían base alguna.
Muchas personas se sorprenden al saber que, en efecto,
Jesucristo organizó una iglesia durante su relativamente
breve vida terrenal. Pero las Escrituras presentan evidencias
abundantes y muy claras al respecto. El Nuevo Testamento
nos dice que el Señor organizó un consejo de doce apóstoles.
Poniendo Sus manos sobre la cabeza de cada uno de ellos,
les confirió la autoridad para actuar en Su nombre. El após-
tol Pablo enseñó que Cristo "constituyó a unos, apóstoles; a
otros, profetas; a otros, evangelistas; a otros, pastores y ma-
estros,
"a fin de perfeccionar a los santos para la obra del mi-
nisterio, para la edificación del cuerpo de Cristo,
" hasta que todos lleguemos a la unidad de la fe y del
conocimiento del Hijo de Dios, a un varón perfecto, a la
medida de la estatura de la plenitud de Cristo;
"para que ya no seamos niños fluctuantes, llevados por
doquiera de todo viento de doctrina, por estratagema de
hombres que para engañar emplean con astucia las arti-
mañas del error" (Efesios 4:11-14).
Se ha aceptado comúnmente que, después de la muerte,
resurrección y ascensión de Cristo, Pedro pasó a ser el prin-
cipal de los apóstoles o presidente de la Iglesia del Señor.
Esta no era tarea fácil en aquellos días. Además de tener que

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someterse a las exigencias de la persecución y a las vicisi-
tudes que padecían los primeros cristianos, Pedro y sus her-
manos en la fe debieron luchar con denuedo para mantener
unida a la Iglesia y preservar la pureza de la doctrina. Via-
jaban extensamente y se comunicaban a menudo por escrito
acerca de los problemas que debían enfrentar. Pero dicha
comunicación era tan lenta, sus viajes eran tan penosos y la
Iglesia y sus enseñanzas eran algo tan nuevo, que resultó
difícil contrarrestar las doctrinas e instrucciones falsas antes
de que se arraigaran con solidez.
"Estoy maravillado de que tan pronto os hayáis alejado
del que os llamó por la gracia de Cristo, para seguir un evan-
gelio diferente," escribió Pablo a las iglesias de Galacia. "No
es que haya otro, sino que hay algunos que os perturban y
quieren pervertir el evangelio de Cristo.
"Mas si aun nosotros, o un ángel del cielo, os anunciare
otro evangelio diferente del que os hemos anunciado, sea
anatema.
"Como antes hemos dicho, también ahora lo repito: Si
alguno os predica diferente evangelio del que habéis
recibido, sea anatema.
"Pues, ¿busco ahora el favor de los hombres, o el de
Dios? ¿O trato de agradar a los hombres? Pues si todavía
agradara a los hombres, no sería siervo de Cristo." (Gálatas
1:6-10).
Las Escrituras indican que, aunque trabajaron ardua-
mente para preservar la Iglesia que Jesucristo les había
encomendado que cuidaran y mantuvieran, los primeros
apóstoles sabían que, con el tiempo, habrían de impedirse
sus esfuerzos. Pablo escribió a los cristianos de Tesalónica
que tan ansiosamente esperaban la segunda venida de Cristo
que "no vendrá sin que antes venga una apostasía, y se ma-
nifieste el hombre de pecado, el hijo de perdición" (2 Tesa-
lonicenses 2:3). También advirtió a Timoteo que "vendrá
tiempo cuando no sufrirán la sana doctrina, sino que

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L A A P O S TA S 1A

teniendo comezón de oír, se amontonarán maestros con-


forme a sus propias concupiscencias, y apartarán de la ver-
dad el oído y se volverán a las fábulas." (2 Timoteo 4:3-4.) Y
Pedro previó una apostasía cuando habló de los " tiempos de
refrigerio" que vendrían antes de que Dios "envíe a Jesu-
cristo, que os fue antes anunciado; a quien es necesario que
el cielo reciba hasta los tiempos de la restauración de todas
las cosas, de que habló Dios por boca de sus santos profetas
que han sido desde tiempo antiguo." (Hechos 3:20-21.)
Por último, Pedro fue muerto por sus enemigos. Se cree
que fue martirizado entre los años 60 y 70 de nuestra era.
Después de esto los otros apóstoles y sus fieles seguidores se
esforzaron por sobrevivir ante una terrible opresión y con-
siguieron, para su eterno merecimiento, que el cristianismo
prevaleciera. Tanto fue así que a fines del segundo siglo el
cristianismo llegó a ser un poder extraordinario, cuando
Lino, Anacleto, Clemente y otros obispos romanos con-
tribuyeron a que perdurase. Las buenas nuevas del minis-
terio de Cristo pudieron haberse perdido si no hubiera sido
por aquellos fieles santos.
Hay quienes creen que el sucesor de Pedro como presi-
dente de la Iglesia que Cristo organizara fue Lino, a quien
sucedió Anacleto en el año 79 d. de J.C. y que entonces
Clemente sucedió a éste y pasó a ser el obispo de Roma en
el año 90 d. de J.C.
Pero la pregunta importante es: ¿Transfirió Pedro su
autoridad apostólica a Lino?
Es significativo notar que no todos los Doce Apóstoles
originales habían muerto ya en esos días. Juan el Amado se
hallaba en exilio en la Isla de Patmos, donde recibió las reve-
laciones que constituyen El Apocalipsis, uno de los libros
oficiales de todas las Biblias cristianas. Esto da lugar a una
pregunta muy interesante y fundamentalmente crítica: Si
Lino era el presidente de la Iglesia y si era el sucesor de
Pedro, ¿por qué no se reveló El Apocalipsis por medio de él?

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¿Por qué debió recibirse por medio de Juan, un Apóstol en
el exilio?
La respuesta es evidente. La revelación vino por medio
de Juan porque éste era el último de los Apóstoles que vivía
entonces, el último hombre que poseía las llaves y la autori-
dad del apostolado, tal como las designara el propio Sal-
vador. Cuando Dios habló a los fieles de la Iglesia, lo hizo,
por consiguiente, a través de Su Apóstol Juan, en la Isla de
Patmos. No creemos que, al dirigirse a toda la Iglesia, el
Señor habría pasado por alto a Juan, quien ciertamente
poseía la autoridad apostólica.
Aunque el ministerio personal de Lino, Anacleto y
Clemente fue algo indudablemente significativo, no existe
evidencia alguna que sugiera que estos hombres conti-
nuaron actuando con autoridad como integrantes de un
Consejo de Doce Apóstoles, que es el organismo adminis-
trativo a la cabeza de la Iglesia que el Señor organizara sobre
la tierra. Sin tener la autoridad y la dirección del Consejo de
los Doce Apóstoles, la gente comenzó a buscar otras fuentes
de conocimiento doctrinario y, en consecuencia, fueron
perdiéndose muchas verdades sencillas y preciosas.
La historia nos dice, por ejemplo, que en el año 325 d. de
J.C. se llevó a cabo un gran concilio en Nicea, Bitinia, en Asia
Menor. Para entonces, el cristianismo había surgido desde
los húmedos calabozos de Roma para convertirse en la
religión oficial del Imperio Romano. Pero aún había proble-
mas, particularmente porque los cristianos eran incapaces
de ponerse de acuerdo sobre puntos básicos de doctrina. Las
contiendas que originaron estos debates dogmáticos eran
tan grandes que el emperador Constantino reunió a un
grupo de obispos cristianos con el fin de establecer las doc-
trinas oficiales de la Iglesia y, al mismo tiempo, lograr una
mayor unificación política en el imperio.
La empresa no fue fácil. Las opiniones acerca de temas
básicos, tales como la naturaleza de Dios, eran diversas y

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L A A P O S TA S IA

terminantes y el debate fue impetuoso y desconcertante. El


concilio definió a Dios como un espíritu que tiene poder uni-
versal y que sin embargo es tan pequeño que puede morar
en nuestro corazón. De este concilio procedió el Credo de
Nicea. Las decisiones se adoptaron por voto de la mayoría y
algunas facciones en desacuerdo se separaron y formaron
nuevas iglesias. Otros concilios doctrinarios similares se
realizaron más tarde en Calcedonia (año 451 d. de J.C),
Nicea (año 787 d. de J.C.) y Trento (año 154 d. de J.C), cada
vez con parecidos resultados divisorios. La hermosa sen-
cillez del Evangelio de Cristo era objeto de agresión por
parte de un enemigo mucho más devastador que los látigos
y las cruces de la antigua Roma: los desvarios filosóficos de
eruditos sin inspiración, que terminaron convirtiéndose en
una doctrina basada más en opiniones populares que en la
revelación.
No es de extrañar, entonces, que ese período de mil años
conocido como la Edad Media no fuera en realidad la mejor
época para el cristianismo. El nombre del Señor se invocaba
en toda clase de horrendas campañas, desde las Cruzadas
hasta la Inquisición, dejando a su paso un sangriento
sendero de muerte, persecuciones y destrucción. Las prin-
cipales enseñanzas de Cristo acerca de la fe, la esperanza,
el amor y la tolerancia parecían no surtir efecto alguno sobre
los fanáticos que tenían la absoluta determinación de hacer
que "toda rodilla se doble," de una manera u otra.
Aunque hubo muchos cristianos que creían básicamente
en el mensaje de Jesucristo, con el transcurso de los años se
fueron deformando las doctrinas y la autoridad para actuar
en nombre de Dios—es decir, el sacerdocio—dejó de existir.
Después de un tiempo, murieron todos los apóstoles que
habían recibido su sacerdocio, su asignación espiritual y su
ordenación en los días de Cristo, llevando consigo a la
tumba su autoridad sacerdotal. Finalmente, la iglesia que

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Cristo había organizado fue desintegrándose y se perdió la
plenitud del evangelio.
Esta fue, en verdad, una Edad Obscura. La luz de la ple-
nitud del Evangelio de Jesucristo, incluso la autoridad de Su
santo sacerdocio, se perdió.
Pero en 1517 se manifestó el espíritu de Cristo en un
clérigo católico que vivía en Alemania. Martín Lutero se
encontraba entre un creciente número de esmerados sacer-
dotes a quienes les inquietaba la forma en que la iglesia se
había apartado tanto del evangelio que Cristo enseñara.
Lutero provocó una gran controversia al proponer pública-
mente una reforma cuando colocó en la puerta de su iglesia
una lista de temas y asuntos que creía necesario examinar.
A pesar de que casi un siglo antes Juan Wiclef y otros
habían insistido en que se regresara al cristianismo del
Nuevo Testamento, fue en realidad Lutero quien inició la
causa del protestantismo—aunque debemos notar que no
fue Lutero sino sus seguidores los que organizaron la Iglesia
Luterana. A poco, otros visionarios tales como Juan Calvino,
Ulrico Zwinglio, Juan Wesley y Juan Smith adoptaron la
causa. Estos hombres originaron órdenes religiosas que
fueron abriendo nuevos campos de teología, a la vez que
conservaron ciertos aspectos de la tradición católica de la
que procedían.
Yo creo que estos nobles reformadores fueron inspira-
dos por Dios. Fueron ellos quienes, al promover un ambiente
religioso que facilitó la expresión de diferencias, ayudaron a
preparar el camino para la restauración del evangelio en su
plenitud por medio del profeta José Smith en 1820. Debido
a la intolerancia religiosa que prevalecía en el mundo, dudo
que el evangelio de Jesucristo hubiera podido ser restau-
rado siquiera un solo siglo antes. Y, ¿podemos imaginar lo
que habría sucedido si en la época de la Inquisición alguien
ajeno a las organizaciones religiosas hubiese declarado tener
una revelación de Dios?

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L A A P O S TA S IA

Por eso creo que los reformadores cumplieron una fun-


ción muy importante en preparar al mundo para la Restau-
ración. También lo hicieron los primeros exploradores y colo-
nizadores de América y los autores de la Constitución de
los Estados Unidos. Dios necesitaba un clima filosófico que
permitiera una restauración teológica y un terreno político
en el que la gente pudiera compartir sus ideas y expresar
sus creencias sin temor a la persecución ni a la muerte.
Entonces creó tal lugar en el continente americano—merced
a aquellos reformadores, exploradores y patriotas—y a prin-
cipios del siglo diecinueve abundaba en las regiones fron-
terizas del país el fervor y las polémicas religiosas entre las
sectas. Los ministros competían entre sí para conquistar el
corazón y el alma de congregaciones enteras. Sus afiliaciones
religiosas separaban las ciudades, los villorrios y aun las
mismas familias. Nunca en la historia del mundo había
tenido el sincero buscador de la verdad tantas opciones ecle-
siásticas de entre las cuales escoger.
Verdaderamente, el mundo estaba listo para la "restau-
ración de todas las cosas" a que se refirieron Pedro y los
"santos profetas [de Dios] que han sido desde tiempo
antiguo." (Hechos 3:20-21.)
A causa de la apostasía, el sacerdocio, la autoridad y el
poder para actuar en nombre de Dios debía restaurarse en la
tierra.

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La Restauración
C A P I T U L O T R E S

Al correr el año 1820, el fervor religioso había invadido


el ambiente rural en Estados Unidos. En Palmyra, una tran-
quila villa de Nueva York, la reforma protestante que flo-
reciera en Europa en siglos anteriores parecía haber cauti-
vado a toda la población. Los ministros de diferentes
agrupaciones religiosas se afanaban por atraer la preferencia
de la gente. Los fieles defendían con ardor sus creencias per-
sonales y los predicadores ambulantes, cada uno con su pro-
pio estilo y mensaje, llevaban a cabo toda clase de conven-
ciones evangelizadoras en las afueras del pueblo.
Tal entusiasmo religioso resultó ser verdaderamente
fascinante para la familia de Joseph y Lucy Mack Smith. Sus
antepasados habían tenido ya algunas experiencias de carác-
ter espiritual. En 1638, Robert Smith salió de Europa atraído
por la augurada libertad de religión en las colonias de la
América del Norte. Más de un siglo después, su nieto
Samuel Smith, hijo, luchó en defensa de esa libertad y otros
derechos como capitán en el ejército revolucionario de Jorge
Washington. Uno de los soldados al mando del capitán
Smith era su propio hijo Asael, quien una vez escribió:
"Tengo en mi alma la certeza de que uno de mis descen-
dientes promulgará una obra que habrá de conmover el con-
cepto religioso del mundo." (George Albert Smith, "History

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of George Albert Smith," Departamento Histórico de La Igle-
sia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días, Salt Lake
City, Utah.)
José, el hijo de Asael, conocía muy bien su abundante
herencia espiritual. Al igual que su esposa, era una persona
muy devota y juntos enseñaban a sus hijos los principios de
la fe y la rectitud. No obstante, la familia parecía reflejar la
división que predominaba entre las diferentes iglesias de
Palmyra. Lucy Smith y tres de sus hijos—Hyrum, Samuel y
Sophronia—se habían unido a la Iglesia Presbiteriana, en
tanto que Joseph y su hijo mayor, Alvin, se afiliaron con los
metodistas. Pero no se sabe que esta circunstancia haya
provocado desavenencia alguna entre los miembros de la
familia.
Cuando en el hogar de Joseph y Lucy Smith llegó el
momento de bautizar a su hijo José, quien entonces tenía
catorce años de edad, éste debía decidir en qué religión lo
haría y entonces estudió con esmero las doctrinas de cada
iglesia. Puesto que era de una naturaleza profundamente
espiritual, el joven escuchó las declaraciones de los respec-
tivos ministros y las examinó de la mejor manera posible.
Al principio se sintió inclinado a seguir la fe de su padre y de
su hermano Alvin en la Iglesia Metodista, pero entonces
escuchó al ministro presbiteriano acusar a los metodistas y
su confianza en esa secta se debilitó. Luego, un ministro
bautista lo convenció de que los presbiterianos estaban
equivocados. Finalmente, un predicador ambulante lo per-
suadió a creer que todos, a excepción de él mismo, estaban
en el error.
Imaginemos a la familia Smith, sentado cada uno de sus
miembros a la mesa para cenar al final de un día de ardua
labor. La madre en un extremo, el padre en el otro, y los hijos
a ambos lados de la mesa. La conversación, como suele
suceder, se torna al tema de la religión y nos suponemos que

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L A R E S TA U RA C I Ó N

el joven José acaba de comentar que desea ser bautizado


pero que no logra decidir quién ha de bautizarlo.
"El propio Jesús fue bautizado/ 7 quizás haya dicho el
joven, "así que también yo necesito bautizarme. El ministro
de mamá me ha invitado a que lo haga en su iglesia, pero el
de papá dice que no podré ir al cielo con el bautismo pres-
biteriano. Luego el ministro bautista me asegura que él es el
único que sabe lo que es el bautismo. Y ahora no sé lo que
debo hacer. ¿Podría dejarles que me bauticen todos, uno a la
vez? ¿O debo escoger a uno solo de ellos? Y si fuera así, ¿a
quién escojo?"
Aunque quizás esto no haya sucedido exactamente así,
las preguntas del joven José Smith eran muy serias y sin-
ceras. Este joven extraordinario había sido educado en una
familia extraordinaria durante un período extraordinario de
la historia. Su interés era genuino y su corazón sincero.
Aunque era de corta edad—o quizás por tal motivo—era
sensible al Espíritu del Señor y estaba preparado para
responderle.
"En medio de esta guerra de palabras y tumulto de opi-
niones," escribiría más tarde José Smith en su relato histórico
personal acerca de aquella experiencia, "a menudo me decía
a mí mismo: ¿Qué se puede hacer? ¿Cuál de todos estos gru-
pos tiene razón; o están todos en error? Si uno de ellos es
verdadero, ¿cuál es, y cómo podré saberlo?"
José procuró encontrar las respuestas a esas preguntas en
las Escrituras, pero a veces todo lo que encontraba eran otras
preguntas adicionales. Quizás leyó la promesa que el Sal-
vador hizo a Sus discípulos al decirles, "y conoceréis la ver-
dad, y la verdad os hará libres" (Juan 8:32), y con anhelo
pensó cuándo habría de experimentar él mismo esa gloriosa
libertad. Probablemente leyó la declaración de Pablo, en
cuanto a que hay "un cuerpo, y un Espíritu, . . .un Señor,
una fe, un bautismo" (Efesios 4:4-5) y se preguntó: "Pero,
¿cuál es?"

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Entonces llegó el día en que cambió el curso de la vida
del joven José y de toda la familia Smith—y, también, de
millones de personas en todo el mundo.
José se hallaba un día leyendo la Biblia cuando encontró
una admonición sencilla y directa en la epístola de San-
tiago, que dice: "Y si alguno de vosotros tiene falta de
sabiduría, pídala a Dios, el cual da a todos abundantemente
y sin reproche, y le será dada." (Santiago 1:5.)
"Ningún pasaje de las Escrituras jamás penetró el
corazón de un hombre con más fuerza que éste en esta
ocasión, el mío," escribió José. "Pareció introducirse con
inmenso poder en cada fibra de mi corazón. Lo medité
repetidas veces, sabiendo que si alguien necesitaba sabiduría
de Dios, esa persona era yo; porque no sabía qué hacer, y a
menos que obtuviera mayor conocimiento del que hasta
entonces tenía, jamás llegaría a saber." (José Smith—Histo-
ria 1:12.)
Con la fe de alguien que apenas había salido de la niñez,
y motivado por la inspiración de las Escrituras y del Espíritu
Santo, José Smith decidió ir a un bosque cercano a su hogar
y poner a prueba la promesa de Santiago.
Era una hermosa mañana primaveral pero, al internarse
en el bosque, es probable que José fuera concentrándose más
en su cometido que en lo placentero de los alrededores. Era
la primera vez que pensaba en recurrir a la oración personal
para aclarar su confusión y su aflicción religiosa, y pasó
mucho tiempo tratando de articular en su mente las pa-
labras que iba a decir. Era tan grande su fe en que Dios
cumpliría la promesa de Santiago que, creo yo, el joven
estaba seguro de recibir una respuesta a su pregunta.
Lo que recibió, sin embargo, fue de tanta magnitud que
no resulta fácil comprenderlo.
José Smith se detuvo en el apacible y solitario lugar que
había escogido previamente en el bosque para aquella
ocasión tan especial. Mirando a su derredor para asegurarse

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L A R E S TA U RA C I Ó N

de que se encontraba solo, se arrodilló y empezó a orar. Casi


de inmediato, se apoderó de él una sensación de amenazante
obscuridad, como si una fuerza maligna estuviera tratando
de hacerle desistir de su propósito. Pero en lugar de ceder al
temor, José intensificó sus plegarias a Dios.
En el preciso momento en que sintió como "que estaba
por hundir[se] en la desesperación y entregar[se] a la
destrucción," el propio Dios le respondió.
". . .Vi una columna de luz, más brillante que el sol,
directamente arriba de mi cabeza; y esta luz gradualmente
descendió hasta descansar sobre mí," escribió José más
tarde. "Al reposar sobre mí la luz, vi en el aire arriba de mí
a dos Personajes, cuyo fulgor y gloria no admiten descrip-
ción. Uno de ellos me habló, llamándome por mi nombre, y
dijo, señalando al otro: "Este es mi Hijo Amado: ¡Escúchalo!"
(JSH 1:1-16.)
¡Dios, nuestro Padre Celestial, se apareció con Jesucristo,
Sü Hijo Resucitado—lo cual constituyó, verdaderamente,
una de las más extraordinarias manifestaciones espirituales
de todos los tiempos!
Pero, de acuerdo con este relato del acontecimiento, José
Smith no se detuvo a considerar las consecuencias históricas
de lo que estaba experimentando. Se consideraba a sí mismo
un simple joven que necesitaba una orientación espiritual
y, por consiguiente, sólo quiso hacer una pregunta: "¿Cuál
de todas las sectas era la verdadera y a cuál debía unirme?"
Se le dijo que no debía unirse a ninguna de las iglesias y
que las doctrinas puras del evangelio habían sido alteradas
a través de los siglos, desde los tiempos de la muerte y re-
surrección de Jesucristo. Y entonces, cumplida Su misión, el
Padre y Su Hijo Jesucristo se retiraron, dejando al joven José
físicamente exhausto pero espiritualmente enriquecido.
Poco después, habiéndose recobrado un tanto, José
emprendió el regreso a su hogar. Al verlo, su madre advir-
tió que algo inquietaba a su hijo.

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"Pierda cuidado, mamá, todo está bien; me siento bas-
tante bien," respondió el joven a las indagaciones de su
madre, y agregó: "He sabido a satisfacción mía que el pres-
biterianismo no es verdadero."
Con el tiempo, José Smith refirió lo acontecido a otras
personas. Su familia, que poseía una notable sensibilidad
espiritual, sabía que el joven estaba diciendo la verdad y lo
apoyaron desde el principio en sus declaraciones. Toda la
familia había sido preparada con anterioridad para asumir
una función significativa en la restauración del evangelio
por medio de su hijo y hermano, y cada uno respondió
debidamente.
Otros, sin embargo, reaccionaron con escepticismo y aun
con actos de violencia. La subsiguiente persecución por
parte de muchos que oyeron su historia llegó a ser tan
intensa, que José debe haberse sentido tentando a negarla o
al menos a hacer de cuenta que nunca había pasado nada.
Pero no podía negarlo.
Tiempo después, José Smith escribió lo siguiente: "Yo
efectivamente había visto una luz, y en medio de la luz vi a
dos Personajes, los cuales en realidad me hablaron; y aunque
se me odiaba y perseguía por decir que había visto una
visión, no obstante, era cierto; y mientras me perseguían, y
me vilipendiaban, y decían falsamente toda clase de mal en
contra de mí por afirmarlo, yo pensaba en mi corazón: ¿Por
qué me persiguen por decir la verdad? En realidad he visto
una visión, y ¿quién soy yo para oponerme a Dios?, o ¿por
qué piensa el mundo hacerme negar lo que realmente he
visto? Porque había visto una visión; yo lo sabía, y sabía que
Dios lo sabía; y no podía negarlo, ni osaría hacerlo; por lo
menos, sabía que haciéndolo, ofendería a Dios y caería bajo
condenación." (JSH 1:25.)
Durante más de tres años y sin el beneficio de recibir
instrucciones adicionales de Dios, José Smith sufrió tribula-
ciones y tentaciones por causa de su testimonio. Quizás

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L A R E S TA U R A C I Ó N

fuera que simplemente se le estaba sometiendo a un pro-


ceso de maduración, y si estaba siendo puesto a prueba debe
haberla superado porque, el 21 de septiembre de 1823,
comenzó el extenso y penoso desarrollo de la Restauración
cuando un visitante angelical llamado Moroni, un profeta
resucitado que había vivido en el antiguo continente ame-
ricano, se le apareció para decirle que Dios iba a encomen-
darle una tarea importante. Según Moroni, la tarea incluiría
lo siguiente: la restauración del verdadero Evangelio de Jesu-
cristo en su totalidad; la traducción de anales antiguos a
publicarse en forma de libro (conocido ahora como el Libro
de Mormón: Otro Testamento de Jesucristo); la restauración
del sacerdocio (o la autoridad para actuar en nombre de
Dios); el cumplimiento de la profecía bíblica de Malaquías en
cuanto al regreso del "profeta Elias, antes de que venga el
día de Jehová" con el propósito de hacer "volver el corazón
de los padres hacia los hijos, y el corazón de los hijos hacia
los padres" (Malaquías 4:5-6); el cumplimiento de otras pro-
fecías bíblicas con respecto a la restauración del evangelio; y
la preparación para la segunda venida de Cristo.
Por supuesto que estas cosas no pasaron todas a la vez.
Se le dio tiempo a José Smith para que fuera progresando en
el cometido. Por seguro que no es común que Dios designe
a un joven campesino como Su representante en la tierra y
como un nuevo profeta. Así y todo, sin duda José era aún
muy joven durante todo aquel proceso. Hasta 1827, cuando
comenzó a traducir el Libro de Mormón, fue recibiendo
instrucciones por parte de visitantes angelicales quienes,
también en ese transcurso, continuaron enseñándole, acon-
sejándole y guiándole. En 1829 se restauró la autoridad del
sacerdocio y se completó la traducción del Libro de Mor-
món. (En ios próximos dos capítulos nos referiremos más
detalladamente al Libro de Mormón y a la restauración del
sacerdocio.)
Mientras tanto, las noticias referentes al joven profeta y

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las aseveraciones de sus milagros fueron divulgándose, y,
como es de esperar, ello originó variadas reacciones.
Algunos le creyeron y lo apoyaron, mientras que otros lo
difamaron y lo persiguieron. La familia Smith debió sufrir
continuas dificultades pero a la vez recibió maravillosas ben-
diciones gracias a la obra de José, quien también padeció
todas las emociones humanas posibles, desde el dolor
angustioso que le causó la muerte de su amado hermano
Alvin en 1823, a la inmensa felicidad de su casamiento con
Emma Hale en 1827.
Su empresa espiritual fue de una diversidad similar.
Debió soportar la amargura de reprimendas celestiales y
asimismo disfrutó enormemente de las manifestaciones del
amor divino. Tal como lo había hecho con David, Samuel y
José en los tiempos del Antiguo Testamento, Dios escogió a
un jovencito inocente y falto de instrucción, incorrupto aún
por el mundo y maleable a Su divina voluntad, y lo modeló
y educó para que fuera Su profeta escogido.
El 6 de abril de 1830, unos diez años después de que
Dios respondiera a la humilde oración del aquel joven, se
organizó oficialmente La Iglesia de Jesucristo de los Santos
de los Últimos Días. El momento era propicio. El mundo se
hallaba ahora preparado. La Gran Apostasía había llegado a
su fin. Se restauró la autoridad de Dios para bautizar y
existía otra vez sobre la tierra la Iglesia de Jesucristo en su
plenitud.
Antes de que podamos comprender cada uno de los
notables acontecimientos que culminaron con la organi-
zación de la Iglesia en 1830, es menester que examinemos la
importante contribución hecha por el Libro de Mormón con
respecto a la Restauración.

