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¡No podía creer lo que estaba oyendo! El terror la invadió, pues quedaba claro que Blancanieves
estaba viva.
– ¡Lograré que desaparezca para siempre!- gritó poniéndose roja de la ira.
Con oscuros hechizos hizo un peine envenenado. Tomó el aspecto de una bondadosa
anciana, atravesó el bosque y llegó a la casa de los enanitos. Golpeó a la puerta y exclamó:
– ¡Vendo buena mercancía! ¡Vendo! ¡Vendo!
Blancanieves miró por la ventana y dijo:
– No puedo dejar entrar a nadie, sigue tu camino.
– Si quieres, puedes sólo mirar- le propuso la vieja, sacando el peine envenenado y
levantándolo en el aire. El peine era tan bonito que Blancanieves se dejó convencer y abrió
la puerta.
La madrastra dijo con dulce voz:
– Ven niña bonita. Voy a peinar tu precioso cabello.
Blancanieves, que no desconfiaba de nadie, se acercó a la anciana para que la peinara y nada
más rozar su cabeza, el peine cumplió el hechizo y la pequeña calló sin conocimiento.
– ¡Ahora sí que seré yo la más hermosa!- dijo la madrastra.
Por suerte, ese día los enanitos regresaron más temprano del trabajo. Cuando vieron a
Blancanieves en el suelo, sospecharon enseguida de la madrastra. Al contemplar a la niña,
encontraron el peine envenenado. Lo retiraron y Blancanieves se levantó y les contó lo que
había sucedido.
Entonces le advirtieron una vez más del peligro y le dijeron que no abriera la puerta a nadie.
En cuanto llegó a su casa la reina se colocó frente al espejo y dijo:
– Espejito, espejito mágico, ¿quién es la más hermosa del reino?
– La más bella del reino sois vos, majestad; pero en el bosque, en casa de los siete enanitos,
la linda Blancanieves lo es mucho más.
La reina no pudo más y estalló en cólera.
– ¡Esta vez conseguiré ser yo la más bella, haré que desaparezca Blancanieves de una buena
vez!
Se dirigió a la cocina, cogió una manzana y, por medio de un sortilegio, la envenenó. A
primera vista parecía buena, blanca y roja, tan apetecible que tentaba a cualquiera que la
veía.