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El Libro
de Mormón
CA P I T U L O C UA TR O

Cuando José Smith, el jovencito de catorce años de edad,


emergió del bosque aquella mañana de primavera en 1820,
llevaba ya consigo un nuevo conocimiento que, como su
abuelo Asael lo predijera, habría de conmover el concepto
religioso del mundo. Sabía con certeza que Dios, nuestro
Padre Celestial, y Su Hijo Jesucristo, eran seres reales, exal-
tados y glorificados. Sabía que eran dos personas separadas
y distintas, y no dos diferentes manifestaciones del mismo
Dios eterno. Y también sabía que no había entonces una sola
iglesia sobre la faz de la tierra que nuestro Padre Celestial y
Jesucristo pudieran considerar y, menos aún, aprobar sin
reservas.
Pero probablemente lo más importante que el joven José
Smith aprendió aquel día en el bosque al cual los miembros
de la Iglesia llaman hoy la Arboleda Sagrada, fue que los
cielos no están cerrados. Dios no está restringido. Por cierto
que no está restringido a los límites que han tratado de
imponerle algunas iglesias cristianas. Ante todos los que
dicen que las revelaciones terminaron al morir los apóstoles
originales de Cristo y que ya tenemos todas las instrucciones
que necesitamos del Señor, las declaraciones de José Smith
constituyen un solemne testimonio de que Dios no ha cerra-
do las puertas a Sus hijos. Dios nos ama a todos en la ac-

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tualidad tanto como amó a los que vivieron en la
antigüedad, y tiene tanto interés en nuestro bienestar como
lo tuvo en el de aquéllos.
¡Cuán reconfortante es esa grata certidumbre en este
mundo de confusión y desaliento en que vivimos! La paz y
la tranquilidad llenan el corazón de todo aquel que sabe que
hay un Dios en los cielos, un Padre Celestial que nos conoce
y se interesa por nosotros—individual y colectivamente—y
que se comunicará con nosotros, ya sea directamente o por
medio de Sus profetas vivientes, conforme a nuestras necesi-
dades.
Por supuesto que ha habido muchas personas que, a
través de los tiempos, disfrutaron de la guía y la inspiración
espirituales en cuestiones personales. Pero las revelaciones
por medio de los profetas habían cesado por largo tiempo y
la Iglesia organizada por nuestro Salvador había desapare-
cido de la tierra.
Al contar José a su familia y a otros la experiencia que
había tenido, muchos tuvieron la certeza de que estaba
diciendo la verdad y sintieron el mismo consuelo y la misma
paz interior. Como ya hemos indicado, los miembros de su
familia nunca dudaron en cuanto a la veracidad de su his-
toria y a otros les impresionó asimismo su inocencia y sin-
ceridad. Pero también hubo quienes se ofendieron ante sus
declaraciones, lo ridiculizaron y lo persiguieron por tener
la audacia de profesar una comunicación divina. Por lo ge-
neral, no obstante, la vida de José Smith y su familia con-
tinuó sin mayores dificultades por varios años después de
aquella manifestación que entre los Santos de los Últimos
Días ha llegado a conocerse como la Primera Visión.
Pero todo cambió en el otoño de 1823.
Trate de ponerse usted en el lugar del joven José Smith.
Es probable que no alcance entonces a entender las ramifi-
caciones de la experiencia que había tenido, pero sabe que la
tuvo y no puede dejar de considerar que algo se espera de

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E L L I B R O D E M O R M O N

usted. Entonces continúa orando y haciendo todo lo que


usted cree que debe hacer, pero por algún tiempo no recibe
otras respuestas—al menos, nada tan extraordinario como lo
que experimentara en el bosque hace apenas tres años, a la
edad de catorce. Y no puede menos que preguntarse por
qué.
Aunque José Smith estaba convencido de la realidad de
su visión, su propio relato histórico denota que le preocu-
paba haber sido "culpable de levedad, y en ocasiones me
asociaba con compañeros joviales... cosa que no corres-
pondía con la conducta que había de guardar uno que había
sido llamado por Dios..." Y así comenzó a pensar que quizás
su juventud y su natural temperamento jovial eran en cierto
modo impropios, y que ésa era la causa del silencio de Dios.
Si usted se sintiera de ese modo, podría tratar de recu-
rrir otra vez al Señor para recibir nuevamente aquella emo-
ción extraordinaria y la certidumbre de Su amor y Su
aprobación. Y ésta fue, en efecto, la razón por la que en la
noche del 21 de septiembre de 1823 el joven José Smith se
dedicó, según su relato, "a orar, pidiéndole a Dios
Todopoderoso perdón de todos mis pecados e impruden-
cias; y también una manifestación para saber de mi condi-
ción y posición ante [Dios]."
¿Fue José un tanto presuntuoso al esperar que Dios le
concedería una manifestación simplemente por pedírsela?
Es probable que sí. Pero tal era la naturaleza de su fe. "[Yo]
tenía la más absoluta confianza de obtener una mani-
festación divina," escribió, "como previamente la había
tenido." (JSH 1:28-29.)
Y en efecto, recibió una manifestación, pero no en la
forma que la esperaba. Esta vez lo visitó un ser resucitado
que dijo llamarse Moroni. Y, en vez de decirle simplemente
que todo estaba bien y que Dios aún lo amaba, Moroni le
encomendó una tarea.
Le dijo que existía un libro sagrado que había sido

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grabado en planchas (o láminas) de oro y que contenía la
historia de varios grupos de gente que en siglos anteriores
habitaron y desarrollaron notables civilizaciones en el con-
tinente americano. De acuerdo con Moroni, incluía asimismo
"la plenitud del evangelio eterno cual el Salvador lo había
comunicado a los antiguos habitantes." (JSH 1:34.)
En realidad, Moroni había sido uno de aquellos
"antiguos habitantes", y a él, su propio padre, el último de
un extenso linaje de profetas y líderes que preservaron esos
anales durante más de mil años, le había encomendado la
conservación de los mismos. A pesar de grandes problemas
y adversidades, Moroni pudo proteger las planchas de oro y
su contenido. Con el tiempo, tuvo la inspiración de escon-
derlas hasta el día en que Dios, en Su infinita sabiduría,
habría de revelarlas otra vez milagrosamente.
Ese día glorioso había llegado. José Smith iba a ser el
medio por el que se realizaría—tan pronto como estuviera
dispuesto para ello—ese milagro divino.
Moroni visitó a José Smith durante varios años a fin de
prepararlo espiritualmente para la tarea de traducir los
anales como parte de la restauración del Evangelio de Jesu-
cristo en su plenitud. Usted quizás por lógica se pregunte
qué tendrían que ver esos anales con la Restauración. Pro-
bablemente, si supiera un poco más acerca de este libro,
comprendería por qué los miembros de La Iglesia de Jesu-
cristo de los Santos de los Últimos Días lo valoran tanto. No
obstante, por favor tenga en cuenta que lo que sigue es sólo
un breve análisis de su contenido y que, a fin de apreciar
cabalmente el espíritu y significado del Libro de Mormón,
será menester que usted lo lea.
El Libro de Mormón: Otro Testamento de Jesucristo lleva
el nombre del padre de Moroni. Mormón fue un noble pro-
feta que vivió en el continente americano alrededor del año
400 a. de J.C. y tuvo la responsabilidad de recoger y compi-
lar la documentación que sus páginas contienen. El Libro

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E L L I B R O D E M O R M O N

de Mormón es un volumen de Escrituras comparable a la


Santa Biblia, puesto que constituye un registro de los con-
venios de Dios con varios grupos de gente que, procedentes
de la Tierra Santa, llegaron al continente americano muchos
siglos antes del nacimiento de Cristo. Trata principalmente
acerca de los descendientes de Lehi, un profeta que salió de
Jerusalén alrededor del año 600 a. de J.C, durante el primer
reinado de Sedecías, rey de Judá, poco antes de que Babilo-
nia destruyera Jerusalén.
El Libro de Mormón es una interesante combinación de
los estilos y modelos del Antiguo y el Nuevo Testamento.
Así como la Biblia contiene Escrituras reveladas por medio
de líderes espirituales como Moisés, Isaías, David, Mateo,
Lucas y Pablo, el Libro de Mormón está compuesto de
quince libros o relatos de Escrituras compiladas por hombres
tales como Nefi, Alma, Helamán, Mosíah y Éter. El mismo
incluye narraciones, historias y experiencias que promueven
la fe, relatos acerca del desarrollo y la caída de civilizaciones
completas, análisis doctrinarios, testimonios de la divina
misión de Jesucristo, el Señor resucitado, y profecías con-
cernientes a la época en que vivimos. La parte más impor-
tante del libro es el impresionante relato sobre la aparición
de Jesucristo a un grupo de Sus "otras ovejas" (Juan 10:16)
en el continente americano, poco después de Su resurrec-
ción en Jerusalén.
El Libro de Mormón está repleto de historias fascinantes.
Difícil sería, por ejemplo, encontrar en otros volúmenes un
relato comparable al de la aventura de Ammón, un hombre
que trabajaba al servicio de un rey y que, después de
defender valientemente los rebaños del monarca, consiguió
convertirlo junto con toda su familia a la fe de Cristo y Su
Iglesia (Alma 17-19). Ni podría usted leer algo tan hermoso
como la explicación doctrinaria sobre la fe que describe el
capítulo 32 de Alma. Y no puede haber una historia tan con-
movedora como la que se refiere al ministerio personal de

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Cristo entre aquella gente, en especial donde Jesús pide que
le traigan sus niños pequeñitos, entonces los bendice "uno
por uno" y ora por ellos (véase 3 Nefi 17).
Los siguientes breves pasajes de las Escrituras, tomados
de diferentes secciones del compendio, demuestran la
elocuencia sencilla y el poder del Libro de Mormón:
"Y sucedió que yo, Nefi, dije a mi padre: Iré y haré lo
que el Señor ha mandado, porque sé que él nunca da man-
damientos a los hijos de los hombres sin prepararles la vía
para que cumplan lo que les ha mandado/' (1 Nefi 3:7.)
"Y hablamos de Cristo, nos regocijamos en Cristo,
predicamos de Cristo, profetizamos de Cristo y escribimos
según nuestras profecías, para que nuestros hijos sepan a
qué fuente han de acudir para la remisión de sus pecados."
(2 Nefi 25:26.)
"Y he aquí, os digo estas cosas para que aprendáis
sabiduría; para que sepáis que cuando os halláis al servicio
de vuestros semejantes, sólo estáis al servicio de vuestro
Dios." (Mosíah 2:17.)
"Creed en Dios; creed que él existe, y que creó todas las
cosas, tanto en el cielo como en la tierra; creed que él tiene
toda sabiduría y todo poder, tanto en el cielo como en la
tierra; creed que el hombre no comprende todas las cosas
que el Señor puede comprender. Y además, creed que debéis
arrepentiros de vuestros pecados, y abandonarlos, y humi-
llaros ante Dios, y pedid con sinceridad de corazón que él os
perdone; y ahora bien, si creéis todas estas cosas, mirad que
las hagáis." (Mosíah 4:9-10.)
"¡Oh recuerda, hijo mío, y aprende sabiduría en tu juven-
tud; sí, aprende en tu juventud a guardar los mandamientos
de Dios!" (Alma 37:35.)
"Hasta entonces nunca habían combatido; no obstante,
no temían la muerte, y estimaban más la libertad de sus
padres que sus propias vidas; sí, sus madres les habían
enseñado que si no dudaban, Dios los libraría.

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E L L I B R O D E M OR M ON

"Y me repitieron las palabras de sus madres, diciendo:


No dudamos que nuestras madres Jo sabían." (Alma
56:47-48.)
Los miembros de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de
los Últimos Días no solamente aprecian el Libro de Mor-
món, sino que también creen que es la palabra de Dios. Ello
no descarta su creencia en la Santa Biblia y sus perpetuas e
inspiradas enseñanzas. En realidad, ambos volúmenes de
Escrituras se complementan y corroboran sus mensajes y su
doctrina. Debo también mencionar que los Santos de los
Últimos Días aceptan otros dos volúmenes de Escrituras:
Doctrina y Convenios, compuesto de las revelaciones
recibidas por José Smith y otros presidentes de la Iglesia, y
la Perla de Gran Precio, que contiene otras traducciones
proféticas y relatos históricos y que incluye la historia auto-
biográfica de las experiencias que tuvo José Smith y que ya
he mencionado anteriormente.
Aquí llegamos a la segunda cosa que usted debiera saber
acerca de nuestras Escrituras. Una de las grandes dificul-
tades que muchos cristianos tienen con respecto al Libro de
Mormón y otros libros canónicos de La Iglesia de Jesucristo
de los Santos de los Últimos Días, tiene que ver con una
firme creencia de que la Biblia contiene todas las verdades
que necesitamos conocer. Comprendo su interés y comparto
con ellos su fe en la Biblia, pero debo confesarle con toda
sinceridad que gracias al Libro de Mormón se ha acrecen-
tado mi amor por el Salvador y mi dedicación al cristia-
nismo, en gran parte porque me ayuda a entender muchas
de las preguntas doctrinales que la Biblia deja sin contestar.
Por ejemplo, el Nuevo Testamento deja perfectamente
aclarado el hecho de que el bautismo es una ordenanza esen-
cial. Aun Cristo fue bautizado a fin de cumplir "con toda
justicia/' (Mateo 3:15). Pero parece haber cierta confusión
en el mundo cristiano en cuanto a quién necesita ser bauti-
zado. Algunas iglesias enseñan que los niños pequeños

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nacen en el pecado y que, por lo tanto, necesitan ser bauti-
zados inmediatamente. Otras citan la enseñanza de Cristo
con respecto a los niños, "porque de los tales es el reino de
los cielos" (Mateo 19:14), y creen que el bautismo es estric-
tamente una ordenanza para adultos.
No obstante lo inspirada—e inspiradora—que es la Bi-
blia, usted no encontrará en ella una respuesta concluyente
sobre este dilema. Pero sí la hallará en el Libro de Mormón.
"He aquí, te digo que esto enseñarás: El arrepentimiento
y el bautismo a los que son responsables y capaces de come- '
ter pecado; sí, enseña a los padres que deben arrepentirse y
ser bautizados, y humillarse como sus niños pequeños, y se
salvarán todos ellos con sus pequeñitos.
"Y sus niños pequeños no necesitan el arrepentimiento,
ni tampoco el bautismo. He aquí, el bautismo es para
arrepentimiento a fin de cumplir los mandamientos para la
remisión de pecados.
"Mas los niños pequeños viven en Cristo, aun desde la
fundación del mundo; de no ser así, Dios es un Dios par-
cial, y también un Dios variable que hace acepción de per-
sonas; porque ¡cuántos son los pequeñitos que han muerto
sin el bautismo!" (Moroni 8:10-12.)
El tema se aclara aún más en una revelación dada al pro-
feta José Smith la cual se encuentra en Doctrina y Conve-
nios, por cuyo intermedio el Señor indica que los niños
deben bautizarse a la edad de ocho años. (Véase D. y C.
68:27.)
¡Qué bendición es poder contar con un entendimiento
adicional de la doctrina divina a fin de aumentar nuestro
conocimiento acerca de nuestro Padre Celestial y acrecen-
tar así nuestra relación con el Señor!
El bautismo de los niños pequeños es apenas uno de los
numerosos temas y asuntos doctrinales que se aclaran en
las páginas del Libro de Mormón. ¿Ha pensado usted alguna
vez en lo que significa exactamente ser resucitado? Aunque

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menciona este tema, la Biblia no suministra detalle alguno


sobre el particular. Pero Amulek, un profeta del Libro de
Mormón, lo explica de esta manera:
"El espíritu y el cuerpo serán reunidos otra vez en su
perfecta forma los miembros así como las coyunturas serán
restaurados a su propia forma, tal como nos hallamos ahora;
y seremos llevados ante Dios, conociendo tal como ahora
conocemos, y tendremos un vivo recuerdo de toda nuestra
culpa.
"Pues bien, esta restauración vendrá sobre todos," con-
tinúa diciendo Amulek, "tanto viejos como jóvenes, esclavos
así como libres, varones así como mujeres, malvados así
como justos; y no se perderá ni un solo pelo de su cabeza,
sino que todo será restablecido a su perfecta forma..." (Alma
11:33-34.)
Un esclarecimiento similar puede encontrarse con-
cerniente a la caída de Adán (véase 2 Nefi 2), la expiación de
Cristo (véase Alma 42), y aun el propio Libro de Mormón,
incluso una explicación en cuanto a cómo puede uno saber
por sí mismo si el libro es o no la palabra de Dios (véase
Moroni 10:3-5). El Libro de Mormón ofrece una doctrina
pura y concisa que no ha sido alterada por filósofos, conci-
lios, consultantes religiosos ni reyes. A diferencia del pro-
ceso evolutivo que dio origen a la Biblia, el Libro de Mormón
es el resultado de una sola traducción desde que fuera origi-
nalmente grabado en planchas de oro hasta que apareció en
1830 como la manifestación en papel y tinta del Evangelio
restaurado de Jesucristo.
Y esto es todo lo que necesitamos decir con respecto al
Libro de Mormón. Aunque habían pasado más de siete años
entre la fecha de la Primera Visión y el momento en que le
fueron confiadas las planchas de oro y se le permitió comen-
zar la tarea de traducir, fue muy relativo lo que cambió en
cuanto a la preparación física de José Smith. Todavía con-
tinuaba siendo un joven pobre de un rincón del estado de

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Nueva York, sin mucha educación y un tanto rústico.
Aunque le enseñaron ángeles, gran parte de esa educación
fue para fortalecer su conocimiento acerca del evangelio y su
fe, y para enriquecer su sensibilidad espiritual. La traducción
de las planchas de oro—una penosa tarea de dictado y trans-
cripción a mano—no fue el resultado de habilidades y
destrezas adquiridas de improviso. Fue, en realidad, algo
milagroso—ni más, ni menos. Dios tomó de la mano a un
joven sencillo y fiel y, juntos, transformaron los rasgos de la
religión contemporánea.
Más de treinta años después de la muerte de José Smith,
su hijo Joseph III entrevistó a Emma, su madre y viuda del
Profeta. Emma se había vuelto a casar y no era ya miembro
de la Iglesia. No obstante, habiendo sido uno de los pocos
testigos de la traducción en sí del Libro de Mormón, ofreció
un testimonio conmovedor.
"José Smith no podía escribir ni dictar siquiera una carta
coherente y bien redactada, y menos aún dictar un libro de
la naturaleza del Libro de Mormón," le dijo Emma a su hijo,
"y aunque yo participaba activamente durante la traduc-
ción de las planchas de oro y tuve conocimiento de las cosas
que acontecían, es para mí algo asombroso—una obra mara-
villosa y un prodigio—tanto como para cualquier otra per-
sona.
"Yo creo que el Libro de Mormón es auténticamente
divino, y no tengo ninguna duda sobre ello/' continuó
diciendo. "Estoy segura de que nadie podría haber dictado
el contenido de los textos originales sin contar con la
inspiración necesaria; cuando ayudaba yo como escribiente,
tu padre me dictaba hora tras hora y, al regresar después de
comer o al cabo de cualquier interrupción, reasumía el dic-
tado en el preciso lugar donde lo había dejado sin siquiera
cotejar el original o pedirme que leyera ninguna porción del
dictado anterior. Así lo hacía siempre. Difícilmente habría
podido hacerlo un erudito y, por supuesto, era imposible

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que lo hubiera hecho una persona tan ignorante y de poca


educación como lo era él." (Joseph Smith Letter Books,
Departamento Histórico de La Iglesia de Jesucristo de los
Santos de los Últimos Días, pág. 1.)
Otras personas que trabajaron junto al Profeta durante la
traducción ofrecieron testimonios semejantes. Las primeras
páginas del Libro de Mormón contienen dos de estos testi-
monios, uno firmado por tres hombres y el otro por ocho,
declarando cada uno de ellos haber sido testigos de la
divinidad del mismo. Entre dichos testigos hubo algunos
que luego se apartaron de la Iglesia, pero aunque no
pudieron soportar la persecución de aquellos días o tuvieron
diferencia de opiniones con José Smith u otros líderes pos-
teriores de la Iglesia, nunca desmintieron su testimonio de
que el Libro de Mormón fue revelado por el don y el poder
de Dios.
Las declaraciones de tales testigos son de gran impor-
tancia, pero más aún es el testimonio de la Veracidad del
Libro de Mormón que el Espíritu Santo puede conceder indi-
vidualmente a todo creyente. Casi al final del libro, Moroni
hace esta significativa promesa: "Y cuando recibáis estas
cosas, quisiera exhortaros a que preguntéis a Dios el Eterno
Padre, en el nombre de Cristo, si no son verdaderas estas
cosas; y si pedís con un corazón sincero, con verdadera
intención, teniendo fe en Cristo, él os manifestará la verdad
de ellas por el poder del Espíritu Santo; y por el poder del
Espíritu Santo podréis conocer la verdad de todas las cosas."
(Moroni 10:4-5.)
Es precisamente gracias a ese poder que yo he adquirido
un profundo y firme testimonio en cuanto al Libro de Mor-
món. Yo sé que es la palabra de Dios porque lo he leído
muchas, muchas veces. He meditado acerca del mismo. He
orado y suplicado a Dios que me confirme si es verdadero,
y he recibido ese testimonio en la manera que todo hombre
y toda mujer puede recibirlo—de la única manera en que se

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recibe—por medio del poder del Espíritu Santo, que me ha
dado la dulce certidumbre de que el Libro de Mormón es
verídico. A raíz de haber estudiado el Libro de Mormón y de
vivir conforme a sus preceptos, he llegado a conocer mejor
al Señor y he aprovechado Sus enseñanzas contenidas en
ese libro para fortalecer a mis hijos y a mis nietos.
El apóstol Pablo exhortó a los santos de Tesalónica,
diciéndoles: "Examinadlo todo; retened lo bueno." (1 Tesa-
lonicenses 5:21.) Yo creo simple y sinceramente que todo
aquel que se disponga a examinar el Libro de Mormón—es
decir, a estudiarlo, a reflexionar acerca del mismo y pedirle
a Dios que le revele si es verdadero—tendrá el deseo de
"retenerlo" porque es, en realidad, la palabra de Dios. Así lo
declaró otro noble profeta del Libro de Mormón: "Y si creéis
en Cristo, creeréis en estas palabras, porque son las palabras
de Cristo, y él me las ha dado; y enseñan a todos los hombres
que deben hacer lo bueno." (2 Nefi 33:10.)
El mensaje de Nefi es el punto principal del Libro de
Mormón: traer a los hombres a Cristo y enseñarles a "hacer
lo bueno." Y, de acuerdo con el profeta Mormón, ésa es una
buena indicación de que el libro es digno de nuestro interés
y consideración. Mormón escribió lo siguiente:
"Pues he aquí, a todo hombre se da el Espíritu de Cristo
para que sepa discernir el bien del mal; por tanto, os muestro
la manera de juzgar; porque toda cosa que invita a hacer lo
bueno, y persuade a creer en Cristo, es enviada por el poder
y el don de Cristo, por lo que sabréis, con un conocimiento
perfecto, que es de Dios.
"Pero cualquier cosa que persuade a los hombres a hacer
lo malo, y a no creer en Cristo, y a negarlo, y a no servir a
Dios, entonces sabréis, con un conocimiento perfecto, que
es del diablo; porque de este modo obra el diablo, porque él
no persuade a ningún hombre a hacer lo bueno, no, ni a uno
solo; ni lo hacen sus ángeles; ni los que a él se sujetan.
"Por tanto, os suplico, hermanos, que busquéis diligen-

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temente en la luz de Cristo, para que podáis discernir el bien


del mal; y si os aferráis a todo lo bueno, y no lo condenáis,
ciertamente seréis hijos de Cristo/' (Moroni 7:16-17,19.)
Este es un buen consejo de las Escrituras—para la
antigüedad, para la actualidad y para siempre.

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El Sacerdocio
de Dios
C A P I T U L O C I N C O

Imaginemos por un momento que usted y yo nos encon-


tramos manejando nuestros respectivos automóviles—yo
detrás de usted—por una carretera. De pronto, usted cambia
de carril sin hacer señal alguna.
Inmediatamente hago sonar la bocina, apresuro la mar-
cha para ponerme a la par de su vehículo y con un ademán
le indico que se detenga. Ambos salimos a la vera del
camino. Yo desciendo de mi automóvil y, acercándome, le
informo que usted acaba de cometer una infracción y que es
mi intención aplicarle todo el rigor de la ley.
¿Qué haría usted en tal caso?
Es probable que me exija que le muestre algún docu-
mento que acredite mi autoridad para ello, ¿no es así?
Querrá saber qué derecho tengo para hacerle cumplir la ley.
Seguramente pondrá en duda mis palabras y no aceptará
mis protestas a menos que le demuestre, en forma clara, que
poseo dicha autoridad.
La autoridad es uno de esos conceptos que la mayoría de
la gente parece sobreentender en forma natural, probable-
mente porque es algo que gobierna nuestra vida cotidiana y
lo hemos venido aceptando desde tiempo inmemorial.
Cuando asistíamos a la escuela, reconocíamos automática-
mente que los maestros y administradores tenían la autori-

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dad para decirnos lo que teníamos que hacer. Hoy, cuando
el jefe nos ordena que hagamos algo, lo hacemos. Si se pro-
mulga una ley, la obedecemos. Cuando oímos una sirena
policial, nos hacemos a un lado. Pero cuando usted se
encuentra en su casa, en su automóvil o en su negocio, todo
está a su cargo y no sería apropiado que yo le dijera lo que
debe hacer o adopte decisiones por usted sin que me lo per-
mita o autorice.
Esto es algo natural en el mundo entero. Estoy agrade-
cido, y creo que también lo estará usted, que sea así. Y
aunque este concepto impone implícitamente ciertos límites
a nuestra absoluta libertad, sin autoridad viviríamos en una
anarquía y un caos completos. ¿Imagina usted cómo sería
el mundo si cualquier persona pudiera hacer lo que se le
ocurriera en todo momento, con permiso o sin él? En la
autoridad encontramos seguridad, e incluso la autoridad
divina nos provee una seguridad espiritual.
José Smith anhelaba tener esa seguridad espiritual.
Como ya lo hemos mencionado, él vivió en una época y un
lugar en que abundaban los sentimientos religiosos. Durante
su búsqueda de la verdad, se puso en contacto con dife-
rentes ministros que afirmaban tener la autoridad de Dios.
Su ferviente oración a Dios en la Arboleda Sagrada fue a
consecuencia de su deseo de ser bautizado en la iglesia ver-
dadera de nuestro Padre Celestial. Pero aunque se dio
cuenta de que ninguna de las iglesias de su época era
verídica, no fue sino hasta después de haber comenzado a
traducir el Libro de Mormón que reconoció que se nece-
sitaba recibir la autoridad genuina del sacerdocio de Dios.
De acuerdo con el relato de José Smith, las enseñanzas
del libro con respecto al bautismo despertaron su interés en
el concepto doctrinal del sacerdocio. A medida que, con la
ayuda de Oliver Cowdery, quien le servía entonces como
escribiente, traducían las planchas de oro, fueron apren-
diendo que era importante " [seguir] a vuestro Señor y Sal-

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vador y [descender] al agua según su palabra" (2 Nefi 31:13).


Les impresionó sobremanera la explicación de Nefi que dice:
"Si el Cordero de Dios, que es Santo, tiene necesidad de ser
bautizado en el agua para cumplir con toda justicia, ¡cuánto
mayor es, entonces, la necesidad que tenemos nosotros,
siendo pecadores, de ser bautizados, sí, en el agua!" (2 Nefi
31:5.) Y también la promesa del Señor: "A quien se bautice
en mi nombre, el Padre dará el Espíritu Santo, como a mí;
por tanto, seguidme y haced las cosas que me habéis visto
hacer." (2 Nefi 31:12.)
Pero esto les creaba un problema. Era evidente que el
bautismo constituía algo fundamental en el reino de Dios,
pero también lo era que ninguno estaba autorizado para lle-
var a cabo esa ordenanza. José y Oliver habían leído que
Alma bautizaba a la gente "teniendo autoridad del
Todopoderoso." (Mosíah 18:13.) Y estaban asimismo fami-
liarizados con la declaración ministerial de Pablo a los
hebreos de que "nadie toma para sí esta honra, sino el que es
llamado por Dios, como lo fue Aarón." (Hebreos 5:4.) Proba-
blemente tenían también conocimiento de la explicación que
da el Antiguo Testamento en cuanto a que Aarón recibió su
posición sacerdotal por medio de su hermano, el profeta
Moisés, quien poseía la autoridad de Dios (véase Éxodo
28:1), y que era común en esos días que todo aquel a quien
se llamaba al santo ministerio, recibía autoridad mediante la
imposición de manos a través de aquellos que eran ordena-
dos para ello (véase Números 27:18).
Basado en todo lo que había aprendido de fuentes celes-
tiales en años anteriores, José Smith sabía que la completa
autoridad del sacerdocio de Dios no existía ya en la tierra.
Por lo tanto, ¿cómo podrían, él y otros, recibir las bendi-
ciones del bautismo? José entendía que no era suyo el dere-
cho de "tomar sobre sí esta honra", pero ¿dónde podía
encontrar al representante autorizado por Dios que le
proveyera tal bendición?

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Este dilema preocupó mucho a José y a Oliver. Final-
mente, decidieron presentar el caso ante el Señor. El 15 de
mayo de 1829 fueron a un lugar aislado en las riberas del
río Susquehanna, cerca de Harmony, en el estado de Pensil-
vania, y con humildad de corazón suplicaron a Dios. Mien-
tras oraban fervientemente, se les apareció un mensajero
celestial: Juan el Bautista, en estado resucitado. Era el mismo
Juan que, en virtud de la autoridad que tenía, había bauti-
zado a Jesucristo dos mil años antes en el río Jordán.
Juan el Bautista les dijo a José Smith y a Oliver Cowdery
que Dios lo había enviado para que restaurara la autoridad
del sacerdocio, el cual había desaparecido de la tierra con la
disolución del Consejo de los Doce Apóstoles poco después
del año 100 de nuestra era. Y poniendo sus manos sobre la
cabeza de ambos, pronunció estas magníficas palabras:
"Sobre vosotros, mis consiervos, en el nombre del Mesías,
confiero el Sacerdocio de Aarón, el cual tiene las llaves del
ministerio de ángeles, y del evangelio del arrepentimiento,
y del bautismo por inmersión para la remisión de pecados;
y este sacerdocio nunca más será quitado de la tierra, hasta
que los hijos de Leví de nuevo ofrezcan al Señor un sacrifi-
cio en rectitud/' (D. y C. 13:1.)
Juan el Bautista les declaró a José y a Oliver Cowdery
que "este Sacerdocio Aarónico no tenía el poder de imponer
las manos para comunicar el don del Espíritu Santo, pero
que se [les] conferiría más adelante," según José Smith
escribió en su historia, la cual se encuentra en la compilación
de Escrituras llamada la Perla de Gran Precio. "Y nos mandó
bautizarnos, indicándonos que yo bautizara a Oliver Cow-
dery, y que después me bautizara él a mí.
"Por consiguiente, fuimos y nos bautizamos. Yo lo bau-
ticé primero y luego me bautizó él a mí—después de lo cual
puse mis manos sobre su cabeza y lo ordené al Sacerdocio de
Aarón, y luego él puso sus manos sobre mí y me ordenó al

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E L SA C E R D O CI O D E D I O S

mismo sacerdocio—porque así se nos había mandado." (JSH


1:70-71.)
Como es de esperarse, el bautismo por inmersión total
en las aguas del río Susquehanna (de acuerdo con las
instrucciones que habían recibido) y su ordenación al sacer-
docio, constituyeron una asombrosa experiencia para estos
dos hombres. José escribió luego que, inmediatamente
después de haber salido de las aguas bautismales, sintieron
"grandes y gloriosas bendiciones de nuestro Padre Celes-
tial.
"Fuimos llenos del Espíritu Santo," dijo, "y nos regoci-
jamos en el Dios de nuestra salvación." (JSH 1:73.)
Como Juan el Bautista lo declarara, José y Oliver reci-
bieron así el Sacerdocio de Aarón, o Sacerdocio Aarónico, y
al hacerlo se maravillaron por las bendiciones y oportu-
nidades que ello brindaba ahora a su vida. Pero a medida
que continuaban en sus labores, comenzaron a entender lo
que aquel mensajero celestial les había dicho en cuanto a las
limitaciones de la autoridad del Sacerdocio Aarónico.
Podían bautizar pero carecían de la autoridad para llevar a
cabo las cosas que Cristo y Sus apóstoles habían hecho, tal
como conferir el don del Espíritu Santo y dar bendiciones de
salud a los enfermos. Y José comprendía que tampoco tenía
la autoridad para reorganizar la Iglesia de Cristo sobre la
tierra, aunque sabía que se le estaba preparando para la
tarea. Por consiguiente, poco tiempo después de haber
recibido el Sacerdocio Aarónico, José y Oliver procuraron
nuevamente la soledad de la naturaleza a fin de pedirle a
Dios que les diera el conocimiento que necesitaban.
Y de nuevo el Señor les respondió milagrosamente. Esta
vez fueron visitados por Pedro, Santiago y Juan, tres de los
Doce Apóstoles originales a quienes el propio Jesús confirió
la autoridad del sacerdocio. Pedro, Santiago y Juan pusieron
sus manos sobre la cabeza de José y la cabeza de Oliver y les
confirieron el Sacerdocio de Melquisedec, una clase de

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autoridad del sacerdocio más amplia y completa. Este sa-
cerdocio lleva el nombre de Melquisedec, uno de los nobles
sumo sacerdotes de la época del Antiguo Testamento.
Abarca la autoridad de Dios para efectuar todas las orde-
nanzas del Evangelio de Jesucristo. También le concedieron
a José Smith toda la autoridad del sacerdocio que necesi-
taría para restaurar completamente el Evangelio de Jesu-
cristo en la tierra. De este modo, recibió entonces la autori-
zación de Dios para organizar Su Iglesia—La Iglesia de
Jesucristo de los Santos de los Últimos Días.
La autoridad del sacerdocio era fundamental para José
Smith y para la importante misión que debía realizar, tal
como fue siempre una parte indispensable del ministerio
completo de nuestro Padre Celestial entre Sus hijos. Las
ordenanzas esenciales del Evangelio, tales como el bautismo,
son solamente posibles mediante la autoridad del sacerdo-
cio. Así como Naamán, el general del ejército sirio, fue
curado de su lepra cuando siguió las instrucciones que el
profeta Eliseo le dio de lavarse siete veces en el río Jordán (2
Reyes 5:1-14), también nosotros podemos recibir bendi-
ciones al efectuar las ordenanzas del Evangelio bajo la direc-
ción de quienes han recibido la autoridad de Dios.
Históricamente, el Señor ha sido siempre muy particular
en cuanto a quienes confía Su autoridad. "No me elegisteis
vosotros a mí," les recordó Jesús a Sus apóstoles, "sino que
yo os elegí a vosotros.,, (Juan 15:16.) El sacerdocio es el poder
y la autoridad que Dios ha dado a hombres dignos para que
efectúen todas las ordenanzas de la salvación para que tanto
el hombre como la mujer obtengan las bendiciones prometi-
das por Dios, incluso la exaltación eterna en Su presencia. Es
el poder mediante el cual fue creado el mundo y se han rea-
lizado los milagros desde la época de Adán hasta nuestros
días. De acuerdo con John Taylor, el tercer Presidente de La
Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días, el
sacerdocio "es la gobernación de Dios, ya sea en la tierra

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E L SA C E R D O CI O D E D IO S

como en los cielos, porque es por ese poder, delegación o


principio que se sustentan y sostienen todas las cosas. Go-
bierna todas las cosas, dirige todas las cosas, defiende todas
las cosas y se refiere a todas las cosas que se relacionan con
Dios y con la verdad." (The Millennial Star, noviembre 1 de
1847, 9:321.) Aunque Dios haya decidido conferir la autori-
dad del sacerdocio al hombre, debemos reconocer que no
se trata de una diferencia de sexos sino de responsabilidades.
Actualmente, en las congregaciones mormonas de todo
el mundo, los jóvenes ordenados en el Sacerdocio Aarónico
ofician en la preparación, bendición y distribución de los
emblemas sacramentales del cuerpo y la sangre de Cristo
en reuniones semanales de adoración. También poseen la
autoridad para bautizar, recoger donaciones para beneficio
de los pobres y prestar servicio a los miembros de la Iglesia
en sus hogares. A su vez, los hombres que han sido ordena-
dos en el Sacerdocio de Melquisedec dirigen las reuniones,
efectúan las ordenanzas sagradas y proveen bendiciones
para la salud física, espiritual y emocional de la gente. Los
Santos de los Últimos Días pueden, por medio del sacerdo-
cio, recurrir a los poderes divinos para provecho propio y de
los demás.
Puesto que me he estado refiriendo a la necesidad de
que los que afirman representar a Dios tengan para ello Su
autoridad, bien le corresponde a usted proponerme la
misma pregunta que formulé a los ministros religiosos que
mis misioneros en Canadá congregaron para que yo les
hablara: ¿De dónde provino mi autoridad? Y me complace
poder responder a esa pregunta.
Fui ordenado Apóstol (uno de los oficios del Sacerdocio
de Melquisedec) el 10 de octubre de 1985 por Gordon B.
Hinckley, quien fue ordenado por David O. McKay, quien a
su vez fue ordenado por Joseph F. Smith, el que fue orde-
nado por Brigham Young (sí, aquel mismo Brigham Young),
quien recibió su ordenación de los Tres Testigos del Libro

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de Mormón (Oliver Cowdery, Martin Harris y David Whit-
mer, cuyo testimonio conjunto se encuentra al principio de
ese libro), quienes a su vez fueron ordenados por José Smith
y Oliver Cowdery, que fueron ordenados por Pedro, San-
tiago y Juan, y éstos lo fueron bajo las manos de Jesucristo.
En otras palabras, yo puedo trazar la autoridad de mi
sacerdocio apostólico a través de sólo ocho sucesiones hasta
la fuente máxima de toda autoridad del sacerdocio de La
Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días: el
propio Jesucristo.
Comprenda, por favor, que no estoy diciendo estas cosas
para vanagloriarme. Agradezco mucho al Señor el privilegio
de servirle. Yo reconozco y admito libremente que mi autori-
dad para actuar en el nombre de Dios no es en realidad mía,
sino de El. Pero cometería un gran error si no le dijera a
usted que tengo completa y cabal confianza en el poder del
sacerdocio que Dios me ha conferido por medio de Sus re-
presentantes debidamente ordenados.
Es necesario recalcar, sin embargo, que el simple hecho
de poseer el sacerdocio no es suficiente para que, de por sí,
un hombre obtenga autoridad alguna. Todo aquel que haya
sido ordenado en el sacerdocio debe esforzarse por obedecer
los mandamientos de Dios. El Señor le enseñó a José Smith
que " ningún poder o influencia se puede ni se debe man-
tener en virtud del sacerdocio/' Esa influencia, le dijo el
Señor, es el resultado de vivir conforme a virtudes cristianas
tales como la persuasión, longanimidad, benignidad, manse-
dumbre, el amor sincero, la bondad y el conocimiento puro,
"lo cual ennoblecerá grandemente el alma sin hipocresía y
sin malicia." (D. y C. 121:41-42.)
Asimismo, el Señor advirtió a José Smith que "cuando
intentamos encubrir nuestros pecados, o satisfacer nuestro
orgullo, nuestra vana ambición, o ejercer mando, dominio o
cumpulsión sobre las almas de los hijos de los hombres, en
cualquier grado de injusticia, he aquí, los cielos se retiran, el

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EL SACERDOCIO DE DIOS
Espíritu del Señor es ofendido, y cuando se aparta, se acabó
el sacerdocio o autoridad de tal hombre." (D. y C. 121:37.)
En otras palabras, la persona que no se esfuerza por obe-
decer los mandamientos divinos no es digna de represen-
tar a Dios en la tierra. Por supuesto que esto no significa que
todos los poseedores del sacerdocio deban vivir una vida
perfecta—solamente Cristo fue capaz de tal perfección. Pero
sí se espera que hagan todo lo posible por vivir un vida de
rectitud y digna del poder que se les ha dado.
Cuando la fe y la lealtad acompañan la autoridad del
sacerdocio, muchas cosas maravillosas suceden en la vida
del hombre, la mujer y la familia. Las Escrituras nos enseñan
que el Señor, "llamando a sus doce discípulos, les dio autori-
dad sobre los espíritus inmundos, para que los echasen
fuera, y para sanar toda enfermedad y toda dolencia."
(Mateo 10:1; véase también Marcos 3:14, Marcos 6:7 y Lucas
9:1.) Fue precisamente esa autoridad la que Pedro utilizó
cuando curó al cojo que pedía limosna frente al templo de
Jerusalén, poco después del día de Pentecostés.
"No tengo plata ni oro," le dijo Pedro, "pero lo que tengo
te doy; en el nombre de Jesucristo de Nazaret, levántate y
anda.
"Y tomándole por la mano derecha le levantó; y al
momento se le afirmaron los pies y tobillos;
"y saltando, se puso de pie y anduvo; y entró con ellos
en el templo, andando, y saltando, y alabando a Dios."
(Hechos 3:6-8.)
Los grandes y poderosos milagros de sanidades, reha-
bilitación y revelaciones debidamente efectuados por medio
de la autoridad del sacerdocio ocurren también en nuestros
días. Quisiera referirme a una de mis experiencias perso-
nales.
Hace algunos años, una joven me contó acerca de las
dificultades que una hermana suya estaba teniendo con su
salud física durante su embarazo. Me sentí muy afligido y

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preocupado por la condición de aquella mujer y su futuro
niño, y quise saber si había algo que yo pudiera hacer al
respecto. Esa noche, mientras me hallaba leyendo las Escri-
turas, tuve la fuerte impresión de que debía visitar a aque-
lla mujer enferma, quien era miembro de la Iglesia. Habien-
do recibido antes impulsos semejantes, he aprendido que
no debo hacerles caso omiso sino simplemente responder a
ellos. Entonces le pedí a mi esposa que me acompañara para
visitar a la joven madre.
"No sé en realidad por qué estoy aquí," le dije al esposo
cuando, al llamar, nos abrió la puerta, "pero he tenido la
impresión de que debía ver a su esposa."
"Hermano Ballard," respondió el joven esposo, "no creo
que ella pueda recibirle. Ha estado tan enferma que no ha
querido ver a nadie."
"Por favor," dije entonces, "dígale que estamos aquí y a
qué hemos venido."
Mientras esperábamos, observamos algunas fotografías
de la familia que se hallaban en la sala. Entre ellas estaba la
de uno de sus hijos, un niño seriamente incapacitado. Tam-
bién había una fotografía de un niño menor que lo mostraba
muy sano y ansioso de tener un hermanito o hermanita con
quien poder jugar. Mi esposa hizo mención del bebé que le
nació muerto a esa familia y de las increíbles dificultades
que esa joven madre había padecido en cada uno de sus
embarazos. La decisión de tener otro hijo debe haber sido
algo muy penoso para aquel matrimonio. Era muy probable
que hubieran meditado y orado mucho para ello y que reci-
bieran una confirmación espiritual—lo cual hacía más
desconcertante aún la circunstancia.
Al cabo de unos momentos, la joven madre entró a la
sala. Aparentaba estar muy débil y sufriendo mucho dolor
a causa de una inflamación que le cubría un lado del rostro
y el cuello con llagas espantosas. De acuerdo con su esposo,

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las plaquetas de sangre eran tan escasas que la vida de la


pobre mujer y de su niño estaban en peligro.
Tomé entre las mías las manos de la joven madre y le
dije la simple verdad: "El Señor me ha enviado aquí para
que le dé una bendición."
Su esposo, su padre y yo pusimos nuestras manos sobre
su cabeza y me sentí espiritualmente impulsado a darle una
bendición para su completa y cabal curación.
"En aquel momento," había de escribir ella más tarde,
"sentí que una fuerza recorrió mi cuerpo hasta mis pies...
Sentí que el Espíritu del Señor estaba allí, hermano Ballard.
Yo sentí que me hablaba por intermedio suyo... Me dio la
fortaleza de proseguir con fe y completar una tarea que
parecía ser imposible. Después de recibir esa bendición, en
mi corazón tuve la certeza de que había de ser bendecida
con un niño saludable."
Y así fue.
"¡Nuestro pequeñito ha traído mucha comprensión y
gozo a nuestra vida!", escribió aquella madre. "Con este
pequeñito, el Señor nos ha enviado un precioso regalo de
amor."
Muchos son los milagros maravillosos que se realizan
por medio de la autoridad del sacerdocio. En la mayoría de
los casos, sin embargo, la autoridad del sacerdocio obra en
silencio y con sencillez en la vida de quienes lo respetan y
viven con dignidad. Posibilita a todo creyente fiel la reali-
zación de sagrados convenios con el Señor mediante el
bautismo y la confirmación de los mismos, cada semana, al
participar en la Iglesia de los emblemas de la Santa Cena.
Las bendiciones del sacerdocio imparten consuelo y paz,
como así también la fortaleza necesaria para contrarrestar
los problemas de la vida. Y los oficios del sacerdocio auto-
rizan a los líderes de la Iglesia a obrar, de acuerdo con sus
respectivos cargos y asignaciones, en las funciones admi-
nistrativas de la misma.

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En ningún otro lugar se manifiestan el esplendor y el
poder de la autoridad del sacerdocio como en los sagrados
edificios que llamamos templos. Quizás usted haya visto o
visitado uno de nuestros templos. Estos edificios son dife-
rentes de nuestras capillas, en las cuales llevamos a cabo los
servicios dominicales de adoración y otras actividades de
entre semana. Los templos son edificios dedicados para que
los miembros dignos, fieles y devotos de la Iglesia participen
en sagradas ordenanzas para esta vida y para la eternidad.
Ahora bien, yo reconozco cuán presuntuoso le parecerá
que un hombre declare poseer una autoridad que abarque
hasta los cielos. Pero no hay que olvidar que se trata de una
autoridad divina y que sólo tiene los límites que Dios desee
imponerle. Y también debemos recordar las palabras que
declaró el Señor a quienes había conferido esa autoridad:
"Lo que atéis en la tierra, será atado en el cielo; y todo lo
que desatéis en la tierra, será desatado en el cielo." (Mateo
18:18.) Existe, pues, un claro precedente en cuanto a nuestra
creencia de que la autoridad del sacerdocio es de naturaleza
eterna.
De entre todas las oportunidades que la autoridad de
mi sacerdocio me confiere, ninguna es tan sublime como la
del privilegio de estar en uno de nuestros templos y, repre-
sentando al Maestro, oficiar en la unión matrimonial de dos
de Sus hijos dignos y fieles. No importa particularmente
quiénes sean o de dónde proceden, estas parejas lucen siem-
pre resplandecientes, con el brillo del amor y la fe refleján-
dose en sus ojos. Por lo general, se hallan presentes en esta
dulce e íntima ocasión otros miembros de sus familias y
algunos amigos.
Debo indicar que los casamientos en el templo son un
tanto diferentes de los que se efectúan en otros edificios, ya
que en ellos pueden participar solamente los miembros fieles
de la Iglesia. Y tampoco se observa en los templos la pompa
ceremonial que suele relacionarse con las grandes bodas

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celebradas en iglesias—no hay música ni procesiones, de-


coraciones con listones ni flores. Por favor, no interprete esto
equivocadamente—el casamiento en el templo es una
ocasión hermosa y regocijante, tal como debe ser, pero tam-
bién es algo sencillo, solemne y de marcada reverencia.
Lo más singular con respecto al casamiento en el templo,
sin embargo, tiene que ver con las palabras que expresa
quien oficia en la ceremonia. La mayoría de los casamientos
que no se celebran en el templo se basan en un lenguaje que
establece un límite en cuanto a las condiciones del matri-
monio—un dictamen implícito de divorcio, por así decirlo.
La autoridad oficiante une por lo general a la feliz pareja
"hasta que la muerte los separe," o con palabras semejantes.
Pero la pareja que participa del casamiento en el templo
comprende que, efectuado por alguien que posee el sacer-
docio, su matrimonio durará para siempre—durante esta
vida y en la eternidad—y las palabras de la ceremonia revelan
ese glorioso concepto. No sólo se une en casamiento al hom-
bre y a la mujer, sino que son "sellados" el uno al otro me-
diante la autoridad de Dios "por esta vida y por toda la
eternidad." De acuerdo con la doctrina de La Iglesia de Jesu-
cristo de los Santos de los Últimos Días esa pareja estará
unida eternamente, siempre que ambos sean fieles entre sí y
observen los mandamientos de nuestro Padre Celestial.
Nosotros creemos que el matrimonio ha sido ordenado
por Dios. Doctrina y Convenios declara que "quien prohibe
casarse no es ordenado por Dios, porque el matrimonio lo
decretó Dios para el hombre." (D. y C. 49:15.)
"El matrimonio aprobado por Dios concede al hombre y
a la mujer la oportunidad para que logren su divina poten-
cialidad. "Pero en el Señor, ni el varón es sin la mujer, ni la
mujer sin el varón' (1 Corintios 11:11). El esposo y la esposa
son, en cierto modo, muy especiales y pueden cultivar sus
eternas cualidades personales; no obstante, siendo iguales
ante sus progenitores celestiales, ambos aspiran conjunta-

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mente a alcanzar objetivos divinos, a dedicarse a los princi-
pios y ordenanzas eternos, a obedecer al Señor y a perpetuar
su amor mutuo. El hombre y la mujer que hayan sido sella-
dos en el templo y unidos espiritual, mental, emocional y
físicamente, asumiendo la responsabilidad cabal de susten-
tarse el uno al otro, están verdaderamente unidos en matri-
monio. Juntos se esmeran en emular el modelo del hogar
celestial de donde vinieron. La Iglesia les enseña que deben
ayudarse, apoyarse y ennoblecerse recíprocamente... Si el
esposo y su esposa son fieles a su convenio en el templo,
continuarán siendo cocreadores en el reino celestial de Dios
a través de las eternidades." (Encyclopedia of Mormonism, 4
volúmenes, Daniel H. Ludiow, editor [Nueva York: Macmil-
lan, 1992], 2:487.)
El principio del casamiento eterno constituye una doc-
trina exclusiva de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los
Últimos Días. Los matrimonios que se han casado en el tem-
plo y realizan convenios que les permitirán llegar a ser una
familia eterna, poseen una verdadera conciencia del
propósito y destino de su relación, tanto del uno con el otro
como con los hijos que traen a este mundo. Aquellos que
creen en poder vivir juntos para siempre consideran de gran
importancia criar hijos y cultivar una buena familia.
¡Cuán magnífico y reconfortante es este conocimiento!
¿No es lógico, acaso, que nuestro Padre Celestial, que nos
ama y desea que progresemos, provea los medios para que
el hombre y la mujer que estén mutuamente interesados en
su felicidad eterna lleven consigo su vínculo a la vida
venidera? El presidente Brigham Young ha dicho que el ma-
trimonio eterno "es el hilo que se extiende desde el mismo
principio hasta el final del sagrado Evangelio de la Sal-
vación—del Evangelio del Hijo de Dios; es de eternidad en
eternidad." (Discourses of Brigham Young, John A. Widtsoe,
editor [Salt Lake City: Deseret Book, 1971], pág. 195.)
En varias ocasiones he visitado a líderes de otras reli-

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giones. Con frecuencia me han expresado su interés en la


importancia que atribuimos al matrimonio y a la familia.
Recuerdo que una vez surgió el tema en una conversación
que mantuve con unos ministros de cierta religión, quienes
expresaron su elogio hacia nuestra Iglesia diciendo que no
conocían ninguna otra organización que se dedicara tanto a
la preservación y edificación de la familia. Después que les
agradecí su encomio, mencionaron estar preocupados por
el número de personas en sus propias congregaciones que
estaban dejándose vencer por las tentaciones del mundo,
agregando que creían que la única solución para el pro-
blema estribaba en la formación de hogares más fuertes.
Cuando me preguntaron si nosotros estaríamos dispuestos
a compartir con ellos algunos de nuestros materiales rela-
cionados con la familia, accedí con el mayor gusto.
Después de hablar unos momentos sobre lo que hace-
mos para fortalecer la familia, sentí la necesidad de ser sin-
cero con ellos acerca de un tema al que no nos habíamos
referido aún. "Espero que no se ofendan por lo que voy a
mencionarles," comencé diciendo. "Nosotros podemos ofre-
cerles muchas cosas que tenemos para ayudar a las familias
y ustedes podrán utilizar cualquiera de nuestras ideas y pro-
gramas. Pero no creo que de estas cosas obtengan los mis-
mos resultados que nosotros logramos."
Cuando me pidieron que les explicara por qué, les dije
entonces que existía una gran diferencia en la manera en
que consideramos a la familia. Cuando el hombre y la mujer
se casan en el templo y luego llegan los hijos a su hogar, con-
templan la experiencia total de criar hijos y edificar su
familia desde un punto de vista eterno. Aunque también
nuestras familias deben enfrentar desafíos y problemas
comunes, tratan sin embargo de ver las cosas más allá del
presente y de adoptar decisiones que conserven fuerte y
unida a su familia, porque creen sinceramente que pueden
estar juntos para siempre.

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Este concepto es de gran importancia y comienza en el
momento en que un hombre y una mujer se arrodillan ante
el altar en uno de nuestros templos sagrados.
Nunca podré olvidar el momento en que efectué en el
templo la ceremonia matrimonial de mi hijo y su encanta-
dora esposa. Ese fue uno de los primeros casamientos en el
templo en que yo he oficiado y, a decir verdad, creo que me
sentía tan nervioso como ellos, aunque no estaba seguro por
qué. Como obispo en la Iglesia había realizado ya, fuera del
templo, varios casamientos de personas que prefirieron ha-
cerlo de otro modo o que no podían efectuarlo en el tem-
plo, pero que no obstante querían que un obispo de nuestra
Iglesia oficiara en la ceremonia. Mas ninguno de aquellos
matrimonios era de naturaleza eterna. El de mi hijo era dife-
rente porque había de ser para siempre. Y puesto que había
de perdurar para siempre, yo quería estar seguro de hacerlo
debidamente.
No fue necesario que me preocupara, porque tan pronto
como ocupamos nuestros lugares en aquella hermosa sala de
sellamientos en el templo, experimentamos esa sensación
tan especial de amor y paz que existe en ese sagrado edificio
al que llamamos "La Casa del Señor". Al observar a mi hijo
y a su bella prometida, cada uno de ellos arrodillado a
ambos lados del altar del templo, me apercibí de dos cosas:
Primeramente, reflejada en sus miradas, pude ver la mutua
promesa que les había conducido hasta aquel preciado
momento; y entonces comprendí que estos dos jóvenes
admirables se habían preparado y eran dignos ya para
comenzar juntos su gloriosa empresa eterna. Por supuesto
que, en aquel momento, aún no tenían un entendimiento
total de lo que eso significaba pero, merced a la autoridad
del sacerdocio de nuestro Padre Celestial, contaban ahora
con toda la eternidad para vivir, amarse, aprender y desa-
rrollarse juntamente.
¿Pude yo efectuar aquella maravillosa ordenanza eterna

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simplemente porque así lo quise o sólo porque mi hijo me


pidió que lo hiciera? ¿Podría haberla llevado a cabo por la
simple razón de que parecía ser algo apropiado? No, sola-
mente pude hacerlo porque había sido ordenado y recibido
de Dios la autoridad para ello. Sin esa autoridad no podría
haberlo efectuado. Si no poseyera la autoridad del Señor, no
podría yo atribuirme el derecho de enseñar el evangelio,
bautizar, presidir en reuniones u otras bendiciones. Y por
supuesto que no pretendería tener la autoridad para efec-
tuar casamientos que habrán de unir al hombre y a la mujer
para toda la eternidad sin la debida autorización del Dios de
las eternidades.
Ello sería como detener a alguien en una carretera y exi-
girle que cumpla las leyes del tránsito automotor sin contar
con las debidas credenciales de autoridad. Nunca podría yo
hacer algo así.

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El Plan
Eterno de Dios
C A P I T U L O S E I S

De entre todas las experiencias que ofrece la vida, muy


pocas son tan imponentes y preponderantes como los dos
puntales de la existencia mortal: el nacimiento y la muerte.
No podemos contemplar el rostro de una criatura recién
nacida sin sentirnos impulsados a preguntar: "¿De dónde
ha venido este pequeñito? ¿Es su ser algo espontáneo, o es
algo de mayor trascendencia? ¿Qué conocimientos trae con-
sigo? ¿Qué cosas podría contarme si pudiera hablar? ¿Qué
posibilidades le presenta la vida?"
Lo sé muy bien, porque siete veces, por lo menos, me he
hecho a mí mismo estas preguntas—en la ocasión del
nacimiento de cada uno de nuestros siete hijos.
El mismo tipo de interrogantes se nos presenta cuando
lamentamos la muerte de un ser querido. ¿Es la muerte el
final de la vida? ¿Existe algo más allá de la muerte que
pueda dar un significado especial al propósito de nuestra
existencia? Y si fuera así, ¿qué sentido tendría, aquí y ahora,
para todos nosotros? ¿Importa, acaso, la manera en que vivi-
mos la vida? Y, ¿qué acontecerá con nuestras más valiosas
relaciones en la vida venidera?
Estas preguntas tienen, para los miembros de La Iglesia
de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días, una serie de
respuestas rebosantes de consuelo, de paz y del amor de

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Dios. Mediante las Escrituras tales como el Libro de Mor-
món y las continuas revelaciones de profetas y apóstoles
contemporáneos, hemos aprendido que nuestra vida mortal
tiene relevancia porque es una parte del glorioso plan de
nuestro Padre Celestial para nuestra felicidad eterna.
Este plan tuvo su origen mucho antes de que viniéramos
a la tierra. Antes de que el mundo fuera creado, todos
existíamos como hijos espirituales de nuestro Padre Celes-
tial. A consecuencia del proceso natural hereditario recibi-
mos en embrión las características y los atributos de nues-
tro Padre Celestial. Somos, en realidad, Sus hijos espirituales
y hemos heredado algunas de Sus cualidades. Lo que nues-
tro Padre Eterno es, nosotros podemos llegar a ser. (Para
entender mejor este importante concepto, vea Hechos 17:29
y Romanos 8:16.)
La vida en nuestro hogar celestial era un tanto diferente
a nuestra vida terrenal, puesto que no estábamos sujetos a
las flaquezas y los problemas a que nos enfrentamos aquí.
Pero allá también aprendíamos y crecíamos, nos desarro-
llábamos y progresábamos; y también entablamos allá sig-
nificativas relaciones entre nosotros. En aquella existencia
preterrenal teníamos la oportunidad de adoptar decisiones
y escoger libremente, y algunos espíritus demostraron ser
mejores que otros.
"Las familias terrenales son una continuación de la
familia de Dios. De acuerdo con el concepto mormón de la
familia, toda persona es progenie tanto de padres celestiales
como de padres terrenales. Cada uno ha sido creado espiri-
tual y físicamente a imagen de Dios y de Cristo (Moisés 2:27;
3:5). La Primera Presidencia ha declarado: 'Todos los hom-
bres y las mujeres son a semejanza del Padre y de la Madre
universales y, propiamente, los hijos y las hijas de Dios'
(Messages ofthe First Presidency, 4:203). Todos vivimos, antes
de venir a la tierra, con nuestro Padre Celestial y nuestra
Madre Celestial, quienes nos amaron y educaron como

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miembros de Su familia eterna/' (Encyclopedia of Mormonism,


2:486-487.)
Nuestros Padres Celestiales continúan demostrándonos
Su amor e interés en estos precisos momentos. En aquel ma-
ravilloso hogar preterrenal tuvimos la oportunidad de
aprender muchas verdades de naturaleza eterna. Nuestro
Padre Celestial quería que cultiváramos todas las buenas
cualidades porque sabía que, aunque cada uno de nosotros
tiene sus propias características, todos poseemos las semi-
llas de la divinidad. En realidad, anhelábamos ser como El,
pero El sabía que, sin la sabiduría que generan las expe-
riencias de la vida mortal, incluso las pruebas y las tenta-
ciones a que estamos sujetos por causa de nuestro estado
carnal, sólo podemos progresar hasta cierto punto. Por lo
tanto, nuestro Padre Celestial diseñó un plan con el fin de
que podamos alcanzar plenamente nuestro potencial. Y ello
habría de ser difícil y, a veces, doloroso—tanto para El,
quizás, como para nosotros. Pero Dios sabía también que
era la única manera en que Sus hijos podríamos desarro-
llarnos y progresar.
Entonces nuestro Padre congregó a todos Sus hijos espi-
rituales para explicarnos el plan. Nos dijo que había creado
para nosotros un mundo en el que podríamos obtener expe-
riencia y ser probados en diversas maneras. Una parte de
esa probación requería que nos olvidáramos totalmente de
nuestro hogar celestial. Esto era necesario para que pudiése-
mos escoger libremente entre lo bueno y lo malo sin la in-
fluencia del recuerdo en cuanto a nuestra existencia junto a
Dios. Tal como Pablo explicó a los Corintios, debíamos andar
"por fe..., no por vista." (2 Corintios 5:7.)
Pero el Señor nos prometió que no nos dejaría comple-
tamente solos. El Espíritu Santo, dijo, nos ayudaría a tomar
buenas decisiones siempre y cuando escucháramos Sus su-
gerencias. También había de revelar Su voluntad a los pro-

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fetas e inspirar la composición de Escrituras para guiarnos
e instruirnos.
Aun con todo eso, sin embargo, nuestro Padre Celestial
sabía que de tanto en tanto cometeríamos errores. Entonces
nos prometió que se nos proveería un Salvador que com-
pensara nuestras malas decisiones y tendencias, posibi-
litándonos así una futura purificación que nos permitiera
vivir de nuevo con El.
Mas la decisión habría de ser exclusivamente nuestra.
A pesar de que El anhelaba que regresáramos para vivir en
compañía Suya, no podría ni habría de obligarnos a ello. El
punto fundamental de Su plan era el principio del albedrío
moral, que podríamos ejercer para bien o para mal. Esto sig-
nificaba que Dios dejaba sujeta a nuestro criterio personal la
decisión de regresar o no a Su hogar eterno por la mediación
de Su Hijo Jesucristo.
Desafortunadamente, el plan de Dios no les agradó a
algunos de nuestros hermanos y hermanas espirituales. Uno
de ellos, Lucifer, demostró una particular displicencia y se
rebeló en Su contra. Entonces propuso que se alterara el plan
a fin de que la obediencia a Dios no fuera optativa y que
ninguno de nosotros tuviera el derecho de escoger por sí
mismo. Debía forzarse a todo ser mortal para que hiciera el
bien de modo que ninguno se perdiera. Pero había una
condición si se aceptaba la sugerencia de Lucifer: a cambio
de su improbable promesa de salvar a toda la humanidad,
demandó que el honor y la gloria fueran para él mismo, no
para el Padre Celestial.
Jesús, el primogénito de Dios y el más sabio entre todos
Sus hijos espirituales, sabía que el honor le correspondía a
nuestro Padre Celestial. Entonces se ofreció para asumir el
papel principal del plan de Dios y que el Padre recibiera
toda la gloria. Jesús declaró que vendría a la tierra para
brindar el ejemplo de una vida perfecta y sufrir luego por
propia voluntad la carga y los dolores de nuestros pecados,

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a fin de que todos nosotros pudiéramos—si así lo decidíamos


—regresar a nuestro Hogar Celestial. De conformidad con el
plan de nuestro Padre Eterno, era absolutamente importante
que cada persona tuviese la libertad de escoger.
En realidad, esta libertad correspondía también a la exis-
tencia preterrenal. Todos los hijos espirituales de nuestro
Padre Celestial tuvimos el privilegio de escoger uno de los
dos planes. Lamentablemente, una tercera parte de las
huestes del cielo decidieron seguir a Lucifer (véase D. y C.
29:36), y al hacerlo, optaron por renunciar a los beneficios y
bendiciones de la vida mortal, lo cual significa que final-
mente se privaron a sí mismos de la presencia de Dios para
siempre. Pero todos nosotros, los que hemos nacido en esta
tierra, preferimos alistarnos con nuestro amoroso Padre
Celestial y Su Eterno Hijo Jesucristo.
Es necesario recordar que desde el principio ha habido
oposición en todas las cosas y que hay dos potencias que
operan actualmente en el mundo—las fuerzas de Dios el
Padre y Su Hijo Jesucristo, y las de Satanás, quien, por
rebeldía, fue expulsado de la presencia del Padre. Satanás y
sus huestes están dedicados a una sola cosa: la destrucción
y el engaño de los hijos de Dios. Para destruir la fe y la jus-
ticia entre los seres humanos, utilizan toda clase de medios
y artimañas y emplean diversas estrategias. (Véase Apoca-
lipsis 12:7-9; Moisés 4:1-4.) Lamentablemente, los ataques de
Satanás están resultando ser muy eficaces. Día tras día
podemos observar los efectos de la deshonestidad, la avari-
cia, el despotismo, la crueldad, la violencia y una inmorali-
dad desenfrenada.
Esta historia tiene, sin embargo, un aspecto positivo. En
la batalla que en cuanto al principio del albedrío se libró en
el mundo preterrenal, resultaron victoriosas las fuerzas de
Jesucristo. Entonces El y nuestro Padre Celestial
establecieron con nosotros un convenio para hacer todo lo
que fuere menester a fin de que, algún día, pudiéramos

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regresar para morar con ellos—si ésa era nuestra decisión.
No es preciso que estemos solos en el mundo.
De este modo hemos venido a la tierra, a una existencia
combinada de flaquezas humanas y potencialidad divina.
Aunque hay muy pocas cosas que podrían ser más frágiles
e indefensas que una criatura, tampoco hay nada tan majes-
tuoso como el nacimiento de un nuevo hijo de Dios. Apro-
piadas son las palabras de William Wordsworth en su poema
"Oda a las insinuaciones de la inmortalidad":

Nuestro nacimiento es sólo un sueño


y un olvido;
el alma que con uno se despierta,
la estrella de nuestra vida,
tiene en otro lado su aposento
y viene de una cierta lejanía;
no totalmente sin memoria
ni completamente desnudada,
sino siguiendo esas nubes de la gloria
de Dios, donde está nuestra morada.
(Traducción libre)

Y ahora nos encontramos aquí, sujetos a la tarea de


adoptar mayores decisiones cada día—todos los días. Desde
el momento en que despertamos en la mañana hasta cuando
nos retiramos en la noche, estamos adoptando decisiones—
ya sean buenas o malas. Por supuesto que muchas de estas
decisiones carecen de trascendencia. Es probable que en el
panorama eterno de las cosas no interese saber qué comi-
mos para el desayuno o si habremos de caminar o tomar el
autobús para ir a trabajar. Pero hay una serie de decisiones
que adoptamos a diario que son verdaderamente significa-
tivas porque van determinando la clase de vida que vivi-
mos.

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"La clase de vida que vivimos." He aquí una frase intere-


sante. Supongo que mucha gente relacionaría este concepto
con las comodidades y ventajas de que disfrutan, pero yo
prefiero referirme a la substancia más que al estilo de la vida.
Una vida noble ejerce una influencia positiva en otras per-
sonas y contribuye a que el mundo que nos rodea llegue a
ser un lugar mejor donde vivir. Una vida noble es aquella
que se cultiva constantemente, expandiendo sus horizontes
y ensanchando sus fronteras. Una vida noble está colmada
de amor y lealtad, de paciencia y perseverancia, de bondad
y compasión. Una vida noble se basa en nuestro potencial
eterno y no se limita solamente a la existencia terrenal. Una
vida noble es aquella que se vive a conciencia.
Esto no significa que debe ser una vida perfecta. Aunque
nuestro Salvador estableció una norma de perfección que
todos debiéramos seguir y aun alentó a Sus discípulos,
diciéndoles, "Sed, pues, vosotros perfectos, como vuestro
Padre que está en los cielos es perfecto" (Mateo 5:48), El y Su
Padre comprenden que, en esta vida mortal, muchas veces
fracasaremos como seres humanos. Y ésta es la razón prin-
cipal del ministerio terrenal de Cristo: brindarnos la manera
de superar nuestros errores, no ya si los cometemos sino
cuando los cometamos. El Señor, en Su infinita y eterna
sabiduría, comprendió que ninguno de nosotros viviría con
perfección y que todos necesitaríamos ser perdonados.
Lógicamente, esto no justifica que desobedezcamos a
Dios. Como discípulos de Jesucristo, anhelamos sincera-
mente emular Su ejemplo en todas las cosas—incluso el
grado de perfección terrenal que El alcanzara. Pero enten-
demos que nuestro objetivo en esta vida es hacer todo lo
que sea posible para obedecer Sus mandamientos. Si en el
transcurso de nuestra permanencia terrenal aprendemos a
utilizar el maravilloso don del albedrío en una manera posi-
tiva que resulte en una bendición para nuestra existencia y
para la vida de otros, entonces podremos decir que hemos

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logrado el éxito en nuestra jornada—no importa cuan pro-
longada haya sido o cuánto hayamos conseguido hacer.
Poco tiempo después de haber regresado con mi familia
de nuestra misión en Toronto, Canadá, vino a nuestro hogar,
inesperadamente, uno de nuestros jóvenes misioneros. Este
joven había sido un excelente misionero, un verdadero líder,
y ahora estaba de regreso en su hogar dispuesto a retomar el
curso de su vida.
"Presidente," dijo, "¿recuerda que nos hizo prometer
que cuando conociéramos a la persona con quien nos gus-
taría casarnos, debíamos presentársela?"
"Sí, lo recuerdo," respondí sonriendo.
"Pues bien," prosiguió el joven y, con un gesto ceremo-
nioso y evidente placer, anunció: "¡Esta es mi novia y quiero
que la conozca!"
Nos presentó entonces a una admirable joven y estuvi-
mos conversando juntos algunos momentos, por lo que
pudimos comprobar que ella era tan fiel y sincera como él.
Constituían una hermosa pareja, agradable, virtuosa y muy
enamorada. Me sentí realmente honrado cuando me
pidieron que oficiara en la ceremonia de su casamiento en el
templo, que según sus planes había de tener lugar tres meses
más tarde. Marcamos entonces la fecha en el calendario y
partieron felices.
La noche siguiente recibí una llamada telefónica que me
dejó perplejo. Aquel joven misionero que nos había visitado
con su novia la tarde anterior acababa de morir en un acci-
dente automovilístico. Y ahora, en lugar de oficiar en su
boda, se me pedía que hablara en sus funerales.
A la persona cuyo entendimiento se limita a los confines
de la vida terrenal, la muerte puede a veces resultarle algo
terriblemente cruel y caprichoso. Por cierto que la vida
misma está repleta de severas realidades que golpean el
corazón y desgarran el alma, tales como el abuso infantil, el
SIDA, las calamidades de la naturaleza con sus huracanes y

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terremotos, el hambre, el prejuicio y la intolerancia, y los


actos inhumanos del hombre contra el hombre.
No puede uno contemplar el sufrimiento humano, no
importan sus causas ni sus orígenes, sin sentir un profundo
dolor y compasión. Resulta fácil entender por qué la per-
sona que carece de los conceptos eternos, al observar las ho-
rribles escenas de niños desnutridos en África, alce iracundo
a los cielos su puño amenazante.
"Si hay un Dios," podría preguntar el compasivo obser-
vador, "¿por qué permite que sucedan estas cosas?"
La respuesta no es fácil, pero tampoco es muy compli-
cada. Dios ha puesto en marcha Su plan, el cual se desa-
rrolla a través de las leyes naturales—que en realidad son
leyes de Dios. Y porque son leyes eternas, también El está
sujeto a ellas. En este mundo imperfecto suelen suceder
cosas malas. En ocasiones, las bases rocosas de la tierra se
deslizan y se desmoronan causando terremotos. Ciertos
desarrollos climáticos pueden traer como consecuencia hura-
canes, tornados, inundaciones y sequías. Tal es la naturaleza
de nuestra existencia en este planeta. Y la manera en que
reaccionamos ante estas adversidades constituye la forma
principal en que somos probados y educados.
A veces, sin embargo, la adversidad es el producto
mismo de los hombres. Aquí es donde entra nuevamente
en juego el principio del albedrío. No debemos olvidar que
estábamos tan entusiasmados acerca del plan que nuestro
Padre Celestial y Jesucristo nos ofrecieron que, en realidad,
"se regocijaban todos los hijos de Dios.'7 (Job 38:7.) Nos
agradó mucho el concepto de la vida mortal y la emocio-
nante perspectiva del albedrío moral. Pero considerando
que nunca antes habíamos sido seres mortales, estoy seguro
de que no comprendíamos el efecto total que tal libertad
tendría en nuestra vida.
Muchos tenemos la tendencia a pensar en el albedrío
como una cosa puramente personal. Si pidiéramos a alguien

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que definiera lo que es el "albedrío moral," es probable que
respondiera más o menos así: "Significa que tengo la liber-
tad de escoger por mi cuenta." Pero nos olvidamos de que
este principio ofrece a los demás el mismo privilegio, lo cual
significa que las decisiones que otros adopten podrían a
veces afectarnos desfavorablemente.
Nuestro Padre Celestial protege de tal modo nuestro
albedrío moral, que permite a todos Sus hijos que lo
ejerzan—ya sea para bien o para mal. Desde luego que El
considera todas las cosas desde una perspectiva impere-
cedera y sabe que cualquier dolor o sufrimiento que padez-
camos en esta vida, a pesar de sus orígenes o de sus causas,
duran solamente un instante en comparación con nuestra
existencia eterna.
Para poder ilustrar este concepto, imaginemos que usted
tiene una cuerda que se extiende en ambas direcciones del
universo—por siempre. Y supongamos entonces que ata-
mos un hilo a la cuerda en el medio mismo. El tramo de la
cuerda hacia la izquierda representa nuestra existencia antes
de nuestro nacimiento y el de la derecha corresponde a la
vida después de nuestra muerte. El espesor del hilo atado a
la cuerda representa el período de nuestra vida mortal en
comparación con las eternidades.
En cierto sentido, esto da una idea de la perspectiva, ¿no
es verdad?
Por supuesto que, como seres mortales, rara vez percibi-
mos así la vida sino que sufrimos y nos angustiamos ante
nuestras adversidades y las adversidades de los demás. Pero
la fe en nuestro Padre Celestial y en Su plan llega a ser la
causa de la fortaleza a través de la cual podemos encontrar
la paz, el consuelo y el valor para resistir. A medida que
ejerzamos la fe y la confianza, irá naciendo la esperanza. La
esperanza proviene de la fe y confiere significado y
propósito a todo lo que hacemos. Nos provee consuelo ante

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la adversidad, fortaleza en momentos de tribulación y paz
cuando por cualquier razón nos acosa la duda y la angustia.
Yo experimenté ese consuelo, esa fortaleza y esa paz
cuando me encontré ante aquella numerosa congregación
reunida para los funerales de mi joven misionero. Al obser-
var el rostro de sus familiares, de su novia y de sus amigos,
percibí en ellos la tranquilidad que proviene de conocer y
aceptar el plan eterno de Dios. Aunque lo echaremos de
menos, todos coincidíamos en el conocimiento de que la
vida es eterna y que aquel joven estaría separado de nosotros
sólo por una temporada. Teníamos la seguridad de que,
algún día, estaríamos juntos en el reino de Dios—conforme
a nuestra disposición de vivir noble y fielmente como él.
Así, a la luz de la fe, la adversidad se convierte en un
medio para el desarrollo humano y la muerte se transforma
en un pasaje entre una y otra fase de nuestra existencia
eterna.
Mi padre falleció hace varios años y diez meses después
murió mi madre. Aunque se esperaba que ello aconteciera,
fue de todos modos difícil decir adiós a nuestros padres,
especialmente porque aquello sucedió en el transcurso de
unos pocos meses. Profundo fue entonces mi agrade-
cimiento—y lo es todavía—por saber con certeza que Dios
tiene un plan para nosotros que sobrepasa lo presente y de
que nuestra vida aquí en la tierra tiene un gran propósito y
constituye un importante período preparatorio para la vida
venidera. Es una verdadera bendición saber que la muerte
no es el fin y que hay reservada una gloriosa recompensa
para todos aquellos que aprendan a adoptar buenas deci-
siones en esta vida, y que nuestras más preciadas relaciones
pueden continuar más allá de la vida terrenal y a través de
la eternidad.
No sabemos, por supuesto, todo lo que existe después de
la muerte. Nuestro Salvador indicó que en la Casa de Su
Padre "muchas moradas hay" (Juan 14:2), lo que nos sugiere

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que el mundo venidero consiste de varios destinos. Revela-
ciones más recientes nos enseñan que cada uno de nosotros
será asignado a uno de los tres reinos eternos, o grados de
gloria, conforme a nuestra fidelidad en esta vida (véase
D. y C. 76). Nuestro Padre Celestial y Jesucristo moran en el
grado de gloria más alto, que es el reino celestial. Aquellos
que sean dignos de ser exaltados en ese reino tendrán no
sólo el privilegio de vivir en la presencia de Dios y de Jesu-
cristo, sino que también serán "herederos de Dios y
coherederos con Cristo" (Romanos 8:17) de todo lo que el
Padre tiene y es.
En otras palabras, cada uno de nosotros posee la poten-
cialidad de llegar a ser como nuestro Padre Eterno.
Ahora bien, reconozco que para algunos esto puede
parecer un tanto presuntuoso, pero esta doctrina no permite
presunción alguna sino que merece nuestra admiración,
nuestro asombro y nuestra profunda gratitud hacia un Padre
Celestial bondadoso quien, merced a Su infinito amor y
sabiduría, ha establecido un plan mediante el cual podemos
llegar a ser como El y como Su Hijo Jesucristo. Debemos
comprender que esto en ninguna manera menosprecia la
suprema función que nuestro Padre Celestial cumple con
respecto a nuestra vida eterna. El es y siempre será nuestro
Padre y nuestro Dios. Pero como todo padre benevolente,
El quiere lo mejor para Sus hijos. Quiere que seamos felices
y que tengamos éxito. Por lo tanto, quiere que seamos como
EL
¿Cómo, exactamente, habrá de suceder esto? Por medio
del profeta Alma, en el Libro de Mormón, sabemos que nos
trasladaremos a través de la eternidad con un cuerpo físico
glorificado y perfeccionado. Como ya hemos leído, Alma
enseñó que Cristo posibilitó la resurrección de los muertos,
lo que significa que "el espíritu y el cuerpo serán reunidos
otra vez en su perfecta forma; los miembros así como las
coyunturas serán restaurados a su propia forma, tal como

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E L P L A N E T E R N O D E D I O S

nos hallamos ahora...; y no se perderá un solo pelo de su


cabeza, sino que todo será restablecido a su perfecta forma.'
(Alma 11:43-44.)
En cuanto al proceso de llegar a ser espiritualmente per-
fectos "como [nuestro] Padre que está en los cielos es per-
fecto," es, en realidad, algo sobre lo cual muy poco sabe-
mos. Por cierto que las experiencias y oportunidades de la
vida terrenal tienen mucho que ver con ello. Todos vinimos
al mundo con la responsabilidad personal de procurar la
verdad eterna de Dios, de vivir conforme a esa verdad y,
por supuesto, de compartirla con otros cuando la des-
cubramos. El apóstol Pablo enseñó a quienes le escucharon
en Atenas: "Busquen a Dios, si en alguna manera, palpando,
puedan hallarle, aunque ciertamente no está lejos de
ninguno de nosotros: Porque en él vivimos, y nos movemos,
y somos; como algunos de vuestros propios poetas también
han dicho: Porque linaje suyo somos." (Hechos 17:27-28; cur-
siva agregada; véase también 2 Pedro 1:4 y Juan 3:1-2.)
En las Escrituras encontramos, además, evidencias que
sugieren que nuestro progreso espiritual continuará en la
vida venidera. Pedro enseñó que, después de Su muerte,
Jesucristo "fue y predicó a los espíritus encarcelados/' (1
Pedro 3:19.) Ahora bien, ¿por qué habría de hacer algo así
nuestro Salvador si no fuera que existe la oportunidad del
progreso espiritual para aquellos a quienes les estaba pre-
dicando?
Pedro agregó: "Porque por esto también ha sido predi-
cado el evangelio a los muertos, para que sean juzgados en
carne según los hombres, pero vivan en espíritu según
Dios." (1 Pedro 4:6.)
Por supuesto que Pedro estaba enseñando la misma doc-
trina que el propio Salvador les había enseñado: "De cierto,
de cierto os digo: Viene la hora, y ahora es, cuando los muer-
tos oirán la voz del Hijo de Dios; y los que la oyeren
vivirán." (Juan 5:25.)

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Es evidente que Jesús y Sus discípulos comprendían que
el plan de nuestro Padre Celestial incluía oportunidades
eternas para el progreso espiritual. Pero, además de eso, no
contamos con muchos detalles acerca de la próxima fase de
nuestra vida eterna. Y aquí es donde interviene la fe. Sabe-
mos que Dios ha prometido increíbles bendiciones para los
que en esta vida aprendan a andar por la fe y ejerzan el
albedrío moral que El nos ha concedido para que adopte-
mos buenas decisiones (inclusive, debo hacer notar, la
decisión de creer o de no creer en Su eterno plan). Esto
debiera ser suficiente. No es necesario que conozcamos
todos los detalles relacionados con las bendiciones que nos
ha prometido el Señor. Sólo debemos confiar en ellas. Y tener
fe en El.
Estas cosas, si lo pensamos bien, no resultan ser difíciles
de entender. Después de todo lo que nuestro Padre Celestial
ha hecho para establecer este magnífico plan—desde el mila-
gro del nacimiento hasta el milagro de la Vida Eterna en la
presencia de Dios y de nuestro Salvador—es fácil ver cuánto
nos ama y desea que seamos eternamente felices con El. Esta
sola idea debiera ser suficiente para que cada uno de
nosotros confiara en El.

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Los Artículos de Fe
CA P I T UL O S IE TE

Aproximadamente doce años después de que se orga-


nizó La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos
Días, el director del periódico The Chicago Democrat le pidió
a José Smith que preparara para su publicación un artículo
que describiera la historia y las creencias de la Iglesia. Dicho
artículo resultó ser verdaderamente importante porque fue
la primera declaración elemental y concisa con respecto a la
doctrina de la Iglesia Mormona desde el punto de vista de su
fundador, un profeta de Dios. Los puntos doctrinarios que
enumeró José Smith para su publicación en aquel diario se
han conocido, desde ese momento, como los Artículos de
Fe.
La esencia total de la teología mormona se encuentra en
estos trece artículos o declaraciones de fe. En capítulos ante-
riores hemos mencionado ya varias de estas creencias fun-
damentales y, por consiguiente, no les dedicaremos aquí
mucho tiempo. No obstante, examinemos dichos Artículos
a fin de que usted pueda evaluar la magnitud de nuestra
doctrina.
1. Nosotros creemos en Dios el Eterno Padre, y en Su Hijo
Jesucristo, y en el Espíritu Santo.
Siendo que hemos analizado anteriormente ciertos
temas, es probable que usted tenga ya una buena idea del

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concepto que tenemos acerca de nuestro Padre Celestial y de
nuestro Salvador, Jesucristo. Anidamos sentimientos muy
firmes y muy íntimos en cuanto a ellos. Dios es, verdadera-
mente, nuestro Padre Celestial y posee toda la calidez, la
ternura y el genuino interés que la palabra padre en realidad
encierra. De la misma manera, Jesús es nuestro Señor y Ma-
estro, lleno de majestad y gloria. El es también el primer
Hijo espiritual de Dios y, por lo tanto, nuestro Hermano. Su
amor por nosotros es, en consecuencia, tan familiar y per-
sonal como nuestro amor por El.
Nuestro mensaje al mundo es que existe en los cielos un
bondadoso y amoroso Dios que envió a la tierra a Su Hijo
Unigénito, Jesucristo, para que nos enseñara Su evangelio,
organizara Su Iglesia y padeciera la Expiación por los peca-
dos del mundo—aunque no precisamente en ese orden. Esta
es la suprema verdad sobre la cual se basan todas las demás
verdades.
El tercer miembro de la Trinidad es el Espíritu Santo —
también denominado a veces el Espíritu de Dios, el Espíritu
del Señor o el Consolador—quien tiene la magnífica misión
de testificar acerca de la verdad, especialmente en lo que al
Padre y al Hijo respecta. Si creemos en Dios con todo el
corazón, es sólo porque el poder del Espíritu Santo nos ha
confirmado en el alma esa importante verdad. Si amamos
al Señor, es porque el Espíritu Santo nos inspira a ello y ha
infundido en nuestro ser Su divina existencia y Su infinita
misericordia. Y si usted, al leer este libro, ha podido expe-
rimentar algún sentimiento reconfortante y positivo, es
porque el Espíritu Santo le confirma mi testimonio y le está
diciendo que lo que he escrito es verdadero.
Prácticamente toda persona ha sentido la influencia del
Espíritu Santo en algún momento de su vida. Es a través del
Espíritu Santo que la verdad se confirma en nuestra alma.
Pero el ministerio primordial del Espíritu Santo consiste en
ayudarnos a creer y obedecer las enseñanzas de nuestro

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L O S A R T Í C U L O S D E F E

Padre Celestial y de Su Hijo, y a fin de poder llevar a cabo


esa misión es necesario que sea diferente —al menos en un
sentido particular —que los otros miembros de la Trinidad.
Por medio de José Smith, el Señor reveló que "el Padre tiene
un cuerpo de carne y huesos, tangible como el del hombre;
así también el Hijo; pero el Espíritu Santo no tiene un cuerpo
de carne y huesos, sino es un personaje de Espíritu. De no
ser así, el Espíritu Santo no podría morar en nosotros."
(D. y C. 130:22.)
Como ya lo hemos indicado, el albedrío moral es una
parte esencial del plan de Dios para el eterno progreso del
hombre. Nuestro Padre Celestial y Jesucristo nos confirieron
el derecho de escoger, mientras que el Espíritu Santo está a
nuestra disposición para ayudarnos a adoptar decisiones
correctas—siempre y cuando tengamos la voluntad de
escucharle.
Hace años, mi padre era propietario de un estable-
cimiento de ventas de automóviles y también yo tuve
después el mismo tipo de negocio. Cierto día llegó a nuestra
ciudad una delegación de la Compañía de Automotores
Ford en procura de un representante para una nueva línea
de magníficos automóviles que querían introducir al mer-
cado y que, según ellos, iba a revolucionar toda la indus-
tria. Aquel nuevo automóvil iba a ser tan extraordinario que
el presidente de la compañía planeaba darle al modelo el
nombre de su propio padre. Por consiguiente, los directivos
de la Ford estaban ansiosos por encontrar al representante
local indicado para la empresa y me visitaron varias veces al
respecto. Y, debo confesarlo, eran todos muy persuasivos.
Yo me sentía muy indeciso acerca de si me convendría o
no ser su representante local. Nos estaba yendo muy bien
con las marcas que representábamos y tenía el temor de que
la nueva línea afectara negativamente mi negocio. Pero si
este nuevo automóvil iba a tener siquiera la mitad del éxito

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que Ford le auguraba, yo cometería un grave error si re-
chazaba lo que podría ser la gran oportunidad de mi vida.
Entonces decidí orar en procura de inspiración. Quizás
usted se pregunte si es lógico pedirle a Dios que nos ayude
a tomar decisiones que tengan que ver con cuestiones de
negocio e inversiones. Pero yo creo en las palabras de
Amulek, un profeta del Libro de Mormón, que dijo: "Cla-
mad [al Señor] por las cosechas de vuestros campos, a fin
de que prosperéis en ellas. Clamad por los rebaños de vues-
tros campos para que aumenten... Sí, y cuando no estéis cla-
mando al Señor, dejad que rebosen vuestros corazones,
entregados continuamente en oración a él por vuestro bien-
estar, así como por el bienestar de los que os rodean." (Alma
34:24-27.)
Y así fue que rogué para que mi Padre Celestial me ayu-
dara en adoptar aquella importante decisión acerca del
negocio. Y El respondió a mis oraciones. Cuando mi padre
y yo vimos por primera vez aquel automóvil, tuve la clara
impresión de que no debía aceptar la representación. En ese
momento no tuve duda alguna de que ello había de ser un
gran error.
Pero la gente de Ford no me pidió que firmara el con-
trato inmediatamente, sino que me dieron tiempo para pen-
sarlo y continuaron tratando de convencerme. Lamento
tener que reconocer que, finalmente, accedí ante sus insis-
tencias y, haciendo caso omiso a lo que había sentido
después de mis oraciones, firmé el acuerdo para ser el
primer distribuidor del modelo Edsel en Salt Lake City. Si
sabe usted algo acerca de la industria automotriz, quizás
sepa asimismo que fui el último distribuidor del modelo
Edsel en la ciudad, porque ese coche resultó ser uno de los
más grandes fracasos en la historia del automóvil. No sola-
mente Ford perdió cientos de millones de dólares en aque-
lla empresa, sino que también todos sus representantes—
incluso yo mismo—tuvieron grandes pérdidas. Sin duda

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L O S AR TÍC UL OSDEFE
alguna, aquél fue el período más obscuro de mi carrera co-
mercial.
Y todo eso podría haberse evitado—al menos en mi
caso—si solamente hubiera escuchado el susurro del
Espíritu Santo. He aquí lo irónico de la situación. Yo había
orado para pedir inspiración y, por medio del Espíritu Santo,
el Señor me dio Su consejo en forma clara y específica. No
obstante, así y todo, decidí no hacer caso a la inspiración y
mi familia y yo sufrimos luego las consecuencias.
Afortunadamente, aquella experiencia y otras similares
que he tenido me enseñaron cuan importante es saber
escuchar al Espíritu cuando nos habla. Yo he tenido
numerosas y benéficas experiencias al responder debida-
mente a tales estímulos espirituales. Sé que no podría
desempeñar mis funciones como Apóstol del Señor Jesu-
cristo sin la guía y la constante influencia de ese tercer miem-
bro de la Trinidad que es el Espíritu Santo.
2. Creemos que los hombres serán castigados por sus propios
pecados, y no por la transgresión de Adán.
El segundo artículo de fe se relaciona con el concepto
tradicional cristiano del Pecado Original, el cual establece
que, debido a la caída de Adán y Eva en el Jardín de Edén,
todos los que nacen en este mundo son pecadores. La Igle-
sia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días no con-
cuerda con la idea del Pecado Original y el efecto negativo
que el concepto tiene en la humanidad. En realidad, nosotros
honramos y respetamos a Adán y a Eva por su sabiduría y
su visión de las cosas. Su vida en el Jardín de Edén era feliz
y apacible; el que escogieran dejar atrás todo eso a fin de
que toda la familia humana pudiese experimentar tanto los
triunfos como los tormentos de la mortalidad, no debe haber
sido nada fácil. Pero nosotros creemos que ellos escogieron la
vida mortal y que, al hacerlo, posibilitaron nuestra partici-
pación en el plan extraordinario y eterno de nuestro Padre
Celestial.

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Aunque es verdad que todos los que habitamos este
planeta hemos cometido errores de cuando en cuando en la
vida, no creemos que hayamos nacido pecadores. En reali-
dad, como el profeta Mormón le enseñó a su hijo Moroni,
creemos que 'los niños pequeños viven en Cristo, aun desde
la fundación del mundo/' (Moroni 8:12.)
En otras palabras, nacemos buenos; aprendemos a pecar
a medida que vamos creciendo. Y si usted necesita una evi-
dencia de esta doctrina, sólo tiene que mirar al niño
pequeñito que se encuentre más cerca de usted. Contemple
profundamente sus ojos. ¿Ha visto jamás tanta dulzura y
tanta belleza en otros? Es como si a través de los ojos de esa
criatura uno estuviera contemplando los cielos.
Por supuesto que esto puede cambiar en su vida futura,
cuando la dulce mirada de la inocencia se transforma en la
mirada huraña de malicia. Y es entonces cuando los niños
arriban a la edad de responsabilidad y llegan a ser capaces
de pecar—cuando aprenden y comprenden la diferencia
entre lo bueno y lo malo. Por medio del profeta José Smith,
el Señor ha revelado que se llega a la edad de responsabili-
dad al cumplir los ocho años. Los padres tienen la respon-
sabilidad de enseñar a sus hijos para que entiendan las doc-
trinas del Reino de Dios y prepararlos para cuando deban
asumir sus responsabilidades eternas.
Y en cuanto a "la transgresión de Adán," no es necesario
preocuparse. Usted no es más responsable de los errores de
Adán que él de los de usted. Este es el principio del albedrío
moral—cada uno de nosotros toma sus propias decisiones y
es personalmente responsable de las consecuencias. Si bien
es cierto que a todos nos afectan las decisiones que adoptan
los demás, inclusive Adán, sólo seremos considerados
responsables de nuestras propias resoluciones. Cada uno
debe proceder de la mejor manera posible, lo cual, por
supuesto, podrá confrontarnos con buenos o malos resulta-

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L O S A R T Í C U L O S D E F E

dos—y esto depende de cuan hábiles seamos para adoptar


decisiones.
3. Creemos que por la Expiación de Cristo, todo el género
humano puede salvarse, mediante la obediencia a las leyes y orde-
nanzas del Evangelio.
No existe en todo el cristianismo nada más maravilloso
que la doctrina de la Expiación. Yo pienso en esto—y se lo
agradezco a Dios—todos los días de mi vida. Y aunque ya
hemos considerado la benevolencia del Señor en páginas
anteriores, creo que hay una parte de esta doctrina que
merece una más amplia atención.
Merced a Su sacrificio expiatorio, Jesucristo cumplió dos
actos de extremo valor. En primer lugar, venció la muerte,
gracias a lo cual todos disfrutaremos de la vida sempiterna
con un cuerpo resucitado. En segundo lugar, padeció el peso
y los dolores de nuestros pecados a fin de que pudiéramos
tener el privilegio de vivir eternamente en la presencia de
Dios, si tenemos fe en Cristo como nuestro Salvador y
guardamos Sus mandamientos. El primero de estos benefi-
cios^—la salvación de los efectos de la muerte—nos ha sido
dado a todos gratuitamente. El segundo—la exaltación en el
reino celestial de Dios—requiere de nuestra parte el esfuerzo
necesario para creer, arrepentimos y ser "hacedores de la
palabra, y no tan solamente oidores." (Santiago 1:22.)
Por tanto, creemos en la enseñanza del profeta Nefi, en
el Libro de Mormón, de que "es por la gracia por la que nos
salvamos, después de hacer cuanto podamos." (2 Nefi 25:23.)
Pero también comprendemos lo que dijo Juan el Revelador
cuando, en su profética visión, vio "a los muertos, grandes
y pequeños, de pie ante Dios; y los libros fueron abiertos, y
otro libro fue abierto, el cual es el libro de la vida; y fueron
juzgados los muertos por las cosas que estaban escritas en
los libros, según sus obras." (Apocalipsis 20:12.)
Por supuesto que, no importa lo que hagamos, no debe-
mos olvidar que disponemos de ambos dones—la salvación

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y la exaltación—solamente en y por medio de Jesucristo,
nuestro Salvador. Y sucede algo muy interesante cuando
aceptamos el completo beneficio de las promesas que la
Expiación ofrece para una eternidad feliz. Quienes se arre-
pienten y "vienen a Cristo'' (Moroni 10:23), descubren que
les resulta más fácil resistir a la vez los problemas de la vida
mortal.
"Venid a mí todos los que estáis trabajados y cargados,"
dijo nuestro Salvador, "y yo os haré descansar.
"Llevad mi yugo sobre vosotros, y aprended de mí, que
soy manso y humilde de corazón; y hallaréis descanso para
vuestras almas;
"Porque mi yugo es fácil, y ligera mi carga." (Mateo
11:28-30.)
Y así, la Expiación es un principio de consolación y for-
talecimiento a través de las tribulaciones y adversidades
para todos los que acepten su poderosa influencia—en esta
vida y para siempre.
4. Creemos que los primeros principios y ordenanzas del Evan-
gelio son: primero, Fe en el Señor Jesucristo; segundo, Arrepen-
timiento; tercero, Bautismo por inmersión para la remisión de los
pecados; cuarto, Imposición de manos para comunicar el don del
Espíritu Santo.
La fe en Cristo y el arrepentimiento por medio de Su
Expiación constituyen el fundamento del evangelio que
enseña La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos
Días. Mas, ¿qué podemos decir en cuanto al bautismo?
El apóstol James E. Talmage definió el bautismo como
"el sendero que conduce al rebaño de Cristo, el portal de la
Iglesia, la ceremonia establecida para la naturalización en
el reino de Dios." {Artículos de Fe [Salt Lake City: Deseret
Book, 1913], pág. 120.) Mediante el bautismo tomamos sobre
nosotros el nombre de Cristo y prometemos hacer todo lo
que El mismo haría, incluso ser obedientes a los man-
damientos de Dios. A cambio de ello, el Señor nos promete

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L O S AR TÍC UL OSDEFE
que enviará Su Espíritu para que nos guíe, nos fortalezca y
nos reconforte. Y probablemente lo que es más importante
aún, nos promete el perdón de nuestros pecados a condi-
ción de que nos hayamos arrepentido de ellos. En esencia,
las aguas del bautismo lavan los pecados de quienes aceptan
esa ordenanza. Al salir de la pila bautismal, la persona
queda tan libre de pecados y limpia como en el día de su
nacimiento.
Alma, un profeta del Libro de Mormón, ofreció esta
invitación a su pueblo: "Venid, pues, y sed bautizados para
arrepentimiento, a fin de que seáis lavados de vuestros peca-
dos, para que tengáis fe en el Cordero de Dios, que quita los
pecados del mundo, que es poderoso para salvar y para
limpiar de toda iniquidad.
"Sí, os digo, venid y no temáis, y desechad todo pecado,
pecado que fácilmente os envuelve, que os liga hasta la
destrucción; sí, venid y adelantaos, y manifestad a vuestro
Dios que estáis dispuestos a arrepentiros de vuestros peca-
dos y a concertar un convenio con él de guardar sus man-
damientos, y testificádselo hoy, yendo a las aguas del
bautismo/' (Alma 7:14-15.)
Fue Jesús, por supuesto, quien estableció el ejemplo de
esto durante su ministerio terrenal. Las Escrituras nos dicen
que antes de comenzar los tres años de Su obra misional,
buscó a Su primo, Juan el Bautista, que poseía la autoridad
del sacerdocio para bautizar.
"Mas Juan se le oponía, diciendo: Yo necesito ser bauti-
zado por ti, ¿y tú vienes a mí?
"Pero Jesús le respondió: Deja ahora, porque así con-
viene que cumplamos con toda justicia. Entonces le dejó.
"Y Jesús, después que fue bautizado, subió luego del
agua; y he aquí los cielos fueron abiertos, y vio al Espíritu de
Dios que descendía como paloma, y venía sobre él.
"Y hubo una voz de los cielos, que decía: Este es mi Hijo
amado, en quien tengo complacencia." (Mateo 3:14-17.)

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Naturalmente, Jesús no necesitaba ser bautizado para la
remisión de pecados porque había vivido una vida inmacu-
lada. Pero el profeta Nefi, en el Libro de Mormón, explicó
que nuestro Salvador "muestra a los hijos de los hombres
que, según la carne, él se humilla ante el Padre, y testifica al
Padre que le sería obediente al observar sus mandamien-
tos." (2 Nefi 31:7.)
Como en todas las cosas, el mayor deseo de los Santos de
los Últimos Días es seguir el ejemplo que estableció Jesús,
por lo cual creemos en la ordenanza esencial del bautismo
por inmersión para la remisión de los pecados.
Poco después de que es bautizada, los dignos posee-
dores del sacerdocio ponen sus manos sobre la cabeza de la
persona, la confirman miembro de La Iglesia de Jesucristo de
los Santos de los Últimos Días y le confieren un privilegio
muy especial, que es el don del Espíritu Santo. Aunque la
mayoría de los habitantes de nuestro planeta podrán sentir
de vez en cuando la influencia del Espíritu del Señor con
respecto a la verdad, quienes hayan demostrado el deseo de
seguir y servir al Señor por medio del bautismo y hayan
recibido el don del Espíritu Santo mediante la imposición
de manos tienen el derecho de Su guía espiritual. Si viven con
rectitud, recibirán la orientación del Espíritu que, si deciden
obedecerle, habrá de conducirles al hogar de nuestro Padre
Celestial.
El don del Espíritu Santo enriquece nuestra relación con
ese miembro de la Trinidad. En cierto modo, es como vivir
junto a una estación de bomberos. Aunque a todos les co-
rresponde recibir los servicios del departamento de
bomberos, la persona más a salvo es la que vive al lado de la
estación. Y eso es lo que hace el don del Espíritu Santo—
hace del Espíritu una parte íntima de nuestra vida, intro-
duciéndolo en nuestro corazón y en nuestra alma y lo pone
a nuestra disposición, lo que constituye una enorme ventaja

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L O S A R T Í C U L O S D E F E

por cierto, aunque solamente si estamos dispuestos a prestar


atención a Sus sugerencias e impresiones.
5. Creemos que el hombre debe ser llamado por Dios, por pro-
fecía y la imposición de manos, por aquellos que tienen la autori-
dad, a fin de que pueda predicar el evangelio y administrar sus
ordenanzas.
Como ya lo hemos indicado con anterioridad, el sacer-
docio de Dios es la autoridad conferida a los seres humanos
para que hagan lo que El y nuestro Salvador harían si estu-
vieran viviendo entre nosotros. Es el conducto a través del
cual nuestro Padre Celestial gobierna a Sus hijos en forma
ordenada y tolerante.
El gobierno del sacerdocio difiere drásticamente de toda
otra forma de gobierno. Mientras que con demasiada fre-
cuencia los gobiernos humanos se basan en revoluciones y se
manejan por el poder, el gobierno del sacerdocio está inspi-
rado en la revelación y es impulsado por el Todopoderoso.
Y en tanto que el propio centro de los gobiernos humanos es
la ley forjada por legisladores de capacidad y propósitos
varios, el corazón mismo del gobierno del sacerdocio son
los mandamientos de Dios, creados por un Padre Celestial
bondadoso y amoroso, de capacidad infinita, cuyo único fin
es nuestro éxito sempiterno.
Y si pensamos detenidamente al respecto, ése es el solo
propósito de la autoridad del sacerdocio: Ayudar a los hijos
de nuestro Padre Celestial para que retornen con felicidad a
Su hogar.
6. Creemos en la misma organización que existió en la Iglesia
Primitiva, esto es, apóstoles, profetas, pastores, maestros, evange-
listas, etc.
La idea de que Jesús haya organizado una iglesia
durante Su permanencia en la tierra es, para algunos, algo
nuevo y quizás un poco desconcertante. Pero es indudable
que lo hizo. Pablo indica que Jesús "constituyó a unos após-

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toles; a otros, profetas; a otros, evangelistas; a otros, pastores
y maestros." (Efesios4:ll.)
Y, ¿por qué hizo esto?
" A fin de perfeccionar a los santos para la obra del minis-
terio, para la edificación del cuerpo de Cristo,
"Hasta que todos lleguemos a la unidad de la fe y del
conocimiento del Hijo de Dios, a un varón perfecto, a la
medida de la estatura de la plenitud de Cristo;
"Para que ya no seamos niños fluctuantes, llevados por
doquiera de todo viento de doctrina, por estratagema de
hombres que para engañar emplean con astucia las arti-
mañas del error." (Efesios 4:12-14.)
Como ya se ha indicado, la iglesia que organizó Jesu-
cristo durante Su ministerio terrenal no logró sobrevivir
totalmente después de cumplirse el primer siglo desde Su
muerte y resurrección en Jerusalén. Por eso fue que Pedro
profetizó que se necesitaría una "restauración de todas las
cosas" (Hechos 3:21)—incluso la organización misma de la
Iglesia de Cristo. Y nosotros creemos que esa restitución o
restauración tuvo lugar por intermedio del profeta José
Smith y que La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últi-
mos Días es, verdaderamente, la Iglesia de Cristo sobre la
tierra, con un profeta viviente a la cabeza y un inspirado
Consejo de Doce Apóstoles. Es, en todo sentido, la Iglesia
de Jesucristo.
Esto es una gran bendición en la vida de quienes creen y
escuchan a estos profetas y apóstoles vivientes, aunque saber
que existe un profeta de Dios en la actualidad no exime a
los Santos de los Últimos Días del deber que tienen de pen-
sar y actuar por sí mismos. Todos tenemos la responsabili-
dad de corresponder a las sugerencias del Espíritu Santo en
la vida, pero el consejo inspirado de los siervos escogidos
de Dios provee a quienes lo escuchan una fuente adicional
de fortaleza y discernimiento. Gracias a ello se aclaran los
principios del evangelio y se explica mejor el plan de sal-

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vación a fin de que todos podamos aprender cómo vivir de


conformidad con las enseñanzas del Señor.
Aquellos que aceptan las revelaciones modernas que
reciben los profetas y apóstoles de la actualidad enfrentan
con mayor confianza las pruebas más duras de la vida
porque saben a quién recurrir para encontrar la verdad.
7. Creemos en el don de lenguas, profecía, revelación, visiones,
sanidades, interpretación de lenguas, etc.
Damos testimonio al mundo de que los dones espiri-
tuales que abundaron en la época de Cristo y Sus Apóstoles
se manifiestan hoy día en la vida de los hijos de Dios con
igual intensidad y profusión. De acuerdo con nuestro Sal-
vador, estos dones espirituales "se dan para el beneficio de
los que me aman y guardan todos mis mandamientos, y de
los que procuran hacerlo; para que se beneficien todos."
(D. y C. 46:9.)
Tenemos en todo el mundo misioneros que han recibido
el don de lenguas a fin de poder enseñar el evangelio en su
plenitud a todas las naciones. Tenemos profetas que reciben
revelaciones—y visiones—divinas mediante las cuales nues-
tro Padre Celestial comunica Su voluntad a Sus hijos. Expe-
rimentamos milagros de sanidades por medio del poder de
la fe y la autoridad del sacerdocio "para que se beneficien
todos."
"Y todos estos dones vienen de Dios," le declaró el Señor
a José Smith, "para el beneficio de los hijos de Dios." (D. y C.
46:26.)
Hace varios años, encontrándome yo en mi oficina, tuve
la súbita impresión de que debía ir hasta un hospital cer-
cano a ver a un vecino al que habían internado a raíz de un
problema en el corazón. Por un momento, siendo que no se
me había dicho que la condición de mi amigo fuera seria,
pensé que podría visitarlo de paso cuando regresara a mi
hogar. Pero el impulso espiritual que sentía era fuerte: debía
ir inmediatamente. A esta altura de mi vida yo había apren-

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dido ya a responder a la inspiración del Espíritu Santo, así
que me puse en marcha—sin saber en realidad por qué.
Cuando llegué al hospital, me informaron que mi amigo
acababa de sufrir un grave ataque cardíaco. Aunque se ha-
llaba solo en su habitación y parecía estar dormido, sentí
que debía darle una bendición de salud y total recuperación.
Entonces puse mis manos sobre su cabeza y lo bendije por
medio de la autoridad del sacerdocio.
Se me dijo luego que la salud de mi vecino comenzó a
mejorar a poco de haber recibido aquella bendición. A los
cinco días salió del hospital y en menos de un mes se recu-
peró considerablemente.
"Han pasado ya ocho años," me dijo hace poco mi amigo
por carta. "Todavía trabajo entre ocho y diez horas diarias,
juego al golf, camino todos los días y hasta practico esquí
acuático. Y nunca me olvido de que, a juzgar por todo lo
que pasé, tendría que estar muerto ya. Quiero agradecerle
estos ocho años. ¡Y también doy gracias a Dios!"
¿Se ha terminado la era de los milagros? Por cierto que
no. Dios continúa realizando cosas milagrosas entre Sus hijos
por medio de los dones del Espíritu.
8. Creemos que la Biblia es la palabra de Dios hasta donde está
traducida correctamente; también creemos que el Libro de Mor-
món es la palabra de Dios.
Tal como ya lo hemos declarado, los Santos de los Últi-
mos Días apreciamos y reverenciamos la Santa Biblia como
la palabra de Dios. La leemos, la estudiamos y la utilizamos
en nuestras enseñanzas. Las magníficas historias y mensajes
del Antiguo y el Nuevo Testamento enriquecen nuestra vida.
No obstante, sabemos que la Biblia ha estado sujeta a
innumerables traducciones desde que se redactaron sus
capítulos hasta el presente. A través de esas traducciones se
fueron introduciendo cambios y alteraciones que han ido
reduciendo la pureza de la doctrina. Aunque es ciertamente
un milagro que la Biblia haya perdurado a través de las

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edades, no se puede decir que la hemos heredado en forma


intacta.
Por eso es que los miembros de La Iglesia de Jesucristo
de los Santos de los Últimos Días estamos tan agradecidos
por disponer del discernimiento, las revelaciones y la
inspiración adicionales que contienen el Libro de Mormón,
Doctrina y Convenios y la Perla de Gran Precio. Estos
volúmenes de Escrituras confirman las verdades de la Bi-
blia a la vez que amplían el horizonte doctrinal más allá de
los límites bíblicos. Y lo hacen al agregar otros testimonios al
de la Biblia de que Dios vive, que Jesús es el Cristo y que
ambos nos aman tanto como para preparar el camino por el
cual podremos regresar para vivir en paz y con felicidad.
9. Creemos todo lo que Dios ha revelado, todo lo que actual-
mente revela, y creemos que aún revelará muchos grandes e impor-
tantes asuntos pertenecientes al reino de Dios.
Entre todos los maravillosos dones del Espíritu se
destaca el don de la revelación. Tal como el profeta Amos
declara en el Antiguo Testamento, "Porque no hará nada
Jehová el Señor, sin que revele su secreto a sus siervos los
profetas." (Amos 3:7.) Yo he tenido el privilegio de conocer
a varios profetas vivientes de Dios y de asociarme con ellos,
y puedo, dar mi humilde testimonio de que los cielos no
están cerrados. Aunque ha habido épocas en la historia del
mundo cuando, por causa de la apostasía y la incredulidad,
la Iglesia del Señor fue quitada de la tierra y que, por con-
siguiente, cesaron por un tiempo las revelaciones a los pro-
fetas, eso no es lo que sucede en la actualidad. El Evangelio
de Jesucristo ha sido restaurado y Dios continúa revelando
Su voluntad por medio de hombres que ha llamado para
que sean Sus representantes en la tierra.
Es importante entender que, en primer lugar, no fue Dios
quien cerró los cielos al hombre, sino que éste lo hizo. Fue el
hombre quien dijo que no habría de recibirse más revela-
ciones y que Dios ya había dicho todo lo que tenía que decir.

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¡Cuán presuntuoso fue el hombre para decirle a Dios que
no hablara más a Sus hijos! En realidad, como ya lo hemos
indicado, nuestro Padre Celestial le habló a un joven de
catorce años de edad quien, teniendo fe en que le respondería,
se dirigió a El por medio de una sencilla y humilde oración.
Me reconforta saber que en la actualidad Dios ama tanto a
Sus hijos como amó a aquellos que en la antigüedad conta-
ban con las bendiciones y el beneficio que la dirección de
los profetas provee.
Pero Dios no habla solamente a quienes han sido llama-
dos como profetas y reveladores. Usted y yo podemos recibir
revelaciones de naturaleza personal para el beneficio de
nuestra vida, la vida de nuestros familiares y aun en cuanto
a nuestras responsabilidades individuales, si estamos dis-
puestos a vivir de modo que podamos estar atentos y ser
receptivos a la inspiración del Espíritu Santo. El Señor ha
dicho, por medio del profeta Nefi: "Daré a los hijos de los
hombres línea por línea, precepto por precepto, un poco aquí
y un poco allí; y benditos son aquellos que escuchan mis
preceptos y prestan atención a mis consejos, porque apren-
derán sabiduría; pues a quien reciba, le daré más; y a los
que digan: Tenemos bastante, les será quitado aun lo que
tuvieren." (2 Nefi 28:30.)
10. Creemos en la congregación literal del pueblo de Israel y en
la restauración de las Diez Tribus; que Sión (la Nueva Jerusalén)
será edificada sobre el continente americano; que Cristo reinará
personalmente sobre la tierra, y que la tierra será renovada y
recibirá su gloria paradisíaca.
El décimo artículo de fe se refiere al profético destino
del continente americano y al reino personal milenario de
Cristo sobre la tierra. Confirma todas las profecías con-
cernientes a la segunda venida de Cristo y al recogimiento
del pueblo de Israel y el retorno de las Diez Tribus que se
dispersaron cuando, alrededor del año 722 a. de J.C., tuvo
lugar la invasión de los asirios. No es mi intención explicar

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en detalle esta doctrina, pero básteme decir que nosotros


creemos que todo lo que han predicho los profetas de Dios
habrá de acontecer y que Jesucristo retornará a la tierra con
todo Su poder y majestad como Rey de Reyes para rescatar
a Su pueblo y brindarle una era milenaria de paz.
Por supuesto que algunos consideran que esto es un
tanto aterrador. Al fin y al cabo, estas profecías también con-
tienen promesas de que habrá problemas, anormalidades y
tragedias en todo el mundo. Y aunque reconozco que habre-
mos de sufrir dificultades, me consuela saber que el Señor
está al mando de las cosas. El conoce el fin desde el princi-
pio y nos ha dado adecuadas instrucciones que, si las
seguimos, nos protegerán en toda circunstancia. Sus
propósitos se cumplirán y algún día los comprenderemos.
Por el momento, sin embargo, debemos tener cuidado
de no reaccionar en forma desmedida al respecto ni exce-
dernos en preparaciones exageradas. Sólo debemos cumplir
los mandamientos de Dios y nunca perder las esperanzas.
"No temáis, rebañito," reveló el Señor por medio de José
Smith, "haced lo bueno; aunque se combinen en contra de
vosotros la tierra y el infierno, pues si estáis edificados sobre
mi roca, no pueden prevalecer.... Elevad hacia mí todo pen-
samiento; no dudéis; no temáis." (D. y C. 6:34, 36.)
11. Reclamamos el derecho de adorar a Dios Todopoderoso con-
forme a los dictados de nuestra propia conciencia, y concedemos a
todos los hombres el mismo privilegio: que adoren cómo, dónde o lo
que deseen.
Dada la historia de la persecución a la que fueron
sometidos los miembros de nuestra Iglesia, resulta fácil
entender por qué el principio de la tolerancia es tan impor-
tante para nosotros. A la vez, es también importante la
responsabilidad de todo Santo de los Últimos Días de preser-
var y proteger el mismo derecho para los demás—lo que
significa que habrá ocasiones en que podríamos defender
prácticas religiosas de otros aunque no estemos necesaria-

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mente de acuerdo con ellas. Pero cuando hablamos de tole-
rancia, ello no quiere decir que nuestras creencias deben ser
afines o compartidas, sino más bien que debemos vivir en
armonía a pesar de nuestras más serias diferencias y dedicar
parte de nuestros esfuerzos a la protección del derecho de
ser diferentes.
Esto quizás le lleve a preguntarse cómo es que los San-
tos de los Últimos Días dedicamos entonces tanta energía
para tratar de convertir a otros para que piensen y adoren a
Dios como nosotros. No crea que es porque consideramos
que los demás no tienen el derecho de adorar como lo deci-
dan. Pero una parte de nuestra creencia incluye el divino
mandamiento de compartir con otros nuestra fe, así como el
gozo y la paz que encontramos en ella.
"Y os mando que os enseñéis el uno al otro la doctrina
del reino," dijo el Señor por intermedio del profeta José
Smith.
"Enseñaos diligentemente, y mi gracia os acompañará,
para que seáis más perfectamente instruidos en teoría, en
principio, en doctrina, en la ley del evangelio, en todas las
cosas que pertenecen al reino de Dios, que os conviene com-
prender;
"De cosas tanto en el cielo como en la tierra, y debajo de
la tierra; cosas que han sido, que son y que pronto han de
acontecer; cosas que existen en el país, cosas que existen en
el extranjero; las guerras y perplejidades de las naciones, y
los juicios que se ciernen sobre el país; y también el
conocimiento de los países y de los reinos...
"He aquí, os envié para testificar y amonestar al pueblo,
y conviene que todo hombre que ha sido amonestado,
amoneste a su prójimo." (D. y C. 88:77-79, 81.)
Y es por eso que compartimos nuestras creencias como
una voz de amonestación e invitamos a todos, diciendo:
"Venid a Cristo, y perfeccionaos en él." (Moroni 10:32.) Pero,

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como siempre, está en ellos decidir si han de responder a


dicha amonestación e invitación.
12. Creemos en estar sujetos a los reyes, presidentes, gober-
nantes y magistrados; en obedecer, honrar y sostener la ley.
El patriotismo siempre ha sido algo muy importante
para los Santos de los Últimos Días, más allá de nacionali-
dades o filosofías políticas. En 1835, José Smith declaró:
" Creemos que Dios instituyó los gobiernos para el beneficio
del hombre, y que él hace a los hombres responsables de sus
hechos con relación a dichos gobiernos, tanto en la formu-
lación de leyes como en la administración de éstas, para el
bien y la protección de la sociedad/' (D. y C. 134:1.) En la
actualidad hay Santos de los Últimos Días en casi todas las
naciones del mundo y obran bajo casi todos los sistemas
gubernativos que uno pueda imaginar. Mas para cada uno
de ellos esa declaración es verdadera: "Creemos en... obe-
decer, honrar y sostener la ley."
13. Creemos en ser honrados, verídicos, castos, benevolentes,
virtuosos y en hacer el bien a todos los hombres; en verdad,
podemos decir que seguimos la admonición de Pablo: Todo lo
creemos, todo lo esperamos; hemos sufrido muchas cosas y espe-
ramos sufrir todas las cosas. Si hay algo virtuoso, o bello, o de
buena reputación, o digno de alabanza, a esto aspiramos.
José Smith concluyó los Artículos de Fe con esta
elocuente declaración de creencia cristiana, que en su tota-
lidad constituye un poderoso enunciado sobre la religión
que los Santos de los Últimos Días hemos adoptado y trata-
mos de practicar. Es una religión positiva y dinámica. Es
expansiva y progresista. Y más que nada, nos infunde espe-
ranzas.
La esperanza es, para la vida, un principio de valor incal-
culable. Nace de la fe y da significado y propósito a todo lo
que hacemos. Nos confiere asimismo esa apacible cer-
tidumbre que necesitamos para vivir con felicidad en un
mundo lleno de iniquidad, calamidades e injusticia.

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Al aproximarse al final de Su ministerio terrenal, nues-
tro Salvador ofreció a Sus amados discípulos esa tranqui-
lizadora esperanza al decirles: "La paz os dejo, mi paz os
doy; yo no os la doy como el mundo la da. No se turbe vues-
tro corazón, ni tenga miedo." (Juan 14:27.)
Esa es la esperanza a que nos aferramos, como la declaró
José Smith en los Artículos de Fe. Y la paz que promete a
toda la humanidad es "la paz de Dios, que sobrepasa todo
entendimiento." (Filipenses 4:7.)

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Los Frutos
del Evangelio
CA P I T UL O O C H O

En 1969 viajé a México en compañía de otros tres hom-


bres de negocios. Los tres eran personas de mucho éxito que
habían logrado acumular grandes fortunas, tanto así que
uno de ellos era considerado uno de los hombres más acau-
dalados del mundo. Juntos nos hallábamos viajando en el
lujoso compartimento ejecutivo de un avión privado; un
multimillonario, dos millonarios, y yo.
Durante el viaje, aquellos tres adinerados caballeros
hablaron acerca de negocios que involucraban millones de
dólares con la misma naturalidad con que otras personas
podrían conversar sobre el partido de fútbol o la película
que hubieran visto la noche anterior. A decir verdad, yo me
sentía un tanto cohibido, especialmente cuando el multi-
millonario se dirigió a mí, preguntándome: "Y usted,
Ballard, ¿qué es lo que hace en particular?"
"Pues bien/' respondí, "después de escucharles hablar,
me temo que no es gran cosa lo que hago."
A mi comentario respondieron con una apagada son-
risa, pero ninguno de ellos pareció estar en desacuerdo con
mi evaluación de las circunstancias.
A medida que continuábamos nuestra conversación, sin
embargo, pude percibir que, a pesar de toda su buena vo-
luntad y de las obras que habían hecho con sus riquezas, lo

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más importante en la vida para el multimillonario era su
deseo de acumular aún más dinero, el cual parecía ser la
fuente de su poder y su prestigio personal. Su fortuna
parecía ser lo que lo hacía feliz y sentirse orgulloso. Según
pude apreciarlo, era su pasión, su obsesión, y la verdadera
razón de su existencia. En tanto que se refería a su imperio
financiero internacional y su impresionante colección de
bienes materiales, tuve la impresión de que por debajo de su
orgullo materialista había una cierta desdicha producida por
la falta de espiritualidad. El multimillonario no habló con
entusiasmo de su familia ni de sus amigos y parecía no saber
mucho acerca de la paz y la satisfacción verdaderas. El Evan-
gelio de Jesucristo no formaba parte de su vida, pues en un
momento de cavilación me dijo: "Yo no estoy seguro de que
haya otra vida después de la muerte, pero si la hubiera no
creo que habrá de importar mucho."
Era obvio que ninguna de las dos posibilidades—que la
muerte fuera el fin mismo de la vida ni que hubiese una
existencia sin reconocimiento o posesiones mundanales más
allá de la tumba—le proveía consuelo alguno.
A mi regreso un par de días más tarde, mi esposa me
esperaba en el aeropuerto. Ya en nuestro cómodo hogar en
Salt Lake City, ella me preguntó si había disfrutado de aque-
llos momentos en compañía de la gente rica del mundo de
los negocios. Después de un largo suspiro, le contesté:
"Querida, quizás no tengamos mucho dinero ni otras cosas
que tanta gente piensa que son importantes, pero tengo la
impresión de que, de los cuatro hombres de negocios que
viajamos juntos en aquel avión privado, yo soy el más feliz
y, en cierto modo, el de mayor fortuna. Yo tengo bendiciones
que el dinero no puede adquirir. Y tengo la satisfacción de
saber que las cosas más importantes para mí—tú, nuestra
familia, y mi amor por Dios—pueden perdurar para siem-
pre."
No pude evitar el pensar en las palabras de nuestro Sal-

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vador a Sus discípulos, cuando les dijo: "No os hagáis


tesoros en la tierra, donde la polilla y el orín corrompen, y
donde ladrones minan y hurtan;
"Sino haceos tesoros en los cielos, donde ni la polilla ni
el orín corrompen, y donde ladrones no minan ni hurtan.
"Porque donde esté vuestro tesoro, allí estará también
vuestro corazón." (Mateo 6:19-21.)
El tesoro a que nos referimos es ese sentimiento de con-
suelo, de paz y de seguridad eterna. Por motivo de que yo sé
que soy parte de un sagrado plan diseñado por un Padre
Celestial que ama por igual a todos Sus hijos y quiere que
cada uno de ellos logre un éxito sempiterno, no siento en
mí apremio alguno por competir con nadie en procura del
reconocimiento y las realizaciones del mundo. Pero no me
interprete mal, hay muchos hombres y mujeres en nuestra
Iglesia que poseen grandes fortunas y que conocen y viven
de acuerdo con el plan eterno de nuestro Padre Celestial.
Sus contribuciones al reino de Dios, tanto espirituales como
materiales, han sido y son de considerable magnitud. Todos
anhelamos poder satisfacer las necesidades temporales de
nuestras respectivas familias y tratamos de dar el mejor uso
posible a los talentos que Dios nos ha dado. Pero cuando
consideramos las cosas desde el punto de vista de la
eternidad, la fama y la popularidad son mucho menos
importantes que el amar y ser amados; el nivel social sig-
nifica muy poco cuando se lo compara con la voluntad para
el servicio; y la adquisición de un conocimiento espiritual
es infinitamente más significativo que la obtención excesiva
de riquezas materiales.
Es este aspecto y su consiguiente tranquilidad espiritual
y emocional lo que constituyen algunos de los frutos que se
obtienen al conocer realmente el Evangelio de Jesucristo y
vivir de conformidad con el mismo. Esclarece al
entendimiento la relación entre Dios y nosotros y da sig-
nificado y propósito a la vida de todo ser humano. Más que

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ser simplemente otro modo de adoración, es un modo de
vivir. Influye en cada una de nuestras decisiones y realza
cada una de nuestras relaciones humanas, aun la relación
con uno mismo. Al comprender que somos hijos de Dios y
que El nos conoce personalmente, que nos ama y que se
interesa por nosotros, sólo podemos contemplarnos desde
un punto de vista muy especial. Y también consideramos a
los demás con el convencimiento de que son nuestros eter-
nos hermanos y hermanas que, como nosotros, están en el
mundo tratando de adquirir conocimiento y de desarro-
llarse a través de experiencias terrenales—buenas y malas.
En este mundo en que vivimos, lleno de incertidumbre
y frustración, ese conocimiento nos proporciona tranquili-
dad de conciencia que, por cierto, resulta ser un delicioso
fruto del evangelio. ¡Cuán reconfortante y tranquilizador es
saber que nuestra existencia tiene su propósito! ¡Cuánta ben-
dición proviene de poder contar con el ancla sólida de va-
lores morales específicos para vivir la vida! ¡Cuán emocio-
nante es comprender que nuestras posibilidades finales son
de carácter divino! ¡Cuánta certidumbre se adquiere al saber
que existe una fuente de poder mucho mayor que la nuestra
y que podemos recurrir a ella mediante la fe y la oración,
como también al ejercer dignamente la autoridad del sacer-
docio de Dios! Y ¡cuán alentador es saber que podemos
disponer del fortalecimiento necesario para superar las prue-
bas cotidianas y encontrar la paz en este mundo tan lleno de
inquietud y confusión!
Por supuesto que existen otros frutos que son tangibles
e innegables. Siendo que nos conoce bien, nos ama y nos
comprende, nuestro Padre Celestial nos ofrece, para vivir
de conformidad con el evangelio, una serie de métodos di-
señados para bendecirnos y fortalecernos individualmente y
como familias. Algunos de estos frutos son:
La Palabra de Sabiduría: Si usted conoce algo acerca de La
Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días, pro-

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bablemente sepa que sus miembros fieles no fuman y no


toman bebidas alcohólicas, café ni té. Quizás haya aun elo-
giado usted a la Iglesia cada vez que ésta ha respaldado con
firmeza las cada vez más frecuentes evidencias que indican
cuan perjudiciales son esas cosas. Pero el hecho es que la
Iglesia recibió instrucciones sobre el particular en 1833, como
resultado de una revelación dada a José Smith para "la sal-
vación temporal de todos los santos en los últimos días."
(D. y C. 89:2.)
Esta revelación, que se conoce como la Palabra de
Sabiduría, es algo más que una simple lista de prohibiciones
dietéticas, aunque haya gente dentro y fuera de la Iglesia
que tienda a considerarla como tal. Aparte de las restric-
ciones específicas en cuanto a las bebidas fuertes, el tabaco
y las llamadas bebidas calientes, la Palabra de Sabiduría
aconseja a sus adeptos que deben comer cereales, hierbas,
frutas y legumbres, y que sólo coman carne mesuradamente.
¿Se asemeja esto al tipo de dieta diaria que recomen-
darían los expertos en nutrición contemporáneos? Por
supuesto. Y lo harían refiriéndose a las investigaciones cien-
tíficas, a la tecnología médica y sus años de preparación y
experiencia profesional. Pero a los Santos de los Últimos
Días se les ha enseñado durante varias generaciones que
vivan conforme a ese código de salud, no solamente porque
es beneficioso para nuestros cuerpos, sino porque nuestro
Padre Celestial se lo reveló a un profeta de Dios en 1833 y
nos prometió que había de bendecirnos por nuestra obe-
diencia.
Y por cierto que hemos sido bendecidos. Un estudio rea-
lizado por científicos de la Universidad de California en Los
Angeles indica que, en comparación con la población ge-
neral de los Estados Unidos, entre los Santos de los Últimos
Días que cumplen la Palabra de Sabiduría se observa un
promedio muy reducido de casos de cáncer y de enfer-
medades del corazón.

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El Dr. James Enstrom, de la Facultad de Salud Pública de
la citada universidad ha explicado que el estudio reveló
notables diferencias en los índices de mortalidad entre los
mormones que, conscientes de la salud, observan en parti-
cular tres normas, a saber: nunca fuman, practican con re-
gularidad ejercicios físicos y duermen metódicamente de
siete a ocho horas diarias. Por ejemplo, el índice de longe-
vidad de un miembro de la Iglesia varón de veinticinco años
de edad que cumpla con estas normas, es de ochenta y cinco
años, comparado con el índice de setenta y cuatro años del
varón típico de los Estados Unidos. (Véase "Health Prac-
tices and Cáncer Mortality Among Active California
Mormons," James E. Enstrom, Journal of the National Cáncer
Institute, 6 de diciembre de 1989, págs. 1807-1814.)
Todo esto corrobora totalmente la promesa que el Señor
hizo en 1833 en cuanto a la Palabra de Sabiduría: "Y todos
los santos que se acuerden de guardar y hacer estas cosas,
rindiendo obediencia a los mandamientos, recibirán salud en
el ombligo y médula en los huesos;
"Y hallarán sabiduría y grandes tesoros de conocimiento,
sí, tesoros escondidos;
"Y correrán sin fatigarse, y andarán sin desmayar."
(D. y C.8 9:l8-20.)
Es evidente que el Señor cumple las promesas que hace
a Sus hijos. De igual modo, el privilegio de conocer y recibir
las bendiciones que se prometen en la Palabra de Sabiduría
es otro de los frutos que produce la vida cuando se basa en
el Evangelio de Jesucristo.
Las normas del Señor en cuanto a la pureza sexual: La Igle-
sia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días enseña el
mismo código de pureza sexual que ha existido en el pueblo
de Dios desde el principio de los tiempos, inclusive la pureza
de pensamiento, la total abstinencia sexual antes del
casamiento y la completa fidelidad en el matrimonio. La
observancia de estas normas es la única manera de evitar

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confiadamente las lamentables consecuencias de la inmora-


lidad que tanto afectan hoy en día a nuestra sociedad.
El profeta Spencer W. Kimball dijo unos años antes de su
muerte: "Declaramos con firmeza y terminantemente que
[la moralidad] no es una vestimenta desgastada, desteñida,
anticuada o deshilada. Dios es hoy el mismo que ayer y para
siempre, y Sus convenios y doctrinas son inmutables; y
cuando se enfríe el sol y dejen de brillar las estrellas, la ley de
castidad aún continuará siendo la ley básica de Dios en el
mundo y en la Iglesia del Señor. La Iglesia sostiene los
antiguos valores morales, no porque sean antiguos sino
porque a través de los siglos han demostrado ser correctos.
Y ésa será siempre la norma." ("President Kimball Speaks
Out on Morality," Ensign, noviembre de 1980, pág.94.)
Las normas del Señor en cuanto a la pureza sexual no
son una simple cuestión de adoptar otro estilo de vida en
un mundo harto de preocupaciones y paranoia. Quienes
observan la pureza sexual en su vida por cierto que no han
de sufrir las consecuencias emocionales del placer efímero ni
la congoja espiritual del compromiso no correspondido o la
desilusión moral resultante de una relación en la que la sa-
tisfacción carnal tiene prioridad sobre la responsabilidad
personal. Por el contrario, se preparan para las excelentes
posibilidades de un matrimonio edificado sobre los cimien-
tos de la confianza, la dedicación y el respeto mutuos.
Yo he tenido la oportunidad de oficiar en muchas cere-
monias matrimoniales de esta clase y es algo maravilloso
poder ver y apreciar el vigor de la pureza que irradian el
corazón y el alma de los jóvenes que han sabido obedecer los
mandamientos de Dios. Y ¡qué bendición es para ellos poder
mirarse en los ojos sabiendo que han logrado preservar esa
parte tan íntima y personal de ambos hasta el momento de
cumplir con las promesas y los convenios matrimoniales!
Las relaciones sexuales son para esas parejas un medio de
comunicación, una manera de expresar esos sentimientos

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íntimos para los cuales no hay palabras adecuadas. Ello
constituye la forma natural más sublime de unir a dos seres
humanos. Y cuando el resultado que se anhela es la pro-
creación de un nuevo ser, permite que el hombre y la mujer
entrelacen sus manos con las manos de Dios en el cumpli-
miento de uno de los propósitos más importantes de la vida
terrenal y uno de los elementos fundamentales del eterno
plan de nuestro Padre Celestial.
Si esto parece ser algo anticuado, así sea. Pero también
tiene el beneficio de ser verdadero y justo. Y un fruto más del
árbol del evangelio. ¡Imaginemos cómo sería el mundo si
todo hombre y toda mujer observaran esta ley!
Servicio misional: Jesús encomendó a Sus discípulos: "Id,
y haced discípulos a todas las naciones, bautizándolos en el
nombre del Padre, y de, Hijo, v del Espíritu Santo; enseñán-
doles que guarden todas las cosas que os he mandado."
(Mateo 28:19-20.) En una ocasión más reciente, nuestro Sal-
vador enseñó a Sus discípulos de los últimos días: "Todo
hombre que ha sido amonestado, amoneste a su prójimo."
(D. y C. 88:81.)
Por esto es que, todos los años, miles de hombres y
mujeres jóvenes solteros, como así también matrimonios de
mayor edad, se alejan por un tiempo de su hogar, su familia
y sus amigos para servir al Señor como misioneros en diver-
sas partes del mundo, pagando sus propios gastos o man-
tenidos por su propia familia—aun cuando, en realidad, en
su mayoría habrán de sentirse algo incómodos al llamar a
sus puertas. Pero no sólo son portadores de un mensaje de
eterna trascendencia, sino que también han recibido el man-
damiento divino de compartirlo con todos.
Esta es razón suficiente para que los Santos de los Últi-
mos Días tengamos el fuerte deseo de servir como
misioneros. Y doquiera que sirvamos al Señor, seremos ben-
decidos. Muchos de nuestros misioneros comienzan su labor
misional con la convicción de que, al servirle durante dieci-

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ocho o veinticuatro meses, están retribuyendo a nuestro


Padre Celestial Sus bondades. Pero al poco tiempo recono-
cen una importante verdad eterna: que nunca podríamos
hacer por el Señor más de lo que El hace por nosotros.
A través de los años he observado a un gran número de
misioneros cumplir con su llamamiento y he podido ver
cuántas cosas extraordinarias han sucedido en su vida per-
sonal y en la vida de sus familiares. La obra a la que son lla-
mados es rigurosa y, a veces, desalentadora. Pero al tener la
certeza de que están al servicio de Dios, logran cumplir con
gran valor sus labores. A quienes quieren saber si nuestra
iglesia es verdadera, con frecuencia les sugiero que dediquen
algunas horas a trabajar con nuestros misioneros. No
requiere mucho tiempo descubrir que es imposible hacer
todo lo que hace a diario un misionero sin tener la convic-
ción de que lo que está haciendo es justo y verdadero.
El Señor bendice tanto a Sus misioneros como a las per-
sonas a quienes ellos enseñan y bautizan. Por eso es que
aprenden con asombrosa rapidez y destreza los más difí-
ciles idiomas. Sus familias, aun cuando algunas de ellas sue-
len tener a veces dificultades económicas, siempre encuen-
tran inesperadamente los medios para mantenerles. Las
debilidades se transforman en fortaleza, los problemas se
constituyen en oportunidades para aprender, las tribula-
ciones dan lugar a las realizaciones y aun las adversidades
llegan a ser toda una aventura al servicio del Señor—otro
fruto más del evangelio.
Un ministerio laico: La Iglesia de Jesucristo de los Santos
de los Últimos Días no cuenta con un clero profesional y
remunerado. En todo el mundo, la Iglesia funciona y se
administra por medio de sus miembros en los barrios y
ramas (que así llamamos a nuestras congregaciones),
quienes son llamados a ocupar diferentes cargos mediante la
inspiración del Espíritu Santo. Y esto es algo extraordinario,
especialmente si se considera el hecho de que el programa

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de la Iglesia para cada una de estas congregaciones incluye
lo siguiente:
—clases para el sacerdocio, el cual comprende a todos
los miembros varones mayores de doce años de edad;
—la Sociedad de Socorro, la organización de mujeres
más antigua y de mayor número de miembros, la cual pone
de relieve y exhorta a la espiritualidad, el servicio y el her-
manamiento;
—la organización de Mujeres Jóvenes, para jovencitas
de doce a dieciocho años de edad;
—la Primaria, organización que tiene la responsabilidad
de la educación religiosa de los niños menores de doce años
de edad;
—la Escuela Dominical, que tiene a su cargo la
enseñanza de las Escrituras a todos los miembros mayores
de doce años de edad;
—los programas del Sacerdocio Aarónico para jovenci-
tos de doce a dieciocho años de edad, el cual comprende a
los Boy Scouts;
—y una amplia variedad de programas y actividades
adicionales, incluso la obra genealógica (el estudio de la his-
toria familiar), coros musicales, bibliotecas, eventos sociales
y la obra misional.
Esto abarca muchas cosas, pues mantener un barrio efi-
cazmente organizado es una ardua tarea y requiere, durante
todo el año, un gran esfuerzo y el servicio dedicado de dece-
nas de miembros. Pero ello produce abundantes bendiciones
tanto para los que prestan ese servicio como para los que lo
reciben. El programa total de la Iglesia ha sido diseñado
para que sus miembros puedan tener una gran variedad de
experiencias y oportunidades que les ayuden a "venir a
Cristo/' Un hombre podría servir durante cinco o seis años
como obispo del barrio, siendo así responsable del bienestar
espiritual y temporal de quinientos miembros del mismo—
hombres, mujeres y niños. Al cabo de ese tiempo es relé-

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vado de su cargo y quizás dos semanas más tarde se lo llame


para que enseñe a unos siete u ocho jóvenes en la Escuela
Dominical.
Y así es como debe ser, porque los cargos en la Iglesia
se asignan alternadamente. Prestamos nuestro servicio
donde se nos llame y contribuimos al bienestar de todos en
la manera que mejor podemos. Y al hacerlo, disfrutamos del
gozo que el servicio proporciona y facilitamos la unión entre
nuestros hermanos y hermanas en la fe y, no por coinciden-
cia, nos acercamos más a Dios.
Por supuesto que el servicio en la Iglesia crea algunos
problemas especiales para nuestros miembros. Como pro-
bablemente ya lo sepa usted, ser miembro de La Iglesia de
Jesucristo de los Santos de los Últimos Días no consiste
solamente en asistir a las reuniones de los domingos, sino en
un método de vida. En consecuencia, durante la semana te-
nemos actividades que nos ofrecen oportunidades para la
participación y el servicio; la Noche de Hogar, actividades y
proyectos de servicio para la juventud, la asistencia al tem-
plo, fiestas del barrio, reuniones de Scouts, programas de la
Sociedad de Socorro, clases de capacitación para el lide-
razgo y muchas cosas más. Y a raíz de nuestra activa par-
ticipación en los programas de la Iglesia y de la familia, a
veces se nos considera como personas indiferentes o desin-
teresadas en cuanto a lo que acontece en nuestros vecinda-
rios y en la comunidad.
No crea usted que estoy tratando de justificar nuestra
inactividad en esos asuntos. Reconocemos la necesidad de
ser buenos vecinos y ciudadanos en nuestras comunidades.
Y si cuando nuestros miembros parezcan estar muy atarea-
dos usted les preguntase a qué se debe su apresuramiento,
es probable que le sorprenda enterarse de todo lo que hacen
en diversos aspectos, incluso algún servicio para el beneficio
de la comunidad misma.
Nosotros nos mantenemos siempre activos e interesa-

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dos en todo lo que, de una manera u otra, contribuya a hacer
del mundo un lugar mejor para vivir. La Iglesia ha
demostrado ser una de las primeras organizaciones en
acudir con suministros y voluntarios cuando la tragedia
afecta a alguna comunidad. Y la capacitación para el lide-
razgo que la Iglesia provee a sus ministros laicos ha servido
para facilitar a las comunidades y a diversas organizaciones
de servicio en todo el mundo, la ayuda de un sinnúmero de
personas desinteresadamente dedicadas al servicio al
prójimo—otro fruto más del evangelio.
La ayuda a la manera del Señor: Refiriéndose al juicio final,
nuestro Salvador enseñó a Sus discípulos lo siguiente:
"Cuando el Hijo del Hombre venga en su gloria, y todos los
santos ángeles con él, entonces se sentará en su trono de glo-
ria,
"y serán reunidas delante de él todas las naciones; y
apartará los unos de los otros, como aparta el pastor las ove-
jas de los cabritos.
"Y pondrá las ovejas a su derecha, y los cabritos a su
izquierda.
" Entonces el Rey dirá a los de su derecha: Venid, bendi-
tos de mi Padre, heredad el reino preparado para vosotros
desde la fundación del mundo.
" Porque tuve hambre, y me disteis de comer; tuve sed, y
me disteis de beber; fui forastero, y me recogisteis;
"estuve desnudo, y me cubristeis; enfermo, y me visi-
tasteis; en la cárcel, y vinisteis a mí.
"Entonces los justos le responderán diciendo: Señor,
¿cuándo te vimos hambriento, y te sustentamos, o sediento,
y te dimos de beber?
"¿Y cuándo te vimos forastero, y te recogimos, o
desnudo, y te cubrimos?
"¿O cuándo te vimos enfermo, o en la cárcel, y vinimos
a ti?
"Y respondiendo el Rey, les dirá: De cierto os digo que en

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cuanto lo hicisteis a uno de estos mis hermanos más


pequeños, a mí lo hicisteis/' (Mateo 25: 31-40.)
Nosotros, en La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los
Últimos Días, tomamos muy en serio estas instrucciones. La
Iglesia dedica enormes cantidades de energía, de esfuerzos
y de medios, tanto a nivel local como internacional, para
ayudar a los necesitados, tal como el Señor lo haría. El
primer domingo de cada mes, los Santos de los Últimos Días
se abstienen de dos comidas y donan entonces a la Iglesia el
dinero equivalente a su costo para sus programas de ayuda
a la gente menos privilegiada en todo el mundo. Muchos
donan aun sumas adicionales. Ese dinero, al que nos referi-
mos como las ofrendas del ayuno, se utiliza para fines
humanitarios.
Tales fines humanitarios son, sin embargo, de diversa
naturaleza. Cuando los miembros sufren dificultades
económicas, por lo general acuden a sus propias familias y
a la Iglesia en vez de recurrir a los programas de las agencias
gubernamentales. Por medio de los programas de bienestar
de la Iglesia, sus miembros disponen de diversos servicios
de ayuda que incluyen la obtención de empleo, el aseso-
ramiento personal y el planteamiento económico. En depósi-
tos especiales, llamados almacenes del obispo, la Iglesia
mantiene reservas alimentarias, ropas y otros artículos para
los necesitados y, en ciertas circunstancias, podría proveer-
les asimismo ayuda monetaria. Los beneficiarios tienen tam-
bién la oportunidad de retribuir esa ayuda al desempeñar
determinados trabajos y de esa forma conservar su dignidad
al hacer sus contribuciones para el bienestar de otros, a pesar
de su situación personal.
A un nivel más amplio, la Iglesia participa en numerosos
programas humanitarios alrededor del mundo. Algunos de
ellos son de operación continua, mientras que otros se ponen
en funcionamiento para atender las necesidades resultantes
de las inundaciones, los terremotos y los estragos del ham-

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bre. Aunque los Santos de los Últimos Días somos conocidos
por "cuidar de los nuestros" mediante los programas de
bienestar de la Iglesia, también tenemos un interés genuino
en que el mundo sea un lugar mejor, más seguro y huma-
nitario donde vivir.
En 1985, por ejemplo, los Santos de los Últimos Días
observaron dos días de ayuno especial y donaron volun-
tariamente unos seis millones de dólares para el programa
de ayuda a los damnificados de las grandes sequías en
África y otros lugares del mundo.
En aquella ocasión, yo fui testigo del uso dado a tales
donaciones cuando la Primera Presidencia de la Iglesia me
asignó que viajara con el Director Administrativo de nues-
tro programa de Servicios de Bienestar en Etiopía, donde
tuvimos que evaluar las necesidades de la gente y determi-
nar la mejor manera de recaudar fondos de ayuda.
Trabajando en cooperación con varias organizaciones
internacionales de ayuda humanitaria, visitamos algunas
aldeas remotas en aquel árido país. La tierra era la más de-
solada que yo jamás había visto. Toda zona fértil había desa-
parecido y no existían árboles ni rastros de vegetación.
Nunca olvidaré las filas de mujeres que esperaban poder
llenar sus vasijas de agua para después llevarlas sobre sus
hombros hasta sus hogares, en caminatas lentas de quince a
cuarenta kilómetros de distancia.
Visitamos los campamentos y puestos de alimentación
de la Cruz Roja donde se atendía a los enfermos graves. El
sufrimiento de tanta gente acongojó mi corazón. Los niños
pequeñitos se aferraban a nosotros cuando sus padres los
traían para ver qué podíamos hacer por ellos. Muchos
mostraban heridas infestadas y otras enfermedades atroces.
Había madres que, recostadas en camillas, trataban de ali-
mentar y de consolar a sus hijitos, muchos de los cuales
tenían los ojos hundidos y sólo huesos en las piernas y en los
brazos a causa de su avanzada inanición. Un anciano nos

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suplicó que nos lleváramos con nosotros a un pequeñito que


traía consigo en sus brazos. En uno de los puestos de
abastecimiento vimos a miles de seres humanos que espe-
raban su turno para recibir bolsas que contenían unos 150
kilos de trigo. Estos afanosos etíopes cargaban entonces esas
bolsas sobre sus hombros. Algunos de ellos eran lo sufi-
cientemente jóvenes como para soportar el peso, pero otros
eran ancianos y caminaban con gran dificultad. Sin embargo,
con la espalda sumamente encorvada, iniciaban trastabi-
llando pero decididos la penosa marcha de regreso a sus
aldeas.
Recuerdo que una vez nos detuvimos para almorzar en
un paraje. Apenas hubimos abierto los paquetes de comida,
un grupo de niños nos rodeó extendiendo sus manos, frotán-
dose el vientre y tocándose los labios. No pudimos, por
supuesto, comer nada y, cortando en trozos nuestros ali-
mentos y algunas frutas que llevábamos, los distribuimos
entre aquellas desdichadas criaturas.
La visita a Etiopía fue una de las experiencias más
angustiosas de mi vida, pero dejó una indeleble impresión
en mi corazón y en mi mente. ¡Cuán grande fue mi agrade-
cimiento por el principio del ayuno y por los miembros de la
Iglesia que tan generosamente habían hecho sus donaciones,
posibilitándonos así que contribuyéramos al socorro del
pueblo de Etiopía.
La ley del diezmo: Al habernos referido a nuestros esfuer-
zos humanitarios y a las donaciones de nuestros miembros
mediante las ofrendas del ayuno, quizás se pregunte usted
de dónde procede el dinero que la Iglesia necesita para sol-
ventar sus gastos. En primer lugar quiero mencionar nue-
vamente que las donaciones recibidas de las ofrendas del
ayuno se utilizan exclusivamente para ayudar a los pobres y
a los necesitados. El dinero para cualquier otro propósito
proviene de una contribución adicional de los miembros de
la Iglesia: el diezmo.

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La ley del diezmo fue instituida en épocas del Antiguo
Testamento. Sabemos, por ejemplo, que Abraham pagó diez-
mos al gran sumo sacerdote Melquisedec (véase Génesis
14:17-20). Y Malaquías, el último profeta del Antiguo Tes-
tamento, advirtió al pueblo que, si no pagaban debidamente
sus diezmos y sus ofrendas, estaban en cierta forma robando
al Señor:
"Traed todos los diezmos al alfolí, y haya alimento en
[la casa de Dios]/' (Malaquías 3:10.)
La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días
enseña a sus miembros la ley del diezmo, que consiste en
donar una décima parte de nuestros ingresos para la edifi-
cación del reino de Dios sobre la tierra. Con ese dinero la
Iglesia edifica y mantiene sus capillas, sus templos y sus
instituciones de enseñanza. Asimismo, suministra mate-
riales en más de cien idiomas para la instrucción y la capa-
citación de sus miembros en todo el mundo. El dinero proce-
dente de los diezmos se utiliza también para solventar los
gastos administrativos internacionales y para proveer los
presupuestos de todas sus congregaciones, incluso los costos
de servicios públicos.
Los fondos del diezmo se consideran sagrados y se
administran con mucho cuidado, humildad y sentido
común. La Iglesia no tiene deudas económicas. No existe en
ella tal cosa como la operación deficitaria y todos sus edifi-
cios han sido pagados en su totalidad antes de su dedi-
cación. Quienes autorizan pagos con dinero de los diezmos,
nunca lo hacen sin considerar antes el sacrificio de los miem-
bros que tan devotamente lo han donado. Pero también
somos conscientes de las promesas que el Señor ha hecho a
Sus fieles. De acuerdo con Malaquías, Dios ha prometido:
"Os abriré las ventanas de los cielos, y derramaré sobre
vosotros bendición hasta que sobreabunde.
"Reprenderé también por vosotros al devorador, y no

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os destruirá el fruto de la tierra, ni vuestra vid en el campo


será estéril, dice Jehová de los ejércitos.
"Y todas las naciones os dirán bienaventurados; porque
seréis tierra deseable, dice Jehová de los ejércitos."
(Malaquías 3:10-12.)
Una vez más, el Señor promete frutos maravillosos a
cambio de nuestra obediencia a las enseñanzas del evange-
lio.
Por supuesto que podemos mencionar otros frutos,
como ser:
—los frutos de la educación de las personas que creen
que "la gloria de Dios es la inteligencia" (D. y C. 93:36) y
que "cualquier principio de inteligencia que logremos en
esta vida se levantará con nosotros en la resurrección"
(D. y C. 130:18). Por medio de sus programas de seminarios
e institutos en todo el mundo, el Sistema Educativo de la
Iglesia enseña el evangelio a decenas de miles de jóvenes;
—los frutos de la certidumbre, la seguridad y del sentido
de colectividad que se obtienen al pertenecer a una iglesia
que se preocupa por sus miembros y por eso designa a ma-
estros orientadores y maestras visitantes para que les vi-
siten mensualmente en sus hogares a fin de asegurarse de
que gocen de buena salud, sean felices y se encuentren espi-
ritualmente bien;
—los frutos provenientes de una vida equilibrada y
saludable en la que se presta tanta atención al desarrollo y al
enriquecimiento espirituales así como a las necesidades físi-
cas, económicas y sociales;
—y los frutos combinados de una existencia guiada por
las tradicionales virtudes de la honradez, la integridad, la
moralidad, el sacrificio y la fidelidad.
A juzgar por estos pocos ejemplos, ¿cree usted acaso que
estoy jactándome? Si así fuera, perdóneme. Nosotros no
alegamos tener la exclusividad en el mercado de la virtud ni
presumimos que los Santos de los Últimos Días vivan sin

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problemas ni intereses mundanos. Pero creemos con toda
honradez y sinceridad que Dios nos ha dado algo muy espe-
cial, algo que realmente merece compartirse. Y por eso es
que le pido que considere los frutos que produce la vida que
los miembros de la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los
Últimos Días vivimos, porque nuestro Salvador mismo ha
dicho:
"Por sus frutos los conoceréis. ¿Acaso se recogen uvas de
los espinos, o higos de los abrojos?
"Así, todo buen árbol da buenos frutos, pero el árbol
malo da frutos malos.
"No puede el buen árbol dar malos frutos, ni el árbol
malo dar frutos buenos.
"Todo árbol que no da buen fruto, es cortado y echado
en el fuego.
"Así que, por sus frutos los conoceréis." (Mateo 7:16-20.)

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El Ancla de la Fe
C O N C L U S I Ó N

Volvamos ahora a la palabra que consideramos al prin-


cipio de nuestra trayectoria hacia la comprensión. Precisa-
mente, ésa es la palabra: comprensión.
Como indiqué en la introducción, mi propósito en
escribir este libro es "que quienes lean estas páginas—en
especial aquellos que no son miembros de La Iglesia de Jesu-
cristo de los Santos de los Últimos Días—comprendan mejor
a la Iglesia y sus miembros"
Desde aquella página hasta ésta hemos abarcado
muchos temas teológicos e históricos con el objeto de facili-
tar esa comprensión. Hemos examinado nuestras creencias
acerca de Jesucristo y Su vida y misión maravillosas, como
así también nuestra creencia de que se produjo una apos-
tasía en cuanto a Sus enseñanzas durante los dos primeros
siglos después de Su muerte y resurrección. Asimismo,
hemos hablado sobre la restauración del Evangelio de Jesu-
cristo en su totalidad por medio de una serie de aconte-
cimientos milagrosos y cómo la verdad del evangelio con-
tinúa en la actualidad obrando milagros en la vida de los
Santos de los Últimos Días.
Hay mucho en cuanto a lo cual reflexionar, especial-
mente en esta época en que tanta gente parece no querer
aceptar la idea de los milagros y aun demuestra un gran

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recelo hacia las religiones en general. Aunque yo entiendo la
naturaleza de tales actitudes de desconfianza (todos esta-
mos familiarizados con las noticias acerca de tantos mi-
nistros de diversas religiones que no practican lo que pre-
dican), sigo creyendo que la fe—la fe verdadera, la fe íntima
e inalterable—puede llegar a ser tan esencial para una vida
saludable y equilibrada como lo es un ancla para un enorme
barco que navega por el océano. Si usted ha visto alguna
vez el ancla de un barco de gran tamaño, habrá notado cuán
sólida es y cuán resistentes y firmes son los eslabones de su
cadena. Mas cuando se comparan con el tamaño y el peso
del barco, el ancla y la cadena parecen ser, en realidad,
pequeñas. Sin embargo, una vez apuntalada en el fondo del
mar, un ancla sólida puede sujetar un enorme barco—no
importa cuán agitadas las aguas.
Esa es la misma función que la fe en Dios cumple en la
vida de los fieles Santos de los Últimos Días. Firmemente
arraigada y mantenida con esmero, los conserva en un curso
constante y sereno a pesar de la turbulencia y la perversidad
que los circunda. Esa fe, por supuesto, debe ser más que una
simple alabanza verbal pues requiere la fortaleza suficiente
para resistir las embestidas que la vida moderna le impone.
A fin de que nuestra fe sea significativa y eficaz como un
ancla para el alma, debe estar basada en Jesucristo, Su vida
y Su expiación, como así también en la restauración de Su
evangelio por medio del profeta José Smith. Los principios
eternos que he enumerado pueden también compararse con
los eslabones de la cadena que nos ayuda para que nos
anclemos a la verdad del evangelio.
Estoy seguro de que usted reconoce cómo la fe en las
cosas que hemos examinado podría afectar cada uno de los
aspectos de su vida. El conocer el Evangelio de Jesucristo y
vivir de conformidad con el mismo influye en toda decisión
importante que tome y rectifica la trayectoria de su vida
porque lo hace apercibirse de nuevas posibilidades y con-

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E L A N C L A D E L A F E

sideraciones—principalmente con respecto a su potencial


eterno—a la vez que provee a su corazón nuevos sen-
timientos y lleva a su mente un nuevo entendimiento. Pero
esto sucede solamente si usted cree verdadera y sincera-
mente en Jesucristo y en Su evangelio.
No obstante, yo lo comprenderé si todo esto le resultase
un poco desconcertante. Y si bien es cierto que no puedo
demostrarle en forma tangible que estos acontecimientos
sucedieron en la manera en que los he descrito, le testifico
con humildad y sinceramente que lo que he escrito es ver-
dadero. Asimismo, es necesario que usted sepa que sus ami-
gos mormones creen también que lo que estoy declarando es
la verdad.
Y es por eso que ellos hacen lo que hacen y dicen lo que
dicen. Creen en una religión que es dinámica y que se basa
en la revelación continua y en el progreso eterno. Nuestra
creencia no es algo simplemente pasivo. Sería, en realidad,
difícil creer en estas cosas y ser a la vez ambiguos al respecto.
Los Santos de los Últimos Días que son activos en la fe, están
dedicados a su iglesia y son muy devotos a su doctrina, no
porque se consideren mejores que los demás, sino porque
sinceramente creen poseer un importante mensaje acerca de
la restauración del Evangelio de Jesucristo. Y están conven-
cidos de que es un mensaje de felicidad y gozo que el Señor
espera que compartan con todo el mundo.
Cuando yo era presidente de misión en Toronto, Canadá,
se me invitó a tomar parte en un programa de radio muy
popular. No, esta vez no fue planeado por mis misioneros; y
acepté personalmente la invitación. Después de referirnos
a las similitudes entre La Iglesia de Jesucristo de los Santos
de los Últimos Días y otras agrupaciones cristianas, el locu-
tor me preguntó: "¿En que se diferencia su iglesia de las
demás?"
"Déjeme contestarle con otra pregunta," le dije. "Si

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Moisés viviera en la actualidad sobre la tierra, ¿estaría usted
interesado en saber lo que podría decirle?"
"Por supuesto que sí," respondió mi interlocutor. "Todo
el mundo estaría interesado en eso."
"Pues bien," dije, "ése es nuestro mensaje al mundo.
Existe en la actualidad un profeta de Dios sobre la tierra que
posee la misma autoridad que tenía Moisés. Dios dirige hoy
a Su Iglesia por medio de Su profeta, tal como lo hiciera en
la época de Moisés."
Por un prolongado momento el locutor permaneció en
silencio. Y entonces comentó:
"Tiene usted razón. Eso es diferente."
Y en verdad, somos diferentes. Pero es una diferencia
importante, principalmente porque es verdadera—y esto es
algo que usted podrá decir concerniente a lo que hemos
tratado: o es verdadero, o no lo es. O José Smith tuvo aque-
lla extraordinaria manifestación que llamamos la Primera
'Visión, o no la tuvo. O tradujo el Libro de Mormón mediante
el don y el poder de Dios, o no lo hizo. O se restauró el sa-
cerdocio de Dios por medio de la ministración de Juan el
Bautista, Pedro, Santiago y Juan, o no se hizo. O nuestro
Padre Celestial creó un maravilloso plan eterno para Sus
hijos, o no lo hizo. O los principios enumerados en los
Artículos de Fe constituyen la verdad revelada de los cie-
los, o no lo son. O los frutos del mormonismo son el resul-
tado natural de la obediencia a los mandamientos de Dios,
o no lo son.
No existen muchas opciones, ¿no es así? Estas cosas
acontecieron, como le he mencionado, o nunca sucedieron.
Si nunca sucedieron, significa entonces que muchos de
nosotros hemos sido engañados. Pero si en realidad acon-
tecieron, usted reconocerá cuan importante es que ese
conocimiento se comparta con todos los seres humanos en
todo el mundo. ¿Piensa usted sinceramente que debamos
conocer algo de más valor que estas cosas?

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E L A N CL A D E LA F E

Para mí es muy importante que usted comprenda que yo


sé que todo lo que he estado declarándole es verdadero. Yo
tengo un firme testimonio de que José Smith ciertamente
presenció en aquella arboleda la aparición de Dios el Padre
y Su Hijo Jesucristo, quienes le hablaron en persona, tal
como lo describió en su historia. El Ángel Moroni le entregó
luego al joven las planchas de oro, las cuales no sólo con-
tenían la historia de un antiguo pueblo que habitó sobre el
continente americano sino que también proveyó otro testa-
mento acerca de Jesucristo.
Testifico asimismo que Juan el Bautista, aquel que bau-
tizó a su primo Jesús en el río Jordán, se apareció como un
ser resucitado a orillas del río Susquehanna y, poniendo sus
manos sobre la cabeza de José Smith, le confirió el Sacerdo-
cio Aarónico. Yo sé que Pedro, Santiago y Juan—los mismos
Apóstoles que Jesús de Nazareth ordenara—se aparecieron
poco tiempo después y confirieron a José Smith el Sacerdo-
cio de Melquisedec. Y desde ese momento en adelante, tuvo
lugar la restauración del Evangelio de Jesucristo, el cual tes-
tifico al mundo que se encuentra en La Iglesia de Jesucristo
de los Santos de los Últimos Días. El Evangelio de Jesucristo
ha sido restaurado totalmente y en toda su plenitud. De
estas cosas doy testimonio solemne.
Gracias a estas simples verdades, tanto mi vida como la
vida de quienes creen en ellas como yo creo, han experi-
mentado un cambio definitivo—hoy y para siempre. Por
cuanto nosotros creemos que José Smith fue un Profeta de
Dios y que en la actualidad existen sobre la tierra un profeta
y apóstoles del Señor Jesucristo (y yo soy uno de ellos),
nosotros conocemos y experimentamos la paz y la cer-
tidumbre que se obtienen al comprender y vivir de acuerdo
con el plan eterno de nuestro Padre Celestial. Todos y cada
uno de nosotros somos una parte de ese plan. Esto hace que
usted y todos nosotros seamos algo muy especial, no
importa la fe que hoy tengamos. Pero cuando llegamos a

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comprender la naturaleza total de nuestra relación personal
con Dios y Su Hijo Jesucristo, ciertas posibilidades se
perciben mejor en tanto que se nos aclaran algunas respon-
sabilidades determinadas. Por eso es que tenemos tanto
interés y consideramos necesario que compartamos el evan-
gelio con cada uno de los hijos e hijas de Dios.
El verdadero cometido, tanto para usted como para mí
mismo, es exactamente lo que fue para aquel ministro reli-
gioso que, como lo relaté anteriormente, me preguntó:
"Señor Ballard, si usted pudiera simplemente poner sobre
esta mesa las Planchas de Oro de las cuales se tradujo el
Libro de Mormón para que todos pudiéramos examinarlas,
sabríamos entonces que lo que nos está diciendo es verdad/'
Mi respuesta es todavía la misma; que Dios no revela Su
palabra en esa manera. Pero, afortunadamente, hay una
forma en que los hijos de Dios pueden llegar a saber—y
hago hincapié en la palabra saber—por sí mismos si lo que he
dicho es verdadero. No estoy hablando simplemente acerca
de creerme o aceptar mi palabra ni nada por el estilo. Me
refiero a que usted puede recurrir directamente a la fuente
de toda verdad para saber definitivamente si lo que he
declarado es verdadero.
En el último capítulo del Libro de Mormón, Moroni
prometió algo muy importante a quienes algún día habrían
de leer ese compendio de Sagradas Escrituras. Yo creo que la
misma promesa le corresponde también a todo aquel que
procura la verdad en cualquier materia o interés:
"Y cuando recibáis estas cosas, quisiera exhortaros a que
preguntéis a Dios el Eterno Padre, en el nombre de Cristo, si
no son verdaderas estas cosas; y si pedís con un corazón sin-
cero, con verdadera intención, teniendo fe en Cristo, él os
manifestará la verdad de ellas por el poder del Espíritu
Santo;
"y por el poder del Espíritu Santo podréis conocer la
verdad de todas las cosas." (Moroni 10:4-5.)

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E L A N CLA D E LA F E

La promesa de Moroni es interesantemente similar al


versículo de la Epístola de Santiago que motivó al joven José
Smith para pedirle a Dios la respuesta que le aclarara sus
dudas religiosas: "Y si alguno de vosotros tiene falta de
sabiduría, pídala a Dios, el cual da a todos abundantemente
y sin reproche, y le será dada." (Santiago 1:5.)
Tanto Santiago como Moroni nos exhortan a que acu-
damos directamente a la Fuente de la Verdad para buscar
las respuestas a nuestras preguntas. Si recurrimos al Señor
con humildad y sinceridad, El nos ayudará a discernir entre
lo que es verdad y lo que no lo es. Tal como nuestro Sal-
vador prometió a Sus discípulos: "Y conoceréis la verdad, y
la verdad os hará libres." (Juan 8:32.)
Pero, ¿cómo llegaremos a saber?
Nuevamente, el Libro de Mormón nos ofrece algunas
ideas maravillosas. El profeta Alma aconsejó sabiamente a
los que buscan la verdad—incluso aquellos que sólo tengan
"un deseo de creer"—que trataran de "experimentar con
[sus] palabras":
"Compararemos, pues, la palabra a una semilla. Ahora
bien, si dais lugar para que sea sembrada una semilla en
vuestro corazón, he aquí, si es una semilla verdadera, o
semilla buena, y no la echáis fuera por vuestra increduli-
dad, resistiendo al Espíritu del Señor, he aquí, empezará a
hincharse en vuestro pecho; y al sentir esta sensación de
crecimiento, empezaréis a decir dentro de vosotros: Debe
ser que ésta es una semilla buena, o que la palabra es buena,
porque empieza a ensanchar mi alma; sí, empieza a iluminar
mi entendimiento; sí, empieza a ser deliciosa para mí."
(Alma 32:27-28.)
Y eso es todo lo que alguien puede pedirle a usted que
haga: que "experimente" con las palabras de Cristo, que dé
"lugar para que sea sembrada una semilla en [su] corazón"
y sin resistir "al Espíritu del Señor." Creo sinceramente que
si usted hace estas cosas y pide en oración que nuestro Padre

135

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Celestial le revele si son verdaderas, El se lo dirá. Esa es la
promesa de Dios para usted y para todos Sus hijos.
"He aquí, yo estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi
voz y abre la puerta, entraré a él, y cenaré con él, y él con-
migo.
"Al que venciere, le daré que se siente conmigo en mi
trono, así como yo he vencido, y me he sentado con el Padre
en su trono." (Apocalipsis 3:20-21.)
Por favor no desaproveche esta oportunidad de recibir
una revelación personal de Dios. Considere lo que he escrito
en este libro. Evalúe todo con cuidado. Compárelo con las
cosas que usted cree y con lo que desea creer. Preserve ínti-
mamente todo lo que usted sabe que es verdad y agregúele
entonces la plenitud del Evangelio Restaurado de Jesucristo.
Medite sobre lo que ha sentido al leer estas palabras y
someta todo eso a la prueba final: Pregúntele a Dios. Escuche
Su respuesta con el corazón y entonces proceda en base a
sus propios sentimientos.
Si usted hace esto, tengo fe en que recibirá las respuestas
que busca. Y entonces llegará a comprender—más íntima-
mente, quizás, de lo que podría haberse imaginado—por
qué es que sus amigos mormones se dedican tanto a com-
partir lo que saben que es verdadero. Pudiendo acudir a los
millones de miembros y a las decenas de miles de
misioneros en todo el mundo, usted nunca se hallará muy
alejado de alguien que contestará cualquiera de sus pre-
guntas. Y por favor no vacile en ponerse en contacto con-
migo si puedo serle de ayuda. (Mi dirección es: 47 E. South
Temple, Salt Lake City, Utah 84150, EE.UU.) Me compro-
meto a hacer todo lo posible para ayudarle a conocer y com-
prender más cabalmente nuestro mensaje al mundo.
Al fin y al cabo, la "comprensión" es lo que estábamos
tratando de alcanzar cuando comenzamos este libro.
Que Dios le bendiga.

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Indice
Aarónico, Sacerdocio, 62-63 61-64,101; personal, 65-66;
Accidente automovilístico, joven requiere rectitud y dignidad,
muere en, 84 66-67; para unir en la tierra y
Adán, caída de, 95-96 en los cielos, 70, 74-75. Ver
Adolescente, hombre extranjero también Sacerdocio
entiende la conversación entre
un, y su padre, 3-4 Ballard,MelvinJ., 21-24
Adversidad, causas varias de la, Bautismo: autoridad para efectuar
85-86; esperanza en momentos el, 27,61-64; de niños
de, 86-«7 pequeños, 51-52; José Smith
Albedrío, 80-81, 85-86,96 interesado en averiguar sobre
América, tolerancia religiosa en, el, 60-62; por inmersión, 62-63;
35; registros de los antiguos importancia del 98-100
habitantes de, 48-49 Bendiciones de salud, 67-69,
Anacleto, obispo de Roma, 31-32
103-105
Ancla, la fe es como un, 130
Biblia, 51-52,104-105
Apostasía de la iglesia de la
antigüedad, 32-34 Biográficos, antecedentes, 2-3
Apóstoles, los doce, ordenados Bombero, analogía del, 13-14
por Jesucristo, 29; se perdió la
autoridad de los, 32, 34; en la Calvario, 14-15
Iglesia restaurada, 102,133 Calvino, Juan, 34
Artículos de Fe, 5,91-110 Castidad, 116-118
"Asombro Me Da", 15 Celestial, reino, 87-88
Autoridad: eclesiástica, incom- Clase de vida que vivimos, la,
pleta 27-28; apostólica, pér- 82-83
dida de la, 32, 34; aceptación Clemente, obispo de Roma, 31-32
inherente de la, 59-60; restau- Comprensión: poder de la, 1; rela-
ración de la, del sacerdocio, ciones edificadas sobre la, 5-6;

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ÍNDICE

cómo ganar, en cuanto a la Espíritu Santo, 92-95; don del,


Iglesia Mormona, 129,133-136 100-101
Constantino, 32-33 Estilo de vida, cambio de, como
Constitución de los E.U. A, autores resultado del evangelio, 18-22
de la, 34-35 Etiopía, esfuerzos humanitarios
Cowdery, Oliver, 60-63 en, 123-126
Credo de Nicea, 32-33 Evangelio de Jesucristo:
Creencia activa, 16-18,131-132 enseñanza del mensaje del,
Cristianismo, comienzos del, 9-11; cambio del estilo de vida
30-32; decaimiento del, sin la de acuerdo con el, 18-21;
autoridad apostólica, 31-34; restauración del, 37-44; paz
concilios para determinar las del, 113-115; frutos del,
doctrinas del, 32-33 114-128
Crucifijo, símbolo del, 16-17 Exaltación, 14-15, 97-98
Expiación de Jesucristo, 12-16,
Davies, Samuel, 4 79-80, 97-98
Decisión: el poder de la, 79-81;
constante ejercicio de la, 82-83 Facultad de Teología de Toronto,
25-28
Diezmo, la ley del, 125-127
Familias, fortalecimiento de las,
Diez tribus, restauración de las,
73; como extensión de la
106
familia de Dios, 78-79
Dios: naturaleza de, debatida en
Fe: en Jesucristo, 18; milagros
los concilios, 32; visión de José
como resultado de la, 23-24;
Smith de, 41; plan de, para
como primer principio del
nuestra felicidad, 77-78; hijos evangelio, 98; como ancla, 130
espirituales de, 78; la manera Frutos del evangelio: paz,
de llegar a ser como, 88; con- 113-115; salud, 114-116;
cepto de los Santos de los Últi- pureza sexual, 116-118; servi-
mos Días en cuanto a, 91-93 cio misional, 117-119; ministe-
Dones del Espíritu, 103-104 rio laico, 118-122; ayuda a los
necesitados, 121-126; bendi-
Edad Media, el cristianismo en la, ciones del diezmo, 125-127
32-34
Edad Obscura, 30-35 Getsemaní, 14
Edsel, representante del modelo, Gobiernos, estamos sujetos a los,
relato,93-94 108-109
Enstrom, Dr. James, 116 Grados de gloria, 87-58
Entusiasmo mal interpretado, 4-5
Escrituras, volúmenes de, recono- Iglesia de Jesucristo de los Santos
cidos por los Santos de los de los Últimos Días: invitación
Últimos Días, 51,104 a comprenderla,l, 6-7; esfuer-
Esfuerzos humanitarios, 123-126 zos misionales en la, 6; Jesu-
Esperanza, 86,109-110 cristo es la Cabeza de la, 16;

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ÍNDICE

autoridad poseída por la, 28; lados, 89; bautismo de, 99-100;
organización oficial de la, 44; se nos promete la paz por
escrituras de la, 51,104; la orga- medio de, 109-110,113-114
nización de la, es un espejo de Juan, Apóstol, 31-32
los comienzos del cristianismo, Juan el Bautista, 62,99
101-102; ministerio laico en la,
118-122; diferencia entre otras Kimball, Spencer W., 117
iglesias y la, 131-132
Iglesia organizada por Jesucristo, Leyes: naturales, 84-85; cometido
28-32,101-102; doctrinas falsas de sostener las, 109
filtradas en la, 29-31; caída de Libro de Mormón: testifica de
la, profetizada por Pedro, Cristo, 12; "pruebas" físicas
30-31. Ver también Cristian- del, no serían suficientes,
ismo, comienzos del 26-27; Moroni le habla a José
Iglesias, varias, obra admirable Smith sobre el, 47-49; descrip-
de, 28 ción de antecedentes del,
Imposición de manos, 100 48-50; pasajes del, 49-51; como
Inglaterra, experiencias como compañero de la Biblia, 51-52;
misionero en, 9-10 doctrinas aclaradas en el,
Inmortalidad, don de la, 14-15 52-53; traducción del, 53-55;
Intolerancia: maldición de la, 4-5; testimonios del, 54-57; creencia
religiosa, aliviada por los refor- en el, como la palabra de Dios,
madores, 33-35 104-105
Isgren, W. Leo, 22-23 Lino, obispo de Roma, 30-32
Israel, recogimiento de, 106-107 Lucifer, 80-S1
Lutero, Martín, 33-34
Jehová, 11-12
Jesucristo: testimonio de, 10, Materialismo, 111-113
23-24; vivir la vida en armonía Matrimonio: invitación al Sal-
con, 10-11,17-18; función pre- vador para formar parte del,
mortal de, 11; misión mortal 18-19; eterno, sellado en los
de, 11-13; el Libro de Mormón templos, 69-75; importancia de
testifica de, 12; expiación de, la pureza sexual en el, 117-118
12-16; reverencia de los Santos Melquisedec, Sacerdocio de,
de los Últimos Días por, 15-17; 63-64
vivir basados en, 16-17; el Mendigo sanado por Pedro, 67-68
cimiento, 21; testimonio de Milagros, 23-24,103-105; efectua-
abuelo en cuanto a, 21-24; igle- dos por la autoridad del sacer-
sia organizada por, 28-31, docio, 66-70
101-102; José Smith ve a, en Milenio, 106-108
visión, 41; visita de, al conti- Millonarios, viaje en avión con,
nente americano, 49; función 111
de, en plan del Padre, 80-81; Ministerio laico, 118-122
predicó a los espíritus encarce- Moroni, 42-44,47-48

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ÍNDICE

Mortalidad: propósitos de la, 17-19, 97-98. Ver también


79-80; brevedad de la, desde Adversidad
una perspectiva eterna, 85-86 Profetas contemporáneos, 102,
Muerte: preguntas relacionadas 105,131-133,133-134
con la, 77,84-85; no es el fin, Programa de Bienestar, 123-124
87-88 Progreso espiritual, 88-90
Protestante, movimiento, 34, 37
Nacimiento, misterios del, 77
Niños pequeños, bautismo de, Recogimiento de Israel, 106
51-53 Reformadores religiosos, 34-35
Reino celestial, 87-88
Obispos de Roma, 30-32 Religión: efecto de la, en las rela-
"Oda a las insinuaciones de la ciones, 4; libertad de, 5,107;
inmortalidad", 82 insensibilidad hacia el tema de
Ofrendas del ayuno, uso de las, la, 5-7; clima de tolerancia
123-125 hacia la, 33-35; fervor en
Oposición, 80-81 cuanto a la, en Estados Unidos
en el siglo diecinueve, 37-39
Oración: José Smith ofrece una,
para saber cuál iglesia era ver- Responsabilidad, edad de, 96
Restauración del evangelio:
dadera, 40-41; para reconocer
preparación para la, 33-35;
la verdad, 55-56
comienzos de la, 37-44;
Ordenanzas de salvación, 64
creencia de los Santos de los
Últimos Días en la, 102
Pablo, el Apóstol, 29-30
Restitución de todas las cosas,
Palabra de Sabiduría, 114-117 tiempo de la, 31, 34-35,102
Patriotismo, 109 Resurrección, 52-53, 87-88
Paz, 110,113-114 Revelación: continua, 45-46,105;
Pecado: separa a los mortales de personal, 105-106,135-136
Dios, 14 Riquezas, 111-113
Pecado original, 95-97
Pedro, el Apóstol, 29-31,63,67 Sacerdocio Aarónico, 62-64
Perdón, necesidad universal de Sacerdocio: autoridad del, ausente
recibir, 82-83 de la tierra, 33-34; restauración
Planchas de Oro, 26-27, 48 del, 61-64; poderes y responsa-
Plan de Salvación, 78-90 bilidades del, 64-66,69-70; los
Pobres, cómo velar por los, milagros del, 67-70; en los
121-126 templos, 70-72; gobierno del,
Primera Visión de José Smith, en contraste con los gobiernos
40-43,45 de la tierra, 101
Principios de salud, 114-117 Salvación: ordenanzas de, 64; plan
Problemas, cómo superar, por de, 78-90 mediante la
medio de la fe en Jesucristo, expiación de Jesucristo,97-98

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ÍNDICE

Satanás, 81 Taylor, John, 64


Semilla, la palabra de Dios es Templos, 70-74
comprada a una,135 Testimonio: del autor, 10,23-24,
Servicio misional, 6,108-109, 56-57,132-135; cómo ganar un,
118-119 propio, 134-136
Sexual, pureza, 116-117 Traducción del Libro de Mormón,
Similitudes entre las personas, 2-4 53-55
Smith, Emma, 54-55
Smith, Juan, 34 Verdad: disponibilidad de la, por
Smith, José, 5; antepasados de, muchos medios,27; cómo
37-38; investiga el tema de la reconocer la, por el poder del
religión, 38-40; decide Espíritu, 55-57
"preguntarle a Dios", 40; Vida premortal, 11,78-80
Primera Visión de, 40-42; es Visiones de José Smith, 41,42-43
visitado por el Ángel Moroni,
43,47-48; ora por perdón y Wiclef, Juan, 34
para recibir una manifestación, Wordsworth, William, 82
47; enumera puntos de
doctrina, 91 Young, Brigham, 72

Talmage, James E., 98 Zwinglio, Ulrico, 34

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